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Curial e Guelfa Casatellano PDF
Curial e Guelfa Casatellano PDF
¡Oh, cuán grande es el peligro, cuántas son las preocupaciones y las angustias de
los que viven en vilo por el amor! Pues, aunque algunos privilegiados por la fortuna,
después de infinitos infortunios, hayan llegado al puerto que deseaban, son tantos los
que razonablemente se duelen que apenas puedo creer que, entre mil desventurados, se
encuentre uno que haya llevado su causa a un glorioso final.
Por eso os quiero contar cuánto costó a un gentil caballero y a una noble dama
amarse el uno al otro y cómo, con gran esfuerzo y pena, acompañados por muchos
infortunios, después de mucho tiempo, consiguieron el premio a sus desvelos.
Infancia de Curial
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Los criterios seguidos para esta traducción se exponen en el trabajo “Sobre las versiones de clásicos
catalanes: el Curial e Güelfa y Lo somni”, que se publicará en el II volumen coordinado por Assumpta
Camps (directora de la Red Temática, sobre “La Traducción en la época contemporánea”, 2003/XT/
00034, de la Generalitat de Catalunya), en 2005, en PPU de la Universidad de Barcelona.
Cabe avanzar que, aunque siguiendo criterios distintos, se ha tenido en cuenta la edición de Pere
Gimferrer, según la reedición de 2003 en Anton Espadaler (ed.): Novelas caballerescas del siglo XV,
“Biblioteca de Literatura Universal”, Espasa, Madrid. Además, se ha tenido muy presente el resumen que
hizo Jerónimo Miguel, a modo de Guía de lectura, en mi monografía sobre esta novela: Tras los orígenes
del Humanismo: el “Curial e Güelfa”, UNED, Madrid 20013, pp. 359-420.
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Indicamos así un espacio en blanco en el manuscrito.
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La buena mujer, que por el gran amor que tenía a su hijo no le permitía alejarse
de ella, lo retenía consigo, pues quería que se diera por satisfecho con la pobreza que de
su padre había conservado. No obstante, se asentó en él un ánimo noble -que en muchos
hombres pobres anida- y ya desde su infancia le hizo aborrecer aquella vida; por lo que,
viendo que su madre no le daba ninguna salida, a pie y pobremente, huyó de allí. Y se
fue a casa del marqués de Monferrato, quien en aquel tiempo era un joven soltero y
hacía poco que, por la muerte de su padre, había recaído en él el gobierno y dominio de
su tierra. Y tenía una hermana, muchacha de poca edad, llamada Güelfa.
Llegado, pues, Curial a casa del marqués, el cual estaba en un castillo suyo
llamado Pontestura, se plantó entre los caballeros y los nobles e iba mirándoles las
caras, esperando que alguno de ellos le hablase; por lo que el marqués, al salir de misa,
topando con el joven, le dijo:
El chico respondió:
Y agregó:
-Tú serás mío, dado que te has entregado a mí, pero lo serías aunque te hubieses
entregado a otro.
Por aquel mismo tiempo, el señor de Milán, que era un caballero gentil y
apuesto, tenía una hermana muy hermosa llamada Andrea. Y oyendo la fama de la
belleza de Güelfa, que sin ninguna comparación superaba en aquel tiempo la hermosura
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de todas las doncellas de Italia -a pesar de su juventud, pues apenas tenía trece años-, se
enamoró de ella e hizo saber al marqués de Monferrato que, si lo consideraba oportuno,
gustosamente le daría a Andrea por esposa, contando con que él a su vez le diese a
Güelfa. Lo cual, después de haberse tratado extensamente, se hizo realidad. Así, el señor
de Milán, enviando a Andrea, recibió a Güelfa con una muy gran satisfacción; y le
pareció mucho más hermosa de lo que le habían dicho, por lo que se prendó y se
enamoró tan fuertemente de ella que no oía ni veía nada, ni se sentía bien ni descansaba
sino estaba al lado de Güelfa.
Por lo que su hermano, el marqués, viéndola joven, tierna, rica y codiciada por
muchos, temiendo algún percance, empezó a requerirla con cartas para que se animase a
venir a Monferrato, pintándole con diversas clases de razones la causa de su vuelta.
Güelfa, que era obediente y amaba a su hermano por encima de su misma felicidad, al
punto se puso en marcha y se fue a Monferrato, a una ciudad llamada Alva, donde vivía
su hermano.
Fue recibida por el hermano con todos honores, asignándole como estancias
suyas la parte más preciosa de su palacio. Y a menudo le hacía comer con él, o bien él y
Andrea se iban a comer con ella. De este modo estuvieron algunos años conviviendo
fraternalmente.
Educación de Curial
Curial servía al marqués, pues era muy apreciado por él, pero el marqués llegó a
estar tan enamorado de Andrea, su esposa, que no se ocupaba de nadie y se olvidaba de
todo; por lo cual el chico, que había tenido una notable entrada en casa de aquel señor,
por la debilidad del mismo señor cayó en olvido y ya no era favorecido, atendido ni
oído, como ocurría antes de que llegase Andrea.
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hizo un hombre valioso en estas ciencias, así como muy buen poeta; de modo que a la
vista de sus conocimientos, en muchos sitios devino muy famoso y era altamente
considerado.
Güelfa, que era joven y lozana, notas a las cuales no faltaba añadir sino marido,
al verse muy bella, objeto de muchos elogios, rica, agraciada y a la vez ociosa, así como
requerida y solicitada por muchos mientras que su hermano no se preocupaba de
buscarle marido -ni a ella le parecía honesto el pedirlo-, no pudiendo resistir a las
naturales inclinaciones de la carne, que la combatían continuamente aguijoneándola sin
cesar, pensó que si por ventura amase en secreto a algún joven valeroso, no habría
deshonestidad siempre que nadie lo advirtiese; además, era algo que ya había ocurrido a
otras más de mil veces. Y en el caso de que algunos, queriendo adivinar lo que no
saben -a través sólo de indicios-, llegaran a percatarse, no se atreverían a hablar de tan
gran señora como era ella.
Y así dió licencia a los ojos para que mirasen bien a todos los que estaban en
casa de su hermano. Y como no se fijaba en la limpieza de sangre ni en la cantidad de
las riquezas, le gustó Curial por encima de los demás, pues viéndolo de cuerpo muy
gentil -y bastante gentil de corazón-, y muy sensato para su edad, pensó que sería un
hombre de valía si contase con medios. Por lo que planeó ayudarlo; y desde entonces,
empezó a acercársele y lo llamaba a menudo y hablaba gustosamente con él.
Esta noble mujer tenía un procurador, que recibía en nombre de ella todas las
rentas de Milán y las administraba; este hombre, que contaba ya cincuenta años, muy
sabio, reservado y valioso, tenía por nombre Melchor de Pando. Güelfa lo amaba mucho
y le confiaba no sólo las riquezas sino también todos sus secretos. Por lo que, un día,
hablando ella con Melchor acerca de todos los de la casa del marqués, se acordaron de
Curial; entonces, Melchor lo alabó mucho y denostó la pobreza del joven y la poca
sensibilidad del marqués, pues le hacía el efecto que si aquel mozo dispusiese de unos
cuantos bienes, sería sin duda muy valioso. Güelfa, mostrando compadecerse, tomó a su
cargo el ayudarlo y, pese a su pobreza, hacerlo un hombre. En seguida mandó a Melchor
que se lo llevase a su casa y que, sin descubrirle de dónde procedía la ayuda, lo
mejorase de estado y le diese tanto dinero como Curial quisiera y supiera gastar.
El tal Melchor, que no tenía hijos y amaba a Curial poco menos que Güelfa, lo
tomó de la mano y, llevándoselo a su casa, le habló de la forma siguiente:
-Curial, yo conocí bien a tu padre, que fue gentilhombre, un prohombre y gran amigo
mío. Vi la entrada que hiciste en casa del marqués, que no ha seguido el curso con el
que había empezado, ni me parece que haya predisposición para ello, puesto que el
marqués no sólo se ha olvidado de ti sino incluso de sí mismo y de todos los de su casa.
Y yo, consciente de que no tengo hijos ni hijas ni parientes que me ayuden a gastar lo
que Dios me ha dado, he decidido –mientras sea posible en vida mía y viéndolo yo- que
mi fortuna aproveche a alguien y entregarte ahora alguna parte de mis bienes. Y si veo
que en ti los obsequios no se desperdician, a mi muerte, te haré señor de bienes mucho
mayores.
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Y, sin dejar contestar a Curial, tomándolo por la mano, lo introdujo en una
cámara y, abriendo una gran caja, repleta del tesoro de Güelfa, le dijo:
-Hijo mío, he aquí una parte de mis bienes; toma a tu gusto tanto como te parezca que
necesitas para mejorar de posición y no temas que, si ahora no puedes llevarte tanto
como quisieras, se te impida tomar otra vez, porque esta caja estará presta a tus órdenes;
y lo que cojas hoy será repuesto mañana, de modo que no se agotará. No obstante, hijo
mío, sé sensato y observa que la condición social requiere graduarse y subirse
lentamente, escalón por escalón.
Curial, muy confuso –ni siquiera acertaba con la puerta por donde se iba a su
morada-, se marchó y empezó a poner por obra lo que el prócer le había mandado; y se
vistió muy bien y se hizo con caballerías y cogió para su servicio algunos servidores.
Melchor, por mandato de Güelfa, departía cada día con Curial y le estimulaba a
obrar bien, dándole a diario fondos en gran abundancia. Y tanto prosperó que todos los
de la corte, abandonados otros temas, no comentaban nada más.
Mientras sucedían estas cosas, dos caballeros ancianos que tenía Güelfa en su
compañía, viendo a Curial charlar muy a menudo con Güelfa y viéndole ascender en el
porte y condición, sospecharon que era obra de Güelfa y, empujados por la envidia,
hablaron entre ellos, diciendo:
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también la fama. Y si no se ataja desde el comienzo, esta enfermedad irá muy en
aumento y a nosotros, que no tenemos nada que ver con ello, nos puede aportar un
escarmiento, del cual seremos merecedores si no informamos al marqués.
Y aunque estaban muy convencidos, por último acordaron que antes de decirle
ni una palabra al marqués, vigilarían atentamente por si podían ver indicios de alguna
deshonestidad, de la que al punto le informarían.
El marqués era muy próximo a Curial, con quien consultaba todos sus consejos y
todos los proyectos que tenía. Y viendo que su hermana se complacía en hablar con él y
de su compañía, lo llevaba a menudo consigo, de lo cual ella obtenía una consolación
soberana. Y cuanto más lo frecuentaba, más se caldeaba y se encendía en su amor; pero
estaba muy angustiada porque él no se daba cuenta. Y así, ella decía a Melchor que
temía que este joven fuera cobarde. Esto se prolongó durante mucho tiempo, porque
Curial, que no sabía ni imaginaba que era Güelfa quien le daba lo que gastaba, tenía
su pensamiento muy lejos del de Güelfa, y la solazaba con palabras galantes y con
bromas de otro tenor. Mas que él la amase nunca se lo dió a entender, ni daba muestras
de entender que ella lo amaba, por lo que la mujer enamorada soportaba una pena
insufrible.
Así las cosas, un día pensó que sólo le quitaba su bienestar la vergüenza y que,
dado que no había ningún otro impedimento, ella intentaría vencerla a fin de satisfacer
su deseo. Y mientras estaba cavilando sobre ello, buscando la vía y la manera de
sacudirse aquella cruel y vulgar vergüenza, el marqués envió a Curial para que rogara a
Güelfa que fuera a comer con él. Ella, sin darle más vueltas, se puso en pie y, haciendo
pasar delante a todos los demás, se quedó rezagada con Curial, quien la llevaba del
brazo; y, viendo la oportunidad, le habló de la siguiente forma:
-¡Ay, desgraciada de mí! ¡Cómo he malgastado mi amor en ti! Miserable de mí, hace
tanto tiempo que te amo, y te he dado todo lo que de Melchor has recibido y, en mi
interior, te he hecho señor de mí y de mis bienes; mientras que tú, más cruel que
Herodes, como un ingrato, menosprecias los dones que amor –más piadoso contigo que
tú mismo- te ha ofrecido. ¡Ah, carne de leproso! ¿Y no oirás nunca las palabras
penetrantes que yo tantas veces he pronunciado por mi boca delante de ti? ¡Ah,
vergüenza, ven, ven a mí y huye de este insensato que parece que nunca haya tratado
con personas!
Y tras estas expresiones, apenas contuvo las lágrimas. Llegaron juntos a las
dependencias del marqués, quien la recibió muy alegremente; se sentaron a la mesa y
empezaron a comer. Pero la mujer, pensando en lo que había dicho y reflexionando
sobre cómo habría sido entendida, apenas comía, y decía que se acababa de levantar de
la cama y que todavía no tenía apetito.
Por otra parte, Curial empezó a meditar las palabras que había oído y conocedor
de que era Güelfa quien le había dado todo y quien cubría sus necesidades, se quedó
muy pensativo; y, deseoso de responder, le parecía que aquel ágape duraba un año. Y
aunque estaba muy alejado, miraba a la señora aprovechando que los que servían la
mesa y los comensales que estaban delante de él se apartaban un poco; y maldecía a
todos los que se interponían entre él y ella. Y cuando éstos, porque retiraban sus cabezas
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o por otra causa, dejaban una rendija, en seguida los ojos de ambos enamorados se
encontraban en el hueco; y, cuando la rendija se cerraba, se les evaporaba todo placer.
Y así estuvieron los dos durante aquella comida, en que ni ella comió ni él
descansó. Y en el pecho gentil, en el cual todavía no había entrado ninguna sensación
placentera de amor, prendió súbitamente una llama ardiente, la cual no pudo apagarse
hasta que la muerte le alcanzó. Se acabó el banquete y se fueron de la mesa, de lo cual
ambas partes tuvieron contento. Y poco después de haberse despedido de su hermano, y
acompañada de mucha gente notable, la mujer volvió acongojada a su cámara. Ella dijo
a Melchor:
Por ello, Curial fue a casa de Melchor y le repitió, al pie de la letra, lo que
Güelfa le había dicho, añadiendo que hacía tiempo que lo intuía y esperaba ocasión para
constatar su pasión; y ya que nuestro Señor los había llevado a este punto, a ella le
concernía mandar. Pero le suplicaba que lo quisiese abreviar, a fin de que pudiesen dar a
este hecho un proceso discreto; porque, mientras que él pensaba que ella no estaba
dispuesta a complacerlo, sobrellevaba la pena en cierta manera, pero ahora que se había
manifestado el asunto verbalmente entre ellos, la carga se le haría mucho más dura.
El mentor, que ya hacía días que daba por sabido que aquella entrada tenía que
tener esta salida, amonestó al joven rogándole mucho que fuese reservado y andase con
cautela. Y que debía poner aquí más juicio que en cualquier otra cosa, puesto que todos
se miraban en aquel espejo; por lo que si antes era envidiado, ahora lo sería mucho más.
Melchor, volviendo a la señora, le dijo que Curial no había nacido más que para
servirla y que ella ordenase, porque él no tenía más que hacer que obedecerla. Por lo
que la mujer le dijo:
-Curial, yo he querido entregarte todos mis tesoros y sin decirte nada he dado principio
a tu honor. Es verdad que te amo; y así como te he otorgado bienes te daré otras cosas
en cuanto comprenda que las debes tener. Por lo que te ruego que accedas a esforzarte
en buscar la manera por la que puedas acrecentar tu honor. Y no tengas miedo de que te
falte el dinero. Sin embargo, quiero que cumplas este precepto: que jamás me pidas más
amor del que yo determine darte. Y por otra parte te aviso -recuérdalo bien-, que si en
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algún momento te revelas como mi servidor, me perderás para siempre y te privaré del
bien que tú esperas obtener de mí. Y de ahora en adelante, no alegues ignorancia.
Los envidiosos, turbados, no sabían cómo actuar, ni podían ver nada que fuera
reprochable, salvo el frecuente ir y venir, así como el incremento del nivel de Curial,
que les parecía que provenía de ella.
Mientras estas cosas sucedían de esta guisa, ocurrió un día que yendo Güelfa a
almorzar con su hermano el marqués, precediéndoles todos los acompañantes, se quedó
sólo con Curial, quien la llevaba del brazo; y, moviendo ella la cabeza, la acercó a la de
Curial, teniendo buen cuidado de que nadie los viese, y le dió un beso. En ese momento,
para su desgracia, al desviar los dos ancianos sus ojos hacia aquel lado, llegaron a ver el
apartarse las cabezas de los que el amor, sin percatarse de lo que hacían, dulcemente
había inducido a besarse.
-Señor, antes de que mi lengua diga nada, te ruego y te suplico que quieras oírme con
oídos benignos, y que lo que yo te diga, aunque sea grave, no te impulse a hacer nada
repentinamente, hasta que, de un modo reflexivo y atendiendo a tu honor, que ha de ser
tan estimado para ti, puedas obrar en consecuencia.
Nosotros (para nuestra desgracia, pues ojalá pudiéramos eludirlo), hemos estado
al servicio de tu hermana Güelfa, a quien, mientras le han agradado los consejos, ha
vivido muy honestamente y según tu honra, a la vez que nosotros estábamos muy
contentos pensando retornarte a ti, buen conde, su honor. Pero creemos que su vida
hubiera prosperado más de no haber venido a tu casa.
Tú crees que la hiciste venir aquí -para lo cual fue favorable nuestro consejo-
procurando obrar bien y dando por entendido que el desarrollo de sus principios
recibiría un acicate. Y efectivamente hubiera ocurrido así, si un demonio -al que más le
hubiera valido no haber nacido- no se hubiera interpuesto en el camino. Hay que decir
que nosotros hemos resistido con mucho aguante la deshonesta y continua relación de
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Curial con Güelfa, sabiendo de antemano que íbamos a ver lo que hemos visto; y hemos
estado inclinados muchas veces a decírtelo, pero sabiendo lo que te era grato, hemos
callado hasta este momento.
No se trata de que estemos ansiosos por los bienes de ella, que Curial gasta y
consume en abundancia, opinando principalmente que tu magnificencia lo compensaría.
Pero lo que hemos visto hoy -y suponiendo razonablemente que debe haber más-, nos
ha confundido por completo. Y si no fuera porque tememos que por nuestro silencio, al
crecer el mal, crecería nuestro delito, ni siquiera ahora abriríamos la boca para hablar.
En una palabra, en el día de hoy, yendo Güelfa a comer contigo, hizo pasar
delante de ella a todos los hombres que la acompañaban -incluido nosotros, que la
solíamos llevar del brazo-, quedando solos Curial y ella; pero, al volvernos, hemos visto
que la besó. Por ello, hemos tenido un dolor intolerable, pensando que a nuestra vejez
hemos venido aquí para hacer de alcahuetas. Cosa que Dios no quiera, que a nosotros,
que creemos haber vivido correctamente nuestra juventud, nos venga ahora un don
nadie a robarnos la gloria de nuestro honor y fama.
El marqués, que era muy prudente y muy buen caballero, dando fe a las palabras
de Ansaldo, se quedó muy impresionado y estuvo muy tentado a reaccionar
apresuradamente sin pararse a reflexionar, a fin de dar una buena sorpresa a los dos
amantes. Pero el otro anciano, llamado Ambrosio, lo detuvo diciendo:
-Señor, no te alteres por lo que él te ha dicho, sino recuerda que eres joven y que
algunas veces, por prudente que seas, has obrado como un joven. Y si aquellos jóvenes
sometidos a las fuerzas del amor han hecho alguna locura o hacen lo que no deben, al
fin y al cabo no hacen nada nuevo, pues personas mucho más prudentes que ellos lo han
hecho muchas veces. Por ello, sosiégate, templa tus reacciones y medítalo bien; aunque
de todos modos no lo olvides ni dejes el asunto sin su retribución. Pero te ruego que
quieras actuar con reflexión y consejo a fin de que puedas proceder mejor y con arreglo
a tu honor. Y que los que han arrinconado su honor no hagan que tú pierdas la cordura,
de la cual Dios nuestro señor, por su gracia, entre los otros jóvenes de Italia te ha dotado
copiosamente.
Ante esto, el marqués, no pudiendo seguir escuchando a los dos ancianos, que
meneaban la cabeza murmurando, se marchó, se metió en una habitación, cerrándose
por dentro, y se dedicó únicamente a pensar en lo que haría ante esta situación. Y así
pasó aquel día, en que apenas salió de su habitación, pues estuvo muy consternado y
encerrado en sí mismo, discurriendo ideas muy distintas. Al día siguiente, tomando por
compañía a dos jóvenes caballeros, aguerridos y valientes, y asimismo a Curial, sin
nadie más que ellos, entró en una iglesia y haciéndose a un lado sólo con Curial, le
habló del siguiente modo:
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Ahora me han dicho que tú prefieres tu placer a mi propio honor, de lo cual me he
extrañado mucho. Debes comprender que Güelfa es mi hermana y que a mí me tiene
que afectar todo lo que, en contra de mi honor, en la persona de ella se haga. Y si yo
quisiese actuar como un hombre, antes de que te separases de mí haría que te oliese mal
su boca, la cual ayer -cuando venías a comer conmigo- besaste.
-Señor, como ignoro quién te ha informado de esto, apenas sabré responder, pero
recurriré a mi sincera y simple defensa; después, si la garantía de los acusadores lo
requiriera, dándole curso, estas dos manos me liberarán de la carga que con gran yerro
me han impuesto falsamente. Y en esto tú podrías ser verdadero juez, si asintieras,
procurando distinguir si aquéllos o aquéllas que te lo han dicho se han movido por
envidia o para congraciarse contigo, pues yo, no sabiendo quiénes son, no lo sé valorar.
Güelfa, que es tu hermana, creo que es una mujer de valor y por el momento no
creo que deba excusarla, porque delante de ti no lo precisa. En cuanto a mí, te digo que
si los hombres a quienes incumba la presente respuesta son caballeros o gentilhombres,
mienten por sus bocas, y que les combatiré cuerpo a cuerpo, uno tras otro, hasta que, a
tu juicio, quede limpio de esta injuria.
Si tú me has ayudado, yo creo que desde que tengo uso de razón te he servido
bien, y mucho más aún tenía pensado servirte de ahora en adelante. No me duele el irme
de tu casa, pero sí me provoca dolor el alejarme de tu persona, que he amado y amo con
todo mi corazón, habiéndome tú dado motivos para ello. Pero puedes estar seguro de
que, dondequiera que yo esté, podrás disponer de mis servicios de la manera que lo has
hecho y mucho mejor.
Oyendo estas palabras, el marqués tuvo la corazonada de que eso podría deberse
a la envidia de los ancianos, pues verdaderamente le costaba creer que Curial hiciese tal
aberración, y le replicó diciendo:
-Ahora vete Curial; el gran amor que te produzco me halaga, exigiéndome que olvide
estas palabras y otras cosas, y que no se ahonde más en el tema. Por lo que ahora, sea
verdad o no, lo quiero considerar como no ocurrido. Pero te ruego que si te han acusado
con motivo, te guardes de persistir en tal locura. Y si por ventura no es verdad, que
asimismo te quieras guardar de dar lugar a habladurías, a fin de que yo no tenga que
hacer cosas que me disgustarían, en defensa de mi honor y de mi vergüenza.
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Por todas estas palabras no temas haber decaído de mi estima, pues con la misma
cara, con la misma condescendencia con la que hasta ahora has sido tratado por mí, lo
serás de ahora en adelante, siempre que te abstengas de frecuentar la habitación de mi
hermana, si no fueses en mi compañía.
Volviéndose de espaldas no quiso oír nada más, de modo que se fueron todos
juntos; y para encubrir el asunto y que los ancianos comprendiesen que él tenía en poco
lo que le habían dicho, cuando llegó la hora de comer, mandó a Curial que se sentase a
la mesa y comió con él, por lo que los ancianos se quedaron muy tristes y se dieron por
vencidos. No obstante, como eran hombres muy astutos y no tenían otra salida que la de
callar, disimularon también esperando adónde irían a parar estos hechos.
Güelfa, por vía de Melchor, se enteraba de todas las cosas, y estuvo a punto de
pelearse con su hermano y regresar a Milán. Pero finalmente decidió callar y disimular,
pensando que la cosa no iría más adelante, sino que se silenciaría y caería en el olvido;
aunque sostenía una terrible angustia porque su Curial no iba a su habitación tal como
acostumbraba. Mas él continuaba justando, lo cual hacía mejor que ningún otro, y ella
siempre lo miraba. Y cuanto más se le quitaba la oportunidad de verlo, más ardía y se
encendía con su amor; y el día en que no había justas, Curial jugaba todo el día a pelota
delante del palacio, y ella continuamente lo veía y lo miraba.
Llegaron estas nuevas a oídos del marqués, por lo cual, en seguida, acompañado
por Curial y por muchos otros de su casa fueron a ver al caballero, al que sorprendieron
muy triste y desconsolado; y, tras haberlo saludado, le preguntaron cuánto tiempo hacía
que estaba enfermo, cómo se encontraba y si precisaba algo. El caballero enfermo, al oír
esto, empezó a lamentarse profundamente y dijo en respuesta:
-El mal que yo tengo es el que hoy me ha acaecido, al cual para mi desventura no puedo
atender.
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Y con presteza dió a leer la misiva que el heraldo le había traído. Oyéndolo el
marqués, se puso a consolarlo, pero el consuelo que le daba no era nada en proporción
al dolor que él sentía; al cabo de un buen rato, el marqués se fue, sin dejar de hablar de
aquel caso y compadeciéndose mucho por la duqesa, que era mujer muy valerosa.
-¡Qué desgracia y qué daño tan grande acontecerá si a aquella tan noble dama la hacen
morir por envidia dos hombres malvados!
-Caballero, yo no sé quien sois, ni tampoco sé quién es esa dama que me decís que ha
sido acusada muy injustamente, pero si es como vos decís y si os agrada mi compañía,
gustosamente sería vuestro compañero en un trance como ése.
-Caballero, esforzaos mucho en procurar recuperar la salud, pues, dado que es así, yo
estoy dispuesto, con vos o sin vos, según lo requiera la situación, a defender el honor de
esa señora y el vuestro.
El caballero enfermo se repuso y en pocos días volvió a estar sano. Y Curial hizo
hacer libreas y muy costosos aprestos y otras cosas para el evento, y se preparó con
antelación para la partida. El marqués le animó mucho a actuar debidamente y le dió
fondos; y Curial los tomó, aunque no los necesitaba.
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alcoba de Güelfa; ella los recibió jovialmente y preguntó a Curial de qué manera se
había preparado. Y cuando Curial se lo hubo desmenuzado con detalle, ella, casi
totalmente pálida, le empezó a decir:
-Curial, tú no necesitas que te exhorte una hembra débil y de poco valor, como yo. Sólo
te quiero traer a la memoria que te acuerdes de que eres mío y de que no deseo otra cosa
en este mundo más que tu progreso y el acrecentamiento de tu honor; por lo que yo, no
viendo otra manera por la que tú puedas progresar mejor sino a través de las armas, a lo
cual Dios nuestro señor te ha llevado, he aguantado con paciencia, pero no sin gran
dolor de mi corazón, que te hayas ofrecido libremente a dar esta batalla. Pues cuanto
mayor sean el miedo y el peligro, mayor será el honor que te acarreará. Has emprendido
una causa justa y por ello te ha sido favorable la fortuna, puesto que lucharás por una de
las mujeres -según he oído decir- más valerosas y nobles del mundo, a la que han
acusado con gran injusticia junto a aquel caballero.
Ten por seguro que si, según tengo esperanza en Dios, sales airoso de esto, de
aquí en adelante no habrá nadie que ose hablar de ti y de mí, teniendo razonablemente
en consideración que quien defiende el honor ajeno, con doble arrojo defenderá el suyo.
Piensa que estarás ante muchos reyes y príncipes y que las más nobles mujeres
del mundo te mirarán. Escríbeme a menudo, sin que me tenga que enterar de las cosas
mediante los espectadores de las mismas. No me hagas morir de deseo por saber
noticias tuyas, ni tengas miedo de que te haga falta nada, pues dudo que te atrevas a
gastar tanto como Melchor te dará.
Él giró la cara al irse, suspirando, mientras que ella le miró siempre erguida.
Pero como él lo prolongó, ella se desmayó y cayó medio muerta al suelo; en su socorro
vinieron todas sus damas con muchos reconfortantes y la volvieron en sí, y, casi en
brazos, la metieron en su lecho. Curial, muy doliente y entristecido, volvió a su casa con
lágrimas en los ojos.
Güelfa, que oyó tocar las trompetas, preguntó qué era aquel fragor, y le
contestaron que Curial se iba, acompañado por el marqués y mucha gente notable; y que
ya estaban fuera de la villa, pero que quien quisiera les podía ver aún desde las
ventanas.
-¡Ay, pobre de mí!, exhaló Güelfa. ¿Quién los podrá mirar sin hacerse pedazos!
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Y aunque ella era una mujer de gran coraje y sabía dominar muy bien sus
pasiones, no pudo en verdad superar esta partida, pues sólo tartamudeó palabras
desordenadas. Pero tuvo el buen sentido de hacer salir afuera a todas las que estaban en
su cámara y expresar libremente sus penas en soledad. Aunque tenía una gran esperanza
en la virtud de su valeroso Curial y en la buena justicia de la duquesa.
Quien quisiera relatar detalladamente todas las cosas acerca de la tristeza de los
dos amantes, haría un libro muy prolijo; pero, para ser escueto, renuncio a ello. Sólo
narraré las que me parece que son estrictamente necesarias, aspirando a escribir para
vuestra consolación y placer.
-Curial, yo ruego a Dios que te permita volver con el honor que tú deseas.
Tras la despedida, se separaron los unos de los otros. Y así los caballeros,
siguiendo su camino, llegaron al reino de Hungría y, después de haber caminado
algunas jornadas, un día, entrando por una ciudad, arribados a la plaza, vieron a mucha
gente reunida y preguntaron de qué se trataba; les respondieron que querían decapitar a
un caballero viejo porque lo acusaban de haber hecho morir, en un camino, traidora e
injustamente, a un caballero muy valiente, que yacía muerto en aquella misma plaza.
Curial preguntó:
Le respondieron que no; pero se constató que había mala voluntad entre ellos,
pues el caballero difunto no tenía más enemigos y el viejo le había amenazado muchas
veces con matarle.
-Ahora lo acusa un hermano del muerto, que es un caballero de mucho valor. Es cierto
que el caballero acusado tiene dos hijos, que hace poco han venido de Bohemia y no se
atreven a contestar al acusador, quien se ofrece a mantener un lance armado con todo
caballero que intente entrar en el campo; pero los hijos, como malos caballeros, no osan
dar respuesta.
-Pongámonos delante y veamos si por ventura podemos hacer algo por la vida de este
prohombre.
Respondió Jacobo:
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-¿Qué nos importan los actos de los demás? Ocupémonos de los nuestros, que bastante
tenemos.
Dijo Curial:
-¡Que Dios me de honor!, de buena gana intervendría en este hecho, por ver si pudiera
contribuir para que a este prohombre menesteroso no sea su ancianidad la que le haga
culpable.
-Ha matado a traición a ese caballero, hermano mío, que yace delante de vos.
Respondió el viejo:
-Mentís por vuestra boca, pues yo no lo he matado ni sé nada de su muerte, aunque bien
se lo habría merecido. Y si yo fuera lo que era, yo mismo te haría retractar. ¡Ah, Perrin
y Hans, vosotros no sois hijos míos, si no yo no moriría así, con fama de homicida
traidor.
Los dos caballeros jóvenes, sus hijos, que estaban delante, temiendo la fuerza del
acusador, que era un caballero fuerte, muy experimentado en armas y famoso, estaban
callados, pero en realidad sus ojos no estaban secos. Por ello, Curial imploró:
-¡Caballero, por Dios, compasión! Ten piedad de su vejez. ¿Qué habrás conseguido
cuando hayas dado muerte a un caballero que no se puede defender? Te digo que,
suponiendo que él fuera culpable –cosa que él niega-, supone mayor venganza para ti el
perdonar que no lo que intentas llevar a cabo, pues tienes delante de ti a sus hijos,
quienes no osan defender a su padre porque te temen.
-Sí, vive Dios –dijo Curial-; vos tenéis poco que ver con Dios y menos con el honor de
la caballería, que os prohíbe judicialmente que persigáis al hombre que os haya
ofendido, y mucho más a los que no os han hecho ofensa alguna.
El otro contestó:
-Caballero, me asombra mucho, tanto vos como lo que decís; pero, dado que os
preocupan tanto los asuntos que no os importan y véis a sus hijos que conociendo la
verdad no lo quieren defender, tomadlo vos a vuestro cargo, que a mí me complace
15
daros algún tiempo para que consigáis las armas para combatir; entonces sabréis qué es
luchar contra derecho.
De lo que decís que no es honor para mí el proceder en este hecho según justicia,
yo no puedo hacer otra cosa. Ya me gustaría que él estuviera en edad que se lo pudiese
pedir de otra manera, pero dado que eso me es imposible y sus hijos no lo reparan, tomo
la venganza que puedo, no la que quisiera. En verdad que es mayor bochorno para un
linaje tener un pariente muerto ajusticiado que cien en batalla.
-¡Ah, valiente, quienquiera que seas, ten compasión de mis canas! Vedme aquí, que en
mi juventud he realizado muchas batallas a ultranza defendiendo no mi causa sino la
ajena; por lo que, si tienes alguna deuda con el honor de la caballería, te ruego que
ahora lo demuestres, pues yo te juro, en calidad de caballero, que no soy culpable de lo
que se me acusa.
-¿Qué vas a hacer, hermano mío? ¿Habéis venido vos al mundo para enmendar todos
los hechos de armas que os parezcan mal hechos? Estad tranquilo y dejad hacer a la
justicia, pues quien pide justicia no hace daño a nadie. Y el pretor no lo condenaría si
antes no se hubiera asegurado de que se lo ha merecido.
Hirvió la sangre en el corazón de Curial al oír estas palabras, por lo que mirando
al acusador a la cara, dijo:
-Caballero, te ruego por el honor y la bondad que en ti haya que te dignes perdonar la
vida a este caballero ilustre, pues, por más que quieras, como tiene ya ochenta años, no
puede vivir por mucho tiempo.
El acusador respondió que no iba a hacer nada, a lo que Curial, trocando los
ruegos en ira, le dijo:
16
-Veamos, pues, de qué le demandas.
-Yo le demando por la muerte de mi hermano, a quien dió muerte de mala manera en un
camino.
-Que miente por su boca, y que si yo tuviese buenos hijos ellos me defenderían. Por ello
os requiero, como gentilhombre que sois, que me defendáis ante el gran error que se me
demanda.
-Ved ahora que, ya que Dios ni la virgen María os han valido mediante ruegos, os
rogarán ahora mi lanza y mi espada; y veremos si las obedeceréis: poneos ya el arnés,
pues yo defenderé la verdad de este prohombre.
Jacobo de Cleves, que oyó que Curial había otorgado la batalla, dijo:
-Curial, ¿por qué prometéis lo que no podéis cumplir? Pues vos sabéis que vos y yo
dentro de poco tiempo debemos tener batalla a ultranza con dos caballeros -vos me lo
habéis prometido así- y ahora veo que queréis tener esta batalla. Y os digo que aunque
tuvierais cien cuerpos, al ritmo que vais, no os quedaría ni uno para mi jornada, pues
son muchos los obstáculos que nos asaltarán por el camino. Por lo que os amonesto a
que dejéis esto y vengáis conmigo y, una vez hecho lo que tenemos que hacer, podréis
defender a este prohombre, al que yo mismo, si a otro sitio no estuviese primeramente
obligado, defendería.
Curial respondió:
Y prosiguió:
-Pretor, os ruego que otorguéis a este prohombre el tiempo de vida que dure nuestra
batalla, y si por ventura nuestro Señor y su buen derecho le ayudasen, te dignes
restituirle su fama y honor, de los cuales aquel caballero le quiere privar juntamente con
la vida.
17
El pretor contestó que le parecía bien. El acusador se fue a armar, murmurando
entre dientes que quizás le valdría más seguir su camino y continuar su viaje que
emprender una batalla que no tenía que ver con él.
Curial, con mayor congoja de lo que se puede expresar, se fue corriendo hacia su
terreno y, desplegando su arnés muy rápidamente, se hizo armar; y, haciéndose con un
muy buen caballo, montó en él para encaminarse a la plaza. Curial, aunque era
extranjero, iba muy bien flanqueado, tanto con los suyos como con los parientes y
amigos del prohombre.
Según he dicho ya en otros puntos, Curial era uno de los más hermosos
gentilhombres del mundo entero. Y desplegó su estandarte, que era pardo y negro,
partido por la mitad con un león rampante de plata, que cruzaba los dos colores del
estandarte; igualmente, sacó un yelmo muy bello y rico con un león que tenía en las
manos un pájaro –unos decían que era águila, otros milano-. Los caballeros jóvenes,
hijos del prohombre, se disponían a llevar uno el estandarte y el otro el yelmo, mas
Jacobo gritó:
-Dejadlo, caballeros desvergonzados; yo ruego a Dios que os vea morir de mala muerte,
porque vuestra maldad y gran cobardía ponen en entredicho todos mis hechos. ¡Mejor
os fuera empuñar las armas y combatir por la liberación de vuestro padre!
-Yo pongo a Dios por testigo de que nunca vi caballero tan bien sentado en una silla
como éste. ¡Ah, Dios, por qué no me habéis hecho así?
-Que Dios me perdone, en mucho os tiene Dios nuestro señor para que en caso tan
apurado os haya socorrido de tal manera.
-Enrique, tú ves que aquel gentilhombre tiene a Dios de su parte, pues te ha ofrecido la
paz que tú has despreciado. Yo te ruego, por nuestro señor Jesucristo -que perdonó su
muerte-, que te alejes de esta querella, sobre todo cuando no tienes seguridad de que el
prohombre haya matado a tu hermano. Y si no lo haces por Jesucristo, tendrás a Dios
por enemigo y también a aquel caballero que tienes delante.
Enrique mostró más cólera que antes y creyó que era el miedo el que los hacía
hablar así. Los heraldos empezaron a gritar:
18
-¡Dejadlos ir!3
El pretor hizo tocar su trompeta por lo que todo el mundo se apartó y los
caballeros empezaron a arremeterse uno al otro.
Enrique Fonteynes era bastante buen caballero y muy fuerte, y se fiaba mucho
de sus cualidades de caballería. Y dándole a las espuelas, corrió hacia Curial, el cual iba
hacia él espoleando con toda su fuerza; entonces, dando Enrique a Curial por el escudo,
rompió en él su lanza, pero no le movió de la silla. Curial, que tenía mucha mayor
fuerza y potencia, cogiendo una lanza muy gruesa y poderosa en la mano, lo atacó con
tal pericia que lo derrocó del caballo y hasta tal punto fue grave la caída que Enrique
quedó aturdido de modo que -inmóvil de pies y manos- todos le daban por muerto.
Pero no decían nada sino que estaban expectantes a lo que haría Curial, el cual,
al ver que el caballero no se movía, bajó del caballo y, sacándole el yelmo de la cabeza,
lo vio medio muerto; se quedó mirándolo un buen rato, durante el cual el caballero
recobró el conocimiento, viéndose en el suelo y entre las manos de su enemigo. Y a
pesar de hacer lo posible por levantarse, se esforzaba en vano porque Curial tenía
empuñada la espada encima de él y, si se levantaba, le amenazaba de muerte. Entonces
dijo Curial:
-Enrique, sabe Dios que yo no deseo tu muerte, pues no me has ofendido en nada, y te
he rogado que dejes en libertad a aquel prohombre que depende de las manos del
verdugo con gran vergüenza de cuantos caballeros y gentilhombres lo miren, pero
principalmente de ti mismo, si lo quisieras mirar rectamente. Así pues, todavía te
vuelvo a rogar - si es que deben oírse los ruegos del hombre que puede dar vida o
muerte- que abandones esta querella. Y considera que te ha llevado a este extremo no
una falta de caballería sino una injusticia tuya.
-Caballero, yo quiero liberar al prohombre por ti, pues creo realmente que a mí no me
debía nada; porque si yo hubiese tenido derecho, ni tú ni otro me podríais vencer.
Los fieles, que habían oído todas estas cosas, fueron corriendo al pretor, el cual
acudió en seguida, aupó al caballero, que yacía maltrecho, y liberó al prohombre; a
continuación, salieron los caballeros del campo, yendo delante Enrique de Fonteynes y,
después, Curial y el pretor. Éste rindió un gran honor aquel día a Curial, pero mayor era
el placer que tuvo Jacobo de Cleves, desprendiendo que con tal compañero de armas
para defender a la duquesa, la batalla se decantaría en su honor.
¿Qué os diré del prohombre Auger Bellian? Fue directo a Curial y se arrodilló
ante él para hablar, pero Curial no lo consintió, sino que lo levantó inmediatamente. Y
dijo:
-Caballero, yo ruego a Dios que sea bendita la hora en que vos, señor, habéis venido
aquí, pues verdaderamente, si vos no hubiérais venido, mi cabeza ahora no estaría sobre
3
En el original, en francés: “Laxes-los aler!”
19
mis hombros. Yo tengo en esta región bastante grandes y buenas heredades, de las
cuales desde ahora y para siempre quiero que seáis señor.Y como esto es poca cosa en
relación a lo que habéis hecho por mí, ruego a nuestro Señor que os lo quiera premiar,
ya que yo solo no alcanzo.
Y recogido su arnés, al día siguiente se marchó. Pero hay que decir que el pretor
no fue negligente, pues se levantó al rayar el día y se adhirió a su compañía. Y le dijo:
-Gentilhombre, yo te suplico por el bien y honor que hay en ti, que te dignes admitir que
yo vaya en tu compañía en el viaje que has emprendido y, llegado el caso, me quieras
hacer partícipe de tus honores, porque verdaderamente comprendo que el caballero que
forme parte de tu compañía no puede recibir más que honores adonde quiera que vaya.
Tanto anduvieron que llegaron hasta el emperador, quien, al saber que Jacobo de
Cleves venía para defender a la duquesa y llevaba en su compañía al gentilhombre que
había vencido en la batalla, tuvo una gran satisfacción. Y muchos duques y príncipes
salieron para rendirles honores, más por deseo de ver a Curial que por otra cosa, puesto
que tenía fama de ser el más agraciado y mejor hombre de armas del mundo.
Fue grande la fiesta que tuvo lugar aquel día. El emperador tenía cerca de él a
Curial y no se podía cansar de mirarlo; le preguntó por la batalla, la cual relató el
prohombre con todo detalle; durante el relato se hizo evidente la timidez de Curial, pues
no miraba apenas a nadie de frente. Entonces Jacobo de Cleves, en presencia de muchos
señores dijo al emperador:
-Señor, yo he sabido por este heraldo que la duquesa de Austria es acusada de adulterio
por dos hombres malvados y, por esta razón, el duque, que ha pecado de credulidad, la
ha condenado a muerte. Por ello, este compañero mío que está aquí y yo, con la ayuda
de Dios nuestro señor y confiando en el buen proceder de la duquesa, estamos prestos a
defenderla; por lo que os suplico y os pido merced para que la batalla se haga delante de
vos, porque no me parece razonable que el duque pueda ni deba ser juez y parte de ello.
El emperador respondió:
20
-Jacobo, la batalla se hará en mi presencia y yo haré venir aquí a la duquesa, a los
acusadores y también al duque.
El emperador hizo construir una plaza bella y espaciosa, donde debía efectuarse
la batalla, rodeada de palcos para mirar; pues eran numerosos los señores que habían
venido de Alemania, de Francia e Italia y de muchos otros países para seguirla. A un
lado, pero fuera de la liza, había un cadalso, bastante alto, rodeado de abundante leña,
sobre el cual estaba la duquesa acusada y, a un costado, el fuego ardiendo.
-Hija mía, si tú eres inocente del crimen que han cargado sobre ti, ten esperanza en Dios
nuestro señor, que él te liberará con el honor que tú deseas y asistirás a la cruel
venganza en los acusadores.
Mientras sucedían estas cosas, he aquí que los dos caballeros acusadores
llegaban con un estandarte azul claro, salpicado de zorros oscuros, al igual que las
gualdrapas de los caballos; y descabalgaron en su tienda con una considerable
compañía. No tardaron mucho en arribar por la otra parte Jacobo y Curial con un
estandarte pardo y negro partido por la mitad con un león rampante en medio, con gran
estruendo de trompetas y otros instrumentos, arropados por innumerables condes y
barones que les seguían andando. Todo el público de los palcos se puso a mirar hacia
aquel lado. Y descabalgaron en su tienda. Los acusadores habían oído que Curial valía
mucho como hombre de armas a caballo, por lo que, creyendo sacarle ventaja a pie,
procuraron que se hiciera a pie, de lo cual los otros se congratularon.
Así, saliendo de las tiendas y dando la orden el emperador, los acusadores, uno
de los cuales se llamaba Otón de Cribaut y el otro Parrot de San Laydier, entraron en el
campo y, tras el saludo de reverencia al emperador, se fueron seguidamente hacia su
pabellón, que era azul claro salpicado de zorros. Pronto, sin tardanza, llegaron Jacobo y
Curial, y, en cuanto estuvieron dentro, Curial se detuvo y miró en la dirección en que
estaba el emperador; fue hacia él e, hincando las rodillas, solicitó que le hiciese
21
caballero. El emperador bajó a una de las escaleras de su palco y, acercándose a Curial,
le armó caballero. Y en cuanto hubo vuelto, dijo a los príncipes y señores que le eran
próximos:
-Verdaderamente, yo creo que he armado caballero al hombre más gallardo que jamás
vi; y si es tan noble como apuesto, no querría yo verme en la piel de ninguno de los
acusadores.
Muchas otras cosas se dijeron en aquella plaza en alabanza de Curial, quien hizo
reverencias a la emperatriz y a todos los duques y duquesas que había en la plaza;
después, se alzó en el cadalso de la duquesa de Baviera un llanto muy fuerte, que
arrastró a llorar a todas las mujeres y a casi todos los hombres. Oyéndolo Curial, que se
estaba santiguando con el guantelete en la entrada de su pequeña tienda, se estremeció
en voz alta hasta el punto que todos se extrañaron, y, entrando dentro, se sentó en su
silla. Su tienda era de tupido terciopelo, pardo y negro, ricamente brocado en oro; y
encima había un estandarte pardo y negro, partido por la mitad con un león dorado
rampante.
-Señores, yo no sé otra manera de atajarlo que ésta: que los dos caballeros, tal como lo
han dicho, lo retiren, y entonces cesará la batalla.
Los duques dijeron que ellos no volverían a los otros con semejante respuesta ni
transmitirían esta embajada; por lo tanto, que lo meditasen bien, pues en lo tocante a
esta parte les parecía muy exagerado. Y como sobre esto se derrochasen muchas
palabras, finalmente Curial, que todavía no había dicho nada, se pronunció así:
-Señores, os ruego que tengáis la merced de recordar que sois caballeros e hijos de
damas, y si se tiene la debida consideración, esta batalla no puede demorarse y nosotros
no podemos ni debemos abandonarla sin gran deshonor por nuestra parte, pues se trata
del interés de la duquesa, en cuya defensa hemos entrado aquí. Si fuera sólo en interés
nuestro, sería fácil hallar un procedimiento para zanjar la batalla; pero el interés de la
otra parte, ¿cómo lo podemos relegar habiéndonos ya implicado tanto?
22
Tened la bondad de ver lo que yo veo, esto es, aquella triste y desgraciada señora
que a un lado nos ve a nosotros y al otro, el fuego; así pues, acallando las palabras,
hagamos lo que hemos venido a hacer, pues no me parece que este asunto pueda
depararnos un fin honorable, ni a ellos ni a nosotros, si no es por medio de la batalla. un
fin honorable si no es por medio de la batalla. En cuanto a mí, os certifico que,
suponiendo que mi compañero lo relegase -lo que no creo-, yo no saldré de esta liza sin
luchar; y me encontraréis aquí o muerto o vencedor.
Y el rey de armas, por mandato del emperador, formuló un pregón desde los
cuatro ángulos del campo, para que nadie hablase ni hiciese señales, bajo pena de
muerte, e hizo tomar juramento a los caballeros conforme no llevaban exorcismos,
amuletos, conjuros, ni ningún otro artificio que pudiera favorecerlos, sino
exclusivamente las armas estipuladas, que eran hachas, espasas y dagas.
Bien podéis decir que estaban con el alma en un hilo mirándose unos a otros y la
duquesa, triste, desconsolada y completamente afligida, rogaba a Dios por los suyos;
otro tanto hacían todas las mujeres y la mayor parte de los hombres que ocupaban los
palcos.
A la sazón, el trompeta del emperador dió un toque, tras el cual los testigos
tomaron a los caballeros y los colocaron en el lugar que les correspondía del terreno; y
al dar el trompeta el segundo toque, los caballeros se aprestaron a atacar. A su
movimiento, la duquesa que estaba en el cadalso se desmayó, desplomándose, pero
nadie miró hacia aquel lado ni se fijó en ello.
Parrot, que en aquel tiempo era tenido por uno de los mejores y más arduos
caballeros de Alemania y que se había visto muchas veces en lizas a ultranza, de las que
siempre había obtenido honor, corrió hacia Curial con el hacha bajada para herirle con
la punta en el rostro; mas Curial, ladeándose un poco, lo dejó pasar de largo y le dió un
hachazo tan grande en el yelmo que se le rompió el mango; y cuando Parrot se volvió,
Curial echó mano a la espada, agrediéndose ambos con mucha bravura.
Curial, tras dar y recibir muchos golpes, se aproximó tanto a Parrot que lo cogió
con la mano izquierda por debajo de las láminas plateadas y, a punta de espada, le
empezó a golpear con fuerza; los tirones que le daba eran tales que lo levantaba y lo
23
llevaba de acá para allá. De modo que Parrot, viendo que el hacha no le servía en
aquella situación, la soltó, y pasó a defenderse bizarramente recurriendo a la espada.
Estaban así estos dos caballeros cuando los otros dos, dejadas ya las hachas,
habían dado en abrazarse. Pero Otón, que era mucho más fuerte que Jacobo, lo superó,
dió con él en tierra y se obstinaba en liquidarlo, cuando Curial, mirando hacia allí,
empuñó su espada con las dos manos y con el filo aporreó por el costado a Otón -que
estaba encorvado sobre Jacobo a punto de herirlo de muerte- y lo dejó tumbado, por el
costado a Otón, que estaba encorvado sobre Jacobo a punto de herirlo de muerte, y lo
dejó tumbado, de espaldas y boca abajo; y volviéndose a Parrot, que aprovechó para
embestirlo, le dijo:
Acto seguido lo embistió con tal brío y le propinó tales golpes que Parrot
reconoció que mucho tenía que esforzarse para defenderse de Curial; por lo que Curial,
advirtiendo que el contrincante ya no podía con su alma, pues le fallaban la respiración
y las fuerzas, se abalanzó con contundencia y, dejando la espada, lo sujetó con las
manos y, tras sacudirlo un poco, lo derrumbó en seco; cuando él se vio caído en el suelo
estaba tan cansado que no tenía ímpetu ni energías para alzarse.
Curial, volviéndose, vio a los otros dos caballeros, que, ya en pie, libraban una
muy dura batalla; pero Curial se la hizo acabar pronto, pues agarró a Otón por los
hombros y le arreó tal golpazo que lo hizo derribar otra vez. Jacobo entonces corrió
hacia su hacha y, antes de que Otón se incorporase, le asestó con grandes golpes en la
cabeza, de manera que Otón no hizo ya el gesto de levantarse, sino que perdió del todo
las esperanzas de vivir.
Curial había alzado ya la visera del yelmo a Parrot, cuando éste, que tenía todo
el rostro bañado en sudor y estaba tan extenuado que no podía ni expulsar el aliento, ni
en consecuencia hablar, yacía exánime y no hacía ademán alguno de levantarse. Por lo
que Curial le dijo:
Parrot respondió:
Entonces Curial miró a Jacobo y advirtió que quería matar a Otón metiéndole la
daga por el ojo; pero Curial lo abroncó:
-Di, caballero desleal, ¿qué te había hecho la duquesa? ¿Por qué la has abocado a este
punto?
24
Respondió Otón:
-Ciertamente, ella no tiene nada que ver, pero Jacobo me había despojado de mi honor,
arrebatándome la privanza del duque, y yo, no sabiendo cómo poder vengarme, urdí
aquella trama a fin de poderle aventajar; y, confiado en la caballería de Parrot, emprendí
esta batalla, sin imaginar que finalizara así.
Dijo Curial:
-¡Ah, caballero malévolo –dijo Curial-, qué poco participas de Dios y del honor de la
caballería!
En éstas, se llamó a los testigos, y dicho Otón, sin opresión alguna, confesó
delante de ellos que había acusado a la duquesa perversa e injustamente, confiando que
el duque enviaría una cuadrilla para matar a Jacobo por el camino, antes de llegar, pues
recelaba que se quisiera comportar tan cruelmente con la duquesa. A renglón seguido,
Curial dijo a los testigos:
Y levantados los caballeros que estaban tirados por el suelo, bajó el emperador
de su cadalso y fue hacia Curial. Y tomándolo por la mano le dijo:
-¡Ah, valeroso caballero, pluguiera a Dios que yo fuese como tú y tú fueses emperador!
¡Ah, honor y gloria de toda la caballería del mundo, cuánto te deben los caballeros
leales! De veras que el duque de Baviera no te resarciría el honor que le has
proporcionado con la mitad de su ducado, ni el duque de Austria (no digamos ya su
mujer) con todo cuanto posee en la tierra.
-Y a vosotros, malos caballeros, ¿qué pena será suficiente para castigaros? Que diga
Curial lo que quiere que se haga con vosotros.
Respondió Curial:
-Señor, no quiera Dios que yo provoque la muerte a ningún caballero. Aquí están
ambos; allí, la duquesa, a quien competen. Haced de ellos lo que os plazca, pues a mí no
me toca intervenir.
25
Era ya hora de vísperas cuando el emperador sacó a los caballeros del campo. Y
como saliesen primero los vencidos, la duquesa de Baviera, que estaba a la puerta de la
liza esperando la salida de los bellacos, les arañó la cara con sus uñas, chillando con
gran voz:
-¡Traidores!
Pero los señores que estaban en torno suyo la sujetaron y la retiraron; así, los
sacaron del campo, cabizbajos y cargados de ignominia.
La duquesa fue descendida del cadalso y allí subieron a los dos fementidos
caballeros y, encendida la hoguera, fallecieron con cruel y bochornosa muerte.
La duquesa liberada, tan alegre que no sabía qué se hacía, fue a ver al
emperador; y preguntó por sus caballeros y le fueron presentados. E inmediatamente fue
corriendo hacia Curial y, cayendo a sus pies los quiso besar; mas Curial, muy
abochornado, se los retiró y, alzándola, flexionó sus rodillas ante ella, diciendo:
-¡Ah, señora, por amor de Dios, no sobrevaloréis lo que Jacobo de Cleves ha hecho por
vos, pues estaba obligado por deber de caballería, así como yo y cualquier otro caballero
estaríamos y estamos obligados por nuestra dignidad. Pero os suplico, por piedad, que
me empléis en todas las cosas en las que yo os pueda servir, que yo lo cumpliré con
todas mis fuerzas.
Se aparejó una gran cena y se dispusieron las mesas. A los dos caballeros, sobre
todo a Curial, se les colocó en sus puestos con todos los honores. Los manjares fueron
generosos y se sirvieron espléndidamente. El duque de Baviera, queriendo hacer gala
ante todos de su magnificencia, como por ventura tenía una hija deslumbrante, de
quince años de edad, y era -en fama y en la realidad- la doncella más hermosa que en
aquel tiempo se hallase en el imperio de Alemania, la cogió de la mano, se presentó ante
Curial y le dijo:
-Curial, querido amigo mío, no sé de qué otro modo puedo pagarte el honor que en el
día de hoy me has hecho sino entregándote esta hija mía por mujer y ofreciéndote la
mitad de mis posesiones; y a mi muerte, la señoría de todas ellas.
Curial al oír estas palabras y al ver a la doncella, que tenía una gran belleza, se
puso rojo, ruborizado; y antes de contestar, cuando ya abría la boca para hablar,
26
Melchor de Pando, que había venido de Monferrato y hacía un buen rato que intentaba
acercarse a él, logró abrirse a duras penas paso entre el gentío y en presencia de todos le
dió una carta de Güelfa escrita a mano. Curial perdió de golpe todo el color que había
adquirido, e incluso la palabra, pues queriendo decir algo balbuceó y le temblaron los
labios, de manera que no fue capaz de articular ni una palabra ni tuvo hálito para
contestarle.
Pero el duque, que era muy inteligente, apercibiéndose de que aquella carta le
había abrumado, continuando lo que había comenzado, dijo:
-Caballero, es cierto que me habéis librado de la muerte, por lo cual después de Dios
nuestro señor os debo a vos, señor, más que a nadie de este mundo, pero al haberme
hecho bajar del cadalso no me habéis restituido a mi marido ni me habéis retornado a su
gracia; por lo que os suplico que lo llevéis a término.
-Señor, a vos no es preciso explicar lo que ha sucedido a causa de los dos caballeros que
presuntuosamente intentaron manchar el honor de la señora duquesa, vuestra esposa, y
cómo para vergüenza y ultraje de ellos la verdad ha salido a la luz. La victoria obtenida
a través de ellos no debe atribuirse a mí ni a mi compañero, sino sólo a la rectitud de la
duquesa, quien a los caballeros más flojos del mundo hubiera tornado victoriosos. Por
ello os suplico que la aceptéis con el amor y afabilidad que en otro tiempo solíais
tenerle.
-Curial, es verdad que mi mujer no me ha ofendido en nada, y, aunque hubiera sido así,
pidiéndomelo un caballero como vos, no sabría negarme.
27
-Mujer, besad a Curial como al mejor y más valioso hombre del mundo, a quien vos y
yo estamos tan agradecidos que yo creo que, en toda nuestra vida, nos veremos ni
podremos vernos libres de tanto honor como nos ha hecho.
-De verdad que yo no vi otro mejor en la liza y en los salones, y, a fe mía, el mundo se
duele de que no sea su señor. ¡Ah, maldita sea la fortuna, que no ha puesto en más noble
estado a este caballero!
-¡Ah Melchor, padre mío! ¿Y qué hace la diosa del mundo? ¿Se acuerda de mí? ¡Ah,
Cupido, cuyas armas llevo clavadas en mi corazón! Yo miro a menudo a los cielos y en
28
el tercero contemplo a tu madre, que con los rayos luminosos de su gran resplandor
suele iluminar mi muy tenebroso corazón augurándole buena esperanza. Si de alguna de
las cosas futuras estás segura , dime si veré jamás a aquélla de la que soy esclavo, sin la
cual despreciaría y desestimaría el dominio de todo el orbe, y si me ama y me tiene por
suyo tal como me dijo. ¡Ay, triste de mí! ¿Cuándo mereceré los bienes que me ha dado
y los honores que me ha propiciado y me regala todos los días? ¿Qué avisos me
reclamaron ni qué hadas me encantaron para que esta reina de nobleza, con sus propias
fuerzas, me sacase del polvo?
-Curial, ¿por qué adoptáis talante femenino y os expresáis como una hembra? Secaos las
lágrimas, que demasiado prontas las tenéis, cosa que no se aviene con un caballero; y
que el bien no os haga daño. Leed vuestra carta y no os lamentéis antes de tener motivo.
A esto, Curial leyó la misiva y encontró expresiones muy halagüeñas, así como
promesas de esperanza firme y sólida, por lo que el corazón se le iluminó; y después de
haberla leído una y otra vez, besándola con sus labios y mojada, la plegó con diminutas
dobleces y, bien atada con hilos dorados y de seda parda y negra, se la colgó del cuello.
Después, la hizo engarzar con un león de oro con muchas piedras preciosas y gruesas
perlas orientales, y la llevaba siempre colgada delante del pecho. En semejante relicario
se depositó la primera carta que Curial tuvo de Güelfa. Y como en esto se consumió el
resto de la noche, a la sugerencia de Melchor, se fueron a dormir.
No tardó mucho en llegar el día, en que el sol claro y luminoso expulsó a las
tinieblas de la faz de la tierra, cuando Melchor de Pando, levantándose, oyó a la puerta
de la casa de Curial un gran jolgorio de trompetas, músicos y gente de alcurnia; y,
yendo a ver a Curial, lo despertó y le dijo:
-Curial, ¡arriba, saltad de la cama! Ved que la calle y hasta la casa está llena de cantidad
de gente que viene a rendiros honores.
29
la vestía-, cuyos ojos eran dos grandes rubíes muy resplandecientes, de un precio
incalculable. Y aún más, le dió su vajilla de oro, cuatro caballos y dos jacas muy
hermosas.
Llegaron los duques de Baviera y el otro duque, su yerno, y, con las mayores
deferencias que podían hacer, lo llevaron al palacio imperial, donde se había preparado
un gran convite, pues el emperador invitó a los reyes, príncipes, duques y condes que
allí estaban.
Melchor de Pando temía mucho que Curial tuviera arrojo para dejar sin tratar
con el duque de Baviera el matrimonio que le había propuesto, considerándolo un tema
de transcendencia y que no era como para ser rechazado a ningún rey del mundo. Y
tenía miedo de que, si Curial lo aceptaba -dado el honor que había ganado, cuya fama
habría alcanzado los oídos de Güelfa-, la vida de ella valdría muy poco. Por ello, con
grandes trabajos, a causa de la muchedumbre que había, logró acercarse a Curial, que
pululaba entre aquellos señores, y le dijo en voz baja:
Respondió Curial:
-Señor, este prohombre, aquí presente, me hace las veces de padre, y casi puedo decir
que me ha criado, pues a su costa me he hecho un hombre, dándome siempre con
profusión los bienes que yo he necesitado. Y ahora ha venido a recordarme un asunto,
que me encomendó mucho, motivo por el cual me urge volverme a mi país.
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caballero como éste, al que yo querría parecerme por encima de otro en el mundo. Y así,
mira si mi ayuda te puede valer para algo; dilo, porque, por amor a Curial, no te fallaré.
El prohombre se echó a los pies del emperador y, de modo parecido Curial, que,
vergonzoso, le besó las manos, dándole muchísimas gracias por su ofrecimiento.
Laquesis era una doncella que apenas superaba los quince años, moza de buena
planta y de sorprendente belleza, que aquel día se había dedicado a añadir la artificial a
la natural, de la cual Dios nuestro señor la había dotado por encima de todas las demás
del imperio alemán con generosidad y de manera dadivosa. No quiero divagar
escribiendo con detalle todas las circunstancias de su belleza, pero quien quiera saberlas
que lea a Guido delle Colonne, en el pasaje que describe la belleza de Elena; conténtese
con ello, y piense que no le iba a la zaga Laquesis, pues la naturaleza la produjo así de
extraordinaria con el prurito de impresionar a las gentes. Además de otros rasgos bellos
que tenía, destacaban los ojos, más bellos, resplandecientes y risueños que se hayan
visto jamás; no había nadie a quien mirase con ellos que, al instante, no le hiciese
olvidar las demás cosas y sólo le agradase mirarla continuamente. Hasta el punto que
sólo con los ojos tenía mucho ganado pastando, el cual, de no ser por ella, estaría
buscando sus delicias en otra parte. No obstante, ella era tan fría que nunca de ningún
hombre, por arrojado o guapo que fuera, se había podido encandilar, ni hubo varón que
pudiera advertir que ella se inclinaba más a uno que a otro; y a muchas señoras, que de
no haber existido ella habrían tenido muchos admiradores, les hizo observar forzosa
honestidad. Además de esto, todas las cosas que hacía o decía eran ejecutadas y dichas
con tanta gracia y donaire que ella era objeto de admiración soberana.
31
Curial, puesto que, reconociendo en su interior con satisfacción la apostura y caballería
del caballero, muy ansiosa, maquinaba nuevos trucos para conseguir agradarle.
Y mientras los dos estaban así de enajenados, una noble doncella llamada Tura,
que estava sirviendo los cuchillos a Curial y que se había fijado en él no menos que
Laquesis, viendo que Curial no comía, con tono agraciado y con el tacto oportuno, dijo:
Curial, entonces, se sobresaltó y, apartando un poco los ojos de donde los tenía,
alargó la mano ociosa hasta el plato e hizo el gesto de comer. A la vista de lo cual la
duquesa dijo:
-Señora, lo hubiera hecho hace rato, pero temiendo la reacción propia de su tierra -pues
dicen que, si se les invita, ellos se van-, he guardado silencio.
La duquesa se rió mucho; entonces, Curial, observando que se reían de él, se rió
un poco, mas no supo acertar a responder. Pero él comía poco y bebía menos, pues no
se atrevía a pedir, no fuese que Laquesis al servir su copa le diera la espalda; sin
embargo, la duquesa hizo señas a Laquesis para que diese de beber a Curial. Vestía ese
día Laquesis un traje de damasco blanco forrado de armiño, todo él bordado con ojos,
de los que salían lazos de oro de diversos tamaños. Y aunque los lazos no sujetaban
nada, en efecto muchos habían caído en ellos; entre otros, Curial, a quien el lazo le
apretaba tanto que ya no estaba en su poder el huir. Así, Laquesis, acompañada de
muchos caballeros y doncellas, fue a por la copa y, al volver, se la presentó a Curial. Es
un hecho que a Curial le parecía algo muy serio tomarla de la mano de Laquesis, pero
aún se lo parecía más, rehusándola, hacérsela sostener; por lo que, alargando la mano,
cogió la copa y bebió. Y cuando Laquesis recuperó la copa, la duquesa, su madre, le
dijo:
Curial respondió:
-Ciertamente, señora, yo creo que tenéis la hija más bella y más airosa del mundo.
Replicó la duquesa:
Respondió Curial:
32
-Señora, todas las cosas que yo veo en Laquesis son las más bellas del mundo, pero sus
ojos son tan bellos que no creo que Dios pueda volver a hacer otros iguales; y a fe que
su traje hace juego con su cara.
Cuando se recogieron las mesas, el duque fue hacia esa zona y mandó sentar a su
hija cerca de Curial, de lo cual él se alegró como de la cosa que mejor le podía suceder.
Se sentaron también muchos condes, grandes barones, damas y damiselas en gran
número, y se entretuvieron muy cortésmente con juegos muy variados, según se
acostumbra en tales fiestas en las grandes cortes.
Luego, cuando hubo pasado gran parte de la noche, se marcharon todos, pero el
duque no permitió que esa noche Curial saliese de su palacio, sino que ordenó que se
acostase en la cámara -muy lujosamente decorada-, en que solía dormir Laquesis.
Melchor de Pando no consiguió cambiar una palabra con Curial por verlo con tal cortejo
de señoras y jóvenes que lo acompañaron a la cámara; por lo que con disgusto, aunque
con buena compañía, se volvió a su casa. Habiendo entrado Curial en la habitación, tras
tomar una colación, le dijo la duquesa:
Curial respondió:
-Señora, estoy seguro que esta cama me gustará; pero no creo que sea la más idónea
para dormir o reposar.
La duquesa, entendiendo las palabras de Curial, con una risa franca, se despidió
y se fue con las otras mujeres.
-¡Ah, desgraciado de mí! ¿Pero dónde me hallo? ¿Qué ventolera es la que me ha llevado
de una a otra tierra? ¡Oh, desventurado! ¡Oh, pobre hombre sin criterio! ¿Qué he hecho?
¿Qué penitencia habrá con la que pueda purgar crimen tan grande como el que he
cometido? ¡Ah, corazón desleal!, ¿qué has llegado a pensar? ¡Ah, ojos falsos y
traidores!, ¿por qué no os arranco ahora de mi faz a fin de que no me hurtéis más a
aquélla a la que pertenezco?
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deseaba deplorarlo definitivamente; pero temiendo que le oyesen los que estaban en la
habitación, no osaba formularlo.
Por ello, levantándose del altar, se echó en el lecho, que estaba cubierto con una
colcha de damasco, muy rica, de un blanco impecable, forrada de armiño y adornada
con ojos y lazos de oro, a juego con el traje de Laquesis. De este mismo damasco eran
las cortinas, bordadas por un igual; por lo que Curial, mirando la cama, se empezó a
extrañar no sólo de la belleza de Laquesis sino también de su gracejo, añadiendo ahora
que no creía que hubiese doncella más hermosa ni más graciosa en el mundo.
-Verdaderamente, no cuadran cosas menos preciosas en señora tan noble y tan bella
como es ella.
Y mientras revisaba estas joyas, la noche se iba sin Curial darse cuenta, por lo
que sus camareros le dijeron:
Sueño de Curial
Se le apareció un muchacho muy pobre que iba totalmente desnudo, sin abrigo
alguno, y que pidiendo limosna de puerta en puerta no encontraba quien le diese nada ni
tuviese misericordia de él, hasta el punto que le parecía que iba a morirse de hambre. Y
como se viese tan agobiado, a punto ya de morir de inanición, vio en un portal a una
mujer tan bella que Venus se hubiera contentado con la belleza que de ella dimanaba; la
mujer iba toda ella enlutada como una viuda y tocada de negro. El mozo, viéndola digna
de mucha reverencia, no le pidió limosna ni osó hablarle; pero ella lo llamó y le dijo:
El muchacho contestó:
4
En el original, en francés: “Cuer desirous n’a null sojorn”.
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-Señora, me muero de hambre y de frío.
-Come a gusto y hártate, con esta condición: que si en algún momento me vieses morir
de hambre, te apiades de mí.
Después de esto, vio que los cielos se abrieron y Febo, que lo ve todo, contó a
Venus esta ingratitud; por lo que rápidamente Venus, encolerizada, mandó a Cupido, su
hijo, que actuase en ayuda de esta mujer. A raíz de ello, Cupido atornilló bien su arco y
disparó dos flechas: una de plomo y otra de oro; con la de plomo hirió a la mujer en
medio del corazón y con la de oro hirió al hombre desagradecido. Tan poderosamente
los perforó que la mujer se quedó adormecida, y el hombre, en medio de náuseas,
padecía la mayor pena del mundo, anhelando la muerte sin poderla conseguir.
Regalos de Laquesis
Este sueño duró largo rato, hasta que se hizo de día y el sol, abiertos sus ojos,
doraba la faz de la tierra. Todavía dormía Curial cuando Melchor de Pando fue a su
habitación y, llamando a la puerta, le abrieron. Entrando, halló a Curial que estaba aún
durmiendo y, despertándole, dijo:
-Padre mío, me habéis quitado el mayor peso de encima, pues yo estaba a un tris de
matar a un hombre, el más ingrato e infiel que yo creo que haya en el mundo.
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Y le contó el sueño con pelos y señales; a lo cual, Melchor, moviendo la cabeza,
dijo sólo:
-Mala cosa es la ingratitud; más aún, os digo que es tan gran pecado que tarde o quizás
nunca consigue el perdón.
-Curial, Laquesis os saluda, y dice que ayer en la cena quedasteis prendado de sus ojos,
y, si pudiesen aprovecharos o servir para daros placer, después de habérselos sacado y
no pensando en su daño, se los habría arrancado de la cara para dároslos; pero,
consciente de que a vos no os valdrían para nada y de que a ella le sirven de mucho, ha
desistido. Aunque os hace llegar los de su vestido, rogándoos que, si estimáis en algo su
vida, os hagáis con él unos jubones a fin de que los llevéis y ella los vea.
A Curial le gustó la idea y cogió el traje con tanta dicha que no se podría relatar.
Y dándoles gracias ilimitadas y encomendando saludarla de su parte, contestó que haría
lo que Laquesis disponía. Y en seguida mandó a un sirviente suyo que de aquel vestido
hiciese jubones, según se le había dicho. Y, en cuanto estuvieron confeccionados, Curial
no vestía otros jubones que aquellos; al verlo, Melchor de Pando le dijo:
-Curial, esta joven puede llamarse Laquesis, pero ella en realidad es Ántropos, y así lo
comprobaréis con el tiempo.
Los honores en los que Curial se veía inmerso -que crecían día a día-, como si
hubiese bebido todo el río Leteo, le hicieron no sólo olvidar las cosas de Monferrato
sino incluso despreciarlas. Por ello, a pesar de que Melchor de Pando le instase a
regresar, Curial no lo cumplía, sino que vivía tan embelesado que no le parecía que
estos agasajos tuvieran que tener fin algún día.
Curial, que no estaba menos obcecado con Laquesis, la abrazó y tomó del brazo.
La duquesa dijo:
Curial asintió y, tras esto, fueron a misa. El duque encomiaba mucho a Curial y
estaba esperando que le pidiese la mano de Laquesis, puesto que él se la había ofrecido.
Pero Curial, a pesar de todo los síntomas, no se acababa de creer que se la diesen; por
otra parte, acordándose de Güelfa, no tenía agallas para ir adelante. Por eso estaba tan
tibio que no osaba abrir la boca ni para rozar el tema. Quizás, si el duque lo hubiera
incitado de nuevo, él se lo habría planteado; pero al duque no le parecía correcto insistir,
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y así, el hecho no se llevaba a ejecución. En éstas, oyendo misa, cuando llegó el
momento de darse la paz, al darla el duque, se dirigió a su hija y, besándola, le dijo:
-Estás demacrada.
Respondió Laquesis:
-Señora, durante toda la mañana tengo tal sobrecogimiento que me siento amortecer y
ahora me ha asaltado con más violencia; si no fuera por Jacobo de Cleves, que me ha
ayudado, me hubiera visto obligada a sentarme antes de llegar aquí.
Acabada la misa, todos hicieron costado al duque y fueron con él hasta sus
aposentos. Y cuando hubieron entrado, llegó un mensajero imperial, que requirió a
Curial porque el emperador quería comer con él y contarle buenas noticias. De modo
que Curial, se despidió del duque y de la duquesa, así como de Laquesis, y se dirigió a
las estancias del emperador. Mas, mientras Curial partía, Laquesis lo siguió con la
mirada, pero, cuando dejó de verlo, perdió el mundo de vista y con voz titubeante dijo:
-Señora, me muero.
Y perdido el color y con los labios totalmente blancos, empapada por un sudor
frío, se desvaneció. La duquesa, su madre, exhaló grandes voces y con agua fría y otros
procedimientos se esforzaba por volverla en sí; pero, como no le servía de nada, la
madre, que era señora avisada y había caído ya en el origen de este mal, gritó
poderosamente:
-¿Dónde está?
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La madre contestó:
-¿Qué quieres?
Melchor le respondió:
-Amigo, vuelve con la duquesa y dile que Curial ya lo sabe, y que hubiera vuelto
gustoso si no fuera por el gran empeño que ha puesto el emperador en verlo con
urgencia; y que en cuanto sepa lo que el emperador quiere, cumplirá el requerimiento de
la duquesa.
Por lo que el mensajero volvió sin que Curial tuviera noticia del accidente de
Laquesis. En cuanto estuvo cerca de los reales aposentos, el emperador le salió al paso
con una efusiva bienvenida, diciéndole:
-Señor, yo he venido aquí para publicar que el rey de Francia ha dispuesto un torneo
delante de Melun, que tendrá lugar dentro de seis meses, en el cual tomará parte el rey
personalmente. Y se repartirá en cuatro bloques, esto es: los caballeros que acudan al
torneo, si están enamorados de viudas, irán con aprestos pardos y negros; si están
enamorados de mujeres casadas, los llevarán morados; si lo están de doncellas, entonces
serán verdes y blancos, y si se trata de monjas, verdes y pardos. De este modo se
reconocerá de qué tipo de mujer se está enamorado.
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-Yo me imagino que vos no fallaréis.
Curial respondió:
-Di, amigo, si el caballero que vaya al torneo nunca ha tenido amada alguna, ¿qué
aprestos tiene que llevar?
Respondió el heraldo:
-Blancos.
Insistió Curial:
Replicó el heraldo:
-Curial, no creo que ninguno de estos dos tipos de aprestos hagan para vos. Pero ahora
veremos verdaderamente cómo se comportarán los que dan esperanzas a muchas.
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-¡Ah, pobre de mí! ¿Y cuándo la veré? ¿Podré vivir tanto y Dios me dará tal gracia que
pueda acrecentar su honor sobre todas las mujeres del mundo, tal como se merece, por
encima de todas las demás?
-Curial, despedíos solamente del emperador y marchaos hoy mismo de aquí, pues los
huéspedes y el pescado a los tres días apestan. Y si os ven quedaros aquí divirtiéndoos,
vuestro honor se depreciará. Id, en nombre de Dios, allá de donde procedéis. Si os vais
ahora, dejáis aquí la fama más alta de caballero, la cual podéis perder en un tumbo
debido a muchos accidentes que uno no puede prevenir.
Curial respondió:
-Padre mío, no decís más que verdades, pero una despedida tan precipitada sería algo
muy mal visto; mas os ruego que advirtáis a toda mi gente que yo vuelvo a Monferrato
y, mientrastanto, yo me iré despidiendo.
Curial respondió:
Respondió el mensajero:
-Señor, sabed que desde que os fuisteis de la mansión del duque le sobrevino tan gran
vahído que hasta ahora la daban por muerta; pero recientemente, gracias a Dios, se ha
repuesto.
Respondió Curial:
Al instante montó a caballo y fue a casa del duque, donde fue recibido harto
respetuosamente. Y lo condujeron a la habitación donde estaba tumbada Laquesis; en
cuanto entró, Laquesis le vio e, inmediatamente, perdiendo el sentido, se mareó. La
duquesa dió grandes voces:
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-Curial, hace poco creía morir y os hice buscar; pero no me quisisteis regalar con
vuestra vista.
Curial se ponía cualquier tipo de librea, pero siempre llevaba los jubones del
traje de Laquesis; se hizo también un vestido de tejido negro, en el que hizo bordar un
halcón encapirotado y engalanado. Y empezó a enviar su vestuario, de modo que no
faltaban más que las despedidas. Yendo, pues, al emperador, se licenció de él, ante lo
cual aquél se mostró muy solícito y le rogó que lo volviera a visitar, así como que le
transmitiera por escrito todo lo que él pudiese hacer en su favor, pues él lo haría antes
que por ningún otro hombre del mundo. Asimismo se licenció de la emperatriz. El
duque de Austria, al saber que Curial se iba, le salió al encuentro, y presentándole muy
valiosos regalos, le pidió que se remitiese a él para todo lo que se le ofreciese; es más, le
dió una espada, cuya ornamentación no se podía apreciar a la ligera. Y así saludados
todos, incluida la duquesa, se fue a casa del duque de Baviera para anunciar su partida.
-Señora, es cierto que no hay cosa en el mundo que yo pudiera hacer en vuestro servicio
que no lo hiciera antes que por ninguna otra doncella del mundo; pero, llegado el
momento, comprobaréis lo que ahora me requerís: que trato bien a vuestro corazón. Así
os suplico que me tratéis vos también a mí, que no paso menor pena por vos que la que
vos decís que pasáis por mí.
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Y dichas estas palabras, se despidió de ellas, recibiendo dones de
inestimable valor; y así, despedido también de los demás, señoras y señores, se marchó
de allí montado a caballo e inició su ruta de regreso.
-Hija mía, no te apenes por la partida de este caballero, pues por el cariño que te
tenemos el duque y yo iremos al torneo, y allá lo veremos.
Laquesis respondió:
Su madre le dijo:
-Hija mía, no es preciso que os conduzcáis así, dominaos y tened en cuenta que allí se
darán cita sin falta todas las doncellas y mujeres más hermosas del mundo; por lo que
procurad contaros entre ellas y que vuestra tristeza no sea tan eficaz que os arrebate
vuestra hermosura. De ese modo, por culpa vuestra se haría poca mención de vos; y
quien ahora os tiene en gran aprecio daría en apreciaros poco, pues sabed que al amor
no le place un corazón apocado ni entristecido. Así pues, consolaos y haced que le
entreguen alguna cosa que lleve por vos en el torneo a fin de que podáis reconocerlo.
Pero como unas noticias borran otras, llegó otra nueva: las
exclamaciones que el emperador hizo a su llegada y las grandes fiestas que le daban; y
que no se hablaba de nadie más y que se valoraba como el mejor a quien más lo
festejaba. Ya podéis suponer que esto agradó tanto a Güelfa que apenas lo podía ocultar;
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pero repetía sin cesar que ella creía que, aunque le daban estos festejos por lo que había
hecho y por lo que esperaban que hiciera, había que pensar, razonablemente, que la
fama supera a los acontecimientos y que muchas veces sucede que los hombres repiten
hasta la saciedad lo que ven y oyen.
Sea como fuere, todos hablaban de Curial, porque los que habían ido en
su compañía, como servidores o no, escribían diariamente, y el marqués sabía todos los
pasos y se los comunicaba a su hermana, quien lo sabía desde mucho antes; pero ella lo
mantenía en secreto mientras que el marqués lo propalaba.
Enterada Güelfa, sin embargo, de que el día de san Marcos tenía que
darse la batalla –día que ya era muy próximo-, se empezó a agobiar y a sentir en su alma
un dolor muy intenso y, dejando de comer y de dormir, se puso de un lívido amarillento,
y los médicos, a fin de curarla, la purgaban y hacían sangrías; ella lo aceptaba todo
según se lo ordenaban para sanar de su enfermedad, de la cual ellos no tenían idea
ninguna. Mas, como fuese empeorando, dijo a su hermano que se quería retirar a un
monasterio de monjas muy prestigiado que había por allí y que, si llegaba a morirse de
este achaque, era donde quería ser enterrada. El marqués lo aprobó y la llevaron pronto,
conminando su hermano a que no la visitase nadie.
-¡Oh, querida hermana mía!, ¿cuál es el mal que padecéis que nadie en el mundo os ha
podido descubrir? Yo os ruego que pongáis de vuestra parte y repasad si deseáis alguna
cosa que se os pueda proporcionar a fin de que no os agravéis.
Ella respondió:
-¡Vaya por Dios! ¿en qué apuro debe estar ahora Curial? Quiera Dios dignarse ayudarle.
43
Tras decir esto, se despidió y volviéndose, se fue. Oyéndolo, Güelfa llamó a la
abadesa y, mandando retirarse a las otras, le dijo:
-Señora, me muero.
-¡Ah, señora, por amor de Dios, un poco de ánimo! ¡Ah, señor san Marcos, venid en su
ayuda, que hoy es vuestro día!
Pero como Güelfa estaba agotada, tanto por el dolor como por el ayuno, se
quedó adormecida. A poco de dormir, vio en sueños que dos raposas querían matar a
una mujer desnuda delante de mucho público y que las gentes estaban tan pendientes de
ellas mismas que no la socorrían. Pero cuando se dió ya por muerta, llegaron dos leones
-uno de ellos en especial muy fiero y bravo- que hicieron huir a las raposas, por lo que
la mujer quedó libre; y le dieron sus ropas y la vistieron. Entonces san Marcos se le
apareció a la mujer y le decía: “Ten esperanza. Curial defendía la justicia y ha sido el
mejor en la contienda y ya ha salido de la plaza”. Así, sueño y visión desaparecieron.
A esto llegó el marqués, pues las monjas lo habían mandado llamar, y halló a
su hermana comiendo, de lo que se alegró en gran manera pues la amaba mucho. Y la
abadesa dijo:
-Señor, a poco de iros, temíamos que muriera, pero ahora ya está bien, gracias a Dios, y
muy charlatana.
-Ciertamente, aunque me costara una fortuna, yo querría saber con celeridad cómo ha
acabado la batalla, porque en verdad que tengo mis dudas, pues he oído que los otros
son caballeros fornidos y muy lanzados; y aunque Curial sea también muy fornido y
lanzado, no se ha visto tantas veces como ellos en una liza.
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-Señor, yo he oído decir que Curial lleva en sus armas un león; y sabed que esta noche
pasada soñé que dos leones mataban a dos raposas y, a fe mía, recordando este sueño,
he pensado que Curial y su compañero eran los leones, y los otros, las raposas que
pergeñaron el fraude. De modo que han vencido y no tengáis otra expectativa.
Güelfa, girando la cabeza hacia la abadesa, vio que el sueño concordaba con
el suyo y confirmó que en cualquier caso Curial era el vencedor. Y dijo:
-Señor, hermano, son tantos los hombres que hoy, por envidia o de mala manera,
levantan infamias en contra de las mujeres que no se podrían contar; y si ésos acusaban
injustamente a aquella señora, no esperéis más que buenas noticias, pues Dios es justo y
no permite que se mantenga largo tiempo la vara de los pecadores sobre la suerte del
justo5, a fin de que el justo no caiga en cosas ilícitas. Así pues, dejadlo en paz; quisiera
curarme y que así sea, que venzan los leones del sueño de la abadesa.
Respondió la abadesa:
-Ahora sí que pongo a Dios por testigo de que los leones han vencido en la realidad.
Respondió Güelfa:
-Porque lo deseáis, y, a fe mía, yo creo que no hay nadie aquí presente que no lo desee
por afecto a Curial; pero ha de ser así por aprecio de la duquesa, ya que, si el suceso
fuera por otro derroteros, sería quemada.
-Por Dios –porfió la abadesa-, no la abrasarán en la hoguera porque los leones han
vencido.
Y añadió todos los pormenores de la mujer desnuda, que se imaginaba que fuera
la duquesa acusada; y después le contó lo que san Marcos le había inspirado. Por lo que
la abadesa le dijo:
-¡Uf, señora, levantaos de la cama y que vengan todas las monjas, y hagamos una
procesión y cantemos el Te Deum laudamus, porque Curial es cosa nuestra y con
seguridad ha sido el vencedor; y san Marcos, que es el león, le ha ayudado.
5
Salmo CXXIV, 3; también aparece en el libro IV de Lo somni.
45
ya tenía práctica, no fue lo suficientemente hábil como para tapar el amor que profesaba
a Curial; a la vez que la abadesa tomó nota del gran apego que le tenía. Y dijo así:
-Señora, yo os ruego, por aquel Dios que os puede llevar por buena vía las cosas que
más amáis en este mundo, que me contestéis a una cosa que os preguntaré.
-Señora, por todas vuestras palabras me he percatado de que estáis un poco enamorada
de Curial, por lo que os vuelvo a suplicar que me digáis si es cierto.
Güelfa respondió:
-Abadesa, amiga mía, yo no os celaría ni puedo celar nada que tuviera que descubrir a
otra persona, por lo que hablaré con vos sin tapujos; y estad segura de que soy
consciente de que, si yo no sé ni puedo ocultar mis pasiones, mal las ocultaréis vos o
cualquier otro a quien yo se las confíe, sabiendo que no os va tanto en ello. Pero el
deseo que siento de hablar de lo que me pasa y la oportunidad que tengo con vos, me
empuja a deciros lo que si fuera sensata tendría que silenciar; no obstante, si se os
escapan las palabras que os voy a decir, os castigaré con esta pena: os haré arrancar la
misma lengua con la que habléis.
La abadesa replicó:
-Señora, aunque las monjas viven retiradas, algunas veces son requeridas por algunos
hombres de escaso éxito y yo, en mis años mozos, he oído este sonsonete más de una
vez. Es verdad que el amor no es más que una inmensa y amplia inclinación hacia la
cosa que nos atrae, la cual engendra deseo de complacerlo en todas las cosas; y este
amor dura mientras la persona o la cosa agrada, pues en otro caso no hay amor alguno.
Pero sí que os digo que habéis hecho muy mal en ocultármelo durante tanto tiempo,
pues tener a quien se le confíen las pasiones da un gran alivio ante las penas.
Y desde entonces las dos se contaban todas las confidencias y se leían todas las
cartas recibidas y no hablaban de otra cosa; llegaron a ser tan amigas que la abadesa le
hablaba sin reverencia alguna. Así pasaron unos días hasta que Dios dispuso que Güelfa
recibiera carta de Melchor conforme a la celebración de la batalla, contándole
pormenorizadamente todas las cosas que le habían contado, por lo que Güelfa y la
abadesa tuvieron un gran disfrute, pero mantuvieron la boca cerrada.
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marqués quedó muy complacido por ello. Y dió en llegar al monasterio, donde se
encontró a Güelfa, ya rehabilitada y en buen estado, y a Andrea, la mujer del marqués,
que a la sazón estaba con ellos; en seguida, el marqués hizo que el gentilhombre
expusiera los incidentes con todo detalle -según habéis oído ya-, de lo que Güelfa
experimentó una gran alegría, aunque no la dejó traslucir. Sin embargo, la abadesa, en
verdad, no sabía contener su gozo, sino que lo manifestaba tan a las claras que era
chocante.
Contestó el gentilhombre:
Y siguió con lo que el duque había dicho y asimismo con todo lo ocurrido
hasta el otro día, en que el emperador le envió el regalo; de todo ello se alegraron
mucho todos y esperaban saber por medio de otros mensajeros las cosas restantes que
pasaron. De este modo, tras conversar largamente al respecto, el marqués y su esposa se
fueron a cenar, siguiendo hablando sobre Curial, pues no se cansaban de hacerlo.
Pero cuando la abadesa y Güelfa se quedaron solas, separándose de las demás, Güelfa
empezó a decir:
-¡Ay, madre mía, me doy por muerta! De veras que no veré el día siguiente. ¡Ah, mal
hombre! ¿Y para quién te he hecho yo? Ciertamente, Laquesis no merecía que yo
hiciese a este caballero para que ella se lo llevase. ¡Ah!, ¿por qué me mantengo viva?
Desampárame, vida, te lo ruego, y no sufra yo en la otra dolor, que no espero ninguno
después de lo que hoy he oído. ¡Ah, Laquesis, hermana mía! ¿Y por qué te
encaprichaste con lo mío y desde tan lejos me has robado mi vida? Yo, desventurada,
envié socorro a tu hermana, que esperaba ser quemada, y tú en reconocimiento me has
dado muerte a mí. ¡Ay, que por hacer siempre el bien he recibido mal! ¡Ay, Cloto! ¿Por
qué no me devuelves lo que te presté, o sea a mi Curial? No tenía más preciado tesoro
que el que te remití! Bien te valió contra el fuego que te habría devorado, pero tú me lo
has arrebatado y se lo has dado a tu hermana. Buen negocio has hecho con lo que no te
costaba nada. ¡Ah, noble y valerosa Medea! Ahora te quisiera ver, a ti, que te supiste
salvarte ante la falsa Creusa, acertando a encender el fuego que la abrasó; mas yo, para
apagar el fuego de otros he encendido el mío, en el que sin duda moriré. Mas, ¿por qué
deseo yo mal a Laquesis? ¿Qué doncella hay que tenga sentimientos y no se quede
prendada de Curial, viéndolo en las alturas donde yo lo he encumbrado?
Güelfa expresaba estas ideas sin dejar de llorar, por lo que la abadesa,
arrastrada por la compasión, era todo lamentos. Y dijo a Güelfa:
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-Señora, no os lamentéis así, pues, según yo entendí, es cierto que el duque le ofreció a
su hija, pero Curial no la quiso aceptar.
-Madre mía –dijo Güelfa-, ¿y vos os pensáis que Laquesis no tiene ojos en la cara y no
vea en Curial lo mismo que yo he visto? Además, por otro lado, ¿quién sería tan loco
que rechazase un partido tan noble y tan ventajoso como es el tener por esposa a
Laquesis, que lleva consigo todo el ducado de su padre? ¡Ay, pobre de mí! –insistía
Güelfa-, ¡ojalá Laquesis le hubiera iniciado tal como yo lo he hecho y ahora fuera suyo!
La abadesa le dijo:
-Señora, a fe mía, yo no puedo creer, de ninguna de las maneras, que pase eso con
Curial; más aún cuando, pese a ser un caballero digno, no faltará quién le diga al duque
que Curial no es el apropiado para casarse con su hija, y yo no acabo de creer que se la
den. O sea que reconfortaos, que pronto tendremos otras noticias; y en el caso que esto
fuera verdad –cosa que no puede ser-, pensad que Curial tendrá buena memoria de los
beneficios que de vos ha recibido y no le dominará semejante ingratitud. Así, señora,
cenemos, que a fe mía juro que no hay nada de verdad en todo ello.
No pasaron muchos días que, unos tras otros, llegaron más mensajeros; por
ellos supo Güelfa que el matrimonio no se había efectuado, aunque todo el mundo
pronosticaba que se realizaría, dados los halagos con que el duque de Baviera agasajaba
a Curial; y hubo quien contó que Curial tenía la cama de Laquesis en su casa y que
dormía en ella, y que se había hecho jubones con su vestido; por lo que Güelfa sintió un
dolor muy hondo. Y aunque tenía ganas de morirse, siempre mantenía la esperanza de
verlo -si es que volvía- y de darle a entender que le importaba muy poco.
Melchor contestó que no, pero que sí era verdad que su padre se la había
ofrecido; mas Curial no había decidido en ningún momento aceptarla, ni nadie se hacía
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a la idea de que se la diesen, pues muchos señores intentaban deshacer este proyecto, y
desde hacía tiempo que ya no se hablaba de ello. A lo que se contaba de los agasajos
que le hacían respondió que eran ciertos y que nadie que no lo hubiera visto se lo podría
creer, y que a quien lo haya visto tampoco le sería fácil relatarlo; pero ellos se habían
comportado con discreción, teniendo en cuenta el honor que se les hacía. Y, de no
hacerlo así, hubieran errado; aunque, efectivamente, los encomios no eran nada en
relación a lo que él se había merecido.
-Pues decid, señora, ¿acaso se vio Curial en pequeño agobio y peligro cuando combatió
con Parrot de Sant Laydier, caballero de veinticinco años, grande como un gigante, el
más fuerte y robusto de todo el imperio, más bravo y audaz que un león, a quien todos
le cedían el paso en la plaza y nadie osaba enfrentarse a él, dado que ya había matado a
tres en lizas a ultranza? Tan poca importancia daba él al hecho de pelear con un
caballero como a vos podría pasaros con una muñeca. Aún más: tuvo que vencer y
derribar dos veces a Otón de Cribaut, caballero muy valiente, quien ya tenía a Jacobo de
Cleves en el suelo para matarlo. ¿Acaso Lanzarote ni Tristán hicieron jamás algo
semejante? Eso son milagros, pues no son obras de hombre humano y mortal.
Quedó algo rehecha Güelfa, pero desde luego seguía descontenta por el tema de
los jubones que se ponía.
-Ahora –dijo Güelfa-, yo me figuro que no tardará en venir, a no ser que Laquesis lo
vuelva a enredar con sus lazos y le haga volverse. Y decid, Melchor, ¿estaba ya muy
lejos de Laquesis?
-Señora –respondió Melchor-, el cuerpo lo tenía más de ochenta leguas lejos, pero el
corazón nunca se acercó ni alrededor de las mil.
Güelfa se torturaba del modo que habéis oído sin poder encontrar sosiego en
nada, mientras que Melchor de Pando escribió a Curial rogándole que no se pusiera los
jubones de Laquesis ni durmiese en la cama que ella le había regalado; de otra manera
podía estar seguro que el enfado de Güelfa sería tan grande que llegaría muy lejos. Por
todo ello Curial se desprendió rápidamente de los jubones y, a su tiempo, llegó a
Monferrato.
Curial en Monferrato
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El marqués era un caballero fornido y muy valiente, y hallándose un día muy
a gusto, entre amigos, creyendo hablar en secreto, dió en decir cosas no tan adecuadas
como correspondían a tal señor ni en ese lugar ni momento; dijo así:
-Yo querría que Curial fuese del otro bando en este torneo, pues yo juro por la señora
que amo que lo desafiaría cuerpo a cuerpo, pues su dama no es tan bella como la mía ni
le es tan fiel como lo soy yo.
Y así, atronando las trompetas, fue al torneo con aprestos de seda bordados
con hojas de malvas, combinando con el estandarte. Como oponente se presentó un
caballero napolitano llamado Boca de Far, apuestamente montado, lujosamente
arreglado y con una considerable compañía, que había acudido al torneo más atraído por
Güelfa que por la fiesta, pues pretendía conseguirla como esposa por medio de la
intervención de los ancianos. Y así se situaron ambas partes en el campo.
-Ciertamente, el marqués es muy aguerrido, pero lo que está haciendo ahora más trazas
tiene de batalla a muerte que de torneo.
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El marqués, con muy gran esfuerzo, ayudado por los suyos volvió a
subir al caballo y, mezclándose en el torneo, con una lanza de mucho grosor, buscó
-arriba y abajo hasta que lo encontró- a Boca de Far, quien estaba muy ocupado en
defenderse de los caballeros del marqués que le querían prender. Pero el marqués,
montado en cólera rabiosa, lo alcanzó y le dió con la lanza en medio del escudo, aunque
no lo movió de la silla sino que le hizo volar la lanza hecha astillas. Boca de Far, que
reconoció al marqués, se acercó a él picando espuelas y le arreó tal golpe con la espada
en la cabeza delante de los suyos que el marqués, embrocándose, se abrazó al cuello del
caballo por miedo a caerse.
-Marqués, eso mismo podríais decir vos, si yo me hubiera llevado vuestro caballo, como
vos hicisteis con el mío.
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Entonces el marqués se echó a reír, le dió un abrazo y lo ensalzó mucho.
Entretanto se preparó una gran cena y todos fueron a tomar asiento. Pero Curial, ciego
de ira, miraba con desasosiego a todas partes y preguntó por un caballero que había
llevado en el torneo un escudo verde con una franja de oro que lo atravesaba; y se lo
señalaron. A continuación, se le acercó, le preguntó su nombre y de dónde venía. Él
respondió llamarse Dalmau de Oluja y ser de Cataluña. Curial lo alabó mucho por
haberle visto hacer muy buenos lances en el torneo, especialmente la embestida a Boca
de Far, y cómo, galantemente, le ayudó a levantarse y después se enfrascó de nuevo a
combatir con firmeza con él; y se dijo para sí que era él el mejor y más valiente
caballero del torneo. Por ello, llevándose aparte al marqués le rogó que lo destacase, ya
que bien se lo merecía, y que en algún momento lo podría necesitar. El marqués así lo
hizo, de modo que, acercándose al caballero, le hizo grandes alabanzas.
Hacía de maestresala una joven noble llamada Arta, cuya belleza era
entonces muy apreciada; y, rodeada de muchos caballeros y gentilhombres, se dejaba
ver por la sala. Pero su principal trabajo consistía en mirar a Curial, cuyo atractivo
sobresalía por encima de todos y cuantos, hombres y mujeres, había en la sala; pues
Arta, no pudiendo fingir lo que se había infiltrado en su corazón, no quitaba los ojos de
Curial. Por ello, Güelfa, casi con rabia y celos, dijo:
-Arta, no creía yo que hubiera más heridos que los del torneo, pero ahora veo lo
contrario, y me figuro que habrá incluso presos.
-Tened esta espada, como el caballero que más bravamente y con mayor pericia he visto
hoy participar en el torneo.
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El marqués ordenó que nadie dijera nada más. El catalán, muy
enojado, respetó aquel mandato por un largo espacio de tiempo, durante el cual se
conversó sobre otras cosas. Pero el catalán, que no había olvidado las palabras que Boca
de Far había dicho a Curial, insistió:
-Caballero, ni la codicia hacia vuestro yelmo ni la de mermaros el escaso honor que hoy
hayáis ganado me mueve a hablar, pero sí vuestro desmesurado orgullo, que no puedo
sufrir; por esto, os mantengo que el marqués no ha juzgado con equidad al daros a vos
el yelmo en calidad de premio, pues hay otros que lo han merecido antes que vos. Y
aunque yo no me incluya entre éstos por ser caballero de pobre cuna, estaría dispuesto
-por la vía que vos escojáis- a volver a la plaza y demostraros, en batalla cuerpo a
cuerpo, que vos no merecéis el premio que se os ha otorgado.
-Amigo, yo no tengo ahora ganas de pelear, sobre todo por algo así, teniendo la garantía
que el marqués me ha concedido el premio más por su gracia que por mis méritos, pues
sin duda él lo merece más que yo; pero, como a él no le debe parecer honesto nombrarse
a sí mismo el mejor, lo ha querido descargar sobre mí, por lo que lo tengo más como
vergüenza que como honor.
Replicó el catalán:
Contestó el catalán:
-Y yo le daré a ese caballero otro de mi linaje –que aquí se halla-, con mi nombre y mis
armas, y será como si yo luchara con vos, ya que el que me proponéis no me ha
ofendido en nada.
-Caballero, no me agrada lo que decís, pues porfiáis en abatir a uno de los caballeros
que más me han honrado en esta plaza.
-Marqués, él no os ha honrado sino que vos le habéis honrado a él, dando lugar a blandir
su lanza ante este palco y después a humillaros con su espada; pero, por lo visto, más lo
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habríais honrado si yo -que di mejor respuesta por vos, que vos ahora por mí- no me
hubiera opuesto; pero todavía ahora le seguís honrando, por lo que veo que Dios no se
hartaría de honrar a los que os deshonran.
-Señor, permitid que se ataje aquí el asunto, pues este caballero merece otros honores
que los que vos le brindáis.
Boca de Far, oyendo hablar a Curial, consciente de que ambos tenían los
mismos intereses, dijo:
Curial respondió:
-Boca de Far, yo no digo nada del marqués, pero en lo tocante a vos, digo que, a mi
juicio, el caballero catalán hoy os ha superado como caballero y ha hecho cosas mejores
y más notables; y se merece el premio.
Boca de Far respondió que mentía por la boca, y que él y un compañero suyo
lucharían con él y el catalán por este motivo. Curial, al oírlo, contestó:
-Boca de Far, yo digo la verdad y vos habéis mentido, mentís ahora y mentiréis tantas
veces como lo repitáis; y me satisfe combatir por ello con vos, cuerpo a cuerpo. Y si a
este caballero catalán, aquí presente, le parece bien combatir con vuestro compañero,
me veré complacido; si no, yo me sabré buscar otra compañía.
-Boca de Far, habéis ido demasiado lejos con vuestras palabras. Pero ahora veremos si
sois hombre para mantener lo que habéis dicho, pues mientras el alma anime mi cuerpo
yo seré su compañero.
Y así fue sancionado por todos. El marqués se disgustó mucho por esto y
empezó a tratar de imponer la concordia entre ellos, pero es indecible lo embravecido y
desapacible que se mostró el catalán. Y dijo al marqués:
Dijo el marqués:
-Sí.
-Pues hacéis lo contrario –dijo el catalán-, porque nosotros estamos de acuerdo y vos
nos queréis indisponer. Dejadnos en paz, que yo juro que no aceptaré otra salida que la
de la batalla.
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Por parte de Boca de Far se adelantaron dos caballeros y preguntaron
al catalán dónde estaba el caballero de su linaje que había anunciado, pues ellos
querrían ponerse al lado de Boca de Far. Y en seguida aparecieron otros dos caballeros
catalanes, uno llamado Roger de Oluja, y el otro Pons de Orcau, alegando que, en
nombre de Dios y de san Jorge, querían entrar en la batalla contra aquellos dos. Y así
quedó acordado entre unos y otros, de modo que fueron cuatro frente a cuatro.
-Marqués, tened en cuenta que habéis tomado a vuestro cargo presidir la plaza, pues mi
intención es llegar hasta el final. Y si vos lo impedís, tened presente que yo haré que los
caballeros acudan a otro lugar, ante un juez que admita la batalla a ultranza.
El marqués dijo que así lo haría, pues comprobaba que así se había
acordado. La noticia corrió de boca en boca y la fiesta se conmocionó, por lo que viendo
el marqués que no podía hacer nada con su intento de concordia, les requirió
preguntándoles si lucharían a pie o a caballo. Boca de Far respondió que a caballo, pues
era caballero y no quería ir a pie; a los otros les pareció bien, pues sólo aspiraban a que
se diera la batalla. Y acordadas las armas, las defensivas y las ofensivas, el marqués se
acercó a Curial y, bajando del palco, lo acompañó hasta su casa; después, se dirigió al
palacio ducal. Güelfa volvió al monasterio, creyendo que allí tendría mejor ocasión para
hablar con Curial; o sea que todos se retiraron a descansar.
Celos de Curial
Sabiendo Curial que Boca de Far estaba enamorado de Güelfa se puso muy
celoso y, con cualquier excusa, lo habría matado llevado por la rabia, si no fuera porque
en breve se tenía que dar la batalla; ésta desharía la discusión, puesto que uno de los dos
moriría y, después, Güelfa, si daba su consentimiento, se quedaría con el otro.
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Mientrastanto los dos ancianos empezaron a concertar el
matrimonio de Güelfa con Boca de Far, lo cual plugo mucho al marqués, quien lo
comentó con ella; pero Güelfa, que era muy lista y amaba a Curial con desmesura, a
pesar de que le gustaba verse cortejada por Boca de Far -que era buen mozo y buen
caballero, de alto linaje y con heredades excepcionales, y de tan impecable locuacidad
que a todos agradaba tenerlo cerca-, respondió a su hermano:
-Señor, actualmente no deseo marido ni he decidido tomar uno u otro; y aunque tuviese
ese propósito, pensad que me libraría bien de escoger por marido a nadie que se halle
ante el peligro de una batalla mortal, como ocurre con Boca de Far; pues no sé qué fin
podrá tener la batalla y no me quiero ver otra vez en el dolor en que me vi de perder el
marido, ni menos aún de verlo matar ante mí sin poder remediarlo. Pues los que se
dedican a arrear lanzadas y estocadas no son sino purgas y bebidas estimulantes. Os
pido por piedad que os mantengáis callado, pues, aunque Boca de Far es buen caballero,
bastante tiene hoy por hoy.
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-¡Ca, aún será peor! Pues el día que Boca de Far venga a la corte, yo compareceré y le
cortejaré; y cuando el ingrato venga, yo no saldré ni le haré caso, dándole tanto disgusto
con Boca de Far como él me dió a mí con Laquesis.
Y así lo hizo en lo sucesivo; por lo que Curial llegó a estar tan triste que
todos intuían que era por miedo a la batalla y ya lo daban por muerto. Todo lo contrario
ocurría con Boca de Far, pues iba tan campante que todos lo daban por vencedor.
-Señores caballeros, tengo la cabeza puesta en otro sitio y por nada del mundo me
podría concentrar ahora en esto; o sea que os ruego tengáis a bien decidirlo vosotros y
yo estaré conforme.
-Curial, aquí no se trata de dinero, pues la pompa no cuenta para estos hechos; esforzaos
bien en controlar vuestras manos, que son las que os han de honrar, y todo el resto es
viento. Y así, nosotros hemos acordado, si os agrada y lo aprobáis, llevar aprestos
blancos con cruces de san Jorge, bajo cuya invocación se fundó la orden de nuestra
caballería. Así que, decid qué os parece, contestad ahora.
Él respondió que estaba de acuerdo y que iría con el mismo atuendo. De modo
que se fueron y encargaron dichos aprestos y todo lo que les era preciso para el evento.
Pero estaban disgustados porque Curial estaba tan disipado que ya lo daban por muerto.
Curial transmitió a Güelfa que le enviase alguna cosa suya para llevarlo como
prenda de amor en el día de la batalla. Ella respondió que bastante tenía con los jubones
de Laquesis y que eso le debía bastar; que no se fuese a pensar que ella no sabía todos
los detalles de lo ocurrido, o sea que no lo camuflase ahora; y que por su parte ella no le
enviaría nada. Ante esto, Curial creyó morir. Melchor lo quería confortar, pero no podía,
temiendo que Güelfa estuviese seriamente encolerizada con él. A la vista de esto Curial
se repetía:
Respondió Melchor:
-Esto le pasa al que teniendo sólo un corazón quiere trocearlo. Pero no os desconsoléis,
porque las mujeres son así: quieren tener muchas pruebas de los hombres a los que
aman. Y no os debe extrañar si Güelfa -sabiendo lo que habéis hecho- se quiera vengar
de vos; pero tened por seguro que esto no es nada, pues cálices más amargos beben los
enamorados y muchas veces ocurre que a uno le parece lejos lo que está cerca.
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A Curial se le subió un poco el ánimo entendiendo que Melchor tenía razón,
pero replicó:
-¿Y no me dará ni una entrevista antes de entrar en la liza? De verdad que, si no la veo,
no conseguiré ganar, sino que voy a la muerte cierta.
Melchor contestó:
-Curial, si Güelfa no os amase, me habría ordenado no daros sus bienes, mientras que
me ha encomendado que os los dé ahora más copiosamente que nunca; por lo que
¡arriba ese ánimo!, que Güelfa es vuestra en cualquier caso; pero me consta que,
queriéndoos probar, os devuelve los desplantes que le habéis dado -cosa que no me
extraña, pues os lo habéis ganado a pulso-. Así pues, Curial, os ruego que os queráis
conformar con el tiempo que os toca, pues no se sabría dónde está lo bueno si no se
entremezclaran algunos sinsabores; pero pensad que peor momento que el actual no lo
podréis tener y que no es posible que no cambie -y quizás para mejor-. Y algunos que
hoy cantan en breve plazo llorarán, pues así son las cosas del mundo.
Curial les avisó que si querían dinero, lo dijesen, pues les daría con creces.
Dalmau de Oluja respondió:
-Caballero, nosotros no necesitamos vuestro dinero, pues gracias a Dios contamos con
un rey que nos atiende de manera que podemos ir por el mundo sin recurrir a fondos de
nadie. Y creo que tenemos más bienes de lo que podemos ni nos atrevemos a gastar;
tanto es lo que nos ha dado y nos da sin cesar, cada día. Mas ruego a Dios que me
conceda la gracia de que, en otro caso que éste que nos ocupa -en el que vos participáis
para acrecentar mi honor-, os pueda yo socorrer y servir; pues vos comprobaréis que
tendré bríos para hacer por vos una y muchas veces lo que ahora vos hacéis por mí. Y
esto, mientras viva.
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linaje, delgado y de cuerpo estilizado, de pocos años, pelirrojo, de aspecto tan sutil que
parecía pintado a pincel, de temple y esbelto, y tan vivaz que no se podría describir;
optimista, buen cantante, siempre afectuoso, y en resumen muy querido por todos los
que con él tenían intimidad.
Así, estos catalanes, confiando en su virtud, iban por el mundo con el oficio de
combatir; no había grandes hechos de armas en los que no participaran y no recayese en
ellos gran honor. Se les tenía por honorables en muchas regiones a las que habían
acudido en busca de honores y en las que no se desenvuelve uno fácilmente sin
denuedo.
Congojas de Güelfa
Respondió Melchor:
-Ahora decidle –dijo Güelfa-, que no se disguste con lo que vea, pues yo he dado como
aprestos los enseres de Laquesis a Boca de Far, porque quiero que mi enemigo tenga los
bienes de mi enemiga. A él, dadle este brazalete de búfalo y que lo lleve el día de la
batalla. Y volved un poco más tarde, que os he de menester.
Melchor se fue con Curial y le dió el brazalete, con el que se puso tan contento
como si hubiese conquistado un reino y le hizo el efecto de haber vencido ya. Después,
le contó todo lo que Güelfa le había dicho; pero, aunque le disgustara lo de los enseres
de Laquesis, era tal la alegría que había inundado su corazón con aquel brazalete que
todo lo demás lo minimizaba. Así, dijo a Melchor:
Y lo hizo así.
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-Entregad a ese loco esta camisa que le da la abadesa y decidle que la lleve mañana
como cota de armas sobre el arnés.
-Melchor, decidle que se la da ella, pues no se la doy yo. En cuanto os fuisteis de aquí
se la ha quitado, que la llevaba hoy puesta; pero es cierto que yo la he ayudado a hacer
las cruces.
A esto, Melchor, dándoles la espalda, se fue a toda prisa con Curial, el cual, tras
tomar la camisa y oír esas palabras, tuvo tal alegría que no sabía dónde meterse. Y en
seguida se armó y se probó la camisa, rajándola por algunas partes hasta que, a fuerza
de jirones, le cayó bien. Y aunque por el pecho y los hombres le tapaba muy poco, no le
importaba, pues dió por supuesto que con aquella camisa vencería, no sólo a Boca de
Far, sino a Tristán de Leonís si viniese a la batalla.
-¡Ay de mí! –dijo Güelfa-, que hasta ahora me he consolado con vos! ¡Ah, madre mía!
¿Y qué haré yo esta noche? Seguro que moriré de tanto pensar. ¡Ah, Curial! ¿Y yo no te
veré? ¡Tú estarás donde yo quisiera estar!
La abadesa le dijo:
-¡Ah, madre mía! –dijo Güelfa. ¿Y me seréis más leal que Laquesis?
-¡Jesús! –respondió la abadesa-. Señora, ¿cómo podéis pensar que, por dislates que yo
quisiera hacer, Curial se encaprichase de mí? Mas, a fe mía, ahora me incitáis a hablar
más de lo que hubiera hablado: señora, si vos misma, no acierto a saber por qué, os
tiráis piedras, ¿a quién culpáis? Yo os aseguro que nadie del mundo debe compadecerse
de vos.
-¡Ay, qué desolada estoy! Que venza Curial y que viva, aunque no sea mío; que sea el
vencedor y pertenezca a quien sea. ¡Ay, desdichada, que cuando Boca de Far y él se
retaban, yo disfrutaba con sus palabras, y ahora querría que me costasen la vida y
estuviesen por decir! ¡Ay, mezquina, pues he sido la causante, porque es cierto que
Curial no habría retado a Boca de Far si no fuera por los celos que ha sentido, muy
razonablemente, por mí y por él! Pero si Curial muere, ¡yo me muero! Ay, ¡que todas
las muertes que ocurran en esta plaza se me carguen a mí! ¡Ay, mujer desafortunada! ¿Y
por qué me quería yo vengar de Curial porque Laquesis le había hecho honor! Pues
haciéndole honores a él, me los hacía a mí. Y a los hombres les compete ser honrados
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por las mujeres, pues en ellos es costumbre; y si Curial los aceptaba, ¡bien que hacía!,
pero siempre fue mío y en sus entrañas despreciaba a todas las demás. ¡Ay, indigna, que
él ha hecho mucho por mí, pues menospreció aquel matrimonio sólo al serle mentado
mi nombre, porque al ver mi carta enmudeció en el banquete en que le presentaron a
Laquesis! ¡Y al ver delante a esta virgen alemana, nacida de insigne sangre y rutilante
en su inestimable belleza, un trozo de papel mío le impidió alargar la mano para
tomarla! ¡Ay, qué dolor tendrá cuando él vea en el campo las joyas que le dió Laquesis
y pensará que yo lo he hecho para vengarme de él! Seguro que no, sino que creerá con
mayor razón que yo lo he amado y halagado, y que deseando que fuese honrado lo he
favorecido de esa manera... Mas ¿por qué me acuso, ruin de mí! ¿De qué me sirven las
palabras, porque, aunque es cierto que él me había hecho desaires, son mucho mayores
los que yo le he hecho? ¡Ay, madre mía! Y cuando yo vea las lanzas y las espadas pasar
por encima de la cabeza de Curial –que no existirían de haber sido yo más juiciosa-,
¿qué será de mí? Ojalá me metiera yo en el campo y los esperase a pecho descubierto y
Curial fuese así preservado. Y suponer que, aun siendo el vencedor, Curial me amase,
no lo creo ni tiene razón de ser, pues la mujer que provoca la ignominia y la muerte de
quien la ama no merece ser amada mucho tiempo, porque el azúcar, a diario, amarga.
¡Que me perdone Curial esto y, si vuelve algún día, que haga lo que le apetezca!
Güelfa decía cosas por un estilo, sin parar, llorando muy acongojada. Y dijo aún:
-¡Oh, Melchor! Tú, que por mi causa le has aleccionado y reprendido tantas veces, si me
lo puedes conservar, halágale una sola vez de modo que yo no lo pierda.
-Señora, animaos, porque Curial con vuestra camisa ha olvidado todos los desaires
soportados hasta aquí y él os es fiel. Pero os pido por compasión que, cuando entre en la
liza y esté ante vos, os dignéis bendecirlo y, al menos con un par de palabras le digáis
que Dios se digne ayudarlo, para que entienda que aún le queréis. Y poned todo lo que
podáis de vuestra parte para que él os vea todo el rato.
-Señora –insistió Melchor-, sed fuerte, que mañana Curial tendrá más honor que ningún
caballero tuvo antes.
Dijo Güelfa:
Respondió Melchor:
-Sí, los mejores que haya visto antes y, si Dios quiere, lo demostrarán mañana sin falta.
-Quiera Dios que así sea –dijo Güelfa-, que por lo que a mí respecta, tengo un pánico
espantoso.
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-Todo el pánico que sentís –dijo Melchor- no vale ni un céntimo, pues yo os prometo
que, a fe mía, no tenéis motivo para tener miedo; y por lo tanto os pido que tengáis la
merced de dejarnos ir, que es tarde, y los caballeros estarán ya en el monasterio, y allí
debería estar ya la señora abadesa.
-Madre mía, consoladlo de mi parte; y, si está irritado, decidle que se digne perdonarme.
Curial, al ver el altar del señor san Marcos, donde Güelfa se arrodillaba a rezar,
se arrodilló de inmediato y, tras una breve oración, se acercó al lecho de Güelfa y,
mirándolo, suspiró. Melchor le dijo:
-Curial, nada de suspirar, pues, a fe mía, no tenéis motivo; porque yo no creo que haya
en el mundo caballero mejor amado por ninguna dama que vos lo sois por Güelfa.
Respondió Curial:
Melchor dijo:
-No –dijo Curial-, pues no tengo licencia para contestar si no es delante de vos.
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La abadesa, apresurándose, cabalgó hasta alcanzar a Güelfa, que ya cabalgaba
junto a Andrea en dirección al cadalso. Y tras saludarla, le preguntó Güelfa:
-Ha dormido en vuestro lecho esta noche –dijo la abadesa- y dice que nunca se encontró
tan a gusto; pero sabed que ha hablado mucho más con Melchor, pues conmigo no se
atreve a franquearse.
-¡Ay de mí! –dijo Güelfa-, que no me acordé de decirle que hablase con vos como con
Melchor y él no osaría hacerlo sino! ¡Ay qué necia, mucho me lo temo! ¡Vaya dolor el
mío, pues un hombre que no teme a ningún caballero del mundo, me teme a mí, que soy
una mujer endeble, que no le puede hacer daño!
-Señoras, bendecidnos, que ya no podemos hacer más que en pro de nosotros mismos.
Güelfa los bendijo; y levantando un brazo, se lo puso sobre los hombros, y dijo
llorando:
-Yo ruego a Dios que os ayude porque, al rogar por vuestra vida, estoy rogando por la
mía, ya que, sin vos, me importaría muy poco; pero dijo estas palabras en voz baja, que
sólo las oyó Curial.
Van pasando los caballeros, y las mujeres, todas a favor de Curial y llenas de
compasión, se expresaban dolidas; aunque, por otro lado, se burlaban de la camisa.
Curial, oyendo de lo que se reían, dijo:
No tardó mucho en llegar Boca de Far con los suyos, inefablemente ufanos; iban
precedidos por doce corceles, del diestro, preciosamente engalanados con paramentos
verdes brocados en oro, y con tanto empaque de músicos y trompetas que era de
admirar. Cuando él se aproximó a la liza y quiso hacer reverencia a las señoras de los
cadalsos, Güelfa se tapó la cabeza con el manto, y, maldiciéndolo, no quiso verlo; pero
ello alegró mucho a Boca de Far, creyendo que lo había hecho para encubrir las
lágrimas y no poderlo mirar de dolor. Así, siguieron adelante hasta su tienda, que lucía
los aprestos que Laquesis había dado a Curial.
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-Ahora me toca actuar como caballero ¡y ya veremos con cuál de los dos se queda
Güelfa!
Boca de Far se apartó un poco de los suyos e indicó a Curial que se apartase un
poco de los otros; por lo que Curial, yendo a apartarse, sujeta la lanza y, dando a las
espuelas, al grito de ¡San Jorge!, se precipita contra Boca de Far. Boca de Far
igualmente acelera contra él y se dan tales lanzadas que los escudos no tuvieron
suficiente consistencia para impedir ser traspasados. Pero los caballeros, que eran recios
y valientes, rompieron las lanzas sin moverse de las sillas; seguidamente, hirviendo de
rabiosa ira echan mano a las espadas y se ponen a atacarse con tal furia que todos
comprendieron que no se tenían ninguna amistad.
No ocurrió lo mismo con Roger de Oluja, pues, cuando él fue contra el otro
italiano, llamado Federico de Venosa e intentó herirlo con la lanza, el tal Federico hirió
al caballo de Roger en medio de la frente, de manera que cayendo muerto el caballo,
cayó también Roger sin haber dado una triste lanzada; pero él, deshaciéndose del
caballo, se levantó rápidamente y, espada en mano, corrió contra Gerardo, el cual,
también iba a pie. Y se dieron tales golpes con las espadas que era asombroso de ver.
¿Qué os diré del otro caballero llamado Pons de Orcau? Era éste un hombre del
más alto linaje y de mayor nobleza que ninguno de los otros compañeros; así, le
correspondió un caballero de mucha valentía y muy noble ascendencia, llamado Salones
de Verona, que presumía tanto de sí mismo que decía que no había caballero en el
mundo que compitiese largo tiempo contra él. Con las lanzas bajas se dieron en la mitad
de los escudos; las lanzas eran potentes, los caballeros valientes y los caballos muy
resistentes, de modo que los golpes fueron tales que, no consiguiendo romper las lanzas,
ambos caballeros rodaron por el suelo.
La caída fue mala para Salones, pues, al no poder sacar uno de los pies del
estribo, quedó colgando y el caballo lo llevaba a rastras; y aunque el caballo iba
despacio y a paso muy lento, no dejaba de hallarse Salones en un apuro y en gran
peligro. Pons de Orcau, que vio a su caballero oponente en tan mal trance, cogió al
caballo por las riendas y lo detuvo, y, extrayendo el pie del estribo, le ayudó a
levantarse; aunque, si hubiera querido, lo habría podido matar. Salones, al verse libre
del peligro y advertir que su adversario le había ayudado, le dijo:
64
-Caballero, si la causa de la batalla fuera mía como lo es de Boca de Far,
verdaderamente yo no combatiría más, sino que me rendiría a ti con seguridad -no
porque te tema, sino por reconocer el favor que me has hecho-. Pero como el interés por
el que combatimos es el de Boca de Far, que -como ves- sigue peleando, y yo voy con
él, interpretaría como vileza el hacer la paz con quienes él mantiene una guerra y le
quieren arrebatar la vida y el honor.
-Caballero, no creas que te he socorrido por tu bien, sino por mi propio honor; así pues,
esquívame donde me pudieras hacer un favor, pues así como te ayudé a levantarte
puedes estar seguro de que, si puedo, te ayudaré a morir.
Entonces fue hacia Pons de Orcau, al que encontró peleando bravamente con
Salones, mas éste llevaba la peor parte y estaba tan exhausto que no podía con su alma;
Dalmau de Oluja los estuvo mirando un buen rato y vio que su compañero llevaba las
de ganar. Asimismo Roger luchaba con el otro italiano con mucho esfuerzo, pero es
cierto que Roger estaba mucho más despabilado y mostraba mayor aguante, de modo
que todos reconocían su flagrante ventaja.
¿Qué os diré de Curial? Él y Boca de Far mantenían una lucha muy dura, pues
Boca de Far era mucho más fiero y de muchísimo mayor denuedo que sus compañeros;
pero todo ello de poco le valía. Curial era mucho más esforzado, más valiente y más
bravo que él, y si hubiera sido a pie haría rato que la batalla se habría terminado. Mas
Boca de Far llevaba un caballo más entrenado y, con ayuda del caballo, se aguantaba
bien; por otro lado, él era fornido y muy buen caballero. Y, así, resistía; pero Curial le
iba asestando golpes continuamente. Lo que más asustaba a Boca de Far era que Curial
cada vez le daba golpes más pesados y con más pujanza, y que progresivamente le
atizaba con más arranque que antes, mientras que él se iba agotando, hasta el punto que
ya no intentaba apenas atacar sino rehuir cuanto podía los golpes de Curial.
Había pasado ya gran parte del día y el calor iba en aumento cuando Boca de
Far, herido en la axila por un golpe que lo debilitaba, se reconoció sin escapatoria
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posible, pues la sangre le resbalaba por el cuerpo, y le dolía mucho a la vez que le
faltaba el ánimo; por lo que, entre el abatimiento y los golpes, no podía ya gobernar al
caballo. Todos los espectadores, viendo el golpear de Curial, estaban sorprendidos y
decían que Curial no era caballero sino tormenta y destrucción de caballeros.
¿Qué os diré? Curial comprendió que Boca de Far no podía más y le gritó muy
alto:
Boca de Far no contestó, por lo que Curial le arreó un golpe tan diestro y tan
eficaz sobre el almete que Boca de Far, perdiendo el conocimiento, se volcó sobre el
cuello del caballo; y Curial con más golpes lo fue sacudiendo tan fuertemente que Boca
de Far, desasiéndose del caballo, cayó sin hacer gesto alguno de levantarse. Por lo que
Curial se echó a tierra y vino presto hacia él y, alzándole el almete, le vio la cara
ensangrentada y, mirándole a los ojos, advirtió que no los movía, como quien ya había
muerto; de lo cual Curial tuvo un gran disgusto, pues hubiera querido vencerlo pero no
matarlo.
Había por entonces en Aragón un rey muy noble y valeroso en extremo, llamado
don Pedro, caballero muy robusto, de vigor y valiente, que mientras vivió hizo en
batallas, personalmente, muchas cosas dignas de venerable recuerdo, tanto con
sarracenos como con otras gentes.
Y cuando supo que los tres caballeros vasallos suyos volvían de la batalla en la
que habían participado y se hallaban cerca de Barcelona, queriendo mostrar su
magnanimidad, dado que tenía tres hijos –el mayor de los cuales se llamaba don
Alfonso (el cual murió antes que su padre), el otro se llaba don Jaime y el otro don
Federico-, les hizo ir a recibirlos, junto con mucha gente notable, a fin de honrarles
debidamente. Y cuando subieron al palacio real, él los acogió con gran regocijo,
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dándoles trato de reyes, pues este rey tenía en tanto aprecio a los buenos caballeros que
era algo extraordinario. Por eso, todos los caballeros de su reino -viendo que el rey
honraba y amaba mucho a todos los caballeros, especialmente a los buenos- se afanaban
por serlo, de modo que en su tiempo había pocos caballeros en su reino que no se
esforzasen en hechos de armas hasta su muerte.
Y así fue que el rey departía con ellos y les honraba grandemente, de modo que
dispuso que los tres caballeros se sentaran con él a cenar e hizo servir como mayordomo
al infante don Alfonso. Los otros dos hijos, don Jaime y don Federico, presidieron la
mesa, uno en cada punta, sosteniendo en sus propias manos las antorchas a lo largo de
la cena; y cuando se fatigaban, se lo encomendaban un rato a caballeros notables que
tuvieran cerca, pero cuando traían los manjares o se acercaba el rey, retomaban las
antorchas.
Los demás caballeros, al ver esto, tenían envidia, pero no del honor que ellos
gozaban, sino por conseguirlo por un parejo. Acabada la cena, el rey, sin olvidar la
gracia de su singular magnificencia, les dió dones preciosos y grandes heredades en las
que pudiesen vivir, para que dondequiera que fuesen a partir de entonces no se les
tuviera por caballeros pobres. Todos murmuraban acerca de las excepcionalidades que
el rey hacía para honrar a estos caballeros y, al enterarse el rey, reuniendo a los que
tenía a su alcance, les dijo:
-Yo no honro a mis caballeros por ellos mismos, sino que honro la virtud de la
caballería que se manifiesta tan valerosamente en ellos. Y este mismo honor y mucho
mayor haré cuando en cualquiera de vosotros tenga asiento.
Alabaron todos a rey de tal magnificencia y resolvieron que, mientras este rey
viviese, se mantendría la caballería y que, al morir él, la caballería vendría a menos.
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II
Y, así, Curial, en este segundo libro, que empieza con el vigésimo año de su vida
y que acaba con veintiún años, fue un poco soberbio, pues a este vicio le sedujo Marte.
Pues bien puede ser que, por mucho que el hombre de armas sea cortés y humilde, una
vez metido en guerra y en batallas, el león que a Dante se le apareció en el primer
capítulo de su libro, se le aparezca con la cabeza alta y que acompañe a Capaneo. Así,
no se extrañe nadie si Curial, contra su mismo temperamento, se va a volver un poco
soberbio, pues el oficio que quiere ejercer así lo pide y exige; es cierto que en muchas y
en la mayoría de las cosas mantiene un templado equilibrio, según podréis ver más
adelante, siguiendo el orden del libro.
En este libro se dice caballeros errantes, aunque esté mal decir “errantes”, ya que
tendríamos que decir “andantes”. Erre es vocablo francés y quiere decir ‘camino’, y
“errar” quiere decir ‘caminar’. Pero yo quiero seguir la andadura de los catalanes que
tradujeron los libros de Tristán y de Lancelote, vertiéndolos de la lengua francesa a la
catalana, pues siempre dijeron “caballeros errantes”, que quiere decir ‘andantes’; no lo
quisieron cambiar nunca, sino que lo dejaron así, no sé por qué razón. Y así, yo diré
“errar” por ‘caminar’, siguiendo la costumbre de los antiguos, aunque hable
impropiamente y sea algo digno de reprensión.
Melchor fue a Güelfa y le explicó lo que Curial le había dicho. Por lo que
Güelfa, refrescándosele la memoria con el asunto de Laquesis, que harto bien conocía,
ardió encendida toda ella en ira y, muy alterada, como persona a la que falta el juicio,
respondió:
-Decidle que cuando iba con Laquesis no me pedía consejo; o sea, que no me lo pida
ahora, sino que haga lo que quiera, que a mí no me interesan mucho sus asuntos.
-Señora, me dejáis perplejo. ¿Por qué enfocáis así estos temas, que tan pronto os
indignáis con vos misma como os matáis con vuestras manos? Es cierto que Laquesis,
doncella noble y bella, la más destacada y rica de toda Alemania, se enamoró de Curial;
pero si él, acordándose de vos, lo ha dejado todo, ¿por qué le censuráis? Cualquiera que
se enterara calificaría de locura lo que ha hecho; pero el amor que os profesa es tal que,
sin vos, valora todo lo del mundo en poco.
Así pues, os pido que tengáis la merced de concederme esta gracia: que le
habléis y que dispongáis de qué manera os agradaría que se comportase, porque él no va
a hacer más que obedeceros.
Respondió Güelfa:
-Melchor, yo no quiero pleitear con vos ni con él, ni era voluntad mía hablar con él por
ahora; pero, dado que tanto lo deseáis, volved en breve a verme y yo habré decidido al
respecto. Y os diré lo que a mí se me ofrece que él haga.
-Melchor, diréis a Curial que, en nombre de Dios, se vaya de aquí en cuanto le parezca
bien; y dadle, en abundancia, todo lo que pida. Y que me escriba continuamente todo lo
que haga, al margen de que acabe bien o mal, de modo que yo esté al día de todo. Y que
lleve los aprestos verdes y blancos que vos guardáis: dádselos; y que lleve el escudo
totalmente negro.
Curial respondió:
Si queréis que Arta venga conmigo, tenga en cuenta vuestra señoría que me
ocuparé de responder por ella, mientras tenga alma en el cuerpo. Y para que os
convenzáis de que yo, acordándome de vos, no temo peligros, os suplico que me la
cedáis y yo haré cuanto esté en mi mano para honrarla.
Güelfa dijo que se quedaba satisfecha. Por ello, extendiendo los brazos y a punto
de llorar, lo abrazó, lo besó y le mandó que se retirara a su casa. Una vez en su casa y
antes de acostarse, Melchor y él prepararon todas las cosas necesarias para el camino; y
después se fueron a dormir.
Curial iba muy bien provisto de caballos –que ya había ido enviando, a su vuelta
de Alemania, a los países por los que le parecía que pasaría yendo al torneo-, así como
de armas potentes y de muchos fieles; en total, se le proveyó aventajadamente de todas
las cosas que atañen a un notable y gran caballero, más aún, a un muy gran señor.
Güelfa asimismo dió a Arta muchas y preciosas joyas, y le prestó en gran cantidad,
haciendo todo lo posible por ponerla a la altura de las circunstancias.
-Arta, tú vas en compañía de aquel con quien yo querría ir; ésta es la causa por la que te
mando: según he sabido, Laquesis, hija del duque de Baviera, que dicen que es la
doncella más hermosa del mundo, estará allí; por lo que te ruego que te fijes mucho en
su hermosura, y juzgues si es tanta como dicen. También te ruego que observes la
relación que tienen ella y Curial. Escríbeme continuamente de todo lo que te parezca,
que yo también te escribiré. Espabílate para que Curial no dé ni un paso sin ti desde que
lleguéis al torneo; y, si te es posible, trata a Laquesis y mira bien si es lista y cómo se
comporta. Yo me imagino que ella se esforzará por superarte. Ale, vete en nombre de
Dios; en todo el viaje te llamarás Fiesta, pues éste quiero que sea tu nombre.
Curial se fue a ver al marqués y, diciéndole que por su propio interés quería ir a
otras tierras, se despidió de él; y antes de que rayase el día, dejando allí a todos los
suyos -salvo algunos que ya había enviado-, con sólo dos escuderos desconocidos, se
puso en marcha junto con Arta.
Bien había advertido Arta que Curial y Güelfa estaban enamorados, pero, por
más que duró el camino –y aun más que hubiera durado-, nunca pudo oír nada de la
boca de Curial; aunque ella lo intentaba por todos los medios.
Tanto y tanto anduvieron que un día, después del mediodía, llegaron a casa de
un valvasor; y cuando éste estaba hablando con Curial, llegó una doncella a toda prisa,
cabalgando en un palafrén y con el rostro arañado, los cabellos revueltos, llorando y
lanzando grandes alaridos:
-¿Qué os pasa?
-Señor –dijo ella-, dos bribones se me querían llevar por la fuerza cuando yo iba al
torneo con un muy buen caballero, hermano mío; y lo han asaltado y quizás lo hayan
matado. Señor, defendedme, no sea que me maten a mí después de él.
El valvasor, que era un prohombre muy entrado en años, miró a Curial a la cara
y le dijo:
-Ea, caballero, vos que vais acompañado por una doncella, venga, levantaos y preparaos
para defenderla; pues yo os aseguro que esos dos caballeros –o más bien diablos- han
raptado a más de ocho en los últimos veinte días. Cogen a los caballeros, les desarman y
les inflingen los mayores oprobios posibles. ¡O sea que, a ver qué haceis!, pues podéis
estar seguro que lo que ocurra con ésta ocurrirá con la vuestra.
Curial, con la mayor celeridad del mundo, se puso en pie, se armó y, tomando un
caballo de gran resistencia, se dispuso a salir: Pero Arta dijo gritando con fuerza:
-¡No me dejéis!
Respondieron ellos:
-¿Ah, sí? ¿La defenderéis vos?
Curial, que tenía una lanza potente y de mucho grosor en la mano, la arrojó
contra uno de los hermanos que se acercaba y lo hirió tan certeramente que lo abatió del
caballo con un impacto tan seco que quedó por completo aturullado sin poder ni intentar
levantarse. Luego, se vuelve y va hacia el otro, que rabioso y con mal talante iba hacia
él; y se arremeten con tal empuje ambos que el caballero astilló su lanza en el escudo de
Curial, quien siguió imperturbable en la silla; sin embargo, el caballero fue alcanzado
por Curial de muy distinta manera, ya que lo atacó en medio del escudo con tanta
energía que lo traspasó y el hierro de la lanza le salió por los hombros. Cayó el caballero
a tierra, demolido hasta el punto que, con los ojos nublados y perdido el conocimiento,
se fue de esta vida antes de recobrarse.
A la vista de esto, Curial bajó del caballo y fue hacia el primero, que ya hacía el
ademán de alzarse, y le puso el pie sobre el pecho, diciéndole:
-¡Ah, caballero malvado y cruel! ¿Vos y vuestro compañero queréis que vuelvan al
mundo las malas costumbres de Breuso Sin Piedad? Arriba, vamos, levantaos presto,
que me voy a quedar con las doncellas que habeis apresado, los caballos y los arneses
de los caballeros a los que avergonzasteis. ¡Y jurad abandonar esa costumbre, pues de
otro modo os costará la cabeza!
El caballero le dijo:
-Yo no quiero vivir después de su muerte; o sea que tengo que morir o vengar a mi
hermano.
-Caballero, ya veis que yo quiero volver a pelear, con la intención de vencer o morir,
por lo que os ruego que me digáis vuestro nombre, a fin de que, en caso de que yo
muera, sepa quién nos ha sacado de este mundo a mi hermano y a mí.
Curial respondió:
-A vuestro hermano le han sacado de este mundo los grandes y crasos errores que
cometíais con los caballeros errantes, así como la malvada e insensata costumbre que
habíais retomado, la cual, aunque yo no hubiese pasado por aquí, no podía durar mucho.
Mi nombre por ahora no lo podéis saber, pues no me place decirlo, y no os veo en
condiciones de que me obliguéis a decirlo a la fuerza. Por lo que os ruego que procuréis
más por vuestra vida, porque sino me veré forzado, contra mi deseo, a hacer con vos lo
que vos querríais hacer conmigo.
Al oírle hablar de esta manera, el caballero lo miró y tuvo miedo, pero todo su
temor no impidió que no lo embistiese, dándole los mayores trompazos que pudo, los
cuales Curial esquivaba con extraordinaria destreza; éste llegó a la conclusión que se
trataba de un caballero muy esforzado, pero cuyo corazón valeroso no se correspondía
con el cuerpo. Por lo que, como los golpes aflojaban por momentos y no podían llegar a
hacerle daño -por venir de un brazo agotado y desmirriado-, persistió en no atacarlo,
cosa que dejaba más atribulado aún al otro caballero.
Estaban todavía sorprendidos todos los que miraban la batalla sin entender la
causa por la que Curial se abstenía de combatir. Pero como durase mucho rato y el
caballero no podía con su alma, impelido por el cansancio, se echó hacia atrás, clavó su
escudo en tierra y se alzó la visera del yelmo para tomar aliento y relajarse un poco.
Curial seguía impávido, sin hacer un movimiento, pero Arta se hizo adelante y le
espetó:
-Caballero, ¿estáis encantado o qué es lo que hacéis? ¿No os dais cuenta de que aquel
caballero no para de luchar contra vos con todo su empeño y que si puede os retará a
ultranza? Pues si no os importa vuestra vida, por lo menos tened piedad de esta doncella
y de mí, a quienes, si la porfía del caballero tuviera capacidad suficiente para venceros
–cosa que Dios no quiera-, nos veremos abocadas con pesar a morir o a vivir con dolor
en prolongada servidumbre. Y yo no os fui encomendada para esto, ni vos lo
prometisteis así cuando tomasteis a vuestro cargo llevarme bien protegida, frente a toda
adversidad y con toda vuestra competencia. Pero por ahora yo no veo que estéis
poniendo de vuestra parte en ninguna defensa, ni en la vuestra ni la mía. De modo que
os ruego que reaccionéis y traigáis a la memoria a la señora que me encomendó a vos.
Curial, dentro del yelmo, se rió y dijo en tono de burla:
-Doncella, volveos a vuestro sitio, en nombre de Dios, que al menos de una cosa podéis
estar segura: de que, aunque os cojan, no os matarán. Por mi vida no os preocupéis,
pues yo no puedo vivir más que lo que Dios me ha ordenado y vos debéis advertir que
yo no puedo hacer más, porque sino ya lo hubiera demostrado.
Arta, creyendo que Curial no podía más, se quedó muerta de miedo; pero
permaneció callada, a la espera del desenlace final.
Y mientras estaban así vinieron dos escuderos, cada uno en un buen rocín, y un
chiquillo que llevaba un buen caballo por las riendas y las armas de un caballero atadas
a la silla. Al llegar allí, saludando a todos, vieron al caballero, que era su señor, a pie,
espada en mano, y a su hermano que yacía muerto en el suelo, de lo cual sintieron un
dolor lacerante y se pusieron a manifestar un grandísimo duelo. No tardó mucho en
llegar también al lugar donde estaba entablada la batalla un hombre en camisa y a pie,
que cuando vio al caballero muerto, hincó las rodillas ante Curial y dijo:
-Señor, ruego a Dios que bendiga la hora en que habéis venido por aquí, pues habréis
desarraigado la peor costumbre que se dió antes en este reino entre caballeros errantes.
Vedme a mí, que soy un caballero alemán que, para mi desgracia, iba al torneo de
Melun con una doncella, que es mi hermana, y estos caballeros aquí presentes, me
asaltaron uno tras otro y, cuando uno se cansaba de atacarme, lo suplía el otro, que
entraba fresco en la batalla; de este modo me ganaron, ataron y robaron y me han dejado
en la situación en que me veis. Del que veo estirado y creo que muerto, no digo nada;
pero el que está vivo es el peor y más descortés caballero que veréis jamás; así, por
vuestro bien, liberaos de él y que este mal hábito desaparezca de esta región.
La doncella, que era la hermana del caballero, corre a los escuderos diciendo:
-Dejad, villanos, las armas y el caballo y devolved las vestiduras del caballero.
Verdaderamente, ha llegado el día en que se suprimirá la mala costumbre que habían
introducido estos falsos caballeros.
-¿Qué es lo que pretendéis con esta batalla? ¿Pensáis darla por acabada, a condición de
que me devolváis las doncellas que habéis hecho prisioneras, las armas y los caballos de
los caballeros que habéis salteado y juréis no seguir practicando tan baja costumbre, o
bien pensáis llevarla hasta el final? Pues por lo que veo, aunque yo no os he dado ni un
golpe de espada, os venceréis vos mismo antes de que anochezca; y, si por casualidad
nos alcanza la noche, tened por seguro que la plaza no será vuestra, pues os certifico
que, con gran perjuicio vuestro, la mala costumbre va a cesar.
El caballero respondió:
-Ahora, caballero, decidme vuestro nombre, como condición previa para que yo haga lo
que me exigís.
Curial dijo:
-Mi nombre, de momento, no lo puede saber ni vos ni nadie; por tanto, procurad por
vuestra vida y, haciendo de la necesidad virtud, actuaréis con cordura -mientras estáis a
tiempo-.
-¡Ah, caballero, por Dios, piedad! No permitáis que el caballero que está aquí, después
del daño que por culpa suya y de su hermano ha acaecido, se acoja a una salida tan vil
como la que vos le brindáis. Heme aquí, yo me rindo a vos por él y que no se lleve el
asunto más lejos.
-De aquí en adelante hay que ir armado por los caminos, porque ya estamos en tierras
donde los caballeros errantes ejercen.
-Buen hombre, si pudiese decir a alguien mi nombre, os lo diría a vos con la mejor
disposición, debido al honor y valor que hay en vos; pero no tengo licencia para
desvelarlo en ningún caso, por lo que os ruego que queráis conformaros. En cuanto a
vuestros hijos, estad seguros que, al reconocerlos, dondequiera que mi ayuda les pueda
ser útil, no les fallaré. Quiera Dios que en cualquier cosa de la que os pueda derivar
placer u honor, recibáis lo mismo que por mí habéis hecho en vuestra casa; pues, a fe
mía, me siento muy obligado con vos.
Respondió el viejo:
-Por cierto –dijo el viejo- que no me parece que seáis de esos caballeros que yendo de
romería o al trasladarse de un sitio a otro, acuñan en las puertas de los hostales donde se
han hospedado tablones escritos y rótulos con sus armas o con sus nombres, y yelmos
llamativos que nunca llevaron en la cabeza, al igual que tampoco usaron arma alguna de
su propiedad si no era el cuchillo a la hora de comer. ¿Y vos, que sois el caballero que
ayer demostrasteis ser, ocultáis vuestro nombre? Id, en nombre de Dios, que Él sea
vuestro guía, pues yo compruebo que os enorgullecéis más de la caballería que de la
fama que da. Y adonde vayáis, no os va a faltar honor.
-Caballero, seguid vuestro camino; este castillo pertenecía a un caballero al que mataron
ayer en un encuentro armado y dicen que vos fuisteis el causante, y ahora todos los de
este castillo se han revuelto para aplastaros. Yo os ruego que no os lo toméis a mal y os
vayáis de aquí antes de que empeoren las cosas, pues sería un gran desastre que
caballero tan valeroso como dicen que sois muriese, o fuese afrentado del modo que lo
seríais si permanecieseis aquí.
Curial, que vio el miedo de Arta, se rió un poco y, sin contestar, tomó la lanza y
el escudo; entonces dijo:
-Prohombre, es cierto que estamos pasando por este camino al igual que los otros
caballeros errantes, y no hacemos daño ni molestamos a nadie. De ahora en adelante, si
los del castillo salen, puede ser que no vuelvan todos.
-¡Ah, caballero! –respondió el prohombre-. ¿Y no sois más que un solo caballero? ¿Qué
podríais hacer contra ocho caballeros que hay aquí, más los que vendrían en su ayuda?
-Que Dios me guarde –dijo Curial-; pero bien querría que saliesen y se atreviesen a
combatir al estilo de caballeros errantes, pues podría suceder, por ventura, que desde
ahora dejasen pasar en paz a los caballeros que van por el camino.
-Caballero, no os neguéis a una justa, según la costumbre que está vigente en este reino.
Curial, que lo oyó, se volvió hacia él. Corren con denuedo uno contra otro y el
caballero da a Curial en todo el escudo, haciendo volar la lanza hecha añicos. Curial,
que era mucho más fuerte, lo atacó al arremeter tan enérgicamente en el centro del
escudo que, haciéndole saltar de la silla, le hizo volar con ligereza, con tanta suerte que
no se hizo más daño que el que le produjo la caída. Curial no lo miró mas; por lo que
Arta dijo:
Curial dirigió la vista hacia el castillo y viendo que no salía nadie, se despidió
del prohombre y se marchó de allí a paso lento. El prohombre ayudó a sujetar el caballo
del caballero, que todavía estaba en pie, y prestamente se lo restituyó. Apenas hubo
montado, el caballero quiso ir tras los pasos de Curial; pero entonces salieron los ocho
caballeros del castillo, a espaldas de su señor. Curial, que aún no se había alejado
mucho, ve cómo se echan encima del prohombre -que era muy valiente y arrojado-, lo
embisten entre todos y lo tiran al suelo; le desarman, le quitan el caballo y lo conducen
hacia el castillo de un modo muy penoso. Curial, que todavía andaba cerca y había visto
su gran saña, ardiendo en furiosa ira, hizo volver al caballo y a toda brida fue contra
ellos, gritando:
-No permita Dios que yo vaya contra mi juramento. Ya se lo había dicho yo, que no a
ocho, sino a ciento, uno tras otro, haría con todos lo que hizo con éstos.
-Caballero, ¿no me habíais jurado, hoy mismo, dejar esta vil y baja costumbre? Yo
prometo y juro por la belleza de esta doncella que va bajo mi protección, que estoy a
punto de hacer con vos lo que no quise hacer ayer por la tarde; y no sé qué dios me
detiene para no arrancaros la cabeza de los hombros, porque ciertamente que esta
maldad se va a acabar.
-Ahora, estad atentos: os prometo y pongo a Dios por testigo que esto no se puede
resistir y que si seguís manteniendo esta costumbre, todos tendréis mal final. ¡Y presto!
Defensa de Arta
Curial se detuvo observando a ver qué diría y haría Arta, quien dijo:
-Vos no habéis hecho nada, pero es costumbre de los caballeros errantes que, si se
encuentran con una doncella o mujer que vaya acompañada por un caballero errante, la
tomen; siempre que no la defienda alguien por la fuerza de las armas.
Contestó el caballero:
-Marchaos –dijo Arta-, en nombre de Dios, que vos no me necesitáis; habréis soñado
algo raro la noche pasada.
-Ahora, a fe mía, vais a venir. Por las buenas o por las malas.
-Ahora sí que vais a venir conmigo; y veremos quién es ese diablo ante el que me tengo
que santiguar.
Curial no decía nada. Por lo que Arta se bajó del palafrén y dijo:
-De veras que yo no iré con vos; venced sino antes a estos dos caballeros que veis aquí.
-En nombre de Dios –dijo el caballero-, a ellos no les importáis, sino ya habrían
intervenido para que yo no os raptase; más bien creo que os aprecian poco o no son
caballeros aptos para llevar consigo una doncella por los caminos. Así pues, montad a
caballo; si no, yo os prometo que os tocaré.
A Curial le hizo reír mucho ver que su irritación iba en aumento. Pero el
caballero que iba en compañía de Curial, dijo:
Respondió el caballero:
-Raptaría a mil, si no me lo impidiesen; pues sobre esta doncella juzgo tener tanto
derecho como vosotros. Veamos, pues, de quién será.
Pero como ella lo refutase como guía, el caballero estiró el brazo y la agarró
por los pelos, diciendo:
Entonces Curial, que se había tomado a broma todo lo que había pasado,
profirió con grandes gritos:
-Estad seguro, caballero, que estoy en un tris de cortaros la mano por la villanía que
habéis cometido.
Y fue hacia él, lo mismo que él hacia Curial, pero éste lo atajó con tal brío que
lo hizo saltar por los aires; entonces, cuando intentaba levantarse, se le acercó
rápidamente, a pie, le asió por el yelmo y le hizo dar una voltereta tal que rodó otra vez
por el suelo. Y arrancándole el yelmo de la cabeza, le cogió por los pelos y le dijo:
-Caballero villano, ¿cogéis a las doncellas por las trenzas? ¿Qué otra villanía le queda
por hacer a Breuso Sin Piedad? De verdad, no creo que, si la fuerza corporal os diese
pábulo, hubiera otro caballero más descortés que vos en el mundo y no sé qué me
detiene para quitaros la vida por la descortesía en que habéis incurrido.
El caballero se quedó tan pasmado que no sabía qué decir, pero aún alegó:
-Caballero, yo no he hecho nada que no deba hacer un caballero errante, pues apropiarse
de una doncella que vaya en compañía de caballeros errantes es usanza de caballeros; y
si la agarré por las trenzas fue culpa suya, porque no me quería seguir. O sea que no me
culpéis, porque yo me considero inocente.
Entonces Curial lo dejó estar, pero estaba tan alterado que le faltó poco para
cortarle la mano con la que había cogido las trenzas. Y volviendo a cabalgar, al igual
que Arta en su palafrén, siguieron su camino sin ocuparse más del caballero; pero Curial
iba tan enojado que no hablaba ni decía nada, ni los otros tampoco se atrevían a dirigirle
la palabra. Mientras iban cabalgando, el caballero se llegó hasta Arta y le dijo:
-Doncella, espero obtener de vuestra cortesía que me digáis quién es este caballero que
os conduce, pues, a fe mía, no creo que ninguna doncella en nuestros días vaya
acompañada de mejor caballero que el que os acompaña a vos; y podéis teneros por
segura yendo a su lado.
Arta respondió:
-Caballero es sin falla –dijo el otro-, y esto lo sé yo mejor que vos; sin embargo, os pido
que me déis alguna pista por la que yo pueda enterarme de quién es.
Respondió Arta:
-No os puedo decir sino que, si sigue por la vía que ha emprendido, en todas partes lo
tendrán por caballero; pero yo os ruego a vos que me digáis quién sois, así como ruego
a Dios que os quiera dar buenas noticias de vuestra amada.
-En nombre de Dios –dijo la doncella-, he oído hablar mucho de vos y de la señora
Remunda de Gout, hija del señor de Saut.
Respondió Arta:
-Yo soy una doncella de poco renombre y no os satisfacería ni obtendríais nada por
saber mi nombre, ni os lo osaría decir sin permiso del caballero, quien me consta que se
pondría muy enfadado.
-Dios me guarde de enojarlo –dijo él-; pero por lo menos decidme de qué tierra sois.
Respondió la doncella:
-Caballero, conviene que nos separemos; o sea que elegid cuál os place.
El caballero respondió:
-Señor, no encuentro ningún aliciente ante caminos que nos quieran separar, pues voy
muy entretenido en vuestra compañía y por mi gusto no me separaría de vos, si a vos os
fuera grato.
Respondió Curial:
Por lo que el señor de Salanova, tras despedirse, eligió la de mano derecha; y así
se alejó de Curial. Arta dijo a continuación:
-En nombre de Dios –dijo Curial-, me complace que él esté aquí. ¿Y le habéis revelado
quién soy yo?
Respondió Curial:
-Arta, yo os pido que por nada del mundo os déis a conocer a nadie, pues por vos me
reconocerían a mí, lo cual sería para mí más grave de lo que imagináis.
Arta entonces le dijo que Güelfa le había mandado que en todo momento se
hiciese llamar Fiesta y que, si él lo aprobaba, quería cumplirlo. Curial se rió y dijo que
hiciese siempre lo que le había mandado la señora.
-¡Y qué pasa? ¿Es algo raro que un caballero errante lleve a una doncella en su
compañía?
Contestaron ellas:
-¡En nombre de Dios! –dijo Fiesta-, no lo son todas, ni yo lo seré por él, si Dios quiere.
Intervino la priora:
Otra se echó a reír y, por lo bajo, vigilando que no la oyese Fiesta, dijo:
-Verdaderamente, decid lo que queráis, pero no me trago ni me van a hacer tragar que
vaya a hacer más justas con vos que con los caballeros errantes.
De modo que todas ellas, por acá y por allá, se pusieron a dar dentelladas a
Fiesta, quien, mordazmente picada, dijo:
A lo que ellas soltaron enormes carcajadas. Y así, entre chanzas, pasaron juntas
aquel día. Por la noche, después de cenar, asignaron a Curial una habitación espléndida
para dormir y preguntaron a Fiesta si quería dormir en la misma que su compañero. Y
Fiesta respondió:
-He dormido muchas veces con él en una habitación, o sea que no me haría la esquiva
ahora; pero cuando tengo otro cuarto para dormir, siempre lo prefiero.
-En nombre de Dios –dijo la priora-, que era una señora joven y muy agraciada-; dormid
donde acostumbréis y no os enfadéis con sus pullas, pues yo os aseguro que no hay
ninguna aquí, por santa que sea o se crea ser, que no quisiera ir al torneo en su
compañía, como vos vais.
Y hacéis buena pareja, pues, a fe mía, a pesar de que vos estéis muy obligada a
Dios por la gran belleza que os ha dado, no lo estáis menos por haberos dado caballero
tan apuesto como compañero. Porque hace poco que he venido de la corte de mi señor,
el rey de Francia, donde había tenido que ir por asuntos del monasterio, y vi allí gran
cantidad de caballeros; pero yo os garantizo que no recuerdo haber visto ninguno tan
guapo, y con diferencia.
Dijo Fiesta:
-¿Y cómo os llamáis vos, señora?
La priora respondió:
-Yo me llamo Yolanda le Meingre, y tengo dos hermanos, llamados, uno, Juan le
Meingre, también conocido como Boucicaut, y el otro se llama Rubín le Meingre;
ambos caballeros de gran renombre.
Fiesta, que ya conocía su fama, comprendió que la priora era mujer de alto y
claro linaje, por lo que la tuvo mucho mayor respeto que antes.
-Señora, estoy pensando que si esta doncella hubiera sabido que vos la retendríais aquí y
que vos iríais en compañía del caballero al torneo, en su lugar, creo que hubiera venido
a regañadientes.
La priora dijo:
-Callad, que las mujeres no tienen por costumbre asaltar caminos ni apresar a
caballeros.
-Es cierto –dijo la otra monja-, y yo no sé bien si él se siente seguro o como prisionero
cuando vos lo retenéis; pero estoy segura de que bien -o mejor- le sabríais quitar el
algodón que lleva en el jubón, como todo caballero errante que va al torneo.
La priora, al igual que todas, se rió abiertamente. Curial también se reía, pero
Fiesta verdaderamente estaba muy fastidiada, de modo que le preguntó a la priora quién
era la monja que había hablado. La priora respondió:
-Juanina de Borbón.
Al oír su nombre, Fiesta se volvió hacia ella y le hizo una gran reverencia. Pero
Juanina dijo:
-Doncella, no tenéis que acudir a los halagos, porque yo sospecho que esta vez no
conseguiréis sacar al caballero del monasterio, y, si Dios os concede la gracia de que lo
recuperéis alguna vez, guardaos mucho de volver a llevarlo a un monasterio de mujeres.
Todas las monjas estaban tan efusivas con Curial y con Fiesta, que era digna de
admiración la francachela con que los trataban. Cuando Fiesta se puso a tono con las
bromas, queriendo bromear con las burlonas, dijo:
-Ahora, en nombre de Dios, quedaos con el caballero y yo retiro todo mi derecho; pues
a fe mía yo os juro que no habría durado mucho rato haciéndoos rabiar.
Entonces una vieja, que estaba un poco retirada del grupo, dijo:
-Amiga, para eso sois vos la persona oportuna, pues resolveréis la disputa quitando la
ocasión. Y yo no sé de qué calaña nos veis, pero, por la que yo veo en vos, entiendo
que, mientras os dé pie a ello, no lo perderéis de vista.
Duró más aún la jarana, hasta que una señora joven y muy gentil, que se llamaba
Gileta de Berri y que todavía no había dicho nada, acercándose a Fiesta, dijo:
-Hermana mía, al margen de las burlas, yo os invito a dormir conmigo esta noche.
Respondió Juanina:
Contestó Gileta:
-No, que no me valdría para nada. Sea para la priora, en nombre de Dios, que bien sé
que no lo compartiría con nadie; pero ella, por lo menos, no se me opondrá.
Y Fiesta accedió. Entonces la priora, dando por acabados los juegos, se puso de
pie; y lo mismo hicieron las otras. Y la priora dijo:
-Caballero, a fe mía, desde que yo estoy en este monasterio no recuerdo que nos
hubiéramos divertido tanto como hemos podido hacer a vuestra costa y de esta doncella;
que Dios os bendiga por haber pasado por aquí. Por lo que os ruego, por vuestra virtud y
honor, que nos confeséis vuestro nombre, a fin de poder preguntar cómo os va en el
torneo e interesarnos por vos.
Respondió Curial:
-Al menos –dijo la abadesa-, os ruego de parte de la señora que más amáis en este
mundo que me digáis qué escudo llevaréis en el torneo.
Respondió Curial:
-¡En nombre de Dios -dijo la priora-, habrá muchos escudos negros!; concretad qué
contraseña lleváis para poder reconoceros mejor.
Respondio Curial:
-Os voy a decir más de lo que tenía pensado decir: yo llevaré en el escudo un halcón
encapirotado, con un aro de búfalo en el cuello.
La abadesa le dijo:
-Yo ruego a Dios que os permita volver con el honor a que vos aspiráis; y a vos os
ruego que, si es posible, al volver del torneo, os dignéis pasar por este monasterio.
Y preguntaron a Fiesta por los hechos del caballero. Ella les contó todo lo que
les había sucedido desde que empezó a cabalgar como caballero errante, de lo cual todas
se congratularon mucho y dijeron que sería muy inadecuado si Dios lo hubiera
dispuesto de otro modo; es decir, si caballero tan agraciado no fuese valiente y
venturoso, de modo que lo apreciaron más incluso que antes. Pero Juanina de Borbón,
queriendo chancear aún más con Fiesta, dijo:
-Doncella, yo os ruego que me concedáis una gracia, que tenéis fácilmente a vuestro
alcance y no os costará nada.
-Podréis, si queréis –dijo Juanina-. Lo que yo os pido que hagáis es que vos os pongáis
mi hábito y os quedéis como monja aquí en el monasterio y yo me vaya con el
caballero; así veré cómo tratan estos caballeros errantes a las doncellas que van por los
caminos.
Respondió Fiesta:
Respondió Juanina:
-La engañaremos muy bien, pues yo haré que digan que estoy enferma y vos os
quedaréis en la cama tomando jarabes y purgas, haciendo ver que os duelen los ojos; no
saldréis de la celda ni consentiréis que enciendan la luz. Y así lo podremos llevar a
cabo. Y cuando llegue el momento en que se entere, como ya se habrá hecho o al menos
ya habrá pasado el torneo, yo habré vuelto.
-Bien se burla de nosotros esta doncella –dijo Juanina-, pues va por el mundo mirando
todas las cosas bellas y a nosotras nos basta con conocerlas de referencia.
Esa noche se divirtieron con mucho desparpajo gracias a Fiesta, pues haciendo
una gran cama en el suelo, todas se acostaron juntas, vestidas; de modo que allí no se
durmió y pasaron toda la noche entre el recreo y la juerga.
-Decid, doncella, ¿no me contentaréis con los ruegos que os hice ayer?
Respondió Fiesta:
-Ale, marchaos –dijo Mata-, que estando aquí al menos estabáis segura de que no os
tirarían de las trenzas.
Y, entre risas, se marcharon. Y pasó toda la mañana sin hallar ventura digna de
hacer mención. Pero cuando habían caminado casi hasta la mitad del día y los animales
estaban cansados -tanto por el esfuerzo del camino como por el calor exorbitante que
hacía y por no haber encontrado lugar para refrescarse un poco-, llegó un heraldo que
hacía mucho rato que los seguía; y, cuando los alcanzó, dijo:
Respondió Curial:
Dijoel heraldo:
Replicó Curial:
Dijo el heraldo:
-Caballero, esta misma mañana, muy temprano, pasamos por un monasterio de mujeres,
en el que vos dormisteis anoche; y cuando el caballero se quiso informar de algunas
novedades, aunque hubiera otras, no le supieron contar más que las vuestras y de esta
doncella, afirmando todas que era la más bella del mundo. Por ello, el caballero,
deseoso de conseguirla para llevarla al torneo, cabalgó a toda brida para daros alcance;
y, como veía que no os podía alcanzar, me encargó a mí que corriese hasta encontraros
y que os rogase encarecidamente de su parte que se la entreguéis a través mío. Así, le
daríais una gran satisfacción y vos podríais seguir libre vuestro camino; pero de otro
modo, tened la bondad de esperarlo, pues él estará pronto aquí para llevársela según la
costumbre de los caballeros errantes.
Oídas estas noticias por Curial, antes de contestar, miró a Fiesta a la cara y se
puso a reír. Fiesta, absolutamente irritada, le dijo:
-¿Y de qué os reís? Vamos, sigamos nuestro camino y entremos en alguna villa, pues no
puede ser que no demos con alguna; allí estoy segura de que no me tomarán por la
fuerza, pues sólo cogen a las que se tropiezan por los caminos.
El heraldo respondió:
-No sé cuánto habrá avanzado, pero supongo que estará a una media legua más o
menos.
Dijo Fiesta:
-Vayamos lo más de prisa que podamos, pues a mi juicio sería una barbaridad esperarlo
y que llegase a tiempo. Si me queréis hacer caso, no os quedéis aquí; pero si no lo
queréis así, dejadme a mí en lugar seguro, pues yo no quiero seguiros más. Y vos,
podéis ir donde os plazca.
Curial le dijo:
-Señor –dijo ella-, yo os suplico por piedad que me saquéis de aquí y me llevéis a lugar
seguro.
-De acuerdo –dijo Curial-; volvamos al monasterio y, ya que tanto lo queréis, os dejaré
allí.
-¡Qué desgracia! –dijo ella-. ¿Y si viene por este mismo camino el caballero?
-Doncella, no se os haga cuesta arriba esperar al caballero, pues,a fe mía, os juro que
por suerte no hay en este reino caballero que cabalgue mejor, ni más valiente, y estoy
seguro de que, en cuanto lo hayáis visto, os apetecerá ir en su compañía; pues, aunque
este caballero que os acompaña está de buen ver, no debe desplacer tener uno mejor –si
se puede-. Porque, a fe mía, vuelvo a jurar que de los caballeros que he conocido hasta
aquí, él es el mejor y el más valiente.
Curial, impresionado por haber oído nombrar a la señora, no sabía qué decidir y,
estando en esta duda, el heraldo dijo a gritos:
Por lo que Curial embrazó en seguida el escudo y la lanza, y ordenó a Fiesta que
montase a caballo; y así se hizo. El heraldo fue hacia su señor y le contó cómo el
caballero le había esperado y no se había movido del sitio en que lo había encontrado,
añadiendo esto: que ella era la más bella doncella que jamás hubiera visto. Dijo
entonces el caballero:
Respondió el heraldo:
-Me temo que la querrá defender, porque, si no lo quisiese así, habría continuado su
camino; pero, viendo que os ha esperado, no hace el efecto de que os tema mucho.
-Dile al caballero que una carne como la de esta doncella se vende a precio de sangre y
no se puede tener de otra manera.
-Caballero, sois muy descortés al hablar, porque yo no ataqué a vuestro caballo con
alevosía, sino que, cuando me acerqué a vos para atacaros, él alzó la testa de modo que
yo, sin quererlo, di en donde no hubiera querido dar; pero por ventura el caballo ha sido
la causa de vuestra salvación y se llevó la pena del ultraje que vos me pedís.
Aunque, según suenan vuestras palabras, vos queréis vengar a vuestro caballo y
darme batalla a ultranza: aquí está mi caballo, y como entendéis que uno de los dos debe
morir aquí, al otro le bastará un caballo. O sea que: o no necesitaréis caballo o bien os
quedaréis con éste, que os conducirá hasta que logréis uno mejor.
Los escudos habían llegado a tal extremo que, si la batalla duraba más, de poco
se hubieran podido aprovechar, y las cotas, completamente rotas, habían perdido
muchas mallas; ellos perdían sangre por las heridas, que les iban debilitando, amén del
calor, que les era harto desagradable y que continuamente iba en aumento. A ello se
añadía que en aquel día no habían comido ni bebido, por lo que se sentían saturados y
no podían continuar. Entonces, el requiridor reculó un poco y clavó el maltratado y poco
escudo que le quedaba en tierra; Curial, al verlo apartarse, no le acosó ni se movió de su
sitio, pero tenía tanta necesidad de descanso como el otro, pues nunca había encontrado
quien rivalizase con él tan de cerca.
El heraldo, que había seguido la lucha hasta ese punto, se acercó a la doncella,
que estaba arrodillada, con las manos juntas y los ojos puestos en el cielo, derramando
lágrimas a raudales, y le dijo:
-Doncella, no lloréis, pues o yo me equivoco o vos os quedaréis esta vez con vuestro
caballero.
Respondió el heraldo:
-La espada de vuestro caballero os lo asegura, porque, por mi fe, yo no creo que haya ni
pueda haber en el mundo mejor caballero, pues hasta ahora él se lleva con creces la
mejor parte. Y si se mantiene tan valientemente de aquí en adelante, la batalla acabará a
su favor; desde luego, hasta ahora no he conocido caballero, salvo el vuestro, que se
haya podido defender de mi amo; a pesar de haber encontrado y guerreado con muchos.
Pero ahora lo veo muy cansado y no resiste más; si no, ya se hubiera puesto en
movimiento para hostigarle.
Habían descansado un buen rato los caballeros, cuando Curial vió una gran
polvareda con gente que venía por el camino atropelladamente, por lo que dijo:
-Caballero, vislumbro una gran polvareda y me figuro que es de gente que viene hacia
nosotros, y, si antes de que lleguen no habéis vengado a vuestro caballo, intuyo que, si
se ponen entre nosotros, perderéis la oportunidad de hacerlo.
A esto, las monjas apretan a correr lo más de prisa que pueden; pero, por mucho
que aceleraron, el caballero -que, de agotamiento y por la sangre perdida, no se
aguantaba derecho- ya había caído de espaldas y Curial estaba erguido sin saber qué
hacer: si matarlo o dejarlo con vida. Entretanto llegan las buenas señoras y, apeándose,
se precipitan hacia Curial y le suplican por piedad que deje de combatir hasta haber
conversado con él. Por lo que él se retiró hacia atrás, lo que le era bien necesario, pues
estaba tan agotado que, si el otro hubiese podido seguir, no hubiera aguantado mucho.
La priora dijo:
-Caballero, yo os ruego, señor, por el honor y el bien que os definen, que me queráis
conceder una gracia que os voy a pedir.
-Lo que me habéis concedido es la paz entre el caballero y vos; y que, liberándole de
esta batalla, se pueda ir sin resabio alguno.
El caballero respondió:
-Señora, por el afecto que me inspiráis, me parece bien, a condición de que me entregue
la doncella por la que hemos luchado.
Al oírlo, la priora se echó a reír -y con ella, todas las demás- y dijo:
-Ahora, señora, por el afecto que os tengo, me avengo a dejársela: hoy. Pero que se dé
por avisado que si me encuentro otro día con ella, se la quitaré o llegaré al extremo.
En seguida fue hacia Curial, que estaba hablando con su doncella y, con la
mayor delicadeza que pudo, le dijo estas palabras:
-¡Oh, valeroso y muy noble caballero, y dulce huésped nuestro! He maldecido mil veces
mi vida en el día de hoy porque nosotras mismas hemos sido las causantes del suceso
acaecido; pues este caballero, que se llama Bertrán del Chastell, no hubiera sabido que
vos llevabais a una doncella como compañera, si ellas y yo no se lo hubiéramos dicho.
Y en cuanto lo supo, y sobre todo al oírnos alabar su gran belleza, se marchó enfurecido
y dió en perseguiros. Pero os juro por Dios que yo no habría venido aquí si no fuera
porque me consta que es el caballero más valiente y aguerrido de este reino, pues sabed
que todos los del linaje del Chastell son caballeros muy fuertes y valerosos. Y temiendo
por vos, vine galopando lo más rápido que pude.
Mas, alabado sea Dios, que el evento ha seguido un curso que yo no había
pensado, por lo que tengo y he tenido un gozo increíble. Así pues, os ruego, junto con
las señoras que me acompañan, que perdonéis a dicho caballero, porque, a fe mía, no
creo que sobreviva; y no os preocupéis más por la batalla, pues, tal como lo veo, aunque
vos quisieseis luchar, él verdaderamente no podría.
Curial que estaba deseoso de complacer en todo a la priora, le respondió que por
nada del mundo desatendería su ruego; antes bien, tenía su intervención como algo muy
de agradecer, alabando a Dios por haberla traído a este lugar y afirmando que, si por
esta vía no se ponía fin al litigio, él no podía imaginar qué otro fin podría haber tenido
la batalla, porque aquel caballero era tan obstinado que sólo la muerte les hubiera
pacificado.
Todas las monjas, que estaban en torno a Curial y a su doncella, le curaron las
llagas; luego hicieron otro tanto con las llagas del otro caballero. Pero éste se hallaba en
tan mal estado que no se movía de la camilla en que lo habían depositado. Y Curial se
acercó y le dijo:
-Caballero, vos me enviasteis a decir por mediación de este heraldo que os esperase aquí
y yo os esperé; y aún os espero y esperaré mientras lo tengáis a bien. Si queréis que os
siga esperando, decídmelo, porque yo os complaceré; en otro caso, si me dais licencia
para partir, yo seguiré a vuestra disposición.
El caballero respondió:
-Caballero, a ruegos de estas buenas señoras, de las que ni puedo ni debo ni quiero
desestimar, por el momento os doy por liberado; pero, si por ventura, os encuentro otro
día, vos me daréis o la doncella o la muerte. Pues, si estas señoras no hubiesen venido,
el suceso hubiera tenido otro final.
-Es cierto, mi señor, estabais tan desastroso estado, que de vos a la muerte no mediaba
ni un par de dedos, pues habíais caído de espaldas y no dabais señal de levantaros; y si
el otro os hubiera querido enviar al otro mundo, lo hubiera podido hacer, ciertamente. Y
temí mucho que no fuera así, si hubiera querido vengarse del gran ultraje que vos le
inferisteis y las frases injuriosas que pronunciasteis.
Partiendo, pues, Curial de casa del prohombre, fue cabalgando de mañana hasta
encontrar a un caballero que llevaba a una doncella, la cual no hacía mucho que había
sido robada a un caballero, que había sido derrotado; y la doncella exhalaba el planto
más lastimero del mundo. Cuando Curial, que seguía su ruta, se aproximó a ellos, la
doncella sumida en un mar de llanto, descendiendo de la jaca, fue hacia él y, con voz
entrecortada por los lloros, dijo:
-Señor, os suplico, por piedad, que me devolváis a un caballero, del que me han
separado hace poco y al que han abandonado herido en el camino, porque, si no se le
socorre, me imagino que con presteza morirá.
Curial respondió:
Al oír su nombre, Curial se quedó helado porque el señor de Monlesú era gran
amigo suyo y no hacía mucho tiempo que habían estado juntos en Alemania, donde ese
caballero había realizado hechos de armas de los que salió muy prestigiado.En seguida,
se dirigió al caballero y le dijo:
-Caballero, os ruego, en la medida que soy capaz, que dejéis volver a la doncella con el
caballero que la acompañaba, porque, según dice, está herido y, si no se le socorre, pude
morir.
El caballero respondió:
Curial replicó:
El caballero, al ver que se lo pedía con tan buenas maneras, dedujo que no era
caballero para pedírsela por medio de batalla, y dijo:
-Caballero, este asunto se desenvolverá así: os tendréis que pelear conmigo; y tendréis
dos doncellas o ninguna, porque de otro modo no podréis partir de aquí.
-¡Abajo, caballero, abajo! Descabalgad y echaos a tierra para luchar a espada, porque os
concedo la ventaja con las lanzas hasta el momento.
Curial respondió:
-Caballero, la costumbre de los caballeros errantes es hacer una justa y que el que salga
mejor parado se lleve la doncella.
El caballero replicó:
Curial contestó que no tenía intención de luchar ni lucharía más para este caso; y
acercándose a la doncella le dijo que montase a caballo. Y cuando un escudero de Curial
desmontó para ayudarle a montar a la jaca, el caballero, con la espada desenfundada, se
puso en medio, impidiéndoselo. Por lo que Curial, chamuscado ya, se adelantó y dijo:
Y gritó al escudero.
Respondió Curial:
-No, ni lo quiero saber.
-Pues sabed que yo muero luchando con vos y que habéis matado al señor de
Montebruno.
-Ciertamente, si habéis muerto, yo digo que ha muerto Breuso Sin Piedad y no otro; y,
seáis señor de Montebruno o de Montenegro, vos habéis merecido ahora el daño que
tenéis o peor.
Tras morir el señor de Montebruno de la forma que habéis oído, Curial ordenó a
su escudero que no se moviese de aquel sitio hasta que él enviase a alguien para recoger
al escudero y la doncella muertos. Y se puso a cabalgar a todo correr. Y yendo por el
mismo camino por el que había visto venir a la doncella y al caballero, se encontró con
el señor de Monlesú –quien había sido derribado por el otro caballero y tenía rota una
pierna- en la cuneta. En seguida se hizo a tierra y le dijo:
El caballero respondió:
-Señor, hace mucho rato ya que, yendo por este camino con una doncella que llevaba al
torneo, encontré a un caballero solo, sin compañía alguna, que me quiso arrebatar a la
doncella según el mal uso de este reino, por lo que me vi forzado a luchar con él; y tuve
tan mala suerte, que nos tiró al caballo y a mí al suelo, cayéndome el animal encima de
esta pierna y rompiéndomela por la mitad; de modo que yo no me he podido mover de
aquí. Él no se preocupó más que de llevarse a la doncella, por el mismo camino por el
que venís; por lo que me extraña que no hayáis dado con ellos.
-Sí , ciertamente que los he encontrado –respondió Curial-, lo cual me entristece mucho.
Sujetó al caballo y lo mejor que pudo, con ayuda de la doncella, pusieron encima
al caballero y le preguntaron si había por allí cerca algún lugar para poder alojarse.
Respondió el caballero:
-Sí, aquí cerca hay una abadía de monjas, de donde salí esta madrugada.
-Amigo, di lo que quieras, que te atenderé y te oiré con agrado, todo el rato que quieras.
El enano dijo:
Curial respondió:
Dijo el enano:
-Señor, os diré por qué lo digo; me han enviado por dos caballeros, que están buscando
a otro caballero que dicen que ha matado al señor de Montebruno hace pocos días. Y
estoy seguro de que, si lo encuentran, se puede dar por muerto; y querría que alguien le
avisase de esto, a fin de que no se vea en tan gran riesgo.
Respondió Curial:
-Amigo, ve en nombre de Dios, que cuando llegues al monasterio te darán noticia del
caballero que andas buscando y podrás enterarte del desarrollo de los hechos.
El enano contestó:
-Señor, os ruego que os desviéis del camino, porque es tal la felonía de aquellos dos
caballeros que por nada del mundo dejarán de daros batalla.
Curial dijo:
Y Curial respondió:
-¿Se trata del caballero que topé en el camino, que iba con una doncella y llevaba un
escudo negro?
-Pues ciertamente –dijo el enano-, a estas horas yo creo que ya estará muerto, porque él
iba por una ruta en la que daría de seguro con los que iban al acecho para quitarle la
vida.
-Caballero, ¿cómo podéis ser tan necio que, sabiendo lo que habéis hecho y habiendo
oído lo que yo os he dicho, seguís por este camino?
Curial respondió:
-No he visto aún otro camino y no lo puedo dejar hasta que encuentre un desvío.
Y dando a las espuelas, se encaminó hacia los caballeros. Un poco más allá, los
encontró y les contó todo lo que había ocurrido, tanto el primer parlamento con el
caballero como la ida al monasterio y la muerte del señor de Montebruno: que murió
merecidamente a manos de un caballero que se hallaba cerca de allí, al cual había
advertido de nuevo, pero que no quería abandonar el camino, aunque él se lo había
aconsejado previniéndole que dos caballeros le andaban buscando.
Entonces, los caballeros se pararon en medio del camino y dijo el hermano del
muerto:
-Señor y tío mío, yo os ruego que no pongáis vuestra mano sobre el caballero, porque
yo lucharé con él y vengaré a mi hermano, pues si lo combatimos juntos actuaríamos
como villanos y se nos imputaría por gran villanía.
El tío le dió la razón. Por lo que Carlos de Montebruno se preparó para la batalla
y enviaron el enano al caballero para que se preparase para una batalla a ultranza. Curial
embrazó la lanza y el escudo, ajustó bien el caballo y, a paso muy lento, se mantuvo en
su camino. Los dos caballeros, galopa que te galoparás, parecía que se les escapase el
tiempo para vengarse. En cuanto alcanzaron al caballero, Carlos de Montebruno le dijo:
Curial respondió:
-Tú mientes por tu boca, pues no lo maté con desafuero; y si fui la causa de su muerte,
no soy culpable. Pero, defendiéndome de la acusación, lucharé contra ti.
Curial respondió:
-Ocurre muchas veces que queriendo borrar las afrentas de otro crecen las propias.
Y dando a las espuelas lo acomete y le da en medio del escudo un golpe tan seco
que se le quebró la lanza; pero él ciertamente no tuvo el mismo encuentro, pues Curial
le dió un golpe con tal pericia por la mitad del escudo que lo echó abajo del caballo
bochornosamente, dándose tal batacazo al caer que no se quedó ya en condiciones de
combatir. A la vista de esto, Curial se mantuvo quieto, a la espera de lo que fuera a
hacer y entregó la lanza a su escudero. El caballero se logró levantar con gran ahínco y
renqueando, ya que no podía moverse de otra manera, dijo a Curial:
Curial se apeó y fue hacia el caballero, el cual le pidió que le explicase cómo
había muerto el señor de Montebruno. Curial se lo dijo todo sin alterar en nada los
hechos. A lo que dijo el caballero:
-Amigo, marchaos en nombre de Dios, donde quiera que vayáis; os libero de toda culpa
pues habéis hecho lo que un buen caballero debe hacer y, si os hubierais comportado de
otro modo, habríais injuriado a la caballería.
Durante toda la mañana continuó Curial por aquel camino, buscando un lugar
para poderse albergar. Y Fiesta le dijo:
-Curial, os ruego que no cabalguéis más como caballero errante, porque veo que os
acarrea grandes peligros y no puede ser que alguna vez deje de ocurriros un gran daño.
Curial le respondió que por nada del mundo lo iba a dejar, sino que iría siempre
así hasta llegar al torneo, pues le avergonzaría ir de otro modo. Iban por el camino, en
medio del calor del mediodía, cuando el sol es más intenso, muertos de sed, con los
animales fatigados y sin hallar sitio donde poder refrescarse un rato. Y Fiesta miraba a
Curial y repasaba sus hechos de armas.
Yendo andando, atisbaron a lo lejos una gran arboleda y se encaminaron hacia
allí; cuando llegaron, encontraron un estanque, con agua abundante, que brotaba de una
fuente bella y agradable que había cerca. Enseguida, descabalgaron y se pusieron a
reposar, al cobijo de la frescura del agua y la sombra de los árboles; y sacaron pan, vino
y otros alimentos que llevaban para comer. Asimismo, quitaron el freno a las
cabalgaduras y las dejaron pacer sueltas por la hierba, que era tierna y buena.
Poco después, uno de los escuderos que se habían llevado el caballo volvió y se
dirigió hacia donde estaba Curial; y, saludando a los demás, dijo:
-Señor, me han mandado aquí cuatro caballeros, que se han alojado al otro lado de este
bosque, y dicen que, ya que no disponéis de tienda, tengáis a bien ir a las suyas, donde
podréis acomodaros y estar mejor que aquí.
Curial preguntó:
Respondió el escudero:
-Son de Aragón.
-¡En nombre de Dios! –dijo Curial-. En Aragón hay muchos caballeros, y buenos.
Precisamente por ello me satisfacerá que me podáis dar los nombres.
-Así lo haré –dijo el escudero-: uno, que es mi señor, se llama don Juan Martínez de
Luna, el otro se llama don Pedro Cornell, el nombre de otro es don Blasco de Alagón y
el del último, don Juan Jiménez de Urrea. Y vos, señor mío, ¿cómo os llamáis?
Curial respondió:
La doncella contestó que el caballero había contestado por todos, pues todos
estaban bajo su mandato. Entonces el escudero se despidió, volvió a los caballeros y les
dijo cuanto había visto y oído. Y cuando oyeron que tenía una doncella y que era tan
preciosa, murmuraron: “Tomémosla, según la costumbre que hoy rige en este reino”. Y
Pedro Cornell, poniéndose de pie, dijo:
-Esta aventura se ha hecho para mí, dado que hoy habéis combatido todos y yo no he
hecho nada; así, os ruego que me la dejéis.
Respondió el heraldo:
-Cometeréis un grave error, si lo intentáis, por dos motivos: uno, que ellos están
descansando apaciblemente y no es ésta la usanza, sino cuando uno se encuentra a un
caballero que va armado y de camino; otro, que, asaltarles cuando están apacibles, tras
haberles ofrecido tienda y buena compañía, bien sabéis que no estaría bien hecho.
Respondió el heraldo:
-Di, escudero, ¿te forzó el caballero para dar los nombres de estos señores?
El escudero respondió que no, que sólo lo rogó; y que, a su ruego, se lo dijo.
Entonces añadió el heraldo:
-Caballero, ¿adónde vais, pues? Sentaos de nuevo, que no se acrecentaría vuestro honor
si asaltaséis hoy al caballero. Otro día, podría ser que lo encontrarais y le pudierais pedir
la doncella; y podría ser que la consiguierais. O por ventura, prefirierais haberos
callado; pues así son los hechos del mundo. Mas, si os apetece, yo iré a ver al caballero,
le sonsacaré y quizás averigüéis algo acerca de su identidad.
Así se fue en seguida; y cuando Curial vio al heraldo, lo reconoció, pues lo había
visto antes en compañía de Jacobo de Cleves; e igualmente el heraldo reconoció a
Curial. Por lo que el heraldo, en cuanto lo vio, fue hacia él y le hizo una gran reverencia,
que los caballeros vieron por entre los árboles. Y dijo Curial:
-Bon Panser, sed bienvenido.
-Señor –dijo él-, y vos bien hallado. Pues, a fe mía, me da más alegría encontraros a vos
que a ningún otro caballero bajo la capa de la tierra.
-¿Adónde vais?
Respondió el heraldo:
-Yo voy con cuatro caballeros de Aragón que van al torneo y no han estado nunca en
estas tierras, por lo que les guío por los parajes donde puedan encontrar las mayores y
más intrépidas aventuras; y así hemos cabalgado hasta aquí. Y tened por seguro que
hasta el día de hoy han hecho tales peripecias que, si se mantienen así, volverán a su
país con el honor muy alto.
Respondió Curial:
-Sí –dijo el heraldo, porque su señor, el rey, les ha ordenado que por nada del mundo se
separen, si no es a causa de accidentes o enfermedades; por eso van a todas partes
juntos. Y sabed que yo no creo que acudan al torneo cuatro caballeros mejores, pues son
robustos, muy valerosos y de gran tesón; por otro lado, tienen una moral tan alta que
cada uno de ellos cree valer por un rey. Ya veréis que lo demuestran así en el día del
torneo.
-Ahora veremos a dónde irá a parar el orgullo de los bretones y de los ingleses, que
creen que no hay más caballeros que ellos en el mundo.
Dijo el heraldo:
-Y de los normandos, ¿qué pensáis? Yo os prometo que estos cuatro se ocuparían bien
de otros cuatro, los mejores de entre ellos.
-Bon Panser, yo os ruego que no reveléis mi nombre a ellos ni a nadie, porque esta vez
voy de incógnito.
El heraldo miró entonces a la cara a la doncella y la vió tan bella que le pareció
no haber visto quien la superara, y añadió:
Dijo ella:
-No sé si le parezco bella, pero creo que le soy un estorbo; y más lo seré si sigo mucho
en su compañía.
El heraldo se rió mucho con esta salida y, tras despedirse, iba ya a marcharse,
cuando Curial le rogó que transmitiese sus saludos a los caballeros. Así fue que el
heraldo se marchó y contó a sus jefes que el caballero les saludaba con mucha
cordialidad. Ellos preguntaron si le conocía; él contestó afirmativamente, pero que no
podía decir su nombre porque se lo había prohibido; con todo, que estuviesen seguros
de que era uno de los más nobles caballeros, sin par en el mundo, y el más cortés, como
bien se demostraría con el tiempo.
-Doncella, yo no recuerdo haber visto ninguna doncella que fuera tan bella como vos, ni
que me gustara tanto; por lo que os ruego que, por el honor del caballero que os
acompaña, y por aprecio a mi persona, os dignéis llevar esta cadena.
-Señor, realmente, vos sois más cortés que el caballero que me cogió por las trenzas.
Y les contó el caso de aquel caballero, ante el cual en parte rieron y en parte
sintieron rabia por la villanía que juzgaron que había cometido aquel caballero; pero
dijeron que en cualquier caso debía ser un buen caballero, pues, aunque faltó a la
cortesía, no había faltado a las reglas de la caballería.
Y a la vista de que Curial ya estaba armado y a caballo, acompañaron a la
doncella hasta él, a pie, tal cual estaban, cosa que él agradeció. Ellos se fijaron en el
caballero, observando que era corpulento y de buena apostura, de modo que se
ofrecieron mucho a él, al igual que él a ellos, en la medida de sus fuerzas. Entonces
Curial dijo:
-Caballeros, ya que vosotros pertenecéis al rey de Aragón, que hoy es el mejor del
mundo en el manejo de la lanza -según he oído decir-; sabed que estoy tan enamorado
de todos los suyos, que les serviría en todo lo que pudiese y por eso os envié a esta
doncella, que, a fe mía, os juro que no se la hubiera enviado a ningún caballero que no
fuera de vuestra nación.
Así, pasó todo el día hablando con Fiesta sobre los caballeros; y ella dijo:
-Cierto –dijo Curial-, lo mismo me parece; y actúan como buenos caballeros, fuertes y
valientes.
-¿Qué es lo que vais a hacer? ¿No veis que el caballero no tiene lanza ni puede
conseguir otra aquí? ¿Cómo vais justar con él?
El caballero contestó:
Curial seguía inmóvil, esperando qué partido tomaban; pero el heraldo fue hacia
el caballero y le dijo:
-Caballero, habéis hecho mal en justar con estos caballeros amigos vuestros, porque
vos, disfrazado como vais, no habéis sido reconocido; de otro modo no habrían justado
con vos. Mas, dado que vos los reconocíais, los debíais haber esquivado.
Respondió Curial:
-Bon Panser, los saludos de los caballeros errantes, aun siendo hermanos, consiste en
romper lanzas, según bien sabes. No obstante, yo no les hubiera incitado, porque los
conocía; pero, incitándome ellos, me hubiera parecido descortesía negárselo, y a mí se
me podía haber tildado de cobardía. O sea que, salúdales de mi parte.
Yendo así, llegaron a una villa. Y Curial se dirigió a un hostal, donde se alojó
muy confortablemente. E igualmente los cuatro caballeros fueron a parar allí y se
alojaron en el mismo hostal. Y aunque Curial se les ocultaba, un escudero que estaba en
su compañía y que había estado en el torneo y en la batalla de Monferrato, en compañía
de Pons de Orcau, lo vió y, reconociéndolo al punto, corrió hacia los caballeros y dijo,
delante del heraldo:
-A fe mía, señores, que yo conozco bien al caballero con el que habéis roto lanzas.
Ellos dijeron:
Respondió el escudero:
-Éste es el caballero que mató a Boca de Far, en compañía de los catalanes y de Pons de
Orcau, con quien yo iba.
-¿Dice la verdad?
El heraldo respondió:
A continuación ellos dijeron al heraldo que, dado que ellos sabían quién era el
caballero, que se le acercase y le transmitiese que a partir de aquel momento no se les
ocultase más. Por lo que el heraldo fue a Curial y le dijo:
-Señor, no os habéis ocultado lo suficiente, pues habéis sido reconocido por uno de los
escuderos de aquellos cuatro caballeros, el cual, delante de mí, les ha revelado que vos
sois quien mató a Boca de Far en compañía de los catalanes.
-Señor –dijo el heraldo-, eso no ha ocurrido por culpa vuestra, sino que lo ha propiciado
la Fortuna. Y puesto que es así, ellos os ruegan que, de ahora en adelante, tengáis la
amabilidad de no ocultaros a ellos, pues ellos no se ocultarían ni se os ocultarán a vos.
-Curial, entended de qué se trata. Según veo, estos caballeros son nobles y de valía, y no
sabéis qué podéis necesitar. Y, de acuerdo con la actuación vuestra en el camino, debéis
pensar que tendréis muchos enemigos y envidiosos que os harán la peor compañía del
mundo. Pues habéis deshonrado muchos linajes y abatido su fama y prestigio, por lo
que muchos tendrán la bilis revuelta contra vos; y, si pueden, os humillarán. Y ya que
saben quién sois y quieren vuestra amistad, aceptad la suya, pues gracias a ella vuestros
hechos pueden valer más.
-Señora, en cuanto supe que este caballero llevaba una doncella en su compañía, la
quise conseguir según la costumbre del reino, pero creo que hubiera perdido el tiempo y
hubiera vuelto con las narices rotas. Aunque, si la Fortuna por ventura hubiese dispuesto
que yo os hubiera ganado, a fe mía, que, por lo que veo, vos habríais salido perdiendo
mucho y habríais hecho un mal cambio.
Ya estaban cerca de Melun -donde debía celebrarse el torneo y adonde las gentes
acudían de cantidad de partes y los capitanes habían colocado ya sus banderas en los
cuatro ángulos del campo-, cuando, mientras se hallaban comiendo, se les aproximó un
heraldo, que entró en el hostal y preguntó si podría albergarse; se le respondió que sí y
descabalgó sus pertenencias. Bon Panser, al reconocerlo, se le acercó y le preguntó las
novedades; y le contó un gran montón.
-Señores, está aquí Bonté, heraldo del conde de Foix, que viene de Melun; y, si queréis
oírlas, os contará un buen montón de noticias.
-Ea, caballero, decid si permitís que entre, que por nosotros no quedará.
-Señores, os suplico que me digáis si podéis darme alguna pista de un caballero que
lleva un escudo negro y una doncella en su compañía.
Respondió Curial:
-Muchos son los caballeros que llevan escudos negros y doncellas en su compañía.
El heraldo replicó:
-Yo busco a un caballero que hace pocos días venció a ocho caballeros y quitó esa mala
costumbre de derecho forzoso; por lo que os suplico que, si conocéis su rastro, tengáis
la bondad de decírmelo, porque tengo que informarle de cosas que le gustarán mucho.
-Yo ahora no te puedo decir nada respecto al caballero, pero creo que estará en el
torneo; allí podrás dar con él. Estáte atento a poder reconocerlo; pero piensa si quieres
que le digamos alguna cosa, en caso de que lo encontremos, pues nosotros lo haremos
verdaderamente con mucho gusto.
El heraldo respondió:
-Señores, es verdad que ando buscando a un caballero, el cual creo que en fama -y
también en obras- es hoy caballero sin igual en el mundo. E informado de la notoriedad
del caballero del escudo negro, que hace tantas cosas extraordinarias, y pensando que
ningún caballero podría hacer lo que él hace, he deducido que sea el mismo. Una noble
doncella lo hace buscar por todos los países, a fin de saber de él; y os certifico que si le
pudiera transmitir alguna noticia veraz, yo sería un hombre afortunado, y el caballero
sin duda alguna se quedaría muy contento.
Fiesta respondió:
El heraldo respondió:
-Se llama Laquesis, hija del duque de Baviera, la doncella más agraciada que haya en el
mundo.
Respondió el heraldo:
-Curial, este heraldo os busca a vos. Prisa tiene Laquesis -por lo que veo- cuando indaga
tanto. Yo os ruego que vos le digáis al heraldo que diga a Laquesis que el caballero
estará en el torneo, efectivamente, y que tenga la seguridad que ella lo reconocerá; pero
que guarde secreto y que no lo sepa nadie más.
Dijo Curial:
-Yo no se lo diría por un motivo: porque hablar de esa manera no es más que decir “soy
yo”. Pero haré que se lo diga Bon Panser.
Todos estuvieron de acuerdo. Y llamado Bon Panser, le dijeron que diese esa
respuesta a Bonté; y así se hizo. El heraldo, después de haber comido, volvió con los
caballeros y les dijo:
Fiesta dijo:
-Es Bon Panser, de modo que no la pongas en duda. Vete, en nombre de Dios.
Respondió el heraldo:
Es cierto que ya hay cuatro banderas en los cuatro ángulos del campo y que cada
día, de mañana, se rompen lanzas y se hacen muchas fiestas, pero no han llegado aún el
rey y la reina. A pesar de haber gran muchedumbre y una infinidad de tiendas, y de que
continuamente vienen nuevas gentes, es verdad que todos preservan sus paramentos y
otros arreos para cuando lleguen los reyes y la corte esté completa.
Respondió el heraldo:
-No, pues no sé más que de dos: uno de Pinós y otro de Barges. Es cierto que dicen que
cabalgan por el reino unos doce caballeros muy notables, y que han hecho y hacen a
diario grandes maravillas; pero todavía no han accedido a la plaza.
Respondió el heraldo:
-No, sino el de Blasco de Alagón y don Pedro Maza, y uno de los Orrea. Algunos dan a
entender que el rey de Aragón vendrá, pero no se sabe seguro; creo que el conde de
Foix, que es servidor suyo, lo debe saber. Pero de otros caballeros de Aragón, que
cabalgan como caballeros errantes, he oído grandes maravillas, hasta el punto que todos
creen que Tristán y Lancelote, que en el pasado tuvieron fama como los mejores
caballeros del mundo, no compitieron con esta nación; sino por ventura los autores que
escribieron sobre ellos habrían medido mejor sus plumas o todos hubieran dado en creer
que lo que leemos en sus libros respondía más a la imaginación del autor que a la
realidad.
Respondió Curial:
-Y el rey de Aragón, ¿será tan caballeroso como para venir personalmente al torneo?
Dijo el heraldo:
-Es el mejor del mundo sin lugar a dudas, según he oído decir, y viene mal dispuesto
hacia el duque de Anjou y toda su casa, según malas lenguas, porque ha matado al rey
Manfredo, su suegro. ¡Bien le gustaría que el duque de Anjou viniese cabalgando como
caballero errante, pues tendría oportunidad para hacerle arrepentirse de lo que hizo!
Respondió el heraldo:
Curial dijo:
-Claro.
-En nombre de Dios –dijo el heraldo-, pues no tendréis ni que preguntar por él, porque
él estará allí y os lo presentarán en seguida su lanza y su espada.
De lo cual los cuatro caballeros se rieron con ganas. Entonces dijo la doncella:
-Sí –dijo el heraldo-; tantas que serían suficientes para derrotar a todo el mundo, si no se
lo impidiera la vergüenza.
-No lo sé –dijo el heraldo-, pero me figuro que se pondrá por donde esté su caballero, si
puede reconocerlo.
-Sí, por cierto –dijo el heraldo-, mejor que cuantas he visto hasta hoy; pero hay algunas
que se reservan para cuando la corte esté completa.
Y despidiéndose, se marchó.
El heraldo dió materia para hablar y mucho que pensar a estos caballeros. Y se
volvió a Melun y explicó a Laquesis lo que había visto y oído; a raíz de ello, Laquesis
-convencida de que, por los indicios que le había proporcionado el heraldo, aquél era
Curial- hizo cabalgar a Tura, su doncella, y, bien acompañada, la envió con el heraldo al
lugar donde había dejado a los caballeros. Éstos, una vez pasado aquel día, decidieron
salir ya para el torneo. Fiesta dijo:
-Señores caballeros, por lo que oigo, el torneo durará ocho días; conque, si lo acordáis
así, deberíais equiparos con todas las cosas que precisáis para cuando estéis allí, de
modo que luego no os falte nada.
Igualmente hizo traerse, para los pasos, todos los caballos que tenía, y los
arneses y todo su equipaje; y sobre todo, muchos escudos negros. Cuando vieron estas
cosas los aragoneses se quedaron estupefactos. Por su lado, éstos hicieron traerse sus
tiendas -pero no las que usaban normalmente por el camino, sino otras muy valiosas- y
todo su equipaje; y se prepararon lo mejor que pudieron.
Cuando ya estaban a punto, Tura entró en el hostal, sin dar tiempo a Curial para
esconderse; ella le vió y le hizo grandes aspavientos; Curial, viendo que no podía hacer
otra cosa, se mostró muy receptivo con ella y, tomándola del brazo, se la llevó. El
heraldo fue hacia Fiesta y le dijo:
Fiesta en seguida mandó avisar a Curial que no dijera que ella iba con él como
acompañante, sino con los aragoneses; y a ellos les rogó igualmente que se prestasen a
ello. Los aragoneses dijeron:
Respondió Fiesta:
Ellos contestaron que les parecía muy bien. A continuación, Curial llevó a Tura
a su aposento y Fiesta le hizo una excelente acogida. Tura le preguntó de dónde era;
Fiesta respondió que de Aragón. Y en cuanto al nombre, dijo llamarse Fiesta.
-A fe mía –dijo Tura-, vos tenéis un gran nombre, pues sin vos poco valen los hechos
del mundo.
Tura era muy bella, de hablar dulce, y tan simpática que llamaba la atención. Y
Curial le pidió:
-Tura, yo os ruego que no digáis mi nombre, pues no quiero que estos caballeros lo
sepan.
Tura dijo:
Curial asintió.
Tura dió todas estas cosas de parte de Laquesis a Curial, quien las tomó con
gesto afable y lo celebró mucho, tanto porque lo merecían en virtud de su valor como
por quien se las transmitía. Y haciendo traer algo para tomar, estuvieron muy a gusto;
pero Fiesta, acercándose al oído de Curial, le dijo:
-Curial, Curial, yo no digo que no quedéis bien con Laquesis, pero yo os ruego que
mantengáis vivo el recuerdo de mi señora, la cual, si sabe que vos hacéis con Laquesis
un pelo más allá de lo que ella aceptaría, os garantizo que en ese mismo día la podrán
enterrar; o sea que ved qué hacéis.
Respondió Curial:
-Fiesta, este asunto irá tal como vos misma dispongáis y no se hará nada más; pero
¿puedo yo evitar que Laquesis me haga cumplidos y honores, y me deje de querer? ¿o
rehusaré todo honor que me haga, cuando no hay rey en el mundo que no aceptase los
obsequios y los detalles de una señora como es ella? No hay caballero en el mundo, por
enamorado que esté, que, guardando fidelidad, no atendiese a Laquesis con todo su
afecto. Debe bastar a la señora, a mi parecer, que yo sea suyo en todo momento y de
ninguna otra persona en el mundo. No sé qué más podría hacer por ella; y me arrepiento
mucho de haber venido, porque, a fe mía, no puedo imaginarme que sepa acertar la
1
En el original, en francés: “Comant porà mon paubre cuer pourter la gran dolour que li faut a soufrir?”
forma en que debería comportarme, dado que los ausentes son excesivamente crédulos.
Por lo que os ruego que no le escribáis más que la verdad, pues con ello me contentaré.
Y tengo tal pesar por esta doncella que me ha localizado, que no lo sé expresar. Y así,
veamos qué debo escribirle a Laquesis.
-Leamos la carta.
Y pasaron a leerla. Por ella vieron que Laquesis se lamentaba mucho porque no
le había escrito nunca ni la había mencionado; pero que confiaba mucho en él y que le
enviaba aquellas alhajas y la tienda, rogándole que estuviera allí a fin de saber dónde
estaba y poder ir a verlo. Fiesta agregó:
-Es una buena carta; yo se la tramitaré a la señora, en defensa vuestra. Y os ruego que
no escribáis a Laquesis, sino que insistáis a la doncella que vos habéis hecho el voto de
no revelar vuestro nombre ni escribir absolutamente a nadie en todo este viaje; que os
agrada utilizar su tienda, mas le rogáis que no vaya allí, pues os delataría ante muchos,
pero que vos la iréis a ver antes de que el torneo se acabe.
Respondió Curial:
Llegado el tiempo del torneo, los caballeros envían al campo sus pabellones y
todos sus avíos, que depositan cerca de una fuente algo alejada del campo entre grandes
arboledas; ahí, el sábado por la mañana, plantaron sus tiendas y ordenaron sus
pertrechos para que los que los visitaran entendieran que eran caballeros prestigiados y
de alto nivel. Y verdaderamente las tiendas de Curial eran y fueron las más notables y
más lujosas que nunca se vieron en tales justas.
2
En el original, en francés: “Ami sens amie”.
Al mismo tiempo, el rey de Aragón, que había cabalgado sin parar desde tres
meses atrás o más, a modo de caballero errante y sin darse a conocer, había hecho
personalmente gestas dignas de recuerdo venerable (y si no fuera porque no corresponde
a nuestro objetivo tratar más que de los hechos de Curial, yo escribiría aquí algunos
actos notables que han llegado a mis oídos, los cuales gracias a su valiosa intervención
tuvieron un final feliz, no inferiores ni de menor riesgo que los que habéis leído antes),
envió sus tiendas al campo (sin lujo alguno, a fin de no ser conocido por las trazas) y
mandó que se instalasen en el lugar más recóndito posible; y así lo hicieron.
Los que las plantaron, al querer guarecerse, acertaron a dar cerca de las de Curial
y los aragoneses. Y cuando el rey, tras ser ayudado a descabalgar, se dirigió a su tienda,
fue reconocido por un escudero de los caballeros de Aragón, que fue a su señor y le dijo
que había visto al rey. Por lo que este señor fue hacia él y, hecha la reverencia, le
preguntó cómo había venido solo. Contestó el rey:
-No es así, ciertamente, pues mi espada me ha acompañado dondequiera que haya ido.
Decidme –añadió el rey-, ¿hay otros en vuestra compañía?
-Así es, señor: el caballero de Monferrato que combatió con Boca de Far al lado de Don
Pons de Orcau y los otros.
El caballero habló con los otros compañeros y les dijo que el rey se había
instalado allí, cerca de ellos, y que quería ver a Curial, pero que no le dijesen quién era;
y así lo cumplieron. Por lo que en seguida avisaron a Curial:
-Muy cerca nuestro se ha situado un caballero con quien tenemos parentesco, fuerte y
muy valiente; o sea que, si lo aprobáis, dado que va solo, le haremos el honor de
acogerlo en nuestra compañía.
Curial respondió que le parecía muy bien. Tras esto, fueron en seguida al
caballero, lo saludaron y él les devolvió las salutaciones. El rey miró a Curial a la cara y
lo vió bello y bien proporcionado corporalmente, y se prendó de él. Asimismo Curial
miró al rey y lo vió muy contenido en el porte y de estatura considerable; de mirada
terrible, pues unos ojos vehementes infundían terror adonde mirara, y de parco hablar.
Pero le hubiera hecho falta más temperancia en sus empresas, pues era tan activo y
confiaba tanto en la fuerza física y en la lealtad de sus vasallos que emprendía muchas
cosas amedrantadoras y de gran peligro, ya que no temía nada. Curial dijo a los demás
caballeros:
-En verdad que éste debe ser un valeroso caballero; y, si no lo es, no debe fiarse uno del
aspecto de las personas.
Entretanto los sirvientes del rey prepararon la comida, por lo que el rey dijo:
Curial replicó:
-Caballero, dignaos hacernos a estos caballeros y a mí el honor de venir vos a comer a
nuestras tiendas, que están muy cerca.
Respondió el rey:
Llegó la hora de ir las vísperas del torneo. Por lo que el rey dijo a todos, casi en
son de decreto:
Todos alabaron al rey por lo que había hecho. Al ver Curial la celebración que se
hacía de la actuación real, dijo:
-¡Ah, señor! –dijo Curial, que se desplomó de rodillas besándole las manos-. De veras
que yo no me imaginaba haber tenido aquí por maestro y por señor a tan noble y tan
valeroso caballero.
El rey le hizo alzarse y se apoyó sobre sus hombros con mucha cordialidad.
Fiesta, al ver que aquél era el rey, dijo:
-Señor, si todos los reyes cristianos fuesen tales caballeros como vos, y tuvieran tales
vasallos, no habría un moro en el mundo.
Después, fueron a cenar. Los demás caballeros del rey de Aragón andaban
buscando a su señor por todas las estancias y no podían dar con él; pero tras ser
informados de que seis caballeros con escudos negros habían hecho maravillas en esa
sesión, preguntaron:
-Y aquellos caballeros ¿llevan distintivos en los escudos?
Les respondieron:
Así, ellos entendieron que eran los que buscaban y preguntaron si sabían dónde
se alojaban; les contestaron que no, pero señalaron por dónde habían venido y por
dónde se habían ido. Aún les dijeron más: que si volvían al día siguiente al torneo, sería
en mala hora, porque el duque de Orleans había hecho el voto de no dedicarse más que a
ellos.
Por lo que se fueron de allí, buscando por acá y acullá, de estancia en estancia, y
tanto anduvieron que vislumbraron destellos de antorchas a través de unos árboles y se
encaminaron hacia allí, destacando a un escudero para confirmar si eran ellos. El
escudero, yendo hacia allí, al ver a los criados comprendió que allí estaba el rey; y
acercándose a uno, le preguntó si el rey estaba ahí porque lo estaban buscando nueve
caballeros de Aragón. Por lo que entraron a decírselo al rey, quien, al oírlo, ordenó que
viniesen. Llegaron rápidamente y, dando cumplida reverencia al rey, saludaron a toda la
compañía; y, haciendo plantar sus tiendas, se instalaron. Y dijeron al rey lo que habían
oído: lo que el duque de Orleans había dicho contra los caballeros de los escudos
negros, de lo que el rey se alegró mucho y, acercándose a Curial, dijo:
-Apuesto a que si se mete mucho con nosotros no saldrá con la cabeza entera.
-Señor, yo os suplico por piedad que mañana no entréis en el torneo, y esperemos a ver
qué pasa, que ya estaréis a tiempo de cumplir con las armas siempre que os plazca.
Respondió el rey:
-Me lo teníais que haber pedido antes de que éstos me hubiesen contado las intenciones
del duque de Orleans y, por ventura, os hubiera hecho caso o no; pero ahora me tenéis
que perdonar, porque no me inhibiré. Y comprobaréis si tengo tan duro el pellejo como
vos o los demás.
Curial dijo:
-Señor, si yo fuese un caballero como vos lo sois, tan fuerte y tan valiente, no temería a
ningún caballero del mundo.
Tras estas palabras se sentaron para cenar y el rey, mirando en derredor, contó
quince caballeros, y dijo:
-Caballeros, los hechos van por buen curso; y mejor lo tendrán, si Dios quiere. Así,
quien diga que ha venido al torneo alguna doncella más bella que la nuestra no sabrá lo
que dice y le costará mucho sostener lo que haya dicho. O sea que, doncella, tened buen
ánimo.
-Señor –dijo Fiesta-, ya que su señoría lo quiere, pese a quien pese, esta vez yo tendré
que ser la más bella.
Preparativos
Los caballeros de los escudos negros reposaron con prontitud, pero ni el duque
de Orleans, que estaba tan enamorado de Laquesis que no veía por otros ojos, ni el
conde de Poitiers, durmieron aquella noche tan pronto, puesto que estuvieron haciendo
un acuerdo conforme los caballeros de los escudos negros debían ser abatidos, pues si
no, ellos quedarían avergonzados de por vida. Y se dedicaron a ir por todas las
estancias, rogando a los caballeros que ninguno llevase el escudo negro; y así lo
hicieron. El duque de Orleans consiguió treinta caballeros muy avezados -escudados en
verde y con alas doradas en los escudos-, que no se separarían de él; y el conde de
Poitiers, veinte -también con escudos verdes y con unas franjas pintadas, en las que se
leía esto: “Son franjas”-. Y acordaron ir juntos y que por doquier que encontrasen un
escudo negro cargarían sobre él.
Este entente se difundió a la mañana siguiente, de modo que Bon Panser, que se
había levantado muy temprano y había ido a los palcos, como no se hablaba de otra
cosa, se enteró; y regresó corriendo, y se lo informó al rey y a toda la compañía. El rey
se alegró mucho de ello, lo mismo que todos los otros caballeros; Curial, en especial, lo
celebró hasta un extremo indecible. Entonces, el rey desplegó un estandarte negro con
dos espadas entrecruzadas y lo hizo colocar delante de su tienda para que los caballeros
que lo buscaban lo pudiesen localizar; y así fueron llegando todos, hasta que fueron, a
poco de haber salido el sol, veintiocho caballeros, muy bien montados y todos ellos con
escudos negros.
El conde de Foix fue hacia allí solo y disfrazado; y, saludando el rey, le suplicó
que tuviese la merced de acogerlo en su compañía. El rey le respondió que en esa
jornada no lo haría por nada del mundo, pero que procuraría complacerle en otra
ocasión. Le dijo además que él era capitán de un cuartel del torneo y que no era
adecuado que se cambiara de compañía. Respondió el conde:
-Señor, ya se han disuelto esas ordenanzas en cuanto a las capitanías y no se seguirá un
orden, sino que el que proceda mejor será el que se llevará el honor de la plaza; y vos,
señor, contáis con una compañía pequeña, dado todo lo que tendréis que afrontar. Y si
supierais las empresas pactadas contra vos, no refutaríais el ofrecimiento que os hiciera
ningún caballero.
-Conde –respondió el rey-, el mayor deseo que tengo en el mundo es probar y saber por
experiencia cuánto me puedo fiar de mi propio cuerpo; y, si soy apto, lo seré para
combatir en liza a otro caballero, para entrar en batalla con muchas gentes o para
meterme en un gran embrollo. Estas cosas me han traído hasta aquí; y os digo que sólo
me disgusta que no esté aquí un caballero que yo me sé. En otro caso, yo enfrentaría mi
cuerpo al suyo, porque no ha hecho bien muchas cosas que ha llevado a cabo; pero si el
cielo me lo otorga y Dios me da vida, será puesto a prueba.
-El rey de Francia entrará hoy en el torneo y, con él, muy buenos caballeros.
El rey contestó:
-Hacía tiempo que no oía una noticia tan buena; así pues, conde, seguid vuestro camino
y no nos estorbéis; pero guardaos bien en todo momento de revelar quiénes somos.
El rey y sus caballeros comieron muy pronto ese día; y, a medida que iban
llegando los otros caballeros, el mayordomo del rey les hacía sentarse a la mesa. Dando
por cumplida la comida, el rey mandó a Bon Panser que fuese a los palcos para ver
cómo se desarrollaban los preparativos y, a poco, volvió diciendo que la mayoría del
público ya se hallaba en el campo, pero que aún no comenzaban puesto que ni la reina
ni los grandes señores habían aparecido todavía. Y que él se había enterado por un
heraldo de duque de Borgoña, y además por otro del rey de Inglaterra, que si los
caballeros de los escudos negros necesitaran ayuda, si se la pedían, la obtendrían; de
otro modo, que cada cual iría por su lado.
El rey ordenó que todos se armasen y que pusiesen todo de su parte porque
estaba en entredicho el honor de cada uno. Todos se armaron y el rey tomó su
estandarte, que era totalmente negro, con las espadas entrecruzadas, y, mirando
alrededor suyo, distinguió a un gentilhombre, casi adolescente pero valiente y de buen
ver, que se había criado en su casa; se llamaba Aznar de Atrosillo y procedía de las
montañas de Aragón. Haciéndole caballero, le dijo:
-No me parece que estaría en su sano juicio ni apreciaría en mucho su vida el caballero
que ahora cogiese a Fiesta por las trenzas.
Laquesis, que no había asistido a las vísperas del torneo, llegó a los palcos en
compañía de su madre y se puso en el sitio más noble que pudo. Y, así, fue muy
encomiada por su incalculable belleza, pues ponía todo su afán en aumentar su
hermosura con todo su ingenio; de modo que no había doctor o especialista de prestigio
que no hubiera consultado para hacerle componer cremas para rejuvenecer la piel,
afinarla, clarear el rostro, pechos y manos. Me figuro que ella no se imaginaba que el
paraíso consistiera en otra cosa que ser bella y recrearse en los deseos terrenales.
Además de eso, iba tan cargada de joyas que dejaba admirados a todos los que la veían;
y ostentaba en el brazo izquierdo el brazalete de Curial, el cual ella no tenía en poco ni
hubiera dado a la ligera a quien se lo hubiera pedido. Todos se sentían seducidos a
mirarla, porque, por encima de su belleza, era tan graciosa que no había quien la viera y
no quedase fascinado.
Ahora viene Fiesta, flanqueada por los caballeros de los escudos negros; es
recibida honorablemente y la colocan cerca de Laquesis, imaginando todos que, yendo
tan ricamente ataviada y tan noblemente acompañada, no podía ser más que de un nivel
y procedencia muy altos. Todos y todas la miraban; y, al verla de increíble hermosura,
todo el mundo de buen grado se le acercaba. La reina le hacía halagos desorbitados y
alababa su elegancia, no sólo porque era mucha y exquisita, sino por humillar a
Laquesis. De modo que las bellezas de ambas competían de continuo, sin poder
vencerse una a la otra. Se les alteraba el color oyendo los comentarios que de ellas
hacían. Unos exclamaban:
Otros murmuraban:
Así iban desmenuzándolo todo. Todo el mundo las miraba a la vez y luego de
una en una, y no sabían por cuál decidirse ni qué retoque podría hacérseles. “¡Oh
celestial belleza! ¡Oh faces angelicales! ¡Cómo se debió deleitar el señor y hacedor de la
naturaleza humana al crear a estas dos doncellas!”, según los juicios mundanos. Y si
Laquesis se había esforzado en promover su belleza, yo os aseguro que Fiesta no fue
negligente ni se hizo rogar, ni fue displicente, sino que adiestró sus manos con arte y
maestría, adquiridos a través de detalladas y largas instrucciones; y con aquellos
delicados, delgados y afilados dedos, y con aquellas uñas de marfil, añadió belleza a las
cosas ya bellas, porque en su cara, cabeza, pecho y manos no existía nada que pudiese
tener opción a mejorarse ni embellecerse por afeites artificiales. ¡Ay, cómo las conoció
aquel gran filósofo llamado Platón, cuando dijo que la sensatez de las mujeres radica en
la belleza y, al contrario, la belleza de los hombres en la sensatez!
De modo que la belleza de las dos, según se ha dicho, era disputada y ninguna
podía despuntar. Sólo alguno de sus admiradores insinuó que el cuello de la alemana era
más largo y que la italiana tenía la boca más diminuta; todo lo demás fue medido
equitativamente. Pero Fiesta advirtió que Laquesis llevaba el brazalete de Curial, pues
lo reconoció por las letras en las que se leía: “Amigo sin amiga”3. Y preguntando quién
era, le dijeron que Laquesis, hija del duque de Baviera; a lo que Fiesta se turbó y se dijo
para sí misma: “Mal brazalete quizás sea éste para quien se lo haya dado”.
-Va a haber una gran batalla porque el duque de Orleans y el conde de Poitiers les van a
hacer hoy tal jugada que los recordarán toda su vida.
Respondió el heraldo:
Replicó el duque:
-Dile que Orleans dice que mucho más bella, sin punto de comparación, es Laquesis,
hija del duque de Baviera; y no sólo comparándola a la del escudo negro sino a todas las
del mundo. Y así se probará hoy en esta plaza.
Y como el duque de Orleans iba con un estandarte verde con un ala dorada,
todos hicieron cábalas conforme llevaba aquella ala porque Laquesis era alemana4. El
duque, recientemente prendido en amor por Laquesis, se hallaba tan encendido que
3
En el original, en francés: “Ami sens amie”.
4
En catalán se da un juego de palabras, pues hay coincidencia fonética entre alamanya y ala.
estaba obcecado con ella; pero era leal, muy buen caballero y arrojado, así como era
muy buen caballero y aguerrido el conde de Poitiers, que iba con él.
-Yo sospecho que el honor de la plaza recaerá hoy en los caballeros de los escudos
negros, pues se han dado cita caballeros formidables.
Llevaba don Juan Martínez de Luna en el escudo unas disciplinas de oro; y cada
uno, a su gusto, lucía su divisa. Iban espléndidamente enjaezados, mejor que los otros
participantes en el torneo. El duque de Orleans miró hacia la zona del estandarte negro y
dijo:
-En nombre de Dios, quien venza a los de los escudos, habrá vencido.
El rey hizo revisar por todas partes y le informaron que estaba todo el mundo.
Por lo que el trompeta real dió un toque y cada caballero empuñó su lanza y se puso en
disposición de arrancar. Mas el rey de Inglaterra mandó decir al duque de Borgoña que
vigilase lo que hacían los de los escudos negros, a fin de darles respaldo; e igualmente
se lo comunicó al duque de Bretaña. Al segundo toque, los caballeros se aproximaron
algo más. Mientras, el heraldo notificaba al caballero de las espadas lo que el duque de
Orleans le había dicho acerca de la belleza de Laquesis; y al acabar la última palabra,
sonó otro toque del trompeta real.
Comienza el torneo
El rey de Aragón vió que el duque de Orleans y el conde de Poitiers iban juntos
y que, a donde fuesen, incidían en agredir a los de los escudos negros; por lo que,
avisado Curial, fueron hacia ellos. Y el rey, que llevaba una lanza potente en la mano, al
quiso atacar al duque de Orleans, pero el conde de Poitiers se puso en medio y recibió el
golpe en su escudo; mas no le salió bien, pues se lo asestó tan brusca y certeramente que
cayó del caballo malamente herido; entonces el rey, echando mano a la espada, corrió
hacia el duque de Orleans para atacarlo. Mientras, Curial, al ver que un caballero,
llamado Jaime de Agravila, iba directo contra el rey, apretó a correr contra él y le dió tal
topetazo con la lanza que lo derribó del caballo, por lo que el rey alcanzó al duque de
Orleans y le atizó tan rudos y repetidos golpes sobre la cabeza que lo dejó atontado; de
modo que el duque se iba balanceando sin saber dónde estaba, y el otro lo perseguía sin
cesar, preguntándole cuál de las doncellas era más bella.
Los del duque se apresuran a ayudarlo, así como los de los escudos negros para
ofrecer resistencia; y se mezclan de tal modo que todos tenían mucho quehacer.
Entonces, el rey agarró al duque de Orleans por los costados y, espoleando al caballo, le
estiró con tales bríos que le hizo saltar de la silla sin remisión; y, sentado sobre el cuello
del caballo, lo condujo hacia los palcos y se lo presentó a la doncella del escudo negro,
como a la más bella de todas.
Al llegar así el duque fue compadecido, aunque muy bien acogido; mas, al
quererlo desarmar, no lo consintió, sino que mandó preguntar al caballero de las espadas
qué tenía que hacer para salir de su aprisionamiento. El caballero le respondió que tan
sólo decir públicamente que la doncella del escudo negro era la más bella doncella del
mundo. El duque, entendiendo que si quería volver al torneo, le convenía pronunciar
aquellas palabras, hizo traer secretamente un escudo negro y pidió a Laquesis que
pusiera la mano encima de él. Seguidamente, el duque dijo:
-Yo digo que la doncella que tiene el escudo negro es la más hermosa del mundo.
Estando así las cosas, el duque de Borbón y el duque de Bar entran juntos en el
torneo, enfilando en su contra el rey de Inglaterra con toda su gente. Unos y otros
colisionan estrepitosamente. Hubierais visto gran cantidad de caballeros derribados y de
caballos sin amo. Mas los caballeros de los escudos negros se vuelven a juntar y, todos
a una, se ponen a arrear golpes a destajo. Hubierais visto arrancar yelmos y escudos de
cuajo, tan hábilmente que, dondequiera que vayan, pasan dejando el camino libre y
todos les abren paso. Entonces, se agrega al torneo el duque de Bretaña, contra el cual
se orientan los duques de Berrí y de Brabante; en la arremetida topan con gran
chasquido, cayendo muchos en el encuentro.
El rey de Francia miraba desde el palco los golpes que daban los de los escudos
negros, los cuales combatían con tal denuedo que no se sabría cuál de ellos sobresalía;
por ello, dijo:
-De veras que o el duque de Orleans se verá obligado a vengar las afrentas que se le han
hecho, o yo no lo soportaré.
El conde de Foix que todavía no se había sumado al torneo, como estaba cerca
del rey y oyó esto, se rió mucho y dijo al rey con grandes carcajadas:
-Ea, a ver si todavía hoy os hacen prisionero de la doncella del escudo negro.
El rey asimismo se rió diciendo:
-Febo, ve rápidamente a las tiendas, ármate, toma un escudo negro y con cuatro
caballeros cualesquiera que encuentres con escudos negros, introdúcete en el torneo; y
cuando veas al caballero de las espadas entrecruzadas, dile que el rey de Francia irá
ahora al torneo, en contra suya, para vengar al duque de Orleans. Y suplícale que te
haga caballero; y no te separes de él.
Febo cumplió el mandato de su padre, buscándolo por todos lados, sin saber
quién era el caballero de las espadas; hasta que dió con él y le dijo lo que el conde le
había dicho, suplicándole que le hiciese caballero. El rey alzó la espada y dándole en la
cabeza, le dijo:
-Ahora, veremos qué pasa, pues ocurre a veces que queriendo vengar las ofensas ajenas
crecen las propias.
-¡Ah, señor!, ¿qué estáis haciendo? ¿No es hora ya de dejar tal esfuerzo? Yo os suplico
que me hagáis un favor.
El rey dijo que no le parecía mal, pero que antes rompería una lanza con el del
escudo de las espadas. Por lo cual, el rey, que era muy buen y notable caballero,
empuñando una lanza, fue contra el caballero de las espadas, lo enganchó por el escudo
y le hizo volar la lanza en pedazos. El caballero de las espadas, que vió que el rey de
Francia –al que conoció por sus paramentos completamente blancos- le había atacado
con la lanza, va hacia él y lo ataca con la espada dándole un golpe tan grande en el
yelmo que le hizo inclinarse; pero al ir a darle otro golpe, el conde de Foix se puso en
medio y paró el golpe con su escudo, al que le arrancó un buen canto. Así, el rey de
Francia, dejando el torneo, fue desarmado y se fue a los palcos. Y comentó que había
roto una lanza con el mejor caballero del mundo, de lo cual se alegraba mucho; y de
tanta alegría, no hubo cosa que se le pidiera en ese día que no otorgase.
Entonces Curial, que ardía encendido en ira furiosa por culpa de un inglés que,
con engaño, le había atacado con una lanza y no le pudo dar alcance -tan veloz fue su
fuga-, alargando la mirada vió a otro inglés, que se llamaba mosén de Gloucester, al
cual habían estado hostigando mucho los caballeros de los escudos negros; y apuntó
hacia él con su caballo y, lanza en mano, corrió tras él y lo alcanzó delante de los
palcos. El inglés, que oyó gritar: “Aquí está el caballero del halcón, ¡ojo a él!”, se giró
de golpe y, con una lanza en la mano, fue a embestirlo y lo pilló por en medio del
escudo, de modo que le hizo saltar la lanza en trozos. Curial, que estaba furiosísimo, dió
con el caballero de tal guisa que, atravesándole el escudo, le llegó a tocar con la lanza
en carne viva y le derribó malamente del caballo, de suerte que no sabía si era de noche
o de día. Y apeándose del caballo, mientras lo sujetaba por una rienda, le quitó el
escudo, que era blanco con una corona de oro, y le envió a los palcos con este encargo:
-Efectivamente, Laquesis es la más bella de todas las doncellas, pues el caballero del
halcón encapirotado lo ha rubricado.
Por lo que Fiesta estuvo a punto de morir de envidia y, llena de ira, juró darle a
Curial otro sinsabor que superaría el que él que había hecho. Y en verdad yo creo que la
mayoría de las mujeres no saben domeñar con buenas riendas los incidentes que les
asaltan, sino que su corazón lanza fuera de inmediato el odio que -a veces injustamente-
ha germinado; por esta razón ocurre que la mayor parte de las veces no ha lugar la
venganza esperada.
Por lo que se infiltra en el torneo, sin atacar, buscando arriba y abajo, hasta que
localiza al caballero del halcón, cuya valentía resplandecía por encima de todos los
demás caballeros, haciendo armas delante de los palcos. Salisbury, al verlo, lo embistió,
junto con más de cincuenta caballeros que iban con él; y arremeten contra Curial con los
pechos de los caballos tan fuerte que, por potente y recio que fuera su caballo, se vió
forzado a desplomarse. Curial, al encontrarse en medio de tanta gente, se defendía a
diestro y siniestro con la espada, de modo que no había nadie que no temiese sus golpes.
Aunque, por mucho que hiciese, le sustrajeron el caballo a la fuerza y se lo llevaron; e
intentaban apresarlo, cosa que hubieran hecho con seguridad a no ser un caballero que
avisó al caballero de las espadas, diciéndole: “¡Eh, socorred pronto al caballero del
halcón, que está a pie, delante de los palcos, y lo quieren apresar!”
El caballero de las espadas con una gran voz reune a todos los que puede de los
suyos, enarbola el estandarte y, a la mayor velocidad posible, arrastrado por una ira
rabiosa cual león hambriento, irrumpe en aquella turbamulta, se hace un hueco y con
gran trabajo accede hasta donde Curial estaba luchando a pie y donde, en defensa de su
honor, había ya realizado estratagemas dignas de recuerdo. Uno de ellos, llamado Pedro
de Montcada, viendo a Salisbury sobre un caballo alto y esbelto, fue a por él y, con una
lanza de mucho grosor y de gran potencia que llevaba en la mano, lo ensartó tan
desabridamente que lo hizo caer del caballo –con las piernas en alto-, cayendo muy
cerca de Curial.
-No creáis que os he socorrido para ayudaros, antes bien os conviene defenderos;
sino, os arriesgáis a perder algo que cuantos reyes haya en el mundo no os podrían
devolver.
Una vez montado en él, Curial, viendo al rey de Inglaterra -a quien conoció por
la lanza de oro que llevaba sobre el yelmo-, fue hacia él y le atizó con tal contundencia
sobre la cabeza que el rey no logró tenerse erguido, sino que no tuvo más remedio que
abrazarse al cuello del caballo. Pero Curial, sin detenerse aquí, agrede a otro caballero
inglés, al que ensarta tan fieramente que lo derriba del caballo. El caballero de las
espadas, al igual que odiaba a los franceses, amaba de corazón a los ingleses, de modo
que mandó que todos los caballeros de los escudos negros se retirasen de aquel lugar;
oyéndolo el rey de Inglaterra, se congratuló mucho por ello, pero se quedó muy
intrigado por saber quién era aquel caballero.
-¡Oh, cómo me hubiera medido con estos borgoñones y flamencos si no fuese por las
armas que llevan! ¡Dejadlos, en mi nombre! ¡Vamos contra los franceses!
Bon Panser fue hacia el señor de Vergues y el señor de San Jorge, que eran
compañeros, y les contó lo que había dicho el caballero de las espadas; cuando lo
oyeron éstos, envainando sus espadas, se hicieron a un lado y dijeron a Bon Panser:
-Di al honor de la caballería de todos los tiempos -esto es, al caballero de las espadas y a
su noble compañía- que, enterados de lo que ha ordenado, nosotros nos ausentamos por
hoy del torneo, pues ciertamente no daremos ya ni una estocada.
Ciertamente no se quedaron tan tranquilos los franceses, pues fueron hacia ellos
y les hirieron por todos lados con mucho vigor: caballero de ellos que era alcanzado le
era obligado caer del caballo abrazándole por el cuello; por ello, en poco rato fueron
reconocidos y espantados.
Los borgoñones, que aquel día se opusieron a los franceses, fueron a ver a su
duque y le dijeron:
-Señor, los caballeros de los escudos negros han dejado de combatir contra los vuestros
por cortesía, pero están haciendo un gran estrago entre los franceses. Es verdad que
nosotros les hemos incordiado mucho, pero no debemos tolerar que los incordien otros.
Disponed lo que queréis que hagamos.
El duque se dirige entonces hacia esa zona y ve que, todos a una, hacían cosas
nunca vistas ni oídas antes; y dijo:
-A fe mía, no sería muy cortés contribuir a cercenarles el honor que están ganado en el
día de hoy por medio de las armas.
-Señor, yo os ruego que cese la lucha, por hoy, entre esta gente y vos.
-Señores, nosotros no hemos podido distinguir hoy cuál ha sido mejor caballero de
vosotros, pero hemos visto que vos, señor de las espadas, habéis sido quien durante la
jornada los habéis capitaneado a todos; por eso, nosotros, si no os molesta, os rogamos
os dignéis aceptar nuestra primera petición: que así como habéis ido todos juntos,
finalizado por hoy el torneo, tengáis a bien venir a cenar y descansar a nuestras tiendas.
El caballero de las espadas les respondió que entre ellos no había primacía ni
señor, porque todos eran compañeros y amigos, y que, de serles posible, aceptarían muy
gustosos su invitación; empero, por el momento no podían, de modo que los excusaran.
Los flamencos contestaron que, si no les era viable ir a sus tiendas, ellos irían a cenar
con ellos a las suyas, siempre que les pareciera bien; cosa que satisfizo mucho al
caballero de las espadas. Y así departieron, mientras que en el torneo iba cesando todo
movimiento.
Al oír el caballero de las espadas que el rey de Francia quería licenciar el torneo
por aquel día, hizo lucir su estandarte, atronando por la plaza, corriendo arriba y abajo;
nadie lo impidió, puesto que todo el mundo estaba cansado y agotado. El rey de Francia,
a la vista de esto, mandó que el torneo se diera por cumplido por ese día. Y cada uno se
retiró a su alojamiento.
El rey de Francia se fue a la villa, por lo que cada cual recuperó a sus doncellas,
excepto Curial, porque la reina rogó vivamente a la doncella del escudo negro que
tuviese la amabilidad de quedarse con ella mientras durase el torneo. La doncella
accedió, si daba su consentimiento el caballero del halcón, con quien ella iba; de modo
que la reina envió a alguien sin tardanza para solicitársela, a lo que él accedió gustoso.
Y así se la llevó, haciéndole llevar una copa de oro cubierta, que tenía en la tapa muchas
piedras finas y gruesas perlas y se otorgaba como premio al mejor caballero. Y pese a
que entre los de los escudos negros no era factible escoger, se la dieron al caballero de
las espadas como quien se había esforzado mucho y quien había comandado la jornada.
Pero, dado que él se había ido hacían llevar el galardón a su doncella; e iba delante,
seguida por las demás, por grandes señoras que fuesen. Laquesis, a pesar suyo, tuvo que
seguirla en la cola, por lo que creyó morir de envidia. ¡Ay, qué poco dura el humo de la
vanagloria! Por cierto que, tan adulada y encomiada se vió la doncella del escudo negro
en ese día, que no se hubiera cambiado ni por santa Catalina.
Laquesis se fue con su madre, descontenta, empero con buena compañía y entre
reconocimientos.
-A fe mía, vos tenéis el nombre más noble y más agradable que haya oído nunca y, sin
lugar a dudas, sois una fiesta para todos los que os ven, pues para mí ha sido una fiesta
el teneros hoy cerca. Y el que dió el escudo a Laquesis se equivocó claramente de
camino llevándoselo, pues ciertamente más os correspondía a vos que a ella. Y así como
Dios os ha hecho bella, así os ha dado como compañero al mejor y más valiente
caballero que existe en el mundo. ¡Bendito sea Dios que así os ha unido!
La reina no veía con buenos ojos a Laquesis porque era muy hermosa y, por otra
parte, porque Laquesis había menospreciado la hermosura de la reina. Fiesta estaba
completamente rodeada por damas y damiselas; y cuando el rey se enteró que Fiesta se
había quedado junto a la reina, expresando su satisfacción, la hizo venir y, con toda
deferencia, le preguntó de dónde era. Ella contestó que no se lo podía decir por nada del
mundo y el rey sólo le sacó que se llamaba Fiesta; de lo que el monarca se rió mucho, y
dijo:
-Sin duda sois fiesta para todos los ojos que os miran, salvo para los de Laquesis, que
me hace el efecto que siente envidia; aunque, en mi opinión, no debería, pues bien la ha
hecho nuestro Señor bella también a ella.
Y sabiendo el rey que iba con ella el caballero del halcón, le rogó
encarecidamente que le dijese quién era aquel caballero. Fiesta respondió:
-¡Ah, santa María! –dijo el rey-. ¡Vaya nombres! A fe mía, el nombre le cae bien a un
caballero como él. Y decidme, Fiesta, el de las espadas, ¿quién es?
-Señor –dijo ella-, yo no lo vi nunca hasta ayer, ni tampoco a los otros caballeros de los
escudos negros, pues entre ayer y hoy llegaron todos ellos; pero él había venido solo. Os
puedo asegurar, eso sí, que él es el señor de todos los demás y así se aprecia en todas las
cosas; y Curial le hace reverencia arrodillándose.
-¡Ah, virgen María! –dijo el rey-. ¿Y quién podrá ser este caballero?
-Verdaderamente –dijo Fiesta-, no lo sé; pero creo que es el mejor caballero del mundo.
Respondió el rey:
Así, hablando de muchas cosas, los caballeros del torneo, una vez desarmados,
fueron hacia el rey; habiéndole saludado, vieron allí a la doncella de los escudos negros
y, cuando supieron que se llamaba Fiesta, se echaron todos a reír diciendo:
-Ciertamente, mejor fiesta y más alegre es estar cerca de vos que de vuestros caballeros,
porque, vive Dios, que sale caro acercarse a ellos en el torneo.
-En nombre de Dios –dijo Fiesta-, ellos valen para la liza y para los salones, y yo os
prometo que si ellos estuviesen aquí os agradaría su compañía tanto como la mejor.
A lo largo de toda la tarde no se habló de otra cosa que de los caballeros de los
escudos negros; y no había quién acertase a decir cuál era el mejor, tan sobresalientes
habían sido todos ellos. Pero como el rey advirtiese que todos estaban cansados, no
quiso que hubiese más torneos durante aquella semana, hasta el próximo domingo,
cuando todos hubieran descansado lo conveniente. Y así se mandó que los reyes de
armas y los heraldos lo propagasen por todas partes. Luego, cenaron y disfrutaron
mucho.
Después de cenar el rey mandó decir a la reina que viniese y que trajese con ella
a Fiesta. La reina fue allí y el rey tomó a Fiesta por la mano:
El rey y la reina y todos los señores y señoras, disuelta la reunión, dado que
había transcurrido gran parte de la noche, se fueron a dormir.
Según habéis oído los caballeros de los escudos negros se retiraron del torneo y
se encaminaron a sus tiendas; les siguieron el señor de Vergues y el señor de San Jorge,
los cuales se alojaron en las ricas tiendas de Curial. Cuando estuvieron dentro, se
preparó la cena y, tras desarmarse, cenaron muy animados, charlando sobre las
excelencias que aquel día se habían visto en el torneo.
-¿Qué pasa?
Y él respondió:
-Señor, este caballero se queja de vos con razón porque dice que, a su parecer, se os
manifiesta gran honor y mucha reverencia, y él, por no saber quién sois, no puede hacer
lo que debería a su juicio; y así es. Dice también que aquí los únicos engañados son él y
su compañero, pues no aciertan a dar con quién sois, mientras que todos los demás os
conocen. Por lo que os suplica con el mayor fervor que no insistáis en ocultaros, por
estar aquí en vuestra compañía, y también para estaros obligado de por vida. Y me
consta, señor, que si él supiera vuestro nombre, sería voluntaria y gustosamente vuestro
servidor.
Dichas estas palabras, se calló. El caballero agregó esto a las palabras de Curial:
-Señor, yo os ruego que no os hagáis de rogar más para decirme vuestro nombre, a
cambio yo seré vuestro y dócil a vuestras órdenes, mientras vos lo deséeis.
-Señor, con esto, Dios me ha concedido una gracia muy grande, pues ha satisfecho el
mayor deseo que yo tenía en este mundo. Yo, señor, llevo vuestras armas y soy de
vuestro linaje; y, por consiguiente, servidor vuestro frente a todas las gentes. No había
nada en el mundo que yo deseara tanto como conocer a mi señor, que sois vos. Por lo
que os suplico y pido por piedad que, de ahora en adelante, me consideréis como un
servidor y me queráis ordenar todo lo que convenga a vuestro servicio y me sea posible
hacer, porque en verdad que no os fallaré.
Fue grande la fiesta que aquella noche se dió en aquellas tiendas y todos
disfrutaron en gran medida. El señor de Vergues solicitó al rey la gracia de que su
compañero y él pudieran portar escudos negros y fuesen en su compañía el día del gran
torneo. El rey se lo concedió y se fueron a dormir; después, licenció a su compañía y,
reteniendo consigo a Curial, ordenó que cada cual fuera por su lado hasta el sábado
siguiente, puesto que no era su voluntad permanecer en ese lugar a fin de que no se le
reconociera; al igual que no le gustaría que les conociesen a ellos. Así, todos se dieron
por aludidos y se separaron lo más discretamente posible.
-Señor, sabe Dios que yo os deseo servir por delante de todos los señores del mundo; y
así cumpliré vuestro mandato por encima de todo.
En tanto se fue a su albergue con el señor de San Jorge, que no se separaba de él.
Y al preguntarles el conde de Flandes dónde habían estado, ellos contestaron que les
habían invitado unos caballeros, con quienes habían cenado y dormido. De modo
parecido, el conde de Foix preguntó a su hijo por dónde andaban los caballeros con los
que había estado y le respondió que se habían ido todos, dejando sus tiendas sin guardia
ninguna; por lo que el conde quedó muy extrañado.
Pero no pudo hablar con Fiesta en aquel día, durante el cual el rey celebró un
gran y sonado convite; entre otras cosas, había hecho preparar una mesa enorme para
todos los caballeros de los escudos negros, que tenían reservado el lugar más honorable
de la sala. Pero cuando fue la hora de comer y llegaron todos, el rey no vió entre la
gente a los caballeros extranjeros, por lo que les dió un margen de espera; de modo que
la comida se retrasaba mucho. El rey hizo llamar a Fiesta y le dijo:
-Fiesta, yo no conozco al caballero de las espadas ni al del halcón, por lo que os ruego
que, si están aquí, me los queráis mostrar, para poder honrar y celebrar como
corresponde a quienes se lo han merecido bien.
Fiesta revisó por todos lados y volvió al rey diciéndole que ni ellos ni ninguno
de la compañía estaban allí; el rey se quedó muy contrariado, aunque esperaba que
llegarían. Y así el día iba pasando y la comida se retrasaba. El conde de Foix se acercó
al rey y le preguntó qué estaba esperando que no se comía. El rey contestó que esperaba
a los caballeros de los escudos negros. El conde dijo:
El rey se quedó muy disgustado y se mostró muy molesto, pues consideraba una
grosería no haber previsto mejor las cosas. Todos se sentaron, pero el rey no consintió
que nadie se sentase en aquella mesa, sino que permaneció así, vacía; y él estuvo toda la
comida tan pensativo que no comió ni tuvo satisfacción alguna. Cuando acabaron de
comer, el rey dijo a Fiesta:
-Yo no sé quién ha salido perdiendo, si vos o yo, porque vuestros caballeros se han ido
y os dejado aquí. Pero mientras yo tenga tal prenda de ellos, como sois vos, no temo
perderlos.
-Señor, ellos han abandonado sus tiendas, sin vigilantes; así pues, mandad que sean
guardadas.
Entonces dijo el rey que él mismo iría a aquellas tiendas, mientras ellos no
estuviesen; al menos, así, se le podría contagiar algo de los valores que ellos tenían
–salida con la que el conde se rió a gusto-. Y el rey se fue a cenar a esas tiendas y asignó
a la reina las dos de Curial, muy ricas, y él se instaló en la del rey de Aragón, ignorando
que fuera suya; aunque ni con mucho era tan bella como las demás. Todos hablaban de
aquellos caballeros y se extrañaban de que se hubieran ido sin decir nada al rey de
Francia. Pero el rey pensaba que, dado que habían dejado las tiendas, volverían, y
entonces los podría conocer; pues se decía para sí que no se le escaparían así como así.
Y mientras el rey se solazaba en las tiendas y los caballeros todos las miraban,
llegaron la duquesa de Baviera y su hija con una selecta compañía. Vestía Laquesis un
traje de satén carmesí, con labores de ojales y lazos de oro, y llevaba en la manga el
lebrel5 y las letras, a juego con la tienda que había dado a Curial. Al advertir la
coincidencia, todos dijeron:
-Laquesis, vuestro traje me hace creer que vos debéis conocer al caballero al que
pertenece esta tienda; por lo que os ruego que tengáis a bien decirme su nombre y todo
lo que sepáis de sus proezas.
Tales bondades dijo Laquesis del caballero que el rey comprendió a las claras
que ella estaba enamorada de él hasta el punto de no saber disimularlo. Entonces el rey
le preguntó si sabía algo de los otros caballeros que le acompañaban. Laquesis le
contestó que no.
-¡Oh! –exclamó el rey-. ¿Y cuándo los podré ver yo? Ciertamente, me siento muy
acuciado por verlos, y, si supiese dónde los podría hallar, iría a su encuentro.
5
Vocablo que falta en el original.
Pero se acababa conformando con la idea de que el domingo siguiente los vería
en el torneo y que, allí, él no cejaría hasta conocerlos. Durante toda la semana el rey de
Francia decidió seguir en las tiendas, organizando grandes festejos, a la espera de ver a
los caballeros. La reina estaba muy disgustada porque el rey mencionaba tanto a
Laquesis, a quien apenas apartaba de su vera; y a la inversa -aunque el rey también le
rendía muchos honores-, la reina atendía y favorecía al máximo a Fiesta, dándole joyas
y ropas -a pesar de tener ella suficientes-, y alababa todo el rato su donaire y habilidades
por encima de todas las doncellas que había conocido. Así pues, estas dos doncellas
acaparaban todos los éxitos de la corte.
Al mismo tiempo, como no se hablaba de otra cosa que del torneo, se reprendió
mucho a Salisbury por la actitud que tuvo con el caballero del halcón, porque cuando
este caballero había derribado a mosén de Gloucester y le quitó el escudo, había actuado
bien y en calidad de caballero, combatiéndole cuerpo a cuerpo; y si Salisbury, dado que
se encontraba personalmente en el combate, quería ayudar o ayudó de hecho a
Gloucester, bien lo podía haber hecho sin cargarse de agravio. Pero, viéndolos, dejarlos
para ir a buscar caballeros y unirlos a todos para que fueran al unísono contra un solo
caballero, eso estaba mal hecho y no era obra digna del caballero que se preciaba ser;
porque si, por ventura, mientras él fue a buscar y reunir a los caballeros, el caballero del
halcón hubiese matado a Gloucester, Salisbury se habría quedado sin primo hermano y
quizás hubiera perdido la ocasión de vengarse. Por otro lado, el código de la caballería
no contempla que estos acuerdos se tomen en este caso ni por esta vía.
Otros dijeron que Aquiles hizo bien al matar a Troilo de cualquier modo, porque
las victorias se consiguen de muchas maneras, y que se tacha de sabio al caballero o jefe
que más sabiamente o con la mayor cautela, con menor daño y riesgo, y con la mayor
garantía, sabe procurarse y hacerse con la ansiada y peligrosa victoria.
Por esos días, enfermó gravemente un hijo del rey, por lo que las fiestas se
interrumpieron y la reina le suplicó que no siguiera el torneo; y así lo ordenó el rey. Tras
haberlo licenciado, se recluyó en Melun, y el señor de Vergues fue a las tiendas. Ello
propició una gran desavenencia entre él y el conde de Foix, pues éste quería vigilarlas
también y destacar allí a su hijo, para lo cual creía tener derecho; y el otro, por serle
nuevo servidor y pariente, y por haberle sido encomendada la doncella, a la cual
veneraba; pero ni el uno ni el otro osaban decir de quién eran. Muchos se lo
recriminaban porque decían que no lo hacían más que por quedárselas para ellos
mismos en el caso de que no volvieran; y sobre ello había diversas opiniones.
El rey estaba turbado y no sabía qué partido tomar; por lo que llamó a Fiesta y le
preguntó que quién se encargaría de las tiendas. Fiesta respondió que un prohombre,
que ella le enviaría, vigilaría las dos; de las otras, no sabía qué decir. Entonces el rey le
dijo:
Respondió ella:
-Ahora –dijo el rey-, yo os ruego que me hagáis un favor, con lo cual habréis satisfecho
el mayor deseo que tengo en el mundo y a vos no os costará nada ni os causará ningún
daño.
Fiesta accedió.
-Señor –dijo Fiesta-, es un abuso hacerme decir su nombre contra su voluntad; pero ya
que tanto lo deseáis, os lo diré, con la condición de que no se lo repitáis a nadie en el
mundo.
-Es el rey de Aragón y, hoy por hoy, la suya es la lanza del mejor caballero del mundo.
-¡Ay de mí! –dijo el rey-. ¿Y por qué habré dado fin al torneo? Ciertamente, él ya no
volverá otra vez ni yo lo veré nunca más. ¡Ay, pobre de mí! En verdad que yo no
sospechaba que tal caballero hubiese venido a mi reino.
-Ciertamente –dijo el rey-, así es: el mejor del mundo; ante él, todos enmudecen.
-Curial, dado que ha finalizado el torneo, yo me voy; y volveos vos también, pues mi
intención es no permanecer más aquí y no ir acompañado con ningún caballero del
mundo. Así que, os encomiendo a Dios. Pero os ruego que tengáis la amabilidad de
visitarme, pues yo os aseguro que tendré más placer de veros que a ningún otro
caballero.
Curial le suplicó que le dejase ir con él, al menos hasta que hubiese vuelto a su
reino o hubiese encontrado a otro caballero de los suyos que le sirviese y le hiciese
compañía. El rey no lo consintió, sino que le rogó que regresase y saludase
efusivamente a la doncella; de modo que el rey se volvió a su reino.
Respondió Melchor:
El rey de Francia volvió a París e hizo recoger las tiendas del rey de Aragón y
las colocó en la iglesia de San Denís, alegando no saber de quién eran y que estarían allí
bien guardadas hasta que sus dueños las quisieran recuperar.
-Curial, no gimoteéis, que no es propio de caballeros; yo os digo que en todas las cosas
sois el mejor de los caballeros, pero en cuanto a lloriqueos sois como las hembras y es
un vicio que os resta gran parte de vuestra virtud y honor.
Respondió Curial
-Más bien os diría que es una virtud alegrarse con los alegres y llorar con los que sufren;
pero, aunque fuera como vos decís, yo no podría hacer otra cosa; porque, cuando me
acuerdo que estoy lejos de la señora, me acecha una sensación de perder la vida, y
ahora, que me alejo de vosotros, es como si el alma se fuera de mí.
-Sea como sea –dijo el prohombre-, ahora, yo creo que vuestra estancia aquí os será
causa de honor y provecho; Güelfa lo ha visto muy claro, porque está escrito que ningún
profeta es bien visto en su patria. Y si lo queréis entender bien, el Monferrato es poca
cosa para vos, según los proyectos de Güelfa. Así, seguid con Dios. Sólo os ruego que
os comportéis congruentemente y no hagáis que por culpa vuestra aquella señora se
enfurezca con vos. Yo os enviaré toda vuestra gente y vuestras pertenencias; y no
dudéis en pedirme prestado, pues cumpliré siempre con vuestras expectativas.
Curial respondió:
-Señor, padre, Dios sabe que todo mi deseo es estar junto a la señora a fin de poderla
servir en todo lo que a ella le plazca, pero ya que a ella le place así, yo no puedo hacer
otra cosa y estaré allí donde me ordene. Pero os ruego a ambos que le queráis decir que
no dé crédito a falsas informaciones y que, por piedad, no me culpe como en proceso de
ausencia; sino que, si por ventura le dicen algo que la encolerice contra mí, se digne
oírme antes de condenarme.
-Fiesta, hermana mía, mi suerte no ha consentido que yo os devolviera al lugar del que
os saqué y os retornase a la señora que os confió a mí. Así, os suplico que si no os he
honrado tanto como exige vuestro honor, me queráis perdonar, pues no he fallado por
mi voluntad, sino que debéis atribuirlo a mi limitación por no haber sabido hacerlo
mejor. Pero quiero que siempre dispongáis de mí, pues estoy tan ansioso por
complaceros como a nadie que viva en el mundo.
Melchor respondió:
-Curial, animaos, que pronto, si Dios quiere, recibiréis noticias que os agradarán.
Y yendo a París se compró una mansión muy buena, que adornó con lienzos de
Arrás y muchos otros tapices notables, y se acomodó en correspondencia a su situación;
de modo que cualquiera que iba a su casa estimaba que su nivel era congruente con su
prestigio y su fama. En una palabra, que dejadas de lado las bagatelas, lucían en
profusión y copiosamente cosas de mucho peso.
Yo no puedo creer que el arte que yo tenga para escribir sea suficiente para dejar
por escrito convenientemente lo que voy a contar, ni que mis expresiones sepan regir la
pluma, que enrojece y se avergüenza en mi mano cuando me pongo a pensar que me
toca explicar en este capítulo la alegría que tuvo Güelfa cuando vio a su doncella. Pues
santiguándose, se encendió toda ella, su cara retomó color, y se conmocionó ante ella,
quien, echada a sus pies, le decía, besándole las manos:
-¡Con cuánto afecto, muy noble y magnífica señora, aquel valeroso Curial os besa las
manos! Ciertamente no hay ninguna hora en su día en que no os recuerde, ni una
ocasión en la que oiga vuestro nombre y no incline la cabeza curvando su rodilla. Os
digo, de veras, ¡oh muy egregia señora!, que no puedo creer que haya en el mundo
señora más bienaventurada que vos.
Dijo Güelfa:
-Cuéntame, fiesta y alegría mía, bien mío y reposo mío, todas las cosas que has visto
desde que partiste de aquí; no me mientas, amiga mía. Calla y no digas nada, espérate
un poco; dame tiempo para llamar y comunicárselo a la abadesa, que ha sido la
confidente de mis amadas penas. Mira que ya viene hacia aquí boquiabierta y acelerada,
fallándole el aliento; mira que no puede ni hablar; transmítele los saludos, si traes para
ella. ¡Habla, que no te lo puede ni pedir!
-No había salido todavía de la casa en la que dejaba al apenado Curial cuando oí las
pisadas firmes de alguien que venía tras mi corriendo y, volviéndome, vi al doliente
Curial venir atropelladamente; se me acercó y no pudiendo decir nada, se puso en los
ojos un trapo ya medio bañado en lágrimas, y, tras estar un rato sin hablar, cuando la
aflicción le permitió expresarse, dijo: “Dulce vida mía, encomiéndame a la abadesa,
alma mía muy cara”. Yo le miré un poco y, no pudiendo componer las palabras, me
convertí en estatua de mármol; pero Pandolfo6, que no me dejaba nunca, me hizo avivar
los ánimos, que tenía medio muertos, diciendo: “Contestad y vámonos.” Por lo que yo
solamente tuve la oportunidad de decir: “Lo haré”. Dándole la espalda, intenté venir
hacia acá, atraída por el deseo de ver a vuestra señoría, mas los suspiros de Curial me
tiraban hacia atrás tan fuerte que no podía dejar aquel lugar; cuando Pandolfo dijo
terminante: “Vámonos.” Por lo que yo, llorosa, dejé a aquel afligido, que me figuro que
en todo aquel maldito día no se movió de allí.
-Dulce Fiesta mía, empieza a contarme con todo detalle las cosas que viste desde que te
fuiste de aquí; mira que yo abro ya mis oídos y hago el sitio adecuado a tus palabras; mi
corazón templa ya su pluma y se prepara, con dedos bien amaestrados, a grabarlas en mi
memoria, para que yo las pueda leer y recordar. Y seré avara en guardar el tesoro que
me gustaría derrochar con prodigalidad.
Curial en París
Curial, cuando estaba en París, no quería que se hiciera mención de él, ni incluso
que se supiesen sus hechos de armas, ni que -si se llegaban a saber- fuesen tenidos en
alta estima. Pero fue delatado al rey por el señor de Vergues y por el señor de San Jorge,
y el rey le hizo entrar en su círculo con grandes encomios y ofertas halagüeñas; y se vio
asaz favorecido, cosa que a unos agradó y a otros desagradó.
6
Deformación familiar de Pando.
Laquesis hacía pública su complacencia y no tenía otro bien ni descanso sino
estar con Curial. No reposaban tanto ni estaban tan satisfechos el duque de Bretaña, el
duque de Orleans ni Carlos de Borbón, que eran caballeros jóvenes, todos ellos
enamorados de Laquesis y que se afanaban todo lo que podían en agradarla; a la vez que
ella les hacía buena cara. Pero cuando estaba Curial, se llevaba todos los mimos, y los
otros se morían de envidia y de celos; de modo que esto provocaba que Curial cayera en
desgracia para algunos -pues verdaderamente aquellos señores le hubieran sido
favorables, por su carácter y valores, de no haber andado Laquesis por en medio-; y por
eso se esforzaban en procurarle las máximas humillaciones y desprestigio. Pero por otra
parte Curial se veía muy halagado por el rey y por muchos otros; entre ellos, el conde de
Foix, el señor de San Jorge y el señor de Vergues le eran muy allegados. O sea que
quizás muchos habrían intentado perjudicarle de no ser por éstos, quienes llegaron a
conseguir que le tratase y se le acercase el duque de Borgoña, que a menudo y
repetidamente se lo llebava a su hostal e incluso llegó a pretender que Curial usase de
sus bienes y fuese suyo; pero Curial nunca lo aceptó.
Por un tenor se sucedieron los hechos durante algunos meses, a lo largo de los
cuales se hicieron en París muchas justas y torneos. Y llegado el momento, Curial hacía
por apartarse, de manera que nadie supiera nada de él; después, aparecía disfrazado en
la plaza y, efectivamente, cada vez se llevaba el premio. Pero nadie pudo llegar a saber
ni descubrir quién era, por lo que el rey y la corte entera estaban muy extrañados. En
efecto, comportándose así, nadie seguía sus hechos; salvo Laquesis. Un día, en medio
de una gran fiesta, fatigada de tanto bailar, estaba hablando con el rey y dieron en alabar
a Curial; y la desvergonzada hembra, para darse importancia, dijo al monarca:
-Señor, os querría confesar un secreto, pues sé que os va a agradar y tenéis gran interés
en saberlo.
Dijo el rey:
Ella replicó:
-Os lo habría dicho antes sino fuera porque temía que fuera sabido por otras personas, y
yo perdería mucho con ello; por lo que os suplico que, después de contároslo, vuestra
merced guarde secreto.
-Señor –volvió a decir ella-, ¿vos deseáis saber quién es el caballero que se lleva todas
las veces el premio del torneo y de las justas? Sabed que es Curial; pero lo lleva tan en
secreto que, salvo yo -a quien él envía los tesoros ganados-, nadie sabe quién es el
vencedor.
Respondió el rey:
-Siempre sospeché que era él por dos razones: una, porque él es el más valiente
caballero que hay hoy en estas tierras; otra, porque cuando tienen lugar estas fiestas, no
se le ve nunca.
Laquesis se veía muy solicitada por reiteradas instancias que le hacían muchos
para pedirla en matrimonio, mientras que a su madre le agradó que el rey tramara dar su
hija como esposa al duque de Orleans; y la quería forzar para que cuajase la boda. Pero
Laquesis, postergando cualquier acatamiento, le respondía que podía darle la muerte,
pero no marido. Y Laquesis no quería volver a Alemania, aunque la madre hacía planes
a diario para irse.
Mientras las cosas iban así por la corte, llegó un caballero bretón, procedente del
Santo Sepulcro, que se llamaba Bachier de Vilahir, apodado Jabalí7 de Vilahir porque
tenía unos dientes enormes y, además, se decía que cuando peleaba o se irritaba, echaba
espuma com si fuese un jabalí.
Este caballero, de gran arrogancia y con muchas ínfulas, era una mole, de mirada
terrible y gestos descontrolados; por eso se le acentuaba la soberbia, pues era tan
hercúleo que no temía a nada que se le pusiese por delante -más aún cuando las cosas le
habían ido bien hasta entonces-; y, por otra parte, tenía fama de ser el caballero más
echado para adelante, más osado y más bravo. Conocedor de su fama y creyendo que
por esta causa era muy agraciado, temido y loado, despreciaba a todos los demás
caballeros y sostenía que no eran nada los hechos de Tristán ni de Lancelote, pues en
esa época los caballeros no disponían de armas y la gente era muy flaca, tanto en lo
físico como en el espíritu; y que si por ventura se les ocurría ponerse delante de alguien,
los otros se esfumaban, amedrentados. Y que si hoy estuviesen vivos -y aún más Héctor,
Hércules y Aquiles, de quienes han escrito tantas cosas los autores-, sin tener que buscar
mucho, habría muchos caballeros que les harían ir con tiento.
Según estos planteamientos, Jabalí de Vilahir era muy estimado y los señores le
tributaban muchos honores; y, a su llegada, fue tan celebrado que por poco pierde el
juicio. Y al preguntársele qué le había ocurrido durante el viaje efectuado, contaba cosas
tan extraordinarias -sea de batallas con moros, de las cuales siempre había salido
vencedor, o bien con otras gentes, fuera por tierra o por mar- que a los oyentes les
parecían milagros; y se atribuía a sí mismo la gloria de la victoria, afirmando que, de no
haber estado allí, se hubieran perdido todos los que iban con él. Todos lo miraban y,
casi perturbados ante tal excepcionalidad, lo consideraban el más singular caballero del
mundo; muchos decían: “Ciertamente, si hubiera ido a Melun, no se hubieran ganado el
renombre que se ganaron los de los escudos negros en ese día.”
7
En el original, en francés: “Sanglier”.
y, sin comentar nada, hizo el gesto de marcharse, un noble escudero, gran amigo de
Jabalí, dijo:
-Curial, a vos sólo os agrada que se hable bien de vos y, dado que sois buen caballero,
no os debería repugnar oír cosas buenas acerca de otros caballeros, especialmente del
que, a fe mía, entre todos los buenos obtiene el más destacado y primer lugar.
Curial respondió:
-A mí no me disgustan las cosas buenas que oigo de Jabalí, al contrario, vive Dios, me
agradan mucho; pero causa tedio oír lo mismo muchas veces.
-Está visto –dijo el otro- que la negra envidia que le tenéis os hace detestar lo que a los
otros agrada.
Curial, que ya echaba humo por las historias del noble hombre, insistió:
El noble replicó:
-Tampoco sois vos caballero como para que ni Jabalí ni otro tengan que apreciar
vuestras palabras.
Curial, ya, fuera de sí, no pudiendo dominarse (tanta cólera había acumulado),
estiró un brazo y agarró al hombre por el pecho, diciéndole:
-Tampoco yo aprecio vuestras palabras; pero si las pronunciara Jabalí, yo le haría ver
que habría hablado mal.
La fama de esas palabras extendió sus alas y llegó con raudo curso hasta la casa
del duque de Bretaña, quien, junto con Jabalí y con otros caballeros, como los que
buscan pelos en los huevos y nudos en los juncos, buscaban cómo poder hundir a Curial
sin dejar rastro. Y en cuanto las oyeron, dijo Jabalí:
Se reunieron aquel día en casa del duque de Bretaña, el duque de Orleans, Carlos
de Borbón y otros muchos; y, tras debatirlo, concluyeron que Jabalí luchase con Curial,
cuerpo a cuerpo. Así se decidió y Jabalí prometió llevarlo a cabo.
Por otro lado, el duque de Borgoña se fue a casa de Curial y asimismo el conde
de Foix, el señor de Vergues, el señor de San Jorge y muchos otros altos barones. Y
oídos los consejos, según el duque de Borgoña, Curial tenía que desafiar a Jabalí, pero
según el conde de Foix y todos los demás, no, porque Jabalí no había ofendido en nada
a Curial, sino que era Curial quien había ofendido a Jabalí; aunque no por su propia
inciativa, sino empujado por las palabras de Guillermo de la Tor, que había ido
demasiado lejos. Y a pesar de que Curial había dado satisfacción de palabra y de hecho,
la ofensa quizás alcanzara incluso a Jabalí, que no merecía ningún daño. Por ello, era
preferible esperar a ver qué haría Jabalí, dando por supuesto que los consejos que
recibiría tal caballero no permitirían que se mermara su honor ni un pelo. Así, se fueron
a comer cada uno a su casa, excepto el señor de Vergues y de San Jorge, que se
quedaron con Curial.
-Antes bien, sería algo muy gentil que un caballero extranjero -que no sabemos quién
es-, viva entre nosotros y nosotros nos esforcemos en honrarlo -y él en despreciarnos-.
-Curial, vuestro nombre no concuerda con las obras. Yo os quería hablar, pero me ha
sido prohibido por el rey, mi señor; sólo os digo que os quiero requerir para combatir a
ultranza con vos; y que vos escojáis las armas y busquéis juez y plaza, con esta
condición: que si el juez que elegís no deja llevar la batalla hasta el final, vos os daréis
por vencido, como fementido y traidor; en otro caso, yo me obligo a seleccionar el juez
con la misma penalidad: que si no deja llevar hasta el final de la batalla, sea yo quien
quede vencido, como fementido y traidor.
Curial, oídas estas palabras, no se apresuró a responder, sino que se tomó una
pausa de reflexión; después contestó en un tono muy blando y suave:
Es cierto que al rey le desazonaba que se diera aquella batalla y por nada del
mundo hubiera querido mantener aquella plaza; pero los duques, a una voz, le
importunaron tanto que el rey no se pudo zafar de mantenerla. Aunque dijo que, por
nada del mundo, juraría el dejarla llevar hasta el final; y que todos se dieran por
enterados de que, a la vista del encono de los caballeros -por lo que le concernía a él-, le
satisfacerá mucho ver cuánto le cuesta a cada uno el día de la batalla, pues por ventura
querrían no haber caído en decir ni hacer tal barbaridad. Y dado que todos lo habían
acordado sin dudarlo, él les hará ver a todos que hubiera sido mejor llegar a la paz. Y
asignó el día de san Jorge para la batalla.
Pasado aquel día, Jabalí envió a Curial un heraldo con una carta, en la cual
estipulaba las armas de esta forma: primero, que cada uno se pudiese armar a su gusto y
buen entender, con armés común de guerra, sin permitirse llevar navajas, objetos
punzantes, maleficios, piedras ni cosas así; sino que llevasen hachas, espadas y dagas,
por un igual, concretando la longitud de cada una de estas armas. Asimismo le envió la
carta del rey, en la cual les mandaba que estuviesen en París el día de san Jorge, prestos
para entrar en la liza y presentar batalla.
A Curial le parecieron muy bien las cartas y tuvo atenciones con el heraldo; pero
comentó que el tiempo que el rey había asignado le parecía muy largo. Y le dió al
heraldo un traje suyo muy valioso y un buen montón de francos de oro, ante lo cual el
heraldo se puso muy contento y se volvió a Jabalí diciendo maravillas de Curial.
Curial respondió que su amistad no era como para tener que complacerle en lo
que le pidiese; pero ya que comprobaba que buscaba su daño, le complacería más
generosamente de lo que había pedido y que, en cuanto tuviera licencia del rey, no le iba
a faltar quien le matase. Guillermo de la Tor enseguida fue a suplicar al rey que les
hiciese la merced de autorizar que la batalla fuese por parejas. El rey otorgó licencia de
muy buen grado, pues, como era mucha la pesadumbre que le originaba este asunto, por
eso precisamente prefería que fuesen muchos los que peleasen; puesto que, cuanto
mayor fuese el daño, antes pasaría la ira.
Así, el heraldo volvió a Curial y le transmitió la licencia del rey, de lo cual
Curial se alegró mucho, y se puso a pensar quién sería su compañero en aquella jornada.
Y tras pensarlo mucho, decidió no coger a nadie del reino de Francia -a pesar de que
muchos se le ofrecían para la batalla-, sino que escribió al rey de Aragón, explicándole
la situación en la que se hallaba y que tuviese la amabilidad de enviarle un compañero
para la jornada.
Mas Aznar de Atrosillo, que lo oyó, sin decir nada, partió al momento de
Barcelona y se fue a dormir a La Roca; desde allí escribió una carta al señor rey, en la
cual le anunciaba que se había ido para unirse con Curial y participar en la batalla, por
lo que le suplicaba y le pedía su favor y que no le privase de su gracia, a fin de que
tuviese a bien escribir a Curial conforme él lo enviaba. Y se levantó a medianoche y
siguió su camino, a grandes zancadas, temiendo que el rey le diese alcance
impidiéndoselo. Hasta que llegó a París y se presentó a Curial. Esto alentó mucho a
Curial, pues le conocía de haber llevado el estandarte en el torneo, y era valiente y muy
valeroso, fuerte y arrojado; por tanto, cualquier caballero que lo tuviese por compañero
se alegraría razonablemente.
-Que Dios me ampare, siempre pensé que Aznar necesitaba más freno que espuelas;
pero, sin lugar a discusión, es un caballero valioso y extraordinario. Y más lo será si
Dios lo quiere.
A muchos les desagradó esto porque hubieran querido ser ellos los que
participaran en el honor de Curial. Por ello, el rey, con premura, mandó hacer aprestos
muy costosos y, junto con una gran suma de dinero, se lo envió a Aznar; y escribió a
Curial, así como al conde de Foix, al señor de Vergues y al de San Jorge, para que se
hicieran cargo de él. Cuando Curial recibió las cartas del rey tuvo una gran alegría y
entregó respectivamente las de tales señores; por lo que en seguida se adelantaron a ver
a Aznar y, poniéndole en medio, llamaron al rey para que le rindiera cortesía y se
presentase a él. Porque Curial en ningún momento había aceptado compañero alguno,
pensando que sería una locura, habiendo escrito al rey, adoptar uno sin su permiso; pero
tras recibir la carta real, aceptó al tal Aznar por compañero con un contento que no se
podría expresar.
Aznar era un joven de veinte años, muy buen luchador, lanzador de pértiga, muy
hábil en todos los ejercicios de armas, fuera a espada, hacha, o también daga; y tan
ligero que, al saltar o dar vueltas, parecía que volase; y era tan fuerte que en el reino
donde se había criado hasta ese día no tenía igual. Tenía el pelo espeso y muy
encrespado, la cabellera abundante y negra, manos amplias, hombros y pecho anchos, y
era listo y atrevido como un león. Cuando hubo hecho su reverencia al rey, dijo el
duque de Borgoña:
-Señor, he aquí el compañero de Curial.
-Habéis insistido mucho en procuraros daño. Y creo que Dios os apoyará, porque me
temo que ha venido quien os va a rascar la tiña.
Dicen algunos que Guillermo había sido tiñoso y el rey lo apreciaba mucho; pero
ahora lo aborrecía a fondo porque esta desgracia había sucedido por su culpa y había
sido el causante de todo. Todos miraron a Aznar y comprendieron que debía ser un
caballero valiente y muy fuerte, pese a ser muy joven e inmaduro; y se generalizó la
opinión de que los cuatro tendrían mucho qué hacer.
Amaba Laquesis a Curial por encima de su propia felicidad, y, así, cuando supo
la batalla entablada entre él y Jabalí, sintió en su corazón un dolor muy grande y, con
mucha ansia, rogó a su madre para que terciase con el rey y con los grandes señores a
fin de que no se llevase a término, consciente de que, a pesar de ser Curial valiente y
muy fuerte caballero, Jabalí, por su fama y las atrocidades que de sí mismo presumía,
excedía y sobrepasaba a todos los caballeros; por lo que, aunque Curial fuese tan bueno
como el mejor, ella no soportaba el terror de aguardar hasta el fin de la batalla, que era
francamente dudoso. Y añadió:
-Señora, según tengo entendido, ellos no tienen razón para combatir ni hay motivo por
el que la batalla tenga que tener lugar. Así, a vos, que sois mujer con experiencia, os
incumbe promover las paces y encarrilar esta desgracia, sabiendo con seguridad que si
los hechos se decantasen mal para Curial –lo que Dios no quiera-, podéis contar con mi
muerte, pues no quiera Dios que yo viva tanto como para oír malas noticias de Curial,
ni le vea morir con mala muerte, ni siquiera en peligro de ella. Por otro lado, como todo
esto se reduce a envidias y celos que le tienen por mi causa, todos dirían: “Estas
fatalidades pasan por Laquesis.” Y pensad qué honor se me echa encima. Quisiera Dios
que nunca lo hubiese visto; o, al menos, que yo no hubiera venido aquí.
-Hija mía, he entendido bien todo lo que me has dicho y en tres cosas te veo engañada:
la primera, que tú amas a un hombre que no es conveniente a tu nobleza; la segunda,
que Curial ama a otra, a la que conozco bien de oídas; y en tercer lugar, que estás
perdiendo, por él, uno de los matrimonios más ventajosos del mundo.
-No se extrañe vuestra excelencia, oh muy ilustre señora, de la respuesta que oiréis, ni
queráis imputarlo a desvergüenza mía, porque la necesidad en que yo me veo rompe y
desgarra por completo las leyes, no sólo de la vergüenza sino también de la razón; y
aunque debiese tener vergüenza, delante de vos no ha lugar, pues sois madre y conocéis
totalmente mis problemas y todo mi apuro. Por ello, he resuelto, superar y vencer la
vergüenza antes que recibir un daño, pudiéndolo evitar.
Yendo a la primera, ¿os acordáis, señora, de los argumentos que dió Guismunda
a Tancredo, su padre, acerca de su relación con Guiscardo, y de la descripción de la
nobleza? Muchas veces habéis alabado aquella respuesta, valorando a la mujer de buen
sentido y virtud. Y sin embargo, Guiscardo era joven y soltero, pero sus manos nunca
habían ejercido como caballero, si bien en entretenimientos, burlas y juegos se
desenvolvía bastante cortésmente; pero, viendo Guismunda que el joven tenía un buen
fondo y previendo que podría tener mejor fin, decidió amarlo y, amándolo, se entregó a
él. A pesar de que Guiscardo no valía ni un uno por mil de lo que vale Curial. Era hija
del príncipe de Salerno, había tenido por marido al hijo mayor del duque de Capua, del
linaje de los reyes de Sicilia, y, por ello, su honor debía serle algo muy preciado. Pero
Amor, que es piadosa, y la benigna Fortuna los unieron; y para que uno no llorase al
otro por mucho tiempo, les procuró una muerte casi simultánea o inmediata; y en eso les
fue favorable la Fortuna, pues ambos tuvieron un mismo sepulcro.
Curial -es obvio a todos e incluso si las piedras hablasen lo proclamarían- es hijo
de gentilhombre y de gentil familia; como vos y como yo. En primer lugar, porque lo
vemos en gentil y muy noble estado: sabemos que es favorecido por el emperador y
tenido en gran estima por reyes y duques. Que sea caballero, prefiero callármelo, puesto
que lo sabéis tan bien como yo, pero quizás no tan bien, porque yo, a quien atañe más el
hecho, tengo buen cuidado de informarme mejor y más minuciosamente. Aunque,
bastante sabéis de él, si tenéis presente cuánto honor nos ha deparado su caballería. ¡Ay,
desgraciada, que ahora tiemblo porque me parecía ver el fuego en el que debía arder
Cloto, mi hermana mayor! Pero lo apagamos con el agua de sus dotes de caballería. Y
que el señor duque, mi padre, me ofreciese a él con todo su ducado, bien lo sabéis vos.
Como que, cuando Curial se quedó confuso por un momento, sin responder, replicó el
duque: “Curial, me la llevo como cosa vuestra, siempre que vos la queráis os la
entregaré.” ¿Y haré que mi padre mienta y alteraré su ley y mandato? No lo quiera Dios.
Más aún cuando, pese a todo el fervor de amor que me alumbra, yo no me he portado
deshonestamente, sino que he guardado vuestro honor y el mío; y lo guardaré mientras
viva. No confío tan poco en el bien que Dios ha puesto en Curial como para que me
pidiese ni tomase nada de mí que me supusiese deshonra, suponiendo que yo
consintiese. Querámosle bien, al menos por los beneficios que de él hemos recibido y, si
somos tan ingratos que no le recompensamos, no le olvidemos; y si lo olvidamos, no
devolvamos mal por bien, porque sería un uso diabólico.
Una sola cosa creí que querríais objetar en mi contra; esto es, que es un
gentilhombre de origen pobre. Yo nunca lo vi pobre sino muy rico; y siempre, en estado
regio. Y en caso de que fuera verdad, no me afecta: la gentileza ya la tiene, le falta pues
la herencia; mi padre se la ha ofrecido y, cuando se la haya dado, valdrá tanto como él o
más. Pero, si mi padre no tuviera heredades, ¿valdría tanto como Curial? No,
ciertamente, porque Curial sin herencia vale mucho; así pues, cuando tenga heredades
valdrá más que otro, aunque a mi entender ya lo vale. Las otras cosas que habéis dicho
las dejo vacías de respuesta. De ahora en adelante haced lo que queráis, porque no os
quiero disgustar más con ello.
-Muy querida hija mía, por tus palabras me he ratificado acerca de tu disposición y sé
verdaderamente que en muchas cosas de las que has dicho tienes razón. Pero en cuanto
a hacerte fuerte con Guismunda, estás muy equivocada. No negaré que Guismunda no
sea como tú dices, de mucho valor, inteligencia, y muy virtuosa, y creo que las palabras
que pronunció las dijo con mucha sensatez; pero es cierto que con Guiscardo actuó con
poca honestidad y fue indiscreta, y por eso abocó al final que tú conoces.
Otras cosas necesita la mujer, sin necesidad de decir frases: mucho mejor le
hubiera ido sabiendo menos; o al menos no fiarse tanto de su saber, porque las mujeres,
creyendo que con palabras sabrán tapar sus errores, se atreven a hacer cosas que no
harían si no tuvieran esa confianza. Y no sigo; siempre intentaré complacerte en lo que
me has pedido; la petición es honesta. Y debido a que todos saben que nos ha
proporcionado muchas y grandes satisfacciones y honores, intentaré intervenir en este
asunto. Así pues, cuando el tiempo sea propicio, no perderé la oportunidad.
Güelfa había oído algo acerca de la batalla a que tenía que enfrentarse Curial y
esperaba con la mayor inquietud del mundo certificarlo cabalmente, cuando le llegó un
gentilhombre de parte de Curial y le explicó toda la trama, de lo cual Güelfa sintió un
dolor muy intenso y se apenó mucho por haber dispuesto que Curial permaneciera en
París.
-¡Ay, triste de mí! –dijo Güelfa-. ¿No cesará nunca mi dolor? ¡Ah Curial! ¿Por qué te ha
hecho Dios tan noble y tan valeroso? Más te hubiera valido no ser tan fuerte y no te
acosarían tantos hechos aciagos, o al menos te verías libre de peligros; y yo, de terror.
¡Oh, qué seguridad da el término medio, pues los extremos no dan descanso alguno! Me
he deleitado mucho pensando en la virtud de tu caballería, pero he pasado mucho
miedo; y esta vez, que es mayor que todas las otras veces, creo que pondrá fin a mis
días.
Pero yo, desdichada, ¿por qué me lamento? ¿Qué ayuda estoy dando a Curial ni
qué provecho saca? Sería mejor dejar las lágrimas y -si me es posible- procurar salvarle.
Sólo una cosa me da ánimos: que sé que verdaderamente Curial es un caballero; pero
donde hay un buen caballero, hay otro igual o mejor. Ahora no cabe hacer más que
ayudarle con dinero y con lágrimas, que no se me pide otra cosa. Y a juzgar por lo que
veo, la razón está del lado de Curial, pues el otro le ha querido desafiar a muerte, y
Curial se ve obligado a defenderse.
-O sea que, Paulino, vuélvete con Curial, y dile que, por el amor que me tiene, se
esfuerce mucho y que ordene lo que quiera que se haga aquí por él, pues se llevará a
cabo de inmediato.
Y escribió cartas a Curial, las mejores y de mayor estímulo que pudo y supo
redactar, así como le envió joyas y dinero; sin embargo, el sentimiento de dolor se
quedó con ella. Y mandó hacer una imagen de san Jorge y cada día oía tres misas, todas
en loor de dicho santo. Paulino regresó a París y, entregadas las cartas y las joyas de
Güelfa a su señor, Curial se quedó tan alegre que, de gozo, no sabía qué se hacía; y se
preparó para la jornada lo más honrosamente que supo.
Durante todo este tiempo hubo muchos intentos para mediar en la disolución del
combate, pero Jabalí no quería hablar ni oír hablar si no era de la batalla. Los duques de
Bretaña y Orleans tampoco le aconsejaban que lo dejase, dando a Curial por muerto; y
cada uno de ellos pensaba que, muerto éste, se enseñorearía por completo de Laquesis,
sin tener en cuenta si ella daría su beneplácito.
Asimismo, los negociadores de las paces iban a ver a Curial, rogándole que
abandonase la batalla. Curial respondía siempre que la renuncia no estaba en su mano,
pues la tenía que dictar Jabalí, y que él no hacía más que defenderse; pero que, si Jabalí
no le combatía, aunque fuera dentro del campo de liza, él no haría ni un movimiento. Y
contestaba con tanta dulzura y serenidad que todos interpretaban que estaba muy
asustado y que le gustaría que el evento se interrumpiese. No ocurría lo mismo con
Jabalí, porque hablaba con tanta ferocidad y con tales bravuconadas, como si
pretendiera aterrorizar a todos; finalmente, cuando le insistían mucho, los despachaba a
cajas destempladas diciendo que no les quería oír más.
Y así, cada uno se preparaba para la jornada lo más honorablemente que sabía. Y
cuando estuvo cerca, Jabalí, en medio de los duques de Orleans y de Bretaña, fue al rey
y le hizo la siguiente súplica:
-Bien sabe vuestra excelencia, ¡oh el más alto de los reyes!, que una y la principal de las
condiciones que se pusieron en el acuerdo de la batalla programada entre Curial y yo es
que, si el juez que elijo no permite llevar la batalla hasta el final, quede yo por vencido,
falso y fementido; por eso me lo encargó a mí Curial. Yo, comprendiendo que vos
tenéis la primacía de los reyes de la cristiandad, y por tanto del mundo, y que yo soy
vasallo vuestro y os he servido no sólo en vuestra presencia sino en lugares extraños, a
este y al otro lado del mar, publicando la grandeza de vuestra real majestad, os quise
elegir a vos por juez, para que yo, que en tantas partes y tantas veces me he mostrado,
me baste mostrarme una sola vez ante vos para que conozcáis quién soy yo, qué sé
hacer y para qué soy bueno. Y comprobaréis, por medio de las obras, lo que habrá
llegado a vuestros oídos por la fama.
El rey ya le había contestado que, sobre esto, él actuaría como Dios le diera a
entender, pero que no sería tajante de antemano, cuando le llegó a Curial la súplica que
le hacía Jabalí; por lo que, no corrió, sino que voló y, de rodillas ante el rey, suplicó a
dicho señor que, por su merced, quisiese complacer a Jabalí en lo que le pedía. Dijo el
rey:
-Todavía no me ha dicho qué quiere; pero yo, para que no me lo diga, temiendo lo que
me quiere decir, me he adelantado a responderle.
Dijo Jabalí:
-No os pido que me deis tierras, dinero ni joyas; sólo os pido que deis vuestra palabra
asegurando que dejaréis agotarse la batalla, pues de otro modo, sin luchar, yo me vería
vencido, falso y traidor.
Curial insistió:
-¡Ah señor, mayores gracias otorgáis a los que os las piden! ¿Y no concederéis esta
pequeñez a este caballero que se jacta de haberos servido tanto? Hacédsela, al menos a
ruegos de tantos como hay aquí, que veo que os lo agradecerán mucho.
Entonces todos volvieron a suplicarlo de nuevo. El rey se vio interpelado por las
dos partes y por los duques, que eran unos inoportunos; no pudiéndose excusar, casi en
contra de su parecer, dijo:
Ante lo cual, Curial, cuando no había todavía acabado de decir la última palabra,
se abalanzó a besarle la mano. Todos dijeron: “A fe mía, Curial es muy capaz y no hay
quien le pueda pasar ni un centímetro, pues se ha llevado él el honor de esta súplica.” Y
todos se fueron a sus lares, preparándose para la jornada, que ya estaba muy cerca.
Por otra parte, le dijeron que bien habría oído y que sabría que Antonio,
monseñor, tío del duque de Borgoña, reclamaba derechos en su marquesado y que
muchas veces le había requerido por escrito que le devolviese lo suyo, pues de otro
modo se vería obligado a buscar el modo de recobrarlo, y que, dado que Curial andaba
por aquellas tierras y rodeado de éxitos, sería ocasión para quitar de en medio esa
posibilidad; pues nunca había tenido el marqués mejor oportunidad que ahora. Además,
se ofrecieron al marqués -cuando a él le pluguiera-, para ir personalmente a tratar de
todos estos asuntos, a fin de prestarle un servicio y de que sus intereses y su honor no se
vieran reducidos por falta de servidores.
Esto cayó muy bien al marqués y les encargó el caso, ordenándoles que en lo
tocante al tema de Antonio, el monseñor, contactasen con Curial, pero que no le
descubrisen absolutamente nada en cuanto al proyecto de matrimonio. Así cerraron el
asunto, tras haberlo consultado en diversas citas y etapas; y redactados los memoriales y
las cartas, despedidos de Güelfa, se fueron de Monferrato y se pusieron de camino hacia
París.
Curial tuvo constancia de la ida de los ancianos por Melchor de Pando y el día
que tenían que entrar en París salió a recibirlos muy honorablemente acompañado; y les
condujo hasta su hostal, donde los aposentó con toda clase de atenciones y cordialidad
-las cuales mantuvo mientras allí estuvieron, de modo que ellos no gastaron nada-. Ellos
comunicaron a Curial la causa de su viaje, declarándole sólo el punto de Antonio, el
monseñor, para lo cual Curial se ofreció a hacer todo lo que le fuera posible, como un
servicio al marqués; pero les rogaba que dejasen pasar su batalla, pues el plazo que
quedaba era tan breve que no le dejaba tiempo para ocuparse de otra cosa. Ellos
respondieron que les parecía bien y que no abrirían el pico sin sus indicaciones; así lo
hicieron, cosa que les fue muy bien por varios motivos, según se explicará en tiempo y
lugar adecuados.
-Señor, Curial, aquí no hace falta consejo alguno, pues el conflicto ha llegado a tal
extremo que no puede cambiarse; solamente os hacemos memoria a fin de que recordéis
que sois caballero y los honores que la caballería os ha proporcionado, los cuales
confiamos en Dios nuestro señor que crecerán hasta el punto que no habrá caballero más
honrado en el mundo. Pues ya lo sois mucho, pero ahora lo seréis más, si Dios quiere.
Curial respondió:
-Queridos amigos, a Dios no le debo sino un día, y ése se lo pagaré siempre que le
plazca. Mi intención nunca fue requerir a ningún caballero para darle batalla, por débil
que fuera, ni negarme a caballero que me requiriera, por valiente que sea; así, yo he sido
requerido y creo tener conmigo la justicia. Dios es el árbitro, al cual encomiendo mi
causa; que se cumpla su voluntad, en esto como en mis otros intereses.
Es cierto que los ancianos venían cansados del desgaste del camino y
necesitaban descansar, pero el recibimiento que les había hecho Curial no daba lugar a
dormirse; y, desde que se ven solos, se ponen a contarse el uno al otro todo lo que han
visto, como si uno solo no lo pudiese haber visto todo. Se preguntan mutuamente:
Respondía el otro:
-Ni es todavía creíble, pues, en mi opinión, esto es algo muy extraño. Ahora bien, vaya
como vayan los acontecimientos, yo creo que a Curial le pasará lo que tanto hemos
deseado, pues Jabalí, según dicen, es el caballero más fuerte y valiente del mundo
entero; y aunque Curial es buen caballero y valiente, no es tanto ni tan fuerte como
dicen que es el otro. Así, él morirá en esta plaza y será deshonrado para siempre. Y si
por ventura ocurre lo contrario, con el matrimonio que tendremos en tratos, lo
apartaremos de Güelfa; y si acaso el matrimonio no se hiciera, ya daremos con otras
mañas, gracias a las cuales no tenga que volver a Monferrato. Y en caso de que no pase
nada de esto, ya nos hemos hecho tan amigos suyos que nos tendrá más en
consideración. Sea como sea, nuestro viaje no puede ser infructuoso.
Se fueron a dormir y si no fuera porque les dieron dos camas para acostarse y
estaban separadas, no creo que en toda la noche hubieran dormido, porque la envidia, de
la que estaban repletos, no lo hubiera consentido; ni creo que -con tanto pensar de qué
modo le podrían perjudicar- descansaran mucho.
Imprecación a la Envidia
¡Ah, mezquina e infeliz Envidia! ¡Ah, vejestorio, falsa y sin una pizca de bien!
¿Cómo vienes con cara delgada, toda arrugada, los ojos lacrimosos y la cabeza
temblorosa, a calar hasta los huesos a estos dos viejos? ¿Y qué te ha hecho aquel
valiente caballero o qué razón tienes para maltratarlo? Veamos qué provecho sacas de tu
condenable y aborrecible condición. ¿Cómo no adviertes que, aunque Curial cayese del
estado en que se halla, tú no ibas a salir ganando ni un céntimo, pues sus méritos no te
valdrían a ti ni heredarías sus bienes ni triunfos?
Si sólo envidiaras las cosas que te interesan y que, perdiéndolas otro, las
pudieses conseguir -y estuvieras convencida de ello-, a pesar de ser un gran pecado, no
sería tan abominable; pero tener envidia y devorarte las entrañas por algo que tú no
puedes lograr de ninguna de las maneras, es un esfuerzo sin provecho. Porque Güelfa,
perdiendo a Curial, no te acogería a ti en su lugar, ni te daría lo que a él le da, sino que
quizás se recluiría con menos medios, echándote de su casa, al no necesitar un número
tan crecido de servidores.
Tras haber pasado los ancianos aquella larga y muy agobiante noche, llegó el
día, luminoso y despejado, y se dirigieron a la habitación de Curial para hacer ver lo que
no eran. Cuando él los vio, los saludó con gesto afectuoso, recibiéndoles muy
curialmente y preguntándoles si habían dormido bien. Respondió uno:
-Muchas gracias –dijo Curial- Esto y más espero de vos. Pero os ruego que no perdáis el
sueño por mi causa, pues os perjudica a vos y a mí no me aprovecha; y no es sensato
malgastar el tiempo estúpidamente. Alegraos que, a fe mía, es lo que hago yo y no
pienso en la batalla por dos motivos: el primero, porque me he visto forzado y sólo me
tengo que ocupar de defenderme, pues no tengo que subyugar al otro; pero si él no me
subyuga, se verá vencido: por lo que será doble problema para él, pero no para mí. El
segundo, porque Dios está de mi parte. Y por estas dos razones –siendo Dios imparcial,
pese a que le invoco siempre en mi ayuda-, tengo alguna seguridad en la victoria,
seguridad que Jabalí no tiene ni puede tener. Y así, alegraos, que este hecho está en
estas manos y no en vuestros quebraderos de cabeza.
El duque de Borgoña vino con una multitud ingente de señores y, tras oír misa,
encabalgados, se dirigieron a la corte. El rey mandó a los cuatro que iban a combatir
que, en cuanto hubiesen comido, le llevasen las armas, las ofensivas y las defensivas,
porque las quería revisar; y fue personalmente a la plaza y ordenó dónde plantar las
tiendas de los contrincantes. Y Curial, en el mismo día, hizo colocar una tienda fuera de
la liza, al igual que Jabalí, quien puso otra delante de aquélla, en la cual clavó un
estandarte negro con unas letras doradas muy grandes, que ponían: “Ahur”8. Después, el
rey se fue a su mansión y se sentó a la mesa; y todos se fueron también a comer. En
cuanto hubieron comido, los caballeros enviaron las armas al rey; él las vio y las hizo
analizar y, después, mandó que se les devolvieran.
-Curial, por ser vosotros extranjeros, no penséis que seáis menos favorecidos ni que los
otros tengan -ni de palabra ni en hechos- un mínimo más del honor o del afecto que les
corresponde, porque yo me propongo actuar ante esta reyerta con tanta igualdad como
me sea posible; por lo que no tengáis ningún reparo por nada. Igualmente, si os falta
alguna cosa que pudierais necesitar, decidlo, que, si está en mi mano, yo haré que os la
den.
-Monseñor, yo nunca sospeché ni me pasó por la mente que vuestra excelencia se deba
regir en esta lucha sino de la manera que habéis dicho. Sois un gran rey y un valiente
caballero, y estoy seguro de que obraréis intachablemente, de modo que nadie os podrá
reprender.
Respondió Aznar:
-Una cosa necesito y os la pido; esto es, que aligeremos, porque ¡voto a Dios!, una dama
a la que amo no me deja conciliar el sueño y os juro que de noche me parece verla y que
me dice: “Aligera y ven”. Por lo que os vuelvo a suplicar que nos deis la venia para que
ella no vea frustrados sus deseos.
8
Grito de guerra que aparece en las crónica de Muntaner.
Respondió:
-Presumo de que es la más bella del mundo, pues no la mira nadie que no se enamore de
ella.
Contestó:
-A fe mía, señor, yo creo que sí; y mañana, si Dios quiere, lo veréis con hechos, porque
me figuro que, al acordarme de ella, el que combata conmigo saldrá perdiendo. Y así va
a ocurrir.
El rey se rió con ganas, y todos murmuraron comentando que debía ser un
hombre muy valiente con las armas y que dejaría en buen lugar su honor. Mientras
tanto, dejaron al rey y se fueron a su posada en buena compañía. El rey se quedó con
muchos duques, condes y altos barones, y todos dijeron en público que no habían visto
nunca en una liza a dos compañeros tan gentiles como eran Curial y Aznar; y que,
aunque era cierto que Jabalí era muy valiente y fornido caballero, brioso, muy lanzado y
gran emprendedor, Curial no era inferior a él, aunque alardeaba menos. Entre los otros
dos, cada uno tenía su partidario: Guillermo de la Tor era un caballero enjuto de cuerpo,
pero tan vivo y tan despierto como un león, y tan agresivo que sus hechos eran
endiablados, asimismo era muy diestro y muy ejercitado en toda clase de hechos de
armas propias de caballeros; por esta razón veían en él algunas posibilidades, porque
sino, entre él y Aznar, la comparación era muy desigual.
Llegó el día de la batalla. La gente madruga para coger buen sitio y poderlo ver
bien, y no sólo los palcos sino que todo el terreno circundante estaba completamente
abarrotado. El rey y la reina llegaron también y no sé cómo enumerar la cifra de señoras
que llegaron de lugares muy lejanos, así como la gran multitud de caballeros y altos
barones. Yo no creo que para un caso así se haya dado nunca semejante concurso de
gente, pues este suceso desnudó las grandes ciudades, vació las villas de habitantes y
dejó sin guardianes a los castillos; porque la fama arrolladora de estos caballeros se
había extendido tanto que todos ansiaban verlos concretamente en esta circunstancia.
Los duques y los grandes señores todos se afanaban en favorecer a sus súbditos
y los colocaron en la plaza lo más lucido y ufano que les fue posible. Curial y Aznar
fueron directamente al catafalco del rey y, hecha su reverencia, y también a la reina y a
las demás señoras y señores, se fueron a su tienda –que era rica en extremo- con gran
escándalo de ministriles y trompetas. Sus cotas de armas eran blancas con cruces de san
Jorge. Por otra parte, llegaban Jabalí y Guillermo de la Tor, no menos pomposos ni con
menor estrépito, con cotas de armas rojas y cruces blancas. Guillermo de la Tor solicitó
al duque de Bretaña que le hiciera caballero, pero como el duque declinó hacerle
caballero en presencia del rey, éste le envió un recado para que lo hiciera; y así fue
armado caballero. Y los cuatro caballeros entraron respectivamente en sus tiendas.
El rey, dando comienzo a los rituales acostumbrados en estas jornadas, envió
intercesores para la concordia y la paz; pero Jabalí, el primero al que se dirigieron, sacó
espuma por la boca y dijo que no les podía dar la paz sino la muerte. En una palabra, ni
unos ni otros no tenían otro deseo que echarse a las manos; por lo que volvieron al rey
con la respuesta. Seguidamente, el rey les tomó juramento, sobre la cruz y los
evangelios, conforme no llevaban conjuros ni ningún objeto mágico, sino
exclusivamente las armas ya descritas.
Y mientras esto se llevaba a cabo ocurrió que un franciscano -que decían que era
hombre de vida santa y de la casa real de Francia, y que había oído hablar de esta batalla
estando en Angers- llegó a toda prisa a París, justo en el momento que los caballeros
salían de sus tiendas para luchar; y, con el corazón en un puño y a grandes voces, dijo al
rey:
-¿Eres infiel o qué es lo que estás haciendo? ¿Por qué te defines como enemigo de Dios,
contraviniendo su ley, que prohíbe estas locuras? Di, señor: ¿estos caballeros combaten
contra moros para mantener la fe de Cristo, o quieren matar a su enemigo Herodes, o
qué es esto?
Los duques y señores instaban al fraile para que se callase, pues este hecho
competía a caballeros y no a frailes. Pero, como, a pesar de ello, el fraile daba voces
cada vez más alto y no quería callarse, los señores montaron tal algazara que
consiguieron que el fraile fuera desoído, echándole a empellones de la plaza por
obstaculizar lo que querían que se ejecutase; aunque, en otra situación, le hubieran
rendido los honores que en buena lógica se merecía.
El día pasaba y he aquí que hubo otro incidente: una doncella a pie, bien
acompañada, que hizo suplicar al rey que le diese licencia para poder ver a Curial antes
de la refriega. El rey preguntó quién era y se le contestó que Fiesta, de lo cual el rey
tuvo un gran contento y mandó salir a Curial de su tienda. Él se aproximó a un ángulo
de la liza y, al ver a Fiesta, se llenó de alegría; pero Fiesta, tras darle los saludos de
Monferrato, a punto de llorar, le dijo:
Curial respondió:
-Dulce Fiesta mía, desde que soy caballero no estuve ni me vi nunca mejor vestido que
ahora; así pues, id a la señora reina, que le gustará veros, pues en cuanto a mí os digo
que en el mundo no existen dos personas que me pudiesen alegrar como vos lo habéis
hecho. Bendito sea Dios que os ha enviado aquí y dé mucho honor a la que os envía.
Respondió la doncella:
Jabalí había ganado suficiente y amplio honor en muchas plazas en que se había
visto en situaciones a ultranza, de las que había salido glorioso, y en muchas regiones su
caballería era altamente estimada, hasta el punto que de sus victorias se habían
empezado a escribir libros -según hacen los autores, dorando las letras aun cuando los
hechos sean plateados-. Y si Jabalí lo hubiera tenido a bien, ya era bueno su honor
mundano, porque era exaltado y magnificado en boca de reyes, duques y grandes
señores, y no era preciso ponerlo a examen tantas veces y en tantos lugares. Pero él no
daba importancia a la Fortuna; creía que sus valiosos actos se debían sólo a su arrojo y
su fuerza. No sospechaba que perros envidiosos, no por él mismo sino por sus hechos,
le hubiesen sacado de la selva, estimulándole con diversos tipos de ladridos y a fuerza
de mordiscos, y metido en un parque del que no podía salir sino venciendo o derrotando
al cazador prudente que le esperaba en el umbral de la puerta. Y así lo vi –y me parece
todavía verlo-, con la espalda y el cuello erizados, agachar la cabeza, crujir los dientes,
frotándoselos para afilarlos, y echarse -sin formas y desencajadamente- babeando, sobre
Curial.
Curial va hacia Jabalí con pasos lentos y con mucho aplomo; y cuando lo
alcanza, se aporrean grandemente con las hachas. Jabalí creyó que con aquel embate
haría retroceder a Curial, pero no fue así; porque Curial, tras haber mediado con su
hacha, le presentó su pecho duro y rudo, y, aguantando firme, se quedó inmóvil y,
empujándole, lo expulsó aproximadamente a un metro; de este ataque se desprendió
esto: que ambos caballeros, y también los asistentes, supieron cuál de los dos lidiadores
era más fuerte. Los rostros de los espectadores se tiñen de un tono fúnebre y en su
interior formulan pronósticos encontrados
Los dos caballeros multiplican los golpes; Jabalí, más intrépido que perspicaz,
embestía y atacaba con gran fuerza; Curial se defendía y no pretendía atacar sino en
caso de poder sacar buena ventaja de su enemigo. Jabalí pugnaba tanto que era
imponderable y procuraba con increíble atrevimiento y terrible esfuerzo, por medio de
todos los recursos, echarse encima de Curial. Pero el esfuerzo sostenido y la resistencia
que encontraba en el adversario le abonaban el cansancio, pues él invertía sus fuerzas
desmesuradamente en el ataque y Curial se las anulaba parándole los golpes o
inmovilizándole los brazos; por otro lado, en respuesta a su barbarie, le acometía con
tanta intensidad que Jabalí estaba exasperado. Así estuvo por mucho rato la refriega,
esgrimiendo sus hachas como buenos expertos que eran.
Los otros dos se inclinaron por lo contrario, pues Guillermo de la Tor, dando por
hecho que Aznar era más fuerte que él, tras los primeros golpes se puso a la defensiva y
dedujo que, con habilidad e ingenio, no sólo se defendería, sino que aún le sería posible
superar a su adversario. Pero el ingenio de poco vale contra mayor ingenio mezclado
con una fuerza brutal; por lo que uno no debe fiarse de su saber, pues vale poco frente al
saber mezclado con el poder.
Por ello, comprobada la escasa fuerza de Guillermo de la Tor, Aznar, tras
haberle tanteado un poco para conocerlo, le atropelló sin moderación, golpeándole de tal
forma que no le servía de nada el contrarrestarlo, ni detenerse, ni incluso apartarse, pues
por mucho que él se girase o esquivase, el otro lo perseguía y le oprimía, dándole golpes
sin cuento. De tal modo lo trasteó, que Guillermo ya no sabía qué partido tomar, pues
contra aquel rayo de la caballería no le valía ningún arte marcial; ciertamente, su
devastar no era propio de un caballero sino de un cataclismo. Y tanto le percutió en la
cabeza que Guillermo comenzó a tambalear.
Aznar, dado que Curial no necesitaba ayuda, se giró hacia el suyo y lo vió
descansando sobre el hacha; y fue hacia él. Guillermo, aunque se sentía cansado y
decaído, se irguió para atacarlo y, cual perro rabioso, deseando morir, se tiró hacia
Aznar; pero no le sirvió para nada porque, después de algunos golpes, Aznar le abrazó y
le convulsionó tanto que le hizo caer a tierra; y se quedó así extendido sin poder
defenderse para nada ni respirar bien, porque se ahogaba, de ahíto que estaba. Aznar se
pone sobre él, le levanta la visera del bacinete y le dice:
Él respondió:
-Sí.
9
Literalmente: no sentará el primero en la mesa de Perusa (ciudad en la que había un edificio con
prestigiadas mesas de juristas y comerciantes).
-Ríndete a mí.
Respondió:
-No quiero.
Replicó Aznar:
Contestó Guillermo:
El rey mandó a los fieles que se pusieran entre los caballeros impidiendo que
combatieran más; y bajó del catafalco con presura, fue hacia Aznar y le ordenó que no
luchase más. Y dirigiéndose a los otros, que ya habían consumado la batalla, dijo a
Curial:
Y diciendo estas palabras, se lanzó como un loco contra Curial para golpearle
con la espada, pues el hacha se le había caído. Pero Curial lo embistió y lo abrazó, y
todos auguraron que lo hubiera tirado al suelo si no fuera por el rey, que le rogó que lo
soltase. Curial ya iba aflojando, pero Jabalí cada vez apretaba y se le agarraba más
-aunque creo que, de no agarrarse, hubiera ido al suelo-. Por lo que Curial dijo:
-Señor, suplico que os alejéis y permitáis que castigue a este demente, que ya estaría
tieso de no estar vos aquí.
Los fieles andaban muy ocupados en sujetar a Jabalí, pues Curial no se movía; y
enojado el rey por lo alocado de tales gesticulaciones, dijo:
-Ciertamente, Jabalí, no estáis en vuestro sano juicio y las cosas que hacéis no son
dignas de caballero.
Y mandó a los fieles que sacasen del campo a Jabalí y a su compañero. Después,
el rey, tomando a los otros dos caballeros, se puso en medio de ellos y los retiró del
campo con el mayor honor que le fue posible. Pero tardaron un poco en salir, porque
Jabalí y su compañero no podían ni moverse de cansancio y, antes de ser capaces de
moverse, los tuvieron que desarmar.
Durante varios días en París no se habló de otra cosa que de aquella batalla. Bien
es verdad que se siguieron también muchos desórdenes y grandes alborotos; porque
todos, por lo general, reconocían la mejor parte a los dos caballeros extranjeros. Pero
algunos parientes y amigos de Jabalí, muy molestos por ello, lo negaban rotundamente y
difundían lo contrario; pues querían hacer ver que Jabalí no había sido vencido, sino que
-de no haberse interpuesto el rey- se hubiera podido defender.
-Curial, es verdad que yo, señor, imbuido de malos consejos, emprendí esta lucha a
ultranza con vos; pero algunos, ignorantes del punto al que yo había llegado en la pelea,
cuando el rey se puso en medio, murmuran, opinando de lo que no saben, y dicen lo que
no es ni fue en la realidad. Por lo que yo, que sé la verdad de lo sucedido mejor que los
demás, a fin de quitar el morbo de tales cuestiones, quiero publicar en qué situación me
encontraba.
Así pues, Curial, es cierto que yo estaba tan agotado y tan hundido que no podía
dar un paso y vos me atacabais mejor y más fuerte por momentos; y cuando yo me
arrinconé en el borde del campo, creí hallar ahí algún remedio, pero vuestras manos me
lo quitaron; aunque de poco me hubiera servido, según constaté enseguida, ya que me
habríais dado muerte allí mismo si no lo hubiera impedido el rey (de lo que yo no le
tengo ningún agradecimiento). Y por eso, como alguien fuera de juicio, me agarraba a
vos, deseando morir, porque ya estaba fuera de toda esperanza el evitarlo; y ojalá Dios
lo hubiera querido así, porque no os cogía más que para mantenerme derecho, pues de
otro modo hubiera caído exhausto. Pero el rey, al que no pude oponerme, me salvó de la
muerte, la cual yo buscaba con toda mi alma de vuestras manos; y ya la veía
visiblemente, pero, por miedo al rey, huyó y despareció de mi vista.
Así que yo, como inferior y de pobres fuerzas a vuestro lado, me rindo a vos
aquí en esta plaza, cosa que aquel día por nada del mundo hubiera hecho; haced de mí a
vuestro antojo, sin que se os oponga ni yo ni nadie.
Todos los que estaban alrededor suyo y oyeron estas palabras, se quedaron
impresionados y miraron a Curial a la cara, esperando su reacción. Pero Curial, en
cuanto Jabalí hubo acabado de hablar, retirándose la capucha de la cabeza, dijo así:
-Jabalí, me intriga quién os ha aconsejado decir estas palabras, señor, pues era más
razonable que os las hubiera dicho yo a vos; y os ruego que se consideren mías, pues
efectivamente, nunca me vi tan agobiado como aquel día. Y así doy muchas gracias al
señor rey, que no quiso que por tan poca diferencia uno de nosotros se perdiese; o
quizás los dos, pues sólo Dios sabe el curso de las cosas que están por suceder. Y a los
que emiten juicios sobre esto, mejor les iría el callar; pues ni ellos ni nadie podía saber
el final. Por lo que, Jabalí, héme aquí, y juzgad si me puedo considerar libre de vuestras
manos; si no, enviadme dónde vos queráis, porque yo iré donde vos ordenéis, hasta que
tengáis a bien liberarme y me restituyáis a mi libertad.
Todos los presentes habían oído los parlamentos de los caballeros y, admirados
en extremo, no sabían qué decir. Por lo que Aznar se adelantó, se acercó a Guillermo de
la Tor, y dijo:
-Ciertamente, Guillermo, yo no seré menos cortés que estos dos: yo soy vuestro
prisionero. Y juro y voto a Dios que no me separaré de vos hasta que me hayáis puesto
el rescate que vos queráis y que deba pagar.
-Señor Aznar, me satisface tener un prisionero como vos; así, os requiero para que
vengáis conmigo y mantengáis vuestra palabra.
A todos les agradó esta nueva concordia. Y Jabalí besó y abrazó a Curial y a
Aznar, e igualmente Curial besó a Guillermo de la Tor; pero el mencionado Guillermo
no besó a Aznar, sino que, con la mirada fiera y airada, despidiéndose de todos, se lo
llevó a su casa. Y, preparada allí una estupenda comida, lo sentó junto a una doncella,
llamada Yolanda, que era hermana suya y muy hermosa; y comieron espléndidamente.
Y cuando hubieron acabado, entrando los tres en una habitación, le habló del siguiente
modo:
-Aznar, vos sois mi prisionero por designio vuestro y habéis jurado no separaros de mí
hasta que yo me cobrase el rescate; y yo os respondí que estaba de acuerdo. El rescate
que yo quiero tener de vos es que deis un beso a mi hermana, y seréis libre.
Por lo que Aznar besó a la doncella; entonces, Guillermo le puso al cuello una
cadena de oro muy valiosa, que le había dado el duque de Bretaña, y dijo:
-Aznar, vos habéis pagado el rescate, pero yo no he pagado la deuda que os debo,
porque vos me teníais contra el suelo y me podríais haber matado si hubieseis querido;
no obstante, vos, más piadoso de mí que yo mismo, me disteis la vida, la cual yo me
empeñaba en quitarme. Así pues, usad de mí y de mis cosas a vuestro agrado. Y tú,
Yolanda, haz sin contradicción alguna lo que te pida Aznar, ya que te ha dado un
hermano como yo, al que hubieras perdido, si él hubiera tenido tan poco juicio como yo.
Y tras tomar una copa, salió de la habitación, dejando dentro a Aznar y a
Yolanda sin más compañía; y, abatidos los portalones, los encerró. Aznar, al encontrarse
a solas con la doncella, se rió del divertimiento y dijo:
-Señora, si todos los prisioneros tienen tal carcelero como el que yo tengo, no deben
temer a la muerte, ni tampoco desear salir de la prisión; por lo que, si os es grato, así
como a vuestro hermano, yo os quiero por mujer.
Aznar respondió:
-Guillermo, no sólo no estoy harto sino que, si ella da su beneplácito, te ruego que me la
des por mujer.
-Aznar, no por esposa, pues yo no lo merezco, sino que te la doy como esclava.
Llevátela y haz de ella lo que quieras.
Aznar insistió en que la quería como esposa. Por lo que Guillermo y Yolanda se
lo concedieron. Tras la siesta, informado el rey de este evento, se alegró mucho por ello;
e hizo venir a Yolanda, y la reina la enjoyó y la vistió con las mejores galas. Y el mismo
día los desposaron. Y pocos días después se celebraron las bodas con toda solemnidad.
Yolanda era de muy noble familia y contaba con una buena herencia; y el rey,
queriendo mostrar con mucha singularidad su real magnificencia, regaló a Aznar
muchas joyas y cinco mil escudos de oro. Y los parientes de Yolanda, a fin de que
Aznar pudiese contar con la dote de su esposa, le compraron la heredad; y con gran
contento, honor y riqueza, Aznar empezó desde aquel día a preparar, junto con su
esposa, la vuelta al reino de donde era natural.
Jabalí, que, desde el día que se hicieron aquellas paces, no encontraba contento
en el mundo, andando el tiempo, vistió el hábito de franciscano y vivía en secreto en un
monasterio. Pero el día de las bodas de Aznar, con un hábito muy raído, salió con un
compañero y fue a la sala donde se celebraban el banquete y la fiesta nupcial; y
poniéndose delante de Curial, le pidió limosna. Curial, de entrada, no lo conoció, pues
no se imaginaba que Jabalí recurriese a aquella elección. Pero Jabalí perseveró:
-Dios.
-¿Y cómo? –dijo Jabalí-. ¿Acaso dudáis que a mí, que he dejado las vanidades del
mundo por el servicio de Dios, no me dé la salvación?
Replicó Curial:
-No dudo esto, pero tengo una gran duda acerca de que os haya movido más la
desesperanza que el amor. Y basta por ahora, pues esta plaza no se aviene con este
parlamento.
Jabalí se fue de allí y recorrió las mesas pidiendo limosna, pero no aceptaba más
que mendrugos de pan. En torno suyo se hizo un corro de gente: unos lloraban, otros se
iban a una esquina y cavilaban sobre el caso; y la mayoría se admiraba y, sobrecogidos,
se quedaban absortos.
-Realmente, Jabalí, siempre ha recurrido a los extremos; pero que nadie se extrañe del
suceso, pues es costumbre muy normal en esta nación que cuando un gentilhombre vive
un caso tan nefasto, en el que sucumbe su honor o pierde sus bienes, no le falte un
bordón con el que se vaya mendigando a Santiago en romería. Es muy distinto de lo que
hacen los españoles, que en cuanto se vuelven pobres, la pobreza les hace convertirse en
ladrones y salteadores de caminos.
Jabalí, sin embargo, no se quedó en París, sino que se echó a andar hasta que
llegó a Jerusalén; y después fue al monte Sinaí, al monasterio de santa Catalina, donde
vivió y murió santamente con fama de santo religioso.
Fueron muchos y muy grandes los festejos que se hicieron a los dos caballeros
extranjeros y fue opinión general que eran los mejores caballeros del mundo; y que no
cabía distinguir entre ellos, pues si Curial era bueno y muy valiente, no era en efecto
menos bueno ni valiente Aznar, de quien el rey se quedó tan prendado que no se
cansaba de tenerlo a su lado.
Pero, un día, Aznar se despidió del rey, de los duques y grandes señores, los
cuales le llenaron de dinero y de alhajas, y, junto con su esposa, se marchó muy feliz de
allí. Curial le acompañó veinte leguas y, cuando llegó la hora de separarse, le dijo:
-Aznar, por el presente, yo no os puedo devolver la gran gracia que vos me habéis
hecho, ni el honor que he conseguido por vos. Dios, que es quien retribuye todas las
cosas, os lo quiera premiar. He repartido todas mis ganancias por la mitad, y la mitad
que he separado para vos está aquí; disponed que la recojan, y os suplico por piedad que
no me contestéis a esto si no es por medio de las obras: porque, si vos sois tan amigo
mío como yo lo soy vuestro –según me lo habéis demostrado ya-, cumpliréis mi
voluntad y mi gusto, que son éstos.
Y quien quiera saber qué fue de aquel rey que lea el capítulo siete del “Purgatorio”
de Dante, que allí lo encontrará; porque, a pesar de que Dante simpatizaba más con el
rey Carlos, enemigo del dicho señor, rey de Aragón, y en aquella comedia del
“Purgatorio”, este venerable y gran poeta y autor, con todo su poder y saber se esfuerza
por expresar las alabanzas del rey Carlos (el cual, sin fallo alguno, era notable rey y
buen caballero, pero no equiparable o semejante al otro), con todo, no osó esconder la
valentía y excelencia de la caballería de aquel ilustre, muy excelente, muy alto y
valeroso rey de Aragón, cuyos valerosos hechos de armas, dignos de veneración y
recuerdo, escritos en muchos auténticos y extensos libros por varios, altos y muy dignos
cronistas, corrobora y confirma, diciendo, con gran dolor de su corazón, en un momento
cumbre de su exposición: “de todo valor llevó bien ceñida la cuerda”10.
Lector, oye bien las palabras que dice: “de todo valor”; y no le pone óbice, ni lo
podría hacer en conciencia. Pues bien sabía Dante que dicho rey Carlos, contando con
grandes efectivos de gente, mientras tenía sitiada Mesina por mar y tierra, huyó por
miedo a dicho rey, que venía sobre él con menos tropas que las que él tenía. De un
modo parecido, cómo, a requerimiento del rey Carlos, el rey de Aragón y él se
emplazaron para combatir cuerpo a cuerpo en Burdeos, pero el rey Carlos, contra toda
su fe y contra todo honor de caballería -que prohíbe lo que se siguió-, reunió a muchas
gentes armadas, cosa que él fácilmente podía hacer por razón de ser francés, a fin de
impedir que el rey de Aragón no acudiese a la batalla por miedo a esas gentes; pero él se
las compuso para ir, no sin gran peligro, y de hecho se presentó allí. Y el día asignado
para dar la batalla compareció ante el capitán de Burdeos, presto para luchar; el
mencionado rey Carlos, sin embargo, no compareció ni cumplió honorablemente. Y
esto no pasó ni dejó que pasara desapercibido Dante, porque hasta para los ciegos fue
notorio.
10
En italiano en el original: “de ogni valor portò cinta la corda”.
No insisto más, pues alcanzó demasiada notoriedad en aquel tiempo por todo el
mundo, y durará mientras el mundo dure. Y así volveré a la materia de la cual me he
alejado un poco, pues no corresponde hablar más de ello en este libro.
Vuelto Curial a París, donde había dejado a sus ancianos caballeros, les continuó
tratando con la cordialidad que les había manifestado desde el principio, por lo que los
caballeros estaban todo lo contentos que podían, pues lo veían tan favorecido y honrado
que el marqués de Monferrato se hubiera contentado con la mitad. Y cuando el rey de
Francia supo –pero no por Curial- cómo se había separado de Aznar, lo tuvo aún por
mejor caballero y dijo de él mayores alabanzas; y le tributó muchos honores y le volvió
a regalar más dones aún que antes.
Por este tiempo, el rey de Francia volvió a hablar del matrimonio de Laquesis
con el duque de Orleans, el cual se había promovido muchas veces; pero, como ella no
asentía, se le insinuó que, mientras Curial no se alejara de París, aquel matrimonio no se
llevaría a cabo, porque Laquesis no oía ni veía por otros ojos. Por ello, el rey, creyendo
actuar bien y que por esta vía podría quizás rematarse el asunto ya iniciado, envió a por
los dos ancianos y les dijo cuánto había trabajado en aquel matrimonio, pero que el
tema iba con cierta dilación por Curial, al cual, según había oído, amaba aquella
doncella. Por lo que les rogaba que, como iniciativa suya, le aconsejasen y procurasen
que acudiese a algún hecho de armas fuera de París; o al menos, dejara su frecuente ir y
venir a la casa de Laquesis, a fin de que ella se enfriara un poco. Y, suponiendo que él la
hubiera desechado, se sacaría mejor partido de ella, pues el duque de Orleans la amaba
tanto que por ella perdía el tino; mientras que Curial no ganaba nada con ello. Oídas por
los ancianos estas palabras, tras cederse la prioridad en responder, comenzó uno de ellos
diciendo así:
-Muy alto y muy excelente señor, si hablase con otra persona quizás no acertaría a dar la
siguiente respuesta, pero delante de tan alto, tan sabio y tal rey, no me quedaré sin decir
lo que en verdad yo pienso acerca de Curial. Señor, sepa vuestra muy alta señoría que él
es hijo de pobre cuna, casi rayana en la mendicidad; y se presentó, siendo todavía mozo,
en casa del marqués de Monferrato, mi señor, quien, como se encaprichó con él, le hizo
vestir bien y lo retuvo en su círculo junto con otros jóvenes. Él creció en edad y en
astucia; y devino muy malicioso. Y Güelfa, la hermana de dicho marqués, que es señora
de Milán -inducida por un traidor, llamado Melchor de Pando-, se enamoró de él; de
manera que él le robó, por encima de las joyas y el tesoro, el honor y la fama. Por lo que
aquella señora ha perdido y está perdiendo oportunidades de matrimonio; puesto que –a
no ser por él- ella vale muchísimo y es muy rica y de incomparable belleza. Y así va él
por el mundo: con los bienes de aquella señora.
De igual modo, yendo a Alemania con motivo de una batalla, como fortachón
que es y no teme a nada -pues no hay otro bien en él-, se enamoró de Laquesis; pero si
ella lo conociese tan bien como nosotros, no se fijaría en él.
Le roba y se mantiene por esa vía en el estado en que lo veis, pues no parece que
él tenga ni como para mantener una jaca. Ahora, señor, veo que que vos le mostráis
tanta estima y tanto honor que él pierde el juicio, que creo ha perdido; y así se tiene por
tan importante que ya no rinde honor a nadie en el mundo, pues cree que todos le tienen
que hacer el paripé. Pero si él tuviera sentido común, oyendo que al duque de Orleans le
fastidia la frecuencia de sus visitas a la casa de Laquesis, se alejaría de ella; y ella
muestra también a las claras ser una hembra, pues siempre escoge lo peor; porque
debería diferenciar entre los dos. Ahora bien, dado que vuestra señoría, quiere y manda
que éste se aleje, nosotros haremos que desaparezca en breve, puesto que sabremos
hacer que lo reclamen; y, entonces, Laquesis perderá las esperanzas y se enfriará
respecto a él.
El otro anciano aprobó este consejo, añadiendo que no era preciso que Curial se
enterase. Al rey le pareció bien lo que le aconsejaban, pero se dió claramente cuenta de
que los ancianos le odiaban; y de haberlo sabido antes, no se hubiese confiado a ellos.
Por eso les habló de la siguiente forma:
-Bien sabía yo de quién fue hijo Curial y todo lo referente a su padre y sus orígenes; y
es cierto que esa mujer le ayudó mucho. Pero yo, como rey, os juro que ella tiene el
mejor y más valeroso servidor que exista en el mundo; y si ella le ha dado y le sigue
dando sus bienes, no los podría emplear mejor de ninguna manera, porque él se los
merece muy bien. Pues ya me diréis, ¿qué hombre conocéis o habéis visto tan noble ni
tan valeroso? Os digo que entre los caballeros que conozco no sé de otro igual, pues él
es caballero al hablar y al actuar, en la plaza y en los salones, en la liza y en todas
partes. Por otra parte, es muy listo y virtuoso, lúcido y de altos y notables pensamientos
-lo cual no me extraña, porque veo que es tenido en alta estima por los grandes
filósofos, poetas y oradores-; y veo que su caso irá de bueno en mejor. Pues es tan
diligente que no pierde el tiempo: de cualquier clase de armas que se trate, él es el
primero y se lleva los honores; si lo véis cantando en las salas de la corte, bailar y
solazarse curialmente, os digo que no hay otro que lo pueda igualar. Y cuando se va de
aquí, no se olvida del estudio, sino que trata tan reverencialmente los libros que todos
los que lo conocen lo tienen por muy extraordinario.
Laquesis tiene razón al cortejarlo, ya que le hizo tan gran favor en Alemania; y
si él la quisiera por esposa, no lo tendría que decir dos veces, pues estaría hecho a la
primera; y, por lo que yo he sabido, su padre, el duque, se congratularía mucho. O sea
que no os preocupéis por estas cosas, porque así es la costumbre de la caballería y de la
ciencia, que los hombres de bajo nivel suben y se hacen grandes señores; pues todas las
figuras regias en caballería, y también en ciencia, tuvieron un principio, ya que sin
aquellas virtudes no serían superiores a los otros. Por lo que os vuelvo a rogar que
pongáis por obra lo que me habéis ofrecido y olvidéis lo demás; porque, si no le fuese
concedido por el cielo, Curial no habría obtenido las victorias y honores que le han
hecho sobresalir.
Y con estas palabras el rey puso fin a su perorata. El otro anciano, que no había
hablado todavía, dijo:
Y piense vuestra muy alta señoría que, si en vuestra casa hubiese un caballero
que estorbase, con perjuicio y daño vuestro, a alguna hermana o hija vuestra, qué
sentimiento tendríais. Y nos no nos preocuparíamos tanto de esto, si no fuera porque
tememos que, el primer día que este hecho llegue a los oídos del marqués, esta mujer
esté perdida, sin más culpa que la de haber ayudado a este caballero; e igualmente él se
vería perdido al perder el favor de aquella señora. Y por eso pensamos cada día cómo y
con qué menor coste pudiéramos borrar esta amenaza, la cual no es posible que deje de
suceder, si Dios o buenas gentes no lo remedian. Aún más, somos servidores de aquella
señora, pero tenemos encomendado su honor por el marqués, e informaremos mal de
ella, si esta locura no se convierte en sensatez. El marqués en otro tiempo ya se disgustó
por ello; y, viendo el peligro, no dejamos de estar temerosos y no esperamos más que el
día en que, sabiéndose esto, muramos con ella o se nos encarcele para siempre.
-Buenos hombres, os estáis cargando una carga muy pesada, porque Curial no teme al
marqués ni él se atrevería de momento a poner en obra lo que vosotros decís; porque
Curial tiene hoy tales amigos que el marqués sería un insensato si intentaba alguna de
esas cosas, y Curial, de seguro, se lo daría a entender con los hechos. Y su hermana
tampoco ha cometido un crimen tal que -según he entendido que vosotros decís-
merezca pena de muerte o de presidio; y en caso de que hubiera algo, pensad que a
Güelfa no le faltaría quién la defendiese y, si fuera preciso, la vengase cruelmente. Si en
mi casa tuviéramos tal caballero y mi hermana o mi hija se encariñasen con él, yo se la
daría por mujer, pues en virtud de caballería y en nobleza de corazón, ningún caballero
valió más que éste.
Así pues, si vosotros buscáis matrimonio para Güelfa, no vayáis más lejos,
porque lo habéis hallado en Curial, si ellos lo quieren; y no puede haber mejor en todo
el mundo. O sea que ayudadles y no les acuséis, porque yo sé muchas cosas que
vosotros no sospecháis. Por lo que, dejando las demás cosas, haced lo que me habéis
propuesto; y si, por azar, encontráis una vía más correcta que aquélla, os ruego que la
toméis, pues no querría enojar a Curial por nada del mundo.
Así se despidió y se fueron cada uno a sus asuntos.
Volviendo, pues, los ancianos a su posada, se encontraron con Curial, que los
esperaba para cenar; y con cara muy afable y sonriente, les dijo:
-Desde ahora podemos empezar a hablar del asunto para el que habéis venido; por tanto,
en cuanto lo tengáis a bien, me tendréis dispuesto para conversar y llevar a cabo, no sólo
eso, sino cualquier otra cosa que afecte al servicio del marqués.
-Querido amigo, mi tío no está aquí, pues está enfermo, y, por lo que acabo de saber
hoy, no creo que se vuelva a levantar. Pero si acaso se curase, yo le haré venir aquí y
sabed que, en atención a vos, mediaré con tanta insistencia que el asunto del marqués irá
bien; y si fallece -lo que Dios no quiera-, yo soy su heredero, tanto de lo que posee
como de ese derecho al marquesado, si alguno hay. Y siempre voy a hacer lo que vos
dispongáis, sin pasarme en un ápice.
La Fortuna, que hasta aquel día había puesto a Curial cara halagüeña y muy
risueña -requerida desde varias instancias, más bien inoportunidades, por parte de la
falsa e inicua Envidia, que de ella nunca se separa-, decidió tener de él y de su virtud
mayor prueba que la que hasta entonces había tenido, pasando a incordiar a Curial con
todo su poder. Y así como le había otorgado hasta ese momento todos los bienes y
prosperidades que había podido desear, en profusión y copiosamente, ahora le quiere
perjudicar; y de hecho lo hará, con todos sus medios y conocimientos, en la medida en
que le será posible.
-Yo no puedo ni quiero negar que vosotros os habéis independizado de mí, porque
desde el día en que luché con la Pobreza perdí toda la ascendencia que tenía sobre
vosotros, de modo que yo no os puedo mandar ni forzar por la sentencia que se dictó en
contra mía. Pero las plegarias no están prohibidas, y por tanto os pido que, recordando
el tiempo pasado, me queráis hacer un favor; y debéis hacerlo, según vuestra costumbre
y buena usanza, que nunca me dió un no a nada que yo le rogase.
La causa por la que os ruego es la siguiente: yo, con todos mis poderes, me
dediqué a educar y situar bien a un caballero llamado Curial, servidor de la señora de
Milán, de modo que le he hecho hallar gracia a los ojos de todas las personas que lo han
visto, excepto dos, que me reservé para que vosotros pudieseis ejercitar vuestro buen
oficio. Se trata de dos caballeros ancianos de la casa de dicha señora de Milán, a los
cuales mi hermana y buena amiga mía, la Envidia, que aquí veis, ha tenido muy cerca y
nunca se ha separado de ellos; y ahora solicitan de mí que acceda a quitarle toda o al
menos una gran parte del favor que le he dado.
Viendo yo que esto no puedo hacerlo sin vuestra ayuda y favor, os ruego
afectuosamente que, siendo favorables al cumplimiento de mis ruegos, le asaltéis por
todas las vías por las que yo le he favorecido, sustrayéndole justa o injustamente todos
los bienes que le he confiado hasta que no le queda nada. Y esto, no de golpe, porque
sería fácil para él y poco meritorio el ser fulminado en un instante, sino poco a poco,
según vaya viviendo, al igual que le he ido yo, lentamente, formando y encumbrando. Y
entonces veré si me reconocerá, pues él da por supuesto que todos los bienes y
prosperidades que ha conseguido, recibido y posee se los ha ganado por sus méritos, sin
dar gracias al donador ni creer que nunca le puedan fallar.
Y como esto duró un buen rato, suspendido un poco el furor, se sentaron todos
juntos. Rápidamente, los Infortunios, oficiales de estos dioses, de rodillas, les
explicaron con todo detalle los ruegos de Fortuna; ruegos a los que, una vez oídos,
contestó la primera Juno, antes que los demás y sin pedir permiso:
-Que Dios me ayude, he tenido un gran contento del honor que se os ha ofrecido en
París; y yo se lo agradezco a Curial tanto como si me lo hubiera ofrecido en persona.
-¿Si la hemos visto? Señora, tened por seguro que a la fuerza la teníamos que ver,
porque Curial no sale nunca de su casa, ni vivo ni muerto; por ella, deja todos los
negocios del mundo.
Respondieron ellos:
-Estad segura, señora, que no ve ni oye más que por ella. Y a fe mía, no es de extrañar,
porque ella le muestra tanta familiaridad que muchos le envidian; y yo creo que,
efectivamente, si ella se fuera a Alemania, él no la dejará por ningún otro partido, sino
que se irá con ella. ¿Queréis saber, señora, noticias acerca de si la ama? Pues eso lo
podemos certificar bien nosotros, ya que ella pierde por él el matrimonio con el duque
de Orleans.
Respondieron:
-Porque el rey nos rogó que alejásemos en secreto a Curial de ella, si era posible, de
modo que él no lo advirtiera, y procurásemos que viniese con vos, puesto que le queríais
bien y le regalabais tan generosamente vuestras pertenencias. Ello provocaría que
Laquesis, al no ver ni saber que estaba con vos, se enfriaría; y, perdidas las esperanzas,
accedería a aquel matrimonio.
-Sí, así es –dijeron ellos-; y además tan deshonestamente que más valdría que
estuvierais muerta que viva. Y aunque os lo hayamos querido tapar y disimular por
vuestro honor, y porque no sabemos de ello ni lo creemos, se nos han dicho cosas tales
y tan desvergonzadas que avergüenza oírlas a nadie que sea fiel a vuestro servicio.
Pero no nos extraña que lo digan, porque Curial, de acuerdo con la moda de los
hombres jóvenes, para darse postín -según dicen-, ha comentado cosas que para tan
noble caballero como él estarían mejor sin decirse; y en cuanto a vuestro honor, sería
preferible que os costase todo lo que poseéis, pero que nunca hubiera ido a Francia. Por
otro lado, a fe mía, es bueno y muy notable como caballero, tanto que sólo de él -como
corresponde a todo buen caballero- se hace mención; pero para vos, hubiera sido mejor
que no lo hubiérais conocido nunca.
Contestó ella:
Replicaron:
-No lo sabemos sino por habladurías, no por él. Pero para que os deis cuenta del alcance
de esto, sabed que cuando nos, por mandato del marqués, hablamos de matrimonio entre
el duque de Orleans y vos, se nos contestó que vos ya teníais marido y no podíais tener
dos. Y como nosotros nos extrañamos de este comentario, se nos replicó que estabais
desposada con Curial; y quizás consumado el matrimonio. Y que por esto le dabais todo
lo que gastaba; y que, en consecuencia, dejáramos de bromear.
La doncella, pensando que Güelfa lo sabía todo, le contó lo que había visto y
oído. Entonces Güelfa dió crédito a las palabras de los ancianos y volvió a ordenar a
Melchor de Pando, mucho más tajantemente, que no fuese a dar nada a Curial, pues si
con lo que le había dado no era bueno, no lo sería con todo el tesoro del sultán. Melchor
contestó que cumpliría sus órdenes.
Al cabo de algún tiempo, Curial, tal como solía, envió a Melchor a por dinero
para sus gastos. Melchor le respondió que no se atrevía a hacerlo si Güelfa no lo
ordenaba. Al oír Curial esta respuesta se quedó muy extrañado y, secretamente,
disfrazado, se encaminó a Monferrato; y fue de noche a su casa, donde habló con
Melchor de Pando de muchas cosas y, en último lugar, le enseñó la carta que le había
mandado en respuesta. Melchor respondió que era cierto; que se la había enviado él y
que no osaría darle nada si Güelfa no se lo mandaba por su propia boca. Contestó
Curial:
-Id a la señora y decidle que estoy aquí y que quiero saludarla; que me avise cuando
quiera que vaya.
Melchor le dijo que le parecía bien; y yendo a ver a Güelfa le explicó que tenía a
Curial en casa; y que le rogaba y pedía la merced de poderle hablar, y que le permitiera
saludarla. Respondió Güelfa:
-No es tan curial ni le cae tan bien el nombre como él cree. Decidle que no se preocupe
por las reverencias ni los saludos, que a mí no me importan sus hechos. Vaya en nombre
de Dios donde le plazca, que yo me he retirado y no me ocupo de cosas vanas. Y a vos,
Melchor, exijo que si os preciáis de estar a mi servicio, no me habléis más de esto, que
estoy harta de disparates.
Melchor volvió con la respuesta y dijo a Curial todo lo que había oído. Curial se
turbó y no podía sacar en claro a qué se debía esto; tantas vueltas le dió que esa noche
no comentó nada, sino que se acostó, imaginándose varias cosas. El día próximo Curial
dijo a Melchor:
-Señor, padre, os ruego, por Dios, que vayáis a la señora y os enteréis mejor de lo que le
pasa.
Respondió Melchor:
-Ciertamente, sólo sé uno; y es éste: que vayáis a la abadesa, porque me consta que os
tiene mucha simpatía y le caéis muy bien; y por ella podréis saber qué está pasando.
Éste es el mejor consejo que os puedo y os sé dar.
-Soy Curial.
-Por lo visto, mi mal hado no se ha cumplido todavía, aunque -así Dios lo quisiera- ya
me debería haber perseguido bastante.
En cuanto la abadesa hubo comido, se fue a ver a Güelfa; ésta, al verla, se alegró
mucho y, retirándose con ella, le preguntó a qué se debía su visita. Y cuando la abadesa
se lo explicó, Güelfa reflexionó un poco y de momento no le contestó nada; pero pidió
la cruz y los evangelios, e hizo tomar juramento a la abadesa que no hablaría con Curial
ni con nadie acerca de lo que ella le confesaría. Entonces, hizo venir a su doncella y le
hizo contar, de pe a pa, todo lo que sabía de Curial y Laquesis, así como de la fama que
ella tenía en la corte del rey de Francia; ante lo cual la abadesa se quedó cortada y dijo:
-Amiga mía, yo antes querría verme muerta que oír lo que oigo.
Y poco después le relató las informaciones que de los ancianos había oído; por
lo cual se había propuesto no darle nada, ni hablarle; añadiendo a esto que, si preciaba
en algo su vida en el monasterio, no volviera por allí, a fin de que Curial no la molestase
cada día en busca de noticias, ni pudiese hacerle llegar mensajes.
Así, Curial se comunicaba cada día con el monasterio para saber si la abadesa
había llegado; y, como le decían que no, seguía oculto, esperando a que volviera.
La Fortuna, que había mostrado a Curial sus crueles y salvajes espaldas, se fue al
duque de Orleans y, en sueños, se le presentó toda risueña y muy alegre, y le dijo:
-Querido amigo mío, yo había favorecido a Curial con todos mis recursos, y ahora,
cansada de jugar todos mis triunfos a una carta, vengo a ti, sabiendo que Curial te
estorbaba en tu amor por Laquesis; y así, para socorrer y auxiliar a tu afligido espíritu,
te certifico que si insistes ahora en el matrimonio, yo te seré hasta tal punto favorable
que obtendrás tu deseo; y si no te frena la pereza, de otro modo, no vas a perderlo.
Oídas estas palabras, el rey pensó rápidamente que los ancianos, que habían
hablado con él, se las habrían arreglado para que Curial se fuera; por lo que hizo venir
inmediatamente a la duquesa y a su hija, y se lo explicó en todos los colores y con tanto
ahínco que Laquesis –que, ofuscada por la Fortuna, estaba descontenta con Curial
porque se había ido a Monferrato sin decirle nada- consintió en el matrimonio. Y antes
de salir de aquella cámara, en absoluto secreto, los desposaron.
-Señor, yo no hago nada aquí y estoy perdiendo el tiempo en vano; he resuelto volver a
París y procurar no decaer del nivel que me he procurado. Y os prometo, a fe mía, que si
yo hubiese querido a Laquesis por esposa, ya se hubiera hecho hace mucho tiempo y
quizás aquí no me habrían hecho ascos; y si los hiciesen, como los han hecho y hacen,
hubiera sabido a qué atenerme. Ahora, por ventura, tendré que hacer a la fuerza lo que
no hubiera querido hacer por gusto; así pues, quiero irme de aquí y poner orden en mis
asuntos. Porque si hoy por hoy no cuento con dinero para vivir, tengo joyas y otras
muchas cosas valiosas, que me pueden valer; y antes de que se sepa el mal papel que me
han hecho aquí, quiero buscar salidas a mi vida, la cual perdería de dolor si siguiese
aquí por más tiempo. Entre tanto os ruego, si es posible, que recompongáis un poco este
enredo; porque, si me escribís que vuelva, me tendréis aquí en seguida.
-¡Ay! ¡Cómo temo que te hayas equivocado de camino! Porque todas las mujeres que
están dolidas, especialmente las grandes damas, no quieren verse tratadas de esta forma;
pues, como no saben ni pueden castigar a las personas que aman de otra manera, les
retiran la palabra, se ocultan a ellos y pregonan que no les quieren. Pero ocurre muchas
veces que pasan mayor pena por los enamorados, a los que ponen mala cara, que no
ellos; aunque se crean que no son amados. No obstante, no pudiendo resistirlo mucho,
ellas mismas se inventan trucos para hacer las paces.
Curial estuvo un rato callado sin responder nada y se fue a acostar. Pero cuando
estuvo en la cama, como no podía dormir, aprobó el consejo del mentor y, pensando en
muchas cosas, saltando su imaginación de una cosa a otra, se durmió. Y mientras
dormía, se le apareció el siguiente infortunio.
Una dama, muy noble y digna de gran reverencia, acompañada de gente notable,
se le acercó y le dijo: “Curial, no te extrañes si me siento, porque he andado mucho y,
fatigada del largo viaje, no me puedo aguantar de cansancio. ¡Oh Curial! ¿Y qué te he
hecho yo que así pierdo a mi hija por tu culpa? Responde y dime, ¿qué ganancia saqué
cuando, por tus fuerzas, recobré a Cloto, que casi había perdido, si después ibas a
hacerme perder a Laquesis, que es toda mi vida? A la otra ya la hubiera olvidado, mas
ésta acortará mis dolorosos días. Di, Curial, ¿no es acaso esposa adecuada para ti?
Ciertamente, no hay duque ni señor en el mundo que no la quisiera; no sé por qué tú la
menosprecias. Si lo haces por Güelfa, te equivocas, porque Güelfa te aborrece ya, como
bien sabe ese viejo desleal que te aconsejaba que no fueses a París; pero ningún consejo
del mundo te vale contra su odio.
Aún más, si me fuerzas a decirlo, te puedo garantizar que ella, cansada de ti, ha
puesto a otro en tu lugar, quien la tiene más cerca de lo que tú estabas; y para que en sus
amores ella le tenga más lealtad, ha tomado firmes y seguras las riendas en lo tocante a
la posesión corporal. A ti sólo te comunicaba los bienes; al otro, los bienes y el cuerpo.
Por lo que, perdiendo su esperanza -como se hace con lo que es efímero-, te aconsejo y
requiero que partas de aquí en seguida y vengas; mientras tengo oportunidad de darte a
mi hija. No pierdas lo que está en tu mano a cambio de lo que no puedes tener; pues los
pretendientes son muchos, y los intermediarios, poderosos. Yo te aseguro que, si no vas
en seguida, o ella morirá por ti, o, a despecho suyo, la verás pronto en manos de otro. Y
tu consuelo y absurda excusa será sólo la propia de los burdos, que se justifican así: “No
me lo figuraba”.
Y Laquesis le envió a decir que ella le rogaba que no la fuera a ver porque se
había desposado con el duque de Orleans, quien –de hacerlo- se enojaría mucho; así
pues, que se espabilase. Igualmente, el rey hubiera preferido que Curial no hubiese
vuelto a París, temiendo que Laquesis –de no haberlo olvidado- no se supiera gobernar
con la discreción que exigía su matrimonio; por ello, no le hizo a Curial tanto caso ni
tan buena cara como solía. De manera que no se le acercaban a Curial -que iba cual
ánima en pena- sino hombres desprestigiados, a quienes nadie mencionaba para nada.
Curial, al ver que se le cerraban todas las puertas que solía tener abiertas y
consciente de su desfavor, pensó que caía en la desesperación, y estuvo muy cerca de
vender su alma al diablo. A la vez, dejó de comer y dormir, y se volvió tan taciturno que
no encontraba gusto en nada, llegando a hablar solo como un orate y a gesticular con las
manos de modo grotesco, paseando arriba y abajo por la habitación; y respondía muchas
veces cuando no se le llamaba y, cuando se le llamaba, no contestaba. Y como a alguien
enajenado y fuera del sano juicio, precisaba que le hiciesen comer, pues él no tenía
nunca apetito. Iba desaseado y desaliñado, y perdió toda gracia en lo que hacía y en lo
que decía.
Respondió Curial:
-No lo sé ni me entrometo en sus asuntos. Pero ya me gustaría que fuese cierto, pues al
menos cesarían las sospechas.
-Ya lo creo que sí –dijo Melchor-, es cierto; y os diré cómo lo he sabido. El día mismo
que salisteis de aquí, Güelfa me mandó llamar y me ordenó que no os albergase más en
mi casa y yo le contesté que os habíais ido a París, para rematar vuestros asuntos y
volver luego. Güelfa, al punto, envió un escudero detrás de vos que, volviendo, ha
contado noticias: como la del matrimonio de Laquesis o el gran chasco que habéis
tenido, de lo cual Güelfa se rió mucho. Yo me dediqué con la abadesa a recongraciaros
con la señora, pero no lo hemos logrado.
Pero, como nosotros objetamos que si aquellos dos ancianos se lo rogaran, ella
lo haría, ella se hincó de rodillas y, mirando al cielo, juró e hizo voto a nuestro señor
Dios, a la virgen María y a toda la corte celestial de que ni por su propia iniciativa ni a
ruegos de nadie, nunca os perdonaría. Con la salvedad que, si reunida toda la corte del
Puy de Nuestra Señora11 -incluidos el rey y la reina de Francia- se lo rogasen (lo cual
era y es algo imposible); y encima, que todos los enamorados que estuvieran allí
pidiesen a gritos merced para vos. Pero ella no irá nunca allí. Así que, ved a qué
extremo ha llegado vuestro caso.
Curial, callado, deseó mucho más la muerte que la vida; y tras un largo rato sin
decir nada, el dolor le hizo romper el silencio, diciéndole al prohombre las siguientes
palabras:
-Una cosa solamente, al menos, querría obtener; luego, que venga la muerte cuando le
plazca: que la señora tenga la compasión de oírme una sola vez; después, que haga lo
que sea de su agrado.
11
Hoy, Puy-en-Velay, en el Alto Loira.
El mentor dijo que procuraría, en la medida de lo posible, que ella le quisiese
oír. Por lo que Curial aquella noche no durmió ni hallaba reposo con nada. El
prohombre se esforzaba en consolarlo, pero todo era inútil. Al día siguiente el mentor
fue a ver a la señora y, cuando vio que había oído misa, se acercó a ella; y,
arrodillándose, le habló de la siguiente forma:
-¡Oh señora nobilísima y valerosa, sin par entre todas las otras señoras!, yo os pido la
merced de que os dignéis perdonar a estas viejas canas mías, si se atreven a hablar
delante de tanta y tan singular excelencia, sobre todo de una cosa que sin permiso
vuestro no debería salir de mi boca. Pero me induce a ello mi misma vejez, consciente
de que, aunque mereciera la muerte por ello, no voy a perder muchos días; por otro
lado, me da seguridad el intenso servicio que, a lo largo de tantísimo tiempo como ha
pasado, os he ofrecido y ofreceré aún, mientras sea bien visto por vos y mientras el alma
cansada quiera hacer compañía a este cuerpo gravoso y anciano.
Se trata de esto: que oigáis por una sola vez a Curial, que vino anoche y está en
mi casa. Obtenga yo esta merced de vos, oh muy noble señora; y a mí, y no a él,
concederéis esta gracia, que creo que será la última que se me ocurra pediros.
Güelfa lo oyó todo por completo y cuando vió que había acabado, se cambió de
sitio, y mandó a la abadesa que les dijese que se fuesen. Al pedirle ella a la señora que
repondiese a las palabras que había oído, la señora respondió que ella no se había
comprometido más que a oírlo y que ya lo había hecho; pero que, en cuanto a contestar,
la excusaran, pues nunca hablaría con él. Y así, la abadesa les dijo que, dado que la
señora lo había oído, se fuesen; pues no había más que hablar sobre el tema.
En esto, como Güelfa se había apartado de la puerta y Curial se excusaba sin ser
oído, Melchor lo reconfortó y levantó del suelo, requiriéndole con muchas ideas para
que se abstuviese de llorar; pues efectivamente él no quedaba tan mal parado, porque no
era él quien dejaba a Güelfa, según se podría demostrar ante árbitro justificado con
razones contundentes. Pero Curial, que no estaba atento al sentido auténtico de estas
palabras, confundido sobremanera, estuvo un rato mudo y sin poder hablar; aunque
pronto invocó a san Pedro, diciendo que en esta ocasión había perdido las llaves del
paraíso. O bien -si las tenía-, que tuviese la amabilidad de ejercer su oficio, a fin de que
un trozo de madera no le vedase la entrada.
-Callad –dijo Melchor-, que no es éste aquel paraíso del cual tiene las llaves san Pedro;
lejos están uno de otro y las leyes son muy dispares. Sin embargo, si queréis que éste se
torne paraíso, estad seguro que ni en éste ni en aquél se puede entrar si no es pasando
primero por el purgatorio. Así pues, vamos a nuestra casa –dijo Melchor-; y por ventura
desprenderéis que no es tan grave el daño como creéis.
Por ello, casi a la fuerza, dejó Curial aquel lugar y se fueron juntos.
¡Ay de mí! ¿Y cómo describiré sin llorar esta dolorosa separación? Ciertamente,
le falla la fuerza a mis dedos, se me cae la pluma en medio del papel blanco y lo mancha
en distintos sitios. Me olvido de mí mismo y miro al desventurado Curial, que se va con
pasos desgarbados y la cara descompasada. ¡Oh Curial! ¿Dónde dejas la gracia y la
donosura de tu andar? No son propios de ti tales ademanes. Devuélveselos a su dueño;
recobra los que te son naturales. ¿Por qué actúas como otro? ¿No estás contento con lo
que Dios, y la Naturaleza, su sirvienta, copiosamente te han dado, como si fuera
artificial? ¿Eres cual hembra que, insatisfecha de su belleza, por mucha que sea, la
aumenta por todos sus medios y saberes con trucos manuales; y estudia sus
movimientos -ahora una pose y luego otra-, y no satisfecha con los espejos, que le
muestran la verdad, pregunta encima e interroga a los demás para que le den su parecer?
Ahora mira hacia atrás y casi se rompe el cuello, y desorbita los ojos girándose para
mirarse la cola, pues aunque tuviera tantos ojos como el pavo real, aún no estaría
contenta ni se vería bien; hasta Argos, aunque le prestase todos sus ojos, se tendría que
esforzar para tenerla contenta.
Yo te ruego, Curial, que vuelvas a ti mismo y te reconozcas bien, mientras estás
a tiempo. Y si quieres juzgar con imparcialidad, comprobarás que no tienes razón para
lamentarte.
Cuando Curial llegó a la posada, se dejó caer en la cama -no de otra manera que,
sueltas las ligaduras, se cae una carga de leña empujada por una gran fuerza- y gimió
con amargura, maldiciendo su desgraciada suerte. Ante lo cual, Melchor, adelantándose
hacia él, le habló de la siguiente forma:
-Curial, yo conozco en efecto que tus virtudes han perdido su fuerza y que tú estás muy
necesitado de buenos consejos. Y si no me contuviese el acordarme de que he sido
joven y me he equivocado de camino muchas veces, como tú ahora yerras, me
esforzaría en reprenderte por tus poco acertados movimientos. ¿Crees que vas a
solucionar tu problema llorando? Eso no te vale de nada; antes bien, si quieres mejorar,
te conviene dejarlo obviamente. Es otra la vía por la que has de caminar, porque la que
has emprendido no lleva al hombre más que al abatimiento.
Melchor. Eso está mejor y me place que busques la manera de atenuar el dolor.
Curial. Te advierto, Melchor, que muchas veces los hombres han muerto al
reventarles la hiel de tanto llorar.
Curial. ¡Ah, Melchor, padre mío! Te ruego que, si puede ser, busques otra
manera para consolarme. Mira el talante de mi corazón con los ojos del pensamiento.
Aquí está ya la muerte, que me amenaza creyéndose que la temo; no sabe bien que yo
estoy dispuesto a seguirla, sino vendría hacia mí con más parsimonia. ¡Oh vosotras, las
tres hermanas que fatalmente disponéis la vida de los hombres: que rompa una su rueca
y no hile más, descanse la otra y no devane ni aumente su tejido, y la otra, que recorte
esa tela, cortando los hilos de mi vida; y las tres, dad fin a mis males! ¡Ved que os
invoco bajo la necesidad; vedme de rodillas delante vuestro! ¡No me volváis la cara!
Oídme al menos. Y, si tenéis algún espíritu de piedad, aplicadlo conmigo, sacándome de
este mundo, duro y cruel para mí.
En este tercer libro, como se hace mención de las Musas, debes dar por sabido
que los poetas han fingido nueve Musas, en forma de nueve mujeres o doncellas, que
residentes en el Monte Parnaso y veneradas en Helicón, a quienes llamaron Calíope,
Clío, Euterpe, Talía, Melpómene, Polimia, Erato, Terpsícore y Urania.
Según una fábula de Ovidio, en el libro quinto, otras nueve hermanas, nacidas en
Grecia -de Evipe, su madre, y de Pireo, su padre, por lo que son llamadas Piérides-,
aprendieron a tañer instrumentos y a cantar extraordinariamente. Y, a causa de esa
ciencia deleitable, que se llama música, en la que no eran tan grandes maestras como se
creían, se volvieron presumidas y soberbias, de modo que, despreciando a las demás
personas expertas en aquel arte, no sólo pretendieron compararse con las Musas sino
incluso supeditarlas.
En cuanto al sentido de esta fábula, dice Fulgencio, que las nueve Musas
designan nueve consonancias de la voz humana, y las nueve Piérides, nueve
disonancias. Y dice Papias que estas Musas se consideran hijas de Júpiter y de Juno
debido a que toda voz se compone de aire y de agua. Pues Musa viene del griego moys,
que significa ‘agua’, porque todo sonido musical se engendra por aire y agua, ya que
ninguna voz puede emitir sonido sin viento y sin agua, y sus combinaciones; así, de
estas dos cosas proceden toda la energía del canto y de la modulación.
Se produce, pues, la voz por medio de cuatro dientes contrapuestos, contra los
que la lengua choca, y si falla alguno de ellos hay defecto en la voz; dos labios, dos
címbalos, en los cuales se dobla la lengua y, cuando se curva, forma un aire vocálico en
la concavidad del paladar o de la boca, que por el camino de la garganta corre como por
una flauta; los livianos o pulmones, cual fuelles, envían el viento y, después de haberlo
enviado, lo vuelven a llamar y lo recuperan. Estos nueve instrumentos se conocen como
las nueve Musas, a las cuales se añade Apolo, puesto que son diez las voces de
cualquier melodía y de poco valdrían los instrumentos si no hubiera tañedor. Esto, en
cuanto al canto.
Que no se maraville nadie si por ventura las hijas de Pireo, al componer poesías,
fueron convertidas en urracas por los dioses, porque se parecen a los hombres parcos en
ciencia que presumen saber mucho y quieren discutir o discuten con los altos científicos
y con los reverendos letrados, de los que deberían aprender y oír; pues, al quererlos
emular, son juzgados después como locos y de poco caletre, y comparados a las urracas,
que tararean y parlotean pero no saben lo que dicen. Y su porfía les reporta vergüenza.
Callemos, pues, los que sabemos poco delante de los que saben mucho.
Sin embargo, muchas veces ocurre que los hombres de elevados conocimientos
son altivos –especialmente si son de noble estirpe- y desprecian a los otros hombres que
no alcanzan a tanto; y van con el pecho hinchado, como si la ciencia ocupase mucho
espacio y no les cupiese en el pecho. Salustio dice contra ellos: “La soberbia es un mal
común de los nobles”. Y san Gregorio: “Todos somos iguales por el estudio y en razón
de la humildad, pero el estudio hace aparecer como destacados a los que están hechos de
humo. Y el profeta Malaquías (capítulo segundo): ‘¿No hay un padre entre vosotros?
¿No hay un solo Dios creador? ¿Por qué despreciarse unos a otros, hermanos suyos?’”2
Que expulsen, pues, la soberbia, que es causa de todos los males, y se aleje de
ellos el humo de la vanagloria; porque, si la ciencia es virtud y habita en ellos, el vicio
de la vanidad debe desaparecer, pues es su contrario y dos contrarios no pueden estar
juntos. Contra ellos -quizás queriéndolos excusar-, dice Cicerón: “Los grandes dichos y
los grandes hechos frecuentemente con las alabanzas ahogan no sólo a los soberbios
sino también a los que sobresalen en humildad, cegados por sus obras y ciencia. Ítem,
Valerio, en el capítulo El placer de la gloria: ‘Nunca se da tanta humildad que no se vea
afectada por la dulce gloria’. Próspero, también, en su libro segundo: ‘Cuando el
hombre ha superado todos los vicios, corre fuerte peligro cuando la conciencia se
1
Salmo 91, 4: “al son del arpa de diez cuerdas y la lira, con un susurro de cítara”.
2
En el original, en latín: “Comune malum nobilitatis est superbia”. “Omnes studium sationem humilitatis
equales sumus et studium primos prentes qui de humo facti sunt. Et Malachias propheta (secundo
capitulo): ‘Numquid non pater unus omnium nostrum? Numquid non Deus unus creauit nos? Quare
despicit unusquisque nostrum fratrem suum?”
atribuye la gloria más bien a sí misma que a Dios’”3. Abájense y humíllense los nobles
y grandes letrados, y crean al que les dijo: “Quien se exalza será humillado” 4, etc.
Y Curial, al que tenemos entre manos, bien debía recordar que al rey Ezequías le
fueron restados quince años de vida humana por los pecados que cometió; pero, como
se arrepintió, le fueron restituidos y devueltos por Dios. Sabía, además, que a los
emperadores romanos, cuando iban en el carro triunfal, se les ponía al lado el más vil
esclavo, el cual, dándole golpes en el cogote, le decía: “Conócete a ti mismo para no
ensoberbecerte.”5
Por eso, cuando Curial, por la excelencia de sus excelentes dotes de caballería,
se volvió soberbio, y por la dignidad de la ciencia, un poco vanidoso, fue apeado del
carro del triunfo de su honor y convertido en esclavo, durante siete años, a fin de que
conociese que es otro el donador y otro el receptor. Pero, al cabo de siete años,
reconociéndose, fue restituido a su libertad por Dios nuestro señor y devuelto al punto
inicial; como Nabucodonosor, que, por pecado de soberbia y de vanagloria, se convirtió
siete años en una especie de bestia salvaje.
Pero, ¿me es lícito recurrir a lo que los otros que escribieron recurrieron o han
recurrido; es decir, a invocar a las Musas? Verdaderamente, yo creo que no. Más bien
creo que sería algo inútil, pues ellas no se me aparecerían ni se me mostrarían, por
mucho que las llamase en mi ayuda y subsidio; porque no se ocupan más que de los
hombres de elevados conocimientos, a los que siguen aún cuando no las llaman. Pero a
mí y a los que se me parecen, como a ignorantes, nos tienen un odio especial. Por lo que
yo, tanto en esta obra como en todas las cosas que digo, soy imitador de las míseras y
charlatanas hijas de Piérides, enemigas capitales de aquellas nueve egregias hermanas,
que habitan en el Monte Parnaso.
3
En el original, en latín: “Magni dicti uel magni facti frequens fama cum laude nedum superbos sed
eciam humiles excellentes, in suis operibus et scienciis cecat. Item Valerius, in titulo De cupiditate glorie:
Nulla est tanta humilitas que dulcedo glorie non tangatur. Prosper ecian in suo libro: Cum omnia uicia
superauit homo manet periculum vehemens cum consciencia pocius in se quam in Deo glorietur.”
4
En el original, en latín: “Qui se exaltat humiliatur.”
5
En el original, en latín: “Recognosce te ipsum ne te extollas.”
–que es un poquito más complicado que los primeros-, me las arreglaré lo mejor que
sepa, con un parlamento humilde y bajo; puesto que en éste aparecen algunas alegorías
y poéticas ficciones, escritas, no según corresponde a esa materia, sino ruda y
groseramente, como me he podido apañar.
He oído muchas veces, y además leído, los trabajos de aquel que en su tiempo
fue el más fuerte de los caballeros -esto es, el hijo de Júpiter y de Alcmena6-, que mató a
gigantes, leones, serpientes y destruyó a monstruos, persiguiéndolos por muchas partes
del mundo; y también de Jasón, que, al igual que éste, según las poéticas ficciones,
domó toros, mató serpientes, sembró dientes, de los que nacieron caballeros, y mató a
muchos hombres en batallas.
Se dirá quizás que Héctor mató en batalla a muchos reyes y grandes caballeros,
muy fuertes y valientes, y que nunca fue superado por caballero que combatiera contra
él; no obstante, aunque en batalla no fue superado ni vencido, siéndole nefasta la
Fortuna, murió desgraciadamente. A lo que te respondo y te digo que es cierto que
Héctor, en batallas multitudinarias, fue el mejor caballero del mundo mientras vivió; y
es cierto que voluntariamente aceptó la batalla cuerpo a cuerpo con Aquiles y no fue por
su culpa que no se hiciera. Pero no he leído, sabido ni oído que él, ni ninguno de los
mencionados, entrase en liza o campo cerrado -cuyas ceremonias son espantosas y
temibles- con ningún caballero que le fuera paritario y con las mismas armas, tanto
ofensivas como defensivas, y que, una vez entrado, no pudiera salir sino muerto o
vencedor.
Pienso yo ahora que estos citados -y muchos otros de aquel tiempo, que aún se
podrían citar-, en el caso de no poder evitar la liza, la hubieran aceptado; pero eso está
por demostrar. Mientras que a Curial le ocurrió muchas veces, según habéis podido ver
en los libros anteriores. Así pues, es distinto el valor del que dice que lo haría y el de
quien lo ha hecho: al que no lo ha hecho, pero -presentándosele la ocasión- lo haría, no
le culpemos; pero tampoco -pues revelaría malicia- silenciemos ni tengamos escondido
al que, no una sola vez, sino muchas, lo ha hecho.
6
Hércules.
Concluyendo, pues, como ante el más riguroso juicio, en el caso más extremo de
todos: los actos militares -sea la liza, la cual Curial más que ningún otro ha ejercitado,
sin buscarla él sino presentándosele- y no digamos ya sus gestas valerosas, son dignos
de venerable recuerdo; puesto que, si por ventura hubieran sido escritos por Tito Livio,
por Virgilio, Estacio o algún gran poeta u orador, se hubiesen leído, recordado y tenido
en gran estima por los reverendos letrados. Porque los escritores, según se ha dicho,
hubieran dorado en su ficción los actos de plata; o bien, si ya eran de oro, con la ayuda
de aquellas nueve llamadas Apolíneas7, los hubieran realzado en número de quilates,
gracias a la sublimidad de su elevado y maravilloso estilo.
Por lo que él, confuso, melancólico y entristecido, no sabía qué debía hacer y no
encontraba lugar que le fuera conveniente. Sabía que el marqués de Monferrato vería
con buenos ojos que él prosperase, pero no le gustaría que se quedara en su marquesado,
ni tampoco era tan grande su casa como para darle cabida. Y así su pena se le hacía
eterna.
-Muy querido amigo, yo te pido que no estés consternado por el accidente que te ha
sobrevenido; antes bien, te ruego que lo taches de prosperidad o bienandanza -si es que
merecen tener este nombre- y lo cuentes como una de ellas. Igualmente, mira las
bienaventuranzas, y verás que no tienes razón para lamentarte, sino que debes agradecer
a nuestro señor Dios -quien es próspera fortuna, o al menos está bajo su potestad-, el
que a ti, sin méritos por tu parte, te las quiso conceder y te las prestó durante un tiempo.
Dime, Curial, ¿recuerdas el primer día que viniste aquí? Te ruego que lo traigas a la
memoria. Bien sabes tú que, viéndote pobre, muy decaído y sin criterio, muchacho de
corta edad -tanto es así que te hubieras contentado con cuidar ganado o trotar detrás de
cualquier gentilhombre-, esta casa te cobijó y te ayudó, poniéndote en un lugar que
otros, por haber nacido en casa más ilustre o por precederte en el servicio, merecían
antes que tú. Pero no lloraste por eso, sino que te complacía y lo dabas por bien hecho;
los otros, sin embargo, lógicamente lloraban por tu satisfacción.
7
Las nueve Musas.
Cuando fuiste creciendo, Güelfa fijó en ti sus ojos y, decidiendo ayudar a
alguien, te eligió a ti; y tal como lo pensó, lo puso en obra, porque me mandó a mí que
te diese sus riquezas, ignorando tú cómo, de dónde ni por qué te llegaban. Aquella
señora no te lo debía, ni tu padre ni tú se lo habíais prestado, ni le habíais servido ni
dado motivos para que ella debiera actuar así. Así pues, si no la movió una deuda,
diremos en verdad que esta señora fue gracia sobreañadida, la cual, alegrando su
corazón, te aprovechó a ti y te permitió desarrollarte; y a sus expensas te ha llevado al
estado en que estás y ha comprado para ti honor y favor a un precio muy alto. Pero el
honor que has ganado, ¿qué provecho le reporta? Ciertamente, ninguno, pero sí un gran
daño. Porque, a no ser por ti, ella hubiera guardado su tesoro y la suya sería la casa más
rica de Italia, cosa que ahora no es; puesto que ella, pródigamente, por encima de toda
condición femenina, te lo ha dado a ti, que -también con prodigalidad- lo has gastado y
derrochado, estúpidamente, sin cuenta ni medida.
Bien sabes, además, que en Alemania perdiste el seso por Laquesis y, olvidando
lo que no debías olvidar, te caldeaste en un amor impropio; bien lo sé yo, que tanto me
costó sacarte de allá. ¡Ah Curial, qué duro se hace conllevar la prosperidad! Acuérdate
del sueño que tuviste del hombre ingrato al que querías matar; juzga que eras tú mismo.
¿No sabes que si Güelfa no te hubiera ayudado nunca hubieras ido allí -o al menos no
en ese estado-, ni se hubiera hecho mención de ti más que de otro gentilhombre pobre?
Piensa, Curial, que Laquesis fue furia infernal que se te apareció para destruirte; y creyó
llevarlo a efecto, pues lo habría conseguido si este viejo que tienes delante no se hubiera
opuesto. Pero tú te irritabas conmigo porque te aconsejaba que obrases con cautela,
temiendo lo que te ha sucedido -tarde, dado que, de acuerdo con tus delitos, hace mucho
tiempo que debías haber bebido este cáliz-.
Y como esta señora, que estaba informada de todo, cerró los ojos y, como quien
se bebe una purga, se quiso tragar esta píldora tan amarga y luchó con su buen sentido,
que le aconsejaba lo contrario. Y venciéndolo, volvió a añadir mal a los daños y gasto a
los dispendios, pues te envió a Francia para que adquirieses honor y, con tu propio
esfuerzo y sus riquezas, recabases honor, fama y prestigio, dándote sus tesoros, no
según tu necesidad, sino según tu pródiga tendencia; porque ciertamente el marqués,
con todo su empaque, no ha consumido la mitad de riquezas que tú. Y así, como si lo
tuvieses de rentas propias y no te tuviera que faltar nunca, malgastando, has conseguido
perderlo.
Tú, desconociendo la suspicacia y los celos de las mujeres, que por nada del
mundo consienten algo semejante en la cosa amada, olvidando esta clase de oro,
volviste a Laquesis, como los canes al vómito. Estas dos locuras las has cometido
contigo mismo, porque ella no recaba daño de ello; antes bien, te aseguro que saca un
gran provecho de tu ingratitud. Esto, dejando aparte de las lágrimas, que –no
mereciéndolas tú en absoluto- ha derramado por ti; porque a éstas no alcanzo a ponerles
precio. Te basta sólo –y te debe bastar- que te separe de ella como el confesor del
pecador, el cual deja pecados y abominaciones y el otro le da indulgencias; porque tú te
vas rico de honor y de fama -porque la has comprado con su caudal, como dinero que te
era fácil de ganar-, mientras que ella se queda pobre de fondos y de honor. Y ella no
necesitaría –dado todo lo que tiene- la infamia que, regalándotelo a ti, ha adquirido por
medio de su tesoro.
Finalmente, te recuerdo el texto que te alegué: que no te hace ninguna injuria si
te deniega, no el tuyo, sino su propio auxilio. Piensa además en la ley que prescribió
cuando, al principio de empezar a ayudarte, dijo que el primer día que te exhibieras
como servidor suyo la perderías para siempre. Y tú sabes bien si es fama divulgada por
todo el mundo que ella te da todo lo que tú gastas: ella no lo ha dicho, ni yo tampoco; o
sea que ha salido de ti, según una presunción razonable.
Oída pacientemente por Curial toda la admonestación que le hizo Melchor, tras
suspirar en primer lugar un poco, dijo:
-No puedo ni quiero negar las cosas que me habéis dicho, sino que confieso y proclamo
que son auténticas e imbuidas de verdad. Pero que yo haya traspasado la ley que me
impuso no es cierto, porque de mí nunca salió tal comentario; puede deberse, sin
embargo, a que algunos se lo hayan imaginado y, revelando a otros aquella suposición,
el hecho se habrá ido difundiendo. Así, me figuro que habrá llegado hasta sus oídos.
Y dado que no puedo encontrar otro remedio, es mucho mejor que me vaya que
no que me quede. Así pues, como tengo bastantes joyas y ropas, que os dejaré, os ruego
que me prestéis el dinero que me permita irme.
Melchor respondió que estaba de acuerdo. Por lo que, además de valorar las
joyas en un alto precio, le prestó veinte mil ducados y le regaló desprendidamente cinco
mil más. Cogiendo los efectivos, se marchó en secreto y fue hasta donde había dejado a
su gente, que se alegró mucho de su vuelta.
Se vistió de luto y, a fuerza de andar, llegó a Génova, donde a los pocos días
embarcó con todos los suyos en una galera de mercaderes que iba a Alejandría; y
zarpando de Génova, empezó y dió principio al viaje que proyectaba hacer.
Por lo que Curial, saltando desde la popa con los suyos, unos con hachas y la
mayoría espada en mano, se lanzan hacia adelante y a todo el que alcanzaron le hacían
volver atrás o caía, herido o muerto. Por lo que los de Curial recobran el aliento, atacan
sin merced a los del corsario y recuperan la galera que habían perdido; mueven las
manos con tal pericia que los del corsario que se habían infiltrado en su galera hubieran
preferido estar en la suya propia. Y así fue, pues muchos, por mor de escapar a los
golpes de sable y de las hachas, se tiraban al mar y morían, acribillados por miles de
saetas. Mientrastanto, a fin de recuperar a su señor –que estaba en la otra galera
luchando-, la nave del corsario se acercó tanto que los de Curial saltaron adentro; y
como ellos habían perdido muchos compañeros, no pudieron defenderse largo rato, sino
que, tras rendirse lo más cautamente que pudieron, fueron todos apresados. De este
modo, el corsario, malparado por dos heridas muy profundas en la cara, fue retenido
preso.
Así, Curial, con las dos galeras llegó a la isla de Ponza, y, descansando unos
días, dejó al corsario en tierra, y se avino con los de su galera para que la galera del
corsario fuera pertenencia suya; y trasladando toda su gente a esa nave y despidiéndose
de la otra –pero quedándose a algunos compañeros que, con licencia del patrón,
quisieron unirse a él-, llegó a Sicilia. Aquí, a fuerza de gastar dinero, armó y puso a
punto su galera para efectuar su viaje al santo Sepulcro.
Reinaba por aquel entonces en Sicilia un rey noble y muy valeroso, jovenzuelo
de poca edad, llamado Corral -que era hijo del emperador Federico, rey de Sicilia, y
sobrino de Manfredo, igualmente rey de este reino-, el cual, al enterarse de la noticia de
la victoria que Curial había tenido sobre el corsario, se congratuló y lo quiso retener a su
servicio. De hecho, hubiera sido bueno para Curial, si la Fortuna lo hubiera consentido;
mas, verdaderamente, el rey, por dadivoso y noble que fuera, no tenía poder para
beneficiarle, porque los Infortunios que perseguían a Curial no le dejaban ni un
resquicio. Por lo que, cuando el rey le requirió para que se quedase a su servicio y
permaneciese en su compañía, Curial respondió que por nada del mundo se detendría,
poque se dirigía al santo Sepulcro y no interrumpiría su viaje. Y entonces el rey no se
preocupó más.
-Señor, la galera es vuestra, y por eso os la pido, pues de otra manera no os la pediría.
Entonces le informó de que había oído que aquella galera había pertenecido a
Ambrosino de Espínola, servidor bueno y leal a la real corona, y que el tal Ambrosio,
yendo a Sicilia, fue preso y saqueado por este corsario, quien le había robado la galera
tras una gran batalla; así pues, era conveniente incautársela, de modo que le suplicaba
que lo hiciese y se la diese.
Por ello, Curial, en cuanto tuvo la oportunidad de marcharse, zarpó del puerto;
pero, cuando llegó al Far de Mesina, le alcanzaron nueve galeras del rey Carlos y,
rodeado, Curial alzó remos. El capitán de las galeras le reclamó para verlo y Curial
subió a la galera del capitán, quien lo llevó a Parténope8, donde estaba el rey Carlos;
pero a Curial le fueron bien las cosas, pues en su galera no hubo percance alguno. El
capitán se dirigió al rey y le dijo que había atrapado una galera de Corralino y que había
apresado a un caballero que decía que era suya; así, que dispusiese qué se hacía.
Curial contó al rey todo lo que le había sucedido con Ambrosio de Espínola y
cómo se vió forzado a hacer escala en Sicilia. Añadió el rey:
Curial respondió que sí y que él le había contestado que por nada del mundo
dejaría su viaje. A continuación, el rey dispuso que se le proporcionara una buena
posada, pero que le tuviesen a buen recaudo para que no se fuese, puesto que le quería
interrogar más extensamente. Por ello, fue acomodado notablemente, pero nadie le
rendía honores, pues su fortuna no daba lugar a ello.
8
Nápoles, donde reinaba Carlos de Anjou.
Pero le dijeron:
-Señor, este caballero no es siciliano ni está avezado a la mar, sino que yendo, según
dice, al santo Sepulcro, se encontró con aquel corsario y después recaló en Siclia; y no
ha querido quedarse con Corralino, a pesar de habérselo suplicado.
Algunos italianos decían que debía ser un gran traidor y que le quitase la galera
y le extorsionase para sacarle la verdad. Los franceses decían que no se debía hacer por
nada del mundo, antes bien le debían dejar irse tranquilamente. Entonces, el rey, que era
muy discreto, oídas muchas opiniones al respecto, dijo:
-El caballero hasta ahora no me ha hecho un mal servicio ni tampoco ha hecho nada por
lo que yo le deba maltratar. Y si Corralino no lo ha destrozado, habiéndoselo merecido,
¿cómo lo haré yo, cuando a mí ni a mis vasallos no nos ha hecho ninguna ofensa?
Devolvedle la galera y que no le falte un clavo de sus cosas. Y que se marche pronto de
aquí, pues, a fe mía, juro que –de asentir él- yo le retendría gustoso a mi servicio, si no
fuera porque temo que viviría siempre con desconfianza hacia él. Y dadle un
salvoconducto, para que, si se encuentra con mis barcos, no le hagan daño alguno.
Sermón de Jabalí
A este paso llegó al monasterio de Santa Catalina, en el monte Sinaí, donde hizo
una novena. Todos los frailes del monasterio le manifestaban afecto, pero especialmente
uno muy santo, que no le dejaba nunca y con el que Curial se encontraba muy a gusto
porque hablaba francés y tenía fama de gran santidad. Y el fraile conocía muy bien a
Curial, mas Curial no reconocía al fraile.
Como estaban todo el día juntos, interrogado por el fraile, Curial, como quien se
confiesa, reveló al fraile todo el asunto de Güelfa y la causa de su desesperanza,
quejándose mucho de la fortuna, que le había llevado a aquel mal paso. El fraile, tras
oírle pacientemente y escucharle con toda atención, le dijo:
De una cosa la puedes regañar, a saber: que te lo ha procurado tan tarde y has
estado en gran peligro, porque si tú te hubieras muerto esos años atrás, te ibas derecho al
infierno, que tú te has ganado con gran fatiga y riesgo para tu cuerpo. Allí te esperan
con gran impaciencia y te tienen preparado un lugar adecuado a tus errores. ¡Deja, deja,
pues, las vanidades del pasado, que no son nada! He aquí que se te acerca el reino de
Dios! Arrepiéntete de lo que has hecho; confiésate, hermano mío; llora tus pecados;
mira y contempla el cielo nuevo y la gloria de libertad y, como niño recién nacido,
ponte en camino del paraíso. Que no te embelesen las locuras terrenales; saborea el pan
celestial y mira la gloria de los ángeles; deléitate en el servicio de Dios y, si hablas mal
de Fortuna, hazlo solamente porque te hizo dormir tanto en las vanidades del mundo y
no porque te haya despertado y te haya puesto delante las riquezas y honores celestiales
y eternos: son los que Fortuna no puede arrebatar a quien los posee.
Hermano mío, rompe las cadenas, paga al carcelero, que se callará con una gota
de agua y no te podrá pedir más; desdeña los manjares que cuestan mucho dinero, elige
los que se dan sin pagar y sacian el alma; abomina del hambre y de la sed, abomina de
los problemas y obsesiones inútiles. ¡Oh, qué locura la humana que con mil argucias se
dedica a conquistar el infierno y las penas eternas! ¿Y tú lloras por Güelfa? No lo hagas:
llora por tus pecados y por las ofensas hechas a Dios. Compara esa carnaza vil y
maloliente con los trabajos para el Salvador. Mira qué hizo por ti; abre los brazos y
abraza la gloria divina que se te presenta; sal a su encuentro; tómala mientras estás a
tiempo; ésta no se la quitas a nadie, porque es para todos y es tuya. No la pierdas.
¡Ay de mí, cuánto tiempo estuve yo en esa fosa! Has de saber, Curial, que tú
me hiciste resucitar de la muerte a la vida, y me hiciste olvidar las mismas vanidades
por las que tú lloras y te hacen vivir triste. No lloraba Amiclates cuando huían los
grandes señores y los poderosos, y, de miedo, buscaban cavernas y escondrijos por los
bosques donde esconderse con sus cosas, porque en las grandes ciudades amuralladas
no habrían tenido esperanza de salvarse; él, alegre, cantaba y aparecía en las plazas, sin
temer la ira ni el furor de los reyes. Deja, por ti mismo, pues, lo que forzosamente tienes
que dejar; porque, si no lo dejas, te será quitado con la vida -o antes- y, perdiendo este
mundo, no tendrás el otro. Tú, al contrario, espontáneamente, disponte a lo que te he
exhortado y haz con las vanidades del mundo como con la barca que sirve para pasar un
río: pues se pasa y, después –pagado el barquero-, cada uno sigue su camino; y no
vuelve a la barca si no es por nueva necesidad de pasar y volverla a dejar. Usa, pues, de
este mundo según la necesidad de uso; extirpa de tus pensamientos los goces superfluos
y no aspires a grandes bienes, los cuales, aunque los consigas, como después se pierden,
dan tristeza al corazón. Humíllate, pues, y Dios, que está en los cielos, te ensalzará. Y
tú, que has luchado por las vanidades mundanas, lucha ahora contra el diablo en defensa
de tu alma. Él es un caballero duro y fuerte, y se te enfrenta siempre; si no nos
protegemos de él con las armas de Cristo, a nuestra muerte se lleva los deshechos.
Tras haber oído con mucha atención todas estas recomendaciones, Curial
levantando la cabeza miró al fraile a la cara, y le dijo:
-Padre mío, vos decís que yo os saqué de la fosa; os ruego que me digáis quién sois.
-¡Oh santa María! –dijo Curial-. ¿Cómo puede ser que os hayáis castigado tanto y
doblegado a una vida monacal?
Respondió Jabalí:
-Me la mostró Jesucristo nuestro señor, que por ser de linaje real le pertenecía reinar y
por ser Dios era señor de todo el mundo, pero quiso ser pobre por nosotros; además, me
lo ha mostrado san Francisco, quien siguiendo la pobreza y la humildad de Jesús,
mereció ser marcado con las heridas del Salvador. Y has de saber, Curial, que no hay
fraile en este monasterio que cambiase su vida por la del rey de Francia, pues vale más
esto que lo que todos los reyes del mundo puedan poseer, que es despreciado por todos
los que viven aquí. Aquí se ve contemplativamente el reino de Dios y la gloria de los
ángeles, y la corte divina y sempiterna. Y en el mundo, ¿qué puede el hombre mirar sino
cosas vacías, necias y poco duraderas, que no se pueden lograr si no es con gran
esfuerzo, y sin mayor esfuerzo aún no se logran poseer, aunque sean insignificantes,
triviales y poco estables? No es mal comerciante el que en la feria troca barro por oro, y
trocar la tierra por el cielo no me parece ninguna vulgaridad.
Sin embargo, el piadoso Salvador tiende los brazos tan lejos que en cualquier
tiempo y momento que el pecador se arrepiente, lo abraza, se le acerca y, en la gloria
eterna, le hace ciudadano del reino del paraíso. Te ruego que me contestes: ¿qué es lo
que ha perdurado de la cantidad de manjares costosos que has comido, de los bailes, de
las justas y de los torneos que has vivido? ¿Dónde están las fiestas a las que has
asistido? Muéstramelas, hermano mío. ¿Dónde está el día de ayer? Muéstramelo.
¿Dónde está la gloria de las preciosas galas? ¿No sabes que todas las cosas tienen fin?
Sólo sé de una cosa que, sin embargo, te podría aprovechar, si te arrepientes y vienes a
un estado de gracia; es ésta: el poco bien que hayas hecho por Jesucristo -a saber:
alguna obrita de caridad, piedad o misericordia para con sus pobres-, aunque me figuro
que será poca cosa. Pero si te pierdes -cosa que Dios no quiera-, te valdrá para tener
menor pena; y si te salvas, te servirá para gozar de mayor gloria, aunque por ventura no
se te dará en el tiempo debido ni por bienes justamente ganados.
Fíjate, ¿por ventura te crees que el diablo, que te aconseja obrar mal, ofende al
alma en el infierno si le da penas, argumentando que aquel alma le ha servido aquí en
este mundo? Así pues, ¿cómo puede ser que, por servirlo, él dé a cambio pena? Abre los
ojos, querido hermano, y agudiza tus sentimientos, porque el diablo no te da penas por
razón del servicio que le has hecho, sino que ya te ha dado galardón, gloria y honores
mundanos de esa manera: porque tú has presumido de hacer los pecados enumerados y
por eso has conseguido, por medio del diablo, favores y honores del mundo -si es que
merecen tener este nombre-. Así, el premio del diablo ya lo has disfrutado en este
mundo; si te da penalidades en el otro, no lo hace por haberle servido, sino como
ejecutor de la justicia, por las ofensas hechas a Dios y el daño hecho a tu prójimo. Así
me parece que debes entenderlo.
Ya te lo he dicho: todas las cosas pasan y no son más que humo. Dime, ¿dónde
están aquellos grandes reyes que dominaban al mundo? ¿Dónde está Electra, de quien
descienden todos los reyes de Troya? ¿Dónde está Príamo? ¿Dónde están Héctor, Paris,
Troilo, Deífobo, Heleno y sus treinta hijos? ¿Dónde está la gloria de sus nueras?
¿Dónde ha ido a parar el ducado e imperio de Agamenón? ¿Dónde están todos los reyes
de Grecia? ¿Qué les queda de la victoria que tuvieron sobre los troyanos, y del astuto e
ingenioso engaño y traición del caballo y de la destrucción de aquella gran ciudad?
¿Quieres que te lo diga? Todos están en el infierno y bajo la potestad del diablo, y su
recompensa fue que los más y los mejores murieron en aquel sitio, pues los que
siguieron con vida encontraron a sus mujeres preñadas de otros hombres, y después
unos morían a manos o por insidias de sus mujeres, otros a manos de sus hijos o
hijastros, de manera que todos tuvieron un mal final y son mártires en el infierno.
¿Dónde están las celebraciones que el mundo hace hoy de ellos? ¿Repican en las
iglesias? ¿Celebran las gentes universalmente sus conmemoraciones? ¿Reinaron sus
hijos después de su muerte? Anda, anda, Curial, aspira a ser curial en el cielo; sigue las
pisadas del pobre pescador, porque Jesucristo a éste y no a Sardanápolo ni a Artajerjes
ha encomendado las llaves del paraíso. Mira a los santos apóstoles, a los santos mártires
y confesores, cuya fiesta se celebra en el cielo y en la tierra; ésta es obra duradera.
Descálzate y sigue al hijo de Pedro Bernardone9, el cual por hacerse inferior a los demás
se hizo grande en los cielos y en la tierra. O sea, que todos los hechos son nada10, salvo
el servir a Dios y tener misericordia de sus pobres. Y abraza la virtud de la caridad, que
es muy agradable a Dios.
-Curial, no puedo quedarme más aquí. A Dios te encomiendo. Te ruego que te acuerdes
de mis pobres palabras. Es cierto que te quería hablar un poco de las otras virtudes, que
son muy necesarias para la salvación del alma, y quería añadirte unas cuantas cosas
más, pero la obediencia me constriñe a seguir la voz de aquella campanita.
-Veámonos en el paraíso.
9
San Francisco de Asís.
10
En el original, en latín: “nihil”.
Parlamento de la Fortuna a Neptuno
Fortuna, que no estaba todavía satisfecha con el daño que había hecho a Curial a
instancias de Envidia, hubiera deseado que pereciera al salir de Alejandría; pero como el
tiempo era bueno y agradable, viendo que Curial navegaba con bonanza, le tomó la
delantera y se puso a gritar a Neptuno, dios del mar, y a decirle con voz angustiada:
-¡Oh, qué pereza y negligencia es la tuya? ¿Cómo es que no te quieres percatar de que
Curial es uno de los mejores y más valientes caballeros del mundo? ¿No puedes
predecir que de la ira de los cielos, de los vientos, de la tierra, de los infiernos y aún del
mar, de los nombres de Júpiter, de Juno, de Plutón y de ti, se va a enseñorear de todo?
Ten en cuenta, además, que no va a permitir que los moros invadan la casa en llamas de
Plutón, sino que con el santo nombre de aquel cuyos santuarios ha visitado dentro y
fuera de Jerusalén, los convertirá a la fe del Cordero que quita los pecados del mundo. Y
tú, que eres adorado en estos países junto con los otros dioses, perderás la señoría del
mar; y ellos, los reinos que enseñorean. He aquí que Venus ya ha perdido el nombre de
diosa y todos los cristianos afirman que no está colocada en el cielo tercero, y que
Cupido, su hijo, no vale nada, ni tiene arco ni hiere con flechas; y por último que los
dioses de los gentiles no existen.
Por lo que, antes de que ocupe tu reino, atácalo y trastéalo; que bostece el mar y
lance espumarajos por miles de bocas, y la arena en remolino suba a lo alto y vea el
cielo, y las aguas parezcan valles y montañas; sean azotados por tempestades él y todos
los que están navegando. Mira que ya se da por sentado que tú no eres nadie, porque
hasta ahora los mares le han mostrado su espalda blanda y lisa, y ha navegado suave y
apaciblemente, como quien se desliza. ¡Oh, perezoso! ¿Aún no te has movido? ¿Tienes
miedo de que te hiera con su invencible espada? ¡Oh, pobre de mí! ¿Con quién hablo? A
mí no me amedrentó quitarle lo que le había prestado, ¿y tú te asustas y te horrorizas,
cuando oyes su nombre, y no te atreves a asomarte? Ruego que recuerdes que eres
espíritu y no puede dañarte su espada. ¡Despiértate, pues!: que se agite el mar y se
abalancen todas las tormentas que sueles mostrar en los mares océanos y también a lo
largo del estrecho de Gibraltar; y que le alcancen los mugidos de aquel león fiero y
bravo que habita entre las islas de Mallorca y Cerdeña y, sin olvidar los temporales del
Far de Mesina y los de los golfos de Sicilia y de Creta, se junten todos y acosen a esta
galera.
Haz ver cuán poderoso eres para regir tu reino; atemoriza el corazón de quien
nunca sintió miedo, y que, por peligro en que se viera, no mudó el semblante ni
empalideció. No te intimides. He aquí que una hembra le ha quitado la tierra, de la cual
ella no es señora; así pues, ¿tú no le quitarás los mares, que hasta ahora has poseído?
Mira que Júpiter te mira desde el más alto sitial de su reino y te juzga inepto para
gobernar. Hasta los niños se burlarán de ti, y con sus botes cabalgarán por tus mares y
poseerán el reino que anteriormente les era vedado. Y si no te conmueven estas cosas,
teme los males que se derivarán de tu pereza, porque a ti, como indigno para ejercer el
dominio, te pondrán entre las almas infernales en escarnio y vituperio: afearás la
rutilante casa de Jove11, Saturno negará ser tu padre y serás emancipado, llevándote
Plutón a la más dura y tenebrosa cárcel infernal, perfumada con azufre y goma apestosa,
y tu nombre, que estaba escrito con letras parecidas al oro, ahora se leerá en colores
11
Jove (JOVIS) es la forma latina de Júpiter.
oscuros y sombríos en aquel reino lleno de humo. Entonces arderás en vivas llamas, que
casi se tornan azuladas al temblor de sus puntiagudas lenguas, las cuales, balbuceando
ya, te anuncian tus penas y te amenazan de continuo; y no dejarás fama sino de
perezoso, por la cual habrás merecido tan gran castigo.
-¿Qué es eso, falsa agitadora? ¿Te has creído que yo soy tu rueda que me trasteas y
manejas como quieres? No será así, ciertamente, porque ahora, por mucho que te pese,
yo otorgo pasaporte y salvoconducto al caballero, ¡y vive Dios que no le perjudicarás en
mi reino! Y aplica tus maldades allá donde te lo consientan, porque aquí, esta vez, no se
cumplirá tu arbitraria voluntad. ¡Oh, te comportas como hembra en todas tus acciones,
pues ahora quieres, ahora no quieres, ahora lloras, ahora te ríes, ahora das, ahora quitas,
y en resumen no hay en ti ni una hora de estabilidad! Anda, vete, mala hembra, desleal y
variable, pues si tú tuviste a bien conllevarle un tiempo, propalando tu falsa lengua que
él era muy noble y valeroso, por un igual yo, noble, quiero ayudar a otro noble.
Además, si quisiera molestarle, no lo haría a requerimientos de tan engañosa y mudable
hembra como tú eres, porque siempre te tuve por sospechosa; y no quiero que me
llamen calzonazos por dejarme gobernar por ti.
Dichas estas palabras, el pez que Neptuno cabalgaba a modo de mulo empezó a
mugir; las aguas bramaron y, revolviéndolas con la cola, se zambulló y se sumergió en
el fondo. Pero la inicua y variable Fortuna gritó rápidamente:
-¡No huyas tan pronto! Óyeme por tu bien. Si no, ten por cierto que yo llamaré a Juno,
tu hermana y señora. Y entonces, muy a pesar tuyo, me oirás.
Y como Neptuno no quiso oírla, sino que se escondió en las profundidades del
mar, que ya le abrían camino para que pasase, y, mudándose a su carro de cuatro ruedas,
tirado por cuatro delfines, seguía por su senda, la falsa Fortuna gritó con grandes voces:
-¡Oh, Juno, amiga mía! ¿Dónde estás? ¡Aparécete y ven a mí! He aquí que te espero.
Que no se pierdan el respeto que siempre encontré en ti ni la obediencia que tú me
brindaste. No pienses, amiga, que te reclamo por mis asuntos, sino que son asuntos
tuyos por los que te reclamo.
Juno y Fortuna
-Amiga mía muy cara, yo he oído la oración que le has hecho a Neptuno, y no me
extraño de su lacónico y áspero desplante, porque siempre fue así y no se deja gobernar
por nadie del mundo. Tampoco creo que en ningún caso él acepte tus peticiones,
sabiendo que tú eres hembra hecha a tu manera, que no atiendes a los ruegos de nadie ni
tienes instintos de piedad, sino que te irritas al instante y quieres que todas las cosas se
sujeten a tu gusto y a tus órdenes; pues Neptuno quiere gobernar su reino de esa misma
forma.
Y estoy muy sorprendida de que, en esta ocasión, hayas ido a rogar a Neptuno
que sea cruel con aquel caballero, cuando él mismo aglutina toda la crueldad del mundo
y no sabe estar un segundo sin ser cruel ni obrar mal. ¿Y cómo, aunque en este
momento, en este lugar, el mar esté en calma y no bulla en tempestades, no te imaginas
que en otras partes hay terribles y espantosos tornados y perecen centenares de personas
con todos sus bienes? Yo te digo que es tal la codicia de Neptuno que, si se dedica a
navegar mucho, acumulará todos los bienes y todas las riquezas del mundo -si merecen
tener este nombre- y se las beberá con su gaznate insaciable; porque no creo que todos
los hombres del mundo juntos reúnan tantos bienes ni tantas riquezas como Neptuno les
ha quitado. Sin punto de comparación posee más riquezas que Júpiter, hermano y
marido mío, y que todos los dioses pasados.
Es verdad que tú dispones de las prosperidades y se las das por cierto tiempo a
quien te place; pero tú eres pobre, porque no tienes nada ni puedes quedarte nada.
Mientras que Neptuno es todo lo contrario, porque él no puede dar; se apropia sin parar
y todo el tiempo va vociferando de un lado para otro, amenazando a los navegantes; y
aunque ellos lo saben muy bien, no escarmientan nunca. Por eso, consciente Neptuno de
que si navegan mucho, tarde o temprano van a parar a sus manos, algunas veces les hace
buena cara y les deja volver en paz a su casa, calculando que, si actuara mal siempre, no
navegaría nadie y él perdería por estupidez lo que, soportando un poco a las gentes,
espera conseguir. Y ten muy claro que, aunque él haya sostenido por un tiempo la
navegación de este caballero, él se lo reserva para mayor daño que el de robarle ese
pequeño trozo de madera en el que navega; y, al final, no se reirá del juego.
Y cuando Fortuna le quiso contestar, Juno, despechada por los improperios con
que había agraviado a su hermano, no la quiso oír, sino que, dándole la espalda, se fue.
Imprecaciones de Fortuna
Ante todo esto, Fortuna -viendo que Juno le había perdido el acatamiento y se
había ido sin oírla-, fuera de sí, se puso, no a decir a gritos, sino a bramar y lanzar fuera
de su boca ideas desordenadas e inconexas, de la forma siguiente:
-No te hace falta huir, falsa hembra, porque yo estoy aquí y te perseguiré con todas tus
enemigas, que guerrearon contigo en este mundo, y las induciré para que no te perdonen
en el otro. ¡Oh Europa, hija del rey Agenor, que por Jove, seducido por tu belleza,
mereciste adjudicarte la tercera parte del mundo! ¡Y tú, Quirona, hija de Quirón, que
fuiste convertida en burra por Jove, porque profetizabas las cosas venideras y te saltabas
a los dioses! ¡Y tú, Tiresias, a quien Juno quitó los ojos corporales! ¡Y tú, Dánae, hija
del rey de los argivos llamado Acrisio, que fuiste encerrada por tu padre en una torre sin
abertura alguna, por temor a Jove, y este dios se convirtió en oro colado o fundido, y te
penetró y engendró en ti a Perseo, el buen caballero! ¡Y tú, Carmentis, que primero te
llamabas Ío y, conocida por Jove, fuiste convertida en vaca y encomendada a Argos
-cuyos cien ojos, engañado por Mercurio, fueron convertidos en cola de pavo real-; y
que, huyendo, con tu pata, a cada paso, escribías tu nombre en las arenas de Libia; pero
convertida de nuevo en persona por Jove, mereciste ser reina de Egipto! ¡Y tú, reina de
Macedonia, que, según se dice, intercediendo Neptanebo, gran filósofo y astrólogo,
tuviste del dios Amón a Alejandro, tu hijo, y aquel dios era Jove convertido en figura de
cordero! ¡Y tú, Leda, hija de Teseo, que, acogiéndote el dios Jove, que se cambió en
forma de cisne, perdiste la virginidad bajo sus alas! ¡Y tú, hija de Isopo, dios del río,
que por el citado Jove sufriste estupro, tomando ese dios forma de fuego! ¡Y tú,
Alcmena, hija de Anfitrión, que engañada por el mismo Jove diste a luz a Hércules, el
fuerte; y aquella noche se desdobló en dos! ¡Y tú, hija de Nocturno, que por el
mencionado Jove fuiste desflorada, tomando dicho Jove forma de Saturno, dios del mar,
y nacieron dos mellizos! ¡Y tú, hija del rey Alcedomonte, que, preñada por el mentado
Jove, para que tu padre no lo supiera, pariste cual paloma! ¡Y todo el pueblo de Argos,
que después fue destruido por Juno, dado que Jove, su marido, se acostó con Ogienta,
nativa de aquel pueblo, por lo cual Jove después lo restauró e hizo otro pueblo mucho
mayor con semilla de hormigas! ¡Y tú, Ganimedes, nacida de Julo, rey de los troyanos,
que por el tal Jove en forma de águila fuiste arrebatado y ascendido al cielo, y fuiste su
copero! Y tú, Ceres, diosa de la tierra, que fuiste desvirgada por el mismo Jove, de
quien nació Proserpina, que en Sicilia, arrebatada por Plutón fue convertida en diosa de
los infiernos! ¡Y vosotros, pájaros que componéis versos, y nacisteis de las cenizas del
cuerpo de Memnón, hijo de Aurora, el cual fue quemado en la región de Frigia por el
fuego que envió Jove, y parece que os lamentéis por la muerte del mismo Memnón! ¡Y
tú, Mnemósine, que sufriste estupro por dicho Jove, transformado en forma de pastor!
¡Y tú, Deoida, que fuiste violada por el mismo Jove bajo forma de serpiente! ¡Y tú,
Menefron, que una noche fuiste convertida en bestia fiera por Jove, porque quisiste
cometer actos lujuriosos con tu propia madre! ¡Y tú, pueblo de Tebas, que fuiste
destruido por Juno porque Jove yació con Semele, doncella de Tebas, de la cual nació
Baco, dios del vino, y por este motivo fuiste convertida en ceniza por dicha Juno! ¡Y
vosotros, pobladores de Corinto, que por Jove fuisteis convertidos en setas porque os
volvisteis muy lujuriosos y no se salvaron más que dos hombres justos, llamados
Crocos y Esmílax, que fueron convertidos en flores!
¡Venid, venid todos y todas juntos, con todas las otras concubinas de Jove!
Ocupad y ensuciad el lecho de Juno, de forma que el dios del fuego no entre en él ni la
quiera, ni aquella falsa, ingrata y atropellada Juno se alegre de los abrazos divinos, sino
que sea menospreciada y odiada por su marido, y sólo le quede la categoría de hermana,
aunque no lo merece por su soberbia e ingratitud. ¡Venid, pues, a mí!, que yo estaré con
vosotros y os ayudaré a vengaros de aquella atropellada e intempestiva Juno. No la
temáis, que ya no es nada, sino que ha perdido todo el esplendor de su deidad. Así pues,
venid conmigo, que yo estoy con las armas prestas para ir en contra de aquella inicua y
asquerosa hembra; y estoy segura de que, ayudados por mí, tendréis sobre ella una
venganza tan cruel y dura que jamás fue vista ni oída.
Dione y Fortuna
-Y tú, Dione, reina de Chipre, que, intercediendo yo, tuviste del dicho Jove a Venus,
hija tuya, que fue dotada de una muy singular belleza y que parió de dicho dios a
Cupido, su hijo, y fue metamorfoseada en estrella y colocada en el cielo tercero; y que
cuando aparece al alba se llama Lucifer, y, en el crepúsculo, cuando sale por poniente,
se llama Héspero, por razón de ponerse en el reino de Hesperia.
Y dado que te puedes gloriar mucho de que yo no me haya olvidado del nombre
de tan excelente diosa como fue tu hija -que, por ti, en muchos lugares es llamada
Dione-, quiero repetir ante ti la gloria de su divinidad -lo que me figuro que no te
producirá poco placer-, para que veas cómo se la trató en el mundo y se la colocó en el
cielo, y cuánto la festejan y citan universalmente todas las gentes.
Fingen los poetas, muy querida amiga mía, que Urano no tuvo padre; y tuvo un
hijo, llamado Saturno, que fue rey de Creta, y se le cortaron los atributos genitales por
haber matado a todos los hijos que daba a luz Gea, su mujer; estos miembros se
arrojaron a los mares de Chipre, tu reino, y de su espuma nació Venus, tu hija, quien fue
divinizada por Júpiter en el cielo tercero y convertida en planeta.
Cuando surge por las mañanas hacia oriente, los distintos países la llaman Diana
porque anuncia la llegada del nuevo día y el pueblo llano la llama Estrella del alba. Se
llama Cipris por haber nacido en Chipre y, tras su fallecimiento, se convirtió en estrella,
por lo cual se la denomina así. Se le llama Héspero cuando aparece por la tarde, delante
del sol. En griego se conoce como Jubar, que en latín quiere decir ‘luz’, y se la llamó
así por la claridad luminosa de sus rayos. Se le llama Frondosa, del griego frondos, que
en latín quiere decir ‘espuma’, porque nació de la espuma de los genitales de Saturno, y
fue alumbrada en Chipre. Y se llama Dione por ti, según dice Dante, en el libro tercero
del Paraíso, allí donde dice: “A Dione adoraban y a Cupido, aquélla como madre y éste
como hijo, el cual decían que se sentó en el regazo de Dido”12. Es llamada Citerea, de
Citerón, monte donde se cuenta que nació. Fue mujer de Vulcano, dios de los rayos.
Esta hija tuya convirtió a las mujeres de Chipre en vacas y convirtió una imagen de
piedra en una mujer gentil y muy bella.
Así pues, dulce amiga mía, te ruego que me oigas. Has de saber que aquella
repugnante y despreciable Juno, con arrogancia indómita, me ha dado bruscamente la
espalda, no ha oído mis ruegos, ni ha querido molestar a Neptuno, dios del mugriento y
nausebundo reino del mar, dios del llanto eterno, que con displicencia me giró la cara
negruzca y abyecta, y que, mientras le hablaba, todo el rato exhalaba por la boca, por la
nariz y por las orejas un horrible vaho de azufre; sus ojos parecían teas cuando
empiezan a arder y por la barba le rezumaba la baba sanguinolenta, que chamuscada por
el fuego se diría espuma roja hirviente, la cual hacía el chasquido de la sartén cuando se
echa algo frío sobre un poco de aceite hirviendo.
Dígnate acordar de las infames persecuciones que dicha Juno, enemiga capital y
cruel, tuya y de tu hija, te causó mientras vivía en el mundo; pues si te hubiese podido
aniquilar y borrar de la memoria de los hombres, lo hubiera llevado a efecto. He aquí a
todas las otras amigas de Jove, que, al igual que tú, fueron maltratadas por ella, las
cuales amenazan a Juno, su enemiga: con la cabellera erizada, crujiéndoles los dientes,
cierran y apretan los puños; se miran ya en lontananza con los ojos hechos ascuas,
relampaguea la mirada fulgurante, sacan de los ojos chispas de fuego, densas, vivaces e
incandescentes. Ahora veremos qué hara la falsa y altanera Juno, pues no tiene amigo ni
pariente que bien la quiera; verdaderamente, podemos decir que los médicos la han
deshauciado.
¡Ale, ale pues, dulce amiga mía, adelántate y ponte la primera, porque a ti te
incumbe por muchas razones que no tengo tiempo para explicar. Pásale por encima, sea
expulsada de los cielos y habite en los cochinos y fétidos aguazales llenos de barro, y
como rana o renacuajo de pantano o marjal, viva en los pantanos o marjales hediondos
con poca agua, y que sólo reviva en verano y en los inviernos no sea nada. Porque
quien, contra la razón y la justicia, quiere verse magnificada sobre todos los seres
vivientes, merece en justicia verse deformada, desmoronada y envilecida por debajo de
todas las criaturas animadas. Y si la pudiese comparar a otra cosa más rastrera, menos
12
En el original, en italiano: “Ma Dione adoravano e Cupido, quella per madre sua, quello per filgiolo, et
decia chillo stette in gremo a Dido.”
útil o menos apreciada y trasmutarla en ella, has de saber que no lo dejaría por nada del
mundo.
¡Adelante, pues! ¡Uníos todas! He aquí que ya te esperan las demás y, anhelando
tu real compañía, están todas ávidas y a punto con sus armas. Mira las lucientes espadas
y la armadura resplandeciente. ¿No ves a Tiresias y a su hija Manto? ¿No ves a Aronta,
Eríctona, Pitonisa, Eurífile y todos los otros adivinos, con cabezas y ojos de búho, que
rechinan con el pico abriendo la boca, anunciando malos augurios para Juno? Y ya estan
aquí las Euménides o Erinias, esto es: Tisífone, Megera y Alecto, que son furias
infernales. Mira cómo vuelan contra ella las acerbas Arpías, o sea Aelo, Ocípite y
Celeno. ¿A qué esperas, pues? ¡Ale, ves adelante! Ciertamente, ahora peligrará la ínclita
arrogancia de Juno. ¡Ay! ¡Cuántas almas condenadas, con serpientes por melena, vienen
en contra de la presuntuosa y malvada Juno! Van llenos ya todos los caminos.
¡Deteneos un poco! No os acerquéis tanto hacia acá. Haced un hueco a Dione, madre de
la gran diosa, que, acompañada de gente no desdeñable ni desvalida, sino de dioses
-esto es, Venus y Cupido-, van en vuestro apoyo. ¡Que muestre ahora la fanfarrona de
Juno alguna de sus obras!, ¡veamos si siguen en pie!. En verdad que no fueron de más
valor que las de Aracne, que se redujeron a la nada.
Así pues, amiga mía muy querida, te ruego que te pongas en movimiento y que
plantes en medio del campo tu deslumbrante y bienaventurada bandera, y la seguirán los
dioses. Porque estoy convencida de que Jove acudirá puntualmente en tu ayuda, puesto
que tú bien sabes que aborreció muchas veces el tálamo de aquella arisca y puerca
Juno, y te acompañó a ti en la cama y te alegraste con los abrazos del mayor dios de los
mortales, de los cuales Juno, como indigna, fue despojada. No te empereces, muy
querida amiga mía. Avanza sólo un poco. No vayas a perder el honor que te conceden
los dioses; sal a su encuentro y recíbelos con reverencia. ¿Crees tú que vas a tener tanto
honor todos los días? No puede ser. Y si ven que no lo tomas cuando se te ofrece,
quizás se soliviantarían contigo con razón y lo habrías perdido para siempre. Ahora
verás lo que deseaste para aquella impulsiva. ¿Todavía dudas? ¿Por qué no te mueves?
En buena lid, no merece el nombre de señor quien no sabe o no quiere ser señor de algo.
Señorea, pues, amiga mía, sobre la engreída Juno, que tiene mucho que hacer
señoreando sobre los humildes, que se le rinden de rodillas con las manos juntas. No,
no, que no es motivo de gloria para los dioses el dominar a los débiles que no se
defienden, sino a los que son o creen ser poderosos y se dedican a combatir a los que
son mayores que ellos o bien iguales, o por lo menos, fuertes y valientes. Sea abatido,
pues, el orgullo de la pestilente Juno, y vista tu victoriosa e insuperable excelencia,
todos los dioses, desdeñando a la otra, serán propicios a tus proyectos y, colocada entre
los dioses, obtendrás el lugar que se te ha reservado eternamente.
Entonces Dione, tras oír las oraciones que le hizo Fortuna, con voz baja y muy
dulce, respondió de la siguiente forma:
-Muy estimada señora y amiga mía, no negaré ni olvidaré los dones que tú, más piadosa
de mí que yo misma, me ofreciste, ni las glorias que me prestaste serán nunca
archivadas en el olvido, sino que te reconozco y confieso diosa y señora de todas las
prosperidades, pues se las prestas a todas las personas -a unos más y a otros menos, a
unos por poco tiempo y a otros por mucho-, según la disposición de tu inagotable
voluntad. Pues es necesario que a diario des, quites y mudes, los bienes terrenales de un
linaje a otro, y de unos a otros hombres; y dado que tu reino es grande, y continuamente
tienes que disponer de las riquezas mundanas y tienes mucho quehacer en las distintas
parcelas de tu reino, mi respuesta no debe ser larga. No obstante, siempre te ruego que
me oigas con tranquilidad.
-Me asombras –dijo Fortuna-. ¿Por qué me haces esta pregunta? Tú no eres una
ignorante, según tú misma acabas de mostrar. Por otra parte, mi angustia no admite
dilación; pero, aunque resumidamente, te diré más: tú sabes que yo no soy firme ni
estable, pero es evidente que doy, quito, cambio y mezclo. Bien lo sabes. Así pues, ¿por
qué me lo preguntas? Ven, dulce amiga mía, ayúdame a destruir a aquella hembra
atolondrada e infiel; y después, quizás, te daré cuenta de lo que hago, aunque no esté
obligada a ello.
-No te hablo de Juno –dijo Dione-, que ya está fuera de tu potestad, porque es espíritu;
me refiero al caballero. ¿Qué te ha hecho para que lo tengas que perseguir?
-¡Ay de mí! –dijo Fortuna-. ¿A esto han ido a parar mis ruegos? Más me habría valido
obrar a la chitacallando, de acuerdo con mis medios. ¡Id, id, hombres todos! Y requerid
a los amigos para que os ayuden en vuestras necesidades y, cuando os encontréis en
apuros, os cerrarán las puertas y os preguntarán la causa de vuestra solicitud, no en
función de vuestra angustia sino de su tranquilidad. Es bueno que maduren las cosas,
mientras el tiempo lo permite, pero lo podrido es inservible; pues quien no tiene
intención de ayudar se posa sobre una rama tan fina que no aguantaría ni a una mosca, a
la vez que da a entender que permitiría aguantar todo lo que se le pusiera encima.
-¡Oh diosa de los dioses mortales, que obtuviste principado y superioridad sobre todas
las demás! No te vayas a irritar en mi contra, y mira si está en mi facultad hacer lo que
tú quieres que haga. Sabes que mi hija, Venus, es diosa de concordia y de paz, e invita a
las gentes a amarse y hacerse el bien, y Cupido, su hijo, fuerza y oprime, inflama y
enciende en amor; pues yo soy de la misma condición, porque nunca me gustaron las
discordias ni tuve deseos de venganza.
Asimismo, esta hija mía lo heredó de Jove, su padre, el cual, como tú sabes, es
un planeta muy placentero, enemigo de cualquier perversidad y amigo de la paz, rey y
señor de justicia, fuente de verdad y de derecho; amistoso y virtuoso, suaviza la
ferocidad de Marte y de Saturno. Y de él dice Dante en su tercer libro: “Ahí se ve cómo
atenúa Jove, y tras el padre, el hijo, y aquí lo confirmé”13, etc. Así pues, si yo, por mi
propia naturaleza no deseo ni quiero discordias, ni sediciones, ni venganzas, ¿cómo se te
ocurre que ahora me pueda volver cruel y hacer contra natura lo que por naturaleza me
está vedado? Me sería imposible hacer lo que tú quieres. Pero, si te place, yo intentaré
aliviarte de este problema (y éste es el amigo: el que te preserva de daños y de reyertas);
y, siempre que tú me quieras hacer caso, lo haré lo mejor que sepa y pueda. Ésta es la
verdadera amistad (y no la vulgar); y así lo mantiene el filósofo en el cuarto de las
Éticas14. Y si esto no te agrada, llama a Marte en tu ayuda, el cual es batallador, y
olvídate del amor, la paz y la concordia, que me representan; porque no te podría servir
para hechos como los que me propones, pues quien busca pendencias no debe llevar una
bandera blanca.
Apenas había acabado de hablar Dione cuando Fortuna empezó a tirarse de los
pelos y a rasgarse el vestido por el pecho, y dijo:
-¡Ay de mí, que yo no venía aquí en busca de consejo sino que quería ayuda: ayuda y no
consejos! Dime, Dione, ¿acaso te di yo un consejo cuando tú me pediste ayuda? Vete en
paz, Dione; sé amiga de quién quieras, porque yo no necesito de tales amistades. Poco
seso tendría yo si de alguien como tú me dejara aconsejar; porque no te lo aplicaste a ti
misma cuando te hizo falta ¿y ahora quieres dármelo a mí, que no te lo pido? Dione,
Dione, si yo te llamase para cometer otro adulterio, como hice con Jove, me imagino
que te encontraría bien dispuesta y no serían precisos muchos ruegos; porque, gracias a
Dios, tú y tu hija, lo habéis tenido por la mano, pues tu hija fue mujer de Vulcano, dios
de los rayos, y adúltera con Marte, y, al ser descubierta por el sol desde una ventanita
estrecha, fue avergonzada (si se puede decir que la puta sienta vergüenza) y fue
exhibida ante todos los dioses, los cuales hicieron escarnio de ella. Así, que tu hija no es
diosa de amor, de paz ni de concordia, sino diosa de lujuria y de putería; y como fue
más lujuriosa que todas las mujeres del mundo, como la más ensuciada y envilecida, se
conoce como diosa de aquel pecado y de aquella porquería. No es estrella del cielo sino
sucia cerda, depravada y apestosa; y no habita en el cielo ni es estrella -pues la estrella
ya estaba antes de que ella naciera-, sino en el barro y lugares enfangados e impúdicos,
en los que mete antes el hocico que el pie.
Me basta haberte probado, pues te contaré entre las amigas con las cuales uno
puede amenazar pero no atacar; así que quédate ahí, que venceré a mis enemigos sin
contar contigo. Que Dios me preste a mi parienta y amiga la Envidia, que está aquí y no
se separa nunca de mí, y a ti y a tus semejantes, que no os vea nunca por mi casa;
porque, a fe mía, si nos encuentran juntas, para ti sería un gran honor pero para mí un
gran vituperio. Y el caballero, que navegue cuanto le plazca, que el tiempo ya le pasará
cuentas.
Y yéndose, desapareció.
Curial en el Parnaso
13
En el original, en italiano: “Ovi se vede·l temperar de Jove tra·l patre e·l filgio, e quivi me fo certo”.
14
La Ética Nicomáquea de Aristóteles.
Subiendo, pues, Curial a su galera, se hizo a la mar, y puso proa a aquella ciudad
antigua, noble y muy famosa, que dió leyes a Roma, y visitó aquel estudio afamado en
el que se aprendía la ciencia de conocer a Dios.15 Y como hombre científico que era,
que no abandonaba el estudio, se alegró mucho de las cosas que le enseñaron y
contaron. Se adentró más aún y estuvo en la ciudad que primero amuralló Cadmo, de la
que tanto escribe Estacio en su Tebaida16; vio los sepulcros de Eteocles y Polinices,
crueles hermanos e hijos de Edipo y Yocasta. Yendo más lejos, fue a los montes
llamados Nisa y Cirra, y vió los laureles consagrados a Apolo, dios de sabiduría, y las
viñas consagradas a Baco, dios de ciencia, y muchas cosas antiguas, que conocía sólo de
oídas.
Y es verdad que este animoso y valiente caballero, sin parangón, no había tenido
nunca miedo o al menos nadie pudo intuir en el pasado que lo hubiese sentido; pero
cuando se acercó al templo de Apolo, no hubo cabello en su cabeza que no se erizase y
demudó el color; pero siguió andando un poco. Todos sus compañeros, despavoridos e
invadidos por el espanto, se callaron, y, faltándoles las fuerzas y las energías, no
pudieron seguir andando. Y amedrentados, al mirarse unos a otros, aumentaron su
terror, porque viéndose las caras desfiguradas, impregnadas con el color de la muerte,
mudos y sin habla, sin ánimo, vigor ni nada que los tranquilizase ni les reanimase el
espíritu, se vieron forzados a sentarse, o mejor dicho a tumbarse, no pudiendo
mantenerse erguidos.
Y como estuvieron bastante tiempo así, Curial se había adelantado; pero también
se quedó plantado y, no pudiendo avanzar, se sentó en un escalón de mármol e,
inclinando la cabeza en otra piedra, se durmió a causa del trance que había pasado. Y
mientras dormía, oyó grandes voces y le pareció que se despertaba; pero dormía tan
intensamente que no le hubieran despertado con facilidad. Entonces, se le apareció en
sueños Héctor, hijo de Príamo, a quien toda su vida había deseado ver; pero el miedo
que le dio fue tal que si Honorada, su madre, hubiese estado presente, de serle posible,
se hubiera refugiado dentro de su vientre -o al menos debajo de sus faldas, huyendo
vergonzosamente aterrado-.
Por eso tendré el atrevimiento de hablar, para no dejar acto tan alto y relevante
como es el que sigue a continuación; así, no me parece un gran error que tú digas lo que
15
Atenas y la Acrópolis.
16
En el original, en griego: “Thebaydos”.
17
En el original, en italiano: “Tuto aquel vero que ha faccia de monconia”.
18
En el original, en latín: “Joannem Limouicensem”, autor de esas cartas de amonestación al rey.
has soñado y yo escriba sobre tus actos -que fueron públicos a muchos-, según la
información que he recabado.
A los gritos que había oído, Curial extendió la mirada y vió nueve doncellas muy
bellas y dignas de grandísima reverencia, las cuales confortaban a un muy reverendo
hombre, que era citado a juicio y no osaba comparecer, temiendo la sentencia que sabía
que habría que darse en el caso para el que era convocado.
-¡Oh, tú que duermes, despiértate! He aquí que se te ha elegido como juez; oirás a las
partes y dictarás sentencia sobre el caso que se te expondrá. Nosotras somos hermanas,
hijas de Jove, y residimos aquí en el Parnaso; y ahora acompañamos a este reverendo
poeta griego, Homero -cuya fama conoces bien-, quien nos amó mientras vivía, y por
esta razón le ayudamos a escribir aquel libro tan noble titulado Aquileidos19 y otras
muchas obras dignas de recuerdo. Y no te creas que porque estemos a bien con él,
odiemos y detestemos a sus adversarios y graves acusadores -esto es, Dictis, gran
historiador, y Dares, gran poeta-20, que ahora mismo vendrán aquí. Pero te rogamos que
quieras mirar con buenos ojos el honor de éste, como alguien que bien se lo merece
como el principal de los poetas griegos, por boca del cual se dijo todo lo que se podía
decir en lengua griega.
-¡Oh, muy noble y magnífica señora! Os suplico humildemente hallar tanta gracia a
vuestros ojos que me reveléis vuestro nombre y el de vuestras egregias hermanas, a fin
de saber con quién hablo.
-Nosotras somos nueve hermanas, como te dije, hijas de Jove, padre del gran Alcides.
Yo me llamo Clío; las otras, por el orden en que van llegando, se llaman Euterpe,
19
En el original, en griego: “Achileydos”.
20
En la Edad Media eran considerados testigos de los hechos relativos a la materia troyana.
Melpómene, Talía, Polimia, Erato, Terpsícore, Urania y Calíope. Y tal como te digo
somos hijas del padre del fuerte Alcides y de Radamanto, y se nos conoce como Musas.
Nosotras convertimos a las hijas de Pireo en urracas; estamos alrededor del dios Apolo,
quien por amor templa la vihuela de siete cuerdas, y canta muy dulce y suavemente,
enamorando, templando la armonía de los siete planetas. Y si quieres informarte de
algunas cosas, pregunta; porque mi hermana Calíope, que es diosa de elocuencia, te
responderá.
-¡Oh egregia señora! ¿Y qué hadas me encantaron para recibir yo tanto honor que nueve
hermanas, hijas del principal de los dioses mortales, viniesen a mí y visitasen este
sepulcro de ignorancia? Me consta que vosotras hicisteis compañía a Homero, Virgilio,
Horacio, Ovidio y Lucano, y a muchos otros, que, para no ser insistente, dejaré de
nombrar; pero a mí, ¿qué motivo habéis tenido para visitarme? Yo no soy hombre de
ciencia ni merecía ni merezco ser visitado por doncellas de tanta alcurnia. ¿Dejáis a
Aristóteles y Platón y venís hasta mí?
-No te extrañe eso –dijo Calíope-, porque nosotras siempre vamos detrás de los que nos
desean y, aunque estemos ahora mismo contigo, no nos separamos de los demás, sino
que estamos continuamente a su lado; pero Dios nos hizo de tal manera que estamos en
todos los sitios que nos reclaman. Y a veces -todas, alguna o alguna de nosotras-
acompañamos a algunos hombres que no lo sospechan, y les ayudamos a hacer y decir
lo que hacen y dicen; a unos más y a otros menos, según la disposición que encontramos
en ellos.
Nos ahora, tal como te dijo mi hermana, venimos con Apolo y confortamos a
este poeta que, con nuestra inspiración, dijo todo lo que se podía decir en lengua griega;
y queremos oír la acusación que le hacen dos hombres dignos de reverencia, discusión
en la que tú discernirás al haber sido elegido juez. Y como en vida él nos amó y no se
nos apartó nunca, no le queremos desamparar en este aprieto a fin de que no se nos
pueda tachar de ingratitud.
-¡Oh, muy reverenda señora! –dijo Curial-. Aunque sea verdad todo lo que habéis dicho,
empero, a mí no me compete semejante juicio, ¿cómo dictaminaré yo acerca de lo que
no entiendo?, ¿cómo juzgaré yo a tales caballeros y de la magnitud que ellos tuvieron?,
¿y cómo sabré yo si Homero dijo la verdad o no, cuando yo no vi nunca los actos que
menciona?
-No temas nada –dijo Calíope-; todas las cosas se te aclararán y, como si hubiesen
pasado por tus manos, o al menos en tu presencia, en todo serás instruido e informado
por completo.
Y mientras estaban así, alcanzó los oídos de Curial una armonía muy suave, una
dulce melodía, porque Apolo, tocando su vihuela, cantó tan deliciosamente que no
puedo creer que las sirenas que retenían a Ulises hubieran sido atraídas con tanta
dulzura. Asimismo, Febo comenzó a abrir el carcaj y, lanzando flechas por todo el
mundo e iluminando la faz de la tierra, doró el lugar donde Curial estaba. O sea que
Curial, aturdido, extendió la mirada y afinó el oído hacia esa zona; vió que los laureles
se inclinaban reverencialmente y que el sol, con su carro de cuatro ruedas, tirado por sus
cuatro caballos –Titán, Aetón, Lampo y Flegonte-, se acercaba a toda velocidad. Y a
Curial le pareció que aquél era el día más claro que jamás había visto, pues, gracias a la
adecuación de los vapores, los ojos de Curial sostuvieron largo rato aquel resplandor.
El juicio de Curial
Ordenado, pues, así, tan noble consistorio y sentado en el lugar que requería su
dignidad, en primer lugar, Curial fue conducido de la mano de aquellas nueve doncellas
y aposentado en el sitio que, como juez, correspondía a su dignidad. Y las citadas nueve
egregias hermanas, alrededor de él, le confortaban quitándole el miedo. En seguida,
Homero se presentó ante él y llamó a Aquiles, quien vino muy deprisa; y le habló en
este tenor:
-¡Oh rey y señor que fuiste del mayor reino de Grecia, flor y luz de la caballería! Bien
sabes que yo escribí y redacté un libro en el que se contienen las altas gestas que hiciste
y me afané para publicar con palabras, de poder ser, la gloria de tus victorias, las cuales
yo creo que fueron hechos superiores a lo que mi pluma alcanza a explicar. Yo te ruego
que, en recompensa a mis esfuerzos, me seas favorable, y tú, que sabes la verdad, seas
mi testigo en este consistorio, así como yo lo he sido tuyo en el mundo. He aquí a los
dos acusadores, fuertes y valientes, que se han empeñado en probar, en contra mía, que
las alabanzas que yo te di no fueron del todo exactas, que Héctor fue mejor caballero
que tú y que si él murió por tu lanza le debías haber atacado a traición; sobre ello han
escrito con profusión, y yo he visto sus escritos, los cuales, aunque no se leen con tanta
elevación como los míos, se difunden entre un gran gentío. Y si no fuera por aquel
altísimo poeta Virgilio, el principal de todos los poetas, que -creo que en reverencia
tuya- fascinado por la verdad ha seguido mis pasos y me ha suscrito entre los latinos,
me figuro que tú habrías perdido mucha fama.
Por lo que te suplico que, así como defendiste a los griegos mientras estuviste en
el mundo, y fuiste el causante de su victoria contra gentes tan notables, defiendas ahora
a un solo griego, servidor tuyo, contra dos hombres solos, que sospecho que, aunque
han hablado a tus espaldas, cara a cara se volverán mudos; y la escritura que es muy
inferior quede carente de toda eficacia y valor.
-¡Cállate Aquiles! La verdad de todos los hechos yo la sé, o sea que aléjate. Y tú,
Homero, vete con él, que aquí no hacen falta muchas palabras; aquí está tu libro y no
puedes decir más de lo que has dicho.
Y delante de tan bravo y superbo duque iban cuarenta y siete reyes, los cuales,
tanto en el asedio como fuera de aquella noble y eximia gran ciudad, acabaron sus días a
manos de él; igualmente, duques y príncipes, y otras legiones de gentes de menor
estamento, reunidos en gran número, y que, por su espada -así como los reyes
mencionados muertos en batallas-, fueron por el citado Héctor enviados al reino de
Plutón.
Héctor era (...). En cuanto Curial vió a Héctor creyó caerse de la silla en que
estaba e incubó en su corazón tanto terror que todos los miembros le empezaron a
temblar. Pero aquel sabio y cortés Héctor, advirtiendo la impresión de Curial,
haciéndose un poco a un lado, le habló de la siguiente forma:
-Curial, no me sorprende que sientas miedo al verte reunido entre tales personalidades,
porque hoy no hay hombre en el mundo que se sintiese seguro en una plaza como ésta.
Pero ten por cierto que ninguno de los que aquí estamos te puede hacer daño. Me han
certificado que tú querías verme; heme aquí: yo soy aquél de quien tanto se habla y
quizás mis hechos no sean como para que se les tuviera que hacer tanta mención. Si
estuviera a mi alcance hacer algo en honor tuyo, no cejaría; pero me está vedado y no
puedo serte útil a ti ni a otro. Ésta es la pena que paso.
-Héctor, dado que entre los mortales hay una gran polémica acerca de quién fue mejor
caballero, Aquiles o tú, y de igual modo, acerca de qué texto es más auténtico, quiero
21
Obra de Armannino de Bolonia que reúne hechos históricos y falsedades.
22
Autor de Historia destructionis Troiae.
que seas juzgado por Curial, que hoy, entre los que le conocen, obtiene la corona y el
principado de la caballería. Y no sin razón, porque yo te aseguro que no es loado por
acto alguno que no haya efectuado mejor que la lengua de los que lo han visto hayan
podido expresar; y si él no estuviera presente, yo te contaría muchas cosas que ahora,
por no caer en el vicio de adulación, tendré que callar.
Héctor entonces se fijó en Curial con más atención que lo hiciera antes y lo vió
poca cosa, casi enano en comparación con los hombres de tiempos atrás; y no podía dar
credibilidad a lo que Apolo le había dicho. Pero Apolo, que adivinó el pensamiento de
Héctor, replicó:
-No te extrañes de lo que te he dicho, porque has de saber que todos los hombres hoy
son de poca estatura, y éste, entre los que viven, lo es asaz e incluso demasiada alto.
-Héctor, sepárate de nosotros y ponte al otro lado del templo. Yo quiero informar a este
caballero a fin de que pueda pronunciarse justamente.
-Yo nunca aspiré a loas infundadas, y ahora menos que nunca; que las tengan los que las
desean, que yo renuncio rotundamente.
Lo mismo ha hecho Virgilio -no sólo grande sino el mayor entre todos los poetas
latinos-, que, al igual que tú, rebuscando, ha escrito poéticamente cosas teñidas de color
de mentira, diciendo, entre otras, que Dido, reina de Cartago, se mató por Eneas; lo cual
no fue ni es verdad, porque Eneas nunca vió a Dido ni Dido a Eneas, ya que de uno a
otro distan unos trescientos años. Y aquella viuda púdica, recatada y honesta, no
quebrantó la fidelidad a las cenizas de Siqueo, su marido, sino que, cuando Yarbas, rey
de los gétulos, la quiso por esposa a la fuerza –y por ese motivo guerrease y destruyese
casi todo el país-, viendo la noble reina que de otra manera no podía conseguir la
libertad, se mató voluntariamente, sin consentir que sus carnes fueran tocadas por
manos de un extraño en contra de su voluntad. No me parece que ella faltase a la
fidelidad a su esposo –muerto ya muchos días atrás- sino que murió para guardarla; y
así lo relata san Jerónimo, que no yerra, en su Epístola a Joviniano.23
Componer poesías está bien, pero escribir contra la verdad no me parece que sea
loable. Yo he leído toda tu obra, e igualmente la de los dos que están aquí y que han
escrito sobre los mismos hechos que tú; he enseñado los libros a este caballero -muy
gran poeta y afamado orador-, quien debe pronunciarse sobre vosotros. Sólo os
pregunto si tenéis algo que añadir.
Entonces Homero, gran poeta, respondió que no, que bastante había dicho y no
sabría ni podría añadir nada más; los otros renunciaron igualmente, y así concluyeron.
Entonces les ordenó marcharse de aquel sitio y que no volviesen hasta que fuesen
llamados para oír la sentencia. Tras retirarse ellos, Apolo, cogiendo algunos ramos de
los árboles a él consagrados, ciñó la cabeza de Curial y dijo:
-El mejor y más valiente entre los caballeros y el mayor entre los poetas y oradores que
viven hoy.
-Yo opino que Héctor es el mejor caballero que existió entre los troyanos y Aquiles el
mejor que hubo entre los griegos; y que Héctor hizo más cosas, más inusitadas y
solemnes, ejercitó más virtudes y fue menos vicioso. Aquiles atacó diestramente a
Héctor, pues en batalla todos buscan su ventaja. Homero ha escrito un libro que ordeno
que sea tenido en alta estima entre los hombres de ciencia; Dictis y Dares escribieron la
verdad, y así lo declaro.
Este acto había durado un gran rato, durante el cual los compañeros de Curial,
que se habían caído al suelo de espanto, se levantaron, y oyendo la dulzura de aquella
melodía, enajenados los otros sentidos, ignoraban dónde se hallaban, puesto que las
voces angelicales y la dulzura de las cuerdas resonaban tan suavemente en los oídos de
los oyentes que no sabían si era de noche o de día. Cuando el resplandor empezó a
faltar, una tenebrosa oscuridad cubrió sus ojos, de modo que no veían nada; pero se
sentían descansados y como nuevos, como si no hubiesen hecho ningún esfuerzo.
Poco después, empezando a recobrar la visión, fueron hacia Curial, que dormía
profundamente y, mirándolo, vieron que estaba coronado de laurel y que el lugar en que
estaba desprendía un olor tan suave e insinuante que parecía habitáculo de los dioses;
pues no podían concebir de otro modo el olor celestial y dulzor del paraíso. Y el rocío
celestial que bañaba aquel césped exhalaba un perfume tan placentero y de delicia tanta
23
En el original, en latín: “Epistola ad Iovinianum”; se refiere al tratado Adversus Iovinianum.
que no es suficiente la memoria humana para recordarlo ni la pluma para describirlo.
Pues piensa, lector, que el saber humano, cuando quiere comprender y rememorar los
actos divinos -que ni la inteligencia ni la memoria de los hombres abarcan-, los
desmerece.
-Curial, ¿dónde estáis? ¿No reconocéis la tierra? ¿Habéis perdido la memoria? Cuidaos
y preocupaos de vos mismo; y también de nos, de modo que no os perdamos.
-¡Venga, venga! –dijo otro-. Vayámonos de aquí, no perdamos más tiempo, que
bastante hemos tardado. Volvamos a nuestra galera y dediquémonos a nuestros asuntos.
-¿Por qué me habéis abochornado? ¿Estoy ebrio? ¡Oh! ¿Por qué me tratáis con
escarnio?
Entonces todos aseguraron, con juramentos, que nadie se había aproximado a él,
sino que le habían encontrado en ese estado; y que no había manos humanas que
pudieran confeccionar aquella corona ni grabar aquellas letras. De modo que Curial se
levantó, como el hombre que se levanta tras una larga y grave enfermedad, y se puso en
pie con suma flaqueza, pues no podía andar ni sostenerse; o sea que, ayudado por los
suyos, fue conducido a la ciudad poco a poco. Después, consiguió llegar por sus propios
pasos a la galera y, subiendo, ordenó que le llevasen a Génova. Por lo que el patrón
mandó tomar aquel rumbo; y durante muchos días la travesía fue dichosa y libre de
peligros.
Una fuerte tempestad arroja la galera de Curial contra las costas de Berbería
Tanta era la bonanza del mar que a Curial y a los suyos les parecía que nunca
fuera a mudarse aquel clima; y así navegaron muchos días con buen tiempo. Pero la
Fortuna y la Envidia, que no dormían, por una y otra vía enojaron a Neptuno, dios del
mar; y raudo, con gran furor, le envió sus heraldos, declarándole guerra y marejada.
Tras ello, los heraldos, habiéndose mostrado adversos a los navegantes, regresaron con
su rey. Neptuno, entonces, montado en su carro tirado por cuatro delfines, remueve y
discurre por todas las profundidades del mar. Eolo resquebraja y desgarra todas las
cuevas de Lípari, de Ponza y de Sicilia; surgen vientos impetuosos que azotan la
superficie del mar liso y blando. Lo baten, lo sacuden con tempestades y, ante las
sacudidas, brama y llora; molesto y maltratado, el pobre se lamenta de tener por rey y
señor a un tirano tan cruel.
Los marineros, a la vista de los heraldos de Neptuno, se ponen manos a la obra,
en actitud de defensa: amarran su galera con cuerdas y ataduras muy fuertes, atan a sus
galeotes para que Neptuno no se los lleve con su rapiña. Y cuando ven venir una nube
muy negra, en son de bronca y amenazadora, se previenen los marineros y el cómitre
con astas de dardos, piden a los galeotes que remen para atracar en un puerto salvador.
Pero la lluvia cae en gran cantidad, rugen las nubes y la oscuridad aumenta, la noche
deja ver su oscura y tenebrosa cara, se desplazan las olas haciendo valles y montañas,
golpean en la galera, que todavía no sabía lo que era el mal, derraman tormentas, la
llevan de aquí para allá, de arriba abajo, ahora la ponen en la más alta sumidad de las
olas, ahora en la más honda profundidad del mar. Se desorientan los marineros, no
saben qué se hacen, pierden las esperanzas de salvarse y todas las maniobras que
ingenian no les sirven para nada, porque el temporal de olas y vientos contrarios -que
luchaban entre sí como enemigos- era tal que parte los remos destroza los bordos: Surca
la galera entre dos aguas, y a veces espiraba, otras veces desaparecía. De modo que fue
pasmoso cómo aquellos pobres desgraciados fueron tan castigados en tan poco rato. No
tienen tiempo de rezar a Dios ni de invocar a santos o santas que les cambien el tiempo
y tengan piedad de sus miserables almas, so pena de ser pasto de los peces. Ahora
pierden un hombre, ahora dos, pierden al piloto, chirría la galera, se desarma
desvencijada, temblequea y se retuerce cual anguila. Y la noche, aun siendo agosto, se
les hacía muy larga.
Y como hacía poco tiempo que ciertas galeras y barcas del rey de Aragón habían
causado grandes daños en aquella ribera y se habían llevado a muchas personas y dos
galeras armadas con moros, así como quemado muchos otros barcos pequeños, estaba
toda aquella costa con las orejas tiesas. Por lo que, al ver la galera que llegaba ladeada,
los moros corrieron hacia allá y, viendo que eran cristianos, a los pocos que hallaron
vivos en la galera los pasaron por la espada y los cortaron a trozos.
Cautiverio de Curial
Este caballero tenía en la huerta, a media legua de Túnez, una casa casa
agradable y bella, nueva, flamante y tan blanca como una paloma, con un huerto muy
grande, hermoso y bien plantado con muchos árboles, además de muchos otros terrenos.
El caballero disfrutaba mucho en aquella casa, y compró los dos cautivos para cultivar
el huerto y los campos; una vez los tuvo allí, les proveyó de sendos azadones e hizo que
les enseñaran lo que tenían que hacer. Y mandándoles que dijesen sus nombres y de
dónde eran, Curial respondió que era de Normandía y se llamaba Juan; el otro dijo que
era catalán y se llamaba Berenguer. El caballero les preguntó qué era lo que sabían
hacer; ellos contestaron que cuidar el ganado. Dijo el moro:
-Cuidaos, pues, a vosotros mismos, que aquí no hay más bestias que cuidar.
Y así se hizo público que la galera de Curial se había perdido y habían muerto
todos, sin haberse escapado nadie, puesto que todos fueron pasados por el filo de la
espada. Los mercaderes genoveses lo comunicaron por escrito a Génova, desde donde
llegó a Monferrato que Curial había muerto y su galera se había ido a pique en Berbería
y que, finalmente, todos los que iban con él habían sido pasados por la espada y no
había escapado nadie. Y así fue avalado en todas partes en las que eran conocidos.
La fama del boca a boca llegó a oídos de Güelfa, quien hizo venir a aquel viejo
cansado, Melchor de Pando, y le preguntó si había oído algo sobre Curial. El
prohombre, antes de empezar a hablar, se secó las lágrimas, y después, como pudo, dijo
compungido:
-A fe mía, señora, ya estáis liberada y vuestro odio no tiene lugar, pues si Curial os
causó algún disgusto, los moros de Berbería os han vengado a la perfección. Él y todos
los que iban en su galera han sido asesinados miserablemente, de manera lamentable y
sin posibilidad de defensa; y, encima, han tenido peor suerte, porque sus huesos no han
sido enterrados, sino que sus carnes, comidas por perros y bestias salvajes, han dejado
los huesos limpios y al descubierto. No han tenido ocasión de confesarse. En efecto,
señora, le han perseguido bien vuestras maldiciones. Ahora podrán descansar aquellos
viejos falsos, ahora dejará de perseguirle la envidia, y al menos su alma se verá libre de
aquellas persecuciones.
Güelfa escuchó todo lo que dijo Melchor y, sin mostrar en su cara ninguna
turbación, sin contestar, le ordenó que se retirara; y así lo hizo. Pero, poco después,
cerradas las puertas de la habitación, se encerró con la abadesa en un cuarto reservado,
y, apenas entró, se exclamó a voces dando gritos:
-¡Curial mío! ¿Dónde estás? ¿Dónde vas, Curial? Aparécete a mí, ven conmigo. Que
vea yo tu cara. Espérame, que te seguiré. Tú has ido a la muerte por mí; yo he separado
la unión del alma y el cuerpo. ¡Yo he dado tus carnes a perros y leones, y tus huesos
están sin sepultura! ¡Oh, honor de todos los caballeros del mundo! ¿Adónde vas?
Muéstrame el camino; dime por dónde te seguiré. ¿Dónde estás, alma mía, vida mía?
¿En qué lugares habitas y qué palacios hay dignos de ti? ¡Oh Güelfa, arisca y cruel!
¿Cómo te quitaste la luz de tus ojos? ¿Y por qué no me los arranco de modo que no vea
a otro hombre? ¡Oh, Edipo, te ruego que me prestes tus dedos experimentados y
atrevidos! ¡Ay de mí! ¿Cómo viviré sin Curial? ¡Oh, falsa y cruel! Yo he matado al que
no podían matar los caballeros; yo, enviando al exilio al más virtuoso y mejor caballero
del mundo, he vencido al vencedor de todos.
Pero cuando el paso del tiempo desplazó a las lágrimas, mandó a Melchor que
enviase a hombres prudentes y discretos al lugar en que la nave de Curial se perdió, para
saber si se había escapado alguien; y si no, que le trajeran sus huesos –de ser posible
que fuesen reconocidos-, a fin de poder obtener la sepultura que su valor había
merecido. Por lo que en seguida Melchor de Pando mandó a Trípoli, en el mayor secreto
que pudo, a algunos hombres prudentes, a fin de que prudentemente cumpliesen lo que
se les había encomendado.
Por ello, tras mucho buscar sin hallar pista alguna, embarcando en una nave de
genoveses, llegaron a Génova, y después, siguieron su camino hasta Monferrato. Y
presentándose ante Melchor de Pando, le explicaron todo lo que habían hecho y le
dieron el jubón y el anillo que habían comprado; Melchor ratificó que el anillo debió
haber sido de Curial a causa del león que tenía tallado, porque Curial, por amor a
Güelfa, siempre recurría al motivo del león.
Tomando Melchor, pues, el jubón y el anillo, fue a ver a Güelfa y le contó todo
lo que había sabido; después, le enseñó el jubón y el anillo. Y concluyeron ambos que
efectivamente aquel anillo había sido de Curial; e igualmente examinaron el jubón.
Güelfa preguntó a Melchor si Curial habría dejado algún jubón en su casa; Melchor dijo
que sí. Por lo que, haciéndose traer el otro jubón, los midieron y desprendieron que
ambos estaban confeccionados para una misma persona. Y por el dato de que el dueño
del jubón y del anillo que fueron vendidos fue extraído vivo de la galera, concluyeron
que era posible que estuviese vivo, pero que no debieron buscarlo bien, pues en caso
contrario lo hubieran encontrado. Por lo cual, Güelfa mandó a Melchor que repitiese la
búsqueda y que los cautivos fuesen buscados con soberana diligencia. Y, si se
encontraban, que fuesen redimidos a cualquier precio; pero que Curial no volviese a
Monferrato. Así, Melchor reenvió a los hombres a Túnez.
Los cautivos se esforzaban mucho en trabajar y servían tan bien al señor al que
pertenecían que el mencionado Fárax por nada del mundo se los hubiera dado a nadie,
sino que los amaba tanto y confiaba tanto en ellos que no controlaba si rendían mucho o
poco, dando por supuesto que nunca estaban parados. E iba a menudo a Túnez, pasando
muchas veces toda la semana sin volver a la huerta, en la que vivían su mujer y una hija,
de unos quince años de edad aproximadamente. Y era tan bella que, por lo que contaban
los que la habían visto, no tenía par en el reino de Túnez; y ciertamente, no iban errados,
porque si los ojos de Curial no se engañaban, no se le atribuía rasgo de belleza que no
fuese mejor en la realidad que lo que se contaba; se llamaba Cámar. Su padre era tan
celoso, no sólo de la hija sino también de la esposa, la cual era una mujer bellísima, que
nunca las dejaba ir a la ciudad, sino que las tenía en aquella casa, más que apartadas,
escondidas; y él se iba a Túnez, donde tenía otra casa y otras mujeres. Y con éstas, y
con otras más que se agenciaba -dado que era muy lujurioso y vicioso de aquel pecado,
y en él se hallaba muy revolcado y enlodado-, pasaba su vida.
Su mujer, que se llamaba Fátima, se enamoró del cautivo catalán, que se hacía
llamar Berenguer, y empezó a darle mejor comida de lo acostumbrado; o sea que,
cuando Fárax no estaba, subía el valor de los cautivos y eran consiguientemente
cuidados. Pero el trabajo no cesaba, antes bien se incrementaba cada día, y el peso de
los hierros aumentaba; aunque el catalán pasaba mejores noches y con más
compensaciones que Curial, el cual se hacía llamar Juan. Así pasaron seis años en aquel
huerto y su cautividad tenía ya carta de naturaleza, pues no soñaban con recobrar la
libertad ni concebían que fuesen a salir nunca de aquel sitio ni de aquella esclavitud.
Y estos cantos fueron tan frecuentes que la tierna doncella se dio cuenta de la
belleza del cuerpo de Curial y de los destellos de sus ojos; le miró la boca y todas las
sinuosidades de la cara y juzgó que no había ni incluso podía haber en el mundo hombre
más agradable. Porque Fárax, que se consideraba como uno de los hombres más guapos
de todo el reino, no igualaba ni por asomo el atractivo de Curial. Pero dentro de su
corazón la doncella fue más allá: si no fuese cautivo y fuera bien arreglado, y si tuviese
deleites en vez de adversidades y faenas, su imagen sería muy distinta de la actual. Por
este motivo empezó a darle de comer alimentos mejores y más delicados de lo que solía,
y en mayor abundancia; con esto, la vida de los cautivos mejoró sin punto de
comparación.
Cuando Cámar dejaba a los cautivos leía la Eneida de Virgilio (que tenía en
lengua materna, correctamente glosada y moralizada, porque su padre la había
conseguido por el rey) y muchos otros libros, con los que la doncella pasaba el tiempo,
pues para su corta edad era tan culta que era de admirar. Y Juan, que conocía muy bien
a Virgilio y otros autores, le explicaba muchas cosas que ella no sabía ni entendía; pero
yo os digo que en la medida que podía ella pagaba bien al maestro. Juan hablaba muy
bien aquella lengua y Cámar le enseñó a leer y escribir; de modo que, cuando Fárax no
estaba, ella y Juan no se separaban nunca.
Por el contrario, cuando Fárax volvía, ellas se recluían con tanta eficacia que no
transparentaban hablar nunca con los cautivos. Sin embargo, Fárax les iba a ver y ellos
se quejaban de la mala comida y del poco cuidado que tenían de ellos; entonces, Fárax
ordenaba que se les diera de comer, riñéndolas porque no se ocupaban de cuidar a los
dos cautivos. La madre respondía:
-Parece que los queráis a ellos más que a nosotras. Yo no creo que sean tan bien tratados
los cautivos moros por los cristianos; ya habéis oído el desplante que hicieron a mi
primo en Barcelona. Y, a fe, que estos me lo pagarán.
-¿Qué daño se merecen éstos, cuando, a fe mía, no creo que haya mejores cautivos en el
mundo? Hacen bien lo que tienen que hacer y cada uno de ellos trabaja por dos. Por lo
que yo os ruego que les deis bien de comer y que los tratéis con un poco de tolerancia.
La fama de la belleza de Cámar llegó a oídos del rey, quien llamó a Fárax y le
preguntó acerca de la hermosura de su hija. Fárax respondió que nadie podía juzgar con
equidad acerca de sus hijos, que a él le parecía hermosa pero que podía ser que no les
pareciera tan hermosa a los demás; por lo que el rey le mandó hacerla venir porque
quería verla. Fárax fue a su casa con muestras de alegría y satisfacción porque el rey le
había pedido a su hija y, llamando aparte a su mujer, le hizo la confidencia de lo que le
había dicho el rey, encargándole que preparase a su hija a fin de podérsela llevar al rey.
-Cámar, yo creo que tú eres hoy la muchacha más afortunada de todo el reino. Fíjate, el
rey se ha enamorado en ti y ha mandado a tu padre que te conduzca a él, y serás su
esposa. Por lo que, anda, ponte a punto, para que puedas ir rápido. Querida hija mía, te
ruego que, cuando te veas reina, te acuerdes de tu padre y de mí.
-Señora, yo no quiero ser esposa del rey ni de nadie; y en el caso de que tuviera que
tomar marido, haceos a la idea de que en ningún caso sería mujer del rey; no digo ahora,
que tiene mil mujeres, sino que, aun cuando estuviera segura de que sólo me tendría a
mí, tampoco daría mi conformidad para ser suya. Me puede condenar a muerte, pero yo
nunca consentiré en tal matrimonio, porque he hecho voto de virginidad y la guardaré
con todas mis potencias; y quien quiera arrebatármela, con ella, o antes, me arrebatará la
vida.
Y no insistáis sobre esto, señora, porque, mientras viva, que será muy poco,
encontraréis en mí esta respuesta. Y sería mucho más honesto que mi padre me diese
muerte que no que me inclinase a tal matrimonio.
-Dulce hija mía, ¿y despreciarás tú al rey, que es un señor muy agradable y joven? Me
consta que serías muy bien tratada por él. Por lo que, hija mía, disponte a complacerlo,
que yo te prometo que no te arrepentirás. ¿No es acaso gran cosa que el rey nos pida lo
que nosotros deberíamos pedirle?
-En serio, señora, en tal asunto, mi intención es no complacerlo a él ni a otro. Así pues,
que cesen las palabras, porque en breve confirmaréis mi disposición con obras. Quizás
hoy mismo, si persistís en este tema, obtendréis de mí lo que andáis buscando.
-¿Todavía estáis así? Ale, ale, aligeraos, que estoy retrasándome y el rey se enfadará de
tanto esperar.
Fátima respondió:
-Fárax, vuestra hija no quiere ir de ningún modo. No obstante, aquí la tenéis: ordenadle
que se arregle o llevadla tal cual está.
Fárax dijo:
-Hija mía, arréglate y ponte a punto. Mira que el rey quiere verte. Yo te aseguro que te
deparará honor y mucho bien, y nosotros por tu causa nos veremos muy honrados y
muy mejorados. Así, hija mía, ven conmigo; y piensa que no hay rey en el mundo que
no entregase su hija a un rey y señor como el nuestro. Él dejará por ti a todas las otras
mujeres y tus hijos serán reyes. Conque, hija mía, aligera, tú sabes que yo no tengo otro
bien más que tú. Y si yo no te presentase al rey, comprende que por tu culpa yo iría a la
muerte, o como mínimo me vería arruinado para siempre.
Cámar, que estaba tan entusiasmada en el amor hacia el cautivo, no sólo la vida
del padre sino la de cien padres hubiera dado por cruzar una sola palabra con Juan; y
respondió:
-Señor, yo no negaré de ninguna manera que deba cumplir vuestro mandato, y mientras
viva, que será por poco tiempo, así lo haré en todo lo que me sea posible. Pero pensad
que yo he ofrecido mi virginidad a Dios y no se la quitaré por nada del mundo. Así
pues, os ruego que me deis antes la muerte que marido, porque marido tengo, según os
he dicho, y no tendré otro, si Dios quiere; y por ello os quedaré muy reconocida. Y si
no, tened por seguro que, si vais adelante en vuestra porfía, estas dos manos me
sustraerán al poderío de vuestro rey. ¿Y queréis que me pinte? Yo me pintaré con la
pintura que Dios admira.
Y alzando las manos, se arañó la cara, que de inmediato se llenó de sangre, y dió
comienzo a un planto muy sentido; por lo que su padre y su madre se quedaron muy
conmovidos. Particularmente el padre se vió en un atolladero, porque pensó que no
podría responder ante el rey y, en caso de que le contestase, la respuesta sería muy
desagradable. Por esta razón, el rey se encolerizaría y le haría matar; o por lo menos le
buscaría su ruina, puesto que era un hombre muy lujurioso. Cuando se enteraba de que
había alguna doncella bella, la quería de inmediato y era preciso que su padre se la
entregase; si no, la brega, el odio y el rencor hacían presencia en el campo y no se
eximía uno de morir. Por lo que Fárax dijo a su hija:
-Dime, hija, ¿tú crees que haya algún dios mayor que el rey? ¿Y a qué dios podrías
ofrecer tu corazón que te concediera mayores dones y honor? ¿No sabes tú que lo que
este señor quiere que se haga en su reino conviene hacerlo? ¿Cómo dar una negativa al
que puede hacer y desahacer conmigo según le venga en gana? Te ruego, hija mía, que
dejes estas posturas, que no te llevan a ninguna parte. Sirve al rey, ya que le place, pues
quien sirve al rey sirve a Dios, puesto que el rey es Dios en la tierra. Si con eso que
haces por ventura lograras escabullirte, aún sería tolerable; pero eso no quita que la
orden del rey se cumpla, puesto que se tiene que cumplir forzosamente. Y así, te mando
-si el mandamiento de un padre ha lugar en una hija-, que te quieras enjugar la cara y
arreglarte lo mejor que sepas, porque yo no dejaré de cumplir el mandato del rey por
nada del mundo; y prefiero resistir tus injustas lágrimas que incurrir en la ira del rey,
que no tiene fin.
La doncella, al oír hablar a su padre, no sólo pensó sino que creyó que la querría
forzar y llevarla al rey contra su voluntad; y miró alrededor y vió un cuchillo que había
sobre un banco y, corriendo, lo cogió y dijo:
-Tú me defenderás del rey.
-¡Traidor! Tú me has matado a mi hija. ¡Oh, rufián y delator de tu propia sangre! ¿Por
qué has matado a tu hija, a mí, e incluso a ti mismo?
-No creo –dijo él- que fuera así, pues has de saber que yo había mandado a su padre que
me la trajese aquí, y el traidor, para no dármela, habrá querido matarla; efectivamente,
debe ser así, porque hace mucho que yo sé que este hombre no es de fiar. Pero él me lo
pagará.
Y al punto hizo buscar a Fárax y, sin decirle nada y sin oírlo, le hizo cortar la
cabeza. Y llevado por la misma furia, se echó a cabalgar hasta la casa de Fárax; y
encontró a Cámar recostada, bastante flaca, y le dijo:
-Cámar, amiga, ¿cuál ha sido la causa por la que el loco de tu padre te ha herido tan
desgraciadamente?
La doncella respondió:
Contestó Cámar:
-Yo misma lo hice con mis manos, intentando poner fin a mis días; pero aunque los
haya alargado un poco más de lo que pretendía, estoy segura de que no serán muchos,
pues no me fallará otro artilugio para acabar con mi dolorosa vida.
El rey porfió:
-Cámar, tengo un gran disgusto por el daño que padecéis; y, si yo pudiese dar solución a
vuestro problema, pondría toda mi competencia en hacerlo.
-Yunes, yo estoy enamorado de Cámar, tanto que no lo puedo expresar. Pero pensando
que su padre la había lesionado –y así lo creo todavía-, ordené que le fuera cortada la
cabeza. Te ruego que no te vayas de aquí y que Cámar no se entere de la muerte de su
padre; sino, podría agravarse su mal y, por consiguiente, podría morir. Con paciencia,
podrás hacer que quiera ser mía. Yo te juro que será la principal de todas mis mujeres y
que por ella dejaré a muchas otras o incluso a todas, según ella disponga; y tú
gobernarás mi reino y yo no haré sino lo que tú dispongas.
-Cámar, ¡Dios sea contigo!. Si yo puedo hacer algo que te pueda producir placer, te
ruego que me lo comuniques, que yo lo haré inmediatamente.
-Abdalá, he aquí que yo había rogado a tu hermano Fárax que me diese como esposa a
una hija suya llamada Cámar, y me informaron que, por despecho hacia mí, para que yo
no la tuviera, la había matado. Ahora he sabido lo contrario, y me arrepiento de lo que
he hecho y te ruego que me perdones; ten en cuenta que a ti, a tu casa y a todos tus
familiares os tendré por recomendados.
Abdalá respondió:
El rey insistió:
Curial y Cámar
Un día estaba Cámar muy pensativa en su lecho y observó que Juan entraba en la
habitación; y como, al revisar en derredor con la mirada, no vió a nadie más, decidió
aprovecharse de la oportunidad. Y cuando se acercaba, le dijo con voz balbuciente:
-¡Oh Juan! Compadécete de mí, y que te baste este daño tan grande que por ti me ha
sobrevenido. No consientas que pierda la vida, que no me parece haberlo merecido por
el hecho de quererte bien.
-Cámar, dime cuál es el daño que te ha venido por mí, porque yo nunca quise hacer ni
causar daño a ti ni a nadie; así, te ruego que me lo digas, porque yo soy inocente y no
puedo imaginarme cómo te has podido ver perjudicada por mí en algún modo.
Y si crees que yo, por reservarme para ti, debo morir, al menos que haya en ti
algún rasgo de piedad y encuentre en ti tanta merced que me mates con tus manos de
una vez y no sufra moribunda por mucho tiempo ni esperes a que mis manos sean
suicidas, pues yo te lo reconocería como una gracia singular.
Juan, oyendo estas palabras, entendió que esta doncella tomaba un mal camino y
que él no la complacería por nada del mundo, inducido a esto por muchas razones que
serían largas para relatar. Pero pensó que si no le infundía esperanza, podría ocurrir que
esta doncella se perdiese; por eso, le dijo:
-Cámar, yo nunca pensé, ni hubiera imaginado, que tuvieses esta actitud; pero ya que es
así y a ti te agrada, esfuérzate en curarte y, después, yo te responderé de manera que tú
te quedes razonablemente contenta. Entretanto, te ruego que no me llames para hablar, a
fin de que no se sospeche la causa de tu daño.
Cámar, habiendo oído la respuesta de Juan, se puso muy contenta, creyendo que,
una vez curada, se regocijaría con sus deseados abrazos; y, así, empezó a mejorar, de
modo que en pocos días experimentó un gran avance. Los cirujanos del rey se
congratularon mucho; el rey, igualmente, tuvo una fran satisfacción y le enviaba joyas y
muchas cosas para granjeársela. Pero ella no aceptaba nada de lo que le enviaba, ni
encontraba gusto en mirar sus joyas ni siquiera en que le hablasen del tema. A pesar de
todo, sus tíos, que eran nobles caballeros, la confortaban y le rogaban que aceptase lo
que el rey le enviaba; no obstante, ella no mostraba ningún síntoma.
-Señores tíos, yo no tengo otro mal sino el que me provoca el rey. Y si él me dejara, yo
me curaría en seguida; pero si insiste con su porfía, no sólo una cuchillada, como me di
al hablarme mi padre de este asunto, sino ciento y mil me daría, si no pudiera morir con
menos cuchilladas. Y me las daré con tal de no acabar bajo el dominio del rey. Ahora
conocéis mi mal; no tengo otro daño que éste que os he dicho.
La madre, oyendo las palabras de Cámar, dijo a los demás que se alejaran, pues
quería hablar un poco con su hija y quizás podría averiguar la causa de tan gran repulsa.
Por lo que, dejando a los otros, se aproximó a su hija y le dijo:
-Dulce hija mía, me he quedado muy sorprendida de ti. ¿El rey te quiere por esposa y tú
lo menosprecias? ¿Qué mujer o doncella hay en el reino de Túnez que hiciese la locura
que tú haces? Yo te prometo, por mi buena fe, que yo no conozco en todo el reino
cuerpo de varón tan gentil ni tan airoso. Todos los caballeros del mundo le van detrás
con sus hijas; y a nosotros, nos va detrás él. ¿Y diremos que no a lo que deberíamos
pedirle de rodillas? Hija mía, no hagas esto, convéncete de que, sino, el rey se volcará
con uno de los mayores castigos del mundo.
Cámar. Por nada del mundo haré lo que me decís. Y el rey con todo su poderío no me
puede dar pena que yo no soporte con mejor voluntad que la suya al dármela. Pero os
ruego que procuréis, si es posible, que no piense más en mí, cosa que le agradeceré
mucho; y si no, yo misma haré algo para que salga de esa opresión.
Fátima. Hija mía, has de saber que tú y todos nosotros estamos muertos, porque en
cuanto el rey supo que te habías herido en el pecho, hizo matar a tu padre, arrancándole
la cabeza de los hombros, creyendo que te había herido él para no entregarte al rey.
Así pues, hija mía, piensa qué hará si sabe que depende de ti.
Cámar. Porque tras la muerte de tal padre, no quiero ni debo vivir más.
Fátima. Hija mía, reserva esta fortaleza de tu noble corazón para otro momento, pues en
éste no te podría aprovechar ni te saldrías con la tuya.
Cámar. De veras que no haré tan gran injuria a la sangre de mi padre sometiéndome al
hombre que se la ha hecho derramar gratuitamente.
Fátima. ¡Ay hija mía! ¿Y qué harás y con qué ánimo serás capaz de sostener los duros y
crueles tormentos que te hará dar?
Cámar. Vengan en buena hora todas las penas que me pueda dar, porque mayor pena es
para mí esperar que pasarlas, pues el estar en esta vida ya me parece cometer un delito
malvado.
Fátima. ¡Ay, hija mía! ¿Y no temes el furor y crueldad del rey? Cuando quiere algo no
oye razones ni pide consejo, sino que -haciendo ley de su pésima voluntad- no temiendo
a nadie por encima de él ni reprensión alguna de los suyos, manda y hay que hacer lo
que quiere; y mata a los que -quizás contra todo lo razonable- tiene aversión y no hay
quien ose pedirle cuentas.
Cámar. Pues si la crueldad del rey no tiene la fuerza suficiente para sacarme de este
mundo, lo harán mis manos.
Fátima. Hija mía, ¿no sabes que el corazón de la hembra es flaco y sus manos
temblorosas?
Cámar. Todo lo contrario, porque escrito está y no por un solo doctor que los caballeros
deben tener coraje de hembra y corazón de león; así se lo dijo Hércules a Filoctetes
cuando le hizo caballero en España. Y así mi corazón, más duro que la piedra, manda a
las manos que ejecuten ahora lo que con menos motivo ensayaron otra vez; pero no
sufrirán que yo sea ensuciada tan vilmente por el asesino de mi padre.
Fátima. ¿Y tú crees que Catón, cuando se mató en Útica, y con el arma buscó vía por la
que hacer rehuir de César su más horrorizada que espantada alma, no se arrepintió de
haberse matado, aunque no pudo expresarlo en el último momento? ¿Y qué mal causó a
César? ¿Y te crees que la muerte equivale a la libertad? La puedes calificar como cárcel
oscura y tenebrosa, y exilio sin esperanza de retorno. Pero, si por ventura tienes el
corazón en otra parte, dímelo, hija mía, que yo procuraré que consigas tu felicidad.
Cámar. ¿Y en qué parte puedo yo poner el corazón? ¿No sabéis bien vos que hace siete
años que aquí no ha entrado hombre alguno salvo estos cautivos?
Fátima. Hija mía, has de saber que a muchas mujeres, cuando se les priva de la ocasión
de frecuentar hombres adecuados a su categoría, frecuentan los que tienen a mano;
como con nuestro Berenguer, que es esclavo, hago yo. ¡Y ojalá estuviese por empezar!
Cámar. Sería mejor que estuviese por hacer. Pero no sois vos la única que habéis caído
en los actos de Venus. Y aún habéis tenido buena suerte, pues lo habéis hecho con un
hombre virtuoso; porque la cautividad no anula la virtud, pero sí, a la inversa, la virtud
anula la cautividad. Porque leemos que Platón, gran filósofo, fue prisionero de un tirano
y vendido por dinero, y dijo al que le había comprado: “Yo soy mayor que tú”; pero no
lo dijo sino porque era más virtuoso. Y por eso lo dice Jerónimo, en una epístola a
Paulino sobre el estudio de la santa Escritura –según he aprendido de nuestro Juan-,
como incentivo para el hombre virtuoso, refiriéndose a Platón; contando con que Platón
fue prisionero y vendido como esclavo, pero como era filósofo y sabio, era más libre
que el que lo compró.
Más aún, vos en esos actos no habéis buscado tálamos ilícitos, como hicieron
muchas otras, porque leemos que Pasífae, mujer de Minos, rey de Creta, se enamoró de
un toro, y mediante Dédalo yació con él, y tuvo un hijo medio hombre medio bestia,
llamado Mino Tauro; ni habéis hecho como Fedra, esposa de Teseo, que se enamoró del
casto Hipólito, su hijastro, el cual, como se vió muy atosigado por su madrastra para
que yaciera con ella, no queriendo corromper el lecho paterno por guardar lealtad a su
padre, se mató; ni habéis hecho como Semíramis, reina de Babilonia, que tomó a Nino,
hijo suyo, por marido, y dictó ley por la que las mujeres pudieran casarse consus hijos;
ni como Yocasta, reina de Tebas, que yació con Edipo, hijo suyo, y tuvo de él dos hijos,
llamados Eteocles y Polinices, los cuales, viendo a la desventurada madre, se mataron
entre sí; ni tampoco habéis hecho como la amarga Mirra, que se enamoró de su propio
padre y, por instigación de una nodriza suya, creyendo el padre que se acostaba con otra
mujer, yació con su propia hija y, después, sabiendo el engaño, la mató y los dioses la
convirtieron en árbol, el cual llora continuamente y sus lágrimas amargas tienen el
mismo nombre de “mirra”; y Juno, ¿no yació con su hermano Júpiter y lo tenía en
calidad de marido, para escarnio y vituperio de todo el mundo? Y muchas otras, tantas
como pelos en la cabeza, que para no alargar mi vida dejaré de enumerar.
Conque vuestro error no es tan grande como vos lo pintáis. Y en caso de que
fuese grande, vos misma lo elegisteis; nadie os forzó, sino que voluntariamente habéis
ejercido vuestra elección. Pero a mí me ocurriría lo contrario, porque el rey mató a mi
padre por mi causa; y yo, sin culpa alguna. ¡Y que ahora, cuando mi padre ha muerto
por este motivo, haga lo que no quise hacer cuando él me lo pedía! ¡He derramado la
sangre de mi padre -por lo que se me puede llamar parricida-, y que ahora no derrame la
mía! ¡Ay, qué afortunada sería si ambas sangres se mezclaran! Pero, ya que esto se me
ha impedido, se mezclarán las almas. ¡Oh alma atribulada de mi padre, espérame, que
pronto estaré contigo! Y has de saber que no tardaré, y aunque habites en la prisión más
profunda de la infernal Estigia, elijo habitar contigo; porque no creo que haya peor lugar
que éste, ni que se pueda dar allá tan gran pena como la que pasa aquí quien vive bajo la
potestad de un tirano. Y así, marchaos, no me habléis más de este tema, porque estad
segura de que yo no aceptaré consejos que me puedan prolongar la vida.
Fátima. ¡Ay, hija mía! ¡No me dejes ciega sin tu vista! ¡Ten merced de mí y vive al
menos para que yo viva! ¡Mira que te lavo la cara con mis amargas lágrimas!
Cámar. Ahorradlas y no las esparzáis ahora que en breve os llegará el tiempo en que las
necesitaréis. Pero de una cosa podéis estar segura: que no os llamarán madre de la
adúltera ni manchada.
Fátima. Hija mía, no serás adúltera ni manchada, porque te quiere como esposa y se
casará contigo del modo que Dios nuestro señor tiene ordenado.
Cámar. Madre mía, ¡toma antes un cuchillo y dame la libertad! Ten piedad de tu carne;
sácala de este mundo a fin de que no vaya a poder de mi enemigo. Y que no sea yo de
peor condición que Virginia, doncella romana a la que su padre mató con un cuchillo
para que no la deshonrase el cónsul Apio Claudio, prefiriendo quedarse sin hija que ser
padre de la adúltera, manchada y vilipendiada.
Fátima. ¡Ay hija mía! Me doy por muerta y moriré antes que tú.
Cámar. Vos no moriréis, sino que viviréis y se os honrará como madre de una hija
honesta.
Fátima. Hija mía, antes me mataré a mí, que a ti; y si emprendes este camino, tu madre
desventurada te seguirá.
El tesoro de Fárax
Volvió entonces la madre con la respuesta a los otros y les dijo que, en
conclusión, no podía sacar nada de su hija, sino que la veía más presta a morir que a
vivir y que, sin lugar a dudas, moriría, si la entregaban al rey. Todos se quedaron
extremadamente sorprendidos por ello y ya daban por hecho que la vida de esta
muchacha sería corta, porque, cuando se curara, el rey la querría tener y ella no lo
consentiría; o bien era posible que el rey lo quisiera saber por ella misma y ella
respondiera de forma que el rey la hiciera matar. Y así, estaban muy tristes. El rey, de
hora en hora, se interesaba por el estado de la doncella y le transmitía muchas cosas
para alegrarla; pero cuanto más se esforzaba él en proporcionarle placeres, más la
incordiaba. Así, las voluntades de uno y otro estaban muy alejadas.
Cámar, empero, que no pensaba en otro hecho más que en éste, comprendió que
no podría obtener de su Juan lo que deseaba, porque el rey, en cuanto experimentara una
leve mejoría, se la llevaría a la fuerza. Y deliberó, mientras tenía tiempo, hacer lo que
había decidido en su corazón; esto es, dar a Juan todo el tesoro de su padre, a fin de que,
si ella escapase de las manos del rey, Juan contase con aquel caudal para proveer a su
libertad e ingeniase cómo podérsela llevar consigo. Y si por ventura la Fortuna le fuese
tan adversa que el rey, por la fuerza, la retuviera, se quedase Juan con el tesoro y no
perdiese de un golpe, al tesoro y a ella.
Pasaron unos pocos días, durante los cuales Cámar tuvo la oportunidad de ver a
su Juan y aquella visión le servía de soberana consolación. Por lo que un día, afinando
un momento en que nadie les viera, llamó a Juan; y, una vez allí, le espetó:
-Juan, en el recodo del huerto, delante del principal melocotonero, mi padre, que ha
perdido la vida por ti, había enterrado todo su tesoro en algunas vasijas: encontrarás en
la pared tres rayas de almagre; ahí mismo, al pie, están esas vasijas. Y esto no lo sabe
absolutamente nadie, excepto yo. Ruego que negocies tu libertad y que te pongas en
camino hacia tu tierra; yo he muerto por ti, pues piensa que no me levantaré viva de este
lecho y, si me hacen levantar a la fuerza, mi vida no tendrá mucha duración.
¡Ah, homicida de la persona que más te ama en este mundo, por quien he matado
a mi padre y robado su hacienda; por quien he vertido la propia sangre y expido mi alma
al otro mundo! Te ruego que si alienta y tiene sede en ti algún espíritu piadoso, después
de muerta, te acuerdes de mí; porque mi alma, libre de esta cárcel se te aparecerá
dondequiera que estés. Y si pudieses llevar mis huesos a tu tierra, contigo, no desearía
otro paraíso; y así te ruego que lo hagas.
Respondió Juan:
-Cámar, conserva ese dinero para ti e intenta esforzarte; porque yo no quiero dejar de
ser cautivo, sino vivir y morir como cautivo tuyo. ¡Que Dios no me deje vivir tanto que
pueda conseguir la libertad y salir de tu potestad! Ni quiero regresar a mi tierra, porque
has de saber que, aunque volviese allá y me llevase todo el tesoro real, tendría peor vida
que aquí. O sea que en este huerto me encontrarás cautivo tuyo mientras viva; sólo la
muerte me sustraerá de tu dominio.
No alguna consolación, sino muy grande, supuso para Cámar el oír las palabras
de Juan. Y si no hubiera estado segura de que el rey la reclamaría, en aquel instante se
hubiera levantado de la cama, creyendo que las palabras de Juan se referían a ella. Pero
estaba muy alejada de la realidad, porque Juan tenía todas sus miras puestas en otra
parte, y pasaba un mal trago por la opinión que Cámar se había forjado. Cámar, a éstas,
le dijo:
-Juan, arréglame esta venda que se me ha aflojado, pues temo que se me caiga el
ungüento y quizás me podría ser perjudicial.
Juan se acercó y Cámar, en un abrir y cerrar de ojos, le echó los brazos al cuello
y adhirió su boca a la de Juan; y cuando Juan, con la mayor suavidad que pudo, se
deshizo de ella, dijo:
-¡Oh día bendito, oh santa hora, en la que yo he conseguido tan ansiado placer! ¡Oh rey,
maldita sea tu vida, y cómo me haces perder la mía!
-Juan, te ruego que te dignes visitarme y, dado que yo te he robado un beso forzado,
como don y gracia te pido que me des otro por ti mismo.
Cámar respondió:
-He tenido un poco de frío, pero ahora creo que me sube la fiebre, pues me siento muy
trastornada.
-Hija mía –dijo la madre-, no tengas miedo, que no será nada; te habrás resfriado un
poco o te habrá sentado mal cualquier cosilla en el vientre; pero no será nada malo.
Piense todo el que haya estado enamorado cuán plácidos son esos pensamientos
y cuán dulce es esa soledad. Cámar contempló en su imaginación a Juan, repasó los
abrazos y besos tan dulces y tan sabrosos, de modo que todos los placeres que en todo el
tiempo anterior había tenido le parecieron desagradables sinsabores en comparación con
éstos; y dijo:
-¡Ay amor, amor! Qué agradable es tu esperanza y qué gratas las flores de tu amoroso
fruto!
-¿De qué me aprovecha el bien que me haces durmiendo contigo si siempre me tienes
cargado de hierros, y mi compañero ni yo no podemos tener ni un día de libertad? Te
ruego que al menos accedas a desencadenarnos y a darnos buena comida; y te
serviremos de por vida. Hace ya siete años que somos tuyos; no conocemos ni deseamos
conocer a otro señor. Has comprobado nuestra lealtad y nuestra confianza; así, al cabo
de tanto tiempo, esperamos obtener esta gracia, que para ti es algo insignificante, pero
para nosotros supone mucho.
Fátima contestó que le parecía bien; enseguida, hizo venir a un herrero que les
quitara los hierros y les mejoró las condiciones de vida -la cual se había resentido desde
que Cámar estaba encamada-. No obstante, siempre dormían en el huerto, cosa que les
satisfacía mucho; allí buscaron lo que Cámar había dicho a Juan y lo hallaron. Y
sacaron en conclusión que, de serles posible trasladarlos a tierras cristianas, con
aquellos doblones Curial podría volver a mejor estado que jamás hubiera alcanzado. Los
cautivos se alegraron mucho; así y todo, servían y trabajaban mejor que nunca, por lo
que eran muy estimados y complacidos de muchas maneras.
La casa de Fárax era la más rica de todo Libia, y quizás de África, porque los
antepasados de Fárax y su padre fueron tesoreros de muchos reyes y reunieron muy
grandes tesoros; de modo que su tesoro era incalculable. Y siempre fueron muy
ambiciosos y extremadamente avaros, de corazón tan miserable que les dolía gastar un
céntimo; no cesaban de comerciar y enriquecerse, a la par que crecían en codicia y
avaricia.
El rey, que estaba tan enamorado de Cámar que no la podía olvidar, hizo llamar
a Yunes y le dijo:
-Señor –respondió Yunes-, no puede mejorar con nada del mundo; a fe mía, creo que,
sin saber cómo, se os escapará de las manos y se irá al otro mundo.
-¿Cómo puede ser? –dijo el rey-. Mi médico me ha dicho que su herida está ya muy
bien cicatrizada.
-Es cierto –dijo Yunes-, pero no come nada; ni duerme. No hace más que llorar y su
debilidad ha llegado ya a tal extremo que se ha quedado en los huesos. No puedo
imaginar que se cure nunca; y, si lo consigue, a mi entender, pasará mucho tiempo antes
de que vuelva a la normalidad.
Preguntó el rey:
Respondió:
Replicó el rey:
-Es cierto –dijo el rey-, pero me gustaría mucho saber quién se lo ha dicho.
Replicó Yunes:
Yunes contestó que él se esforzaría tanto como pudiera. Por esos días, los
cautivos iban los viernes a Túnez, donde entablaban amistades; y, por casualidad,
confiaron en un genovés muy famoso, llamado Andrea de Nigro, y le entregaron mil
doblones, rogándole que los quisiera guardar a fin de procurar redimirse y acabar con la
cautividad. Berenguer conocía a algunos mercaderes catalanes y, entre otros, habló con
uno que se llamaba Don Jaime Perpunter -muy buen hombre y de gran honestidad,
natural de Solsona pero que tenía casa en Barcelona- y le dijo que estaban cautivos él y
un caballero que estaba con él, y que contaban con fondos para ser redimidos; y le
dieron otras mil doblas, rogándole encarecidamente que las guardase, porque ellos
esperaban dejar de ser cautivos pronto y que, en cuanto fuesen libres, con eso suyo se
podrían socorrer.
Cuando tuvieron todo el tesoro en casa del mercader, los cautivos se sintieron
muy relajados, pero su trabajo en el huerto nunca fallaba, sino que trabajaban mejor y
más eficientemente que antes; a la vez que se les trataba mejor que en tiempos pasados.
Ya empezaban a cantar y a alegrarse, confiando en que no iban a seguir mucho más
tiempo en cautividad, y que eran ricos y con buenas perspectivas. Tanta era su dicha que
Juan, cuyo nombre era Curial, pensando en Güelfa, en su exilio del marquesado de
Monferrato y en las palabras que Güelfa le había dicho –que si no se lo pedía la corte
del Puy y todos los buenos enamorados, no le perdonaría-, como era un gran trovador,
compuso una canción que decía: “Al igual que el elefante...”24
Muerte de Cámar
Durante ese tiempo Cámar se curó de la herida, pero se quedó tan flaca y tan
deteriorada que parecía un alma en pena, y no podían conseguir que comiera. Por lo que
el rey, al cabo de algunos días, esperando que mejoraría, ordenó que la llevasen a la
ciudad y la levantaron de la cama; pero ella se hizo colocar cerca de una ventana muy
alta que daba al huerto. Y tras estar mucho rato allí mirando a Juan, que cavaba, su
madre le suplicaba que comiera un poco para poder llevarla en andas a la ciudad y
llamaron a los cautivos para que preparasen las andas; la desgraciada doncella pidió que
se las arreglasen y pusieran a punto en el vergel, junto al muro y delante de la ventana,
24
En el original, en provenzal: “Atressí com l’aurifany”, primer verso de una composición de Rigaut de
Berbezilh.
para poder verlo ella. Pero, como ellos no lo hacían al gusto de la madre, Fátima se
apresuró a bajar para ponerlas con más primor.
-¡Oh nieta de Abante, rey de Tiro y Sidonia, sobrina de Acrisio, rey de los argivos e hija
de Belo, rey de muchos reinos! Tú, que juraste sobre las cenizas de los huesos de
Siqueo guardar lealtad a tu marido después de su muerte, y más tarde, huyendo por
temor a Pigmalión, tu hermano, faltaste a la promesa a las reales cenizas por el nuevo
amor que se gestó en ti contra todo lo racional. Yo me avergüenzo de haber nacido en tu
Cartago, a causa de la inconstancia que Virgilio escribe de ti; y si no hubiera habido una
segunda etapa -esto es, que con la muerte reparaste tu gran error, a fin de que no fueses
llamada falaz por dos veces-, no me consideraría tuya ni quisiera tildarme de enamorada
cartaginesa.
Yo, Cámar, hija tuya, siguiendo las segundas pisadas de tu encendido furor, iré a
los reinos ignotos para servirte, pues no es razonable que reina tan preclara vaya sola
entre almas nacidas de sangre noble. Sé que hace muchos centenares de años que tú
esperas a alguna vasalla tuya que ose emprender el camino que tú, intrépida, tomaste
para seguir la claridad del que resplandeció dentro de tu corazón. Es cierto que no te
costó excesivamente morir por amor, puesto que el decidir morir y la muerte se dieron
al mismo tiempo, de modo que la decisión no precedió a la ejecución. Más aún, si tu
determinaste morir por un hombre digno de tu amor, semejante e igual a ti, no es
ninguna maravilla especial, máxime cuando él te abandonaba y no quería seguir en tu
compañía; por eso, como persona desesperada, a quien desaparece toda esperanza,
determinaste morir sin pensarlo, porque tu furor fue tal que, sin saber lo que hacías, te
diste la muerte. Por eso no se te debe contar como virtud, pues solamente no quisiste oír
aquella tan horrible palabra de repudiada, y sólo esto justifica tu rigor criminal. Pero yo,
castigada y combatida por aquellas ideas malsanas que separaron a tu alma dolorida de
tu carne en llanto, te invoco y te ruego que recibas mi alma, que va a servirte, no debido
a un repentino arrebato, sino a larga y madura deliberación, meditada por mí durante
muchos días.
Me consta que Artemisia lloró como yo, pero llorando venció, y Madreselva, su
adversaria, murió de dolor en la cárcel. ¡Ay, esta mía no es la obra de Aracne, que por la
diosa Palas fue reducida a la nada, sino que será muerte muy amarga y cruel; pero
pondrá fin a todos mis males! Y así, reina y señora mía muy querida, no creas que voy
hacia ti por deseo de verte, que, si pudiese evitarlo, aquí, con un esclavo mío me
quedaría a vivir para siempre; mas, dado que esto me es impedido, antes prefiero ir
contigo que faltar a la fe que le he entregado dentro de mi corazón. Por ello, Juan,
prepárame tus brazos y haz de ellos el lecho donde muera. Recíbeme, señor, que voy
hacia ti; soy cristiana y me llamo Juana. Encomienda a tu Dios mi alma, y mi cuerpo en
tu tierra tenga sepultura.
Respondió Juan:
-No, señor, pues yo, en cuanto tuve las andas preparadas, me fui otra vez a cavar; y, a
las voces de los que gritaban, volví la cabeza y la vi caer en el vacío, girando por el aire,
ventana abajo. Corrí a socorrerla, pero no llegué a tiempo; antes de llegar yo, ya había
muerto.
Estaba cerca del rey un embajador del rey de Aragón, caballero muy noble y
valeroso, llamado Ramón Folch de Cardona, a quien el rey honraba y agasajaba mucho;
y, al ver al cautivo con el cuerpo más esbelto que a su parecer hubiera visto nunca antes
en otro hombre, lo miró fijamente y quedó seducido al extremo por él. El rey estaba
furiosísimo y mandó que fuesen echados a los leones inmediatamente el cautivo y
Cámar. Don Ramón Folch dijo:
El embajador dijo:
-No moriréis, por cierto, o yo moriré con vos hoy mismo –dijo el embajador-.
Curial preguntó:
-Yo soy un caballero –dijo él- del rey de Aragón. Y soy amigo vuestro, aunque no os
hubiera visto antes.
-Ale, ale, sigamos, y veréis el león más hermoso y más bravo que se pueda ver.
Respondió el embajador:
Dijo el embajador:
Y mientras estaban porfiando sobre esto, el rey iba a ordenar que sacasen al
cautivo del corral; pero entretanto salió el león y, al verlo, Don Ramón Folch quiso
saltar abajo, aunque el rey lo retuvo con un gran esfuerzo. El cautivo, al ver al león,
apoyó sus hombros, de espaldas, contra el poste donde Cámar estaba atada, para que el
león no se acercase a ella. El león no fue directo contra él sino hacia otra parte del
corral, pero no dejaba de mirarlo. Curial dijo en lengua árabe:
-Cámar, según dicen aquí, vos moristeis por mí y yo, a fin de recompensaros como
pueda por ello, os aseguro que moriré antes de que el león se os acerque.
El rey, al ver al león muerto, creyó morirse de irritación, y mandó que sacasen
otro. El embajador dijo al rey que esto era inhumano y que le suplicaba que le
concediese la gracia del cautivo. El rey no estaba predispuesto a dárselo, por lo que un
caballero de España -que se llamaba Don Enrique de Castilla, y tenía mil rocines de los
cristianos y otras prebendas del rey- suplicó al rey que concediese esa gracia a Don
Ramón Folch. Por lo cual el rey, indeciso no sólo en hechos sino también en dichos,
dijo:
-Miradlo: yo he mandado sacar otro león; si vence a éste, que sea libre y os lo lleváis.
Don Ramón Folch sufría por saltar al corral. Don Enrique le dijo:
El rey les exigió y ordenó que no se moviesen y los retuvo con gran esfuerzo,
porque el uno por el otro, por pundonor, hubieran pasado por aquel peligro. El león ya
había salido; Juan, que ya había extraído la espada del otro león, miró al segundo de
hito en hito. El león se va derecho hacia él; pero lo mismo o peor hizo con el segundo
que con el primero. Los dos caballeros entran corriendo en el corral. Don Ramón Folch
se quitó un manto muy rico y se lo echó encima al cautivo. Curial, inmediatamente, se
lo quitó y se lo puso por encima a Cámar, cubriendo con él sus carnes desnudas; e
hincando la rodilla ante ella, dijo llorando:
-Ahora, vete. En honor de estos caballeros, que han intercedido por ti, te dejo libre;
desde hoy, ves donde quieras, pero no te quedes en mi reino más de dos meses.
Curial y los caballeros se lo agradecieron mucho. Curial pidió el cuerpo de
Cámar y le fue otorgado por el rey; así, lo sacaron del corral y fue trasladado muy
respetuosamente a casa del embajador. Una vez bien embalsamado y tratado con mirra y
todas las substancias pertinentes, se depositó en una caja muy rica; después, fue llevado
a tierra cristiana, donde fue sepultado con honor. El embajador comentó:
-Curial, yo tenía el mayor interés del mundo por conoceros y os juro que he deseado
vuestra compañía más que la de cualquier otro caballero. Alabado sea Dios, que me ha
permitido encontraros; yo me llamo Ramón Folch de Cardona y, mientras viva, me
tenéis dispuesto a vuestro placer y honor. Tengo aquí dinero, con el que podréis
reponeros, no según solíais ni según exige vuestro honor, pero os servirá para arreglaros
un poco.
-Señor, yo no quiero por el momento salir de la pobreza en que estoy; y por nada del
mundo cogería nada.
Entonces Galcerán le respondió que él por nada del mundo dejaría a Curial en
aquel estado, porque sabía bien que querría presentarse a los suyos como cautivo; pero
que, después, podría ser que, Dios mediante, la iría a ver.
Fue grande la alegría que tuvo el embajador al haber encontrado a aquel pariente
y también le supuso mucho honor (sabed que de ese linaje de Mediona han salido todos
los de la casa de Pallars y que ellos eran origen y principio de toda la familia); y le
preguntó la causa de no haberle querido aceptar Curial el dinero, ni las ropas ni nada de
lo que le quería dar. Galcerán contestó que se imaginaba que quería volver a su país
como cautivo y que no quería ser conocido de ninguna de las maneras.
-Pero vos –dijo el embajador-, entiendo que no vais a ir así, para vergüenza mía y de
todos cuantos parientes y amigos tenéis.
-Señor, vos nos habéis hecho un gran favor y mucho honor al liberarnos de la
cautividad; y a mí me habéis salvado la vida, la cual, de no ser por vos, ya se me habría
acabado. Yo ruego a Dios que os lo pague, porque yo no puedo; quiera Dios que yo
pueda hacer en honor vuestro alguna cosa por la que me vea libre de la deuda que he
contraído para con vos. Y disculpadnos, que queremos irnos a casa de un mercader
amigo nuestro; porque yendo con vos nos reconocerían, cosa que me depararía peor
suerte que la que tuve al caer cautivo.
Y así, tras muchos ofrecimientos entre una y otra parte, yéndose de aquel lugar,
se dirigieron a casa del mercader. Don Ramón Folch se quedó muy contento por haber
librado de la cautividad a Curial y a Galcerán, de modo que pensó que obtendría mucho
honor dondequiera que se supiera; pero, a pesar del gran prurito de ese honor, él no
debía revelarlo por nada del mundo.
Asimismo los cautivos estaban muy alegres por la libertad que habían
conseguido; pero Curial, por otro lado, estaba taciturno por la muerte de Cámar. Se
hospedaban en casa del mercader catalán y con él pergeñaban cómo podrían salir de
Túnez, pidiéndole consejo sobre cómo y de qué modo se podrían llevar los doblones
que tenían. El mercader explicó que el embajador se había anticipado y que, en una
galera suya, grande y que tenía muy bien armada, podrían irse con él hasta Ibiza, donde
había un gran carguero que llevaba sal; y que esta nave pertenecía a genoveses. Y que el
embajador era caballero tan elegante que, si ellos se lo solicitaban, les haría embarcar en
la nave sin peligro; y, de allí, podrían ir a Génova y, después, a su tierra. Y así se hizo,
de modo que su caudal se llevó a la galera. Pero Andrea di Nigro negó el adelanto de los
mil doblones, afirmando, con juramento, que no conocía a tales cautivos ni había
recibido tal suma como adelanto.
La galera no zarpaba porque el embajador no podía marcharse; por lo que el
mismo embajador mandó al patrón de la galera que, mientras él solucionaba sus
asuntos, llevase a los dos cautivos con sus cosas a Génova. Así, se hicieron a la mar y,
navegando, en pocos días llegaron a Génova. Y el patrón de la galera tenía allí un
pariente mercader -hombre muy prudente, industrioso, de fiar y de muchas cualidades-,
que, aunque era de Barcelona, tenía casa en Génova y trataba con muchos mercaderes
de Barcelona. El patrón, que había reparado en la deferencia que Ramón Folch tenía con
los cautivos, y advertido de que uno de ellos era Galcerán de Mediona, los encomendó
mucho al mercader, avisándole de que uno de ellos era Galcerán de Mediona. El
mercader, muy contento, se ofreció generosamente a ellos, por lo que ellos sacaron sus
pertenencias de la galera y, muy en secreto, las guardaron en casa del mercader; y,
habiendo pagado por la travesía amplia y espléndidamente, la galera partió y ellos se
quedaron ahí descansando durante unos días.
Cuando los dos cautivos estuvieron delante de ella, se les mandó que cantaran; y
ellos empezaron a cantar la canción del elefante. Güelfa, que oyó esta canción, se
extrañó mucho y mandó que la volviesen a cantar; y así lo hicieron. Y si no fuese
porque estaba convencida de que Curial había muerto, por ventura hubiera pensado que
era uno de ellos; pero la certificación que le habían dado no le permitía creer ni siquiera
sospechar que fuera él. Aunque siempre recordaba a Curial y lo que le había dicho
cuando lo expulsó: que si la corte del Puy y los leales enamorados no se lo rogaban,
nunca le perdonaría. Y enseguida se echó a llorar. Y mandó a Melchor que se llevase a
los cautivos a su casa, les diese de comer, les vistiese decentemente y les diese limosna,
a fin de que Dios tuviese piedad del alma de aquel que había muerto en cautividad.
Por lo que Melchor de Pando se los llevó a su casa y les dió de comer. E intentó
vestirlos; pero Curial no aceptó que le diesen ropa, alegando que primero tenían que ir a
Santa María del Puy y que, quizás, después de haber ido allí, regresarían y aceptarían lo
que por ventura les quisieran dar. Melchor volvió a Güelfa y le contó que aquellos
cautivos no habían querido coger ropas ni ninguna otra cosa; y que les había preguntado
si sabían algo de Curial y que le habían contestado que no. Güelfa volvió a disponer que
les hiciesen venir; y una vez allí les mandó que volviesen a cantar aquella canción. Y,
así, la cantaron.
Después de haberla cantado, Güelfa llamó a Curial y le preguntó de dónde era y
cómo se llamaba; respondió que de Normandía y se llamaba Juan. Todo el rato hablaba
francés; y la barba, que le llegaba casi hasta la cintura, y el camuflaje terrible, todas esas
cosas impedían que Güelfa pudiese reconocer a Curial. Pero le mandó que le recitase la
canción, con la letra, sin cantar; y de inmediato, él lo hizo. Y cuando ella la oyó le
preguntó quién había escrito esa canción. Él contestó que no lo sabía, que la había
aprendido de unos mercaderes en Túnez.
El cautivo respondió:
Contestó:
-Debo saberlo, porque por vuestra ira he estado siete años en cautividad.
Y empezó a hablar en lengua lombarda. Entonces ella lo miró y, por las líneas de
la cara, lo reconoció; y le dijo:
Respondió él:
-Marchaos, marchaos –dijo ella- a casa de quien os hospeda y no volváis por aquí.
-Preguntádselo, que él os lo dirá. Pues tenéis otro huésped del que os pensáis.
-Id, id a vuestra casa, que allí encontraréis a vuestro falso amigo Curial.
-Amiga mía, yo estoy muy contenta por saber que está vivo y me disgustan los
percances que ha pasado. Y estoy segura de que, si yo le oyera, con razón o sin ella,
sabría encubrir muy bien todos sus yerros; mas no quiera Dios que yo le vea ni oiga
más. Me pesa mucho lo que ha ocurrido; aunque mi conciencia no se ve vulnerada,
porque ha sido un accidente.
Abadesa. ¿Adónde lo enviáis? ¿Dónde queréis que vaya? Asignadle un lugar donde os
agrade que viva.
Güelfa. Que vaya donde quiera. El mundo es grande y ancho, y bien cabrá ahora, así
como hasta ahora ha cabido.
Güelfa. Le mandaba mientras lo tenía por mío; ahora no lo tendría, porque no tengo
motivo para hacerlo.
Abadesa. Yo os digo, señora, que él es vuestro, y lo será mientras viva. Bien lo atestigua
la desventurada Cámar, que, despreciando a un rey por él, perdió la vida.
Güelfa. Muy mal empleó su muerte, ya que se mató por un hombre cruel e ingrato; y si
lo hubiera conocido tan bien como yo, habría conservado mejor su vida.
Abadesa. Ella murió verdaderamente por el hombre más leal del mundo, y, a pesar de
ser él la causa de su muerte, está limpio de culpa, pues no podía complacerla a ella y
guardar la fe que os había prometido a vos.
Güelfa. ¡Ay de mí! ¡Eso faltaba, que me cargaran el alma de aquella mora loca! ¡Ojalá
estuviese viva y a Curial le fuera bien con ella!
Abadesa. Puesto que es así, que queréis que se vaya, tened algo de compasión para que
no se vea obligado a pedir limosna de puerta en puerta. Dadle con lo que se pueda ir de
aquí y se sitúe en una situación razonable, hasta que Dios quiera que su mala suerte se
acabe; que, a fe mía, no creo que nadie haya nacido en el mundo con tan mala estrella
como él.
Güelfa (suspiró y dijo): No he tenido peor suerte yo con él, que él conmigo. Y nada más
sobre esto. Marchaos. Que Melchor le dé lo que precise para situarse manteniendo unas
veinte caballerías, y que lo sostenga así; que le dé las joyas y ropa que dejó empeñadas
cuando se marchó. ¡Que se vaya, en nombre de Dios, y se busque la vida! Y que no
espere de mí el perdón, sino que, según lo estipulado, tenga la boca callada y no me
escriba ni se ocupe de mí; porque yo de veras que lo he aborrecido del todo y cuanto
más me habláis de él, peor califico sus hechos.
Visión de Curial
Aquel dios al que los gentiles llamaban dios de ciencia, esto es, Baco, hijo de
Semele, que residía en palacios grandes y muy lujosos, guarnecidos con pámpanos y
con ingente número de racimos, acompañado de innumerables personas, se mostró a
Curial en la manera y orden siguiente.
Estaban delante de aquel dios, pero al lado izquierdo, una reina –joven y moza
por su cara, con una corona en la cabeza de poco valor- rodeada de muchísimos
muchachos, que leían o lloraban; esta reina tenía en las manos unos latiguillos y en la
otra, un mendrugo de pan. Delante de ella había cuatro doncellas muy bellas, los
nombres propios de las cuales figuraban bordados en sus pechos; por estas letras Curial
supo el nombre de cada una, esto es: Ortografía, Etimología, Sintaxis y Prosodia.
Detrás de ésta, algo más cerca ya de Baco, había otra reina con la cara muy
afilada y no podía estarse quieta; y tenía dos serpientes -es decir, una en cada mano-,
que continuamente querían morderse, y de hecho se hubieran mordido si la reina no
separara las manos de modo que no se podían dar alcance, y movían las lenguas con
tanta velocidad que parecía que cada una tuviera siete lenguas. Delante de ella había tres
doncellas, asimismo con sus nombres bordados en los pechos; esto es: Probable,
Demostrativa y Sofística. Inmediatamente, junto a ésta, había otra reina, vestida de
colorines, pero muy lujosamente ataviada y estaba cantando tan alegremente que era
digno de admiración; llevaba en la mano una pauta musical escrita y anotada, que
miraba de continuo y que corregía con una pluma. Y había delante de ella tres doncellas
muy bellas, las cuales, de acuerdo con las letras de sus pechos, se llamaban Judicial,
Demostrativa y Deliberativa. Continuando y cerca de ésta, más próxima todavía a Baco,
había otra reina que tenía ante sí una mesa blanca. Y delante de ella había dos doncellas
que la servían y, según las letras de sus pechos, se llamaban Par e Impar.
Tras ésta, más cerca aún de Baco, había otra reina que tenía un librito en una
mano y en la otra un compás; delante suyo tenía tres doncellas, llamadas, según los
carteles de sus pechos, Altimetría, Planimetría y Subeumetría. Después de ésta, más
cerca todavía de Baco, había otra reina que tocaba unos órganos y cantaba con tanta
dulzura melódica que yo no creo que mejor sonido ni mejor canto haya habido jamás, ni
haya ahora ni pueda haber de ahora en adelante. Tenía ante sí tres doncellas, las cuales
cantando a diversas voces concordaban con ella y, efectivamente, si los ángeles
cantasen delante del Salvador, no podrían mostrar mayor dulzura; los nombres de las
doncellas, según sus carteles, eran: Viento de Órgano, Voz Armónica, Pulso Rítmico.
La séptima y última reina, y la que estaba más cerca de dicho dios, tenía una esfera en la
mano y un cuadrante en los pechos, y, manteniendo la mano en alto, miraba a la esfera;
tenía la vista tan ágil que penetraba y traspasaba los cielos. Y tenía delante a dos
doncellas, llamadas Movimiento y Efecto.
Detrás de aquel dios había tal gentío y de tan diversas partes y de tan extrañas
tierras que si no fuese porque todos hablaban latín, nunca se habrían entendido. Estaban
sentados al pie de la primera reina Prisciano, Uguicio, Papias, Catolicón, Isidoro,
Alejandro y muchos otros. Igualmente, todas las otras diosas tenían muchos imitadores
y una abundante multitud de servidores; los cuales, en virtud de la brevedad dejaré de
citar.
Pero cuando Curial distinguió cerca de la última diosa a Hércules -hijo de Júpiter
y de Alcmena, el cual mientras vivió fue el más fuerte y más sabio del mundo-, y lo vió
vestido con la piel del león, con una cara terrible, tuvo un miedo enorme; nunca había
sentido miedo, salvo de Héctor, hijo de Príamo, y ahora lo sintió ante éste. Pero él se
acercó a Baco, el cual lo sujetó; enseguida, Curial, hincándose de rodillas, le hizo muy
gran reverencia, ofreciéndosele como servidor.
-Curial, tú has recibido por mí honores y muchas ayudas en el mundo, por mí has oído
lo que es razón y recto juicio, y te fui muy favorable en tus estudios; y, viendo tu
disposición, quise habitar en ti e hice que estas siete diosas que aquí ves te acompañasen
y te graduasen cada una en su dignidad. Y mientras tú las amaste, no dejaron de
acompañarte. Pero ahora, en verdad, las has arrojado fuera de tu casa de un modo
reprobable y, olvidándolas, les has dado la espalda, dura e ingratamente, entregando tu
vida a cosas lascivas y que no te son propias. Y viviendo viciosamente te has hecho
sepulcro podrido y lleno de corrupción. Y tú, que resplandecías en el mundo, tanto por
caballería como por ciencia, ahora eres difamado aquí, donde te conocen por primera
vez; y lo serías aún mucho más, si no vuelves a la vida anterior.
Ya se extendía por todas partes la fama de que Curial había vuelto, porque
muchos que lo habían visto -fuera en Santa María del Puy o en otros sitios del reino de
Francia- lo difundían por todos los rincones. Por lo que, llegando a los oídos del
marqués, se mostró muy complacido y sin resquemor alguno le cayó muy gratamente. Y
yendo a su hermana, creyendo que ella no lo sabía, le dijo que Curial había aparecido;
de lo cual ella se rió mucho diciendo:
25
En el original, en latín: “Vilescunt temporalia cum considerantur eterna”.
-¡Pobre de mí! ¿Cómo puede ser? ¡Hace siete años que dicen que ha muerto! ¡Este
milagro es mayor que la resurrección de Lázaro, porque aquél fue resucitado cuatro días
después de morir, y éste a los siete años! Ahora sí que puedo deciros que no oí nunca
tamaño milagro.
Respondió el marqués:
-Por lo que veo él no murió sino que fue cautivo en tierra de moros; Dios le ha ayudado
y se ha salido, según veo, con honor. Y válgame Dios que hubiera sido una gran pérdida
que un caballero así se perdiese de esa manera; y yo me reprocho el no haber hecho
alguna diligencia para buscarlo o redimirlo, porque bien se lo debía.
Respondió Güelfa:
-Yo no. Me basta saber que le va bien, según decís, y por ese escudero lo sabremos con
mayor veracidad.
Y después de haber entregado las cartas, hablaba de Curial con tanto afecto que
es indecible, de lo cual todos se quedaban contentos, excepto los dos ancianos, que
todavía no podían soportar que aquel escudero hablase tan bien de Curial y,
murmurando por lugares recovecos, decían que mentía. Pero el escudero, ignorándolo,
insistía continuamente; por lo que Güelfa sentía en su corazón un alegría muy grande y,
a pesar de que ella no hacía preguntas al escudero, experimentaba mucho placer en oírlo
y estaba desesperada por la murmuración de los ancianos. Pero ellos, creyendo que lo
había aborrecido, decían de él todo el mal que podían. Güelfa se reía, pero ciertamente
no lo hacía a gusto; ni tampoco les beneficiaba, sino que cada día los alejaba un poco
más de ella.
-¡Oh celestial margarita, oh muy brillante Diana! ¡Oh Lucifer, tú que te adelantas al sol
y anuncias a la gente la llegada del día! ¡Oh Héspero, tú que te pones en el reino de
Hesperia, y para algunos te pones demasiado tarde y para otros demasiado pronto, según
sus necesidades! Heme aquí, arrepentida de lo que, en términos furiosos, dije contra ti y
tu excelso hijo. Mírame bien, desvía hacia mí esa mirada tuya piadosa y que sea vista
por ti con la benignidad y mansedumbre con que fue mirado el violador de la boca, a
quien se le respondió: “Si matamos a los que nos aman, ¿qué haremos con aquellos a los
que tenemos un odio cerval?”26
Yo, devota tuya, te pido mil veces perdón y te suplico que no quieras ejercer
conmigo la cruel resolución de las Parcas, sino que te dignes comportarte
misericordiosamente conmigo. Tú sueles perdonar a los que no te piden perdón, así
pues, ¿cómo me lo negarás a mí, que te lo pido de rodillas? Yo confieso tu divinidad y
estoy segura de que no hay nadie en el mundo que pueda apelar a tu sentencia, sino que,
quieran o no, tienen que hacer en todo lo que tú ordenas. Y es tanto tu poder que abarcas
todo el mundo en un segundo, y entras en todos los corazones de las gentes y les
induces a cumplir tus mandamientos a la fuerza. Digo inducción porque tu fuerza agrada
a todos para quienes se ha hecho; y, si algunos hablan mal de ti, es porque tu hijo no los
ha herido con su flecha de oro, sino que los aborrece y no los acoge en tus reales
palacios.
Yo, malhechora y persecutora de los buenos, que no pienso lo que hago ni tengo
contemplaciones con nadie, ni atiendo a ruegos, ni tengo espíritu compasivo sino sólo
voluntad -que uso como me viene en gana-, cansada de perseguir a un caballero muy
valiente, quiero virar mi rueda; y así como lo he tenido postrado y bajo mis pies, lo
quiero elevar ahora al grado más alto de mi esfera. Y así lo he empezado a hacer.
Y te quiero rogar y te ruego que tú ruegues asimismo a tu hijo para que con su
flecha de oro hiera a la señora de Milán en la parte más alta de su corazón, y la inflame
con tal fuerza que no halle lugar donde poder reposar, desee a este caballero y, aún en
contra sus intereses, busque cómo poderlo conseguir; que un día en esperarlo se la haga
un año y que ruegue a quienes la solían rogar por él y ella apenas quería oír; que le
alarguen el tiempo y le apliquen a ella lo mismo que ella ha aplicado a otros; y se entere
de que los votos y promesas que ha hecho ofendiendo a tu divina jurisdicción, sin
permiso tuyo, no se pueden mantener sino en cuanto a ti te plazca.
Y esperando la respuesta, se calló. No tardó mucho en salir del templo una voz
suave y muy dulce, que dijo:
26
Anécdota de Factorum et dictorum memorabilium de Valerio Máximo (V.1.2.).
-Muy querida amiga mía, yo he oído tu oración; se hará lo que pides.
Y como tenemos poco tiempo, iré directamente al grano, pues del ritual de estas
batallas ya hemos tratado bastante anteriormente. El campo se había alisado y se hizo
una liza (no tan solemne como en Francia, pues, en mi opinión, en Inglaterra en aquel
tiempo no se hacían tan grandes ceremonias porque dos caballeros luchasen). Curial se
enteró de que Guillermo había hablado y hablaba de él muy incorrectamente; y de que,
sin dejar de ofenderlo, con palabras insultantes y al margen de todas las reglas de la
caballería, le amenazaba con matarlo en el campo y se paseaba con ínsulas,
presumiendo de ansiar la batalla e incluso de pelear a muerte con él antes de aquel día.
Y siempre que pasaban uno cerca del otro, Guillermo decía algunas palabras molestas
para Curial, para que Curial las oyese. Por lo que un día, cuando Curial, en el palacio
real, pasó cerca de Guillermo y Guillermo soltó palabras injuriosas contra Curial, del
tenor de otras veces, Curial se acercó a él y delante de muchas personas notables, le
dijo:
-Guillermo, si tuvierais presente que, en breve, vos y yo daremos cuenta el uno al otro
de lo que hemos dicho y hecho, no hablaríais del modo en que lo hacéis; y, que Dios me
ayude, pero las palabras que vos decís no corresponden al caballero que vos creéis ser.
Si tenéis tan gran deseo de obrar como de hablar, rogad al rey que nos quiera acortar el
plazo y sea mañana la jornada; o bien: daga tenéis y daga tengo, salgamos de la casa del
rey y ajustemos las cuentas. Si no, callad, como yo hago con vos; porque, según os he
dicho, vuestras palabras son más propias de un caballero alocado que de uno sabio.
Guillermo, no irritado sino furioso o rabioso, quiso salir fuera, pero los señores
que estaban alrededor lo retuvieron por fuerza. El rey, oído el revuelo, vino hacia
aquella zona, y quiso enterarse del hecho. Guillermo se puso de rodillas y suplicó al rey
que la batalla se hiciese el día siguiente. El rey miró a Curial a la cara. Curial no dijo
nada, pero besó la mano al rey como si ya lo hubiera otorgado. El rey se admiró y dijo:
Al día siguiente, los caballeros están en el campo de buena mañana y, hechas las
ceremonias de rigor, empiezan a avanzar el uno contra el otro. Yo os digo que mucho
aprende el necio cuando Dios le depara un maestro que le enseña; y así Guillermo
aprendió a temer, que no sabía. Porque ambos se acercan y se dan con las hachas golpes
admirables. Curial que no era fuerte sino fortísimo, junto con esto, tenía a favor que
dominaba muy bien su cuerpo y su respiración, y sabía discernir la oportunidad de la
batalla; y, cuando veía la suya, no la dejaba escapar. El otro, poco prevenido y
atolondrado, gastaba todas sus fuerzas con increíble atrevimiento y se esforzaba y
agotaba progresivamente. Curial le hería en los brazos y en las manos, hasta que el
bretón empezó a aflojar y, constreñido por el cansancio, retrocedió cuatro o cinco pasos.
Curial no lo siguió sino que permaneció en su lugar.
El bretón, cansado y agotado, se puso a descansar como quien bien lo necesita;
el otro esperaba que hiciera algún movimiento. El bretón, aunque debía incorporarse a
la batalla, reculó un poco más y alzó la visera del yelmo; por todos estos síntomas
Curial advirtió que los poderes del bretón andaban mal. El mismo dictamen hizo el rey
y todos los que contemplaban la batalla. Y cuando Curial vió que el bretón no se movía,
dijo:
-Guillermo, ¿para qué habéis venido aquí? Más bravo erais en la sala real; ahora no
tenéis quien os valga.
Por lo que Guillermo, avergonzado por tan gran improperio, bajó aprisa la visera
del yelmo, y, ansioso por morir, se dirigió con celeridad hacia Curial y lo empezó a
atacar muy enérgicamente. Curial, que estaba muy atento, dió un golpe tan fuerte con el
hacha en la mano derecha del bretón que le hizo soltar el hacha de la mano. El bretón
echó mano a la espada, pero el otro le dió tan gran golpe en la cabeza que lo dejó
alelado. El bretón, sin temer a la espada, se quiso echar sobre él y abrazarlo. Curial le
volvió a dar otro golpe en la cabeza tan fuerte que el bretón apenas se aguantó en pie.
Curial le volvió a percutir con otro golpe tan terrible que lo dejó extendido en el suelo y,
quizás ya, muerto; y aún, en el suelo, donde yacía, le asestó dos golpes tan certeros que
le hizo salir el cerebro por muchas partes de la cabeza. El bretón no se movió; Curial se
detuvo. Los fieles se acercaron y, reconociendo al caballero, lo encontraron muerto y
fueron hacia el rey.
El rey mandó que lo sacasen del campo y lo pusiesen en una iglesia que había
cerca y, dejando libre a Curial, le hizo comunicar que se fuese a su hostal, sin hacerle ni
procurarle ningún honor a causa de la victoria. Pero los que le habían acompañado al ir
hacia la plaza le acompañaron hasta que estuvo en su hostal. Curial en seguida se hizo
con un barco para poder volver; y, al día siguiente, cuando quiso despedirse del rey,
para marcharse, el monarca le hizo saber que no se encontraba bien, que se fuese en
nombre de Dios. Curial se dió cuenta que no andaban bien las cosas y, embarcando, se
hizo a la mar en secreto; y a toda vela, regresó a Francia.
Esta batalla se conoció por todo el reino de Francia y por todas las zonas
vecinas, y Curial fue tenido en mayor estima que nunca. Y el rey de Francia, que amaba
a Curial y odiaba al bretón, mostró estar muy complacido y lo publicó por doquier; y
hubiera querido que Curial fuese directamente hacia él, pues deseaba favorecerle y darle
el parabién; pero Curial se sentía tan pletórico que no pensaba en esas cosas.
Pero tuvo que cambiar la fecha porque supo que los turcos habían entrado en el
Imperio y se estaba dando una guerra mortal; y, a la batalla entre el emperador y el
sultán, que se había fijado para el día veinte de abril, irían muchos de los invitados. Por
eso, volvió a escribir que, en vez de venir a su fiesta el primer día de mayo, acudiesen el
día de santa María del próximo mes de agosto. Y así se volvió a escribir a todos que
quisieran trasladarlo a ese día; y todos respondieron estar de acuerdo.
Curial, que oyó hablar de aquella jornada o batalla que tenía que llevarse a cabo
entre el emperador y el sultán, hizo que le enviaran con toda rapidez una cantidad de los
doblones que se había traído de Túnez y, a la vez, invitó a muchos caballeros y
gentilhombres, rogándoles que tuvieran la amabilidad de participar en aquella jornada
en su compañía, por cuenta suya. Habiendo obtenido una buena y franca respuesta, en
cuanto llegó el dinero, pagó a la gente y partió hacia allí. Los caballeros y
gentilhombres, que ya estaban a punto, tomando la soldada, partieron también y se
encaminaron a la frontera donde había mayor número de turcos. Se dice que fueron los
primeros extranjeros que llegaron a aquella frontera. El emperador supo de la llegada de
Curial con mil soldados; y, consciente de que era uno de los mejores caballeros del
mundo, se alegró mucho, y le escribió, valorando debidamente su venida y ofreciéndose
mucho a él, como era de esperar.
Curial, a la vista de la manera de pelear de los turcos, que siempre luchan cuerpo
a cuerpo con los que se les enfrentan para hacer armas, promovía escaramuzas tantos
contra tantos; y algunos días intervenían tantas gentes en las escaramuzas que más bien
parecía batalla a muerte que escaramuza. Curial estuvo inspeccionando todo durante
muchos días y vió que un turco, llamado Crichim -hombre muy fuerte y corpulento,
arrojado y de gran intrepidez, capitán de todos los turcos que había en aquella frontera-,
había matado a varios cristianos en duelo, y, asimismo, era tan temido en las
escaramuzas que ya no encontraba a quien recurrir, pues todos los cristianos lo
esquivaban como si fuese una tempestad o un rayo. Tanta era su fuerza que todos los
turcos le llamaban Hércules el fuerte. Curial había observado, muchas veces y en días
distintos, que no se presentaba ningún cristiano a combatir con él, y, al cerciorarse,
sintió un gran encono y juró por san Jorge que si el turco salía otro día, él lo combatiría.
-¡Oh, caballero, amigo mío! Tú has jurado hoy combatir al turco llamado Crichim; ve
seguro a la batalla y lleva esta cruz mía en tu pecho, porque tú serás el vencedor, no sólo
de esta batalla sino de todas las otras que emprendas a requerimiento de otro. Y te ruego
que no requieras a ningún cristiano a luchar; pero si eres requerido, serás el ganador.
Llevaba el turco una capellina con la cara descubierta; Curial, un yelmo con la
cara tapada. Y sin dejar de darse grandes golpes, Curial advirtió que Crichim no llevaba
visera en la capellina, por lo que le hirió con la punta del hacha en la cara. El turco, al
verse herido, atacó a Curial con mucha fiereza, poniendo en ello toda su capacidad;
Curial comprendió que éste era el más duro y resistente caballero que hubiera
combatido jamás. Pero como le seguía dando en la cara, el turco se sintió muy
contrariado; y, como perdía mucha sangre, no se le ocurrió otra solución que, dejando la
maza, lanzarse a abrazarse con su enemigo. Mas Curial no le dió oportunidad, porque,
cuando lo vió así de contrariado, que casi no veía ni sabía qué hacerse, contraatacando,
le dió un golpe tan seco en la cabeza que lo dejó tambaleando; y lo remató con otro, tan
fuerte, que le hizo caer al suelo muerto. Curial, viendo que no se movía, se hizo atrás,
sospechando que su alma ya estaba en el reino de Plutón.
Los turcos, al ver a Crichim –que venía a ser la esperanza de todos ellos- muerto,
sintieron un dolor muy fuerte e hicieron rogar a Curial que les entregase el cuerpo de
Crichim para poderlo enterrar. Curial dijo que le parecía bien, pero que quería sus
armas. Los turcos desarmaron aquel cuerpo sin alma y, enviadas las armas a Curial,
enviaron a Crichim a su tierra, donde fue honorablemente exhumado entre el dolor
general de todos los suyos. Las armas de Crichim eran todas de cuero, con orlas de oro
y muchas perlas y pedrería, o sea que eran muy costosas.
El emperador, asimismo, supo estas noticias y tuvo el mayor placer del mundo.
Y habiéndose enterado de que Curial había dado aquella batalla se puso muy contento,
dando por seguro que aquel caballero sería el destructor de todos los turcos. Y le envió
mucho dinero, para sus gastos y los de su gente, y le hizo su gran condestable; también,
le rogó que aceptase tomar el cargo de la capitanía de aquella frontera, porque muy
pronto, o como muy tarde el día de la batalla, estaría junto a él. Y mandó que le
obedecieran absolutamente todos, cosa que ya se hacía sin el mandato del emperador.
Replicó el marqués:
-De veras, hermana mía, que estoy a punto de unirme a él, de incógnito.
Güelfa contestó que no le parecía digno que para verlo fuese tan lejos; y que él,
con el tiempo, volvería y lo vería. Entonces el marqués, sin pensárselo dos veces, dijo:
-Decididamente, hermana mía, yo iré en cualquier caso y, así, haré tres cosas: serviré a
Dios, veré a Curial y a la vez me ganaré el aprecio del emperador, que no es poca cosa.
El marqués, que evitaba que Curial le viera para no ser reconocido todavía,
observó bien a las gentes que iban con Curial y cuán contentos iban, y vió la deferencia
que en extremo le hacía el emperador, y cómo todos los reyes y príncipes, duques y
señores y grandes barones le rendían honor. Se quedó impresionado y recapacitó que él
no era nada en comparación con Curial, y menos lo sería si se presentaba ante él; no se
atrevía a decidirse. Pero el gentilhombre del marqués que había sido enviado a Angers,
a espaldas del marqués, fue a Curial y le dijo que el marqués había llegado de incógnito,
aunque traía alguna compañía y de bastante interés; no obstante, sólo se había dado a
conocer al emperador. Curial preguntó:
-Ahora –dijo Curial-, vete a él y dile que yo me he enterado de que él está aquí y que
voy a verlo inmediatamente.
Por lo que el marqués, dándose cuenta que no podía evitar el verse, se dirigió a
las tiendas de Curial. Y aunque es cierto que no deseaba más que ver a Curial y hablar
con él y no había venido para otra cosa, no quería hacerlo tan precipitadamente. Ya se
había arreglado Curial para ir a ver al marqués. Los saludos y los abrazos fueron muy
efusivos. Y los señores que estaban con Curial, a la vista de la familiaridad que Curial
tenía con el marqués, asimismo le honraron mucho, pues de otro modo no se hubieran
fijado mucho en él; de modo que, efectivamente, el marqués nunca se sintió tan bien
como aquel día. Así pues, el marqués fue más atendido y agasajado de lo que había sido
en su vida hasta ese día. Curial le rogó que no se fuese de esas tiendas y que las aceptase
como alojamiento; el marqués, tomando los ruegos de Curial como una orden, accedió.
Por lo que Curial le hizo servir espléndidamente y le cubría todo lo que gastaba de
modo suficiente y generoso. Curial contaba con muy buen servicio, disponía de músicos
y maestros de ceremonias, e invitaba a grandes señores y les obsequiaba con grandes
regalos; y éstas y otras cosas parecidas le redundaban en muy grandes honores y
favores.
El emperador, que se había enterado a medias del caso de Güelfa, al saber que el
marqués de Monferrato se alojaba en las tiendas de Curial, aunque ya le favorecía por
sus méritos, le favoreció mucho más aún y tuvo mayores atenciones para con él, y le
hizo grandes dones; de modo que el marqués estaba desconcertado e impresionado, sin
saber qué pensar; y él mismo se esforzaba todo lo que podía en decir y hacer todo lo que
a Curial podía y debía agradarle. Tantos eran los grandes señores que visitaban a Curial
que el marqués casi no tenía ocasiones de acercarse a él; pero Curial le solicitaba y se
acercaba a él, cosa que el marqués valoraba más que si le hiciera caso el emperador.
Y reunidos todos los que estaban diputados para el consejo, les explicó lo que
había visto y el talante que había manifestado el sultán. Se impresionaron todos y se
miraron unos a otros. Curial, al verlos, con voz impostada, dejando ver la nobleza de su
corazón, les dijo:
-¡Oh, excelente señor! No os vayáis a turbar por el gran número de enemigos del que os
he informado, pues vos contáis con tantas gentes y más notables que las de ellos; más
aún, en un día podríais luchar y vencer a todo el resto del mundo. Y yo os juro, ya que
vuestra señoría ha querido que yo detente el mando de esta batalla, que yo seré
vencedor; y estoy seguro de que ni ahora ni en ninguna ocasión puedo ser vencido, pues
ésta es mi suerte. Por lo que, ¡a esforzarse todos!, porque los turcos morirán y serán
aniquilados y vencidos; y yo os repartiré en breve sus despojos. Y no hay más que
hablar, sino que no malgastéis la gracia que Dios os presenta, sino que le salgáis al
camino; y si hoy queréis celebrar la fiesta de la victoria, yo os juro como caballero que
la podríais celebrar verdaderamente y no estaríais engañados.
Los gritos, gemidos y el fragor eran tan grandes que nadie se entendía. Los
turcos desplazan todos sus batallones y empiezan a azuzar de nuevo muy potentemente
sobre los cristianos; Curial asimismo mueve los suyos y recobra el terreno que
empezaban a perder los cristianos. Se pone en medio y con su invencible espada hace
cosas dignas de recuerdo; corre y recorre entre las batallas, y empapado todo él por la
sangre de los turcos, en su túnica blanca apenas se reconocía la cruz roja. Y lanza un
gran grito a los suyos, los cuales, al oír la voz de su noble y valiente capitán, aúnan
esfuerzos y se recuperan, alzan sus brazos, atacan a aquellos infieles, salen de los
cuerpos sus almas sin fe y mueren sin cuenta.
Cuando vinieron los exploradores a Curial, haciéndole relación de que todos los
turcos estaban en la batalla y no había ninguna emboscada, entonces él, que tenía
reservados para sí ocho mil hombres, que todavía no habían intervenido en la batalla, se
dirige hacia ellos y, bajo el signo de la victoria, los impele y amonesta a guerrear bien.
Estaba la batalla en el punto crítico, sin saberse hacia qué parte de la balanza se
inclinaría, cuando aquel caballero, rayo de la caballería, se infiltró entre el enemigo con
los ocho mil noveles; y allá donde ve las banderas del sultán, abriéndose paso entre la
turba con ánimo valeroso, ataca por en medio, dando un gran grito: “¡Mi señor san
Jorge! ¡Ahora es el momento de que nos enviéis vuestro socorro!”. Derriban las
banderas, pasan por encima de ellos, desgarran, descoyuntan y destrozan aquella
muchedumbre de turcos aglomerados. Veríais caer cuerpos sin almas, pies y manos
cortados volar hasta el suelo, astillarse cabezas, trocearse hígados entre chillidos y
lamentos; el estrépito de las armas y del ataque era tan descomunal que no se
distinguiría el del cielo del de la tierra.
He leído en Tito Livio la victoria que Aníbal obtuvo sobre los romanos y
después la que Escipión tuvo sobre los africanos, e igualmente la de Catilina, además de
las de Julio y Pompeyo, pero yo creo que si él hubiera tenido información de ésta, no
hubiera escrito aquéllas como superiores. Éstos no combatían contra la tiranía sino sólo
por la fe de Jesucristo, la cual ardía en los corazones de los cristianos. No se trataba aquí
solamente de los cuerpos, sino de cuerpos y almas conjuntamente, y cada uno peleaba
en defensa de su ley.
Mas, ¿qué os diré? Algunos de los que no habían osado dar golpe ni habían
entrado en la batalla en todo el día empiezan a perseguir de modo que ni con cadenas se
le hubiera podido retener; y ahora son los que más brava y cruelmente arremeten contra
los que ya no se defienden y matan a los que pidiendo misericordia se rinden de rodillas.
Todos fueron necesarios, pero, si hubiera habido más, no hubiera sido el hecho más
brillante.
Curial con muy gran diligencia hizo registrar el campo, pero el marqués no fue
hallado entre los muertos ni entre los heridos, y dedujo que los turcos lo habrían hecho
prisionero; y así fue. Por lo que, dando los pasos oportunos, pactó con unos turcos que
venían para redimir a otros suyos que liberaran al marqués. Y Curial entregó diez
grandes señores turcos a cambio de él; y así lo recobró.
Después, visto el botín y repartido a partes iguales, cada uno tomó su porción y
se la llevó muy satisfecho hasta su alojamiento. Curial, que no podía dejar lo singular de
su magnanimidad, sino que cada día la practicaba, asignó graciosamente al marqués de
Monferrato la parte que le correspondía a él, junto con la que le pertenecía por derecho;
y al llegar, se lo dió espontánea y francamente. Éste hizo vender lo que no se podía
llevar y toda su vida se alegró de la mucha riqueza y del grandísimo honor que le
hicieron muchos; y, contento a más no poder, presumiendo mucho de Curial, decía por
todas partes que Curial era el mejor caballero del mundo. Con estas noticias volvió a su
casa, a su debido tiempo. (Cabe añadir que en casa de Curial vivían hombres de más
relieve que el marqués de Monferrato y, también, que le rendían mayores honores que a
él).
Fue grande la fiesta con que todos los del Monferrato celebraron la vuelta de su
señor. Mas Güelfa escuchaba muy gustosa todos los actos de Curial y, aunque delante
de la gente los alabase muy poco, empero, guardándoselos en su corazón, con la
abadesa y con Melchor, después, los repasaba y los recordaba con mucho aprecio.
El emperador, tras obtener la victoria sobre el sultán y los demás turcos, volvió a
su tierra, y, haciendo y regalando muchos donativos a los que le habían servido, los
licenció a todos; por lo que cada cual, despidiéndose, volvió a su casa. Así, también,
Curial fue a ver al emperador para notificarle que tenía que asistir a la corte que el rey
de Francia quería celebrar con toda solemnidad en Nuestra Señora del Puy, y se
despidió. Pero el emperador, antes de darle licencia, le habló de la siguiente forma:
Y dichas estas palabras, le dijo que se fuera en nombre de Dios. Curial se fue a
su hostal y aquella tarde puso en orden todas sus cosas a fin de poder marcharse de
mañana. Todos los suyos murmuraban porque el emperador no le había dado nada y
estaban descontentos por ello, criticando al emperador. Pero éste, sin duda alguna, era el
señor más espléndido, el más generoso y liberal de todo el mundo, y tenía pensado
hacerlo muy bien. Y de mañana, antes de que partiera Curial, notaron que, a la puerta de
su posada, había mucha gente y muchas mulas y bestias cargadas; y se avisó de ello a
Curial. En seguida el camarlengo y el tesorero del emperador se presentaron a Curial y
le dijeron:
Curial lo aceptó con todo respeto, agradeciendo mucho a su muy alta señoría
este tan gran y tan precioso presente, ofreciéndose a su servicio siempre que pudiera
servirlo. Es cierto que el emperador no dejó en su casa ni en la de sus servidores, dinero,
ni vajilla o joyas de oro, ni piedras preciosas, ni perlas de valor, que no fueran enviadas
a Curial. Ante lo cual, se marchó de allí más contento de lo que se puede expresar. Y
haciéndose con muy buenos y resistentes caballos, Curial emprendió el camino a
Francia, despacito y desahogadamente, pues calculaba estar cerca de Nuestra Señora del
Puy el día quince de junio. Y empezó a solazarse por aquel país, ahora en una villa,
luego en otra, ocupado en equiparse con los aprestos y todos los pertrechos para la gran
fiesta.
Aquella plaza era muy grande, circundada por muchos palcos y bien provista de
todos los objetos necesarios; y creo que si aquel lugar se hubiera conservado siempre,
no habría que desear otro paraíso en este mundo.
Hemos dejado a Güelfa muy lejos de nuestras nuevas, pero, como la obra
presente es totalmente suya, es razonable que hagamos alguna mención de ella. Fortuna,
no olvidando lo que quería hacer con Curial, se le apareció una noche en sueños a
Güelfa. El día anterior Güelfa y la abadesa habían charlado mucho sobre el marqués,
que estaba en Alemania, y todavía no sabían nada de la batalla, si había tenido lugar o
no. Y Güelfa, muy ansiosa a causa de su hermano, y además por causa de Curial,
aunque no se atrevía a confesarlo por vergüenza, pasaba malos días y peores noches. Y
así, ella y la abadesa, encerradas en su habitación, a fuerza de mucho cavilar, cansadas
de tanto estar en vela, se echaron sobre la cama; y en cuanto se tumbaron, les asaltó un
sueño, tan extraño, que parecía que no hubieran dormido nunca. Y mientras dormían, se
les apareció la siguiente visión.
Se encontraron en una pradera muy deliciosa –de un verde muy vivo el prado-,
rodeada por una infinidad de árboles, llenos unos de flores, otros de frutas de diversas
clases y muy olorosas, de modo que les hacía el efecto de que nunca habían visto lugar
más agradable; y liberadas de todas las pasiones anteriores, sus almas sentían un alivio y
un placer tan grande que, a su parecer, no se podía hallar mayor ni tan intenso en ningún
sitio del mundo. Y mientras estaban en silencio en este paraíso, oyendo a los pájaros
–celestiales, a su entender- cantar cantos angelicales, armonizando distintas melodías,
vieron venir a una diosa muy resplandeciente, mostrando en su cara risueña una gran
alegría y unos ojos -por cuyo resplandor semejaban dos estrellas luminosas- radiantes.
Venía acompañada por caballeros y gentilhombres, en gran cantidad, e igualmente por
mujeres y doncellas, en abundante muchedumbre. Esta señora iba cubierta por un manto
de varios colores, completamente bordado por estrellas, de oro y plata.
-Amiga mía, has de saber que en tratos con esta vieja, que llevo debajo del manto, yo he
perseguido y maltratado a tu leal y valeroso Curial hasta haber estado a punto de
perderse; y si no fuera porque temí que Ántropos me lo quitase de las manos, instigada
por esta vieja, aún no le hubiera soltado. Debes saber que yo soy Fortuna, de la que
tanto hablan las gentes. He decidido devolver a Curial al estado, favor y prestigio que
tenía antes, e incluso mayor; y así lo comprobarás en breve. Porque yo he tramado con
Marte que le dé sus armas victoriosas, con las cuales él entrará en la batalla que tendrá
lugar entre el emperador y el sultán; y Marte, el día de la batalla, estará cerca de él y le
dará la lanza de Aquiles y la espada de Héctor.
-Señora, os ruego por piedad que os dignéis mostrarme a la vieja que me decís que
tenéis debajo de la falda.
-Conteneos –dijo la vieja- y callad, que yo he estado en vuestra casa durante mucho
tiempo, honorablemente mantenida, según corresponde a mi estado.
Dijo la vieja:
-En buena fe, ¿no me conocéis? Yo os hice compañía mucho tiempo, contra Laquesis, y
todavía hoy os afecta un poco mi sombra. Sabed que soy una pobre mujer, pues sirvo
sin sueldo; y me llamo Envidia.
-¡Sed pobre –dijo Güelfa- e infeliz! Y yo ruego a Dios que nunca más podáis habitar en
mi casa, ni en ninguna. Tantos males llegan a través vuestro a todas las gentes del
mundo.
-¡Vamos! –dijo la vieja-, que mientras tenga tales amigos en vuestra casa (esto es, los
dos ancianos), no temo que, dondequiera que estéis, me falte posada. Yo vivo
principalmente en casa de los grandes señores y soy venerada, no menos que si fuera
adornada con preciosas vestimentas, por gente de gran estamento.
-En verdad –reiteró Güelfa-, que, en la medida que pueda, os prohibiré la entrada por mi
puerta; y a aquellos dos huéspedes, amigos vuestros, los echaré afuera, a fin de que ni
vos ni ellos ejerzáis en mis posesiones vuestro no provechoso oficio.
-Muy querida amiga, dejad estar a los dos viejos en vuestra casa, porque, aunque se
fuesen, el que es feliz no padece por los envidiosos; y no pueden pasar peor pena que
morir en su envidioso pensamiento. ¿Y queréis darles algo peor que hacer lo contrario
de lo que desean? Y ahora, que Dios os acompañe. Quiero dejar paso a otra diosa, que, a
instancias mías, os vendrá a visitar ahora mismo.
Entonces aquella diosa, con una voz angelical, habló a Güelfa, diciendo:
-¡Oh, amiga mía muy amada! ¡Oh, ignorante y desagradecida! ¿Cómo no quieres
reconocer que entre todas las que yo he elegido a mi servicio te había preferido a ti y te
había dado en suerte a uno de los más nobles y mejores caballeros del mundo, por el
cual tú eres amada y servida? Y tú, menospreciando los dones que yo, mucho más
piadosa de ti que tú misma, te había dado graciosamente, inducida por dos falsas
lenguas de dos envidiosos, los desleales y mentirosos ancianos que tienes en tu casa, has
pronunciado votos y promesas contra toda conciencia, en desprecio de mi divina
jurisdicción, temiendo apropiarte de lo que es mío y sin permitir que tú ni otro usarais
de tal elección. Si yo quisiera actuar contigo de acuerdo con tu repugnancia e ingratitud,
yo te haría trabajar sin fruto tanto tiempo como tú, por tu ínclita crueldad, hiciste estar a
Curial en cautividad.
Mira a Cámar, la bella, que se mató por él, por serte él leal a ti y sufriendo por ti
muchísimos trabajos. Ahora yo te mando que, de aquí en adelante, lo ames por tanto
tiempo cuanto vivas en este mundo.
Y abriendo el manto, Cupido, al que tenía dentro escondido, la hirió con una
flecha de oro por el costado izquierdo, tan cruelmente, que la flecha se hundió toda ella
dentro del corazón de la mujer, sin dejar señal ni rastro de haber penetrado. En seguida
Güelfa cayó de rodillas y arrepintiéndose de las crueldades anteriores, se ofreció
voluntariamente a hacer todo lo que le había mandado dicha diosa. Cupido, muchacho
muy resplandeciente, vestido de plumas doradas, con alas muy grandes y una toalla
delante de los ojos, era hijo de esta diosa. Era sordo; tenía la cara, los pies y las manos
rojas como el fuego; y llevaba un arco en la mano izquierda, y, a un lado, un carcaj
lleno de flechas blancas y doradas; y sin cesar, arrojaba y tiraba sus saetas por todo el
mundo, sin mirar a quién hería.
Y después de haber alcanzado a aquella mujer, ¡hubierais visto qué gran baile y
qué gran fiesta! Güelfa y la abadesa se encontraban tan a gusto porque conocían a todos
los que veían. Veríais hacerse gentilezas a Píramo y Tisbe, Flores y Blancafor, Tristán e
Isolda, Lancelote y Ginebra, Frondino y Brisona, Amadís y Oriana, Fedra con Hipólito,
Aquiles solo, llevando a su hijo Pirro, Troilo y Crésida, Paris y Viana, y muchos otros
que, para no ser prolijo, omitiré.
El rey había ordenado ya todos los asuntos de su reino; y puestas todas las cosas
según el orden regulado por lo que concierne al tranquilo y pacífico estado de todo su
dominio -leídos y firmados ya todos los capítulos legales, en legal y pública concordia
con todos los grandes señores del reino-, el resto del tiempo se entregaron por completo
a cosas festivas y a preparar con solemnidad la gran celebración.
El día de la festividad de santa María de agosto era lunes, por lo que el domingo
antes se celebraron las vísperas del torneo. Todas las señoras subieron a los palcos y la
reina, que vió a Güelfa pletórica de increíble belleza, empezó a agasajarla, tanto por
afecto hacia ella y hacia Curial como por despecho hacia Laquesis, también allí
presente. Se miraron las dos y, aunque Güelfa, como viuda, iba vestida de negro, su
gracia era tal que parecía que la honestidad de aquellas vestiduras negras acrecentase su
belleza. Laquesis la miraba de hito en hito y no separaba la vista de ella. La admiraban
todos los caballeros y gentilhombres y, a medida que la miraban, aumentaba en ellos el
deseo de mirarla; y les pareció a todos que, desde que había llegado Güelfa, Laquesis
había perdido la mitad de su belleza.
-Amigo, por lo que habéis hecho hasta ahora no parece que merezcáis el premio.
Entonces él, dando a las espuelas, llevando una lanza gruesa y muy recia en la
mano, ataca a un caballero y lo derroca, acomete a otro y lo tira por el suelo, encuentra
a otro más y le hace dejar la silla vacía; y lo mismo hizo con seis caballeros,
manteniendo su lanza íntegra. Y volvió a la estaca e insistió:
El duque de Orleans, tras oír lo que había hecho el caballero, fue hacia aquella
parte y allá por donde despunta el caballero, va en su contra y le ataca por en medio del
escudo, rompiendo la lanza. El otro le resistió tan fuerte que le hizo caer a tierra,
conservando la lanza entera.
-¡Ay santa María! –dijo el rey-. ¿Y quién es ese caballero tan impetuoso?
Laquesis se desmayó por la caída del duque. Los caballeros que habían venido
con él, proponiéndose vengar esta afrenta, empezaron a justar con el caballero; pero a
todos, uno a uno, hizo lo que había hecho con el duque. Y el caballero volvió a la estaca
y repitió:
Respondió la reina:
El rey y la reina, cada uno por su lado, cenaron en los palcos. El rey invitó a
muchos señores y altos barones, y entre ellos convidó al marqués de Monferrato;
asimismo, la reina invitó a Güelfa y Andrea. Mientras cenaban, como no se hablaba de
otra cosa sino del caballero impetuoso, el rey preguntó al marqués si tenía noticias de
Curial. El marqués respondió que no, ni creía que hubiera venido al torneo; añadiendo
que él creía que, de estar allí, no se ocultaría por nada del mundo.
-¡Oh Dios! –dijo el rey-, ¡cuánto deseo verlo! Por cierto, no creo que haya caballero tan
valiente en el mundo; todos los que vienen de Alemania cuentan de él cosas
sorprendentes.
Contestó el marqués:
Y entonces añadió muchas cosas qu el rey no había oído todavía; y cuanto más
hablaba el marqués, más deseos de verlo tenía el rey.
La abadesa dijo que sí, con esta condición: que el rey y la reina junto con toda la
corte reunida, la rogasen que le perdonase; y entonces le explicó el voto.
-¡Acabáramos! –dijo la reina-. Ahora, venga o no venga Curial, los ruegos se harán en
cualquier caso.
La reina se lo dijo al rey y éste dijo que, efectivamente, se haría así. No pasó
mucho rato cuando un gentilhombre, camuflado, fue hacia el rey y le dijo, de modo que
nadie le oyese, que Curial estaba ahí y que le quería hablar sin ser reconocido por nadie
más. El rey se recluyó en un apartado y Curial entró y, saludándole reverencialmente, le
suplicó que por su merced tuviese por muy recomendados al marqués de Monferrato, a
su mujer y a su hermana. El rey respondió que lo haría con mucho gusto por afecto
hacia él, añadiendo que precisamente por este afecto les había hecho venir; y que, si él
lo aprobaba, intentaría cerrar su matrimonio con Güelfa. Curial replicó:
-Señor, ya os he suplicado lo que quiero de vos; no tengo más que añadir. Vos haréis lo
que agrade a vuestra señoría.
-Curial –dijo el rey-, ¿por qué no os lleváis el joyel que habéis ganado hoy?
-Curial, no os ocultéis más a mí; y os ruego que mañana vengáis lo mejor arreglado que
podáis al torneo.
-Eso lo puede cumplir muy bien –dijo el marqués-; mejor que cualquier caballero del
mundo.
La corte de Santa María del Puy pide a Güelfa la gracia para Curial
Huyó la noche y aquella estrella que impele y fuerza a los hombres a amar,
mostrando su cara resplandeciente, envió sus rayos luminosos anunciando el
advenimiento del día, cuando Güelfa, que no podía dormir, se levantó de la cama e iba
por la tienda apesadumbrada. La abadesa, que conocía su mal, se reía de gozo, y
levantándose también, se empezaron a arreglar; de modo que, antes que la gente se
despertase, ellas ya no precisaban ornato alguno. La cara de Güelfa irradiaba; y su
belleza, mezclada con el gozo, parecía incrementarse sorprendentemente. El sol llegaba
muy vago y su carro parecía inmóvil, porque el primer caballo, llamado Titán, el que le
saca por la mañana, en opinión de Güelfa se desplazaba lenta y pesadamente. Pero
cuando llegó el día, la gente se levantó muy animada y todos iban a mirar la lanza de la
que pendía el joyel. Pues aquel joyel estaba tan fijo como lo que se asegura en las
murallas por miedo a las escaleras.
Curial, que sabía que Güelfa –que nunca le había visto en un torneo- estaba en la
plaza, se vistió y se puso tan de gala que hubiera sido excesiva en el principal rey del
mundo; y con treinta caballeros de su casa, nobles y muy valientes, llegada la hora del
torneo, accedió felizmente a la plaza. Llevaba Curial el escudo todo negro, con un
halcón encapirotado pintado en medio, según había hecho en otras ocasiones; y el
halcón, al igual que todos sus aprestos y escudos, en tonos pardos y negros -salvo el de
Curial, según se ha dicho, que iba enteramente de negro-. El caballo de Curial llevaba
una esquila en el cuello, que se oía desde muy lejos al moverse el caballo; le precedían
seis caballos enjaezados, haciendo juego con seis pajes -muy engalanados y ricamente
ataviados-, que le portaban seis lanzas tan recias y de tal grosor que nunca ningún
caballero las lució antes en un torneo.
-Yo os suplico que, suplicando merced y gritando fuerte, me obtengáis el perdón, de una
dama que dice estar descontenta de mí.
-Quienquiera que sea, yo le ruego que, por amor mío, os quiera perdonar.
La reina en seguida rogó a Güelfa que se uniese a lo que ella había dicho.
Güelfa, toda azorada y llena de vergüenza, repitió aquellas mismas palabras. Veríais a
señores y señoras en gran número, y finalmente a toda la corte, gritar a la dama
desconocida a favor del caballero: “¡Merced, merced, merced!”. El clamor fue tan
grande que no se oían unos a otros; y cuatro reyes de armas y muchos heraldos, vestidos
con la librea de Curial, recorrían la plaza pidiendo a gritos merced e invitando y
animando a la gente a gritar.
Todos miraban a Curial, el cual había venido tan ufano que no se hacía mención
de nadie más. Le era favorable la gloria mundana, y Fortuna, fijando el clavo en su
rueda y contra su propia naturaleza, la sujetó firme y segura; en esta jornada era él quien
tenía su mano encima de su rueda. Curial entonces desplegó un estandarte negro,
empero con el halcón sin capirote, con unas letras doradas en los gallardetes: “Antes el
deseo que la piedad.”27 A continuación, haciendo ondear el estandarte, se fue con todos
los suyos a un ángulo del campo, al lado izquierdo del rey; y allí se instaló con ellos.
27
En el original, en francés: “Ans anvie que pitié”.
El torneo. Maravillas de Curial
Los caballeros del duque van en contra de los de Curial, rompen lanzas unos y
otros; después, se llevan las manos a las espadas y dan principio a un torneo muy
interesante. Subieron al duque a los palcos y, colocado entre el rey y la reina, siguió las
hazañas del torneo. Laquesis hablaba mal continuamente del caballero del halcón, no de
su caballería, que era intachable, sino de su orgullo y vanagloria. El duque la mandó
callar, porque hacía un tiempo decía lo contrario, lo que a Güelfa le produjo mucha risa;
el duque añadió a su comentario que, en su opinión, no creía que hubiese en la
actualidad caballero tan noble ni tan valiente, y que –a fe suya- no le tenía inquina, a
pesar de haberle derribado dos veces en dos días.
-¿Qué os diré? –dijo el duque-. No hay caballero en el torneo que se mantenga en la silla
más tiempo que el que le permite él.
Respondió el duque:
-Sí, vive Dios, yo tengo que estarle muy agradecido porque me ha ayudado dos veces en
dos días; pero, por lo ligero que obliga a hacerlo, más que descabalgar, parece volar.
-Sí –dijo el duque-, por más que yo me esfuerzo en quitárosla; pero Dios no me da el
honor.
Güelfa, que no pudo contener la lengua, dijo:
Rió el rey y rieron todos. Curial, plantando allí, cerca del palo, su lanza, que
nunca habían podido romper, se echó mano a la espada y se dió a atacar sin moderación
alguna, con gestos que más parecían milagrosos que humanos; extrae escudos del
cuello, arranca yelmos de la cabeza y a quien alcanza con la espada no se tiene por
seguro. El rey se santigua, todos se maravillan. El marqués, que no quitaba los ojos del
caballero, suplicó al rey que mandase salir al caballero del torneo, porque la fiesta tenía
menos emoción por su causa. Por lo que el rey, por medio de un rey de armas, le rogó
que fuese con él. Enseguida el caballero, que era muy dócil, vino. El rey, haciéndole
subir al palco, rogó a la reina, a Güelfa y a Laquesis que le quitasen el yelmo de la
cabeza y así lo hicieron. El duque vió que era Curial y lo abrazó muy amistosamente, y
ahí fueron perdonadas todos las iniquidades del pasado. Laquesis, después de haberlo
visto, intentó separarse un poco de él, pero el duque le dijo:
Y Laquesis lo besó. La reina hizo que lo besaran todas las doncellas nobles que
había en su casa. El torneo hervía aun sin fuego, y se veían lanzadas, golpes de espada y
garrotazos, tan intensamente y por todas partes, que no se oiría el cielo si tronase.
Efectivamente, Júpiter y Juno nunca enviaron a la tierra estrépito mayor. Yo os digo que
el caballero que tenía energía en los brazos, tenía buena ocasión para probarla.
Curial, ya desarmado y vestido con la mejor ropa del rey, estaba entre las damas,
quienes no permitían que se acercase nadie más a él. El rey, entretanto, se llevó aparte al
marqués y, tras una larga exposición de argumentos, le rogó que diese a Güelfa como
esposa a Curial; el marqués respondió que no había cosa en el mundo que desease más.
Por lo que el rey y la reina, llamando aparte a Güelfa, al marqués y la abadesa, les
plantearon el mencionado matrimonio. Güelfa callaba y, de vergüenza, no sabía qué
responder; por lo que la abadesa, rompiendo el silencio, dijo al rey:
-Señor, ¿a qué esperáis? Yo os digo, por ella, que sí y os respondo que le parece bien.
El marqués añadió:
El rey mandó que el torneo cesase por aquel día; y así se hizo. ¡Oh
magnanimidad y magnificencia del rey! ¡Oh, corazón excelente y valeroso!
Ciertamente, no olvidó el rey la singularidad de su liberalidad: cogiendo el joyel y la
corona del premio se los dió a Güelfa, y a Curial le concedió el principado de Orange.
Cuando el día ya declinaba -y cuando el sol, amenazado por las tinieblas que ya
se preparaban a salir, arregló sus caballos, dejando tres por cansancio (Titán, Aeto y
Lampo) y tirado sólo por Flegonte, abandonadas más de las tres partes del día, a la
mayor velocidad que se pueda decir, huyó hacia el reino de Hesperia-, aquel excelente,
superbo y alto rey, acompañado por muchos nobles, tomó a Güelfa por las riendas y
entró en la villa. Iba Güelfa en medio del rey y la reina, y a su vez Curial entre duques y
grandes señores, con gran ruido de trompetas y ministriles, entre gritos y cantos de
muchos caballeros y gentilhombres, los cuales, desbordando alegría, acentuaban el tono
de placer y de la festividad. Y así entraron en la ciudad de Nuestra Señora.
28
En el original, en latín: “Benedicta tu in mulieribus”.
cabía en la memoria de las gentes haber visto otra semejante ni tan grande; dando todos
por cierto, en conclusión, que el rey había celebrado aquella corte real sólo para forjar
aquel matrimonio.
Pasada, pues, gran parte de la noche en estas circunstancias, el rey dió licencia a
todos para que volvieran a sus alojamientos. El duque de Orleans cogió las riendas de la
montura de Güelfa, y, en compañía de todos los duques y señores, la acompañaron hasta
su posada y, despidiéndose amigablemente, se retiraron a sus casas. Quedaron en la
posada el marqués y Andrea, Curial y Güelfa, los cuales, inmersos en un gozo indecible,
mal podían irse a dormir; pero al cabo de un buen rato, cuando la noche ya se iba, se
fueron a sus camas acuciados por el sueño.
El rey, que era señor de muy gran providencia, fijó fecha para la boda y no quiso
que se torneara más allí, sino que, con los demás, lentamente, se fue hacia la villa. El
marqués, al que le había asignado espaciosa y notable posada, se hospedó en ella con su
mujer y su hermana. Y Curial entró glorioso en su propio hostal, que no había perdido a
pesar de toda la persecución de la Fortuna. Fueron muchos los convites, grandes
también las fiestas que por este matrimonio se hicieron y se celebraron en París.
Todos y todas se esforzaban por vestirse según su condición. Pero Güelfa, que
contaba con sus joyas personales además de las de Curial, superaba con mucho a todas
las otras. Mírenla, contémplenla todos, miren sus tan preciosas y múltiples alhajas, pues
no hay en el mundo lapidario que presuma de ponerles precio. Va alegre Curial, todos le
halagan, tanto por méritos de su virtud de caballería y otros dones de gracia de los que
nuestro señor Dios le había dotado copiosamente, como además por ver que era un gran
señor y muy rico. Entre las gentes se le aparecía Fortuna, le sonreía y le hacía grandes
cumplidos. De nadie, más que de Curial y Güelfa, se hacía mención. Todos y todas
comentaban que Laquesis no valía nada.
-Curial, vos me habéis hurtado a mi mujer; porque yo, no hace muchos días, tenía la
más bella mujer del mundo, y ahora veo que la tenéis vos. Pero os juro que nadie en el
mundo debe teneros envidia, pues si la tenéis, muy bien os la habéis merecido y, a lo
largo de un servicio de muchos años, a alto precio la habéis comprado.
Muchas eran las cosas agradables que se decían acá y allá, y todos y todas
hablaban de Curial y de Güelfa. Poco a poco, sus gloriosos actos, fueron conocidos
íntegramente por todos y en todas partes fueron divulgados por las gentes. Asimismo,
Curial dió a Don Galcerán de Mediona por esposa a su doncella, llamada Fiesta, y
compartió con él lo que tenía, espléndida y generosamente; Galcerán, al cabo de mucho
tiempo, muy rico y contento -con su esposa, de la que no estaba poco contento-, volvió
a Cataluña.
El rey, que no dormía las noches enteras, hizo preparar una fiesta muy grande y,
convidando a una infinidad de personas a la boda de Curial, en el mismo día le festejó
como novio y como príncipe. Los convites y las fiestas fueron enormes; bailes, justas y,
en resumen, nada que fuese adecuado a tal fiesta dejó el rey por hacer. No me detendré
a enumerar los tipos de comidas, vinos, justas ni danzas, ya que bastante he hablado en
estos libros y lo omito por mor de brevedad; ni me referiré al deseo que los novios
tenían de acostarse. Los que quieran saberlo, lean al maestro Guido delle Colonne
cuando trata del dormir de Jasón y Medea; aunque toda comparación es desigual, pues
aquello ocurrió en un momento y esto fue deseado durante muchos años (mas, dado que
el maestro Guido ha cultivado mucho estas descripciones, a él me remito).
Las fiestas pasan, así como todas las demás cosas; todos al final se cansan de los
gastos grandes y prolongados. Y así, todos, despacio, se fueron yendo. Y también lo
hicieron el príncipe y la princesa, el marqués y su esposa, así como los otros; porque,
obtenida licencia del rey y de la reina, y recibidos de ellos preciosos donativos,
regresaron felizmente a sus tierras con mucha alegría.
29
En el original, en latín: “Nunc dimitis seruum tuum, Domine, secundum uerbum tuum, in pace”.
30
En el original, en latín: “Explicit Deo gratias”.