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Una Melusina

H
ace muchísimos años, cuando los elementales mantenían trato con los
hombres, vivía en Bretaña un caballero llamado Geoffrey; era rico y
poderoso, sus vasallos lo respetaban porque era un hombre justo y se
consideraban afortunados de trabajar desde el amanecer hasta vísperas para que
en las tierras de su señor no faltara nada que fuera menester. Sus campos
verdecían cada primavera; los cultivos, cuidados con esmero, mantenían los
graneros de su comarca siempre bien provistos; las ovejas estaban sanas y bien
alimentadas y parían cada temporada gordos corderitos, contribuyendo a la
riqueza del señor y al bienestar de los rústicos. Este caballero era muy estimado
por sus vecinos; valiente y cortés y con modales de persona bien nacida, sus
opiniones y consejos en las juntas eran escuchados con respeto, pues siempre
eran prudentes y atinados, dado que él no perdía jamás el norte, que era la justicia
y la grandeza y, por sobre todas las cosas, el honor. Pero los hombres y mujeres de
sus tierras tenían una preocupación permanente: su señor no tomaba esposa, y si
moría sin dejar herederos su futuro no ofrecía seguridad; por esto fue que los más
ancianos se reunieron a deliberar y por último le pidieron en nombre de todos sus
vasallos que se casara y asegurara la sucesión.

Sir Geoffrey, que hasta ese tiempo había disfrutado todas las ventajas de su
soltería, entendió que la petición de su pueblo era justa y les prometió que
buscaría una dama noble para hacerla su señora; los campesinos, que conocían
que su señor jamás faltaba a la palabra dada, bailaron de alegría y comenzaron a
festejar, en tanto Sir Geoffrey recorría las tierras de la región en busca de la mujer
que sería su dama y su esposa. 

Un atardecer en que atravesaba un bosque oyó una melodía entonada por


una deliciosa voz femenina y se acercó con sigilo al lugar de donde procedía el
sonido. Al llegar a un claro del bosque vio una fuente y a una dama de
incomparable belleza que estaba sentada en el borde, en apariencia entretenida
en peinar sus largos cabellos con un peine de oro, mientras contemplaba su
imagen en un espejo que sostenía con la mano izquierda. Estaba por completo
desnuda. El podía admirarla en toda su resplandeciente hermosura, excepto que
no le veía los pies, pues ella los mantenía sumergidos jugando con el agua. Sir
Geoffrey procuró que la dama no advirtiera su presencia, porque estaba seguro de
que se indignaría al saber que había contemplado su desnudez, y se mantuvo
oculto en la floresta. Encantado como estaba, para su mayor sorpresa oyó que ella
decía:
— Acércate, Sir Geoffrey, hace tiempo que te estoy esperando, y además no es de
caballero estar espiando a una señora...— y mientras esto hablaba iba vistiéndose
con un larguísimo manto de púrpura verde que le cubría hasta los pies y salía del
agua. Sir Geoffrey se acercó, asombrado de que ella hubiera percibido su
presencia y de que conociera su nombre. Se disculpó como convenía a las
circunstancias y le preguntó quién era y dónde vivía, pues conocía palmo a palmo
su comarca y no comprendía cómo no la había visto nunca antes. Ella solo le dijo
que se llamaba Guillem y que había llegado de muy lejos, de las tierras de
Hispania, y agregó:
— Sé que estás buscando una esposa y que mi belleza te ha causado gran
impresión. Puedo hacerte feliz. Si te casas conmigo seré una esposa fiel y
complaciente, y te daré muchos hijos fuertes y hermosos. Pero deberás hacerme
una promesa...

Sir Geoffrey, cuya imaginación no podía concebir una mujer más perfecta,
quiso conocer la condición sin demora, seguro de que la aceptaría cualquiera
fuera, porque se hubiera sometido a todo lo que ella le pidiera con tal de poseerla.
Amor se había adueñado de su corazón y no había precio que pudiera parecerle
demasiado elevado. Entonces dijo la dama:
— Nunca verás mi cuerpo entero desnudo. Si lo haces, me perderás.

El aceptó de inmediato. Después de todo, pensó, ya había visto su


esplendorosa desnudez, y si bien no comprendía el motivo de tan caprichoso
requerimiento, no sospechaba que hubiera engaño alguno. Las mujeres, pensó,
desde siempre habían gustado de las intrigas y del misterio. Luego fijaron el
tiempo para la boda, que se celebraría tres días más tarde; él volvería a buscarla
en la hora tercia de la fecha establecida. Se besaron como prometidos y el
caballero volvió a su castillo sintiendo que era un hombre feliz aun más allá de lo
posible.

Todo sucedió según lo convenido. Nada contaré del banquete ni de la fiesta


de bodas, que se celebró con la pompa y la magnificencia apropiadas para un
acontecimiento de tan grande importancia. Solo diré que el matrimonio vivió en
armonía durante largo tiempo. La esposa era buena y pulcra, y cuidaba del hogar y
de los niños que, tal como había prometido, eran sanos, robustos y bellos. Sin
embargo era un poco extravagante: nunca salía al aire libre antes del amanecer;
comía únicamente pan, tocino y cuajada y solo bebía agua, sidra y leche recién
ordeñada; además, lavaba la ropa por las noches y dormía con las botinas puestas;
aunque lo más exasperante para Sir Geoffrey era el espíritu de contradicción de su
mujer: casi cada cosa que ella decía debía ser entendida exactamente al revés y
para el completo desconcierto de su marido, también se contradecía en los
hechos. En cierta oportunidad le había rogado al esposo que le permitiera
ocuparse de la construcción de una iglesia y luego resultó que no quería ni oír
hablar del sonido de las campanas, que se ponía furiosa cuando veía a un ministro
de Dios, y que se negaba en redondo a hacer bautizar a sus hijos. Por cierto, su
irreligiosidad y sus contrasentidos llegaron a ser proverbiales, pero aun así su
castillo era un modelo de felicidad.

Los años transcurrían apacibles para Sir Geoffrey y su esposa, hasta que una
mañana el caballero, que había pasado una mala noche, se disgustó por uno de los
habituales enigmas verbales de que hacía abuso su mujer; y se encolerizó tanto
con ella que comenzó a sacarle faltas, y entre los muchos argumentos que
murmuraba para sí como en un zumbido se dijo que ya había tenido bastante
paciencia con sus caprichos y que, dado que él era su señor, su esposo, el padre
de sus hijos, tenía derecho a verla desnuda cuando lo deseara, y tomó la
determinación de hacerlo. Solo le faltaba encontrar el momento adecuado, porque
en realidad la amaba y no quería hacerle violencia, así que comenzó a acecharla.

En su afán de preservar la visión de su cuerpo desnudo ella se encerraba a


solas con frecuencia y Sir Geoffrey, que había estudiado todos sus movimientos,
decidió que lo menos incordioso sería espiarla mientras tomaba su baño. Así, una
tarde, como a la hora nona, cuando su mujer se encerró en su recámara para
cumplir con el rito de su higiene personal, Sir Geoffrey, que se había escondido
detrás de un tapiz, se dispuso a observarla. Su esposa se quitó las ropas y se
metió en la tina. Sir Geoffrey estaba maravillado: a pesar de que estaban casados
desde hacía más de quince años ella no había envejecido en absoluto y aun
cuando había tenido varios hijos conservaba la lozanía en plenitud y se mantenía
bella y deseable. Esto lo colmó de placer y decidido como estaba a hacer las paces
con su esposa, se dijo que bien valía la pena soportar sus contradicciones y
pequeños caprichos, sabiendo como él sabía que era una madre abnegada y una
esposa obediente, y además de inmarcesible hermosura. Se dijo también que no
debía sentirse enfadado sino dichoso, pues era un hombre a quien Fortuna había
favorecido. Y mientras la admiraba complacido se preguntaba por qué sería tan
pertinaz en su empecinamiento de ocultar su cuerpo. A sus ojos, no había nada
que pudiera merecer reparo, antes bien, él se enorgullecía de su espléndida
perfección, y se entregaba al deleite de la contemplación de su dama: su cabello
sedoso, rojizo, brillante; sus rasgos felinos, salvajes pero angelicales; el color
cobrizo de su piel; sus senos siempre turgentes; sus brazos y piernas tan bien
formados como los de una estatua de alabastro; y en tanto él la admiraba con
tanto embeleso su esposa salió de la tina y caminó unos pasos por la habitación.
Entonces pudo ver sus pies... El estupor paralizó a Sir Geoffrey. En ese preciso
instante ella se convulsionó, todo su cuerpo fue un vivo alambre retorcido por el
dolor, su rostro desencajado se volvió hacia el tapiz y sin necesidad de ver a su
marido se supo descubierta.
— Te lo advertí — dijo—. ¡Haz violado tu palabra! — y sumergiéndose por
completo en la tina, ante la desesperación de su esposo, desapareció para
siempre.

La mujer era una lamia. 


El poeta, el gnomo y el
asno
L
as hadas poseen un poder mágico mayor que el de las brujas, pero el de los
grandes poetas es superior aún al de las hadas. En efecto, los poetas poseen
la facultad de hacer surgir naciones poderosas al mágico conjuro de sus
cantos, y de poblar de fantásticos espíritus regiones deshabitadas.

Tomás el Trovador contábase en el número de estos ilustres poetas. Con sus


cantos melodiosos le era fácil hacer salir las almas de los cuerpos y transportarlas
a regiones ideales. Un día, la hija menor de la reina de Escocia contrajo una
traidora dolencia, que no pudieron curar las sanguijuelas, y la reina mandó a
buscar a Tomás el Trovador para que obtuviese un poco de ungüento mágico del
gnomo que habitaba en el corazón de la roca de Ailsa Craig. Tomás trasladóse
hasta el pie de dicha roca y entonó delante de ella las más sentidas endechas. A
fuerza de cantar, hizo salir la cabeza del trasgo de la roca; logró después que
asomase los hombros, pero en el momento preciso en que iba a conseguir que
sacase la mano con el codiciado ungüento, lanzó un asno, a su espalda, tan
espantoso rebuzno, que hubo de interrumpir su melodiosa canción, y, asustado el
gnomo al oírlo, hundióse de nuevo en la roca, llevándose consigo la maravillosa
untura.

Ésta es la eterna historia. Siempre que comienza a cantar un poeta, le interrumpe


el rebuzno de algún asno, y ésta es la causa por que ningún poeta contemporáneo
puede realizar hazañas tan prodigiosas como la que Tomás el Trovador llevó a
cabo ante la roca de Ailsa Craig.

“La Mujer Cierva”


[Leyenda irlandesa]

H
oy os voy a contar una leyenda irlandesa, que me contaba mí abuelo
cuando yo era pequeña; la historia empieza así:
En el reino de Irlanda vivía un joven llamado Finn MacCumhail, que yendo
un día de cacería, persiguió a una cierva, hasta que los perros la rodearon. El
animal, agotado por la persecución, se desplomó en mitad del bosque, quedando a
merced de Finn y sus perros. Pero los perros, sorprendentemente, en lugar de
atacarla, empezaron a jugar con la cierva. El cazador, ante este hecho, ordenó que
nadie la lastimara y la llevó consigo a su castillo.
Aquella noche, como por encanto, Finn se despertó y encontró a su lado a la
doncella más hermosa que jamás hubiera visto. Aquella cierva era en realidad una
mujer, la bella Sadhbh, que había sido hechizada por un druida perverso, el druida
del Pueblo de las Hadas, a quien ella había rechazado. Finn y Sadhbh se casaron y
fueron felices, hasta que Finn tuvo que partir de nuevo a librar nuevas batallas.
Finn no tardó mucho en regresar a su fortaleza, apenas siete días, pero algo había
ocurrido en su ausencia: Sadhbh había desaparecido, convertida de nuevo en
cierva por el hechicero.
Finn MacCumhail no dejó un solo momento de buscar a su amada, hasta que siete
años después rescató en el bosque a un niño que estaba siendo atacado por una
jauría de perros. El niño le contó que había sido criado en un hermoso valle por
una cierva; y que sólo recibían la visita de un anciano, a quien su madre, la cierva,
rechazaba todos los días, hasta que el anciano la ató con un lazo de niebla y se la
llevó. La cierva no era otra que Sadhbh y el viejo era el malvado druida del Reino
de las Hadas. Finn comprendió entonces que aquel niño era su hijo y lo llamó Oisín
(que significa “pequeño ciervo”).
Al final de la historia mi abuelo me decía: “no hagas nunca daño a ningún animal,
porque no sabes si se tratará del amor de tu vida”.
Tam Lin
Cuento popular escocés

J anet, la hermosa hija de un conde de las Tierras Bajas, vivía junto a su padre en
un castillo de piedra gris rodeado por verdes praderas. Un día, cansada de coser
en su gabinete y de jugar largas partidas de ajedrez con las damas de la corte
de su padre, se puso un vestido verde, trenzó su pelo rubio y salió sola a dar un
paseo por los frondosos bosques de Carterhaugh.

El sol doraba los claros silenciosos donde el césped era tan mullido como una
alfombra. Bajo la sombra verde crecían exuberantes las rosas silvestres y los
largos tallos de las campanillas blancas formaban un dosel sobre los senderos.

Janet extendió la mano y cortó una rosa blanca para prenderla en su cintura.
Apenas había separado la flor de la rama, apareció un joven frente a ella en el
sendero.

-¿Cómo te atreves a cortar las rosas de Carterhaugh y a pasar por aquí sin mi
permiso? -le preguntó.

-No quise hacer nada malo –se disculpó ella.

-Mi misión es proteger estos bosques y cuidar que nadie perturbe su paz –dijo el
joven.

Luego sonrió lentamente, como alguien que no ha sonreído durante mucho tiempo,
y cortó una rosa roja que crecía junto a la rosa blanca que Janet tenía en la mano.

-Sin embargo, sería muy feliz si pudiera dar todas las rosas de Carterhaugh a una
dama tan hermosa como tú.

-¿Quién eres, joven gentil? -preguntó Janet mientras tomaba la rosa.

-Me llamo Tam Lin –respondió el joven.

-¡Oí hablar de ti! Eres el caballero elfo –exclamó Janet y arrojó la rosa con temor.

-No temas, hermosa Janet –dijo Tam Lin-. Aunque me digan caballero elfo, soy tan
humano como tú.

Y Janet escuchó asombrada mientras Tam Lin relataba su historia.

-Mi padre y mi madre murieron cuando era muy pequeño y mi abuelo, el conde de
Roxburght, me llevó a vivir con él. Un día, mientras cazábamos en estos mismos
bosques, comenzó a soplar un viento extraño desde el norte, que secó todas las
hojas de los árboles. Sentí que me invadía un sueño profundo y me fui alejando de
mis compañeros hasta que caí del caballo. Al despertar, estaba en la Tierra de las
Hadas. La Reina de los Elfos me había raptado mientras dormía.

Tam Lin hizo una pausa, como si estuviera recordando esa tierra verde y
encantada.

-Desde entonces –continuó-, estoy sujeto al hechizo de la Reina de los Elfos.


Durante el día cuido los bosques de Carterhaugh y por la noche vuelvo a la Tierra
de las Hadas. ¡Oh, Janet, cómo quisiera regresar a la vida humana de la que me
arrancaron! Deseo con todo mi corazón verme libre del encantamiento.

Tam Lin hablaba con tanta pena que Janet preguntó conmovida:

-¿Y no hay ninguna manera de lograrlo?

Tam Lin tomó las manos de la joven entre las suyas.

-Esta noche es Halloween, Janet –dijo-, la noche entre todas las noches en que hay
una posibilidad de devolverme a la vida humana. En Halloween los seres mágicos
viajan a otra comarca y yo voy con ellos.

-Dime cómo puedo ayudarte –dijo Janet -. Lo haré de todo corazón.

-Al llegar la medianoche –le explicó Tam Lin-, debes ir a la encrucijada y esperar
allí hasta que pase la caravana de los seres mágicos. Cuando veas acercarse al
primer grupo, no te muevas y déjalos seguir su camino. Lo mismo harás con el
segundo grupo. Yo iré en el tercer grupo, montado en un corcel blanco como la
leche y llevaré una corona de oro en la cabeza. Entonces correrás hasta mí, Janet.
Derríbame del caballo y abrázame. No importa que hechizos lancen sobre mí,
abrázame fuerte y no me sueltes. De esa manera podrás devolverme a este
mundo.

Esa noche, poco antes de las doce, Janet corrió hacia la encrucijada y se ocultó
entre los arbustos espinosos. La luz de la luna centelleaba en el agua de los
arroyos, la sombra de los arbustos dibujaba figuras extrañas sobre la tierra y las
ramas de los árboles crujían aterradoramente sobre su cabeza. El viento traía un
leve sonido de galope. Se acercaban los caballos mágicos.

Janet sintió que un escalofrío le recorría la espalda y se encogió en su capa


mientras miraba expectante en dirección al camino. Primero vio el brillo de los
arneses de plata, luego la estrella blanca en la frente del caballo que encabezaba
el cortejo y pronto apareció ante su vista un grupo de seres mágicos con caras
pálidas de rasgos afilados en los que se reflejaba la luz de la luna y extraños
bucles élficos que se agitaban en el viento mientras cabalgaban.
Mientras pasaba el primer grupo, encabezado por la Reina de los Elfos que
montaba un corcel negro como la noche, Janet se quedó inmóvil y los miró
alejarse. Tampoco se movió cuando pasó el segundo grupo. Pero en el tercer grupo
distinguió el caballo blanco de Tam Lin y vio el brillo de la corona de oro sobre su
frente. Entonces salió de la sombra de los arbustos, corrió a sujetar las riendas del
caballo, derribó a Tam Lin de la silla y lo rodeó con sus brazos.

Inmediatamente brotó un grito espectral:

-¡Tam Lin se escapa!

El caballo negro de la Reina de los Elfos corcoveó al sentir el tirón de la rienda para
detenerlo. La Reina se volvió y sus ojos hermosamente inhumanos se detuvieron
en Janet y Tam Lin.

Mientras Janet lo abrazaba con todas sus fuerzas, la Reina lanzó un hechizo sobre
Tam Lin, quien se fue encogiendo más y más hasta transformarse en una lagartija
escamosa. Janet la mantuvo apretada contra su pecho.

Luego sintió que algo se deslizaba entre sus dedos y la lagartija se transformó en
una serpiente fría y escurridiza que se le enroscó al cuello mientras la sujetaba
firmemente.

Un momento después, sintió un dolor ardiente en las manos y la fría serpiente se


transformó en una barra de hierro al rojo. Lágrimas de dolor corrían por sus
mejillas, pero Janet siguió abrazando a Tam Lin con la decisión de enfrentarse a lo
que fuera para salvarlo.

Por fin, la Reina de los Elfos comprendió que había perdido a Tam Lin para siempre
por la fuerza del amor de una mortal y le devolvió su aspecto original. En brazos
de Janet, Tam Lin era nuevamente un ser humano. Janet lo envolvió triunfalmente
en su capa. Y mientras la caravana reanudaba la marcha y una afilada mano
verdosa tomaba las riendas del caballo en que había montado Tam Lin, se escuchó
la voz de la Reina de los Elfos en amargo lamento:

-Hemos perdido al más apuesto de todos los caballeros de mi cortejo en manos de


los mortales. ¡Adiós, Tam Lin! Si hubiera sabido que una mortal sería capaz de
arrancarte de mi lado con su amor, te habría quitado el corazón humano y puesto
en su lugar un corazón de piedra. Y si hubiera sabido que la hermosa Janet vendría
a Carterhaugh, habría transformado tus ojos grises en un par de ojos de madera.
Mientras la Reina hablaba, la pálida luz del amanecer comenzó a iluminar la tierra.
Con un grito sobrenatural, los jinetes mágicos espolearon sus caballos y se
alejaron a toda velocidad. El sonido de las campanillas de los arreos se desvaneció
en la distancia.

Tam Lin besó con ternura las doloridas


manos llenas de quemaduras de Janet y
juntos regresaron al castillo de piedra gris.

Dafydd y el Hada del Lago


-Leyenda galesa-

Esta leyenda o cuento, nació en el sur de Gales en lo alto de las Montañas


Negras donde hay un misterioso lago.

M
uy cerca de allí, en una humilde granja, moraba una viuda con su hijo
Dafydd, quien acostumbraba a llevar el rebaño a pastar junto al lago. Así
pues, cierta mañana, al joven le sorprendió ver brotar de sus aguas a una
hermosa joven de piel muy blanca y larga cabellera rubia, que comenzó a peinarse
haciendo servir la superficie del lago como espejo.

Maravillado, Dafydd aproximóse porque no daba crédito a sus ojos, y sin saber que
hacer no se le ocurrió otra cosa mejor sino ofrecerle su desayuno que consistía en
un pedazo de pan y un trozo de queso. El hada se le acercó andando por encima
del agua, pero, aunque sonreía, no aceptó el presente, y le dijo que no era con un
mendrugo de pan seco como la conquistaría, advertido lo cual desapareció dentro
de las aguas del lago.

De regreso a la granja fue a contarle a su madre lo sucedido y ella le recomendó


que, la próxima vez, le llevara masa de pan a la mágica criatura. El consejo fue
escuchado por Dafydd y al siguiente día corrió al lago con su rebaño. La estuvo
esperando horas y horas y al atardecer, cuando ya desesperaba, el hada
compareció, más bella que el día anterior si cabe, y Dafydd le ofreció de nuevo su
presente, rehusándolo ella otra vez, con el añadido de sus enigmáticas palabras de
que no era con masa de pan como la conquistaría.

Desolado, regresó el joven a la granja y entonces su madre le aconsejó que


probara llevándole un pan a medio cocer.

Daffyd madrugó muchísimo para estar cuanto antes en el lago a la mañana


siguiente, pero madrugó en vano porque las horas fueron transcurriendo y el hada
no se presentaba. Llegó la noche y él se iba a marchar muy apesadumbrado
cuando vio que avanzaban sobre las aguas del lago varias vacas negras y detrás
surgió ella. Daffyd corrió a su encuentro metiéndose en el lago, le ofreció por
tercera vez el pan y el hada aceptó sonriente. Él estaba tan emocionado que bajó
la vista sin saber que decir, descubriendo en ese momento que ella mostraba roto
un lazo de su sandalia izquierda.

Al cabo Daffyd, reunió todo su valor, y le dijo:

-Hada del lago, me he enamorado de ti y te ruego que consientas en ser mi


esposa.

Semejantes palabras la sorprendieron, pero, después de escuchar durante mucho


rato las apasionadas palabras del joven, acepto tomarle por marido, con una
condición.

-Nos casaremos y no me separaré de ti hasta que no me maltrates de obra por tres


veces y por tres veces me grites.

Daffyd juró y perjuró que nunca haría tal cosa, que antes se cortaría la mano que
hacerlo.

Mientras tales juramentos profería, ella dio media vuelta abismándose en el


interior del lago

Daffyd pensó que se le había burlado y decidió quitarse la vida, para lo cual trepó
a una alta roca y ya iba a tirarse de cabeza al lago cuando en ese instante pudo
escuchar una fuerte voz que exclamaba:

-¡Detente, joven irreflexivo, desciende ahora mismo de ese peñasco y acércate!


Dafydd miró hacia abajo descubriendo a un anciano caballero de noble aspecto al
que acompañaban dos lindas doncellas. Olvidando sus propósitos suicidas,
descendió.

-Se me ha dicho que pretendes casarte con una de mis hijas –le dijo el caballero-,
puedes hacerlo ya que otorgo mi consentimiento, mas antes debes señalarme a
aquella a quién te hayas declarado.

Dafydd se sintió muy seguro de su victoria, sin embargo, en cuanto contempló a


las dos hermanas dióse cuenta de su error ya que ambas eran tan idénticas que
parecían gemelas, e incluso vestían y peinaban de igual manera.

Muy desalentado, estaba a punto de darse por vencido cuando una de las dos hizo
un imperceptible movimiento con el pie y al fijarse pudo él advertir que calzaba la
sandalia rota de su amada aparición.

-¡Esta es! –exclamó jubiloso Dafydd, cogiéndola de la mano.

-Muy bien –dijo el anciano-, has elegido correctamente. Te la doy por esposa con
una espléndida dote de vacas, cabras, ovejas, cerdos y caballos. Ahora bien, no
tienes que olvidar que si llegas a maltratarla de obra por tres veces y por tres
veces le gritas, regresará al fondo del lago conmigo y nunca más la volverás a ver.

Dafydd volvió a jurar y perjurar que él no haría jamás semejante cosa, pues antes
se cortaría una mano que hacerlo, y el trato quedó cerrado desapareciendo el
padre con su otra hija, y marchándose Dafydd y su prometida con la escolta de un
inmenso rebaño que, brotando de la nada, les siguió mansamente hasta la granja.

El hada del lago y Dafydd se casaron al poco tiempo y fueron muy felices durante
varios años. Cierto día, Dafydd y su esposa, tuvieron que ir a una boda que se
celebraba en el pueblo más próximo pero hallábase un poco lejano para ir a pie. A
medio camino su esposa se quejó de cansancio y el marido fue a buscar un
caballo. Como ella le había pedido que le trajese los guantes, olvidados al salir,
Dafydd regresó con montura y encargo al  mismo tiempo, mas, para su sorpresa
ella le dijo entonces que ya no quería ir a la boda, “porque es mejor así”, lo cual
enfadó mucho a Dafydd, quien, sin poderse contener, la abofeteó con los guantes
mientras le gritaba:

-¡Por supuesto que irás, ya estás montando en el caballo inmediatamente!

Ella subió al caballo y le dijo con tristeza:

-Recuérdalo, esta es la primera bofetada que me pegas si me maltratas de obra


dos veces más y me gritas, ya sabes lo que sucederá.
Dafydd recapacitó entonces acordándose de su juramento y se prometió a sí
mismo no volver a maltratar a su esposa nunca más ni de obra ni de palabra.

Pero transcurrió el tiempo, y fueron de nuevo invitados, en esta ocasión a un


bautizo. Estaban en medio de la fiesta que siguió, todos muy contentos y
brindando a la salud del recién nacido, cuando el hada del lago se echó a llorar con
desconsuelo, mirándola todos muy sorprendidos y su marido el primero.

-¿Por qué lloras? –quiso saber Dafydd, a lo que ella repuso en voz lo
suficientemente alta para que todos la oyeran:

-Lloro por la suerte de este pequeñín cuyos días sobre la tierra van a ser muy
cortos.

Los asistentes se quedaron desagradablemente impresionados, sobre todo los


padres del niño como es de imaginar, y Dafydd, que por otra parte había bebido
más de la cuenta, la agarró por los hombros sacudiéndola con rudeza.

-Pero, ¿qué dices, es que te has vuelto loca? –gritó.

Ella, con las lágrimas resbalándole por las mejillas, le dijo:

-Recuérdalo, me has maltratado de obra y de palabra por segunda vez, si lo haces


una tercera ya sabes lo que sucederá.

Dafydd se asustó mucho al oírla y prometióse a sí mismo, que nunca más volvería
a maltratar a su esposa ni de obra ni de palabra.

Transcurrió el tiempo, no demasiado, y un mal día fueron llamados al entierro de


aquel niñito cuya desaparición había predicho el hada del lago. Se hallaban todos
en tan triste reunión, cuando en el momento en que bajaban el ataúd a la fosa, ella
se echó a reír alegremente en medio de la consternación general

-¿Qué estás haciendo, desgraciada, es que no tienes en cuenta el dolor de estos


padres? –exclamó su marido horrorizado, a lo que ella redobló sus risas.

Escuchando aquello Dafydd, sin pensárselo dos veces, le cruzó la cara con un par
de bofetadas, y en ese preciso instante comprendió lo que acababa de hacer.

El hada del lago dejó de reír y contemplando con tristeza a su marido, le dijo:

-Mi risa la producía la alegría de saber que este pobre niñito había dejado de sufrir
por causa de su enfermedad... Esposo mío, me has maltratado de obra y de
palabra por última vez. Todo ha concluido entre nosotros; no volverás a verme.
Adiós.
Y así diciendo el hada desapareció y nunca más Dafydd volvió a verla, lo que le
originó tan grande dolor y arrepentimiento que un día se metió andando en el lago
hasta que el agua le cubrió por entero sin que su cuerpo fuera encontrado jamás.
Sean y la Selkie
Leyenda escocesa

E
l sol estaba a punto de ponerse. Tres agotados pescadores caminaban cerca
de la angosta ruta costera hacia sus casas. Tenían hambre y deseaban
descansar y comer sus cenas. Sean fue el primero en curvar el camino. Paró
tan repentinamente que los otros chocaron contra él. "¡Shhh!!" dijo en un susurro.
"¡Miren!". Los tres se quedaron allí mirando a la mujer
más hermosa que habían visto jamás. Ella estaba
sentada sobre las rocas peinando su largo cabello
rojo. "¿Quién es?" preguntó uno. "Nunca la he visto
antes". Sean contestó. "Tiene que ser una selkie, una
mujer-foca. Miren, allí a su lado sobre la roca, yace su
piel". Otro susurró, "Cierto. Desde que era un niño, la
gente ha contado historias de los selkies, los
hombres-foca. Pero esta es la primera vez que veo
una.
Sean se acercó e hizo un rápido movimiento para
tomar la piel. Se paró con lo que parecía piel de foca
en sus manos y la sujetó fuertemente. La mujer le
miró con una expresión triste en su rostro. "¿No me
devolverás mi piel?" preguntó tristemente. "No" dijo
Sean. "Soy el único hombre en la aldea que no tiene esposa. Sé que las selkies son
las mejores esposas. Tú serás mi mujer". Ella dijo "Extrañaré mucho el mar si voy
contigo. Pero mientras tengas mi piel, debo quedarme contigo". "Puedes ir al mar
cuando lo desees. Pero yo me quedaré con tu piel" dijo él. Sean se casó tres días
más tarde y sus dos amigos estuvieron en la boda. Nadie, excepto aquellos tres,
sabía que la novia era una selkie. Sean puso la piel en un fuerte baúl y lo cerró con
una única llave que llevaba alrededor de su cuello. El matrimonio de Sean fue
bueno y próspero. Su fortuna se incrementó tan pronto contrajo matrimonio.
Pronto tenía su propia flota pesquera, y sus dos amigos trabajaban para él. Su
esposa tuvo tres varones y dos hermosas niñas. Sean era muy feliz. Su esposa
pasaba junto al mar el mayor tiempo posible. Le gustaba especialmente sentarse
en las largas noches de luna llena cuando podía ver a su gente, la gente-foca,
quienes venían a consolarla de su destino junto a los humanos. Muchas veces,
después de que se fueran, ella lloraba. Extrañaba mucho su casa y su familia.
Después de muchos, muchos años, Sean decidió que era tan rico, que él y su
familia debían cambiarse a una casa más grande y elegante. Cuando todos
estaban entrando al coche que los llevaría a su nueva mansión, la esposa de Sean
entró por última vez a la casa a dar un vistazo. En una esquina ella vio algo que
parecía una pequeña pila de basura. Curiosa se arrodilló a ver qué era y su
corazón empezó a latir rápidamente. Era un viejo baúl que estaba podrido con los
años. ¿Podría ser? Abrió la podrida cerradura y buscó dentro de él. ¡Allí estaba su
piel! Su corazón cantó y ella tomó su capa de piel y corrió lo más rápido que pudo
hacia el mar. Cuando alcanzó el mar, escuchó a Sean persiguiéndola mientras
gritaba que la amaba. Pero antes de que él pudiera alcanzarla, ella se puso su piel.
Allí, frente a sus ojos, Sean pudo ver que ella se convertía en una foca y nadaba
mar adentro. Nunca más se la volvió a ver.

La Dama de las Focas
Leyenda celta

E
n el pueblo de Kilshanig, dos millas al noreste de Castlegregory, vivió una
vez un apuesto y valeroso joven llamado Tom Moore, buen bailarín y
cantante. A menudo se le oía de noche cantar por colinas y campos.
Murieron el padre y la madre de Tom, y él quedó solo en la casa, falto de una
esposa.

Una mañana temprano, cuando estaba trabajando cerca de la playa, se fijó en que,
tendida sobre una roca y profundamente dormida, estaba la mujer más bella que
nunca se hubiera visto en aquella parte del reino. La marea se había alejado, y
Tom, curioso por saber quién era o qué la traía por allí, se acercó a la roca.
“¡Despierta! – le gritó Tom a la mujer -; si llega la marea te ahogarás”. Ella levantó
la cabeza y se limitó a reír. Allí la dejó Tom, pero mientras se marchaba volvía la
cabeza a cada momento para mirar a la mujer. Cuando hubo regresado adonde
estaba antes cogió la azada, pero no pudo trabajar: tenía que mirar a la mujer que
estaba sobre la roca. Finalmente, la marea llegó hasta allí. Tom soltó la azada y se
dirigió a la playa, pera la mujer se deslizó hacia el mar y aquel día no volvió a verla
más.
Tom pasó la jornada maldiciéndose a sí mismo por no haberse llevado a la mujer
de la roca, cuando era Dios quien se la había enviado. Por ese día no pudo
trabajar, así que volvió a casa. Tom no pudo pegar ojo en toda la noche. A la
mañana siguiente se levantó temprano y se dirigió a la roca. Allí estaba la mujer.
Tom la llamó. No hubo respuesta. Él se acercó a la roca. “Será mejor que vengas
conmigo “– dijo Tom. La mujer no contestó palabra. Tom cogió el gorro que llevaba
en la cabeza y dijo: “¡Esto me lo quedo yo!” Al instante ella exclamó:
“¡Devuélveme mi gorro, Tom Moore!” “¡De eso nada, pues ha sido Dios quien te ha
enviado a mí, y ahora que hablas ya me doy por satisfecho! Y tomándola por el
brazo la llevó a su casa. La mujer le preparó el desayuno, y ambos se sentaron
juntos a comerlo. “Y ahora – dijo Tom -, en nombre de Dios, tú y yo iremos al cura
para casarnos, porque los vecinos de los alrededores se fijan en todo y
murmurarían”.

Así que, terminado el desayuno, fueron a ver al cura, y Tom le pidió que los casara.
“¿De dónde sacaste esta esposa?” – preguntó el cura. Tom le contó toda la
historia. Cuando el cura vio que Tom estaba tan deseoso de casarse le pidió cinco
libras y Tom se las pagó. Después llevó a su mujer a casa, y fue tan buena esposa
como cualquiera que haya habido nunca en casa de un hombre. Vivió siete años
con Tom, y tuvo tres hijos y dos hijas.

Un día, Tom estaba labrando y se le rompió una parte del arado. Se acordó de que
guardaba las clavijas en el altillo de casa, así que subió a cogerlos. Mientras
buscaba las clavijas tiró al suelo bolsas y cuerdas, y qué fue a tirar sino el gorro
que siete años antes le había quitado a su esposa. Ella lo vio al instante, y tras
recogerlo lo ocultó. Por aquellos días la gente oía a una gran foca que rugía en el
mar. “Ah – decía entonces la esposa de Tom -, es mi hermano que me está
buscando.”

Aquel día, unos hombres que iban de caza mataron a tres focas. Todas las mujeres
del pueblo bajaron corriendo a la playa para ver las focas, y la mujer de Tom fue
con ellas. Comenzó a gemir, y acercándose a las focas muertas les dijo unas
palabras a cada una y gritó: “¡Oh, qué asesinato!” Cuando la vieron llorar los
hombres dijeron: “No queremos saber nada más de estas focas.”

Así que cavaron un gran agujero, metieron en él a las focas y lo taparon. Pero, por
la noche, algunos pensaron: “Es una lástima enterrar esas focas, después de lo
que nos ha costado conseguirlas.” Aquellos hombres fueron con las palas y
cavaron la tierra, pero no encontraron ni rastro de la focas. Durante todo este
tiempo la foca del mar no dejaba de rugir. Al día siguiente, cuando Tom estaba
trabajando, su esposa barrió la casa, lo puso todo en orden, bañó a los niños y los
peinó. Después, los besó uno a uno. A continuación se dirigió a la roca y,
poniéndose el gorro, se zambulló. En ese momento la gran foca se alzó y rugió de
tal modo que se la pudo oír a diez millas de distancia.
La esposa de Tom se fue nadando con la foca. Los cinco hijos que dejó tenían
membranas entre los dedos de las manos y de los pies, hasta la mitad de cada
dedo.

Los descendientes de Tom Moore y la mujer de las focas viven actualmente cerca de
Castlegregory, y las membranas de sus dedos no han desaparecido, aunque disminuyen
con cada generación.

La Historia de Ognevushka
[Leyenda Rusa de los Montes Urales]

E
sta historia de Pável Bazhóv
cuenta la existencia de una
pequeña niña que aparece en el
centro de las hogueras y baila. Su
nombre era Ognevushka-Poskakushka
("ogon'" significa fuego y "skakat'" saltar
en ruso).Ella les muestra a los
buscadores de oro los lugares donde lo
pueden encontrar. Pero es muy difícil
recordarlos. Una noche, un grupo de
buscadores de oro estaban sentados
alrededor de una hoguera contando
historias y leyendas. Entre ellos estaba el
pequeño Fyodor de 8 años, su padre y su
tío Ephim. De repente una pequeña y
alegre niña de pelo rojo y vestido azul, no
mayor que una muñeca, apareció entre los carbones ardientes. Empezó a danzar
alrededor de los buscadores de oro y creció y creció hasta hacerse del mismo
tamaño de Fyodor. Cerca de uno de los árboles que le rodeaban se detuvo, pero en
ese momento un búho gritó y ella desapareció. El tío Ephim dijo que era un signo
de dónde deberían buscar el oro y para ello necesitaban encontrar el árbol. Todos
buscaron en árboles diferentes y cavaron alrededor de ellos, sin encontrar nada.
Algunas veces más el niño y su tío vieron a la niña, pero cada vez que cantaba un
búho, ella desaparecía. No podían encontrar nada. Su familia se convirtió en el
blanco de burlas de la villa, a veces de maneras muy crueles. Un frío invierno, la
madrastra de Fyodor estaba de mal humor, por lo que él decidió visitar a su padre,
que se encontraba enfermo en el hospital. Para ir hacia el pueblo, Fyodor debía
pasar por medio del bosque y de repente bajo un árbol de abedul, Fyodor vio
nuevamente a Ognevushka bailando en la nieve. Ella vio al niño y sus alegres ojos
derritieron la nieve alrededor del viejo abedul. "Cuando la primavera llegue, ven a
buscar bajo este abedul" le dijo."Lo habíamos intentado pero no encontramos
nada", - respondió el muchacho. Entonces Ognevushka le dio una antigua espada
de los buscadores de oro y le dijo "Toma, esto te ayudará" y desapareció. En la
primavera y Fyodor y sus parientes cavaron alrededor del árbol y encontraron
tanto oro que jamás les volvió a faltar nada en la vida.

Un precioso relato irlandés nos describe las colinas en las que vivía un rey elfo:

Hace muchos años un rey elfo se quedó prendado de la joven Ethna, según decían todos, la
muchacha más hermosa de la tierra. La muchacha vivía feliz en Irlanda, donde preparaba con ilusión su
boda con un elegante noble. Todos los amigos y conocidos de la joven acudieron a la fiesta que
celebraron la noche de su boda y contaron que ella y su marido bailaban en el
salón regalándose tiernas miradas. La casa estaba adornada con guirnalda de
colores y miles de luces iluminaban el salón. Ethna sonreía a su marido
mientras bailaba, pero de pronto, un torpe traspiés dio con la joven al suelo. Se
formó un gran revuelo y todos rodearon a la novia, pero ésta no volvía en sí.
Su marido, muy preocupado, la tomó en sus brazos y se la llevó a su alcoba,
donde pasó toda la noche poniéndole paños mojados en su frente.
A la mañana siguiente, con el primer rayo de sol, la joven despertó.
- ¡Qué extraño sueño he tenido! Vivía en un hermoso palacio donde era muy,
muy feliz. Muchas personas me rodeaban y yo era la dama de un importante
rey.
Ethna intentó levantarse, pero no pudo. Intentó hablar, pero tampoco
pudo. Ante los ojos atónitos del marido cayó en un profundo trance del que
nadie lograba despertarla.
Su marido llamó a los mejores médicos y pronto acudieron a su alcoba, pero ninguno consiguió
dar con la cura. La joven respiraba bien, incluso parecía en paz, pero nunca despertaba.
Una noche, en un descuido del marido, Ethna desapareció. El joven noble estaba como loco y no
paraba de viajar buscándola por todas partes. Un mes después de su desaparición, camino de un pueblo
cercano en el que se decía que había un bosque milagroso, escuchó un rumor entre las hojas:
- Finvarra parece que ha encontrado pareja. Dicen que ha raptado a la joven mortal más hermosa que ha
encontrado y que sólo ha dejado su cuerpo. Si su marido supiera que podría liberarla cavando la tierra
hacia el interior hasta dar con el palacio de Finvarra, que se esconde en el interior de esta colina, seguro
que Finvarra no estaría tan contento como está.
El marido no podía caber en sí de gozo. Regresó a casa y llamó a algunos amigos suyos. Les
contó lo que había oído y les pidió que le ayudaran a rescatar a su esposa. Una hora después cinco
hombres cavaban la tierra hasta hacer un enorme agujero. Luego  llegó la noche, y el cansancio, y
tuvieron que dejarlo para continuar a la mañana siguiente. Pero la mañana guardaba una sorpresa: la
tierra estaba intacta, como si nunca hubieran cavado. De nuevo empezaron los cinco amigos a cavar, y
de nuevo llegó la noche, y el cansancio, y descansaron. A la mañana siguiente la tierra volvía a estar
intacta, como si nunca nadie hubiera cavado. Todos estaban desanimados, y el marido más triste que
ninguno, ¿para qué cavar si no servía de nada? Agotados por el esfuerzo se echaron sobre la hierba para
descansar.  Un rumor sonó de nuevo entre las hojas:
- Finvarra es muy poderoso y puede volver la tierra a su sitio. Pero la sal es aún más poderosa que
Finvarra.
Y el noble tuvo una idea. Pidió a sus amigos que le dieran una nueva oportunidad, y todos
cavaron hasta el atardecer. Cuando empezaba a anochecer descansaron y el joven echó sal sobre el
agujero. A la mañana siguiente todo estaba como lo habían dejado, con un agujero en la tierra. Esto les
alegró y les animó a seguir cavando todo el día. Tres días enteros estuvieron cavando, y cada noche
echaban sal. Al cuarto día uno de ellos gritaba:
- Escucha, aquí ya no hay tierra, golpeo con mi pala y suena como si retumbara, creo que estamos a
punto de llegar a su castillo.
En ese momento una voz grave rugió en la colina, aunque ninguno pudo
ver de dónde salía la voz.
- Deteneos, coged vuestras palas y volved a vuestras casas. Os prometo que si
no continuáis cavando, esta noche Ethna regresará a su casa.
 Los hombres asintieron. Sabían que Finvarra les decía la verdad,
porque si una pala humana tocaba con su hierro el palacio, éste se destruiría.
Todos esperaban que oscureciera. Cuando se puso por fin el último rayo
de sol vieron a lo lejos que se aproximaba un caballo. Era Ethna, más hermosa
que nunca, más radiante aún que la noche de su boda. Su marido la abrazaba y
la besaba, pero Ethna no hablaba, y el joven pensó que sería del cansancio. Pasaron los días, y los meses,
y hasta un año, y Ethna seguía sin hablar. Un año y un día después de su regreso, cuando los dos
paseaban alegres por el campo, el marido escuchaba un nuevo rumor:
- Finvarra devolvió a la muchacha, pero se quedó su corazón. En su vestido oculta un pasador encantado
que la une todavía a Finvarra. Si logran encontrar el pasador, desatarlo, prenderle fuego y arrojar las
cenizas ante su puerta, se romperá el encantamiento y Ethna volverá a ser de nuevo mortal.
Y así lo hizo. Cuando se hizo de noche y su mujer dormía, miró el vestido de su mujer y
encontró escondido entre sus pliegues un hermoso pasador de oro. Le quitó el pasador, le prendió fuego
y arrojó las cenizas ante su puerta.  A la mañana siguiente la hermosa Ethna despertó, sonrió a su marido
y le dijo:
- Me siento como si hubiera dormido durante muchísimos meses.
- ¿Estás bien? - le preguntó su marido.
- Sí, ¿por qué me miras así de extrañado?
Había olvidado todo lo que había vivido en el otro mundo. Cuentan que Ethna y su marido
siempre fueron felices y que nunca más Ethna volvió a sufrir nada extraño.

Otro animal frecuente en los cuentos de hadas es el gato, que retratan como un animal muy
inteligente. Muy conocidas son las artimañas urdidas por el gato con botas para ayudar a su amo a
conseguir la riqueza. Por cierto, la primera versión española de este cuento de Perrault no se llamó El
gato con botas, sino Micifuz el de las Botas, que es lo mismo pero no es igual.
En algunos relatos el héroe se encuentra con gatos con caras de persona, que son siempre un
mal augurio, y dicen que incluso existe un pueblo élfico que son gatos con rostros humanos.
El jorobado y los genios

Un jorobado fue una vez al baño público, a una hora en que no había nadie en sus cámaras interiores. Allí se le aparecieron
los genios con figura de macho cabrío, que empezaron a cantar:

— El jueves, el viernes y el sábado [jemís, yuma-a u el-sebt].

Y él les contestó diciéndoles:

— Alcuzcúz con manteca y nabos. [kuskùs bi-l-semina u el-left]

Les agradó a los genios la frase y en recompensa le quitaron la joroba, dejándole hecho un hombre normal.

Al salir, le preguntó otro jorobado por la causa de haberse operado en él tan extraña metamorfosis. Y le explicó lo que le
había pasado.

Como aquel hombre era muy ambicioso, quiso probar suerte y fue también al baño a la misma hora en que había ido el otro,
apareciéndosele como a éste los genios, pero cantando ya la frase completa:

— Jueves, viernes y sábado; alcuzcúz con manteca y nabos. [jemís, yuma-a u el-sebt/ kuskùs bi-l-semina u el-left].

Y él les dijo:

— Añadid un poco de col. [zidúha krumb].


Pero a los genios les pareció poco armoniosa la frase, y dijéronse unos a otros: «añadamos a este jorobado la joroba que no
teníamos dónde poner».

Y le colocaron una joroba sobre la que tenía.

Tetuán, Yebala.

Moraleja: «Que los versos que no riman/ ni se quedan ni se van. / Que los besos que no damos/ ni son versos ni son ná».

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