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Curial e Güelfa

(trad. Julia Butiñá) 1

En los 90 años del doctor Martín de Riquer

¡Oh, cuán grande es el peligro, cuántas son las preocupaciones y las angustias de
los que viven en vilo por el amor! Pues, aunque algunos privilegiados por la fortuna,
después de infinitos infortunios, hayan llegado al puerto que deseaban, son tantos los
que razonablemente se duelen que apenas puedo creer que, entre mil desventurados, se
encuentre uno que haya llevado su causa a un glorioso final.

Y si se considera equitativamente el caso siguiente, aunque haya muchos que


digan que bien quisieran que les pasase lo mismo con sus amores, empero, conociendo
la seguridad de las penas -de las cuales aquella dulzura amarga está henchida- y no
teniendo certeza del fin -si será próspero o adverso-, deberían guardarse mucho de
tomar este, más que amoroso, doloroso camino.

Por eso os quiero contar cuánto costó a un gentil caballero y a una noble dama
amarse el uno al otro y cómo, con gran esfuerzo y pena, acompañados por muchos
infortunios, después de mucho tiempo, consiguieron el premio a sus desvelos.

Infancia de Curial

Hace ya mucho tiempo, según he leído en Cataluña, hubo un gentilhombre


llamado (...)2, que fue más dotado de buen sentido y de afabilidad que de aquellos
bienes que a los hombres proporciona la fortuna para el uso común, pues sólo era dueño
de una pobre casa. Tenía una mujer bellísima por esposa, que se llamaba Honorada, y
vivían libres libres de los negocios mundanos, pobre y honestamente; siempre se
esforzaban en lograr la gracia del piadoso Redentor, cosa de la que más que de ninguna
otra tenían continuo cuidado.

Y aunque en su juventud no habían tenido descendencia, Dios nuestro señor los


quiso consolar en su vejez, de manera que les dió un hijo, al que llamaron Curial,
criatura que ya en su tierna edad destacaba sobre las otras; con él vivían el padre y la
madre, tan felices -pues tanto lo habían deseado- que de ninguna otra cosa en el mundo
podrían tener más contento. Y este chico, al morir el padre pocos años después de su
nacimiento, quedó huérfano.

1
Los criterios seguidos para esta traducción se exponen en el trabajo “Sobre las versiones de clásicos
catalanes: el Curial e Güelfa y Lo somni”, que se publicará en el II volumen coordinado por Assumpta
Camps (directora de la Red Temática, sobre “La Traducción en la época contemporánea”, 2003/XT/
00034, de la Generalitat de Catalunya), en 2005, en PPU de la Universidad de Barcelona.
Cabe avanzar que, aunque siguiendo criterios distintos, se ha tenido en cuenta la edición de Pere
Gimferrer, según la reedición de 2003 en Anton Espadaler (ed.): Novelas caballerescas del siglo XV,
“Biblioteca de Literatura Universal”, Espasa, Madrid. Además, se ha tenido muy presente el resumen que
hizo Jerónimo Miguel, a modo de Guía de lectura, en mi monografía sobre esta novela: Tras los orígenes
del Humanismo: el “Curial e Güelfa”, UNED, Madrid 20013, pp. 359-420.
2
Indicamos así un espacio en blanco en el manuscrito.

1
La buena mujer, que por el gran amor que tenía a su hijo no le permitía alejarse
de ella, lo retenía consigo, pues quería que se diera por satisfecho con la pobreza que de
su padre había conservado. No obstante, se asentó en él un ánimo noble -que en muchos
hombres pobres anida- y ya desde su infancia le hizo aborrecer aquella vida; por lo que,
viendo que su madre no le daba ninguna salida, a pie y pobremente, huyó de allí. Y se
fue a casa del marqués de Monferrato, quien en aquel tiempo era un joven soltero y
hacía poco que, por la muerte de su padre, había recaído en él el gobierno y dominio de
su tierra. Y tenía una hermana, muchacha de poca edad, llamada Güelfa.

Llegado, pues, Curial a casa del marqués, el cual estaba en un castillo suyo
llamado Pontestura, se plantó entre los caballeros y los nobles e iba mirándoles las
caras, esperando que alguno de ellos le hablase; por lo que el marqués, al salir de misa,
topando con el joven, le dijo:

-¿De quién eres?

El chico respondió:

-Señor, soy vuestro.

El marqués se detuvo y lo miró, y a pesar de estar aún en edad inmadura, no por


ello dejó de verle los ojos menos resplandecientes y tanta belleza en su rostro como no
podía dar más la naturaleza; por lo que respondió rápidamente:

-Y a mí me complace que lo seas.

Y volviéndose a los suyos, dijo:

-A fe mía que nunca vi criatura tan gentil ni que me agradase tanto.

Y agregó:

-Tú serás mío, dado que te has entregado a mí, pero lo serías aunque te hubieses
entregado a otro.

Y preguntándole su nombre, le respondió llamarse Curial. Por tanto, en seguida


le hizo vestir y arreglarse convenientemente; y lo retuvo en sus aposentos a su servicio
personal como camarero.

Curial creció en edad y en conocimiento y en belleza física con tanta


singularidad que se hizo proverbial en la corte que cuando se quería aludir a una muy
gran belleza se mentaba la de Curial. Y así como Dios nuestro señor le había dado
belleza corporal, a su vez le hizo agradable a los ojos de todos los que le miraban; de
modo que no había nadie que lo viera y que no quedase prendado de él.

Matrimonio y viudez de Güelfa

Por aquel mismo tiempo, el señor de Milán, que era un caballero gentil y
apuesto, tenía una hermana muy hermosa llamada Andrea. Y oyendo la fama de la
belleza de Güelfa, que sin ninguna comparación superaba en aquel tiempo la hermosura

2
de todas las doncellas de Italia -a pesar de su juventud, pues apenas tenía trece años-, se
enamoró de ella e hizo saber al marqués de Monferrato que, si lo consideraba oportuno,
gustosamente le daría a Andrea por esposa, contando con que él a su vez le diese a
Güelfa. Lo cual, después de haberse tratado extensamente, se hizo realidad. Así, el señor
de Milán, enviando a Andrea, recibió a Güelfa con una muy gran satisfacción; y le
pareció mucho más hermosa de lo que le habían dicho, por lo que se prendó y se
enamoró tan fuertemente de ella que no oía ni veía nada, ni se sentía bien ni descansaba
sino estaba al lado de Güelfa.

Güelfa era muy inteligente, dulce y prudente en todos sus movimientos. Y,


amándola su marido sobremanera, se apoderó y enseñoreó de él hasta el punto que no
hacía nada ni daba ninguna orden sin que Güelfa no estuviese antes enterada; y ella se
comportaba con tanta discreción que era casi tan amada por los vasallos como por el
marido.

No se había cumplido sin embargo todavía el segundo año de su matrimonio


cuando el señor le sorprendieron unas fiebres altas, que le atacaron ininterrumpidamente
con tal fuerza que todos los médicos le pronosticaron la muerte; por ello, hizo
testamento, que dictó en presencia de todos sus barones. Y dispuso que Güelfa, con
marido y sin marido, fuese señora de Milán y que, a su muerte, le sucediese quien o
quienes ella quisiera disponer; todavía en vida se lo hizo jurar a sus vasallos y se
marchó de este mundo. Güelfa sintió por ello un dolor incalculable. Pero tras las
lágrimas, el paso del tiempo empezó a mitigar su aflicción.

Por lo que su hermano, el marqués, viéndola joven, tierna, rica y codiciada por
muchos, temiendo algún percance, empezó a requerirla con cartas para que se animase a
venir a Monferrato, pintándole con diversas clases de razones la causa de su vuelta.
Güelfa, que era obediente y amaba a su hermano por encima de su misma felicidad, al
punto se puso en marcha y se fue a Monferrato, a una ciudad llamada Alva, donde vivía
su hermano.

Fue recibida por el hermano con todos honores, asignándole como estancias
suyas la parte más preciosa de su palacio. Y a menudo le hacía comer con él, o bien él y
Andrea se iban a comer con ella. De este modo estuvieron algunos años conviviendo
fraternalmente.

Educación de Curial

Curial servía al marqués, pues era muy apreciado por él, pero el marqués llegó a
estar tan enamorado de Andrea, su esposa, que no se ocupaba de nadie y se olvidaba de
todo; por lo cual el chico, que había tenido una notable entrada en casa de aquel señor,
por la debilidad del mismo señor cayó en olvido y ya no era favorecido, atendido ni
oído, como ocurría antes de que llegase Andrea.

Por ello, sintiéndose abatido y menospreciado, no se ponía en medio de la gente,


como antes solía, sino que se mantenía apartado; de lo cual se alegraban mucho algunos
envidiosos, que en todas las casas de grandes señores abundan.

Así, el joven, como persona a quien no falta la sensatez, durante su caída en


desgracia, para no perder el tiempo, aprendió gramática, lógica, retórica y filosofía, y se

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hizo un hombre valioso en estas ciencias, así como muy buen poeta; de modo que a la
vista de sus conocimientos, en muchos sitios devino muy famoso y era altamente
considerado.

Güelfa se enamora de Curial

Güelfa, que era joven y lozana, notas a las cuales no faltaba añadir sino marido,
al verse muy bella, objeto de muchos elogios, rica, agraciada y a la vez ociosa, así como
requerida y solicitada por muchos mientras que su hermano no se preocupaba de
buscarle marido -ni a ella le parecía honesto el pedirlo-, no pudiendo resistir a las
naturales inclinaciones de la carne, que la combatían continuamente aguijoneándola sin
cesar, pensó que si por ventura amase en secreto a algún joven valeroso, no habría
deshonestidad siempre que nadie lo advirtiese; además, era algo que ya había ocurrido a
otras más de mil veces. Y en el caso de que algunos, queriendo adivinar lo que no
saben -a través sólo de indicios-, llegaran a percatarse, no se atreverían a hablar de tan
gran señora como era ella.

Y así dió licencia a los ojos para que mirasen bien a todos los que estaban en
casa de su hermano. Y como no se fijaba en la limpieza de sangre ni en la cantidad de
las riquezas, le gustó Curial por encima de los demás, pues viéndolo de cuerpo muy
gentil -y bastante gentil de corazón-, y muy sensato para su edad, pensó que sería un
hombre de valía si contase con medios. Por lo que planeó ayudarlo; y desde entonces,
empezó a acercársele y lo llamaba a menudo y hablaba gustosamente con él.

Esta noble mujer tenía un procurador, que recibía en nombre de ella todas las
rentas de Milán y las administraba; este hombre, que contaba ya cincuenta años, muy
sabio, reservado y valioso, tenía por nombre Melchor de Pando. Güelfa lo amaba mucho
y le confiaba no sólo las riquezas sino también todos sus secretos. Por lo que, un día,
hablando ella con Melchor acerca de todos los de la casa del marqués, se acordaron de
Curial; entonces, Melchor lo alabó mucho y denostó la pobreza del joven y la poca
sensibilidad del marqués, pues le hacía el efecto que si aquel mozo dispusiese de unos
cuantos bienes, sería sin duda muy valioso. Güelfa, mostrando compadecerse, tomó a su
cargo el ayudarlo y, pese a su pobreza, hacerlo un hombre. En seguida mandó a Melchor
que se lo llevase a su casa y que, sin descubrirle de dónde procedía la ayuda, lo
mejorase de estado y le diese tanto dinero como Curial quisiera y supiera gastar.

El tal Melchor, que no tenía hijos y amaba a Curial poco menos que Güelfa, lo
tomó de la mano y, llevándoselo a su casa, le habló de la forma siguiente:

-Curial, yo conocí bien a tu padre, que fue gentilhombre, un prohombre y gran amigo
mío. Vi la entrada que hiciste en casa del marqués, que no ha seguido el curso con el
que había empezado, ni me parece que haya predisposición para ello, puesto que el
marqués no sólo se ha olvidado de ti sino incluso de sí mismo y de todos los de su casa.
Y yo, consciente de que no tengo hijos ni hijas ni parientes que me ayuden a gastar lo
que Dios me ha dado, he decidido –mientras sea posible en vida mía y viéndolo yo- que
mi fortuna aproveche a alguien y entregarte ahora alguna parte de mis bienes. Y si veo
que en ti los obsequios no se desperdician, a mi muerte, te haré señor de bienes mucho
mayores.

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Y, sin dejar contestar a Curial, tomándolo por la mano, lo introdujo en una
cámara y, abriendo una gran caja, repleta del tesoro de Güelfa, le dijo:

-Hijo mío, he aquí una parte de mis bienes; toma a tu gusto tanto como te parezca que
necesitas para mejorar de posición y no temas que, si ahora no puedes llevarte tanto
como quisieras, se te impida tomar otra vez, porque esta caja estará presta a tus órdenes;
y lo que cojas hoy será repuesto mañana, de modo que no se agotará. No obstante, hijo
mío, sé sensato y observa que la condición social requiere graduarse y subirse
lentamente, escalón por escalón.

El joven, extraordinariamente turbado ante novedad tan grande, no se atrevía a


dar un paso ni osaba tomar el dinero. Pero el prócer cogió el dinero y le dió tanto como
pudo llevar consigo; y, encomendándolo a Dios, lo despidió.

Envidia de dos caballeros

Curial, muy confuso –ni siquiera acertaba con la puerta por donde se iba a su
morada-, se marchó y empezó a poner por obra lo que el prócer le había mandado; y se
vistió muy bien y se hizo con caballerías y cogió para su servicio algunos servidores.

Y a pesar de estar muy bien acostumbrado, en cuanto se vio crecer en su estado,


creció asimismo en virtud y, dejando de lado las maneras que solía tener (aunque eran
buenas), fue cambiando muy prudente y hábilmente; pues en seguida educó muy bien su
voz y aprendió a tañer instrumentos (por lo cual se hizo famoso), así como a cabalgar,
componer, danzar, justar y todas las otras habilidades que correspondían a un joven
noble y de valía. Y como era de muy bello aspecto y andaba siempre muy bien
compuesto, llegó a ser tan gentil que en toda la corte del marqués casi no se hablaba de
nadie más, lo que agradó muy mucho al marqués. Y sospechó que Melchor lo había
adoptado como hijo y le daba todo lo que el joven gastaba.

Y Güelfa, viendo a su Curial crecer en belleza y en virtud, cada día se le


acercaba más y le animaba a crecer y a mejorar, contándole con ideas ingeniosas cómo
muchas veces los hombres, por distintas vías, desde una pobre situación llegan a ser
hombres de relieve, y que a eso les conduce el vivir virtuosamente, lo cual está en la
mano de todos, pero sobre todo de aquellos a quienes Dios concede la gracia de que la
pobreza no los tenga sojuzgados.

Melchor, por mandato de Güelfa, departía cada día con Curial y le estimulaba a
obrar bien, dándole a diario fondos en gran abundancia. Y tanto prosperó que todos los
de la corte, abandonados otros temas, no comentaban nada más.

Mientras sucedían estas cosas, dos caballeros ancianos que tenía Güelfa en su
compañía, viendo a Curial charlar muy a menudo con Güelfa y viéndole ascender en el
porte y condición, sospecharon que era obra de Güelfa y, empujados por la envidia,
hablaron entre ellos, diciendo:

-Ciertamente, esta señora ha cambiado mucho de modo de vivir, de un tiempo a esta


parte. Pues era una de las mujeres más honestas del mundo y ahora ha variado por
completo: ya no valora nuestros consejos ni le place nuestra compañía, sino que
dilapida y se los da al bribón de Curial, lo que le hará perder no sólo el honor sino

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también la fama. Y si no se ataja desde el comienzo, esta enfermedad irá muy en
aumento y a nosotros, que no tenemos nada que ver con ello, nos puede aportar un
escarmiento, del cual seremos merecedores si no informamos al marqués.

Y aunque estaban muy convencidos, por último acordaron que antes de decirle
ni una palabra al marqués, vigilarían atentamente por si podían ver indicios de alguna
deshonestidad, de la que al punto le informarían.

El marqués era muy próximo a Curial, con quien consultaba todos sus consejos y
todos los proyectos que tenía. Y viendo que su hermana se complacía en hablar con él y
de su compañía, lo llevaba a menudo consigo, de lo cual ella obtenía una consolación
soberana. Y cuanto más lo frecuentaba, más se caldeaba y se encendía en su amor; pero
estaba muy angustiada porque él no se daba cuenta. Y así, ella decía a Melchor que
temía que este joven fuera cobarde. Esto se prolongó durante mucho tiempo, porque
Curial, que no sabía ni imaginaba que era Güelfa quien le daba lo que gastaba, tenía
su pensamiento muy lejos del de Güelfa, y la solazaba con palabras galantes y con
bromas de otro tenor. Mas que él la amase nunca se lo dió a entender, ni daba muestras
de entender que ella lo amaba, por lo que la mujer enamorada soportaba una pena
insufrible.

Así las cosas, un día pensó que sólo le quitaba su bienestar la vergüenza y que,
dado que no había ningún otro impedimento, ella intentaría vencerla a fin de satisfacer
su deseo. Y mientras estaba cavilando sobre ello, buscando la vía y la manera de
sacudirse aquella cruel y vulgar vergüenza, el marqués envió a Curial para que rogara a
Güelfa que fuera a comer con él. Ella, sin darle más vueltas, se puso en pie y, haciendo
pasar delante a todos los demás, se quedó rezagada con Curial, quien la llevaba del
brazo; y, viendo la oportunidad, le habló de la siguiente forma:

-¡Ay, desgraciada de mí! ¡Cómo he malgastado mi amor en ti! Miserable de mí, hace
tanto tiempo que te amo, y te he dado todo lo que de Melchor has recibido y, en mi
interior, te he hecho señor de mí y de mis bienes; mientras que tú, más cruel que
Herodes, como un ingrato, menosprecias los dones que amor –más piadoso contigo que
tú mismo- te ha ofrecido. ¡Ah, carne de leproso! ¿Y no oirás nunca las palabras
penetrantes que yo tantas veces he pronunciado por mi boca delante de ti? ¡Ah,
vergüenza, ven, ven a mí y huye de este insensato que parece que nunca haya tratado
con personas!

Y tras estas expresiones, apenas contuvo las lágrimas. Llegaron juntos a las
dependencias del marqués, quien la recibió muy alegremente; se sentaron a la mesa y
empezaron a comer. Pero la mujer, pensando en lo que había dicho y reflexionando
sobre cómo habría sido entendida, apenas comía, y decía que se acababa de levantar de
la cama y que todavía no tenía apetito.

Por otra parte, Curial empezó a meditar las palabras que había oído y conocedor
de que era Güelfa quien le había dado todo y quien cubría sus necesidades, se quedó
muy pensativo; y, deseoso de responder, le parecía que aquel ágape duraba un año. Y
aunque estaba muy alejado, miraba a la señora aprovechando que los que servían la
mesa y los comensales que estaban delante de él se apartaban un poco; y maldecía a
todos los que se interponían entre él y ella. Y cuando éstos, porque retiraban sus cabezas

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o por otra causa, dejaban una rendija, en seguida los ojos de ambos enamorados se
encontraban en el hueco; y, cuando la rendija se cerraba, se les evaporaba todo placer.

Y así estuvieron los dos durante aquella comida, en que ni ella comió ni él
descansó. Y en el pecho gentil, en el cual todavía no había entrado ninguna sensación
placentera de amor, prendió súbitamente una llama ardiente, la cual no pudo apagarse
hasta que la muerte le alcanzó. Se acabó el banquete y se fueron de la mesa, de lo cual
ambas partes tuvieron contento. Y poco después de haberse despedido de su hermano, y
acompañada de mucha gente notable, la mujer volvió acongojada a su cámara. Ella dijo
a Melchor:

-Decid a Curial que os responda a las palabras que le dije hoy.

Y volviéndose a Curial, le dijo:

-Habla con Melchor al igual que lo harías conmigo.

Por ello, Curial fue a casa de Melchor y le repitió, al pie de la letra, lo que
Güelfa le había dicho, añadiendo que hacía tiempo que lo intuía y esperaba ocasión para
constatar su pasión; y ya que nuestro Señor los había llevado a este punto, a ella le
concernía mandar. Pero le suplicaba que lo quisiese abreviar, a fin de que pudiesen dar a
este hecho un proceso discreto; porque, mientras que él pensaba que ella no estaba
dispuesta a complacerlo, sobrellevaba la pena en cierta manera, pero ahora que se había
manifestado el asunto verbalmente entre ellos, la carga se le haría mucho más dura.

El mentor, que ya hacía días que daba por sabido que aquella entrada tenía que
tener esta salida, amonestó al joven rogándole mucho que fuese reservado y andase con
cautela. Y que debía poner aquí más juicio que en cualquier otra cosa, puesto que todos
se miraban en aquel espejo; por lo que si antes era envidiado, ahora lo sería mucho más.

Melchor, volviendo a la señora, le dijo que Curial no había nacido más que para
servirla y que ella ordenase, porque él no tenía más que hacer que obedecerla. Por lo
que la mujer le dijo:

-Melchor, yo me he empeñado en hacer de él un hombre, dado que me parece


merecerlo. Pienso que hay muchos hombres a quienes todas las riquezas del mundo no
los harían buenos, mientras que el amor solo es capaz de convertirlos en un día. Es
cierto que mi intención es hacer de él un hombre, pero no pretendo darle mi amor sino
intentar hacerlo noble y valeroso, dándole a entender que le amo. Por esto, traedlo aquí
por la tarde, porque le quiero hablar delante de vos, encaminándole a ser bueno.

Caída la tarde, pues, Melchor cogió a Curial y fueron al aposento de la señora y,


cuando estuvieron en su presencia, ella empezó a hablar diciendo:

-Curial, yo he querido entregarte todos mis tesoros y sin decirte nada he dado principio
a tu honor. Es verdad que te amo; y así como te he otorgado bienes te daré otras cosas
en cuanto comprenda que las debes tener. Por lo que te ruego que accedas a esforzarte
en buscar la manera por la que puedas acrecentar tu honor. Y no tengas miedo de que te
falte el dinero. Sin embargo, quiero que cumplas este precepto: que jamás me pidas más
amor del que yo determine darte. Y por otra parte te aviso -recuérdalo bien-, que si en

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algún momento te revelas como mi servidor, me perderás para siempre y te privaré del
bien que tú esperas obtener de mí. Y de ahora en adelante, no alegues ignorancia.

Y cogiéndolo por las mejillas, lo besó, mandándole que regresase a su casa.


Curial, desmesuradamente alegre, se volvió a su casa y se sentía tan lleno de un placer
increíble que aquella noche apenas pudo dormir. Al llegar el nuevo día, fue a oír misa y,
yéndose después con el marqués, se pasó toda la mañana con él entre diversiones,
bromas y entretenimientos. Y cuando le pareció propicio, fue a ver a Güelfa, quien lo
deseaba más que a la propia salud; así, estuvo con ella un rato y, tras despedirse, volvió
a su casa.

Los envidiosos, turbados, no sabían cómo actuar, ni podían ver nada que fuera
reprochable, salvo el frecuente ir y venir, así como el incremento del nivel de Curial,
que les parecía que provenía de ella.

Los envidiosos revelan al marqués los amores de Güelfa

Mientras estas cosas sucedían de esta guisa, ocurrió un día que yendo Güelfa a
almorzar con su hermano el marqués, precediéndoles todos los acompañantes, se quedó
sólo con Curial, quien la llevaba del brazo; y, moviendo ella la cabeza, la acercó a la de
Curial, teniendo buen cuidado de que nadie los viese, y le dió un beso. En ese momento,
para su desgracia, al desviar los dos ancianos sus ojos hacia aquel lado, llegaron a ver el
apartarse las cabezas de los que el amor, sin percatarse de lo que hacían, dulcemente
había inducido a besarse.

Y no hablando sino murmurando se dirigieron a las habitaciones del marqués.


Pero en cuanto estuvieron dentro, volvieron a salir, pensando que tenían la ocasión
propicia para poner en obra lo que tanto habían deseado, y deliberaron denunciárselo al
marqués. De este modo, tras esa breve charla, se fueron a comer, y sin demorarse en la
comida, vueltos a las habitaciones del marqués, se quedaron allí hasta que retiraron la
mesa y que, con un gran cortejo de gente, Güelfa regresó a su alcoba. Entonces, en
seguida los ancianos se llevaron aparte al marqués y uno de ellos, llamado Ansaldo, que
era un gran parlachín y muy elocuente, pidiendo permiso al otro, habló así:

-Señor, antes de que mi lengua diga nada, te ruego y te suplico que quieras oírme con
oídos benignos, y que lo que yo te diga, aunque sea grave, no te impulse a hacer nada
repentinamente, hasta que, de un modo reflexivo y atendiendo a tu honor, que ha de ser
tan estimado para ti, puedas obrar en consecuencia.

Nosotros (para nuestra desgracia, pues ojalá pudiéramos eludirlo), hemos estado
al servicio de tu hermana Güelfa, a quien, mientras le han agradado los consejos, ha
vivido muy honestamente y según tu honra, a la vez que nosotros estábamos muy
contentos pensando retornarte a ti, buen conde, su honor. Pero creemos que su vida
hubiera prosperado más de no haber venido a tu casa.

Tú crees que la hiciste venir aquí -para lo cual fue favorable nuestro consejo-
procurando obrar bien y dando por entendido que el desarrollo de sus principios
recibiría un acicate. Y efectivamente hubiera ocurrido así, si un demonio -al que más le
hubiera valido no haber nacido- no se hubiera interpuesto en el camino. Hay que decir
que nosotros hemos resistido con mucho aguante la deshonesta y continua relación de

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Curial con Güelfa, sabiendo de antemano que íbamos a ver lo que hemos visto; y hemos
estado inclinados muchas veces a decírtelo, pero sabiendo lo que te era grato, hemos
callado hasta este momento.

No se trata de que estemos ansiosos por los bienes de ella, que Curial gasta y
consume en abundancia, opinando principalmente que tu magnificencia lo compensaría.
Pero lo que hemos visto hoy -y suponiendo razonablemente que debe haber más-, nos
ha confundido por completo. Y si no fuera porque tememos que por nuestro silencio, al
crecer el mal, crecería nuestro delito, ni siquiera ahora abriríamos la boca para hablar.

En una palabra, en el día de hoy, yendo Güelfa a comer contigo, hizo pasar
delante de ella a todos los hombres que la acompañaban -incluido nosotros, que la
solíamos llevar del brazo-, quedando solos Curial y ella; pero, al volvernos, hemos visto
que la besó. Por ello, hemos tenido un dolor intolerable, pensando que a nuestra vejez
hemos venido aquí para hacer de alcahuetas. Cosa que Dios no quiera, que a nosotros,
que creemos haber vivido correctamente nuestra juventud, nos venga ahora un don
nadie a robarnos la gloria de nuestro honor y fama.

Así, te rogamos, amonestamos y requerimos, que evites tal ocasión apartando a


Curial -de la manera que te parezca- de la casa de esta mujer; o bien que nos tengas por
excusados, porque verdaderamente si se deja lo sucedido en estos términos, no
pensamos permanecer más allí.

El marqués, que era muy prudente y muy buen caballero, dando fe a las palabras
de Ansaldo, se quedó muy impresionado y estuvo muy tentado a reaccionar
apresuradamente sin pararse a reflexionar, a fin de dar una buena sorpresa a los dos
amantes. Pero el otro anciano, llamado Ambrosio, lo detuvo diciendo:

-Señor, no te alteres por lo que él te ha dicho, sino recuerda que eres joven y que
algunas veces, por prudente que seas, has obrado como un joven. Y si aquellos jóvenes
sometidos a las fuerzas del amor han hecho alguna locura o hacen lo que no deben, al
fin y al cabo no hacen nada nuevo, pues personas mucho más prudentes que ellos lo han
hecho muchas veces. Por ello, sosiégate, templa tus reacciones y medítalo bien; aunque
de todos modos no lo olvides ni dejes el asunto sin su retribución. Pero te ruego que
quieras actuar con reflexión y consejo a fin de que puedas proceder mejor y con arreglo
a tu honor. Y que los que han arrinconado su honor no hagan que tú pierdas la cordura,
de la cual Dios nuestro señor, por su gracia, entre los otros jóvenes de Italia te ha dotado
copiosamente.

Ante esto, el marqués, no pudiendo seguir escuchando a los dos ancianos, que
meneaban la cabeza murmurando, se marchó, se metió en una habitación, cerrándose
por dentro, y se dedicó únicamente a pensar en lo que haría ante esta situación. Y así
pasó aquel día, en que apenas salió de su habitación, pues estuvo muy consternado y
encerrado en sí mismo, discurriendo ideas muy distintas. Al día siguiente, tomando por
compañía a dos jóvenes caballeros, aguerridos y valientes, y asimismo a Curial, sin
nadie más que ellos, entró en una iglesia y haciéndose a un lado sólo con Curial, le
habló del siguiente modo:

-Curial, hasta aquí yo te he amado mucho y te he antepuesto a todos los de mi casa,


pensando yo que respetarías mi honor y que por ella te someterías a cualquier peligro.

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Ahora me han dicho que tú prefieres tu placer a mi propio honor, de lo cual me he
extrañado mucho. Debes comprender que Güelfa es mi hermana y que a mí me tiene
que afectar todo lo que, en contra de mi honor, en la persona de ella se haga. Y si yo
quisiese actuar como un hombre, antes de que te separases de mí haría que te oliese mal
su boca, la cual ayer -cuando venías a comer conmigo- besaste.

Y en la medida en que has recibido de mí tantos favores, honor y beneficios, más


debería ensañarme contigo en este caso. Pero pensando que, desde niño, hasta el día de
hoy te has alimentado en mi casa, no quiero deshacer en un instante lo que he hecho con
mis propias manos. Sin embargo, como es preferible tenerte lejos que cerca, te digo que
te tienes que ausentar de todas mis tierras inmediatamente y sin retorno posible; busca
en otro sitio quien lleve tu juventud a mejor puerto que aquel al que yo he conducido tu
infancia.

Curial, que no se imaginaba esto, sintió al punto en su corazón un dolor muy


grande y en un momento se le amontonaron recuerdos muy diversos, entendiendo que le
había llegado la ocasión de comportarse como un hombre. Por lo cual, con la cara firme
y sin rastro de alteración, respondió al instante:

-Señor, como ignoro quién te ha informado de esto, apenas sabré responder, pero
recurriré a mi sincera y simple defensa; después, si la garantía de los acusadores lo
requiriera, dándole curso, estas dos manos me liberarán de la carga que con gran yerro
me han impuesto falsamente. Y en esto tú podrías ser verdadero juez, si asintieras,
procurando distinguir si aquéllos o aquéllas que te lo han dicho se han movido por
envidia o para congraciarse contigo, pues yo, no sabiendo quiénes son, no lo sé valorar.

Güelfa, que es tu hermana, creo que es una mujer de valor y por el momento no
creo que deba excusarla, porque delante de ti no lo precisa. En cuanto a mí, te digo que
si los hombres a quienes incumba la presente respuesta son caballeros o gentilhombres,
mienten por sus bocas, y que les combatiré cuerpo a cuerpo, uno tras otro, hasta que, a
tu juicio, quede limpio de esta injuria.

Si tú me has ayudado, yo creo que desde que tengo uso de razón te he servido
bien, y mucho más aún tenía pensado servirte de ahora en adelante. No me duele el irme
de tu casa, pero sí me provoca dolor el alejarme de tu persona, que he amado y amo con
todo mi corazón, habiéndome tú dado motivos para ello. Pero puedes estar seguro de
que, dondequiera que yo esté, podrás disponer de mis servicios de la manera que lo has
hecho y mucho mejor.

Oyendo estas palabras, el marqués tuvo la corazonada de que eso podría deberse
a la envidia de los ancianos, pues verdaderamente le costaba creer que Curial hiciese tal
aberración, y le replicó diciendo:

-Ahora vete Curial; el gran amor que te produzco me halaga, exigiéndome que olvide
estas palabras y otras cosas, y que no se ahonde más en el tema. Por lo que ahora, sea
verdad o no, lo quiero considerar como no ocurrido. Pero te ruego que si te han acusado
con motivo, te guardes de persistir en tal locura. Y si por ventura no es verdad, que
asimismo te quieras guardar de dar lugar a habladurías, a fin de que yo no tenga que
hacer cosas que me disgustarían, en defensa de mi honor y de mi vergüenza.

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Por todas estas palabras no temas haber decaído de mi estima, pues con la misma
cara, con la misma condescendencia con la que hasta ahora has sido tratado por mí, lo
serás de ahora en adelante, siempre que te abstengas de frecuentar la habitación de mi
hermana, si no fueses en mi compañía.

Volviéndose de espaldas no quiso oír nada más, de modo que se fueron todos
juntos; y para encubrir el asunto y que los ancianos comprendiesen que él tenía en poco
lo que le habían dicho, cuando llegó la hora de comer, mandó a Curial que se sentase a
la mesa y comió con él, por lo que los ancianos se quedaron muy tristes y se dieron por
vencidos. No obstante, como eran hombres muy astutos y no tenían otra salida que la de
callar, disimularon también esperando adónde irían a parar estos hechos.

Güelfa, por vía de Melchor, se enteraba de todas las cosas, y estuvo a punto de
pelearse con su hermano y regresar a Milán. Pero finalmente decidió callar y disimular,
pensando que la cosa no iría más adelante, sino que se silenciaría y caería en el olvido;
aunque sostenía una terrible angustia porque su Curial no iba a su habitación tal como
acostumbraba. Mas él continuaba justando, lo cual hacía mejor que ningún otro, y ella
siempre lo miraba. Y cuanto más se le quitaba la oportunidad de verlo, más ardía y se
encendía con su amor; y el día en que no había justas, Curial jugaba todo el día a pelota
delante del palacio, y ella continuamente lo veía y lo miraba.

La duquesa de Austria, acusada de adulterio

No pasaron muchos días que, estando el marqués, su esposa y su hermana en una


villa llamada Casale, llegó un heraldo de Alemania, que buscaba a un caballero que
había ido en peregrinaje a Santiago de Galicia; y lo encontró aquí, en un hostal, donde
yacía gravemente enfermo, y le dió una carta de la duquesa de Austria, que explicaba
que desde que él se había marchado para hacer su romería, ella había sido acusada de
adulterio, que decían que había cometido con él; por lo cual el duque, su marido y
señor, la había condenado a muerte. Pero, a ruegos de la reina de Hungría, que era su
prima hermana, había conseguido que si él –con quien se la acusaba del adulterio- la
quería defender en combate personal, con el compañero que llevase, contra los dos
caballeros que la acusaban, quedaría libre en caso de vencer en la batalla; pero de otro
modo se ejecutaría la sentencia, por la cual sería quemada y moriría por un gran
entuerto.

El caballero, que era muy valiente, recibida la carta y hallándose gravemente


enfermo y en condiciones de no poder socorrer a la duquesa, sintió de inmediato en su
corazón un dolor inestimable. Y casi fuera de sí, empezó a proferir grandes
exclamaciones y a manifestar el mayor y más sentido duelo del mundo.

Llegaron estas nuevas a oídos del marqués, por lo cual, en seguida, acompañado
por Curial y por muchos otros de su casa fueron a ver al caballero, al que sorprendieron
muy triste y desconsolado; y, tras haberlo saludado, le preguntaron cuánto tiempo hacía
que estaba enfermo, cómo se encontraba y si precisaba algo. El caballero enfermo, al oír
esto, empezó a lamentarse profundamente y dijo en respuesta:

-El mal que yo tengo es el que hoy me ha acaecido, al cual para mi desventura no puedo
atender.

11
Y con presteza dió a leer la misiva que el heraldo le había traído. Oyéndolo el
marqués, se puso a consolarlo, pero el consuelo que le daba no era nada en proporción
al dolor que él sentía; al cabo de un buen rato, el marqués se fue, sin dejar de hablar de
aquel caso y compadeciéndose mucho por la duqesa, que era mujer muy valerosa.

El caballero, en cuanto el marqués se marchó, preguntó a algunos que habían ido


a visitarlo quién era el que estaba cerca del marqués, y le contestaron que un
gentilhombre muy valiente, llamado Curial; y en gran secreto le contaron cómo -con
todas las circunstancias que se dieron en relación con el caso-, pocos días atrás, le
habían acusado de un hecho similar al suyo. El caballero permaneció callado,
maldiciendo por dentro a todos los que se entrometen en cosas así.

Curial se despide de Güelfa

Después de haber acompañado al marqués, Curial volvió en secreto junto al


caballero enfermo, y mientras hablaban de muchas cosas, el heraldo intervino en la
conversación diciendo:

-¡Qué desgracia y qué daño tan grande acontecerá si a aquella tan noble dama la hacen
morir por envidia dos hombres malvados!

El caballero, oyendo esto, empezó a llorar amargamente y se dolió de un modo


tan profundo que Curial, allí presente, influido por las lágrimas del caballero, lloró
también; y dijo:

-Caballero, yo no sé quien sois, ni tampoco sé quién es esa dama que me decís que ha
sido acusada muy injustamente, pero si es como vos decís y si os agrada mi compañía,
gustosamente sería vuestro compañero en un trance como ése.

El caballero se lo agradeció mucho y, aceptándolo por compañero, afirmó con


juramento que le imputaban aquella infamia, en la cual Dios sabía que ni él ni ella
tenían culpa, contra Dios, justicia y auténtica verdad.

Entonces Curial replicó:

-Caballero, esforzaos mucho en procurar recuperar la salud, pues, dado que es así, yo
estoy dispuesto, con vos o sin vos, según lo requiera la situación, a defender el honor de
esa señora y el vuestro.

Una vez se despidió de él, volvió a su posada. Y expuesto todo el asunto a


Güelfa a través de Melchor, ella se sintió muy complacida e inmediatamente mandó
traer armaduras de Milán y mandó hacer arneses para Curial y para el caballero.

El caballero enfermo se repuso y en pocos días volvió a estar sano. Y Curial hizo
hacer libreas y muy costosos aprestos y otras cosas para el evento, y se preparó con
antelación para la partida. El marqués le animó mucho a actuar debidamente y le dió
fondos; y Curial los tomó, aunque no los necesitaba.

A la noche siguiente, Güelfa mandó a Melchor que le llevase a Curial,


disfrazado y secretamente; por lo que, llegada la hora, Melchor se dirigió con Curial a la

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alcoba de Güelfa; ella los recibió jovialmente y preguntó a Curial de qué manera se
había preparado. Y cuando Curial se lo hubo desmenuzado con detalle, ella, casi
totalmente pálida, le empezó a decir:

-Curial, tú no necesitas que te exhorte una hembra débil y de poco valor, como yo. Sólo
te quiero traer a la memoria que te acuerdes de que eres mío y de que no deseo otra cosa
en este mundo más que tu progreso y el acrecentamiento de tu honor; por lo que yo, no
viendo otra manera por la que tú puedas progresar mejor sino a través de las armas, a lo
cual Dios nuestro señor te ha llevado, he aguantado con paciencia, pero no sin gran
dolor de mi corazón, que te hayas ofrecido libremente a dar esta batalla. Pues cuanto
mayor sean el miedo y el peligro, mayor será el honor que te acarreará. Has emprendido
una causa justa y por ello te ha sido favorable la fortuna, puesto que lucharás por una de
las mujeres -según he oído decir- más valerosas y nobles del mundo, a la que han
acusado con gran injusticia junto a aquel caballero.

Ten por seguro que si, según tengo esperanza en Dios, sales airoso de esto, de
aquí en adelante no habrá nadie que ose hablar de ti y de mí, teniendo razonablemente
en consideración que quien defiende el honor ajeno, con doble arrojo defenderá el suyo.

Piensa que estarás ante muchos reyes y príncipes y que las más nobles mujeres
del mundo te mirarán. Escríbeme a menudo, sin que me tenga que enterar de las cosas
mediante los espectadores de las mismas. No me hagas morir de deseo por saber
noticias tuyas, ni tengas miedo de que te haga falta nada, pues dudo que te atrevas a
gastar tanto como Melchor te dará.

Y poniéndole un diamante deslumbrante en la mano, con los labios mojados ya


en lágrimas, lo besó, y encomendándolo a Dios, le dijo que se fuera. Cuando Curial iba
a responder y ya entreabría la boca para hablar, ella replicó:

-Vete, no me digas nada; acuérdate de mí.

Él giró la cara al irse, suspirando, mientras que ella le miró siempre erguida.
Pero como él lo prolongó, ella se desmayó y cayó medio muerta al suelo; en su socorro
vinieron todas sus damas con muchos reconfortantes y la volvieron en sí, y, casi en
brazos, la metieron en su lecho. Curial, muy doliente y entristecido, volvió a su casa con
lágrimas en los ojos.

Que medite cada uno cuántos pensamientos y cuán distintas preocupaciones


inundaron a los dos amantes aquella noche. Una vez pasada ésta y llegado el día, el
caballero alemán, que se llamaba Jacobo de Cleves, se levantó muy temprano y
preparada toda su gente, montó a caballo y se dirigió a casa de Curial. Éste estaba ya
también a caballo y no esperaba más que al marqués, pues le había enviado a decir que
lo esperase, ya que quería salir con él; cuando llegó, emprendieron el camino.

Güelfa, que oyó tocar las trompetas, preguntó qué era aquel fragor, y le
contestaron que Curial se iba, acompañado por el marqués y mucha gente notable; y que
ya estaban fuera de la villa, pero que quien quisiera les podía ver aún desde las
ventanas.

-¡Ay, pobre de mí!, exhaló Güelfa. ¿Quién los podrá mirar sin hacerse pedazos!

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Y aunque ella era una mujer de gran coraje y sabía dominar muy bien sus
pasiones, no pudo en verdad superar esta partida, pues sólo tartamudeó palabras
desordenadas. Pero tuvo el buen sentido de hacer salir afuera a todas las que estaban en
su cámara y expresar libremente sus penas en soledad. Aunque tenía una gran esperanza
en la virtud de su valeroso Curial y en la buena justicia de la duquesa.

Quien quisiera relatar detalladamente todas las cosas acerca de la tristeza de los
dos amantes, haría un libro muy prolijo; pero, para ser escueto, renuncio a ello. Sólo
narraré las que me parece que son estrictamente necesarias, aspirando a escribir para
vuestra consolación y placer.

Curial defiende a un anciano acusado de homicidio

Cuando a Curial le pareció que el marqués había andado suficientemente, se


dirigió a él y le dijo:

-Mi señor, volveos que ya nos habéis hecho bastante honor.

Entonces dijo el marqués:

-Curial, yo ruego a Dios que te permita volver con el honor que tú deseas.

Tras la despedida, se separaron los unos de los otros. Y así los caballeros,
siguiendo su camino, llegaron al reino de Hungría y, después de haber caminado
algunas jornadas, un día, entrando por una ciudad, arribados a la plaza, vieron a mucha
gente reunida y preguntaron de qué se trataba; les respondieron que querían decapitar a
un caballero viejo porque lo acusaban de haber hecho morir, en un camino, traidora e
injustamente, a un caballero muy valiente, que yacía muerto en aquella misma plaza.
Curial preguntó:

-¿Y se puede probar que fue él quien lo hizo matar?

Le respondieron que no; pero se constató que había mala voluntad entre ellos,
pues el caballero difunto no tenía más enemigos y el viejo le había amenazado muchas
veces con matarle.

-Ahora lo acusa un hermano del muerto, que es un caballero de mucho valor. Es cierto
que el caballero acusado tiene dos hijos, que hace poco han venido de Bohemia y no se
atreven a contestar al acusador, quien se ofrece a mantener un lance armado con todo
caballero que intente entrar en el campo; pero los hijos, como malos caballeros, no osan
dar respuesta.

Entonces dijo Curial a su compañero:

-Pongámonos delante y veamos si por ventura podemos hacer algo por la vida de este
prohombre.

Respondió Jacobo:

14
-¿Qué nos importan los actos de los demás? Ocupémonos de los nuestros, que bastante
tenemos.

Dijo Curial:

-¡Que Dios me de honor!, de buena gana intervendría en este hecho, por ver si pudiera
contribuir para que a este prohombre menesteroso no sea su ancianidad la que le haga
culpable.

Y poniéndose delante saludó al pretor, principal responsable de aquella


ejecución, que no esperaba más que el prohombre confesara. Aquél, al ver a los
extranjeros, deseoso de honrarlos, se acercó a ellos y les devolvió el saludo. Y Curial
dijo rápido:

-¿Qué ha hecho este hombre para que queráis darle muerte?

A lo cual, yendo a contestar el pretor, se adelantó el caballero acusador:

-Ha matado a traición a ese caballero, hermano mío, que yace delante de vos.

Respondió el viejo:

-Mentís por vuestra boca, pues yo no lo he matado ni sé nada de su muerte, aunque bien
se lo habría merecido. Y si yo fuera lo que era, yo mismo te haría retractar. ¡Ah, Perrin
y Hans, vosotros no sois hijos míos, si no yo no moriría así, con fama de homicida
traidor.

Los dos caballeros jóvenes, sus hijos, que estaban delante, temiendo la fuerza del
acusador, que era un caballero fuerte, muy experimentado en armas y famoso, estaban
callados, pero en realidad sus ojos no estaban secos. Por ello, Curial imploró:

-¡Caballero, por Dios, compasión! Ten piedad de su vejez. ¿Qué habrás conseguido
cuando hayas dado muerte a un caballero que no se puede defender? Te digo que,
suponiendo que él fuera culpable –cosa que él niega-, supone mayor venganza para ti el
perdonar que no lo que intentas llevar a cabo, pues tienes delante de ti a sus hijos,
quienes no osan defender a su padre porque te temen.

El caballero respondió que le presentaba sus excusas, pero que en lo que de él


dependía no cambiaría nada.

-Sí, vive Dios –dijo Curial-; vos tenéis poco que ver con Dios y menos con el honor de
la caballería, que os prohíbe judicialmente que persigáis al hombre que os haya
ofendido, y mucho más a los que no os han hecho ofensa alguna.

El otro contestó:

-Caballero, me asombra mucho, tanto vos como lo que decís; pero, dado que os
preocupan tanto los asuntos que no os importan y véis a sus hijos que conociendo la
verdad no lo quieren defender, tomadlo vos a vuestro cargo, que a mí me complace

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daros algún tiempo para que consigáis las armas para combatir; entonces sabréis qué es
luchar contra derecho.

De lo que decís que no es honor para mí el proceder en este hecho según justicia,
yo no puedo hacer otra cosa. Ya me gustaría que él estuviera en edad que se lo pudiese
pedir de otra manera, pero dado que eso me es imposible y sus hijos no lo reparan, tomo
la venganza que puedo, no la que quisiera. En verdad que es mayor bochorno para un
linaje tener un pariente muerto ajusticiado que cien en batalla.

El caballero viejo, que oyó estas palabras, dijo:

-¡Ah, valiente, quienquiera que seas, ten compasión de mis canas! Vedme aquí, que en
mi juventud he realizado muchas batallas a ultranza defendiendo no mi causa sino la
ajena; por lo que, si tienes alguna deuda con el honor de la caballería, te ruego que
ahora lo demuestres, pues yo te juro, en calidad de caballero, que no soy culpable de lo
que se me acusa.

Y como Curial iniciara el gesto para adelantarse a ofrecer batalla, Jacobo de


Cleves, su compañero, le regañó gritando:

-¿Qué vas a hacer, hermano mío? ¿Habéis venido vos al mundo para enmendar todos
los hechos de armas que os parezcan mal hechos? Estad tranquilo y dejad hacer a la
justicia, pues quien pide justicia no hace daño a nadie. Y el pretor no lo condenaría si
antes no se hubiera asegurado de que se lo ha merecido.

El caballero viejo gritó con gran voz:

-¡Ah, Jacobo, yo te conozco bien! ¿Y no se te ocurre pensar que quitándome la ayuda de


este gentilhombre me quitas la vida? Quiera Dios nuestro señor que él haga en tu ayuda,
en el día de la batalla que vas a emprender, lo que tú hagas ahora en la mía. Y si fueras
el caballero que crees ser, no deberías esperar a que éste se te adelantase para defender
mi causa, pues tú estás obligado por muchas razones, que ahora no tengo tiempo de
explicar. Mas yo ruego que Dios te castigue por tu ingratitud.

Y tú, gentilhombre que tienes misericordia de mi vejez, yo te suplico que si


deseas volver con honor delante de los ojos que desean verte, accedas a mostrar aquí tu
virtud; y con tu propio valor, que veo dispuesto a un caso como éste mejor de lo que yo
jamás vi, quieras disponerte a defender mi derecho, pues el que te quiere retraer de ello
confío en Dios que no pasen muchos días en que tenga necesidad de la ayuda que yo a ti
te pido aquí y se vea en terrible angustia, deseoso del socorro que a mí me quiere quitar.

Hirvió la sangre en el corazón de Curial al oír estas palabras, por lo que mirando
al acusador a la cara, dijo:

-Caballero, te ruego por el honor y la bondad que en ti haya que te dignes perdonar la
vida a este caballero ilustre, pues, por más que quieras, como tiene ya ochenta años, no
puede vivir por mucho tiempo.

El acusador respondió que no iba a hacer nada, a lo que Curial, trocando los
ruegos en ira, le dijo:

16
-Veamos, pues, de qué le demandas.

-Yo le demando por la muerte de mi hermano, a quien dió muerte de mala manera en un
camino.

Y volviéndose Curial al prohombre, le dijo:

-Y vos, ¿qué respondéis?

-Que miente por su boca, y que si yo tuviese buenos hijos ellos me defenderían. Por ello
os requiero, como gentilhombre que sois, que me defendáis ante el gran error que se me
demanda.

Curial entonces contestó:

-Y yo, con la ayuda de Dios nuestro señor y de su preciosa Madre, os defenderé.

Y girándose hacia el acusador, dijo:

-Ved ahora que, ya que Dios ni la virgen María os han valido mediante ruegos, os
rogarán ahora mi lanza y mi espada; y veremos si las obedeceréis: poneos ya el arnés,
pues yo defenderé la verdad de este prohombre.

Jacobo de Cleves, que oyó que Curial había otorgado la batalla, dijo:

-Curial, ¿por qué prometéis lo que no podéis cumplir? Pues vos sabéis que vos y yo
dentro de poco tiempo debemos tener batalla a ultranza con dos caballeros -vos me lo
habéis prometido así- y ahora veo que queréis tener esta batalla. Y os digo que aunque
tuvierais cien cuerpos, al ritmo que vais, no os quedaría ni uno para mi jornada, pues
son muchos los obstáculos que nos asaltarán por el camino. Por lo que os amonesto a
que dejéis esto y vengáis conmigo y, una vez hecho lo que tenemos que hacer, podréis
defender a este prohombre, al que yo mismo, si a otro sitio no estuviese primeramente
obligado, defendería.

Curial respondió:

-Jacobo, yo veo con claridad que si este prohombre no es socorrido de inmediato,


morirá, y su causa no admite dilación; estoy, por tanto, obligado a defenderlo. ¿Y si
ahora faltase a mi palabra? ¡Muera yo antes! Es cierto que el derecho de armas no lo
exige, pero lo exigen la necesidad y el alma de este prohombre, que todavía no tendría
que salir del cuerpo. Y finalmente te digo que es a mí mismo a quien antepongo; y así te
ruego que me concedas que libere a este prohombre y en seguida te seguiré.

Y prosiguió:

-Pretor, os ruego que otorguéis a este prohombre el tiempo de vida que dure nuestra
batalla, y si por ventura nuestro Señor y su buen derecho le ayudasen, te dignes
restituirle su fama y honor, de los cuales aquel caballero le quiere privar juntamente con
la vida.

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El pretor contestó que le parecía bien. El acusador se fue a armar, murmurando
entre dientes que quizás le valdría más seguir su camino y continuar su viaje que
emprender una batalla que no tenía que ver con él.

Curial, con mayor congoja de lo que se puede expresar, se fue corriendo hacia su
terreno y, desplegando su arnés muy rápidamente, se hizo armar; y, haciéndose con un
muy buen caballo, montó en él para encaminarse a la plaza. Curial, aunque era
extranjero, iba muy bien flanqueado, tanto con los suyos como con los parientes y
amigos del prohombre.

Según he dicho ya en otros puntos, Curial era uno de los más hermosos
gentilhombres del mundo entero. Y desplegó su estandarte, que era pardo y negro,
partido por la mitad con un león rampante de plata, que cruzaba los dos colores del
estandarte; igualmente, sacó un yelmo muy bello y rico con un león que tenía en las
manos un pájaro –unos decían que era águila, otros milano-. Los caballeros jóvenes,
hijos del prohombre, se disponían a llevar uno el estandarte y el otro el yelmo, mas
Jacobo gritó:

-Dejadlo, caballeros desvergonzados; yo ruego a Dios que os vea morir de mala muerte,
porque vuestra maldad y gran cobardía ponen en entredicho todos mis hechos. ¡Mejor
os fuera empuñar las armas y combatir por la liberación de vuestro padre!

Y encomendados en seguida el estandarte y el yelmo a dos caballeros de la


comitiva de Curial, mostrando gran satisfacción, en compañía de los tañedores de
instrumentos y los trompetas, fueron hacia la plaza. El pretor, al ver venir a Curial, lo
miró y se extrañó de que hubiera venido tan pronto. Y se dijo:

-Yo pongo a Dios por testigo de que nunca vi caballero tan bien sentado en una silla
como éste. ¡Ah, Dios, por qué no me habéis hecho así?

Y seguidamente dijo al viejo caballero:

-Que Dios me perdone, en mucho os tiene Dios nuestro señor para que en caso tan
apurado os haya socorrido de tal manera.

El acusador, que se llamaba Enrique Fonteynes, estaba ya en el campo y


manifestaba gran furor porque el acto se demoraba. Y como se quisiesen poner en
movimiento, Jacobo de Cleves se adelantó disuadiéndole:

-Enrique, tú ves que aquel gentilhombre tiene a Dios de su parte, pues te ha ofrecido la
paz que tú has despreciado. Yo te ruego, por nuestro señor Jesucristo -que perdonó su
muerte-, que te alejes de esta querella, sobre todo cuando no tienes seguridad de que el
prohombre haya matado a tu hermano. Y si no lo haces por Jesucristo, tendrás a Dios
por enemigo y también a aquel caballero que tienes delante.

Enrique mostró más cólera que antes y creyó que era el miedo el que los hacía
hablar así. Los heraldos empezaron a gritar:

18
-¡Dejadlos ir!3

El pretor hizo tocar su trompeta por lo que todo el mundo se apartó y los
caballeros empezaron a arremeterse uno al otro.

Enrique Fonteynes era bastante buen caballero y muy fuerte, y se fiaba mucho
de sus cualidades de caballería. Y dándole a las espuelas, corrió hacia Curial, el cual iba
hacia él espoleando con toda su fuerza; entonces, dando Enrique a Curial por el escudo,
rompió en él su lanza, pero no le movió de la silla. Curial, que tenía mucha mayor
fuerza y potencia, cogiendo una lanza muy gruesa y poderosa en la mano, lo atacó con
tal pericia que lo derrocó del caballo y hasta tal punto fue grave la caída que Enrique
quedó aturdido de modo que -inmóvil de pies y manos- todos le daban por muerto.

Pero no decían nada sino que estaban expectantes a lo que haría Curial, el cual,
al ver que el caballero no se movía, bajó del caballo y, sacándole el yelmo de la cabeza,
lo vio medio muerto; se quedó mirándolo un buen rato, durante el cual el caballero
recobró el conocimiento, viéndose en el suelo y entre las manos de su enemigo. Y a
pesar de hacer lo posible por levantarse, se esforzaba en vano porque Curial tenía
empuñada la espada encima de él y, si se levantaba, le amenazaba de muerte. Entonces
dijo Curial:

-Enrique, sabe Dios que yo no deseo tu muerte, pues no me has ofendido en nada, y te
he rogado que dejes en libertad a aquel prohombre que depende de las manos del
verdugo con gran vergüenza de cuantos caballeros y gentilhombres lo miren, pero
principalmente de ti mismo, si lo quisieras mirar rectamente. Así pues, todavía te
vuelvo a rogar - si es que deben oírse los ruegos del hombre que puede dar vida o
muerte- que abandones esta querella. Y considera que te ha llevado a este extremo no
una falta de caballería sino una injusticia tuya.

Enrique, sabiendo que no tenía el derecho de su parte y temiendo la espada del


otro, la cual mantenía sobre su cabeza, respondió:

-Caballero, yo quiero liberar al prohombre por ti, pues creo realmente que a mí no me
debía nada; porque si yo hubiese tenido derecho, ni tú ni otro me podríais vencer.

Los fieles, que habían oído todas estas cosas, fueron corriendo al pretor, el cual
acudió en seguida, aupó al caballero, que yacía maltrecho, y liberó al prohombre; a
continuación, salieron los caballeros del campo, yendo delante Enrique de Fonteynes y,
después, Curial y el pretor. Éste rindió un gran honor aquel día a Curial, pero mayor era
el placer que tuvo Jacobo de Cleves, desprendiendo que con tal compañero de armas
para defender a la duquesa, la batalla se decantaría en su honor.

¿Qué os diré del prohombre Auger Bellian? Fue directo a Curial y se arrodilló
ante él para hablar, pero Curial no lo consintió, sino que lo levantó inmediatamente. Y
dijo:

-Caballero, yo ruego a Dios que sea bendita la hora en que vos, señor, habéis venido
aquí, pues verdaderamente, si vos no hubiérais venido, mi cabeza ahora no estaría sobre

3
En el original, en francés: “Laxes-los aler!”

19
mis hombros. Yo tengo en esta región bastante grandes y buenas heredades, de las
cuales desde ahora y para siempre quiero que seáis señor.Y como esto es poca cosa en
relación a lo que habéis hecho por mí, ruego a nuestro Señor que os lo quiera premiar,
ya que yo solo no alcanzo.

Curial, con cara muy complacida, le respondió:

-Caballero Auger, no me interesa vuestra heredad; sea en nombre de Dios vuestra y de


vuestros hijos. Yo me doy por pagado y satisfecho con el honor que vuestra recta
justicia me ha proporcionado en el día de hoy; así, os encomiendo a Dios, pues no
quiero que por eso os sintáis obligado en nada conmigo.

Y recogido su arnés, al día siguiente se marchó. Pero hay que decir que el pretor
no fue negligente, pues se levantó al rayar el día y se adhirió a su compañía. Y le dijo:

-Gentilhombre, yo te suplico por el bien y honor que hay en ti, que te dignes admitir que
yo vaya en tu compañía en el viaje que has emprendido y, llegado el caso, me quieras
hacer partícipe de tus honores, porque verdaderamente comprendo que el caballero que
forme parte de tu compañía no puede recibir más que honores adonde quiera que vaya.

Asimismo, mosén Auger le rogó que lo recibiese como servidor, pues no lo


abandonaría por nada del mundo. Curial, muy contento, lo acogió en su séquito, así
como a muchos otros que habían ido con él para mirar la batalla, a los cuales les dió las
vituallas que necesitaban. De modo que, al llegar a la tierra del emperador, eran un gran
y bravo grupo de gente.

Preparativos para la batalla

Tanto anduvieron que llegaron hasta el emperador, quien, al saber que Jacobo de
Cleves venía para defender a la duquesa y llevaba en su compañía al gentilhombre que
había vencido en la batalla, tuvo una gran satisfacción. Y muchos duques y príncipes
salieron para rendirles honores, más por deseo de ver a Curial que por otra cosa, puesto
que tenía fama de ser el más agraciado y mejor hombre de armas del mundo.

Fue grande la fiesta que tuvo lugar aquel día. El emperador tenía cerca de él a
Curial y no se podía cansar de mirarlo; le preguntó por la batalla, la cual relató el
prohombre con todo detalle; durante el relato se hizo evidente la timidez de Curial, pues
no miraba apenas a nadie de frente. Entonces Jacobo de Cleves, en presencia de muchos
señores dijo al emperador:

-Señor, yo he sabido por este heraldo que la duquesa de Austria es acusada de adulterio
por dos hombres malvados y, por esta razón, el duque, que ha pecado de credulidad, la
ha condenado a muerte. Por ello, este compañero mío que está aquí y yo, con la ayuda
de Dios nuestro señor y confiando en el buen proceder de la duquesa, estamos prestos a
defenderla; por lo que os suplico y os pido merced para que la batalla se haga delante de
vos, porque no me parece razonable que el duque pueda ni deba ser juez y parte de ello.

El emperador respondió:

20
-Jacobo, la batalla se hará en mi presencia y yo haré venir aquí a la duquesa, a los
acusadores y también al duque.

E inmediatamente escribió al duque que viniese en seguida, trayendo en su


compañía a la duquesa así como a los que la acusaban, y que estuviesen delante de él
por la fiesta de san Marcos, que es el veinticinco de abril, pues allí había dos caballeros
que querían defender en batalla el honor de la duquesa.

El duque se alegró mucho y el día designado estuvo delante del emperador,


acompañado de multitud de barones y otras personas notables. Durante este tiempo,
Curial se exhibió mucho, tanto en vestidos suntuosos como festines y espléndidas
fiestas, en todo lo cual gastaba con prodigalidad, al igual que por mantener una alta
calidad de vida o debido a los muchos donativos que hacía; de manera que era altamente
apreciado.

El emperador hizo construir una plaza bella y espaciosa, donde debía efectuarse
la batalla, rodeada de palcos para mirar; pues eran numerosos los señores que habían
venido de Alemania, de Francia e Italia y de muchos otros países para seguirla. A un
lado, pero fuera de la liza, había un cadalso, bastante alto, rodeado de abundante leña,
sobre el cual estaba la duquesa acusada y, a un costado, el fuego ardiendo.

El duque de Baviera, que vio subir a su hija al cadalso, dijo:

-Hija mía, si tú eres inocente del crimen que han cargado sobre ti, ten esperanza en Dios
nuestro señor, que él te liberará con el honor que tú deseas y asistirás a la cruel
venganza en los acusadores.

La duquesa, su madre, vencida por el dolor, lloró amargamente y lo mismo


muchas otras nobles mujeres que habían venido como acompañantes suyas, y no menos
la emperatriz, que era prima hermana suya. Pero, a una orden del emperador, fue cada
uno a su emplazamiento, maldiciendo a aquellos dos malos hombres, que en tan gran y
deshonesto peligro la habían puesto.

Mientras sucedían estas cosas, he aquí que los dos caballeros acusadores
llegaban con un estandarte azul claro, salpicado de zorros oscuros, al igual que las
gualdrapas de los caballos; y descabalgaron en su tienda con una considerable
compañía. No tardaron mucho en arribar por la otra parte Jacobo y Curial con un
estandarte pardo y negro partido por la mitad con un león rampante en medio, con gran
estruendo de trompetas y otros instrumentos, arropados por innumerables condes y
barones que les seguían andando. Todo el público de los palcos se puso a mirar hacia
aquel lado. Y descabalgaron en su tienda. Los acusadores habían oído que Curial valía
mucho como hombre de armas a caballo, por lo que, creyendo sacarle ventaja a pie,
procuraron que se hiciera a pie, de lo cual los otros se congratularon.

Así, saliendo de las tiendas y dando la orden el emperador, los acusadores, uno
de los cuales se llamaba Otón de Cribaut y el otro Parrot de San Laydier, entraron en el
campo y, tras el saludo de reverencia al emperador, se fueron seguidamente hacia su
pabellón, que era azul claro salpicado de zorros. Pronto, sin tardanza, llegaron Jacobo y
Curial, y, en cuanto estuvieron dentro, Curial se detuvo y miró en la dirección en que
estaba el emperador; fue hacia él e, hincando las rodillas, solicitó que le hiciese

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caballero. El emperador bajó a una de las escaleras de su palco y, acercándose a Curial,
le armó caballero. Y en cuanto hubo vuelto, dijo a los príncipes y señores que le eran
próximos:

-Verdaderamente, yo creo que he armado caballero al hombre más gallardo que jamás
vi; y si es tan noble como apuesto, no querría yo verme en la piel de ninguno de los
acusadores.

Muchas otras cosas se dijeron en aquella plaza en alabanza de Curial, quien hizo
reverencias a la emperatriz y a todos los duques y duquesas que había en la plaza;
después, se alzó en el cadalso de la duquesa de Baviera un llanto muy fuerte, que
arrastró a llorar a todas las mujeres y a casi todos los hombres. Oyéndolo Curial, que se
estaba santiguando con el guantelete en la entrada de su pequeña tienda, se estremeció
en voz alta hasta el punto que todos se extrañaron, y, entrando dentro, se sentó en su
silla. Su tienda era de tupido terciopelo, pardo y negro, ricamente brocado en oro; y
encima había un estandarte pardo y negro, partido por la mitad con un león dorado
rampante.

El emperador mandó a los duques de Holanda y de Lorena, que eran señores


viejos y muy prudentes, que tratasen con los contendientes para ver si por ventura se
pudiese interrumpir el evento y liberar a la duquesa sin batalla. Así, empezaron los
tratos, y yendo primero a los acusadores les dijeron que recordaran que eran cristianos;
y que Dios era justo y en ocasiones como ésta demostraba su justicia, de modo que
retirasen la acusación -en la cual no les iba nada- y que cesase la batalla; o que, si por
azar supieran alguna solución para evitar la batalla, lo dijesen, pues ellos la emplearían
con mucho gusto. Los caballeros respondieron que ellos no conocían remedio alguno
para que la batalla se depusiese, salvo si los otros caballeros dejaban la defensa de la
duquesa.

Entonces, los duques, a continuación, fueron al otro pabellón e introduciéndose


en él saludaron a los caballeros y les dijeron que habían estado en el otro pabellón e
intuían cierta inclinación por parte de aquellos caballeros, según la cual la batalla podía
suspenderse, si ellos les daban ocasión; por lo cual les rogaban que se aviniesen a ceder
y que se buscaría la manera para que este hecho se atajase de una vez. Jacobo
respondió:

-Señores, yo no sé otra manera de atajarlo que ésta: que los dos caballeros, tal como lo
han dicho, lo retiren, y entonces cesará la batalla.

Los duques dijeron que ellos no volverían a los otros con semejante respuesta ni
transmitirían esta embajada; por lo tanto, que lo meditasen bien, pues en lo tocante a
esta parte les parecía muy exagerado. Y como sobre esto se derrochasen muchas
palabras, finalmente Curial, que todavía no había dicho nada, se pronunció así:

-Señores, os ruego que tengáis la merced de recordar que sois caballeros e hijos de
damas, y si se tiene la debida consideración, esta batalla no puede demorarse y nosotros
no podemos ni debemos abandonarla sin gran deshonor por nuestra parte, pues se trata
del interés de la duquesa, en cuya defensa hemos entrado aquí. Si fuera sólo en interés
nuestro, sería fácil hallar un procedimiento para zanjar la batalla; pero el interés de la
otra parte, ¿cómo lo podemos relegar habiéndonos ya implicado tanto?

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Tened la bondad de ver lo que yo veo, esto es, aquella triste y desgraciada señora
que a un lado nos ve a nosotros y al otro, el fuego; así pues, acallando las palabras,
hagamos lo que hemos venido a hacer, pues no me parece que este asunto pueda
depararnos un fin honorable, ni a ellos ni a nosotros, si no es por medio de la batalla. un
fin honorable si no es por medio de la batalla. En cuanto a mí, os certifico que,
suponiendo que mi compañero lo relegase -lo que no creo-, yo no saldré de esta liza sin
luchar; y me encontraréis aquí o muerto o vencedor.

Jacobo lo confirmó también. Por lo cual los duques no volvieron ya a la otra


tienda, sino que se dirigieron al emperador. El cual, oída la relación, mandó tocar una
trompeta, y al punto los caballeros salieron fuera y se les entregaron las hachas; y se,
desmontaron los pabellones, sacándolos del terreno de la liza. El emperador ordenó que
todos desalojasen el campo, excepto los caballeros que debían luchar y los testigos. Y
así se cumplió.

Y el rey de armas, por mandato del emperador, formuló un pregón desde los
cuatro ángulos del campo, para que nadie hablase ni hiciese señales, bajo pena de
muerte, e hizo tomar juramento a los caballeros conforme no llevaban exorcismos,
amuletos, conjuros, ni ningún otro artificio que pudiera favorecerlos, sino
exclusivamente las armas estipuladas, que eran hachas, espasas y dagas.

Bien podéis decir que estaban con el alma en un hilo mirándose unos a otros y la
duquesa, triste, desconsolada y completamente afligida, rogaba a Dios por los suyos;
otro tanto hacían todas las mujeres y la mayor parte de los hombres que ocupaban los
palcos.

La batalla contra los acusadores

A la sazón, el trompeta del emperador dió un toque, tras el cual los testigos
tomaron a los caballeros y los colocaron en el lugar que les correspondía del terreno; y
al dar el trompeta el segundo toque, los caballeros se aprestaron a atacar. A su
movimiento, la duquesa que estaba en el cadalso se desmayó, desplomándose, pero
nadie miró hacia aquel lado ni se fijó en ello.

Otón de Cribaut arremetió contra Jacobo de Cleves y, propinándose grandes


golpes, al principio con las hachas, pasaron a la táctica de engañarse mutuamente;
combatieron muy valerosamente, dado que ambos eran valientes y muy buenos
caballeros.

Parrot, que en aquel tiempo era tenido por uno de los mejores y más arduos
caballeros de Alemania y que se había visto muchas veces en lizas a ultranza, de las que
siempre había obtenido honor, corrió hacia Curial con el hacha bajada para herirle con
la punta en el rostro; mas Curial, ladeándose un poco, lo dejó pasar de largo y le dió un
hachazo tan grande en el yelmo que se le rompió el mango; y cuando Parrot se volvió,
Curial echó mano a la espada, agrediéndose ambos con mucha bravura.

Curial, tras dar y recibir muchos golpes, se aproximó tanto a Parrot que lo cogió
con la mano izquierda por debajo de las láminas plateadas y, a punta de espada, le
empezó a golpear con fuerza; los tirones que le daba eran tales que lo levantaba y lo

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llevaba de acá para allá. De modo que Parrot, viendo que el hacha no le servía en
aquella situación, la soltó, y pasó a defenderse bizarramente recurriendo a la espada.

Estaban así estos dos caballeros cuando los otros dos, dejadas ya las hachas,
habían dado en abrazarse. Pero Otón, que era mucho más fuerte que Jacobo, lo superó,
dió con él en tierra y se obstinaba en liquidarlo, cuando Curial, mirando hacia allí,
empuñó su espada con las dos manos y con el filo aporreó por el costado a Otón -que
estaba encorvado sobre Jacobo a punto de herirlo de muerte- y lo dejó tumbado, por el
costado a Otón, que estaba encorvado sobre Jacobo a punto de herirlo de muerte, y lo
dejó tumbado, de espaldas y boca abajo; y volviéndose a Parrot, que aprovechó para
embestirlo, le dijo:

-¡Ah, fementido caballero! ¿Crees tú que vas a ganar la plaza?

Acto seguido lo embistió con tal brío y le propinó tales golpes que Parrot
reconoció que mucho tenía que esforzarse para defenderse de Curial; por lo que Curial,
advirtiendo que el contrincante ya no podía con su alma, pues le fallaban la respiración
y las fuerzas, se abalanzó con contundencia y, dejando la espada, lo sujetó con las
manos y, tras sacudirlo un poco, lo derrumbó en seco; cuando él se vio caído en el suelo
estaba tan cansado que no tenía ímpetu ni energías para alzarse.

Curial, volviéndose, vio a los otros dos caballeros, que, ya en pie, libraban una
muy dura batalla; pero Curial se la hizo acabar pronto, pues agarró a Otón por los
hombros y le arreó tal golpazo que lo hizo derribar otra vez. Jacobo entonces corrió
hacia su hacha y, antes de que Otón se incorporase, le asestó con grandes golpes en la
cabeza, de manera que Otón no hizo ya el gesto de levantarse, sino que perdió del todo
las esperanzas de vivir.

Curial había alzado ya la visera del yelmo a Parrot, cuando éste, que tenía todo
el rostro bañado en sudor y estaba tan extenuado que no podía ni expulsar el aliento, ni
en consecuencia hablar, yacía exánime y no hacía ademán alguno de levantarse. Por lo
que Curial le dijo:

-Parrot, di qué es lo que os ha movido a tu compañero y a ti a calumniar con fechoría


tan deshonesta a la duquesa.

Parrot respondió:

-Caballero, pregúntaselo a mi compañero, si todavía vive, pues él te lo dirá; yo no sé


nada, ya que sólo he actuado de comparsa, al fin y al cabo como tú mismo.

Entonces Curial miró a Jacobo y advirtió que quería matar a Otón metiéndole la
daga por el ojo; pero Curial lo abroncó:

-Detente, que otro final le espera a ese caballero.

Y seguidamente, dijo Curial a Otón:

-Di, caballero desleal, ¿qué te había hecho la duquesa? ¿Por qué la has abocado a este
punto?

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Respondió Otón:

-Ciertamente, ella no tiene nada que ver, pero Jacobo me había despojado de mi honor,
arrebatándome la privanza del duque, y yo, no sabiendo cómo poder vengarme, urdí
aquella trama a fin de poderle aventajar; y, confiado en la caballería de Parrot, emprendí
esta batalla, sin imaginar que finalizara así.

Dijo Curial:

-¿La duquesa, pues, no ha cometido la fechoría de que la habéis acusado?

-Efectivamente –respondió Otón-, no.

-¡Ah, caballero malévolo –dijo Curial-, qué poco participas de Dios y del honor de la
caballería!

En éstas, se llamó a los testigos, y dicho Otón, sin opresión alguna, confesó
delante de ellos que había acusado a la duquesa perversa e injustamente, confiando que
el duque enviaría una cuadrilla para matar a Jacobo por el camino, antes de llegar, pues
recelaba que se quisiera comportar tan cruelmente con la duquesa. A renglón seguido,
Curial dijo a los testigos:

-Señores, Jacobo y yo ¿tenemos algo más que hacer en esta plaza?

Los testigos respondieron:

-No, lo que habéis hecho de momento basta con creces.

Y levantados los caballeros que estaban tirados por el suelo, bajó el emperador
de su cadalso y fue hacia Curial. Y tomándolo por la mano le dijo:

-¡Ah, valeroso caballero, pluguiera a Dios que yo fuese como tú y tú fueses emperador!
¡Ah, honor y gloria de toda la caballería del mundo, cuánto te deben los caballeros
leales! De veras que el duque de Baviera no te resarciría el honor que le has
proporcionado con la mitad de su ducado, ni el duque de Austria (no digamos ya su
mujer) con todo cuanto posee en la tierra.

Y volviéndose hacia los otros, dijo:

-Y a vosotros, malos caballeros, ¿qué pena será suficiente para castigaros? Que diga
Curial lo que quiere que se haga con vosotros.

Respondió Curial:

-Señor, no quiera Dios que yo provoque la muerte a ningún caballero. Aquí están
ambos; allí, la duquesa, a quien competen. Haced de ellos lo que os plazca, pues a mí no
me toca intervenir.

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Era ya hora de vísperas cuando el emperador sacó a los caballeros del campo. Y
como saliesen primero los vencidos, la duquesa de Baviera, que estaba a la puerta de la
liza esperando la salida de los bellacos, les arañó la cara con sus uñas, chillando con
gran voz:

-¡Traidores!

Pero los señores que estaban en torno suyo la sujetaron y la retiraron; así, los
sacaron del campo, cabizbajos y cargados de ignominia.

El emperador encomendó Jacobo de Cleves a los reyes de Sicilia y Bohemia y,


en medio de todos ellos, fue transportado al palacio imperial; aquél tomó a Curial por la
mano y no se separó de su lado en ningún momento hasta que lo aposentó en su
mansión y en su habitación.

La duquesa fue descendida del cadalso y allí subieron a los dos fementidos
caballeros y, encendida la hoguera, fallecieron con cruel y bochornosa muerte.

Fiestas y regalos en honor de Curial

La duquesa liberada, tan alegre que no sabía qué se hacía, fue a ver al
emperador; y preguntó por sus caballeros y le fueron presentados. E inmediatamente fue
corriendo hacia Curial y, cayendo a sus pies los quiso besar; mas Curial, muy
abochornado, se los retiró y, alzándola, flexionó sus rodillas ante ella, diciendo:

-¡Ah, señora, por amor de Dios, no sobrevaloréis lo que Jacobo de Cleves ha hecho por
vos, pues estaba obligado por deber de caballería, así como yo y cualquier otro caballero
estaríamos y estamos obligados por nuestra dignidad. Pero os suplico, por piedad, que
me empléis en todas las cosas en las que yo os pueda servir, que yo lo cumpliré con
todas mis fuerzas.

La duquesa y su madre y muchas otras señoras lloraban de júbilo, por lo que


Curial estaba muerto de vergüenza. Entretanto, el emperador tomó a los caballeros, que
estaban infestados de gente, y para apartarlos de la multitud, los introdujo en un
gabinete con un grupo reducido y se encerró con ellos.

Se aparejó una gran cena y se dispusieron las mesas. A los dos caballeros, sobre
todo a Curial, se les colocó en sus puestos con todos los honores. Los manjares fueron
generosos y se sirvieron espléndidamente. El duque de Baviera, queriendo hacer gala
ante todos de su magnificencia, como por ventura tenía una hija deslumbrante, de
quince años de edad, y era -en fama y en la realidad- la doncella más hermosa que en
aquel tiempo se hallase en el imperio de Alemania, la cogió de la mano, se presentó ante
Curial y le dijo:

-Curial, querido amigo mío, no sé de qué otro modo puedo pagarte el honor que en el
día de hoy me has hecho sino entregándote esta hija mía por mujer y ofreciéndote la
mitad de mis posesiones; y a mi muerte, la señoría de todas ellas.

Curial al oír estas palabras y al ver a la doncella, que tenía una gran belleza, se
puso rojo, ruborizado; y antes de contestar, cuando ya abría la boca para hablar,

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Melchor de Pando, que había venido de Monferrato y hacía un buen rato que intentaba
acercarse a él, logró abrirse a duras penas paso entre el gentío y en presencia de todos le
dió una carta de Güelfa escrita a mano. Curial perdió de golpe todo el color que había
adquirido, e incluso la palabra, pues queriendo decir algo balbuceó y le temblaron los
labios, de manera que no fue capaz de articular ni una palabra ni tuvo hálito para
contestarle.

Pero el duque, que era muy inteligente, apercibiéndose de que aquella carta le
había abrumado, continuando lo que había comenzado, dijo:

-Curial, no os vayáis a confundir ahora por la oferta que os he hecho; yo regreso a mi


mansión, con mi hija, la cual me quedo como cosa vuestra, siempre que vos tengáis a
bien aceptarla.

El estrépito de trompetas y ministriles era enorme, y también el del griterío de la


gente, que hablaba y comentaba; tanto, que si Júpiter hubiera tronado no lo hubieran
oído. Después, cuando terminó la cena y se retiraron las mesas, el emperador dió la
mano a Curial y con el rostro complacido se puso a homenajearlo, y mandando que
bailasen, rogó a Curial que lo hiciera; obedeciendo éste al mandato y habiéndose hecho
espacio en la gran sala, dió comienzo una danza llana.

Mas la duquesa liberada se presentó ante él y le dijo:

-Caballero, es cierto que me habéis librado de la muerte, por lo cual después de Dios
nuestro señor os debo a vos, señor, más que a nadie de este mundo, pero al haberme
hecho bajar del cadalso no me habéis restituido a mi marido ni me habéis retornado a su
gracia; por lo que os suplico que lo llevéis a término.

Curial, avergonzado por no haberlo hecho antes, tomó a la duquesa y se puso a


andar en dirección hacia el duque, el cual al notar que iban hacia él, en seguida fue al
encuentro de Curial y le saludó muy amistosamente. Pero cuando Curial y la duquesa
hicieron una genuflexión para hablar, el duque los hizo alzar con la mayor benevolencia
del mundo. Curial dijo entonces:

-Señor, a vos no es preciso explicar lo que ha sucedido a causa de los dos caballeros que
presuntuosamente intentaron manchar el honor de la señora duquesa, vuestra esposa, y
cómo para vergüenza y ultraje de ellos la verdad ha salido a la luz. La victoria obtenida
a través de ellos no debe atribuirse a mí ni a mi compañero, sino sólo a la rectitud de la
duquesa, quien a los caballeros más flojos del mundo hubiera tornado victoriosos. Por
ello os suplico que la aceptéis con el amor y afabilidad que en otro tiempo solíais
tenerle.

El duque, tras oír esta disertación, respondió:

-Curial, es verdad que mi mujer no me ha ofendido en nada, y, aunque hubiera sido así,
pidiéndomelo un caballero como vos, no sabría negarme.

Y tomándola por la mano, le dijo:

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-Mujer, besad a Curial como al mejor y más valioso hombre del mundo, a quien vos y
yo estamos tan agradecidos que yo creo que, en toda nuestra vida, nos veremos ni
podremos vernos libres de tanto honor como nos ha hecho.

La duquesa besó a Curial y después besó al duque. La madre de la duquesa, que


era duquesa de Baviera, al ver esto, se aproximó a Curial, y abrazándolo, le hizo un
montón de halagos, al igual que muchas otras señoras y princesas. El emperador,
entonces, se dirigió hacia allí y dispuso que todos se apartasen y que bailasen. Y así se
hizo; por eso, al mandato del emperador, Curial tomó a la duquesa liberada por la mano
y, seguido por muchos señores y señoras, arrancó con una danza llana, con tanta
amenidad y donaire que fue una maravilla. El emperador, que se fijaba en la prestancia
de Curial, muy admirado de lo que veía, dijo:

-De verdad que yo no vi otro mejor en la liza y en los salones, y, a fe mía, el mundo se
duele de que no sea su señor. ¡Ah, maldita sea la fortuna, que no ha puesto en más noble
estado a este caballero!

Habían danzado ya largo rato y la noche se acababa cuando Melchor se arrimó a


Curial y le dijo:

-Curial, ya es hora de que os vayáis a vuestro aposento.

Lo que a Curial le trajo el recuerdo de Güelfa y, mirando al emperador y


obtenida licencia, se encaminó a su aposento no sin innumerable compañía de mucha
gente notable. Y descabalgando, se hizo allí una espléndida colación. Hubierais visto un
derroche de dulces, golosinas y preciados vinos. Había pasado ya la medianoche
cuando, al repicar las campanas en los monasterios se levantaban a maitines, todavía
había quien no se podía separar de Curial, por lo que Melchor insinuó que se fueran
yendo y, con el protocolo debido, se iban retirando, perorando sobre Curial.

Apenas había salido la gente de la cámara cuando Curial, sacando la carta de


Güelfa y besándola infinidad de veces, se puso de rodillas y abriendo el billete y
mirando la firma, que decía “Güelfa la tuya”, se le humedecieron los ojos y, de pronto,
con el corazón en un hilo, se generó en su pecho un deseo tan grande de verla que se
desvaneció. Y perdido el ritmo del pulso, descolorido, no de otro modo que si el alma le
hubiese desamparado, cayó al suelo; viéndolo Melchor, al igual que Jacobo de Cleves,
que no se separaban de él, lo cogieron y lo pusieron a reposar en un lecho. Le estiraban
del pelo y de la nariz, y le llamaban por su nombre, pero era absolutamente en vano
pues su ánimo estaba muy lejos de allí; por lo que los allí presentes, llenos de
compasión, se dolían y con agua fría y con todo tipo argumentos intentaban que
volviera en sí.

Y así lo consiguieron al cabo de un gran rato, en que se reanimó, dando un


suspiro muy potente, pero sin osar decir nada empezó a llorar muy afligidamente; y les
miraba a la cara sin pronunciar palabra, lo que extrañó a los presentes, que con amables
razones se esforzaban en consolarlo. Cuando hubo descansado, hizo que salieran todos
de la habitación y, quedándose sólo en compañía de Melchor de Pando, dijo:

-¡Ah Melchor, padre mío! ¿Y qué hace la diosa del mundo? ¿Se acuerda de mí? ¡Ah,
Cupido, cuyas armas llevo clavadas en mi corazón! Yo miro a menudo a los cielos y en

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el tercero contemplo a tu madre, que con los rayos luminosos de su gran resplandor
suele iluminar mi muy tenebroso corazón augurándole buena esperanza. Si de alguna de
las cosas futuras estás segura , dime si veré jamás a aquélla de la que soy esclavo, sin la
cual despreciaría y desestimaría el dominio de todo el orbe, y si me ama y me tiene por
suyo tal como me dijo. ¡Ay, triste de mí! ¿Cuándo mereceré los bienes que me ha dado
y los honores que me ha propiciado y me regala todos los días? ¿Qué avisos me
reclamaron ni qué hadas me encantaron para que esta reina de nobleza, con sus propias
fuerzas, me sacase del polvo?

Melchor de Pando, que había escuchado todo, dijo:

-Curial, ¿por qué adoptáis talante femenino y os expresáis como una hembra? Secaos las
lágrimas, que demasiado prontas las tenéis, cosa que no se aviene con un caballero; y
que el bien no os haga daño. Leed vuestra carta y no os lamentéis antes de tener motivo.

A esto, Curial leyó la misiva y encontró expresiones muy halagüeñas, así como
promesas de esperanza firme y sólida, por lo que el corazón se le iluminó; y después de
haberla leído una y otra vez, besándola con sus labios y mojada, la plegó con diminutas
dobleces y, bien atada con hilos dorados y de seda parda y negra, se la colgó del cuello.
Después, la hizo engarzar con un león de oro con muchas piedras preciosas y gruesas
perlas orientales, y la llevaba siempre colgada delante del pecho. En semejante relicario
se depositó la primera carta que Curial tuvo de Güelfa. Y como en esto se consumió el
resto de la noche, a la sugerencia de Melchor, se fueron a dormir.

No tardó mucho en llegar el día, en que el sol claro y luminoso expulsó a las
tinieblas de la faz de la tierra, cuando Melchor de Pando, levantándose, oyó a la puerta
de la casa de Curial un gran jolgorio de trompetas, músicos y gente de alcurnia; y,
yendo a ver a Curial, lo despertó y le dijo:

-Curial, ¡arriba, saltad de la cama! Ved que la calle y hasta la casa está llena de cantidad
de gente que viene a rendiros honores.

En cuanto se levantó, llegó el duque de Austria, acompañado de un gran número


de magnates, y, a la puerta de la habitación, dijo en alto con gran voz:

-Curial, ¿cómo estáis?

Por lo que Curial, saliendo en seguida de su aposento, hizo una reverencia al


duque y estuvieron un rato diciéndose palabras de cumplido y rituales, hasta que Curial
estuvo del todo arreglado. Pero el emperador, que la noche pasada no había dormido,
envió a Curial el siguiente donativo, a saber: una gruesa correa de oro, con muchas
perlas de collar y cantidad de piedras preciosas, que valía un dineral; un collar de oro
con perlas tan gordas que por ventura no se habían visto semejantes, y muchos
diamantes y rubíes. Además, le mandó una muy rica cadena de oro y dos vestidos, uno
de raso satinado verde oscuro, bordado de la siguiente forma: alrededor de las faldas del
traje había árboles con las raíces, el tronco y todas las ramas con perlas, las hojas
colgantes todas de oro fino, y el fruto, que eran moras, se componía de esmeraldas,
balajes y zafiros de mucho precio, de modo que estos árboles llenaban todo el traje y no
se percibía la tela; el otro vestido era de terciopelo negro y tenía alrededor de la falda
una cabeza de dragón -tan bellamente bordada que parecía que devorase al hombre que

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la vestía-, cuyos ojos eran dos grandes rubíes muy resplandecientes, de un precio
incalculable. Y aún más, le dió su vajilla de oro, cuatro caballos y dos jacas muy
hermosas.

Y en cuanto Curial, acompañado por aquellos duques y señores, salió de sus


estancias, atendió al regalo del emperador, el cual fue admirado por todos; y alabaron la
magnificencia del emperador, comentando que había actuado muy acertadamente. A
esto, Curial volvió atrás para vestirse con una de aquellas vestiduras y, encima, se puso
las joyas que le parecieron más vistosas. En calidad de albricias por ropas y alhajas,
Curial dió al portador todo su atuendo de escudero, por lo cual fue muy loado.

Llegaron los duques de Baviera y el otro duque, su yerno, y, con las mayores
deferencias que podían hacer, lo llevaron al palacio imperial, donde se había preparado
un gran convite, pues el emperador invitó a los reyes, príncipes, duques y condes que
allí estaban.

No se extrañe nadie de que no se hable de Jacobo de Cleves, pues no atañe a


nuestra materia hablar más de él, ya que sólo estamos aquí para narrar los hechos de
Curial; y, por otra parte, a pesar de que Jacobo de Cleves fue festejado, honrado y
beneficiado, era poco en comparación con lo que se hacía a Curial. Y, por eso, ahora no
nos ocuparemos de él.

Melchor de Pando temía mucho que Curial tuviera arrojo para dejar sin tratar
con el duque de Baviera el matrimonio que le había propuesto, considerándolo un tema
de transcendencia y que no era como para ser rechazado a ningún rey del mundo. Y
tenía miedo de que, si Curial lo aceptaba -dado el honor que había ganado, cuya fama
habría alcanzado los oídos de Güelfa-, la vida de ella valdría muy poco. Por ello, con
grandes trabajos, a causa de la muchedumbre que había, logró acercarse a Curial, que
pululaba entre aquellos señores, y le dijo en voz baja:

-Curial, si el duque de Baviera os vuelve a hablar, acordaos de quién os ha hecho


hombre, o sea, de Güelfa, a quien, si le dais pábulo, morirá en breve o vivirá
penosamente.

Al oír Curial el nombre de Güelfa, miró a la cara a Melchor y se transmutó,


empalideciendo, a lo que dijo el emperador:

-¿Qué pasa, Curial? ¿Hay alguna novedad?

Respondió Curial:

-Señor, este prohombre, aquí presente, me hace las veces de padre, y casi puedo decir
que me ha criado, pues a su costa me he hecho un hombre, dándome siempre con
profusión los bienes que yo he necesitado. Y ahora ha venido a recordarme un asunto,
que me encomendó mucho, motivo por el cual me urge volverme a mi país.

El emperador se dirigió a Melchor y le dijo:

-Prohombre, no te arrepientas de lo que has depositado en este caballero, pues


ciertamente no has podido invertir mejor tu vejez ni tu hacienda que en favorecer a un

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caballero como éste, al que yo querría parecerme por encima de otro en el mundo. Y así,
mira si mi ayuda te puede valer para algo; dilo, porque, por amor a Curial, no te fallaré.

El prohombre se echó a los pies del emperador y, de modo parecido Curial, que,
vergonzoso, le besó las manos, dándole muchísimas gracias por su ofrecimiento.

En tanto, el emperador se sentó a la mesa con los reyes y la duquesa solamente;


delante, había otra mesa muy grande, donde estaban sentados los príncipes, duques y
grandes señores -y con ellos Jacobo de Cleves y Melchor de Pando-, y detrás, otras
mesas donde se acomodaban altos barones y caballeros. El festín fue grandioso y se
sirvieron espléndida y copiosamente muchos manjares y vinos preciados, cuya relación
dejaré por no disponer de tiempo.

Después de comer, vinieron los juglares y empezaron a tañer los cuernos, y el


emperador tomó a la emperatriz de la mano y, sonriendo, empezó una danza llana; tras
ellos, siguieron muchos y bailaron otras muchas parejas. Muy grande y alegre fue la
fiesta que el emperador organizó aquel día, a la vez que todos exclamaban que, aunque
estuvieran allí todos los reyes del mundo, no se podría celebrar con mayor aparato.

Pasada la diversión, el duque de Baviera, sin olvidar lo que había anticipado,


cuando el emperador se fue a descansar, tomó a Curial por la mano y le rogó que cenase
con él. Curial aceptó muy amablemente y, a continuación, se lo llevó a su palacio y
determinó hacer una celebración por todo lo alto. De modo que ordenó que en la mesa
principal se sentasen sólo la duquesa, su esposa, y Curial, y que no sirviesen más que
mujeres: entre las cuales dispuso que la duquesa soltera, que era su hija mayor y se
llamaba Cloto, fuese la principal; la otra, la hija menor, llamada Laquesis, sirviese el
vino.

Laquesis era una doncella que apenas superaba los quince años, moza de buena
planta y de sorprendente belleza, que aquel día se había dedicado a añadir la artificial a
la natural, de la cual Dios nuestro señor la había dotado por encima de todas las demás
del imperio alemán con generosidad y de manera dadivosa. No quiero divagar
escribiendo con detalle todas las circunstancias de su belleza, pero quien quiera saberlas
que lea a Guido delle Colonne, en el pasaje que describe la belleza de Elena; conténtese
con ello, y piense que no le iba a la zaga Laquesis, pues la naturaleza la produjo así de
extraordinaria con el prurito de impresionar a las gentes. Además de otros rasgos bellos
que tenía, destacaban los ojos, más bellos, resplandecientes y risueños que se hayan
visto jamás; no había nadie a quien mirase con ellos que, al instante, no le hiciese
olvidar las demás cosas y sólo le agradase mirarla continuamente. Hasta el punto que
sólo con los ojos tenía mucho ganado pastando, el cual, de no ser por ella, estaría
buscando sus delicias en otra parte. No obstante, ella era tan fría que nunca de ningún
hombre, por arrojado o guapo que fuera, se había podido encandilar, ni hubo varón que
pudiera advertir que ella se inclinaba más a uno que a otro; y a muchas señoras, que de
no haber existido ella habrían tenido muchos admiradores, les hizo observar forzosa
honestidad. Además de esto, todas las cosas que hacía o decía eran ejecutadas y dichas
con tanta gracia y donaire que ella era objeto de admiración soberana.

Cuando Curial la miró atentamente y contempló todas sus bellezas en particular,


en seguida hurtó su corazón a Güelfa, a quien se lo había entregado primero, y se
empezó a predisponer a presentárselo a Laquesis; ésta tenía los ojos fijos en los de

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Curial, puesto que, reconociendo en su interior con satisfacción la apostura y caballería
del caballero, muy ansiosa, maquinaba nuevos trucos para conseguir agradarle.

Y mientras los dos estaban así de enajenados, una noble doncella llamada Tura,
que estava sirviendo los cuchillos a Curial y que se había fijado en él no menos que
Laquesis, viendo que Curial no comía, con tono agraciado y con el tacto oportuno, dijo:

-Curial, ¿mirándome a mí os olvidáis de la comida o por ventura no os complace cómo


os sirvo?

Curial, entonces, se sobresaltó y, apartando un poco los ojos de donde los tenía,
alargó la mano ociosa hasta el plato e hizo el gesto de comer. A la vista de lo cual la
duquesa dijo:

-Tura, me ha agradado que le has hecho reaccionar.

Y Tura, riéndose, respondió:

-Señora, lo hubiera hecho hace rato, pero temiendo la reacción propia de su tierra -pues
dicen que, si se les invita, ellos se van-, he guardado silencio.

La duquesa se rió mucho; entonces, Curial, observando que se reían de él, se rió
un poco, mas no supo acertar a responder. Pero él comía poco y bebía menos, pues no
se atrevía a pedir, no fuese que Laquesis al servir su copa le diera la espalda; sin
embargo, la duquesa hizo señas a Laquesis para que diese de beber a Curial. Vestía ese
día Laquesis un traje de damasco blanco forrado de armiño, todo él bordado con ojos,
de los que salían lazos de oro de diversos tamaños. Y aunque los lazos no sujetaban
nada, en efecto muchos habían caído en ellos; entre otros, Curial, a quien el lazo le
apretaba tanto que ya no estaba en su poder el huir. Así, Laquesis, acompañada de
muchos caballeros y doncellas, fue a por la copa y, al volver, se la presentó a Curial. Es
un hecho que a Curial le parecía algo muy serio tomarla de la mano de Laquesis, pero
aún se lo parecía más, rehusándola, hacérsela sostener; por lo que, alargando la mano,
cogió la copa y bebió. Y cuando Laquesis recuperó la copa, la duquesa, su madre, le
dijo:

-Laquesis, bebe tú el resto, por afecto a Curial.

Y así lo hizo. Después la duquesa dijo:

-Curial, ¿qué os parece mi hija?

Curial respondió:

-Ciertamente, señora, yo creo que tenéis la hija más bella y más airosa del mundo.

Replicó la duquesa:

-¿Y qué es lo que más valoráis en mi hija?

Respondió Curial:

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-Señora, todas las cosas que yo veo en Laquesis son las más bellas del mundo, pero sus
ojos son tan bellos que no creo que Dios pueda volver a hacer otros iguales; y a fe que
su traje hace juego con su cara.

Y así, hablando de éstas y otras cosas, se acabó la cena. No quiero extenderme


describiendo los manjares ni en nombrar a los invitados; piense el lector que no faltaba
nada con lo que aquel banquete se pudiese ennoblecer.

Cuando se recogieron las mesas, el duque fue hacia esa zona y mandó sentar a su
hija cerca de Curial, de lo cual él se alegró como de la cosa que mejor le podía suceder.
Se sentaron también muchos condes, grandes barones, damas y damiselas en gran
número, y se entretuvieron muy cortésmente con juegos muy variados, según se
acostumbra en tales fiestas en las grandes cortes.

Luego, cuando hubo pasado gran parte de la noche, se marcharon todos, pero el
duque no permitió que esa noche Curial saliese de su palacio, sino que ordenó que se
acostase en la cámara -muy lujosamente decorada-, en que solía dormir Laquesis.
Melchor de Pando no consiguió cambiar una palabra con Curial por verlo con tal cortejo
de señoras y jóvenes que lo acompañaron a la cámara; por lo que con disgusto, aunque
con buena compañía, se volvió a su casa. Habiendo entrado Curial en la habitación, tras
tomar una colación, le dijo la duquesa:

-Curial, he aquí la cama de Laquesis; dormid bien y vigilad no tener pesadillas.

Curial respondió:

-Señora, estoy seguro que esta cama me gustará; pero no creo que sea la más idónea
para dormir o reposar.

La duquesa, entendiendo las palabras de Curial, con una risa franca, se despidió
y se fue con las otras mujeres.

Entonces se quedó Curial solo con sus camareros. Y al verse descargado de la


gente que lo atosigaba, examinó la habitación de Laquesis, que vio exquisitamente
ornamentada con todas las cosas que a señora de tal alcurnia correspondían. Entre otras
cosas, había a un lado de este cuarto un altar con un retablo de san Marcos, muy
finamente trabajado. Y en cuanto vio a san Marcos bajo el símbolo del león se acordó
vivamente de Güelfa y, olvidados de súbito los ojos de Laquesis, se sintió culpable; y
cayó de rodillas ante el altar diciendo por lo bajo:

-¡Ah, desgraciado de mí! ¿Pero dónde me hallo? ¿Qué ventolera es la que me ha llevado
de una a otra tierra? ¡Oh, desventurado! ¡Oh, pobre hombre sin criterio! ¿Qué he hecho?
¿Qué penitencia habrá con la que pueda purgar crimen tan grande como el que he
cometido? ¡Ah, corazón desleal!, ¿qué has llegado a pensar? ¡Ah, ojos falsos y
traidores!, ¿por qué no os arranco ahora de mi faz a fin de que no me hurtéis más a
aquélla a la que pertenezco?

Y mezclando estas palabras con suspiros y sollozos sin fin, acordándose de la


gran falta que había cometido para con Güelfa al mirar a Laquesis con ojos lujuriosos,

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deseaba deplorarlo definitivamente; pero temiendo que le oyesen los que estaban en la
habitación, no osaba formularlo.

Por ello, levantándose del altar, se echó en el lecho, que estaba cubierto con una
colcha de damasco, muy rica, de un blanco impecable, forrada de armiño y adornada
con ojos y lazos de oro, a juego con el traje de Laquesis. De este mismo damasco eran
las cortinas, bordadas por un igual; por lo que Curial, mirando la cama, se empezó a
extrañar no sólo de la belleza de Laquesis sino también de su gracejo, añadiendo ahora
que no creía que hubiese doncella más hermosa ni más graciosa en el mundo.

Mientras estaba en estos pensamientos, desplazados los suspiros, al recorrer la


estancia con la mirada vio una recámara contigua, muy bien tapizada con paños de raso,
en la que Laquesis acostumbraba a acicalarse y arreglarse, y entró dentro; había allí otro
lecho muy ostentoso y de mucho encanto, sobre el cual encontró todas las joyas de
Laquesis; es decir, diademas de perlas, pendientes, collares, gargantillas, colgantes,
cadenas, cinturones, pulseras, broches, anillos y muchas otras joyas de oro con piedras y
perlas de inmenso valor. Y entre las otras cosas le llamó la atención un broche bastante
grande, en el que había perlas de gran grosor y diamantes muy delicados; en el medio
había un león cuyos ojos eran dos rubíes muy finos y en una herida que tenía en el
pecho se veía un cartel donde estaba escrito: “El corazón ansioso no tiene sosiego
alguno”4. La vista de este león, sin embargo, no tuvo tanta fuerza como la del retablo,
pues no le hizo mentar a Güelfa, sino que, repasando todo con los ojos iba mirando las
alhajas de una en una, se decía para sus adentros:

-Verdaderamente, no cuadran cosas menos preciosas en señora tan noble y tan bella
como es ella.

Y mientras revisaba estas joyas, la noche se iba sin Curial darse cuenta, por lo
que sus camareros le dijeron:

-Curial, dentro de poco saldrá el alba.

Y así Curial se desnudó y se metió en la cama; al echarse, se quedó dormido con


un intenso sopor y, mientras dormía, soñando, le sobrevino la siguiente visión.

Sueño de Curial

Se le apareció un muchacho muy pobre que iba totalmente desnudo, sin abrigo
alguno, y que pidiendo limosna de puerta en puerta no encontraba quien le diese nada ni
tuviese misericordia de él, hasta el punto que le parecía que iba a morirse de hambre. Y
como se viese tan agobiado, a punto ya de morir de inanición, vio en un portal a una
mujer tan bella que Venus se hubiera contentado con la belleza que de ella dimanaba; la
mujer iba toda ella enlutada como una viuda y tocada de negro. El mozo, viéndola digna
de mucha reverencia, no le pidió limosna ni osó hablarle; pero ella lo llamó y le dijo:

-Chico, ¿qué buscas?

El muchacho contestó:

4
En el original, en francés: “Cuer desirous n’a null sojorn”.

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-Señora, me muero de hambre y de frío.

Y en seguida la mujer se quitó su ropa y lo vistió, juzgando que le caía bien. Y


llevándose la mano a su seno, se arrancó el corazón y le dijo:

-Come de este pan y sáciate, pues es suficiente para quitarte el hambre.

Y el muchacho, al comerse el corazón, le pareció que no había en el mundo


manjar más dulce; mientras se lo comía, ella lo vio crecer y volverse un galán
corpulento. Entonces, la mujer dijo:

-Come a gusto y hártate, con esta condición: que si en algún momento me vieses morir
de hambre, te apiades de mí.

El muchacho lo prometió y, una vez ocurrido esto, el mozo, que ya era un


hombre hecho y derecho, se marchó, quedándose él y la mujer. Sucedió entonces, que a
él le pareció ver a esta misma mujer en un estado miserable, muy apesadumbrada y
doliente, con el cabello desaliñado y despeinado, la expresión muy triste y pálida, y casi
muerta de hambre, pues había adelgazado tanto que entre los huesos y la piel no había
carne; y le pedía comida a él, a quien ella había saciado, pero él no se la quería dar, sino
que le daba la espalda con una desmemoria total. De modo que la mujer, viendo esta
ingratitud, casi desfallecía y no sabía qué actitud adoptar, pero tampoco quería tomar
nada que no se le diera; así las cosas, ella estaba a punto de morirse, especialmente al
ver que aquel mal hombre daba a otra mujer el pan que ella debía comer. Por esta razón,
Curial lo quiso matar.

Después de esto, vio que los cielos se abrieron y Febo, que lo ve todo, contó a
Venus esta ingratitud; por lo que rápidamente Venus, encolerizada, mandó a Cupido, su
hijo, que actuase en ayuda de esta mujer. A raíz de ello, Cupido atornilló bien su arco y
disparó dos flechas: una de plomo y otra de oro; con la de plomo hirió a la mujer en
medio del corazón y con la de oro hirió al hombre desagradecido. Tan poderosamente
los perforó que la mujer se quedó adormecida, y el hombre, en medio de náuseas,
padecía la mayor pena del mundo, anhelando la muerte sin poderla conseguir.

Regalos de Laquesis

Este sueño duró largo rato, hasta que se hizo de día y el sol, abiertos sus ojos,
doraba la faz de la tierra. Todavía dormía Curial cuando Melchor de Pando fue a su
habitación y, llamando a la puerta, le abrieron. Entrando, halló a Curial que estaba aún
durmiendo y, despertándole, dijo:

-Curial, dormís en demasía.

Por lo que Curial, muy conmocionado, no de otro modo que si hubiese


resucitado, se incorporó en la cama y dijo:

-Padre mío, me habéis quitado el mayor peso de encima, pues yo estaba a un tris de
matar a un hombre, el más ingrato e infiel que yo creo que haya en el mundo.

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Y le contó el sueño con pelos y señales; a lo cual, Melchor, moviendo la cabeza,
dijo sólo:

-Mala cosa es la ingratitud; más aún, os digo que es tan gran pecado que tarde o quizás
nunca consigue el perdón.

Curial no entendió lo que Melchor quería decir y se levantó prestamente de la


cama. Al punto se abrió la puerta y llegó hasta él una sirvienta de Laquesis, acompañada
de otras doncellas, y le presentó el traje blanco de Laquesis, el que había vestido el día
anterior, diciéndole:

-Curial, Laquesis os saluda, y dice que ayer en la cena quedasteis prendado de sus ojos,
y, si pudiesen aprovecharos o servir para daros placer, después de habérselos sacado y
no pensando en su daño, se los habría arrancado de la cara para dároslos; pero,
consciente de que a vos no os valdrían para nada y de que a ella le sirven de mucho, ha
desistido. Aunque os hace llegar los de su vestido, rogándoos que, si estimáis en algo su
vida, os hagáis con él unos jubones a fin de que los llevéis y ella los vea.

A Curial le gustó la idea y cogió el traje con tanta dicha que no se podría relatar.
Y dándoles gracias ilimitadas y encomendando saludarla de su parte, contestó que haría
lo que Laquesis disponía. Y en seguida mandó a un sirviente suyo que de aquel vestido
hiciese jubones, según se le había dicho. Y, en cuanto estuvieron confeccionados, Curial
no vestía otros jubones que aquellos; al verlo, Melchor de Pando le dijo:

-Curial, esta joven puede llamarse Laquesis, pero ella en realidad es Ántropos, y así lo
comprobaréis con el tiempo.

Los honores en los que Curial se veía inmerso -que crecían día a día-, como si
hubiese bebido todo el río Leteo, le hicieron no sólo olvidar las cosas de Monferrato
sino incluso despreciarlas. Por ello, a pesar de que Melchor de Pando le instase a
regresar, Curial no lo cumplía, sino que vivía tan embelesado que no le parecía que
estos agasajos tuvieran que tener fin algún día.

Estaba el duque fuera ya de su cámara y la misa a punto, cuando salió Curial y


fueron a su encuentro la duquesa y Laquesis; ésta, al verlo, se transfiguró y perdió hasta
su manera acostumbrada de andar, de tal modo que, casi desencajada, dijo balbuciente:

-Curial, Dios os depare un buen día.

Curial, que no estaba menos obcecado con Laquesis, la abrazó y tomó del brazo.
La duquesa dijo:

-Curial, ¿habéis dormido bien esta noche?

Curial asintió y, tras esto, fueron a misa. El duque encomiaba mucho a Curial y
estaba esperando que le pidiese la mano de Laquesis, puesto que él se la había ofrecido.
Pero Curial, a pesar de todo los síntomas, no se acababa de creer que se la diesen; por
otra parte, acordándose de Güelfa, no tenía agallas para ir adelante. Por eso estaba tan
tibio que no osaba abrir la boca ni para rozar el tema. Quizás, si el duque lo hubiera
incitado de nuevo, él se lo habría planteado; pero al duque no le parecía correcto insistir,

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y así, el hecho no se llevaba a ejecución. En éstas, oyendo misa, cuando llegó el
momento de darse la paz, al darla el duque, se dirigió a su hija y, besándola, le dijo:

-Querida hija, id a Curial y dadle la paz.

Laquesis, cumpliendo el mandato de su padre, le dió la paz. Y enlazados con el


beso, Curial y Laquesis, se encendieron ambos tan vigorosamente que todos advirtieron
que estaban enamorados; pues Laquesis se puso roja y temblorosa, como ocurre a quien
no ha amado anteriormente, y Curial, de modo parecido, se conmovió todo él. Y al
advertir Jacobo de Cleves que a ella, al querer retroceder, con pasos torpes, le fallaron
los medios, de manera que parecía que se hubiese quedado estática, se le acercó solícito
y, ayudándola con su apoyo, la devolvió al lugar donde estaba antes; ella, que iba como
una recién enamorada que no sabe disimular sus sentimientos, se giró dos veces para
mirar a Curial. Así, volvió con la duquesa, su madre, quien al tenerla a su lado, le dijo:

-Estás demacrada.

Respondió Laquesis:

-Señora, durante toda la mañana tengo tal sobrecogimiento que me siento amortecer y
ahora me ha asaltado con más violencia; si no fuera por Jacobo de Cleves, que me ha
ayudado, me hubiera visto obligada a sentarme antes de llegar aquí.

La duquesa le desabrochó la cintura y poniéndole la mano en el pecho notó que


el corazón le latía tan de prisa que se asustó; pero a la vez no tenía apenas pulso y, por
mucho que le frotasen los brazos, no respondían con movimiento alguno.

Acabada la misa, todos hicieron costado al duque y fueron con él hasta sus
aposentos. Y cuando hubieron entrado, llegó un mensajero imperial, que requirió a
Curial porque el emperador quería comer con él y contarle buenas noticias. De modo
que Curial, se despidió del duque y de la duquesa, así como de Laquesis, y se dirigió a
las estancias del emperador. Mas, mientras Curial partía, Laquesis lo siguió con la
mirada, pero, cuando dejó de verlo, perdió el mundo de vista y con voz titubeante dijo:

-Señora, me muero.

Y perdido el color y con los labios totalmente blancos, empapada por un sudor
frío, se desvaneció. La duquesa, su madre, exhaló grandes voces y con agua fría y otros
procedimientos se esforzaba por volverla en sí; pero, como no le servía de nada, la
madre, que era señora avisada y había caído ya en el origen de este mal, gritó
poderosamente:

-¡Laquesis, mira a Curial!

Laquesis, al nombre de Curial, no menos que Píramo al de Tisbes, entreabrió los


ojos y, abriendo los brazos, estiró el cuello; su madre entonces la besó repetidamente.
Pero, como Laquesis estaba ofuscada y no sabía ocultar su pasión, dijo:

-¿Dónde está?

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La madre contestó:

-Está aquí, hija mía, y dice que si no te repones, él se morirá.

Entonces la cogieron y la estiraron sobre un lecho. No había llegado todavía


Curial al palacio del emperador, cuando iba a alcanzarle un mensajero de la duquesa;
advirtiéndolo Melchor de Pando, preguntó a este último:

-¿Qué quieres?

-Señor –dijo el mensajero-, en cuanto Curial se marchó, no sé qué accidente le


sobrevino a Laquesis que cayó medio muerta, y de no haberla reanimado con el nombre
de Curial, habría muerto con seguridad; por lo que la duquesa le ruega encarecidamente
que se digne volver y que Laquesis no fallezca a causa de no verlo.

Melchor le respondió:

-Amigo, vuelve con la duquesa y dile que Curial ya lo sabe, y que hubiera vuelto
gustoso si no fuera por el gran empeño que ha puesto el emperador en verlo con
urgencia; y que en cuanto sepa lo que el emperador quiere, cumplirá el requerimiento de
la duquesa.

Por lo que el mensajero volvió sin que Curial tuviera noticia del accidente de
Laquesis. En cuanto estuvo cerca de los reales aposentos, el emperador le salió al paso
con una efusiva bienvenida, diciéndole:

-Curial, oíd lo que dice este heraldo.

Y a la demanda de Curial, contestó el heraldo:

-Señor, yo he venido aquí para publicar que el rey de Francia ha dispuesto un torneo
delante de Melun, que tendrá lugar dentro de seis meses, en el cual tomará parte el rey
personalmente. Y se repartirá en cuatro bloques, esto es: los caballeros que acudan al
torneo, si están enamorados de viudas, irán con aprestos pardos y negros; si están
enamorados de mujeres casadas, los llevarán morados; si lo están de doncellas, entonces
serán verdes y blancos, y si se trata de monjas, verdes y pardos. De este modo se
reconocerá de qué tipo de mujer se está enamorado.

Sabed también que el duque de Bretaña y el duque de Orleans, que son


caballeros jóvenes y muy valientes, con licencia real, irán cabalgando el día uno de
junio, cada uno con doscientos caballeros de su casa, a modo de caballeros andantes
-alias errantes-, e irán por todas las regiones y combatirán a todos los caballeros que
vayan al torneo, si se los encuentran por los caminos. Y el caballero que no vaya como
caballero errante no será admitido en el torneo, ni se le rendirán honores, ni será tenido
por caballero. Os certifico que muchos duques, condes y otros grandes señores que se
han enterado se están preparando para el primer día de junio, según se ha dicho, para
ponerse a cabalgar y acrecentar así su honor.

Al oír esto, a Curial le hirvió la sangre y el emperador lo abrazó, celebrándolo


mucho, y le dijo:

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-Yo me imagino que vos no fallaréis.

Curial respondió:

-Señor, yo no decido por mí mismo; por consiguiente no sé qué se me ordenará.

Y, volviéndose al heraldo, dijo:

-Di, amigo, si el caballero que vaya al torneo nunca ha tenido amada alguna, ¿qué
aprestos tiene que llevar?

Respondió el heraldo:

-Blancos.

Insistió Curial:

-Y si ha tenido, pero ahora ya no tiene, ¿qué tiene que hacer?

Replicó el heraldo:

-Que lleve aprestos totalmente negros.

Respondió riéndose el emperador:

-Curial, no creo que ninguno de estos dos tipos de aprestos hagan para vos. Pero ahora
veremos verdaderamente cómo se comportarán los que dan esperanzas a muchas.

Preparada la comida, se sentaron a la mesa. Y después de comer, el emperador


se retiró y Curial volvió a su casa; allí se encontró, en su cuarto, el lecho de Laquesis, en
el cual había dormido la noche pasada, con el juego de cama que ya conocía; Curial se
regocijó mucho y dió saltos de alegría. Pero no hizo lo mismo Melchor de Pando, sino
que parecía que le hubieran atizado con una llama por la cara. Pero dándose cuenta de
que Curial estaba tan encendido en el amor de Laquesis que si se lo reprochaba de golpe
podría romper con él y no habría conseguido nada, resolvió hacérselo entender poco a
poco. Por ello, dijo:

-¡Ah! ¡Cuánto agradará a Güelfa y cómo se llenará de alegría su corazón cuando se


entere de los honores que habéis recibido, tanto de la batalla como de los restantes!
Verdaderamente, creo que no habrá mujer más alegre en el mundo. Así, Curial, yo os
ruego que os vayáis de esta tierra y lo antes que podáis, en nombre de Dios, os marchéis
de aquí. Pues sabed que es de hombre sabio irse mientras las fiestas son cálidas, sin
esperar a que se enfríen; si uno no quiere caer en desgracia. Por otro lado, ya veis el
torneo que se ha anunciado; así pues, volvamos con Güelfa a ver qué ordena de vos. En
verdad, yo me tengo por avisado que si el emperador va personalmente le va a costar
mucho llegar a vuestra altura, aunque él irá con mejor séquito.

Curial manifestó mucho agrado por lo que Melchor decía y respondió:

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-¡Ah, pobre de mí! ¿Y cuándo la veré? ¿Podré vivir tanto y Dios me dará tal gracia que
pueda acrecentar su honor sobre todas las mujeres del mundo, tal como se merece, por
encima de todas las demás?

Melchor insistió diciendo:

-Curial, despedíos solamente del emperador y marchaos hoy mismo de aquí, pues los
huéspedes y el pescado a los tres días apestan. Y si os ven quedaros aquí divirtiéndoos,
vuestro honor se depreciará. Id, en nombre de Dios, allá de donde procedéis. Si os vais
ahora, dejáis aquí la fama más alta de caballero, la cual podéis perder en un tumbo
debido a muchos accidentes que uno no puede prevenir.

Curial respondió:

-Padre mío, no decís más que verdades, pero una despedida tan precipitada sería algo
muy mal visto; mas os ruego que advirtáis a toda mi gente que yo vuelvo a Monferrato
y, mientrastanto, yo me iré despidiendo.

Laquesis declara su amor a Curial

Estaban aún platicando cuando llegó un mensajero de la duquesa, el cual,


después de saludar a Curial, le dijo:

-Señor, Laquesis ya va mejorando.

Curial respondió:

-Decime, ¿qué le ha pasado a Laquesis?

Respondió el mensajero:

-Señor, sabed que desde que os fuisteis de la mansión del duque le sobrevino tan gran
vahído que hasta ahora la daban por muerta; pero recientemente, gracias a Dios, se ha
repuesto.

Respondió Curial:

-A fe mía que no lo he sabido hasta ahora.

Al instante montó a caballo y fue a casa del duque, donde fue recibido harto
respetuosamente. Y lo condujeron a la habitación donde estaba tumbada Laquesis; en
cuanto entró, Laquesis le vio e, inmediatamente, perdiendo el sentido, se mareó. La
duquesa dió grandes voces:

-¡Ay, Laquesis, hija mía! ¡Hija mía, Laquesis!

Y rogó a Curial que la besase. Así lo hizo; y se recobró a fuerza de besarla


muchas veces. Entonces dijo:

40
-Curial, hace poco creía morir y os hice buscar; pero no me quisisteis regalar con
vuestra vista.

Curial se empezó a excusar diciendo que no se había enterado de nada.


Entonces la duquesa llamó al mensajero que había enviado y él respondio que se lo
había transmitido a Melchor. Curial afirmó con juramento que no le habían dicho ni una
palabra ni había tenido noticia alguna; por ello, incubó una ira extraordinaria en su
corazón y si no fuera por el gran amor que sentía por su mentor, ciertamente le hubiera
demostrado cuánto le había enojado este suceso. Y cuando Laquesis mejoró y se
restableció, Curial se despidió amablemente, se fue a su casa y recriminó a Melchor
para que se guardase bien de volverle a poner en un aprieto semejante.

Curial se ponía cualquier tipo de librea, pero siempre llevaba los jubones del
traje de Laquesis; se hizo también un vestido de tejido negro, en el que hizo bordar un
halcón encapirotado y engalanado. Y empezó a enviar su vestuario, de modo que no
faltaban más que las despedidas. Yendo, pues, al emperador, se licenció de él, ante lo
cual aquél se mostró muy solícito y le rogó que lo volviera a visitar, así como que le
transmitiera por escrito todo lo que él pudiese hacer en su favor, pues él lo haría antes
que por ningún otro hombre del mundo. Asimismo se licenció de la emperatriz. El
duque de Austria, al saber que Curial se iba, le salió al encuentro, y presentándole muy
valiosos regalos, le pidió que se remitiese a él para todo lo que se le ofreciese; es más, le
dió una espada, cuya ornamentación no se podía apreciar a la ligera. Y así saludados
todos, incluida la duquesa, se fue a casa del duque de Baviera para anunciar su partida.

En cuanto entró, sabedora Laquesis de que Curial venía para despedirse de su


madre y de ella, salió a su encuentro y le rogó que la quisiese oír un momento. Así,
aparte de la gente, Laquesis se explayó así:

-Curial, la necesidad en la que me veo ha arrojado fuera de mí todo pundonor, de


manera que me ha constreñido a decir lo que preferiblemente habría ocultado. Y,
creyendo que debe concederse alguna excusa a la mujer o doncella que ama o que
quiere amar por haber elegido un hombre noble, valeroso y adecuado a su nobleza,
tengo el atrevimiento de hablar; y aunque debiera comportarme de otra manera, estoy en
tal tesitura que aunque quisiera adoptar otra actitud no podría. Es bien cierto que nunca
amé a ningún hombre ni mi corazón se pudo inclinar jamás por varón alguno, mas,
ahora, ciertamente, está absolutamente fuera de sí y, ajeno a mi albedrío, se halla bajo
vuestro poder; por lo que os suplico que, puesto que lo tenéis a vuestras órdenes, os
dignéis tratarlo bien, de modo que no perezca, ni yo tampoco con él, pues no me parece
que por el hecho de amaros lo hayamos merecido.

Tras estas palabras, no pudiendo contener las lágrimas, lloró muy


amargamente. Curial respondió:

-Señora, es cierto que no hay cosa en el mundo que yo pudiera hacer en vuestro servicio
que no lo hiciera antes que por ninguna otra doncella del mundo; pero, llegado el
momento, comprobaréis lo que ahora me requerís: que trato bien a vuestro corazón. Así
os suplico que me tratéis vos también a mí, que no paso menor pena por vos que la que
vos decís que pasáis por mí.

41
Y dichas estas palabras, se despidió de ellas, recibiendo dones de
inestimable valor; y así, despedido también de los demás, señoras y señores, se marchó
de allí montado a caballo e inició su ruta de regreso.

Laquesis, al ver marchar a Curial, empezó a entristecerse mucho;


advirtiéndolo su madre, le dijo:

-Hija mía, no te apenes por la partida de este caballero, pues por el cariño que te
tenemos el duque y yo iremos al torneo, y allá lo veremos.

Laquesis respondió:

-Señora, es verdad que me será de consolación tener la seguridad de ir y de reconocer a


Curial, pero ¿qué dios me asegurará que yo pueda resistir tanto que no muera por él
antes de hora?

Su madre le dijo:

-Hija mía, no es preciso que os conduzcáis así, dominaos y tened en cuenta que allí se
darán cita sin falta todas las doncellas y mujeres más hermosas del mundo; por lo que
procurad contaros entre ellas y que vuestra tristeza no sea tan eficaz que os arrebate
vuestra hermosura. De ese modo, por culpa vuestra se haría poca mención de vos; y
quien ahora os tiene en gran aprecio daría en apreciaros poco, pues sabed que al amor
no le place un corazón apocado ni entristecido. Así pues, consolaos y haced que le
entreguen alguna cosa que lleve por vos en el torneo a fin de que podáis reconocerlo.

Laquesis, a la espera de ir al torneo, se consoló. Y desde entonces todo


su afán consistió en acentuar su belleza, según le había aconsejado su madre.

Güelfa se retira a un monasterio

Hasta ahora hemos hablado mucho de Laquesis y de Curial, y hemos


abandonado a Güelfa, la cual sentía no menguado deseo de ver a Curial; y se daba
continuamente a la oración y a ayunar, y cada día sin fallo oía tres misas en provecho
suyo.

Cuando llegó la primera letra de batalla en defensa del prohombre, de la


que salió ganador; ella experimentó un gran regocijo y se exaltó interiormente de un
modo inusitado. Igualmente, el marqués lo hizo celebrar en su casa con gran alborozo y
pronunció panegíricos a favor de Curial, de lo que Güelfa tuvo un gran gozo; pero no lo
transparentaba, sino que decía que no era nada nuevo que un caballero fuerte y valiente,
no estando la justicia de su parte, fuese vencido por otro, no tan valiente, y que cosas así
mostraba a diario la experiencia. Pero a la vez, de modo encubierto, continuamente daba
pie a que se hablase del evento, en lo cual ella hallaba consolación soberana, pues no
tenía otro bien que oír hablar bien de Curial.

Pero como unas noticias borran otras, llegó otra nueva: las
exclamaciones que el emperador hizo a su llegada y las grandes fiestas que le daban; y
que no se hablaba de nadie más y que se valoraba como el mejor a quien más lo
festejaba. Ya podéis suponer que esto agradó tanto a Güelfa que apenas lo podía ocultar;

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pero repetía sin cesar que ella creía que, aunque le daban estos festejos por lo que había
hecho y por lo que esperaban que hiciera, había que pensar, razonablemente, que la
fama supera a los acontecimientos y que muchas veces sucede que los hombres repiten
hasta la saciedad lo que ven y oyen.

Sea como fuere, todos hablaban de Curial, porque los que habían ido en
su compañía, como servidores o no, escribían diariamente, y el marqués sabía todos los
pasos y se los comunicaba a su hermana, quien lo sabía desde mucho antes; pero ella lo
mantenía en secreto mientras que el marqués lo propalaba.

Enterada Güelfa, sin embargo, de que el día de san Marcos tenía que
darse la batalla –día que ya era muy próximo-, se empezó a agobiar y a sentir en su alma
un dolor muy intenso y, dejando de comer y de dormir, se puso de un lívido amarillento,
y los médicos, a fin de curarla, la purgaban y hacían sangrías; ella lo aceptaba todo
según se lo ordenaban para sanar de su enfermedad, de la cual ellos no tenían idea
ninguna. Mas, como fuese empeorando, dijo a su hermano que se quería retirar a un
monasterio de monjas muy prestigiado que había por allí y que, si llegaba a morirse de
este achaque, era donde quería ser enterrada. El marqués lo aprobó y la llevaron pronto,
conminando su hermano a que no la visitase nadie.

Mientrastanto, Güelfa había hecho hacer una imagen de san Marcos,


muy grácilmente labrada, y donde dormía hizo construir un altar, en el que hacía decir
profusión de misas; era muy dadivosa con los hospitales y con todo lugar en el que oía
que había pobres, y rezaba continuamente a nuestro señor Jesucristo y a su gloriosa
Madre para que ayudasen a Curial y le diesen el triunfo. ¿Qué os diré de san Marcos?
Ella hizo el voto perpetuo de ayunar en su vigilia a pan y agua solamente, y también el
de edificar una iglesia en su nombre y dotarla ricamente. Y así, la mujer enamorada,
ansiosa a más no poder, esperaba la noticia que tuviera que consolarla o matarla.

Llegada la festividad de san Marcos, invitó a cuantos pobres pudo reunir y


ella misma, descalza, los sirvió junto con las otras monjas, por lo que éstas estaban
impresionadas. Y en el día señalado, después de servir a los pobres, se echó en la cama
sin comer ni beber, de modo que las monjas sospecharon que había llegado el último día
de su vida, motivo por el cual llamaron al marqués. Cuando llegó él, le dijo:

-¡Oh, querida hermana mía!, ¿cuál es el mal que padecéis que nadie en el mundo os ha
podido descubrir? Yo os ruego que pongáis de vuestra parte y repasad si deseáis alguna
cosa que se os pueda proporcionar a fin de que no os agravéis.

Ella respondió:

-Buen hermano, yo no sé qué mal tengo ni he visto en mi vida médicos más


incompetentes, pues en ningún momento con toda su ciencia me han sabido aplicar
ningún remedio; quiera Dios, que es poderoso para devolverme la salud y conoce mi
apuro, dignarse atenderme y me lleve por la vía más saludable, pues yo os aviso que, si
él no lo impide, veo claro que dentro de unos ocho días estaré fuera de este mundo. Y
como se acercaba la hora de las vísperas, dijo el marqués:

-¡Vaya por Dios! ¿en qué apuro debe estar ahora Curial? Quiera Dios dignarse ayudarle.

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Tras decir esto, se despidió y volviéndose, se fue. Oyéndolo, Güelfa llamó a la
abadesa y, mandando retirarse a las otras, le dijo:

-Señora, me muero.

De inmediato, desaparecido todo rastro de color, reclinó la cabeza en el hombro


de la abadesa y se derrumbó; ella entonces se puso a dar gritos. Las monjas que
acababan de dejarla volvieron con presteza y se esforzaban con toda clase de recursos a
devolverle los ánimos, que se le escapaban. Sin embargo, su esfuerzo era vano; Güelfa
en esta ocasión estaba verdaderamente mucho más muerta que viva. Tras un largo rato,
se reanimó un poco y dió un suspiro, ante lo cual las monjas se exclamaron:

-¡Ah, señora, por amor de Dios, un poco de ánimo! ¡Ah, señor san Marcos, venid en su
ayuda, que hoy es vuestro día!

Pero como Güelfa estaba agotada, tanto por el dolor como por el ayuno, se
quedó adormecida. A poco de dormir, vio en sueños que dos raposas querían matar a
una mujer desnuda delante de mucho público y que las gentes estaban tan pendientes de
ellas mismas que no la socorrían. Pero cuando se dió ya por muerta, llegaron dos leones
-uno de ellos en especial muy fiero y bravo- que hicieron huir a las raposas, por lo que
la mujer quedó libre; y le dieron sus ropas y la vistieron. Entonces san Marcos se le
apareció a la mujer y le decía: “Ten esperanza. Curial defendía la justicia y ha sido el
mejor en la contienda y ya ha salido de la plaza”. Así, sueño y visión desaparecieron.

A Güelfa, despertándose, se le iluminó un poco el rostro y dijo que quería


comer. Las monjas se apresuraron a hacerlo y le preguntaron cóm se encontraba.
Respondió:

-Mucho mejor que antes y, a fe mía, creo que me he curado.

A esto llegó el marqués, pues las monjas lo habían mandado llamar, y halló a
su hermana comiendo, de lo que se alegró en gran manera pues la amaba mucho. Y la
abadesa dijo:

-Señor, a poco de iros, temíamos que muriera, pero ahora ya está bien, gracias a Dios, y
muy charlatana.

El marqués volvió a recordar:

-A estas horas ya ha tenido lugar la batalla de los caballeros.

Güelfa no chistó ni comentó nada. Pero el marqués siguió:

-Ciertamente, aunque me costara una fortuna, yo querría saber con celeridad cómo ha
acabado la batalla, porque en verdad que tengo mis dudas, pues he oído que los otros
son caballeros fornidos y muy lanzados; y aunque Curial sea también muy fornido y
lanzado, no se ha visto tantas veces como ellos en una liza.

La abadesa, que no podía reprimirse, dijo:

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-Señor, yo he oído decir que Curial lleva en sus armas un león; y sabed que esta noche
pasada soñé que dos leones mataban a dos raposas y, a fe mía, recordando este sueño,
he pensado que Curial y su compañero eran los leones, y los otros, las raposas que
pergeñaron el fraude. De modo que han vencido y no tengáis otra expectativa.

Güelfa, girando la cabeza hacia la abadesa, vio que el sueño concordaba con
el suyo y confirmó que en cualquier caso Curial era el vencedor. Y dijo:

-Señor, hermano, son tantos los hombres que hoy, por envidia o de mala manera,
levantan infamias en contra de las mujeres que no se podrían contar; y si ésos acusaban
injustamente a aquella señora, no esperéis más que buenas noticias, pues Dios es justo y
no permite que se mantenga largo tiempo la vara de los pecadores sobre la suerte del
justo5, a fin de que el justo no caiga en cosas ilícitas. Así pues, dejadlo en paz; quisiera
curarme y que así sea, que venzan los leones del sueño de la abadesa.
Respondió la abadesa:

-Ahora sí que pongo a Dios por testigo de que los leones han vencido en la realidad.

Respondió Güelfa:

-Porque lo deseáis, y, a fe mía, yo creo que no hay nadie aquí presente que no lo desee
por afecto a Curial; pero ha de ser así por aprecio de la duquesa, ya que, si el suceso
fuera por otro derroteros, sería quemada.

-Por Dios –porfió la abadesa-, no la abrasarán en la hoguera porque los leones han
vencido.

Ante su obstinación, Güelfa se rió un poco y la siguieron las demás. Y


cuando ya habían charlado mucho, el marqués se marchó de allí y se fue a su palacio.
Güelfa, confortada ya en parte, dijo a la abadesa:

-A fe mía que me ha complacido mucho vuestro sueño, porque también he soñado yo lo


mismo el poco rato que he dormido.

Y añadió todos los pormenores de la mujer desnuda, que se imaginaba que fuera
la duquesa acusada; y después le contó lo que san Marcos le había inspirado. Por lo que
la abadesa le dijo:

-¡Uf, señora, levantaos de la cama y que vengan todas las monjas, y hagamos una
procesión y cantemos el Te Deum laudamus, porque Curial es cosa nuestra y con
seguridad ha sido el vencedor; y san Marcos, que es el león, le ha ayudado.

Tras esto, Güelfa se levantó de inmediato y, como si no tuviese mal alguno,


iba tan ágil que no hacía falta que la aguantasen. Hecha la procesión en acción de
gracias a Dios nuestro Señor, cada una volvió a su tarea.

Güelfa se moría de ganas de hablar de Curial y, así, despistadas las otras


monjas, se quedó a solas con la abadesa y empezó a meterse en materia. Pero, aunque

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Salmo CXXIV, 3; también aparece en el libro IV de Lo somni.

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ya tenía práctica, no fue lo suficientemente hábil como para tapar el amor que profesaba
a Curial; a la vez que la abadesa tomó nota del gran apego que le tenía. Y dijo así:

-Señora, yo os ruego, por aquel Dios que os puede llevar por buena vía las cosas que
más amáis en este mundo, que me contestéis a una cosa que os preguntaré.

Güelfa se mostró de acuerdo; a raíz de ello, la abadesa dijo:

-Señora, por todas vuestras palabras me he percatado de que estáis un poco enamorada
de Curial, por lo que os vuelvo a suplicar que me digáis si es cierto.

Güelfa respondió:

-Abadesa, amiga mía, yo no os celaría ni puedo celar nada que tuviera que descubrir a
otra persona, por lo que hablaré con vos sin tapujos; y estad segura de que soy
consciente de que, si yo no sé ni puedo ocultar mis pasiones, mal las ocultaréis vos o
cualquier otro a quien yo se las confíe, sabiendo que no os va tanto en ello. Pero el
deseo que siento de hablar de lo que me pasa y la oportunidad que tengo con vos, me
empuja a deciros lo que si fuera sensata tendría que silenciar; no obstante, si se os
escapan las palabras que os voy a decir, os castigaré con esta pena: os haré arrancar la
misma lengua con la que habléis.

Y a la vez os contesto que yo no sé qué es el amor ni nunca lo vi –que yo


recuerde-, ni sé qué es; sí que he oído decir que el amor es algo, pero yo no creo que sea
nada sino furor ardiente y pasión agradable. Es cierto que yo quiero bien a Curial, y si
esto quiere decir amar, amor sea, porque yo sólo sé que me complace oír hablar de él y
deseo que sea el mejor y principal del mundo, y quisiera que estuviera siempre a mi
lado y no se fuera nunca. Ahora ya lo sabéis todo.

La abadesa replicó:

-Señora, aunque las monjas viven retiradas, algunas veces son requeridas por algunos
hombres de escaso éxito y yo, en mis años mozos, he oído este sonsonete más de una
vez. Es verdad que el amor no es más que una inmensa y amplia inclinación hacia la
cosa que nos atrae, la cual engendra deseo de complacerlo en todas las cosas; y este
amor dura mientras la persona o la cosa agrada, pues en otro caso no hay amor alguno.
Pero sí que os digo que habéis hecho muy mal en ocultármelo durante tanto tiempo,
pues tener a quien se le confíen las pasiones da un gran alivio ante las penas.

Y desde entonces las dos se contaban todas las confidencias y se leían todas las
cartas recibidas y no hablaban de otra cosa; llegaron a ser tan amigas que la abadesa le
hablaba sin reverencia alguna. Así pasaron unos días hasta que Dios dispuso que Güelfa
recibiera carta de Melchor conforme a la celebración de la batalla, contándole
pormenorizadamente todas las cosas que le habían contado, por lo que Güelfa y la
abadesa tuvieron un gran disfrute, pero mantuvieron la boca cerrada.

No pasaron muchos días en que un gentilhombre que el marqués puso en la


compañía de Curial y que había visto todas las cosas, incluido el regalo que le hizo el
emperador, fue a contar al marqués cómo habían sucedido los hechos desde el día en
que partieron de Monferrato hasta el momento en que Curial se marchó de allí; el

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marqués quedó muy complacido por ello. Y dió en llegar al monasterio, donde se
encontró a Güelfa, ya rehabilitada y en buen estado, y a Andrea, la mujer del marqués,
que a la sazón estaba con ellos; en seguida, el marqués hizo que el gentilhombre
expusiera los incidentes con todo detalle -según habéis oído ya-, de lo que Güelfa
experimentó una gran alegría, aunque no la dejó traslucir. Sin embargo, la abadesa, en
verdad, no sabía contener su gozo, sino que lo manifestaba tan a las claras que era
chocante.

Tras narrar el gentilhombre todas las hazañas, al llegra al relato de la propuesta


que el duque de Baviera había hecho a Curial acerca de su hija y sus tierras, todos se
quedaron absoluta y gratamente impresionados. Pero para Güelfa no fue motivo festivo,
sino que miró a la abadesa a la cara y estuvo a punto de perder el color. Pero la abadesa
intervino diciendo:

-Y él, ¿qué respondió? ¿La aceptó?

Contestó el gentilhombre:

-No de momento, pues precisamente llegó Melchor de Pando, se presentó ante él y le


entregó una carta. Y Curial, guardando la carta, no dió ninguna respuesta al duque.

Y siguió con lo que el duque había dicho y asimismo con todo lo ocurrido
hasta el otro día, en que el emperador le envió el regalo; de todo ello se alegraron
mucho todos y esperaban saber por medio de otros mensajeros las cosas restantes que
pasaron. De este modo, tras conversar largamente al respecto, el marqués y su esposa se
fueron a cenar, siguiendo hablando sobre Curial, pues no se cansaban de hacerlo.
Pero cuando la abadesa y Güelfa se quedaron solas, separándose de las demás, Güelfa
empezó a decir:

-¡Ay, madre mía, me doy por muerta! De veras que no veré el día siguiente. ¡Ah, mal
hombre! ¿Y para quién te he hecho yo? Ciertamente, Laquesis no merecía que yo
hiciese a este caballero para que ella se lo llevase. ¡Ah!, ¿por qué me mantengo viva?
Desampárame, vida, te lo ruego, y no sufra yo en la otra dolor, que no espero ninguno
después de lo que hoy he oído. ¡Ah, Laquesis, hermana mía! ¿Y por qué te
encaprichaste con lo mío y desde tan lejos me has robado mi vida? Yo, desventurada,
envié socorro a tu hermana, que esperaba ser quemada, y tú en reconocimiento me has
dado muerte a mí. ¡Ay, que por hacer siempre el bien he recibido mal! ¡Ay, Cloto! ¿Por
qué no me devuelves lo que te presté, o sea a mi Curial? No tenía más preciado tesoro
que el que te remití! Bien te valió contra el fuego que te habría devorado, pero tú me lo
has arrebatado y se lo has dado a tu hermana. Buen negocio has hecho con lo que no te
costaba nada. ¡Ah, noble y valerosa Medea! Ahora te quisiera ver, a ti, que te supiste
salvarte ante la falsa Creusa, acertando a encender el fuego que la abrasó; mas yo, para
apagar el fuego de otros he encendido el mío, en el que sin duda moriré. Mas, ¿por qué
deseo yo mal a Laquesis? ¿Qué doncella hay que tenga sentimientos y no se quede
prendada de Curial, viéndolo en las alturas donde yo lo he encumbrado?

Güelfa expresaba estas ideas sin dejar de llorar, por lo que la abadesa,
arrastrada por la compasión, era todo lamentos. Y dijo a Güelfa:

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-Señora, no os lamentéis así, pues, según yo entendí, es cierto que el duque le ofreció a
su hija, pero Curial no la quiso aceptar.

-Madre mía –dijo Güelfa-, ¿y vos os pensáis que Laquesis no tiene ojos en la cara y no
vea en Curial lo mismo que yo he visto? Además, por otro lado, ¿quién sería tan loco
que rechazase un partido tan noble y tan ventajoso como es el tener por esposa a
Laquesis, que lleva consigo todo el ducado de su padre? ¡Ay, pobre de mí! –insistía
Güelfa-, ¡ojalá Laquesis le hubiera iniciado tal como yo lo he hecho y ahora fuera suyo!

La abadesa le dijo:

-Señora, a fe mía, yo no puedo creer, de ninguna de las maneras, que pase eso con
Curial; más aún cuando, pese a ser un caballero digno, no faltará quién le diga al duque
que Curial no es el apropiado para casarse con su hija, y yo no acabo de creer que se la
den. O sea que reconfortaos, que pronto tendremos otras noticias; y en el caso que esto
fuera verdad –cosa que no puede ser-, pensad que Curial tendrá buena memoria de los
beneficios que de vos ha recibido y no le dominará semejante ingratitud. Así, señora,
cenemos, que a fe mía juro que no hay nada de verdad en todo ello.

Güelfa se sentó a la mesa de mala gana, y de peor gana cenó, pensando


todo el rato en lo que iba a pasar.

Regreso de Melchor de Pando

Después de cenar, la abadesa introdujo a las monjas en un delicioso vergel


y, delante de Güelfa, les hizo jugar a diferentes juegos. Pero Güelfa no se distraía sino
que pensaba tan obsesivamente en Curial que no distinguiría si era de noche o de día.
Cuando a la abadesa le pareció que ya habían estado así suficiente rato, poniéndose de
pie, se marchó con Güelfa y cada una se retiró a su tarea acostumbrada. Pero Güelfa no
hacía otra cosa que darle vueltas, ni hizo otra cosa hasta que sus cavilaciones cambiaron
hacia una mejoría.

No pasaron muchos días que, unos tras otros, llegaron más mensajeros; por
ellos supo Güelfa que el matrimonio no se había efectuado, aunque todo el mundo
pronosticaba que se realizaría, dados los halagos con que el duque de Baviera agasajaba
a Curial; y hubo quien contó que Curial tenía la cama de Laquesis en su casa y que
dormía en ella, y que se había hecho jubones con su vestido; por lo que Güelfa sintió un
dolor muy hondo. Y aunque tenía ganas de morirse, siempre mantenía la esperanza de
verlo -si es que volvía- y de darle a entender que le importaba muy poco.

Y mientras se difundían estas cosas, arribó Melchor de Pando, que había


dejado a Curial en el camino. Éste, después de saludar al marqués, fue a ver a Güelfa,
quien se mostró radiante y le llenó de preguntas, a las que Melchor respondió. Pero no
se quedó sin olvidarse de preguntarle por Laquesis y Melchor dijo que era una doncella
muy agraciada y de gran hermosura. Y Güelfa replicó:

-¿Se ha desposado ya con Curial?

Melchor contestó que no, pero que sí era verdad que su padre se la había
ofrecido; mas Curial no había decidido en ningún momento aceptarla, ni nadie se hacía

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a la idea de que se la diesen, pues muchos señores intentaban deshacer este proyecto, y
desde hacía tiempo que ya no se hablaba de ello. A lo que se contaba de los agasajos
que le hacían respondió que eran ciertos y que nadie que no lo hubiera visto se lo podría
creer, y que a quien lo haya visto tampoco le sería fácil relatarlo; pero ellos se habían
comportado con discreción, teniendo en cuenta el honor que se les hacía. Y, de no
hacerlo así, hubieran errado; aunque, efectivamente, los encomios no eran nada en
relación a lo que él se había merecido.

-Pues decid, señora, ¿acaso se vio Curial en pequeño agobio y peligro cuando combatió
con Parrot de Sant Laydier, caballero de veinticinco años, grande como un gigante, el
más fuerte y robusto de todo el imperio, más bravo y audaz que un león, a quien todos
le cedían el paso en la plaza y nadie osaba enfrentarse a él, dado que ya había matado a
tres en lizas a ultranza? Tan poca importancia daba él al hecho de pelear con un
caballero como a vos podría pasaros con una muñeca. Aún más: tuvo que vencer y
derribar dos veces a Otón de Cribaut, caballero muy valiente, quien ya tenía a Jacobo de
Cleves en el suelo para matarlo. ¿Acaso Lanzarote ni Tristán hicieron jamás algo
semejante? Eso son milagros, pues no son obras de hombre humano y mortal.

Quedó algo rehecha Güelfa, pero desde luego seguía descontenta por el tema de
los jubones que se ponía.

-Ahora –dijo Güelfa-, yo me figuro que no tardará en venir, a no ser que Laquesis lo
vuelva a enredar con sus lazos y le haga volverse. Y decid, Melchor, ¿estaba ya muy
lejos de Laquesis?

-Señora –respondió Melchor-, el cuerpo lo tenía más de ochenta leguas lejos, pero el
corazón nunca se acercó ni alrededor de las mil.

-Todo se comprobará –dijo Güelfa-.

Güelfa se torturaba del modo que habéis oído sin poder encontrar sosiego en
nada, mientras que Melchor de Pando escribió a Curial rogándole que no se pusiera los
jubones de Laquesis ni durmiese en la cama que ella le había regalado; de otra manera
podía estar seguro que el enfado de Güelfa sería tan grande que llegaría muy lejos. Por
todo ello Curial se desprendió rápidamente de los jubones y, a su tiempo, llegó a
Monferrato.

El marqués, al enterarse de que venía Curial, hizo preparar tiendas y


pabellones fuera de la ciudad, en un gran prado, donde preparó un maravilloso torneo,
que estuvo organizando durante días y en el que pensaba entrar él personalmente. Y
cuando llegó el día de la llegada de Curial, hizo venir a Andrea y a Güelfa y a otras
muchas nobles señoras, y colocadas en palcos suficientemente elevados, esperaron allí a
Curial, quien fue recibido por el marqués y por otros muchos señores con la máxima
reverencia; luego se le situó arriba en el palco, entre Güelfa y Andrea, quienes le
recibieron muy afablemente, siendo objeto de gran regocijo.

Curial en Monferrato

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El marqués era un caballero fornido y muy valiente, y hallándose un día muy
a gusto, entre amigos, creyendo hablar en secreto, dió en decir cosas no tan adecuadas
como correspondían a tal señor ni en ese lugar ni momento; dijo así:

-Yo querría que Curial fuese del otro bando en este torneo, pues yo juro por la señora
que amo que lo desafiaría cuerpo a cuerpo, pues su dama no es tan bella como la mía ni
le es tan fiel como lo soy yo.

Y así, atronando las trompetas, fue al torneo con aprestos de seda bordados
con hojas de malvas, combinando con el estandarte. Como oponente se presentó un
caballero napolitano llamado Boca de Far, apuestamente montado, lujosamente
arreglado y con una considerable compañía, que había acudido al torneo más atraído por
Güelfa que por la fiesta, pues pretendía conseguirla como esposa por medio de la
intervención de los ancianos. Y así se situaron ambas partes en el campo.

El marqués picó de espuelas al caballo y, llevando en la mano una lanza


gruesa y muy pesada, embistió al primero, con quien topó con tal empuje que lo tiró del
caballo; lo mismo hizo luego con otros dos. Luego, tras romper la lanza, echó mano a la
espada y empezó a atacar a diestro y siniestro con tanto vigor que le abrían paso por
dondequiera que fuera.

Curial, que se fijaba en él siguiéndole todo el rato con la mirada, dijo en


voz alta, de modo que lo oyeron a su alrededor:

-Ciertamente, el marqués es muy aguerrido, pero lo que está haciendo ahora más trazas
tiene de batalla a muerte que de torneo.

Entonces se le acercó un gentilhombre que le repitió las palabras que el


marqués había dicho de él poco antes de entrar en el torneo, por lo que Curial, rojo de
ira, se alteró todo él, pero no contestó para no complicar las cosas; ahora bien, dedujo
que el marqués, que tanto le halagaba, por lo que había dicho, más bien le debía odiar.

A esto, el marqués, yendo hacia los palcos hizo muchas exhibiciones


personales y con la espada arremetía con tal ímpetu que por donde pasaba encontraba el
camino abierto. Y al acercarse hacia donde se hallaba Curial, dijo:

-Curial, nosotros, que no hemos estado en Alemania, no dominamos las armas ni


sabemos agredir con la lanza ni la espada; por eso, tened paciencia si no lo hacemos tan
bien como vos y los que tenéis esa experiencia.

En ese preciso momento, Boca de Far -con su caballo llamado Saladino,


que era el mejor, el más robusto y llamativo de todo el torneo-, que había estado
buscando al marqués por el torneo y no había dado todavía con él, llegó a los palcos y
vio que –dejadas las conversaciones-, lanza en ristre, espoleaba su caballo para ir hacia
un caballero. Entonces, poniéndose en medio, Boca de Far chocó con el marqués,
dándole en la mitad del escudo de tal suerte que le derribó del caballo y lo expulsó de la
silla a un tiro de lanza, a la vista de Andrea, de la gente de los palcos y de muchos más,
por lo que se alzó un gran griterío y tanto alboroto entre el público que fue algo insólito.

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El marqués, con muy gran esfuerzo, ayudado por los suyos volvió a
subir al caballo y, mezclándose en el torneo, con una lanza de mucho grosor, buscó
-arriba y abajo hasta que lo encontró- a Boca de Far, quien estaba muy ocupado en
defenderse de los caballeros del marqués que le querían prender. Pero el marqués,
montado en cólera rabiosa, lo alcanzó y le dió con la lanza en medio del escudo, aunque
no lo movió de la silla sino que le hizo volar la lanza hecha astillas. Boca de Far, que
reconoció al marqués, se acercó a él picando espuelas y le arreó tal golpe con la espada
en la cabeza delante de los suyos que el marqués, embrocándose, se abrazó al cuello del
caballo por miedo a caerse.

Entonces llegan otros en apoyo de Boca de Far y, abriéndose camino


con las espadas, agarran al marqués; y verdaderamente se lo hubieran llevado si no
fuese por un caballero catalán -muy corpulento y que cabalgaba un caballo esforzado y
resistente- se hizo hacia aquel lado y acometió con su caballo de frente a Boca de Far,
tan bruscamente que ambos cayeron al suelo apelotonados. Pero levantándose primero
el catalán, le extendió la mano y dijo:

-¡Ea, Boca de Far!

En seguida Boca de Far, con la ayuda de su adversario, salió de debajo


de su caballo, que se hallaba tumbado encima de él. Pero, cuando Boca de Far se vio
libre e intentó volver a montar, le dijo el catalán:

-Caballero, dejad al hijo de la yegua, pues no será más vuestro.

Y a pesar de haberlo ayudado, entonces le atinó con la espada con


tanta enjundia que Boca de Far quedó muy afectado, pero así y todo se puso a combatir
con él con gran empeño.

Y mientras estos dos estaban en estas cuitas, el marqués,


despreocupado de la batalla, cogió el caballo de Boca de Far por las riendas, fue hacia
los palcos y se lo brindó a Curial; éste lo tomó y lo celebró grandemente, pero se hizo
manifiesto que era el caballo del que lo había derribado. Había durado ya el torneo
mucho rato y la desidia crecía por ambas partes, cuando Curial rogó al marqués que lo
diese por concluido para aquella jornada. Por ello, el marqués ordenó a los trompetas
que tocasen a retreta y todos se marcharon; pero el catalán y Boca de Far seguían
enzarzados con las armas y ninguno quería abandonar su puesto. Entonces el marqués
dispuso que los estandartes reculasen a fin de que algunos caballeros se pusieran entre
los dos y, no sin esfuerzo, consiguieron separarlos.

Boca de Far desafía a Curial

Detenido, pues, el torneo, el marqués subió a los palcos, donde las


mujeres y Curial lo desarmaron. El marqués hizo llamar a Boca de Far y le rindió
muchos honores, asegurando que era el mejor caballero que había participado en el
torneo y el que más se había esforzado. Dijo Boca de Far:

-Marqués, eso mismo podríais decir vos, si yo me hubiera llevado vuestro caballo, como
vos hicisteis con el mío.

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Entonces el marqués se echó a reír, le dió un abrazo y lo ensalzó mucho.
Entretanto se preparó una gran cena y todos fueron a tomar asiento. Pero Curial, ciego
de ira, miraba con desasosiego a todas partes y preguntó por un caballero que había
llevado en el torneo un escudo verde con una franja de oro que lo atravesaba; y se lo
señalaron. A continuación, se le acercó, le preguntó su nombre y de dónde venía. Él
respondió llamarse Dalmau de Oluja y ser de Cataluña. Curial lo alabó mucho por
haberle visto hacer muy buenos lances en el torneo, especialmente la embestida a Boca
de Far, y cómo, galantemente, le ayudó a levantarse y después se enfrascó de nuevo a
combatir con firmeza con él; y se dijo para sí que era él el mejor y más valiente
caballero del torneo. Por ello, llevándose aparte al marqués le rogó que lo destacase, ya
que bien se lo merecía, y que en algún momento lo podría necesitar. El marqués así lo
hizo, de modo que, acercándose al caballero, le hizo grandes alabanzas.

En tanto se sentaron a la mesa y, por disposición del marqués, Curial se


sentó entre Güelfa y Andrea, y junto a ésta el catalán, y Boca de Far al lado de Güelfa;
el marqués, delante de ellos, en una silla. Todos los demás se acomodaron según el
protocolo.

Hacía de maestresala una joven noble llamada Arta, cuya belleza era
entonces muy apreciada; y, rodeada de muchos caballeros y gentilhombres, se dejaba
ver por la sala. Pero su principal trabajo consistía en mirar a Curial, cuyo atractivo
sobresalía por encima de todos y cuantos, hombres y mujeres, había en la sala; pues
Arta, no pudiendo fingir lo que se había infiltrado en su corazón, no quitaba los ojos de
Curial. Por ello, Güelfa, casi con rabia y celos, dijo:

-Arta, no creía yo que hubiera más heridos que los del torneo, pero ahora veo lo
contrario, y me figuro que habrá incluso presos.

Arta no dijo nada. La cena se acabó y se quitó la mesa, cuando Arta


llegó con un bellísimo yelmo y se lo dió a Boca de Far, de parte del marqués, como si
hubiera sido el mejor y más valiente caballero del torneo; por lo que el catalán se quedó
estupefacto y dijo:

-En mala hora han venido extranjeros desconocidos.

Curial, que lo oyó, pensando que, a su parecer, el marqués no


adjudicaba el premio razonablemente, y habiendo visto por otra parte que Boca de Far
no quitaba de encima los ojos a Güelfa y le decía palabras por las que daba a entender a
todos que estaba enamorado, mandó buscar rápidamente una espada suya que le había
regalado el duque de Austria, cuya ornamentación no era para ser despreciada, y
dándosela al caballero catalán, le dijo:

-Tened esta espada, como el caballero que más bravamente y con mayor pericia he visto
hoy participar en el torneo.

Boca de Far, empujado por la envidia, dijo:

-A fe mía, yo diría que el caballero ha acometido bien con su espada; pero, a mi


entender, hay otros que han hecho tanto como él.

52
El marqués ordenó que nadie dijera nada más. El catalán, muy
enojado, respetó aquel mandato por un largo espacio de tiempo, durante el cual se
conversó sobre otras cosas. Pero el catalán, que no había olvidado las palabras que Boca
de Far había dicho a Curial, insistió:

-Caballero, ni la codicia hacia vuestro yelmo ni la de mermaros el escaso honor que hoy
hayáis ganado me mueve a hablar, pero sí vuestro desmesurado orgullo, que no puedo
sufrir; por esto, os mantengo que el marqués no ha juzgado con equidad al daros a vos
el yelmo en calidad de premio, pues hay otros que lo han merecido antes que vos. Y
aunque yo no me incluya entre éstos por ser caballero de pobre cuna, estaría dispuesto
-por la vía que vos escojáis- a volver a la plaza y demostraros, en batalla cuerpo a
cuerpo, que vos no merecéis el premio que se os ha otorgado.

Boca de Far -que se había enamorado de Güelfa, aunque ella no se fijaba en


él- era un gran señor y había venido muy bien acompañado al torneo, y se ofendió
porque aquel pobre caballero le dijera semejantes palabras delante de ella. Y respondió:

-Amigo, yo no tengo ahora ganas de pelear, sobre todo por algo así, teniendo la garantía
que el marqués me ha concedido el premio más por su gracia que por mis méritos, pues
sin duda él lo merece más que yo; pero, como a él no le debe parecer honesto nombrarse
a sí mismo el mejor, lo ha querido descargar sobre mí, por lo que lo tengo más como
vergüenza que como honor.

Replicó el catalán:

-Tampoco ha sido el marqués el mejor caballero de esta jornada ni le correspondería a él


el premio.

Al oír esto Boca de Far, se contuvo un rato, pero respondió:

-Caballero, ya os he dicho que por el momento no tengo intención de luchar; pero, si


mantenéis vuestras palabras, designaré a un caballero de mi casa que combatirá por ello
con vos.

Contestó el catalán:

-Y yo le daré a ese caballero otro de mi linaje –que aquí se halla-, con mi nombre y mis
armas, y será como si yo luchara con vos, ya que el que me proponéis no me ha
ofendido en nada.

El marqués sabía que verdaderamente el catalán era un caballero acendrado, pero


le molestaba que se equiparara con Boca de Far, y dijo:

-Caballero, no me agrada lo que decís, pues porfiáis en abatir a uno de los caballeros
que más me han honrado en esta plaza.

El catalán dijo con gran irritación:

-Marqués, él no os ha honrado sino que vos le habéis honrado a él, dando lugar a blandir
su lanza ante este palco y después a humillaros con su espada; pero, por lo visto, más lo

53
habríais honrado si yo -que di mejor respuesta por vos, que vos ahora por mí- no me
hubiera opuesto; pero todavía ahora le seguís honrando, por lo que veo que Dios no se
hartaría de honrar a los que os deshonran.

Curial intervino en el altercado diciendo:

-Señor, permitid que se ataje aquí el asunto, pues este caballero merece otros honores
que los que vos le brindáis.

Boca de Far, oyendo hablar a Curial, consciente de que ambos tenían los
mismos intereses, dijo:

-Curial, uníos vos a sus palabras, que yo os responderé.

Curial respondió:

-Boca de Far, yo no digo nada del marqués, pero en lo tocante a vos, digo que, a mi
juicio, el caballero catalán hoy os ha superado como caballero y ha hecho cosas mejores
y más notables; y se merece el premio.

Boca de Far respondió que mentía por la boca, y que él y un compañero suyo
lucharían con él y el catalán por este motivo. Curial, al oírlo, contestó:

-Boca de Far, yo digo la verdad y vos habéis mentido, mentís ahora y mentiréis tantas
veces como lo repitáis; y me satisfe combatir por ello con vos, cuerpo a cuerpo. Y si a
este caballero catalán, aquí presente, le parece bien combatir con vuestro compañero,
me veré complacido; si no, yo me sabré buscar otra compañía.

El catalán, que lo oyó, enardecido y casi bañado en sudor, se adelantó y


dijo:

-Boca de Far, habéis ido demasiado lejos con vuestras palabras. Pero ahora veremos si
sois hombre para mantener lo que habéis dicho, pues mientras el alma anime mi cuerpo
yo seré su compañero.

Y así fue sancionado por todos. El marqués se disgustó mucho por esto y
empezó a tratar de imponer la concordia entre ellos, pero es indecible lo embravecido y
desapacible que se mostró el catalán. Y dijo al marqués:

-Marqués, ¿andáis intrigando para que logremos un acuerdo?

Dijo el marqués:

-Sí.

-Pues hacéis lo contrario –dijo el catalán-, porque nosotros estamos de acuerdo y vos
nos queréis indisponer. Dejadnos en paz, que yo juro que no aceptaré otra salida que la
de la batalla.

54
Por parte de Boca de Far se adelantaron dos caballeros y preguntaron
al catalán dónde estaba el caballero de su linaje que había anunciado, pues ellos
querrían ponerse al lado de Boca de Far. Y en seguida aparecieron otros dos caballeros
catalanes, uno llamado Roger de Oluja, y el otro Pons de Orcau, alegando que, en
nombre de Dios y de san Jorge, querían entrar en la batalla contra aquellos dos. Y así
quedó acordado entre unos y otros, de modo que fueron cuatro frente a cuatro.

Boca de Far suplicó al marqués que presidiera la plaza y a pesar de


que el marqués dió muchas excusas, finalmente lo otorgó, pensando que entretanto
negociaría con ellos para que el debate se solucionara sin batalla; y les asignó para la
misma, con asentimiento de las partes, el día de san Juan, que estaba muy cerca. En esos
pocos días el marqués se afanó mucho en anular el litigio, pero no lo consiguió en
absoluto, antes bien todos se preparaban lo mejor que podían para aquella fecha. Boca
de Far dijo al marqués:

-Marqués, tened en cuenta que habéis tomado a vuestro cargo presidir la plaza, pues mi
intención es llegar hasta el final. Y si vos lo impedís, tened presente que yo haré que los
caballeros acudan a otro lugar, ante un juez que admita la batalla a ultranza.

El marqués dijo que así lo haría, pues comprobaba que así se había
acordado. La noticia corrió de boca en boca y la fiesta se conmocionó, por lo que viendo
el marqués que no podía hacer nada con su intento de concordia, les requirió
preguntándoles si lucharían a pie o a caballo. Boca de Far respondió que a caballo, pues
era caballero y no quería ir a pie; a los otros les pareció bien, pues sólo aspiraban a que
se diera la batalla. Y acordadas las armas, las defensivas y las ofensivas, el marqués se
acercó a Curial y, bajando del palco, lo acompañó hasta su casa; después, se dirigió al
palacio ducal. Güelfa volvió al monasterio, creyendo que allí tendría mejor ocasión para
hablar con Curial; o sea que todos se retiraron a descansar.

Aquella noche, el marqués puso guardias en el monasterio para ver si


Curial iba a hablar con Güelfa; pero Curial, sin moverse de allí, permaneció toda la
noche en su posada. Por la mañana, levantándose, fue a ver al marqués y juntos fueron a
misa al monasterio, donde hallaron a Boca de Far, que había oído misa y andaba
rastreando a Güelfa; la cual, en cuanto supo que el marqués estaba allí y preguntaba por
ella, no quiso salir de la habitación, para que Boca de Far no se diese el gusto de verla.

Celos de Curial

Sabiendo Curial que Boca de Far estaba enamorado de Güelfa se puso muy
celoso y, con cualquier excusa, lo habría matado llevado por la rabia, si no fuera porque
en breve se tenía que dar la batalla; ésta desharía la discusión, puesto que uno de los dos
moriría y, después, Güelfa, si daba su consentimiento, se quedaría con el otro.

A la hora de comer el marqués invitó a Curial y se lo llevó a su


palacio y le rindió honores, pero no tantos como le habían hecho los duques y el
emperador. Desde entonces dispuso que un día fuese a su palacio Boca de Far, y otro,
Curial; así, se repartían el tiempo. El marqués, a ruegos de Boca de Far, se dirigió al
monasterio y se llevó a Güelfa consigo al palacio, casi a la fuerza, argumentando que
mientras estuvieran allí los extranjeros él quería contar con ella para cumplimentarlos.

55
Mientrastanto los dos ancianos empezaron a concertar el
matrimonio de Güelfa con Boca de Far, lo cual plugo mucho al marqués, quien lo
comentó con ella; pero Güelfa, que era muy lista y amaba a Curial con desmesura, a
pesar de que le gustaba verse cortejada por Boca de Far -que era buen mozo y buen
caballero, de alto linaje y con heredades excepcionales, y de tan impecable locuacidad
que a todos agradaba tenerlo cerca-, respondió a su hermano:

-Señor, actualmente no deseo marido ni he decidido tomar uno u otro; y aunque tuviese
ese propósito, pensad que me libraría bien de escoger por marido a nadie que se halle
ante el peligro de una batalla mortal, como ocurre con Boca de Far; pues no sé qué fin
podrá tener la batalla y no me quiero ver otra vez en el dolor en que me vi de perder el
marido, ni menos aún de verlo matar ante mí sin poder remediarlo. Pues los que se
dedican a arrear lanzadas y estocadas no son sino purgas y bebidas estimulantes. Os
pido por piedad que os mantengáis callado, pues, aunque Boca de Far es buen caballero,
bastante tiene hoy por hoy.

Aplaudió el marqués esta respuesta y dijo a los ancianos lo que Güelfa le


había contestado, que dejasen pasar la batalla y que luego se hablaría. Volvieron los
ancianos con esta contestación a Boca de Far, de la cual se sintió muy satisfecho. Y, así,
se sintió bien entonado para la batalla.

Por otra parte, Curial, que de todo se enteraba, se moría de celos y de


envidia: primero, porque daba por supuesto que Güelfa amaba a Boca de Far; segundo,
porque el marqués lo prefería a él y lo adulaba más. Y asimismo, por no poder hablar
con Güelfa. Por lo que se martirizaba a sí mismo sin cesar.

Güelfa, que no tenía menos envidia de Laquesis, envió a decir a Curial


que le entregase la cama y los objetos de Laquesis, tal como se los había dado, pues ella
los quería para sí; e igualmente que le hiciese llegar los vestidos y demás joyas que le
habían dado en Alemania, que eran muchos más que los mencionados; Curial lo hizo así
y se lo remitió todo por Melchor de Pando. En cuanto lo hubo visto, guardó todas las
cosas; pero quiso probar a Curial y causarle un perjuicio mayor y peor que el que Curial
le había hecho a ella con el asunto de Laquesis. Por lo que, en secreto, se puso a hacer
una tienda con aquellos trapos, a modo de cortinas, y se la envió a Boca de Far,
rogándole que la conservase en secreto hasta el día de la batalla, en que la pondría
dentro de la liza, donde él estuviese.

Curial desfallecía por no poder hablar con Güelfa, aunque -a pesar de


estar muy vigilada- hubiera podido hacerlo si hubiera querido. Cuando vió que no podía
hablarle, se puso a enviarle cartas por medio de Melchor; mas ella nunca se puso a
leerlas delante de Melchor ni se le alteró el semblante, por lo que Melchor llegó a
convencerse de que el asunto de Curial estaba muy pero que muy complicado. Sin
embargo, en cuanto Melchor se retiraba, Güelfa leía las cartas una y otra vez, las besaba
y las acariciaba todo lo que podía; y pasaba el tiempo con la abadesa, que la hacía
compañía, hablando a todas horas de Curial, pues no tenía otro bien ni reposo que
recordarlo y repasar todos los recuerdos que tenía de él. Y aunque la abadesa le
aconsejó no mostrarse tan dura con Curial, ella decía siempre:

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-¡Ca, aún será peor! Pues el día que Boca de Far venga a la corte, yo compareceré y le
cortejaré; y cuando el ingrato venga, yo no saldré ni le haré caso, dándole tanto disgusto
con Boca de Far como él me dió a mí con Laquesis.

Y así lo hizo en lo sucesivo; por lo que Curial llegó a estar tan triste que
todos intuían que era por miedo a la batalla y ya lo daban por muerto. Todo lo contrario
ocurría con Boca de Far, pues iba tan campante que todos lo daban por vencedor.

Curial y los caballeros catalanes

Los catalanes fueron a ver a Curial y le preguntaron qué aprestos y qué


cota de armas quería que llevasen el día de la batalla. Curial, que andaba desesperado y
no pensaba en estas cosas, dijo:

-Señores caballeros, tengo la cabeza puesta en otro sitio y por nada del mundo me
podría concentrar ahora en esto; o sea que os ruego tengáis a bien decidirlo vosotros y
yo estaré conforme.

Y encargó a Melchor que les diera todo el dinero que necesitaran.


Melchor respondió que le parecía bien. Los catalanes dijeron:

-Curial, aquí no se trata de dinero, pues la pompa no cuenta para estos hechos; esforzaos
bien en controlar vuestras manos, que son las que os han de honrar, y todo el resto es
viento. Y así, nosotros hemos acordado, si os agrada y lo aprobáis, llevar aprestos
blancos con cruces de san Jorge, bajo cuya invocación se fundó la orden de nuestra
caballería. Así que, decid qué os parece, contestad ahora.

Él respondió que estaba de acuerdo y que iría con el mismo atuendo. De modo
que se fueron y encargaron dichos aprestos y todo lo que les era preciso para el evento.
Pero estaban disgustados porque Curial estaba tan disipado que ya lo daban por muerto.

Curial transmitió a Güelfa que le enviase alguna cosa suya para llevarlo como
prenda de amor en el día de la batalla. Ella respondió que bastante tenía con los jubones
de Laquesis y que eso le debía bastar; que no se fuese a pensar que ella no sabía todos
los detalles de lo ocurrido, o sea que no lo camuflase ahora; y que por su parte ella no le
enviaría nada. Ante esto, Curial creyó morir. Melchor lo quería confortar, pero no podía,
temiendo que Güelfa estuviese seriamente encolerizada con él. A la vista de esto Curial
se repetía:

-Más me hubiera valido quedarme en Alemania.

Respondió Melchor:

-Esto le pasa al que teniendo sólo un corazón quiere trocearlo. Pero no os desconsoléis,
porque las mujeres son así: quieren tener muchas pruebas de los hombres a los que
aman. Y no os debe extrañar si Güelfa -sabiendo lo que habéis hecho- se quiera vengar
de vos; pero tened por seguro que esto no es nada, pues cálices más amargos beben los
enamorados y muchas veces ocurre que a uno le parece lejos lo que está cerca.

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A Curial se le subió un poco el ánimo entendiendo que Melchor tenía razón,
pero replicó:

-¿Y no me dará ni una entrevista antes de entrar en la liza? De verdad que, si no la veo,
no conseguiré ganar, sino que voy a la muerte cierta.

Melchor contestó:

-Curial, si Güelfa no os amase, me habría ordenado no daros sus bienes, mientras que
me ha encomendado que os los dé ahora más copiosamente que nunca; por lo que
¡arriba ese ánimo!, que Güelfa es vuestra en cualquier caso; pero me consta que,
queriéndoos probar, os devuelve los desplantes que le habéis dado -cosa que no me
extraña, pues os lo habéis ganado a pulso-. Así pues, Curial, os ruego que os queráis
conformar con el tiempo que os toca, pues no se sabría dónde está lo bueno si no se
entremezclaran algunos sinsabores; pero pensad que peor momento que el actual no lo
podréis tener y que no es posible que no cambie -y quizás para mejor-. Y algunos que
hoy cantan en breve plazo llorarán, pues así son las cosas del mundo.

Curial no contestó y permaneció en silenció. Y llamó a sus catalanes y, haciendo


fingidamente comedia, aparentó alegría -aunque tenía muy poca-. Una vez llegaron,
Curial les invitó y los divertía; cogió un arpa, que tocó divinamente, pues era un gran
virtuoso, y cantó con tanta dulzura que su voz suave parecía angelical y paradisíaca. Los
catalanes se alegraron de verle alegre. Y les dijeron que se sentaran a la mesa pues la
comida estaba lista, y comieron; Curial comió mejor que en días anteriores. Después de
comer, pasado un rato y hecha la sobremesa, se fueron a descansar.

Pero después de haber reposado un poco, Curial hizo desplegar su arnés y se


armó, y cuando los catalanes lo vieron armado se congratularon mucho e hicieron traer
también sus arneses; y, armándose, empezaron a ensayar. Y aunque ellos eran
caballeros muy gallardos y avezados en gran medida, comprendieron que Curial no era
menos fuerte que ellos; y creció su prestigio entre ellos, teniendo claro que Boca de Far
había venido en mala hora.

Curial les avisó que si querían dinero, lo dijesen, pues les daría con creces.
Dalmau de Oluja respondió:

-Caballero, nosotros no necesitamos vuestro dinero, pues gracias a Dios contamos con
un rey que nos atiende de manera que podemos ir por el mundo sin recurrir a fondos de
nadie. Y creo que tenemos más bienes de lo que podemos ni nos atrevemos a gastar;
tanto es lo que nos ha dado y nos da sin cesar, cada día. Mas ruego a Dios que me
conceda la gracia de que, en otro caso que éste que nos ocupa -en el que vos participáis
para acrecentar mi honor-, os pueda yo socorrer y servir; pues vos comprobaréis que
tendré bríos para hacer por vos una y muchas veces lo que ahora vos hacéis por mí. Y
esto, mientras viva.

Era Dalmau de Oluja un hombre muy corpulento, de voluminosos hombros,


musculoso en todos sus miembros, tan potente que caballero que combatiera con él, sin
excepción, no se debía sentir seguro; sin embargo, su aspecto físico no era nada
refinado, aunque tenía un corazón tan sublime que hubiera sido propio para un rey. Así
era también el otro caballero de Oluja. Mas Pons de Orcau era un hombre de noble

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linaje, delgado y de cuerpo estilizado, de pocos años, pelirrojo, de aspecto tan sutil que
parecía pintado a pincel, de temple y esbelto, y tan vivaz que no se podría describir;
optimista, buen cantante, siempre afectuoso, y en resumen muy querido por todos los
que con él tenían intimidad.

Así, estos catalanes, confiando en su virtud, iban por el mundo con el oficio de
combatir; no había grandes hechos de armas en los que no participaran y no recayese en
ellos gran honor. Se les tenía por honorables en muchas regiones a las que habían
acudido en busca de honores y en las que no se desenvuelve uno fácilmente sin
denuedo.

Congojas de Güelfa

Güelfa pasaba mucha congoja y, aunque se hacía la enfadada, ardía en deseos de


ver a Curial: ahora decidía mandar a buscarlo, ahora se arrepentía para vengarse de lo
que había hecho en contra de ella; no sabía cómo portarse. Por lo que un día, antes de
tener lugar la batalla, llamó a Melchor y le dijo:

-¿Qué hace ese mal hombre?

-Señora –respondió Melchor-, se prepara para la batalla.

-¿Y qué aprestos ha escogido? –dijo Güelfa-.

Respondió Melchor:

-Blancos, con cruces de san Jorge, lo mismo que sus compañeros.

-Ahora decidle –dijo Güelfa-, que no se disguste con lo que vea, pues yo he dado como
aprestos los enseres de Laquesis a Boca de Far, porque quiero que mi enemigo tenga los
bienes de mi enemiga. A él, dadle este brazalete de búfalo y que lo lleve el día de la
batalla. Y volved un poco más tarde, que os he de menester.

Melchor se fue con Curial y le dió el brazalete, con el que se puso tan contento
como si hubiese conquistado un reino y le hizo el efecto de haber vencido ya. Después,
le contó todo lo que Güelfa le había dicho; pero, aunque le disgustara lo de los enseres
de Laquesis, era tal la alegría que había inundado su corazón con aquel brazalete que
todo lo demás lo minimizaba. Así, dijo a Melchor:

-Volved a la señora, pues ella os lo ha ordenado.

Y lo hizo así.

Güelfa, en cuanto Curial se volvió de espaldas, tomó a la abadesa por la mano,


entró en un cuartito y se desnudó por completo; tomó la camisa de tela fina que llevaba
y se la dió a la abadesa, y, cogiendo otra, se vistió de nuevo. Y con la mayor prisa del
mundo, entre ella y la abadesa, dibujaron cruces de san Jorge de arriba abajo por toda la
camisa, por delante y por detrás; y una vez acabado, llamaron a Melchor, que entró allí
dentro. Y ella le dijo:

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-Entregad a ese loco esta camisa que le da la abadesa y decidle que la lleve mañana
como cota de armas sobre el arnés.

Melchor, muy gozoso, la cogió, y cuando se iba a ir dijo la abadesa:

-Melchor, decidle que se la da ella, pues no se la doy yo. En cuanto os fuisteis de aquí
se la ha quitado, que la llevaba hoy puesta; pero es cierto que yo la he ayudado a hacer
las cruces.

A esto, Melchor, dándoles la espalda, se fue a toda prisa con Curial, el cual, tras
tomar la camisa y oír esas palabras, tuvo tal alegría que no sabía dónde meterse. Y en
seguida se armó y se probó la camisa, rajándola por algunas partes hasta que, a fuerza
de jirones, le cayó bien. Y aunque por el pecho y los hombres le tapaba muy poco, no le
importaba, pues dió por supuesto que con aquella camisa vencería, no sólo a Boca de
Far, sino a Tristán de Leonís si viniese a la batalla.

Fueron los catalanes a ver a Curial y lo encontraron alegre a no poder más y se


felicitaron por encontrarlo de tan buen humor. A la noche siguiente, Curial y los
catalanes fueron al monasterio donde solía pernoctar Güelfa, y se hicieron traer sus
arneses y todas las demás cosas necesarias para la batalla.

Cuando lo supo la abadesa, se despidió de Güelfa a fin de irse a su casa.

-¡Ay de mí! –dijo Güelfa-, que hasta ahora me he consolado con vos! ¡Ah, madre mía!
¿Y qué haré yo esta noche? Seguro que moriré de tanto pensar. ¡Ah, Curial! ¿Y yo no te
veré? ¡Tú estarás donde yo quisiera estar!

La abadesa le dijo:

-Señora, yo no me separaría de vos si no fuera en caso forzoso, pues estos caballeros


están en mi casa y es obvio que vaya yo a atenderlos; pero a ver qué queréis que diga a
Curial, que se lo diré con seguridad.

-¡Ah, madre mía! –dijo Güelfa. ¿Y me seréis más leal que Laquesis?

-¡Jesús! –respondió la abadesa-. Señora, ¿cómo podéis pensar que, por dislates que yo
quisiera hacer, Curial se encaprichase de mí? Mas, a fe mía, ahora me incitáis a hablar
más de lo que hubiera hablado: señora, si vos misma, no acierto a saber por qué, os
tiráis piedras, ¿a quién culpáis? Yo os aseguro que nadie del mundo debe compadecerse
de vos.

-¡Ay, qué desolada estoy! Que venza Curial y que viva, aunque no sea mío; que sea el
vencedor y pertenezca a quien sea. ¡Ay, desdichada, que cuando Boca de Far y él se
retaban, yo disfrutaba con sus palabras, y ahora querría que me costasen la vida y
estuviesen por decir! ¡Ay, mezquina, pues he sido la causante, porque es cierto que
Curial no habría retado a Boca de Far si no fuera por los celos que ha sentido, muy
razonablemente, por mí y por él! Pero si Curial muere, ¡yo me muero! Ay, ¡que todas
las muertes que ocurran en esta plaza se me carguen a mí! ¡Ay, mujer desafortunada! ¿Y
por qué me quería yo vengar de Curial porque Laquesis le había hecho honor! Pues
haciéndole honores a él, me los hacía a mí. Y a los hombres les compete ser honrados

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por las mujeres, pues en ellos es costumbre; y si Curial los aceptaba, ¡bien que hacía!,
pero siempre fue mío y en sus entrañas despreciaba a todas las demás. ¡Ay, indigna, que
él ha hecho mucho por mí, pues menospreció aquel matrimonio sólo al serle mentado
mi nombre, porque al ver mi carta enmudeció en el banquete en que le presentaron a
Laquesis! ¡Y al ver delante a esta virgen alemana, nacida de insigne sangre y rutilante
en su inestimable belleza, un trozo de papel mío le impidió alargar la mano para
tomarla! ¡Ay, qué dolor tendrá cuando él vea en el campo las joyas que le dió Laquesis
y pensará que yo lo he hecho para vengarme de él! Seguro que no, sino que creerá con
mayor razón que yo lo he amado y halagado, y que deseando que fuese honrado lo he
favorecido de esa manera... Mas ¿por qué me acuso, ruin de mí! ¿De qué me sirven las
palabras, porque, aunque es cierto que él me había hecho desaires, son mucho mayores
los que yo le he hecho? ¡Ay, madre mía! Y cuando yo vea las lanzas y las espadas pasar
por encima de la cabeza de Curial –que no existirían de haber sido yo más juiciosa-,
¿qué será de mí? Ojalá me metiera yo en el campo y los esperase a pecho descubierto y
Curial fuese así preservado. Y suponer que, aun siendo el vencedor, Curial me amase,
no lo creo ni tiene razón de ser, pues la mujer que provoca la ignominia y la muerte de
quien la ama no merece ser amada mucho tiempo, porque el azúcar, a diario, amarga.
¡Que me perdone Curial esto y, si vuelve algún día, que haga lo que le apetezca!

Güelfa decía cosas por un estilo, sin parar, llorando muy acongojada. Y dijo aún:

-¡Oh, Melchor! Tú, que por mi causa le has aleccionado y reprendido tantas veces, si me
lo puedes conservar, halágale una sola vez de modo que yo no lo pierda.

Melchor y la abadesa la apoyaban tanto como podían; y Melchor dijo:

-Señora, animaos, porque Curial con vuestra camisa ha olvidado todos los desaires
soportados hasta aquí y él os es fiel. Pero os pido por compasión que, cuando entre en la
liza y esté ante vos, os dignéis bendecirlo y, al menos con un par de palabras le digáis
que Dios se digne ayudarlo, para que entienda que aún le queréis. Y poned todo lo que
podáis de vuestra parte para que él os vea todo el rato.

Güelfa, llorosa, respondió que accedía a mirarlo, a mostrarse a él y a rogar a


Dios para que lo ayudase, mas ¿cómo estaría segura de vivir hasta el final de la batalla?

-Señora –insistió Melchor-, sed fuerte, que mañana Curial tendrá más honor que ningún
caballero tuvo antes.

Dijo Güelfa:

-Decid, ¿son buenos los catalanes que están en su bando?

Respondió Melchor:

-Sí, los mejores que haya visto antes y, si Dios quiere, lo demostrarán mañana sin falta.

-Quiera Dios que así sea –dijo Güelfa-, que por lo que a mí respecta, tengo un pánico
espantoso.

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-Todo el pánico que sentís –dijo Melchor- no vale ni un céntimo, pues yo os prometo
que, a fe mía, no tenéis motivo para tener miedo; y por lo tanto os pido que tengáis la
merced de dejarnos ir, que es tarde, y los caballeros estarán ya en el monasterio, y allí
debería estar ya la señora abadesa.

Al despedirse Güelfa, dijo:

-Madre mía, consoladlo de mi parte; y, si está irritado, decidle que se digne perdonarme.

Melchor y la abadesa se dirigieron al monasterio, pero los caballeros aún no


habían llegado. Melchor hizo gran acopio de confites azucarados y de buenos vinos de
crianza para ofrecerles; mientras, los caballeros llegaron y todas las monjas los
acogieron en procesión. Y fueron con ellos hasta la iglesia cantando himnos devotos y,
después, se dirigieron a la celda en que acostumbraba a estar Güelfa.

Curial, al ver el altar del señor san Marcos, donde Güelfa se arrodillaba a rezar,
se arrodilló de inmediato y, tras una breve oración, se acercó al lecho de Güelfa y,
mirándolo, suspiró. Melchor le dijo:

-Curial, nada de suspirar, pues, a fe mía, no tenéis motivo; porque yo no creo que haya
en el mundo caballero mejor amado por ninguna dama que vos lo sois por Güelfa.

Respondió Curial:

-¿Y quién debe suspirar sino el que es bien amado?

A éstas, la abadesa le informó de todas las lamentaciones de Güelfa; pero, tras


escucharlas, Curial quedó como mudo sin contestar.

Melchor dijo:

-¿Y no tenéis nada que decir?

-No –dijo Curial-, pues no tengo licencia para contestar si no es delante de vos.

Entretanto se aproximaron a ellos los otros caballeros; y tras un agradable


resopón, se fueron a dormir.

Los caballeros entran en el campo

Si fue buena noche la de Güelfa, que se la dé Dios a quien me quiere mal,


porque verdaderamente ella no tuvo relajamiento ni reposo alguno, pues andaba por el
cuarto como una demente sin saber qué se hacía. Al amanecer, los caballeros se
levantaron y muy temprano oyeron tres misas y después se armaron; pero Curial les
rogó que no se pusiesen los yelmos en la cabeza, y así lo hicieron. Y cabalgando sobre
caballos fuertes y muy resistentes, se pusieron a desfilar bajo un estandarte blanco con
una cruz roja e iguales aprestos; pero todos se reían de la cota de armas de Curial, al
advertir que era una camisa de mujer.

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La abadesa, apresurándose, cabalgó hasta alcanzar a Güelfa, que ya cabalgaba
junto a Andrea en dirección al cadalso. Y tras saludarla, le preguntó Güelfa:

-¿Qué tal la luz de mis ojos?

-Ha dormido en vuestro lecho esta noche –dijo la abadesa- y dice que nunca se encontró
tan a gusto; pero sabed que ha hablado mucho más con Melchor, pues conmigo no se
atreve a franquearse.

-¡Ay de mí! –dijo Güelfa-, que no me acordé de decirle que hablase con vos como con
Melchor y él no osaría hacerlo sino! ¡Ay qué necia, mucho me lo temo! ¡Vaya dolor el
mío, pues un hombre que no teme a ningún caballero del mundo, me teme a mí, que soy
una mujer endeble, que no le puede hacer daño!

En tanto, Andrea y Güelfa, acompañadas por muchas personas notables,


empiezan a ir hacia la plaza y, de camino, tropiezan con los cuatro caballeros que
habían dormido en el monasterio. Iba primero de todos Pons de Orcau, después Dalmau
de Oluja, tras él Dalmau de Oluja y en último lugar, Curial. El cual, cuando vio a
Güelfa, se inclinó mucho ante ella y Andrea, y dijo:

-Señoras, bendecidnos, que ya no podemos hacer más que en pro de nosotros mismos.

Güelfa los bendijo; y levantando un brazo, se lo puso sobre los hombros, y dijo
llorando:

-Yo ruego a Dios que os ayude porque, al rogar por vuestra vida, estoy rogando por la
mía, ya que, sin vos, me importaría muy poco; pero dijo estas palabras en voz baja, que
sólo las oyó Curial.

Van pasando los caballeros, y las mujeres, todas a favor de Curial y llenas de
compasión, se expresaban dolidas; aunque, por otro lado, se burlaban de la camisa.
Curial, oyendo de lo que se reían, dijo:

-Ahora me podrán llamar el doncel de la cota mal tallada.

Y así fueron hasta llegar a la liza, y descabalgaron en la tienda, que era de


damasco blanco con cruces rojas.

No tardó mucho en llegar Boca de Far con los suyos, inefablemente ufanos; iban
precedidos por doce corceles, del diestro, preciosamente engalanados con paramentos
verdes brocados en oro, y con tanto empaque de músicos y trompetas que era de
admirar. Cuando él se aproximó a la liza y quiso hacer reverencia a las señoras de los
cadalsos, Güelfa se tapó la cabeza con el manto, y, maldiciéndolo, no quiso verlo; pero
ello alegró mucho a Boca de Far, creyendo que lo había hecho para encubrir las
lágrimas y no poderlo mirar de dolor. Así, siguieron adelante hasta su tienda, que lucía
los aprestos que Laquesis había dado a Curial.

Cuando Curial vio la tienda de Boca de Far se dijo para sí mismo:

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-Ahora me toca actuar como caballero ¡y ya veremos con cuál de los dos se queda
Güelfa!

Salen pronto de las tiendas y, montados en flamantes caballos, entran en el


campo. El marqués no pierde el tiempo en ceremonias, sino que los distribuye unos a un
lado y otros, al otro, según la adjudicación del suelo; y se les entregan las lanzas,
ordenándoles de su parte que nadie se mueva hasta que suene la trompeta. Así, todos se
retiran del campo, donde quedan sólo los ocho caballeros.

Curial vence a Boca de Far

Boca de Far se apartó un poco de los suyos e indicó a Curial que se apartase un
poco de los otros; por lo que Curial, yendo a apartarse, sujeta la lanza y, dando a las
espuelas, al grito de ¡San Jorge!, se precipita contra Boca de Far. Boca de Far
igualmente acelera contra él y se dan tales lanzadas que los escudos no tuvieron
suficiente consistencia para impedir ser traspasados. Pero los caballeros, que eran recios
y valientes, rompieron las lanzas sin moverse de las sillas; seguidamente, hirviendo de
rabiosa ira echan mano a las espadas y se ponen a atacarse con tal furia que todos
comprendieron que no se tenían ninguna amistad.

En seguida Dalmau de Oluja, dando a las espuelas, se abalanzó contra el suyo,


que se llamaba Gerardo de Perugia, y lo acometió con tal choque que lo derrocó del
caballo, pero sucedió de un modo que pasó desapercibido, como si ni lo hubiera rozado.
Era Gerardo de Perugia un caballero muy hábil, de mucho coraje y agresivo, con mucha
iniciativa pero con muy poca resistencia física; aunque a caballo él creía valer como el
que más, por afamado que fuera.

No ocurrió lo mismo con Roger de Oluja, pues, cuando él fue contra el otro
italiano, llamado Federico de Venosa e intentó herirlo con la lanza, el tal Federico hirió
al caballo de Roger en medio de la frente, de manera que cayendo muerto el caballo,
cayó también Roger sin haber dado una triste lanzada; pero él, deshaciéndose del
caballo, se levantó rápidamente y, espada en mano, corrió contra Gerardo, el cual,
también iba a pie. Y se dieron tales golpes con las espadas que era asombroso de ver.

¿Qué os diré del otro caballero llamado Pons de Orcau? Era éste un hombre del
más alto linaje y de mayor nobleza que ninguno de los otros compañeros; así, le
correspondió un caballero de mucha valentía y muy noble ascendencia, llamado Salones
de Verona, que presumía tanto de sí mismo que decía que no había caballero en el
mundo que compitiese largo tiempo contra él. Con las lanzas bajas se dieron en la mitad
de los escudos; las lanzas eran potentes, los caballeros valientes y los caballos muy
resistentes, de modo que los golpes fueron tales que, no consiguiendo romper las lanzas,
ambos caballeros rodaron por el suelo.

La caída fue mala para Salones, pues, al no poder sacar uno de los pies del
estribo, quedó colgando y el caballo lo llevaba a rastras; y aunque el caballo iba
despacio y a paso muy lento, no dejaba de hallarse Salones en un apuro y en gran
peligro. Pons de Orcau, que vio a su caballero oponente en tan mal trance, cogió al
caballo por las riendas y lo detuvo, y, extrayendo el pie del estribo, le ayudó a
levantarse; aunque, si hubiera querido, lo habría podido matar. Salones, al verse libre
del peligro y advertir que su adversario le había ayudado, le dijo:

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-Caballero, si la causa de la batalla fuera mía como lo es de Boca de Far,
verdaderamente yo no combatiría más, sino que me rendiría a ti con seguridad -no
porque te tema, sino por reconocer el favor que me has hecho-. Pero como el interés por
el que combatimos es el de Boca de Far, que -como ves- sigue peleando, y yo voy con
él, interpretaría como vileza el hacer la paz con quienes él mantiene una guerra y le
quieren arrebatar la vida y el honor.

Pons de Orcau, al oír el discurso del caballero, respondió:

-Caballero, no creas que te he socorrido por tu bien, sino por mi propio honor; así pues,
esquívame donde me pudieras hacer un favor, pues así como te ayudé a levantarte
puedes estar seguro de que, si puedo, te ayudaré a morir.

Y, en verdad, Salones se convenció de que era éste noble y muy esforzado


caballero; y repartieron la batalla, mitad a caballo, mitad a pie.

Pero Dalmau de Oluja, viendo a Federico de Venosa a caballo, que se erguía


para dirigirse contra él, fue a sacar la espada que llevaba, muy pesada, ya que él era casi
un gigantón, e hirió a Federico tan brutalmente en la cabeza que éste, no pudiendo
aguantar los continuos golpes que le propinaba, se vio obligado a abrazarse al cuello del
caballo, pues de otro modo hubiera caído a tierra. En seguida se percató de ello Dalmau
de Oluja y, agarrándolo por los flancos, le dió un tirón con tal brío que, arrancándolo de
la silla, le despidió hacia el cuello del caballo y lo condujo así, de través, hasta el
cadalso del marqués, donde lo dejó caer. Ante lo cual, el marqués se persignó y dijo que
nunca había oído que ningún caballero del mundo hubiera hecho proeza semejante con
otro caballero. Y descabalgando, como el otro ya se incorporara, lo cogió en brazos y lo
aguantó como si estuviese muerto; finalmente, lo volvió a dejar tumbado y, quitándole
el yelmo, le advirtió que no se levantase, pues de otro modo le quitaría la cabeza.

Entonces fue hacia Pons de Orcau, al que encontró peleando bravamente con
Salones, mas éste llevaba la peor parte y estaba tan exhausto que no podía con su alma;
Dalmau de Oluja los estuvo mirando un buen rato y vio que su compañero llevaba las
de ganar. Asimismo Roger luchaba con el otro italiano con mucho esfuerzo, pero es
cierto que Roger estaba mucho más despabilado y mostraba mayor aguante, de modo
que todos reconocían su flagrante ventaja.

¿Qué os diré de Curial? Él y Boca de Far mantenían una lucha muy dura, pues
Boca de Far era mucho más fiero y de muchísimo mayor denuedo que sus compañeros;
pero todo ello de poco le valía. Curial era mucho más esforzado, más valiente y más
bravo que él, y si hubiera sido a pie haría rato que la batalla se habría terminado. Mas
Boca de Far llevaba un caballo más entrenado y, con ayuda del caballo, se aguantaba
bien; por otro lado, él era fornido y muy buen caballero. Y, así, resistía; pero Curial le
iba asestando golpes continuamente. Lo que más asustaba a Boca de Far era que Curial
cada vez le daba golpes más pesados y con más pujanza, y que progresivamente le
atizaba con más arranque que antes, mientras que él se iba agotando, hasta el punto que
ya no intentaba apenas atacar sino rehuir cuanto podía los golpes de Curial.

Había pasado ya gran parte del día y el calor iba en aumento cuando Boca de
Far, herido en la axila por un golpe que lo debilitaba, se reconoció sin escapatoria

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posible, pues la sangre le resbalaba por el cuerpo, y le dolía mucho a la vez que le
faltaba el ánimo; por lo que, entre el abatimiento y los golpes, no podía ya gobernar al
caballo. Todos los espectadores, viendo el golpear de Curial, estaban sorprendidos y
decían que Curial no era caballero sino tormenta y destrucción de caballeros.

¿Qué os diré? Curial comprendió que Boca de Far no podía más y le gritó muy
alto:

-Boca de Far, ¿quién merece el premio, vos o el catalán?

Boca de Far no contestó, por lo que Curial le arreó un golpe tan diestro y tan
eficaz sobre el almete que Boca de Far, perdiendo el conocimiento, se volcó sobre el
cuello del caballo; y Curial con más golpes lo fue sacudiendo tan fuertemente que Boca
de Far, desasiéndose del caballo, cayó sin hacer gesto alguno de levantarse. Por lo que
Curial se echó a tierra y vino presto hacia él y, alzándole el almete, le vio la cara
ensangrentada y, mirándole a los ojos, advirtió que no los movía, como quien ya había
muerto; de lo cual Curial tuvo un gran disgusto, pues hubiera querido vencerlo pero no
matarlo.

Muerto, pues, Boca de Far y viéndolo sus compañeros, experimentaron un gran


dolor y se dieron por perdidos, y, aunque todavía se defendían -aunque a duras penas-,
en seguida se rindieron. Por lo que los fieles, entrando en el campo, tomaron a Boca de
Far y, puesto en un ataúd y cubierto con un lienzo ricamente dorado, sacaron a los
caballeros del campo con el siguiente orden: los dos caballeros que se habían rendido
iban delante como vencidos, después de estos dos seguía Federico de Venosa y, por
último, llevaban a Boca de Far, muy honorablemente, no como vencido sino como
sobrado en armas. Tras estos cuatro, el marqués sacó asimismo a los otros cuatro,
saliendo por la puerta de la liza; y una vez fuera, los caballeros montaron a caballo y el
marqués los acompañó hasta la casa de Curial, donde cenaron muy bien acompañados
por nobles, celebrando con alegría la victoria. Los fieles desarmaron al caballero
difunto, y junto con los otros, enviaron los arneses y los caballos a los vencedores.

Al día siguiente, los catalanes van a despedirse del marqués y emprenden el


camino de vuelta a Cataluña. Curial los acompaña durante un gran trecho y, tras haberse
hecho mutuamente muchos ofrecimientos y, de haber regalado a Curial varias joyas,
éste regresó y ellos siguieron su camino.

Pedro el Grande recibe a los caballeros catalanes

Había por entonces en Aragón un rey muy noble y valeroso en extremo, llamado
don Pedro, caballero muy robusto, de vigor y valiente, que mientras vivió hizo en
batallas, personalmente, muchas cosas dignas de venerable recuerdo, tanto con
sarracenos como con otras gentes.

Y cuando supo que los tres caballeros vasallos suyos volvían de la batalla en la
que habían participado y se hallaban cerca de Barcelona, queriendo mostrar su
magnanimidad, dado que tenía tres hijos –el mayor de los cuales se llamaba don
Alfonso (el cual murió antes que su padre), el otro se llaba don Jaime y el otro don
Federico-, les hizo ir a recibirlos, junto con mucha gente notable, a fin de honrarles
debidamente. Y cuando subieron al palacio real, él los acogió con gran regocijo,

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dándoles trato de reyes, pues este rey tenía en tanto aprecio a los buenos caballeros que
era algo extraordinario. Por eso, todos los caballeros de su reino -viendo que el rey
honraba y amaba mucho a todos los caballeros, especialmente a los buenos- se afanaban
por serlo, de modo que en su tiempo había pocos caballeros en su reino que no se
esforzasen en hechos de armas hasta su muerte.

Y así fue que el rey departía con ellos y les honraba grandemente, de modo que
dispuso que los tres caballeros se sentaran con él a cenar e hizo servir como mayordomo
al infante don Alfonso. Los otros dos hijos, don Jaime y don Federico, presidieron la
mesa, uno en cada punta, sosteniendo en sus propias manos las antorchas a lo largo de
la cena; y cuando se fatigaban, se lo encomendaban un rato a caballeros notables que
tuvieran cerca, pero cuando traían los manjares o se acercaba el rey, retomaban las
antorchas.

Los demás caballeros, al ver esto, tenían envidia, pero no del honor que ellos
gozaban, sino por conseguirlo por un parejo. Acabada la cena, el rey, sin olvidar la
gracia de su singular magnificencia, les dió dones preciosos y grandes heredades en las
que pudiesen vivir, para que dondequiera que fuesen a partir de entonces no se les
tuviera por caballeros pobres. Todos murmuraban acerca de las excepcionalidades que
el rey hacía para honrar a estos caballeros y, al enterarse el rey, reuniendo a los que
tenía a su alcance, les dijo:

-Yo no honro a mis caballeros por ellos mismos, sino que honro la virtud de la
caballería que se manifiesta tan valerosamente en ellos. Y este mismo honor y mucho
mayor haré cuando en cualquiera de vosotros tenga asiento.

Alabaron todos a rey de tal magnificencia y resolvieron que, mientras este rey
viviese, se mantendría la caballería y que, al morir él, la caballería vendría a menos.

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II

Aquí empieza el libro segundo.

Este segundo libro en su mayor parte trata de la caballería, vista de diferentes


maneras. Se atribuye a Marte, el cual, en opinión de los antiguos y en las poéticas
ficciones, fue dios de las batallas. Marte es un planeta cálido y se le atribuye una
cualidad: que expulsa todo lo que le molesta. Marte, por su propia naturaleza, implica
guerra, batallas y escándalos, falsedades, rapiñas; pero también implica valor y grandeza
de ánimo, y hace emprender batallas terribles; da naturalidad y virtud para soportar las
calamidades; da temple y fuerza, así como flexibilidad corporal, liberalidad y caballería;
afecta también a la mujer; hace su curso en dos años y permanece en cada signo sesenta
días.

Su casa se halla en el signo de León; por debajo de él está el signo de Aries y


reina sobre el signo de Escorpión. Por naturaleza es caluroso y seco, y es de color rojo y
resplandeciente, pero tiene algo de negrura. Compensan su malicia Júpiter y Venus; sus
efectos son cálidos y por su misma naturaleza inclina a la lujuria, dado que el signo de
León le estimula a ello; según Macrobio su color natural es el del fuego y toda su
naturaleza es propicia a la enemistad y la soberbia.

Y, así, Curial, en este segundo libro, que empieza con el vigésimo año de su vida
y que acaba con veintiún años, fue un poco soberbio, pues a este vicio le sedujo Marte.
Pues bien puede ser que, por mucho que el hombre de armas sea cortés y humilde, una
vez metido en guerra y en batallas, el león que a Dante se le apareció en el primer
capítulo de su libro, se le aparezca con la cabeza alta y que acompañe a Capaneo. Así,
no se extrañe nadie si Curial, contra su mismo temperamento, se va a volver un poco
soberbio, pues el oficio que quiere ejercer así lo pide y exige; es cierto que en muchas y
en la mayoría de las cosas mantiene un templado equilibrio, según podréis ver más
adelante, siguiendo el orden del libro.

En este libro se dice caballeros errantes, aunque esté mal decir “errantes”, ya que
tendríamos que decir “andantes”. Erre es vocablo francés y quiere decir ‘camino’, y
“errar” quiere decir ‘caminar’. Pero yo quiero seguir la andadura de los catalanes que
tradujeron los libros de Tristán y de Lancelote, vertiéndolos de la lengua francesa a la
catalana, pues siempre dijeron “caballeros errantes”, que quiere decir ‘andantes’; no lo
quisieron cambiar nunca, sino que lo dejaron así, no sé por qué razón. Y así, yo diré
“errar” por ‘caminar’, siguiendo la costumbre de los antiguos, aunque hable
impropiamente y sea algo digno de reprensión.

Curial, caballero errante

Curial había dejado a los caballeros catalanes en su camino y había vuelto ya a


su casa cuando se enteró que a diario llegaban noticias de las maravillas que los
caballeros errantes hacían en muchos países. Y se avergonzaba a sí mismo por no haber
partido ya.

Dijo entonces a Melchor:


-Padre mío, ya oís las maravillas que de estos caballeros se cuentan a diario; por lo que
yo me culpo mucho de estar aquí parado sin hacer nada, pues probablemente no tendré
en toda mi vida mejor oportunidad para ejercitar el cuerpo en tan nobles hechos ni con
tanta diversidad de caballeros. Por lo que os ruego que vayáis a la señora y le supliquéis
de mi parte que me quiera mandar que haga algo de esta suerte, pues sino no me
atreveré a salir de casa de vergüenza.

Melchor fue a Güelfa y le explicó lo que Curial le había dicho. Por lo que
Güelfa, refrescándosele la memoria con el asunto de Laquesis, que harto bien conocía,
ardió encendida toda ella en ira y, muy alterada, como persona a la que falta el juicio,
respondió:

-Decidle que cuando iba con Laquesis no me pedía consejo; o sea, que no me lo pida
ahora, sino que haga lo que quiera, que a mí no me interesan mucho sus asuntos.

El mentor se quedó pensativo; pero, después de pensarlo bien, dijo:

-Señora, me dejáis perplejo. ¿Por qué enfocáis así estos temas, que tan pronto os
indignáis con vos misma como os matáis con vuestras manos? Es cierto que Laquesis,
doncella noble y bella, la más destacada y rica de toda Alemania, se enamoró de Curial;
pero si él, acordándose de vos, lo ha dejado todo, ¿por qué le censuráis? Cualquiera que
se enterara calificaría de locura lo que ha hecho; pero el amor que os profesa es tal que,
sin vos, valora todo lo del mundo en poco.

Así pues, os pido que tengáis la merced de concederme esta gracia: que le
habléis y que dispongáis de qué manera os agradaría que se comportase, porque él no va
a hacer más que obedeceros.

Respondió Güelfa:

-Melchor, yo no quiero pleitear con vos ni con él, ni era voluntad mía hablar con él por
ahora; pero, dado que tanto lo deseáis, volved en breve a verme y yo habré decidido al
respecto. Y os diré lo que a mí se me ofrece que él haga.

Melchor se puso a hacer otras cosas. Y cuando le pareció momento de volver a


la señora, fue a verla y, hallándola a solas con la abadesa, se puso a platicar con ella; y
de pronto les vino a la mente el torneo de Francia. Por lo que Güelfa dijo:

-Melchor, diréis a Curial que, en nombre de Dios, se vaya de aquí en cuanto le parezca
bien; y dadle, en abundancia, todo lo que pida. Y que me escriba continuamente todo lo
que haga, al margen de que acabe bien o mal, de modo que yo esté al día de todo. Y que
lleve los aprestos verdes y blancos que vos guardáis: dádselos; y que lleve el escudo
totalmente negro.

Y le ruego que, si pretende complacerme, procure ocultar su nombre al máximo,


pues, si hace algo bueno, bastará con saber que lo ha hecho el caballero del escudo
negro. Y aunque me había propuesto no hablarle por ahora, traedlo aquí por la tarde con
vos, que yo hablaré con él.
Al caer la tarde, Curial, disfrazado, fue a ver a Güelfa, quien le recibió muy
animosa; y, en presencia de la abadesa y Melchor, le dijo esto:

-Curial, es verdad que yo te he amado, y te amaré mientras tú lo quieras; pero yo te


ruego que, si quieres que viva, no me des disgustos como hiciste en Alemania. Recuerda
bien cómo eras cuando yo te empecé a apoyar. Porque yo te garantizo que, cuando yo lo
pensaba y recordaba tu ingratitud, caía en una postración tan fuerte que me creía que no
me encontrarías viva.

Ya le he explicado a Melchor la manera que me parece que deberías hacer el


viaje que proyectas, pero haz lo que te dé la gana. Por otro lado, había pensado que
llevases contigo a esta doncella, Arta, para que lo viese todo; pero, entendiendo que
podría ser para ti un inconveniente y acarrearte peligros, no te lo he querido decir. O sea
que, tú verás qué te parece. Te ruego que no quieras intentar excusarte ante mí por las
cosas pasadas, pues no harías más que avivar las heridas.

Curial respondió:

-Señora, yo no me quiero excusar, ni lo quiera Dios, pues no he pecado ni creo haber


caído en pecado que merezca pretexto; pues Dios, que ve los corazones y está pendiente
de todos, atendiendo por igual a todas las criaturas, me da por liberado, por lo que vos
debéis hacer lo mismo. De ahora en adelante cumpliré fielmente vuestras órdenes.

Si queréis que Arta venga conmigo, tenga en cuenta vuestra señoría que me
ocuparé de responder por ella, mientras tenga alma en el cuerpo. Y para que os
convenzáis de que yo, acordándome de vos, no temo peligros, os suplico que me la
cedáis y yo haré cuanto esté en mi mano para honrarla.

Güelfa dijo que se quedaba satisfecha. Por ello, extendiendo los brazos y a punto
de llorar, lo abrazó, lo besó y le mandó que se retirara a su casa. Una vez en su casa y
antes de acostarse, Melchor y él prepararon todas las cosas necesarias para el camino; y
después se fueron a dormir.

Curial iba muy bien provisto de caballos –que ya había ido enviando, a su vuelta
de Alemania, a los países por los que le parecía que pasaría yendo al torneo-, así como
de armas potentes y de muchos fieles; en total, se le proveyó aventajadamente de todas
las cosas que atañen a un notable y gran caballero, más aún, a un muy gran señor.
Güelfa asimismo dió a Arta muchas y preciosas joyas, y le prestó en gran cantidad,
haciendo todo lo posible por ponerla a la altura de las circunstancias.

Al día siguiente, al atardecer, como se aproximase el momento de enviar a Arta,


Güelfa le dijo:

-Arta, tú vas en compañía de aquel con quien yo querría ir; ésta es la causa por la que te
mando: según he sabido, Laquesis, hija del duque de Baviera, que dicen que es la
doncella más hermosa del mundo, estará allí; por lo que te ruego que te fijes mucho en
su hermosura, y juzgues si es tanta como dicen. También te ruego que observes la
relación que tienen ella y Curial. Escríbeme continuamente de todo lo que te parezca,
que yo también te escribiré. Espabílate para que Curial no dé ni un paso sin ti desde que
lleguéis al torneo; y, si te es posible, trata a Laquesis y mira bien si es lista y cómo se
comporta. Yo me imagino que ella se esforzará por superarte. Ale, vete en nombre de
Dios; en todo el viaje te llamarás Fiesta, pues éste quiero que sea tu nombre.

Curial se fue a ver al marqués y, diciéndole que por su propio interés quería ir a
otras tierras, se despidió de él; y antes de que rayase el día, dejando allí a todos los
suyos -salvo algunos que ya había enviado-, con sólo dos escuderos desconocidos, se
puso en marcha junto con Arta.

Bien había advertido Arta que Curial y Güelfa estaban enamorados, pero, por
más que duró el camino –y aun más que hubiera durado-, nunca pudo oír nada de la
boca de Curial; aunque ella lo intentaba por todos los medios.

Comienzan los hechos de caballería

Tanto y tanto anduvieron que un día, después del mediodía, llegaron a casa de
un valvasor; y cuando éste estaba hablando con Curial, llegó una doncella a toda prisa,
cabalgando en un palafrén y con el rostro arañado, los cabellos revueltos, llorando y
lanzando grandes alaridos:

-¡Ay de mí, me doy por muerta!

El hidalgo, que hablaba con Curial, se puso de pie y dijo:

-¿Qué os pasa?

-Señor –dijo ella-, dos bribones se me querían llevar por la fuerza cuando yo iba al
torneo con un muy buen caballero, hermano mío; y lo han asaltado y quizás lo hayan
matado. Señor, defendedme, no sea que me maten a mí después de él.

El valvasor, que era un prohombre muy entrado en años, miró a Curial a la cara
y le dijo:

-Ea, caballero, vos que vais acompañado por una doncella, venga, levantaos y preparaos
para defenderla; pues yo os aseguro que esos dos caballeros –o más bien diablos- han
raptado a más de ocho en los últimos veinte días. Cogen a los caballeros, les desarman y
les inflingen los mayores oprobios posibles. ¡O sea que, a ver qué haceis!, pues podéis
estar seguro que lo que ocurra con ésta ocurrirá con la vuestra.

Curial, con la mayor celeridad del mundo, se puso en pie, se armó y, tomando un
caballo de gran resistencia, se dispuso a salir: Pero Arta dijo gritando con fuerza:

-¡No me dejéis!

Montada a caballo y a punto de salir de la casa, ya vieron a los dos caballeros


que iban tras ella y esperaban encontrarla allí. Pero al ver a Curial con otra doncella,
confundiéndola con la que buscaban, se dirigieron hacia ella; mas Curial gritó:

-Dejadla, caballeros desvergonzados, que esta doncella tiene vigilante y defensor.

Respondieron ellos:
-¿Ah, sí? ¿La defenderéis vos?

-Sí, efectivamente –dijo Curial-.

Curial, que tenía una lanza potente y de mucho grosor en la mano, la arrojó
contra uno de los hermanos que se acercaba y lo hirió tan certeramente que lo abatió del
caballo con un impacto tan seco que quedó por completo aturullado sin poder ni intentar
levantarse. Luego, se vuelve y va hacia el otro, que rabioso y con mal talante iba hacia
él; y se arremeten con tal empuje ambos que el caballero astilló su lanza en el escudo de
Curial, quien siguió imperturbable en la silla; sin embargo, el caballero fue alcanzado
por Curial de muy distinta manera, ya que lo atacó en medio del escudo con tanta
energía que lo traspasó y el hierro de la lanza le salió por los hombros. Cayó el caballero
a tierra, demolido hasta el punto que, con los ojos nublados y perdido el conocimiento,
se fue de esta vida antes de recobrarse.

A la vista de esto, Curial bajó del caballo y fue hacia el primero, que ya hacía el
ademán de alzarse, y le puso el pie sobre el pecho, diciéndole:

-¡Ah, caballero malvado y cruel! ¿Vos y vuestro compañero queréis que vuelvan al
mundo las malas costumbres de Breuso Sin Piedad? Arriba, vamos, levantaos presto,
que me voy a quedar con las doncellas que habeis apresado, los caballos y los arneses
de los caballeros a los que avergonzasteis. ¡Y jurad abandonar esa costumbre, pues de
otro modo os costará la cabeza!

El caballero le dijo:

-Caballero, es verdad que mi hermano y yo habíamos hecho el voto de seguir esta


costumbre a fin de probarnos frente a los caballeros errantes, mas de veras que nunca
hemos asaltado a nadie a traición ni hemos luchado si no era cuerpo a cuerpo. Sin
embargo, me complace daros todo lo que hemos conseguido, pues nuestro voto no iba a
durar más allá de haber encontrado al caballero que nos ganase, al que devolveríamos
todo lo que de los otros habíamos conseguido.

-¡Arriba, pues!–dijo Curial.

Y dando la mano al caballero, lo ayudó a levantarse. Pero al ver a su hermano


por el suelo, que no se levantaba, y que el palo de la lanza le entraba por el pecho y el
hierro le salía por los hombros, se puso a gritar:

-¡Ah, hermano! ¿qué os ha pasado?

Entonces, girándose hacia Curial, echó mano a la espada y fue a su encuentro,


diciendo:

-Yo no quiero vivir después de su muerte; o sea que tengo que morir o vengar a mi
hermano.

Y se puso a atizarle golpes de espada en el escudo. Curial aguantó un buen rato


la lluvia de golpes del caballero, sin hacer otra cosa que cubrirse, por lo cual el caballero
se enardecía y atacaba cada vez con más ímpetu. Curial, protegiéndose siempre con el
escudo, evitaba atacar pues no quería entrar en lid con el caballero para no matarlo,
como había sucedido con su hermano; así pues, el caballero, que se esforzaba todo lo
que podía, de tanto embestir al escudo de Curial, se sintió deshecho sin que Curial
hubiera dado ni un trancazo. Y cuando se vio agotado, se hizo atrás para recobrar las
fuerzas y el aliento. Curial permanecía quieto, inmóvil en su puesto.

Cuando al caballero le pareció haber descansado bastante, quiso volver contra


Curial y le dijo:

-Caballero, ya veis que yo quiero volver a pelear, con la intención de vencer o morir,
por lo que os ruego que me digáis vuestro nombre, a fin de que, en caso de que yo
muera, sepa quién nos ha sacado de este mundo a mi hermano y a mí.

Curial respondió:

-A vuestro hermano le han sacado de este mundo los grandes y crasos errores que
cometíais con los caballeros errantes, así como la malvada e insensata costumbre que
habíais retomado, la cual, aunque yo no hubiese pasado por aquí, no podía durar mucho.
Mi nombre por ahora no lo podéis saber, pues no me place decirlo, y no os veo en
condiciones de que me obliguéis a decirlo a la fuerza. Por lo que os ruego que procuréis
más por vuestra vida, porque sino me veré forzado, contra mi deseo, a hacer con vos lo
que vos querríais hacer conmigo.

Al oírle hablar de esta manera, el caballero lo miró y tuvo miedo, pero todo su
temor no impidió que no lo embistiese, dándole los mayores trompazos que pudo, los
cuales Curial esquivaba con extraordinaria destreza; éste llegó a la conclusión que se
trataba de un caballero muy esforzado, pero cuyo corazón valeroso no se correspondía
con el cuerpo. Por lo que, como los golpes aflojaban por momentos y no podían llegar a
hacerle daño -por venir de un brazo agotado y desmirriado-, persistió en no atacarlo,
cosa que dejaba más atribulado aún al otro caballero.

Estaban todavía sorprendidos todos los que miraban la batalla sin entender la
causa por la que Curial se abstenía de combatir. Pero como durase mucho rato y el
caballero no podía con su alma, impelido por el cansancio, se echó hacia atrás, clavó su
escudo en tierra y se alzó la visera del yelmo para tomar aliento y relajarse un poco.
Curial seguía impávido, sin hacer un movimiento, pero Arta se hizo adelante y le
espetó:

-Caballero, ¿estáis encantado o qué es lo que hacéis? ¿No os dais cuenta de que aquel
caballero no para de luchar contra vos con todo su empeño y que si puede os retará a
ultranza? Pues si no os importa vuestra vida, por lo menos tened piedad de esta doncella
y de mí, a quienes, si la porfía del caballero tuviera capacidad suficiente para venceros
–cosa que Dios no quiera-, nos veremos abocadas con pesar a morir o a vivir con dolor
en prolongada servidumbre. Y yo no os fui encomendada para esto, ni vos lo
prometisteis así cuando tomasteis a vuestro cargo llevarme bien protegida, frente a toda
adversidad y con toda vuestra competencia. Pero por ahora yo no veo que estéis
poniendo de vuestra parte en ninguna defensa, ni en la vuestra ni la mía. De modo que
os ruego que reaccionéis y traigáis a la memoria a la señora que me encomendó a vos.
Curial, dentro del yelmo, se rió y dijo en tono de burla:

-Doncella, volveos a vuestro sitio, en nombre de Dios, que al menos de una cosa podéis
estar segura: de que, aunque os cojan, no os matarán. Por mi vida no os preocupéis,
pues yo no puedo vivir más que lo que Dios me ha ordenado y vos debéis advertir que
yo no puedo hacer más, porque sino ya lo hubiera demostrado.

Arta, creyendo que Curial no podía más, se quedó muerta de miedo; pero
permaneció callada, a la espera del desenlace final.

Y mientras estaban así vinieron dos escuderos, cada uno en un buen rocín, y un
chiquillo que llevaba un buen caballo por las riendas y las armas de un caballero atadas
a la silla. Al llegar allí, saludando a todos, vieron al caballero, que era su señor, a pie,
espada en mano, y a su hermano que yacía muerto en el suelo, de lo cual sintieron un
dolor lacerante y se pusieron a manifestar un grandísimo duelo. No tardó mucho en
llegar también al lugar donde estaba entablada la batalla un hombre en camisa y a pie,
que cuando vio al caballero muerto, hincó las rodillas ante Curial y dijo:

-Señor, ruego a Dios que bendiga la hora en que habéis venido por aquí, pues habréis
desarraigado la peor costumbre que se dió antes en este reino entre caballeros errantes.
Vedme a mí, que soy un caballero alemán que, para mi desgracia, iba al torneo de
Melun con una doncella, que es mi hermana, y estos caballeros aquí presentes, me
asaltaron uno tras otro y, cuando uno se cansaba de atacarme, lo suplía el otro, que
entraba fresco en la batalla; de este modo me ganaron, ataron y robaron y me han dejado
en la situación en que me veis. Del que veo estirado y creo que muerto, no digo nada;
pero el que está vivo es el peor y más descortés caballero que veréis jamás; así, por
vuestro bien, liberaos de él y que este mal hábito desaparezca de esta región.

La doncella, que era la hermana del caballero, corre a los escuderos diciendo:

-Dejad, villanos, las armas y el caballo y devolved las vestiduras del caballero.
Verdaderamente, ha llegado el día en que se suprimirá la mala costumbre que habían
introducido estos falsos caballeros.

Por lo que, recuperada la ropa, el caballero se vistió y se armó, y tomó su caballo


por las riendas y se quedó a la espera de lo que sucedería con los dos caballeros.
Curial, al ver todo esto, dijo a su rival:

-¿Qué es lo que pretendéis con esta batalla? ¿Pensáis darla por acabada, a condición de
que me devolváis las doncellas que habéis hecho prisioneras, las armas y los caballos de
los caballeros que habéis salteado y juréis no seguir practicando tan baja costumbre, o
bien pensáis llevarla hasta el final? Pues por lo que veo, aunque yo no os he dado ni un
golpe de espada, os venceréis vos mismo antes de que anochezca; y, si por casualidad
nos alcanza la noche, tened por seguro que la plaza no será vuestra, pues os certifico
que, con gran perjuicio vuestro, la mala costumbre va a cesar.

El caballero respondió:

-Ahora, caballero, decidme vuestro nombre, como condición previa para que yo haga lo
que me exigís.
Curial dijo:

-Mi nombre, de momento, no lo puede saber ni vos ni nadie; por tanto, procurad por
vuestra vida y, haciendo de la necesidad virtud, actuaréis con cordura -mientras estáis a
tiempo-.

El caballero, por un lado, viendo a su hermano muerto delante de él, quería


morir; por otro, se veía a sí mismo como el caballero más avergonzado del mundo, a
causa de verse vencido por un caballero que no le había tocado siquiera. Y lo que era
peor, que constataba que la contienda no le servía para nada. Y no sabía qué partido
tomar. Por ello, el valvasor, que era un caballero anciano y muy experimentado, se
acercó a Curial y le dijo:

-¡Ah, caballero, por Dios, piedad! No permitáis que el caballero que está aquí, después
del daño que por culpa suya y de su hermano ha acaecido, se acoja a una salida tan vil
como la que vos le brindáis. Heme aquí, yo me rindo a vos por él y que no se lleve el
asunto más lejos.

Y seguidamente se fue al otro y le rogó que enfundase su espada y no


combatiese más, a lo cual obedeció el caballero. Y condujo a los caballeros apresados a
su casa, y los hizo desarmar en sendos aposentos; y dándoles ropas limpias, les hizo
servir la cena a cada uno separadamente. Entretanto hizo buscar a las doncellas, las
armas y los caballos que los caballeros habían despojado, y, retirado de la plaza el
cadáver del caballero, desarmado, se lo entregó a los dos escuderos, quienes se lo
llevaron. Y en la iglesia de un castillo suyo, con dolor general de todos sus vasallos, fue
enterrado muy honorablemente.

Curial lucha contra ocho caballeros

A la mañana siguiente, llegaron las doncellas apresadas, y también las armas y


los caballos de los caballeros vencidos. Los caballeros oyeron misa y el caballero juró
solemnemente no mantener aquella costumbre ni asaltar a los caballeros que pasasen
por allí. Curial encareció mucho al hidalgo que acompañase a aquellas doncellas al
torneo, condujese las caballerías y se hiciese cargo de las armas de los caballeros
vencidos, asegurando que no era probable que ellas no encontrasen a sus parejas,
parientes o amigos que las devolviesen a sus tierras; y si esto fallaba, el rey, sin duda
alguna, se encargaría de hacerlo desprendida y generosamente. El valvasor accedió a
ello, e incluso el caballero vencido, se ofreció espontáneamente a acompañarles; pero
finalmente se separaron, retirándose el caballero vencido a su castillo.

Curial también montó a caballo y por mucho que se lo rogó el valvasor no


aceptó quedarse a descansar ese día; sólo dijo:

-De aquí en adelante hay que ir armado por los caminos, porque ya estamos en tierras
donde los caballeros errantes ejercen.

Y apeándose, se armó por completo, y montando de nuevo, entregó lanzas y


escudo a sus escuderos y se despidió del hidalgo. Éste cabalgó un rato tras él en un
palafrén y le dijo:
-Caballero, yo no os habré servido ni honrado según debiera haber hecho y en
consonancia con vuestro valor, pero os suplico que tengáis condescendencia conmigo y,
si os es lícito revelar vuestro nombre a caballero alguno, accedáis a decírmelo a mí. Y
os encomiendo a dos hijos míos, caballeros y jóvenes, que se han ido hace ya
veinticinco días para asistir al torneo y andan cabalgando como caballeros errantes.

Curial, al oír hablar al caballero, detuvo su marcha y respondió:

-Buen hombre, si pudiese decir a alguien mi nombre, os lo diría a vos con la mejor
disposición, debido al honor y valor que hay en vos; pero no tengo licencia para
desvelarlo en ningún caso, por lo que os ruego que queráis conformaros. En cuanto a
vuestros hijos, estad seguros que, al reconocerlos, dondequiera que mi ayuda les pueda
ser útil, no les fallaré. Quiera Dios que en cualquier cosa de la que os pueda derivar
placer u honor, recibáis lo mismo que por mí habéis hecho en vuestra casa; pues, a fe
mía, me siento muy obligado con vos.

Respondió el viejo:

-¿Conque no me vais a decir vuestro nombre, caballero?

-No de momento, efectivamente –dijo Curial-.

-Por cierto –dijo el viejo- que no me parece que seáis de esos caballeros que yendo de
romería o al trasladarse de un sitio a otro, acuñan en las puertas de los hostales donde se
han hospedado tablones escritos y rótulos con sus armas o con sus nombres, y yelmos
llamativos que nunca llevaron en la cabeza, al igual que tampoco usaron arma alguna de
su propiedad si no era el cuchillo a la hora de comer. ¿Y vos, que sois el caballero que
ayer demostrasteis ser, ocultáis vuestro nombre? Id, en nombre de Dios, que Él sea
vuestro guía, pues yo compruebo que os enorgullecéis más de la caballería que de la
fama que da. Y adonde vayáis, no os va a faltar honor.

Así, Curial, despidiéndose del caballero, prosiguió su camino. Y al pasar por


delante del castillo del caballero muerto empezaron a doblar las campanas y las gentes
quisieron acometer a Curial; pero el otro caballero que salió con vida de la batalla los
detuvo y no consintió que saliera nadie, ordenándoles expresamente que no saliesen ni
profanasen el juramento que le habían hecho. Curial no sabía que aquél fuese su castillo
y se predispuso a parar para averiguar de qué alboroto se trataba. Pero un prohombre,
saliendo del castillo, llegó hasta él y le advirtió:

-Caballero, seguid vuestro camino; este castillo pertenecía a un caballero al que mataron
ayer en un encuentro armado y dicen que vos fuisteis el causante, y ahora todos los de
este castillo se han revuelto para aplastaros. Yo os ruego que no os lo toméis a mal y os
vayáis de aquí antes de que empeoren las cosas, pues sería un gran desastre que
caballero tan valeroso como dicen que sois muriese, o fuese afrentado del modo que lo
seríais si permanecieseis aquí.

Arta, al oírlo, sin dejar responder a Curial, dijo:


-Caballero, vámonos y sigamos nuestro camino; por lo que veo éste es el castillo donde
raptan a las doncellas y humillan a los caballeros. Yo os suplico que vayamos adelante y
sigáis el buen consejo que este prohombre os ha dado; pues por ventura el caballero que
hoy ha jurado abandonar la mala costumbre, apoyado por los suyos, querrá vengarse del
que lo ha dejado en mal lugar.

Curial, que vio el miedo de Arta, se rió un poco y, sin contestar, tomó la lanza y
el escudo; entonces dijo:

-Prohombre, es cierto que estamos pasando por este camino al igual que los otros
caballeros errantes, y no hacemos daño ni molestamos a nadie. De ahora en adelante, si
los del castillo salen, puede ser que no vuelvan todos.

-¡Ah, caballero! –respondió el prohombre-. ¿Y no sois más que un solo caballero? ¿Qué
podríais hacer contra ocho caballeros que hay aquí, más los que vendrían en su ayuda?

-Que Dios me guarde –dijo Curial-; pero bien querría que saliesen y se atreviesen a
combatir al estilo de caballeros errantes, pues podría suceder, por ventura, que desde
ahora dejasen pasar en paz a los caballeros que van por el camino.

Y mientras estaban hablando, he aquí que un caballero errante se adelantó por el


camino, lanza en ristre y el escudo en el brazo; y cuando estuvo junto a Curial, dijo:

-Caballero, no os neguéis a una justa, según la costumbre que está vigente en este reino.

Curial, que lo oyó, se volvió hacia él. Corren con denuedo uno contra otro y el
caballero da a Curial en todo el escudo, haciendo volar la lanza hecha añicos. Curial,
que era mucho más fuerte, lo atacó al arremeter tan enérgicamente en el centro del
escudo que, haciéndole saltar de la silla, le hizo volar con ligereza, con tanta suerte que
no se hizo más daño que el que le produjo la caída. Curial no lo miró mas; por lo que
Arta dijo:

-Caballero, ya ha sido suficiente; vámonos en nombre de Dios, pues ya no pueden decir


los del castillo que huimos por temor a ellos.

Curial dirigió la vista hacia el castillo y viendo que no salía nadie, se despidió
del prohombre y se marchó de allí a paso lento. El prohombre ayudó a sujetar el caballo
del caballero, que todavía estaba en pie, y prestamente se lo restituyó. Apenas hubo
montado, el caballero quiso ir tras los pasos de Curial; pero entonces salieron los ocho
caballeros del castillo, a espaldas de su señor. Curial, que aún no se había alejado
mucho, ve cómo se echan encima del prohombre -que era muy valiente y arrojado-, lo
embisten entre todos y lo tiran al suelo; le desarman, le quitan el caballo y lo conducen
hacia el castillo de un modo muy penoso. Curial, que todavía andaba cerca y había visto
su gran saña, ardiendo en furiosa ira, hizo volver al caballo y a toda brida fue contra
ellos, gritando:

-¡Ah, malvados! ¡Verdaderamente vosotros no sentís el honor de la caballería!

Y alcanzando a uno, lo hizo descabalgar y lo tiró al suelo; rápidamente fue hacia


otro, a quien igualmente derribó. ¿Qué os diré? Abatió a cuatro caballeros con la misma
lanza, la cual se rompió con el cuarto; ello le obligó a acudir a la espada y se puso a
arrear a los caballeros malvados con tal fuerza que, ahora uno, otro luego, los abatió a
todos, dejando a tres gravemente heridos. Todos los del castillo, que lo estaban mirando,
gritaban al señor que saliese a ayudarlos, pero él respondió:

-No permita Dios que yo vaya contra mi juramento. Ya se lo había dicho yo, que no a
ocho, sino a ciento, uno tras otro, haría con todos lo que hizo con éstos.

Ante esto, los del castillo se quedaron extremadamente sorprendidos y


encumbraron de tal modo al caballero que todos deseaban tenerlo por señor. Curial
recobró las armas y el caballo, y liberó al caballero, a quien hizo armar y volver a
montar. Entonces, hizo buscar al caballero que había jurado dejar la mala costumbre y,
haciendo salir a los regidores del castillo, dijo, en presencia de todos:

-Caballero, ¿no me habíais jurado, hoy mismo, dejar esta vil y baja costumbre? Yo
prometo y juro por la belleza de esta doncella que va bajo mi protección, que estoy a
punto de hacer con vos lo que no quise hacer ayer por la tarde; y no sé qué dios me
detiene para no arrancaros la cabeza de los hombros, porque ciertamente que esta
maldad se va a acabar.

El caballero se excusó dando razones conforme habían salido en contra de


su parecer, cosa que avaló por medio de los regidores. Entonces dijo Curial:

-¡Ah, rey de Francia, esto no debería consentirse en este reino!

Y volviéndose a los regidores, les dijo:

-Ahora, estad atentos: os prometo y pongo a Dios por testigo que esto no se puede
resistir y que si seguís manteniendo esta costumbre, todos tendréis mal final. ¡Y presto!

Todos aseguraron que ya no tendría continuidad y rogaron


encarecidamente a Curial que se dignase entrar dentro para refrescarse; pero la doncella
interrumpió:

-Dios me guarde de tal refresco. Vámonos de aquí, os lo ruego.

Por lo que Curial y el otro caballero, dándoles la espalda, se fueron.

Defensa de Arta

No habían caminado mucho cuando tropezaron con un caballero


completamente armado, solo, sin compañía alguna, que, al ver a los caballeros y la
doncella, se paró en medio del camino y dijo:

-Doncella, yo os voy a tomar, por la costumbre que se ha impuesto en este reino.

Curial se detuvo observando a ver qué diría y haría Arta, quien dijo:

-Caballero, ¿qué he hecho yo para que me tengáis que prender?


Respondió el caballero:

-Vos no habéis hecho nada, pero es costumbre de los caballeros errantes que, si se
encuentran con una doncella o mujer que vaya acompañada por un caballero errante, la
tomen; siempre que no la defienda alguien por la fuerza de las armas.

-Y después de cogerla, ¿qué más pasa? –dijo Arta-.

Contestó el caballero:

-La tendrá en su compañía hasta que se la quite otro compañero.

-Y si no se la quita nadie –dijo ella-, ¿qué hará?

-Venid –dijo él-, que yo os lo enseñaré; no malgastéis el tiempo con palabras.

-Marchaos –dijo Arta-, en nombre de Dios, que vos no me necesitáis; habréis soñado
algo raro la noche pasada.

A lo que el caballero se llenó de ira y dijo:

-Ahora, a fe mía, vais a venir. Por las buenas o por las malas.

Y alargando el brazo, tomó las riendas y empezó a estirarlas. Arta puso el


grito en el cielo.

-Dejadme, pues no conocéis al caballero que me protege. ¿Por ventura no os habéis


santiguado hoy al levantaros?

Entonces el caballero dijo:

-Ahora sí que vais a venir conmigo; y veremos quién es ese diablo ante el que me tengo
que santiguar.

Curial no decía nada. Por lo que Arta se bajó del palafrén y dijo:

-De veras que yo no iré con vos; venced sino antes a estos dos caballeros que veis aquí.

-En nombre de Dios –dijo el caballero-, a ellos no les importáis, sino ya habrían
intervenido para que yo no os raptase; más bien creo que os aprecian poco o no son
caballeros aptos para llevar consigo una doncella por los caminos. Así pues, montad a
caballo; si no, yo os prometo que os tocaré.

A Curial le hizo reír mucho ver que su irritación iba en aumento. Pero el
caballero que iba en compañía de Curial, dijo:

-Caballero, yo me hubiera adelantado a defender a vuestra doncella, mas no he querido


enojaros: permitidme que la defienda y poder remuneraros así el honor que nos habéis
hecho hoy.
Curial accedió gustoso, por lo que el caballero se puso delante y dijo:

-Caballero, dejad a esta doncella; ya os podéis imaginar que es gran presunción la


vuestra de pretender quitársela a los dos caballeros que veis que estamos aquí.

Respondió el caballero:

-Raptaría a mil, si no me lo impidiesen; pues sobre esta doncella juzgo tener tanto
derecho como vosotros. Veamos, pues, de quién será.

Empezaron a arremeterse y atacarse tan bravamente en la acometida que al


defensor se le quebrantó la lanza en el choque; pero le valió de poco porque el otro
chocó tan bruscamente con el escudo que lo tiró del caballo de modo muy ignominioso.
Entonces volvió a por la doncella y dijo:

-Venid conmigo, pues ciertamente estos caballeros no merecen llevar doncellas.

Pero como ella lo refutase como guía, el caballero estiró el brazo y la agarró
por los pelos, diciendo:

-Vos vais a venir, mal que os pese.

Entonces Curial, que se había tomado a broma todo lo que había pasado,
profirió con grandes gritos:

-Estad seguro, caballero, que estoy en un tris de cortaros la mano por la villanía que
habéis cometido.

Y fue hacia él, lo mismo que él hacia Curial, pero éste lo atajó con tal brío que
lo hizo saltar por los aires; entonces, cuando intentaba levantarse, se le acercó
rápidamente, a pie, le asió por el yelmo y le hizo dar una voltereta tal que rodó otra vez
por el suelo. Y arrancándole el yelmo de la cabeza, le cogió por los pelos y le dijo:

-Caballero villano, ¿cogéis a las doncellas por las trenzas? ¿Qué otra villanía le queda
por hacer a Breuso Sin Piedad? De verdad, no creo que, si la fuerza corporal os diese
pábulo, hubiera otro caballero más descortés que vos en el mundo y no sé qué me
detiene para quitaros la vida por la descortesía en que habéis incurrido.

El caballero se quedó tan pasmado que no sabía qué decir, pero aún alegó:

-Caballero, yo no he hecho nada que no deba hacer un caballero errante, pues apropiarse
de una doncella que vaya en compañía de caballeros errantes es usanza de caballeros; y
si la agarré por las trenzas fue culpa suya, porque no me quería seguir. O sea que no me
culpéis, porque yo me considero inocente.

Entonces Curial lo dejó estar, pero estaba tan alterado que le faltó poco para
cortarle la mano con la que había cogido las trenzas. Y volviendo a cabalgar, al igual
que Arta en su palafrén, siguieron su camino sin ocuparse más del caballero; pero Curial
iba tan enojado que no hablaba ni decía nada, ni los otros tampoco se atrevían a dirigirle
la palabra. Mientras iban cabalgando, el caballero se llegó hasta Arta y le dijo:
-Doncella, espero obtener de vuestra cortesía que me digáis quién es este caballero que
os conduce, pues, a fe mía, no creo que ninguna doncella en nuestros días vaya
acompañada de mejor caballero que el que os acompaña a vos; y podéis teneros por
segura yendo a su lado.

Arta respondió:

-Yo no os puedo decir otra cosa sino que es caballero.

-Caballero es sin falla –dijo el otro-, y esto lo sé yo mejor que vos; sin embargo, os pido
que me déis alguna pista por la que yo pueda enterarme de quién es.

Respondió Arta:

-No os puedo decir sino que, si sigue por la vía que ha emprendido, en todas partes lo
tendrán por caballero; pero yo os ruego a vos que me digáis quién sois, así como ruego
a Dios que os quiera dar buenas noticias de vuestra amada.

Entonces el caballero dando un suspiro, dijo:

-¡Ay, desgraciado de mí! ¿Qué me habéis preguntado? Yo vengo de Saboya y soy el


señor de Salanova.

-En nombre de Dios –dijo la doncella-, he oído hablar mucho de vos y de la señora
Remunda de Gout, hija del señor de Saut.

-¡Ay de mí! –dijo él-.

-¿Y este caballero me conoce?

-No lo sé –dijo Arta-.

Entonces contestó él:

-Y vos, señora, ¿cómo os llamáis?

Respondió Arta:

-Yo soy una doncella de poco renombre y no os satisfacería ni obtendríais nada por
saber mi nombre, ni os lo osaría decir sin permiso del caballero, quien me consta que se
pondría muy enfadado.

-Dios me guarde de enojarlo –dijo él-; pero por lo menos decidme de qué tierra sois.

Respondió la doncella:

-Yo os ruego, por piedad, que no me lo preguntéis, porque actualmente no os lo podría


decir.
A lo que él se calló. Y al llegar a un cruce de caminos, Curial se paró y, vuelto
hacia el caballero, dijo:

-Caballero, conviene que nos separemos; o sea que elegid cuál os place.

El caballero respondió:

-Señor, no encuentro ningún aliciente ante caminos que nos quieran separar, pues voy
muy entretenido en vuestra compañía y por mi gusto no me separaría de vos, si a vos os
fuera grato.

Respondió Curial:

-Caballero, os digo en verdad que, si tuviese que ir en compañía de algún caballero, no


dejaría la vuestra; pero tengo determinado ir solo por ahora. Así, escoged la ruta que
queráis, que yo me contentaré con tomar la otra.

Por lo que el señor de Salanova, tras despedirse, eligió la de mano derecha; y así
se alejó de Curial. Arta dijo a continuación:

-Curial, ¿sabéis quién es el caballero al que habéis despedido?

Curial respondió que no. Y Arta dijo:

-Pues sabed que es el señor de Salanova, gran amigo vuestro.

-En nombre de Dios –dijo Curial-, me complace que él esté aquí. ¿Y le habéis revelado
quién soy yo?

-¡Qué va! –dijo Arta-.

Respondió Curial:

-Arta, yo os pido que por nada del mundo os déis a conocer a nadie, pues por vos me
reconocerían a mí, lo cual sería para mí más grave de lo que imagináis.

Arta entonces le dijo que Güelfa le había mandado que en todo momento se
hiciese llamar Fiesta y que, si él lo aprobaba, quería cumplirlo. Curial se rió y dijo que
hiciese siempre lo que le había mandado la señora.

Curial y Arta en un monasterio de monjas

Anda que te andarás llegaron a un monasterio de mujeres, donde fueron


recibidos muy cordialmente; muchas monjas hicieron descollar la belleza y la gracia de
la doncella, que era tan seductora que en pocos lugares se hallaría otra igual. Pero todas
se fijaron en la de Curial y no se saciaban de mirarlo. Y después de darles la comida de
recepción, preguntaron a Fiesta si era la esposa del caballero. Ella lo negó. Entonces se
miraron unas a otras, empezaron a hacerse risitas y dijeron:

-¿Y cómo es que vais en su compañía?


Respondió Fiesta:

-¡Y qué pasa? ¿Es algo raro que un caballero errante lleve a una doncella en su
compañía?

Contestaron ellas:

-No es raro, pero... aunque se llamen doncellas, son señoras.

-¡En nombre de Dios! –dijo Fiesta-, no lo son todas, ni yo lo seré por él, si Dios quiere.

Intervino la priora:

-No es regla general que los hombres estén desnutridos.

Otra se echó a reír y, por lo bajo, vigilando que no la oyese Fiesta, dijo:

-Verdaderamente, decid lo que queráis, pero no me trago ni me van a hacer tragar que
vaya a hacer más justas con vos que con los caballeros errantes.

-No me extraña –dijo otra-, porque es menos peligroso.

De modo que todas ellas, por acá y por allá, se pusieron a dar dentelladas a
Fiesta, quien, mordazmente picada, dijo:

-Me parece que vosotras lo querríais tener de sacristán.

A lo que ellas soltaron enormes carcajadas. Y así, entre chanzas, pasaron juntas
aquel día. Por la noche, después de cenar, asignaron a Curial una habitación espléndida
para dormir y preguntaron a Fiesta si quería dormir en la misma que su compañero. Y
Fiesta respondió:

-He dormido muchas veces con él en una habitación, o sea que no me haría la esquiva
ahora; pero cuando tengo otro cuarto para dormir, siempre lo prefiero.

-En nombre de Dios –dijo la priora-, que era una señora joven y muy agraciada-; dormid
donde acostumbréis y no os enfadéis con sus pullas, pues yo os aseguro que no hay
ninguna aquí, por santa que sea o se crea ser, que no quisiera ir al torneo en su
compañía, como vos vais.

Y hacéis buena pareja, pues, a fe mía, a pesar de que vos estéis muy obligada a
Dios por la gran belleza que os ha dado, no lo estáis menos por haberos dado caballero
tan apuesto como compañero. Porque hace poco que he venido de la corte de mi señor,
el rey de Francia, donde había tenido que ir por asuntos del monasterio, y vi allí gran
cantidad de caballeros; pero yo os garantizo que no recuerdo haber visto ninguno tan
guapo, y con diferencia.

Dijo Fiesta:
-¿Y cómo os llamáis vos, señora?

La priora respondió:

-Yo me llamo Yolanda le Meingre, y tengo dos hermanos, llamados, uno, Juan le
Meingre, también conocido como Boucicaut, y el otro se llama Rubín le Meingre;
ambos caballeros de gran renombre.

Fiesta, que ya conocía su fama, comprendió que la priora era mujer de alto y
claro linaje, por lo que la tuvo mucho mayor respeto que antes.

Mientras esperaban el resopón, sentadas todas alrededor de Curial, se pusieron a


jugar con muchos entretenimientos; pero la priora acaparaba todo el rato a Curial y, de
cháchara con él, no le dejaba atender a los juegos ni contestar a las preguntas que le
hacían. Entonces una monja, con elegante locuacidad (y a tono con la guasa), dijo:

-Señora, estoy pensando que si esta doncella hubiera sabido que vos la retendríais aquí y
que vos iríais en compañía del caballero al torneo, en su lugar, creo que hubiera venido
a regañadientes.

La priora dijo:

-Callad, que las mujeres no tienen por costumbre asaltar caminos ni apresar a
caballeros.

-Es cierto –dijo la otra monja-, y yo no sé bien si él se siente seguro o como prisionero
cuando vos lo retenéis; pero estoy segura de que bien -o mejor- le sabríais quitar el
algodón que lleva en el jubón, como todo caballero errante que va al torneo.

La priora, al igual que todas, se rió abiertamente. Curial también se reía, pero
Fiesta verdaderamente estaba muy fastidiada, de modo que le preguntó a la priora quién
era la monja que había hablado. La priora respondió:

-Juanina de Borbón.

Al oír su nombre, Fiesta se volvió hacia ella y le hizo una gran reverencia. Pero
Juanina dijo:

-Doncella, no tenéis que acudir a los halagos, porque yo sospecho que esta vez no
conseguiréis sacar al caballero del monasterio, y, si Dios os concede la gracia de que lo
recuperéis alguna vez, guardaos mucho de volver a llevarlo a un monasterio de mujeres.

Todas las monjas estaban tan efusivas con Curial y con Fiesta, que era digna de
admiración la francachela con que los trataban. Cuando Fiesta se puso a tono con las
bromas, queriendo bromear con las burlonas, dijo:

-Ahora, en nombre de Dios, quedaos con el caballero y yo retiro todo mi derecho; pues
a fe mía yo os juro que no habría durado mucho rato haciéndoos rabiar.

-¿Y cómo es eso? ¿Hasta tal punto lo domináis? –respondieron ellas-.


-Yo no lo domino –dijo Fiesta-, pero yo os veo de tal calaña que esta misma noche os
apostaríais a puñetazos quién se lo quedaba.

Entonces una vieja, que estaba un poco retirada del grupo, dijo:

-Amiga, para eso sois vos la persona oportuna, pues resolveréis la disputa quitando la
ocasión. Y yo no sé de qué calaña nos veis, pero, por la que yo veo en vos, entiendo
que, mientras os dé pie a ello, no lo perderéis de vista.

Duró más aún la jarana, hasta que una señora joven y muy gentil, que se llamaba
Gileta de Berri y que todavía no había dicho nada, acercándose a Fiesta, dijo:

-Hermana mía, al margen de las burlas, yo os invito a dormir conmigo esta noche.

Respondió Juanina:

-¿Y no os valdría más invitar al caballero?

Contestó Gileta:

-No, que no me valdría para nada. Sea para la priora, en nombre de Dios, que bien sé
que no lo compartiría con nadie; pero ella, por lo menos, no se me opondrá.

Y Fiesta accedió. Entonces la priora, dando por acabados los juegos, se puso de
pie; y lo mismo hicieron las otras. Y la priora dijo:

-Caballero, a fe mía, desde que yo estoy en este monasterio no recuerdo que nos
hubiéramos divertido tanto como hemos podido hacer a vuestra costa y de esta doncella;
que Dios os bendiga por haber pasado por aquí. Por lo que os ruego, por vuestra virtud y
honor, que nos confeséis vuestro nombre, a fin de poder preguntar cómo os va en el
torneo e interesarnos por vos.

Respondió Curial:

-Señora, yo os prometo lealmente que, si se me hubiese otorgado licencia para decir mi


nombre a alguien en el mundo, muy gustosamente os lo diría a vos.

-Al menos –dijo la abadesa-, os ruego de parte de la señora que más amáis en este
mundo que me digáis qué escudo llevaréis en el torneo.

Respondió Curial:

-Un escudo negro.

-¡En nombre de Dios -dijo la priora-, habrá muchos escudos negros!; concretad qué
contraseña lleváis para poder reconoceros mejor.

Respondio Curial:
-Os voy a decir más de lo que tenía pensado decir: yo llevaré en el escudo un halcón
encapirotado, con un aro de búfalo en el cuello.

La abadesa le dijo:

-Yo ruego a Dios que os permita volver con el honor a que vos aspiráis; y a vos os
ruego que, si es posible, al volver del torneo, os dignéis pasar por este monasterio.

A lo cual Curial asintió. En tanto, todas se despidieron de Curial y se fueron a


descansar. Pero Gileta de Berrí, tomando a Fiesta de la mano, se la llevó a su cuarto;
aunque no pudo tenerla a solas porque Juanina de Borbón, Violante de la Sparra, Isabel
de Bar, Blanca de Bretaña, Catalina de Orleans, Mata de Armañac y Beatriz de Foix,
todas juntas, fueron a su celda y montaron allí una gran juerga, con tanta alegría que no
se puede describir.

Y preguntaron a Fiesta por los hechos del caballero. Ella les contó todo lo que
les había sucedido desde que empezó a cabalgar como caballero errante, de lo cual todas
se congratularon mucho y dijeron que sería muy inadecuado si Dios lo hubiera
dispuesto de otro modo; es decir, si caballero tan agraciado no fuese valiente y
venturoso, de modo que lo apreciaron más incluso que antes. Pero Juanina de Borbón,
queriendo chancear aún más con Fiesta, dijo:

-Doncella, yo os ruego que me concedáis una gracia, que tenéis fácilmente a vuestro
alcance y no os costará nada.

Fiesta contestó que le satisfacería poderlo hacer.

-Podréis, si queréis –dijo Juanina-. Lo que yo os pido que hagáis es que vos os pongáis
mi hábito y os quedéis como monja aquí en el monasterio y yo me vaya con el
caballero; así veré cómo tratan estos caballeros errantes a las doncellas que van por los
caminos.

Respondió Fiesta:

-Aunque por ventura os lo facilitase, la priora no lo consentiría.

Respondió Juanina:

-La engañaremos muy bien, pues yo haré que digan que estoy enferma y vos os
quedaréis en la cama tomando jarabes y purgas, haciendo ver que os duelen los ojos; no
saldréis de la celda ni consentiréis que enciendan la luz. Y así lo podremos llevar a
cabo. Y cuando llegue el momento en que se entere, como ya se habrá hecho o al menos
ya habrá pasado el torneo, yo habré vuelto.

Todas se rieron mucho y dijeron:

-A vos os hicieron entre burlas.

-Bien se burla de nosotros esta doncella –dijo Juanina-, pues va por el mundo mirando
todas las cosas bellas y a nosotras nos basta con conocerlas de referencia.
Esa noche se divirtieron con mucho desparpajo gracias a Fiesta, pues haciendo
una gran cama en el suelo, todas se acostaron juntas, vestidas; de modo que allí no se
durmió y pasaron toda la noche entre el recreo y la juerga.

Nueva defensa de Arta

De mañana se levantaron todas, al igual que Curial, quien, armado, montó a


caballo y se despidió de todas ellas. Subida Fiesta al palafrén, le dijo Juanina:

-Decid, doncella, ¿no me contentaréis con los ruegos que os hice ayer?

Respondió Fiesta:

-Señora, ya os contesté que lo haría si estuviera en mi mano hacerlo, pero antes lo


tendríais que resolver con este caballero.

-Ale, marchaos –dijo Mata-, que estando aquí al menos estabáis segura de que no os
tirarían de las trenzas.

Y, entre risas, se marcharon. Y pasó toda la mañana sin hallar ventura digna de
hacer mención. Pero cuando habían caminado casi hasta la mitad del día y los animales
estaban cansados -tanto por el esfuerzo del camino como por el calor exorbitante que
hacía y por no haber encontrado lugar para refrescarse un poco-, llegó un heraldo que
hacía mucho rato que los seguía; y, cuando los alcanzó, dijo:

-Caballero, yo os he seguido a lo largo de más de dos leguas para hablaros de parte de


un caballero que nos sigue, y llegará en breve, pero ruega que lo esperéis para no tener
que seguiros más.

Respondió Curial:

-¿Y qué se le ofrece al caballero?

Dijoel heraldo:

-¿Y vos lleváis mucho cabalgando por este reino?

Curial dijo que no.

-Ya se nota –dio el heraldo-; sino, ya sabríais qué quiere.

Replicó Curial:

-Aunque hubiera cabalgado mucho, no lo puedo saber hasta que me lo diga.

Dijo el heraldo:

-Caballero, esta misma mañana, muy temprano, pasamos por un monasterio de mujeres,
en el que vos dormisteis anoche; y cuando el caballero se quiso informar de algunas
novedades, aunque hubiera otras, no le supieron contar más que las vuestras y de esta
doncella, afirmando todas que era la más bella del mundo. Por ello, el caballero,
deseoso de conseguirla para llevarla al torneo, cabalgó a toda brida para daros alcance;
y, como veía que no os podía alcanzar, me encargó a mí que corriese hasta encontraros
y que os rogase encarecidamente de su parte que se la entreguéis a través mío. Así, le
daríais una gran satisfacción y vos podríais seguir libre vuestro camino; pero de otro
modo, tened la bondad de esperarlo, pues él estará pronto aquí para llevársela según la
costumbre de los caballeros errantes.

Oídas estas noticias por Curial, antes de contestar, miró a Fiesta a la cara y se
puso a reír. Fiesta, absolutamente irritada, le dijo:

-¿Y de qué os reís? Vamos, sigamos nuestro camino y entremos en alguna villa, pues no
puede ser que no demos con alguna; allí estoy segura de que no me tomarán por la
fuerza, pues sólo cogen a las que se tropiezan por los caminos.

Curial no contestó a Fiesta, pero dijo al heraldo:

-Dime, amigo, ¿el caballero está cerca?

El heraldo respondió:

-No sé cuánto habrá avanzado, pero supongo que estará a una media legua más o
menos.

Dijo Fiesta:

-Vayamos lo más de prisa que podamos, pues a mi juicio sería una barbaridad esperarlo
y que llegase a tiempo. Si me queréis hacer caso, no os quedéis aquí; pero si no lo
queréis así, dejadme a mí en lugar seguro, pues yo no quiero seguiros más. Y vos,
podéis ir donde os plazca.

Curial le dijo:

-Amiga, yo no os puedo tener a mejor recaudo que teniéndoos conmigo y


exponiéndome a aventuras para defenderos; o sea que no os apuréis y venga en nombre
de Dios el caballero, que quizás no se fije en vos.

-Señor –dijo ella-, yo os suplico por piedad que me saquéis de aquí y me llevéis a lugar
seguro.

-De acuerdo –dijo Curial-; volvamos al monasterio y, ya que tanto lo queréis, os dejaré
allí.

-¡Qué desgracia! –dijo ella-. ¿Y si viene por este mismo camino el caballero?

A lo que Curial dió en reírse. El heraldo se adelantó y dijo:

-Doncella, no se os haga cuesta arriba esperar al caballero, pues,a fe mía, os juro que
por suerte no hay en este reino caballero que cabalgue mejor, ni más valiente, y estoy
seguro de que, en cuanto lo hayáis visto, os apetecerá ir en su compañía; pues, aunque
este caballero que os acompaña está de buen ver, no debe desplacer tener uno mejor –si
se puede-. Porque, a fe mía, vuelvo a jurar que de los caballeros que he conocido hasta
aquí, él es el mejor y el más valiente.

El heraldo esperaba que estas informaciones agradasen a Fiesta y por ello se


esforzaba en alabarlo todo lo que podía; pero ella creía que iba a explotar y con los ojos
llenos de lágrimas se dejó resbalar del palafrén y se arrodilló ante Curial, rogándole y
suplicándole, de parte de la señora que a él le había encomendado, que no la retuviese a
la fuerza en aquel sitio ni esperase más al caballero.

Curial, impresionado por haber oído nombrar a la señora, no sabía qué decidir y,
estando en esta duda, el heraldo dijo a gritos:

-He aquí al caballero.

Por lo que Curial embrazó en seguida el escudo y la lanza, y ordenó a Fiesta que
montase a caballo; y así se hizo. El heraldo fue hacia su señor y le contó cómo el
caballero le había esperado y no se había movido del sitio en que lo había encontrado,
añadiendo esto: que ella era la más bella doncella que jamás hubiera visto. Dijo
entonces el caballero:

-¿Me la dará por las buenas o querrá defenderla en batalla?

Respondió el heraldo:

-Me temo que la querrá defender, porque, si no lo quisiese así, habría continuado su
camino; pero, viendo que os ha esperado, no hace el efecto de que os tema mucho.

-Ahora, ve –dijo el caballero; dile que me la dé o que se prepare para defenderse.

El heraldo fue y le contó su embajada, a lo que respondió Curial:

-Dile al caballero que una carne como la de esta doncella se vende a precio de sangre y
no se puede tener de otra manera.

Y antes de que pudiese haber transmitido la respuesta, ya estaba Curial en pose


de justar. El caballero, oído el mensaje del heraldo, también espoleó a su caballo y corre
hacia Curial y, al encontrarlo, pega tan fuerte con él que le hace volar en varios trozos la
lanza; pero, cuando Curial pretendió atacarle en el escudo, el caballo del caballero
irguió la testa tan alto que Curial lo hirió en la frente, de manera que el caballo cayó
yerto. El caballero, ante esto, botando de la silla, prorrumpió a decir a gritos:

-Ciertamente que no ha sido un golpe de caballero el vuestro, pues el hijo de la yegua no


os había atacado ni os había pedido la doncella; mas vos, como un cobarde, me habéis
matado al caballo para sortear la batalla. Yo no sospechaba que quisieseis vender a la
doncella a precio de sangre de caballo. A pesar de todo, os emplazo a luchar a pie, y
voto a Dios y a la Virgen María que, si descabalgáis, en venganza de mi caballo, o yo
perderé la vida o bien os la quitaré; y si huís, os habréis comportado dos veces como
mal caballero. Y pensad que, mientras yo os pueda perseguir con algo punzante hasta el
fin del mundo, no os escaparéis.

Curial se lo miró y, antes de contestar, se apeó; luego dijo:

-Caballero, sois muy descortés al hablar, porque yo no ataqué a vuestro caballo con
alevosía, sino que, cuando me acerqué a vos para atacaros, él alzó la testa de modo que
yo, sin quererlo, di en donde no hubiera querido dar; pero por ventura el caballo ha sido
la causa de vuestra salvación y se llevó la pena del ultraje que vos me pedís.

Aunque, según suenan vuestras palabras, vos queréis vengar a vuestro caballo y
darme batalla a ultranza: aquí está mi caballo, y como entendéis que uno de los dos debe
morir aquí, al otro le bastará un caballo. O sea que: o no necesitaréis caballo o bien os
quedaréis con éste, que os conducirá hasta que logréis uno mejor.

El caballero apenas le dejó terminar de hablar, ya que, con el escudo al brazo y


la espada en la mano, corre hacia Curial y descarga en el escudo con toda su fuerza.
Curial, asimismo, lo ataca con todo su impulso y, redoblando los golpes, veríais llover
por todos lados cantos de escudo y salir chispas de los yelmos al roce de las espadas; los
caballeros no paran de moverse y cada uno de ellos se desvive por vencer al contrario.
Si cada uno de ellos se tenía por fiero y valiente, había encontrado quien lo entretuviera
un rato largo, pues en aquel encontronazo lucharon desazonadamente, con todo su
saber, sin atender a otra cosa que a descargar golpes a destajo. Tanto duró este primer
asalto que bien hubieran querido ambos descansar, si el competidor hubiera dado un
receso; pero se lo impedía la vergüenza, que les obligaba, contra su voluntad, a seguir
lidiando.

Los escudos habían llegado a tal extremo que, si la batalla duraba más, de poco
se hubieran podido aprovechar, y las cotas, completamente rotas, habían perdido
muchas mallas; ellos perdían sangre por las heridas, que les iban debilitando, amén del
calor, que les era harto desagradable y que continuamente iba en aumento. A ello se
añadía que en aquel día no habían comido ni bebido, por lo que se sentían saturados y
no podían continuar. Entonces, el requiridor reculó un poco y clavó el maltratado y poco
escudo que le quedaba en tierra; Curial, al verlo apartarse, no le acosó ni se movió de su
sitio, pero tenía tanta necesidad de descanso como el otro, pues nunca había encontrado
quien rivalizase con él tan de cerca.

El heraldo, que había seguido la lucha hasta ese punto, se acercó a la doncella,
que estaba arrodillada, con las manos juntas y los ojos puestos en el cielo, derramando
lágrimas a raudales, y le dijo:

-Doncella, no lloréis, pues o yo me equivoco o vos os quedaréis esta vez con vuestro
caballero.

-Pobre de mí –dijo la doncella-. ¿Y quién me lo asegura?

Respondió el heraldo:

-La espada de vuestro caballero os lo asegura, porque, por mi fe, yo no creo que haya ni
pueda haber en el mundo mejor caballero, pues hasta ahora él se lleva con creces la
mejor parte. Y si se mantiene tan valientemente de aquí en adelante, la batalla acabará a
su favor; desde luego, hasta ahora no he conocido caballero, salvo el vuestro, que se
haya podido defender de mi amo; a pesar de haber encontrado y guerreado con muchos.
Pero ahora lo veo muy cansado y no resiste más; si no, ya se hubiera puesto en
movimiento para hostigarle.

Las monjas ponen fin a la batalla

Habían descansado un buen rato los caballeros, cuando Curial vió una gran
polvareda con gente que venía por el camino atropelladamente, por lo que dijo:

-Caballero, vislumbro una gran polvareda y me figuro que es de gente que viene hacia
nosotros, y, si antes de que lleguen no habéis vengado a vuestro caballo, intuyo que, si
se ponen entre nosotros, perderéis la oportunidad de hacerlo.

Por lo que el caballero, levantando el roto y menguado escudo que le quedaba,


se aferró a la espada y volvió a atacar a Curial. Pero Curial dió un bote, tan ligero como
si no hubiera luchado en todo el día, y, acercándose al caballero, lo embistió con la
espada, a la vez que el caballero a él; y ambos sacaron fuerzas de flaqueza. Pero Curial,
ansioso por el honor de esta lid, antes de que llegase la gente, concentra toda su fuerza y
le da un sinfín de duros y pesados golpes, combatiéndole con mucha enjundia, con tanta
potencia y acritud que el caballero ya no sabía dónde tenía la cabeza, pues no sólo no
tenía opción a atacar sino tampoco a defenderse; de modo que iba retrocediendo
abochornado y no sabía adónde recurrir, pues ya no confiaba en su propia capacidad
como caballero. Y Curial lo acechaba sin cejar, con mayor contumacia y mejor que
nunca.

Entonces el heraldo, que vio a su señor en situación tan desesperada, dándole a


las espuelas se apresuró al encuentro de los que venían por el camino, y advirtió que era
la priora del monasterio del que habían partido de madrugada con un tropel de monjas;
y les dijo llorando:

-Corred, señoras, sino mi amo morirá.

A esto, las monjas apretan a correr lo más de prisa que pueden; pero, por mucho
que aceleraron, el caballero -que, de agotamiento y por la sangre perdida, no se
aguantaba derecho- ya había caído de espaldas y Curial estaba erguido sin saber qué
hacer: si matarlo o dejarlo con vida. Entretanto llegan las buenas señoras y, apeándose,
se precipitan hacia Curial y le suplican por piedad que deje de combatir hasta haber
conversado con él. Por lo que él se retiró hacia atrás, lo que le era bien necesario, pues
estaba tan agotado que, si el otro hubiese podido seguir, no hubiera aguantado mucho.

La priora se dirige primero al caballero que yacía tendido y el heraldo le levanta


la visera del yelmo; lo miran, y ven que parece muerto. Sin embargo, estaba vivo,
aunque se hallaba tan exhausto de cansancio que no podía soltar ni el aliento, ni por
consiguiente hablar; por otro lado, estaba tan atontado por los golpes que había recibido
en la cabeza, que, de alelado, apenas podía entreabrir los ojos. Entonces, la priora, con
las señoras, le echaron agua de rosas por la cara y le secaron el sudor hasta que recobró
la conciencia y, haciendo una parihuela con sus mantos, lo reavivaron y empezaron a
preguntarle cómo se encontraba. Él, del modo que pudo, respondió que bien y que
quería volver a la batalla, de lo que las monjas y los allí presentes -viéndole en situación
tan penosa y que aún pretendía mayor pena- se rieron a gusto.

La priora dijo:

-Caballero, yo os ruego, señor, por el honor y el bien que os definen, que me queráis
conceder una gracia que os voy a pedir.

El caballero accedió. Y la priora dijo entonces:

-Lo que me habéis concedido es la paz entre el caballero y vos; y que, liberándole de
esta batalla, se pueda ir sin resabio alguno.

El caballero respondió:

-Señora, por el afecto que me inspiráis, me parece bien, a condición de que me entregue
la doncella por la que hemos luchado.

Al oírlo, la priora se echó a reír -y con ella, todas las demás- y dijo:

-No os preocupéis ahora por la doncella, que no la necesitáis; cuando os recuperéis


quizás podréis conseguir alguna, pues van muchas al torneo. Dejad a esta, que no os
quiere.

Pero el caballero replicó:

-Ahora, señora, por el afecto que os tengo, me avengo a dejársela: hoy. Pero que se dé
por avisado que si me encuentro otro día con ella, se la quitaré o llegaré al extremo.

-Así sea –dijo la priora-.

En seguida fue hacia Curial, que estaba hablando con su doncella y, con la
mayor delicadeza que pudo, le dijo estas palabras:

-¡Oh, valeroso y muy noble caballero, y dulce huésped nuestro! He maldecido mil veces
mi vida en el día de hoy porque nosotras mismas hemos sido las causantes del suceso
acaecido; pues este caballero, que se llama Bertrán del Chastell, no hubiera sabido que
vos llevabais a una doncella como compañera, si ellas y yo no se lo hubiéramos dicho.
Y en cuanto lo supo, y sobre todo al oírnos alabar su gran belleza, se marchó enfurecido
y dió en perseguiros. Pero os juro por Dios que yo no habría venido aquí si no fuera
porque me consta que es el caballero más valiente y aguerrido de este reino, pues sabed
que todos los del linaje del Chastell son caballeros muy fuertes y valerosos. Y temiendo
por vos, vine galopando lo más rápido que pude.

Mas, alabado sea Dios, que el evento ha seguido un curso que yo no había
pensado, por lo que tengo y he tenido un gozo increíble. Así pues, os ruego, junto con
las señoras que me acompañan, que perdonéis a dicho caballero, porque, a fe mía, no
creo que sobreviva; y no os preocupéis más por la batalla, pues, tal como lo veo, aunque
vos quisieseis luchar, él verdaderamente no podría.
Curial que estaba deseoso de complacer en todo a la priora, le respondió que por
nada del mundo desatendería su ruego; antes bien, tenía su intervención como algo muy
de agradecer, alabando a Dios por haberla traído a este lugar y afirmando que, si por
esta vía no se ponía fin al litigio, él no podía imaginar qué otro fin podría haber tenido
la batalla, porque aquel caballero era tan obstinado que sólo la muerte les hubiera
pacificado.

Todas las monjas, que estaban en torno a Curial y a su doncella, le curaron las
llagas; luego hicieron otro tanto con las llagas del otro caballero. Pero éste se hallaba en
tan mal estado que no se movía de la camilla en que lo habían depositado. Y Curial se
acercó y le dijo:

-Caballero, vos me enviasteis a decir por mediación de este heraldo que os esperase aquí
y yo os esperé; y aún os espero y esperaré mientras lo tengáis a bien. Si queréis que os
siga esperando, decídmelo, porque yo os complaceré; en otro caso, si me dais licencia
para partir, yo seguiré a vuestra disposición.

El caballero respondió:

-Caballero, a ruegos de estas buenas señoras, de las que ni puedo ni debo ni quiero
desestimar, por el momento os doy por liberado; pero, si por ventura, os encuentro otro
día, vos me daréis o la doncella o la muerte. Pues, si estas señoras no hubiesen venido,
el suceso hubiera tenido otro final.

Curial, mosqueado ya, replicó diciendo:

-Caballero, yo dejaré mi decoro en el hablar y diré lo que no debería ni es propio decir a


un caballero, pues vuestro gran ultraje me impele a decir lo que normalmente callaría si
vuestra descortesía no hubiese excedido mis límites. Yo os hubiera podido expulsar de
este mundo si hubiera querido; y os ruego, si amáis en algo vuestra vida, que os quitéis
de la cabeza tal sinrazón, porque yo no os considero tan duro ni tan enérgico como para
dar crédito a vos ni a vuestras amenazas. O sea que curaos y después podréis amenazar.
Y para que podáis perseguirme y averiguar dónde estoy, sabed que me llamo Curial y
que, a lo largo de este camino y después en el torneo, llevaré un escudo negro con un
halcón encapirotado, por los que me podréis reconocer.

Y si por ventura no nos encontráramos en el camino o en el torneo, de seguir


vivo, me localizaréis en la corte del rey, donde hay lizas para vos y para mí, y yo seré
vuestro oponente de buena gana. Y si sois tal caballero como decís ser, no se os deberán
olvidar las palabras que habéis dicho ni las que habéis oído.

Volviéndose a la priora y a las monjas, se despidió; y ellas lo abrazaron y le


hicieron muchas caricias, así como a su doncella. Y, montando a caballo, se fueron.

Caminaron tanto que llegaron a la casa de un caballero entrado en años y muy


honorable, y, descabalgando, fueron muy bien recibidos y se les sirvió honorablemente.
Curial permaneció aquí unos cuantos días curándose de sus heridas, y se aparejó muy
bien de armas y de caballo, y se puso a punto para seguir y retomar su camino.
Las monjas cogieron al caballero y, con gran dificultad, consiguieron llevarlo
hasta el monasterio; lo acostaron y le hicieron curar las heridas que tenía. Mientrastanto
no hablaron de nada que le pudiera ser desagradable, puesto que por el heraldo se
enteraron de todo lo ocurrido entre él y Curial. Y cuando, una vez provisto de armas y
de cabalgadura, se quiso ir, dijo:

-Señoras, a Dios os encomiendo. Yo os prometo que, en buena fe, si encuentro al


caballero que sabéis, le arrebataré la doncella, por mucho que le duela, y haré con él lo
que él, de haber podido, hubiera querido hacer conmigo.

La priora, que amaba mucho a Curial, respondió:

-Caballero, ¿es que aún no habéis recobrado el juicio, pues no os da vergüenza


pronunciar estas palabras? ¿Por qué no preguntáis a vuestro heraldo cuán malherido
estabais cuando nosotras os recogimos? Porque veo que vos no lo sabéis. Yo os ruego
que no le vayáis más detrás ni os obsesionéis con su doncella, porque, por lo que he
entreoído, vos no saldréis ganando nada con él. Y dad por seguro que no encontraréis en
todos sitios prioras que os salven de la muerte.

-¿Cómo, señora? –dijo el caballero-.

-¿En qué estado estaba yo cuando vos me atendisteis?

-Decídselo vos, heraldo –dijo la priora-.

Entonces el heraldo le dijo:

-Es cierto, mi señor, estabais tan desastroso estado, que de vos a la muerte no mediaba
ni un par de dedos, pues habíais caído de espaldas y no dabais señal de levantaros; y si
el otro os hubiera querido enviar al otro mundo, lo hubiera podido hacer, ciertamente. Y
temí mucho que no fuera así, si hubiera querido vengarse del gran ultraje que vos le
inferisteis y las frases injuriosas que pronunciasteis.

Y os juro, en buena fe, que -a mi parecer, y no creo que me equivoque- el


caballero, en cuanto se vió libre de vos, hubiera podido combatir con otro caballero que
fuese de vuestro calibre y obtener tan buen resultado como el que de vos había tenido:
¡con tal coraje le vi reemprender el segundo asalto!, que pegaba con tanta vehemencia
como si estuviera empezando; y calculad como estabais vos que ahora ni lo recordáis.
Tened por seguro que nunca vi caballero en mayor riesgo del que vos estabais, y os
suplico que sigáis el consejo que os da la priora y no vayáis detrás de este caballero,
porque no acrecentaríais mucho vuestros días ni vuestro honor.

Entonces el caballero, cabizbajo, picó de espuelas al caballo y, en silencio, lleno


de oprobio, se marchó de allí.

Muerte del señor de Montebruno

Partiendo, pues, Curial de casa del prohombre, fue cabalgando de mañana hasta
encontrar a un caballero que llevaba a una doncella, la cual no hacía mucho que había
sido robada a un caballero, que había sido derrotado; y la doncella exhalaba el planto
más lastimero del mundo. Cuando Curial, que seguía su ruta, se aproximó a ellos, la
doncella sumida en un mar de llanto, descendiendo de la jaca, fue hacia él y, con voz
entrecortada por los lloros, dijo:

-Señor, os suplico, por piedad, que me devolváis a un caballero, del que me han
separado hace poco y al que han abandonado herido en el camino, porque, si no se le
socorre, me imagino que con presteza morirá.

Curial respondió:

-Doncella, ¿y quién es el caballero malherido?

-Señor –dijo ella-, es el señor de Monlesú.

Al oír su nombre, Curial se quedó helado porque el señor de Monlesú era gran
amigo suyo y no hacía mucho tiempo que habían estado juntos en Alemania, donde ese
caballero había realizado hechos de armas de los que salió muy prestigiado.En seguida,
se dirigió al caballero y le dijo:

-Caballero, os ruego, en la medida que soy capaz, que dejéis volver a la doncella con el
caballero que la acompañaba, porque, según dice, está herido y, si no se le socorre, pude
morir.

El caballero respondió:

-Yo os doy contento esta doncella, siempre que me déis la vuestra.

Curial replicó:

-La mía no os la podéis quedar y yo tampoco quiero la vuestra; pero si me hacéis el


favor de complacerme en esto, yo os quedaría muy reconocido; y, en cualquier caso, os
podría retribuir con algo que lo equiparase.

El caballero, al ver que se lo pedía con tan buenas maneras, dedujo que no era
caballero para pedírsela por medio de batalla, y dijo:

-Caballero, este asunto se desenvolverá así: os tendréis que pelear conmigo; y tendréis
dos doncellas o ninguna, porque de otro modo no podréis partir de aquí.

En seguida, espoleó al caballo y, alejándose para tomar impulso, volvió la


cabeza hacia Curial y lo embistió de tal manera que le troceó la lanza por completo;
pero Curial, que era muy superior, más forzudo y más hábil, le dió de pleno con tal
fiereza que lo lanzó del caballo a la distancia de una lanzada. El caballero, que era muy
flexible y musculoso, y no se había hecho daño con la caída, se levantó inmediatamente
y con gran arrojo se llevó la mano a la espada, diciendo:

-¡Abajo, caballero, abajo! Descabalgad y echaos a tierra para luchar a espada, porque os
concedo la ventaja con las lanzas hasta el momento.

Curial respondió:
-Caballero, la costumbre de los caballeros errantes es hacer una justa y que el que salga
mejor parado se lleve la doncella.

El caballero replicó:

-Pues no os la llevaréis si antes no me combatís a pie.

Curial contestó que no tenía intención de luchar ni lucharía más para este caso; y
acercándose a la doncella le dijo que montase a caballo. Y cuando un escudero de Curial
desmontó para ayudarle a montar a la jaca, el caballero, con la espada desenfundada, se
puso en medio, impidiéndoselo. Por lo que Curial, chamuscado ya, se adelantó y dijo:

-A fe mía que montará, lo queráis o no.

Y gritó al escudero.

-¡Venga, arriba! Súbela al caballo.

Y por mucho que el caballero vociferaba: “¡No la subirá, vive Dios!”, el


escudero se avanzó y asió a la doncella para auparla. Por lo que el caballero, fuera de sí
y llevado por una ira incontenible, dió al escudero con la espada, hincándosela por el
vientre, y el escudero gritó con gran voz:

-¡Señor, por vos muero!

El caballero, no satisfecho todavía, girándose hacia la doncella, que con todo su


empeño intentaba cabalgar, la atacó igualmente con la espada, dejándola muerta en el
suelo.

Curial, que presenció la muerte del escudero y la de la doncella, creyó perder el


sentido y faltó muy poco para que, a caballo, tal como estaba, lo atropellara y pisoteara
con su cabalgadura, pues no merecía otra muerte; pero, finalmente, prefirió descabalgar
y combatir. Y, en seguida, se apeó. El caballero no esperó a que Curial fuese hacia él,
sino que, con un empuje increíble, se echó a correr contra él. Curial, a su vez, repleto de
despecho, arremete en contra de él; y se dan secos y terribles golpes de espada. El
caballero se esforzaba mucho, ya que era muy osado y de gran constancia, pero
verdaderamente la fuerza no respondía a la excelencia de su ánimo; porque, como el
asalto duraba mucho, al no poder el caballero levantar el brazo de cansancio ni recobrar
el aliento, pensó que Curial, según la usanza de los caballeros errantes, daría lugar a una
tregua para descansar un poco y se hizo atrás. Pero Curial no tenía este propósito, sino
que lo siguió combatiendo más duramente que antes y le golpeaba tan seguido que no le
daba tiempo a reaccionar; por lo que el caballero se dió por perdido y, no luchando a la
ofensiva -ya que no podía-, se limitó a actuar a la defensiva. Pero no le valió de nada,
porque Curial lo acorralaba hacia una muerte segura y lo sacudía tan terriblemente que
el caballero ya no podía dar un paso. Por ello, se dirigió así a Curial:

-Caballero, ¿vos sabéis con quién combatís?

Respondió Curial:
-No, ni lo quiero saber.

-Pues sabed que yo muero luchando con vos y que habéis matado al señor de
Montebruno.

Dicho esto, se derrumbó. Curial respondió:

-Ciertamente, si habéis muerto, yo digo que ha muerto Breuso Sin Piedad y no otro; y,
seáis señor de Montebruno o de Montenegro, vos habéis merecido ahora el daño que
tenéis o peor.

Y mandó a su otro escudero que le quitase el yelmo de la cabeza. Al quitárselo,


halló todavía vivo al caballero; pero Curial mandó al escudero que le cortase la cabeza y
la lanzase tan lejos como pudiese. Y así se hizo.

Tras morir el señor de Montebruno de la forma que habéis oído, Curial ordenó a
su escudero que no se moviese de aquel sitio hasta que él enviase a alguien para recoger
al escudero y la doncella muertos. Y se puso a cabalgar a todo correr. Y yendo por el
mismo camino por el que había visto venir a la doncella y al caballero, se encontró con
el señor de Monlesú –quien había sido derribado por el otro caballero y tenía rota una
pierna- en la cuneta. En seguida se hizo a tierra y le dijo:

-Caballero, ¿qué mal tenéis que no os levantáis del suelo?

El caballero respondió:

-Señor, hace mucho rato ya que, yendo por este camino con una doncella que llevaba al
torneo, encontré a un caballero solo, sin compañía alguna, que me quiso arrebatar a la
doncella según el mal uso de este reino, por lo que me vi forzado a luchar con él; y tuve
tan mala suerte, que nos tiró al caballo y a mí al suelo, cayéndome el animal encima de
esta pierna y rompiéndomela por la mitad; de modo que yo no me he podido mover de
aquí. Él no se preocupó más que de llevarse a la doncella, por el mismo camino por el
que venís; por lo que me extraña que no hayáis dado con ellos.

-Sí , ciertamente que los he encontrado –respondió Curial-, lo cual me entristece mucho.

Sujetó al caballo y lo mejor que pudo, con ayuda de la doncella, pusieron encima
al caballero y le preguntaron si había por allí cerca algún lugar para poder alojarse.
Respondió el caballero:

-Sí, aquí cerca hay una abadía de monjas, de donde salí esta madrugada.

Se pusieron en ruta y llegaron al monasterio, donde fueron recibidos y atendidos


con grandes atenciones; y colocando al enfermo en una habitación, se encargaron
solícitamente de su cuidado. Curial seguidamente hizo recoger al escudero y a la
doncella que habían muerto y los hizo enterrar en aquel monasterio, dejando esculpida
la causa de la muerte del caballero y de los demás. Asimismo, envió gente al camino
para hacer desarmar al caballero de Montebruno, a quien hizo enterrar allí mismo,
haciendo hincar un gran palo, en el cual mandó colgar el arnés del caballero; e hizo
escribir en un rótulo, que clavaron en el palo, la causa de la muerte del señor de
Montebruno, el cruel.

Y sin darse a conocer al caballero, se marchó con su doncella, con quien


continuó cabalgando por el camino de Melun, a la par que reflexionaban sobre estos
sucesos. Antes, hizo heraldo al escudero, al que puso el nombre de “Venganza”,
dotándole de armas y divisa, en la que se leía escrito: “No te eleves tanto que te
ensoberbezcas, ni te rebajes tanto que desmerezcas“.

Los parientes del señor de Montebruno quieren vengarlo

A Curial, aunque le gustaba comprobar la fuerza de su cuerpo, le disgustaban


mucho estos escándalos y hubiera preferido que no hubiera muertos ni ofensas a Dios;
de modo que andaba muy triste. Pero la Fortuna todavía estaba insatisfecha y le buscaba
cada día nuevas cosas que le deparasen infortunios. Así, cuando dejaron el monasterio,
donde habían reposado unos días, al poco trecho -pues no se había alejado mucho de
allí-, encontró un enano, el cual, al verlos dijo:

-Caballero, os ruego que os detengáis un poco para hablar con vos.

Curial se detuvo y dijo:

-Amigo, di lo que quieras, que te atenderé y te oiré con agrado, todo el rato que quieras.

El enano dijo:

-Señor, os ruego que me digáis si venís del monasterio cercano.

Curial respondió:

-Así es; he pasado allí unos días.

Dijo el enano:

-¿Y había allí algún caballero, aparte de vos?

-Sí lo había –dijo Curial-.

Entonces dijo el enano:

-Señor, os diré por qué lo digo; me han enviado por dos caballeros, que están buscando
a otro caballero que dicen que ha matado al señor de Montebruno hace pocos días. Y
estoy seguro de que, si lo encuentran, se puede dar por muerto; y querría que alguien le
avisase de esto, a fin de que no se vea en tan gran riesgo.

Respondió Curial:

-¿Y quiénes son los caballeros que te envían?


-Uno se llama Carlos de Montebruno, caballero noble y valiente, hermano del muerto;
el otro es su tío, Jaime de Montebruno.

-¿Y vienen por este camino? –preguntó Curial-.

-Así es –respondió el enano-; dentro de no mucho rato los encontraréis.

Entonces dijo Curial:

-Amigo, ve en nombre de Dios, que cuando llegues al monasterio te darán noticia del
caballero que andas buscando y podrás enterarte del desarrollo de los hechos.

El enano contestó:

-Señor, os ruego que os desviéis del camino, porque es tal la felonía de aquellos dos
caballeros que por nada del mundo dejarán de daros batalla.

Curial dijo:

-Amigo, muchas gracias por el consejo. No se meterán conmigo porque yo tampoco me


meteré con ellos.

-Y si no os dejan pasar sin combatir –dijo el enano-, ¿qué haréis?

Y Curial respondió:

-Ahora no lo sé, con el problema vendrá la solución.

En éstas, el enano se fue y llegó al monasterio, donde encontró al señor de


Monlesú, todavía no repuesto y que no sabía nada de lo ocurrido, porque Curial había
dejado dispuesto que no se lo dijesen; el enano interrogó al abad sobre el suceso y el
abad le mostró el cartel donde se relataba todo el suceso. A lo que dijo el enano:

-¿Se trata del caballero que topé en el camino, que iba con una doncella y llevaba un
escudo negro?

-Ése mismo –dijo el abad-.

-Pues ciertamente –dijo el enano-, a estas horas yo creo que ya estará muerto, porque él
iba por una ruta en la que daría de seguro con los que iban al acecho para quitarle la
vida.

Acto seguido, sube apresuradamente al caballo, y, al trote, vuelve por el camino


por el que había venido, hasta encontrar a Curial; y le dice:

-Caballero, ¿cómo podéis ser tan necio que, sabiendo lo que habéis hecho y habiendo
oído lo que yo os he dicho, seguís por este camino?

Curial respondió:
-No he visto aún otro camino y no lo puedo dejar hasta que encuentre un desvío.

-Os arrepentiréis –dijo el enano-, cuando no haya remedio.

Y dando a las espuelas, se encaminó hacia los caballeros. Un poco más allá, los
encontró y les contó todo lo que había ocurrido, tanto el primer parlamento con el
caballero como la ida al monasterio y la muerte del señor de Montebruno: que murió
merecidamente a manos de un caballero que se hallaba cerca de allí, al cual había
advertido de nuevo, pero que no quería abandonar el camino, aunque él se lo había
aconsejado previniéndole que dos caballeros le andaban buscando.

Entonces, los caballeros se pararon en medio del camino y dijo el hermano del
muerto:

-Señor y tío mío, yo os ruego que no pongáis vuestra mano sobre el caballero, porque
yo lucharé con él y vengaré a mi hermano, pues si lo combatimos juntos actuaríamos
como villanos y se nos imputaría por gran villanía.

El tío le dió la razón. Por lo que Carlos de Montebruno se preparó para la batalla
y enviaron el enano al caballero para que se preparase para una batalla a ultranza. Curial
embrazó la lanza y el escudo, ajustó bien el caballo y, a paso muy lento, se mantuvo en
su camino. Los dos caballeros, galopa que te galoparás, parecía que se les escapase el
tiempo para vengarse. En cuanto alcanzaron al caballero, Carlos de Montebruno le dijo:

-Caballero, tú has matado a mi hermano pérfidamente.

Curial respondió:

-Tú mientes por tu boca, pues no lo maté con desafuero; y si fui la causa de su muerte,
no soy culpable. Pero, defendiéndome de la acusación, lucharé contra ti.

Dijo en respuesta Carlos:

-Lo pagaréis antes de iros de aquí.

Curial respondió:

-Ocurre muchas veces que queriendo borrar las afrentas de otro crecen las propias.

Carlos de Montebruno clavó las espuelas a su caballo y con la mayor velocidad


que pudo fue contra Curial y lo hirió tan poderosamente que convirtió la lanza en
astillas. Curial, que comprendió que tenía que esforzarse al máximo, le atacó con tal
habilidad que perforándole el escudo le incrustó el hierro de la lanza en el pecho,
choque que provocó que Carlos de Montebruno cayera a tierra muerto. Y Curial, al
partírsele en dos la lanza, pasó al otro lado, por lo que su escudero se acercó en seguida
a él y le dió otra muy recia que le tenía guardada.

Asiéndola, miró al otro caballero, a la espera de sus movimientos. El caballero


aguardaba a que el otro se levantase. Por lo que Curial, viendo que uno no se
incorporaba y el otro no se movía, dijo al escudero y a la doncella:
-Vámonos, en nombre de Dios.

Y reanudaron la marcha. Mas Jaime de Montebruno, al ver que su sobrino no se


alzaba y que el caballero se iba, se puso a gritar dando voces:

-Esperad, caballero, que no os vais a ir así de aquí.

Y dando a las espuelas lo acomete y le da en medio del escudo un golpe tan seco
que se le quebró la lanza; pero él ciertamente no tuvo el mismo encuentro, pues Curial
le dió un golpe con tal pericia por la mitad del escudo que lo echó abajo del caballo
bochornosamente, dándose tal batacazo al caer que no se quedó ya en condiciones de
combatir. A la vista de esto, Curial se mantuvo quieto, a la espera de lo que fuera a
hacer y entregó la lanza a su escudero. El caballero se logró levantar con gran ahínco y
renqueando, ya que no podía moverse de otra manera, dijo a Curial:

-Caballero, os ruego que descabalguéis, pues os quiero hablar.

Curial se apeó y fue hacia el caballero, el cual le pidió que le explicase cómo
había muerto el señor de Montebruno. Curial se lo dijo todo sin alterar en nada los
hechos. A lo que dijo el caballero:

-Amigo, marchaos en nombre de Dios, donde quiera que vayáis; os libero de toda culpa
pues habéis hecho lo que un buen caballero debe hacer y, si os hubierais comportado de
otro modo, habríais injuriado a la caballería.

Curial, a la vista de esto, volvió a montar y se fue. El otro hizo retirar al


caballero difunto y, yendo al monasterio, lo hizo enterrar allí sin honores e hizo publicar
en un anuncio la causa y las circunstancias de la muerte. Y habló con el señor de
Monlesú -pariente suyo-, que todavía estaba convaleciente y no sabía nada de los
acontecimientos. Cuando éste se enteró de la muerte de su doncella se quedó
anonadado. Pero, al enterarse de todos los otros hechos, se lamentó de no haber
conocido al caballero que le había vengado tan diligentemente; aunque se dió cuenta
tarde, pues nunca llegó a saber quién era.

Cuatro caballeros aragoneses

Durante toda la mañana continuó Curial por aquel camino, buscando un lugar
para poderse albergar. Y Fiesta le dijo:

-Curial, os ruego que no cabalguéis más como caballero errante, porque veo que os
acarrea grandes peligros y no puede ser que alguna vez deje de ocurriros un gran daño.

Curial le respondió que por nada del mundo lo iba a dejar, sino que iría siempre
así hasta llegar al torneo, pues le avergonzaría ir de otro modo. Iban por el camino, en
medio del calor del mediodía, cuando el sol es más intenso, muertos de sed, con los
animales fatigados y sin hallar sitio donde poder refrescarse un rato. Y Fiesta miraba a
Curial y repasaba sus hechos de armas.
Yendo andando, atisbaron a lo lejos una gran arboleda y se encaminaron hacia
allí; cuando llegaron, encontraron un estanque, con agua abundante, que brotaba de una
fuente bella y agradable que había cerca. Enseguida, descabalgaron y se pusieron a
reposar, al cobijo de la frescura del agua y la sombra de los árboles; y sacaron pan, vino
y otros alimentos que llevaban para comer. Asimismo, quitaron el freno a las
cabalgaduras y las dejaron pacer sueltas por la hierba, que era tierna y buena.

Mientras retozaban por aquel paisaje verde, un caballo, completamente blanco,


muy hermoso, se acercó al caballo de Curial y se empezaron a morder, armando un gran
jaleo; Curial y los suyos se giraron hacia aquel lado y al ver el caballo se extrañaron
mucho. Y Curial dijo:

-Este caballo se le ha escapado a algún caballero; cogedlo y guardadlo para su señor.

Los escuderos corrieron hacia el caballo, pero, al alcanzarlo, habían llegado


otros cuatro escuderos que cogieron el caballo y se lo llevaron; los de Curial volvieron a
su sitio. Entonces Curial dijo:

-¿Quiénes son los que se han llevado el caballo?

-No lo sabemos, pero dicen que es suyo y por eso se lo llevaban.

Poco después, uno de los escuderos que se habían llevado el caballo volvió y se
dirigió hacia donde estaba Curial; y, saludando a los demás, dijo:

-Señor, me han mandado aquí cuatro caballeros, que se han alojado al otro lado de este
bosque, y dicen que, ya que no disponéis de tienda, tengáis a bien ir a las suyas, donde
podréis acomodaros y estar mejor que aquí.

Curial preguntó:

-Amigo, ¿y quiénes son los caballeros que os envían?

Respondió el escudero:

-Son de Aragón.

-¡En nombre de Dios! –dijo Curial-. En Aragón hay muchos caballeros, y buenos.
Precisamente por ello me satisfacerá que me podáis dar los nombres.

-Así lo haré –dijo el escudero-: uno, que es mi señor, se llama don Juan Martínez de
Luna, el otro se llama don Pedro Cornell, el nombre de otro es don Blasco de Alagón y
el del último, don Juan Jiménez de Urrea. Y vos, señor mío, ¿cómo os llamáis?

Curial respondió:

-Amigo, yo vengo de una tierra extraña y soy un caballero pobre, desconocido y de


poco renombre; así pues, de poco te vale saber mi nombre. Sin embargo, di a los
señores caballeros que yo les doy infinitas gracias por su gran cortesía, de la cual me
beneficiaría gustosamente si quisiese detenerme aquí; pero debo partir ahora mismo. Por
lo que no me es posible aceptar la amable oferta que esos nobles caballeros me han
hecho. Díselo así de mi parte.

El escudero examinó a la doncella y le pareció la más bonita que hubiera visto


jamás, y dirigiéndose a ella, le dijo:

-Y vos, señora, ¿queréis ir?

La doncella contestó que el caballero había contestado por todos, pues todos
estaban bajo su mandato. Entonces el escudero se despidió, volvió a los caballeros y les
dijo cuanto había visto y oído. Y cuando oyeron que tenía una doncella y que era tan
preciosa, murmuraron: “Tomémosla, según la costumbre que hoy rige en este reino”. Y
Pedro Cornell, poniéndose de pie, dijo:

-Esta aventura se ha hecho para mí, dado que hoy habéis combatido todos y yo no he
hecho nada; así, os ruego que me la dejéis.

Así se lo concedieron. Pero un heraldo muy inteligente que iba en su compañía y


oyó toda la conversación, dijo:

-Señores, ¿qué vais a hacer?

-Ir a por la doncella, según la costumbre de los caballeros errantes.

Respondió el heraldo:

-Cometeréis un grave error, si lo intentáis, por dos motivos: uno, que ellos están
descansando apaciblemente y no es ésta la usanza, sino cuando uno se encuentra a un
caballero que va armado y de camino; otro, que, asaltarles cuando están apacibles, tras
haberles ofrecido tienda y buena compañía, bien sabéis que no estaría bien hecho.

-Sí, pero él sabe nuestros nombres y no ha querido dar el suyo.

Respondió el heraldo:

-Di, escudero, ¿te forzó el caballero para dar los nombres de estos señores?

El escudero respondió que no, que sólo lo rogó; y que, a su ruego, se lo dijo.
Entonces añadió el heraldo:

-Caballero, ¿adónde vais, pues? Sentaos de nuevo, que no se acrecentaría vuestro honor
si asaltaséis hoy al caballero. Otro día, podría ser que lo encontrarais y le pudierais pedir
la doncella; y podría ser que la consiguierais. O por ventura, prefirierais haberos
callado; pues así son los hechos del mundo. Mas, si os apetece, yo iré a ver al caballero,
le sonsacaré y quizás averigüéis algo acerca de su identidad.

Así se fue en seguida; y cuando Curial vio al heraldo, lo reconoció, pues lo había
visto antes en compañía de Jacobo de Cleves; e igualmente el heraldo reconoció a
Curial. Por lo que el heraldo, en cuanto lo vio, fue hacia él y le hizo una gran reverencia,
que los caballeros vieron por entre los árboles. Y dijo Curial:
-Bon Panser, sed bienvenido.

-Señor –dijo él-, y vos bien hallado. Pues, a fe mía, me da más alegría encontraros a vos
que a ningún otro caballero bajo la capa de la tierra.

Entonces Curial le dijo:

-¿Adónde vais?

Respondió el heraldo:

-Yo voy con cuatro caballeros de Aragón que van al torneo y no han estado nunca en
estas tierras, por lo que les guío por los parajes donde puedan encontrar las mayores y
más intrépidas aventuras; y así hemos cabalgado hasta aquí. Y tened por seguro que
hasta el día de hoy han hecho tales peripecias que, si se mantienen así, volverán a su
país con el honor muy alto.

Respondió Curial:

-¿Y cabalgáis siempre juntos?

-Sí –dijo el heraldo, porque su señor, el rey, les ha ordenado que por nada del mundo se
separen, si no es a causa de accidentes o enfermedades; por eso van a todas partes
juntos. Y sabed que yo no creo que acudan al torneo cuatro caballeros mejores, pues son
robustos, muy valerosos y de gran tesón; por otro lado, tienen una moral tan alta que
cada uno de ellos cree valer por un rey. Ya veréis que lo demuestran así en el día del
torneo.

A Curial le agradó la información y dijo:

-Ahora veremos a dónde irá a parar el orgullo de los bretones y de los ingleses, que
creen que no hay más caballeros que ellos en el mundo.

Dijo el heraldo:

-Y de los normandos, ¿qué pensáis? Yo os prometo que estos cuatro se ocuparían bien
de otros cuatro, los mejores de entre ellos.

A Curial le agradó mucho haber hablado con el heraldo, y le dijo:

-Bon Panser, yo os ruego que no reveléis mi nombre a ellos ni a nadie, porque esta vez
voy de incógnito.

El heraldo miró entonces a la cara a la doncella y la vió tan bella que le pareció
no haber visto quien la superara, y añadió:

-Señor, lleváis una bella doncella.

Dijo ella:
-No sé si le parezco bella, pero creo que le soy un estorbo; y más lo seré si sigo mucho
en su compañía.

El heraldo se rió mucho con esta salida y, tras despedirse, iba ya a marcharse,
cuando Curial le rogó que transmitiese sus saludos a los caballeros. Así fue que el
heraldo se marchó y contó a sus jefes que el caballero les saludaba con mucha
cordialidad. Ellos preguntaron si le conocía; él contestó afirmativamente, pero que no
podía decir su nombre porque se lo había prohibido; con todo, que estuviesen seguros
de que era uno de los más nobles caballeros, sin par en el mundo, y el más cortés, como
bien se demostraría con el tiempo.

-Y ha tenido ya buena compañía con caballeros de vuestro reino y os aprecia mucho a


todos.

Los caballeros se congratularon por ello y aumentó su deseo de conocerlo; y


volvieron a enviar al heraldo, insistiendo en que los caballeros, en cualquier caso
querían ir a verlo, al igual que a su doncella. Curial les respondió sin demora que les
rogaba que de momento aceptasen no verlo a él, pero que no le parecía mal que vieran a
la doncella. Y dijo a Fiesta seguidamente que se dispusiese a ir con ellos y mandó al
heraldo que no regresase hasta que la doncella estuviera a punto. Y así se hizo, porque
Fiesta, lo más rápidamente que pudo, estuvo preparada. Entretanto, Curial se armó y
montó a su caballo. Y cuando Fiesta estuvo arreglada, la hizo montar al palafrén y,
acompañada por los escuderos y el heraldo, la envió a los caballeros, los cuales la
recibieron con regocijo y la agasajaron cuanto pudieron. Entonces Fiesta les dijo:

-Señores, el caballero con el que yo voy os ruega encarecidamente que le queráis


disculpar por no mostrarse a vosotros y por celar su nombre; pero está dispuesto a
honraros y, si su compañía os fuera útil ante cualquier aventura, lo tendríais presto al
lado, porque está enamorado de vuestra nación.

Los caballeros le dieron innumerables gracias por su ofrecimiento y, a la inversa,


se ofrecieron a él y a ella en la medida de sus posibilidades. Y, ciertamente, todos
acordaron que era una de las doncellas más hermosas que habían visto. Y mientras
estaban hablando, don Juan Martínez de Luna se acercó a Fiesta y le regaló una cadena
de oro de mucho valor, diciéndole:

-Doncella, yo no recuerdo haber visto ninguna doncella que fuera tan bella como vos, ni
que me gustara tanto; por lo que os ruego que, por el honor del caballero que os
acompaña, y por aprecio a mi persona, os dignéis llevar esta cadena.

Y se la puso al cuello. Fiesta, aceptando el presente, le dió más gracias de las


que decirse podrían, y dijo:

-Señor, realmente, vos sois más cortés que el caballero que me cogió por las trenzas.

Y les contó el caso de aquel caballero, ante el cual en parte rieron y en parte
sintieron rabia por la villanía que juzgaron que había cometido aquel caballero; pero
dijeron que en cualquier caso debía ser un buen caballero, pues, aunque faltó a la
cortesía, no había faltado a las reglas de la caballería.
Y a la vista de que Curial ya estaba armado y a caballo, acompañaron a la
doncella hasta él, a pie, tal cual estaban, cosa que él agradeció. Ellos se fijaron en el
caballero, observando que era corpulento y de buena apostura, de modo que se
ofrecieron mucho a él, al igual que él a ellos, en la medida de sus fuerzas. Entonces
Curial dijo:

-Caballeros, ya que vosotros pertenecéis al rey de Aragón, que hoy es el mejor del
mundo en el manejo de la lanza -según he oído decir-; sabed que estoy tan enamorado
de todos los suyos, que les serviría en todo lo que pudiese y por eso os envié a esta
doncella, que, a fe mía, os juro que no se la hubiera enviado a ningún caballero que no
fuera de vuestra nación.

Ellos le mostraron mucho agradecimiento; y Curial, despidiéndose, partió de allí.

Curial es reconocido por los caballeros

Así, pasó todo el día hablando con Fiesta sobre los caballeros; y ella dijo:

-A fe mía, no creo que haya en el mundo caballeros más corteses.

-Cierto –dijo Curial-, lo mismo me parece; y actúan como buenos caballeros, fuertes y
valientes.

En tanto, llegaron a una villa, donde se alojaron cómodos y dignamente; y,


pasada la noche, por la mañana, se marcharon de allí. Pero Curial, temiendo ser
conocido, se disfrazó lo mejor que pudo e incluso hubiera cubierto su escudo –negro
con el halcón encapirotado- si no fuera porque le prometió a Bertrán del Castell llevarlo
durante todo el camino y en el torneo; pero hizo que Fiesta se pusiera un velo para que
no se le viese la cara. Después, siguió su caminata.

No habían cabalgado mucho cuando se encontró a los cuatro caballeros, que


habían dormido en otra villa cercana a aquélla. Y cuando vieron al caballero le enviaron
al heraldo, diciéndole que se detuviese para justar una lanza, según la costumbre de los
caballeros errantes. Por lo que Curial se quedó parado y, lanza en mano, se giró hacia
ellos; llevaba la delantera don Pedro Cornell, quien arrancó hacia el caballero. Se
atacaron tan vigorosamente que las lanzas se partieron en pedazos sin que pareciese que
los caballeros hubieran hecho nada. Curial en seguida cogió otra lanza de uno de sus
escuderos y, por un igual, se adelantó otro caballero, yendo hacia él, y se embistieron
con tal virtud que, de modo semejante, rompieron sus lanzas sin moverse ellos de las
sillas. Otro de los cuatro caballeros se preparó para justar del mismo modo, pero el
heraldo se interpuso diciendo:

-¿Qué es lo que vais a hacer? ¿No veis que el caballero no tiene lanza ni puede
conseguir otra aquí? ¿Cómo vais justar con él?

El caballero contestó:

-Pues ya que no tiene lanza, le combatiré a espada.


-Verdaderamente –dijo el heraldo-, cometeríais un error, porque la costumbre de los
caballeros errantes no es sino romper lanzas, salvo que se diera una situación que diera
lugar a una batalla; por otra parte, me parece que puede ser el caballero que ayer se
separó de nosotros, aunque va disfrazado.

Entonces el caballero que se había llevado la mano a la espada se quedó quieto y


dijo al heraldo:

-Verdaderamente, Bon Panser, creo que estás en lo cierto.

Curial seguía inmóvil, esperando qué partido tomaban; pero el heraldo fue hacia
el caballero y le dijo:

-Caballero, habéis hecho mal en justar con estos caballeros amigos vuestros, porque
vos, disfrazado como vais, no habéis sido reconocido; de otro modo no habrían justado
con vos. Mas, dado que vos los reconocíais, los debíais haber esquivado.

Respondió Curial:

-Bon Panser, los saludos de los caballeros errantes, aun siendo hermanos, consiste en
romper lanzas, según bien sabes. No obstante, yo no les hubiera incitado, porque los
conocía; pero, incitándome ellos, me hubiera parecido descortesía negárselo, y a mí se
me podía haber tildado de cobardía. O sea que, salúdales de mi parte.

Y dando la espalda, siguió su camino. El heraldo, de vuelta a los caballeros, les


dijo que el caballero les saludaba muy amablemente; por lo que ellos, asegurándose de
que era el caballero con el que habían hablado el día anterior, dijeron que,
verdaderamente, era un caballero valiente y que no habían visto hasta entonces a alguien
que atacara tan bien con la lanza como él. E igualmente, prosiguieron su camino, detrás
del caballero, hasta que dieran con otro camino por el cual poderse apartar.

Yendo así, llegaron a una villa. Y Curial se dirigió a un hostal, donde se alojó
muy confortablemente. E igualmente los cuatro caballeros fueron a parar allí y se
alojaron en el mismo hostal. Y aunque Curial se les ocultaba, un escudero que estaba en
su compañía y que había estado en el torneo y en la batalla de Monferrato, en compañía
de Pons de Orcau, lo vió y, reconociéndolo al punto, corrió hacia los caballeros y dijo,
delante del heraldo:

-A fe mía, señores, que yo conozco bien al caballero con el que habéis roto lanzas.

Ellos dijeron:

-¿Y cómo puede ser que tú lo conozcas?

Respondió el escudero:

-Porque está alojado aquí.

-Es verdad –dijeron ellos-; pero ¿cómo lo conoces tú?


Entonces dijo el escudero:

-Éste es el caballero que mató a Boca de Far, en compañía de los catalanes y de Pons de
Orcau, con quien yo iba.

Entonces se miraron unos a otros y preguntaron al heraldo:

-¿Dice la verdad?

El heraldo respondió:

-Lo dice él; yo no digo nada.

A continuación ellos dijeron al heraldo que, dado que ellos sabían quién era el
caballero, que se le acercase y le transmitiese que a partir de aquel momento no se les
ocultase más. Por lo que el heraldo fue a Curial y le dijo:

-Señor, no os habéis ocultado lo suficiente, pues habéis sido reconocido por uno de los
escuderos de aquellos cuatro caballeros, el cual, delante de mí, les ha revelado que vos
sois quien mató a Boca de Far en compañía de los catalanes.

Curial se disgustó al saber que lo habían reconocido, y dijo al heraldo:

-Ciertamente, Bon Panser, me desagrada mucho lo que me habéis contado. Es verdad


que, de tener que ser reconocido, prefiero que sea, como ha sido, por esos caballeros
que no por otros. Pero, si Dios lo hubiera querido, bien hubiera querido ocultarme de
ellos y de todos los demás caballeros.

-Señor –dijo el heraldo-, eso no ha ocurrido por culpa vuestra, sino que lo ha propiciado
la Fortuna. Y puesto que es así, ellos os ruegan que, de ahora en adelante, tengáis la
amabilidad de no ocultaros a ellos, pues ellos no se ocultarían ni se os ocultarán a vos.

Fiesta intervino rápidamente:

-Curial, entended de qué se trata. Según veo, estos caballeros son nobles y de valía, y no
sabéis qué podéis necesitar. Y, de acuerdo con la actuación vuestra en el camino, debéis
pensar que tendréis muchos enemigos y envidiosos que os harán la peor compañía del
mundo. Pues habéis deshonrado muchos linajes y abatido su fama y prestigio, por lo
que muchos tendrán la bilis revuelta contra vos; y, si pueden, os humillarán. Y ya que
saben quién sois y quieren vuestra amistad, aceptad la suya, pues gracias a ella vuestros
hechos pueden valer más.

Entonces Curial, sin darle más vueltas, dijo al heraldo:

-Decidles que esta doncella y yo vamos ir a su aposento y cenaremos con ellos.

El heraldo volvió a los caballeros lleno de alegría con aquella embajada y,


cuando ellos lo supieron, se alegraron tanto que fue extraordinario; y se prepararon para
agasajarlos mucho. Curial, en seguida, se vistió y enjoyó bien, así como Fiesta también
se arregló mucho para ir con los caballeros; y, llegada la hora de la comida, el heraldo
volvió y le dijo que podía ir a comer cuando gustara. Curial, saliendo de su habitación y
tomando a Fiesta por el brazo, fue a la de los caballeros, donde fue recibido con todos
los honores y con gran alegría. Al verlo ellos, con tal empaque y tan bien trajeado,
quedaron maravillados; asimismo, al admirar la belleza de Fiesta, dijeron:

-Sea separado de quien más ama quien os separe u os quiera separar.

Y don Pedro Cornell dijo:

-Señora, en cuanto supe que este caballero llevaba una doncella en su compañía, la
quise conseguir según la costumbre del reino, pero creo que hubiera perdido el tiempo y
hubiera vuelto con las narices rotas. Aunque, si la Fortuna por ventura hubiese dispuesto
que yo os hubiera ganado, a fe mía, que, por lo que veo, vos habríais salido perdiendo
mucho y habríais hecho un mal cambio.

De lo que todos se rieron abiertamente. Entonces, tras lavarse las manos, se


sentaron a la mesa y fueron maravillosa y espléndidamente servidos.

Laquesis manda buscar a Curial

Ya estaban cerca de Melun -donde debía celebrarse el torneo y adonde las gentes
acudían de cantidad de partes y los capitanes habían colocado ya sus banderas en los
cuatro ángulos del campo-, cuando, mientras se hallaban comiendo, se les aproximó un
heraldo, que entró en el hostal y preguntó si podría albergarse; se le respondió que sí y
descabalgó sus pertenencias. Bon Panser, al reconocerlo, se le acercó y le preguntó las
novedades; y le contó un gran montón.

Entonces Bon Panser volvió y dijo a los caballeros:

-Señores, está aquí Bonté, heraldo del conde de Foix, que viene de Melun; y, si queréis
oírlas, os contará un buen montón de noticias.

Curial se calló, pero los otros le dijeron:

-Ea, caballero, decid si permitís que entre, que por nosotros no quedará.

Curial respondió que entrase, en nombre de Dios. En seguida entró el heraldo,


saludó a los presentes y ellos devolvieron la salutación. El heraldo dijo:

-Señores, os suplico que me digáis si podéis darme alguna pista de un caballero que
lleva un escudo negro y una doncella en su compañía.

Respondió Curial:

-Muchos son los caballeros que llevan escudos negros y doncellas en su compañía.

El heraldo replicó:
-Yo busco a un caballero que hace pocos días venció a ocho caballeros y quitó esa mala
costumbre de derecho forzoso; por lo que os suplico que, si conocéis su rastro, tengáis
la bondad de decírmelo, porque tengo que informarle de cosas que le gustarán mucho.

-Yo ahora no te puedo decir nada respecto al caballero, pero creo que estará en el
torneo; allí podrás dar con él. Estáte atento a poder reconocerlo; pero piensa si quieres
que le digamos alguna cosa, en caso de que lo encontremos, pues nosotros lo haremos
verdaderamente con mucho gusto.

El heraldo respondió:

-Señores, es verdad que ando buscando a un caballero, el cual creo que en fama -y
también en obras- es hoy caballero sin igual en el mundo. E informado de la notoriedad
del caballero del escudo negro, que hace tantas cosas extraordinarias, y pensando que
ningún caballero podría hacer lo que él hace, he deducido que sea el mismo. Una noble
doncella lo hace buscar por todos los países, a fin de saber de él; y os certifico que si le
pudiera transmitir alguna noticia veraz, yo sería un hombre afortunado, y el caballero
sin duda alguna se quedaría muy contento.

Fiesta respondió:

-¿Y quién es la doncella que lo está buscando?

El heraldo respondió:

-Se llama Laquesis, hija del duque de Baviera, la doncella más agraciada que haya en el
mundo.

-Ojo a lo que dices –dijeron los cuatro caballeros-.

Respondió el heraldo:

-Yo sé lo que digo y absolutamente es así.

En éstas, Bon Panser dijo a Bonté:

-Quedaos a cenar y después os diremos lo que sabemos del caballero.

Los heraldos se fueron a cenar y los caballeros y la doncella se quedaron a solas.


Entonces Fiesta dijo:

-Curial, este heraldo os busca a vos. Prisa tiene Laquesis -por lo que veo- cuando indaga
tanto. Yo os ruego que vos le digáis al heraldo que diga a Laquesis que el caballero
estará en el torneo, efectivamente, y que tenga la seguridad que ella lo reconocerá; pero
que guarde secreto y que no lo sepa nadie más.

Dijo Curial:

-Yo no se lo diría por un motivo: porque hablar de esa manera no es más que decir “soy
yo”. Pero haré que se lo diga Bon Panser.
Todos estuvieron de acuerdo. Y llamado Bon Panser, le dijeron que diese esa
respuesta a Bonté; y así se hizo. El heraldo, después de haber comido, volvió con los
caballeros y les dijo:

-¿Quién de vosotros me da esta respuesta?

Fiesta dijo:

-Es Bon Panser, de modo que no la pongas en duda. Vete, en nombre de Dios.

Pero dijo Curial:

-Di, amigo, ¿y quiénes son los capitanes del torneo?

Respondió el heraldo:

-Por parte de alemanes e italianos, el duque de Borgoña; por parte de ingleses y


escoceses, el conde Arbí; por parte de los occitanos -incluyendo las lenguas de España,
que me figuro que serán pocos-, el conde de Foix; y por parte de los demás, franceses y
otros pueblos, el duque de Orleans. Pero aunque se haya dado esta norma, no creo que
se mantenga el orden ni en esto ni en los colores de los enamorados.

Es cierto que ya hay cuatro banderas en los cuatro ángulos del campo y que cada
día, de mañana, se rompen lanzas y se hacen muchas fiestas, pero no han llegado aún el
rey y la reina. A pesar de haber gran muchedumbre y una infinidad de tiendas, y de que
continuamente vienen nuevas gentes, es verdad que todos preservan sus paramentos y
otros arreos para cuando lleguen los reyes y la corte esté completa.

-Di, amigo –insisitió Curial-, ¿y de España hay muchos caballeros?

Respondió el heraldo:

-No, pues no sé más que de dos: uno de Pinós y otro de Barges. Es cierto que dicen que
cabalgan por el reino unos doce caballeros muy notables, y que han hecho y hacen a
diario grandes maravillas; pero todavía no han accedido a la plaza.

-¿Y sabes sus nombres? –dijo Curial-.

Respondió el heraldo:

-No, sino el de Blasco de Alagón y don Pedro Maza, y uno de los Orrea. Algunos dan a
entender que el rey de Aragón vendrá, pero no se sabe seguro; creo que el conde de
Foix, que es servidor suyo, lo debe saber. Pero de otros caballeros de Aragón, que
cabalgan como caballeros errantes, he oído grandes maravillas, hasta el punto que todos
creen que Tristán y Lancelote, que en el pasado tuvieron fama como los mejores
caballeros del mundo, no compitieron con esta nación; sino por ventura los autores que
escribieron sobre ellos habrían medido mejor sus plumas o todos hubieran dado en creer
que lo que leemos en sus libros respondía más a la imaginación del autor que a la
realidad.
Respondió Curial:

-Y el rey de Aragón, ¿será tan caballeroso como para venir personalmente al torneo?

Dijo el heraldo:

-Es el mejor del mundo sin lugar a dudas, según he oído decir, y viene mal dispuesto
hacia el duque de Anjou y toda su casa, según malas lenguas, porque ha matado al rey
Manfredo, su suegro. ¡Bien le gustaría que el duque de Anjou viniese cabalgando como
caballero errante, pues tendría oportunidad para hacerle arrepentirse de lo que hizo!

-¡Vaya por Dios! –dijo Curial-. ¡Cómo me gustaría conocerlo!

Respondió el heraldo:

-¿Pero no vais al torneo, vos?

Curial dijo:

-Claro.

-En nombre de Dios –dijo el heraldo-, pues no tendréis ni que preguntar por él, porque
él estará allí y os lo presentarán en seguida su lanza y su espada.

De lo cual los cuatro caballeros se rieron con ganas. Entonces dijo la doncella:

-Di, ¿y hay doncellas?

-Sí –dijo el heraldo-; tantas que serían suficientes para derrotar a todo el mundo, si no se
lo impidiera la vergüenza.

-¿Y en qué parte está Laquesis? –dijo Fiesta-.

-No lo sé –dijo el heraldo-, pero me figuro que se pondrá por donde esté su caballero, si
puede reconocerlo.

-Di, amigo, ¿ha venido bien ataviada?

-Sí, por cierto –dijo el heraldo-, mejor que cuantas he visto hasta hoy; pero hay algunas
que se reservan para cuando la corte esté completa.

Y despidiéndose, se marchó.

Tura, doncella de Laquesis, trae saludos y regalos para Curial

El heraldo dió materia para hablar y mucho que pensar a estos caballeros. Y se
volvió a Melun y explicó a Laquesis lo que había visto y oído; a raíz de ello, Laquesis
-convencida de que, por los indicios que le había proporcionado el heraldo, aquél era
Curial- hizo cabalgar a Tura, su doncella, y, bien acompañada, la envió con el heraldo al
lugar donde había dejado a los caballeros. Éstos, una vez pasado aquel día, decidieron
salir ya para el torneo. Fiesta dijo:

-Señores caballeros, por lo que oigo, el torneo durará ocho días; conque, si lo acordáis
así, deberíais equiparos con todas las cosas que precisáis para cuando estéis allí, de
modo que luego no os falte nada.

Todos acordaron que era oportuno y actuaron en consecuencia. Curial hizo


traerse su pabellón, que era el más rico y más grande que hubo en el torneo. Era todo él
verde y blanco, de tupido terciopelo, brocado en oro, y todos los cordones de seda,
verdes, blancos y dorados. Y arriba, en la punta, había un ramillete de oro, de mucho
grosor, encima del cual había un león que abrazaba a un pájaro, que unos decían que era
un milano y otros, que era un halcón.

Igualmente hizo traerse, para los pasos, todos los caballos que tenía, y los
arneses y todo su equipaje; y sobre todo, muchos escudos negros. Cuando vieron estas
cosas los aragoneses se quedaron estupefactos. Por su lado, éstos hicieron traerse sus
tiendas -pero no las que usaban normalmente por el camino, sino otras muy valiosas- y
todo su equipaje; y se prepararon lo mejor que pudieron.

Cuando ya estaban a punto, Tura entró en el hostal, sin dar tiempo a Curial para
esconderse; ella le vió y le hizo grandes aspavientos; Curial, viendo que no podía hacer
otra cosa, se mostró muy receptivo con ella y, tomándola del brazo, se la llevó. El
heraldo fue hacia Fiesta y le dijo:

-He ahí una doncella de Laquesis.

Fiesta en seguida mandó avisar a Curial que no dijera que ella iba con él como
acompañante, sino con los aragoneses; y a ellos les rogó igualmente que se prestasen a
ello. Los aragoneses dijeron:

-¿Por qué hacéis esto?

Respondió Fiesta:

-Para que esta doncella no recele nada de mí.

Ellos contestaron que les parecía muy bien. A continuación, Curial llevó a Tura
a su aposento y Fiesta le hizo una excelente acogida. Tura le preguntó de dónde era;
Fiesta respondió que de Aragón. Y en cuanto al nombre, dijo llamarse Fiesta.

-A fe mía –dijo Tura-, vos tenéis un gran nombre, pues sin vos poco valen los hechos
del mundo.

Tura era muy bella, de hablar dulce, y tan simpática que llamaba la atención. Y
Curial le pidió:

-Tura, yo os ruego que no digáis mi nombre, pues no quiero que estos caballeros lo
sepan.
Tura dijo:

-¿Es suya la doncella?

Curial asintió.

-A fe mía –dijo Tura-, es bellísima; pero al lado de Laquesis no valdrá nada.

Curial no respondió. Entonces Tura entregó a Curial una carta de Laquesis y,


también, le regaló una diadema de oro con piedras preciosas y perlas muy gruesas; y le
dió el broche del león, que él ya conocía. Además, le dió una tienda, con cuatro
departamentos, muy hermosa, de raso satinado carmesí, bordada con lazos dorados y
ojales; y en la puerta había un lebrel blanco, tan bien hecho que parecía vivo, y llevaba
un collar confeccionado con perlas y zafiros. Y en los bordes de la puerta de la tienda
había unas letras de perlas y gemas, que ponían: “¿Cómo podrá soportar mi pobre
corazón el gran dolor que debe sufrir?”1

Tura dió todas estas cosas de parte de Laquesis a Curial, quien las tomó con
gesto afable y lo celebró mucho, tanto porque lo merecían en virtud de su valor como
por quien se las transmitía. Y haciendo traer algo para tomar, estuvieron muy a gusto;
pero Fiesta, acercándose al oído de Curial, le dijo:

-No leáis la carta sin mí.

Curial no respondió. En el hostal dieron a Tura una bonita habitación para


alojarse, y se fue a descansar porque venía cansada del camino; pero dijo a Curial que
contestase a la carta, mientras ella dormía un poco, pues quería marcharse pronto de allí.
Curial contestó que le parecía bien. En tanto, Curial y los demás caballeros que la
habían acompañado hasta la habitación, volvieron a la suya, donde hallaron a Fiesta
muy pensativa. En estas circunstancias, Fiesta dijo a Curial que regresasen a su
habitación; por lo que, despidiéndose de los caballeros, se fueron a su aposento. Y
cuando estuvieron allí, dijo Fiesta:

-Curial, Curial, yo no digo que no quedéis bien con Laquesis, pero yo os ruego que
mantengáis vivo el recuerdo de mi señora, la cual, si sabe que vos hacéis con Laquesis
un pelo más allá de lo que ella aceptaría, os garantizo que en ese mismo día la podrán
enterrar; o sea que ved qué hacéis.

Respondió Curial:

-Fiesta, este asunto irá tal como vos misma dispongáis y no se hará nada más; pero
¿puedo yo evitar que Laquesis me haga cumplidos y honores, y me deje de querer? ¿o
rehusaré todo honor que me haga, cuando no hay rey en el mundo que no aceptase los
obsequios y los detalles de una señora como es ella? No hay caballero en el mundo, por
enamorado que esté, que, guardando fidelidad, no atendiese a Laquesis con todo su
afecto. Debe bastar a la señora, a mi parecer, que yo sea suyo en todo momento y de
ninguna otra persona en el mundo. No sé qué más podría hacer por ella; y me arrepiento
mucho de haber venido, porque, a fe mía, no puedo imaginarme que sepa acertar la

1
En el original, en francés: “Comant porà mon paubre cuer pourter la gran dolour que li faut a soufrir?”
forma en que debería comportarme, dado que los ausentes son excesivamente crédulos.
Por lo que os ruego que no le escribáis más que la verdad, pues con ello me contentaré.
Y tengo tal pesar por esta doncella que me ha localizado, que no lo sé expresar. Y así,
veamos qué debo escribirle a Laquesis.

Entonces dijo Fiesta:

-Leamos la carta.

Y pasaron a leerla. Por ella vieron que Laquesis se lamentaba mucho porque no
le había escrito nunca ni la había mencionado; pero que confiaba mucho en él y que le
enviaba aquellas alhajas y la tienda, rogándole que estuviera allí a fin de saber dónde
estaba y poder ir a verlo. Fiesta agregó:

-Es una buena carta; yo se la tramitaré a la señora, en defensa vuestra. Y os ruego que
no escribáis a Laquesis, sino que insistáis a la doncella que vos habéis hecho el voto de
no revelar vuestro nombre ni escribir absolutamente a nadie en todo este viaje; que os
agrada utilizar su tienda, mas le rogáis que no vaya allí, pues os delataría ante muchos,
pero que vos la iréis a ver antes de que el torneo se acabe.

A Curial le pareció buena idea. Por lo que, cuando la doncella se despertó,


Curial fue pronto hacia ella, estuvieron hablando mucho y, después, le contó lo que
había resuelto. Tura dijo que estaba bien, pero que le gustaría mucho que le escribiera,
si fuese posible; pero Curial contestó que no podía escribir. Llevaba Curial en el brazo
izquierdo un brazalete de oro cuajado de gemas y perlas con una leyenda que decía:
“Amigo sin amiga”2. Por ello, Tura, al verlo, dijo a Curial que, dado que no iba a
mandar ninguna carta, enviase a Laquesis el brazalete; y Curial se lo dio enseguida.
Tura, mirándolo bien, leyó el lema y dijo:

-Es lo contrario a la verdad.

Respondió Curial:

-No os voy a discutir al respecto.

En tanto, se despidió de todos, de los caballeros y de Fiesta, y se marchó rápido.


Fiesta ignoraba que Tura se iba con el brazalete, pues no lo advirtió.

Llegado el tiempo del torneo, los caballeros envían al campo sus pabellones y
todos sus avíos, que depositan cerca de una fuente algo alejada del campo entre grandes
arboledas; ahí, el sábado por la mañana, plantaron sus tiendas y ordenaron sus
pertrechos para que los que los visitaran entendieran que eran caballeros prestigiados y
de alto nivel. Y verdaderamente las tiendas de Curial eran y fueron las más notables y
más lujosas que nunca se vieron en tales justas.

Curial y el rey de Aragón

2
En el original, en francés: “Ami sens amie”.
Al mismo tiempo, el rey de Aragón, que había cabalgado sin parar desde tres
meses atrás o más, a modo de caballero errante y sin darse a conocer, había hecho
personalmente gestas dignas de recuerdo venerable (y si no fuera porque no corresponde
a nuestro objetivo tratar más que de los hechos de Curial, yo escribiría aquí algunos
actos notables que han llegado a mis oídos, los cuales gracias a su valiosa intervención
tuvieron un final feliz, no inferiores ni de menor riesgo que los que habéis leído antes),
envió sus tiendas al campo (sin lujo alguno, a fin de no ser conocido por las trazas) y
mandó que se instalasen en el lugar más recóndito posible; y así lo hicieron.

Los que las plantaron, al querer guarecerse, acertaron a dar cerca de las de Curial
y los aragoneses. Y cuando el rey, tras ser ayudado a descabalgar, se dirigió a su tienda,
fue reconocido por un escudero de los caballeros de Aragón, que fue a su señor y le dijo
que había visto al rey. Por lo que este señor fue hacia él y, hecha la reverencia, le
preguntó cómo había venido solo. Contestó el rey:

-No es así, ciertamente, pues mi espada me ha acompañado dondequiera que haya ido.
Decidme –añadió el rey-, ¿hay otros en vuestra compañía?

-Así es, señor: el caballero de Monferrato que combatió con Boca de Far al lado de Don
Pons de Orcau y los otros.

-Hazle venir –dijo el rey-, pero no le digas quién soy yo.

El caballero habló con los otros compañeros y les dijo que el rey se había
instalado allí, cerca de ellos, y que quería ver a Curial, pero que no le dijesen quién era;
y así lo cumplieron. Por lo que en seguida avisaron a Curial:

-Muy cerca nuestro se ha situado un caballero con quien tenemos parentesco, fuerte y
muy valiente; o sea que, si lo aprobáis, dado que va solo, le haremos el honor de
acogerlo en nuestra compañía.

Curial respondió que le parecía muy bien. Tras esto, fueron en seguida al
caballero, lo saludaron y él les devolvió las salutaciones. El rey miró a Curial a la cara y
lo vió bello y bien proporcionado corporalmente, y se prendó de él. Asimismo Curial
miró al rey y lo vió muy contenido en el porte y de estatura considerable; de mirada
terrible, pues unos ojos vehementes infundían terror adonde mirara, y de parco hablar.
Pero le hubiera hecho falta más temperancia en sus empresas, pues era tan activo y
confiaba tanto en la fuerza física y en la lealtad de sus vasallos que emprendía muchas
cosas amedrantadoras y de gran peligro, ya que no temía nada. Curial dijo a los demás
caballeros:

-En verdad que éste debe ser un valeroso caballero; y, si no lo es, no debe fiarse uno del
aspecto de las personas.

Entretanto los sirvientes del rey prepararon la comida, por lo que el rey dijo:

-Vamos, sentaos a la mesa.

Curial replicó:
-Caballero, dignaos hacernos a estos caballeros y a mí el honor de venir vos a comer a
nuestras tiendas, que están muy cerca.

Respondió el rey:

-Ya habrá tiempo para todo.

Se sentaron a comer, como iguales, sin protocolo, aunque a Curial se le hacía


más honor que a los otros. Pero, en la manera de servir al caballero, Curial comprendió
que era de mayor dignidad que los demás y se fijó en la vajilla de oro y en todos los
objetos valiosos, a excepción de la tienda. Y cuando hubieron acabado de comer,
llegaron los caballeros del rey, bien plantados y más airosos que los que Curial había
visto hasta entonces; por lo que Curial estaba entusiasmado. También se percató de que,
cuando estaban aparte, los caballeros le hacían reverencias -no porque el rey lo exigiera
sino por costumbre-. Por estas cosas, por las que había oído del heraldo y por muchas
otras, concluyó que se trataba del rey de Aragón. Pero lo silenciaba.

La vigilia del torneo

Llegó la hora de ir las vísperas del torneo. Por lo que el rey dijo a todos, casi en
son de decreto:

-Ea, ea, caballeros, vayamos a las vísperas.

Entonces todos se armaron lo mejor que supieron y -embrazados sus escudos


negros, cada cual con su divisa-, puesta a punto Fiesta, se pusieron en movimiento en
dirección a los palcos. Haciendo subir a Fiesta, fue recibida allí muy honorablemente,
por verla tan lujosamente aderezada que sobresalía como la más llamativa; además, iba
acompañada por seis caballeros de buen ver, por lo que fue más atendida que otras,
aunque acaso fueran de mayor estamento. Por otra parte, su belleza era tanta que
también atraía a las gentes.

El rey portaba en el escudo dos espadas entrecruzadas. Y, al ver que la doncella


ya estaba acomodada, despidiéndose de ella, se encaminó hacia los que rompían lanzas.
El rey, que tenía el estómago revuelto contra los franceses por motivo del duque de
Anjou, que había matado a su suegro, miró hacia el lado donde los ingleses rompían
lanzas contra los franceses y, dando espuelas a su caballo, llamado Pompeyo, arremetió
contra el duque de Orleans, que iba con la lanza en el muslo buscando a quién atacar; y
el rey chocó tan portentosamente con él, por el escudo, que le hizo salir despedido del
caballo a un tiro de lanza. Entonces, los franceses se desvelan por ayudar a su señor y el
rey atacó al conde de Poitiers tan brusco que lo tiró al suelo; pero no se detuvo aquí sino
que atina con otro -que se llamaba Jaime de Brabante- y lo alcanza tan diestramente que
lo derriba, rompiéndole en este caso la lanza. En su primera embestida, había abierto de
tal modo el camino a los caballeros que le seguían, que podían pasar sin obstáculo
alguno. Los cinco caballeros que habían venido con él, al ver al rey atacar tan
eficazmente con la lanza, se quedaron impresionados y ellos mismos se pusieron a
atacar; y quienquiera que les alcanzara forzosamente iba al suelo, de manera que al poco
rato se hicieron conocer por todas partes.
Había a la sazón en la plaza un normando muy valiente -llamado Guillermo de
Ruán- que aquella tarde había dado estupendas lanzadas, el cual, viendo lo que hacían
los seis caballeros de los escudos negros, salió del recinto, se cambió de caballo y se
refrescó; y tomando una lanza muy potente en la mano, fue hacia donde estaban los seis
caballeros. Y miró al caballero del halcón encapirotado y le intentó atacar, pero al ver
que no tenía lanza temió actuar deshonorablemente; mas, como veía que iba
oscureciendo y el sol declinaba, y se le prohibiría hacer armas, decidió ir contra él. Y,
arrancando, lo embistió con tal fiereza que le atravesó el escudo y todo el arzón de la
silla, pero sin tocar la carne. Éste fue el mayor encontronazo que Curial recibiera nunca.

Entonces, el caballero del halcón, empuñando la espada le atizó en la cabeza, no


solamente una vez sino muchas; e iba tan pegado a él que lo tenía completamente
acorralado, de tan cerca como lo ceñía, hasta que le hizo abrazarse al cuello del caballo.
Y como los otros caballeros -según ocurre en los torneos- se pusiesen en medio y los
separasen a la fuerza, cada uno siguió por otro lado, luchando a su aire; mas no tardó el
normando en volver y, agarrando con fuerza la espada, choca contra Curial, y Curial
con él; y se dan fuertes golpes combatiendo con iniquidad. Y si hubiera durado mucho,
sin lugar a dudas, hubieran salido mal parados. Pero don Juan Martínez de Luna fue
hacia allí y al ver al normando, que le había incordiado ya antes, y asegurándose de que
era él, lo embiste por la mitad del escudo con la lanza, hiriéndole de gravedad y
haciéndole volar por los aires con vituperio. Pero siguieron combatiendo sin
preocuparse de él.

Y como ya se pusiese el sol, el rey de Francia mandó tocar a retreta y todos se


retiraron. Los escuderos retomaron a la doncella y la montaron en su palafrén; y se
volvieron a sus tiendas por otro sendero distinto al que habían venido.

Todos alabaron al rey por lo que había hecho. Al ver Curial la celebración que se
hacía de la actuación real, dijo:

-Señor, os suplico que me digáis quién sois.

Entonces el rey dijo:

-Yo soy el rey de Aragón, vuestro amigo.

-¡Ah, señor! –dijo Curial, que se desplomó de rodillas besándole las manos-. De veras
que yo no me imaginaba haber tenido aquí por maestro y por señor a tan noble y tan
valeroso caballero.

El rey le hizo alzarse y se apoyó sobre sus hombros con mucha cordialidad.
Fiesta, al ver que aquél era el rey, dijo:

-Señor, si todos los reyes cristianos fuesen tales caballeros como vos, y tuvieran tales
vasallos, no habría un moro en el mundo.

Después, fueron a cenar. Los demás caballeros del rey de Aragón andaban
buscando a su señor por todas las estancias y no podían dar con él; pero tras ser
informados de que seis caballeros con escudos negros habían hecho maravillas en esa
sesión, preguntaron:
-Y aquellos caballeros ¿llevan distintivos en los escudos?

Les respondieron:

-Sí. Uno lleva dos espadas entrecruzadas; el otro, un halcón encapirotado.

Así, ellos entendieron que eran los que buscaban y preguntaron si sabían dónde
se alojaban; les contestaron que no, pero señalaron por dónde habían venido y por
dónde se habían ido. Aún les dijeron más: que si volvían al día siguiente al torneo, sería
en mala hora, porque el duque de Orleans había hecho el voto de no dedicarse más que a
ellos.

Por lo que se fueron de allí, buscando por acá y acullá, de estancia en estancia, y
tanto anduvieron que vislumbraron destellos de antorchas a través de unos árboles y se
encaminaron hacia allí, destacando a un escudero para confirmar si eran ellos. El
escudero, yendo hacia allí, al ver a los criados comprendió que allí estaba el rey; y
acercándose a uno, le preguntó si el rey estaba ahí porque lo estaban buscando nueve
caballeros de Aragón. Por lo que entraron a decírselo al rey, quien, al oírlo, ordenó que
viniesen. Llegaron rápidamente y, dando cumplida reverencia al rey, saludaron a toda la
compañía; y, haciendo plantar sus tiendas, se instalaron. Y dijeron al rey lo que habían
oído: lo que el duque de Orleans había dicho contra los caballeros de los escudos
negros, de lo que el rey se alegró mucho y, acercándose a Curial, dijo:

-Apuesto a que si se mete mucho con nosotros no saldrá con la cabeza entera.

Pero un caballero intervino:

-Señor, yo os suplico por piedad que mañana no entréis en el torneo, y esperemos a ver
qué pasa, que ya estaréis a tiempo de cumplir con las armas siempre que os plazca.

Respondió el rey:

-Me lo teníais que haber pedido antes de que éstos me hubiesen contado las intenciones
del duque de Orleans y, por ventura, os hubiera hecho caso o no; pero ahora me tenéis
que perdonar, porque no me inhibiré. Y comprobaréis si tengo tan duro el pellejo como
vos o los demás.

Curial dijo:

-Señor, si yo fuese un caballero como vos lo sois, tan fuerte y tan valiente, no temería a
ningún caballero del mundo.

Tras estas palabras se sentaron para cenar y el rey, mirando en derredor, contó
quince caballeros, y dijo:

-¡Creo que sudarán bien antes de destrozarnos! Y todavía vendrán más; y, si


conseguimos agruparnos, seremos unos treinta caballeros. Pero, aunque no fuésemos
más de los que somos, tengo por seguro que, con la ayuda de la belleza de nuestra
doncella, no nos derrotarán a la ligera.
Mientrastanto Bon Panser, que venía de los palcos reales, fue acogido con
mucho júbilo, y explicó cómo el rey y todos los caballeros y las mujeres habían
ensalzado a los caballeros de los escudos negros por su caballería y por la belleza de su
doncella; pero que el rey entraba al día siguiente en el torneo personalmente y que el
duque de Orleans estaba empeñado en abatir a los caballeros de los escudos negros, y
que el rey le había dicho que era una ardua empresa, pero que él le haría costado.

El rey de Aragón, tras escucharle, se puso muy contento y dijo:

-Caballeros, los hechos van por buen curso; y mejor lo tendrán, si Dios quiere. Así,
quien diga que ha venido al torneo alguna doncella más bella que la nuestra no sabrá lo
que dice y le costará mucho sostener lo que haya dicho. O sea que, doncella, tened buen
ánimo.

-Señor –dijo Fiesta-, ya que su señoría lo quiere, pese a quien pese, esta vez yo tendré
que ser la más bella.

Y todos se rieron con ella. Se prepararon los lechos y se fueron a dormir.

Preparativos

Los caballeros de los escudos negros reposaron con prontitud, pero ni el duque
de Orleans, que estaba tan enamorado de Laquesis que no veía por otros ojos, ni el
conde de Poitiers, durmieron aquella noche tan pronto, puesto que estuvieron haciendo
un acuerdo conforme los caballeros de los escudos negros debían ser abatidos, pues si
no, ellos quedarían avergonzados de por vida. Y se dedicaron a ir por todas las
estancias, rogando a los caballeros que ninguno llevase el escudo negro; y así lo
hicieron. El duque de Orleans consiguió treinta caballeros muy avezados -escudados en
verde y con alas doradas en los escudos-, que no se separarían de él; y el conde de
Poitiers, veinte -también con escudos verdes y con unas franjas pintadas, en las que se
leía esto: “Son franjas”-. Y acordaron ir juntos y que por doquier que encontrasen un
escudo negro cargarían sobre él.

Este entente se difundió a la mañana siguiente, de modo que Bon Panser, que se
había levantado muy temprano y había ido a los palcos, como no se hablaba de otra
cosa, se enteró; y regresó corriendo, y se lo informó al rey y a toda la compañía. El rey
se alegró mucho de ello, lo mismo que todos los otros caballeros; Curial, en especial, lo
celebró hasta un extremo indecible. Entonces, el rey desplegó un estandarte negro con
dos espadas entrecruzadas y lo hizo colocar delante de su tienda para que los caballeros
que lo buscaban lo pudiesen localizar; y así fueron llegando todos, hasta que fueron, a
poco de haber salido el sol, veintiocho caballeros, muy bien montados y todos ellos con
escudos negros.

El conde de Foix fue hacia allí solo y disfrazado; y, saludando el rey, le suplicó
que tuviese la merced de acogerlo en su compañía. El rey le respondió que en esa
jornada no lo haría por nada del mundo, pero que procuraría complacerle en otra
ocasión. Le dijo además que él era capitán de un cuartel del torneo y que no era
adecuado que se cambiara de compañía. Respondió el conde:
-Señor, ya se han disuelto esas ordenanzas en cuanto a las capitanías y no se seguirá un
orden, sino que el que proceda mejor será el que se llevará el honor de la plaza; y vos,
señor, contáis con una compañía pequeña, dado todo lo que tendréis que afrontar. Y si
supierais las empresas pactadas contra vos, no refutaríais el ofrecimiento que os hiciera
ningún caballero.

-Conde –respondió el rey-, el mayor deseo que tengo en el mundo es probar y saber por
experiencia cuánto me puedo fiar de mi propio cuerpo; y, si soy apto, lo seré para
combatir en liza a otro caballero, para entrar en batalla con muchas gentes o para
meterme en un gran embrollo. Estas cosas me han traído hasta aquí; y os digo que sólo
me disgusta que no esté aquí un caballero que yo me sé. En otro caso, yo enfrentaría mi
cuerpo al suyo, porque no ha hecho bien muchas cosas que ha llevado a cabo; pero si el
cielo me lo otorga y Dios me da vida, será puesto a prueba.

Entonces le dijo el conde:

-El rey de Francia entrará hoy en el torneo y, con él, muy buenos caballeros.

El rey contestó:

-Hacía tiempo que no oía una noticia tan buena; así pues, conde, seguid vuestro camino
y no nos estorbéis; pero guardaos bien en todo momento de revelar quiénes somos.

Así, el conde se fue decepcionado, porque verdaderamente hubiera querido


pertenecer a esa compañía. Entonces, el rey llamó a Curial y le rogó que su doncella
extremara sus cuidados para embellecerse lo mejor que pudiera. Por lo que Curial fue a
Fiesta y le dijo que pusiera todo su empeño en ataviarse lo mejor, más rica y extremada
que nunca hubiera hecho; y así ocurrió, de modo que Fiesta se puso tan elegante que no
tenía par en toda la plaza.

El rey y sus caballeros comieron muy pronto ese día; y, a medida que iban
llegando los otros caballeros, el mayordomo del rey les hacía sentarse a la mesa. Dando
por cumplida la comida, el rey mandó a Bon Panser que fuese a los palcos para ver
cómo se desarrollaban los preparativos y, a poco, volvió diciendo que la mayoría del
público ya se hallaba en el campo, pero que aún no comenzaban puesto que ni la reina
ni los grandes señores habían aparecido todavía. Y que él se había enterado por un
heraldo de duque de Borgoña, y además por otro del rey de Inglaterra, que si los
caballeros de los escudos negros necesitaran ayuda, si se la pedían, la obtendrían; de
otro modo, que cada cual iría por su lado.

El rey ordenó que todos se armasen y que pusiesen todo de su parte porque
estaba en entredicho el honor de cada uno. Todos se armaron y el rey tomó su
estandarte, que era totalmente negro, con las espadas entrecruzadas, y, mirando
alrededor suyo, distinguió a un gentilhombre, casi adolescente pero valiente y de buen
ver, que se había criado en su casa; se llamaba Aznar de Atrosillo y procedía de las
montañas de Aragón. Haciéndole caballero, le dijo:

-Yo te confío este estandarte y mi honor.


El recién caballero, armado al punto y montando en un caballo de raza, tomó el
estandarte. El rey hizo un recuento en torno suyo y sumó treintaicinco caballeros
armados. Por lo que, tras beber un poco de agua, embrazados los escudos negros, cada
uno con su divisa -alguna incluso mal pintada, pues la premura del tiempo no permitió
mejor ejecución-, atados los yelmos a sus cabezas, y montada Fiesta en una jaca muy
bella, dijo el rey:

-No me parece que estaría en su sano juicio ni apreciaría en mucho su vida el caballero
que ahora cogiese a Fiesta por las trenzas.

Laquesis, que no había asistido a las vísperas del torneo, llegó a los palcos en
compañía de su madre y se puso en el sitio más noble que pudo. Y, así, fue muy
encomiada por su incalculable belleza, pues ponía todo su afán en aumentar su
hermosura con todo su ingenio; de modo que no había doctor o especialista de prestigio
que no hubiera consultado para hacerle componer cremas para rejuvenecer la piel,
afinarla, clarear el rostro, pechos y manos. Me figuro que ella no se imaginaba que el
paraíso consistiera en otra cosa que ser bella y recrearse en los deseos terrenales.
Además de eso, iba tan cargada de joyas que dejaba admirados a todos los que la veían;
y ostentaba en el brazo izquierdo el brazalete de Curial, el cual ella no tenía en poco ni
hubiera dado a la ligera a quien se lo hubiera pedido. Todos se sentían seducidos a
mirarla, porque, por encima de su belleza, era tan graciosa que no había quien la viera y
no quedase fascinado.

El duque de Orleans, en cuanto supo que venía Laquesis, le salió al camino,


armado como estaba, para acompañarla hasta los palcos; pero ella rechazó la compañía,
bromeando que no querría ser la causante de que otro caballero le combatiese para
arrebatarla, según la costumbre del reino. Y así, ella subió sin él a los palcos. La reina le
hacía cumplidos, por ser gran señora y extranjera; pero no le caía muy bien.

Ahora viene Fiesta, flanqueada por los caballeros de los escudos negros; es
recibida honorablemente y la colocan cerca de Laquesis, imaginando todos que, yendo
tan ricamente ataviada y tan noblemente acompañada, no podía ser más que de un nivel
y procedencia muy altos. Todos y todas la miraban; y, al verla de increíble hermosura,
todo el mundo de buen grado se le acercaba. La reina le hacía halagos desorbitados y
alababa su elegancia, no sólo porque era mucha y exquisita, sino por humillar a
Laquesis. De modo que las bellezas de ambas competían de continuo, sin poder
vencerse una a la otra. Se les alteraba el color oyendo los comentarios que de ellas
hacían. Unos exclamaban:

-¡Ah, santa María, vaya ojos!

Otros murmuraban:

-¡Oh Dios, qué boca y qué dientes!

Así iban desmenuzándolo todo. Todo el mundo las miraba a la vez y luego de
una en una, y no sabían por cuál decidirse ni qué retoque podría hacérseles. “¡Oh
celestial belleza! ¡Oh faces angelicales! ¡Cómo se debió deleitar el señor y hacedor de la
naturaleza humana al crear a estas dos doncellas!”, según los juicios mundanos. Y si
Laquesis se había esforzado en promover su belleza, yo os aseguro que Fiesta no fue
negligente ni se hizo rogar, ni fue displicente, sino que adiestró sus manos con arte y
maestría, adquiridos a través de detalladas y largas instrucciones; y con aquellos
delicados, delgados y afilados dedos, y con aquellas uñas de marfil, añadió belleza a las
cosas ya bellas, porque en su cara, cabeza, pecho y manos no existía nada que pudiese
tener opción a mejorarse ni embellecerse por afeites artificiales. ¡Ay, cómo las conoció
aquel gran filósofo llamado Platón, cuando dijo que la sensatez de las mujeres radica en
la belleza y, al contrario, la belleza de los hombres en la sensatez!

De modo que la belleza de las dos, según se ha dicho, era disputada y ninguna
podía despuntar. Sólo alguno de sus admiradores insinuó que el cuello de la alemana era
más largo y que la italiana tenía la boca más diminuta; todo lo demás fue medido
equitativamente. Pero Fiesta advirtió que Laquesis llevaba el brazalete de Curial, pues
lo reconoció por las letras en las que se leía: “Amigo sin amiga”3. Y preguntando quién
era, le dijeron que Laquesis, hija del duque de Baviera; a lo que Fiesta se turbó y se dijo
para sí misma: “Mal brazalete quizás sea éste para quien se lo haya dado”.

Entonces, a la vista del estandarte de las espadas y de los caballeros de los


escudos negros junto a él, todos corren hacia allí para ver a los caballeros. Por lo que
Bon Panser, por mandato del caballero de las espadas, con gran estruendo de trompetas,
pregonó a los cuatro ángulos del campo que todo caballero que mantuviese que la
doncella del escudo negro no era la más bella de todas las de los palcos, se adelantase,
que había allí quien se lo haría ver por la fuerza de las armas. Llevaba Fiesta ese día al
cuello una cadenita de oro con un pequeño escudo negro colgante –rodeado todo él por
muy ricos diamantes y gemas-, que le caía sobre el pecho izquierdo.

Y toda la gente se retiró diciendo:

-Va a haber una gran batalla porque el duque de Orleans y el conde de Poitiers les van a
hacer hoy tal jugada que los recordarán toda su vida.

El duque de Orleans envió a por el heraldo y le dijo:

-Di, ¿quién te ha mandado hacer ese pregón?

Respondió el heraldo:

-El caballero de las espadas.

Replicó el duque:

-Dile que Orleans dice que mucho más bella, sin punto de comparación, es Laquesis,
hija del duque de Baviera; y no sólo comparándola a la del escudo negro sino a todas las
del mundo. Y así se probará hoy en esta plaza.

Y como el duque de Orleans iba con un estandarte verde con un ala dorada,
todos hicieron cábalas conforme llevaba aquella ala porque Laquesis era alemana4. El
duque, recientemente prendido en amor por Laquesis, se hallaba tan encendido que

3
En el original, en francés: “Ami sens amie”.
4
En catalán se da un juego de palabras, pues hay coincidencia fonética entre alamanya y ala.
estaba obcecado con ella; pero era leal, muy buen caballero y arrojado, así como era
muy buen caballero y aguerrido el conde de Poitiers, que iba con él.

El rey, presidiendo desde los palcos, miraba la compostura de los caballeros


mientras llegaban; y, al ver agrupados a todos los caballeros de los escudos negros con
su estandarte, dijo en voz alta, que oyeron muchos:

-Yo sospecho que el honor de la plaza recaerá hoy en los caballeros de los escudos
negros, pues se han dado cita caballeros formidables.

Llevaba don Juan Martínez de Luna en el escudo unas disciplinas de oro; y cada
uno, a su gusto, lucía su divisa. Iban espléndidamente enjaezados, mejor que los otros
participantes en el torneo. El duque de Orleans miró hacia la zona del estandarte negro y
dijo:

-Me parece que hay un gran número de caballeros.

Y le concretaron que eran treintaicinco, y que los borgoñones y los ingleses


decían que, si necesitaban ayuda, se la ofrecerían al solicitarla. Respondió el duque:

-En nombre de Dios, quien venza a los de los escudos, habrá vencido.

El rey hizo revisar por todas partes y le informaron que estaba todo el mundo.
Por lo que el trompeta real dió un toque y cada caballero empuñó su lanza y se puso en
disposición de arrancar. Mas el rey de Inglaterra mandó decir al duque de Borgoña que
vigilase lo que hacían los de los escudos negros, a fin de darles respaldo; e igualmente
se lo comunicó al duque de Bretaña. Al segundo toque, los caballeros se aproximaron
algo más. Mientras, el heraldo notificaba al caballero de las espadas lo que el duque de
Orleans le había dicho acerca de la belleza de Laquesis; y al acabar la última palabra,
sonó otro toque del trompeta real.

Comienza el torneo

Los portaestandartes se ponen en movimiento y empiezan todos a atacarse con


dureza. Los de los escudos negros, en grupo compacto, se abalanzaron contra los del
duque de Orleans y del conde de Poitiers -que eran muchos-, pero sobre todo contra los
cincuenta que iban con el estandarte alado, y tan fuertemente, que al primer encuentro
abatieron a muchos, los escindieron en dos grupos y derribaron el estandarte del ala;
pero en seguida, el bloque de caballeros, pese a los otros, hizo ondear el estandarte. Se
oían muchos gritos de los que eran pateados por los caballos, por lo que más que un
torneo parecía una batalla a muerte. Ante esto, rápidamente, el conde de Armañac
acudió en ayuda de los de Orleans; pero, a su vez, tanto como él corre el duque de
Holanda, y topan muy gallardamente, cayendo de sus sillas muchos caballeros.

El rey de Aragón vió que el duque de Orleans y el conde de Poitiers iban juntos
y que, a donde fuesen, incidían en agredir a los de los escudos negros; por lo que,
avisado Curial, fueron hacia ellos. Y el rey, que llevaba una lanza potente en la mano, al
quiso atacar al duque de Orleans, pero el conde de Poitiers se puso en medio y recibió el
golpe en su escudo; mas no le salió bien, pues se lo asestó tan brusca y certeramente que
cayó del caballo malamente herido; entonces el rey, echando mano a la espada, corrió
hacia el duque de Orleans para atacarlo. Mientras, Curial, al ver que un caballero,
llamado Jaime de Agravila, iba directo contra el rey, apretó a correr contra él y le dió tal
topetazo con la lanza que lo derribó del caballo, por lo que el rey alcanzó al duque de
Orleans y le atizó tan rudos y repetidos golpes sobre la cabeza que lo dejó atontado; de
modo que el duque se iba balanceando sin saber dónde estaba, y el otro lo perseguía sin
cesar, preguntándole cuál de las doncellas era más bella.

Los del duque se apresuran a ayudarlo, así como los de los escudos negros para
ofrecer resistencia; y se mezclan de tal modo que todos tenían mucho quehacer.
Entonces, el rey agarró al duque de Orleans por los costados y, espoleando al caballo, le
estiró con tales bríos que le hizo saltar de la silla sin remisión; y, sentado sobre el cuello
del caballo, lo condujo hacia los palcos y se lo presentó a la doncella del escudo negro,
como a la más bella de todas.

Al llegar así el duque fue compadecido, aunque muy bien acogido; mas, al
quererlo desarmar, no lo consintió, sino que mandó preguntar al caballero de las espadas
qué tenía que hacer para salir de su aprisionamiento. El caballero le respondió que tan
sólo decir públicamente que la doncella del escudo negro era la más bella doncella del
mundo. El duque, entendiendo que si quería volver al torneo, le convenía pronunciar
aquellas palabras, hizo traer secretamente un escudo negro y pidió a Laquesis que
pusiera la mano encima de él. Seguidamente, el duque dijo:

-Yo digo que la doncella que tiene el escudo negro es la más hermosa del mundo.

Y así, de nuevo, atado el yelmo a la cabeza, montó a su caballo y volvió al


torneo. De este modo fue engañado al caballero de las espadas, pero él no se percató del
engaño; ya que, en caso contrario, es probable que, antes de que el torneo hubiera
acabado, el que había leído el texto hubiera hecho la glosa y lo hubiera explicado.

Estando así las cosas, el duque de Borbón y el duque de Bar entran juntos en el
torneo, enfilando en su contra el rey de Inglaterra con toda su gente. Unos y otros
colisionan estrepitosamente. Hubierais visto gran cantidad de caballeros derribados y de
caballos sin amo. Mas los caballeros de los escudos negros se vuelven a juntar y, todos
a una, se ponen a arrear golpes a destajo. Hubierais visto arrancar yelmos y escudos de
cuajo, tan hábilmente que, dondequiera que vayan, pasan dejando el camino libre y
todos les abren paso. Entonces, se agrega al torneo el duque de Bretaña, contra el cual
se orientan los duques de Berrí y de Brabante; en la arremetida topan con gran
chasquido, cayendo muchos en el encuentro.

El rey de Francia miraba desde el palco los golpes que daban los de los escudos
negros, los cuales combatían con tal denuedo que no se sabría cuál de ellos sobresalía;
por ello, dijo:

-De veras que o el duque de Orleans se verá obligado a vengar las afrentas que se le han
hecho, o yo no lo soportaré.

El conde de Foix que todavía no se había sumado al torneo, como estaba cerca
del rey y oyó esto, se rió mucho y dijo al rey con grandes carcajadas:

-Ea, a ver si todavía hoy os hacen prisionero de la doncella del escudo negro.
El rey asimismo se rió diciendo:

-No lo descarto, pues bien podría ocurrir.

El conde llamó a Febo, su hijo, y le dijo:

-Febo, ve rápidamente a las tiendas, ármate, toma un escudo negro y con cuatro
caballeros cualesquiera que encuentres con escudos negros, introdúcete en el torneo; y
cuando veas al caballero de las espadas entrecruzadas, dile que el rey de Francia irá
ahora al torneo, en contra suya, para vengar al duque de Orleans. Y suplícale que te
haga caballero; y no te separes de él.

Febo cumplió el mandato de su padre, buscándolo por todos lados, sin saber
quién era el caballero de las espadas; hasta que dió con él y le dijo lo que el conde le
había dicho, suplicándole que le hiciese caballero. El rey alzó la espada y dándole en la
cabeza, le dijo:

-Dios te haga buen caballero.

Los caballeros de los escudos negros salen victoriosos

El caballero de las espadas llamó inmediatamente a los suyos y, dándose cita en


un punto, salieron del torneo. Y arrinconándose, se lavaron y recambiaron de caballos;
el rey preguntó a Febo quién era, a lo que él respondió que era Febo, hijo del conde de
Foix, de lo cual él se alegró mucho. Después de haberse refrescado, asiendo gruesas y
muy poderosas lanzas, se encaminaron de nuevo tranquilamente al torneo. Encontraron
a Bon Panser, que les dijo:

-El rey ya está a caballo y ahora mismo va a entrar en el torneo.

Por lo que el caballero de las espadas tomó de la mano a Curial y le dijo:

-Ahora, veremos qué pasa, pues ocurre a veces que queriendo vengar las ofensas ajenas
crecen las propias.

El rey de Francia estaba ya en el torneo, ejercitándose con las armas, y había


venido con muchos caballeros. El duque de Borgoña había ido en su contra con mucha
gente; pero, pese a todo, el rey se revolvía por toda la plaza buscando a los caballeros de
los escudos negros, mas no los encontraban. Cuando ya iban a irse del torneo, los
franceses los vieron y empezaron a dar voces:

-Aquí están, ¡a por ellos!

Pero, efectivamente, nunca dijeron palabra de la que se arrepintieran más, pues


los de los escudos negros meten el estandarte entre sus filas, y todos juntos pelean con
tal ardor que cada uno derrota al suyo; después, esparciéndose, los machacan, hacen
trizas, y los dispersan sin darles opción a volver a juntarse. Después de haber roto las
lanzas, echan mano a las espadas, vuelven contra los franceses y los vapulean con
fuerza; mientras ellos se defienden. El fragor de la batalla era tan grande que parecía
que hubiese muchos herreros que diesen golpes tremendos sobre muchos yunques.

Al ver esto, el conde de Foix, temiendo algún siniestro, va corriendo al rey de


Francia, que ya había hecho muchas armas, y le dice:

-¡Ah, señor!, ¿qué estáis haciendo? ¿No es hora ya de dejar tal esfuerzo? Yo os suplico
que me hagáis un favor.

El rey respondió que se lo haría. Entonces dijo el conde:

-Pues me lo habéis concedido, salid de la plaza y no luchéis más.

El rey dijo que no le parecía mal, pero que antes rompería una lanza con el del
escudo de las espadas. Por lo cual, el rey, que era muy buen y notable caballero,
empuñando una lanza, fue contra el caballero de las espadas, lo enganchó por el escudo
y le hizo volar la lanza en pedazos. El caballero de las espadas, que vió que el rey de
Francia –al que conoció por sus paramentos completamente blancos- le había atacado
con la lanza, va hacia él y lo ataca con la espada dándole un golpe tan grande en el
yelmo que le hizo inclinarse; pero al ir a darle otro golpe, el conde de Foix se puso en
medio y paró el golpe con su escudo, al que le arrancó un buen canto. Así, el rey de
Francia, dejando el torneo, fue desarmado y se fue a los palcos. Y comentó que había
roto una lanza con el mejor caballero del mundo, de lo cual se alegraba mucho; y de
tanta alegría, no hubo cosa que se le pidiera en ese día que no otorgase.

Entonces Curial, que ardía encendido en ira furiosa por culpa de un inglés que,
con engaño, le había atacado con una lanza y no le pudo dar alcance -tan veloz fue su
fuga-, alargando la mirada vió a otro inglés, que se llamaba mosén de Gloucester, al
cual habían estado hostigando mucho los caballeros de los escudos negros; y apuntó
hacia él con su caballo y, lanza en mano, corrió tras él y lo alcanzó delante de los
palcos. El inglés, que oyó gritar: “Aquí está el caballero del halcón, ¡ojo a él!”, se giró
de golpe y, con una lanza en la mano, fue a embestirlo y lo pilló por en medio del
escudo, de modo que le hizo saltar la lanza en trozos. Curial, que estaba furiosísimo, dió
con el caballero de tal guisa que, atravesándole el escudo, le llegó a tocar con la lanza
en carne viva y le derribó malamente del caballo, de suerte que no sabía si era de noche
o de día. Y apeándose del caballo, mientras lo sujetaba por una rienda, le quitó el
escudo, que era blanco con una corona de oro, y le envió a los palcos con este encargo:

-Ves, dáselo a la doncella más bella de todas.

Pero el portador se lo entregó a Laquesis, de lo que ella se alegró mucho,


creyendo que era Curial, puesto que en este torneo sólo era conocido como el caballero
del halcón encapirotado. Laquesis se incautó del escudo muy contenta y lo hizo colgar
en el palco por debajo de su torso. Multitud de personas miraban hacia allí y
comentaban:

-Efectivamente, Laquesis es la más bella de todas las doncellas, pues el caballero del
halcón encapirotado lo ha rubricado.
Por lo que Fiesta estuvo a punto de morir de envidia y, llena de ira, juró darle a
Curial otro sinsabor que superaría el que él que había hecho. Y en verdad yo creo que la
mayoría de las mujeres no saben domeñar con buenas riendas los incidentes que les
asaltan, sino que su corazón lanza fuera de inmediato el odio que -a veces injustamente-
ha germinado; por esta razón ocurre que la mayor parte de las veces no ha lugar la
venganza esperada.

Entonces, Curial se mete en el torneo con arrojo y, como si en todo el día no


hubiese hecho nada, se lanza a atacar como si estuviese empezando ahora. Pero un
conde inglés, llamado mosén de Salisbury, valeroso y famoso caballero, que tenía un
buen corpachón, viendo lo que Curial había hecho -haciendo levantarse a mosén de
Gloucester, medio muerto, y enviarlo a su tienda-, convocó a todos los caballeros que
habían venido en compañía de éste y, sin dejar de lado a los suyos, les arengó a todos
acerca de la necesidad de que el caballero del halcón fuera abatido ese mismo día.

Por lo que se infiltra en el torneo, sin atacar, buscando arriba y abajo, hasta que
localiza al caballero del halcón, cuya valentía resplandecía por encima de todos los
demás caballeros, haciendo armas delante de los palcos. Salisbury, al verlo, lo embistió,
junto con más de cincuenta caballeros que iban con él; y arremeten contra Curial con los
pechos de los caballos tan fuerte que, por potente y recio que fuera su caballo, se vió
forzado a desplomarse. Curial, al encontrarse en medio de tanta gente, se defendía a
diestro y siniestro con la espada, de modo que no había nadie que no temiese sus golpes.
Aunque, por mucho que hiciese, le sustrajeron el caballo a la fuerza y se lo llevaron; e
intentaban apresarlo, cosa que hubieran hecho con seguridad a no ser un caballero que
avisó al caballero de las espadas, diciéndole: “¡Eh, socorred pronto al caballero del
halcón, que está a pie, delante de los palcos, y lo quieren apresar!”

El caballero de las espadas con una gran voz reune a todos los que puede de los
suyos, enarbola el estandarte y, a la mayor velocidad posible, arrastrado por una ira
rabiosa cual león hambriento, irrumpe en aquella turbamulta, se hace un hueco y con
gran trabajo accede hasta donde Curial estaba luchando a pie y donde, en defensa de su
honor, había ya realizado estratagemas dignas de recuerdo. Uno de ellos, llamado Pedro
de Montcada, viendo a Salisbury sobre un caballo alto y esbelto, fue a por él y, con una
lanza de mucho grosor y de gran potencia que llevaba en la mano, lo ensartó tan
desabridamente que lo hizo caer del caballo –con las piernas en alto-, cayendo muy
cerca de Curial.

Curial, al ver a mosén de Salisbury a los pies, le dió la mano y, ayudándole a


incorporarse, le dijo:

-No creáis que os he socorrido para ayudaros, antes bien os conviene defenderos;
sino, os arriesgáis a perder algo que cuantos reyes haya en el mundo no os podrían
devolver.

Entonces le asestó un montón de golpes en la cabeza, de manera que su yelmo,


por bueno que fuese, nunca se vio tan probado, pues salían chispas de fuego; y lo
maltrataba de tal modo que Salisbury ya no podía sostener los duros y pesados lances
que le daba Curial, hasta llegar a verse constreñido a ponerse de rodillas.
Verdaderamente, todos creyeron que le hubiera matado si no fuera por el rey de
Inglaterra que, dando grandes voces, fue hacia aquel lado y, terciando en la pendencia
con una turba de caballeros, se puso a acometer a los caballeros de los escudos negros.
Quienes, a pesar de estar todos apiñados en aquel lugar, no pudieron impedir que
Salisbury fuera liberado; aunque sí retuvieron su caballo, que fue entregado a Curial por
el citado Pedro de Montcada.

Una vez montado en él, Curial, viendo al rey de Inglaterra -a quien conoció por
la lanza de oro que llevaba sobre el yelmo-, fue hacia él y le atizó con tal contundencia
sobre la cabeza que el rey no logró tenerse erguido, sino que no tuvo más remedio que
abrazarse al cuello del caballo. Pero Curial, sin detenerse aquí, agrede a otro caballero
inglés, al que ensarta tan fieramente que lo derriba del caballo. El caballero de las
espadas, al igual que odiaba a los franceses, amaba de corazón a los ingleses, de modo
que mandó que todos los caballeros de los escudos negros se retirasen de aquel lugar;
oyéndolo el rey de Inglaterra, se congratuló mucho por ello, pero se quedó muy
intrigado por saber quién era aquel caballero.

Desplazando el estandarte, se abalanzan sobre los del duque de Borgoña, entre


los cuales había dos caballeros muy valientes -uno de los cuales se llamaba señor de San
Jorge, y el otro, señor de Vergues-. Y cuando el caballero de las espadas vió al señor de
Vergues llevando una cota de armas confeccionada con vergas rojas y doradas, que son
las armas del rey de Aragón, ordenó a todos los suyos que no combatiese nadie en su
contra. Por otra parte, vió también al señor de San Jorge, con aprestos blancos y cruces
rojas, y dijo:

-¡Oh, cómo me hubiera medido con estos borgoñones y flamencos si no fuese por las
armas que llevan! ¡Dejadlos, en mi nombre! ¡Vamos contra los franceses!

Bon Panser fue hacia el señor de Vergues y el señor de San Jorge, que eran
compañeros, y les contó lo que había dicho el caballero de las espadas; cuando lo
oyeron éstos, envainando sus espadas, se hicieron a un lado y dijeron a Bon Panser:

-Di al honor de la caballería de todos los tiempos -esto es, al caballero de las espadas y a
su noble compañía- que, enterados de lo que ha ordenado, nosotros nos ausentamos por
hoy del torneo, pues ciertamente no daremos ya ni una estocada.

Así, se hicieron atrás, mirando lo que ocurría; y enviaron a decir al conde de


Flandes que ellos por nada del mundo lucharían más en aquella jornada. Éste, que
estaba enfermo en su tienda, había encomendado su gente al duque de Borgoña.

Ciertamente no se quedaron tan tranquilos los franceses, pues fueron hacia ellos
y les hirieron por todos lados con mucho vigor: caballero de ellos que era alcanzado le
era obligado caer del caballo abrazándole por el cuello; por ello, en poco rato fueron
reconocidos y espantados.

Los borgoñones, que aquel día se opusieron a los franceses, fueron a ver a su
duque y le dijeron:

-Señor, los caballeros de los escudos negros han dejado de combatir contra los vuestros
por cortesía, pero están haciendo un gran estrago entre los franceses. Es verdad que
nosotros les hemos incordiado mucho, pero no debemos tolerar que los incordien otros.
Disponed lo que queréis que hagamos.
El duque se dirige entonces hacia esa zona y ve que, todos a una, hacían cosas
nunca vistas ni oídas antes; y dijo:

-A fe mía, no sería muy cortés contribuir a cercenarles el honor que están ganado en el
día de hoy por medio de las armas.

Y acercándose al caballero de las espadas, le dijo:

-Señor, yo os ruego que cese la lucha, por hoy, entre esta gente y vos.

Entonces Curial, aproximándose al rey, que no le había entendido bien, le dijo lo


que decía el duque; por lo que el rey, al punto, se apartó de allí. Hacía ya rato que había
pasado la hora de vísperas y todos los estandartes se habían retirado y casi nadie quería
seguir más, cuando el caballero de las espadas, con toda su gente, se dirigió hacia los
palcos con ánimo de descansar. Entonces, los señores de Vergues y de San Jorge fueron
hacia ellos y, saludando a la compañía, dijeron:

-Señores, nosotros no hemos podido distinguir hoy cuál ha sido mejor caballero de
vosotros, pero hemos visto que vos, señor de las espadas, habéis sido quien durante la
jornada los habéis capitaneado a todos; por eso, nosotros, si no os molesta, os rogamos
os dignéis aceptar nuestra primera petición: que así como habéis ido todos juntos,
finalizado por hoy el torneo, tengáis a bien venir a cenar y descansar a nuestras tiendas.

El caballero de las espadas les respondió que entre ellos no había primacía ni
señor, porque todos eran compañeros y amigos, y que, de serles posible, aceptarían muy
gustosos su invitación; empero, por el momento no podían, de modo que los excusaran.
Los flamencos contestaron que, si no les era viable ir a sus tiendas, ellos irían a cenar
con ellos a las suyas, siempre que les pareciera bien; cosa que satisfizo mucho al
caballero de las espadas. Y así departieron, mientras que en el torneo iba cesando todo
movimiento.

Al oír el caballero de las espadas que el rey de Francia quería licenciar el torneo
por aquel día, hizo lucir su estandarte, atronando por la plaza, corriendo arriba y abajo;
nadie lo impidió, puesto que todo el mundo estaba cansado y agotado. El rey de Francia,
a la vista de esto, mandó que el torneo se diera por cumplido por ese día. Y cada uno se
retiró a su alojamiento.

Fiesta se queda con los reyes de Francia

El rey de Francia se fue a la villa, por lo que cada cual recuperó a sus doncellas,
excepto Curial, porque la reina rogó vivamente a la doncella del escudo negro que
tuviese la amabilidad de quedarse con ella mientras durase el torneo. La doncella
accedió, si daba su consentimiento el caballero del halcón, con quien ella iba; de modo
que la reina envió a alguien sin tardanza para solicitársela, a lo que él accedió gustoso.
Y así se la llevó, haciéndole llevar una copa de oro cubierta, que tenía en la tapa muchas
piedras finas y gruesas perlas y se otorgaba como premio al mejor caballero. Y pese a
que entre los de los escudos negros no era factible escoger, se la dieron al caballero de
las espadas como quien se había esforzado mucho y quien había comandado la jornada.
Pero, dado que él se había ido hacían llevar el galardón a su doncella; e iba delante,
seguida por las demás, por grandes señoras que fuesen. Laquesis, a pesar suyo, tuvo que
seguirla en la cola, por lo que creyó morir de envidia. ¡Ay, qué poco dura el humo de la
vanagloria! Por cierto que, tan adulada y encomiada se vió la doncella del escudo negro
en ese día, que no se hubiera cambiado ni por santa Catalina.

Y a la reina, que no se saciaba de colmarla de lisonjas y hablar bien de ella, sin


saber dejar de comentar las loas a su belleza, destreza, gracia y demás virtudes, por
encima de cuantas doncellas había visto hasta ese día, creo que le pasaba como a los
franciscanos, que no saben cómo exaltar a san Francisco cuando predican en el día de su
onomástica.

Laquesis se fue con su madre, descontenta, empero con buena compañía y entre
reconocimientos.

La reina empezó a interrogar a la doncella del escudo negro, preguntándole de


qué tierra venía, y ella le contestó:

-Señora, no os lo puedo decir porque lo tengo prohibido.

-Decidme al menos vuestro nombre –dijo la reina-.

Y ella respondió que se llamaba Fiesta. La reina se rió y le dijo:

-A fe mía, vos tenéis el nombre más noble y más agradable que haya oído nunca y, sin
lugar a dudas, sois una fiesta para todos los que os ven, pues para mí ha sido una fiesta
el teneros hoy cerca. Y el que dió el escudo a Laquesis se equivocó claramente de
camino llevándoselo, pues ciertamente más os correspondía a vos que a ella. Y así como
Dios os ha hecho bella, así os ha dado como compañero al mejor y más valiente
caballero que existe en el mundo. ¡Bendito sea Dios que así os ha unido!

La reina no veía con buenos ojos a Laquesis porque era muy hermosa y, por otra
parte, porque Laquesis había menospreciado la hermosura de la reina. Fiesta estaba
completamente rodeada por damas y damiselas; y cuando el rey se enteró que Fiesta se
había quedado junto a la reina, expresando su satisfacción, la hizo venir y, con toda
deferencia, le preguntó de dónde era. Ella contestó que no se lo podía decir por nada del
mundo y el rey sólo le sacó que se llamaba Fiesta; de lo que el monarca se rió mucho, y
dijo:

-Sin duda sois fiesta para todos los ojos que os miran, salvo para los de Laquesis, que
me hace el efecto que siente envidia; aunque, en mi opinión, no debería, pues bien la ha
hecho nuestro Señor bella también a ella.

Y sabiendo el rey que iba con ella el caballero del halcón, le rogó
encarecidamente que le dijese quién era aquel caballero. Fiesta respondió:

-Monseñor, la señora reina me lo ha hecho preguntar y después me lo ha preguntado ella


misma; pero yo, al no tener permiso, no me he atrevido a decírselo. Aunque, ya que os
complace tanto, os lo confesaré, a condición de que me prometáis ambos que no se lo
diréis absolutamente a nadie.
Así se lo prometió. Por lo que Fiesta dijo:

-El caballero se llama Curial.

-¡Ah, santa María! –dijo el rey-. ¡Vaya nombres! A fe mía, el nombre le cae bien a un
caballero como él. Y decidme, Fiesta, el de las espadas, ¿quién es?

-Señor –dijo ella-, yo no lo vi nunca hasta ayer, ni tampoco a los otros caballeros de los
escudos negros, pues entre ayer y hoy llegaron todos ellos; pero él había venido solo. Os
puedo asegurar, eso sí, que él es el señor de todos los demás y así se aprecia en todas las
cosas; y Curial le hace reverencia arrodillándose.

-¡Ah, virgen María! –dijo el rey-. ¿Y quién podrá ser este caballero?

-Verdaderamente –dijo Fiesta-, no lo sé; pero creo que es el mejor caballero del mundo.

Respondió el rey:

-Lo ha demostrado de muchas maneras; y, así Dios me dé honor, yo no creo que en el


mundo se pueda hallar tan noble conjunto de caballeros, pues ciertamente entre ellos no
se sabe cuál escoger; y puede haber superior, pero no mejor, pues todos ellos son de tal
naturaleza que sin duda alguna sería loco el que presuma emprender lo que cualquiera
de ellos deje.

Así, hablando de muchas cosas, los caballeros del torneo, una vez desarmados,
fueron hacia el rey; habiéndole saludado, vieron allí a la doncella de los escudos negros
y, cuando supieron que se llamaba Fiesta, se echaron todos a reír diciendo:

-Ciertamente, mejor fiesta y más alegre es estar cerca de vos que de vuestros caballeros,
porque, vive Dios, que sale caro acercarse a ellos en el torneo.

-En nombre de Dios –dijo Fiesta-, ellos valen para la liza y para los salones, y yo os
prometo que si ellos estuviesen aquí os agradaría su compañía tanto como la mejor.

A lo largo de toda la tarde no se habló de otra cosa que de los caballeros de los
escudos negros; y no había quién acertase a decir cuál era el mejor, tan sobresalientes
habían sido todos ellos. Pero como el rey advirtiese que todos estaban cansados, no
quiso que hubiese más torneos durante aquella semana, hasta el próximo domingo,
cuando todos hubieran descansado lo conveniente. Y así se mandó que los reyes de
armas y los heraldos lo propagasen por todas partes. Luego, cenaron y disfrutaron
mucho.

Después de cenar el rey mandó decir a la reina que viniese y que trajese con ella
a Fiesta. La reina fue allí y el rey tomó a Fiesta por la mano:

-Dondequiera que vos estéis no estarán sin fiesta.

Y bailaron y cantaron y se divirtieron alegremente; y Fiesta cantó como ninguna


otra doncella hubiera hecho. Y cuando hubieron festejado a sus anchas, Fiesta, acertó a
ver a lo lejos entre la gente a Melchor de Pando, quien había estado todo el día mirando
el torneo sin reconocer a Curial; Fiesta le hizo el signo de callarse, con una mueca de
tranquilidad. Pero al cabo de un buen rato, se puso en pie y se acercó a él, diciéndole
que Curial estaba con los caballeros de los escudos negros, e, indicándole la enseña del
lugar donde se alojaban, le dijo que fuese hacia allí; de modo que se marchó.

El rey y la reina y todos los señores y señoras, disuelta la reunión, dado que
había transcurrido gran parte de la noche, se fueron a dormir.

El rey de Aragón se da a conocer a los señores de Vergues y de San Jorge

Según habéis oído los caballeros de los escudos negros se retiraron del torneo y
se encaminaron a sus tiendas; les siguieron el señor de Vergues y el señor de San Jorge,
los cuales se alojaron en las ricas tiendas de Curial. Cuando estuvieron dentro, se
preparó la cena y, tras desarmarse, cenaron muy animados, charlando sobre las
excelencias que aquel día se habían visto en el torneo.

Los señores de Vergues y de San Jorge, al ver a Curial, se dijeron que


verdaderamente era el caballero más galante que habían visto y se prendaron de él, de
modo que no sabían mirar hacia otra parte. Curial, empero, tenía para con el rey todas
las atenciones que podía. Entonces el señor de Vergues, que advirtió el honor que al
caballero de las espadas se le brindaba y no lo conocía, se moría de ganas de saber quién
era. Y acercándose a Curial le rogó que por lo que más quisiera le quisiese hacer el
favor de decirle quién era ese caballero. Curial le contestó que, ya que estaba delante, se
lo preguntase, que con seguridad él mismo se lo diría. Y como ambos se giraron a la vez
a mirar al rey y Curial se rió, el rey dijo:

-¿Qué pasa?

Y él respondió:

-Señor, este caballero se queja de vos con razón porque dice que, a su parecer, se os
manifiesta gran honor y mucha reverencia, y él, por no saber quién sois, no puede hacer
lo que debería a su juicio; y así es. Dice también que aquí los únicos engañados son él y
su compañero, pues no aciertan a dar con quién sois, mientras que todos los demás os
conocen. Por lo que os suplica con el mayor fervor que no insistáis en ocultaros, por
estar aquí en vuestra compañía, y también para estaros obligado de por vida. Y me
consta, señor, que si él supiera vuestro nombre, sería voluntaria y gustosamente vuestro
servidor.

Dichas estas palabras, se calló. El caballero agregó esto a las palabras de Curial:

-Señor, yo os ruego que no os hagáis de rogar más para decirme vuestro nombre, a
cambio yo seré vuestro y dócil a vuestras órdenes, mientras vos lo deséeis.

El rey dijo entonces:

-Yo soy el rey de Aragón.


Al momento el señor de Vergues se hincó de rodillas en el suelo, y el rey lo
levantó y le echó los brazos sobre sus hombros, lo mismo que al señor de San Jorge, que
asimismo se había arrodillado. Y el señor de Vergues dijo:

-Señor, con esto, Dios me ha concedido una gracia muy grande, pues ha satisfecho el
mayor deseo que yo tenía en este mundo. Yo, señor, llevo vuestras armas y soy de
vuestro linaje; y, por consiguiente, servidor vuestro frente a todas las gentes. No había
nada en el mundo que yo deseara tanto como conocer a mi señor, que sois vos. Por lo
que os suplico y pido por piedad que, de ahora en adelante, me consideréis como un
servidor y me queráis ordenar todo lo que convenga a vuestro servicio y me sea posible
hacer, porque en verdad que no os fallaré.

El señor de San Jorge también se ofreció incondicionalmente al rey. Quien


respondió al señor de Vergues que se alegraba de conocerlos, y que desde entonces
viviesen convencidos de que los tendría a uno como un pariente, y a los dos, como
amigos.

Fue grande la fiesta que aquella noche se dió en aquellas tiendas y todos
disfrutaron en gran medida. El señor de Vergues solicitó al rey la gracia de que su
compañero y él pudieran portar escudos negros y fuesen en su compañía el día del gran
torneo. El rey se lo concedió y se fueron a dormir; después, licenció a su compañía y,
reteniendo consigo a Curial, ordenó que cada cual fuera por su lado hasta el sábado
siguiente, puesto que no era su voluntad permanecer en ese lugar a fin de que no se le
reconociera; al igual que no le gustaría que les conociesen a ellos. Así, todos se dieron
por aludidos y se separaron lo más discretamente posible.

Antes de que amaneciera, el rey se levantó y, despertados también los demás,


cada uno se fue a su aire, dejando aquí sus tiendas sin vigilancia alguna. No obstante,
encargó al señor de Vergues que fuese a la corte y que, si su doncella necesitaba alguna
cosa, la atendiese en la medida de lo posible. El señor de Vergues, muy contento porque
el rey lo utilizase, respondió:

-Señor, sabe Dios que yo os deseo servir por delante de todos los señores del mundo; y
así cumpliré vuestro mandato por encima de todo.

En tanto se fue a su albergue con el señor de San Jorge, que no se separaba de él.
Y al preguntarles el conde de Flandes dónde habían estado, ellos contestaron que les
habían invitado unos caballeros, con quienes habían cenado y dormido. De modo
parecido, el conde de Foix preguntó a su hijo por dónde andaban los caballeros con los
que había estado y le respondió que se habían ido todos, dejando sus tiendas sin guardia
ninguna; por lo que el conde quedó muy extrañado.

Los caballeros de los escudos negros se ausentan

Pasada la noche, llegó un día resplandeciente. El rey no cejaba de dar vueltas


pensando quiénes serían los caballeros de los escudos negros, especialmente el de las
espadas; sin embargo, sus cábalas iban muy alejadas de la realidad, pues él no podía ni
imaginarse de quién se trataba. Pero contaba con que vendrían a verle y, así, podría
entrar en contacto con ellos.
Por otro lado, Melchor de Pando, de noche no pudo encontrar las tiendas de los
caballeros de los escudos, mas de mañana buscó tanto que por fin los encontró, y, al
reconocer la tienda de Curial, entró dentro; pero no halló nadie, como tampoco en
ninguna otra, de lo cual quedó fuertemente extrañado. Y decidió quedarse en las tiendas,
calculando que volverían y de ese modo los podría ver; pero también pensaba qué haría
él solo allí, que quizás viniera alguien a robar en las tiendas o lo mataría creyendo que él
había entrado allí para robar. O sea que más le valía volver con Fiesta, por si ella le daba
alguna solución que pudiese sacarle de dudas. Y en ésas, se fue.

Pero no pudo hablar con Fiesta en aquel día, durante el cual el rey celebró un
gran y sonado convite; entre otras cosas, había hecho preparar una mesa enorme para
todos los caballeros de los escudos negros, que tenían reservado el lugar más honorable
de la sala. Pero cuando fue la hora de comer y llegaron todos, el rey no vió entre la
gente a los caballeros extranjeros, por lo que les dió un margen de espera; de modo que
la comida se retrasaba mucho. El rey hizo llamar a Fiesta y le dijo:

-Fiesta, yo no conozco al caballero de las espadas ni al del halcón, por lo que os ruego
que, si están aquí, me los queráis mostrar, para poder honrar y celebrar como
corresponde a quienes se lo han merecido bien.

Fiesta revisó por todos lados y volvió al rey diciéndole que ni ellos ni ninguno
de la compañía estaban allí; el rey se quedó muy contrariado, aunque esperaba que
llegarían. Y así el día iba pasando y la comida se retrasaba. El conde de Foix se acercó
al rey y le preguntó qué estaba esperando que no se comía. El rey contestó que esperaba
a los caballeros de los escudos negros. El conde dijo:

-Señor, no los esperéis, porque se han ido.

El rey se quedó muy disgustado y se mostró muy molesto, pues consideraba una
grosería no haber previsto mejor las cosas. Todos se sentaron, pero el rey no consintió
que nadie se sentase en aquella mesa, sino que permaneció así, vacía; y él estuvo toda la
comida tan pensativo que no comió ni tuvo satisfacción alguna. Cuando acabaron de
comer, el rey dijo a Fiesta:

-Yo no sé quién ha salido perdiendo, si vos o yo, porque vuestros caballeros se han ido
y os dejado aquí. Pero mientras yo tenga tal prenda de ellos, como sois vos, no temo
perderlos.

El conde de Foix dijo entonces:

-Señor, ellos han abandonado sus tiendas, sin vigilantes; así pues, mandad que sean
guardadas.

Entonces dijo el rey que él mismo iría a aquellas tiendas, mientras ellos no
estuviesen; al menos, así, se le podría contagiar algo de los valores que ellos tenían
–salida con la que el conde se rió a gusto-. Y el rey se fue a cenar a esas tiendas y asignó
a la reina las dos de Curial, muy ricas, y él se instaló en la del rey de Aragón, ignorando
que fuera suya; aunque ni con mucho era tan bella como las demás. Todos hablaban de
aquellos caballeros y se extrañaban de que se hubieran ido sin decir nada al rey de
Francia. Pero el rey pensaba que, dado que habían dejado las tiendas, volverían, y
entonces los podría conocer; pues se decía para sí que no se le escaparían así como así.

Fiesta no estaba disgustada porque se hubieran marchado, pues sabía que no la


dejarían allí, sino que volverían a por ella, con seguridad; y por eso estaba tranquila.
Melchor de Pando fue a verla y le preguntó si sabía algo de ellos y ella contestó que no;
pero que diese por hecho que regresarían, por lo menos a por ella, en caso de que no se
preocupasen por las tiendas.

Y mientras el rey se solazaba en las tiendas y los caballeros todos las miraban,
llegaron la duquesa de Baviera y su hija con una selecta compañía. Vestía Laquesis un
traje de satén carmesí, con labores de ojales y lazos de oro, y llevaba en la manga el
lebrel5 y las letras, a juego con la tienda que había dado a Curial. Al advertir la
coincidencia, todos dijeron:

-El traje y la tienda son iguales.

Por lo que el rey hizo llamar a Laquesis y le dijo:

-Laquesis, vuestro traje me hace creer que vos debéis conocer al caballero al que
pertenece esta tienda; por lo que os ruego que tengáis a bien decirme su nombre y todo
lo que sepáis de sus proezas.

Laquesis le respondió que el caballero se llamaba Curial y que había vencido a


los caballeros de Alemania que acusaban a su hermana Cloto; después, le dió relación
de lo que había hecho para liberar al caballero e igualmente le contó cómo había matado
a Boca de Far y todas las heroicidades que había hecho yendo al torneo, dejándole
entender que era el caballero del escudo negro que tan notable rastro había dejado a lo
largo de todo el camino. Y dijo otras muchas cosas en loor del caballero. Ante lo cual el
rey se vio muy complacido y aumentó en deseos de verlo y, en caso de poder, de
retenerlo en su casa; hasta el punto que no pensaba en otra cosa. Y le preguntó cómo era
que ella iba con la misma ropa que la tienda del caballero. Entonces Laquesis le dijo:

-Señor, yo mandé hacer esta tienda en Alemania y se la envié a fin de reconocerlo en el


torneo; y sabed, señor, que no hay cosa en el mundo que yo ame tanto. Me inducen a
ello las cosas que os he dicho que hizo para salvar a mi hermana, por lo cual le estoy y
le quiero seguir estando reconocida; y obligada a hacer por él todo lo que me sea
posible.

Tales bondades dijo Laquesis del caballero que el rey comprendió a las claras
que ella estaba enamorada de él hasta el punto de no saber disimularlo. Entonces el rey
le preguntó si sabía algo de los otros caballeros que le acompañaban. Laquesis le
contestó que no.

-¡Oh! –exclamó el rey-. ¿Y cuándo los podré ver yo? Ciertamente, me siento muy
acuciado por verlos, y, si supiese dónde los podría hallar, iría a su encuentro.

5
Vocablo que falta en el original.
Pero se acababa conformando con la idea de que el domingo siguiente los vería
en el torneo y que, allí, él no cejaría hasta conocerlos. Durante toda la semana el rey de
Francia decidió seguir en las tiendas, organizando grandes festejos, a la espera de ver a
los caballeros. La reina estaba muy disgustada porque el rey mencionaba tanto a
Laquesis, a quien apenas apartaba de su vera; y a la inversa -aunque el rey también le
rendía muchos honores-, la reina atendía y favorecía al máximo a Fiesta, dándole joyas
y ropas -a pesar de tener ella suficientes-, y alababa todo el rato su donaire y habilidades
por encima de todas las doncellas que había conocido. Así pues, estas dos doncellas
acaparaban todos los éxitos de la corte.

Al mismo tiempo, como no se hablaba de otra cosa que del torneo, se reprendió
mucho a Salisbury por la actitud que tuvo con el caballero del halcón, porque cuando
este caballero había derribado a mosén de Gloucester y le quitó el escudo, había actuado
bien y en calidad de caballero, combatiéndole cuerpo a cuerpo; y si Salisbury, dado que
se encontraba personalmente en el combate, quería ayudar o ayudó de hecho a
Gloucester, bien lo podía haber hecho sin cargarse de agravio. Pero, viéndolos, dejarlos
para ir a buscar caballeros y unirlos a todos para que fueran al unísono contra un solo
caballero, eso estaba mal hecho y no era obra digna del caballero que se preciaba ser;
porque si, por ventura, mientras él fue a buscar y reunir a los caballeros, el caballero del
halcón hubiese matado a Gloucester, Salisbury se habría quedado sin primo hermano y
quizás hubiera perdido la ocasión de vengarse. Por otro lado, el código de la caballería
no contempla que estos acuerdos se tomen en este caso ni por esta vía.

Muchos dijeron que Aquiles mató a Héctor no como caballero sino


traidoramente, aunque quizás yerren; pero a quien mató a traición, como caballero débil
y cobarde, fue a Troilo. Porque, si Troilo acosaba a sus guerreros mirmidones, luchaba
como un caballero noble, valiente y arrojado; y si Aquiles, en defensa y apoyo de los
suyos lo hubiese matado personalmente, habría actuado bien. Pero mostró abiertamente
que lo temía al no osar darle batalla solo, sino que conminó y agitó a todos los suyos en
contra del indefenso, mandando que fuese envuelto por todos, rodeado y muerto. Así,
arropado por todos, dado que no se atrevía a hacerlo individualmente, lo mataron. Y lo
que peor y más vil renombre le dió fue que, a caballero tan valiente, a quien mataron de
forma tan desgraciada como la que habéis oído, lo ataran a la cola de su caballo y lo
arrastraran por todas partes. Esto es una obra propia de judíos, que exhiben su crueldad
en los que no pueden defenderse.

Otros dijeron que Aquiles hizo bien al matar a Troilo de cualquier modo, porque
las victorias se consiguen de muchas maneras, y que se tacha de sabio al caballero o jefe
que más sabiamente o con la mayor cautela, con menor daño y riesgo, y con la mayor
garantía, sabe procurarse y hacerse con la ansiada y peligrosa victoria.

Pero como el altercado fue extendiéndose llegando a extremos casi ofensivos, el


rey, que era señor muy prudente, cortó la querella, ordenando silencio.

El rey de Francia da por concluido el torneo

Por esos días, enfermó gravemente un hijo del rey, por lo que las fiestas se
interrumpieron y la reina le suplicó que no siguiera el torneo; y así lo ordenó el rey. Tras
haberlo licenciado, se recluyó en Melun, y el señor de Vergues fue a las tiendas. Ello
propició una gran desavenencia entre él y el conde de Foix, pues éste quería vigilarlas
también y destacar allí a su hijo, para lo cual creía tener derecho; y el otro, por serle
nuevo servidor y pariente, y por haberle sido encomendada la doncella, a la cual
veneraba; pero ni el uno ni el otro osaban decir de quién eran. Muchos se lo
recriminaban porque decían que no lo hacían más que por quedárselas para ellos
mismos en el caso de que no volvieran; y sobre ello había diversas opiniones.

El rey estaba turbado y no sabía qué partido tomar; por lo que llamó a Fiesta y le
preguntó que quién se encargaría de las tiendas. Fiesta respondió que un prohombre,
que ella le enviaría, vigilaría las dos; de las otras, no sabía qué decir. Entonces el rey le
dijo:

-Fiesta, Fiesta, me da la impresión que vos sólo os preocupáis de las de Curial.

Respondió ella:

-Señor, de poder hacerlo y serme encomendadas, sí que me ocuparía de todas; pero yo


no puedo hacer otra cosa.

-Ahora –dijo el rey-, yo os ruego que me hagáis un favor, con lo cual habréis satisfecho
el mayor deseo que tengo en el mundo y a vos no os costará nada ni os causará ningún
daño.

Fiesta accedió.

-Ahora, pues, decidme –dijo el rey- quién es el caballero de las espadas.

-Señor –dijo Fiesta-, es un abuso hacerme decir su nombre contra su voluntad; pero ya
que tanto lo deseáis, os lo diré, con la condición de que no se lo repitáis a nadie en el
mundo.

El rey lo prometió. Por lo que ella le dijo:

-Es el rey de Aragón y, hoy por hoy, la suya es la lanza del mejor caballero del mundo.

-¡Ay de mí! –dijo el rey-. ¿Y por qué habré dado fin al torneo? Ciertamente, él ya no
volverá otra vez ni yo lo veré nunca más. ¡Ay, pobre de mí! En verdad que yo no
sospechaba que tal caballero hubiese venido a mi reino.

-Así pues –dijo Fiesta-, ¿es cierto que es buen caballero?

-Ciertamente –dijo el rey-, así es: el mejor del mundo; ante él, todos enmudecen.

Hablaron después de muchas cosas relativas a la corte. Y en pocos días el hijo


del rey sanó, de lo que el rey se alegró mucho; y, doliéndose de haber puesto fin al
torneo, llegó a pensar en volverlo a convocar, aunque no hubo manera de remediarlo
pues todos los extranjeros se habían marchado.

Curial recibe noticias de Güelfa


Al saber el rey de Aragón que se daba por concluido el torneo, se quedó muy
contrariado y dijo a Curial:

-Curial, dado que ha finalizado el torneo, yo me voy; y volveos vos también, pues mi
intención es no permanecer más aquí y no ir acompañado con ningún caballero del
mundo. Así que, os encomiendo a Dios. Pero os ruego que tengáis la amabilidad de
visitarme, pues yo os aseguro que tendré más placer de veros que a ningún otro
caballero.

Curial le suplicó que le dejase ir con él, al menos hasta que hubiese vuelto a su
reino o hubiese encontrado a otro caballero de los suyos que le sirviese y le hiciese
compañía. El rey no lo consintió, sino que le rogó que regresase y saludase
efusivamente a la doncella; de modo que el rey se volvió a su reino.

Curial se encaminó hacia Melun y, al ir hacia sus tiendas, encontró allí a


Melchor de Pando, el cual le contó noticias de Güelfa, pero no le entregó ninguna carta;
aunque le dijo que ella le había mandado hacer el camino que había hecho y que se
informase de todo lo que le había ocurrido. O sea que, sin duda, ella debía estar contenta
de las cartas que él le había enviado. También le dijo que la intención de la señora era
que él se quedase por algún tiempo en la corte del rey de Francia, pero que evitase, en
lo posible, que se supiesen las hazañas hechas por él; es decir, que no se le atribuyeran
todavía. A Curial le agradó mucho que Güelfa le hiciera quedarse en Francia; y
preguntó a Melchor:

-Y de Fiesta ¿qué dispone que se haga?

Respondió Melchor:

-Me la llevaré conmigo.

El rey de Francia volvió a París e hizo recoger las tiendas del rey de Aragón y
las colocó en la iglesia de San Denís, alegando no saber de quién eran y que estarían allí
bien guardadas hasta que sus dueños las quisieran recuperar.

Curial, sin embargo, se entrevistó en secreto con el señor de Vergues y de San


Jorge y les comunicó confidencialmente que el rey de Aragón se había ido y que les
enviaba muchos saludos; y rogó al señor de Vergues que enviase su doncella a Melun.
Así, escribieron a Fiesta para que fuese a Melun con el acompañante que el señor de
Vergues le enviaría. Por lo que Fiesta, se despidió del rey y de la reina y, tras recibir de
ellos preciosos regalos y con una infinidad de saludos para los caballeros de los escudos
negros, se marchó; el señor de Vergues la acompañó un rato y, tras ello, dándole la
compañía adecuada, llegó a Melun, donde Melchor y Curial la recibieron con mucha
alegría y se le hizo una muy buena recepción. Entonces Melchor le dijo que Güelfa
mandaba que partiese con él a Monferrato -de modo que se preparase para el camino- y
que Curial se quedase en París.

Fiesta y Melchor se despiden de Curial

Curial preguntó a Fiesta si le había dicho a alguien su nombre. Ella respondió


que se lo había dicho al rey y a la reina, porque le habían forzado a ello; ello disgustó
mucho a Curial, porque él no quería darse a conocer por nada del mundo. Añadió que,
dado que la señora le ordenaba seguir en París, le complacía cumplir sus órdenes, pero
que le rogaba que le mantuviese en el recuerdo e igualmente se lo encomendaba a la
señora.

Así estuvieron juntos en Melun cuatro días, y, después, Melchor y Fiesta se


dispusieron a partir. Fiesta lloraba dolidamente y no se podía consolar; y Curial, cuando
vió que llegaba la hora de la separación, empezó a lamentarlo mucho y, lleno de
angustia, no sabía expresarse, por lo que Melchor le dijo:

-Curial, no gimoteéis, que no es propio de caballeros; yo os digo que en todas las cosas
sois el mejor de los caballeros, pero en cuanto a lloriqueos sois como las hembras y es
un vicio que os resta gran parte de vuestra virtud y honor.

Respondió Curial

-Más bien os diría que es una virtud alegrarse con los alegres y llorar con los que sufren;
pero, aunque fuera como vos decís, yo no podría hacer otra cosa; porque, cuando me
acuerdo que estoy lejos de la señora, me acecha una sensación de perder la vida, y
ahora, que me alejo de vosotros, es como si el alma se fuera de mí.

-Sea como sea –dijo el prohombre-, ahora, yo creo que vuestra estancia aquí os será
causa de honor y provecho; Güelfa lo ha visto muy claro, porque está escrito que ningún
profeta es bien visto en su patria. Y si lo queréis entender bien, el Monferrato es poca
cosa para vos, según los proyectos de Güelfa. Así, seguid con Dios. Sólo os ruego que
os comportéis congruentemente y no hagáis que por culpa vuestra aquella señora se
enfurezca con vos. Yo os enviaré toda vuestra gente y vuestras pertenencias; y no
dudéis en pedirme prestado, pues cumpliré siempre con vuestras expectativas.

Curial respondió:

-Señor, padre, Dios sabe que todo mi deseo es estar junto a la señora a fin de poderla
servir en todo lo que a ella le plazca, pero ya que a ella le place así, yo no puedo hacer
otra cosa y estaré allí donde me ordene. Pero os ruego a ambos que le queráis decir que
no dé crédito a falsas informaciones y que, por piedad, no me culpe como en proceso de
ausencia; sino que, si por ventura le dicen algo que la encolerice contra mí, se digne
oírme antes de condenarme.

Y girándose hacia Fiesta dijo:

-Fiesta, hermana mía, mi suerte no ha consentido que yo os devolviera al lugar del que
os saqué y os retornase a la señora que os confió a mí. Así, os suplico que si no os he
honrado tanto como exige vuestro honor, me queráis perdonar, pues no he fallado por
mi voluntad, sino que debéis atribuirlo a mi limitación por no haber sabido hacerlo
mejor. Pero quiero que siempre dispongáis de mí, pues estoy tan ansioso por
complaceros como a nadie que viva en el mundo.

Y abrazándola fraternalmente, casi lívido, la encomendó a Dios. A continuación,


dijo a Melchor:
-Padre mío, os ruego por compasión que me escribáis frecuentemente, porque no no
encontraré otro bien ni reposo que leer vuestras cartas; y si la señora me escribiera, ¡eso
sería vivir!

Melchor respondió:

-Curial, animaos, que pronto, si Dios quiere, recibiréis noticias que os agradarán.

Y así se fueron Melchor y Fiesta hacia Monferrato, y Curial se quedó en Melun,


tan meditabundo y triste que no podía alegrarse con nada. Pero las lágrimas son de tal
naturaleza que se espacian con el tiempo; y así Curial, olvidadas las lágrimas, viendo
que eran infructuosas, se animó y, dejando de estar taciturno, se volcó en reorganizar su
vida.

Y yendo a París se compró una mansión muy buena, que adornó con lienzos de
Arrás y muchos otros tapices notables, y se acomodó en correspondencia a su situación;
de modo que cualquiera que iba a su casa estimaba que su nivel era congruente con su
prestigio y su fama. En una palabra, que dejadas de lado las bagatelas, lucían en
profusión y copiosamente cosas de mucho peso.

Fiesta refiere a Güelfa los hechos de caballería de Curial

Yo no puedo creer que el arte que yo tenga para escribir sea suficiente para dejar
por escrito convenientemente lo que voy a contar, ni que mis expresiones sepan regir la
pluma, que enrojece y se avergüenza en mi mano cuando me pongo a pensar que me
toca explicar en este capítulo la alegría que tuvo Güelfa cuando vio a su doncella. Pues
santiguándose, se encendió toda ella, su cara retomó color, y se conmocionó ante ella,
quien, echada a sus pies, le decía, besándole las manos:

-¡Con cuánto afecto, muy noble y magnífica señora, aquel valeroso Curial os besa las
manos! Ciertamente no hay ninguna hora en su día en que no os recuerde, ni una
ocasión en la que oiga vuestro nombre y no incline la cabeza curvando su rodilla. Os
digo, de veras, ¡oh muy egregia señora!, que no puedo creer que haya en el mundo
señora más bienaventurada que vos.

Dijo Güelfa:

-Cuéntame, fiesta y alegría mía, bien mío y reposo mío, todas las cosas que has visto
desde que partiste de aquí; no me mientas, amiga mía. Calla y no digas nada, espérate
un poco; dame tiempo para llamar y comunicárselo a la abadesa, que ha sido la
confidente de mis amadas penas. Mira que ya viene hacia aquí boquiabierta y acelerada,
fallándole el aliento; mira que no puede ni hablar; transmítele los saludos, si traes para
ella. ¡Habla, que no te lo puede ni pedir!

-No había salido todavía de la casa en la que dejaba al apenado Curial cuando oí las
pisadas firmes de alguien que venía tras mi corriendo y, volviéndome, vi al doliente
Curial venir atropelladamente; se me acercó y no pudiendo decir nada, se puso en los
ojos un trapo ya medio bañado en lágrimas, y, tras estar un rato sin hablar, cuando la
aflicción le permitió expresarse, dijo: “Dulce vida mía, encomiéndame a la abadesa,
alma mía muy cara”. Yo le miré un poco y, no pudiendo componer las palabras, me
convertí en estatua de mármol; pero Pandolfo6, que no me dejaba nunca, me hizo avivar
los ánimos, que tenía medio muertos, diciendo: “Contestad y vámonos.” Por lo que yo
solamente tuve la oportunidad de decir: “Lo haré”. Dándole la espalda, intenté venir
hacia acá, atraída por el deseo de ver a vuestra señoría, mas los suspiros de Curial me
tiraban hacia atrás tan fuerte que no podía dejar aquel lugar; cuando Pandolfo dijo
terminante: “Vámonos.” Por lo que yo, llorosa, dejé a aquel afligido, que me figuro que
en todo aquel maldito día no se movió de allí.

Ni Güelfa ni la abadesa pudieron contener las lágrimas, sino que suspiraron


tiernamente. Pero después de haberse despachado en lamentos, dijo Güelfa:

-Dulce Fiesta mía, empieza a contarme con todo detalle las cosas que viste desde que te
fuiste de aquí; mira que yo abro ya mis oídos y hago el sitio adecuado a tus palabras; mi
corazón templa ya su pluma y se prepara, con dedos bien amaestrados, a grabarlas en mi
memoria, para que yo las pueda leer y recordar. Y seré avara en guardar el tesoro que
me gustaría derrochar con prodigalidad.

Enseguida, aquella doncella avisada comenzó a relatar el camino hasta la casa


del valvasor y, sin olvidarse de la cena aciaga, contó la batalla de Curial con los dos
hermanos, y todos los avatares por el orden en que les habían sucedido. La abadesa y
Güelfa muchas veces temían por Curial y lo escuchaban con estupor; otras veces se
regodeaban: así, con la anécdota del monasterio o del cogerla por las trenzas. En
resumen, todo aquel día y muchos otros dedicaron a oír con toda atención las noticias de
Curial; y aquel día apenas pudieron probar bocado ni dormir por la noche, repasando
aquellos hechos.

Pero Güelfa siempre estaba temerosa de Laquesis y la juzgaba muy


desvergonzada, por lo que su honestidad era poco valiosa; y comentó que era propio del
dios del amor no tener ojos. Sin embargo, transportadas de contento, no paraban de
hablar de Curial; aunque Güelfa volvía sobre Laquesis y no la podía olvidar, tal era el
pavor que tenía de que, con desvergüenza, se lo robase.

Y tras haber hablado mucho de esto, así sentenciaron, concluyeron al unísono y


afirmaron: que Güelfa siguiese enviando y dando a Curial no sólo lo necesario para sus
gastos, sino también para lo superfluo, a fin de que, a causa de la pobreza, no tuviese
que rendirse a ofrecimientos que se le brindasen. Y así se llevó a la práctica, pues
enseguida se le mandó a Melchor que entregase a Curial todo lo que quisiera, sin
ninguna cortapisa; y le enviaron todo su servicio y sus objetos personales, así como
muchas otras cosas que Güelfa le regaló nuevamente. Y cuando Curial lo recibió, se
puso muy alegre.

Curial en París

Curial, cuando estaba en París, no quería que se hiciera mención de él, ni incluso
que se supiesen sus hechos de armas, ni que -si se llegaban a saber- fuesen tenidos en
alta estima. Pero fue delatado al rey por el señor de Vergues y por el señor de San Jorge,
y el rey le hizo entrar en su círculo con grandes encomios y ofertas halagüeñas; y se vio
asaz favorecido, cosa que a unos agradó y a otros desagradó.

6
Deformación familiar de Pando.
Laquesis hacía pública su complacencia y no tenía otro bien ni descanso sino
estar con Curial. No reposaban tanto ni estaban tan satisfechos el duque de Bretaña, el
duque de Orleans ni Carlos de Borbón, que eran caballeros jóvenes, todos ellos
enamorados de Laquesis y que se afanaban todo lo que podían en agradarla; a la vez que
ella les hacía buena cara. Pero cuando estaba Curial, se llevaba todos los mimos, y los
otros se morían de envidia y de celos; de modo que esto provocaba que Curial cayera en
desgracia para algunos -pues verdaderamente aquellos señores le hubieran sido
favorables, por su carácter y valores, de no haber andado Laquesis por en medio-; y por
eso se esforzaban en procurarle las máximas humillaciones y desprestigio. Pero por otra
parte Curial se veía muy halagado por el rey y por muchos otros; entre ellos, el conde de
Foix, el señor de San Jorge y el señor de Vergues le eran muy allegados. O sea que
quizás muchos habrían intentado perjudicarle de no ser por éstos, quienes llegaron a
conseguir que le tratase y se le acercase el duque de Borgoña, que a menudo y
repetidamente se lo llebava a su hostal e incluso llegó a pretender que Curial usase de
sus bienes y fuese suyo; pero Curial nunca lo aceptó.

Por un tenor se sucedieron los hechos durante algunos meses, a lo largo de los
cuales se hicieron en París muchas justas y torneos. Y llegado el momento, Curial hacía
por apartarse, de manera que nadie supiera nada de él; después, aparecía disfrazado en
la plaza y, efectivamente, cada vez se llevaba el premio. Pero nadie pudo llegar a saber
ni descubrir quién era, por lo que el rey y la corte entera estaban muy extrañados. En
efecto, comportándose así, nadie seguía sus hechos; salvo Laquesis. Un día, en medio
de una gran fiesta, fatigada de tanto bailar, estaba hablando con el rey y dieron en alabar
a Curial; y la desvergonzada hembra, para darse importancia, dijo al monarca:

-Señor, os querría confesar un secreto, pues sé que os va a agradar y tenéis gran interés
en saberlo.

Dijo el rey:

-Decídmelo, pues, os lo ruego.

Ella replicó:

-Os lo habría dicho antes sino fuera porque temía que fuera sabido por otras personas, y
yo perdería mucho con ello; por lo que os suplico que, después de contároslo, vuestra
merced guarde secreto.

El rey respondió que así lo haría:

-Señor –volvió a decir ella-, ¿vos deseáis saber quién es el caballero que se lleva todas
las veces el premio del torneo y de las justas? Sabed que es Curial; pero lo lleva tan en
secreto que, salvo yo -a quien él envía los tesoros ganados-, nadie sabe quién es el
vencedor.

Respondió el rey:
-Siempre sospeché que era él por dos razones: una, porque él es el más valiente
caballero que hay hoy en estas tierras; otra, porque cuando tienen lugar estas fiestas, no
se le ve nunca.

Laquesis se veía muy solicitada por reiteradas instancias que le hacían muchos
para pedirla en matrimonio, mientras que a su madre le agradó que el rey tramara dar su
hija como esposa al duque de Orleans; y la quería forzar para que cuajase la boda. Pero
Laquesis, postergando cualquier acatamiento, le respondía que podía darle la muerte,
pero no marido. Y Laquesis no quería volver a Alemania, aunque la madre hacía planes
a diario para irse.

Jabalí llega a la corte

Mientras las cosas iban así por la corte, llegó un caballero bretón, procedente del
Santo Sepulcro, que se llamaba Bachier de Vilahir, apodado Jabalí7 de Vilahir porque
tenía unos dientes enormes y, además, se decía que cuando peleaba o se irritaba, echaba
espuma com si fuese un jabalí.

Este caballero, de gran arrogancia y con muchas ínfulas, era una mole, de mirada
terrible y gestos descontrolados; por eso se le acentuaba la soberbia, pues era tan
hercúleo que no temía a nada que se le pusiese por delante -más aún cuando las cosas le
habían ido bien hasta entonces-; y, por otra parte, tenía fama de ser el caballero más
echado para adelante, más osado y más bravo. Conocedor de su fama y creyendo que
por esta causa era muy agraciado, temido y loado, despreciaba a todos los demás
caballeros y sostenía que no eran nada los hechos de Tristán ni de Lancelote, pues en
esa época los caballeros no disponían de armas y la gente era muy flaca, tanto en lo
físico como en el espíritu; y que si por ventura se les ocurría ponerse delante de alguien,
los otros se esfumaban, amedrentados. Y que si hoy estuviesen vivos -y aún más Héctor,
Hércules y Aquiles, de quienes han escrito tantas cosas los autores-, sin tener que buscar
mucho, habría muchos caballeros que les harían ir con tiento.

Según estos planteamientos, Jabalí de Vilahir era muy estimado y los señores le
tributaban muchos honores; y, a su llegada, fue tan celebrado que por poco pierde el
juicio. Y al preguntársele qué le había ocurrido durante el viaje efectuado, contaba cosas
tan extraordinarias -sea de batallas con moros, de las cuales siempre había salido
vencedor, o bien con otras gentes, fuera por tierra o por mar- que a los oyentes les
parecían milagros; y se atribuía a sí mismo la gloria de la victoria, afirmando que, de no
haber estado allí, se hubieran perdido todos los que iban con él. Todos lo miraban y,
casi perturbados ante tal excepcionalidad, lo consideraban el más singular caballero del
mundo; muchos decían: “Ciertamente, si hubiera ido a Melun, no se hubieran ganado el
renombre que se ganaron los de los escudos negros en ese día.”

Tanto y tanto se hablaba de los hechos de aquel caballero que no se podía ir a


ningún sitio en que no se relatasen nuevas de él, sorprendidos de que la naturaleza en
nuestros días hubiera generado monstruo tan terrible y aterrador. Los comentarios sobre
este Jabalí duraban tanto que, de tanto oírlos, a los hombres sensatos les empalagaban.
Curial evitaba cualquier corro en el que se hablase de Jabalí. Mas un día, cuando Curial
estaba delante cuando unos cuantos que alababan empalagosamente las gestas de Jabalí

7
En el original, en francés: “Sanglier”.
y, sin comentar nada, hizo el gesto de marcharse, un noble escudero, gran amigo de
Jabalí, dijo:

-Curial, a vos sólo os agrada que se hable bien de vos y, dado que sois buen caballero,
no os debería repugnar oír cosas buenas acerca de otros caballeros, especialmente del
que, a fe mía, entre todos los buenos obtiene el más destacado y primer lugar.

Curial respondió:

-A mí no me disgustan las cosas buenas que oigo de Jabalí, al contrario, vive Dios, me
agradan mucho; pero causa tedio oír lo mismo muchas veces.

-Está visto –dijo el otro- que la negra envidia que le tenéis os hace detestar lo que a los
otros agrada.

Curial, que ya echaba humo por las historias del noble hombre, insistió:

-Todavía no he visto cosas de Jabalí que susciten la envidia ni en mí ni en otro.

El noble replicó:

-Tampoco sois vos caballero como para que ni Jabalí ni otro tengan que apreciar
vuestras palabras.

Curial, ya, fuera de sí, no pudiendo dominarse (tanta cólera había acumulado),
estiró un brazo y agarró al hombre por el pecho, diciéndole:

-Tampoco yo aprecio vuestras palabras; pero si las pronunciara Jabalí, yo le haría ver
que habría hablado mal.

Todos los que estaban en torno de ellos se pusieron en medio, separándolos, y


con gran esfuerzo consiguieron reducir al noble, pues, como era tan altivo, esto era para
él algo del otro mundo. A Curial no hubo que contenerlo, pues se fue por donde había
venido a su casa, pensando en sus cosas.

La fama de esas palabras extendió sus alas y llegó con raudo curso hasta la casa
del duque de Bretaña, quien, junto con Jabalí y con otros caballeros, como los que
buscan pelos en los huevos y nudos en los juncos, buscaban cómo poder hundir a Curial
sin dejar rastro. Y en cuanto las oyeron, dijo Jabalí:

-¿A qué esperamos? Ya no se puede eludir una batalla entre él y yo.

Y enviaron rápidamente a por ese noble hombre, llamado Guillermo de la Tor,


quien a ruegos del duque relató lo ocurrido entre Curial y él; lo que puso tan airado a
Jabalí que creía reventar de ira.

Se reunieron aquel día en casa del duque de Bretaña, el duque de Orleans, Carlos
de Borbón y otros muchos; y, tras debatirlo, concluyeron que Jabalí luchase con Curial,
cuerpo a cuerpo. Así se decidió y Jabalí prometió llevarlo a cabo.
Por otro lado, el duque de Borgoña se fue a casa de Curial y asimismo el conde
de Foix, el señor de Vergues, el señor de San Jorge y muchos otros altos barones. Y
oídos los consejos, según el duque de Borgoña, Curial tenía que desafiar a Jabalí, pero
según el conde de Foix y todos los demás, no, porque Jabalí no había ofendido en nada
a Curial, sino que era Curial quien había ofendido a Jabalí; aunque no por su propia
inciativa, sino empujado por las palabras de Guillermo de la Tor, que había ido
demasiado lejos. Y a pesar de que Curial había dado satisfacción de palabra y de hecho,
la ofensa quizás alcanzara incluso a Jabalí, que no merecía ningún daño. Por ello, era
preferible esperar a ver qué haría Jabalí, dando por supuesto que los consejos que
recibiría tal caballero no permitirían que se mermara su honor ni un pelo. Así, se fueron
a comer cada uno a su casa, excepto el señor de Vergues y de San Jorge, que se
quedaron con Curial.

Jabalí desafía a Curial

Cuando llegó el momento de ir a la corte, el duque de Borgoña, el conde de Foix


y muchos otros altos barones acordaron ir junto con Curial; ya habían llegado los otros
hacía rato y esperaban que Curial llegara. El rey asimismo, pensando que de aquí se
armaría un gran revuelo, cuando oyó que Curial iba así de acompañado como habéis
oído, envió por Jabalí, y le dijo que había medio oído que quería departir con Curial
acerca de algunas locuras que le habrían dicho; pero que le rogaba que no fuese
adelante, sino que desistiese de tales cosas, porque Curial era un caballero extranjero,
muy cortés y se lo habían recomendado. No le gustaría, por tanto, que otro caballero le
provocase ni le causase extorsión. El duque de Bretaña, que a causa de Laquesis odiaba
a Curial, respondió al rey:

-Antes bien, sería algo muy gentil que un caballero extranjero -que no sabemos quién
es-, viva entre nosotros y nosotros nos esforcemos en honrarlo -y él en despreciarnos-.

En tanto, Curial llegó y, en seguida, dijo Jabalí:

-Curial, vuestro nombre no concuerda con las obras. Yo os quería hablar, pero me ha
sido prohibido por el rey, mi señor; sólo os digo que os quiero requerir para combatir a
ultranza con vos; y que vos escojáis las armas y busquéis juez y plaza, con esta
condición: que si el juez que elegís no deja llevar la batalla hasta el final, vos os daréis
por vencido, como fementido y traidor; en otro caso, yo me obligo a seleccionar el juez
con la misma penalidad: que si no deja llevar hasta el final de la batalla, sea yo quien
quede vencido, como fementido y traidor.

Curial, oídas estas palabras, no se apresuró a responder, sino que se tomó una
pausa de reflexión; después contestó en un tono muy blando y suave:

-Jabalí, yo acepto la batalla, y a pesar de que el derecho de las armas, o al menos la


usanza entre los caballeros que las practican o que combaten en duelo, admitiría siempre
que yo determinase las armas y buscase la plaza; sin embargo, me complace, si lo
aprobáis y aceptáis encargaros, que determinéis vos las armas e indiquéis la plaza, con
la penalidad que habéis estipulado. Y si así se tercia, hoy o mañana entramos en liza;
pues aquí me encontraréis presto a hacer por medio de mis manos lo que vos habéis
osado plantear de palabra.
Así se cerró el trato por ambas partes, respondiendo Jabalí que estaba satisfecho.
Fue grande, muy grande, la alegría que inundó a los duques de Orleans y de Bretaña por
la concordia de la batalla, y en seguida suplicaron al rey que fuera el mantenedor de la
plaza y jurase dejarla llevar a ultranza.

Es cierto que al rey le desazonaba que se diera aquella batalla y por nada del
mundo hubiera querido mantener aquella plaza; pero los duques, a una voz, le
importunaron tanto que el rey no se pudo zafar de mantenerla. Aunque dijo que, por
nada del mundo, juraría el dejarla llevar hasta el final; y que todos se dieran por
enterados de que, a la vista del encono de los caballeros -por lo que le concernía a él-, le
satisfacerá mucho ver cuánto le cuesta a cada uno el día de la batalla, pues por ventura
querrían no haber caído en decir ni hacer tal barbaridad. Y dado que todos lo habían
acordado sin dudarlo, él les hará ver a todos que hubiera sido mejor llegar a la paz. Y
asignó el día de san Jorge para la batalla.

Pasado aquel día, Jabalí envió a Curial un heraldo con una carta, en la cual
estipulaba las armas de esta forma: primero, que cada uno se pudiese armar a su gusto y
buen entender, con armés común de guerra, sin permitirse llevar navajas, objetos
punzantes, maleficios, piedras ni cosas así; sino que llevasen hachas, espadas y dagas,
por un igual, concretando la longitud de cada una de estas armas. Asimismo le envió la
carta del rey, en la cual les mandaba que estuviesen en París el día de san Jorge, prestos
para entrar en la liza y presentar batalla.

Curial pide al rey de Aragón un caballero como compañero

A Curial le parecieron muy bien las cartas y tuvo atenciones con el heraldo; pero
comentó que el tiempo que el rey había asignado le parecía muy largo. Y le dió al
heraldo un traje suyo muy valioso y un buen montón de francos de oro, ante lo cual el
heraldo se puso muy contento y se volvió a Jabalí diciendo maravillas de Curial.

El duque de Borgoña, el conde de Foix y muchos barones y caballeros daban


soporte moral a Curial: de un lado, porque se lo merecía; y del otro, también, por desdén
a los demás. Iban a su casa, le acompañaban a la corte y regresaban con él; y esto, cada
día, de manera que Curial se sentía arropado y amparado.

Guillermo de la Tor se desvivía por entrar en aquella plaza y, de común acuerdo


y con consentimiento de Jabalí, envió a decir por el mismo heraldo a Curial que estaba
informado de que las palabras por las que iban a luchar Jabalí y él habían sido entre
ellos dos, por lo que sería más apropiado que fuesen ellos dos los contendientes; pero,
ya que no podía ser, le rogaba encarecidamente que se buscase un compañero contra el
que poder combatir y que la pelea fuese dos contra dos.

Curial respondió que su amistad no era como para tener que complacerle en lo
que le pidiese; pero ya que comprobaba que buscaba su daño, le complacería más
generosamente de lo que había pedido y que, en cuanto tuviera licencia del rey, no le iba
a faltar quien le matase. Guillermo de la Tor enseguida fue a suplicar al rey que les
hiciese la merced de autorizar que la batalla fuese por parejas. El rey otorgó licencia de
muy buen grado, pues, como era mucha la pesadumbre que le originaba este asunto, por
eso precisamente prefería que fuesen muchos los que peleasen; puesto que, cuanto
mayor fuese el daño, antes pasaría la ira.
Así, el heraldo volvió a Curial y le transmitió la licencia del rey, de lo cual
Curial se alegró mucho, y se puso a pensar quién sería su compañero en aquella jornada.
Y tras pensarlo mucho, decidió no coger a nadie del reino de Francia -a pesar de que
muchos se le ofrecían para la batalla-, sino que escribió al rey de Aragón, explicándole
la situación en la que se hallaba y que tuviese la amabilidad de enviarle un compañero
para la jornada.

El rey de Aragón se entristeció sobremanera con la noticia y la publicó entre los


de su casa; pero tras conocerse, hubierais visto alegrarse a muchos caballeros y
mostrarse voluntarios para ir a Francia y presentarse a la batalla. Satisfizo al rey en
extremo ver la buena disposición de sus caballeros, pues todos le suplicaban y buscaban
quien lo suplicase por ellos; pero el rey de momento no se pronunció.

Mas Aznar de Atrosillo, que lo oyó, sin decir nada, partió al momento de
Barcelona y se fue a dormir a La Roca; desde allí escribió una carta al señor rey, en la
cual le anunciaba que se había ido para unirse con Curial y participar en la batalla, por
lo que le suplicaba y le pedía su favor y que no le privase de su gracia, a fin de que
tuviese a bien escribir a Curial conforme él lo enviaba. Y se levantó a medianoche y
siguió su camino, a grandes zancadas, temiendo que el rey le diese alcance
impidiéndoselo. Hasta que llegó a París y se presentó a Curial. Esto alentó mucho a
Curial, pues le conocía de haber llevado el estandarte en el torneo, y era valiente y muy
valeroso, fuerte y arrojado; por tanto, cualquier caballero que lo tuviese por compañero
se alegraría razonablemente.

El rey, al recibir la carta de Aznar, se rió y la leyó en voz alta, diciendo:

-Que Dios me ampare, siempre pensé que Aznar necesitaba más freno que espuelas;
pero, sin lugar a discusión, es un caballero valioso y extraordinario. Y más lo será si
Dios lo quiere.

A muchos les desagradó esto porque hubieran querido ser ellos los que
participaran en el honor de Curial. Por ello, el rey, con premura, mandó hacer aprestos
muy costosos y, junto con una gran suma de dinero, se lo envió a Aznar; y escribió a
Curial, así como al conde de Foix, al señor de Vergues y al de San Jorge, para que se
hicieran cargo de él. Cuando Curial recibió las cartas del rey tuvo una gran alegría y
entregó respectivamente las de tales señores; por lo que en seguida se adelantaron a ver
a Aznar y, poniéndole en medio, llamaron al rey para que le rindiera cortesía y se
presentase a él. Porque Curial en ningún momento había aceptado compañero alguno,
pensando que sería una locura, habiendo escrito al rey, adoptar uno sin su permiso; pero
tras recibir la carta real, aceptó al tal Aznar por compañero con un contento que no se
podría expresar.

Aznar era un joven de veinte años, muy buen luchador, lanzador de pértiga, muy
hábil en todos los ejercicios de armas, fuera a espada, hacha, o también daga; y tan
ligero que, al saltar o dar vueltas, parecía que volase; y era tan fuerte que en el reino
donde se había criado hasta ese día no tenía igual. Tenía el pelo espeso y muy
encrespado, la cabellera abundante y negra, manos amplias, hombros y pecho anchos, y
era listo y atrevido como un león. Cuando hubo hecho su reverencia al rey, dijo el
duque de Borgoña:
-Señor, he aquí el compañero de Curial.

El rey lo miró y miró a su vez a Guillermo de la Tor, que estaba presente. Y


mientras Aznar fue conducido a saludar a la reina, dijo el rey a Guillermo de la Tor, tan
alto que muchos lo oyeron:

-Habéis insistido mucho en procuraros daño. Y creo que Dios os apoyará, porque me
temo que ha venido quien os va a rascar la tiña.

Dicen algunos que Guillermo había sido tiñoso y el rey lo apreciaba mucho; pero
ahora lo aborrecía a fondo porque esta desgracia había sucedido por su culpa y había
sido el causante de todo. Todos miraron a Aznar y comprendieron que debía ser un
caballero valiente y muy fuerte, pese a ser muy joven e inmaduro; y se generalizó la
opinión de que los cuatro tendrían mucho qué hacer.

Laquesis desea evitar la batalla

Amaba Laquesis a Curial por encima de su propia felicidad, y, así, cuando supo
la batalla entablada entre él y Jabalí, sintió en su corazón un dolor muy grande y, con
mucha ansia, rogó a su madre para que terciase con el rey y con los grandes señores a
fin de que no se llevase a término, consciente de que, a pesar de ser Curial valiente y
muy fuerte caballero, Jabalí, por su fama y las atrocidades que de sí mismo presumía,
excedía y sobrepasaba a todos los caballeros; por lo que, aunque Curial fuese tan bueno
como el mejor, ella no soportaba el terror de aguardar hasta el fin de la batalla, que era
francamente dudoso. Y añadió:

-Señora, según tengo entendido, ellos no tienen razón para combatir ni hay motivo por
el que la batalla tenga que tener lugar. Así, a vos, que sois mujer con experiencia, os
incumbe promover las paces y encarrilar esta desgracia, sabiendo con seguridad que si
los hechos se decantasen mal para Curial –lo que Dios no quiera-, podéis contar con mi
muerte, pues no quiera Dios que yo viva tanto como para oír malas noticias de Curial,
ni le vea morir con mala muerte, ni siquiera en peligro de ella. Por otro lado, como todo
esto se reduce a envidias y celos que le tienen por mi causa, todos dirían: “Estas
fatalidades pasan por Laquesis.” Y pensad qué honor se me echa encima. Quisiera Dios
que nunca lo hubiese visto; o, al menos, que yo no hubiera venido aquí.

-Hija mía, he entendido bien todo lo que me has dicho y en tres cosas te veo engañada:
la primera, que tú amas a un hombre que no es conveniente a tu nobleza; la segunda,
que Curial ama a otra, a la que conozco bien de oídas; y en tercer lugar, que estás
perdiendo, por él, uno de los matrimonios más ventajosos del mundo.

Y que yo me ponga a interceder –cuando dirán que es el propio interés y no el


hecho humanitario lo que me empuja a mover este tema-, me parece algo muy duro,
viendo que, a mi vejez, en vez de crecer en honor, gano en reputación de alcahueta. Así,
déjalos en paz, que Curial es harto buen caballero y no es cosa fácil vencer a un
caballero como es Curial; y esto ya ha sido probado y comprobado muchas veces y por
muchos. Aún más, puedes pensar razonablemente que el rey, que es señor tan
inteligente, viendo lo que tú ves, será de la opinión que la batalla no tiene fundamento, y
así no cargará su conciencia. Y aunque yo decidiese entrometerme, no es todavía el
momento; pues estando la cosa tan fresca cualquier opinión sería prematura.

Habiendo escuchado Laquesis las palabras de su madre, la duquesa, se quedó


meditando. Después, mudando de tono, habló del siguiente modo:

-No se extrañe vuestra excelencia, oh muy ilustre señora, de la respuesta que oiréis, ni
queráis imputarlo a desvergüenza mía, porque la necesidad en que yo me veo rompe y
desgarra por completo las leyes, no sólo de la vergüenza sino también de la razón; y
aunque debiese tener vergüenza, delante de vos no ha lugar, pues sois madre y conocéis
totalmente mis problemas y todo mi apuro. Por ello, he resuelto, superar y vencer la
vergüenza antes que recibir un daño, pudiéndolo evitar.

Me habéis dicho muchas cosas que, si quisiera contestarlas en profundidad,


exigirían una respuesta muy larga. Sólo contestaré a las que más me escuecen, que son
dos: una, que Curial no sea adecuado a mi categoría; la otra, que él no se preocupa por
mí, sabiendo vos de quién está enamorado. Y aunque a mí me es amargo quererme
esforzar en calentar la sangre fría o helada y el corazón en que ninguna huella de calor
natural palpita ni alienta, porque el amor ha desaparecido y se ha alejado absolutamente
de él, a consecuencia y exigencias del paso del tiempo y del peso de los días; y aunque
doy por sabido que todo lo que yo diga son palabras perdidas y estériles, con todo, no
me callaré, sino que os traeré a la memoria lo que vos me habéis predicado muchas
veces. Y así abarcaré las dos razones.

Yendo a la primera, ¿os acordáis, señora, de los argumentos que dió Guismunda
a Tancredo, su padre, acerca de su relación con Guiscardo, y de la descripción de la
nobleza? Muchas veces habéis alabado aquella respuesta, valorando a la mujer de buen
sentido y virtud. Y sin embargo, Guiscardo era joven y soltero, pero sus manos nunca
habían ejercido como caballero, si bien en entretenimientos, burlas y juegos se
desenvolvía bastante cortésmente; pero, viendo Guismunda que el joven tenía un buen
fondo y previendo que podría tener mejor fin, decidió amarlo y, amándolo, se entregó a
él. A pesar de que Guiscardo no valía ni un uno por mil de lo que vale Curial. Era hija
del príncipe de Salerno, había tenido por marido al hijo mayor del duque de Capua, del
linaje de los reyes de Sicilia, y, por ello, su honor debía serle algo muy preciado. Pero
Amor, que es piadosa, y la benigna Fortuna los unieron; y para que uno no llorase al
otro por mucho tiempo, les procuró una muerte casi simultánea o inmediata; y en eso les
fue favorable la Fortuna, pues ambos tuvieron un mismo sepulcro.

Curial -es obvio a todos e incluso si las piedras hablasen lo proclamarían- es hijo
de gentilhombre y de gentil familia; como vos y como yo. En primer lugar, porque lo
vemos en gentil y muy noble estado: sabemos que es favorecido por el emperador y
tenido en gran estima por reyes y duques. Que sea caballero, prefiero callármelo, puesto
que lo sabéis tan bien como yo, pero quizás no tan bien, porque yo, a quien atañe más el
hecho, tengo buen cuidado de informarme mejor y más minuciosamente. Aunque,
bastante sabéis de él, si tenéis presente cuánto honor nos ha deparado su caballería. ¡Ay,
desgraciada, que ahora tiemblo porque me parecía ver el fuego en el que debía arder
Cloto, mi hermana mayor! Pero lo apagamos con el agua de sus dotes de caballería. Y
que el señor duque, mi padre, me ofreciese a él con todo su ducado, bien lo sabéis vos.
Como que, cuando Curial se quedó confuso por un momento, sin responder, replicó el
duque: “Curial, me la llevo como cosa vuestra, siempre que vos la queráis os la
entregaré.” ¿Y haré que mi padre mienta y alteraré su ley y mandato? No lo quiera Dios.
Más aún cuando, pese a todo el fervor de amor que me alumbra, yo no me he portado
deshonestamente, sino que he guardado vuestro honor y el mío; y lo guardaré mientras
viva. No confío tan poco en el bien que Dios ha puesto en Curial como para que me
pidiese ni tomase nada de mí que me supusiese deshonra, suponiendo que yo
consintiese. Querámosle bien, al menos por los beneficios que de él hemos recibido y, si
somos tan ingratos que no le recompensamos, no le olvidemos; y si lo olvidamos, no
devolvamos mal por bien, porque sería un uso diabólico.

En segundo lugar, si Curial es amado por Güelfa, incluso me place, y yo me


congratulo, pues Güelfa lo ha criado, le ha hecho hombre y le ha puesto en el estado y
nivel en que está. ¿Quién, pues, podría reprender a Curial si ama a Güelfa? A fe mía,
que los critique quien quiera, que yo no lo haré; principalmente por saber que Güelfa es
una de las mujeres más honestas del mundo: humanidad y virtud la movieron a ayudarlo
por sus méritos. Nunca oí hablar -ni a sabios ni a locos- deshonestamente de ellos; y
aunque así lo fuera, no es de mi incumbencia ni tengo tan poco juicio que lo vaya
cuestionando. Por lo menos, no es mi marido. El tema del matrimonio está en la mano
de Dios; él se lo dará a quien quiera.

Una sola cosa creí que querríais objetar en mi contra; esto es, que es un
gentilhombre de origen pobre. Yo nunca lo vi pobre sino muy rico; y siempre, en estado
regio. Y en caso de que fuera verdad, no me afecta: la gentileza ya la tiene, le falta pues
la herencia; mi padre se la ha ofrecido y, cuando se la haya dado, valdrá tanto como él o
más. Pero, si mi padre no tuviera heredades, ¿valdría tanto como Curial? No,
ciertamente, porque Curial sin herencia vale mucho; así pues, cuando tenga heredades
valdrá más que otro, aunque a mi entender ya lo vale. Las otras cosas que habéis dicho
las dejo vacías de respuesta. De ahora en adelante haced lo que queráis, porque no os
quiero disgustar más con ello.

Esta respuesta dejó muy desconcertada a la duquesa, quien replicó:

-Muy querida hija mía, por tus palabras me he ratificado acerca de tu disposición y sé
verdaderamente que en muchas cosas de las que has dicho tienes razón. Pero en cuanto
a hacerte fuerte con Guismunda, estás muy equivocada. No negaré que Guismunda no
sea como tú dices, de mucho valor, inteligencia, y muy virtuosa, y creo que las palabras
que pronunció las dijo con mucha sensatez; pero es cierto que con Guiscardo actuó con
poca honestidad y fue indiscreta, y por eso abocó al final que tú conoces.

Otras cosas necesita la mujer, sin necesidad de decir frases: mucho mejor le
hubiera ido sabiendo menos; o al menos no fiarse tanto de su saber, porque las mujeres,
creyendo que con palabras sabrán tapar sus errores, se atreven a hacer cosas que no
harían si no tuvieran esa confianza. Y no sigo; siempre intentaré complacerte en lo que
me has pedido; la petición es honesta. Y debido a que todos saben que nos ha
proporcionado muchas y grandes satisfacciones y honores, intentaré intervenir en este
asunto. Así pues, cuando el tiempo sea propicio, no perderé la oportunidad.

Güelfa recibe noticias de la batalla

Güelfa había oído algo acerca de la batalla a que tenía que enfrentarse Curial y
esperaba con la mayor inquietud del mundo certificarlo cabalmente, cuando le llegó un
gentilhombre de parte de Curial y le explicó toda la trama, de lo cual Güelfa sintió un
dolor muy intenso y se apenó mucho por haber dispuesto que Curial permaneciera en
París.

-¡Ay, triste de mí! –dijo Güelfa-. ¿No cesará nunca mi dolor? ¡Ah Curial! ¿Por qué te ha
hecho Dios tan noble y tan valeroso? Más te hubiera valido no ser tan fuerte y no te
acosarían tantos hechos aciagos, o al menos te verías libre de peligros; y yo, de terror.
¡Oh, qué seguridad da el término medio, pues los extremos no dan descanso alguno! Me
he deleitado mucho pensando en la virtud de tu caballería, pero he pasado mucho
miedo; y esta vez, que es mayor que todas las otras veces, creo que pondrá fin a mis
días.

Pero yo, desdichada, ¿por qué me lamento? ¿Qué ayuda estoy dando a Curial ni
qué provecho saca? Sería mejor dejar las lágrimas y -si me es posible- procurar salvarle.
Sólo una cosa me da ánimos: que sé que verdaderamente Curial es un caballero; pero
donde hay un buen caballero, hay otro igual o mejor. Ahora no cabe hacer más que
ayudarle con dinero y con lágrimas, que no se me pide otra cosa. Y a juzgar por lo que
veo, la razón está del lado de Curial, pues el otro le ha querido desafiar a muerte, y
Curial se ve obligado a defenderse.

-O sea que, Paulino, vuélvete con Curial, y dile que, por el amor que me tiene, se
esfuerce mucho y que ordene lo que quiera que se haga aquí por él, pues se llevará a
cabo de inmediato.

Y escribió cartas a Curial, las mejores y de mayor estímulo que pudo y supo
redactar, así como le envió joyas y dinero; sin embargo, el sentimiento de dolor se
quedó con ella. Y mandó hacer una imagen de san Jorge y cada día oía tres misas, todas
en loor de dicho santo. Paulino regresó a París y, entregadas las cartas y las joyas de
Güelfa a su señor, Curial se quedó tan alegre que, de gozo, no sabía qué se hacía; y se
preparó para la jornada lo más honrosamente que supo.

Curial y Jabalí piden al rey que les conceda combate a ultranza

Durante todo este tiempo hubo muchos intentos para mediar en la disolución del
combate, pero Jabalí no quería hablar ni oír hablar si no era de la batalla. Los duques de
Bretaña y Orleans tampoco le aconsejaban que lo dejase, dando a Curial por muerto; y
cada uno de ellos pensaba que, muerto éste, se enseñorearía por completo de Laquesis,
sin tener en cuenta si ella daría su beneplácito.

Asimismo, los negociadores de las paces iban a ver a Curial, rogándole que
abandonase la batalla. Curial respondía siempre que la renuncia no estaba en su mano,
pues la tenía que dictar Jabalí, y que él no hacía más que defenderse; pero que, si Jabalí
no le combatía, aunque fuera dentro del campo de liza, él no haría ni un movimiento. Y
contestaba con tanta dulzura y serenidad que todos interpretaban que estaba muy
asustado y que le gustaría que el evento se interrumpiese. No ocurría lo mismo con
Jabalí, porque hablaba con tanta ferocidad y con tales bravuconadas, como si
pretendiera aterrorizar a todos; finalmente, cuando le insistían mucho, los despachaba a
cajas destempladas diciendo que no les quería oír más.
Y así, cada uno se preparaba para la jornada lo más honorablemente que sabía. Y
cuando estuvo cerca, Jabalí, en medio de los duques de Orleans y de Bretaña, fue al rey
y le hizo la siguiente súplica:

-Bien sabe vuestra excelencia, ¡oh el más alto de los reyes!, que una y la principal de las
condiciones que se pusieron en el acuerdo de la batalla programada entre Curial y yo es
que, si el juez que elijo no permite llevar la batalla hasta el final, quede yo por vencido,
falso y fementido; por eso me lo encargó a mí Curial. Yo, comprendiendo que vos
tenéis la primacía de los reyes de la cristiandad, y por tanto del mundo, y que yo soy
vasallo vuestro y os he servido no sólo en vuestra presencia sino en lugares extraños, a
este y al otro lado del mar, publicando la grandeza de vuestra real majestad, os quise
elegir a vos por juez, para que yo, que en tantas partes y tantas veces me he mostrado,
me baste mostrarme una sola vez ante vos para que conozcáis quién soy yo, qué sé
hacer y para qué soy bueno. Y comprobaréis, por medio de las obras, lo que habrá
llegado a vuestros oídos por la fama.

El rey ya le había contestado que, sobre esto, él actuaría como Dios le diera a
entender, pero que no sería tajante de antemano, cuando le llegó a Curial la súplica que
le hacía Jabalí; por lo que, no corrió, sino que voló y, de rodillas ante el rey, suplicó a
dicho señor que, por su merced, quisiese complacer a Jabalí en lo que le pedía. Dijo el
rey:

-Todavía no me ha dicho qué quiere; pero yo, para que no me lo diga, temiendo lo que
me quiere decir, me he adelantado a responderle.

Dijo Jabalí:

-No os pido que me deis tierras, dinero ni joyas; sólo os pido que deis vuestra palabra
asegurando que dejaréis agotarse la batalla, pues de otro modo, sin luchar, yo me vería
vencido, falso y traidor.

Curial insistió:

-¡Ah señor, mayores gracias otorgáis a los que os las piden! ¿Y no concederéis esta
pequeñez a este caballero que se jacta de haberos servido tanto? Hacédsela, al menos a
ruegos de tantos como hay aquí, que veo que os lo agradecerán mucho.

Entonces todos volvieron a suplicarlo de nuevo. El rey se vio interpelado por las
dos partes y por los duques, que eran unos inoportunos; no pudiéndose excusar, casi en
contra de su parecer, dijo:

-Ya que tanto lo queréis, lo concedo, y así lo prometo.

Ante lo cual, Curial, cuando no había todavía acabado de decir la última palabra,
se abalanzó a besarle la mano. Todos dijeron: “A fe mía, Curial es muy capaz y no hay
quien le pueda pasar ni un centímetro, pues se ha llevado él el honor de esta súplica.” Y
todos se fueron a sus lares, preparándose para la jornada, que ya estaba muy cerca.

Los caballeros envidiosos de Monferrato van a París


Por esos mismos días, los dos caballeros ancianos de la camarilla de Güelfa
habían porfiado mucho con el marqués para que se ocupase de dar marido a su hermana,
criticando su retraso y negligencia. Y como el marqués contestó que lo vería con buenos
ojos, si se ofreciese un partido apropiado al honor de su hermana, ellos -que no
buscaban otra cosa que separar a Güelfa de Curial- le replicaron que, según tenían
entendido, en Francia había muy brillantes y notables partidos y que, si él lo aprobaba,
ellos se ocuparían de mover los hilos, a fin de que aquella señora tan noble y tan valiosa
no desperdiciase su tiempo, a lo que añadieron muchas cosas que serían superfluas de
contar.

Por otra parte, le dijeron que bien habría oído y que sabría que Antonio,
monseñor, tío del duque de Borgoña, reclamaba derechos en su marquesado y que
muchas veces le había requerido por escrito que le devolviese lo suyo, pues de otro
modo se vería obligado a buscar el modo de recobrarlo, y que, dado que Curial andaba
por aquellas tierras y rodeado de éxitos, sería ocasión para quitar de en medio esa
posibilidad; pues nunca había tenido el marqués mejor oportunidad que ahora. Además,
se ofrecieron al marqués -cuando a él le pluguiera-, para ir personalmente a tratar de
todos estos asuntos, a fin de prestarle un servicio y de que sus intereses y su honor no se
vieran reducidos por falta de servidores.

Esto cayó muy bien al marqués y les encargó el caso, ordenándoles que en lo
tocante al tema de Antonio, el monseñor, contactasen con Curial, pero que no le
descubrisen absolutamente nada en cuanto al proyecto de matrimonio. Así cerraron el
asunto, tras haberlo consultado en diversas citas y etapas; y redactados los memoriales y
las cartas, despedidos de Güelfa, se fueron de Monferrato y se pusieron de camino hacia
París.

Curial tuvo constancia de la ida de los ancianos por Melchor de Pando y el día
que tenían que entrar en París salió a recibirlos muy honorablemente acompañado; y les
condujo hasta su hostal, donde los aposentó con toda clase de atenciones y cordialidad
-las cuales mantuvo mientras allí estuvieron, de modo que ellos no gastaron nada-. Ellos
comunicaron a Curial la causa de su viaje, declarándole sólo el punto de Antonio, el
monseñor, para lo cual Curial se ofreció a hacer todo lo que le fuera posible, como un
servicio al marqués; pero les rogaba que dejasen pasar su batalla, pues el plazo que
quedaba era tan breve que no le dejaba tiempo para ocuparse de otra cosa. Ellos
respondieron que les parecía bien y que no abrirían el pico sin sus indicaciones; así lo
hicieron, cosa que les fue muy bien por varios motivos, según se explicará en tiempo y
lugar adecuados.

Transmitidas estas noticias, los ancianos interrogaron a Curial sobre el altercado


pendiente y él se lo explicó todo puntualmente. A lo cual, ellos replicaron:

-Señor, Curial, aquí no hace falta consejo alguno, pues el conflicto ha llegado a tal
extremo que no puede cambiarse; solamente os hacemos memoria a fin de que recordéis
que sois caballero y los honores que la caballería os ha proporcionado, los cuales
confiamos en Dios nuestro señor que crecerán hasta el punto que no habrá caballero más
honrado en el mundo. Pues ya lo sois mucho, pero ahora lo seréis más, si Dios quiere.

Curial respondió:
-Queridos amigos, a Dios no le debo sino un día, y ése se lo pagaré siempre que le
plazca. Mi intención nunca fue requerir a ningún caballero para darle batalla, por débil
que fuera, ni negarme a caballero que me requiriera, por valiente que sea; así, yo he sido
requerido y creo tener conmigo la justicia. Dios es el árbitro, al cual encomiendo mi
causa; que se cumpla su voluntad, en esto como en mis otros intereses.

Acabando de hablar, fueron a cenar y les sirvieron espléndidamente, con gran


abundancia de manjares y de variados vinos de alta calidad. Los ancianos se miraban
extrañados viéndose en tan gran casa, tan adornada, repleta de tantos criados y tan bien
equipados para las diversas tareas. Miran la vajilla toda en oro y tan completa, el buen
gusto al servirles; miran a los sirvientes, atentos cada uno a su oficio, atendiéndoles sin
murmullar, y juzgan que esta casa no compete a caballero sino a duque o gran señor;
ven venir las carnes con música; ven llegar, a lo largo de la cena, a caballeros y altos
barones, que se acercan a Curial y, sonriendo, le agasajan, así como él a ellos. Pues
Curial todo el rato estaba pendiente de los ancianos y les presentaba a los demás; por lo
que todos, en atención a él, les hacían muchos parabienes y agasajos.

Después de la cena, el duque de Borgoña, el conde de Foix, los señores de San


Jorge y de Vergues, fueron a casa de Curial y, al encontrar a los músicos tocando el
cuerno, se unieron a la fiesta y se pusieron a bailar. Así pasó gran parte de la noche,
hasta que, por fin, se fue cada uno a su posada, quedando Curial con los ancianos,
francamente satisfechos; y como era hora de ir a dormir, se les indicaron sus
habitaciones y, con la debida licencia, se separaron de Curial y se fueron a acostar.

Es cierto que los ancianos venían cansados del desgaste del camino y
necesitaban descansar, pero el recibimiento que les había hecho Curial no daba lugar a
dormirse; y, desde que se ven solos, se ponen a contarse el uno al otro todo lo que han
visto, como si uno solo no lo pudiese haber visto todo. Se preguntan mutuamente:

-¿Habéis reparado en tal cosa?

-¿Y vos tal otra? –dice el segundo-.

-Por cierto –decía uno-, si no lo hubiera visto, yo no me lo hubiera creído, aunque me lo


hubieran asegurado.

Respondía el otro:

-Ni es todavía creíble, pues, en mi opinión, esto es algo muy extraño. Ahora bien, vaya
como vayan los acontecimientos, yo creo que a Curial le pasará lo que tanto hemos
deseado, pues Jabalí, según dicen, es el caballero más fuerte y valiente del mundo
entero; y aunque Curial es buen caballero y valiente, no es tanto ni tan fuerte como
dicen que es el otro. Así, él morirá en esta plaza y será deshonrado para siempre. Y si
por ventura ocurre lo contrario, con el matrimonio que tendremos en tratos, lo
apartaremos de Güelfa; y si acaso el matrimonio no se hiciera, ya daremos con otras
mañas, gracias a las cuales no tenga que volver a Monferrato. Y en caso de que no pase
nada de esto, ya nos hemos hecho tan amigos suyos que nos tendrá más en
consideración. Sea como sea, nuestro viaje no puede ser infructuoso.
Se fueron a dormir y si no fuera porque les dieron dos camas para acostarse y
estaban separadas, no creo que en toda la noche hubieran dormido, porque la envidia, de
la que estaban repletos, no lo hubiera consentido; ni creo que -con tanto pensar de qué
modo le podrían perjudicar- descansaran mucho.

Imprecación a la Envidia

¡Ah, mezquina e infeliz Envidia! ¡Ah, vejestorio, falsa y sin una pizca de bien!
¿Cómo vienes con cara delgada, toda arrugada, los ojos lacrimosos y la cabeza
temblorosa, a calar hasta los huesos a estos dos viejos? ¿Y qué te ha hecho aquel
valiente caballero o qué razón tienes para maltratarlo? Veamos qué provecho sacas de tu
condenable y aborrecible condición. ¿Cómo no adviertes que, aunque Curial cayese del
estado en que se halla, tú no ibas a salir ganando ni un céntimo, pues sus méritos no te
valdrían a ti ni heredarías sus bienes ni triunfos?

Si sólo envidiaras las cosas que te interesan y que, perdiéndolas otro, las
pudieses conseguir -y estuvieras convencida de ello-, a pesar de ser un gran pecado, no
sería tan abominable; pero tener envidia y devorarte las entrañas por algo que tú no
puedes lograr de ninguna de las maneras, es un esfuerzo sin provecho. Porque Güelfa,
perdiendo a Curial, no te acogería a ti en su lugar, ni te daría lo que a él le da, sino que
quizás se recluiría con menos medios, echándote de su casa, al no necesitar un número
tan crecido de servidores.

¡Oh, qué condición más miserable y ruin la tuya, que no te aprovechas, tú ni


nadie, y trabajas siempre sin provecho! ¿Dices que te alegras y que te complaces en
haberle hecho daño? ¿No puedes pensar que quizás te sea más odioso su sucesor, con lo
que tú no cures de esa detestable enfermedad sino que siempre vayas de mal en peor?
Contéstame: ¿qué bien te aportó el haber expulsado a los ángeles del cielo al hacer
pecar al primer padre, y tantos otros y tan grandes males que se han seguido por tu
culpa? Ciertamente, no te conocieron bien los judíos en la acusación del Salvador;
¡vean, a fe, lo que ganaron contigo! Si todos te conocieran tan bien como yo, no
encontrarías lugar donde hallar morada. ¡Malvada y desleal, deja que cada uno se ocupe
de su elección y aléjate de los hombres, porque tu manera perruna de hacer es odiosa a
Dios y a las gentes!

La vigilia de san Jorge

Tras haber pasado los ancianos aquella larga y muy agobiante noche, llegó el
día, luminoso y despejado, y se dirigieron a la habitación de Curial para hacer ver lo que
no eran. Cuando él los vio, los saludó con gesto afectuoso, recibiéndoles muy
curialmente y preguntándoles si habían dormido bien. Respondió uno:

-Señor, efectivamente, yo no he podido dormir a gusto pensando en vuestro mal trago;


ruego a Dios que os saque de él con honor. Ciertamente que si la victoria estuviese en
mi mano, la obtendríais sin pedirla.

-Muchas gracias –dijo Curial- Esto y más espero de vos. Pero os ruego que no perdáis el
sueño por mi causa, pues os perjudica a vos y a mí no me aprovecha; y no es sensato
malgastar el tiempo estúpidamente. Alegraos que, a fe mía, es lo que hago yo y no
pienso en la batalla por dos motivos: el primero, porque me he visto forzado y sólo me
tengo que ocupar de defenderme, pues no tengo que subyugar al otro; pero si él no me
subyuga, se verá vencido: por lo que será doble problema para él, pero no para mí. El
segundo, porque Dios está de mi parte. Y por estas dos razones –siendo Dios imparcial,
pese a que le invoco siempre en mi ayuda-, tengo alguna seguridad en la victoria,
seguridad que Jabalí no tiene ni puede tener. Y así, alegraos, que este hecho está en
estas manos y no en vuestros quebraderos de cabeza.

Y cesaron las conversaciones.

El duque de Borgoña vino con una multitud ingente de señores y, tras oír misa,
encabalgados, se dirigieron a la corte. El rey mandó a los cuatro que iban a combatir
que, en cuanto hubiesen comido, le llevasen las armas, las ofensivas y las defensivas,
porque las quería revisar; y fue personalmente a la plaza y ordenó dónde plantar las
tiendas de los contrincantes. Y Curial, en el mismo día, hizo colocar una tienda fuera de
la liza, al igual que Jabalí, quien puso otra delante de aquélla, en la cual clavó un
estandarte negro con unas letras doradas muy grandes, que ponían: “Ahur”8. Después, el
rey se fue a su mansión y se sentó a la mesa; y todos se fueron también a comer. En
cuanto hubieron comido, los caballeros enviaron las armas al rey; él las vio y las hizo
analizar y, después, mandó que se les devolvieran.

Había venido una infinidad de gente a ver la batalla. Se instalaron muchos


palcos alrededor de la liza, que era holgadamente grande. Era la víspera de san Jorge,
cuando el rey llamó a Curial y a su compañero y, delante de ellos, dijo en público:

-Curial, por ser vosotros extranjeros, no penséis que seáis menos favorecidos ni que los
otros tengan -ni de palabra ni en hechos- un mínimo más del honor o del afecto que les
corresponde, porque yo me propongo actuar ante esta reyerta con tanta igualdad como
me sea posible; por lo que no tengáis ningún reparo por nada. Igualmente, si os falta
alguna cosa que pudierais necesitar, decidlo, que, si está en mi mano, yo haré que os la
den.

A lo que respondió Curial:

-Monseñor, yo nunca sospeché ni me pasó por la mente que vuestra excelencia se deba
regir en esta lucha sino de la manera que habéis dicho. Sois un gran rey y un valiente
caballero, y estoy seguro de que obraréis intachablemente, de modo que nadie os podrá
reprender.

-Y tú –dijo a Aznar-, ¿precisas algo? Dilo, que no te fallaré.

Respondió Aznar:

-Una cosa necesito y os la pido; esto es, que aligeremos, porque ¡voto a Dios!, una dama
a la que amo no me deja conciliar el sueño y os juro que de noche me parece verla y que
me dice: “Aligera y ven”. Por lo que os vuelvo a suplicar que nos deis la venia para que
ella no vea frustrados sus deseos.

-Di, Aznar –dijo el rey-, ¿es bella?

8
Grito de guerra que aparece en las crónica de Muntaner.
Respondió:

-Presumo de que es la más bella del mundo, pues no la mira nadie que no se enamore de
ella.

El rey volvió a insistir, entrecortado por la risa:

-Dime, ¿te ama?

Contestó:

-A fe mía, señor, yo creo que sí; y mañana, si Dios quiere, lo veréis con hechos, porque
me figuro que, al acordarme de ella, el que combata conmigo saldrá perdiendo. Y así va
a ocurrir.

El rey se rió con ganas, y todos murmuraron comentando que debía ser un
hombre muy valiente con las armas y que dejaría en buen lugar su honor. Mientras
tanto, dejaron al rey y se fueron a su posada en buena compañía. El rey se quedó con
muchos duques, condes y altos barones, y todos dijeron en público que no habían visto
nunca en una liza a dos compañeros tan gentiles como eran Curial y Aznar; y que,
aunque era cierto que Jabalí era muy valiente y fornido caballero, brioso, muy lanzado y
gran emprendedor, Curial no era inferior a él, aunque alardeaba menos. Entre los otros
dos, cada uno tenía su partidario: Guillermo de la Tor era un caballero enjuto de cuerpo,
pero tan vivo y tan despierto como un león, y tan agresivo que sus hechos eran
endiablados, asimismo era muy diestro y muy ejercitado en toda clase de hechos de
armas propias de caballeros; por esta razón veían en él algunas posibilidades, porque
sino, entre él y Aznar, la comparación era muy desigual.

Combate de Curial y Aznar contra Jabalí y Guillermo de la Tor

Llegó el día de la batalla. La gente madruga para coger buen sitio y poderlo ver
bien, y no sólo los palcos sino que todo el terreno circundante estaba completamente
abarrotado. El rey y la reina llegaron también y no sé cómo enumerar la cifra de señoras
que llegaron de lugares muy lejanos, así como la gran multitud de caballeros y altos
barones. Yo no creo que para un caso así se haya dado nunca semejante concurso de
gente, pues este suceso desnudó las grandes ciudades, vació las villas de habitantes y
dejó sin guardianes a los castillos; porque la fama arrolladora de estos caballeros se
había extendido tanto que todos ansiaban verlos concretamente en esta circunstancia.

Los duques y los grandes señores todos se afanaban en favorecer a sus súbditos
y los colocaron en la plaza lo más lucido y ufano que les fue posible. Curial y Aznar
fueron directamente al catafalco del rey y, hecha su reverencia, y también a la reina y a
las demás señoras y señores, se fueron a su tienda –que era rica en extremo- con gran
escándalo de ministriles y trompetas. Sus cotas de armas eran blancas con cruces de san
Jorge. Por otra parte, llegaban Jabalí y Guillermo de la Tor, no menos pomposos ni con
menor estrépito, con cotas de armas rojas y cruces blancas. Guillermo de la Tor solicitó
al duque de Bretaña que le hiciera caballero, pero como el duque declinó hacerle
caballero en presencia del rey, éste le envió un recado para que lo hiciera; y así fue
armado caballero. Y los cuatro caballeros entraron respectivamente en sus tiendas.
El rey, dando comienzo a los rituales acostumbrados en estas jornadas, envió
intercesores para la concordia y la paz; pero Jabalí, el primero al que se dirigieron, sacó
espuma por la boca y dijo que no les podía dar la paz sino la muerte. En una palabra, ni
unos ni otros no tenían otro deseo que echarse a las manos; por lo que volvieron al rey
con la respuesta. Seguidamente, el rey les tomó juramento, sobre la cruz y los
evangelios, conforme no llevaban conjuros ni ningún objeto mágico, sino
exclusivamente las armas ya descritas.

Y mientras esto se llevaba a cabo ocurrió que un franciscano -que decían que era
hombre de vida santa y de la casa real de Francia, y que había oído hablar de esta batalla
estando en Angers- llegó a toda prisa a París, justo en el momento que los caballeros
salían de sus tiendas para luchar; y, con el corazón en un puño y a grandes voces, dijo al
rey:

-¿Eres infiel o qué es lo que estás haciendo? ¿Por qué te defines como enemigo de Dios,
contraviniendo su ley, que prohíbe estas locuras? Di, señor: ¿estos caballeros combaten
contra moros para mantener la fe de Cristo, o quieren matar a su enemigo Herodes, o
qué es esto?

Los duques y señores instaban al fraile para que se callase, pues este hecho
competía a caballeros y no a frailes. Pero, como, a pesar de ello, el fraile daba voces
cada vez más alto y no quería callarse, los señores montaron tal algazara que
consiguieron que el fraile fuera desoído, echándole a empellones de la plaza por
obstaculizar lo que querían que se ejecutase; aunque, en otra situación, le hubieran
rendido los honores que en buena lógica se merecía.

El día pasaba y he aquí que hubo otro incidente: una doncella a pie, bien
acompañada, que hizo suplicar al rey que le diese licencia para poder ver a Curial antes
de la refriega. El rey preguntó quién era y se le contestó que Fiesta, de lo cual el rey
tuvo un gran contento y mandó salir a Curial de su tienda. Él se aproximó a un ángulo
de la liza y, al ver a Fiesta, se llenó de alegría; pero Fiesta, tras darle los saludos de
Monferrato, a punto de llorar, le dijo:

-Curial, en otro hábito y con otros ropajes quisiera haberos encontrado.

Curial respondió:

-Dulce Fiesta mía, desde que soy caballero no estuve ni me vi nunca mejor vestido que
ahora; así pues, id a la señora reina, que le gustará veros, pues en cuanto a mí os digo
que en el mundo no existen dos personas que me pudiesen alegrar como vos lo habéis
hecho. Bendito sea Dios que os ha enviado aquí y dé mucho honor a la que os envía.

La reina recibió a Fiesta con no poca fiesta y pegándose a ella, le dijo:

-¿Qué os parece vuestro caballero?

Respondió la doncella:

-¡Desdichada de mí, que de otra manera lo hubiera querido encontrar!


Se hicieron los pregones a los cuatro vientos para que nadie hablase ni hiciese
señales, según la normativa procedente al caso, y, deshechas las tiendas, los caballeros
bajan las viseras de los yelmos, se despiden de los amigos y familiares, sacan las tiendas
de la plaza y, quedándose sólo con los fieles, asen las hachas con las manos y empiezan
a tomar posiciones.

Jabalí había ganado suficiente y amplio honor en muchas plazas en que se había
visto en situaciones a ultranza, de las que había salido glorioso, y en muchas regiones su
caballería era altamente estimada, hasta el punto que de sus victorias se habían
empezado a escribir libros -según hacen los autores, dorando las letras aun cuando los
hechos sean plateados-. Y si Jabalí lo hubiera tenido a bien, ya era bueno su honor
mundano, porque era exaltado y magnificado en boca de reyes, duques y grandes
señores, y no era preciso ponerlo a examen tantas veces y en tantos lugares. Pero él no
daba importancia a la Fortuna; creía que sus valiosos actos se debían sólo a su arrojo y
su fuerza. No sospechaba que perros envidiosos, no por él mismo sino por sus hechos,
le hubiesen sacado de la selva, estimulándole con diversos tipos de ladridos y a fuerza
de mordiscos, y metido en un parque del que no podía salir sino venciendo o derrotando
al cazador prudente que le esperaba en el umbral de la puerta. Y así lo vi –y me parece
todavía verlo-, con la espalda y el cuello erizados, agachar la cabeza, crujir los dientes,
frotándoselos para afilarlos, y echarse -sin formas y desencajadamente- babeando, sobre
Curial.

Curial va hacia Jabalí con pasos lentos y con mucho aplomo; y cuando lo
alcanza, se aporrean grandemente con las hachas. Jabalí creyó que con aquel embate
haría retroceder a Curial, pero no fue así; porque Curial, tras haber mediado con su
hacha, le presentó su pecho duro y rudo, y, aguantando firme, se quedó inmóvil y,
empujándole, lo expulsó aproximadamente a un metro; de este ataque se desprendió
esto: que ambos caballeros, y también los asistentes, supieron cuál de los dos lidiadores
era más fuerte. Los rostros de los espectadores se tiñen de un tono fúnebre y en su
interior formulan pronósticos encontrados

Los dos caballeros multiplican los golpes; Jabalí, más intrépido que perspicaz,
embestía y atacaba con gran fuerza; Curial se defendía y no pretendía atacar sino en
caso de poder sacar buena ventaja de su enemigo. Jabalí pugnaba tanto que era
imponderable y procuraba con increíble atrevimiento y terrible esfuerzo, por medio de
todos los recursos, echarse encima de Curial. Pero el esfuerzo sostenido y la resistencia
que encontraba en el adversario le abonaban el cansancio, pues él invertía sus fuerzas
desmesuradamente en el ataque y Curial se las anulaba parándole los golpes o
inmovilizándole los brazos; por otro lado, en respuesta a su barbarie, le acometía con
tanta intensidad que Jabalí estaba exasperado. Así estuvo por mucho rato la refriega,
esgrimiendo sus hachas como buenos expertos que eran.

Los otros dos se inclinaron por lo contrario, pues Guillermo de la Tor, dando por
hecho que Aznar era más fuerte que él, tras los primeros golpes se puso a la defensiva y
dedujo que, con habilidad e ingenio, no sólo se defendería, sino que aún le sería posible
superar a su adversario. Pero el ingenio de poco vale contra mayor ingenio mezclado
con una fuerza brutal; por lo que uno no debe fiarse de su saber, pues vale poco frente al
saber mezclado con el poder.
Por ello, comprobada la escasa fuerza de Guillermo de la Tor, Aznar, tras
haberle tanteado un poco para conocerlo, le atropelló sin moderación, golpeándole de tal
forma que no le servía de nada el contrarrestarlo, ni detenerse, ni incluso apartarse, pues
por mucho que él se girase o esquivase, el otro lo perseguía y le oprimía, dándole golpes
sin cuento. De tal modo lo trasteó, que Guillermo ya no sabía qué partido tomar, pues
contra aquel rayo de la caballería no le valía ningún arte marcial; ciertamente, su
devastar no era propio de un caballero sino de un cataclismo. Y tanto le percutió en la
cabeza que Guillermo comenzó a tambalear.

Advirtiéndolo Aznar, se contuvo y no le quiso perseguir de momento, sino que


se giró hacia los otros; y vió que mantenían una lucha mortal y se daban fieros golpes,
y, también, que Jabalí ya no daba tan fuerte como Curial, porque éste -que solía
defenderse- había pasado a la ofensiva y era Jabalí quien se iba resguardando. Y si el
rey lo hubiera advertido, ya era suficiente para dar por resuelto el litigio, pues ya había
arrepentidos entre los que antes habían cacareado. Jabalí se retira y esquiva los golpes
de Curial, mientras éste sigue combatiendo con tesón; a Jabalí, extenuado, le falta el
aliento y ya ni le late el pulso.

A todas estas, a Aznar le pareció que eso se alargaba demasiado y, acercándose,


quiso echar una mano a Curial y levantó el hacha para darle a Jabalí; pero Curial atronó
a gritos:

-Dejádmelo, que yo os aseguro que de esta batalla no se llevará la palma.9

Entonces, Curial intensifica su ataque mostrando su potencia, pues hasta ahora


se había reprimido. Jabalí daba vueltas y reculaba, y apenas podía levantar los brazos
para parar los hachazos, pues los golpes recibidos eran tales y tantos que flaqueaba; y,
despacio, retrayéndose, se iba acercando a un ángulo del campo por ver si allí pudiera
solucionar algo las cosas. Cuando llegó cerca del límite de la liza, haciéndose atrás, se
instaló rápidamente en ese rincón; pero, al meterse, por poco se cae de espaldas y de
hecho se hubiera caído, si la empalizada no le hubiera aguantado por detrás.

Aznar, dado que Curial no necesitaba ayuda, se giró hacia el suyo y lo vió
descansando sobre el hacha; y fue hacia él. Guillermo, aunque se sentía cansado y
decaído, se irguió para atacarlo y, cual perro rabioso, deseando morir, se tiró hacia
Aznar; pero no le sirvió para nada porque, después de algunos golpes, Aznar le abrazó y
le convulsionó tanto que le hizo caer a tierra; y se quedó así extendido sin poder
defenderse para nada ni respirar bien, porque se ahogaba, de ahíto que estaba. Aznar se
pone sobre él, le levanta la visera del bacinete y le dice:

-Guillermo, ¿quieres seguir luchando?

Él respondió:

-Sí.

Pero no movió ni un dedo, por lo que Aznar le conminó:

9
Literalmente: no sentará el primero en la mesa de Perusa (ciudad en la que había un edificio con
prestigiadas mesas de juristas y comerciantes).
-Ríndete a mí.

Respondió:

-No quiero.

Replicó Aznar:

-¿Pero no ves que te puedo matar?

Contestó Guillermo:

-Haz lo que puedas, porque has ganado; pero yo no me rendiré jamás.

El rey mandó a los fieles que se pusieran entre los caballeros impidiendo que
combatieran más; y bajó del catafalco con presura, fue hacia Aznar y le ordenó que no
luchase más. Y dirigiéndose a los otros, que ya habían consumado la batalla, dijo a
Curial:

-Yo os ruego, por mi honor, que se suspenda la batalla.

Curial se contuvo y cesó de combatir. Pero Jabalí, en aquel trance -según la


costumbre de los franceses, que cuando los fieles se meten por medio se enfurecen
haciendo ver que les disgusta lo que están atestiguando-, salió al punto de su rincón y
voceó a gritos al rey:

-Monseñor, no me lo habías prometido así. ¿Por qué, pues, me procuráis tanto


deshonor? Pues más me vale la muerte que la vida. ¿Me queréis matar vos, ya que mi
adversario no puede?

Y diciendo estas palabras, se lanzó como un loco contra Curial para golpearle
con la espada, pues el hacha se le había caído. Pero Curial lo embistió y lo abrazó, y
todos auguraron que lo hubiera tirado al suelo si no fuera por el rey, que le rogó que lo
soltase. Curial ya iba aflojando, pero Jabalí cada vez apretaba y se le agarraba más
-aunque creo que, de no agarrarse, hubiera ido al suelo-. Por lo que Curial dijo:

-Señor, suplico que os alejéis y permitáis que castigue a este demente, que ya estaría
tieso de no estar vos aquí.

Los fieles andaban muy ocupados en sujetar a Jabalí, pues Curial no se movía; y
enojado el rey por lo alocado de tales gesticulaciones, dijo:

-Ciertamente, Jabalí, no estáis en vuestro sano juicio y las cosas que hacéis no son
dignas de caballero.

Y mandó a los fieles que sacasen del campo a Jabalí y a su compañero. Después,
el rey, tomando a los otros dos caballeros, se puso en medio de ellos y los retiró del
campo con el mayor honor que le fue posible. Pero tardaron un poco en salir, porque
Jabalí y su compañero no podían ni moverse de cansancio y, antes de ser capaces de
moverse, los tuvieron que desarmar.

Ya se llevaba el rey consigo a los dos caballeros extranjeros, cuando el duque de


Borgoña, el conde de Foix y muchos otros altos barones se pusieron en torno de Curial
y de Aznar, y con vítores de alegría los escoltaron hasta el palacio real. Y cuando el rey
descabalgó, dió licencia a los caballeros para irse a sus casas.

Oiríais entonces gritar a caballeros y gentilhombres, ruido de trompetas y


ministriles, alegría festiva por doquier. “¡Oh Dios –decían todos-, quien fuese como uno
de ellos!” Y van a la posada de Curial, donde estaba la cena preparada. Se invitó a
muchos señores, a altos barones y a caballeros, en gran multitud, y lo celebraron tanto
que no se puede resumir; porque os garantizo que hacía mucho tiempo que no se daba
en aquella ciudad una cena tan noble.

Concordia entre los combatientes

Durante varios días en París no se habló de otra cosa que de aquella batalla. Bien
es verdad que se siguieron también muchos desórdenes y grandes alborotos; porque
todos, por lo general, reconocían la mejor parte a los dos caballeros extranjeros. Pero
algunos parientes y amigos de Jabalí, muy molestos por ello, lo negaban rotundamente y
difundían lo contrario; pues querían hacer ver que Jabalí no había sido vencido, sino que
-de no haberse interpuesto el rey- se hubiera podido defender.

Por lo cual Jabalí, queriendo atajarlo, por reconocer la superioridad de Curial


sobre él, se hizo encontradizo con Curial y -en medio de todos los grandes señores de la
corte, que estaban charlando con el rey de cosas varias- le habló del siguiente modo:

-Curial, es verdad que yo, señor, imbuido de malos consejos, emprendí esta lucha a
ultranza con vos; pero algunos, ignorantes del punto al que yo había llegado en la pelea,
cuando el rey se puso en medio, murmuran, opinando de lo que no saben, y dicen lo que
no es ni fue en la realidad. Por lo que yo, que sé la verdad de lo sucedido mejor que los
demás, a fin de quitar el morbo de tales cuestiones, quiero publicar en qué situación me
encontraba.

Así pues, Curial, es cierto que yo estaba tan agotado y tan hundido que no podía
dar un paso y vos me atacabais mejor y más fuerte por momentos; y cuando yo me
arrinconé en el borde del campo, creí hallar ahí algún remedio, pero vuestras manos me
lo quitaron; aunque de poco me hubiera servido, según constaté enseguida, ya que me
habríais dado muerte allí mismo si no lo hubiera impedido el rey (de lo que yo no le
tengo ningún agradecimiento). Y por eso, como alguien fuera de juicio, me agarraba a
vos, deseando morir, porque ya estaba fuera de toda esperanza el evitarlo; y ojalá Dios
lo hubiera querido así, porque no os cogía más que para mantenerme derecho, pues de
otro modo hubiera caído exhausto. Pero el rey, al que no pude oponerme, me salvó de la
muerte, la cual yo buscaba con toda mi alma de vuestras manos; y ya la veía
visiblemente, pero, por miedo al rey, huyó y despareció de mi vista.

Así que yo, como inferior y de pobres fuerzas a vuestro lado, me rindo a vos
aquí en esta plaza, cosa que aquel día por nada del mundo hubiera hecho; haced de mí a
vuestro antojo, sin que se os oponga ni yo ni nadie.
Todos los que estaban alrededor suyo y oyeron estas palabras, se quedaron
impresionados y miraron a Curial a la cara, esperando su reacción. Pero Curial, en
cuanto Jabalí hubo acabado de hablar, retirándose la capucha de la cabeza, dijo así:

-Jabalí, me intriga quién os ha aconsejado decir estas palabras, señor, pues era más
razonable que os las hubiera dicho yo a vos; y os ruego que se consideren mías, pues
efectivamente, nunca me vi tan agobiado como aquel día. Y así doy muchas gracias al
señor rey, que no quiso que por tan poca diferencia uno de nosotros se perdiese; o
quizás los dos, pues sólo Dios sabe el curso de las cosas que están por suceder. Y a los
que emiten juicios sobre esto, mejor les iría el callar; pues ni ellos ni nadie podía saber
el final. Por lo que, Jabalí, héme aquí, y juzgad si me puedo considerar libre de vuestras
manos; si no, enviadme dónde vos queráis, porque yo iré donde vos ordenéis, hasta que
tengáis a bien liberarme y me restituyáis a mi libertad.

Todos los presentes habían oído los parlamentos de los caballeros y, admirados
en extremo, no sabían qué decir. Por lo que Aznar se adelantó, se acercó a Guillermo de
la Tor, y dijo:

-Ciertamente, Guillermo, yo no seré menos cortés que estos dos: yo soy vuestro
prisionero. Y juro y voto a Dios que no me separaré de vos hasta que me hayáis puesto
el rescate que vos queráis y que deba pagar.

A lo que Guillermo dijo:

-Señor Aznar, me satisface tener un prisionero como vos; así, os requiero para que
vengáis conmigo y mantengáis vuestra palabra.

A todos les agradó esta nueva concordia. Y Jabalí besó y abrazó a Curial y a
Aznar, e igualmente Curial besó a Guillermo de la Tor; pero el mencionado Guillermo
no besó a Aznar, sino que, con la mirada fiera y airada, despidiéndose de todos, se lo
llevó a su casa. Y, preparada allí una estupenda comida, lo sentó junto a una doncella,
llamada Yolanda, que era hermana suya y muy hermosa; y comieron espléndidamente.
Y cuando hubieron acabado, entrando los tres en una habitación, le habló del siguiente
modo:

-Aznar, vos sois mi prisionero por designio vuestro y habéis jurado no separaros de mí
hasta que yo me cobrase el rescate; y yo os respondí que estaba de acuerdo. El rescate
que yo quiero tener de vos es que deis un beso a mi hermana, y seréis libre.

Por lo que Aznar besó a la doncella; entonces, Guillermo le puso al cuello una
cadena de oro muy valiosa, que le había dado el duque de Bretaña, y dijo:

-Aznar, vos habéis pagado el rescate, pero yo no he pagado la deuda que os debo,
porque vos me teníais contra el suelo y me podríais haber matado si hubieseis querido;
no obstante, vos, más piadoso de mí que yo mismo, me disteis la vida, la cual yo me
empeñaba en quitarme. Así pues, usad de mí y de mis cosas a vuestro agrado. Y tú,
Yolanda, haz sin contradicción alguna lo que te pida Aznar, ya que te ha dado un
hermano como yo, al que hubieras perdido, si él hubiera tenido tan poco juicio como yo.
Y tras tomar una copa, salió de la habitación, dejando dentro a Aznar y a
Yolanda sin más compañía; y, abatidos los portalones, los encerró. Aznar, al encontrarse
a solas con la doncella, se rió del divertimiento y dijo:

-Señora, si todos los prisioneros tienen tal carcelero como el que yo tengo, no deben
temer a la muerte, ni tampoco desear salir de la prisión; por lo que, si os es grato, así
como a vuestro hermano, yo os quiero por mujer.

La doncella respondió que ella no le contradeciría en nada que él quisiese. Por lo


cual Aznar, puesto en pie, se fue hacia la puerta y llamó a gritos a Guillermo;
acercándose el cual, le dijo:

-Aznar, ¿ya os habéis hartado de la compañía de mi hermana?

Aznar respondió:

-Guillermo, no sólo no estoy harto sino que, si ella da su beneplácito, te ruego que me la
des por mujer.

Guillermo, más contento de lo que se puede expresar, replicó:

-Aznar, no por esposa, pues yo no lo merezco, sino que te la doy como esclava.
Llevátela y haz de ella lo que quieras.

Aznar insistió en que la quería como esposa. Por lo que Guillermo y Yolanda se
lo concedieron. Tras la siesta, informado el rey de este evento, se alegró mucho por ello;
e hizo venir a Yolanda, y la reina la enjoyó y la vistió con las mejores galas. Y el mismo
día los desposaron. Y pocos días después se celebraron las bodas con toda solemnidad.

Yolanda era de muy noble familia y contaba con una buena herencia; y el rey,
queriendo mostrar con mucha singularidad su real magnificencia, regaló a Aznar
muchas joyas y cinco mil escudos de oro. Y los parientes de Yolanda, a fin de que
Aznar pudiese contar con la dote de su esposa, le compraron la heredad; y con gran
contento, honor y riqueza, Aznar empezó desde aquel día a preparar, junto con su
esposa, la vuelta al reino de donde era natural.

Jabalí toma los hábitos de fraile menor

Jabalí, que, desde el día que se hicieron aquellas paces, no encontraba contento
en el mundo, andando el tiempo, vistió el hábito de franciscano y vivía en secreto en un
monasterio. Pero el día de las bodas de Aznar, con un hábito muy raído, salió con un
compañero y fue a la sala donde se celebraban el banquete y la fiesta nupcial; y
poniéndose delante de Curial, le pidió limosna. Curial, de entrada, no lo conoció, pues
no se imaginaba que Jabalí recurriese a aquella elección. Pero Jabalí perseveró:

-Curial, dame una limosna, por amor de Jesucristo.

Y se puso a llorar. Curial, mirándolo fijamente, lo reconoció y dijo:

-¡Oh Jabalí!, ¿quién os ha aconsejado?


Respondió Jabalí:

-Dios.

Entonces añadió Curial:

-Él os haga salvar vuestra alma.

-¿Y cómo? –dijo Jabalí-. ¿Acaso dudáis que a mí, que he dejado las vanidades del
mundo por el servicio de Dios, no me dé la salvación?

Replicó Curial:

-No dudo esto, pero tengo una gran duda acerca de que os haya movido más la
desesperanza que el amor. Y basta por ahora, pues esta plaza no se aviene con este
parlamento.

Jabalí se fue de allí y recorrió las mesas pidiendo limosna, pero no aceptaba más
que mendrugos de pan. En torno suyo se hizo un corro de gente: unos lloraban, otros se
iban a una esquina y cavilaban sobre el caso; y la mayoría se admiraba y, sobrecogidos,
se quedaban absortos.

El rey y los otros señores, igualmente, estaban sorprendidísimos y no sabían qué


decir. Pero el rey, al cabo de un buen rato, empezó a hablar de Jabalí y dijo:

-Realmente, Jabalí, siempre ha recurrido a los extremos; pero que nadie se extrañe del
suceso, pues es costumbre muy normal en esta nación que cuando un gentilhombre vive
un caso tan nefasto, en el que sucumbe su honor o pierde sus bienes, no le falte un
bordón con el que se vaya mendigando a Santiago en romería. Es muy distinto de lo que
hacen los españoles, que en cuanto se vuelven pobres, la pobreza les hace convertirse en
ladrones y salteadores de caminos.

Jabalí, sin embargo, no se quedó en París, sino que se echó a andar hasta que
llegó a Jerusalén; y después fue al monte Sinaí, al monasterio de santa Catalina, donde
vivió y murió santamente con fama de santo religioso.

Aznar regresa a Barcelona

Fueron muchos y muy grandes los festejos que se hicieron a los dos caballeros
extranjeros y fue opinión general que eran los mejores caballeros del mundo; y que no
cabía distinguir entre ellos, pues si Curial era bueno y muy valiente, no era en efecto
menos bueno ni valiente Aznar, de quien el rey se quedó tan prendado que no se
cansaba de tenerlo a su lado.

Pero, un día, Aznar se despidió del rey, de los duques y grandes señores, los
cuales le llenaron de dinero y de alhajas, y, junto con su esposa, se marchó muy feliz de
allí. Curial le acompañó veinte leguas y, cuando llegó la hora de separarse, le dijo:
-Aznar, por el presente, yo no os puedo devolver la gran gracia que vos me habéis
hecho, ni el honor que he conseguido por vos. Dios, que es quien retribuye todas las
cosas, os lo quiera premiar. He repartido todas mis ganancias por la mitad, y la mitad
que he separado para vos está aquí; disponed que la recojan, y os suplico por piedad que
no me contestéis a esto si no es por medio de las obras: porque, si vos sois tan amigo
mío como yo lo soy vuestro –según me lo habéis demostrado ya-, cumpliréis mi
voluntad y mi gusto, que son éstos.

Aznar discutió el aceptarlo, pero finalmente se vió obligado a complacer a


Curial. Entonces, rogándole éste que le encomendara, en gracia y merced, ante su señor,
el rey de Aragón, y encomendados mutuamente a Dios, continuó Aznar su camino hasta
Barcelona, donde Aznar encontró a su señor junto con gentes muy notables.

Elogio de Pedro el Grande

No me dedicaré ahora a explicar la recepción que el rey hizo a Aznar y a su


esposa (piense el lector que aquel rey era el mejor caballero del mundo y amaba y
honraba a los buenos caballeros), porque ya dije bastante en el capítulo de los caballeros
que venían de Monferrato.

Y quien quiera saber qué fue de aquel rey que lea el capítulo siete del “Purgatorio”
de Dante, que allí lo encontrará; porque, a pesar de que Dante simpatizaba más con el
rey Carlos, enemigo del dicho señor, rey de Aragón, y en aquella comedia del
“Purgatorio”, este venerable y gran poeta y autor, con todo su poder y saber se esfuerza
por expresar las alabanzas del rey Carlos (el cual, sin fallo alguno, era notable rey y
buen caballero, pero no equiparable o semejante al otro), con todo, no osó esconder la
valentía y excelencia de la caballería de aquel ilustre, muy excelente, muy alto y
valeroso rey de Aragón, cuyos valerosos hechos de armas, dignos de veneración y
recuerdo, escritos en muchos auténticos y extensos libros por varios, altos y muy dignos
cronistas, corrobora y confirma, diciendo, con gran dolor de su corazón, en un momento
cumbre de su exposición: “de todo valor llevó bien ceñida la cuerda”10.

Lector, oye bien las palabras que dice: “de todo valor”; y no le pone óbice, ni lo
podría hacer en conciencia. Pues bien sabía Dante que dicho rey Carlos, contando con
grandes efectivos de gente, mientras tenía sitiada Mesina por mar y tierra, huyó por
miedo a dicho rey, que venía sobre él con menos tropas que las que él tenía. De un
modo parecido, cómo, a requerimiento del rey Carlos, el rey de Aragón y él se
emplazaron para combatir cuerpo a cuerpo en Burdeos, pero el rey Carlos, contra toda
su fe y contra todo honor de caballería -que prohíbe lo que se siguió-, reunió a muchas
gentes armadas, cosa que él fácilmente podía hacer por razón de ser francés, a fin de
impedir que el rey de Aragón no acudiese a la batalla por miedo a esas gentes; pero él se
las compuso para ir, no sin gran peligro, y de hecho se presentó allí. Y el día asignado
para dar la batalla compareció ante el capitán de Burdeos, presto para luchar; el
mencionado rey Carlos, sin embargo, no compareció ni cumplió honorablemente. Y
esto no pasó ni dejó que pasara desapercibido Dante, porque hasta para los ciegos fue
notorio.

10
En italiano en el original: “de ogni valor portò cinta la corda”.
No insisto más, pues alcanzó demasiada notoriedad en aquel tiempo por todo el
mundo, y durará mientras el mundo dure. Y así volveré a la materia de la cual me he
alejado un poco, pues no corresponde hablar más de ello en este libro.

Conversación del rey de Francia con los envidiosos

Vuelto Curial a París, donde había dejado a sus ancianos caballeros, les continuó
tratando con la cordialidad que les había manifestado desde el principio, por lo que los
caballeros estaban todo lo contentos que podían, pues lo veían tan favorecido y honrado
que el marqués de Monferrato se hubiera contentado con la mitad. Y cuando el rey de
Francia supo –pero no por Curial- cómo se había separado de Aznar, lo tuvo aún por
mejor caballero y dijo de él mayores alabanzas; y le tributó muchos honores y le volvió
a regalar más dones aún que antes.

No se hablaba sino de Curial. Su honor se acrecentaba a diario, cosa que


advertían claramente los ancianos, y, aunque mostraban alegrarse, en realidad lo querían
ver muerto, deshonrado y hundido. ¡Ved qué robusta es la mezquina Envidia, que
cuantos más caso le hagáis, más os aborrecerá y deseará que sufráis daño!

Por este tiempo, el rey de Francia volvió a hablar del matrimonio de Laquesis
con el duque de Orleans, el cual se había promovido muchas veces; pero, como ella no
asentía, se le insinuó que, mientras Curial no se alejara de París, aquel matrimonio no se
llevaría a cabo, porque Laquesis no oía ni veía por otros ojos. Por ello, el rey, creyendo
actuar bien y que por esta vía podría quizás rematarse el asunto ya iniciado, envió a por
los dos ancianos y les dijo cuánto había trabajado en aquel matrimonio, pero que el
tema iba con cierta dilación por Curial, al cual, según había oído, amaba aquella
doncella. Por lo que les rogaba que, como iniciativa suya, le aconsejasen y procurasen
que acudiese a algún hecho de armas fuera de París; o al menos, dejara su frecuente ir y
venir a la casa de Laquesis, a fin de que ella se enfriara un poco. Y, suponiendo que él la
hubiera desechado, se sacaría mejor partido de ella, pues el duque de Orleans la amaba
tanto que por ella perdía el tino; mientras que Curial no ganaba nada con ello. Oídas por
los ancianos estas palabras, tras cederse la prioridad en responder, comenzó uno de ellos
diciendo así:

-Muy alto y muy excelente señor, si hablase con otra persona quizás no acertaría a dar la
siguiente respuesta, pero delante de tan alto, tan sabio y tal rey, no me quedaré sin decir
lo que en verdad yo pienso acerca de Curial. Señor, sepa vuestra muy alta señoría que él
es hijo de pobre cuna, casi rayana en la mendicidad; y se presentó, siendo todavía mozo,
en casa del marqués de Monferrato, mi señor, quien, como se encaprichó con él, le hizo
vestir bien y lo retuvo en su círculo junto con otros jóvenes. Él creció en edad y en
astucia; y devino muy malicioso. Y Güelfa, la hermana de dicho marqués, que es señora
de Milán -inducida por un traidor, llamado Melchor de Pando-, se enamoró de él; de
manera que él le robó, por encima de las joyas y el tesoro, el honor y la fama. Por lo que
aquella señora ha perdido y está perdiendo oportunidades de matrimonio; puesto que –a
no ser por él- ella vale muchísimo y es muy rica y de incomparable belleza. Y así va él
por el mundo: con los bienes de aquella señora.

De igual modo, yendo a Alemania con motivo de una batalla, como fortachón
que es y no teme a nada -pues no hay otro bien en él-, se enamoró de Laquesis; pero si
ella lo conociese tan bien como nosotros, no se fijaría en él.
Le roba y se mantiene por esa vía en el estado en que lo veis, pues no parece que
él tenga ni como para mantener una jaca. Ahora, señor, veo que que vos le mostráis
tanta estima y tanto honor que él pierde el juicio, que creo ha perdido; y así se tiene por
tan importante que ya no rinde honor a nadie en el mundo, pues cree que todos le tienen
que hacer el paripé. Pero si él tuviera sentido común, oyendo que al duque de Orleans le
fastidia la frecuencia de sus visitas a la casa de Laquesis, se alejaría de ella; y ella
muestra también a las claras ser una hembra, pues siempre escoge lo peor; porque
debería diferenciar entre los dos. Ahora bien, dado que vuestra señoría, quiere y manda
que éste se aleje, nosotros haremos que desaparezca en breve, puesto que sabremos
hacer que lo reclamen; y, entonces, Laquesis perderá las esperanzas y se enfriará
respecto a él.

El otro anciano aprobó este consejo, añadiendo que no era preciso que Curial se
enterase. Al rey le pareció bien lo que le aconsejaban, pero se dió claramente cuenta de
que los ancianos le odiaban; y de haberlo sabido antes, no se hubiese confiado a ellos.
Por eso les habló de la siguiente forma:

-Bien sabía yo de quién fue hijo Curial y todo lo referente a su padre y sus orígenes; y
es cierto que esa mujer le ayudó mucho. Pero yo, como rey, os juro que ella tiene el
mejor y más valeroso servidor que exista en el mundo; y si ella le ha dado y le sigue
dando sus bienes, no los podría emplear mejor de ninguna manera, porque él se los
merece muy bien. Pues ya me diréis, ¿qué hombre conocéis o habéis visto tan noble ni
tan valeroso? Os digo que entre los caballeros que conozco no sé de otro igual, pues él
es caballero al hablar y al actuar, en la plaza y en los salones, en la liza y en todas
partes. Por otra parte, es muy listo y virtuoso, lúcido y de altos y notables pensamientos
-lo cual no me extraña, porque veo que es tenido en alta estima por los grandes
filósofos, poetas y oradores-; y veo que su caso irá de bueno en mejor. Pues es tan
diligente que no pierde el tiempo: de cualquier clase de armas que se trate, él es el
primero y se lleva los honores; si lo véis cantando en las salas de la corte, bailar y
solazarse curialmente, os digo que no hay otro que lo pueda igualar. Y cuando se va de
aquí, no se olvida del estudio, sino que trata tan reverencialmente los libros que todos
los que lo conocen lo tienen por muy extraordinario.

Que es bello de cuerpo y airoso no tendría ni que decirlo, pues si la malicia o la


envidia no os han cegado, lo veis tan bien como yo. A muchos se lo he oído alabar y, en
efecto, no equivocadamente, porque -si mis ojos no me engañan- nunca oí que se le
haga ningún elogio que no lo rubrique mejor de lo que los otros lo hayan expresado. Así
pues, ¿qué podemos decir sino que Dios y la naturaleza lo han fabricado y dotado tan
prodigiosamente? Y eso que decís acerca de que Güelfa pierde matrimonios por su
causa es algo que me ha dejado maravillado; porque estad seguros de que, a la vista de
su valor y muchas virtudes con que Dios le ha enriquecido en abundancia, él podría
hacer en este reino, si quisiera, matrimonio tan sonado que os maravillaríais. Porque no
hay nadie, por grande que sea, que no se le acerque gustoso, como a quien se lo tiene
bien merecido.

Laquesis tiene razón al cortejarlo, ya que le hizo tan gran favor en Alemania; y
si él la quisiera por esposa, no lo tendría que decir dos veces, pues estaría hecho a la
primera; y, por lo que yo he sabido, su padre, el duque, se congratularía mucho. O sea
que no os preocupéis por estas cosas, porque así es la costumbre de la caballería y de la
ciencia, que los hombres de bajo nivel suben y se hacen grandes señores; pues todas las
figuras regias en caballería, y también en ciencia, tuvieron un principio, ya que sin
aquellas virtudes no serían superiores a los otros. Por lo que os vuelvo a rogar que
pongáis por obra lo que me habéis ofrecido y olvidéis lo demás; porque, si no le fuese
concedido por el cielo, Curial no habría obtenido las victorias y honores que le han
hecho sobresalir.

Y con estas palabras el rey puso fin a su perorata. El otro anciano, que no había
hablado todavía, dijo:

-Señor, ni la codicia de quitarle los humos de vanidad que tiene ni el deseo de


maltratarlo es lo que ha hecho hablar a mi compañero, sino el gran deshonor que se
deriva de este hecho para el marqués y para Güelfa, cuyo honor deseamos. Y
querríamos que, en lo posible, aquella mujer, que es la más hermosa y valiosa del
mundo, no perdiera su honor tras éste, sino que fuera bien casada; para lo cual hemos
venido aquí.

Y piense vuestra muy alta señoría que, si en vuestra casa hubiese un caballero
que estorbase, con perjuicio y daño vuestro, a alguna hermana o hija vuestra, qué
sentimiento tendríais. Y nos no nos preocuparíamos tanto de esto, si no fuera porque
tememos que, el primer día que este hecho llegue a los oídos del marqués, esta mujer
esté perdida, sin más culpa que la de haber ayudado a este caballero; e igualmente él se
vería perdido al perder el favor de aquella señora. Y por eso pensamos cada día cómo y
con qué menor coste pudiéramos borrar esta amenaza, la cual no es posible que deje de
suceder, si Dios o buenas gentes no lo remedian. Aún más, somos servidores de aquella
señora, pero tenemos encomendado su honor por el marqués, e informaremos mal de
ella, si esta locura no se convierte en sensatez. El marqués en otro tiempo ya se disgustó
por ello; y, viendo el peligro, no dejamos de estar temerosos y no esperamos más que el
día en que, sabiéndose esto, muramos con ella o se nos encarcele para siempre.

Escuchó el rey muy atentamente las palabras que se le dijeron y arguyó:

-Buenos hombres, os estáis cargando una carga muy pesada, porque Curial no teme al
marqués ni él se atrevería de momento a poner en obra lo que vosotros decís; porque
Curial tiene hoy tales amigos que el marqués sería un insensato si intentaba alguna de
esas cosas, y Curial, de seguro, se lo daría a entender con los hechos. Y su hermana
tampoco ha cometido un crimen tal que -según he entendido que vosotros decís-
merezca pena de muerte o de presidio; y en caso de que hubiera algo, pensad que a
Güelfa no le faltaría quién la defendiese y, si fuera preciso, la vengase cruelmente. Si en
mi casa tuviéramos tal caballero y mi hermana o mi hija se encariñasen con él, yo se la
daría por mujer, pues en virtud de caballería y en nobleza de corazón, ningún caballero
valió más que éste.

Así pues, si vosotros buscáis matrimonio para Güelfa, no vayáis más lejos,
porque lo habéis hallado en Curial, si ellos lo quieren; y no puede haber mejor en todo
el mundo. O sea que ayudadles y no les acuséis, porque yo sé muchas cosas que
vosotros no sospecháis. Por lo que, dejando las demás cosas, haced lo que me habéis
propuesto; y si, por azar, encontráis una vía más correcta que aquélla, os ruego que la
toméis, pues no querría enojar a Curial por nada del mundo.
Así se despidió y se fueron cada uno a sus asuntos.

Los envidiosos regresan a Monferrato

Volviendo, pues, los ancianos a su posada, se encontraron con Curial, que los
esperaba para cenar; y con cara muy afable y sonriente, les dijo:

-Desde ahora podemos empezar a hablar del asunto para el que habéis venido; por tanto,
en cuanto lo tengáis a bien, me tendréis dispuesto para conversar y llevar a cabo, no sólo
eso, sino cualquier otra cosa que afecte al servicio del marqués.

Los ancianos respondieron que él ya sabía el motivo de su viaje y que ellos no


acudían a nadie más que a él; o sea que dependía de él y que empezase cuando le
pareciese bien. Por lo que Curial ese mismo día se dirigió con ellos al duque de Borgoña
y le habló largo y tendido, dándole a entender que el marqués de Monferrato por ese
motivo le había enviado a aquellos dos caballeros; así pues, le suplicaba y le pedía
merced a fin de que Antonio, su tío, el monseñor, no diera problemas al marqués. El
duque le respondió:

-Querido amigo, mi tío no está aquí, pues está enfermo, y, por lo que acabo de saber
hoy, no creo que se vuelva a levantar. Pero si acaso se curase, yo le haré venir aquí y
sabed que, en atención a vos, mediaré con tanta insistencia que el asunto del marqués irá
bien; y si fallece -lo que Dios no quiera-, yo soy su heredero, tanto de lo que posee
como de ese derecho al marquesado, si alguno hay. Y siempre voy a hacer lo que vos
dispongáis, sin pasarme en un ápice.

Curial acogió la respuesta con gran satisfacción y le dió innumerables gracias,


quedando obligado a servirlo más aún de lo que ya estaba obligado. Y así se volvieron a
su hostal y decidieron que, al día siguiente, Curial los despacharía y emprenderían la
vuelta, quedando Curial encargado del tema pactado con el duque. Curial se creía que
los ancianos eran por dentro como por fuera y no sospechaba lo que noche y día
andaban tramando. Por lo que en seguida hizo venir a sastres con ropas y los vistió
dignamente, tanto a ellos como a sus gentes -a cada uno según su categoría-. Y cuando
estaban ya arreglados y a punto de irse, les dió las letras que transmitía al marqués, en
las cuales, destacando el criterio y la diligencia de los ancianos, daba credenciales a su
exposición. Y al marcharse, les dió generosamente a ambos un par de jacas muy bellas y
dinero para los gastos, cosas que tomaron los ancianos con extremo contento; y
haciéndole reverencias y quedando muy reconocidos, partieron.

Curial se volvió a París y ellos se encaminaron a Monferrato, donde se les hizo


un muy caluroso recibimiento. Recibidas y leídas por el marqués las letras de Curial,
quiso oír su exposición, por medio de la cual supo la respuesta del duque de Borgoña,
de la que se alegró mucho. Y los ancianos relataron en público al marqués y a Güelfa la
situación en la que estaba Curial y el honor que se le hacía, y la que él -a iniciativa suya-
les había hecho a ellos; e igualmente la batalla con Jabalí y el ambiente de triunfo en
que flotaba, de lo cual el marqués, Andrea y Güelfa mostraron gran contento. Y el
marqués dijo que, efectivamente, él no creía que hubiera mejor ni más valiente caballero
en el mundo entero.
De tal modo hablaron los ancianos de Curial que todos daban por supuesto que
ellos lo apreciaban mucho. Por lo que Güelfa, creyendo que era así, les escuchaba con
mucho gusto; y, delante de todos, les preguntó algunas cosas que quería saber y les
ordenó ir a sus aposentos para hablar con ella.

La Fortuna se pone en contra de Curial

La Fortuna, que hasta aquel día había puesto a Curial cara halagüeña y muy
risueña -requerida desde varias instancias, más bien inoportunidades, por parte de la
falsa e inicua Envidia, que de ella nunca se separa-, decidió tener de él y de su virtud
mayor prueba que la que hasta entonces había tenido, pasando a incordiar a Curial con
todo su poder. Y así como le había otorgado hasta ese momento todos los bienes y
prosperidades que había podido desear, en profusión y copiosamente, ahora le quiere
perjudicar; y de hecho lo hará, con todos sus medios y conocimientos, en la medida en
que le será posible.

Por lo que, convocando a los Infortunios, les habló de la forma siguiente:

-Yo no puedo ni quiero negar que vosotros os habéis independizado de mí, porque
desde el día en que luché con la Pobreza perdí toda la ascendencia que tenía sobre
vosotros, de modo que yo no os puedo mandar ni forzar por la sentencia que se dictó en
contra mía. Pero las plegarias no están prohibidas, y por tanto os pido que, recordando
el tiempo pasado, me queráis hacer un favor; y debéis hacerlo, según vuestra costumbre
y buena usanza, que nunca me dió un no a nada que yo le rogase.

La causa por la que os ruego es la siguiente: yo, con todos mis poderes, me
dediqué a educar y situar bien a un caballero llamado Curial, servidor de la señora de
Milán, de modo que le he hecho hallar gracia a los ojos de todas las personas que lo han
visto, excepto dos, que me reservé para que vosotros pudieseis ejercitar vuestro buen
oficio. Se trata de dos caballeros ancianos de la casa de dicha señora de Milán, a los
cuales mi hermana y buena amiga mía, la Envidia, que aquí veis, ha tenido muy cerca y
nunca se ha separado de ellos; y ahora solicitan de mí que acceda a quitarle toda o al
menos una gran parte del favor que le he dado.

Viendo yo que esto no puedo hacerlo sin vuestra ayuda y favor, os ruego
afectuosamente que, siendo favorables al cumplimiento de mis ruegos, le asaltéis por
todas las vías por las que yo le he favorecido, sustrayéndole justa o injustamente todos
los bienes que le he confiado hasta que no le queda nada. Y esto, no de golpe, porque
sería fácil para él y poco meritorio el ser fulminado en un instante, sino poco a poco,
según vaya viviendo, al igual que le he ido yo, lentamente, formando y encumbrando. Y
entonces veré si me reconocerá, pues él da por supuesto que todos los bienes y
prosperidades que ha conseguido, recibido y posee se los ha ganado por sus méritos, sin
dar gracias al donador ni creer que nunca le puedan fallar.

Así pues, si sostiene –a mí y a vosotros- con el mismo ánimo, habré comprobado


su virtud; porque, aunque cuesta mucho sufrir el bien y saberse regir en la prosperidad,
es en los infortunios donde se prueba la virtud humana. O sea que, imitándome a mí y
mi proceder en elevarlo, sin demora, por el mismo procedimiento, hundidlo. Con una
excepción: no quiero que sea superado en batallas, pero tampoco quiero que le sirva
para nada la victoria ni le suponga prosperidad.
Los Infortunios, tras oír el discurso y las peticiones de Fortuna, en otro tiempo
dueña y señora suya, se atuvieron al siguiente dictamen. Antes de responder, los
Infortunios emitieron un grito potentísimo e, invocando a Juno, mujer y hermana de
Júpiter, le rogaron que se les apareciese. Por lo que, en seguida, Juno rompe y rasga las
nubes, lanza rayos, truenos y terribles tempestades, oscurece el cielo, cae granizo, Eolo
resquebraja y destroza todas las cavernas de Líparo, y por cada cavidad se filtran
vientos tempestuosos que van derruyendo árboles y torres grandes por el mundo;
Neptuno agita los mares, braman las aguas y huyen los peces por todos lados, naufragan
naves, galeras y otros barcos; Plutón abre la garganta y quema viñas y jardines en
Sicilia, lanzando llamas y pedruscos por la boca de Vulcano y del Etna.

Y como esto duró un buen rato, suspendido un poco el furor, se sentaron todos
juntos. Rápidamente, los Infortunios, oficiales de estos dioses, de rodillas, les
explicaron con todo detalle los ruegos de Fortuna; ruegos a los que, una vez oídos,
contestó la primera Juno, antes que los demás y sin pedir permiso:

-¡Oh, de cuántas maneras, hermanos y muy caros amigos, he comprobado yo la


ingratitud de este caballero! Y la bella Cipriana y Cupido, hijo suyo, son testimonios,
pues le beneficiaron tanto que le dieron en suerte como enamorada a la mujer más bella
y más rica del mundo, la cual ha sido despreciada y postergada una y muchas veces por
él; por lo que ha incurrido en pena de ingrato, al labrarse con los bienes de ella el amor
de otra mujer. Por ello, es razonable que, no teniendo una y perdiendo la otra, vaya por
el mundo pobre, exiliado y sin honor. Si vosotros estáis de acuerdo, yo lo dictamino así.

Y como todos confirmasen la sentencia, mandaron a los Infortunios que le


persiguiesen y no le abandonasen hasta que Fortuna, a cuyos ruegos respondían,
quedara satisfecha y ordenara que cesaran. Y volviendo a generar las tormentas del
principio, cada uno se volvió a su reino.

Los Infortunios devolvieron la contestación a Fortuna, afirmando que les


satisfacía cumplir todo lo que ella quisiera ordenarles acerca de Curial. Fortuna les
replicó que ya había confesado su intención y, por tanto, les rogaba que no perdiesen
tiempo, sino que pusiesen inmediatamente en obra sus ruegos. Y mandó a la Envidia
que se dirigiese a los ancianos y los tuviese a mano; y a los Infortunios, que fuesen
junto a Curial y no lo perdiesen de vista. Por lo que la Envidia por una parte, y los
Infortunios por otra, se pusieron de camino hacia donde eran enviados.

Falsedad de los viejos envidiosos

Mandados llamar los ancianos a la habitación de Güelfa, y, sin vislumbrar la


mujer enamorada la emboscada que le tendían, hablaron en primer lugar de varias cosas,
para ir a recalar con viento propicio al puerto de Curial; y, bajando las velas, les dijo:

-Que Dios me ayude, he tenido un gran contento del honor que se os ha ofrecido en
París; y yo se lo agradezco a Curial tanto como si me lo hubiera ofrecido en persona.

Respondieron ellos en favor de Curial que aquel valeroso caballero se esforzaba


tanto en honrar y favorecer a todos los que eran de Monferrato que era espectacular. Y
pasando de un detalle a otro, y de una atención a otra, contaron tantas y tan notables
cosas de Curial que Güelfa devino la más feliz del mundo. Y trataron de él largo y
tendido (tantas cosas habían visto y habían ocurrido delante de ellos que, aunque
hablaban sin parar, siempre se les quedaba algo digno de recordarse); Güelfa les
interrogaba -ora al uno, ora al otro- y contestaban enumerando cosas tan maravillosas
que Güelfa no podía aspirar a otro paraíso. Pero entre otras preguntas que les hizo, les
inquirió:

-Decidme ahora, ¿habéis visto a Laquesis?

-¡Cómo, señora! –dijeron ellos-.

-¿Si la hemos visto? Señora, tened por seguro que a la fuerza la teníamos que ver,
porque Curial no sale nunca de su casa, ni vivo ni muerto; por ella, deja todos los
negocios del mundo.

-¿Es bella? –dijo Güelfa-.

-Ciertamente –respondieron ellos-.

-Me extraña –dijo Güelfa- que no vuelva a Alemania.

Respondieron ellos:

-Señora, no puede: tan encendida está en amor a Curial.

-Y Curial –dijo Güelfa- sé bien que también la ama.

-Estad segura, señora, que no ve ni oye más que por ella. Y a fe mía, no es de extrañar,
porque ella le muestra tanta familiaridad que muchos le envidian; y yo creo que,
efectivamente, si ella se fuera a Alemania, él no la dejará por ningún otro partido, sino
que se irá con ella. ¿Queréis saber, señora, noticias acerca de si la ama? Pues eso lo
podemos certificar bien nosotros, ya que ella pierde por él el matrimonio con el duque
de Orleans.

-¿Y cómo lo sabéis, esto, vosotros? –dijo Güelfa-.

Respondieron:

-Porque el rey nos rogó que alejásemos en secreto a Curial de ella, si era posible, de
modo que él no lo advirtiera, y procurásemos que viniese con vos, puesto que le queríais
bien y le regalabais tan generosamente vuestras pertenencias. Ello provocaría que
Laquesis, al no ver ni saber que estaba con vos, se enfriaría; y, perdidas las esperanzas,
accedería a aquel matrimonio.

-¿Cómo? –dijo ella-. ¿De esta manera se habla de mí en París?

-Sí, así es –dijeron ellos-; y además tan deshonestamente que más valdría que
estuvierais muerta que viva. Y aunque os lo hayamos querido tapar y disimular por
vuestro honor, y porque no sabemos de ello ni lo creemos, se nos han dicho cosas tales
y tan desvergonzadas que avergüenza oírlas a nadie que sea fiel a vuestro servicio.
Pero no nos extraña que lo digan, porque Curial, de acuerdo con la moda de los
hombres jóvenes, para darse postín -según dicen-, ha comentado cosas que para tan
noble caballero como él estarían mejor sin decirse; y en cuanto a vuestro honor, sería
preferible que os costase todo lo que poseéis, pero que nunca hubiera ido a Francia. Por
otro lado, a fe mía, es bueno y muy notable como caballero, tanto que sólo de él -como
corresponde a todo buen caballero- se hace mención; pero para vos, hubiera sido mejor
que no lo hubiérais conocido nunca.

Contestó ella:

-¿Por ventura os lo ha dicho él?

Replicaron:

-No lo sabemos sino por habladurías, no por él. Pero para que os deis cuenta del alcance
de esto, sabed que cuando nos, por mandato del marqués, hablamos de matrimonio entre
el duque de Orleans y vos, se nos contestó que vos ya teníais marido y no podíais tener
dos. Y como nosotros nos extrañamos de este comentario, se nos replicó que estabais
desposada con Curial; y quizás consumado el matrimonio. Y que por esto le dabais todo
lo que gastaba; y que, en consecuencia, dejáramos de bromear.

Güelfa calló y se quedó muy confundida. Y despidiéndose de los ancianos,


mandó llamar a Melchor de Pando y le dijo que Curial ya era lo bastante rico y
prestigiado, y que lo que ella pensaba hacer ya lo daba por hecho. Por ello, no quería
que en adelante le enviase más dinero del que le había enviado. O sea que pusiese
cerrojo a la caja, que ella cavilaría cómo poder invertir en servicio de Dios, pues
bastante había invertido en servicio del mundo.

Güelfa enfurecida con Curial

Los ancianos dejaron a Güelfa y se fueron a sus aposentos creyendo haber


realizado sus deseos. Al cabo de pocos días llegó la doncella que Güelfa había enviado a
Curial, y Güelfa no le interrogó ni le hizo fiesta especial, como había hecho la primera
vez; y cuando la doncella quería hablar sobre Curial, la señora sacaba otros temas y no
la quería oír. Por lo que la doncella comprendió que su señora estaba irritada contra
Curial y no se atrevía a hablar; y dentro de su corazón maldecía a Laquesis,
sospechando que Güelfa habría oído algo de sus relaciones y que por eso se habría
enfadado con Curial. Sin embargo, Güelfa, al cabo de algunos días, así como quien no
quiere la cosa, dijo:

-Di, ¿cómo se tratan Laquesis y Curial?

La doncella, pensando que Güelfa lo sabía todo, le contó lo que había visto y
oído. Entonces Güelfa dió crédito a las palabras de los ancianos y volvió a ordenar a
Melchor de Pando, mucho más tajantemente, que no fuese a dar nada a Curial, pues si
con lo que le había dado no era bueno, no lo sería con todo el tesoro del sultán. Melchor
contestó que cumpliría sus órdenes.
Al cabo de algún tiempo, Curial, tal como solía, envió a Melchor a por dinero
para sus gastos. Melchor le respondió que no se atrevía a hacerlo si Güelfa no lo
ordenaba. Al oír Curial esta respuesta se quedó muy extrañado y, secretamente,
disfrazado, se encaminó a Monferrato; y fue de noche a su casa, donde habló con
Melchor de Pando de muchas cosas y, en último lugar, le enseñó la carta que le había
mandado en respuesta. Melchor respondió que era cierto; que se la había enviado él y
que no osaría darle nada si Güelfa no se lo mandaba por su propia boca. Contestó
Curial:

-Id a la señora y decidle que estoy aquí y que quiero saludarla; que me avise cuando
quiera que vaya.

Melchor le dijo que le parecía bien; y yendo a ver a Güelfa le explicó que tenía a
Curial en casa; y que le rogaba y pedía la merced de poderle hablar, y que le permitiera
saludarla. Respondió Güelfa:

-No es tan curial ni le cae tan bien el nombre como él cree. Decidle que no se preocupe
por las reverencias ni los saludos, que a mí no me importan sus hechos. Vaya en nombre
de Dios donde le plazca, que yo me he retirado y no me ocupo de cosas vanas. Y a vos,
Melchor, exijo que si os preciáis de estar a mi servicio, no me habléis más de esto, que
estoy harta de disparates.

Demasiado me costaría Curial si por él perdiese el otro mundo, y si lo que los


pobres de Dios deben recibir se lo diese siempre a él para malgastarlo en
extravagancias. Bastante le he dado, si lo ha sabido ahorrar; y si no, que busque quien le
haga otro tanto en adelante, como yo le he hecho hasta aquí. Si él supiera la penitencia
que me han impuesto por estas locuras, no me hablaría más de ello. Así pues, marchaos,
que no es mi voluntad hablarle más. Me arrepiento de lo que le hablado. ¡Si pudiese
rectificarlo!

Melchor volvió con la respuesta y dijo a Curial todo lo que había oído. Curial se
turbó y no podía sacar en claro a qué se debía esto; tantas vueltas le dió que esa noche
no comentó nada, sino que se acostó, imaginándose varias cosas. El día próximo Curial
dijo a Melchor:

-Señor, padre, os ruego, por Dios, que vayáis a la señora y os enteréis mejor de lo que le
pasa.

Melchor contestó que no se atrevería a preguntárselo. Curial le rogó que en


cualquier caso tuviera la bondad de ir y, aunque no hablase, que escuchase si ella le
decía algo más. Melchor asintió a esto. Por lo que, yendo a la señora, estuvo a su lado;
pero, por mucho rato que estuviera, ella no abrió la boca para hablar de Curial; de lo que
Melchor se quedó muy extrañado. Y cuando fue hora de irse, volvió a su casa. Curial se
quedó a la espera de si Melchor le traía alguna novedad; pero cuando vio que no
hablaba, le empezó a preguntar qué había estado haciendo con la señora. Él contestó que
nada; ni le había hablado.

-¡Ah, santa María! –dijo Curial-. ¿Y no me vais a dar ningún consejo?

Respondió Melchor:
-Ciertamente, sólo sé uno; y es éste: que vayáis a la abadesa, porque me consta que os
tiene mucha simpatía y le caéis muy bien; y por ella podréis saber qué está pasando.
Éste es el mejor consejo que os puedo y os sé dar.

Curial le hizo caso y, disfrazado, se fue al monasterio y mandó a decir a la


abadesa que había un gentilhombre en la portería que quería hablarle. Por lo que la
abadesa fue a la portería y, viéndolo disfrazado, no lo reconoció, y temía acercarse a él.
Pero él le dió franqueza diciéndole que se acercase un poco e hiciese alejarse a las otras
monjas, y se daría a conocer; por lo que la abadesa haciendo que se retirasen las demás,
se acercó a él y Curial, con voz compungida, le dijo:

-Soy Curial.

Al momento la abadesa le tomó por la mano y le hizo entrar en el monasterio; y,


tras abrazarlo y zarandearlo con afecto, se sentó con él y le preguntó cómo es que iba
así. Curial respondió:

-Por lo visto, mi mal hado no se ha cumplido todavía, aunque -así Dios lo quisiera- ya
me debería haber perseguido bastante.

Y mostrándole la carta de Melchor le explicó cómo había venido para saber de


dónde procedía esta novedad y cómo había sabido que Güelfa estaba tan enfurecida con
él que no podía estarlo más, y que él no podía adivinar la causa. Así pues, le suplicaba y
rogaba por piedad que fuese a la señora y se enterase, si era posible, de qué había
ocurrido. En cuanto a él se refiere, no creía haber hecho ni dicho nada para merecerlo.
La abadesa contestó que iría y pondría todo su ingenio en averiguarlo y en buscarle
alguna solución. Curial se quedó algo más tranquilo, confiando que la abadesa se
encargaría de todo y, despidiéndose, regresó a su casa.

En cuanto la abadesa hubo comido, se fue a ver a Güelfa; ésta, al verla, se alegró
mucho y, retirándose con ella, le preguntó a qué se debía su visita. Y cuando la abadesa
se lo explicó, Güelfa reflexionó un poco y de momento no le contestó nada; pero pidió
la cruz y los evangelios, e hizo tomar juramento a la abadesa que no hablaría con Curial
ni con nadie acerca de lo que ella le confesaría. Entonces, hizo venir a su doncella y le
hizo contar, de pe a pa, todo lo que sabía de Curial y Laquesis, así como de la fama que
ella tenía en la corte del rey de Francia; ante lo cual la abadesa se quedó cortada y dijo:

-Señora, quizás Curial tiene poca responsabilidad en esto.

Güelfa volvió a decir:

-Amiga mía, yo antes querría verme muerta que oír lo que oigo.

Y poco después le relató las informaciones que de los ancianos había oído; por
lo cual se había propuesto no darle nada, ni hablarle; añadiendo a esto que, si preciaba
en algo su vida en el monasterio, no volviera por allí, a fin de que Curial no la molestase
cada día en busca de noticias, ni pudiese hacerle llegar mensajes.
Así, Curial se comunicaba cada día con el monasterio para saber si la abadesa
había llegado; y, como le decían que no, seguía oculto, esperando a que volviera.

Esponsales de Laquesis con el duque de Orleans

La Fortuna, que había mostrado a Curial sus crueles y salvajes espaldas, se fue al
duque de Orleans y, en sueños, se le presentó toda risueña y muy alegre, y le dijo:

-Querido amigo mío, yo había favorecido a Curial con todos mis recursos, y ahora,
cansada de jugar todos mis triunfos a una carta, vengo a ti, sabiendo que Curial te
estorbaba en tu amor por Laquesis; y así, para socorrer y auxiliar a tu afligido espíritu,
te certifico que si insistes ahora en el matrimonio, yo te seré hasta tal punto favorable
que obtendrás tu deseo; y si no te frena la pereza, de otro modo, no vas a perderlo.

Por lo que, de mañana, ve al rey y suplícale que llame a Laquesis y a su madre y


que les vuelva a hablar del tema; y le será concedido enseguida, ya que Laquesis está
descontenta de Curial por haberse ido con Güelfa sin habérselo dicho. Y has de saber
que Curial está en tan mala situación que no volverá más aquí; y, si lo hace, se detendrá
muy poco y no tendrá buena acogida, pues yo le he quitado mi favor y los Infortunios se
han apoderado de él y no le abandonarán por muchos años. Le van a llevar a tal extremo
que, no haciéndose mención ninguna de él, los que hoy le conocen ignorarán dónde vive
y será borrado de la memoria de todos los hombres.

Y desapareciendo y haciendo girar su rueda, se fue hacia otras partes. El duque,


al día siguiente, recordando el sueño, creyó que sería cierto. Y, yendo a ver al rey, pero
sin decirle que lo había soñado, le suplicó que llamase a la duquesa de Baviera y le
volviese a hablar del matrimonio del que ya le había hablado otras muchas veces,
porque él tenía constancia de que este proyecto sólo lo enturbiaba Curial y nadie más; y
que él estaba seguro de que Curial no volvería más a Francia, ni le importaba ni le
importaría más Laquesis. Así pues, que le hiciese la gracia de ocuparse de este asunto.

Oídas estas palabras, el rey pensó rápidamente que los ancianos, que habían
hablado con él, se las habrían arreglado para que Curial se fuera; por lo que hizo venir
inmediatamente a la duquesa y a su hija, y se lo explicó en todos los colores y con tanto
ahínco que Laquesis –que, ofuscada por la Fortuna, estaba descontenta con Curial
porque se había ido a Monferrato sin decirle nada- consintió en el matrimonio. Y antes
de salir de aquella cámara, en absoluto secreto, los desposaron.

En cuanto se hubieron desposado, Laquesis volcó su más fogoso amor en el


duque, pues no quería estar sin él ni una hora ni un momento. Pero todos ignoraban la
causa, por no tener conocimiento del matrimonio; y los amigos de Curial compadecían
mucho al caballero, pues todavía se figuraban que, a su vuelta, el duque se vería
pospuesto. Y, así, esperaban su regreso.

Disfavor de Curial en París

Curial permaneció unos días en Monferrato y, al ver que la abadesa no volvía ni


lograba respuesta de ella, tomó una resolución; y, con aquella resolución, añadió un
error a otro. Pues así les va a los hombres cuando se ven desfavorecidos por la Fortuna
y perseguidos por los Infortunios, que, creyendo corregir o solucionar sus asuntos,
yerran más y forcejean en hacerse daño. Por ello, Curial dijo a Melchor:

-Señor, yo no hago nada aquí y estoy perdiendo el tiempo en vano; he resuelto volver a
París y procurar no decaer del nivel que me he procurado. Y os prometo, a fe mía, que si
yo hubiese querido a Laquesis por esposa, ya se hubiera hecho hace mucho tiempo y
quizás aquí no me habrían hecho ascos; y si los hiciesen, como los han hecho y hacen,
hubiera sabido a qué atenerme. Ahora, por ventura, tendré que hacer a la fuerza lo que
no hubiera querido hacer por gusto; así pues, quiero irme de aquí y poner orden en mis
asuntos. Porque si hoy por hoy no cuento con dinero para vivir, tengo joyas y otras
muchas cosas valiosas, que me pueden valer; y antes de que se sepa el mal papel que me
han hecho aquí, quiero buscar salidas a mi vida, la cual perdería de dolor si siguiese
aquí por más tiempo. Entre tanto os ruego, si es posible, que recompongáis un poco este
enredo; porque, si me escribís que vuelva, me tendréis aquí en seguida.

El prohombre, cargado de experiencia, respondió a Curial:

-¡Ay! ¡Cómo temo que te hayas equivocado de camino! Porque todas las mujeres que
están dolidas, especialmente las grandes damas, no quieren verse tratadas de esta forma;
pues, como no saben ni pueden castigar a las personas que aman de otra manera, les
retiran la palabra, se ocultan a ellos y pregonan que no les quieren. Pero ocurre muchas
veces que pasan mayor pena por los enamorados, a los que ponen mala cara, que no
ellos; aunque se crean que no son amados. No obstante, no pudiendo resistirlo mucho,
ellas mismas se inventan trucos para hacer las paces.

Esto ya lo habéis comprobado, pues os ha pasado en este mismo lugar. ¿Dónde


queréis ir, pues, ni qué podéis hacer que os sea de provecho? ¿Dónde encontraréis
señora más rica ni tan bella como ésta, ni cómo la induciréis a que os dé tanto como ésta
os ha dado? Abrid los ojos del entendimiento y, si habéis errado, enmendaos y no erréis
de nuevo; porque este yerro sería peor que el primero. Pues si ella se enterara, podría ser
que pensara –como es lógico- que vos volvéis a Laquesis para hacerle un desplante o
despreciarla, no importándoos su enfado. Y así de enfadada, por ventura se volvería
cruel; y odiándoos, podría ser causa de que os perdieseis. ¡Porque regalos como los que
Güelfa os ha hecho no se reciben todos los años por Navidad!

Curial estuvo un rato callado sin responder nada y se fue a acostar. Pero cuando
estuvo en la cama, como no podía dormir, aprobó el consejo del mentor y, pensando en
muchas cosas, saltando su imaginación de una cosa a otra, se durmió. Y mientras
dormía, se le apareció el siguiente infortunio.

Una dama, muy noble y digna de gran reverencia, acompañada de gente notable,
se le acercó y le dijo: “Curial, no te extrañes si me siento, porque he andado mucho y,
fatigada del largo viaje, no me puedo aguantar de cansancio. ¡Oh Curial! ¿Y qué te he
hecho yo que así pierdo a mi hija por tu culpa? Responde y dime, ¿qué ganancia saqué
cuando, por tus fuerzas, recobré a Cloto, que casi había perdido, si después ibas a
hacerme perder a Laquesis, que es toda mi vida? A la otra ya la hubiera olvidado, mas
ésta acortará mis dolorosos días. Di, Curial, ¿no es acaso esposa adecuada para ti?
Ciertamente, no hay duque ni señor en el mundo que no la quisiera; no sé por qué tú la
menosprecias. Si lo haces por Güelfa, te equivocas, porque Güelfa te aborrece ya, como
bien sabe ese viejo desleal que te aconsejaba que no fueses a París; pero ningún consejo
del mundo te vale contra su odio.

Aún más, si me fuerzas a decirlo, te puedo garantizar que ella, cansada de ti, ha
puesto a otro en tu lugar, quien la tiene más cerca de lo que tú estabas; y para que en sus
amores ella le tenga más lealtad, ha tomado firmes y seguras las riendas en lo tocante a
la posesión corporal. A ti sólo te comunicaba los bienes; al otro, los bienes y el cuerpo.
Por lo que, perdiendo su esperanza -como se hace con lo que es efímero-, te aconsejo y
requiero que partas de aquí en seguida y vengas; mientras tengo oportunidad de darte a
mi hija. No pierdas lo que está en tu mano a cambio de lo que no puedes tener; pues los
pretendientes son muchos, y los intermediarios, poderosos. Yo te aseguro que, si no vas
en seguida, o ella morirá por ti, o, a despecho suyo, la verás pronto en manos de otro. Y
tu consuelo y absurda excusa será sólo la propia de los burdos, que se justifican así: “No
me lo figuraba”.

Y desapareciendo junto con el sueño, se fue.

Curial se despertó y, recordando el sueño, se quedó convencido que había


perdido para siempre a Güelfa; por lo cual, no queriendo perder a Laquesis, decidió en
firme marcharse de Monferrato para irse a París. Y al hacerse de día, que a su parecer
tardaba mucho, hizo llamar al prohombre y le dijo que por nada del mundo dejaría de ir
a París para organizar a su gente y ocuparse de su sustento; pero que le suplicaba
continuamente que lo recomendase a la señora y lo excusara cuanto pudiese. Pues él no
se había portado mal; y si pensaba mal de Laquesis, se equivocaba. Porque era verdad
que él la visitaba, al igual que muchos otros; pero entre él y ella no había sino lo que
veía la gente. El prohombre le respondió que, ya que lo quería así, se fuese en nombre
de Dios, pero que no creía que lo acertase; aunque con la señora él actuaría lo mejor que
supiera, según tenía acostumbrado. Y así, Curial se marchó de allí.

Al mismo tiempo el duque de Borgoña se fue a su tierra e, igualmente, el conde


de Foix volvió a sus territorios; de modo que no quedó ni un amigo de Curial en la corte
del rey de Francia. Volvió Curial a París y encontró el ambiente cambiado; y no viendo
a ninguno de los amigos que solía tener, empezó a decaer su prestigio, pues para no ir
solo tenía que ir detrás de los que acostumbraban a irle detrás a él.

Y Laquesis le envió a decir que ella le rogaba que no la fuera a ver porque se
había desposado con el duque de Orleans, quien –de hacerlo- se enojaría mucho; así
pues, que se espabilase. Igualmente, el rey hubiera preferido que Curial no hubiese
vuelto a París, temiendo que Laquesis –de no haberlo olvidado- no se supiera gobernar
con la discreción que exigía su matrimonio; por ello, no le hizo a Curial tanto caso ni
tan buena cara como solía. De manera que no se le acercaban a Curial -que iba cual
ánima en pena- sino hombres desprestigiados, a quienes nadie mencionaba para nada.

Curial, al ver que se le cerraban todas las puertas que solía tener abiertas y
consciente de su desfavor, pensó que caía en la desesperación, y estuvo muy cerca de
vender su alma al diablo. A la vez, dejó de comer y dormir, y se volvió tan taciturno que
no encontraba gusto en nada, llegando a hablar solo como un orate y a gesticular con las
manos de modo grotesco, paseando arriba y abajo por la habitación; y respondía muchas
veces cuando no se le llamaba y, cuando se le llamaba, no contestaba. Y como a alguien
enajenado y fuera del sano juicio, precisaba que le hiciesen comer, pues él no tenía
nunca apetito. Iba desaseado y desaliñado, y perdió toda gracia en lo que hacía y en lo
que decía.

Curial intenta en vano recobrar el amor de Güelfa

Todavía no se daba por contenta la Fortuna, puesto que le acarreó otro


infortunio. Pues -al desprender Curial que allí perdía su tiempo y estaba muy cerca de
perder alma y cuerpo- le entraron ganas de volver a Monferrato, antes de que Güelfa se
enterase del desprestigio de París. Por lo que, sacando dinero de algunas joyas y otras
cosas que a su parecer no le servían y no se podía llevar, se puso en camino y regresó a
Monferrato lo más silenciosamente que pudo; y, acomodando a su gente en un lugar
apartado, se fue a su posada.

Melchor, al verlo, no le hizo el recibimiento que solía, pensando que


desagradaría a Güelfa; pero, no obstante, le acogió y le preguntó qué había hecho en
París. Respondió que nada, salvo preparar su vuelta. Replicó Melchor:

-¿Ya tiene marido Laquesis?

Respondió Curial:

-No lo sé ni me entrometo en sus asuntos. Pero ya me gustaría que fuese cierto, pues al
menos cesarían las sospechas.

-Ya lo creo que sí –dijo Melchor-, es cierto; y os diré cómo lo he sabido. El día mismo
que salisteis de aquí, Güelfa me mandó llamar y me ordenó que no os albergase más en
mi casa y yo le contesté que os habíais ido a París, para rematar vuestros asuntos y
volver luego. Güelfa, al punto, envió un escudero detrás de vos que, volviendo, ha
contado noticias: como la del matrimonio de Laquesis o el gran chasco que habéis
tenido, de lo cual Güelfa se rió mucho. Yo me dediqué con la abadesa a recongraciaros
con la señora, pero no lo hemos logrado.

Pero, como nosotros objetamos que si aquellos dos ancianos se lo rogaran, ella
lo haría, ella se hincó de rodillas y, mirando al cielo, juró e hizo voto a nuestro señor
Dios, a la virgen María y a toda la corte celestial de que ni por su propia iniciativa ni a
ruegos de nadie, nunca os perdonaría. Con la salvedad que, si reunida toda la corte del
Puy de Nuestra Señora11 -incluidos el rey y la reina de Francia- se lo rogasen (lo cual
era y es algo imposible); y encima, que todos los enamorados que estuvieran allí
pidiesen a gritos merced para vos. Pero ella no irá nunca allí. Así que, ved a qué
extremo ha llegado vuestro caso.

Curial, callado, deseó mucho más la muerte que la vida; y tras un largo rato sin
decir nada, el dolor le hizo romper el silencio, diciéndole al prohombre las siguientes
palabras:

-Una cosa solamente, al menos, querría obtener; luego, que venga la muerte cuando le
plazca: que la señora tenga la compasión de oírme una sola vez; después, que haga lo
que sea de su agrado.

11
Hoy, Puy-en-Velay, en el Alto Loira.
El mentor dijo que procuraría, en la medida de lo posible, que ella le quisiese
oír. Por lo que Curial aquella noche no durmió ni hallaba reposo con nada. El
prohombre se esforzaba en consolarlo, pero todo era inútil. Al día siguiente el mentor
fue a ver a la señora y, cuando vio que había oído misa, se acercó a ella; y,
arrodillándose, le habló de la siguiente forma:

-¡Oh señora nobilísima y valerosa, sin par entre todas las otras señoras!, yo os pido la
merced de que os dignéis perdonar a estas viejas canas mías, si se atreven a hablar
delante de tanta y tan singular excelencia, sobre todo de una cosa que sin permiso
vuestro no debería salir de mi boca. Pero me induce a ello mi misma vejez, consciente
de que, aunque mereciera la muerte por ello, no voy a perder muchos días; por otro
lado, me da seguridad el intenso servicio que, a lo largo de tantísimo tiempo como ha
pasado, os he ofrecido y ofreceré aún, mientras sea bien visto por vos y mientras el alma
cansada quiera hacer compañía a este cuerpo gravoso y anciano.

Se trata de esto: que oigáis por una sola vez a Curial, que vino anoche y está en
mi casa. Obtenga yo esta merced de vos, oh muy noble señora; y a mí, y no a él,
concederéis esta gracia, que creo que será la última que se me ocurra pediros.

La abadesa, asimismo de rodillas, le suplicaba y rogaba que tuviera la merced de


hacerlo. Por lo cual, Güelfa, viendo la instancia, o más aún la inoportunidad de los dos,
accedió, corroborando además el voto que había hecho y confirmando, con juramento
solemne, que no variaría un ápice. Y que, en cuanto lo hubiera oído, se fuese y no se
acercase a treinta leguas del lugar donde ella estuviese.

Dieron esta respuesta a Curial, por lo que a la noche siguiente el prohombre lo


llevó a la habitación de Güelfa; ésta se recluyó en un apartado y, con la puerta cerrada,
mandó a la abadesa que dijese al prohombre que el hombre que había venido con él
hablase y dijese todo lo que quería decir, puesto que ella estaba en lugar en que podía
oírlo bien. El prohombre preguntó a la abadesa si podría verle el rostro y hablarle cara a
cara; y le contestó que no.

Por lo que Curial se puso de rodillas y empezó a excusarse mucho y a suplicar y


rogar merced, y que, en caso de haberla ofendido, quisiera perdonarlo; el parlamento
duró un buen rato. Y a pesar de ser muy elocuente y gran orador, verdaderamente aquí
había perdido y perdió el arte de la argumentación, pues, cuanto más se esforzaba por
excusarse, parecía que más se acusaba; de modo que, de lo que no era nada, hacía un
crimen y un pecado mortal. Ved bien lo que es el hombre cuando cae en desgracia.

Güelfa lo oyó todo por completo y cuando vió que había acabado, se cambió de
sitio, y mandó a la abadesa que les dijese que se fuesen. Al pedirle ella a la señora que
repondiese a las palabras que había oído, la señora respondió que ella no se había
comprometido más que a oírlo y que ya lo había hecho; pero que, en cuanto a contestar,
la excusaran, pues nunca hablaría con él. Y así, la abadesa les dijo que, dado que la
señora lo había oído, se fuesen; pues no había más que hablar sobre el tema.

Me siento muy triste y apenado, a la luz de la desventurada y muy angustiosa


separación que Curial hace de Güelfa. Y os digo que yo creo que, si Curial, llorando,
teniendo metidas las rodillas en el quicio de la puerta de la habitación de Güelfa hubiese
podido reventar, esa muerte hubiera sido un dulce remedio a su dolor, porque muriendo
habría dado fin a sus penas terrenales. Y es cierto que la inconsciente Ántropos, que
amenaza a todos los seres vivientes con su cuchillo afilado, con el que corta los hilos de
nuestras vidas, es de condición tan despiadada que la mayoría de veces mata a los que
desean vivir largamente en este mundo, y a los que la invocan y buscan, los mira con
desprecio. Después, les vuelve su repugnante cara y, encogiendo un poco la nariz y
abultando y redondeando los labios, aparenta no oír, cual serpiente sorda; y fingiéndose
ciega, no es sensible a los ruegos que le llegan, sino que mata a unos y deja a los otros
un tiempo. Pues toda su diversión consiste en bañarse en lágrimas, que, con argumentos
varios, se esfuerza en sacar de los ojos de los que lloran. Ciertamente, aquel doloroso
día que Curial se fue de la habitación de Güelfa, creyó morir; pues en aquella ocasión
poco deseo tenía de vivir. Además, cuando lo recuerdo, contagiado por las lágrimas del
apenado Curial, creo hacerle compañía.

En esto, como Güelfa se había apartado de la puerta y Curial se excusaba sin ser
oído, Melchor lo reconfortó y levantó del suelo, requiriéndole con muchas ideas para
que se abstuviese de llorar; pues efectivamente él no quedaba tan mal parado, porque no
era él quien dejaba a Güelfa, según se podría demostrar ante árbitro justificado con
razones contundentes. Pero Curial, que no estaba atento al sentido auténtico de estas
palabras, confundido sobremanera, estuvo un rato mudo y sin poder hablar; aunque
pronto invocó a san Pedro, diciendo que en esta ocasión había perdido las llaves del
paraíso. O bien -si las tenía-, que tuviese la amabilidad de ejercer su oficio, a fin de que
un trozo de madera no le vedase la entrada.

-Callad –dijo Melchor-, que no es éste aquel paraíso del cual tiene las llaves san Pedro;
lejos están uno de otro y las leyes son muy dispares. Sin embargo, si queréis que éste se
torne paraíso, estad seguro que ni en éste ni en aquél se puede entrar si no es pasando
primero por el purgatorio. Así pues, vamos a nuestra casa –dijo Melchor-; y por ventura
desprenderéis que no es tan grave el daño como creéis.

Por ello, casi a la fuerza, dejó Curial aquel lugar y se fueron juntos.

¡Ay de mí! ¿Y cómo describiré sin llorar esta dolorosa separación? Ciertamente,
le falla la fuerza a mis dedos, se me cae la pluma en medio del papel blanco y lo mancha
en distintos sitios. Me olvido de mí mismo y miro al desventurado Curial, que se va con
pasos desgarbados y la cara descompasada. ¡Oh Curial! ¿Dónde dejas la gracia y la
donosura de tu andar? No son propios de ti tales ademanes. Devuélveselos a su dueño;
recobra los que te son naturales. ¿Por qué actúas como otro? ¿No estás contento con lo
que Dios, y la Naturaleza, su sirvienta, copiosamente te han dado, como si fuera
artificial? ¿Eres cual hembra que, insatisfecha de su belleza, por mucha que sea, la
aumenta por todos sus medios y saberes con trucos manuales; y estudia sus
movimientos -ahora una pose y luego otra-, y no satisfecha con los espejos, que le
muestran la verdad, pregunta encima e interroga a los demás para que le den su parecer?
Ahora mira hacia atrás y casi se rompe el cuello, y desorbita los ojos girándose para
mirarse la cola, pues aunque tuviera tantos ojos como el pavo real, aún no estaría
contenta ni se vería bien; hasta Argos, aunque le prestase todos sus ojos, se tendría que
esforzar para tenerla contenta.
Yo te ruego, Curial, que vuelvas a ti mismo y te reconozcas bien, mientras estás
a tiempo. Y si quieres juzgar con imparcialidad, comprobarás que no tienes razón para
lamentarte.

Cuando Curial llegó a la posada, se dejó caer en la cama -no de otra manera que,
sueltas las ligaduras, se cae una carga de leña empujada por una gran fuerza- y gimió
con amargura, maldiciendo su desgraciada suerte. Ante lo cual, Melchor, adelantándose
hacia él, le habló de la siguiente forma:

-Curial, yo conozco en efecto que tus virtudes han perdido su fuerza y que tú estás muy
necesitado de buenos consejos. Y si no me contuviese el acordarme de que he sido
joven y me he equivocado de camino muchas veces, como tú ahora yerras, me
esforzaría en reprenderte por tus poco acertados movimientos. ¿Crees que vas a
solucionar tu problema llorando? Eso no te vale de nada; antes bien, si quieres mejorar,
te conviene dejarlo obviamente. Es otra la vía por la que has de caminar, porque la que
has emprendido no lleva al hombre más que al abatimiento.

Reconócete bien, y véncete a ti mismo, mientras tienes tiempo. Sécate las


lágrimas, haz sitio a mis palabras y acepta los consejos. Recíbelos, pues, de mí, que no
deseo otra cosa sino tu bien y tu honor. Y respóndeme:

Melchor. ¿Qué injuria te hace Güelfa si te deniega su auxilio, no el tuyo?

Curial. No me hace injuria alguna.

Melchor. Entonces, ¿por qué lloras?

Curial. No lloro por injurias, sino porque me condena injustamente; y en caso de


que le haya ofendido en algo, no merecería tan gran castigo.

Melchor. Ciertamente, tú has errado y no se puede mantener lo contrario; y los


castigos no se dan según el gusto de los castigados. Por tanto, harás bien en callar,
porque el llorar no lleva a ninguna parte.

Curial. Al contrario, pues llorar alivia el dolor.

Melchor. Eso está mejor y me place que busques la manera de atenuar el dolor.

Curial. Te advierto, Melchor, que muchas veces los hombres han muerto al
reventarles la hiel de tanto llorar.

Melchor. Sí, pero tú lloras como consuelo y no para reventar.

Curial. ¡Ah, Melchor, padre mío! Te ruego que, si puede ser, busques otra
manera para consolarme. Mira el talante de mi corazón con los ojos del pensamiento.
Aquí está ya la muerte, que me amenaza creyéndose que la temo; no sabe bien que yo
estoy dispuesto a seguirla, sino vendría hacia mí con más parsimonia. ¡Oh vosotras, las
tres hermanas que fatalmente disponéis la vida de los hombres: que rompa una su rueca
y no hile más, descanse la otra y no devane ni aumente su tejido, y la otra, que recorte
esa tela, cortando los hilos de mi vida; y las tres, dad fin a mis males! ¡Ved que os
invoco bajo la necesidad; vedme de rodillas delante vuestro! ¡No me volváis la cara!
Oídme al menos. Y, si tenéis algún espíritu de piedad, aplicadlo conmigo, sacándome de
este mundo, duro y cruel para mí.

Fin del libro segundo.


III

Comienza el libro tercero.

En este tercer libro, como se hace mención de las Musas, debes dar por sabido
que los poetas han fingido nueve Musas, en forma de nueve mujeres o doncellas, que
residentes en el Monte Parnaso y veneradas en Helicón, a quienes llamaron Calíope,
Clío, Euterpe, Talía, Melpómene, Polimia, Erato, Terpsícore y Urania.

Según una fábula de Ovidio, en el libro quinto, otras nueve hermanas, nacidas en
Grecia -de Evipe, su madre, y de Pireo, su padre, por lo que son llamadas Piérides-,
aprendieron a tañer instrumentos y a cantar extraordinariamente. Y, a causa de esa
ciencia deleitable, que se llama música, en la que no eran tan grandes maestras como se
creían, se volvieron presumidas y soberbias, de modo que, despreciando a las demás
personas expertas en aquel arte, no sólo pretendieron compararse con las Musas sino
incluso supeditarlas.

Habiéndolas oído los dioses, se organizó la siguiente disputa o competición: que


dichas Musas delegaran en una de ellas, e igualmente las Piérides, en otra de sus
hermanas, y ambas rivalizaran. La que lo hiciera mejor ganaría la victoria para sus
partidarias. Oídas las partes, se acordó que Calíope había cantado e interpretado mejor
que la elegida por parte de las Piérides. En seguida, dichas Piérides fueron convertidas
en picazas, que en lengua corriente quiere decir ‘urracas’, y son pájaros charlatanes, que
aprenden a hablar en todas las lenguas lo que se les enseña, pero no saben ni entienden
lo que dicen.

En cuanto al sentido de esta fábula, dice Fulgencio, que las nueve Musas
designan nueve consonancias de la voz humana, y las nueve Piérides, nueve
disonancias. Y dice Papias que estas Musas se consideran hijas de Júpiter y de Juno
debido a que toda voz se compone de aire y de agua. Pues Musa viene del griego moys,
que significa ‘agua’, porque todo sonido musical se engendra por aire y agua, ya que
ninguna voz puede emitir sonido sin viento y sin agua, y sus combinaciones; así, de
estas dos cosas proceden toda la energía del canto y de la modulación.

Se produce, pues, la voz por medio de cuatro dientes contrapuestos, contra los
que la lengua choca, y si falla alguno de ellos hay defecto en la voz; dos labios, dos
címbalos, en los cuales se dobla la lengua y, cuando se curva, forma un aire vocálico en
la concavidad del paladar o de la boca, que por el camino de la garganta corre como por
una flauta; los livianos o pulmones, cual fuelles, envían el viento y, después de haberlo
enviado, lo vuelven a llamar y lo recuperan. Estos nueve instrumentos se conocen como
las nueve Musas, a las cuales se añade Apolo, puesto que son diez las voces de
cualquier melodía y de poco valdrían los instrumentos si no hubiera tañedor. Esto, en
cuanto al canto.

Asimismo, Apolo se pinta con el decacordio, que quiere decir instrumento de


diez cuerdas que concuerdan o diez voces que suenan conjuntamente, y, por último, la
cítara. Y así el salterio se llama decacordio; según dicen, como diez cuerdas que suenan
al unísono. Por eso leemos en el salmista: “En decacordio, salterio, con cantos y cítara”
1
, etc. Y esto son las Musas en cuanto a tañer y cantar.

Ítem, se hacen alegorías de tales Musas de otra manera: la primera Musa es


efectivamente llamada Clío, que se interpreta como una diosa gloriosa por buscar y
reflexionar sobre la ciencia (cleos en griego, en latín fama, que se deriva de la ciencia).
La segunda, Euterpe, que es acertadamente interpretada deleitando, pues primero se
debe perseguir la ciencia y después complacerse en lo que se ha buscado. La tercera,
Melpómene, que nos hace perseverar en aquel buen propósito. La cuarta, Talía, que se
interpreta como la capacidad. La quinta, Polimia, que quiere decir que estimula la
memoria. La sexta, Erato, que significa invención, esto es que el hombre debe aportar
cosas innovadoras por sí mismo. La séptima, Terpsícore, como instrucción o juicio,
porque después de la invención conviene discernir y juzgar. La octava, Urania, como
ingenio celestial, La novena y última, Calíope, que es la elocuencia; pero, aunque según
el orden vaya al final, de ella les viene a las demás la inspiración, prestigio y fama, a la
vez que ella cuenta con todas. Y esto son las Musas por lo que afecta a la ciencia.

Que no se maraville nadie si por ventura las hijas de Pireo, al componer poesías,
fueron convertidas en urracas por los dioses, porque se parecen a los hombres parcos en
ciencia que presumen saber mucho y quieren discutir o discuten con los altos científicos
y con los reverendos letrados, de los que deberían aprender y oír; pues, al quererlos
emular, son juzgados después como locos y de poco caletre, y comparados a las urracas,
que tararean y parlotean pero no saben lo que dicen. Y su porfía les reporta vergüenza.
Callemos, pues, los que sabemos poco delante de los que saben mucho.

Sin embargo, muchas veces ocurre que los hombres de elevados conocimientos
son altivos –especialmente si son de noble estirpe- y desprecian a los otros hombres que
no alcanzan a tanto; y van con el pecho hinchado, como si la ciencia ocupase mucho
espacio y no les cupiese en el pecho. Salustio dice contra ellos: “La soberbia es un mal
común de los nobles”. Y san Gregorio: “Todos somos iguales por el estudio y en razón
de la humildad, pero el estudio hace aparecer como destacados a los que están hechos de
humo. Y el profeta Malaquías (capítulo segundo): ‘¿No hay un padre entre vosotros?
¿No hay un solo Dios creador? ¿Por qué despreciarse unos a otros, hermanos suyos?’”2

Que expulsen, pues, la soberbia, que es causa de todos los males, y se aleje de
ellos el humo de la vanagloria; porque, si la ciencia es virtud y habita en ellos, el vicio
de la vanidad debe desaparecer, pues es su contrario y dos contrarios no pueden estar
juntos. Contra ellos -quizás queriéndolos excusar-, dice Cicerón: “Los grandes dichos y
los grandes hechos frecuentemente con las alabanzas ahogan no sólo a los soberbios
sino también a los que sobresalen en humildad, cegados por sus obras y ciencia. Ítem,
Valerio, en el capítulo El placer de la gloria: ‘Nunca se da tanta humildad que no se vea
afectada por la dulce gloria’. Próspero, también, en su libro segundo: ‘Cuando el
hombre ha superado todos los vicios, corre fuerte peligro cuando la conciencia se

1
Salmo 91, 4: “al son del arpa de diez cuerdas y la lira, con un susurro de cítara”.
2
En el original, en latín: “Comune malum nobilitatis est superbia”. “Omnes studium sationem humilitatis
equales sumus et studium primos prentes qui de humo facti sunt. Et Malachias propheta (secundo
capitulo): ‘Numquid non pater unus omnium nostrum? Numquid non Deus unus creauit nos? Quare
despicit unusquisque nostrum fratrem suum?”
atribuye la gloria más bien a sí misma que a Dios’”3. Abájense y humíllense los nobles
y grandes letrados, y crean al que les dijo: “Quien se exalza será humillado” 4, etc.

Y Curial, al que tenemos entre manos, bien debía recordar que al rey Ezequías le
fueron restados quince años de vida humana por los pecados que cometió; pero, como
se arrepintió, le fueron restituidos y devueltos por Dios. Sabía, además, que a los
emperadores romanos, cuando iban en el carro triunfal, se les ponía al lado el más vil
esclavo, el cual, dándole golpes en el cogote, le decía: “Conócete a ti mismo para no
ensoberbecerte.”5

Por eso, cuando Curial, por la excelencia de sus excelentes dotes de caballería,
se volvió soberbio, y por la dignidad de la ciencia, un poco vanidoso, fue apeado del
carro del triunfo de su honor y convertido en esclavo, durante siete años, a fin de que
conociese que es otro el donador y otro el receptor. Pero, al cabo de siete años,
reconociéndose, fue restituido a su libertad por Dios nuestro señor y devuelto al punto
inicial; como Nabucodonosor, que, por pecado de soberbia y de vanagloria, se convirtió
siete años en una especie de bestia salvaje.

Y quien quiera parar mientes en la caída de Curial -que veréis en el siguiente


libro-, sepa que lo pasó peor que Job; porque Job, aunque perdió los bienes, le quedó un
estercolero de su propiedad, en el que se acostaba y era suyo propio, de modo que yacía
en lo suyo y era una persona libre, pues nunca fue vendido por dinero. Pero Curial, al
perder los bienes, perdió el cuerpo o su libertad, ya que fue vendido por dinero y
esclavizado. Si bien después, arrepentido y confeso, fue heredero y señor de bienes
mucho mayores que los pasados.

Pero, ¿me es lícito recurrir a lo que los otros que escribieron recurrieron o han
recurrido; es decir, a invocar a las Musas? Verdaderamente, yo creo que no. Más bien
creo que sería algo inútil, pues ellas no se me aparecerían ni se me mostrarían, por
mucho que las llamase en mi ayuda y subsidio; porque no se ocupan más que de los
hombres de elevados conocimientos, a los que siguen aún cuando no las llaman. Pero a
mí y a los que se me parecen, como a ignorantes, nos tienen un odio especial. Por lo que
yo, tanto en esta obra como en todas las cosas que digo, soy imitador de las míseras y
charlatanas hijas de Piérides, enemigas capitales de aquellas nueve egregias hermanas,
que habitan en el Monte Parnaso.

Por otra parte, ellas se sienten menospreciadas si se las inmiscuye en obras


ínfimas y bajas, pues no suelen seguir sino los muy altos y sublimes estilos, escritos por
solemnes y muy grandes poetas y oradores. Si yo las hubiera servido en mi tierna edad,
ahora me socorrerían y ayudarían, como a sus otros servidores; pero yo no me ocupé de
ellas ni las reconocí, y por eso ellas no se ocupan de mí ni me reconocen. Ahora, bien
las querría halagar; pero, sabiendo que se reirían y se burlarían de mí, prefiero callar.
Por ello, no pudiendo ayudarme de los dones de su gracia, en este tercer y último libro

3
En el original, en latín: “Magni dicti uel magni facti frequens fama cum laude nedum superbos sed
eciam humiles excellentes, in suis operibus et scienciis cecat. Item Valerius, in titulo De cupiditate glorie:
Nulla est tanta humilitas que dulcedo glorie non tangatur. Prosper ecian in suo libro: Cum omnia uicia
superauit homo manet periculum vehemens cum consciencia pocius in se quam in Deo glorietur.”
4
En el original, en latín: “Qui se exaltat humiliatur.”
5
En el original, en latín: “Recognosce te ipsum ne te extollas.”
–que es un poquito más complicado que los primeros-, me las arreglaré lo mejor que
sepa, con un parlamento humilde y bajo; puesto que en éste aparecen algunas alegorías
y poéticas ficciones, escritas, no según corresponde a esa materia, sino ruda y
groseramente, como me he podido apañar.

Es verdad que este noble y valeroso caballero, de quien se escribe en el presente


libro, no fue un gran capitán, ni gran guerrero o conquistador, como se diría de
Alejandro, César, Aníbal, Pirro o Escipión o de otros muchos, quienes, por su ingenio,
mezclado sin embargo con las dotes de la caballería, conquistaron –unos- casi todo el
mundo; grandes trozos y porciones –otros-. Pero no he encontrado en lo poco que he
leído -aunque he intentado encontrarlo-, que ninguno de los nombrados haya
intervenido, en batallas cuerpo a cuerpo, en tantos y tan rigurosos juicios y lides, ni con
tantos ni tan valientes caballeros, como hizo Curial.

He oído muchas veces, y además leído, los trabajos de aquel que en su tiempo
fue el más fuerte de los caballeros -esto es, el hijo de Júpiter y de Alcmena6-, que mató a
gigantes, leones, serpientes y destruyó a monstruos, persiguiéndolos por muchas partes
del mundo; y también de Jasón, que, al igual que éste, según las poéticas ficciones,
domó toros, mató serpientes, sembró dientes, de los que nacieron caballeros, y mató a
muchos hombres en batallas.

Se dirá quizás que Héctor mató en batalla a muchos reyes y grandes caballeros,
muy fuertes y valientes, y que nunca fue superado por caballero que combatiera contra
él; no obstante, aunque en batalla no fue superado ni vencido, siéndole nefasta la
Fortuna, murió desgraciadamente. A lo que te respondo y te digo que es cierto que
Héctor, en batallas multitudinarias, fue el mejor caballero del mundo mientras vivió; y
es cierto que voluntariamente aceptó la batalla cuerpo a cuerpo con Aquiles y no fue por
su culpa que no se hiciera. Pero no he leído, sabido ni oído que él, ni ninguno de los
mencionados, entrase en liza o campo cerrado -cuyas ceremonias son espantosas y
temibles- con ningún caballero que le fuera paritario y con las mismas armas, tanto
ofensivas como defensivas, y que, una vez entrado, no pudiera salir sino muerto o
vencedor.

Pienso yo ahora que estos citados -y muchos otros de aquel tiempo, que aún se
podrían citar-, en el caso de no poder evitar la liza, la hubieran aceptado; pero eso está
por demostrar. Mientras que a Curial le ocurrió muchas veces, según habéis podido ver
en los libros anteriores. Así pues, es distinto el valor del que dice que lo haría y el de
quien lo ha hecho: al que no lo ha hecho, pero -presentándosele la ocasión- lo haría, no
le culpemos; pero tampoco -pues revelaría malicia- silenciemos ni tengamos escondido
al que, no una sola vez, sino muchas, lo ha hecho.

Asimismo, si Fortuna -así como quiso presentar aquellas lizas a Curial y a


aquellos caballeros con los que combatió cuerpo a cuerpo- le hubiese dado tales
territorios como dió a otros, hubiera sido, en sus victorias, gran conquistador y caballero
de mayor fama y renombre; porque el conquistar acrecienta la fama, mientras que la
liza, el mérito y la virtud.

6
Hércules.
Concluyendo, pues, como ante el más riguroso juicio, en el caso más extremo de
todos: los actos militares -sea la liza, la cual Curial más que ningún otro ha ejercitado,
sin buscarla él sino presentándosele- y no digamos ya sus gestas valerosas, son dignos
de venerable recuerdo; puesto que, si por ventura hubieran sido escritos por Tito Livio,
por Virgilio, Estacio o algún gran poeta u orador, se hubiesen leído, recordado y tenido
en gran estima por los reverendos letrados. Porque los escritores, según se ha dicho,
hubieran dorado en su ficción los actos de plata; o bien, si ya eran de oro, con la ayuda
de aquellas nueve llamadas Apolíneas7, los hubieran realzado en número de quilates,
gracias a la sublimidad de su elevado y maravilloso estilo.

Así, prosigamos el proceso empezado de la vida de nuestro caballero.

Curial se embarca para Oriente

Había dejado Curial los lamentos de la Fortuna, mas no las cavilaciones, y en


continuo desconcierto se preguntaba qué iba a hacer. Por un lado, veía que el
permanecer en Monferrato no sólo le era estéril sino que además podía serle muy nocivo
para el bienestar y para el honor; porque estar ocioso sin tener ingresos para sostener el
nivel en que vivía, le llevaría a la pobreza, con gran abatimiento y deshonor. Pensó a
veces en irse a Alemania, pero, como el emperador que lo hubiera mantenido
dignamente había muerto, no sabía qué partido tomar ni adónde ir. También pensó en
acudir al rey de Aragón, quien se hubiera complacido con su visita y habría supuesto
una buena compañía, pues era la vía más útil y segura que podía presentársele; pero los
Infortunios, que le perseguían, no le dieron opción a ratificarse en esta conclusión.

Por lo que él, confuso, melancólico y entristecido, no sabía qué debía hacer y no
encontraba lugar que le fuera conveniente. Sabía que el marqués de Monferrato vería
con buenos ojos que él prosperase, pero no le gustaría que se quedara en su marquesado,
ni tampoco era tan grande su casa como para darle cabida. Y así su pena se le hacía
eterna.

Advirtiéndolo Melchor de Pando y temiendo que el caballero cayera en la


desesperanza, no pudo evitar ir a verlo y hablarle, diciendo:

-Muy querido amigo, yo te pido que no estés consternado por el accidente que te ha
sobrevenido; antes bien, te ruego que lo taches de prosperidad o bienandanza -si es que
merecen tener este nombre- y lo cuentes como una de ellas. Igualmente, mira las
bienaventuranzas, y verás que no tienes razón para lamentarte, sino que debes agradecer
a nuestro señor Dios -quien es próspera fortuna, o al menos está bajo su potestad-, el
que a ti, sin méritos por tu parte, te las quiso conceder y te las prestó durante un tiempo.
Dime, Curial, ¿recuerdas el primer día que viniste aquí? Te ruego que lo traigas a la
memoria. Bien sabes tú que, viéndote pobre, muy decaído y sin criterio, muchacho de
corta edad -tanto es así que te hubieras contentado con cuidar ganado o trotar detrás de
cualquier gentilhombre-, esta casa te cobijó y te ayudó, poniéndote en un lugar que
otros, por haber nacido en casa más ilustre o por precederte en el servicio, merecían
antes que tú. Pero no lloraste por eso, sino que te complacía y lo dabas por bien hecho;
los otros, sin embargo, lógicamente lloraban por tu satisfacción.

7
Las nueve Musas.
Cuando fuiste creciendo, Güelfa fijó en ti sus ojos y, decidiendo ayudar a
alguien, te eligió a ti; y tal como lo pensó, lo puso en obra, porque me mandó a mí que
te diese sus riquezas, ignorando tú cómo, de dónde ni por qué te llegaban. Aquella
señora no te lo debía, ni tu padre ni tú se lo habíais prestado, ni le habíais servido ni
dado motivos para que ella debiera actuar así. Así pues, si no la movió una deuda,
diremos en verdad que esta señora fue gracia sobreañadida, la cual, alegrando su
corazón, te aprovechó a ti y te permitió desarrollarte; y a sus expensas te ha llevado al
estado en que estás y ha comprado para ti honor y favor a un precio muy alto. Pero el
honor que has ganado, ¿qué provecho le reporta? Ciertamente, ninguno, pero sí un gran
daño. Porque, a no ser por ti, ella hubiera guardado su tesoro y la suya sería la casa más
rica de Italia, cosa que ahora no es; puesto que ella, pródigamente, por encima de toda
condición femenina, te lo ha dado a ti, que -también con prodigalidad- lo has gastado y
derrochado, estúpidamente, sin cuenta ni medida.

Bien sabes, además, que en Alemania perdiste el seso por Laquesis y, olvidando
lo que no debías olvidar, te caldeaste en un amor impropio; bien lo sé yo, que tanto me
costó sacarte de allá. ¡Ah Curial, qué duro se hace conllevar la prosperidad! Acuérdate
del sueño que tuviste del hombre ingrato al que querías matar; juzga que eras tú mismo.
¿No sabes que si Güelfa no te hubiera ayudado nunca hubieras ido allí -o al menos no
en ese estado-, ni se hubiera hecho mención de ti más que de otro gentilhombre pobre?
Piensa, Curial, que Laquesis fue furia infernal que se te apareció para destruirte; y creyó
llevarlo a efecto, pues lo habría conseguido si este viejo que tienes delante no se hubiera
opuesto. Pero tú te irritabas conmigo porque te aconsejaba que obrases con cautela,
temiendo lo que te ha sucedido -tarde, dado que, de acuerdo con tus delitos, hace mucho
tiempo que debías haber bebido este cáliz-.

Y como esta señora, que estaba informada de todo, cerró los ojos y, como quien
se bebe una purga, se quiso tragar esta píldora tan amarga y luchó con su buen sentido,
que le aconsejaba lo contrario. Y venciéndolo, volvió a añadir mal a los daños y gasto a
los dispendios, pues te envió a Francia para que adquirieses honor y, con tu propio
esfuerzo y sus riquezas, recabases honor, fama y prestigio, dándote sus tesoros, no
según tu necesidad, sino según tu pródiga tendencia; porque ciertamente el marqués,
con todo su empaque, no ha consumido la mitad de riquezas que tú. Y así, como si lo
tuvieses de rentas propias y no te tuviera que faltar nunca, malgastando, has conseguido
perderlo.

Tú, desconociendo la suspicacia y los celos de las mujeres, que por nada del
mundo consienten algo semejante en la cosa amada, olvidando esta clase de oro,
volviste a Laquesis, como los canes al vómito. Estas dos locuras las has cometido
contigo mismo, porque ella no recaba daño de ello; antes bien, te aseguro que saca un
gran provecho de tu ingratitud. Esto, dejando aparte de las lágrimas, que –no
mereciéndolas tú en absoluto- ha derramado por ti; porque a éstas no alcanzo a ponerles
precio. Te basta sólo –y te debe bastar- que te separe de ella como el confesor del
pecador, el cual deja pecados y abominaciones y el otro le da indulgencias; porque tú te
vas rico de honor y de fama -porque la has comprado con su caudal, como dinero que te
era fácil de ganar-, mientras que ella se queda pobre de fondos y de honor. Y ella no
necesitaría –dado todo lo que tiene- la infamia que, regalándotelo a ti, ha adquirido por
medio de su tesoro.
Finalmente, te recuerdo el texto que te alegué: que no te hace ninguna injuria si
te deniega, no el tuyo, sino su propio auxilio. Piensa además en la ley que prescribió
cuando, al principio de empezar a ayudarte, dijo que el primer día que te exhibieras
como servidor suyo la perderías para siempre. Y tú sabes bien si es fama divulgada por
todo el mundo que ella te da todo lo que tú gastas: ella no lo ha dicho, ni yo tampoco; o
sea que ha salido de ti, según una presunción razonable.

Vete en nombre de Dios, que ahora encontrarás muchos y muchas que te


quieran, cosa que no hubieras encontrado el primer día en que te hablé; y saco en
conclusión que es mejor parte la que te llevas que la que le dejas a Güelfa, según te dije
en el otro libro.

Oída pacientemente por Curial toda la admonestación que le hizo Melchor, tras
suspirar en primer lugar un poco, dijo:

-No puedo ni quiero negar las cosas que me habéis dicho, sino que confieso y proclamo
que son auténticas e imbuidas de verdad. Pero que yo haya traspasado la ley que me
impuso no es cierto, porque de mí nunca salió tal comentario; puede deberse, sin
embargo, a que algunos se lo hayan imaginado y, revelando a otros aquella suposición,
el hecho se habrá ido difundiendo. Así, me figuro que habrá llegado hasta sus oídos.

Y dado que no puedo encontrar otro remedio, es mucho mejor que me vaya que
no que me quede. Así pues, como tengo bastantes joyas y ropas, que os dejaré, os ruego
que me prestéis el dinero que me permita irme.

Melchor respondió que estaba de acuerdo. Por lo que, además de valorar las
joyas en un alto precio, le prestó veinte mil ducados y le regaló desprendidamente cinco
mil más. Cogiendo los efectivos, se marchó en secreto y fue hasta donde había dejado a
su gente, que se alegró mucho de su vuelta.

Se vistió de luto y, a fuerza de andar, llegó a Génova, donde a los pocos días
embarcó con todos los suyos en una galera de mercaderes que iba a Alejandría; y
zarpando de Génova, empezó y dió principio al viaje que proyectaba hacer.

Encuentro con un corsario

Un corsario genovés, que se llamaba Ambrosino de Spínola, tuvo noticia de que


Curial era muy rico y, por la codicia de robarlo, creyendo que le sería fácil hacerse con
él, poniendo rápidamente a punto una galera que tenía, salió de Portvendres y se situó
en lugar propicio para tropezar con la galera en que navegaba Curial.

Y así, mientras Curial, sumido en cavilaciones y tristezas, estaba en su camarote,


la nave del corsario -que venía contra ellos- fue avistada por el patrón y por los otros; y
viéndola venir con mal talante, empezaron a armarse a toda prisa y a armar un gran
alboroto en la galera. Curial, ante el bullicio, a pesar de encontrarse muy mareado,
enderezó la cabeza y preguntó qué era aquella escandalera. Y se le respondió que venía
en su contra una galera de corsarios, de modo que se levantase y se preparase para
defenderse; si no, podría ocurrir que él y toda su gente se perdiera.
Oídas estas novedades, Curial se levantó de inmediato y salió armado, con los
suyos, aunque la mayoría estaban por el suelo mareados; y vió muy próxima la galera
del corsario. Y acercándose una embarcación a la otra, ellos enviaron como primer
saludo una lluvia de flechas y después se pusieron a traginar con las ballestas, de modo
que el corsario hería a muchos del bando de Curial; mientras, Curial y los gentilhombres
que iban con él estaban ociosos, en la popa, sin poder hacer nada. Por lo que Curial,
llamando al patrón y al cómitre, ordenó que, fuera como fuera, se tocasen las galeras,
pensando sacar así ventaja del contrario. Pero por poco le fue peor, porque el corsario,
que era un hombre arrojado y muy bregado en la mar, ayudado por los suyos, saltó a la
galera de Curial con muchos hombres y, en un santiamén, antes de que Curial pudiera
hacer nada, tomó casi la mitad de la galera; de modo que sus compañeros y los demás
de galera estaban ya a punto de rendirse.

Por lo que Curial, saltando desde la popa con los suyos, unos con hachas y la
mayoría espada en mano, se lanzan hacia adelante y a todo el que alcanzaron le hacían
volver atrás o caía, herido o muerto. Por lo que los de Curial recobran el aliento, atacan
sin merced a los del corsario y recuperan la galera que habían perdido; mueven las
manos con tal pericia que los del corsario que se habían infiltrado en su galera hubieran
preferido estar en la suya propia. Y así fue, pues muchos, por mor de escapar a los
golpes de sable y de las hachas, se tiraban al mar y morían, acribillados por miles de
saetas. Mientrastanto, a fin de recuperar a su señor –que estaba en la otra galera
luchando-, la nave del corsario se acercó tanto que los de Curial saltaron adentro; y
como ellos habían perdido muchos compañeros, no pudieron defenderse largo rato, sino
que, tras rendirse lo más cautamente que pudieron, fueron todos apresados. De este
modo, el corsario, malparado por dos heridas muy profundas en la cara, fue retenido
preso.

Así, Curial, con las dos galeras llegó a la isla de Ponza, y, descansando unos
días, dejó al corsario en tierra, y se avino con los de su galera para que la galera del
corsario fuera pertenencia suya; y trasladando toda su gente a esa nave y despidiéndose
de la otra –pero quedándose a algunos compañeros que, con licencia del patrón,
quisieron unirse a él-, llegó a Sicilia. Aquí, a fuerza de gastar dinero, armó y puso a
punto su galera para efectuar su viaje al santo Sepulcro.

Curial en Mesina y en Nápoles

Reinaba por aquel entonces en Sicilia un rey noble y muy valeroso, jovenzuelo
de poca edad, llamado Corral -que era hijo del emperador Federico, rey de Sicilia, y
sobrino de Manfredo, igualmente rey de este reino-, el cual, al enterarse de la noticia de
la victoria que Curial había tenido sobre el corsario, se congratuló y lo quiso retener a su
servicio. De hecho, hubiera sido bueno para Curial, si la Fortuna lo hubiera consentido;
mas, verdaderamente, el rey, por dadivoso y noble que fuera, no tenía poder para
beneficiarle, porque los Infortunios que perseguían a Curial no le dejaban ni un
resquicio. Por lo que, cuando el rey le requirió para que se quedase a su servicio y
permaneciese en su compañía, Curial respondió que por nada del mundo se detendría,
poque se dirigía al santo Sepulcro y no interrumpiría su viaje. Y entonces el rey no se
preocupó más.

Un caballero napolitano, llamado Arrigueto Capete, que gobernaba en Mesina en


nombre del rey Corral y la había regido ya bajo Manfredo, ambicionó la galera de
Curial y suplicó al rey que se la concediese. El rey le contestó que no se la podía dar
porque no era suya. Arrigueto replicó:

-Señor, la galera es vuestra, y por eso os la pido, pues de otra manera no os la pediría.

Entonces le informó de que había oído que aquella galera había pertenecido a
Ambrosino de Espínola, servidor bueno y leal a la real corona, y que el tal Ambrosio,
yendo a Sicilia, fue preso y saqueado por este corsario, quien le había robado la galera
tras una gran batalla; así pues, era conveniente incautársela, de modo que le suplicaba
que lo hiciese y se la diese.

El rey, tras haber oído al gobernador de Mesina, mandó llamar al patrón y al


cómitre de la galera y les preguntó de dónde era el caballero y cómo se había hecho con
la galera. Ellos respondieron que el caballero era de Monferrato e iba al santo Sepulcro
y le contaron todo lo que a partir de ahí les había sucedido con el corsario. El rey, tras
haberlos oído, les dijo que se fuesen; y llamó al gobernador de Mesina y le dijo que por
nada del mundo se la quitaría ni toleraría que a aquel caballero se le sustrajese la galera.
Así pues, que le pidiese otras cosas, porque aquella galera no se la podía dar.

Por ello, Curial, en cuanto tuvo la oportunidad de marcharse, zarpó del puerto;
pero, cuando llegó al Far de Mesina, le alcanzaron nueve galeras del rey Carlos y,
rodeado, Curial alzó remos. El capitán de las galeras le reclamó para verlo y Curial
subió a la galera del capitán, quien lo llevó a Parténope8, donde estaba el rey Carlos;
pero a Curial le fueron bien las cosas, pues en su galera no hubo percance alguno. El
capitán se dirigió al rey y le dijo que había atrapado una galera de Corralino y que había
apresado a un caballero que decía que era suya; así, que dispusiese qué se hacía.

El rey era muy sabio y valeroso, magnánimo y de singular magnificencia, y


envió a por Curial; y al llegar ante él, le preguntó de dónde era y adónde iba, y le
respondió que de Monferrato e iba al santo Sepulcro. Dijo el rey:

-Pues, ¿cómo salíais de Mesina?

Curial contó al rey todo lo que le había sucedido con Ambrosio de Espínola y
cómo se vió forzado a hacer escala en Sicilia. Añadió el rey:

-Di, ¿Corralino te pidió acaso que te quedaras con él?

Curial respondió que sí y que él le había contestado que por nada del mundo
dejaría su viaje. A continuación, el rey dispuso que se le proporcionara una buena
posada, pero que le tuviesen a buen recaudo para que no se fuese, puesto que le quería
interrogar más extensamente. Por ello, fue acomodado notablemente, pero nadie le
rendía honores, pues su fortuna no daba lugar a ello.

El rey, después, hablando de Curial, dijo en ocasión en que muchos lo oyeron:


-Ciertamente, este caballero me ha causado muy buena impresión y me ha servido para
destrozar al sinvergüenza de Ambrosino de Espínola. Si no fuera porque temo que sea
reclamado por Corralino, yo le rogaría que se quedase aquí.

8
Nápoles, donde reinaba Carlos de Anjou.
Pero le dijeron:

-Señor, este caballero no es siciliano ni está avezado a la mar, sino que yendo, según
dice, al santo Sepulcro, se encontró con aquel corsario y después recaló en Siclia; y no
ha querido quedarse con Corralino, a pesar de habérselo suplicado.

Algunos italianos decían que debía ser un gran traidor y que le quitase la galera
y le extorsionase para sacarle la verdad. Los franceses decían que no se debía hacer por
nada del mundo, antes bien le debían dejar irse tranquilamente. Entonces, el rey, que era
muy discreto, oídas muchas opiniones al respecto, dijo:

-El caballero hasta ahora no me ha hecho un mal servicio ni tampoco ha hecho nada por
lo que yo le deba maltratar. Y si Corralino no lo ha destrozado, habiéndoselo merecido,
¿cómo lo haré yo, cuando a mí ni a mis vasallos no nos ha hecho ninguna ofensa?
Devolvedle la galera y que no le falte un clavo de sus cosas. Y que se marche pronto de
aquí, pues, a fe mía, juro que –de asentir él- yo le retendría gustoso a mi servicio, si no
fuera porque temo que viviría siempre con desconfianza hacia él. Y dadle un
salvoconducto, para que, si se encuentra con mis barcos, no le hagan daño alguno.

Sermón de Jabalí

Curial, recobrada la galera y salvoconducto en mano, se marchó rápidamente; y


navegó hasta llegar a Alejandría. Desembarcó y desde allí fue por tierra a Jerusalén,
donde visitó el santo lugar donde nuestro señor Jesucristo fue sepultado; asimismo, fue
al monte Calvario y a todos los santuarios donde había estado Jesucristo. Recorrió todas
aquellas tierras, acompañado siempre por guías discretos y cultos, que lo conducían a
todos los sitios donde él quería ir.

A este paso llegó al monasterio de Santa Catalina, en el monte Sinaí, donde hizo
una novena. Todos los frailes del monasterio le manifestaban afecto, pero especialmente
uno muy santo, que no le dejaba nunca y con el que Curial se encontraba muy a gusto
porque hablaba francés y tenía fama de gran santidad. Y el fraile conocía muy bien a
Curial, mas Curial no reconocía al fraile.

Como estaban todo el día juntos, interrogado por el fraile, Curial, como quien se
confiesa, reveló al fraile todo el asunto de Güelfa y la causa de su desesperanza,
quejándose mucho de la fortuna, que le había llevado a aquel mal paso. El fraile, tras
oírle pacientemente y escucharle con toda atención, le dijo:

-Tienes razón en quejarte contra Fortuna y yo no te sabría reprender si te exclamas, sino


que incluso me extraño de que no te lamentes más fuerte, porque varias veces y de
diversas suertes te ha tendido muchos lazos, en alguno de los cuales es de sorprender
que hayas caído tan tarde. Dejémosla de lado, porque es resbaladiza, sorda y ciega, y no
sabe a quién le quita y a quién le da; pero no la maldigamos por lo que debemos
alabarla.

Di, Curial, ¿y no le estás reconocido porque durante tanto tiempo te haya


conducido y te haya hecho –si es lícito decirlo, según la vanidad del mundo- el mejor y
más valiente caballero vivo en la actualidad y te haya favorecido por encima de todos
los caballeros? Has sido festejado más que ningún otro por el emperador, por reyes y
señores; ha compartido contigo abundante y fluidamente sus copiosas riquezas y, en una
palabra, todos sus dones. Y después, para que no te ahogases en ese golfo de vanidad y
no perdieses tu alma, a fin de que reconocieses a tu Salvador, te ha guiado hasta este
extremo. ¿Y todavía hablas mal de ella, a quien debes el haber tenido honor en este
mundo y ahora te está procurando el otro? Has reinado en la tierra y ahora, si quieres,
reinarás en el cielo. ¿Murmuras en contra de Fortuna? ¡Oh Curial! ¡Dios vela por ti!
Pues si las vanidades de este mundo son algún bien, lo has conseguido en gran parte. Y
encima, tras la gloria terrenal, te llega la celestial -la cual, si Fortuna no te hubiera dado
la espalda del lado más oscuro y aciago, no conocerías-. ¿Por qué, pues, la criticas?

De una cosa la puedes regañar, a saber: que te lo ha procurado tan tarde y has
estado en gran peligro, porque si tú te hubieras muerto esos años atrás, te ibas derecho al
infierno, que tú te has ganado con gran fatiga y riesgo para tu cuerpo. Allí te esperan
con gran impaciencia y te tienen preparado un lugar adecuado a tus errores. ¡Deja, deja,
pues, las vanidades del pasado, que no son nada! He aquí que se te acerca el reino de
Dios! Arrepiéntete de lo que has hecho; confiésate, hermano mío; llora tus pecados;
mira y contempla el cielo nuevo y la gloria de libertad y, como niño recién nacido,
ponte en camino del paraíso. Que no te embelesen las locuras terrenales; saborea el pan
celestial y mira la gloria de los ángeles; deléitate en el servicio de Dios y, si hablas mal
de Fortuna, hazlo solamente porque te hizo dormir tanto en las vanidades del mundo y
no porque te haya despertado y te haya puesto delante las riquezas y honores celestiales
y eternos: son los que Fortuna no puede arrebatar a quien los posee.

No te envidiarán tus congéneres. Mira, hermano mío, con cuántos trabajos


volaron al cielo los mártires de Jesucristo; ellos se ríen de nuestra vanidad y se alegran
cuando uno de nosotros se reconoce a sí mismo. Castiga tus miembros, que te declaran
guerra; no desees las cosas transitorias y de poca duración; ven, pues, hermano mío, y
oye la voz divina. Mira que Dios te llama y te ordena que seas suyo; escoge un reino sin
escollos ni peligros. En él no temerás que te maten enemigos, en él la miserable envidia
no ha lugar; nadie deseará tus bienes, no tendrás que pensar de qué vivirás.

Hermano mío, rompe las cadenas, paga al carcelero, que se callará con una gota
de agua y no te podrá pedir más; desdeña los manjares que cuestan mucho dinero, elige
los que se dan sin pagar y sacian el alma; abomina del hambre y de la sed, abomina de
los problemas y obsesiones inútiles. ¡Oh, qué locura la humana que con mil argucias se
dedica a conquistar el infierno y las penas eternas! ¿Y tú lloras por Güelfa? No lo hagas:
llora por tus pecados y por las ofensas hechas a Dios. Compara esa carnaza vil y
maloliente con los trabajos para el Salvador. Mira qué hizo por ti; abre los brazos y
abraza la gloria divina que se te presenta; sal a su encuentro; tómala mientras estás a
tiempo; ésta no se la quitas a nadie, porque es para todos y es tuya. No la pierdas.

¡Ay de mí, cuánto tiempo estuve yo en esa fosa! Has de saber, Curial, que tú
me hiciste resucitar de la muerte a la vida, y me hiciste olvidar las mismas vanidades
por las que tú lloras y te hacen vivir triste. No lloraba Amiclates cuando huían los
grandes señores y los poderosos, y, de miedo, buscaban cavernas y escondrijos por los
bosques donde esconderse con sus cosas, porque en las grandes ciudades amuralladas
no habrían tenido esperanza de salvarse; él, alegre, cantaba y aparecía en las plazas, sin
temer la ira ni el furor de los reyes. Deja, por ti mismo, pues, lo que forzosamente tienes
que dejar; porque, si no lo dejas, te será quitado con la vida -o antes- y, perdiendo este
mundo, no tendrás el otro. Tú, al contrario, espontáneamente, disponte a lo que te he
exhortado y haz con las vanidades del mundo como con la barca que sirve para pasar un
río: pues se pasa y, después –pagado el barquero-, cada uno sigue su camino; y no
vuelve a la barca si no es por nueva necesidad de pasar y volverla a dejar. Usa, pues, de
este mundo según la necesidad de uso; extirpa de tus pensamientos los goces superfluos
y no aspires a grandes bienes, los cuales, aunque los consigas, como después se pierden,
dan tristeza al corazón. Humíllate, pues, y Dios, que está en los cielos, te ensalzará. Y
tú, que has luchado por las vanidades mundanas, lucha ahora contra el diablo en defensa
de tu alma. Él es un caballero duro y fuerte, y se te enfrenta siempre; si no nos
protegemos de él con las armas de Cristo, a nuestra muerte se lleva los deshechos.

Tras haber oído con mucha atención todas estas recomendaciones, Curial
levantando la cabeza miró al fraile a la cara, y le dijo:

-Padre mío, vos decís que yo os saqué de la fosa; os ruego que me digáis quién sois.

-Yo soy –dijo el fraile- Jabalí, con quien tú combatiste en París.

-¡Oh santa María! –dijo Curial-. ¿Cómo puede ser que os hayáis castigado tanto y
doblegado a una vida monacal?

Respondió Jabalí:

-Me la mostró Jesucristo nuestro señor, que por ser de linaje real le pertenecía reinar y
por ser Dios era señor de todo el mundo, pero quiso ser pobre por nosotros; además, me
lo ha mostrado san Francisco, quien siguiendo la pobreza y la humildad de Jesús,
mereció ser marcado con las heridas del Salvador. Y has de saber, Curial, que no hay
fraile en este monasterio que cambiase su vida por la del rey de Francia, pues vale más
esto que lo que todos los reyes del mundo puedan poseer, que es despreciado por todos
los que viven aquí. Aquí se ve contemplativamente el reino de Dios y la gloria de los
ángeles, y la corte divina y sempiterna. Y en el mundo, ¿qué puede el hombre mirar sino
cosas vacías, necias y poco duraderas, que no se pueden lograr si no es con gran
esfuerzo, y sin mayor esfuerzo aún no se logran poseer, aunque sean insignificantes,
triviales y poco estables? No es mal comerciante el que en la feria troca barro por oro, y
trocar la tierra por el cielo no me parece ninguna vulgaridad.

Deja, pues, Curial esas ideas insensatas y desalójalas de tu corazón; da cabida a


las palabras de Dios, que no entran sino donde hallan disposición. ¿Te acuerdas de
cómo ibas cargado de pedrería, perlas y oro? ¿Dónde está ahora aquel fausto? Te
advierto que si daba gloria verlas, todos los de tu alrededor las veían mejor que tú, y en
ti recaía la carga de llevarlas al cuello y la ansiedad de vigilarlas. ¿Y no sabes que antes
fueron de otros, y ya lo son, o lo serán más tarde? ¿Para quién las guardabas? Yo creo
que ni lo sabes. Piensa, piensa bien en lo que te digo, porque yo te aseguro que si tú
quieres disponerte a pensar en Dios y en sus obras, aborrecerás lo que ahora deseas y
despreciarás esa miseria que crees que encierra algún bien, y te verás con malos ojos por
haberlo hecho tan tarde.

Sin embargo, el piadoso Salvador tiende los brazos tan lejos que en cualquier
tiempo y momento que el pecador se arrepiente, lo abraza, se le acerca y, en la gloria
eterna, le hace ciudadano del reino del paraíso. Te ruego que me contestes: ¿qué es lo
que ha perdurado de la cantidad de manjares costosos que has comido, de los bailes, de
las justas y de los torneos que has vivido? ¿Dónde están las fiestas a las que has
asistido? Muéstramelas, hermano mío. ¿Dónde está el día de ayer? Muéstramelo.
¿Dónde está la gloria de las preciosas galas? ¿No sabes que todas las cosas tienen fin?
Sólo sé de una cosa que, sin embargo, te podría aprovechar, si te arrepientes y vienes a
un estado de gracia; es ésta: el poco bien que hayas hecho por Jesucristo -a saber:
alguna obrita de caridad, piedad o misericordia para con sus pobres-, aunque me figuro
que será poca cosa. Pero si te pierdes -cosa que Dios no quiera-, te valdrá para tener
menor pena; y si te salvas, te servirá para gozar de mayor gloria, aunque por ventura no
se te dará en el tiempo debido ni por bienes justamente ganados.

¡Oh desgraciado! ¿Y no te arrepientes de las batallas en que has participado por


la vanagloria del mundo? Has matado hombres; has mandado almas a los infiernos. Di,
¿dónde está el humo de esa vanagloria? ¿Dónde están esas cosas caducas? Ya no se
habla de ellas ni se hace mención de ti. Tú no me sabrías mostrar lo que te ha quedado
de esto; pero yo te lo mostraré y te refrescaré la memoria: esto es, un pecado salvaje,
asqueroso y abominable a Dios a- saber, obstinación y perseverancia condenables-.
Porque dentro de tu corazón todavía te alegras y tienes el prurito de haber cometido
aquellos pecados; y no te arrepientes, sino que, ensoberbecido, te glorías en ellos. Y
pensando que por esa única causa se merecen honor y favores, te vas directo al infierno
y andas cada día mil leguas para poder llegar a tiempo. No te hace falta apresurarte,
porque, aunque otros lleguen primero para coger sitio, no te faltará un lugar y tu plaza
no te la quitará nadie; sino que tendrás amplia y desahogada posada. Puedes estar
seguro de que no te fallará aquél a quien has servido, pues ya te ha premiado por todo
cuanto has hecho por él.

Fíjate, ¿por ventura te crees que el diablo, que te aconseja obrar mal, ofende al
alma en el infierno si le da penas, argumentando que aquel alma le ha servido aquí en
este mundo? Así pues, ¿cómo puede ser que, por servirlo, él dé a cambio pena? Abre los
ojos, querido hermano, y agudiza tus sentimientos, porque el diablo no te da penas por
razón del servicio que le has hecho, sino que ya te ha dado galardón, gloria y honores
mundanos de esa manera: porque tú has presumido de hacer los pecados enumerados y
por eso has conseguido, por medio del diablo, favores y honores del mundo -si es que
merecen tener este nombre-. Así, el premio del diablo ya lo has disfrutado en este
mundo; si te da penalidades en el otro, no lo hace por haberle servido, sino como
ejecutor de la justicia, por las ofensas hechas a Dios y el daño hecho a tu prójimo. Así
me parece que debes entenderlo.

Ya te lo he dicho: todas las cosas pasan y no son más que humo. Dime, ¿dónde
están aquellos grandes reyes que dominaban al mundo? ¿Dónde está Electra, de quien
descienden todos los reyes de Troya? ¿Dónde está Príamo? ¿Dónde están Héctor, Paris,
Troilo, Deífobo, Heleno y sus treinta hijos? ¿Dónde está la gloria de sus nueras?
¿Dónde ha ido a parar el ducado e imperio de Agamenón? ¿Dónde están todos los reyes
de Grecia? ¿Qué les queda de la victoria que tuvieron sobre los troyanos, y del astuto e
ingenioso engaño y traición del caballo y de la destrucción de aquella gran ciudad?
¿Quieres que te lo diga? Todos están en el infierno y bajo la potestad del diablo, y su
recompensa fue que los más y los mejores murieron en aquel sitio, pues los que
siguieron con vida encontraron a sus mujeres preñadas de otros hombres, y después
unos morían a manos o por insidias de sus mujeres, otros a manos de sus hijos o
hijastros, de manera que todos tuvieron un mal final y son mártires en el infierno.
¿Dónde están las celebraciones que el mundo hace hoy de ellos? ¿Repican en las
iglesias? ¿Celebran las gentes universalmente sus conmemoraciones? ¿Reinaron sus
hijos después de su muerte? Anda, anda, Curial, aspira a ser curial en el cielo; sigue las
pisadas del pobre pescador, porque Jesucristo a éste y no a Sardanápolo ni a Artajerjes
ha encomendado las llaves del paraíso. Mira a los santos apóstoles, a los santos mártires
y confesores, cuya fiesta se celebra en el cielo y en la tierra; ésta es obra duradera.
Descálzate y sigue al hijo de Pedro Bernardone9, el cual por hacerse inferior a los demás
se hizo grande en los cielos y en la tierra. O sea, que todos los hechos son nada10, salvo
el servir a Dios y tener misericordia de sus pobres. Y abraza la virtud de la caridad, que
es muy agradable a Dios.

Y si no puedes conseguir otras virtudes, por lo menos consigue de momento las


cardinales, que son: prudencia, justicia, templanza y fortaleza, de las cuales, como si
fueran refulgentes rayos, según Macrobio, emanan la razón, el entendimiento, la
circunspección, la providencia, docilidad, cautela, amistad, inocencia, concordia,
piedad, religión, afecto, humanidad, modestia, vergüenza, abstinencia, castidad,
honestidad, moderación, austeridad, sobriedad, pudor y firmeza.

Mientras trataban de esto, sonó en el monasterio una diminuta campanita, a cuya


voz Jabalí dijo:

-Curial, no puedo quedarme más aquí. A Dios te encomiendo. Te ruego que te acuerdes
de mis pobres palabras. Es cierto que te quería hablar un poco de las otras virtudes, que
son muy necesarias para la salvación del alma, y quería añadirte unas cuantas cosas
más, pero la obediencia me constriñe a seguir la voz de aquella campanita.

Y dándose media vuelta se fue diciendo:

-Veámonos en el paraíso.

Jabalí se fue y Curial se quedó completamente perplejo. Y de haber tenido


muchas lecciones como ésta, me imagino que, despreciando el mundo, hubiera seguido
las pisadas de Jabalí. Pero su gente, que lo esperaba, estaba harta de estar en aquel lugar,
pues ya se habían cumplido los nueve días; de modo que le requirieron para irse. Y el
diablo pinchaba tan fuertemente a esos hombres y, en consecuencia, ellos a Curial, que
le hicieron salir de allí; y –lleno de la moraleja de lo que había oído, y arrepentido de las
cosas mal hechas-, siguiendo su trayecto, regresó a Alejandría, donde había dejado su
galera. Pero, subiendo a la galera, casi no hablaba, de modo que los jóvenes se reían de
él diciendo: “¡Oh, vaya beato! ¡Oh, qué santurrón es nuestro amo!”. Y le tomaban el
pelo. De modo que en pocos días, olvidadas las amonestaciones de Jabalí, volvió a su
estado normal.

Y le asaltó la idea de visitar el Monte Parnaso, donde solían vivir poetas y


filósofos; y de saber dónde están los templos de Apolo y de Baco, dioses de sabiduría y
de ciencia, en opinión de la antigüedad.

9
San Francisco de Asís.
10
En el original, en latín: “nihil”.
Parlamento de la Fortuna a Neptuno

Fortuna, que no estaba todavía satisfecha con el daño que había hecho a Curial a
instancias de Envidia, hubiera deseado que pereciera al salir de Alejandría; pero como el
tiempo era bueno y agradable, viendo que Curial navegaba con bonanza, le tomó la
delantera y se puso a gritar a Neptuno, dios del mar, y a decirle con voz angustiada:

-¡Oh, qué pereza y negligencia es la tuya? ¿Cómo es que no te quieres percatar de que
Curial es uno de los mejores y más valientes caballeros del mundo? ¿No puedes
predecir que de la ira de los cielos, de los vientos, de la tierra, de los infiernos y aún del
mar, de los nombres de Júpiter, de Juno, de Plutón y de ti, se va a enseñorear de todo?
Ten en cuenta, además, que no va a permitir que los moros invadan la casa en llamas de
Plutón, sino que con el santo nombre de aquel cuyos santuarios ha visitado dentro y
fuera de Jerusalén, los convertirá a la fe del Cordero que quita los pecados del mundo. Y
tú, que eres adorado en estos países junto con los otros dioses, perderás la señoría del
mar; y ellos, los reinos que enseñorean. He aquí que Venus ya ha perdido el nombre de
diosa y todos los cristianos afirman que no está colocada en el cielo tercero, y que
Cupido, su hijo, no vale nada, ni tiene arco ni hiere con flechas; y por último que los
dioses de los gentiles no existen.

Por lo que, antes de que ocupe tu reino, atácalo y trastéalo; que bostece el mar y
lance espumarajos por miles de bocas, y la arena en remolino suba a lo alto y vea el
cielo, y las aguas parezcan valles y montañas; sean azotados por tempestades él y todos
los que están navegando. Mira que ya se da por sentado que tú no eres nadie, porque
hasta ahora los mares le han mostrado su espalda blanda y lisa, y ha navegado suave y
apaciblemente, como quien se desliza. ¡Oh, perezoso! ¿Aún no te has movido? ¿Tienes
miedo de que te hiera con su invencible espada? ¡Oh, pobre de mí! ¿Con quién hablo? A
mí no me amedrentó quitarle lo que le había prestado, ¿y tú te asustas y te horrorizas,
cuando oyes su nombre, y no te atreves a asomarte? Ruego que recuerdes que eres
espíritu y no puede dañarte su espada. ¡Despiértate, pues!: que se agite el mar y se
abalancen todas las tormentas que sueles mostrar en los mares océanos y también a lo
largo del estrecho de Gibraltar; y que le alcancen los mugidos de aquel león fiero y
bravo que habita entre las islas de Mallorca y Cerdeña y, sin olvidar los temporales del
Far de Mesina y los de los golfos de Sicilia y de Creta, se junten todos y acosen a esta
galera.

Haz ver cuán poderoso eres para regir tu reino; atemoriza el corazón de quien
nunca sintió miedo, y que, por peligro en que se viera, no mudó el semblante ni
empalideció. No te intimides. He aquí que una hembra le ha quitado la tierra, de la cual
ella no es señora; así pues, ¿tú no le quitarás los mares, que hasta ahora has poseído?
Mira que Júpiter te mira desde el más alto sitial de su reino y te juzga inepto para
gobernar. Hasta los niños se burlarán de ti, y con sus botes cabalgarán por tus mares y
poseerán el reino que anteriormente les era vedado. Y si no te conmueven estas cosas,
teme los males que se derivarán de tu pereza, porque a ti, como indigno para ejercer el
dominio, te pondrán entre las almas infernales en escarnio y vituperio: afearás la
rutilante casa de Jove11, Saturno negará ser tu padre y serás emancipado, llevándote
Plutón a la más dura y tenebrosa cárcel infernal, perfumada con azufre y goma apestosa,
y tu nombre, que estaba escrito con letras parecidas al oro, ahora se leerá en colores

11
Jove (JOVIS) es la forma latina de Júpiter.
oscuros y sombríos en aquel reino lleno de humo. Entonces arderás en vivas llamas, que
casi se tornan azuladas al temblor de sus puntiagudas lenguas, las cuales, balbuceando
ya, te anuncian tus penas y te amenazan de continuo; y no dejarás fama sino de
perezoso, por la cual habrás merecido tan gran castigo.

No ladrará a tu alrededor Hécuba, con su boca de perro rabioso, ni Megera


pedirá a Hércules que te machaque con su maza, pues sería excesivo honor que almas
nacidas de tan clara sangre te administrasen tormentos; sino que tendrás encima,
perpetuamente, a las condenadas por crímenes sucios, despreciables y horrendos. Y
aunque tú digas que mis palabras son más ligeras que el viento y que no tengo poder
para hacer daño, te lo concedo; pero sabes que tengo una profesión y buen ingenio, y
soy inestable y diligente, pues no sé qué es el reposo, puesto que con movimientos
incesantes hago girar mi rueda, transmitiendo mis bienes y mis prosperidades allí donde
me place. Tengo a gala saber mi oficio, y sé hacer tratos y medrar; y así, no sólo con
diligencia sino también con inoportunidad, te perseguiré por todos los conductos por los
que te pueda fastidiar. De modo que tú comprendas que yo no mereceré perder mi reino,
como tú, por pereza.

Ya se callaba Fortuna y esperaba la respuesta de Neptuno, cuando el mar


murmuró meneando la cabeza y empezó a hervir y a removerse en sus profundidades.
Se inquietan las aguas y, mezcladas con arena, vomitan olas, cuando Neptuno saca la
terrible y espantosa cabeza, abriendo la boca –que parece que todas las naves del
mundo, no le suponen un bocado, sino que se las bebe de un trago- y, con voz muy
aterradora, habla diciendo:

-¿Qué es eso, falsa agitadora? ¿Te has creído que yo soy tu rueda que me trasteas y
manejas como quieres? No será así, ciertamente, porque ahora, por mucho que te pese,
yo otorgo pasaporte y salvoconducto al caballero, ¡y vive Dios que no le perjudicarás en
mi reino! Y aplica tus maldades allá donde te lo consientan, porque aquí, esta vez, no se
cumplirá tu arbitraria voluntad. ¡Oh, te comportas como hembra en todas tus acciones,
pues ahora quieres, ahora no quieres, ahora lloras, ahora te ríes, ahora das, ahora quitas,
y en resumen no hay en ti ni una hora de estabilidad! Anda, vete, mala hembra, desleal y
variable, pues si tú tuviste a bien conllevarle un tiempo, propalando tu falsa lengua que
él era muy noble y valeroso, por un igual yo, noble, quiero ayudar a otro noble.
Además, si quisiera molestarle, no lo haría a requerimientos de tan engañosa y mudable
hembra como tú eres, porque siempre te tuve por sospechosa; y no quiero que me
llamen calzonazos por dejarme gobernar por ti.

Dichas estas palabras, el pez que Neptuno cabalgaba a modo de mulo empezó a
mugir; las aguas bramaron y, revolviéndolas con la cola, se zambulló y se sumergió en
el fondo. Pero la inicua y variable Fortuna gritó rápidamente:

-¡No huyas tan pronto! Óyeme por tu bien. Si no, ten por cierto que yo llamaré a Juno,
tu hermana y señora. Y entonces, muy a pesar tuyo, me oirás.

Y como Neptuno no quiso oírla, sino que se escondió en las profundidades del
mar, que ya le abrían camino para que pasase, y, mudándose a su carro de cuatro ruedas,
tirado por cuatro delfines, seguía por su senda, la falsa Fortuna gritó con grandes voces:
-¡Oh, Juno, amiga mía! ¿Dónde estás? ¡Aparécete y ven a mí! He aquí que te espero.
Que no se pierdan el respeto que siempre encontré en ti ni la obediencia que tú me
brindaste. No pienses, amiga, que te reclamo por mis asuntos, sino que son asuntos
tuyos por los que te reclamo.

Juno y Fortuna

Dichas estas imprecaciones, Juno empezó a desplegar una gran tempestad y a


enviar flechas de rayos por todas partes; y los vientos provocan borrascas y con
aguijones hienden en los mares y los revuelven. Después, sentada en un sitial regio,
completamente negro, rodeada por mucha gente, empezó a hablar diciendo:

-Amiga mía muy cara, yo he oído la oración que le has hecho a Neptuno, y no me
extraño de su lacónico y áspero desplante, porque siempre fue así y no se deja gobernar
por nadie del mundo. Tampoco creo que en ningún caso él acepte tus peticiones,
sabiendo que tú eres hembra hecha a tu manera, que no atiendes a los ruegos de nadie ni
tienes instintos de piedad, sino que te irritas al instante y quieres que todas las cosas se
sujeten a tu gusto y a tus órdenes; pues Neptuno quiere gobernar su reino de esa misma
forma.

Y estoy muy sorprendida de que, en esta ocasión, hayas ido a rogar a Neptuno
que sea cruel con aquel caballero, cuando él mismo aglutina toda la crueldad del mundo
y no sabe estar un segundo sin ser cruel ni obrar mal. ¿Y cómo, aunque en este
momento, en este lugar, el mar esté en calma y no bulla en tempestades, no te imaginas
que en otras partes hay terribles y espantosos tornados y perecen centenares de personas
con todos sus bienes? Yo te digo que es tal la codicia de Neptuno que, si se dedica a
navegar mucho, acumulará todos los bienes y todas las riquezas del mundo -si merecen
tener este nombre- y se las beberá con su gaznate insaciable; porque no creo que todos
los hombres del mundo juntos reúnan tantos bienes ni tantas riquezas como Neptuno les
ha quitado. Sin punto de comparación posee más riquezas que Júpiter, hermano y
marido mío, y que todos los dioses pasados.

Es verdad que tú dispones de las prosperidades y se las das por cierto tiempo a
quien te place; pero tú eres pobre, porque no tienes nada ni puedes quedarte nada.
Mientras que Neptuno es todo lo contrario, porque él no puede dar; se apropia sin parar
y todo el tiempo va vociferando de un lado para otro, amenazando a los navegantes; y
aunque ellos lo saben muy bien, no escarmientan nunca. Por eso, consciente Neptuno de
que si navegan mucho, tarde o temprano van a parar a sus manos, algunas veces les hace
buena cara y les deja volver en paz a su casa, calculando que, si actuara mal siempre, no
navegaría nadie y él perdería por estupidez lo que, soportando un poco a las gentes,
espera conseguir. Y ten muy claro que, aunque él haya sostenido por un tiempo la
navegación de este caballero, él se lo reserva para mayor daño que el de robarle ese
pequeño trozo de madera en el que navega; y, al final, no se reirá del juego.

Por ello, te ruego que te calles y no insistas en molestarle; y fíate de la codicia y


avaricia de Neptuno, porque, cuando él tenga claro lo que deba hacer, no se le escapará.
Si tú lo conocieses tan bien como yo, no le excitarías a obrar mal, porque él mismo ya
está demasiado inclinado. Para concluir, te ruego que me perdones por lo que ahora te
voy a decir: cuando quieras rogar a alguien que actúe por ti, no lo hagas ofendiendo ni
con amenazas, porque eso solo ya le quita a cualquiera las ganas de complacerte; pues
yo oí bien tus insolentes y pedantes amenazas, y las injurias y vituperios con que le has
insultado. Por eso, no voy a pedirle que haga lo que quieres actualmente; con el tiempo,
veremos lo que se puede hacer, aunque tú no lo pidas. Porque yo lo haré apuntar en mi
memorial y no se me borrará de la memoria.

Y cuando Fortuna le quiso contestar, Juno, despechada por los improperios con
que había agraviado a su hermano, no la quiso oír, sino que, dándole la espalda, se fue.

Imprecaciones de Fortuna

Ante todo esto, Fortuna -viendo que Juno le había perdido el acatamiento y se
había ido sin oírla-, fuera de sí, se puso, no a decir a gritos, sino a bramar y lanzar fuera
de su boca ideas desordenadas e inconexas, de la forma siguiente:

-No te hace falta huir, falsa hembra, porque yo estoy aquí y te perseguiré con todas tus
enemigas, que guerrearon contigo en este mundo, y las induciré para que no te perdonen
en el otro. ¡Oh Europa, hija del rey Agenor, que por Jove, seducido por tu belleza,
mereciste adjudicarte la tercera parte del mundo! ¡Y tú, Quirona, hija de Quirón, que
fuiste convertida en burra por Jove, porque profetizabas las cosas venideras y te saltabas
a los dioses! ¡Y tú, Tiresias, a quien Juno quitó los ojos corporales! ¡Y tú, Dánae, hija
del rey de los argivos llamado Acrisio, que fuiste encerrada por tu padre en una torre sin
abertura alguna, por temor a Jove, y este dios se convirtió en oro colado o fundido, y te
penetró y engendró en ti a Perseo, el buen caballero! ¡Y tú, Carmentis, que primero te
llamabas Ío y, conocida por Jove, fuiste convertida en vaca y encomendada a Argos
-cuyos cien ojos, engañado por Mercurio, fueron convertidos en cola de pavo real-; y
que, huyendo, con tu pata, a cada paso, escribías tu nombre en las arenas de Libia; pero
convertida de nuevo en persona por Jove, mereciste ser reina de Egipto! ¡Y tú, reina de
Macedonia, que, según se dice, intercediendo Neptanebo, gran filósofo y astrólogo,
tuviste del dios Amón a Alejandro, tu hijo, y aquel dios era Jove convertido en figura de
cordero! ¡Y tú, Leda, hija de Teseo, que, acogiéndote el dios Jove, que se cambió en
forma de cisne, perdiste la virginidad bajo sus alas! ¡Y tú, hija de Isopo, dios del río,
que por el citado Jove sufriste estupro, tomando ese dios forma de fuego! ¡Y tú,
Alcmena, hija de Anfitrión, que engañada por el mismo Jove diste a luz a Hércules, el
fuerte; y aquella noche se desdobló en dos! ¡Y tú, hija de Nocturno, que por el
mencionado Jove fuiste desflorada, tomando dicho Jove forma de Saturno, dios del mar,
y nacieron dos mellizos! ¡Y tú, hija del rey Alcedomonte, que, preñada por el mentado
Jove, para que tu padre no lo supiera, pariste cual paloma! ¡Y todo el pueblo de Argos,
que después fue destruido por Juno, dado que Jove, su marido, se acostó con Ogienta,
nativa de aquel pueblo, por lo cual Jove después lo restauró e hizo otro pueblo mucho
mayor con semilla de hormigas! ¡Y tú, Ganimedes, nacida de Julo, rey de los troyanos,
que por el tal Jove en forma de águila fuiste arrebatado y ascendido al cielo, y fuiste su
copero! Y tú, Ceres, diosa de la tierra, que fuiste desvirgada por el mismo Jove, de
quien nació Proserpina, que en Sicilia, arrebatada por Plutón fue convertida en diosa de
los infiernos! ¡Y vosotros, pájaros que componéis versos, y nacisteis de las cenizas del
cuerpo de Memnón, hijo de Aurora, el cual fue quemado en la región de Frigia por el
fuego que envió Jove, y parece que os lamentéis por la muerte del mismo Memnón! ¡Y
tú, Mnemósine, que sufriste estupro por dicho Jove, transformado en forma de pastor!
¡Y tú, Deoida, que fuiste violada por el mismo Jove bajo forma de serpiente! ¡Y tú,
Menefron, que una noche fuiste convertida en bestia fiera por Jove, porque quisiste
cometer actos lujuriosos con tu propia madre! ¡Y tú, pueblo de Tebas, que fuiste
destruido por Juno porque Jove yació con Semele, doncella de Tebas, de la cual nació
Baco, dios del vino, y por este motivo fuiste convertida en ceniza por dicha Juno! ¡Y
vosotros, pobladores de Corinto, que por Jove fuisteis convertidos en setas porque os
volvisteis muy lujuriosos y no se salvaron más que dos hombres justos, llamados
Crocos y Esmílax, que fueron convertidos en flores!

¡Venid, venid todos y todas juntos, con todas las otras concubinas de Jove!
Ocupad y ensuciad el lecho de Juno, de forma que el dios del fuego no entre en él ni la
quiera, ni aquella falsa, ingrata y atropellada Juno se alegre de los abrazos divinos, sino
que sea menospreciada y odiada por su marido, y sólo le quede la categoría de hermana,
aunque no lo merece por su soberbia e ingratitud. ¡Venid, pues, a mí!, que yo estaré con
vosotros y os ayudaré a vengaros de aquella atropellada e intempestiva Juno. No la
temáis, que ya no es nada, sino que ha perdido todo el esplendor de su deidad. Así pues,
venid conmigo, que yo estoy con las armas prestas para ir en contra de aquella inicua y
asquerosa hembra; y estoy segura de que, ayudados por mí, tendréis sobre ella una
venganza tan cruel y dura que jamás fue vista ni oída.

Dione y Fortuna

-Y tú, Dione, reina de Chipre, que, intercediendo yo, tuviste del dicho Jove a Venus,
hija tuya, que fue dotada de una muy singular belleza y que parió de dicho dios a
Cupido, su hijo, y fue metamorfoseada en estrella y colocada en el cielo tercero; y que
cuando aparece al alba se llama Lucifer, y, en el crepúsculo, cuando sale por poniente,
se llama Héspero, por razón de ponerse en el reino de Hesperia.

Acuérdate de la buena suerte que tuviste conmigo, porque yo te di por


enamorado al mayor de todos los dioses mortales, y tu hija diosa parió un hijo que es el
dios de los enamorados y ataca con sus flechas; y no hay nadie que se pueda resguardar
de su disparo invisible. Cuando hiere con la flecha de oro enamora y enciende; y cuando
hiere con la flecha de plomo, desenamora y enfría. Y no hay pueblo en el mundo que no
esté subyugado a su señoría, ni que pueda esquivar su velado disparo.

Y dado que te puedes gloriar mucho de que yo no me haya olvidado del nombre
de tan excelente diosa como fue tu hija -que, por ti, en muchos lugares es llamada
Dione-, quiero repetir ante ti la gloria de su divinidad -lo que me figuro que no te
producirá poco placer-, para que veas cómo se la trató en el mundo y se la colocó en el
cielo, y cuánto la festejan y citan universalmente todas las gentes.

Fingen los poetas, muy querida amiga mía, que Urano no tuvo padre; y tuvo un
hijo, llamado Saturno, que fue rey de Creta, y se le cortaron los atributos genitales por
haber matado a todos los hijos que daba a luz Gea, su mujer; estos miembros se
arrojaron a los mares de Chipre, tu reino, y de su espuma nació Venus, tu hija, quien fue
divinizada por Júpiter en el cielo tercero y convertida en planeta.

Este planeta, por su naturaleza, comporta dulzura, es amistoso, aporta amor,


alegría, fruto; atempera la malicia del Marte luchador; según Tolomeo, está en cada
signo veintinueve días; es cálido y húmedo; le están subyugados Tauro y Libra, reina en
Piscis y su casa está en Virgo; algunas veces se pone delante del sol y otras veces lo
sigue, pero le es tan próximo que nunca se aleja de él y reconforta al sol en su
naturaleza. Es candente y acogedor, y en él tiene origen toda lujuria y voluptuosidad;
hace su recorrido en trescientos cuarenta y ocho días, y toca equitativamente dos partes
del Zodíaco; hace al hombre ilusionado, atento y solícito; y, como he dicho, en su
natividad, tuvo por nombre Venus.

Cuando surge por las mañanas hacia oriente, los distintos países la llaman Diana
porque anuncia la llegada del nuevo día y el pueblo llano la llama Estrella del alba. Se
llama Cipris por haber nacido en Chipre y, tras su fallecimiento, se convirtió en estrella,
por lo cual se la denomina así. Se le llama Héspero cuando aparece por la tarde, delante
del sol. En griego se conoce como Jubar, que en latín quiere decir ‘luz’, y se la llamó
así por la claridad luminosa de sus rayos. Se le llama Frondosa, del griego frondos, que
en latín quiere decir ‘espuma’, porque nació de la espuma de los genitales de Saturno, y
fue alumbrada en Chipre. Y se llama Dione por ti, según dice Dante, en el libro tercero
del Paraíso, allí donde dice: “A Dione adoraban y a Cupido, aquélla como madre y éste
como hijo, el cual decían que se sentó en el regazo de Dido”12. Es llamada Citerea, de
Citerón, monte donde se cuenta que nació. Fue mujer de Vulcano, dios de los rayos.
Esta hija tuya convirtió a las mujeres de Chipre en vacas y convirtió una imagen de
piedra en una mujer gentil y muy bella.

Así pues, dulce amiga mía, te ruego que me oigas. Has de saber que aquella
repugnante y despreciable Juno, con arrogancia indómita, me ha dado bruscamente la
espalda, no ha oído mis ruegos, ni ha querido molestar a Neptuno, dios del mugriento y
nausebundo reino del mar, dios del llanto eterno, que con displicencia me giró la cara
negruzca y abyecta, y que, mientras le hablaba, todo el rato exhalaba por la boca, por la
nariz y por las orejas un horrible vaho de azufre; sus ojos parecían teas cuando
empiezan a arder y por la barba le rezumaba la baba sanguinolenta, que chamuscada por
el fuego se diría espuma roja hirviente, la cual hacía el chasquido de la sartén cuando se
echa algo frío sobre un poco de aceite hirviendo.

Dígnate acordar de las infames persecuciones que dicha Juno, enemiga capital y
cruel, tuya y de tu hija, te causó mientras vivía en el mundo; pues si te hubiese podido
aniquilar y borrar de la memoria de los hombres, lo hubiera llevado a efecto. He aquí a
todas las otras amigas de Jove, que, al igual que tú, fueron maltratadas por ella, las
cuales amenazan a Juno, su enemiga: con la cabellera erizada, crujiéndoles los dientes,
cierran y apretan los puños; se miran ya en lontananza con los ojos hechos ascuas,
relampaguea la mirada fulgurante, sacan de los ojos chispas de fuego, densas, vivaces e
incandescentes. Ahora veremos qué hara la falsa y altanera Juno, pues no tiene amigo ni
pariente que bien la quiera; verdaderamente, podemos decir que los médicos la han
deshauciado.

¡Ale, ale pues, dulce amiga mía, adelántate y ponte la primera, porque a ti te
incumbe por muchas razones que no tengo tiempo para explicar. Pásale por encima, sea
expulsada de los cielos y habite en los cochinos y fétidos aguazales llenos de barro, y
como rana o renacuajo de pantano o marjal, viva en los pantanos o marjales hediondos
con poca agua, y que sólo reviva en verano y en los inviernos no sea nada. Porque
quien, contra la razón y la justicia, quiere verse magnificada sobre todos los seres
vivientes, merece en justicia verse deformada, desmoronada y envilecida por debajo de
todas las criaturas animadas. Y si la pudiese comparar a otra cosa más rastrera, menos

12
En el original, en italiano: “Ma Dione adoravano e Cupido, quella per madre sua, quello per filgiolo, et
decia chillo stette in gremo a Dido.”
útil o menos apreciada y trasmutarla en ella, has de saber que no lo dejaría por nada del
mundo.

¡Adelante, pues! ¡Uníos todas! He aquí que ya te esperan las demás y, anhelando
tu real compañía, están todas ávidas y a punto con sus armas. Mira las lucientes espadas
y la armadura resplandeciente. ¿No ves a Tiresias y a su hija Manto? ¿No ves a Aronta,
Eríctona, Pitonisa, Eurífile y todos los otros adivinos, con cabezas y ojos de búho, que
rechinan con el pico abriendo la boca, anunciando malos augurios para Juno? Y ya estan
aquí las Euménides o Erinias, esto es: Tisífone, Megera y Alecto, que son furias
infernales. Mira cómo vuelan contra ella las acerbas Arpías, o sea Aelo, Ocípite y
Celeno. ¿A qué esperas, pues? ¡Ale, ves adelante! Ciertamente, ahora peligrará la ínclita
arrogancia de Juno. ¡Ay! ¡Cuántas almas condenadas, con serpientes por melena, vienen
en contra de la presuntuosa y malvada Juno! Van llenos ya todos los caminos.
¡Deteneos un poco! No os acerquéis tanto hacia acá. Haced un hueco a Dione, madre de
la gran diosa, que, acompañada de gente no desdeñable ni desvalida, sino de dioses
-esto es, Venus y Cupido-, van en vuestro apoyo. ¡Que muestre ahora la fanfarrona de
Juno alguna de sus obras!, ¡veamos si siguen en pie!. En verdad que no fueron de más
valor que las de Aracne, que se redujeron a la nada.

Así pues, amiga mía muy querida, te ruego que te pongas en movimiento y que
plantes en medio del campo tu deslumbrante y bienaventurada bandera, y la seguirán los
dioses. Porque estoy convencida de que Jove acudirá puntualmente en tu ayuda, puesto
que tú bien sabes que aborreció muchas veces el tálamo de aquella arisca y puerca
Juno, y te acompañó a ti en la cama y te alegraste con los abrazos del mayor dios de los
mortales, de los cuales Juno, como indigna, fue despojada. No te empereces, muy
querida amiga mía. Avanza sólo un poco. No vayas a perder el honor que te conceden
los dioses; sal a su encuentro y recíbelos con reverencia. ¿Crees tú que vas a tener tanto
honor todos los días? No puede ser. Y si ven que no lo tomas cuando se te ofrece,
quizás se soliviantarían contigo con razón y lo habrías perdido para siempre. Ahora
verás lo que deseaste para aquella impulsiva. ¿Todavía dudas? ¿Por qué no te mueves?
En buena lid, no merece el nombre de señor quien no sabe o no quiere ser señor de algo.
Señorea, pues, amiga mía, sobre la engreída Juno, que tiene mucho que hacer
señoreando sobre los humildes, que se le rinden de rodillas con las manos juntas. No,
no, que no es motivo de gloria para los dioses el dominar a los débiles que no se
defienden, sino a los que son o creen ser poderosos y se dedican a combatir a los que
son mayores que ellos o bien iguales, o por lo menos, fuertes y valientes. Sea abatido,
pues, el orgullo de la pestilente Juno, y vista tu victoriosa e insuperable excelencia,
todos los dioses, desdeñando a la otra, serán propicios a tus proyectos y, colocada entre
los dioses, obtendrás el lugar que se te ha reservado eternamente.

Entonces Dione, tras oír las oraciones que le hizo Fortuna, con voz baja y muy
dulce, respondió de la siguiente forma:

-Muy estimada señora y amiga mía, no negaré ni olvidaré los dones que tú, más piadosa
de mí que yo misma, me ofreciste, ni las glorias que me prestaste serán nunca
archivadas en el olvido, sino que te reconozco y confieso diosa y señora de todas las
prosperidades, pues se las prestas a todas las personas -a unos más y a otros menos, a
unos por poco tiempo y a otros por mucho-, según la disposición de tu inagotable
voluntad. Pues es necesario que a diario des, quites y mudes, los bienes terrenales de un
linaje a otro, y de unos a otros hombres; y dado que tu reino es grande, y continuamente
tienes que disponer de las riquezas mundanas y tienes mucho quehacer en las distintas
parcelas de tu reino, mi respuesta no debe ser larga. No obstante, siempre te ruego que
me oigas con tranquilidad.

Respóndeme ahora, señora: ¿quién te incita a hacer estos ruegos? ¿Cuál es la


causa de tu indignación contra aquel caballero? ¿No le has molestado bastante? ¿No le
has abatido? ¿No le has mortificado y derrocado de la cúspide en que le habías
colocado? ¿No te basta haberle arrebatado los bienes? ¿Por qué le quieres arrebatar el
cuerpo? Tú no sueles ser homicida, sino que más bien se te puede llamar expoliadora.
¿Por qué quieres hacer algo que no te es pertinente?

-Me asombras –dijo Fortuna-. ¿Por qué me haces esta pregunta? Tú no eres una
ignorante, según tú misma acabas de mostrar. Por otra parte, mi angustia no admite
dilación; pero, aunque resumidamente, te diré más: tú sabes que yo no soy firme ni
estable, pero es evidente que doy, quito, cambio y mezclo. Bien lo sabes. Así pues, ¿por
qué me lo preguntas? Ven, dulce amiga mía, ayúdame a destruir a aquella hembra
atolondrada e infiel; y después, quizás, te daré cuenta de lo que hago, aunque no esté
obligada a ello.

-No te hablo de Juno –dijo Dione-, que ya está fuera de tu potestad, porque es espíritu;
me refiero al caballero. ¿Qué te ha hecho para que lo tengas que perseguir?

-¡Ay de mí! –dijo Fortuna-. ¿A esto han ido a parar mis ruegos? Más me habría valido
obrar a la chitacallando, de acuerdo con mis medios. ¡Id, id, hombres todos! Y requerid
a los amigos para que os ayuden en vuestras necesidades y, cuando os encontréis en
apuros, os cerrarán las puertas y os preguntarán la causa de vuestra solicitud, no en
función de vuestra angustia sino de su tranquilidad. Es bueno que maduren las cosas,
mientras el tiempo lo permite, pero lo podrido es inservible; pues quien no tiene
intención de ayudar se posa sobre una rama tan fina que no aguantaría ni a una mosca, a
la vez que da a entender que permitiría aguantar todo lo que se le pusiera encima.

Yo te requiero, Dione, para que me ayudes mientras lo necesito, porque, si yo


quisiera ahora ponerme a discutir contigo, entretanto perdería mi derecho, que se está
dirimiendo. Pero si no lo quieres hacer, no me entretengas ni me hagas perder el tiempo,
porque consumiría mis bienes esperándote y depués no podría subvenir a mis
necesidades; y perdería a mis amigos, que ya están en la plaza prestos para combatir, y
los adversarios, oyéndolo, se envalentonarían y me tendrían en poco. Y piensa, Dione,
que hay algunas cosas que exigen madurar; otras -entre las cuales se halla la que yo te
comento-, que tienen que ser súbitas. Si no piensas ayudarme, dilo pronto, a fin de que,
esperando, no te pierda a ti y a los demás.

-¡Oh diosa de los dioses mortales, que obtuviste principado y superioridad sobre todas
las demás! No te vayas a irritar en mi contra, y mira si está en mi facultad hacer lo que
tú quieres que haga. Sabes que mi hija, Venus, es diosa de concordia y de paz, e invita a
las gentes a amarse y hacerse el bien, y Cupido, su hijo, fuerza y oprime, inflama y
enciende en amor; pues yo soy de la misma condición, porque nunca me gustaron las
discordias ni tuve deseos de venganza.

Asimismo, esta hija mía lo heredó de Jove, su padre, el cual, como tú sabes, es
un planeta muy placentero, enemigo de cualquier perversidad y amigo de la paz, rey y
señor de justicia, fuente de verdad y de derecho; amistoso y virtuoso, suaviza la
ferocidad de Marte y de Saturno. Y de él dice Dante en su tercer libro: “Ahí se ve cómo
atenúa Jove, y tras el padre, el hijo, y aquí lo confirmé”13, etc. Así pues, si yo, por mi
propia naturaleza no deseo ni quiero discordias, ni sediciones, ni venganzas, ¿cómo se te
ocurre que ahora me pueda volver cruel y hacer contra natura lo que por naturaleza me
está vedado? Me sería imposible hacer lo que tú quieres. Pero, si te place, yo intentaré
aliviarte de este problema (y éste es el amigo: el que te preserva de daños y de reyertas);
y, siempre que tú me quieras hacer caso, lo haré lo mejor que sepa y pueda. Ésta es la
verdadera amistad (y no la vulgar); y así lo mantiene el filósofo en el cuarto de las
Éticas14. Y si esto no te agrada, llama a Marte en tu ayuda, el cual es batallador, y
olvídate del amor, la paz y la concordia, que me representan; porque no te podría servir
para hechos como los que me propones, pues quien busca pendencias no debe llevar una
bandera blanca.

Apenas había acabado de hablar Dione cuando Fortuna empezó a tirarse de los
pelos y a rasgarse el vestido por el pecho, y dijo:

-¡Ay de mí, que yo no venía aquí en busca de consejo sino que quería ayuda: ayuda y no
consejos! Dime, Dione, ¿acaso te di yo un consejo cuando tú me pediste ayuda? Vete en
paz, Dione; sé amiga de quién quieras, porque yo no necesito de tales amistades. Poco
seso tendría yo si de alguien como tú me dejara aconsejar; porque no te lo aplicaste a ti
misma cuando te hizo falta ¿y ahora quieres dármelo a mí, que no te lo pido? Dione,
Dione, si yo te llamase para cometer otro adulterio, como hice con Jove, me imagino
que te encontraría bien dispuesta y no serían precisos muchos ruegos; porque, gracias a
Dios, tú y tu hija, lo habéis tenido por la mano, pues tu hija fue mujer de Vulcano, dios
de los rayos, y adúltera con Marte, y, al ser descubierta por el sol desde una ventanita
estrecha, fue avergonzada (si se puede decir que la puta sienta vergüenza) y fue
exhibida ante todos los dioses, los cuales hicieron escarnio de ella. Así, que tu hija no es
diosa de amor, de paz ni de concordia, sino diosa de lujuria y de putería; y como fue
más lujuriosa que todas las mujeres del mundo, como la más ensuciada y envilecida, se
conoce como diosa de aquel pecado y de aquella porquería. No es estrella del cielo sino
sucia cerda, depravada y apestosa; y no habita en el cielo ni es estrella -pues la estrella
ya estaba antes de que ella naciera-, sino en el barro y lugares enfangados e impúdicos,
en los que mete antes el hocico que el pie.

Me basta haberte probado, pues te contaré entre las amigas con las cuales uno
puede amenazar pero no atacar; así que quédate ahí, que venceré a mis enemigos sin
contar contigo. Que Dios me preste a mi parienta y amiga la Envidia, que está aquí y no
se separa nunca de mí, y a ti y a tus semejantes, que no os vea nunca por mi casa;
porque, a fe mía, si nos encuentran juntas, para ti sería un gran honor pero para mí un
gran vituperio. Y el caballero, que navegue cuanto le plazca, que el tiempo ya le pasará
cuentas.

Y yéndose, desapareció.

Curial en el Parnaso

13
En el original, en italiano: “Ovi se vede·l temperar de Jove tra·l patre e·l filgio, e quivi me fo certo”.
14
La Ética Nicomáquea de Aristóteles.
Subiendo, pues, Curial a su galera, se hizo a la mar, y puso proa a aquella ciudad
antigua, noble y muy famosa, que dió leyes a Roma, y visitó aquel estudio afamado en
el que se aprendía la ciencia de conocer a Dios.15 Y como hombre científico que era,
que no abandonaba el estudio, se alegró mucho de las cosas que le enseñaron y
contaron. Se adentró más aún y estuvo en la ciudad que primero amuralló Cadmo, de la
que tanto escribe Estacio en su Tebaida16; vio los sepulcros de Eteocles y Polinices,
crueles hermanos e hijos de Edipo y Yocasta. Yendo más lejos, fue a los montes
llamados Nisa y Cirra, y vió los laureles consagrados a Apolo, dios de sabiduría, y las
viñas consagradas a Baco, dios de ciencia, y muchas cosas antiguas, que conocía sólo de
oídas.

Y es verdad que este animoso y valiente caballero, sin parangón, no había tenido
nunca miedo o al menos nadie pudo intuir en el pasado que lo hubiese sentido; pero
cuando se acercó al templo de Apolo, no hubo cabello en su cabeza que no se erizase y
demudó el color; pero siguió andando un poco. Todos sus compañeros, despavoridos e
invadidos por el espanto, se callaron, y, faltándoles las fuerzas y las energías, no
pudieron seguir andando. Y amedrentados, al mirarse unos a otros, aumentaron su
terror, porque viéndose las caras desfiguradas, impregnadas con el color de la muerte,
mudos y sin habla, sin ánimo, vigor ni nada que los tranquilizase ni les reanimase el
espíritu, se vieron forzados a sentarse, o mejor dicho a tumbarse, no pudiendo
mantenerse erguidos.

Y como estuvieron bastante tiempo así, Curial se había adelantado; pero también
se quedó plantado y, no pudiendo avanzar, se sentó en un escalón de mármol e,
inclinando la cabeza en otra piedra, se durmió a causa del trance que había pasado. Y
mientras dormía, oyó grandes voces y le pareció que se despertaba; pero dormía tan
intensamente que no le hubieran despertado con facilidad. Entonces, se le apareció en
sueños Héctor, hijo de Príamo, a quien toda su vida había deseado ver; pero el miedo
que le dio fue tal que si Honorada, su madre, hubiese estado presente, de serle posible,
se hubiera refugiado dentro de su vientre -o al menos debajo de sus faldas, huyendo
vergonzosamente aterrado-.

¡Oh Curial! ¡Ojalá escribieses tú este pasaje, ya que lo viste en sueños, y mi


pluma vergonzosa, pues se ruboriza en mi mano, no tuviese que relatar el caso
siguiente, porque habla sin testimonio y algunos no le van a dar fe! Si yo pudiese dejar
en el tintero este acto, de veras que no surcaría el papel ni lo teñiría con esta tinta. He
aquí que la mano me deniega la escritura y no consiente que escriba. Por otra parte, me
lo ha avisado Dante con aquel verso que dice que “Todo lo verdadero que tiene aspecto
de mentira”17, etc. Pero tú me conminas a decirlo, alegando el libro de Macrobio sobre
el sueño de Escipión. ¿Y el sueño del Faraón expuesto por José y moralizado por Juan
de Limoges18 en veinte cartas? Y dices aún que le es posible al hombre soñar lo que no
ha visto ni pensado nunca; pero esto lo sabe cada uno y no es forzoso que lo crean las
gentes, pues no es artículo de fe, sino sueño soñado, en la forma que cada uno sueña.

Por eso tendré el atrevimiento de hablar, para no dejar acto tan alto y relevante
como es el que sigue a continuación; así, no me parece un gran error que tú digas lo que

15
Atenas y la Acrópolis.
16
En el original, en griego: “Thebaydos”.
17
En el original, en italiano: “Tuto aquel vero que ha faccia de monconia”.
18
En el original, en latín: “Joannem Limouicensem”, autor de esas cartas de amonestación al rey.
has soñado y yo escriba sobre tus actos -que fueron públicos a muchos-, según la
información que he recabado.

A los gritos que había oído, Curial extendió la mirada y vió nueve doncellas muy
bellas y dignas de grandísima reverencia, las cuales confortaban a un muy reverendo
hombre, que era citado a juicio y no osaba comparecer, temiendo la sentencia que sabía
que habría que darse en el caso para el que era convocado.

Y una de las doncellas fue a Curial y le dijo:

-¡Oh, tú que duermes, despiértate! He aquí que se te ha elegido como juez; oirás a las
partes y dictarás sentencia sobre el caso que se te expondrá. Nosotras somos hermanas,
hijas de Jove, y residimos aquí en el Parnaso; y ahora acompañamos a este reverendo
poeta griego, Homero -cuya fama conoces bien-, quien nos amó mientras vivía, y por
esta razón le ayudamos a escribir aquel libro tan noble titulado Aquileidos19 y otras
muchas obras dignas de recuerdo. Y no te creas que porque estemos a bien con él,
odiemos y detestemos a sus adversarios y graves acusadores -esto es, Dictis, gran
historiador, y Dares, gran poeta-20, que ahora mismo vendrán aquí. Pero te rogamos que
quieras mirar con buenos ojos el honor de éste, como alguien que bien se lo merece
como el principal de los poetas griegos, por boca del cual se dijo todo lo que se podía
decir en lengua griega.

Bien sabemos que esta plegaria es superflua, porque tú generalmente honras a


todos, y más a los que más se lo merecen; pero como le estamos muy reconocidas,
quiero que conozcas nuestras preferencias. No te rogamos que le des ni una migaja de lo
que corresponde a los otros, sino únicamente que le quieras tratar con honor. Es cierto
que este sobresaliente maestro de los poetas griegos, con nuestra ayuda, escribió en
poesía el libro mencionado y dijo altísimas cosas en favor de Aquiles, que fue griego
como él. Ha sido reprendido por estos otros dos, que son hombres de mucha ciencia,
pero que no lo igualan, afirmando que muchas veces dice cosas que no eran ni fueron
así y que Aquiles, de quien cuenta tantas y tan excelentes proezas, no hirió a Héctor
correctamente ni como caballero. Pero que, con la excelencia de un sublime y
extraordinario estilo, enternece los corazones de los hombres cultos -y después, en
consecuencia, de los oyentes-, haciéndoles creer muchas cosas que no corresponden a
Aquiles ni pasaron como las narra; por lo que la excelencia del incomparable Héctor
perdía fama y prestigio. O sea que ellos se presentarán aquí, oirás las razones y con tu
sentencia eliminarás la polémica que hay actualmente sobre este caso.

Y dichas estas palabras, se calló. Curial, casi avergonzado, respondió:

-¡Oh, muy noble y magnífica señora! Os suplico humildemente hallar tanta gracia a
vuestros ojos que me reveléis vuestro nombre y el de vuestras egregias hermanas, a fin
de saber con quién hablo.

Y en seguida aquella diosa, con cara benigna, respondió:

-Nosotras somos nueve hermanas, como te dije, hijas de Jove, padre del gran Alcides.
Yo me llamo Clío; las otras, por el orden en que van llegando, se llaman Euterpe,
19
En el original, en griego: “Achileydos”.
20
En la Edad Media eran considerados testigos de los hechos relativos a la materia troyana.
Melpómene, Talía, Polimia, Erato, Terpsícore, Urania y Calíope. Y tal como te digo
somos hijas del padre del fuerte Alcides y de Radamanto, y se nos conoce como Musas.
Nosotras convertimos a las hijas de Pireo en urracas; estamos alrededor del dios Apolo,
quien por amor templa la vihuela de siete cuerdas, y canta muy dulce y suavemente,
enamorando, templando la armonía de los siete planetas. Y si quieres informarte de
algunas cosas, pregunta; porque mi hermana Calíope, que es diosa de elocuencia, te
responderá.

Por lo que, adelantándose Calíope, se acercó a Curial. Entonces Curial, con


mucho respeto y no sin gran encogimiento, habló diciendo:

-¡Oh egregia señora! ¿Y qué hadas me encantaron para recibir yo tanto honor que nueve
hermanas, hijas del principal de los dioses mortales, viniesen a mí y visitasen este
sepulcro de ignorancia? Me consta que vosotras hicisteis compañía a Homero, Virgilio,
Horacio, Ovidio y Lucano, y a muchos otros, que, para no ser insistente, dejaré de
nombrar; pero a mí, ¿qué motivo habéis tenido para visitarme? Yo no soy hombre de
ciencia ni merecía ni merezco ser visitado por doncellas de tanta alcurnia. ¿Dejáis a
Aristóteles y Platón y venís hasta mí?

-No te extrañe eso –dijo Calíope-, porque nosotras siempre vamos detrás de los que nos
desean y, aunque estemos ahora mismo contigo, no nos separamos de los demás, sino
que estamos continuamente a su lado; pero Dios nos hizo de tal manera que estamos en
todos los sitios que nos reclaman. Y a veces -todas, alguna o alguna de nosotras-
acompañamos a algunos hombres que no lo sospechan, y les ayudamos a hacer y decir
lo que hacen y dicen; a unos más y a otros menos, según la disposición que encontramos
en ellos.

Nos ahora, tal como te dijo mi hermana, venimos con Apolo y confortamos a
este poeta que, con nuestra inspiración, dijo todo lo que se podía decir en lengua griega;
y queremos oír la acusación que le hacen dos hombres dignos de reverencia, discusión
en la que tú discernirás al haber sido elegido juez. Y como en vida él nos amó y no se
nos apartó nunca, no le queremos desamparar en este aprieto a fin de que no se nos
pueda tachar de ingratitud.

-¡Oh, muy reverenda señora! –dijo Curial-. Aunque sea verdad todo lo que habéis dicho,
empero, a mí no me compete semejante juicio, ¿cómo dictaminaré yo acerca de lo que
no entiendo?, ¿cómo juzgaré yo a tales caballeros y de la magnitud que ellos tuvieron?,
¿y cómo sabré yo si Homero dijo la verdad o no, cuando yo no vi nunca los actos que
menciona?

-No temas nada –dijo Calíope-; todas las cosas se te aclararán y, como si hubiesen
pasado por tus manos, o al menos en tu presencia, en todo serás instruido e informado
por completo.

Y mientras estaban así, alcanzó los oídos de Curial una armonía muy suave, una
dulce melodía, porque Apolo, tocando su vihuela, cantó tan deliciosamente que no
puedo creer que las sirenas que retenían a Ulises hubieran sido atraídas con tanta
dulzura. Asimismo, Febo comenzó a abrir el carcaj y, lanzando flechas por todo el
mundo e iluminando la faz de la tierra, doró el lugar donde Curial estaba. O sea que
Curial, aturdido, extendió la mirada y afinó el oído hacia esa zona; vió que los laureles
se inclinaban reverencialmente y que el sol, con su carro de cuatro ruedas, tirado por sus
cuatro caballos –Titán, Aetón, Lampo y Flegonte-, se acercaba a toda velocidad. Y a
Curial le pareció que aquél era el día más claro que jamás había visto, pues, gracias a la
adecuación de los vapores, los ojos de Curial sostuvieron largo rato aquel resplandor.

El juicio de Curial

Ordenado, pues, así, tan noble consistorio y sentado en el lugar que requería su
dignidad, en primer lugar, Curial fue conducido de la mano de aquellas nueve doncellas
y aposentado en el sitio que, como juez, correspondía a su dignidad. Y las citadas nueve
egregias hermanas, alrededor de él, le confortaban quitándole el miedo. En seguida,
Homero se presentó ante él y llamó a Aquiles, quien vino muy deprisa; y le habló en
este tenor:

-¡Oh rey y señor que fuiste del mayor reino de Grecia, flor y luz de la caballería! Bien
sabes que yo escribí y redacté un libro en el que se contienen las altas gestas que hiciste
y me afané para publicar con palabras, de poder ser, la gloria de tus victorias, las cuales
yo creo que fueron hechos superiores a lo que mi pluma alcanza a explicar. Yo te ruego
que, en recompensa a mis esfuerzos, me seas favorable, y tú, que sabes la verdad, seas
mi testigo en este consistorio, así como yo lo he sido tuyo en el mundo. He aquí a los
dos acusadores, fuertes y valientes, que se han empeñado en probar, en contra mía, que
las alabanzas que yo te di no fueron del todo exactas, que Héctor fue mejor caballero
que tú y que si él murió por tu lanza le debías haber atacado a traición; sobre ello han
escrito con profusión, y yo he visto sus escritos, los cuales, aunque no se leen con tanta
elevación como los míos, se difunden entre un gran gentío. Y si no fuera por aquel
altísimo poeta Virgilio, el principal de todos los poetas, que -creo que en reverencia
tuya- fascinado por la verdad ha seguido mis pasos y me ha suscrito entre los latinos,
me figuro que tú habrías perdido mucha fama.

Por lo que te suplico que, así como defendiste a los griegos mientras estuviste en
el mundo, y fuiste el causante de su victoria contra gentes tan notables, defiendas ahora
a un solo griego, servidor tuyo, contra dos hombres solos, que sospecho que, aunque
han hablado a tus espaldas, cara a cara se volverán mudos; y la escritura que es muy
inferior quede carente de toda eficacia y valor.

Tras este parlamento, Homero calló. Y rápidamente Aquiles se inflamó, los


labios le empezaron a temblar y, sin poderse contener las manos, intentó hacer el gesto
de ir a hablar; pero Apolo lo impidió:

-¡Cállate Aquiles! La verdad de todos los hechos yo la sé, o sea que aléjate. Y tú,
Homero, vete con él, que aquí no hacen falta muchas palabras; aquí está tu libro y no
puedes decir más de lo que has dicho.

Aquiles tenía un cuerpo equilibradamente grande, muy bien proporcionado y de


gentil hechura, de piel blanca, cabellos rubios, bella dicción, respuesta pronta, hombre
muy mirado en todas las cosas, de consistencia robusta, buen agresor con la lanza,
audaz y muy emprendedor, y no temía a nada que se le pusiese delante; gran filósofo y
astrólogo, fino tañedor de instrumentos, buen cantante, y se vestía con mucho oropel;
hombre muy enamorado y alegre, entendido en hierbas y muy instruido en todos las
artes de la medicina, amigo de amigos y enemigo de su enemigo, hábil, experto y muy
industrioso en todo ejercicio de armas, gran cazador de leones, generoso para dar y
espléndido a la hora de gastar, en tal grado que entre todos los griegos, mientras vivió,
no hubo par ni igual. Sin embargo, era lujurioso, codicioso y quería obtener gloria de
sus gestas, de las cuales le agradaba jactarse, y amenazaba mucho; y según dice la
Fiorita21, era embustero y embaucador -pero no lo digo yo, aunque no lo he leído en
ningún otro sitio-.

Y así Aquiles y Homero se apartaron y se fueron hacia los laureles, y Aquiles se


puso a cantar muy dulcemente; y Aquiles, como emperador, y Homero, como poeta, se
coronaron con ramos de los árboles consagrados a aquel dios. Una vez retirados éstos,
según se ha dicho, fueron convocados los otros dos, esto es Dictis y Dares, grandes y
muy sonados historiadores y poetas. Ambos comparecieron ante aquel solemne
consistorio, acompañados por aquel alto y excelente hijo mayor de Príamo -es decir,
Héctor-, del cual habían escrito ellos reverencialmente; depositaron en las manos de
Curial un par de libros, escritos en lengua latina y griega, en los cuales se contenían las
victorias y grandes hechos de armas que Héctor había llevado a cabo, en el corto tiempo
en que había vivido, y cómo había a todos los reyes de Asia a ser tributarios de Príamo.
Contenían además, por orden seriado, la edificación y construcción de la gran Troya, y
por último, ordenadamente, todas las cosas que sucedieron hasta su destrucción; y
también, el fin que tuvieron todos los príncipes de los griegos, según lo recabó de ellos
el maestro Guido delle Colonne22, fiel relator de todos aquellos hechos.

Y delante de tan bravo y superbo duque iban cuarenta y siete reyes, los cuales,
tanto en el asedio como fuera de aquella noble y eximia gran ciudad, acabaron sus días a
manos de él; igualmente, duques y príncipes, y otras legiones de gentes de menor
estamento, reunidos en gran número, y que, por su espada -así como los reyes
mencionados muertos en batallas-, fueron por el citado Héctor enviados al reino de
Plutón.

Héctor era (...). En cuanto Curial vió a Héctor creyó caerse de la silla en que
estaba e incubó en su corazón tanto terror que todos los miembros le empezaron a
temblar. Pero aquel sabio y cortés Héctor, advirtiendo la impresión de Curial,
haciéndose un poco a un lado, le habló de la siguiente forma:

-Curial, no me sorprende que sientas miedo al verte reunido entre tales personalidades,
porque hoy no hay hombre en el mundo que se sintiese seguro en una plaza como ésta.
Pero ten por cierto que ninguno de los que aquí estamos te puede hacer daño. Me han
certificado que tú querías verme; heme aquí: yo soy aquél de quien tanto se habla y
quizás mis hechos no sean como para que se les tuviera que hacer tanta mención. Si
estuviera a mi alcance hacer algo en honor tuyo, no cejaría; pero me está vedado y no
puedo serte útil a ti ni a otro. Ésta es la pena que paso.

Y se calló. Curial no fue capaz de responder; antes bien, si se le hubiera


permitido, se hubiera arrodillado; pero era juez y debía estar sentado, sin moverse del
sitio. Entonces, Apolo, dijo:

-Héctor, dado que entre los mortales hay una gran polémica acerca de quién fue mejor
caballero, Aquiles o tú, y de igual modo, acerca de qué texto es más auténtico, quiero
21
Obra de Armannino de Bolonia que reúne hechos históricos y falsedades.
22
Autor de Historia destructionis Troiae.
que seas juzgado por Curial, que hoy, entre los que le conocen, obtiene la corona y el
principado de la caballería. Y no sin razón, porque yo te aseguro que no es loado por
acto alguno que no haya efectuado mejor que la lengua de los que lo han visto hayan
podido expresar; y si él no estuviera presente, yo te contaría muchas cosas que ahora,
por no caer en el vicio de adulación, tendré que callar.

Héctor entonces se fijó en Curial con más atención que lo hiciera antes y lo vió
poca cosa, casi enano en comparación con los hombres de tiempos atrás; y no podía dar
credibilidad a lo que Apolo le había dicho. Pero Apolo, que adivinó el pensamiento de
Héctor, replicó:

-No te extrañes de lo que te he dicho, porque has de saber que todos los hombres hoy
son de poca estatura, y éste, entre los que viven, lo es asaz e incluso demasiada alto.

Héctor permaneció callado. Entonces Apolo siguió:

-Héctor, sepárate de nosotros y ponte al otro lado del templo. Yo quiero informar a este
caballero a fin de que pueda pronunciarse justamente.

A lo que Héctor contestó:

-Yo nunca aspiré a loas infundadas, y ahora menos que nunca; que las tengan los que las
desean, que yo renuncio rotundamente.

Y dando la espalda, se alejó de aquel sitio con toda su venerable comitiva.


Curial, cuando oyó a Héctor, no sólo se sintió seguro sino que se quedó alegre y muy
tranquilo. Y al punto, Apolo, reteniendo a Dictis y Dares, mandó llamar a Homero, a
quien –una vez allí-, habló de la siguiente forma:

-Homero, no te había hecho yo partícipe mío y de mi deidad, ni te había hecho servir y


acompañar a estas ínclitas doncellas -las cuales, por voluntad mía, mientras viviste te
hicieron compañía y te rindieron honor-, para que tú, abusando de mi divinidad,
ayudado por ellas, escribieses más bien en gloria tuya que en cuanto a la verdad del
hecho. Quisiste mostrar cuanto oías de mi sabiduría y, aprovechándote de la ciencia de
Baco, escribiendo en clave de poesía, te esforzaste en rebuscar poéticas ficciones y
colores retóricos, fingiendo muchas cosas que no fueron, dando a unos lo que no era
suyo y escondiendo lo que en otros era ostentosamente público. Y realzando aquel
noble y maravilloso estilo con tu pluma, has hecho maravillar a todos los poetas que han
venido después de ti; pero se creen que los hechos son tal cual los has escrito.

Lo mismo ha hecho Virgilio -no sólo grande sino el mayor entre todos los poetas
latinos-, que, al igual que tú, rebuscando, ha escrito poéticamente cosas teñidas de color
de mentira, diciendo, entre otras, que Dido, reina de Cartago, se mató por Eneas; lo cual
no fue ni es verdad, porque Eneas nunca vió a Dido ni Dido a Eneas, ya que de uno a
otro distan unos trescientos años. Y aquella viuda púdica, recatada y honesta, no
quebrantó la fidelidad a las cenizas de Siqueo, su marido, sino que, cuando Yarbas, rey
de los gétulos, la quiso por esposa a la fuerza –y por ese motivo guerrease y destruyese
casi todo el país-, viendo la noble reina que de otra manera no podía conseguir la
libertad, se mató voluntariamente, sin consentir que sus carnes fueran tocadas por
manos de un extraño en contra de su voluntad. No me parece que ella faltase a la
fidelidad a su esposo –muerto ya muchos días atrás- sino que murió para guardarla; y
así lo relata san Jerónimo, que no yerra, en su Epístola a Joviniano.23

Componer poesías está bien, pero escribir contra la verdad no me parece que sea
loable. Yo he leído toda tu obra, e igualmente la de los dos que están aquí y que han
escrito sobre los mismos hechos que tú; he enseñado los libros a este caballero -muy
gran poeta y afamado orador-, quien debe pronunciarse sobre vosotros. Sólo os
pregunto si tenéis algo que añadir.

Entonces Homero, gran poeta, respondió que no, que bastante había dicho y no
sabría ni podría añadir nada más; los otros renunciaron igualmente, y así concluyeron.
Entonces les ordenó marcharse de aquel sitio y que no volviesen hasta que fuesen
llamados para oír la sentencia. Tras retirarse ellos, Apolo, cogiendo algunos ramos de
los árboles a él consagrados, ciñó la cabeza de Curial y dijo:

-El mejor y más valiente entre los caballeros y el mayor entre los poetas y oradores que
viven hoy.

Y le comunicó toda su divina sabiduría, de manera que Curial quedó informado,


tanto de las cualidades y singularidades de los caballeros, como de la composición y
desarrollo de los libros. Por lo que, formulada la sentencia, llamadas y presentes las
partes, se pronunció así:

-Yo opino que Héctor es el mejor caballero que existió entre los troyanos y Aquiles el
mejor que hubo entre los griegos; y que Héctor hizo más cosas, más inusitadas y
solemnes, ejercitó más virtudes y fue menos vicioso. Aquiles atacó diestramente a
Héctor, pues en batalla todos buscan su ventaja. Homero ha escrito un libro que ordeno
que sea tenido en alta estima entre los hombres de ciencia; Dictis y Dares escribieron la
verdad, y así lo declaro.

Y bajando todos sus cabezas y elogiando la respuesta, se marcharon de aquel


lugar.

Los compañeros despiertan a Curial

Este acto había durado un gran rato, durante el cual los compañeros de Curial,
que se habían caído al suelo de espanto, se levantaron, y oyendo la dulzura de aquella
melodía, enajenados los otros sentidos, ignoraban dónde se hallaban, puesto que las
voces angelicales y la dulzura de las cuerdas resonaban tan suavemente en los oídos de
los oyentes que no sabían si era de noche o de día. Cuando el resplandor empezó a
faltar, una tenebrosa oscuridad cubrió sus ojos, de modo que no veían nada; pero se
sentían descansados y como nuevos, como si no hubiesen hecho ningún esfuerzo.

Poco después, empezando a recobrar la visión, fueron hacia Curial, que dormía
profundamente y, mirándolo, vieron que estaba coronado de laurel y que el lugar en que
estaba desprendía un olor tan suave e insinuante que parecía habitáculo de los dioses;
pues no podían concebir de otro modo el olor celestial y dulzor del paraíso. Y el rocío
celestial que bañaba aquel césped exhalaba un perfume tan placentero y de delicia tanta

23
En el original, en latín: “Epistola ad Iovinianum”; se refiere al tratado Adversus Iovinianum.
que no es suficiente la memoria humana para recordarlo ni la pluma para describirlo.
Pues piensa, lector, que el saber humano, cuando quiere comprender y rememorar los
actos divinos -que ni la inteligencia ni la memoria de los hombres abarcan-, los
desmerece.

O sea que los gentilhombres de la compañía de Curial lo despertaron; y él,


llevándose las manos a la cabeza, se vió coronado de laurel y con un cartel en la frente
que decía: “El mejor y más valiente entre los caballeros y el mayor entre los poetas y
oradores que viven hoy”. Los gentilhombres interrogaron repetidamente a Curial, pero
él no contestaba, sino que estaba como encantado, y miraba en torno suyo sin saber qué
le había pasado; y no osaba hablar, sino que se llevaba las manos a la cabeza sin
discernir si aquellos gentilhombres se habían burlado de él y le habían puesto aquel
sombrerito en la cabeza, como a un orate. Pues acordándose del sueño, se sorprendía de
sí mismo y no sabía lo que le había ocurrido. Entonces uno de los gentilhombres le dijo:

-Curial, ¿dónde estáis? ¿No reconocéis la tierra? ¿Habéis perdido la memoria? Cuidaos
y preocupaos de vos mismo; y también de nos, de modo que no os perdamos.

-¡Venga, venga! –dijo otro-. Vayámonos de aquí, no perdamos más tiempo, que
bastante hemos tardado. Volvamos a nuestra galera y dediquémonos a nuestros asuntos.

Entonces Curial volvió a llevarse la mano a la cabeza, se quitó el tocado y,


examinándolo bien y a la vista de las letras, miró a su gente, diciéndoles:

-¿Por qué me habéis abochornado? ¿Estoy ebrio? ¡Oh! ¿Por qué me tratáis con
escarnio?

Entonces todos aseguraron, con juramentos, que nadie se había aproximado a él,
sino que le habían encontrado en ese estado; y que no había manos humanas que
pudieran confeccionar aquella corona ni grabar aquellas letras. De modo que Curial se
levantó, como el hombre que se levanta tras una larga y grave enfermedad, y se puso en
pie con suma flaqueza, pues no podía andar ni sostenerse; o sea que, ayudado por los
suyos, fue conducido a la ciudad poco a poco. Después, consiguió llegar por sus propios
pasos a la galera y, subiendo, ordenó que le llevasen a Génova. Por lo que el patrón
mandó tomar aquel rumbo; y durante muchos días la travesía fue dichosa y libre de
peligros.

Una fuerte tempestad arroja la galera de Curial contra las costas de Berbería

Tanta era la bonanza del mar que a Curial y a los suyos les parecía que nunca
fuera a mudarse aquel clima; y así navegaron muchos días con buen tiempo. Pero la
Fortuna y la Envidia, que no dormían, por una y otra vía enojaron a Neptuno, dios del
mar; y raudo, con gran furor, le envió sus heraldos, declarándole guerra y marejada.
Tras ello, los heraldos, habiéndose mostrado adversos a los navegantes, regresaron con
su rey. Neptuno, entonces, montado en su carro tirado por cuatro delfines, remueve y
discurre por todas las profundidades del mar. Eolo resquebraja y desgarra todas las
cuevas de Lípari, de Ponza y de Sicilia; surgen vientos impetuosos que azotan la
superficie del mar liso y blando. Lo baten, lo sacuden con tempestades y, ante las
sacudidas, brama y llora; molesto y maltratado, el pobre se lamenta de tener por rey y
señor a un tirano tan cruel.
Los marineros, a la vista de los heraldos de Neptuno, se ponen manos a la obra,
en actitud de defensa: amarran su galera con cuerdas y ataduras muy fuertes, atan a sus
galeotes para que Neptuno no se los lleve con su rapiña. Y cuando ven venir una nube
muy negra, en son de bronca y amenazadora, se previenen los marineros y el cómitre
con astas de dardos, piden a los galeotes que remen para atracar en un puerto salvador.
Pero la lluvia cae en gran cantidad, rugen las nubes y la oscuridad aumenta, la noche
deja ver su oscura y tenebrosa cara, se desplazan las olas haciendo valles y montañas,
golpean en la galera, que todavía no sabía lo que era el mal, derraman tormentas, la
llevan de aquí para allá, de arriba abajo, ahora la ponen en la más alta sumidad de las
olas, ahora en la más honda profundidad del mar. Se desorientan los marineros, no
saben qué se hacen, pierden las esperanzas de salvarse y todas las maniobras que
ingenian no les sirven para nada, porque el temporal de olas y vientos contrarios -que
luchaban entre sí como enemigos- era tal que parte los remos destroza los bordos: Surca
la galera entre dos aguas, y a veces espiraba, otras veces desaparecía. De modo que fue
pasmoso cómo aquellos pobres desgraciados fueron tan castigados en tan poco rato. No
tienen tiempo de rezar a Dios ni de invocar a santos o santas que les cambien el tiempo
y tengan piedad de sus miserables almas, so pena de ser pasto de los peces. Ahora
pierden un hombre, ahora dos, pierden al piloto, chirría la galera, se desarma
desvencijada, temblequea y se retuerce cual anguila. Y la noche, aun siendo agosto, se
les hacía muy larga.

Yo no os puedo describir los pensamientos de cada uno de ellos, pues no los vi


más. Y cuando Dios quiso que llegara el día, creyeron recobrar un poco de esperanza,
porque el vendaval empezó a amainar y perder fuerza. Pero las olas seguían creciendo y
el mar retumbando muy espantosamente y atormentando a la pobre galera, que hacía
mucha agua y estaba a punto de zozobrar. Así resistió aquel día y la noche siguiente,
hasta el tercer día, en que fondeó delante de Trípoli, en Berbería.

Y como hacía poco tiempo que ciertas galeras y barcas del rey de Aragón habían
causado grandes daños en aquella ribera y se habían llevado a muchas personas y dos
galeras armadas con moros, así como quemado muchos otros barcos pequeños, estaba
toda aquella costa con las orejas tiesas. Por lo que, al ver la galera que llegaba ladeada,
los moros corrieron hacia allá y, viendo que eran cristianos, a los pocos que hallaron
vivos en la galera los pasaron por la espada y los cortaron a trozos.

No se escaparon más que Curial y un gentilhombre catalán, llamado Galcerán de


Mediona, hombre valiente y muy esforzado; pero no es que escaparan, sino que
creyeron que estaban muertos, ya que yacían en el camarote cual difuntos. Pero los
moros, pasada la furia, advirtieron que estaban vivos y los sacaron de la galera bastante
deshonrosamente, con las manos atadas, y fueron vendidos a bajo precio, ya que no se
figuraban que pudieran seguir viviendo. Y los compró un moro extranjero, quien se los
llevó más de cuarenta leguas tierra adentro. Aquel moro, después, se los vendió a un
caballero de Túnez -hacendado y avaro, aunque joven-, el cual, a los pocos días,
cargados de cadenas y hierros, a pie y desnudos, mal alimentados y sin beber apenas,
henchidos de fatalidad y mala suerte, se los llevó a Túnez.

Cautiverio de Curial
Este caballero tenía en la huerta, a media legua de Túnez, una casa casa
agradable y bella, nueva, flamante y tan blanca como una paloma, con un huerto muy
grande, hermoso y bien plantado con muchos árboles, además de muchos otros terrenos.
El caballero disfrutaba mucho en aquella casa, y compró los dos cautivos para cultivar
el huerto y los campos; una vez los tuvo allí, les proveyó de sendos azadones e hizo que
les enseñaran lo que tenían que hacer. Y mandándoles que dijesen sus nombres y de
dónde eran, Curial respondió que era de Normandía y se llamaba Juan; el otro dijo que
era catalán y se llamaba Berenguer. El caballero les preguntó qué era lo que sabían
hacer; ellos contestaron que cuidar el ganado. Dijo el moro:

-Cuidaos, pues, a vosotros mismos, que aquí no hay más bestias que cuidar.

Y de mala gana les mandó que cavasen y se encargasen de aquel huerto.Así,


Juan y Berenguer empezaron a relajarse por allí, cavando y cultivando el huerto y todos
los campos; y en poco tiempo llegaron a hacerse muy buenos labradores. Y como tenían
cuerpos robustos y trabajaban a fondo, su señor, cuyo nombre era Fárax, los apreciaba
mucho. Pero aquel afecto no les servía de nada a los cautivos, sino que les encomendaba
más labores y les encadenaba con más hierros. Nunca les permitía ir a la ciudad, de
manera que los pobres hombres no eran vistos por otros esclavos ni mercaderes, que por
ventura los habrían conocido; ni nadie les echaba una mano. O sea que, tristes,
desgraciados y desafortunados, pasaban una vida muy dura.

Curial cantaba maravillosamente y otro tanto lo hacía su compañero; por lo que,


cuando estaban cansados, a veces se ponían a cantar, y se solazaban (con un solaz del
que Dios me libre, a mí y a cualquier buena persona, porque dichos cautivos tenían poco
pan y menos carne, y no les daban vino y cada día acababan antes de comer que de estar
saciados; pero nunca faltaba trabajo). Por lo que en poco tiempo cambiaron tanto de
aspecto que, si los que iban con ellos en la galera los hubieran visto, no los habrían
conocido; por otro lado, tampoco quedó testigo de su prisión, dado que todos los de la
galera murieron, salvo ellos dos.

Y así se hizo público que la galera de Curial se había perdido y habían muerto
todos, sin haberse escapado nadie, puesto que todos fueron pasados por el filo de la
espada. Los mercaderes genoveses lo comunicaron por escrito a Génova, desde donde
llegó a Monferrato que Curial había muerto y su galera se había ido a pique en Berbería
y que, finalmente, todos los que iban con él habían sido pasados por la espada y no
había escapado nadie. Y así fue avalado en todas partes en las que eran conocidos.

Güelfa quiere redimir a Curial

La fama del boca a boca llegó a oídos de Güelfa, quien hizo venir a aquel viejo
cansado, Melchor de Pando, y le preguntó si había oído algo sobre Curial. El
prohombre, antes de empezar a hablar, se secó las lágrimas, y después, como pudo, dijo
compungido:

-A fe mía, señora, ya estáis liberada y vuestro odio no tiene lugar, pues si Curial os
causó algún disgusto, los moros de Berbería os han vengado a la perfección. Él y todos
los que iban en su galera han sido asesinados miserablemente, de manera lamentable y
sin posibilidad de defensa; y, encima, han tenido peor suerte, porque sus huesos no han
sido enterrados, sino que sus carnes, comidas por perros y bestias salvajes, han dejado
los huesos limpios y al descubierto. No han tenido ocasión de confesarse. En efecto,
señora, le han perseguido bien vuestras maldiciones. Ahora podrán descansar aquellos
viejos falsos, ahora dejará de perseguirle la envidia, y al menos su alma se verá libre de
aquellas persecuciones.

¡Ah, viejos falsos y malvados! Reposad ya para siempre. Ha muerto Curial,


quien tanto os molestaba sin haberos ofendido. Ya no tenéis que temer que vuelva.
Ahora veremos cuánto os beneficiaréis vosotros con su muerte, y cuántos años se os
restarán de vuestra vejez, y en qué cantidad van a ascender vuestros caudales por esta
muerte. Y vos, señora, buscaos otro servidor, que aquél tan leal, tan noble y virtuoso, ha
muerto en el exilio, al cual habíais condenado equivocadamente.

Güelfa escuchó todo lo que dijo Melchor y, sin mostrar en su cara ninguna
turbación, sin contestar, le ordenó que se retirara; y así lo hizo. Pero, poco después,
cerradas las puertas de la habitación, se encerró con la abadesa en un cuarto reservado,
y, apenas entró, se exclamó a voces dando gritos:

-¡Curial mío! ¿Dónde estás? ¿Dónde vas, Curial? Aparécete a mí, ven conmigo. Que
vea yo tu cara. Espérame, que te seguiré. Tú has ido a la muerte por mí; yo he separado
la unión del alma y el cuerpo. ¡Yo he dado tus carnes a perros y leones, y tus huesos
están sin sepultura! ¡Oh, honor de todos los caballeros del mundo! ¿Adónde vas?
Muéstrame el camino; dime por dónde te seguiré. ¿Dónde estás, alma mía, vida mía?
¿En qué lugares habitas y qué palacios hay dignos de ti? ¡Oh Güelfa, arisca y cruel!
¿Cómo te quitaste la luz de tus ojos? ¿Y por qué no me los arranco de modo que no vea
a otro hombre? ¡Oh, Edipo, te ruego que me prestes tus dedos experimentados y
atrevidos! ¡Ay de mí! ¿Cómo viviré sin Curial? ¡Oh, falsa y cruel! Yo he matado al que
no podían matar los caballeros; yo, enviando al exilio al más virtuoso y mejor caballero
del mundo, he vencido al vencedor de todos.

Y dichas estas palabras, empezó a deambular por el cuarto, recordando las


virtudes de Curial. Pero sus ojos no se secaban. Rasga los velos que cubrían su cabeza,
sin verse libres los cabellos; mete entre ellos las uñas blancas y afiladas, y, por entre los
dedos níveos, saca cabellos que parecen hilos de oro labrado. Y tanto anduvo y tanto se
exclamó y lloró que, superada por el dolor y las lágrimas, cayó agotada en un diván.

La abadesa, triste y desmoralizada, se puso de rodillas delante de ella y con las


mejores palabras que podía intentaba consolarla; pero se esforzaba en vano porque el
alma de aquella señora estaba tan afligida que no podía recibir ningún consuelo. Y
cuando se había calmado un poco, rompía a llorar de nuevo, de modo que sus lágrimas
eran interminables. Alababa a Curial por todas las virtudes por las que podía ser alabado
un caballero noble y virtuoso; y no acababa, afirmando que si la caballería se encarnara
en una persona, el día que murió Curial tenían que enterrarla viva con él, porque él era
quien sostenía su prestigio. Y así pasó largos días de llanto.

Pero cuando el paso del tiempo desplazó a las lágrimas, mandó a Melchor que
enviase a hombres prudentes y discretos al lugar en que la nave de Curial se perdió, para
saber si se había escapado alguien; y si no, que le trajeran sus huesos –de ser posible
que fuesen reconocidos-, a fin de poder obtener la sepultura que su valor había
merecido. Por lo que en seguida Melchor de Pando mandó a Trípoli, en el mayor secreto
que pudo, a algunos hombres prudentes, a fin de que prudentemente cumpliesen lo que
se les había encomendado.

Ellos, en Trípoli, se enteraron de que la galera se hundió y que todos murieron,


excepto dos, que fueron vendidos a un mercader extranjero; pero se creía que no se
habrían salvado porque estaban medio muertos cuando los sacaron de la galera y no se
preveía que pudieran sobrevivir. Y lo peor de todo es que no podían saber el nombre del
mercader que los había comprado, ni de qué país era. Después de esto fueron al lugar
donde habían muerto y vieron muchos huesos; pero no pudieron reconocer nada. Mas
investigaron acerca de la talla y estatura de los dos cautivos que habían sido vendidos y
del traje en que fueron hallados; y se les informó de que eran hombres de aspecto
fornido: uno de ellos, de piel muy blanca, tenía un cuerpo especialmente robusto y una
cara muy bella, y fue apresado vistiendo un jubón de seda, el cual les mostraron.
Asimismo, se le sustrajo del pulgar de la mano derecha un anillo de oro con un león,
con el cual sellaba las cartas. Y tanto removieron y tanto indagaron que consiguieron el
jubón y el anillo, que compraron por un precio que no valía.

Después se fueron de Trípoli y recorrieron muchas ciudades y villas en busca de


los cautivos; pero, como no encontraron nada, volvieron a Túnez, donde siguieron
preguntando por la ciudad -entre comerciantes y esclavos cristianos-, si sabían dónde
estaban los dos cautivos que escaparon de la galera de Curial que se perdió en Trípoli;
pero nunca consiguieron tener ningún indicio. Fueron por muchas alquerías y casas de
campo buscando e interrogando a los cautivos que tropezaban, pero no acertaron con la
casa donde estaban ellos; pero, aunque hubieran dado con ella, no los hubieran
reconocido (tan cambiados e irreconocibles estaban), ni Curial se les hubiera dado a
conocer, pues no tenía deseos de dejar la cautividad, sino que quería morir allí.

Por ello, tras mucho buscar sin hallar pista alguna, embarcando en una nave de
genoveses, llegaron a Génova, y después, siguieron su camino hasta Monferrato. Y
presentándose ante Melchor de Pando, le explicaron todo lo que habían hecho y le
dieron el jubón y el anillo que habían comprado; Melchor ratificó que el anillo debió
haber sido de Curial a causa del león que tenía tallado, porque Curial, por amor a
Güelfa, siempre recurría al motivo del león.

Tomando Melchor, pues, el jubón y el anillo, fue a ver a Güelfa y le contó todo
lo que había sabido; después, le enseñó el jubón y el anillo. Y concluyeron ambos que
efectivamente aquel anillo había sido de Curial; e igualmente examinaron el jubón.
Güelfa preguntó a Melchor si Curial habría dejado algún jubón en su casa; Melchor dijo
que sí. Por lo que, haciéndose traer el otro jubón, los midieron y desprendieron que
ambos estaban confeccionados para una misma persona. Y por el dato de que el dueño
del jubón y del anillo que fueron vendidos fue extraído vivo de la galera, concluyeron
que era posible que estuviese vivo, pero que no debieron buscarlo bien, pues en caso
contrario lo hubieran encontrado. Por lo cual, Güelfa mandó a Melchor que repitiese la
búsqueda y que los cautivos fuesen buscados con soberana diligencia. Y, si se
encontraban, que fuesen redimidos a cualquier precio; pero que Curial no volviese a
Monferrato. Así, Melchor reenvió a los hombres a Túnez.

Y con la mayor diligencia que pudieron se pusieron a indagar si conseguían


saber algo de los dos cautivos; pero no podían acceder a ninguna señal porque ellos no
vivían en la ciudad ni la visitaban nunca, así como tampoco los que los buscaban iban a
parar a la casa en que ellos estaban. Y así iba pasando el tiempo, sin que los cautivos
hallaran consolación ni los rastreadores se alegraran con lo que deseaban encontrar; de
modo que regresaron a Monferrato diciendo que no podía ser que estuvieran vivos,
porque lo habían revuelto todo con la mayor eficiencia del mundo, no sólo en Túnez
sino en muchas otras ciudades y pueblos, y nunca habían logrado rastro alguno. Por lo
que deducían que, efectivamente, estaban muertos.

Fátima y Cámar se enamoran de los dos cautivos

Los cautivos se esforzaban mucho en trabajar y servían tan bien al señor al que
pertenecían que el mencionado Fárax por nada del mundo se los hubiera dado a nadie,
sino que los amaba tanto y confiaba tanto en ellos que no controlaba si rendían mucho o
poco, dando por supuesto que nunca estaban parados. E iba a menudo a Túnez, pasando
muchas veces toda la semana sin volver a la huerta, en la que vivían su mujer y una hija,
de unos quince años de edad aproximadamente. Y era tan bella que, por lo que contaban
los que la habían visto, no tenía par en el reino de Túnez; y ciertamente, no iban errados,
porque si los ojos de Curial no se engañaban, no se le atribuía rasgo de belleza que no
fuese mejor en la realidad que lo que se contaba; se llamaba Cámar. Su padre era tan
celoso, no sólo de la hija sino también de la esposa, la cual era una mujer bellísima, que
nunca las dejaba ir a la ciudad, sino que las tenía en aquella casa, más que apartadas,
escondidas; y él se iba a Túnez, donde tenía otra casa y otras mujeres. Y con éstas, y
con otras más que se agenciaba -dado que era muy lujurioso y vicioso de aquel pecado,
y en él se hallaba muy revolcado y enlodado-, pasaba su vida.

Su mujer, que se llamaba Fátima, se enamoró del cautivo catalán, que se hacía
llamar Berenguer, y empezó a darle mejor comida de lo acostumbrado; o sea que,
cuando Fárax no estaba, subía el valor de los cautivos y eran consiguientemente
cuidados. Pero el trabajo no cesaba, antes bien se incrementaba cada día, y el peso de
los hierros aumentaba; aunque el catalán pasaba mejores noches y con más
compensaciones que Curial, el cual se hacía llamar Juan. Así pasaron seis años en aquel
huerto y su cautividad tenía ya carta de naturaleza, pues no soñaban con recobrar la
libertad ni concebían que fuesen a salir nunca de aquel sitio ni de aquella esclavitud.

Cámar, enterada de los amores de su madre y el cautivo llamado Berenguer y


consciente del abandono y los celos de su padre, que no pensaba en darle marido,
viéndose desamparada y alejada de toda relación con hombres e incluso de otras
personas, salvo de los dos cautivos, se desvivía por salir de casa e ir al huerto. Y pasaba
el día con los cautivos, que cantaban maravillosamente bien; y también con su madre,
que a menudo le hacía compañía. Cámar tenía muy buena voz y Juan le enseñó muchas
canciones y cantaba a varias voces con ella.

Y estos cantos fueron tan frecuentes que la tierna doncella se dio cuenta de la
belleza del cuerpo de Curial y de los destellos de sus ojos; le miró la boca y todas las
sinuosidades de la cara y juzgó que no había ni incluso podía haber en el mundo hombre
más agradable. Porque Fárax, que se consideraba como uno de los hombres más guapos
de todo el reino, no igualaba ni por asomo el atractivo de Curial. Pero dentro de su
corazón la doncella fue más allá: si no fuese cautivo y fuera bien arreglado, y si tuviese
deleites en vez de adversidades y faenas, su imagen sería muy distinta de la actual. Por
este motivo empezó a darle de comer alimentos mejores y más delicados de lo que solía,
y en mayor abundancia; con esto, la vida de los cautivos mejoró sin punto de
comparación.

Y si Fátima tenía cerca a Berenguer, Cámar no se olvidaba de Juan, sino que


estaba con él y no lo dejaba nunca. Fátima no sospechaba que Cámar estuviera
enamorada de Juan, sino que creía se quedaba con los cautivos para complacerla, a
sabiendas, debido a la relación entre ella y Berenguer; de lo que la madre tenía no poco
contento y la animaba mucho a que permaneciera para encubrir su entuerto.

Cuando Cámar dejaba a los cautivos leía la Eneida de Virgilio (que tenía en
lengua materna, correctamente glosada y moralizada, porque su padre la había
conseguido por el rey) y muchos otros libros, con los que la doncella pasaba el tiempo,
pues para su corta edad era tan culta que era de admirar. Y Juan, que conocía muy bien
a Virgilio y otros autores, le explicaba muchas cosas que ella no sabía ni entendía; pero
yo os digo que en la medida que podía ella pagaba bien al maestro. Juan hablaba muy
bien aquella lengua y Cámar le enseñó a leer y escribir; de modo que, cuando Fárax no
estaba, ella y Juan no se separaban nunca.

Por el contrario, cuando Fárax volvía, ellas se recluían con tanta eficacia que no
transparentaban hablar nunca con los cautivos. Sin embargo, Fárax les iba a ver y ellos
se quejaban de la mala comida y del poco cuidado que tenían de ellos; entonces, Fárax
ordenaba que se les diera de comer, riñéndolas porque no se ocupaban de cuidar a los
dos cautivos. La madre respondía:

-Parece que los queráis a ellos más que a nosotras. Yo no creo que sean tan bien tratados
los cautivos moros por los cristianos; ya habéis oído el desplante que hicieron a mi
primo en Barcelona. Y, a fe, que estos me lo pagarán.

Fárax se reía, diciendo:

-¿Qué daño se merecen éstos, cuando, a fe mía, no creo que haya mejores cautivos en el
mundo? Hacen bien lo que tienen que hacer y cada uno de ellos trabaja por dos. Por lo
que yo os ruego que les deis bien de comer y que los tratéis con un poco de tolerancia.

En seguida, al día siguiente, Fárax volvía a Túnez, de lo que ellas se alegraban


mucho, porque preferían verle la espalda que la cara. Y rápidamente ellas visitaban a los
cautivos. Y así los cautivos estaban bien, si se puede decir que los cautivos pueden tener
algún bien. Pero como Juan no atendía a Cámar con los cuidados que ella quería, la
pobre Cámar -que estaba encendida en el fuego de Curial, el cual ardía en ella como en
horno de vidrio- se consumía de continuo y perdía lo que los cautivos recobraban;
puesto que ella no podía comer ni dormir y los cautivos comían bien y dormían mejor.
Y se congratulaban de que Fárax se quedara en Túnez, pues, cuando él volvía, los
cautivos perdían todo el bien que, estando ausente, se les proporcionaba.

Cámar rechaza el amor del rey de Túnez

La fama de la belleza de Cámar llegó a oídos del rey, quien llamó a Fárax y le
preguntó acerca de la hermosura de su hija. Fárax respondió que nadie podía juzgar con
equidad acerca de sus hijos, que a él le parecía hermosa pero que podía ser que no les
pareciera tan hermosa a los demás; por lo que el rey le mandó hacerla venir porque
quería verla. Fárax fue a su casa con muestras de alegría y satisfacción porque el rey le
había pedido a su hija y, llamando aparte a su mujer, le hizo la confidencia de lo que le
había dicho el rey, encargándole que preparase a su hija a fin de podérsela llevar al rey.

La madre, al día siguiente, llamó a su hija y le dijo:

-Cámar, yo creo que tú eres hoy la muchacha más afortunada de todo el reino. Fíjate, el
rey se ha enamorado en ti y ha mandado a tu padre que te conduzca a él, y serás su
esposa. Por lo que, anda, ponte a punto, para que puedas ir rápido. Querida hija mía, te
ruego que, cuando te veas reina, te acuerdes de tu padre y de mí.

Al oír Cámar estas palabras de la madre inmediatamente sintió un dolor muy


agudo en su corazón, y respondió:

-Señora, yo no quiero ser esposa del rey ni de nadie; y en el caso de que tuviera que
tomar marido, haceos a la idea de que en ningún caso sería mujer del rey; no digo ahora,
que tiene mil mujeres, sino que, aun cuando estuviera segura de que sólo me tendría a
mí, tampoco daría mi conformidad para ser suya. Me puede condenar a muerte, pero yo
nunca consentiré en tal matrimonio, porque he hecho voto de virginidad y la guardaré
con todas mis potencias; y quien quiera arrebatármela, con ella, o antes, me arrebatará la
vida.

Y no insistáis sobre esto, señora, porque, mientras viva, que será muy poco,
encontraréis en mí esta respuesta. Y sería mucho más honesto que mi padre me diese
muerte que no que me inclinase a tal matrimonio.

La madre, al oír hablar así a su hija, se quedó muy impresionada, y dijo:

-Dulce hija mía, ¿y despreciarás tú al rey, que es un señor muy agradable y joven? Me
consta que serías muy bien tratada por él. Por lo que, hija mía, disponte a complacerlo,
que yo te prometo que no te arrepentirás. ¿No es acaso gran cosa que el rey nos pida lo
que nosotros deberíamos pedirle?

Insistió Cámar diciendo:

-En serio, señora, en tal asunto, mi intención es no complacerlo a él ni a otro. Así pues,
que cesen las palabras, porque en breve confirmaréis mi disposición con obras. Quizás
hoy mismo, si persistís en este tema, obtendréis de mí lo que andáis buscando.

Fárax se imaginaba que su mujer estaba ocupada en poner bella a su hija y le


parecía que tardaba mucho; por lo que él mismo fue a la habitación donde estaban, y
dijo:

-¿Todavía estáis así? Ale, ale, aligeraos, que estoy retrasándome y el rey se enfadará de
tanto esperar.

Fátima respondió:

-Fárax, vuestra hija no quiere ir de ningún modo. No obstante, aquí la tenéis: ordenadle
que se arregle o llevadla tal cual está.
Fárax dijo:

-Hija mía, arréglate y ponte a punto. Mira que el rey quiere verte. Yo te aseguro que te
deparará honor y mucho bien, y nosotros por tu causa nos veremos muy honrados y
muy mejorados. Así, hija mía, ven conmigo; y piensa que no hay rey en el mundo que
no entregase su hija a un rey y señor como el nuestro. Él dejará por ti a todas las otras
mujeres y tus hijos serán reyes. Conque, hija mía, aligera, tú sabes que yo no tengo otro
bien más que tú. Y si yo no te presentase al rey, comprende que por tu culpa yo iría a la
muerte, o como mínimo me vería arruinado para siempre.

Cámar, que estaba tan entusiasmada en el amor hacia el cautivo, no sólo la vida
del padre sino la de cien padres hubiera dado por cruzar una sola palabra con Juan; y
respondió:

-Señor, yo no negaré de ninguna manera que deba cumplir vuestro mandato, y mientras
viva, que será por poco tiempo, así lo haré en todo lo que me sea posible. Pero pensad
que yo he ofrecido mi virginidad a Dios y no se la quitaré por nada del mundo. Así
pues, os ruego que me deis antes la muerte que marido, porque marido tengo, según os
he dicho, y no tendré otro, si Dios quiere; y por ello os quedaré muy reconocida. Y si
no, tened por seguro que, si vais adelante en vuestra porfía, estas dos manos me
sustraerán al poderío de vuestro rey. ¿Y queréis que me pinte? Yo me pintaré con la
pintura que Dios admira.

Y alzando las manos, se arañó la cara, que de inmediato se llenó de sangre, y dió
comienzo a un planto muy sentido; por lo que su padre y su madre se quedaron muy
conmovidos. Particularmente el padre se vió en un atolladero, porque pensó que no
podría responder ante el rey y, en caso de que le contestase, la respuesta sería muy
desagradable. Por esta razón, el rey se encolerizaría y le haría matar; o por lo menos le
buscaría su ruina, puesto que era un hombre muy lujurioso. Cuando se enteraba de que
había alguna doncella bella, la quería de inmediato y era preciso que su padre se la
entregase; si no, la brega, el odio y el rencor hacían presencia en el campo y no se
eximía uno de morir. Por lo que Fárax dijo a su hija:

-Dime, hija, ¿tú crees que haya algún dios mayor que el rey? ¿Y a qué dios podrías
ofrecer tu corazón que te concediera mayores dones y honor? ¿No sabes tú que lo que
este señor quiere que se haga en su reino conviene hacerlo? ¿Cómo dar una negativa al
que puede hacer y desahacer conmigo según le venga en gana? Te ruego, hija mía, que
dejes estas posturas, que no te llevan a ninguna parte. Sirve al rey, ya que le place, pues
quien sirve al rey sirve a Dios, puesto que el rey es Dios en la tierra. Si con eso que
haces por ventura lograras escabullirte, aún sería tolerable; pero eso no quita que la
orden del rey se cumpla, puesto que se tiene que cumplir forzosamente. Y así, te mando
-si el mandamiento de un padre ha lugar en una hija-, que te quieras enjugar la cara y
arreglarte lo mejor que sepas, porque yo no dejaré de cumplir el mandato del rey por
nada del mundo; y prefiero resistir tus injustas lágrimas que incurrir en la ira del rey,
que no tiene fin.

La doncella, al oír hablar a su padre, no sólo pensó sino que creyó que la querría
forzar y llevarla al rey contra su voluntad; y miró alrededor y vió un cuchillo que había
sobre un banco y, corriendo, lo cogió y dijo:
-Tú me defenderás del rey.

Y se clavó el cuchillo en el pecho. Y como -por miedo a verse obstaculizada- se


hirió de cualquier manera, no le caló recto el cuchillo, sino que le entró al sesgo por la
mama izquierda, sin perforarle hacia dentro. Pero, con todo, la herida fue horrorosa,
honda y muy considerable. Y la pobre Cámar, a la vista de la sangre, se desvaneció y
cayó casi sin vida.

La madre, a la vista de acto tan inesperado, corrió hacia su hija, lanzando


grandes gritos, como hembra fuera de juicio:

-¡Traidor! Tú me has matado a mi hija. ¡Oh, rufián y delator de tu propia sangre! ¿Por
qué has matado a tu hija, a mí, e incluso a ti mismo?

El desgraciado padre, lleno de estupor, no sabía qué decir; se echó a cabalgar y a


todo correr fue a la ciudad y envió a su casa al cirujano real, suplicándole que quisiera
atender a la muchacha. Por lo que el cirujano en seguida montó a caballo y a toda prisa
entró en la casa y vió la herida, muy grande y de gravedad; pero desde el principio dijo
que la doncella, con la ayuda de nuestro Señor, se curaría bien, a pesar de que estaba en
peligro. Y se quedó allí durante cuatro días. Pasados esos cuatro días, el cirujano volvió
a Túnez y, saludando al rey, éste le preguntó de dónde venía. Él respondió que de
atender a una hija de Fárax Abdilbar, que tenía una gran herida en el pecho izquierdo, la
cual se había hecho ella misma con una cuchilla y que era muy peligrosa. El rey insistió
acerca de cómo podía ser que ella se hubiera herido así con sus propias manos.

-No creo –dijo él- que fuera así, pues has de saber que yo había mandado a su padre que
me la trajese aquí, y el traidor, para no dármela, habrá querido matarla; efectivamente,
debe ser así, porque hace mucho que yo sé que este hombre no es de fiar. Pero él me lo
pagará.

Y al punto hizo buscar a Fárax y, sin decirle nada y sin oírlo, le hizo cortar la
cabeza. Y llevado por la misma furia, se echó a cabalgar hasta la casa de Fárax; y
encontró a Cámar recostada, bastante flaca, y le dijo:

-Cámar, amiga, ¿cuál ha sido la causa por la que el loco de tu padre te ha herido tan
desgraciadamente?

La doncella respondió:

-No me ha herido mi padre.

-¿Pues quién ha sido? –dijo el rey-.

Contestó Cámar:

-Yo misma lo hice con mis manos, intentando poner fin a mis días; pero aunque los
haya alargado un poco más de lo que pretendía, estoy segura de que no serán muchos,
pues no me fallará otro artilugio para acabar con mi dolorosa vida.
El rey porfió:

-Cámar, tengo un gran disgusto por el daño que padecéis; y, si yo pudiese dar solución a
vuestro problema, pondría toda mi competencia en hacerlo.

Entonces llamó a Yunes, un caballero muy notable, hermano de la madre de


Cámar, y le dijo:

-Yunes, yo estoy enamorado de Cámar, tanto que no lo puedo expresar. Pero pensando
que su padre la había lesionado –y así lo creo todavía-, ordené que le fuera cortada la
cabeza. Te ruego que no te vayas de aquí y que Cámar no se entere de la muerte de su
padre; sino, podría agravarse su mal y, por consiguiente, podría morir. Con paciencia,
podrás hacer que quiera ser mía. Yo te juro que será la principal de todas mis mujeres y
que por ella dejaré a muchas otras o incluso a todas, según ella disponga; y tú
gobernarás mi reino y yo no haré sino lo que tú dispongas.

Y volviendo a la doncella, le dijo:

-Cámar, ¡Dios sea contigo!. Si yo puedo hacer algo que te pueda producir placer, te
ruego que me lo comuniques, que yo lo haré inmediatamente.

La doncella no replicó. El rey se fue a Túnez e hizo venir a un hermano de Fárax


Abdilbar, y le dijo:

-Abdalá, he aquí que yo había rogado a tu hermano Fárax que me diese como esposa a
una hija suya llamada Cámar, y me informaron que, por despecho hacia mí, para que yo
no la tuviera, la había matado. Ahora he sabido lo contrario, y me arrepiento de lo que
he hecho y te ruego que me perdones; ten en cuenta que a ti, a tu casa y a todos tus
familiares os tendré por recomendados.

Abdalá respondió:

-Señor, Fárax, mi hermano, no hirió a su hija; y aunque no he podido enterarme de la


causa de su daño, vuestra señoría debía pensar que la crueldad de ningún hombre es
bastante para llegar a matar a sus hijos. Por otra parte, él era tan vuestro que por nada
del mundo hubiera dicho ni hecho cosa que os pudiese acarrear enojo, y el que vos le
hayáis solicitado su hija suponía mucho honor para él y todo su linaje. El error sólo ha
consistido en haber creído vos las cosas demasiado a la ligera y, además, en haber
procedido demasiado pronto a la ejecución. Pero como esto ya no tiene reparación
posible, no hay más remedio que olvidarlo.

El rey insistió:

-Abdalá, la verdad es que yo estoy enamorado de Cámar, tu sobrina, y la quiero tener en


cualquier caso. Te ruego que intercedas para que yo la consiga; pues yo te prometo, en
buena fe, que seré buena compañía para ella, y aumentaré tu nivel y honor de modo que
quedarás satisfecho.
Abdalá respondió que la doncella actualmente se hallaba en tal estado que no
podía servirle para nada; pero que, cuando se repusiera, se las compondría para que su
señoría fuese servida.

De entonces en adelante, el rey paseaba a caballo por la huerta, pasando por


delante de casa de Fárax; y, pensando consolar a la doncella, alguna vez la entraba a
visitar. Pero a ella le provocaba tanto asco que creía morir de rabia; y en todo ese día no
podían hacer que hablara ni quería comer nada.

Curial y Cámar

Un día estaba Cámar muy pensativa en su lecho y observó que Juan entraba en la
habitación; y como, al revisar en derredor con la mirada, no vió a nadie más, decidió
aprovecharse de la oportunidad. Y cuando se acercaba, le dijo con voz balbuciente:

-¡Oh Juan! Compadécete de mí, y que te baste este daño tan grande que por ti me ha
sobrevenido. No consientas que pierda la vida, que no me parece haberlo merecido por
el hecho de quererte bien.

Juan, desconcertado, respondió:

-Cámar, dime cuál es el daño que te ha venido por mí, porque yo nunca quise hacer ni
causar daño a ti ni a nadie; así, te ruego que me lo digas, porque yo soy inocente y no
puedo imaginarme cómo te has podido ver perjudicada por mí en algún modo.

Entonces la pobre doncella habló en la siguiente forma:

-¡Oh, enemigo de mi salud! ¡Oh, acortador de mi vida? ¿Todavía no te has apercibido


de que yo me he prendado de ti, y por este motivo he aborrecido padre, madre, parientes
y amigos, e incluso mi honor? ¿Ignoras la causa de la herida de mi pecho? ¿Y crees tú
que el trozo de hierro que yo introduje en mi tierno pecho es todo mi dolor, todo mi mal
y todo mi afán? Mayor es la herida que me hace tu corazón sin piedad -la cual crece
cada día- que la que yo me he podido hacer. Y la que me viene de ti, tú sólo la puedes
curar, mientras que la que yo me hice puede recibir saludable curación de manos de
cualquiera.

El dolor me aumenta por no conocer a nadie que me pueda hablar de ti, ni en


quién pueda depositar tan cara y tan grande prenda como es este secreto. Pero ya que
Dios me ha querido otorgar el gran favor de poderte exponer mis cuitas, has de saber
que yo, habiéndote otorgado en mi corazón todo mi amor, fui requerida por mi padre
para casarme con el rey, que me quería en matrimonio; y como mi padre me quería
llevar al rey a la fuerza y yo no conocía otro recurso por el que me pudiera zafar,
después de haber discutido mucho mi padre y yo, me clavé un cuchillo en el pecho y me
hice una gran herida. Aunque, a mis ojos, es muy pequeña en atención a lo que yo haría
por ti; puesto que es mucho más grande la que tú me has hecho, de la cual sin ti no
puedo sanar, porque una es la herida del cuerpo y otra la del corazón.

Y si crees que yo, por reservarme para ti, debo morir, al menos que haya en ti
algún rasgo de piedad y encuentre en ti tanta merced que me mates con tus manos de
una vez y no sufra moribunda por mucho tiempo ni esperes a que mis manos sean
suicidas, pues yo te lo reconocería como una gracia singular.

Juan, oyendo estas palabras, entendió que esta doncella tomaba un mal camino y
que él no la complacería por nada del mundo, inducido a esto por muchas razones que
serían largas para relatar. Pero pensó que si no le infundía esperanza, podría ocurrir que
esta doncella se perdiese; por eso, le dijo:

-Cámar, yo nunca pensé, ni hubiera imaginado, que tuvieses esta actitud; pero ya que es
así y a ti te agrada, esfuérzate en curarte y, después, yo te responderé de manera que tú
te quedes razonablemente contenta. Entretanto, te ruego que no me llames para hablar, a
fin de que no se sospeche la causa de tu daño.

Cámar, habiendo oído la respuesta de Juan, se puso muy contenta, creyendo que,
una vez curada, se regocijaría con sus deseados abrazos; y, así, empezó a mejorar, de
modo que en pocos días experimentó un gran avance. Los cirujanos del rey se
congratularon mucho; el rey, igualmente, tuvo una fran satisfacción y le enviaba joyas y
muchas cosas para granjeársela. Pero ella no aceptaba nada de lo que le enviaba, ni
encontraba gusto en mirar sus joyas ni siquiera en que le hablasen del tema. A pesar de
todo, sus tíos, que eran nobles caballeros, la confortaban y le rogaban que aceptase lo
que el rey le enviaba; no obstante, ella no mostraba ningún síntoma.

Y como la acuciasen mucho, se vió obligada a pronunciar el siguiente discurso:

-Señores tíos, yo no tengo otro mal sino el que me provoca el rey. Y si él me dejara, yo
me curaría en seguida; pero si insiste con su porfía, no sólo una cuchillada, como me di
al hablarme mi padre de este asunto, sino ciento y mil me daría, si no pudiera morir con
menos cuchilladas. Y me las daré con tal de no acabar bajo el dominio del rey. Ahora
conocéis mi mal; no tengo otro daño que éste que os he dicho.

Los tíos y la madre se conmocionaron y le dijeron que se extrañaban de su


locura; que ella no era digna de tanto honor como el rey le quería hacer y que no había
rey en el mundo que no considerase buena suerte que el rey de Túnez reclamase a su
hija por esposa. Y que el rey, al querer y pedir la hija de un vasallo, por rico que fuese,
no debía hallar rechazo, ni ella debía hacer tan gran desprecio al rey. Que mirase bien lo
que se hacía, porque podía ocurrir que no llegara a tiempo de arrepentirse y que quizás
su empecinamiento podía ser la causa de la destrucción de toda su familia.

Diálogo de Fátima y Cámar

La madre, oyendo las palabras de Cámar, dijo a los demás que se alejaran, pues
quería hablar un poco con su hija y quizás podría averiguar la causa de tan gran repulsa.
Por lo que, dejando a los otros, se aproximó a su hija y le dijo:

-Dulce hija mía, me he quedado muy sorprendida de ti. ¿El rey te quiere por esposa y tú
lo menosprecias? ¿Qué mujer o doncella hay en el reino de Túnez que hiciese la locura
que tú haces? Yo te prometo, por mi buena fe, que yo no conozco en todo el reino
cuerpo de varón tan gentil ni tan airoso. Todos los caballeros del mundo le van detrás
con sus hijas; y a nosotros, nos va detrás él. ¿Y diremos que no a lo que deberíamos
pedirle de rodillas? Hija mía, no hagas esto, convéncete de que, sino, el rey se volcará
con uno de los mayores castigos del mundo.

Cámar. Por nada del mundo haré lo que me decís. Y el rey con todo su poderío no me
puede dar pena que yo no soporte con mejor voluntad que la suya al dármela. Pero os
ruego que procuréis, si es posible, que no piense más en mí, cosa que le agradeceré
mucho; y si no, yo misma haré algo para que salga de esa opresión.

Fátima. Hija mía, has de saber que tú y todos nosotros estamos muertos, porque en
cuanto el rey supo que te habías herido en el pecho, hizo matar a tu padre, arrancándole
la cabeza de los hombros, creyendo que te había herido él para no entregarte al rey.
Así pues, hija mía, piensa qué hará si sabe que depende de ti.

Cámar. ¿Conque ha muerto Fárax?

Fátima. Sí, así es.

Cámar. Pues yo con él.

Fátima. ¿Por qué hija mía?

Cámar. Porque tras la muerte de tal padre, no quiero ni debo vivir más.

Fátima. Hija mía, reserva esta fortaleza de tu noble corazón para otro momento, pues en
éste no te podría aprovechar ni te saldrías con la tuya.

Cámar. De veras que no haré tan gran injuria a la sangre de mi padre sometiéndome al
hombre que se la ha hecho derramar gratuitamente.

Fátima. ¡Ay hija mía! ¿Y qué harás y con qué ánimo serás capaz de sostener los duros y
crueles tormentos que te hará dar?

Cámar. Vengan en buena hora todas las penas que me pueda dar, porque mayor pena es
para mí esperar que pasarlas, pues el estar en esta vida ya me parece cometer un delito
malvado.

Fátima. ¡Ay, hija mía! ¿Y no temes el furor y crueldad del rey? Cuando quiere algo no
oye razones ni pide consejo, sino que -haciendo ley de su pésima voluntad- no temiendo
a nadie por encima de él ni reprensión alguna de los suyos, manda y hay que hacer lo
que quiere; y mata a los que -quizás contra todo lo razonable- tiene aversión y no hay
quien ose pedirle cuentas.

Cámar. Pues si la crueldad del rey no tiene la fuerza suficiente para sacarme de este
mundo, lo harán mis manos.

Fátima. Hija mía, ¿no sabes que el corazón de la hembra es flaco y sus manos
temblorosas?

Cámar. Todo lo contrario, porque escrito está y no por un solo doctor que los caballeros
deben tener coraje de hembra y corazón de león; así se lo dijo Hércules a Filoctetes
cuando le hizo caballero en España. Y así mi corazón, más duro que la piedra, manda a
las manos que ejecuten ahora lo que con menos motivo ensayaron otra vez; pero no
sufrirán que yo sea ensuciada tan vilmente por el asesino de mi padre.

Fátima. Hija mía, no contemples el morir, porque el morir no es venganza. Y si


muriendo tú matases al asesino, ello te depararía una gloria, aunque no grande; pero
morir tú, y que el otro viva y tenga todos los placeres del mundo, es absurdo pensarlo y
más lo sería ponerlo en obra. Pues cuando tú hubieses muerto, al rey no le faltarían
mujeres; y tú, tomada por loca, morirías sin virtud.

Cámar. La virtud es la fortaleza de mi corazón. Catón, honor de todos los romanos, me


mostró en Útica el camino de la libertad; por él caminaré. Y a tal maestro, tal discípula.

Fátima. ¿Y tú crees que Catón, cuando se mató en Útica, y con el arma buscó vía por la
que hacer rehuir de César su más horrorizada que espantada alma, no se arrepintió de
haberse matado, aunque no pudo expresarlo en el último momento? ¿Y qué mal causó a
César? ¿Y te crees que la muerte equivale a la libertad? La puedes calificar como cárcel
oscura y tenebrosa, y exilio sin esperanza de retorno. Pero, si por ventura tienes el
corazón en otra parte, dímelo, hija mía, que yo procuraré que consigas tu felicidad.

Cámar. ¿Y en qué parte puedo yo poner el corazón? ¿No sabéis bien vos que hace siete
años que aquí no ha entrado hombre alguno salvo estos cautivos?

Fátima. Hija mía, has de saber que a muchas mujeres, cuando se les priva de la ocasión
de frecuentar hombres adecuados a su categoría, frecuentan los que tienen a mano;
como con nuestro Berenguer, que es esclavo, hago yo. ¡Y ojalá estuviese por empezar!

Cámar. Sería mejor que estuviese por hacer. Pero no sois vos la única que habéis caído
en los actos de Venus. Y aún habéis tenido buena suerte, pues lo habéis hecho con un
hombre virtuoso; porque la cautividad no anula la virtud, pero sí, a la inversa, la virtud
anula la cautividad. Porque leemos que Platón, gran filósofo, fue prisionero de un tirano
y vendido por dinero, y dijo al que le había comprado: “Yo soy mayor que tú”; pero no
lo dijo sino porque era más virtuoso. Y por eso lo dice Jerónimo, en una epístola a
Paulino sobre el estudio de la santa Escritura –según he aprendido de nuestro Juan-,
como incentivo para el hombre virtuoso, refiriéndose a Platón; contando con que Platón
fue prisionero y vendido como esclavo, pero como era filósofo y sabio, era más libre
que el que lo compró.

Más aún, vos en esos actos no habéis buscado tálamos ilícitos, como hicieron
muchas otras, porque leemos que Pasífae, mujer de Minos, rey de Creta, se enamoró de
un toro, y mediante Dédalo yació con él, y tuvo un hijo medio hombre medio bestia,
llamado Mino Tauro; ni habéis hecho como Fedra, esposa de Teseo, que se enamoró del
casto Hipólito, su hijastro, el cual, como se vió muy atosigado por su madrastra para
que yaciera con ella, no queriendo corromper el lecho paterno por guardar lealtad a su
padre, se mató; ni habéis hecho como Semíramis, reina de Babilonia, que tomó a Nino,
hijo suyo, por marido, y dictó ley por la que las mujeres pudieran casarse consus hijos;
ni como Yocasta, reina de Tebas, que yació con Edipo, hijo suyo, y tuvo de él dos hijos,
llamados Eteocles y Polinices, los cuales, viendo a la desventurada madre, se mataron
entre sí; ni tampoco habéis hecho como la amarga Mirra, que se enamoró de su propio
padre y, por instigación de una nodriza suya, creyendo el padre que se acostaba con otra
mujer, yació con su propia hija y, después, sabiendo el engaño, la mató y los dioses la
convirtieron en árbol, el cual llora continuamente y sus lágrimas amargas tienen el
mismo nombre de “mirra”; y Juno, ¿no yació con su hermano Júpiter y lo tenía en
calidad de marido, para escarnio y vituperio de todo el mundo? Y muchas otras, tantas
como pelos en la cabeza, que para no alargar mi vida dejaré de enumerar.

Conque vuestro error no es tan grande como vos lo pintáis. Y en caso de que
fuese grande, vos misma lo elegisteis; nadie os forzó, sino que voluntariamente habéis
ejercido vuestra elección. Pero a mí me ocurriría lo contrario, porque el rey mató a mi
padre por mi causa; y yo, sin culpa alguna. ¡Y que ahora, cuando mi padre ha muerto
por este motivo, haga lo que no quise hacer cuando él me lo pedía! ¡He derramado la
sangre de mi padre -por lo que se me puede llamar parricida-, y que ahora no derrame la
mía! ¡Ay, qué afortunada sería si ambas sangres se mezclaran! Pero, ya que esto se me
ha impedido, se mezclarán las almas. ¡Oh alma atribulada de mi padre, espérame, que
pronto estaré contigo! Y has de saber que no tardaré, y aunque habites en la prisión más
profunda de la infernal Estigia, elijo habitar contigo; porque no creo que haya peor lugar
que éste, ni que se pueda dar allá tan gran pena como la que pasa aquí quien vive bajo la
potestad de un tirano. Y así, marchaos, no me habléis más de este tema, porque estad
segura de que yo no aceptaré consejos que me puedan prolongar la vida.

Fátima. ¡Ay, hija mía! ¡No me dejes ciega sin tu vista! ¡Ten merced de mí y vive al
menos para que yo viva! ¡Mira que te lavo la cara con mis amargas lágrimas!

Cámar. Ahorradlas y no las esparzáis ahora que en breve os llegará el tiempo en que las
necesitaréis. Pero de una cosa podéis estar segura: que no os llamarán madre de la
adúltera ni manchada.

Fátima. Hija mía, no serás adúltera ni manchada, porque te quiere como esposa y se
casará contigo del modo que Dios nuestro señor tiene ordenado.

Cámar. No es matrimonio el que se hace forzadamente, porque exige contratarse


libremente entre personas libres; y cuando hay presiones –según ocurre ahora-, pierde el
nombre y aun el efecto de matrimonio.

Fátima. Hija mía, consiente tú y hazlo con tu voluntad y consentimiento, y será


matrimonio.

Cámar. Madre mía, ¡toma antes un cuchillo y dame la libertad! Ten piedad de tu carne;
sácala de este mundo a fin de que no vaya a poder de mi enemigo. Y que no sea yo de
peor condición que Virginia, doncella romana a la que su padre mató con un cuchillo
para que no la deshonrase el cónsul Apio Claudio, prefiriendo quedarse sin hija que ser
padre de la adúltera, manchada y vilipendiada.

Fátima. ¡Ay hija mía! Me doy por muerta y moriré antes que tú.

Cámar. Vos no moriréis, sino que viviréis y se os honrará como madre de una hija
honesta.

Fátima. Por mi fe, que si tú mueres, quiero morir.


Cámar. ¡Ay, madre mía! ¡Matadme vos con vuestras manos para que yo no caiga en
poder del tirano!, ¡tened conmigo la piedad que otras madres han tenido para con sus
hijos! Acordaos que Medea, hija del rey Eetes, sólo por desdén hacia Jasón, mató a sus
propios hijos. Igualmente Procne, hija de Pandión, asesinó a su hijo Itis y se lo hizo
comer a su esposo Tereo, sólo por despecho; a saber, porque yació forzado. Y luego
cortó la lengua a Filomena, hermana de la mencionada Procne, por lo que el tal Tereo
fue convertido por los dioses en abubilla, Filomena en ruiseñor y Procne en golondrina.
Pero los hijos de Jasón y de Tereo no suplicaban a sus madres que los matasen sino que
lloraban por morir. Yo te lo suplico con lágrimas ¿y tú serás tan cruel que no recibas
mis ruegos?

Fátima. Hija mía, antes me mataré a mí, que a ti; y si emprendes este camino, tu madre
desventurada te seguirá.

El tesoro de Fárax

Volvió entonces la madre con la respuesta a los otros y les dijo que, en
conclusión, no podía sacar nada de su hija, sino que la veía más presta a morir que a
vivir y que, sin lugar a dudas, moriría, si la entregaban al rey. Todos se quedaron
extremadamente sorprendidos por ello y ya daban por hecho que la vida de esta
muchacha sería corta, porque, cuando se curara, el rey la querría tener y ella no lo
consentiría; o bien era posible que el rey lo quisiera saber por ella misma y ella
respondiera de forma que el rey la hiciera matar. Y así, estaban muy tristes. El rey, de
hora en hora, se interesaba por el estado de la doncella y le transmitía muchas cosas
para alegrarla; pero cuanto más se esforzaba él en proporcionarle placeres, más la
incordiaba. Así, las voluntades de uno y otro estaban muy alejadas.

Cámar, empero, que no pensaba en otro hecho más que en éste, comprendió que
no podría obtener de su Juan lo que deseaba, porque el rey, en cuanto experimentara una
leve mejoría, se la llevaría a la fuerza. Y deliberó, mientras tenía tiempo, hacer lo que
había decidido en su corazón; esto es, dar a Juan todo el tesoro de su padre, a fin de que,
si ella escapase de las manos del rey, Juan contase con aquel caudal para proveer a su
libertad e ingeniase cómo podérsela llevar consigo. Y si por ventura la Fortuna le fuese
tan adversa que el rey, por la fuerza, la retuviera, se quedase Juan con el tesoro y no
perdiese de un golpe, al tesoro y a ella.

Pasaron unos pocos días, durante los cuales Cámar tuvo la oportunidad de ver a
su Juan y aquella visión le servía de soberana consolación. Por lo que un día, afinando
un momento en que nadie les viera, llamó a Juan; y, una vez allí, le espetó:

-Juan, en el recodo del huerto, delante del principal melocotonero, mi padre, que ha
perdido la vida por ti, había enterrado todo su tesoro en algunas vasijas: encontrarás en
la pared tres rayas de almagre; ahí mismo, al pie, están esas vasijas. Y esto no lo sabe
absolutamente nadie, excepto yo. Ruego que negocies tu libertad y que te pongas en
camino hacia tu tierra; yo he muerto por ti, pues piensa que no me levantaré viva de este
lecho y, si me hacen levantar a la fuerza, mi vida no tendrá mucha duración.

¡Ah, homicida de la persona que más te ama en este mundo, por quien he matado
a mi padre y robado su hacienda; por quien he vertido la propia sangre y expido mi alma
al otro mundo! Te ruego que si alienta y tiene sede en ti algún espíritu piadoso, después
de muerta, te acuerdes de mí; porque mi alma, libre de esta cárcel se te aparecerá
dondequiera que estés. Y si pudieses llevar mis huesos a tu tierra, contigo, no desearía
otro paraíso; y así te ruego que lo hagas.

Respondió Juan:

-Cámar, conserva ese dinero para ti e intenta esforzarte; porque yo no quiero dejar de
ser cautivo, sino vivir y morir como cautivo tuyo. ¡Que Dios no me deje vivir tanto que
pueda conseguir la libertad y salir de tu potestad! Ni quiero regresar a mi tierra, porque
has de saber que, aunque volviese allá y me llevase todo el tesoro real, tendría peor vida
que aquí. O sea que en este huerto me encontrarás cautivo tuyo mientras viva; sólo la
muerte me sustraerá de tu dominio.

No alguna consolación, sino muy grande, supuso para Cámar el oír las palabras
de Juan. Y si no hubiera estado segura de que el rey la reclamaría, en aquel instante se
hubiera levantado de la cama, creyendo que las palabras de Juan se referían a ella. Pero
estaba muy alejada de la realidad, porque Juan tenía todas sus miras puestas en otra
parte, y pasaba un mal trago por la opinión que Cámar se había forjado. Cámar, a éstas,
le dijo:

-Juan, arréglame esta venda que se me ha aflojado, pues temo que se me caiga el
ungüento y quizás me podría ser perjudicial.

Juan se acercó y Cámar, en un abrir y cerrar de ojos, le echó los brazos al cuello
y adhirió su boca a la de Juan; y cuando Juan, con la mayor suavidad que pudo, se
deshizo de ella, dijo:

-¡Oh día bendito, oh santa hora, en la que yo he conseguido tan ansiado placer! ¡Oh rey,
maldita sea tu vida, y cómo me haces perder la mía!

Y aquella amarillenta y descolorida cara se encendió y, tornándose


completamente roja, dijo:

-Juan, te ruego que te dignes visitarme y, dado que yo te he robado un beso forzado,
como don y gracia te pido que me des otro por ti mismo.

Juan entonces inclinó la cabeza y casi reverencialmente, se acercó a ella. Y


aquellos brazos fláccidos y sueltos, que parecía que fueran de pulpo, lo cogieron por el
cuello, y, mientras pendía de los brazos, que estaban aferrados al cuello de Juan, alzó
toda su espalda de la cama; y aquel cuerpo delgado y flaco, colgado al cuello del
cautivo, se abrazó a él y, con el envés de los labios, lo besó tan apretadamente que
ninguno de los dos podía respirar ni echar el aliento durante el forcejeo del largo y muy
codiciado beso. Y tras estar así durante un buen rato, se separaron uno de otro. Juan,
despidiéndose y saliendo de la habitación, se dirigió al huerto. Cámar se quedó en la
cama, chupando con la lengua sus labios para sorber el azúcar de la escasa saliva que,
de los labios de Juan, había quedado en los suyos.

La madre vino a la habitación y a su parecer encontró a la hija un poco


mejorada, con un tono que antes no tenía; y acercándose a ella, le notó el pulso muy
alterado, con fuertes latidos, y dijo:
-Hija mía, ¿cómo te encuentras?

Cámar respondió:

-He tenido un poco de frío, pero ahora creo que me sube la fiebre, pues me siento muy
trastornada.

-Hija mía –dijo la madre-, no tengas miedo, que no será nada; te habrás resfriado un
poco o te habrá sentado mal cualquier cosilla en el vientre; pero no será nada malo.

La hija se sentía la persona más feliz del mundo y, a fin de preservar su


intimidad, rogó a la madre que hiciese salir a todos de la habitación y que ella también
se fuese; y que la dejasen dormir un poco. Y así se hizo, pues, saliendo de la habitación,
la dejaron a solas.

Piense todo el que haya estado enamorado cuán plácidos son esos pensamientos
y cuán dulce es esa soledad. Cámar contempló en su imaginación a Juan, repasó los
abrazos y besos tan dulces y tan sabrosos, de modo que todos los placeres que en todo el
tiempo anterior había tenido le parecieron desagradables sinsabores en comparación con
éstos; y dijo:

-¡Ay amor, amor! Qué agradable es tu esperanza y qué gratas las flores de tu amoroso
fruto!

Entonces, habiendo vuelto Juan al huerto –según se ha dicho-, habló con


Berenguer y le contó todo lo relativo al tesoro; por lo que tuvieron que hacer lo que, si
no se hubieran arriesgado, no hubieran hecho de otro modo. Y puestos ambos de
acuerdo, a la noche siguiente, dijo Berenguer a Fátima:

-¿De qué me aprovecha el bien que me haces durmiendo contigo si siempre me tienes
cargado de hierros, y mi compañero ni yo no podemos tener ni un día de libertad? Te
ruego que al menos accedas a desencadenarnos y a darnos buena comida; y te
serviremos de por vida. Hace ya siete años que somos tuyos; no conocemos ni deseamos
conocer a otro señor. Has comprobado nuestra lealtad y nuestra confianza; así, al cabo
de tanto tiempo, esperamos obtener esta gracia, que para ti es algo insignificante, pero
para nosotros supone mucho.

Fátima contestó que le parecía bien; enseguida, hizo venir a un herrero que les
quitara los hierros y les mejoró las condiciones de vida -la cual se había resentido desde
que Cámar estaba encamada-. No obstante, siempre dormían en el huerto, cosa que les
satisfacía mucho; allí buscaron lo que Cámar había dicho a Juan y lo hallaron. Y
sacaron en conclusión que, de serles posible trasladarlos a tierras cristianas, con
aquellos doblones Curial podría volver a mejor estado que jamás hubiera alcanzado. Los
cautivos se alegraron mucho; así y todo, servían y trabajaban mejor que nunca, por lo
que eran muy estimados y complacidos de muchas maneras.

La casa de Fárax era la más rica de todo Libia, y quizás de África, porque los
antepasados de Fárax y su padre fueron tesoreros de muchos reyes y reunieron muy
grandes tesoros; de modo que su tesoro era incalculable. Y siempre fueron muy
ambiciosos y extremadamente avaros, de corazón tan miserable que les dolía gastar un
céntimo; no cesaban de comerciar y enriquecerse, a la par que crecían en codicia y
avaricia.

El rey, que estaba tan enamorado de Cámar que no la podía olvidar, hizo llamar
a Yunes y le dijo:

-Yunes, ¿cómo está tu sobrina?

-Señor –respondió Yunes-, no puede mejorar con nada del mundo; a fe mía, creo que,
sin saber cómo, se os escapará de las manos y se irá al otro mundo.

-¿Cómo puede ser? –dijo el rey-. Mi médico me ha dicho que su herida está ya muy
bien cicatrizada.

-Es cierto –dijo Yunes-, pero no come nada; ni duerme. No hace más que llorar y su
debilidad ha llegado ya a tal extremo que se ha quedado en los huesos. No puedo
imaginar que se cure nunca; y, si lo consigue, a mi entender, pasará mucho tiempo antes
de que vuelva a la normalidad.

Preguntó el rey:

-Di, Yunes, ¿y por qué llora tanto?

Respondió:

-Señor, por mucho que yo la he querido preservar, no he logrado impedir que se


enterara de la muerte de su padre; y la pobre, que lo amaba más que a su vida, no hace
más que llorar. Como os he dicho, ha perdido el apetito y está tan amargada que no hay
nadie en el mundo que la pueda consolar.

Replicó el rey:

-¿Y quién se lo dijo?

-Señor, yo no lo he podido saber, porque la han visitado y la visitan muchas personas a


diario; y por mucho que haya querido impedirlo, no me ha sido posible. Pero, si Dios
quiere, el paso del tiempo secará las lágrimas y dará lugar a otras cosas; y se cansará de
lamentarse.

-Es cierto –dijo el rey-, pero me gustaría mucho saber quién se lo ha dicho.

Replicó Yunes:

-Señor, ella misma lo dirá con el tiempo.

El rey, entonces, añadió:


-Yunes, yo te ruego que Cámar sea atendida y servida lo mejor que se pueda hacer en el
mundo, a fin de que recupere pronto la salud; porque, a fe mía, se me hace eterno el
verla bien.

Yunes contestó que él se esforzaría tanto como pudiera. Por esos días, los
cautivos iban los viernes a Túnez, donde entablaban amistades; y, por casualidad,
confiaron en un genovés muy famoso, llamado Andrea de Nigro, y le entregaron mil
doblones, rogándole que los quisiera guardar a fin de procurar redimirse y acabar con la
cautividad. Berenguer conocía a algunos mercaderes catalanes y, entre otros, habló con
uno que se llamaba Don Jaime Perpunter -muy buen hombre y de gran honestidad,
natural de Solsona pero que tenía casa en Barcelona- y le dijo que estaban cautivos él y
un caballero que estaba con él, y que contaban con fondos para ser redimidos; y le
dieron otras mil doblas, rogándole encarecidamente que las guardase, porque ellos
esperaban dejar de ser cautivos pronto y que, en cuanto fuesen libres, con eso suyo se
podrían socorrer.

El mercader les respondió que estaba de acuerdo y preguntó a Berenguer cómo


se llamaba; respondió que Galcerán de Mediona, hijo de Don Asbert de Mediona, a
pesar de que ahora se hacía llamar Berenguer; y que el otro cautivo se llamaba Juan y
era normando. El mercader, al saber que éste era Galcerán de Mediona, le hizo grandes
reverencias, cogió el dinero y lo puso a buen recaudo, destinando a los cautivos una caja
grande y muy segura. Y de noche, no hacían más que ir y venir a Túnez cargados, de
modo que -ayudados por dicho mercader, que colaboró con ellos con mucha diligencia-
trasladaron a casa de él, a esa gran caja y a otra que se les tuvo que reservar, todos los
doblones, así como muchas otras joyas de oro, piedras preciosas y gruesas perlas, que se
encontraron asimismo con el tesoro. Y el tal Jaime Perpunter los ayudó lealmente y les
guardó lo suyo con toda fidelidad.

Cuando tuvieron todo el tesoro en casa del mercader, los cautivos se sintieron
muy relajados, pero su trabajo en el huerto nunca fallaba, sino que trabajaban mejor y
más eficientemente que antes; a la vez que se les trataba mejor que en tiempos pasados.
Ya empezaban a cantar y a alegrarse, confiando en que no iban a seguir mucho más
tiempo en cautividad, y que eran ricos y con buenas perspectivas. Tanta era su dicha que
Juan, cuyo nombre era Curial, pensando en Güelfa, en su exilio del marquesado de
Monferrato y en las palabras que Güelfa le había dicho –que si no se lo pedía la corte
del Puy y todos los buenos enamorados, no le perdonaría-, como era un gran trovador,
compuso una canción que decía: “Al igual que el elefante...”24

Muerte de Cámar

Durante ese tiempo Cámar se curó de la herida, pero se quedó tan flaca y tan
deteriorada que parecía un alma en pena, y no podían conseguir que comiera. Por lo que
el rey, al cabo de algunos días, esperando que mejoraría, ordenó que la llevasen a la
ciudad y la levantaron de la cama; pero ella se hizo colocar cerca de una ventana muy
alta que daba al huerto. Y tras estar mucho rato allí mirando a Juan, que cavaba, su
madre le suplicaba que comiera un poco para poder llevarla en andas a la ciudad y
llamaron a los cautivos para que preparasen las andas; la desgraciada doncella pidió que
se las arreglasen y pusieran a punto en el vergel, junto al muro y delante de la ventana,
24
En el original, en provenzal: “Atressí com l’aurifany”, primer verso de una composición de Rigaut de
Berbezilh.
para poder verlo ella. Pero, como ellos no lo hacían al gusto de la madre, Fátima se
apresuró a bajar para ponerlas con más primor.

La doncella, al verse sin su madre y sabiendo que la querían entregar al rey y


que no vería a Juan nunca más, dando grandes gritos, dijo:

-¡Oh nieta de Abante, rey de Tiro y Sidonia, sobrina de Acrisio, rey de los argivos e hija
de Belo, rey de muchos reinos! Tú, que juraste sobre las cenizas de los huesos de
Siqueo guardar lealtad a tu marido después de su muerte, y más tarde, huyendo por
temor a Pigmalión, tu hermano, faltaste a la promesa a las reales cenizas por el nuevo
amor que se gestó en ti contra todo lo racional. Yo me avergüenzo de haber nacido en tu
Cartago, a causa de la inconstancia que Virgilio escribe de ti; y si no hubiera habido una
segunda etapa -esto es, que con la muerte reparaste tu gran error, a fin de que no fueses
llamada falaz por dos veces-, no me consideraría tuya ni quisiera tildarme de enamorada
cartaginesa.

Yo, Cámar, hija tuya, siguiendo las segundas pisadas de tu encendido furor, iré a
los reinos ignotos para servirte, pues no es razonable que reina tan preclara vaya sola
entre almas nacidas de sangre noble. Sé que hace muchos centenares de años que tú
esperas a alguna vasalla tuya que ose emprender el camino que tú, intrépida, tomaste
para seguir la claridad del que resplandeció dentro de tu corazón. Es cierto que no te
costó excesivamente morir por amor, puesto que el decidir morir y la muerte se dieron
al mismo tiempo, de modo que la decisión no precedió a la ejecución. Más aún, si tu
determinaste morir por un hombre digno de tu amor, semejante e igual a ti, no es
ninguna maravilla especial, máxime cuando él te abandonaba y no quería seguir en tu
compañía; por eso, como persona desesperada, a quien desaparece toda esperanza,
determinaste morir sin pensarlo, porque tu furor fue tal que, sin saber lo que hacías, te
diste la muerte. Por eso no se te debe contar como virtud, pues solamente no quisiste oír
aquella tan horrible palabra de repudiada, y sólo esto justifica tu rigor criminal. Pero yo,
castigada y combatida por aquellas ideas malsanas que separaron a tu alma dolorida de
tu carne en llanto, te invoco y te ruego que recibas mi alma, que va a servirte, no debido
a un repentino arrebato, sino a larga y madura deliberación, meditada por mí durante
muchos días.

Me consta que Artemisia lloró como yo, pero llorando venció, y Madreselva, su
adversaria, murió de dolor en la cárcel. ¡Ay, esta mía no es la obra de Aracne, que por la
diosa Palas fue reducida a la nada, sino que será muerte muy amarga y cruel; pero
pondrá fin a todos mis males! Y así, reina y señora mía muy querida, no creas que voy
hacia ti por deseo de verte, que, si pudiese evitarlo, aquí, con un esclavo mío me
quedaría a vivir para siempre; mas, dado que esto me es impedido, antes prefiero ir
contigo que faltar a la fe que le he entregado dentro de mi corazón. Por ello, Juan,
prepárame tus brazos y haz de ellos el lecho donde muera. Recíbeme, señor, que voy
hacia ti; soy cristiana y me llamo Juana. Encomienda a tu Dios mi alma, y mi cuerpo en
tu tierra tenga sepultura.

Y dejándose caer desde lo alto de la ventana abajo, dio en el suelo, de cabeza,


con el borde de las andas; y, rotos los huesos del cráneo en varios trozos y vertiendo el
seso por muchas fisuras, murió en las mismas andas. Los tíos, que estaban cerca de ella,
corrieron hacia la escalera, pero cuando llegaron ya había muerto. La desgraciada
madre, que no tenía otro bien sino aquella hija, empezó a hacer un gran planto sobre el
cuerpo de la hija, rasgándose los velos, los cabellos y las vestiduras; y quería morir.

Los tíos de Cámar la tenían en brazos y, a la vez, lloraban asimismo muy


angustiosamente, de modo que allí no había más que lágrimas y lloros que aumentaban
por momentos. Allí se recordaba la muerte de Fárax, allí veían la muerte de Cámar, y
ellos mismos no tenían esperanza de vida, porque temían que, al enterarse el rey, les
daría muerte a todos; por eso, su dolor era mucho mayor. Unos lloraban por el mal
pasado, otros por el presente, otros por el futuro, o sea que sus ánimos estaban tan
afligidos que no tenían ni un corto instante de alivio y reposo. Temían la furia del rey y,
por consiguiente, el rigor de su acerba ejecución; así que, de poder morir allí, no
rogarían a Dios que les alargara los días.

Lucha de Curial con dos leones

El rey se enteró de la muerte de Cámar y de todo su discurso, a través del cual


comprendió que la había perdido por aquel cautivo. Completamente perplejo y
enfurecido envió llamar a la madre y a los tíos; después de venir y dar relación de la
muerte de Cámar al rey, mandó éste que le llevasen al cautivo llamado Juan, e
igualmente el cuerpo de la doncella. Y en cuanto lo vio el rey, le dijo:

-Di, cautivo, ¿Cámar cayó en tus brazos?

Respondió Juan:

-No, señor, pues yo, en cuanto tuve las andas preparadas, me fui otra vez a cavar; y, a
las voces de los que gritaban, volví la cabeza y la vi caer en el vacío, girando por el aire,
ventana abajo. Corrí a socorrerla, pero no llegué a tiempo; antes de llegar yo, ya había
muerto.

Estaba cerca del rey un embajador del rey de Aragón, caballero muy noble y
valeroso, llamado Ramón Folch de Cardona, a quien el rey honraba y agasajaba mucho;
y, al ver al cautivo con el cuerpo más esbelto que a su parecer hubiera visto nunca antes
en otro hombre, lo miró fijamente y quedó seducido al extremo por él. El rey estaba
furiosísimo y mandó que fuesen echados a los leones inmediatamente el cautivo y
Cámar. Don Ramón Folch dijo:

-Señor, permitidme hablar un poco con él.

Por lo que, echados a un lado, le dijo Don Ramón Folch:

-Dime, amigo, ¿de dónde eres?

-Señor –dijo Juan-, yo os lo diré, a condición de que no reveléis nunca a nadie mi


nombre.

El embajador dijo:

-No temas, amigo; dime quién eres.


-Señor -dijo él-, yo me llamo Curial.

El embajador le miró y le dijo:

-¿Sois vos el que estuvo en el torneo de Melun con el rey de Aragón?

-Sí, lo soy –dijo él-.

-No moriréis, por cierto, o yo moriré con vos hoy mismo –dijo el embajador-.

Curial preguntó:

-Y vos, señor, ¿quién sois?

-Yo soy un caballero –dijo él- del rey de Aragón. Y soy amigo vuestro, aunque no os
hubiera visto antes.

El cautivo se reanimó. Y dijo entonces el rey:

-Ale, ale, sigamos, y veréis el león más hermoso y más bravo que se pueda ver.

Respondió el embajador:

-Señor, ruego que me concedáis una gracia.

El rey accedió, mientras que no le pidiese la vida del cautivo. El embajador


respondió que no se la pedía, pero que le suplicaba que, dado que no le quitaba al león
las armas naturales, no le quitase al hombre las artificiales; y que le diesen sólo una
espada y una adarga. El rey, muy en contra suyo, lo concedió. Por lo que, haciendo traer
una buena espada y una adarga, se las dieron al cautivo; el cual, casi desnudo, en
camisa, fue colocado en el corral.

La desventurada Cámar, totalmente desnuda, de modo que no parecía una


persona, estaba en el corral, atada fuertemente a un poste para que se mantuviese
derecha. El embajador vió otra adarga y una espada en un extremo del diván del rey y,
rápidamente, las cogió y, desnudándose, en jubón, fue hacia el mirador donde estaba el
rey. El rey, al verlo, dijo:

-¿Qué queréis hacer?

Dijo el embajador:

-Ahora mismo lo veréis, pues el cautivo, ciertamente, no morirá sin mí.

Y mientras estaban porfiando sobre esto, el rey iba a ordenar que sacasen al
cautivo del corral; pero entretanto salió el león y, al verlo, Don Ramón Folch quiso
saltar abajo, aunque el rey lo retuvo con un gran esfuerzo. El cautivo, al ver al león,
apoyó sus hombros, de espaldas, contra el poste donde Cámar estaba atada, para que el
león no se acercase a ella. El león no fue directo contra él sino hacia otra parte del
corral, pero no dejaba de mirarlo. Curial dijo en lengua árabe:
-Cámar, según dicen aquí, vos moristeis por mí y yo, a fin de recompensaros como
pueda por ello, os aseguro que moriré antes de que el león se os acerque.

Y alzando el brazo, blandió la espada; el león, al ver el movimiento del brazo, se


abalanzó hacia él. Curial lo espera con la adarga delante y la espada en alto, con la
mirada tan segura y la expresión tan firme que todos se maravillan; el león lo mira y, al
resplandor de la espada, que refulgía a la claridad del sol, empezó a perder un poco el
equilibrio. Curial exhaló un gran grito y, en dos pasos, contraatacando muy rápido, se
plantó junto al león y le dió un golpe tan fuerte con la espada en los ojos que el león se
giró para huir; pero Curial le atizó otro golpe en los lomos que estuvo a punto de
partirlo en dos.

El rey, al ver al león muerto, creyó morirse de irritación, y mandó que sacasen
otro. El embajador dijo al rey que esto era inhumano y que le suplicaba que le
concediese la gracia del cautivo. El rey no estaba predispuesto a dárselo, por lo que un
caballero de España -que se llamaba Don Enrique de Castilla, y tenía mil rocines de los
cristianos y otras prebendas del rey- suplicó al rey que concediese esa gracia a Don
Ramón Folch. Por lo cual el rey, indeciso no sólo en hechos sino también en dichos,
dijo:

-Miradlo: yo he mandado sacar otro león; si vence a éste, que sea libre y os lo lleváis.

Don Ramón Folch sufría por saltar al corral. Don Enrique le dijo:

-Si vos saltáis, yo saltaré.

El rey les exigió y ordenó que no se moviesen y los retuvo con gran esfuerzo,
porque el uno por el otro, por pundonor, hubieran pasado por aquel peligro. El león ya
había salido; Juan, que ya había extraído la espada del otro león, miró al segundo de
hito en hito. El león se va derecho hacia él; pero lo mismo o peor hizo con el segundo
que con el primero. Los dos caballeros entran corriendo en el corral. Don Ramón Folch
se quitó un manto muy rico y se lo echó encima al cautivo. Curial, inmediatamente, se
lo quitó y se lo puso por encima a Cámar, cubriendo con él sus carnes desnudas; e
hincando la rodilla ante ella, dijo llorando:

-¡Oh, Cámar, señora! Dios no me ha concedido la gracia de que, en vida vuestra y


viéndolo vos, aceptaseis este pequeño servicio de vuestro cautivo, inocente de vuestra
muerte.

Redención de los cautivos

El rey hizo venir al cautivo y le preguntó de dónde era; respondió que de


Normandía y que su nombre era Juan. El monarca le interrogó mucho acerca de la
muerte de Cámar y él siempre le contestó que no sabía nada. El rey añadió:

-Ahora, vete. En honor de estos caballeros, que han intercedido por ti, te dejo libre;
desde hoy, ves donde quieras, pero no te quedes en mi reino más de dos meses.
Curial y los caballeros se lo agradecieron mucho. Curial pidió el cuerpo de
Cámar y le fue otorgado por el rey; así, lo sacaron del corral y fue trasladado muy
respetuosamente a casa del embajador. Una vez bien embalsamado y tratado con mirra y
todas las substancias pertinentes, se depositó en una caja muy rica; después, fue llevado
a tierra cristiana, donde fue sepultado con honor. El embajador comentó:

-Curial, yo tenía el mayor interés del mundo por conoceros y os juro que he deseado
vuestra compañía más que la de cualquier otro caballero. Alabado sea Dios, que me ha
permitido encontraros; yo me llamo Ramón Folch de Cardona y, mientras viva, me
tenéis dispuesto a vuestro placer y honor. Tengo aquí dinero, con el que podréis
reponeros, no según solíais ni según exige vuestro honor, pero os servirá para arreglaros
un poco.

E hizo traer trajes suyos para vestirlo. Pero Curial le dijo:

-Señor, yo no quiero por el momento salir de la pobreza en que estoy; y por nada del
mundo cogería nada.

Entonces el embajador le preguntó cómo le habían hecho preso. Curial se lo


contó todo, que tenía un compañero cautivo, al cual deseaba redimir, y que contaba con
dinero suficiente para pagar el rescate. Así hubo ocasión de que el otro cautivo, que se
hacía llamar Berenguer, fuese redimido; y de esta manera ambos cautivos recobraron la
libertad. El embajador miraba mucho a Berenguer y le parecía conocerlo; y le dijo:

-Amigo, ¿de dónde eres tú?

Berenguer se echó a reír, y dijo:

-¿No me conocéis? Pues a mí, vos, no me sois desconocido.

El embajador volvió a decir:

-No puedo recordar quién sois, pero os he visto seguramente.

Entoces dijo Berenguer:

-Yo me llamo Galcerán de Mediona.

El embajador, con un gran grito, dijo:

-¡Oh, primo mío! ¿Y vos estabais cautivo y ni yo ni vuestra familia lo sabíamos!


¡Bendito sea Dios que os he encontrado! Sabed que en toda Cataluña se corría el rumor
de que habíais muerto! ¡Loado sea Dios que ha hecho que os encuentre! Vos vendréis
conmigo, o al menos yo seré el portador de las buenas noticias de vos a Cataluña; y
vuestra madre, que por vos creía perder el juicio, e incluso la vida, se alegrará con las
nuevas que le contaré de vos.

Entonces Galcerán le respondió que él por nada del mundo dejaría a Curial en
aquel estado, porque sabía bien que querría presentarse a los suyos como cautivo; pero
que, después, podría ser que, Dios mediante, la iría a ver.
Fue grande la alegría que tuvo el embajador al haber encontrado a aquel pariente
y también le supuso mucho honor (sabed que de ese linaje de Mediona han salido todos
los de la casa de Pallars y que ellos eran origen y principio de toda la familia); y le
preguntó la causa de no haberle querido aceptar Curial el dinero, ni las ropas ni nada de
lo que le quería dar. Galcerán contestó que se imaginaba que quería volver a su país
como cautivo y que no quería ser conocido de ninguna de las maneras.

-Pero vos –dijo el embajador-, entiendo que no vais a ir así, para vergüenza mía y de
todos cuantos parientes y amigos tenéis.

Y le llevaron enseguida ropas y dinero, intimándole a que lo aceptase. Galcerán


respondió que él no se había unido a la compañía de Curial para dejarle colgado; y así,
que no haría más que imitar lo que agradase a Curial. El embajador volvió a requerir y
rogar a Curial para que se abasteciese con sus cosas; añadiendo a esto que, si él se viese
en tal estado, lo aceptaría, de Curial y de cualquier caballero que en tal caso le quisiera
socorrer. Curial contestó que, de momento, se resignase a verlos a los dos en estado de
tanta pobreza, porque debía volver así a su tierra; pues, en cuanto a esto, él no podía
hacer otra cosa. El embajador había oído habladurías sobre él y la hermana del marqués,
e intuyó que lo hacía por eso; o sea que se calló y no le molestó más. Entonces Curial le
dijo:

-Señor, vos nos habéis hecho un gran favor y mucho honor al liberarnos de la
cautividad; y a mí me habéis salvado la vida, la cual, de no ser por vos, ya se me habría
acabado. Yo ruego a Dios que os lo pague, porque yo no puedo; quiera Dios que yo
pueda hacer en honor vuestro alguna cosa por la que me vea libre de la deuda que he
contraído para con vos. Y disculpadnos, que queremos irnos a casa de un mercader
amigo nuestro; porque yendo con vos nos reconocerían, cosa que me depararía peor
suerte que la que tuve al caer cautivo.

Y así, tras muchos ofrecimientos entre una y otra parte, yéndose de aquel lugar,
se dirigieron a casa del mercader. Don Ramón Folch se quedó muy contento por haber
librado de la cautividad a Curial y a Galcerán, de modo que pensó que obtendría mucho
honor dondequiera que se supiera; pero, a pesar del gran prurito de ese honor, él no
debía revelarlo por nada del mundo.

Asimismo los cautivos estaban muy alegres por la libertad que habían
conseguido; pero Curial, por otro lado, estaba taciturno por la muerte de Cámar. Se
hospedaban en casa del mercader catalán y con él pergeñaban cómo podrían salir de
Túnez, pidiéndole consejo sobre cómo y de qué modo se podrían llevar los doblones
que tenían. El mercader explicó que el embajador se había anticipado y que, en una
galera suya, grande y que tenía muy bien armada, podrían irse con él hasta Ibiza, donde
había un gran carguero que llevaba sal; y que esta nave pertenecía a genoveses. Y que el
embajador era caballero tan elegante que, si ellos se lo solicitaban, les haría embarcar en
la nave sin peligro; y, de allí, podrían ir a Génova y, después, a su tierra. Y así se hizo,
de modo que su caudal se llevó a la galera. Pero Andrea di Nigro negó el adelanto de los
mil doblones, afirmando, con juramento, que no conocía a tales cautivos ni había
recibido tal suma como adelanto.
La galera no zarpaba porque el embajador no podía marcharse; por lo que el
mismo embajador mandó al patrón de la galera que, mientras él solucionaba sus
asuntos, llevase a los dos cautivos con sus cosas a Génova. Así, se hicieron a la mar y,
navegando, en pocos días llegaron a Génova. Y el patrón de la galera tenía allí un
pariente mercader -hombre muy prudente, industrioso, de fiar y de muchas cualidades-,
que, aunque era de Barcelona, tenía casa en Génova y trataba con muchos mercaderes
de Barcelona. El patrón, que había reparado en la deferencia que Ramón Folch tenía con
los cautivos, y advertido de que uno de ellos era Galcerán de Mediona, los encomendó
mucho al mercader, avisándole de que uno de ellos era Galcerán de Mediona. El
mercader, muy contento, se ofreció generosamente a ellos, por lo que ellos sacaron sus
pertenencias de la galera y, muy en secreto, las guardaron en casa del mercader; y,
habiendo pagado por la travesía amplia y espléndidamente, la galera partió y ellos se
quedaron ahí descansando durante unos días.

Los cautivos en Monferrato

No tardaron muchos días en salir de Génova y llegar a Monferrato; y se


hospedaron en el hospital. E iban cada día a comer de las sobras que daban a los pobres
en la puerta del palacio del marqués; y muchas veces esperaban cantando, hasta que el
marqués se enteró e hizo que fuesen a cantar delante de él. Una vez allí los cautivos, el
marqués los oyó y se prendó tanto de la melodía y la canción del elefante, que era
chocante. Y se le ocurrió hacerle decir a su hermana, que estaba enferma, que había allí
dos cautivos que cantaban muy bien, y si los quería oír. Güelfa respondió que le parecía
bien, de modo que el marqués mandó que se los llevasen a Güelfa.

Güelfa estaba informada de que Curial, al escapar de la galera había perdido la


vida junto con su compañero, porque los hombres enviados para buscarlos, aunque
falsamente, lo habían asegurado; Güelfa había sentido por ello mayor duelo que por la
muerte de su marido.

Cuando los dos cautivos estuvieron delante de ella, se les mandó que cantaran; y
ellos empezaron a cantar la canción del elefante. Güelfa, que oyó esta canción, se
extrañó mucho y mandó que la volviesen a cantar; y así lo hicieron. Y si no fuese
porque estaba convencida de que Curial había muerto, por ventura hubiera pensado que
era uno de ellos; pero la certificación que le habían dado no le permitía creer ni siquiera
sospechar que fuera él. Aunque siempre recordaba a Curial y lo que le había dicho
cuando lo expulsó: que si la corte del Puy y los leales enamorados no se lo rogaban,
nunca le perdonaría. Y enseguida se echó a llorar. Y mandó a Melchor que se llevase a
los cautivos a su casa, les diese de comer, les vistiese decentemente y les diese limosna,
a fin de que Dios tuviese piedad del alma de aquel que había muerto en cautividad.

Por lo que Melchor de Pando se los llevó a su casa y les dió de comer. E intentó
vestirlos; pero Curial no aceptó que le diesen ropa, alegando que primero tenían que ir a
Santa María del Puy y que, quizás, después de haber ido allí, regresarían y aceptarían lo
que por ventura les quisieran dar. Melchor volvió a Güelfa y le contó que aquellos
cautivos no habían querido coger ropas ni ninguna otra cosa; y que les había preguntado
si sabían algo de Curial y que le habían contestado que no. Güelfa volvió a disponer que
les hiciesen venir; y una vez allí les mandó que volviesen a cantar aquella canción. Y,
así, la cantaron.
Después de haberla cantado, Güelfa llamó a Curial y le preguntó de dónde era y
cómo se llamaba; respondió que de Normandía y se llamaba Juan. Todo el rato hablaba
francés; y la barba, que le llegaba casi hasta la cintura, y el camuflaje terrible, todas esas
cosas impedían que Güelfa pudiese reconocer a Curial. Pero le mandó que le recitase la
canción, con la letra, sin cantar; y de inmediato, él lo hizo. Y cuando ella la oyó le
preguntó quién había escrito esa canción. Él contestó que no lo sabía, que la había
aprendido de unos mercaderes en Túnez.

-¡Ay, pobre de mí -dijo ella-, pues yo conocí al que la escribió!

El cautivo respondió:

-Si lo hubierais conocido bien no lo habríais expulsado.

-¿Y cómo sabes tú que yo lo expulsé? –dijo Güelfa-.

Contestó:

-Debo saberlo, porque por vuestra ira he estado siete años en cautividad.

Y empezó a hablar en lengua lombarda. Entonces ella lo miró y, por las líneas de
la cara, lo reconoció; y le dijo:

-¡Traidor! ¿Quién te ha traído a mi casa?

Respondió él:

-Vos, señora, que me mandasteis llamar para que viniese.

-Marchaos, marchaos –dijo ella- a casa de quien os hospeda y no volváis por aquí.

Y así Curial, despidiéndose respetuosamente, con la cabeza gacha y algo


contento, volvió a casa de su anfitrión. En cuanto Curial se volvió de espaldas, Güelfa
llamó a Melchor y, queriendo ponerle cara irascible, aunque no podía, le dijo:

-¿Sabéis quién es el cautivo con el que he hablado?

-No, señora –respondió Melchor-.

-Preguntádselo, que él os lo dirá. Pues tenéis otro huésped del que os pensáis.

Melchor entonces, arrodillándose, le dijo:

-¡Ah, por Dios, señora! Por favor, decidme quién es.

-Id, id a vuestra casa, que allí encontraréis a vuestro falso amigo Curial.

-¿Cómo, señora? ¿Es él?

-Sí –dijo ella-, con seguridad.


-¡Oh, qué desgracia! Lo tuve en mi casa y no lo reconocí.

Por lo que fue corriendo a su casa y, encontrando a Curial, lo abrazó y lo besó, y


lloró de gozo con él, y le contó lo que había hecho Güelfa desde que él se fue. La
abadesa no pudo contenerse, y, en cuanto lo supo, salió a escondidas del monasterio.
Bien comprenderéis que la alegría reinase entre ellos, pues no la sabían controlar por
ningún medio. Güelfa, desconcertada, llamó a la abadesa y la hallaron en casa de
Melchor; y fue enseguida a casa de la señora y, con la cara enrojecida, le contó todas las
cosas que había sabido de Curial, rogándole con insistencia que le hiciese venir, porque,
sin falta, se excusaría del cargo que injustamente le habían achacado, del que él era
inocente en cualquier caso. La señora respondió:

-Amiga mía, yo estoy muy contenta por saber que está vivo y me disgustan los
percances que ha pasado. Y estoy segura de que, si yo le oyera, con razón o sin ella,
sabría encubrir muy bien todos sus yerros; mas no quiera Dios que yo le vea ni oiga
más. Me pesa mucho lo que ha ocurrido; aunque mi conciencia no se ve vulnerada,
porque ha sido un accidente.

Pero yo mantendré mi voto y no dejaré de cumplirlo, pues se lo he prometido a


Dios; ahora bien, os ruego que os informéis de todo lo que le ha sucedido, de manera
que yo me entere de todo por Melchor y por vos. Y decidle que parta de aquí rápido, de
modo que no se sepa su regreso; y que vaya, en nombre de Dios, donde le plazca. Pero
que pierda cualquier esperanza que tenga puesta en mí, pues yo vuelvo a jurar a Dios y a
la Virgen María que, mientras yo viva, no cambiaré el propósito que le dije cuando le
despedí.

Abadesa. ¿Adónde lo enviáis? ¿Dónde queréis que vaya? Asignadle un lugar donde os
agrade que viva.

Güelfa. Que vaya donde quiera. El mundo es grande y ancho, y bien cabrá ahora, así
como hasta ahora ha cabido.

Abadesa. Sí, pero vos le mandabais a donde ir, y él lo cumplía así.

Güelfa. Le mandaba mientras lo tenía por mío; ahora no lo tendría, porque no tengo
motivo para hacerlo.

Abadesa. Yo os digo, señora, que él es vuestro, y lo será mientras viva. Bien lo atestigua
la desventurada Cámar, que, despreciando a un rey por él, perdió la vida.

Güelfa. Muy mal empleó su muerte, ya que se mató por un hombre cruel e ingrato; y si
lo hubiera conocido tan bien como yo, habría conservado mejor su vida.

Abadesa. Ella murió verdaderamente por el hombre más leal del mundo, y, a pesar de
ser él la causa de su muerte, está limpio de culpa, pues no podía complacerla a ella y
guardar la fe que os había prometido a vos.

Güelfa. Así pues, ¿según eso, yo la maté?


Abadesa. No la matasteis vos, ni tampoco hubiera muerto de no ser por vos.

Güelfa. ¡Ay de mí! ¡Eso faltaba, que me cargaran el alma de aquella mora loca! ¡Ojalá
estuviese viva y a Curial le fuera bien con ella!

Abadesa. Curial no puede aspirar a ningún bien sin vos.

Güelfa. Ni lo tendrá conmigo, según os he dicho.

Abadesa. Puesto que es así, que queréis que se vaya, tened algo de compasión para que
no se vea obligado a pedir limosna de puerta en puerta. Dadle con lo que se pueda ir de
aquí y se sitúe en una situación razonable, hasta que Dios quiera que su mala suerte se
acabe; que, a fe mía, no creo que nadie haya nacido en el mundo con tan mala estrella
como él.

Güelfa (suspiró y dijo): No he tenido peor suerte yo con él, que él conmigo. Y nada más
sobre esto. Marchaos. Que Melchor le dé lo que precise para situarse manteniendo unas
veinte caballerías, y que lo sostenga así; que le dé las joyas y ropa que dejó empeñadas
cuando se marchó. ¡Que se vaya, en nombre de Dios, y se busque la vida! Y que no
espere de mí el perdón, sino que, según lo estipulado, tenga la boca callada y no me
escriba ni se ocupe de mí; porque yo de veras que lo he aborrecido del todo y cuanto
más me habláis de él, peor califico sus hechos.

La abadesa se despidió y, yendo a Melchor, le expuso la voluntad de Güelfa. Y


enseguida el prohombre devolvió a Curial todas sus cosas; aunque también se las
hubiera dado sin órdenes. Entonces, los tres estuvieron hablando y tratando de muchas
cosas; después, aconsejándole acerca de cómo actuar, bien provisto de dinero y de letras
de cambio, Curial se marchó de allí con su compañero. El prohombre les acompañó
durante una jornada y en aquel trecho Curial le hizo la confidencia del tesoro que tenía
en Génova; y hallaron el medio para que en pocos días fuera todo remitido a casa del
prohombre.

Curial regresa a Francia

Curial se fue a Marsella, y allí se arregló un poco; después se dirigió a Aviñón,


donde se arregló mejor. Y, trajinando por Francia, aumentó de nivel, hasta conseguir el
de veinte caballerías. Fue también a Santa María del Puy, en cuya iglesia hizo una
novena; y estuvo allí un tiempo, disfrutando todo lo que podía. Por otro lado, Melchor,
cuando hubo recobrado el tesoro de Curial, comprendió y dedujo que Curial era uno de
los grandes señores del mundo, sin vasallos y sin tierra, de lo que se alegró mucho.

De un modo parecido, Curial, pensando en su riqueza, y, por otro lado, creyendo


haber recuperado a Güelfa, se dedicó a vivir relajada y lascivamente, como si fuese un
arzobispo o gran prelado, sin recordar que era un caballero y un hombre de ciencia. Al
contrario, olvidó por completo la disciplina militar, así como la disciplina del estudio, y
gastaba totalmente el tiempo en comidas, francachelas, fiestas, vestidos y otras
vanidades, así como en los actos de Venus. Éste era su estudio, su afición e incluso todo
su bien; y finalmente, no pensaba más que en esos placeres de hastío.
Y mientras vivía así -que cualquiera que lo viese lo juzgaría mal ya por sus
excesos en comer; pero, además, carente de toda virtud, con las miras puestas en la
deshonestidad y en la repugnancia de los vicios de la carne-, una noche, en sueños, se le
apareció la siguiente visión.

Visión de Curial

Aquel dios al que los gentiles llamaban dios de ciencia, esto es, Baco, hijo de
Semele, que residía en palacios grandes y muy lujosos, guarnecidos con pámpanos y
con ingente número de racimos, acompañado de innumerables personas, se mostró a
Curial en la manera y orden siguiente.

Estaban delante de aquel dios, pero al lado izquierdo, una reina –joven y moza
por su cara, con una corona en la cabeza de poco valor- rodeada de muchísimos
muchachos, que leían o lloraban; esta reina tenía en las manos unos latiguillos y en la
otra, un mendrugo de pan. Delante de ella había cuatro doncellas muy bellas, los
nombres propios de las cuales figuraban bordados en sus pechos; por estas letras Curial
supo el nombre de cada una, esto es: Ortografía, Etimología, Sintaxis y Prosodia.

Detrás de ésta, algo más cerca ya de Baco, había otra reina con la cara muy
afilada y no podía estarse quieta; y tenía dos serpientes -es decir, una en cada mano-,
que continuamente querían morderse, y de hecho se hubieran mordido si la reina no
separara las manos de modo que no se podían dar alcance, y movían las lenguas con
tanta velocidad que parecía que cada una tuviera siete lenguas. Delante de ella había tres
doncellas, asimismo con sus nombres bordados en los pechos; esto es: Probable,
Demostrativa y Sofística. Inmediatamente, junto a ésta, había otra reina, vestida de
colorines, pero muy lujosamente ataviada y estaba cantando tan alegremente que era
digno de admiración; llevaba en la mano una pauta musical escrita y anotada, que
miraba de continuo y que corregía con una pluma. Y había delante de ella tres doncellas
muy bellas, las cuales, de acuerdo con las letras de sus pechos, se llamaban Judicial,
Demostrativa y Deliberativa. Continuando y cerca de ésta, más próxima todavía a Baco,
había otra reina que tenía ante sí una mesa blanca. Y delante de ella había dos doncellas
que la servían y, según las letras de sus pechos, se llamaban Par e Impar.

Tras ésta, más cerca aún de Baco, había otra reina que tenía un librito en una
mano y en la otra un compás; delante suyo tenía tres doncellas, llamadas, según los
carteles de sus pechos, Altimetría, Planimetría y Subeumetría. Después de ésta, más
cerca todavía de Baco, había otra reina que tocaba unos órganos y cantaba con tanta
dulzura melódica que yo no creo que mejor sonido ni mejor canto haya habido jamás, ni
haya ahora ni pueda haber de ahora en adelante. Tenía ante sí tres doncellas, las cuales
cantando a diversas voces concordaban con ella y, efectivamente, si los ángeles
cantasen delante del Salvador, no podrían mostrar mayor dulzura; los nombres de las
doncellas, según sus carteles, eran: Viento de Órgano, Voz Armónica, Pulso Rítmico.
La séptima y última reina, y la que estaba más cerca de dicho dios, tenía una esfera en la
mano y un cuadrante en los pechos, y, manteniendo la mano en alto, miraba a la esfera;
tenía la vista tan ágil que penetraba y traspasaba los cielos. Y tenía delante a dos
doncellas, llamadas Movimiento y Efecto.

Detrás de aquel dios había tal gentío y de tan diversas partes y de tan extrañas
tierras que si no fuese porque todos hablaban latín, nunca se habrían entendido. Estaban
sentados al pie de la primera reina Prisciano, Uguicio, Papias, Catolicón, Isidoro,
Alejandro y muchos otros. Igualmente, todas las otras diosas tenían muchos imitadores
y una abundante multitud de servidores; los cuales, en virtud de la brevedad dejaré de
citar.

Pero cuando Curial distinguió cerca de la última diosa a Hércules -hijo de Júpiter
y de Alcmena, el cual mientras vivió fue el más fuerte y más sabio del mundo-, y lo vió
vestido con la piel del león, con una cara terrible, tuvo un miedo enorme; nunca había
sentido miedo, salvo de Héctor, hijo de Príamo, y ahora lo sintió ante éste. Pero él se
acercó a Baco, el cual lo sujetó; enseguida, Curial, hincándose de rodillas, le hizo muy
gran reverencia, ofreciéndosele como servidor.

Baco, recibiéndolo muy alegremente, le dijo las siguientes palabras:

-Curial, tú has recibido por mí honores y muchas ayudas en el mundo, por mí has oído
lo que es razón y recto juicio, y te fui muy favorable en tus estudios; y, viendo tu
disposición, quise habitar en ti e hice que estas siete diosas que aquí ves te acompañasen
y te graduasen cada una en su dignidad. Y mientras tú las amaste, no dejaron de
acompañarte. Pero ahora, en verdad, las has arrojado fuera de tu casa de un modo
reprobable y, olvidándolas, les has dado la espalda, dura e ingratamente, entregando tu
vida a cosas lascivas y que no te son propias. Y viviendo viciosamente te has hecho
sepulcro podrido y lleno de corrupción. Y tú, que resplandecías en el mundo, tanto por
caballería como por ciencia, ahora eres difamado aquí, donde te conocen por primera
vez; y lo serías aún mucho más, si no vuelves a la vida anterior.

Yo te ruego, requiero y amonesto para que vuelvas al estudio y quieras honrar a


aquellas diosas que te han favorecido y honrado. Deja aquella vida, que lleva al hombre
a la carencia, al vituperio y al deshonor; y no cambies la ciencia, que es don divino y
eterno, por la inmundicia y suciedad terrena y temporal. Porque, si lo has leído, san
Gregorio te ha dicho: “Las cosas temporales envilecen cuando se consideran las
eternas”25. Y de aquí en adelante, que estas diosas, que se quejan de ti con motivo, no
vuelvan ante de mí por esta causa; sino, puedes estar seguro de que no te aprovechará el
tesoro de Cámar tanto como te perjudicará tu ignorancia e ingratitud.

Dichas estas palabras, se marchó de allí. Curial, despertándose, se quedó


maravillado y reflexionó en lo que había soñado y dedujo que Baco le había dicho la
verdad. Por lo que, al día siguiente, rápidamente, hizo buscar libros de todas las
especialidades y volvió al estudio, según tenía acostumbrado, dando por perdido el
tiempo que había vivido sin estudiar.

La Fortuna favorece de nuevo a Curial

Ya se extendía por todas partes la fama de que Curial había vuelto, porque
muchos que lo habían visto -fuera en Santa María del Puy o en otros sitios del reino de
Francia- lo difundían por todos los rincones. Por lo que, llegando a los oídos del
marqués, se mostró muy complacido y sin resquemor alguno le cayó muy gratamente. Y
yendo a su hermana, creyendo que ella no lo sabía, le dijo que Curial había aparecido;
de lo cual ella se rió mucho diciendo:

25
En el original, en latín: “Vilescunt temporalia cum considerantur eterna”.
-¡Pobre de mí! ¿Cómo puede ser? ¡Hace siete años que dicen que ha muerto! ¡Este
milagro es mayor que la resurrección de Lázaro, porque aquél fue resucitado cuatro días
después de morir, y éste a los siete años! Ahora sí que puedo deciros que no oí nunca
tamaño milagro.

Respondió el marqués:

-Por lo que veo él no murió sino que fue cautivo en tierra de moros; Dios le ha ayudado
y se ha salido, según veo, con honor. Y válgame Dios que hubiera sido una gran pérdida
que un caballero así se perdiese de esa manera; y yo me reprocho el no haber hecho
alguna diligencia para buscarlo o redimirlo, porque bien se lo debía.

Respondió Güelfa:

-Así habrá comprobado dónde están el bien y el mal.

Por lo que el marqués le escribió en seguida y le envió un gentilhombre,


haciéndole muchos ofrecimientos y rogándole que se sirviese de él para todo lo que le
fuera menester. Y cuando el escudero iba a partir, el marqués le dijo a su hermana que
enviaba al gentilhombre a Curial y si quería transmitirle algo. Güelfa respondió:

-Yo no. Me basta saber que le va bien, según decís, y por ese escudero lo sabremos con
mayor veracidad.

El escudero se fue y anduvo hasta encontrar a Curial, en Angers; y, tras saludarle


en primer lugar, le dió las cartas del marqués. Curial tuvo una gran alegría y quedó muy
reconocido con el mensajero, al que recompensó con ropas y dinero. A continuación,
escribió al marqués, agradeciéndole mucho su oferta, porque, aunque no se lo hubiera
enviado a decir, él estaba seguro de que el marqués le ayudaría, como a viejo criado y
leal servidor; asimismo, que le pidiese todo lo que quisiese, porque él, con todos sus
medios y conocimientos, le complacería y haría por él más que por ningún hombre del
mundo. En tanto, el escudero, bien informado de los hechos de Curial, muy contento
con el recibimiento que le había ofrecido, rico y bien dispuesto, volvió a Monferrato.

Y después de haber entregado las cartas, hablaba de Curial con tanto afecto que
es indecible, de lo cual todos se quedaban contentos, excepto los dos ancianos, que
todavía no podían soportar que aquel escudero hablase tan bien de Curial y,
murmurando por lugares recovecos, decían que mentía. Pero el escudero, ignorándolo,
insistía continuamente; por lo que Güelfa sentía en su corazón un alegría muy grande y,
a pesar de que ella no hacía preguntas al escudero, experimentaba mucho placer en oírlo
y estaba desesperada por la murmuración de los ancianos. Pero ellos, creyendo que lo
había aborrecido, decían de él todo el mal que podían. Güelfa se reía, pero ciertamente
no lo hacía a gusto; ni tampoco les beneficiaba, sino que cada día los alejaba un poco
más de ella.

Y esto duró hasta que la Fortuna se cansó de perseguir a Curial y, sin


arrepentirse del mal que le había hecho, decidió serle de nuevo favorable. Y a pesar de
que la Fortuna no se rige por un orden ni justifica la causa de sus hechos, no puede
hacer tanto daño al sabio diligente como al ignorante negligente; por lo que muchas
veces ocurre que la vence el constante que se mantiene en contra de la Fortuna, no por
ventura tan bien como ocurriría si ella le fuese amistosa y le ayudase, pero tampoco tan
mal como ocurriría si se rindiese ante ella de rodillas y abandonase los hechos a la
fuerza natural. Así pues, ella misma colaboró a remontarlo, según había iniciado con el
hurto de los doblones; y viendo que sin el favor de Venus no podría conseguirlo
fácilmente, aunque estaba algo indispuesta con ella, decidió rogarla a fin de que el
caballero se viese ayudado por ellas dos. Por lo que la Fortuna se fue rápidamente al
reino de Chipre y subió al templo de Venus; y, cerca ya de sus puertas, de hinojos,
habló de la siguiente forma:

-¡Oh celestial margarita, oh muy brillante Diana! ¡Oh Lucifer, tú que te adelantas al sol
y anuncias a la gente la llegada del día! ¡Oh Héspero, tú que te pones en el reino de
Hesperia, y para algunos te pones demasiado tarde y para otros demasiado pronto, según
sus necesidades! Heme aquí, arrepentida de lo que, en términos furiosos, dije contra ti y
tu excelso hijo. Mírame bien, desvía hacia mí esa mirada tuya piadosa y que sea vista
por ti con la benignidad y mansedumbre con que fue mirado el violador de la boca, a
quien se le respondió: “Si matamos a los que nos aman, ¿qué haremos con aquellos a los
que tenemos un odio cerval?”26

Yo, devota tuya, te pido mil veces perdón y te suplico que no quieras ejercer
conmigo la cruel resolución de las Parcas, sino que te dignes comportarte
misericordiosamente conmigo. Tú sueles perdonar a los que no te piden perdón, así
pues, ¿cómo me lo negarás a mí, que te lo pido de rodillas? Yo confieso tu divinidad y
estoy segura de que no hay nadie en el mundo que pueda apelar a tu sentencia, sino que,
quieran o no, tienen que hacer en todo lo que tú ordenas. Y es tanto tu poder que abarcas
todo el mundo en un segundo, y entras en todos los corazones de las gentes y les
induces a cumplir tus mandamientos a la fuerza. Digo inducción porque tu fuerza agrada
a todos para quienes se ha hecho; y, si algunos hablan mal de ti, es porque tu hijo no los
ha herido con su flecha de oro, sino que los aborrece y no los acoge en tus reales
palacios.

Yo, malhechora y persecutora de los buenos, que no pienso lo que hago ni tengo
contemplaciones con nadie, ni atiendo a ruegos, ni tengo espíritu compasivo sino sólo
voluntad -que uso como me viene en gana-, cansada de perseguir a un caballero muy
valiente, quiero virar mi rueda; y así como lo he tenido postrado y bajo mis pies, lo
quiero elevar ahora al grado más alto de mi esfera. Y así lo he empezado a hacer.

Y te quiero rogar y te ruego que tú ruegues asimismo a tu hijo para que con su
flecha de oro hiera a la señora de Milán en la parte más alta de su corazón, y la inflame
con tal fuerza que no halle lugar donde poder reposar, desee a este caballero y, aún en
contra sus intereses, busque cómo poderlo conseguir; que un día en esperarlo se la haga
un año y que ruegue a quienes la solían rogar por él y ella apenas quería oír; que le
alarguen el tiempo y le apliquen a ella lo mismo que ella ha aplicado a otros; y se entere
de que los votos y promesas que ha hecho ofendiendo a tu divina jurisdicción, sin
permiso tuyo, no se pueden mantener sino en cuanto a ti te plazca.

Y esperando la respuesta, se calló. No tardó mucho en salir del templo una voz
suave y muy dulce, que dijo:

26
Anécdota de Factorum et dictorum memorabilium de Valerio Máximo (V.1.2.).
-Muy querida amiga mía, yo he oído tu oración; se hará lo que pides.

Y Fortuna, a toda prisa, se marchó de allí.

Batalla con Guillermo del Chastell

Al mismo tiempo vivía en Londres un caballero de Bretaña muy valiente,


llamado Guillermo del Chastell, que no osaba entrar en el reino de Francia por algo que
habría hecho contra el parecer del rey y hacía muchos años que residía en Inglaterra.
Este caballero, por fama, pero también de hecho, era el más fuerte y más valiente
caballero que se encontrara en todo el reino de Francia, e incluso en Inglaterra no había
par ni igual. Este caballero había sido hermano de un caballero, llamado Bertrán del
Chastell, el cual había luchado con Curial en su ruta hacia Melun cuando iba como
caballero errante. Y como Bertrán del Chastell, después de salir del monasterio (en
nuestro segundo libro), perdió la cabeza, y después la vida, por aquella batalla,
Guillermo del Chastell, su hermano -que tenía inquina por esa razón contra Curial-, al
saber que éste había vuelto, le escribió por medio de un heraldo, requiriéndolo de batalla
delante del rey de Inglaterra; dado que el tal Guillermo no se atrevía a pasar a Francia.

Y aunque Curial en dos cartas se excusó por aquella batalla, exponiendo


sinceramente lo que tuvo lugar entre él y Bertrán del Chastell, el mencionado
Guillermo, que era muy petulante y fuerte, y muy dado a ofender, orgulloso en extremo,
le replicó de tal manera y con tales insultos verbales que a Curial, según la costumbre de
la caballería, le hubiera sido mejor morir en el cautiverio que seguirse excusando por
aquella batalla. Por lo que tuvo que aceptarla, muy en contra suyo; y, tras conocerse la
aquiescencia del caballero, siguió el pronunciarse por las armas, así como la elección y
denominación del juez. El bretón decidió la batalla con arnés común de guera, a pie, con
hachas, espadas y dagas, así como concretó la longitud de las armas y nombró como
juez al rey de Inglaterra. Curial le escribió mostrando su acuerdo en todo; aunque, según
las leyes de batalla y el derecho y usanza de armas, la elección del juez y la
especificación de las armas le correspondían a él.

El bretón, extraordinariamente alegre, se presentó con tal compañía ante el rey,


quien, joven e impaciente por presenciar el hecho, le respondió en seguida que le
complacía mantener la plaza; y rápidamente escribió a Curial para que se personase en
ciertas fechas en Inglaterra, según se le emplazaba en la carta, y que estuviera en
Londres el día asignado para dar la batalla. Curial tomó la carta y, pagado el heraldo,
respondió que estaba bien. Al punto se preparó para acudir, y, disponiendo su arnés tal
como le había sido dispuesto por Guillermo, partió para Londres con parca compañía;
llegó muy bien y fue muy bien recibido y agasajado por el rey, así como por los señores
de aquel reino.

Y como tenemos poco tiempo, iré directamente al grano, pues del ritual de estas
batallas ya hemos tratado bastante anteriormente. El campo se había alisado y se hizo
una liza (no tan solemne como en Francia, pues, en mi opinión, en Inglaterra en aquel
tiempo no se hacían tan grandes ceremonias porque dos caballeros luchasen). Curial se
enteró de que Guillermo había hablado y hablaba de él muy incorrectamente; y de que,
sin dejar de ofenderlo, con palabras insultantes y al margen de todas las reglas de la
caballería, le amenazaba con matarlo en el campo y se paseaba con ínsulas,
presumiendo de ansiar la batalla e incluso de pelear a muerte con él antes de aquel día.
Y siempre que pasaban uno cerca del otro, Guillermo decía algunas palabras molestas
para Curial, para que Curial las oyese. Por lo que un día, cuando Curial, en el palacio
real, pasó cerca de Guillermo y Guillermo soltó palabras injuriosas contra Curial, del
tenor de otras veces, Curial se acercó a él y delante de muchas personas notables, le
dijo:

-Guillermo, si tuvierais presente que, en breve, vos y yo daremos cuenta el uno al otro
de lo que hemos dicho y hecho, no hablaríais del modo en que lo hacéis; y, que Dios me
ayude, pero las palabras que vos decís no corresponden al caballero que vos creéis ser.
Si tenéis tan gran deseo de obrar como de hablar, rogad al rey que nos quiera acortar el
plazo y sea mañana la jornada; o bien: daga tenéis y daga tengo, salgamos de la casa del
rey y ajustemos las cuentas. Si no, callad, como yo hago con vos; porque, según os he
dicho, vuestras palabras son más propias de un caballero alocado que de uno sabio.

Guillermo, no irritado sino furioso o rabioso, quiso salir fuera, pero los señores
que estaban alrededor lo retuvieron por fuerza. El rey, oído el revuelo, vino hacia
aquella zona, y quiso enterarse del hecho. Guillermo se puso de rodillas y suplicó al rey
que la batalla se hiciese el día siguiente. El rey miró a Curial a la cara. Curial no dijo
nada, pero besó la mano al rey como si ya lo hubiera otorgado. El rey se admiró y dijo:

-¿Por qué me habéis besado la mano?

-Porque me parece que habéis respondido que os parecía bien.

-¡Oh! –dijo el rey-. Mucho sabe este lombardo...

Todos los que estaban allí en torno se extrañaban de la sagacidad de Curial, si


bien él se expresaba con palabras suaves y no con la brusquedad ni la furia del bretón.
Por lo que el rey, con la voluntad de las partes, les asignó el día siguiente; y, haciendo
traer las armas y bien revisadas, las reenvió a los caballeros, pues dado que eran iguales
no había nada que objetar. Y el joven rey, que era muy orgulloso y había experimentado
mucha inquina ante las palabras de Curial -porque todos los testigos lo acusaban de
ofensor, fiados de la fuerza y cualidades del bretón-, puso su mano en la frente y juró
conforme dejaría llevar la batalla hasta el final. Los caballeros, al enterarse, mostraron
su satisfacción.

Al día siguiente, los caballeros están en el campo de buena mañana y, hechas las
ceremonias de rigor, empiezan a avanzar el uno contra el otro. Yo os digo que mucho
aprende el necio cuando Dios le depara un maestro que le enseña; y así Guillermo
aprendió a temer, que no sabía. Porque ambos se acercan y se dan con las hachas golpes
admirables. Curial que no era fuerte sino fortísimo, junto con esto, tenía a favor que
dominaba muy bien su cuerpo y su respiración, y sabía discernir la oportunidad de la
batalla; y, cuando veía la suya, no la dejaba escapar. El otro, poco prevenido y
atolondrado, gastaba todas sus fuerzas con increíble atrevimiento y se esforzaba y
agotaba progresivamente. Curial le hería en los brazos y en las manos, hasta que el
bretón empezó a aflojar y, constreñido por el cansancio, retrocedió cuatro o cinco pasos.
Curial no lo siguió sino que permaneció en su lugar.
El bretón, cansado y agotado, se puso a descansar como quien bien lo necesita;
el otro esperaba que hiciera algún movimiento. El bretón, aunque debía incorporarse a
la batalla, reculó un poco más y alzó la visera del yelmo; por todos estos síntomas
Curial advirtió que los poderes del bretón andaban mal. El mismo dictamen hizo el rey
y todos los que contemplaban la batalla. Y cuando Curial vió que el bretón no se movía,
dijo:

-Guillermo, ¿para qué habéis venido aquí? Más bravo erais en la sala real; ahora no
tenéis quien os valga.

Por lo que Guillermo, avergonzado por tan gran improperio, bajó aprisa la visera
del yelmo, y, ansioso por morir, se dirigió con celeridad hacia Curial y lo empezó a
atacar muy enérgicamente. Curial, que estaba muy atento, dió un golpe tan fuerte con el
hacha en la mano derecha del bretón que le hizo soltar el hacha de la mano. El bretón
echó mano a la espada, pero el otro le dió tan gran golpe en la cabeza que lo dejó
alelado. El bretón, sin temer a la espada, se quiso echar sobre él y abrazarlo. Curial le
volvió a dar otro golpe en la cabeza tan fuerte que el bretón apenas se aguantó en pie.
Curial le volvió a percutir con otro golpe tan terrible que lo dejó extendido en el suelo y,
quizás ya, muerto; y aún, en el suelo, donde yacía, le asestó dos golpes tan certeros que
le hizo salir el cerebro por muchas partes de la cabeza. El bretón no se movió; Curial se
detuvo. Los fieles se acercaron y, reconociendo al caballero, lo encontraron muerto y
fueron hacia el rey.

El rey mandó que lo sacasen del campo y lo pusiesen en una iglesia que había
cerca y, dejando libre a Curial, le hizo comunicar que se fuese a su hostal, sin hacerle ni
procurarle ningún honor a causa de la victoria. Pero los que le habían acompañado al ir
hacia la plaza le acompañaron hasta que estuvo en su hostal. Curial en seguida se hizo
con un barco para poder volver; y, al día siguiente, cuando quiso despedirse del rey,
para marcharse, el monarca le hizo saber que no se encontraba bien, que se fuese en
nombre de Dios. Curial se dió cuenta que no andaban bien las cosas y, embarcando, se
hizo a la mar en secreto; y a toda vela, regresó a Francia.

Esta batalla se conoció por todo el reino de Francia y por todas las zonas
vecinas, y Curial fue tenido en mayor estima que nunca. Y el rey de Francia, que amaba
a Curial y odiaba al bretón, mostró estar muy complacido y lo publicó por doquier; y
hubiera querido que Curial fuese directamente hacia él, pues deseaba favorecerle y darle
el parabién; pero Curial se sentía tan pletórico que no pensaba en esas cosas.

Los turcos invaden el Imperio

El rey de Francia resolvió celebrar su corte general en el Puy de Nuestra Señora,


según la antigua y loable costumbre de los reyes franceses, ilustres predecesores suyos.
Y se le ocurrió la idea de hacer venir al marqués de Monferrato, su mujer y su hermana;
así, quizás llevara a efecto que Curial se casara con la hermana del marqués. Y tal como
lo pensó, se decidió a ponerlo en ejecución: tras deliberar hacer solemne su corte el
primer día de mayo próximo, escribió al marqués de Monferrato, rogándole
encarecidamente que acudiese a la fiesta y trajese consigo a su esposa y su hermana. El
marqués, recibidas las cartas, reunió a su consejo; y se acordó que en cualquier caso
debía ir, por tres motivos: el primero, porque haría un gran servicio al rey; el segundo,
porque liquidaría los asuntos de monseñor Antonio; el tercero, porque podría ocurrir
que diera marido a su hermana. Por lo que respondió al rey que, en su servicio, estaba
dispuesto a ir a la celebración solemne de su noble corte; ante lo cual, el rey se mostró
muy satisfecho.

Pero tuvo que cambiar la fecha porque supo que los turcos habían entrado en el
Imperio y se estaba dando una guerra mortal; y, a la batalla entre el emperador y el
sultán, que se había fijado para el día veinte de abril, irían muchos de los invitados. Por
eso, volvió a escribir que, en vez de venir a su fiesta el primer día de mayo, acudiesen el
día de santa María del próximo mes de agosto. Y así se volvió a escribir a todos que
quisieran trasladarlo a ese día; y todos respondieron estar de acuerdo.

Curial vence al capitán de los turcos

Curial, que oyó hablar de aquella jornada o batalla que tenía que llevarse a cabo
entre el emperador y el sultán, hizo que le enviaran con toda rapidez una cantidad de los
doblones que se había traído de Túnez y, a la vez, invitó a muchos caballeros y
gentilhombres, rogándoles que tuvieran la amabilidad de participar en aquella jornada
en su compañía, por cuenta suya. Habiendo obtenido una buena y franca respuesta, en
cuanto llegó el dinero, pagó a la gente y partió hacia allí. Los caballeros y
gentilhombres, que ya estaban a punto, tomando la soldada, partieron también y se
encaminaron a la frontera donde había mayor número de turcos. Se dice que fueron los
primeros extranjeros que llegaron a aquella frontera. El emperador supo de la llegada de
Curial con mil soldados; y, consciente de que era uno de los mejores caballeros del
mundo, se alegró mucho, y le escribió, valorando debidamente su venida y ofreciéndose
mucho a él, como era de esperar.

Curial, a la vista de la manera de pelear de los turcos, que siempre luchan cuerpo
a cuerpo con los que se les enfrentan para hacer armas, promovía escaramuzas tantos
contra tantos; y algunos días intervenían tantas gentes en las escaramuzas que más bien
parecía batalla a muerte que escaramuza. Curial estuvo inspeccionando todo durante
muchos días y vió que un turco, llamado Crichim -hombre muy fuerte y corpulento,
arrojado y de gran intrepidez, capitán de todos los turcos que había en aquella frontera-,
había matado a varios cristianos en duelo, y, asimismo, era tan temido en las
escaramuzas que ya no encontraba a quien recurrir, pues todos los cristianos lo
esquivaban como si fuese una tempestad o un rayo. Tanta era su fuerza que todos los
turcos le llamaban Hércules el fuerte. Curial había observado, muchas veces y en días
distintos, que no se presentaba ningún cristiano a combatir con él, y, al cerciorarse,
sintió un gran encono y juró por san Jorge que si el turco salía otro día, él lo combatiría.

A la noche siguiente, monseñor san Jorge se apareció a Curial y le dijo:

-¡Oh, caballero, amigo mío! Tú has jurado hoy combatir al turco llamado Crichim; ve
seguro a la batalla y lleva esta cruz mía en tu pecho, porque tú serás el vencedor, no sólo
de esta batalla sino de todas las otras que emprendas a requerimiento de otro. Y te ruego
que no requieras a ningún cristiano a luchar; pero si eres requerido, serás el ganador.

Y desapareció. Curial, desaparecido san Jorge, se despertó y se encontró un


escudito blanco en el pecho con una cruz roja, que parecía que brotase sangre. Se
levantó en seguida de la cama e hizo coserse aquel escudo en su jubón, de modo que no
iba nunca sin él; y, desde entonces, tuvo tal confianza en san Jorge que dió por sentado
que nadie le podría superar en fuerza. Al día siguiente -tal como estaba ordenado por
nuestro señor Dios, por medio del hado-, aquel desventurado turco, llegó con muchos
otros cuando la escaramuza había empezado ya y se pavoneó ante los otros como un
jefe, capitán y señor extraordinario, pues era tratado con tanta reverencia por ellos que
no le rendirían más si fuese el sultán. Crichim, que tenía grandes deseos de luchar, se
puso a pie delante de los suyos. Curial se armó y, cuando estuvo armado, vió al turco en
el lugar correspondiente para la batalla a pie y que le aguantaban -cerca de él- una lanza
y una maza; vió asimismo que todos los cristianos estaban pendientes, pero que nadie
tenía el coraje de combatir. Por lo que, sintiendo una gran vergüenza porque todos los
cristianos estuvieran así de retraídos, se adelantó y envió a comunicar a Crichim que se
apartase de los suyos, pues lucharía con él. Crichim preguntó quién era; le dijeron que
un gran capitán extranjero que había llegado con mil soldados. Crichim hizo que se
retiraran los suyos y les ordenó que no se movieran.

Intercambiadas ciertas normas y seguridades entre una y otra parte, Curial


apareció y el turco se adelantó más aún; y, haciendo ondear la lanza, sujeta la maza con
la mano izquierda, se dirige hacia Curial. Curial, al verlo venir, llevando otra lanza en la
mano derecha y una buena hacha en la izquierda, va contra el turco. Disparan las lanzas,
pero, aunque se dan en los pechos, les protegen las armas defensivas. Entonces echan
mano de las segundas armas -esto es, el hacha y la maza- y empiezan a agitar las
corazas con tal energía que todos los espectadores estaban maravillados.

Llevaba el turco una capellina con la cara descubierta; Curial, un yelmo con la
cara tapada. Y sin dejar de darse grandes golpes, Curial advirtió que Crichim no llevaba
visera en la capellina, por lo que le hirió con la punta del hacha en la cara. El turco, al
verse herido, atacó a Curial con mucha fiereza, poniendo en ello toda su capacidad;
Curial comprendió que éste era el más duro y resistente caballero que hubiera
combatido jamás. Pero como le seguía dando en la cara, el turco se sintió muy
contrariado; y, como perdía mucha sangre, no se le ocurrió otra solución que, dejando la
maza, lanzarse a abrazarse con su enemigo. Mas Curial no le dió oportunidad, porque,
cuando lo vió así de contrariado, que casi no veía ni sabía qué hacerse, contraatacando,
le dió un golpe tan seco en la cabeza que lo dejó tambaleando; y lo remató con otro, tan
fuerte, que le hizo caer al suelo muerto. Curial, viendo que no se movía, se hizo atrás,
sospechando que su alma ya estaba en el reino de Plutón.

Los turcos, al ver a Crichim –que venía a ser la esperanza de todos ellos- muerto,
sintieron un dolor muy fuerte e hicieron rogar a Curial que les entregase el cuerpo de
Crichim para poderlo enterrar. Curial dijo que le parecía bien, pero que quería sus
armas. Los turcos desarmaron aquel cuerpo sin alma y, enviadas las armas a Curial,
enviaron a Crichim a su tierra, donde fue honorablemente exhumado entre el dolor
general de todos los suyos. Las armas de Crichim eran todas de cuero, con orlas de oro
y muchas perlas y pedrería, o sea que eran muy costosas.

El sultán se enteró de la muerte de Crichim a los pocos días y se condolió


mucho. Hubiera preferido perder a muchos otros en vez de él, que además de ser
pariente muy próximo, era gran capitán, señor de muchos pueblos, valiente y luchador
muy fuerte, única y sola confianza de los turcos. Éstos, temiendo a las fuerzas de Curial,
tras la muerte de Crichim, empezaron poco a poco a abandonar aquella frontera. Pero el
sultán, que era un caballero valiente y muy arrojado, fue personalmente hasta aquella
zona y reforzó a todos los suyos, de modo que se envalentonaron y los que se habían ido
regresaron avergonzados.

El emperador, asimismo, supo estas noticias y tuvo el mayor placer del mundo.
Y habiéndose enterado de que Curial había dado aquella batalla se puso muy contento,
dando por seguro que aquel caballero sería el destructor de todos los turcos. Y le envió
mucho dinero, para sus gastos y los de su gente, y le hizo su gran condestable; también,
le rogó que aceptase tomar el cargo de la capitanía de aquella frontera, porque muy
pronto, o como muy tarde el día de la batalla, estaría junto a él. Y mandó que le
obedecieran absolutamente todos, cosa que ya se hacía sin el mandato del emperador.

Curial y el marqués de Monferrato

Al mismo tiempo, o al menos no mucho después, llegaron noticias a Monferrato


conforme Curial estaba en la frontera de los turcos como condestable del emperador y
capitán general de toda su tropa; y tras conocerse cómo había matado a Guillermo del
Chastell, supieron ahora que había matado a Crichim, caballero de gran renombre, muy
experimentado y famoso, de lo que todos se congratularon. El marqués comunicó estas
noticias a Güelfa con muchísimo afecto y Güelfa, a fin de disimular sus sentimientos, le
respondió escuetamente:

-Hermano, no os sorprendáis de esto, señor, porque siempre hemos comprobado y


sabido que Dios le protege y le hace vencer en todas las batallas en las que toma parte.
¿No le habéis visto salir con honor tras siete años de haber sido cautivo y conseguir en
un santiamén mayores honores y más favores que los que tenía antes? ¿Qué decir de su
cautividad sino que nuestro señor Dios le quiso enviar aquella plaga para que no se
ensoberbeciese más de lo que correspondía? Y según he oído, una noble doncella mora
que le amaba, hija del que le había comprado, rechazando el matrimonio del rey, se
mató porque él no la correspondía. Así pues, aquel a quien Dios quiere ayudar, recibe
ayuda; los demás se esfuerzan en vano. Y no puede ser que alguien así, en el mundo, no
sea un gran señor.

Replicó el marqués:

-De veras, hermana mía, que estoy a punto de unirme a él, de incógnito.

Güelfa contestó que no le parecía digno que para verlo fuese tan lejos; y que él,
con el tiempo, volvería y lo vería. Entonces el marqués, sin pensárselo dos veces, dijo:

-Decididamente, hermana mía, yo iré en cualquier caso y, así, haré tres cosas: serviré a
Dios, veré a Curial y a la vez me ganaré el aprecio del emperador, que no es poca cosa.

Por lo que, en seguida y con gran prisa, pagando de antemano a su gente, se


marchó de allí; y a los pocos días estaba con el emperador, quien lo acogió muy bien y
celebró mucho su llegada. El emperador, como se acercaba el día de la batalla, reunió a
todas sus tropas y mandó que fuesen al lugar donde debía darse la batalla; cabalgando,
llegó él en unos días y, reunido ya todo el ejército, buscó asimismo emplazamiento
oportuno para sus tiendas, que fue escogido estratégicamente. Alojados ya todos y
provisto el campo de cantidad de alimentos, mandó que viniesen todos los que debían
participar en la batalla. Entre ellos, Curial, gran condestable del emperador, duque y
capitán de muchas gentes que, junto a él, habían mantenido y defendido
extraordinariamente aquella frontera; gentes que, muy orgullosas de su compañía, no se
separaban de él por nada del mundo.

El marqués, que evitaba que Curial le viera para no ser reconocido todavía,
observó bien a las gentes que iban con Curial y cuán contentos iban, y vió la deferencia
que en extremo le hacía el emperador, y cómo todos los reyes y príncipes, duques y
señores y grandes barones le rendían honor. Se quedó impresionado y recapacitó que él
no era nada en comparación con Curial, y menos lo sería si se presentaba ante él; no se
atrevía a decidirse. Pero el gentilhombre del marqués que había sido enviado a Angers,
a espaldas del marqués, fue a Curial y le dijo que el marqués había llegado de incógnito,
aunque traía alguna compañía y de bastante interés; no obstante, sólo se había dado a
conocer al emperador. Curial preguntó:

-Di, amigo, ¿y quiere que yo lo reconozca?

-No lo sé –respondió el escudero-, pero más bien me parece que sí.

-Ahora –dijo Curial-, vete a él y dile que yo me he enterado de que él está aquí y que
voy a verlo inmediatamente.

Y mandó a un gentilhombre de su compañía que fuese con aquel escudero, para


que, al volver, le supiera indicar dónde se alojaba el marqués. El marqués, tras oír la
embajada, dijo al escudero:

-¿Y tú sabes dónde está?

-Sí, lo sé –respondió el escudero-.

Por lo que el marqués, dándose cuenta que no podía evitar el verse, se dirigió a
las tiendas de Curial. Y aunque es cierto que no deseaba más que ver a Curial y hablar
con él y no había venido para otra cosa, no quería hacerlo tan precipitadamente. Ya se
había arreglado Curial para ir a ver al marqués. Los saludos y los abrazos fueron muy
efusivos. Y los señores que estaban con Curial, a la vista de la familiaridad que Curial
tenía con el marqués, asimismo le honraron mucho, pues de otro modo no se hubieran
fijado mucho en él; de modo que, efectivamente, el marqués nunca se sintió tan bien
como aquel día. Así pues, el marqués fue más atendido y agasajado de lo que había sido
en su vida hasta ese día. Curial le rogó que no se fuese de esas tiendas y que las aceptase
como alojamiento; el marqués, tomando los ruegos de Curial como una orden, accedió.
Por lo que Curial le hizo servir espléndidamente y le cubría todo lo que gastaba de
modo suficiente y generoso. Curial contaba con muy buen servicio, disponía de músicos
y maestros de ceremonias, e invitaba a grandes señores y les obsequiaba con grandes
regalos; y éstas y otras cosas parecidas le redundaban en muy grandes honores y
favores.

El emperador, que se había enterado a medias del caso de Güelfa, al saber que el
marqués de Monferrato se alojaba en las tiendas de Curial, aunque ya le favorecía por
sus méritos, le favoreció mucho más aún y tuvo mayores atenciones para con él, y le
hizo grandes dones; de modo que el marqués estaba desconcertado e impresionado, sin
saber qué pensar; y él mismo se esforzaba todo lo que podía en decir y hacer todo lo que
a Curial podía y debía agradarle. Tantos eran los grandes señores que visitaban a Curial
que el marqués casi no tenía ocasiones de acercarse a él; pero Curial le solicitaba y se
acercaba a él, cosa que el marqués valoraba más que si le hiciera caso el emperador.

La gran batalla contra los turcos

Todos los planes de la batalla se hacían en la tienda de Curial; aquí venía el


emperador, duques y príncipes y todos los que eran convocados a las reuniones. Y de
común acuerdo todos concluyeron que Curial, que era tal caballero como habéis oído,
además de gran condestable del emperador, debía organizar todos los hechos y debía
encomendarse completamente a su cargo; porque el número de magnates era tan alto
que sería imposible que se concordaran, mientras que se avendrían a lo que hiciera el
condestable. Todos llegaron a esa conclusión y el emperador, viejo y muy entrado en
años, dado que ésta fue la solución de todos, llamó a Curial. Y poniéndose él de rodillas
delante de su sagrada majestad, el emperador levantó los brazos, los puso alrededor del
cuello de Curial y le dijo:

-Condestable, habéis oído lo que se ha deliberado. Yo os confío el servicio de Dios y


todo el bien de la cristiandad, que se dirime en esta jornada.

Y no dándole lugar a responder, todos los reyes y señores allí presentes, lo


aprobaron y juraron obedecerle y acatar sus órdenes sin oposición; y así salieron del
consejo. Curial se vió, no sólo honrado, sino cargado con un muy gran peso. Y en
seguida, informado por el secretario del emperador, supo la cifra de todas las fuerzas e
igualmente el número de los señores y cuánta gente tenía cada uno, y se informó acerca
de la condición y tipo de las tropas; bien hubiera querido verlos en el campo para
conocerlos mejor, pero, temiendo a los espías de los turcos, no osó ordenar que se
exhibieran en la plaza.

Los turcos hicieron lo contrario, pues se exhibieron públicamente cuando se


reunieron para que el sultán viera todos sus efectivos. Y Curial, que no perdía ocasión,
habiendo obtenido el salvoconducto del sultán, se dirigió a él como embajador a fin de
pactar algunas cosas para la batalla; y se dió la casualidad de que era el día que el sultán
mandaba hacer la exhibición de sus fuerzas. El sultán, como quien no temía en absoluto
al emperador, no se preocupó del embajador, sino que se lo llevó consigo y le mostró
todas sus tropas, comunicándole por medio de los intérpretes que, si no lo había visto
bien, volviese otra vez, y que las revisase a gusto, mientras estuvieran en el campo.
Curial, tras acordar con el sultán que el día tres, que era lunes, estuvieran en el campo
de batalla, se despidió y volvió con sus gentes.

Y reunidos todos los que estaban diputados para el consejo, les explicó lo que
había visto y el talante que había manifestado el sultán. Se impresionaron todos y se
miraron unos a otros. Curial, al verlos, con voz impostada, dejando ver la nobleza de su
corazón, les dijo:

-¡Oh, excelente señor! No os vayáis a turbar por el gran número de enemigos del que os
he informado, pues vos contáis con tantas gentes y más notables que las de ellos; más
aún, en un día podríais luchar y vencer a todo el resto del mundo. Y yo os juro, ya que
vuestra señoría ha querido que yo detente el mando de esta batalla, que yo seré
vencedor; y estoy seguro de que ni ahora ni en ninguna ocasión puedo ser vencido, pues
ésta es mi suerte. Por lo que, ¡a esforzarse todos!, porque los turcos morirán y serán
aniquilados y vencidos; y yo os repartiré en breve sus despojos. Y no hay más que
hablar, sino que no malgastéis la gracia que Dios os presenta, sino que le salgáis al
camino; y si hoy queréis celebrar la fiesta de la victoria, yo os juro como caballero que
la podríais celebrar verdaderamente y no estaríais engañados.

Todos se confortaron un poco y disolviendo el consejo, visto que Curial tenía la


responsabilidad de organizar todas las cosas, estaban a la espera de que se les ordenara
salir a luchar. Curial, que con gran diligencia y solicitud atendía al regimiento, concretó
en un cartel todas sus batallas; y eran veinticuatro. Y adjudicada a cada una un buen
capitán, fuerte y de relevancia, les mandó salir el lunes temprano, algo antes de
amanecer, al resplandor de la luna; y colocados todos los batallones en el orden
estipulado, cuando el sol empezó a salir, las banderas imperiales ya resplandecían en el
campo. El anciano emperador, que vió a todos los señores salir y ordenarse según la
disposición regulada, experimentó un gozo supremo; y colocado él en un lugar muy
alto, provisto de algún refugio y de valientes caballeros que lo protegían, se pusieron a
esperar al enemigo, que ya estaba de modo semejante en el campo.

Los turcos, que tampoco estaban aletargados, organizados en treinta batallas,


empezaron a avanzar; contra ellos, se presentan en el campo dos batallones cristianos,
en raudo despliegue de la caballería, con increíble deseo de combatir. Se embisten con
las lanzas por el pecho, se derriban y se matan; unos caen por acá, otros por acullá, y
por último empieza una fuerte y muy dura pelea. Los turcos añaden a los suyos dos
batallones más; Curial sólo destacó uno en su contra y, poniéndose al frente de éste,
ataca al jefe de los turcos con tal vigor que lo traspasó. Acometen los cristianos con
tanto ímpetu que les parece que los turcos no lleven armas: mueren y caen aquellos
bárbaros sin ley y sus ánimas visitan la casa de Plutón. Los turcos destacan cuatro
batallones, contra los cuales Curial envía tres de los suyos; al topar pecho a pecho
hubierais visto el terrible conflicto en toda su aspereza. Los turcos avanzan otros seis
batallones y Curial desplaza cinco de los suyos, los cuales con impensable deseo de
combatir se presentan ante los turcos; ahí se da una batalla muy dura y cruel. Los turcos
empiezan a retroceder y los cristianos apenas los podían perseguir, pues tal era la
multitud de muertos que se hacía difícil pasar por encima de los cuerpos que yacían sin
almas.

Los gritos, gemidos y el fragor eran tan grandes que nadie se entendía. Los
turcos desplazan todos sus batallones y empiezan a azuzar de nuevo muy potentemente
sobre los cristianos; Curial asimismo mueve los suyos y recobra el terreno que
empezaban a perder los cristianos. Se pone en medio y con su invencible espada hace
cosas dignas de recuerdo; corre y recorre entre las batallas, y empapado todo él por la
sangre de los turcos, en su túnica blanca apenas se reconocía la cruz roja. Y lanza un
gran grito a los suyos, los cuales, al oír la voz de su noble y valiente capitán, aúnan
esfuerzos y se recuperan, alzan sus brazos, atacan a aquellos infieles, salen de los
cuerpos sus almas sin fe y mueren sin cuenta.

El calor aumenta. Los caballeros, bravos y atrevidos, iban bien armados, de


modo que atacaban sin piedad dando golpes inesperados, que no eran pocos, pues todos
desparramaban con gran dadivosidad su fuerza entre sus enemigos. Los caballos ya
prescindían de la sangre y pisoteaban los cuerpos muertos, cuyo espesor era tan grande
que no se tocaba de pies al suelo. Los cristianos, que pertenecían a naciones diversas,
estimulados unos por los otros, hacían proezas que no se pueden decir ni describir; y así
les convenía porque los turcos combatían con tanta valentía que, si no fuese por el
virtuoso esfuerzo de los cristianos, haría rato que hubieran sido vencidos.

Cuando vinieron los exploradores a Curial, haciéndole relación de que todos los
turcos estaban en la batalla y no había ninguna emboscada, entonces él, que tenía
reservados para sí ocho mil hombres, que todavía no habían intervenido en la batalla, se
dirige hacia ellos y, bajo el signo de la victoria, los impele y amonesta a guerrear bien.
Estaba la batalla en el punto crítico, sin saberse hacia qué parte de la balanza se
inclinaría, cuando aquel caballero, rayo de la caballería, se infiltró entre el enemigo con
los ocho mil noveles; y allá donde ve las banderas del sultán, abriéndose paso entre la
turba con ánimo valeroso, ataca por en medio, dando un gran grito: “¡Mi señor san
Jorge! ¡Ahora es el momento de que nos enviéis vuestro socorro!”. Derriban las
banderas, pasan por encima de ellos, desgarran, descoyuntan y destrozan aquella
muchedumbre de turcos aglomerados. Veríais caer cuerpos sin almas, pies y manos
cortados volar hasta el suelo, astillarse cabezas, trocearse hígados entre chillidos y
lamentos; el estrépito de las armas y del ataque era tan descomunal que no se
distinguiría el del cielo del de la tierra.

He leído en Tito Livio la victoria que Aníbal obtuvo sobre los romanos y
después la que Escipión tuvo sobre los africanos, e igualmente la de Catilina, además de
las de Julio y Pompeyo, pero yo creo que si él hubiera tenido información de ésta, no
hubiera escrito aquéllas como superiores. Éstos no combatían contra la tiranía sino sólo
por la fe de Jesucristo, la cual ardía en los corazones de los cristianos. No se trataba aquí
solamente de los cuerpos, sino de cuerpos y almas conjuntamente, y cada uno peleaba
en defensa de su ley.

Los otros cristianos, que combatían débilmente por el cansancio, oyendo la


ayuda reciente, se reavivan y, recobrando fuerzas, les parecía que no hubieran hecho
nada en todo el día; se empujan hacia delante, entran por las rendijas del enemigo, que
ya se estaba dispersando, y matan sin compasión. Los turcos dan la espalda con
cobardía y, como la mayoría de ellos estaban ya sin armas, eran perforados y
atravesados por las agudas y afiladas lanzas y espadas de los cristianos. Habían perdido
ya a los abanderados y también habían muerto los mejores y principales capitanes.
Como escapatoria, se dan vergonzosamente a la huida, la cual hace atrevidos a los
cobardes, porque el que huye no precisa de quien lo persiga.

Mas, ¿qué os diré? Algunos de los que no habían osado dar golpe ni habían
entrado en la batalla en todo el día empiezan a perseguir de modo que ni con cadenas se
le hubiera podido retener; y ahora son los que más brava y cruelmente arremeten contra
los que ya no se defienden y matan a los que pidiendo misericordia se rinden de rodillas.
Todos fueron necesarios, pero, si hubiera habido más, no hubiera sido el hecho más
brillante.

El sultán, al ver completamente perdida la batalla, sin posible reparación, dando


la espalda, dolido y con lágrimas en los ojos, se dió a la huida. Aquella persecución
duró mucho; pero Curial, discreto y diligente capitán, se puso delante de los cristianos,
advirtiéndoles que no avanzasen más, por temor de que los turcos -al huir- se pudiesen
recuperar y los persecutores, por codicia de prolongar la deseada y muy agradable
victoria, pudiesen verse derrotados. El número de muertos turcos fue incalculable y los
presos, gran cantidad. Así pues, todos los vencedores, a las órdenes del capitán,
volvieron a sus tiendas.

Liberación del marqués de Monferrato

Y como Curial no encontraba al marqués, le asaltó el miedo de que hubiera


muerto y experimentó un gran dolor en su corazón, por lo que no pudo cenar ni dormir
en toda la noche. Al día siguiente, envió espías para saber qué estaban haciendo los
enemigos y supo que, dispersándose y sin apoyarse unos a otros, se habían ido al grito
de sálvese quien pueda; así que los que pudieron escapar, volvieron penosamente a sus
tierras.

Curial con muy gran diligencia hizo registrar el campo, pero el marqués no fue
hallado entre los muertos ni entre los heridos, y dedujo que los turcos lo habrían hecho
prisionero; y así fue. Por lo que, dando los pasos oportunos, pactó con unos turcos que
venían para redimir a otros suyos que liberaran al marqués. Y Curial entregó diez
grandes señores turcos a cambio de él; y así lo recobró.

Después, visto el botín y repartido a partes iguales, cada uno tomó su porción y
se la llevó muy satisfecho hasta su alojamiento. Curial, que no podía dejar lo singular de
su magnanimidad, sino que cada día la practicaba, asignó graciosamente al marqués de
Monferrato la parte que le correspondía a él, junto con la que le pertenecía por derecho;
y al llegar, se lo dió espontánea y francamente. Éste hizo vender lo que no se podía
llevar y toda su vida se alegró de la mucha riqueza y del grandísimo honor que le
hicieron muchos; y, contento a más no poder, presumiendo mucho de Curial, decía por
todas partes que Curial era el mejor caballero del mundo. Con estas noticias volvió a su
casa, a su debido tiempo. (Cabe añadir que en casa de Curial vivían hombres de más
relieve que el marqués de Monferrato y, también, que le rendían mayores honores que a
él).

Fue grande la fiesta con que todos los del Monferrato celebraron la vuelta de su
señor. Mas Güelfa escuchaba muy gustosa todos los actos de Curial y, aunque delante
de la gente los alabase muy poco, empero, guardándoselos en su corazón, con la
abadesa y con Melchor, después, los repasaba y los recordaba con mucho aprecio.

Regalos del emperador a Curial

El emperador, tras obtener la victoria sobre el sultán y los demás turcos, volvió a
su tierra, y, haciendo y regalando muchos donativos a los que le habían servido, los
licenció a todos; por lo que cada cual, despidiéndose, volvió a su casa. Así, también,
Curial fue a ver al emperador para notificarle que tenía que asistir a la corte que el rey
de Francia quería celebrar con toda solemnidad en Nuestra Señora del Puy, y se
despidió. Pero el emperador, antes de darle licencia, le habló de la siguiente forma:

-Curial, yo no sabría ni podría corresponder al honor que me habéis hecho en esta


batalla, la cual habéis vencido vos únicamente. Habéis servido a nuestro señor Dios y
habéis hecho un gran servicio a mí y a toda la cristiandad. Yo ruego a nuestro Señor que
Él, que es quien retribuye todos los bienes, os lo premie, porque yo no alcanzo a
hacerlo. He aquí mi casa, que está a vuestra entera disposición, más que a la de ninguna
otra persona. Así pues, recurrid a mí, en dondequiera que estéis, y escribidme; porque, a
fe mía, que no os fallaré, sino que os ayudaré con todo mi poderío.

Y dichas estas palabras, le dijo que se fuera en nombre de Dios. Curial se fue a
su hostal y aquella tarde puso en orden todas sus cosas a fin de poder marcharse de
mañana. Todos los suyos murmuraban porque el emperador no le había dado nada y
estaban descontentos por ello, criticando al emperador. Pero éste, sin duda alguna, era el
señor más espléndido, el más generoso y liberal de todo el mundo, y tenía pensado
hacerlo muy bien. Y de mañana, antes de que partiera Curial, notaron que, a la puerta de
su posada, había mucha gente y muchas mulas y bestias cargadas; y se avisó de ello a
Curial. En seguida el camarlengo y el tesorero del emperador se presentaron a Curial y
le dijeron:

-Señor Curial, el emperador, viendo que no puede de ninguna manera satisfacer el


esfuerzo que habéis realizado, ni remuneraros por el honor que le habéis hecho, no ha
tenido palabras para expresarlo; por lo que, pidiéndoos mil perdones, os ruega que os
dignéis aceptar con paciencia este pequeño presente, aunque es poca cosa para
ofrendaros él ni recibir vos, según la intencionalidad que lo motiva, según el emperador
debe actuar y según vos merecéis. La intención del emperador es buena, y si Dios le
concede la vida, él la renovará anualmente.

Curial lo aceptó con todo respeto, agradeciendo mucho a su muy alta señoría
este tan gran y tan precioso presente, ofreciéndose a su servicio siempre que pudiera
servirlo. Es cierto que el emperador no dejó en su casa ni en la de sus servidores, dinero,
ni vajilla o joyas de oro, ni piedras preciosas, ni perlas de valor, que no fueran enviadas
a Curial. Ante lo cual, se marchó de allí más contento de lo que se puede expresar. Y
haciéndose con muy buenos y resistentes caballos, Curial emprendió el camino a
Francia, despacito y desahogadamente, pues calculaba estar cerca de Nuestra Señora del
Puy el día quince de junio. Y empezó a solazarse por aquel país, ahora en una villa,
luego en otra, ocupado en equiparse con los aprestos y todos los pertrechos para la gran
fiesta.

Cuando se aproximó el tiempo, todos empezaron a plantar las tiendas, montar


catafalcos y demás cosas necesarias para la jornada; asimismo Curial, que tenía el
prurito de no ser reconocido, plantó tiendas en cuatro puntos, para poder estar ora en
unas, ora en otras, y no verse obligado a estar siempre en un sitio. Así, todos bien
preparados, esperaban el día señalado.

Aquella plaza era muy grande, circundada por muchos palcos y bien provista de
todos los objetos necesarios; y creo que si aquel lugar se hubiera conservado siempre,
no habría que desear otro paraíso en este mundo.

Güelfa, herida de amor

Hemos dejado a Güelfa muy lejos de nuestras nuevas, pero, como la obra
presente es totalmente suya, es razonable que hagamos alguna mención de ella. Fortuna,
no olvidando lo que quería hacer con Curial, se le apareció una noche en sueños a
Güelfa. El día anterior Güelfa y la abadesa habían charlado mucho sobre el marqués,
que estaba en Alemania, y todavía no sabían nada de la batalla, si había tenido lugar o
no. Y Güelfa, muy ansiosa a causa de su hermano, y además por causa de Curial,
aunque no se atrevía a confesarlo por vergüenza, pasaba malos días y peores noches. Y
así, ella y la abadesa, encerradas en su habitación, a fuerza de mucho cavilar, cansadas
de tanto estar en vela, se echaron sobre la cama; y en cuanto se tumbaron, les asaltó un
sueño, tan extraño, que parecía que no hubieran dormido nunca. Y mientras dormían, se
les apareció la siguiente visión.

Se encontraron en una pradera muy deliciosa –de un verde muy vivo el prado-,
rodeada por una infinidad de árboles, llenos unos de flores, otros de frutas de diversas
clases y muy olorosas, de modo que les hacía el efecto de que nunca habían visto lugar
más agradable; y liberadas de todas las pasiones anteriores, sus almas sentían un alivio y
un placer tan grande que, a su parecer, no se podía hallar mayor ni tan intenso en ningún
sitio del mundo. Y mientras estaban en silencio en este paraíso, oyendo a los pájaros
–celestiales, a su entender- cantar cantos angelicales, armonizando distintas melodías,
vieron venir a una diosa muy resplandeciente, mostrando en su cara risueña una gran
alegría y unos ojos -por cuyo resplandor semejaban dos estrellas luminosas- radiantes.
Venía acompañada por caballeros y gentilhombres, en gran cantidad, e igualmente por
mujeres y doncellas, en abundante muchedumbre. Esta señora iba cubierta por un manto
de varios colores, completamente bordado por estrellas, de oro y plata.

Y se encaminó en dirección a Güelfa, que la esperaba de rodillas; y le dijo:

-Amiga mía, has de saber que en tratos con esta vieja, que llevo debajo del manto, yo he
perseguido y maltratado a tu leal y valeroso Curial hasta haber estado a punto de
perderse; y si no fuera porque temí que Ántropos me lo quitase de las manos, instigada
por esta vieja, aún no le hubiera soltado. Debes saber que yo soy Fortuna, de la que
tanto hablan las gentes. He decidido devolver a Curial al estado, favor y prestigio que
tenía antes, e incluso mayor; y así lo comprobarás en breve. Porque yo he tramado con
Marte que le dé sus armas victoriosas, con las cuales él entrará en la batalla que tendrá
lugar entre el emperador y el sultán; y Marte, el día de la batalla, estará cerca de él y le
dará la lanza de Aquiles y la espada de Héctor.

Y quiero que sepas que, de ahora en adelante, le colmaré de honores y favores


por encima de todos cuantos servidores tengo, así como le regalaré copiosa y
espléndidamente con mis dones. Porque, gracias a mi mandato y orden, Cámar le llenó
de tantas riquezas -que tu Melchor guarda para él-, que yo no creo que haya hoy en el
mundo caballero más rico, por muy alto príncipe que sea.

Güelfa, al oírla hablar, le pareció haber escuchado una voz celestial. No


obstante, agregó:

-Señora, os ruego por piedad que os dignéis mostrarme a la vieja que me decís que
tenéis debajo de la falda.

Entonces, Fortuna se quitó el manto y, como quien sacude o vapulea la ropa,


echó fuera una vieja muy alta y delgada, barbuda, con largos pelos en la cejas, los ojos
forrados de entretela de color rojo, llorosos y con legañas; muy arrugada y demacrada;
con cuello cual guitarra, tan seca y huesuda que no tenía carne entre la piel y los huesos;
con un traje pardo de tela gruesa, gastada y descolorida, hecha jirones y muy apedazada;
descalza, con los pies con ampollas y que supuraban sangre purulenta por algunas
grietas. Le temblaba la cabeza, las mandíbulas y las manos y en su boca no había
dientes ni muelas; se le salía la saliva de la boca y la nariz le destilaba; sus orejas
parecían melocotones secos o ajados, y sus dedos y artejos, sarmientos podados de la
viña hace ya dos o tres años; y la piel de su cuerpo le colgaba a cachos, de un modo
parecido a la vid o parra cuando se le cae la corteza. En una palabra, no se podía
comparar ni a las monas rancias y sarnosas, ni a cosa alguna por vil y despreciable que
fuera. Güelfa, al verla se intentó echar un poco hacia atrás, para alejarse de ella, y
empezó a maldecirla.

-Conteneos –dijo la vieja- y callad, que yo he estado en vuestra casa durante mucho
tiempo, honorablemente mantenida, según corresponde a mi estado.

Entonces Güelfa le dijo:

-¿Y cómo os llamáis?

Dijo la vieja:

-En buena fe, ¿no me conocéis? Yo os hice compañía mucho tiempo, contra Laquesis, y
todavía hoy os afecta un poco mi sombra. Sabed que soy una pobre mujer, pues sirvo
sin sueldo; y me llamo Envidia.

-¡Sed pobre –dijo Güelfa- e infeliz! Y yo ruego a Dios que nunca más podáis habitar en
mi casa, ni en ninguna. Tantos males llegan a través vuestro a todas las gentes del
mundo.

-¡Vamos! –dijo la vieja-, que mientras tenga tales amigos en vuestra casa (esto es, los
dos ancianos), no temo que, dondequiera que estéis, me falte posada. Yo vivo
principalmente en casa de los grandes señores y soy venerada, no menos que si fuera
adornada con preciosas vestimentas, por gente de gran estamento.

-En verdad –reiteró Güelfa-, que, en la medida que pueda, os prohibiré la entrada por mi
puerta; y a aquellos dos huéspedes, amigos vuestros, los echaré afuera, a fin de que ni
vos ni ellos ejerzáis en mis posesiones vuestro no provechoso oficio.

Entonces Fortuna, que había oído todo el diálogo, dijo a Güelfa:

-Muy querida amiga, dejad estar a los dos viejos en vuestra casa, porque, aunque se
fuesen, el que es feliz no padece por los envidiosos; y no pueden pasar peor pena que
morir en su envidioso pensamiento. ¿Y queréis darles algo peor que hacer lo contrario
de lo que desean? Y ahora, que Dios os acompañe. Quiero dejar paso a otra diosa, que, a
instancias mías, os vendrá a visitar ahora mismo.

Y dándose la vuelta desapareció. Estaban todavía Güelfa y la abadesa con un


sueño tan pesado que no se podían despertar. Y en aquel mismo prado, embelesadas y
llenas de estupor por lo que habían visto, se les apareció aun otra visión: mirando hacia
la parte de oriente -al parecer de ellas-, los cielos se abrieron y Diana, la estrella que
anuncia el advenimiento del día precediendo al sol, empezó a enviar flechas de
resplandor que alcanzaron a los ojos de las dos mujeres; y ellas, volviendo sus ojos
hacia aquel lado, vieron a la resplandeciente Venus -que por muchos es llamada
Lucifer-, clara y muy luminosa, que, recorriendo el arco tercero del cielo, ascendía a lo
alto.

Y enviando un rayo ilustrador a la tierra, posó suave y blandamente en la


verdura de la hierba fresca del prado a una mujer excelentísima, con un niño escondido
en su regazo; esta mujer, acompañada de súbito por muchísimas personas, se encaminó
hacia las dos mujeres que soñaban. Y en cuanto se introdujo en el prado, hubierais visto
a caballeros y gentilhombres ayudar a descabalgar a damas y doncellas, y después
hacerse encantadoras caricias con besos muy dulces; y cada uno, tomando a su pareja
del brazo, se acercaba cuanto podía a la mencionada diosa, con tanta alegría que no hay
lengua que lo pueda contar. Y al punto los músicos empezaron a tocar con tanta armonía
que yo creo que Orfeo y Mercurio hubiesen sido tomados por groseros ante tal musical
dulzura.

La diosa que obtiene la primacía y destaca en resplandeciente belleza sobre


todas las otras se aproximó a las citadas mujeres; su cabeza estaba ceñida por los ojos de
Argos, llenos de insoportable resplandor; su cuerpo iba vestido con un manto carmesí
encendido con chispas doradas, el cual, al parecer de las mujeres, ardía con un fuego tan
placentero que tenían la sensación de gozar de la mayor gloria del paraíso. Del fuego
salían chispas y llamas muy ardientes, las cuales se extendían por todas las partes del
mundo; y las personas que eran tocadas por aquella llama sufrían muy dulce y aún
dulcísimo sufrimiento, y deseaban absorber más fuego del que podían asimilar, hasta el
punto que alguno de los que sufrían no querían sanar del mal que padecían.

Entonces aquella diosa, con una voz angelical, habló a Güelfa, diciendo:

-¡Oh, amiga mía muy amada! ¡Oh, ignorante y desagradecida! ¿Cómo no quieres
reconocer que entre todas las que yo he elegido a mi servicio te había preferido a ti y te
había dado en suerte a uno de los más nobles y mejores caballeros del mundo, por el
cual tú eres amada y servida? Y tú, menospreciando los dones que yo, mucho más
piadosa de ti que tú misma, te había dado graciosamente, inducida por dos falsas
lenguas de dos envidiosos, los desleales y mentirosos ancianos que tienes en tu casa, has
pronunciado votos y promesas contra toda conciencia, en desprecio de mi divina
jurisdicción, temiendo apropiarte de lo que es mío y sin permitir que tú ni otro usarais
de tal elección. Si yo quisiera actuar contigo de acuerdo con tu repugnancia e ingratitud,
yo te haría trabajar sin fruto tanto tiempo como tú, por tu ínclita crueldad, hiciste estar a
Curial en cautividad.

Mira a Cámar, la bella, que se mató por él, por serte él leal a ti y sufriendo por ti
muchísimos trabajos. Ahora yo te mando que, de aquí en adelante, lo ames por tanto
tiempo cuanto vivas en este mundo.

Y abriendo el manto, Cupido, al que tenía dentro escondido, la hirió con una
flecha de oro por el costado izquierdo, tan cruelmente, que la flecha se hundió toda ella
dentro del corazón de la mujer, sin dejar señal ni rastro de haber penetrado. En seguida
Güelfa cayó de rodillas y arrepintiéndose de las crueldades anteriores, se ofreció
voluntariamente a hacer todo lo que le había mandado dicha diosa. Cupido, muchacho
muy resplandeciente, vestido de plumas doradas, con alas muy grandes y una toalla
delante de los ojos, era hijo de esta diosa. Era sordo; tenía la cara, los pies y las manos
rojas como el fuego; y llevaba un arco en la mano izquierda, y, a un lado, un carcaj
lleno de flechas blancas y doradas; y sin cesar, arrojaba y tiraba sus saetas por todo el
mundo, sin mirar a quién hería.

Y después de haber alcanzado a aquella mujer, ¡hubierais visto qué gran baile y
qué gran fiesta! Güelfa y la abadesa se encontraban tan a gusto porque conocían a todos
los que veían. Veríais hacerse gentilezas a Píramo y Tisbe, Flores y Blancafor, Tristán e
Isolda, Lancelote y Ginebra, Frondino y Brisona, Amadís y Oriana, Fedra con Hipólito,
Aquiles solo, llevando a su hijo Pirro, Troilo y Crésida, Paris y Viana, y muchos otros
que, para no ser prolijo, omitiré.

Llegaba el día y un rocío celestial humedecía la tierra; y diosa y sueño se fueron


a la vez. Las mujeres se quedaron en el lecho, asombradas, sin hacer otra cosa que
reflexionar; Güelfa dudaba que fuera cierto que había sido herida y se llevó la mano al
costado, pero no halló rastro de ninguna herida. Así, esperaron al nuevo día y, en cuanto
llegó, se levantaron de la cama, sin hablarse una a la otra ni decirse nada de lo que
habían visto.

Y así reemprendemos la materia que habíamos dejado, o sea el torneo y gran


fiesta que debía hacerse en Santa María del Puy.

Curial gana el premio de la vigilia

Arribaron el marqués, su esposa y su hermana a la plaza, y tras plantar sus


tiendas en un lugar muy agradable, se aposentaron en la villa según era conveniente a su
estado. Y Güelfa tenía siempre cerca de ella a la abadesa, a la que le abría su corazón
por completo; así, le rogó que estuviese alerta por si podía ver a Curial o a algún
servidor suyo y que se informase de dónde tenía las tiendas. Pero Curial no estaba en
aquel sitio, sino que se había retirado a fin de no ser reconocido.

El rey había ordenado ya todos los asuntos de su reino; y puestas todas las cosas
según el orden regulado por lo que concierne al tranquilo y pacífico estado de todo su
dominio -leídos y firmados ya todos los capítulos legales, en legal y pública concordia
con todos los grandes señores del reino-, el resto del tiempo se entregaron por completo
a cosas festivas y a preparar con solemnidad la gran celebración.

El día de la festividad de santa María de agosto era lunes, por lo que el domingo
antes se celebraron las vísperas del torneo. Todas las señoras subieron a los palcos y la
reina, que vió a Güelfa pletórica de increíble belleza, empezó a agasajarla, tanto por
afecto hacia ella y hacia Curial como por despecho hacia Laquesis, también allí
presente. Se miraron las dos y, aunque Güelfa, como viuda, iba vestida de negro, su
gracia era tal que parecía que la honestidad de aquellas vestiduras negras acrecentase su
belleza. Laquesis la miraba de hito en hito y no separaba la vista de ella. La admiraban
todos los caballeros y gentilhombres y, a medida que la miraban, aumentaba en ellos el
deseo de mirarla; y les pareció a todos que, desde que había llegado Güelfa, Laquesis
había perdido la mitad de su belleza.

Mientrastanto, en la plaza entera se rompían lanzas. La reina retuvo junto a sí a


Güelfa y no se cansaba de contemplarla. El duque de Orleans, que era caballero de asaz
relevancia, llegó a la plaza muy bien acompañado y rompió muchas lanzas e hizo
exhibiciones a caballo. Asimismo otros duques, príncipes, condes y altos barones, en
gran número, rompían muchas lanzas y hacían cosas maravillosas. Curial llegó, sin
alardes, discretamente trajeado y por eso no fue conocido; porque se tenía noticia de que
para él y para sus caballos se habían confeccionado preciosos aprestos y era sabido que
era el caballero mejor vestido del mundo. Por otra parte, pensaban que, estando Güelfa
en la plaza, él se querría mostrar y dar a conocer; por lo que lo esperaban todos con
mucho anhelo. Pero el duque de Orleans, que era un caballero valiente y contaba con
muchos caballeros nobles y valerosos en su compañía, se fijó la idea de abatir el orgullo
de Curial en aquella jornada.

En esto, un caballero muy apuesto a caballo, pero que no iba exquisitamente


armado, llegó a la plaza y, estirando la mano, cogió un palo que estaba plantado delante
del palco de la reina, en el que había un joyel de oro con muchas perlas y diamantes, el
cual se otorgaba como trofeo al que destacara más en aquella vigilia; y dijo:

-Esta vez seréis para mí.

Las gentes que allí estaban se echaron a reír y le dijeron:

-Amigo, por lo que habéis hecho hasta ahora no parece que merezcáis el premio.

Entonces él, dando a las espuelas, llevando una lanza gruesa y muy recia en la
mano, ataca a un caballero y lo derroca, acomete a otro y lo tira por el suelo, encuentra
a otro más y le hace dejar la silla vacía; y lo mismo hizo con seis caballeros,
manteniendo su lanza íntegra. Y volvió a la estaca e insistió:

-Yo creo que esta tarde me llevaré el joyel.

El duque de Orleans, tras oír lo que había hecho el caballero, fue hacia aquella
parte y allá por donde despunta el caballero, va en su contra y le ataca por en medio del
escudo, rompiendo la lanza. El otro le resistió tan fuerte que le hizo caer a tierra,
conservando la lanza entera.

-¡Ay santa María! –dijo el rey-. ¿Y quién es ese caballero tan impetuoso?

Laquesis se desmayó por la caída del duque. Los caballeros que habían venido
con él, proponiéndose vengar esta afrenta, empezaron a justar con el caballero; pero a
todos, uno a uno, hizo lo que había hecho con el duque. Y el caballero volvió a la estaca
y repitió:

-El joyel será mío, por lo que veo.

Respondió la reina:

-Sí lo será, ciertamente, si nadie os lo quita.

Todos suspiraban por la llegada de Curial, pensando que él defendería el joyel,


pero lo esperaban inútilmente, decepcionados -como lo están los judíos aguardando al
Mesías, que lo tenían en medio de ellos y todavía lo esperaban y lo esperan hoy-. En
muchos puntos de la plaza se rompían diversas lanzas y se hacía mucho jolgorio. Güelfa
pensaba que el que hacía aquello era Curial, aunque no se quería dar a conocer aún.
Entonces el rey, cuando llegó la hora de cenar, puso fin a las vísperas del torneo, dando
el joyel al caballero impetuoso; el cual, haciendo plantar en el mismo lugar su lanza, lo
colgó de ella, suplicando al rey que le hiciese la merced de guardarlo.

Encomendado al rey el joyel, se giró el caballero de espaldas y se fue por su


camino. Y muchas gentes comentaron: “Verdaderamente, es el caballero más
provocador del mundo.” Otros se preguntaron si sería Curial. “No –decían todos-,
porque Curial es el caballero más cortés y el más airoso que haya en el mundo y éste
peca de lo contrario; y Curial es tan magnífico que siempre vendría con el mayor ornato
del mundo, y éste ha venido muy pobremente; o sea que éste no es Curial”.

El rey y la reina, cada uno por su lado, cenaron en los palcos. El rey invitó a
muchos señores y altos barones, y entre ellos convidó al marqués de Monferrato;
asimismo, la reina invitó a Güelfa y Andrea. Mientras cenaban, como no se hablaba de
otra cosa sino del caballero impetuoso, el rey preguntó al marqués si tenía noticias de
Curial. El marqués respondió que no, ni creía que hubiera venido al torneo; añadiendo
que él creía que, de estar allí, no se ocultaría por nada del mundo.

-¡Oh Dios! –dijo el rey-, ¡cuánto deseo verlo! Por cierto, no creo que haya caballero tan
valiente en el mundo; todos los que vienen de Alemania cuentan de él cosas
sorprendentes.

Contestó el marqués:

-Eso bien os lo puedo yo ratificar.

Y entonces añadió muchas cosas qu el rey no había oído todavía; y cuanto más
hablaba el marqués, más deseos de verlo tenía el rey.

-Ahora: o está enfermo o se presentará mañana en el torneo –dijo el rey-.

La reina, que amaba mucho a Curial, después de cenar, llamó a la abadesa y,


sabiendo que tenía mucha intimidad con Güelfa y que conocía toda la relación de ella
con Curial, la conjuró para que, por su misma vida, la quisiese informar verdaderamente
acerca de un hecho que le quería preguntar. La abadesa se lo prometió. Entonces la
reina le dijo:

-Yo os ruego que me digáis si el rompimiento de Güelfa y Curial puede arreglarse.

La abadesa dijo que sí, con esta condición: que el rey y la reina junto con toda la
corte reunida, la rogasen que le perdonase; y entonces le explicó el voto.

-¡Acabáramos! –dijo la reina-. Ahora, venga o no venga Curial, los ruegos se harán en
cualquier caso.

La reina se lo dijo al rey y éste dijo que, efectivamente, se haría así. No pasó
mucho rato cuando un gentilhombre, camuflado, fue hacia el rey y le dijo, de modo que
nadie le oyese, que Curial estaba ahí y que le quería hablar sin ser reconocido por nadie
más. El rey se recluyó en un apartado y Curial entró y, saludándole reverencialmente, le
suplicó que por su merced tuviese por muy recomendados al marqués de Monferrato, a
su mujer y a su hermana. El rey respondió que lo haría con mucho gusto por afecto
hacia él, añadiendo que precisamente por este afecto les había hecho venir; y que, si él
lo aprobaba, intentaría cerrar su matrimonio con Güelfa. Curial replicó:

-Señor, ya os he suplicado lo que quiero de vos; no tengo más que añadir. Vos haréis lo
que agrade a vuestra señoría.

-Curial –dijo el rey-, ¿por qué no os lleváis el joyel que habéis ganado hoy?

Curial se rió y dijo:

-¿Qué os hace creer que lo haya ganado yo? No lo creáis, señor.

El rey volvió a insistir:

-Curial, no os ocultéis más a mí; y os ruego que mañana vengáis lo mejor arreglado que
podáis al torneo.

Curial se lo aseguró. El rey, en cuanto Curial volvió la espalda, llamó al marqués


y le confió en gran secreto que había visto a Curial y que era él el que había ganado el
trofeo; y que al día siguiente vendría al torneo muy bien trajeado.

-Eso lo puede cumplir muy bien –dijo el marqués-; mejor que cualquier caballero del
mundo.

En tanto, el marqués se despidió del rey y, con su esposa y su hermana, se


dirigió a sus tiendas; en seguida dijo a su hermana que Curial era el que había ganado el
premio y que, al día siguiente, vendría muy bien vestido. Güelfa no hizo mucho caso de
esta noticia, pero en toda la noche no durmieron, ni ella ni la abadesa, pues estuvieron
en vela durante toda la noche hablando de Curial. Güelfa estaba herida en el lado
izquierdo, en medio del corazón, y no hallaba bien ni reposo si no hablaba de Curial; así
pasó aquella noche, que fue la más larga del mundo.

La corte de Santa María del Puy pide a Güelfa la gracia para Curial

Huyó la noche y aquella estrella que impele y fuerza a los hombres a amar,
mostrando su cara resplandeciente, envió sus rayos luminosos anunciando el
advenimiento del día, cuando Güelfa, que no podía dormir, se levantó de la cama e iba
por la tienda apesadumbrada. La abadesa, que conocía su mal, se reía de gozo, y
levantándose también, se empezaron a arreglar; de modo que, antes que la gente se
despertase, ellas ya no precisaban ornato alguno. La cara de Güelfa irradiaba; y su
belleza, mezclada con el gozo, parecía incrementarse sorprendentemente. El sol llegaba
muy vago y su carro parecía inmóvil, porque el primer caballo, llamado Titán, el que le
saca por la mañana, en opinión de Güelfa se desplazaba lenta y pesadamente. Pero
cuando llegó el día, la gente se levantó muy animada y todos iban a mirar la lanza de la
que pendía el joyel. Pues aquel joyel estaba tan fijo como lo que se asegura en las
murallas por miedo a las escaleras.

Curial, que sabía que Güelfa –que nunca le había visto en un torneo- estaba en la
plaza, se vistió y se puso tan de gala que hubiera sido excesiva en el principal rey del
mundo; y con treinta caballeros de su casa, nobles y muy valientes, llegada la hora del
torneo, accedió felizmente a la plaza. Llevaba Curial el escudo todo negro, con un
halcón encapirotado pintado en medio, según había hecho en otras ocasiones; y el
halcón, al igual que todos sus aprestos y escudos, en tonos pardos y negros -salvo el de
Curial, según se ha dicho, que iba enteramente de negro-. El caballo de Curial llevaba
una esquila en el cuello, que se oía desde muy lejos al moverse el caballo; le precedían
seis caballos enjaezados, haciendo juego con seis pajes -muy engalanados y ricamente
ataviados-, que le portaban seis lanzas tan recias y de tal grosor que nunca ningún
caballero las lució antes en un torneo.

Cuando los palcos ya estuvieron llenos, y la plaza con infinidad de gente, en


copiosa muchedumbre, aquel relámpago de la caballería llegó a los palcos entre el
tumulto de muchas trompetas, gritos de incontables personas -unos cantaban, otros
chillaban-, y gran estruendo de tambores, seguido por el melodioso son de los músicos.
La gente lo rodeó, poniéndosele en derredor en tan gran número, que no le dejaban
espacio para poder acercarse a los palcos. Curial, con gran esfuerzo, hizo la reverencia
al rey, quien tenía al marqués de la mano, y se aproximó a la señora reina, que estaba
allí cerca; y, haciéndole una acentuada y humilde reverencia, acompañada con un
movimiento del caballo, se dirigió con gran voz al rey y a la reina, así como a los otros
caballeros y damas, diciendo:

-Yo os suplico que, suplicando merced y gritando fuerte, me obtengáis el perdón, de una
dama que dice estar descontenta de mí.

Entonces el rey fue el primero en decir:

-Quienquiera que sea, yo le ruego que, por amor mío, os quiera perdonar.

La reina, asimismo, reiteró las palabras del rey, añadiendo:

-Y si yo soy la señora que vos decís, yo os perdono.

La reina en seguida rogó a Güelfa que se uniese a lo que ella había dicho.
Güelfa, toda azorada y llena de vergüenza, repitió aquellas mismas palabras. Veríais a
señores y señoras en gran número, y finalmente a toda la corte, gritar a la dama
desconocida a favor del caballero: “¡Merced, merced, merced!”. El clamor fue tan
grande que no se oían unos a otros; y cuatro reyes de armas y muchos heraldos, vestidos
con la librea de Curial, recorrían la plaza pidiendo a gritos merced e invitando y
animando a la gente a gritar.

Todos miraban a Curial, el cual había venido tan ufano que no se hacía mención
de nadie más. Le era favorable la gloria mundana, y Fortuna, fijando el clavo en su
rueda y contra su propia naturaleza, la sujetó firme y segura; en esta jornada era él quien
tenía su mano encima de su rueda. Curial entonces desplegó un estandarte negro,
empero con el halcón sin capirote, con unas letras doradas en los gallardetes: “Antes el
deseo que la piedad.”27 A continuación, haciendo ondear el estandarte, se fue con todos
los suyos a un ángulo del campo, al lado izquierdo del rey; y allí se instaló con ellos.

27
En el original, en francés: “Ans anvie que pitié”.
El torneo. Maravillas de Curial

La plaza se empezó a henchir de gentes que venían para hacer armas y


empezaron a romper lanzas por todos lados; y muchos señores, muy bien acompañados,
en una multitud compacta, dan inicio al torneo. Por lo que Curial, tomando una de sus
lanzas, se mete por en medio y embiste a un caballero muy famoso y lo derriba del
caballo; topa con otro y también lo tira, y después otro, y así va haciendo con los que le
van viniendo, de modo que no había caballero que fuese alcanzado por él que no saltara
del caballo. Todos decían: “Éste es el caballero de ayer, ciertamente; la gloria de esta
jornada será suya.”

El duque de Orleans se fiaba mucho de sus fuerzas y esperando vengarse de la


caída que había tenido el día anterior, fue hacia el caballero, que hacía armas delante de
la reina y lo atacó con arrojo; con tal tino, que le hizo volar toda la lanza a trozos. Pero
en realidad no hizo jamás cosa de que obtuviese respuesta tan pronta, porque el otro lo
expulsó de la silla a la distancia de una lanza, ganándose un golpe tan contundente que
le fue preciso ayuda para levantarse. Laquesis, al verlo, soltó una maldición al caballero,
pero Güelfa en su corazón la convirtió en bendiciones. Laquesis creía morir de encono y
estaba totalmente rabiosa y de mal talante.

Los caballeros del duque van en contra de los de Curial, rompen lanzas unos y
otros; después, se llevan las manos a las espadas y dan principio a un torneo muy
interesante. Subieron al duque a los palcos y, colocado entre el rey y la reina, siguió las
hazañas del torneo. Laquesis hablaba mal continuamente del caballero del halcón, no de
su caballería, que era intachable, sino de su orgullo y vanagloria. El duque la mandó
callar, porque hacía un tiempo decía lo contrario, lo que a Güelfa le produjo mucha risa;
el duque añadió a su comentario que, en su opinión, no creía que hubiese en la
actualidad caballero tan noble ni tan valiente, y que –a fe suya- no le tenía inquina, a
pesar de haberle derribado dos veces en dos días.

-¿Qué os diré? –dijo el duque-. No hay caballero en el torneo que se mantenga en la silla
más tiempo que el que le permite él.

Curial fue hacia los palcos y el rey lo miró y dijo al duque:

-He aquí al caballero tan cortés, que ayuda a todos a descabalgar.

Respondió el duque:

-Sí, vive Dios, yo tengo que estarle muy agradecido porque me ha ayudado dos veces en
dos días; pero, por lo ligero que obliga a hacerlo, más que descabalgar, parece volar.

Y mientras se estaba hablando de esto, Curial se acercó al palo del trofeo, en el


que había una corona muy rica y dijo:

-Yo espero que seréis mía.

-Sí –dijo el duque-, por más que yo me esfuerzo en quitárosla; pero Dios no me da el
honor.
Güelfa, que no pudo contener la lengua, dijo:

-Vos, señor, hacéis bien en dejarle lo que no le podéis quitar.

El duque, con una risotada, replicó:

-Señora, yo le soy generoso con lo que es suyo.

Rió el rey y rieron todos. Curial, plantando allí, cerca del palo, su lanza, que
nunca habían podido romper, se echó mano a la espada y se dió a atacar sin moderación
alguna, con gestos que más parecían milagrosos que humanos; extrae escudos del
cuello, arranca yelmos de la cabeza y a quien alcanza con la espada no se tiene por
seguro. El rey se santigua, todos se maravillan. El marqués, que no quitaba los ojos del
caballero, suplicó al rey que mandase salir al caballero del torneo, porque la fiesta tenía
menos emoción por su causa. Por lo que el rey, por medio de un rey de armas, le rogó
que fuese con él. Enseguida el caballero, que era muy dócil, vino. El rey, haciéndole
subir al palco, rogó a la reina, a Güelfa y a Laquesis que le quitasen el yelmo de la
cabeza y así lo hicieron. El duque vió que era Curial y lo abrazó muy amistosamente, y
ahí fueron perdonadas todos las iniquidades del pasado. Laquesis, después de haberlo
visto, intentó separarse un poco de él, pero el duque le dijo:

-Mujer, yo os haré amigos. Ale, besaos ahora, por amor a mí.

Y Laquesis lo besó. La reina hizo que lo besaran todas las doncellas nobles que
había en su casa. El torneo hervía aun sin fuego, y se veían lanzadas, golpes de espada y
garrotazos, tan intensamente y por todas partes, que no se oiría el cielo si tronase.
Efectivamente, Júpiter y Juno nunca enviaron a la tierra estrépito mayor. Yo os digo que
el caballero que tenía energía en los brazos, tenía buena ocasión para probarla.

Desposorios de Curial y Güelfa

Curial, ya desarmado y vestido con la mejor ropa del rey, estaba entre las damas,
quienes no permitían que se acercase nadie más a él. El rey, entretanto, se llevó aparte al
marqués y, tras una larga exposición de argumentos, le rogó que diese a Güelfa como
esposa a Curial; el marqués respondió que no había cosa en el mundo que desease más.
Por lo que el rey y la reina, llamando aparte a Güelfa, al marqués y la abadesa, les
plantearon el mencionado matrimonio. Güelfa callaba y, de vergüenza, no sabía qué
responder; por lo que la abadesa, rompiendo el silencio, dijo al rey:

-Señor, ¿a qué esperáis? Yo os digo, por ella, que sí y os respondo que le parece bien.

El marqués añadió:

-Hermana mía, yo os lo ruego; os suplico que cumpláis lo que el rey ordena.

Entonces Güelfa, con voz temblorosa y cargado de vergüenza todo el rostro,


respondió al rey:
-No porque tenga deseo de tener marido, dado que yo no había decidido volverme a
casar, sino por no tener palabras para decir lo contrario a lo que vuestra muy alta señoría
manda, haced de mí lo que os agrade.

El rey y la reina, extemadamente contentos, llamaron al arzobispo de Reims, que


era primo del rey; y montadas la reina y Güelfa en sendas jacas, fueron hasta el centro
de la plaza. Y el rey, con general regocijo, los hizo desposar.

Se alza un murmullo muy grande. Los caballeros renuevan el torneo. El rey y la


reina vuelven a los palcos y, apartadas durante un momento, Güelfa fue engalanada
preciosamente y adornada con tantas y tan preciosas alhajas que todos se sentían
turbados. Resplandecía la belleza de aquella dama por encima de cuantas allí había.
¡Ay, cómo quería morirse Laquesis, herida por tres causas de envidia: por el marido, por
la belleza y por aquella fiesta! Miradla, le cambia el color en mil tonos y, por mucho
que quiso disimularlo, se le escapó: “Bendita tú entre las mujeres.”28

El rey mandó que el torneo cesase por aquel día; y así se hizo. ¡Oh
magnanimidad y magnificencia del rey! ¡Oh, corazón excelente y valeroso!
Ciertamente, no olvidó el rey la singularidad de su liberalidad: cogiendo el joyel y la
corona del premio se los dió a Güelfa, y a Curial le concedió el principado de Orange.

Y aquel caballero, de origen pobre -favorecido por la Fortuna, tras infinitos


infortunios-, gracias a sus virtudes, a las que nunca ofendió, y asimismo gracias a Amor,
que es diosa mucho más poderosa que Fortuna y nunca se separó de él ni le había
abandonado -luchando continuamente contra la Fortuna y los Infortunios, a los que
venció; y resistiendo a las hipócritas embestidas de la inicua y porfidiosa Envidia-,
consiguió ascender de tal manera que, valiente y virtuoso, en un día, por sus méritos,
obtuvo principado y esposa.

Cuando el día ya declinaba -y cuando el sol, amenazado por las tinieblas que ya
se preparaban a salir, arregló sus caballos, dejando tres por cansancio (Titán, Aeto y
Lampo) y tirado sólo por Flegonte, abandonadas más de las tres partes del día, a la
mayor velocidad que se pueda decir, huyó hacia el reino de Hesperia-, aquel excelente,
superbo y alto rey, acompañado por muchos nobles, tomó a Güelfa por las riendas y
entró en la villa. Iba Güelfa en medio del rey y la reina, y a su vez Curial entre duques y
grandes señores, con gran ruido de trompetas y ministriles, entre gritos y cantos de
muchos caballeros y gentilhombres, los cuales, desbordando alegría, acentuaban el tono
de placer y de la festividad. Y así entraron en la ciudad de Nuestra Señora.

Y convenientemente colocados, el rey se puso a cenar, y se sentaron en su mesa


solamente la reina, Curial y Güelfa; y en las otras mesas, duques y duquesas, condes,
barones y otros nobles. Servían grandes señores, de modo que la fiesta por dondequiera
que se mire fue notable; quien sabía o podía alegrar la fiesta, contribuía dándole relieve.
Veríais a muchos caballeros y gentilhombres con cardenales en los ojos, otros con
vendas en los brazos por los golpes que habían recibido en el torneo, pero que no
paraban de reírse, de cantar y de bailar. Los manjares de la cena fueron abundantes y los
vinos, valiosos y en profusión, de modo que se sirvió a todos espléndidamente. Y quien
deseara vivir una fiesta bien debía haber intentado ver ésta, porque verdaderamente no

28
En el original, en latín: “Benedicta tu in mulieribus”.
cabía en la memoria de las gentes haber visto otra semejante ni tan grande; dando todos
por cierto, en conclusión, que el rey había celebrado aquella corte real sólo para forjar
aquel matrimonio.

Pasada, pues, gran parte de la noche en estas circunstancias, el rey dió licencia a
todos para que volvieran a sus alojamientos. El duque de Orleans cogió las riendas de la
montura de Güelfa, y, en compañía de todos los duques y señores, la acompañaron hasta
su posada y, despidiéndose amigablemente, se retiraron a sus casas. Quedaron en la
posada el marqués y Andrea, Curial y Güelfa, los cuales, inmersos en un gozo indecible,
mal podían irse a dormir; pero al cabo de un buen rato, cuando la noche ya se iba, se
fueron a sus camas acuciados por el sueño.

Pero, ¿quién dormiría? Ciertamente, el marqués y su mujer no durmieron, ni les


bastó la noche para departir. Güelfa y la abadesa estuvieron en vela y no sabían dónde
meterse de alegría recordando las virtudes y proezas de Curial. Y Güelfa, que hasta
aquel día había parecido muda, verdaderamente ahora había recobrado la palabra y
decía de él cosas tan agudas y tan sutiles que en pocas mentes tendrían cabida; pues si
bien había tenido cerradas hasta aquel día las puertas de la boca, tenía bien abiertas las
de los oídos y las de la inteligencia. Curial tampoco dormía, porque se hallaba fascinado
pensando cómo había conseguido su deseo con honor; y consumó todo el resto de la
noche hablando con Don Galcerán de Mediona. Y no sólo ellos, sino incluso
muchísimos otros, que, debido al cansancio, hubieran necesitado más dormir que velar,
pasaron toda la noche discurriendo y hablando.

Las bodas del príncipe Curial

El rey, que era señor de muy gran providencia, fijó fecha para la boda y no quiso
que se torneara más allí, sino que, con los demás, lentamente, se fue hacia la villa. El
marqués, al que le había asignado espaciosa y notable posada, se hospedó en ella con su
mujer y su hermana. Y Curial entró glorioso en su propio hostal, que no había perdido a
pesar de toda la persecución de la Fortuna. Fueron muchos los convites, grandes
también las fiestas que por este matrimonio se hicieron y se celebraron en París.

Todos y todas se esforzaban por vestirse según su condición. Pero Güelfa, que
contaba con sus joyas personales además de las de Curial, superaba con mucho a todas
las otras. Mírenla, contémplenla todos, miren sus tan preciosas y múltiples alhajas, pues
no hay en el mundo lapidario que presuma de ponerles precio. Va alegre Curial, todos le
halagan, tanto por méritos de su virtud de caballería y otros dones de gracia de los que
nuestro señor Dios le había dotado copiosamente, como además por ver que era un gran
señor y muy rico. Entre las gentes se le aparecía Fortuna, le sonreía y le hacía grandes
cumplidos. De nadie, más que de Curial y Güelfa, se hacía mención. Todos y todas
comentaban que Laquesis no valía nada.

El duque, que no se separaba de Curial, dijo:

-Curial, vos me habéis hurtado a mi mujer; porque yo, no hace muchos días, tenía la
más bella mujer del mundo, y ahora veo que la tenéis vos. Pero os juro que nadie en el
mundo debe teneros envidia, pues si la tenéis, muy bien os la habéis merecido y, a lo
largo de un servicio de muchos años, a alto precio la habéis comprado.
Muchas eran las cosas agradables que se decían acá y allá, y todos y todas
hablaban de Curial y de Güelfa. Poco a poco, sus gloriosos actos, fueron conocidos
íntegramente por todos y en todas partes fueron divulgados por las gentes. Asimismo,
Curial dió a Don Galcerán de Mediona por esposa a su doncella, llamada Fiesta, y
compartió con él lo que tenía, espléndida y generosamente; Galcerán, al cabo de mucho
tiempo, muy rico y contento -con su esposa, de la que no estaba poco contento-, volvió
a Cataluña.

El rey, que no dormía las noches enteras, hizo preparar una fiesta muy grande y,
convidando a una infinidad de personas a la boda de Curial, en el mismo día le festejó
como novio y como príncipe. Los convites y las fiestas fueron enormes; bailes, justas y,
en resumen, nada que fuese adecuado a tal fiesta dejó el rey por hacer. No me detendré
a enumerar los tipos de comidas, vinos, justas ni danzas, ya que bastante he hablado en
estos libros y lo omito por mor de brevedad; ni me referiré al deseo que los novios
tenían de acostarse. Los que quieran saberlo, lean al maestro Guido delle Colonne
cuando trata del dormir de Jasón y Medea; aunque toda comparación es desigual, pues
aquello ocurrió en un momento y esto fue deseado durante muchos años (mas, dado que
el maestro Guido ha cultivado mucho estas descripciones, a él me remito).

Las fiestas pasan, así como todas las demás cosas; todos al final se cansan de los
gastos grandes y prolongados. Y así, todos, despacio, se fueron yendo. Y también lo
hicieron el príncipe y la princesa, el marqués y su esposa, así como los otros; porque,
obtenida licencia del rey y de la reina, y recibidos de ellos preciosos donativos,
regresaron felizmente a sus tierras con mucha alegría.

Y aquel Melchor, viejo, cansado, al ver al príncipe, lo abrazó, llorando de gozo,


diciendo:

-Ahora, señor, dejas ir a tu siervo en paz, según tu palabra.”29

Demos gracias a Dios.30

29
En el original, en latín: “Nunc dimitis seruum tuum, Domine, secundum uerbum tuum, in pace”.
30
En el original, en latín: “Explicit Deo gratias”.

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