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ACTIVIDAD DE LECTURA – 2º ESO - LEYENDAS TOLEDANAS - 1

UNA LEYENDA DE LA ÉPOCA DE LOS VISIGODOS: FLORINDA LA CAVA

A principios del siglo VIII d. C., durante el gobierno de los visigodos, existió un noble, de la familia del
Rey Witiza, cuyo nombre ha pasado a la Historia como sinónimo de la más baja traición y deslealtad.
Este hombre fue el tristemente famoso Conde Don Julián.

Se cuenta que una hija suya, Florinda, conocida con el apodo de La Cava, tenía por costumbre
bañarse junto con sus damas en las riberas del río Tajo. Quiso la fortuna que un día la muchacha se
adentrara sola en las aguas, sin saber que muy cerca el mismísimo rey Don Rodrigo, último de los
reyes visigodos, la estaba contemplando extasiado, perdiendo por entero toda noción del tiempo.

Tal fue el deseo y el ardor del joven rey que, no pudiendo hacer oídos sordos a su desbordante
pasión, saltó al cauce y en la quietud del lugar sedujo a Doña Florinda. El rumor de este furtivo
encuentro se fue extendiendo con rapidez, hasta que finalmente llegó a oídos del propio Don Julián,
quien se sintió profundamente ofendido ante tal agravio y perdió todo rastro de cordura planeando su
venganza. A partir de ese momento, solo tuvo un objetivo: quitar el trono al rey Don Rodrigo. Para
ello, se alió con los hijos del fallecido Witiza, que pretendían conseguir para ellos el trono.

En la búsqueda de aliados para unirse a su causa, Don Julián pactó con las fuerzas musulmanas del
norte de África, entregando la ciudad de Ceuta, de la cual era gobernante, al caudillo árabe Musa,
con la promesa de que sus tropas le ayudarían a expulsar a Don Rodrigo del poder. Musa aceptó el
trato y poco después, siendo ya el año 711, los ejércitos musulmanes cruzaron el estrecho de
Gibraltar e invadieron la Península Ibérica, para derrotar al Rey Don Rodrigo en la Batalla de
Guadalete, donde cayó combatiendo. Sin embargo, rompiendo su promesa, los árabes no se limitaron
a servir de apoyo a las pretensiones del Conde Don Julián, sino que iniciaron la conquista hasta que
en pocos años todo el territorio del antiguo reino visigodo, a excepción del defendido por el primo de
Don Rodrigo, Don Pelayo de Asturias, cayó en sus manos.

La joven Doña Florinda, al enterarse de la muerte de su amado en la lucha y no pudiendo resistir el


dolor, se arrojó al río donde aquella mágica vez ambos se conocieron y se ahogó en las frías aguas
del Tajo. Dice la leyenda que su espectro, apenado por creerse culpable de que España se perdiera,
vagó durante años por esa zona de Toledo, causando gran pavor a aquellos que juraron haber visto
su silueta en las noches de lluvia y viento. El misterio y el silencio en torno a esta aparición duraron
hasta que un humilde ermitaño, a petición del atemorizado pueblo de Toledo, escuchó al fantasma en
confesión y lo absolvió de su pecado, con lo que Doña Florinda pudo descansar al fin en paz para
alivio de los hombres y mujeres toledanos.

Hoy en día, por la Ciudad Imperial, aún se escuchan los ecos de aquella hermosa y triste leyenda, y
la gente del lugar todavía baja a visitar aquel lugar donde Doña Florinda y Don Rodrigo se amaron;
lugar que ha pasado a la posteridad con el nombre de "Baños de La Cava”.
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UNA LEYENDA DE TIEMPOS DE LOS MUSULMANES: LA PRINCESA GALIANA

Era la época en que Toledo estaba bajo dominio musulmán, y reinaba un hombre llamado Galafre,
que no podía tener hija más bella que la princesa Galiana. Todos los que la miraban se enamoraban
de ella, sin importar su raza ni religión. Entre ellos, el gobernador de Guadalajara, el famoso
Abenzaide, era su más destacado pretendiente. No pasaría mucho tiempo antes de que se pactase el
matrimonio.

Pero cómo no, aunque podía tener cualquier cosa que pudiera desear, Galiana no era feliz. Podía
sonreír, pero nunca tenían luz sus ojos. ¿Qué era lo que tanto la entristecía? Hablando con una de
sus esclavas, la princesa confesó que no estaba enamorada de Abenzaide. No le correspondía; es
más, le odiaba y temía. Su carácter era demasiado fuerte, muchos le consideraban arrogante.
Además, él no la amaba de verdad, sino que la princesa sería para él poco más que un trofeo o una
conquista. Pero Galiana, resuelta, ya había tomado su decisión: rechazaría al mismo Abenzaide, aun
provocando su ira, y le pediría que no se acercara nunca más a ella.

De repente, salió de entre unas matas alguien que había escuchado toda la conversación. Se trataba
de un huésped cristiano del rey Galafre llamado Carlos que, atraído como todos por la belleza de la
princesa, se había acercado para observarla de cerca. Allí mismo, con palabras ardientes bañadas en
su acento de tierras lejanas, le declaró su amor. Y ella quedó seducida por sus extraños ropajes y
modales, y por su amable y joven rostro.

La pobre esclava fue la encargada de pedir a Abenzaide que se retirase cuando éste fue a visitar a su
amada al palacio, unos días después. El orgulloso gobernador no salía de su asombro. ¿Qué le había
pasado a su Galiana? ¿Por qué no le quería? Lo comprendió todo días después, al recibir un
mensaje en el que un noble extranjero, un príncipe, le retaba a un duelo a muerte por la princesa, que
era lo que era costumbre hacer en esos casos.

El combate se celebró cerca del río, y allí acudieron muchos. Curiosamente, despertaba más
simpatías en el público el desconocido príncipe cristiano, menos arrogante y más amado por la
princesa. Los mozárabes (cristianos en territorio musulmán) le aplaudían con fervor. Y la dulce
Galiana, en un palco, temblaba de miedo y se negaba a mirar. En seguida se olvidó del temor y se
llenó de orgullo cuando vio a Carlos, con su brillante armadura, triunfar sobre su adversario.

Y así, Carlos se llevó a Galiana a Francia, donde la bautizó y se casó con ella. Llegó a ser un rey
conquistador, que incluso fue coronado emperador. Y el padre y el pueblo vieron partir con dolor a la
flor de las flores, celosos de la suerte del hombre que a partir de entonces disfrutaría con su belleza.
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UNA LEYENDA MEDIEVAL: LA MUJER DEL ARQUITECTO

El puente de San Martín, que hace tiempo servía de acceso a una de las puertas de entrada a la
muralla toledana, fue levantado en el siglo XIII en sustitución de otro que hubo más abajo, cuyos
restos son aún visibles y que fue destruido por una gran crecida del Tajo (se encuentra en el paraje
conocido como “Baños de La Cava”, del cual hemos hablado en la primera leyenda). La construcción,
que tuvo que ser restaurada con frecuencia en siglos posteriores, tiene unas robustas torres, así
como airosos arcos que salvan el cauce. Sobre el centro de uno de ellos, en un hueco tapado por la
vegetación que ha ido creciendo espontáneamente en los resquicios de las piedras, se encuentra una
hornacina que guarda la talla de una mujer, protagonista de una hermosa leyenda.

Habían pasado más de treinta años desde que el puente quedara muy dañado durante las luchas
entre Pedro el Cruel y su hermano Enrique de Trastámara, cuando el arzobispo Tenorio decidió
acometer una ambiciosa reforma de la obra y mandó llamar al mejor arquitecto de la época, que al
poco tiempo llegó a la ciudad y comenzó su tarea con verdadera pasión.

El ahínco de los obreros y el apoyo de los toledanos, deseosos de ver concluida la edificación, hizo
que llegara el día en que ésta tocaba a su fin. Pero la tarde anterior a la fecha en la que debían
quitarse los andamiajes que sujetaban la obra, el arquitecto se mostraba muy preocupado y, al llegar
la noche, salió de su casa sin querer dar ninguna explicación a pesar de las preguntas de su esposa.

Cuando regresó estaba pálido como un muerto y se encerró en su estudio llorando


desconsoladamente. Ante la insistencia de su mujer, por fin accedió a explicar que había cometido un
gravísimo error de cálculo, y que en el momento en que se quitaran los andamios para inaugurar el
puente, éste se vendría abajo con todos los que estuvieran sobre él. Tampoco era capaz de acudir al
arzobispo a contarle lo que había sucedido porque la noticia correría por todo el reino y jamás
volvería a encontrar trabajo.

Tras su confesión, continuó llorando amargamente y la mujer estuvo un rato pensativa hasta que, con
gran resolución y viendo todo su futuro y el de su familia en peligro, cogió una antorcha y salió de la
casa. Era una noche tormentosa y, ocultándose de trecho en trecho, la esposa del arquitecto logró
llegar al puente y, temblando de miedo, lanzó la antorcha sobre los maderajes que servían como
armazón. Al principio parecía que la lluvia iba a apagar el fuego, pero por fin éste se extendió y la
mujer volvió a su casa dejando a sus espaldas los andamios envueltos en llamas. Un rato después,
los toledanos pudieron escuchar un gran estruendo que al principio atribuyeron a la tormenta. Pero al
día siguiente vieron con gran desengaño que todas las maderas se habían quemado y el puente se
había derrumbado sobre el río. Naturalmente, pensaron que la culpa había sido de algún rayo y, de
inmediato, el arzobispo encomendó al arquitecto que iniciaran de nuevo las obras, que se
concluyeron con cálculos perfectos. Tras la inauguración, la mujer del arquitecto, que no tenía la
conciencia muy tranquila, pidió audiencia al arzobispo y le contó lo que había sucedido. El prelado,
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sorprendido por el valor y la nobleza que había demostrado intentando salvar a su esposo, no sólo
guardó el secreto, sino que rindió su homenaje personal a la mujer mandando colocar la talla que aún
permanece en el puente y que todos los visitantes pueden observar hoy en día.

UNA LEYENDA DE TIEMPOS DE LA INVASIÓN FRANCESA: LA FUENTE MISTERIOSA

Toledo estaba desarmado, sin ejército, sin poder resistirse a la invasión francesa que ocupaba sus
calles, sus conventos, sus casas. Era el año 1809, había comenzado ya la Guerra de la
Independencia, y los envalentonados soldados franceses sometían a la población toledana a
injustificables humillaciones. Tal conducta motivó la antipatía entre los toledanos, a la vez que facilitó
que ciertos vecinos se organizaran en partidas guerrilleras para intentar, con sus hábiles
escaramuzas, expulsar al invasor. El barrio de San Miguel fue el primero en organizar tretas contra
los soldados imperiales, y como resultado de sus aventuras, compusieron coplillas como la que sigue:
“Viva San Miguel el Alto con su corona de Plata: vale más un migueleño que todos los de la Plaza…”

No muy lejos del Castillo de San Servando, en el Barrio de Santa Bárbara, frente a lo que ahora es la
estación del AVE, existe una preciosa fuente, a la que los toledanos denominan “Fuente de
Cabrahigos”. Hasta aquí llegaron cierta tarde de verano un soldado francés y una joven toledana, a la
que le gustaba alternar con los ocupantes, ambos dispuestos a dar buena cuenta de una merienda, y
claro está, a pasar un rato agradable juntos.

Al cabo de un rato, y tras finalizar la merienda, los dos jóvenes se disponían a dar un paseo cuando
se levantó un viento tormentoso que a su paso por las ramas de los cercanos árboles, produjo
sonidos misteriosos y poco tranquilizadores. Observando la fuente, el joven francés se percató de que
ahora el agua salía con más brío, y el viento se llevaba los chorros que salpicaban en todas las
direcciones. Tras unos minutos, el sonido del vendaval les dejó a ambos escuchar lo que parecía un
susurro, sobrecogedor, que provenía de la fuente y que repetía aquello de: “Vale más un migueleño
que todos los de la Plaza.”

El capitán francés desenvainó su espada de inmediato, dispuesto a atacar a cualquier guerrillero


oculto en la fuente, pero por más vueltas que dio a las piedras y se aproximó a los matorrales
cercanos no halló a nadie, y pensando que era una mala jugada del viento o una broma pesada, la
pareja salió despavorida del cobijo de la fuente, con el rostro blanco por el miedo, pues la copla
seguía sonando en sus oídos.

Ambos refirieron el suceso a sus amigos y compañeros, los cuales, en otras noches de viento, no
dudaron en acercarse hasta la fuente para comprobar cómo por los caños metálicos se oía
perfectamente aquella terrible copla. Tan popular se hizo el hecho y fue escuchado por tanta gente
que a partir de entonces a la fuente se la conoció como “la fuente misteriosa”, y narra la leyenda que
aquella joven, asustada tras escuchar el terrible sonido de los versos, que entendió como una
recriminación por su relación con el ocupante, terminó por volverse loca.

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