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“MI LOCURA DETRÁS DE LA ABAYA”

Amo el surf. Disfrutar del cálido sol de Miami, complaciendo las demandas
inconscientes de mi cuerpo, es uno de los mayores placeres que un alma
aventurera y con claros indicios de rebeldía puede tener.

Las suaves caricias de la brisa en mi rostro, acompañadas del viento


característico de mi amada ciudad, provocaban en mí una sensación inagotable
de libertad y osadía. Libertad, divino tesoro que millones de humanos han
defendido con su propia vida en un acto de respeto, comprensión y amor. Un
amor tan fuerte como aquel que me llevó a olvidarme de mí misma, a renunciar
a la esencia de Zoe, esa curiosa chica de Miami con un deseo incontrolable de
viajar por el mundo, tener nuevas vivencias e interactuar con otras personas.

Tal vez fueron esos destellos de mi personalidad, los que me impulsaron a


montar una ola enorme, atractiva, poderosa e incierta desde su comienzo. El
afán por ponerme de pie en la cresta de esa prometedora onda intempestiva,
colmada de ilusiones y sueños fue demasiado fuerte que no pude resistirme.

No fueron suficientes mis miedos e inseguridades, el constante sentimiento


de incertidumbre, los insistentes presagios causados por voces internas o las
situaciones puntuales, para detener el impulso de mi corazón profundamente
enamorado. Ciega a todo tipo de razones y lógica, caí presa del hombre que
despertó en mí los sentimientos más deplorables que jamás haya
experimentado.

Fue al romper contra la costa más imponente, mejor conocida como realidad,
que quede naufragando durante años en las aguas más turbias. Me encontraba
estancada, impregnada de un aroma de desencanto, frustración y una locura
tóxica. Lejos de casa, de las costumbres occidentales y muy cerca de estar
muerta en vida.

Pese a todo, me mantenía ahí, tratando de sobrevivir y, algo totalmente


irónico, renunciando a todo lo que me hacía feliz a cambio de una historia carente
de algún tipo de certezas que, de acuerdo a mi puta y persistente ingenuidad, en
algún momento me haría la persona más afortunada del Universo.

- “Debí escuchar a Josefina”- me repetía insistentemente en los momentos de


desesperación, seguidos de una insufrible impotencia de sentirme esclava de
mis propias decisiones. Si tan sólo hubiese prestado atención a los sabios
consejos de mi mejor amiga y confidente, quizá sus advertencias, pese al
incondicional apoyo que me brindó en pos de mi alegría, hubieran logrado
romper el hechizo de ese impredecible flautista quien, con una suave, dulce y, al
mismo tiempo, hipócrita melodía, me hipnotizó cual simple cobra.

Fue así, como me enamoré perdidamente de un musulmán de pensamientos


frescos y aires de ser un moderno europeo de mentalidad abierta. Sin dudarlo,
me casé con él y, desde ese preciso y condenado momento, me convertí en la
esposa del doctor Selmi.

La tinta del bolígrafo no había completado el último trazo de mi firma, cuando


los demonios ocultos de mi recién esposo comenzaron a asomarse, frotándose
las manos en señal del futuro maltrato psicológico que se avecinaba. Un gesto
extraño en su rostro apareció en ese momento.

En su mente, el “doctor” me había convertido en un objeto de su propiedad.


Un simple objeto pensante al que habría de someter a un permanente estado de
sumisión y terror producto de sus inseguridades de hombre.

Nunca más volvería a ver al simpático caballero de sonrisa abierta que me


enamoró. La piel comenzó a cambiarle y, con ello, empezó a dar muestras del
poder letal de su veneno, de la misma forma en que lo hace una víbora cornuda
de Arabia. Él me llevó a su territorio, a su cultura, a las costumbres que desafían
el sentido común y que dan a las mujeres el humillante papel de sirvientas
incondicionales, sin derecho a absolutamente nada.

Contrario al clásico cuento de hadas del imaginario colectivo, fui engañada y


poco a poco sometida a un verdadero calvario que consumió parte de mi espíritu.
Una aterradora convivencia en Arabia Saudita que desnudó frente a mis ojos las
atrocidades de una sociedad en donde la mujer está condenada a la esclavitud,
obligada a renunciar a todo aquello que le produzca placer.

El martirio fue creciendo, paulatinamente, con el paso de los años. Las


oscuras telas que ocultaban toda la sensualidad de mi cuerpo, en mi mejor etapa
de madurez física y sexual, comenzaron a traspasar mi piel, a hacerse carne en
mí.

"Oh Profeta, dile a tus esposas e hijas, y a las mujeres de los creyentes, que
se cubran con una prenda suelta. Así serán reconocidas y nada podrá dañarlas"
(Corán, 33:59). Fueron las palabras que se llevaron al extremo, cuando se
interpretaron bajo una ideología machista intolerable y, en algunos casos, con un
desprecio ineludible hacia quienes no nacen con la “gloria” de ser hombres, como
una especie de suerte divina. A raíz del pasaje anterior surgió la abaya, ese largo
vestido de telas negras que cubren desde los hombros hasta los tobillos,
buscando anular todo tipo de subjetividad que pueda mostrarse públicamente.
Fue esa abaya, la que terminó de mutilar mis principios y rasgos occidentales.
Sin embargo, fue el hiyab, ese pañuelo que me cubría completamente la cabeza,
ocultando mis rubios y largos cabellos, el que me desmoronaba. Era el máximo
símbolo de mi postergación y del poder y dominio psicológico al que mi esposo,
el doctor Selmi, me había sometido. Lo odiaba, me incomodaba todo el tiempo.

Muchas veces, en medio de mi delirio, llegué a pensar que la delicada tela negra
lograba ingresar en mí, seduciendo mi mente para después apoderarse, poco a
poco, de mi alma y espíritu. Me estaba marchitando, me estaba secando, perdí
el brillo de aquella joven entusiasta, con actitud, llena de metas por cumplir, que
había sido hasta ese momento.

Esas tierras lejanas, fueron el escenario de mi propio infierno terrenal al que


ingresé por amor, un amor que no tenía ni certezas ni garantías, sólo ilusiones
que se fueron fundiendo en la ardiente lava de la decepción.

Nunca imaginé que pasaría por situaciones tan extremas. Fui denigrada,
ignorada completamente y víctima de permanentes torturas psicológicas. Llegué
a la depresión más extrema, me sentía más sola que nunca viviendo con un
completo desconocido, presa de las frustraciones que sacudían mi pecho con la
misma fuerza de los huracanes que suelen azotar a mi querido Miami.

Sólo tenía algo claro, debía irme, escapar, dejar de ser una simple pertenencia
de alguien más para volver a ser yo. No podía soportarlo más, tenía que ser
valiente y afrontar mi situación. Pensé en mis padres y su maravilloso matrimonio
de más de cuarenta años, en mi amada sobrina y en todas las personas que
esperaban por mí del otro lado del mundo. Mis seres amados, quienes
lentamente descubrieron que mi vida se derrumbaba cuando intentaba disimular
mi fracaso, sobre todo, durante las pocas ocasiones en las que pude visitarlos
con el disconforme y mezquino permiso de quien era mi esposo.

Era sumamente dichosa cuando visitaba a mis seres amados, pero sabía que
tenía los minutos contados para encontrarme de nuevo en el infierno de mi propio
hogar en Oriente. Donde me esperaba él, cegado y enfermo de celos, con su
exasperante posesividad, ajeno a todo tipo de comprensión hacia mis afectos y
aislado incluso de sus propios familiares. Ese que en los papeles formales era
mi marido, mi apoderado por Ley o, como le gusta pensar a la mayoría de los
hombres árabes, mi dueño.

Bienvenidos a la historia de Zoe, mi historia: “Mi locura detrás de la Abaya”.


El peligroso atractivo de un destino incierto.
Conociendo al doctor Selmi
He tenido la suerte de conocer
distintos lugares de nuestro
maravilloso planeta y, como suele
ocurrir con la mayoría de las
personas, lo desconocido y lo
misterioso siempre generó en mí un
atractivo inusual. Es por eso que
debo confesar que, desde pequeña
llamó poderosamente mi atención la
cultura árabe.

Radicaba en el cálido Miami,


estaba abocada al estudio de
terapia de masajes, actividad que
nunca pude ejercer por las
prohibiciones habituales de mi
posterior esposo, el doctor Selmi.
Era una época dedicada a la
capacitación y, como dicen en
algunos países, fue la curiosidad la
que mató al gato. - ¿Tocar el cuerpo de otra persona de manera profesional? Eso
no existe, es pecado para una mujer casada- solía decirme para aniquilar mi
vocación y, extrañamente, yo no daba ningún tipo de objeción, era tan grande el
poder que él tenía para manipular mis pensamientos.
Todo comenzó de la siguiente manera, al igual que muchas jóvenes, tenía una
cuenta en un sitio web de citas online de alcance internacional, con la salvedad
que la mía era exclusivamente árabe. Fue una decisión que había tomado hace
tiempo. Quería conocer candidatos de esa etnia cultural y, por qué no,
enamorarme.

Con total humildad, reconozco que recibía diferentes propuestas y mensajes


de hombres de diversas características; pero ninguno de ellos generaba
realmente en mí un verdadero interés.

Aún recuerdo como si fuese ayer, el momento en el que leí su primer mensaje.
Eran las siete de la tarde. Hubo algo en él que me impactó y eso fue lo que
motivó mi deseo de iniciar un intercambio de palabras. Sin embargo, decidí
pensarlo durante toda la noche y al día siguiente le respondí, sin darle mucho
interés para evitarme falsas expectativas. Él me respondió inmediatamente con
palabras que desbordaban de ternura. Indudablemente, me convenció de ser un
hombre especial, diferente al resto.

Desde ese día, comenzamos a mantener un contacto mucho más fluido. Me


impresionaron sus románticos y detallistas mails. Él me enamoró rápidamente al
ponerme dentro de una constante burbuja de halagos.

Después de algunas semanas, mi interés hacia él aumentó y, poniendo en


penitencia a mi vergüenza, acepté tener un contacto más directo a través de
Skype. El flechazo fue automático, algo que jamás me había ocurrido en el
pasado.

En ese entonces me encontraba enferma, así que tuve que ir a comprar unas
medicinas. Él, con una sonrisa tranquilizadora que invita a soñar, me rogó
continuar con nuestra conferencia, sin embargo, decidí partir. Durante todo el
trayecto hacia la farmacia su imagen, frases y rasgos seductores giraron en mi
cabeza con una velocidad abrumadora, como si se tratara de un torbellino.

Tal como ocurre a un niño que prueba un dulce por primera vez, yo quería
más. Cuando regresé de la farmacia, fui rápidamente al ordenador y
continuamos conversando por horas. Paralelo a la frecuencia de nuestras
conversaciones, mi interés hacia él se fue incrementando de la misma forma en
que se expande el fuego en una zona de secos pastizales. En sus propias
palabras, lo que estaba ocurriendo entre los dos, era algo realmente mágico y,
al igual que él, deseaba que esa sensación durara tanto como fuera posible.

No tenía duda alguna. Él era lo que había buscado desde hace tiempo. Fue
tal vez ese toque de ciudadano sofisticado, aunado al misterioso trasfondo de
sus raíces orientales lo que provocaba una enorme sonrisa en mi rostro,
salpicándome el alma como el rocío de las mañanas a las verdes praderas.
En una ocasión, él me contó una hermosa historia acerca de uno de sus más
recientes sueños. De acuerdo con su relato, algunos días antes de conocerme
por internet había soñado con un gato de color amarillo y ojos verdes que
caminaba hacia él. Por mi apariencia y larga cabellera rubia, dedujo que yo era
ese gato. A partir de ese entonces me llamaba “el gato de sus sueños”; algo que
me pareció sumamente tierno en ese momento.

Mi dulce enamorado, deseaba con todas sus fuerzas ser parte de mis sueños.
Incluso, se conformaba con ser mi osito de peluche, de esa forma tan intensa
me necesitaba.

Desbordada de emociones placenteras, decidí luchar por mis sentimientos.


Estaba perdida en una gloriosa nube repleta de sueños. Decidida a dar el
próximo paso y con la mente alucinando lo que el futuro tenía para regalarme,
finalicé mis estudios. Era el momento perfecto. Había pasado mi vida
imaginándolo. No era tiempo para ser cobarde.

El encuentro estaba cerca, a sólo una pizca de decisión y convencimiento de


mi parte. Fue entonces cuando el corazón pudo más que la razón y condimentó
lo que sería el plato principal. Estaríamos juntos, frente a frente, descifrándonos
en múltiples gestos y caricias.

Él me suplicaba que no tuviera miedo, jamás me lastimaría, debía creer en lo


que el destino estaba poniendo frente a nosotros. Después de todo, yo era la
mujer a la que más extrañaba en el mundo.

La virtualidad ya no bastaba. No podía conformarme tan sólo con su imagen


y su voz. El resto de los sentidos me pedían a gritos que diera el siguiente paso.
Como pez que se deja llevar por la corriente, me zambullí profundamente en esta
aventura; la que marcó mi vida para siempre.

Abordaría ese avión como en tantas otras ocasiones. Pero en este caso, en
mi maleta llevaría algo más que lo indispensable, algo imperceptible a simple
vista e indetectable para los escáneres del aeropuerto. Sólo quienes me
conocían realmente podrían haber notado que en mi rostro transportaba amor y
mi luz brillaba con una intensidad cegadora causada por el incesante fuego de
mis deseos.

Era el mes de octubre, con mis 34 años a cuestas y las ilusiones a punto de
explotar me dirigí al aeropuerto. El avión despegaba y con ella también mi vida.
Imaginaba miles de situaciones en mi mente. Estaba consciente de que, a mi
regreso a Miami, traería a una nueva Zoe después de esa inusual cita. Sabía en
mi interior que ese viaje marcaba un antes y un después. La adrenalina y la
emoción se confundían bajo una gran duda: ¿Sería acaso éste el inicio de una
nueva vida?
La Basílica Santa Sofía aguardaba por mí. Pero ya no me vería transitar en
frente de su fachada como una alucinada turista que admira su imponente
esplendor. Esta vez estaría acompañada, paseando tomada de la mano del
hombre que logró cautivarme al punto de embarcarme en esta loca travesía.

Tampoco le daría la misma atención, de otras ocasiones, a la Basílica. Mi


mirada únicamente se centraría en los ojos del doctor Selmi y encantada
percibiría el aroma de su piel y las caricias de sus dedos, entrelazados en mis
rubios cabellos.

Imaginaba los hoteles, restaurantes y paseos inolvidables que compartiríamos


en busca de saciar nuestra necesidad de complacernos mutuamente. Por fin se
cristalizaría la felicidad y plenitud que sentíamos por el hecho de habernos
encontrado.

Tal como él decía, todo estaba ocurriendo rápidamente y, pese a que ninguno
de los dos lo esperaba, no podíamos hacer nada para detener el sentimiento tan
grande e inexplicable que teníamos uno por el otro.

Necesitaba, con urgencia, estar frente al único hombre que despertaba en mi


cuerpo todas las sensaciones imaginables, sin siquiera haberme tocado. El
mismo que, al parecer por su propia naturaleza, encontró la llave perfecta para
abrir las puertas de mi alma, construyendo un hermoso castillo de amor en mi
corazón.

De pronto, la voz de la azafata hizo que me sobresaltara, provocando que el


corazón quisiera salirse de mi pecho y despertándome de ese vívido sueño que
se encarnaba en mí.

- “En breves minutos estaremos arribando a Estambul” -, dijo la azafata con


una amplia sonrisa que podía percibirse en su voz.

Finalmente, la hora había llegado. Estaríamos frente a frente en cuestión de


minutos. Pese a que me encontraba sumamente ansiosa, sentí que el cuerpo me
pesaba y ésto me obligaba a avanzar tan lento como un perezoso en las cuencas
del río Amazonas. Cuando pisé el primer peldaño de la escalera que me
depositaba en la pista de aterrizaje, sentí incluso que la gravedad se divertía
conmigo como si estuviese alucinando.

Miles de preguntas rondaban en mi cabeza. ¿Y si acaso no le atraigo al


conocerme en persona? ¿Y si es él quien no me provoca nada al verlo y todo es
producto de lo que mi mente idealizó, hasta ese instante plagado de incógnitas?
En realidad, no sabía absolutamente nada del doctor, salvo lo que él me había
dicho por internet. De forma fugaz, llegue a preocuparme también por mi
seguridad. En definitiva, no era más que un absoluto extraño con un seductor
trato online. Me aterró lo que había hecho, pero quería correr el riesgo.

Al descender del avión, el frío de Estambul me recibió como si se tratase de


una fuerte cachetada. Quizá, esa fue una señal de advertencia por parte de la
vida, para tratar de despabilarme y hacerme consciente de lo que estaba
sucediendo.

Desde el momento en que tratábamos de definir conjuntamente la ciudad en


la cual habríamos de concretar nuestra anhelada cita, noté una clara indecisión
de parte de mi enamorado. Su mala predisposición hacia mis ideas, aunada a
una discusión sin sentido acerca del tema, fueron indicios de que algo no iba
bien, pero la gran venda de emoción que me cegaba me impidió verlos.

Así fue como, a pesar de algunas objeciones injustificadas del doctor Selmi,
decidí el lugar ideal para conocernos en persona. Sin duda alguna, debería ser
Estambul, mi lugar predilecto en el mundo, no en vano es considerada una de
las ciudades más cautivantes.

Un perfecto equilibrio entre cultura, historia, gastronomía y paisajes de


ensueño hacen de Estambul una urbe cosmopolita que integra a la perfección
sus influencias europeas y asiáticas. La había visitado en varias oportunidades
y tenía amigos viviendo allí, era el lugar ideal.

No sólo me otorgaba la seguridad necesaria por si algo salía mal, sino que
también sería el escenario perfecto de nuestro amor y pasión si todo resultaba
bien, hecho con el que alucinaba desde lo más profundo de mis entrañas.

Pese a que estaba cómoda con el sitio acordado, las dudas e incógnitas
parecían no tener piedad y me pasaban factura de mis intrépidas y apresuradas
decisiones. En innumerables ocasiones, me pregunta a mí misma si estaba loca.
Pese a todo seguí adelante, impulsada por el cálido y delicioso sabor del amor.

Al salir del aeropuerto, él me estaba esperando con su amplia y transparente


sonrisa. Se acercó a mí y en un segundo se congeló todo a nuestro alrededor,
nos fundimos en un abrazo tan fuerte que disipó todos los miedos que me
asechaban. Para ser honesta, no sabía qué hacer o cómo retribuir su muestra
de afecto. Sentía mucha vergüenza y no supe si debía abrazarlo o besarlo.

Mi cuerpo comenzó a danzar una serie de movimientos inseguros, aunque


intentaba disimularlos mediante sonrisas cómplices. Sin embargo, supongo que
él se percató inmediatamente de mi pudor e hizo todo lo posible para que me
sintiera cómoda, creando rápidamente un vínculo de mayor confianza y
amenidad. Sin dejar de tratar de descifrarnos e integrar todavía más nuestras
almas, nos dirigimos hacia el automóvil que nos llevaría a nuestro nido de amor,
el cual, reservamos con anterioridad en Estambul.

Durante el viaje hacia el hotel, nuestros ojos se imantaron como dos iones
opuestos que se sienten ineludible y sumamente atraídos. El doctor Selmi tomó
mi mano por primera vez dentro del auto y, como un acto reflejo, lo hizo en
reiteradas oportunidades cubriéndola muy fuerte con sus varoniles dedos.

En el idioma de los gestos y las reacciones, era una legitimación de la realidad,


como si no creyera lo que estaba sucediendo y necesitara ese contacto para
corroborarlo de esa forma, él me miraba fijamente y lleno de entusiasmo mientras
lo hacía. Por mi parte, me sentía en el paraíso, halagada por sus espontáneas
muestras de amor. Durante todo el recorrido me trató como su reliquia más
preciada y frágil.

Fascinada por la atmósfera creada entre los dos, ya no sentía ningún tipo de
agotamiento. Había olvidado todas las horas de vuelo y estrés causadas por mi
habitual fobia a volar. Siempre tuve una exagerada preocupación por los vuelos,
desde el simple hecho de sacar los pasajes hasta el momento de surcar por los
aires de un destino a otro, aunque ésto no me impedía ser una irremediable
trotamundos.

Tras un breve recorrido por esas familiares y, en esta ocasión, ignoradas


calles, finalmente llegamos al hotel. Recuerdo que el único momento en que
atiné a mirar hacia el exterior fue al bajar del vehículo. Sólo quería perderme en
ese hombre de origen oriental y tiernas palabras que hipnotizaban mi ser.

Nos registramos en la administración y, después de unas breves palabras, me


dirigí hacia el baño para tomar una reconfortante ducha. El agua se deslizó por
mi cuerpo como si fuese miel a punto de derretirse. La tibieza de su contacto en
mi piel terminó por relajarme completamente. Embriagada por la situación, sequé
suavemente mi cuerpo y salí decidida a todo, en dirección a la alcoba para
encontrarme con el doctor Selmi.

Él me aguardaba con algo de timidez, como si fuese un niño que conoce por
primera vez a su maestra de kínder. Mucho más confiada y seducida por el
respeto que me demostró en todo momento, me senté a su lado. Él me miró
fijamente, penetrándome con sus pupilas hasta llegar a lo más profundo de mis
deseos ocultos.

Sin más rodeos, me besó lujuriosamente transmitiéndome todas sus


emociones en sólo un par de segundos. Se detuvo y volvió a mirarme. Yo lo
correspondí con mi cara llena de satisfacción y él aumentó la intensidad de sus
caricias. La conexión fue tan grande que podría jurar vivimos un Deja Vú: ¿Es
que anteriormente ya habíamos disfrutado de esos besos tan apasionados?
Tal vez fuimos amantes en alguna otra vida, sólo así puede explicarse la
sensación de ese maravilloso rompe cabezas de momentos especiales. Al igual
que un gran dominó dispuesto estratégicamente, las fichas fueron cayendo una
tras otra y se convirtieron en un circuito interminable de atracción y deseo.

Despojados de nuestras ropas e inhibiciones, hicimos el amor. Dos mundos,


dos costumbres y tradiciones radicalmente diferentes se fundieron en el idioma
universal de los besos y la lujuria. Esa noche prácticamente no dormimos.
Queríamos aprovechar cada minuto juntos.

Estaba embriagada de su olor. Si bien, mis manos no paraban de recorrer su


cuerpo, mi olfato era el sentido que más deseaba descubrir. Su aroma era
irresistible. Ni siquiera mi imaginación podía recrear esa delicia en la distancia,
cuando sólo nos limitábamos a vernos y oírnos detrás de la pantalla de un
ordenador.

Cuando por fin quedamos exhaustos y satisfechos de placer, comencé a


hacerle un suave masaje. Al poco tiempo, mientras la luz del amanecer
comenzaba a asomarse sutilmente por las ventanas, nos dormimos abrazados.
Nuestros cuerpos estaban tan enlazados, que cualquiera que nos viera podría
haber pensado que soñábamos exactamente lo mismo. Como si se tratara de
dos instrumentos musicales completamente distintos, pero que sonaban al
unísono para recrear una melodía perfecta.

A la mañana siguiente, el frío cruel que reinaba en Estambul contrastaba con


el calor de nuestra habitación. Sin embargo, queríamos disfrutar juntos de esa
espléndida ciudad. Con escasas horas dormidas pero la felicidad emanando de
nuestros rostros, decidimos visitar como primer lugar de nuestra informal luna de
miel la Mezquita Azul, un sitio ineludible considerando que el doctor Selmi es
musulmán. Evidentemente, al ser uno de los principales atractivos turísticos de
la ciudad, yo ya la había visitado anteriormente, pero ahora sería especial, él
estaría conmigo.

Ubicada prácticamente frente a mi adorada Basílica Santa Sofía, la Mezquita


Azul emerge imponente al otro lado de la plaza Sultanahmet. Aunque, algo
sumamente curioso, la puerta de ingreso a la Mezquita no está orientada hacia
esa plaza, que es la más importante.
Es a través de la “Plaza del hipódromo”, llamada así por ser un lugar donde
se corrían carreras de caballos en la antigüedad, que se puede acceder al
monumental edificio.

Caminamos por las calles como dos adolescentes que viven dentro de su
propia burbuja, ignorando hasta los mayores atractivos del panorama ofrecido
por la ciudad de los dos continentes. Luego de sortear la marea de vendedores
locales de recuerdos y antigüedades turcas, ingresamos a la Mezquita.

El monumental patio central nos acogió con su habitual encanto y la hexagonal


fuente de abluciones, las cuales, simbólicamente representan para el Islam el
lavado y purificación del cuerpo y el alma. Nuestra primera vez juntos en una
mezquita fue fascinante. La espiritualidad del lugar y el hecho de acompañar al
doctor Selmi en su creencia religiosa fue algo que nos conectó aún más, llevando
todo a otro nivel de integración mutua.

Afortunadamente, en las mezquitas turcas no existe ningún impedimento para


el ingreso de personas que no practican la religión musulmana, salvo durante
celebraciones especiales. Al ser de libre acceso, podía acompañar a mi amado
mientras se concentraba en sus rezos. Durante ese momento, yo quedaba
asombraba, como en otras veces, con el interior de la formidable Mezquita Azul,
sus enormes columnas y la calidad artesanal de sus miles de baldosas
cerámicas son un espectáculo imperdible.

Si bien, acudir permanentemente a las mezquitas era para el doctor Selmi


algo cotidiano, una chica occidental como yo, a pesar de respetar las creencias,
sólo las visitaba esporádicamente a manera de atractivo turístico. Acepto que
eso fue una actividad que, al principio, me pareció gratificante pero también era
algo a lo que debería acostumbrarme de querer seguir adelante con una vida
juntos, me planteaba internamente con cierto criterio auto exigente.

En nuestro segundo día juntos, nos levantamos temprano para desayunar y


salimos a descubrir más lugares. Caminamos rumbo al Bósforo, conocido
también como el “estrecho de Estambul”. Es el punto más angosto entre el Mar
Negro y el Mar Mediterráneo, y al navegarlo se pueden visualizar los soñados
palacetes construidos sobre la costa a los que se denomina Yali.

Un foráneo me comentó alguna vez, que se trataba de más de seiscientas


construcciones de este tipo que alteraban la geografía natural del Bósforo,
incrementando notablemente su belleza y representando el poder económico de
las clases otomanas dominantes, algo que sigue manteniéndose hasta la
actualidad.

Aunque parezca precipitado, durante nuestras románticas y prometedoras


charlas delirábamos a menudo sobre lo bonito que sería que estuviéramos juntos
para siempre. Inmersos en nuestros preciosos planes a futuro, tomamos uno de
los clásicos tours turísticos. El recorrido incluía a la Galata Tower, un
impresionante edificio que tiene una fantástica vista hacia los principales
espacios estambulitas.

Fascinada por el magnífico panorama, jamás imaginé lo que habría de ocurrir


en pocos instantes. Absolutamente relajada, tomando fotos que testificaran ese
momento glorioso, noté que el doctor Selmi me tomó de ambas manos
parándose frente a mí.

Me miró fijamente a los ojos y pronunció las palabras mágicas con las que
toda mujer sueña desde niña: “¿te quieres casar conmigo?”, dijo al aire con
seguridad y completa soltura, como si no tuviera conciencia de lo que su
propuesta realmente significaba.

Desconcertada y un poco aturdida por su espontáneo manifiesto, no pude


contener mis nervios y exploté en un interminable ataque de risa. Fue tal la
emoción dentro de mí, que ni siquiera pude responderle. La complicidad era
evidente. Las palabras no fueron necesarias y él pudo imaginar con certeza mi
respuesta afirmativa.
Para ser sincera, jamás creí que ese momento llegaría para mí. Simplemente,
siempre había creído que el matrimonio no encajaba conmigo. Pero pensé en el
ejemplo de mis padres y su maravillosa relación de más de cuatro décadas,
perfumadas con el aroma de un amor inagotable que parece fortalecerse cada
vez más con el paso del tiempo. Y ahora sería mi turno de dar el gran paso.

Repleta de emociones y con una vorágine sentimentalmente avasalladora,


pasé en tan sólo unos meses de un simple contacto virtual y de un par de días
de tórrida convivencia en un hotel, a definir la continuidad de mi vida al lado de
mi amado y futuro esposo.

Hasta ese momento, él representaba mi absoluta plenitud. Profundamente


agradecida con la vida por todo lo que estaba viviendo, intenté exprimir al
máximo cada instante del tiempo que nos quedaba por compartir en Estambul.
Durante una semana completa, dimos lo mejor de cada uno para conocernos a
profundidad y poder afianzar mucho más los lazos que nos permitieran estar
completamente seguros, el uno del otro, de dar el sí en el altar.

Con culturas literalmente opuestas y crianzas muy distantes, haríamos hasta


lo imposible para que nuestros disímiles mundos se integraran en una completa
armonía, custodiada por la fuerza del amor. Sólo importábamos nosotros y no
permitiríamos que nuestras evidentes diferencias opacaran los sueños que
teníamos juntos. Tal como leí en una ocasión, el amor es más que un
sentimiento, es una decisión. Y vaya que la tomamos.

La última noche en Estambul, no quería pasar ni un segundo separada de él.


Con muestras de tristeza, pero sabiendo que estaríamos nuevamente juntos en
alguna parte del mundo y que sería para siempre, intenté absorber cada detalle
de su ser. Respiraba profundamente para impregnar mi alma con su aroma y
llevarlo así conmigo durante el tiempo en que estaríamos alejados físicamente.

Quería que nuestras últimas horas juntos fueran eternas. Sin embargo, el
tiempo tenía sus propios planes y pasó tan rápido como la velocidad de la luz.
Lo veía empacar, y la nostalgia cobraba vida en esos malditos minutos previos a
la inminente despedida. El doctor Selmi me llevó al aeropuerto y después de
despedirnos, llenos de esperanza, tomé el vuelo de regreso a Miami.

Me encontraba nuevamente en el avión, esta vez, pensando en que valió la


pena la alocada decisión que había tomado semanas atrás, al darme la
oportunidad de ser fiel a mis impostergables sentimientos e ilusiones. Emprendí,
entonces, el retorno a Estados Unidos convencida de ser una mujer afortunada.
Todo había salido perfecto. Deseaba lo que me estaba pasando y también lo
merecía, ¿Por qué no? Me decía desde lo profundo de mi ser.
Reposando en la butaca, cerré los ojos y recordé cada detalle. Impactada y
embriagada de lo vivido, pensé en mis seres queridos. Qué felices estarían por
mí al enterarse. La vida me presentaba una locura que encajaba perfectamente
con la vida que quería consumar.

Continuaba sorprendida por la gran declaración de amor de ese misterioso


hombre, al que parecía conocer desde hace muchos años, así que decidí
enmudecer el resto de mis pensamientos y me concentré en visualizar a futuro
el que resonaba con más fuerza: ¡Me casaría con él!
“En la prosperidad y en la adversidad. En la salud y en
la enfermedad”
Separarme del doctor, luego de haber compartido esa semana juntos, fue algo
muy triste. Sin embargo, me sentía feliz y convencida de que era el hombre de
mi vida. Teníamos planes concretos y pronto los llevaríamos a cabo.

Una vez instalada provisoriamente en casa de mis padres, recibí otro de los
tantos mails de mi futuro esposo, en el que decía, desesperadamente, que ya no
aguantaba el estar sólo después de haber conocido los beneficios de mi
compañía.

Por otro lado, las sorpresas desagradables se convertirían en una constante


de mi relación con el doctor, serian una moneda corriente. Durante nuestra
semana de romance en Estambul, él me confesó apenado que se había casado
con anterioridad y aún no había concretado su divorcio. Evidentemente, fue un
hecho que me dolió mucho cuando me enteré, pero confiaba en que se tratara
sólo de una mala experiencia y que pronto pudiera separarse legalmente para
poder contraer matrimonio conmigo.

Esos días en Miami no sólo significaron tristeza. Una incomodidad más se


hacía presente y desestabilizaba todos nuestros planes. En más de una ocasión
me sentí muy mal y comencé a tener vómitos y mareos. Mis amigos sacaron sus
propias conclusiones y todo se resumía en una contundente afirmación: - estás
embarazada-, todos coincidían en ese punto.

Con mucho miedo de perder todo lo construido hasta el momento, decidí


afrontar la situación. Tomé un test de embarazo y, contrario a lo que todos creían,
los resultados fueron negativos. Aliviada de haber despejado mis dudas, le
comenté lo ocurrido a mi amado y minimizó todo, tal vez porque sabía de
antemano que todo continuaba igual. Nuestros planes seguían en marcha sin
obstáculos aparentes.

Acordar los detalles de la boda fue un proceso complejo. Él quería una boda
con la familia, una fiesta ostentosa y todo lo que conlleva una celebración lujosa.
Yo pensaba diferente. Prefería algo más sencillo, solamente él y yo.

Aunado a que siempre le tuve miedo a la palabra casamiento. La temporal


separación generó los primeros desacuerdos y algunos momentos de tensión en
nuestras charlas. Era sumamente desesperante el mantenernos alejados.
Encontrarnos en el mundo y elegirnos entre miles de millones de personas es
algo que no pasa todos los días.
Un gran día, la noticia que tanto esperaba llegó a mi casilla de mail. Le habían
otorgado el ansiado divorcio. Ahora era un hombre libre, sin cuentas que saldar.
Al recibir la novedad mi confianza se disparó hasta el cielo. La promesa de tener
nuestra propia familia estaba tomando forma gracias a que tomó cartas en el
asunto, lo que fue para mí una clara muestra de auténtico interés.

Evaluando las distintas posibilidades, coincidimos en que Dinamarca era el


lugar propicio debido a la facilidad que otorgan sus leyes para casarse
rápidamente. Él tenía algunos días libres en el trabajo y teníamos mucha prisa.
Queríamos estar oficialmente unidos. Con el envío de un simple mail de mi parte,
la Municipalidad de Aabenraa me otorgó respuesta inmediata por parte de las
autoridades correspondiente.

Como requisitos, sólo era necesario presentar los documentos que testificaran
nuestra condición de personas solteras, pasaportes y tener por lo menos tres
días de estadía en ese país europeo. Mandamos toda la documentación y
reservamos la cita para el día 29 de marzo de 2012.

Al enterarse de la noticia, mi familia estaba contenta por mí pero les entristecía


el no poder estar presentes en la ceremonia más importante de mi vida. Sentía
que estaba siendo egoísta por no permitirles compartir conmigo ese mágico
momento, pero debía casarme lo más antes posible para agilizar el proceso de
mi visa a Arabia Saudita.

Me partió el corazón ver cómo mi adorable sobrina elegía vestidos de novia


para mí, soñando con verme como una princesa oriental. En sus ojos, podía
notar la forma en que pasaba de la magia de su imaginación a la frustración de
recordar que no iba a estar presente en la boda.

Sólo habían pasado unos pocos meses desde las primeras experiencias
juntos y ya todo el escenario estaba planteado. Después de aceptar la
precipitada propuesta del doctor Selmi, el momento de la verdad se acercaba.
Faltaban pocos días para ser oficialmente su mujer y yo me encontraba
sumamente inquieta, algo sumamente extraño considerando que debería haber
sido una futura esposa repleta de felicidad: ¿Qué estaba ocurriendo conmigo?

Estaba por cumplir el sueño de toda mujer, casarse con el hombre amado y
vivir, como condimento especial, una aventura como la que me aguardaba en
una cultura literalmente distinta a todo lo que conocía. Era un plan sumamente
seductor.

Las emociones encontradas no paraban de manifestarse. Por un lado, estaba


cumpliendo mi sueños y expectativas de enamorarnos y, por qué no, de formar
una familia. En definitiva, era lo que inconscientemente había querido desde el
momento en que me registré en ese website de citas. En contrapartida, la
angustia comenzaba a formar parte del estado emocional que estaba
experimentando. Por fin estaba siendo consciente de que estaba renunciando a
una parte de mí, a mis raíces y esencia occidental para trasladarme y ser parte
de un mundo que era la antítesis de todas las costumbres que me habían
inculcado desde pequeña.

Esa mañana, mi hermano se dispuso a llevarme al aeropuerto. Por dentro


sentía una insistente angustia difícil de explicar. Una vez que llegamos, me dirigí
al mostrador para presentar el correspondiente pasaporte como lo hacía
habitualmente. Luego de chequear los datos, la persona que tramitaba mi pasaje
me informó que mi ticket estaba cancelado.

Cuántas cosas comenzaron a girar en mis pensamientos. Los fantasmas de


la duda afloraron con más fuerzas que nunca: - “Esto es una señal” -, pensé con
tanta insistencia que hasta creo haber pronunciado la frase en voz alta. Sabiendo
que obtendría una respuesta muy poco tranquilizadora, inmediatamente me
comuniqué telefónicamente con el doctor Selmi. Mientras marcaba su número
comencé a temblar de los nervios. Imaginaba que reaccionaría violentamente.

Le comenté todo lo que estaba ocurriendo y desató toda su ira con una
verborragia desmedida. Jamás lo había visto así. Sin embargo, justificaba su
reacción alegando que era seguramente parte del estrés que le causaban los
tiempos tan acotados, sobre todo ante esta nueva eventualidad. Nuestra cita en
la corte dinamarquesa estaba pactada para el día 27 de marzo. Sólo 48 horas
distaban de esa reunión impostergable.

Ferozmente, él gritaba y profería insultos a mansalva. Sus palabras hirientes


sonaban como un batallón de soldados durante una rutina de tiro al blanco. Y
ese blanco por momentos era yo. Obviamente, todas las personas alrededor
fueron testigos de la potencia de su voz.

Finalmente, intentando poner paños fríos a la situación, le dije que no viajaría.


Que no estaba dispuesta a hacerlo bajo tales circunstancias y con su postura
intolerante. Sin embargo, todo fue aún peor, su reacción automática sacudió mis
tímpanos por unos segundos hasta que él recobró la conciencia de lo que estaba
ocurriendo.

Esperé a que se calmara para que pudiéramos resolver las cosas de un modo
más civilizado. Al seguir eufórico, profiriendo insultos, decidí cortar la
comunicación y regresar a casa en medio de un ataque de nervios que
contrastaba con la habitual serenidad que me caracteriza.

Una vez allí y ante la sorpresa de mi madre por tenerme de vuelta, recibí su
llamada telefónica. Hablaba con una templanza distinta. Diplomático y mesurado
en la manera de interactuar conmigo, logró convencerme de buscar alternativas
que pudieran dar solución al conflicto. Calmados y diluyendo el mal trago,
logramos reservar tickets para viajar, contemplando una escala previa en
Alemania. Acordamos encontrarnos en ese destino para luego ir juntos hasta
Dinamarca en automóvil. Después de todo, circular por la ruta también sería una
linda ocasión para pasar tiempo juntos.

Las cosas estaban volviendo a su curso normal y eso me alegraba, pero la


espuma causada por tantos vaivenes y, sobre todo, su enérgica reacción seguía
provocando reflujos en mi estómago, matando varias de las mariposas que
anidaban ahí desde que lo había conocido.

No es igual al resto. Es especial, distinto. Sólo se trata de un mal trago. Todo


pasará cuando la vorágine previa al casamiento se diluya, volverá a ser dulce,
pensaba mientras intentaba serenarme. ¡Maldición! no paraba de justificarlo.

El vuelo hacia Alemania fue excelente, pese a no haber podido pegar un ojo
durante toda la noche previa. Al llegar, me estaría esperando el doctor Selmi. Al
vernos nuevamente, nos abrazamos fuertemente dejando atrás la tortura de los
días anteriores. Nos dispusimos a trasladarnos y salimos en un coche rumbo a
Dinamarca.

El frío europeo era insoportable en esas fechas. Estaba muy cansada y el


recorrido fue bastante raro. Pensaba en todo. Imaginaba como se desarrollaría
nuestra vida juntos, conviviendo diariamente bajo el mismo techo. Sabía que no
sería fácil, para una chica estadounidense, adaptarse a una sociedad tan
particular como la árabe. Pero mi esposo estaría ahí para facilitarme el proceso
de integración. Estaría siempre para mí, siendo un apoyo constante. ¡Qué gran
ingenuidad de mi parte!

Noté que el doctor Selmi, quien en un par de días ya sería mi esposo, se


comportaba fríamente a pesar de haber estado separados tanto tiempo,
mimetizándose a la perfección con el clima reinante. Sus manos ya no buscaban
cobijar las mías, como ocurrió durante esa añorada mañana turca.

Para crear un espacio mejor y amenizar el viaje, intente cambiar la frecuencia


de la radio en busca de buena música. En una reacción dramática, propia de un
actor de telenovelas, el doctor Selmi me gritó con tono temerario que él era quien
estaba manejando y, por ende, era el encargado de todos los detalles
secundarios de nuestro corto viaje. Ésto fue una muestra más de su perceptible
autoritarismo. Traté de apaciguar su enojo incomprensible con dulzura, pero fue
en vano.

Seguía con su plan de recriminar permanentemente mis acciones. ¿Qué


demonios le ocurría? ¿Olvidó todo lo que vivimos poco tiempo atrás? Era yo, su
amada Zoe, el gatito de sus sueños.
Su actitud me dolió demasiado. Cansada de soportar el mal humor y los
maltratos verbales, tomé coraje y lo enfrenté, apelando a un poco de orgullo en
defensa de la poca dignidad que me quedaba y que necesitaba resguardar. Algo
sorprendido por la negativa de mi parte hacia su comportamiento, notó que
también tenía un carácter fuerte cuando saturaban mi paciencia. Rápidamente
me pidió disculpas. No era tonto. Sabía que tirar aún más de la cuerda sólo haría
que ésta se cortara.

Durante lo que quedaba del viaje, se mantuvo callado y con la mirada fija en
la ruta, salvo alguna que otra breve charla sin sentido. Destellos de amor propio
habían brotado de mí para ponerlo en su lugar. Por dentro, sentí satisfacción.

Un par de horas más tarde llegamos a Dinamarca. Enseguida buscamos la


vivienda que él previamente había rentado. Un amable señor nos estaba
esperando para entregarnos las llaves. El lugar era muy acogedor, pero yo
continuaba sintiéndome muy extraña. Estaba intranquila, algo insegura y
evaluando sistemáticamente si estaba haciendo lo correcto.

El 28 de marzo se concretó la cita con la corte y firmamos los papeles


necesarios para que, al día siguiente, se consumara nuestra boda. Pensé que
estaría más relajada después de eso, pero no fue así, me sentía como una
extraña en mi propio cuerpo. Esa noche casi no pude conciliar el sueño. En mi
mente sólo seguía pensando, una y mil veces más, si en verdad era lo que quería
para mi vida.

Todo había sido tan precipitado que se tornó difícil controlarme, hasta que
logré literalmente desmayarme en un profundo descanso, supongo que por el
agotamiento psicológico que estaba experimentando a cada minuto. Faltaban
menos de 24 horas para hipotecar mi destino.

Amanecer. Realidad. Concreción. La fecha no mentía. Era el 29 de marzo de


2012, el día de mi boda con el doctor Selmi. Luego de despabilarme comencé a
prepararme para el gran sí. Me maquillé muy poco y, sin preocuparme
demasiado por el atuendo, me alisté para afrontar los acontecimientos que se
desenvolverían a lo largo de la jornada. Con un traje de tonalidad oscura, camisa
blanca y corbata de rayas plateadas y blancas, él también estaba listo.

Nos dirigimos en carro hasta la corte y al descender del vehículo las actitudes
eran sumamente ambiguas. Él caminaba por delante de mí con una decisión
admirable. Representando y exteriorizando una postura contraria, imaginé que
daba pasos hacia atrás.

El terror se apoderó de mí, preguntándome insistentemente qué es lo que


estaba haciendo. Una voz lejana pero lo suficientemente intensa para no pasar
desapercibida intentaba persuadirme. El mensaje de mi intuición era claro y
poderoso: “no lo hagas”. Tengo la certeza de que la expresión corporal que
manifesté en ese entonces era contundente. Tal es así que el doctor Selmi se
volvió hacia mí. Intentó calmarme y regar la semilla de confianza que venía
cultivando desde hacía meses. Pero no lo logró. No fue posible que alguna de
sus palabras tuviera eco en mis pensamientos. Siempre fue hábil para
manipularme y persuadirme, pero éste no era el caso.

Respiré tan profundamente que el frío penetró hasta mi cerebro, quemándolo


aún más de lo que estaba. Como si se tratara de una pesadilla, saludamos a las
testigos, dos mujeres sexagenarias dispuestas por la corte. Su amabilidad
tampoco hizo eco en mí. De manera injusta, las imaginé como dos miembros de
una secta satánica a punto de consumar un ritual, yo era el animal a sacrificar
bajo un efecto alucinógeno, al cual, reconozco ingresé voluntariamente por
propia determinación.

Fui yo, la que había tragado una a una las píldoras de ilusión e interés, sin
considerar las dosis correctas ni leer las contraindicaciones escritas en letra
pequeña. Esa es la metáfora perfecta para describir el tóxico enamoramiento
que sentía, el mismo que estaba agonizando y que se acercaba por momentos
a su extinción al desenmascarar los detalles ocultos del doctor Selmi, pero que
para mi pesar se empecinaba en mantenerse aún con vida.

Un largo salón, con pisos y viejos


muebles de madera, fue el escenario
para consumar nuestra unión. Las
altas paredes de tonalidad bordó
oscuro estaban decoradas con
grandes cuadros de próceres
daneses y combinaban a la
perfección con las blancas y
brillantes aberturas.
Dos calderas antiguas de hierro y un viejo reloj de pie completaban el aspecto
de la habitación. Asfixiada, sentí que debía salir corriendo del lugar, pero no lo
hice. No tuve el coraje de arrojar todo por la borda.

El escritorio principal estaba al fondo del salón, ubicado perpendicularmente


al resto del mobiliario. Caminamos hacia él, dejando atrás ecos con el crujir del
parquet al contener cada uno de nuestros pasos. Tomamos asiento. Una vela a
cada lado formando pareja con sus respectivas plantas, era todo lo que existía
en la superficie.

Las testigos se esmeraron con devoción, trataron de hacerme sonreír por


todos los medios posibles, pero no lo lograron. Estaba en estado de shock. Nada
podía conmoverme en ese momento para aliviar la tensión.

Vestida con una larga sotana negra con detalles en color azul, la testigo a
cargo de llevar adelante la ceremonia comenzó a leer los votos
correspondientes. Fue allí, cuando experimenté escalofríos que se desplazaban
desde la nuca hasta los tobillos.

Finalizó la oratoria y lectura tratando de contagiarnos felicidad, acercando con


su mano un bolígrafo para que estampáramos las firmas en el documento que
me encadenaría burocráticamente a ese hombre. Ella mostró su mejor sonrisa
esperando una similar de mi parte, algo que jamás ocurrió.

Temblando, me aferré con fuerza al bolígrafo y dibujé los trazos que cambiaron
mi futuro. El doctor Selmi ya era oficialmente mi esposo. Él esbozó una sonrisa
de lado y asintió con la cabeza, juro que su expresión me provocó pánico. Fue
tan transparente como la de un cazador que se fotografía con su presa, ausente
de ternura y repleta de satisfacción por un logro que parecía más bien personal.

Imaginé por un instante que no era yo quien le importaba, sino presumir que
se había casado con una chica americana de visible aspecto anglosajón, ojos
verdes claros y una larga cabellera rubia que cubría completamente su espalda
hasta llegar a la cintura.

Tiempo después comprendí que para los hombres de ese país conquistar y
llevar al altar a una mujer occidental otorga cierto status social. Algo de qué
presumir socialmente y con sus amigos, reforzando una falsa autoestima que
flaqueaba habitualmente en el doctor Selmi.

Esos minutos fueron eternos pero finalmente todo había terminado. Tras la
exigencia de retratar el momento, recuerdo que me dejé tomar algunas
fotografías para cumplir con el protocolo, no fueron más de diez en las que se
puede percibir la frialdad de mi rostro.
No entendía el por qué. Me sentía culpable por no encontrar explicación
alguna. Si amaba a ese hombre profundamente ¿Por qué no irradiaba alegría?
¿Acaso yo era el problema? ¿Sería una premonición de lo que me tocaría vivir
más adelante?

Aislada de los afectos que se encontraban a miles de kilómetros de distancia,


pensé en muchas cosas pero con poca claridad. Aturdida e inmersa en mis
pensamientos, salimos del recinto. Sólo éramos él y yo. Paradójicamente,
comencé a sentirme sola a pesar de su compañía. Había concluido un trámite
que le otorgaba el poder sobre mí. Esa fue la idea que supuse significaba lo
ocurrido para mi reciente esposo. El inminente cambio en su personalidad
comenzaba a ser cada vez más evidente.

Esa noche, la luna de miel fue muy distinta de lo que una joven sueña desde
pequeña. ¿Dónde carajo escondía ese cuerpo echado junto a mí, el
romanticismo con el que conquistó mi corazón? ¿Y los detalles? ¿Y las palabras
dulces y empalagosas? Era increíble darse cuenta de cómo un simple papel
firmado, había cambiado sin vacilar la esencia de ese hombre.

En nuestra primera noche como marido y mujer, únicamente recibí la lista de


todo lo que debía hacer de ahí en más. Frustrada, lloré muchísimo durante toda
la madrugada por el gran cambio de su comportamiento. La tranquilidad con la
que él dormía, ignorando completamente mis sollozos, era alarmante.

Pasada la noche, nos levantamos y fuimos a la embajada de Arabia Saudita


para comenzar mi proceso de obtención de la visa. Con todo debidamente
gestionado, dejamos Dinamarca y tomamos un barco para retornar a Alemania.

El viaje fue una tortura. El doctor Selmi había extraviado su billetera y el nivel
de su pesimismo y mal humor llegó al punto más alto de tolerancia. Como una
costumbre arraigada fuertemente a su manera de vivir, el drama y el caos fueron
los protagonistas, adueñándose de todo lo que sucedía en la embarcación.

De regreso en Alemania visitamos los clásicos lugares turísticos de Berlín. Tal


vez, esos fueron los mejores tiempos que pasamos juntos desde nuestro
reencuentro, dándole un descanso a las malas vibras previo al momento de
separarnos nuevamente.

Fue entonces, cuando asumí que las traumáticas experiencias vividas en


Dinamarca sólo fueron obra de los nervios. Me aferré a esa idea con esperanza.
Él era diferente, no debía olvidarme jamás de eso aunque fuera una afirmación
difícil de defender.

Tuvimos que separarnos nuevamente, pero sería tal vez la última ocasión.
Estábamos casados formalmente, la diferencia era colosal y el grado de
compromiso era completamente real. Nuestro sueño se había hecho realidad,
era sólo cuestión de tiempo y burocracia para que estuviéramos juntos como una
verdadera familia.

La suerte estaba echada y esperaba que jugara a mi favor. Pronto me mudaría


a Arabia Saudita, un mundo desconocido. Un lugar icónico y único en el que
comenzaría la mayor pesadilla que una chica de occidente pueda imaginar.
Tramitando un destino incierto. Un inconsciente paso
más hacia mi calvario agónico
La llama estaba más encendida que nunca y, convulsionada por lo vivido, me
impulsaba a acelerar los trámites para mi nuevo destino, Arabia Saudita. Un
mundo absolutamente desconocido para mí. Las únicas referencias que tenía de
ese misterioso Reinado de Oriente, eran los camellos, la arena del desierto y el
petróleo.

Puesto que nunca pude manejar con cautela la curiosidad. En cuanto retorné
a Miami, comencé a investigar acerca de la experiencia de otras mujeres
occidentales que se habían casado o estaban relacionadas sentimentalmente
con hombres árabes.

Todo lo que leía resultaba pesimista y poco alentador, pero una vez más tomé
la tóxica costumbre de auto convencerme de que él era diferente, lo había
percibido en nuestra romántica e inolvidable semana vivida en Estambul. Aunque
con el tiempo caí en la oscura realidad, todo era parte de una tonta idealización
generada por el proceso de enamoramiento.

Con la transparencia que me caracteriza y quizá pecando de inocente,


comenté a mi esposo los espantos que leía acerca de la manera en que algunos
de sus compatriotas trataban a sus mujeres.

Por supuesto, él me decía con suma tranquilidad que eran casos aislados y
que generalmente las personas cuentan las malas experiencias para atraer la
atención de los lectores. Aún enamorada y fortalecida por los últimos días que
disfrutamos en Berlín, le creí ciegamente justificando su respuesta.

Pronto dejaría de ser la chica estadounidense amante de la playa, de alma


libre, con el afán permanente de descubrir cosas nuevas, para convertirme en la
afortunada esposa del prometedor doctor Selmi. Inmediatamente, comencé a
tramitar todo lo necesario para obtener la visa que me permitiría ser una
ciudadana extranjera legalmente autorizada para vivir en territorio árabe.

Ingresar a Arabia Saudita es una cuestión complicada. El gobierno es


sumamente estricto al momento de aprobar el ingreso de extranjeros a su país.
El otorgamiento de la visa está sujeto a cuestiones que no son consideradas en
otras partes del mundo.
Por dar un ejemplo claro, es obligatorio declarar la religión que se practica y,
en el caso de definirse una persona como atea, el acceso queda rotundamente
negado, sin importar si se trata sólo de una visita en calidad de turista.

En el caso de los ciudadanos israelíes y judíos en general, la prohibición es


absoluta e inapelable. Debe especificarse todo, incluso algunos detalles que
pueden considerarse poco trascendentes para ciudadanos de otros países,
principalmente los de origen occidental.

Son aprobadas las visas transitorias sólo para viajes temporales, reuniones
de negocios o la participación en celebraciones musulmanes específicas; pero
en todos los casos con un permiso de la correspondiente embajada.

Con posterioridad, me enteré de casos de mujeres que habían sido


interceptadas en las calles por las autoridades debido a su aspecto poco común
para la sociedad árabe, detenidas e incluso castigadas al ser confundidas o
estigmatizadas como prostitutas extranjeras e indocumentadas.

Teniendo en cuenta todas esas restricciones, sabía que debía afrontar un


traumático proceso y, lo que suponía una serie de trámites que me tomarían sólo
unas pocas semanas, se estaba tornando eterno. Sin embargo, no iba a permitir
que la burocracia signara la postergación de mi anhelo. Nada ni nadie, podría
impedir que la distancia entre nosotros fuera cada vez más estrecha, hasta
volverse inexistente.

Casarnos con anterioridad fue un acierto para agilizar los trámites, pero
hubiera preferido conocer antes el lugar donde pasaría la próxima etapa de vida
junto a mi esposo.

Pronto, el mes de junio se hizo presente. Un poco más de tres meses habían
transcurrido desde nuestro enlace matrimonial. No nos volvimos a ver desde
entonces, pero el contacto era fluido a través de los mensajes por mail. Siempre
se interesaba en saber sobre mi acontecer diario.

Eso era algo estimulante. aunque dejaba ver un trasfondo de oscura


inseguridad y celos. Siempre encontraba un punto para desconfiar y hacerme
sentir culpable, se convirtieron en costumbre sus reacciones irrisorias ante las
actividades propias de una mujer socialmente activa.

El doctor Selmi, veía mal que me reuniera con amigos de años porque entre
ellos había hombres. Llegué a considerar que, efectivamente, era una
irresponsabilidad de mi parte el llevar una vida siempre había considerado
normal. Comencé a cohibirme y aislarme de todo. No quería defraudar a mi
esposo ni darle motivos, aunque infantiles, para desencadenar sus celos y olas
de reclamos.
El poder psicológico que el doctor Selmi ejercía sobre mí era algo muy serio.
Incluso a la distancia, se las arreglaba para hacerme sentir miserable. Aunque
era consciente de la vulnerabilidad con la que me exponía ante él, no podía
imponer mis argumentos y terminaba dándole la razón, como si él fuera el dueño
de la verdad.

Como sus vacaciones iniciaban también en el mes de junio, decidimos que él


vendría a Miami a conocer a mi familia y después nos tomaríamos unos días
para relajarnos en Panamá, antes de establecernos definitivamente en Arabia
Saudita. Llegando a destino, el doctor fue retenido en migraciones durante cuatro
horas. La existencia de tres pasaportes diferentes a nombre suyo causó
sospechas en las autoridades y, por supuesto, también en mí cuando me enteré.
Jamás entendí, ni quise averiguar, por qué los tenía.

Para añadir mayor dramatismo y fastidio al explosivo carácter de mi esposo,


un oficial de migraciones decidió, en medio de tantas preguntas, hacerle un
chiste que alteró más su temperamento. Atentó, sin saberlo, contra el instinto
posesivo que tanto me molestaba. Bromeando le dijo: “Tú no sabes si ella estará
contigo 10 años más", fue como si un puñal lo atravesara de lado a lado
despertando cada centímetro de ira que increíblemente supo contener.

Esa semana en mi amada tierra, no fue la más feliz de todas. El menú diario
incluía peleas sin sentido y manipulaciones, su arma predilecta para lastimarme.
Llegué al punto de pensar en decirle que hiciera sus maletas y se fuera para el
aeropuerto, que volviera a Arabia Saudita.

Sin embargo, nunca tuve la valentía necesaria para ejecutar lo que pensaba.
Al poco tiempo, su capacidad de alterar mis emociones lo colocaron en el puesto
de víctima. ¿Podía ser tan malvada de querer alejarlo de mí luego de estar tanto
tiempo distanciados? ¿Acaso ya no lo amaba? ¿Qué clase de mujer perversa
era como para echarlo de la casa de mis padres? ¡Era mi esposo! Debía soportar
todo, en las buenas y en las malas.

Desafortunadamente, las buenas brillaban por su ausencia. Pero ya vendrán


tiempos mejores. Él es diferente, otra vez me atragantaba con el mismo verso
auto complaciente y conformista.

Desde el momento en que nos conocimos, el doctor Selmi pasó a ser mi


prioridad. Ocupó un lugar privilegiado en el altar de mis aspiraciones, al punto de
que mi propia existencia pasaba a segundo plano.

Él era consciente del poder que ejercía sobre mí y no dudaba hacer uso
permanente del mismo para que cayera irremediablemente en sus brazos,
pidiendo perdón por lo que ocurría. No importaba la causa o el motivo, siempre
era yo la que daba los primeros pasos para una rápida, aunque fugaz,
reconciliación.

Pronto llegó el momento de reservar los pasajes hacia Panamá y, como


siempre, surgieron problemas debido a mi fobia por los aviones. Él quería que
primero fuéramos a Costa Rica, para luego dirigirnos hacia Panamá. Le pedí
encarecidamente que nos quedáramos unos días más en Miami para pasar más
tiempo con mi familia, quería disfrutarlos al máximo y festejar mi cumpleaños con
ellos.

El doctor Selmi siempre trató de alejarme de mi familia, algo que nunca logró.
Pese a que somos pocos, el seno familiar siempre se mantuvo muy unido y ésta
no sería la excepción. Sintiéndome fuerte por encontrarme en casa de mis
padres, defendí mi postura de ir sólo a Panamá, como habíamos planificado en
un principio.

No obstante, fiel a su orgullo y egoísmo, el doctor Selmi se fue sólo a Costa


Rica y nos encontramos cuatro días después en el lugar originalmente elegido
para nuestro descanso.

Nuestra estadía en Panamá no fue la mejor de todas, comenzaba a relucir su


verdadera cara. Uno de esos días decidimos ir a la bellísima isla Taboga. Cuando
llegamos a la isla, llena de entusiasmo me dirigí hacia un hotel para ponerme mi
traje de baño. Amo la playa y esa era paradisíaca.

- “Upppssss, no, no, no” - me dijo el doctor Selmi con algo de sarcasmo. - “Tú
ya no puedes usar bikini, la religión no lo permite”- Ya se podrán imaginar mi
cara. Nuevamente la impotencia me carcomía el espíritu. ¿Estar en el mar y no
disfrutarlo? ¿Qué clase de locura es esa?

Lloré muchísimo, pero complací su pedido. Era muy débil ante él. Toda mi vida
había criticado a las mujeres que se dejaban pisotear por un hombre y, ahora, yo
estaba aprobando, sin darme cuenta, el examen de cobardía para graduarme
con honores en la misma categoría.

Durante toda nuestra estadía, me la pasé sentada debajo de un árbol de la


espléndida Taboga, cuestionándome sin piedad qué había hecho mal para
merecer semejante castigo.

Aún en Panamá, lugar donde viví algunos años durante mi infancia, mis
amigos me invitaron para reunirnos. Como era de esperarse, mi esposo no
estaba de acuerdo ya que la mayoría eran hombres. La excusa era siempre la
misma, - “yo quiero pasar todo el tiempo sólo contigo”- me decía constantemente.
En tan sólo una semana, con tremendas ansias de volver, se terminaron esas
inmundas vacaciones. Estábamos nuevamente en Miami.
Lo que debió ser un viaje de placer para afianzar nuestro amor y recomponer
la cuota de romanticismo perdida, culminó en un rotundo fracaso. Peor aún,
incrementó mis miedos, dejando al descubierto facetas aterradoras de la
personalidad de quien, aunque era un hecho que comenzaba a pesarme, ya era
mi esposo.

Pasando por alto los innumerables indicios que intentaban alertarme de no


cometer el mayor error de mi vida, continué con el trámite de mis papeles para
mandarlos a la embajada de Arabia Saudita.

Una vez que reuní todos los documentos necesarios, los envié a una
compañía que se encargaba de tramitar visas con el fin de agilizar el trámite,
pero fue un gran error. Demoraron una eternidad en gestionar la petición.

En lugar de entenderme, el doctor Selmi me presionaba sin discreción. Exigía


mayor intervención de mi parte, pero era algo que no estaba al alcance de mis
manos y no lograría nada con enojarme.

Después de unas largas semanas, finalmente me llegó la visa. Felizmente lo


llamé y, una vez más, me hundí en sus mares de fastidio. Nuevamente la
angustia era moneda corriente en mi sentir. Nunca entendí el porqué de ese
sentimiento al momento de tomar decisiones juntos, en este caso mi mudanza a
Arabia Saudita.

Faltaba muy poco para insertarme en el mundo de las abayas. Percibí cierta
intranquilidad en mis amados padres, pero siempre fueron defensores de la
libertad de elección y sabía que respetarían la mía.

Mi amiga Josefina
no se cansaba de
advertirme que
tuviera cuidado, que
era una cultura
cerrada de personas
muy diferentes. -
“Nunca volverás a ser
la misma persona”-
profetizó en una de
nuestras tantas
charlas. ¡Qué razón
tenía!
Sin saberlo en ese momento, ella sufriría conmigo gran parte de la tormentosa
vida que me esperaba. Siempre ha estado ahí para intentar abrirme los ojos y
darme unos merecidos jalones de oreja. El apoyo incondicional y su oído
dispuesto a escuchar mis lamentos me ayudaron a sobrevivir hasta el día de hoy.

En mis últimos días de estancia en Miami, me dedique a estar más con mi


familia y mirar como mi sobrina, que es mi vida entera, jugaba con su perro Kio,
el que es como un hijo para mí. Pensaba cómo podría meterlos en la maleta. Los
extrañaría hasta el hartazgo. Eran muchos los sentimientos encontrados y pocas
las certezas.

Mientras tanto, el doctor Selmi se encargaba de darme instrucciones. Para no


perder la costumbre, me recriminó el hecho de haberme quedado una semana
más en Miami, inyectando nuevamente tristeza en mi corazón.

El tiempo era tirano y avanzaba sin consideración. El día de la partida llegó.


Me esperaba Arabia Saudita. Mi destino. Mi nueva familia. Mi tormento.
Rumbo a la tierra del petróleo. Perforando pozos de
incertidumbre

Por todos los medios posibles evitaba llorar. El momento del adiós a mis seres
amados era impostergable, aunque deseaba evadirlo con todas las fuerzas. Le
pedí a Josefina que me llevara al aeropuerto, para que la despedida de mi familia
fuese menos dolorosa.

Mis padres intentaron mostrarse fuertes pero su tristeza era perceptible. Y


aunque había prometido no hacerlo, mi sobrina no paraba de llorar. Semejante
acumulación de sentimientos estaba derrumbándome. Incluso hice esconder a
Kio, el perrito, en un intento por impedir que fuera otro motivo generador de dolor.

Como acordamos con anterioridad, Josefina pasó a buscarme y me


acompañó hasta el último minuto para asegurarse de que estaría bien. Ella no
paraba de repetirme que aún estaba a tiempo de tirar todo por la borda y escapar.

Pero mi cabeza testaruda no admitía razonamientos. Era la esposa del doctor


Selmi. Mi lugar estaba lejos de allí, a miles de kilómetros, compartiendo la vida
junto a él.
Llegó el momento de abordar. No imaginaba en ese entonces que al tomar el
avión me estaba condenando. Era una bisagra para el resto de mi existencia.
Estaba a punto de abrir el enorme portal de un laberinto en cuál me perdería,
hasta el punto de coquetear con la locura.

La primera parte del viaje fue agradable. Pensaba en todos los detalles para
no tener imprevistos y fantaseaba con lo que sería mi primera vez en Arabia
Saudita, me costó demasiado poder conciliar el sueño. En realidad, fue imposible
que mi mente reposara en las aguas de la tranquilidad. La primera etapa estaba
cumplida, ya me encontraba en Alemania. Sólo restaba el paso más importante,
en cuestión de horas estaría pisando tierra árabe.

Estaba aguardando para subir al avión, cuando un hombre saudita apeló a


todos sus recursos para acercarse a mí de una manera más que amistosa. Una
mujer viajando sola provoca mucha curiosidad en esos hombres. Comenzó con
las preguntas clásicas y universales para intentar romper el hielo y entablar
alguna clase de vínculo.

Su intento de conquista colapsó ante mi inmediata respuesta: “soy una mujer


casada”. Inmediatamente, dejó de coquetearme y simplemente me deseó suerte,
como si supiera que la iba a necesitar.

Después de esa escala en Alemania, terminé el trayecto hacia la desconocida


Arabia Saudita. Una de las cosas que más llamó mi atención fue que la aerolínea
del reinado se encontraba apartada del resto. Al momento de abordar el avión
que me depositaría en mi nueva casa, me fue solicitado inmediatamente el
famoso papel de ingreso.

Justo antes de despegar se escuchó un rezo en las bocinas, ¡Dios mío!,


pensaba yo, ¿Acaso necesitamos suerte para poder volar y llegar a nuestro
destino? Cuando despegamos y tomamos altura, me llevé un tremendo susto al
ver a todos dirigiéndose apresuradamente hacia la parte trasera del avión, no
entendía nada, pero me sentí aliviada al verlos regresar sonrientes.
Posteriormente, fui a curiosear sobre el porqué de tanto alboroto, resulta que
muchos de los aviones sauditas tienen un cuarto para rezar. ¡Dios mío, hasta en
el avión!, pensaba yo. Pero eso no era nada, comparado con lo que me esperaba
en el Reinado.

Un muchacho sentado a mi lado rechazaba todo lo que le ofrecían las


azafatas, incluso el agua. Me pareció ilógico hasta que me percaté de que era
Ramadán, el mes del calendario musulmán durante el cual se debe ayunar y
abstenerse de todo tipo de bebidas, comidas, relaciones sexuales y cigarrillos.
Sólo se pueden ingerir alimentos y bebidas desde antes del amanecer hasta la
puesta del sol.
Como mencioné anteriormente, no existe para la potencia oriental lo que se
conoce como visa turística. Sólo se puede entrar a su territorio por motivos
religiosos o de trabajo, revisado por las autoridades con sede allí, o siendo
familiar muy cercano de alguna persona que tenga un cargo importante, no
siendo igualitarias las condiciones para los parientes de residentes con tareas
consideradas como poco destacadas.

Descubrí con el paso del tiempo que los hindúes, la mayoría de ellos choferes,
y los filipinos, gran parte dedicados a las tareas de limpieza, no pueden llevar a
sus familias. Por el contrario, una vez que llegan y son contratados por sus
patrones resignan el pasaporte dándoselo a sus “sponsors” quienes distan
mucho de otorgarles beneficios o ser cordiales.

Básicamente, son tratados como animales sin derechos y sometidos a un total


estado de esclavitud. Las violaciones y los maltratos son comunes en la relación
cotidiana con sus empleadores.

Una vez superada mi fobia a volar, comencé a disfrutar del viaje imaginando
cómo sería mi nueva vida con la función de esposa. Ese era un título que seguía
generando inquietudes en mi mente. Jamás había imaginado, hasta ese
entonces, encontrarme en esa posición, afrontando semejante responsabilidad.

Un asistente de vuelo irrumpió en mis pensamientos con su amigable voz: ¿Es


tu primera vez en Arabia Saudita?, preguntó cordialmente. Asentí con la cabeza
y sonriendo me dijo: “Vas a querer que sea la última”.

La sorpresa que me causó ese breve diálogo, se mezcló con una temerosa
curiosidad. Terminando con ese incómodo e inquietante momento, el asistente
preguntó rápidamente si quería comer algo en especial. Acepté con gusto y en
breve, me vi disfrutando de una deliciosa kermes de sabores exóticos mientras
observaba imágenes de paisajes en el asiento delantero. Mas tarde, me
enteraría de que en las aerolíneas sauditas no se permiten poner películas con
imágenes de personas, Eso para ellos es Haram, es decir, algo prohibido, esto
es lógico considerando que en el Reinado no existen cines ni salas de teatro.

Pasaron pocos minutos y el avión comenzó a descender. Asombrada, noté


que varias mujeres se dirigían presurosamente hacia el baño. Una a una, fueron
retornando a sus respectivos lugares luciendo sus abayas y los hiyab colgando
de su cuello. Incluso algunas, estaban cubiertas completamente por las negras
telas que componían su vestimenta.

Siguiendo la tendencia de esas mujeres, fui y modifiqué también mi vestuario.


El vestido se adaptó perfecto a mi cuerpo, pero era demasiado llamativo para la
ocasión, pese a ser básicamente negro tenía múltiples detalles en colores.
No tenía la indumentaria adecuada para descender y pasar desapercibida en
las calles árabes. El primer intento de colocarme el hijab fue fallido, la sensación
de asfixia era desesperante. Admiraba la naturalidad con que las mujeres nativas
de Arabia Saudita los lucían, como si hubiesen nacido con el accesorio
incorporado.

Antes de pisar tierra firme nos exigieron dejar las revistas en el avión. No
podían circular en la sociedad musulmana, era algo prohibido.

Siempre imaginé al King Khalib Airport como algo espléndido, deslumbrante y


exagerado al igual que todas las infraestructuras en el Medio Oriente, además,
se trataba del aeropuerto de Riad, la capital del país. No obstante, me equivoqué,
me encontré con uno de los aeropuertos más feos en donde he estado.

Algo abandonado, sucio y con edificaciones viejas se asemejaba más a una


vulgar cárcel. Además, los carteles señalizadores eran poco claros. El color
sombrío y gris, acentuaban el sector especialmente determinado para los que
ellos consideraban visitantes de tercera o cuarta categoría. Pero no importaba,
yo iba a lo mío, a encontrarme con mi amado esposo.

La clasificación de los visitantes fue despiadada. En ese momento, agradecí


el hecho de ser americana. Inexplicablemente, las autoridades árabes
consideran a los estadounidenses como celebridades, en grado de importancia,
siguen los europeos, canadienses y, por último, los australianos.

Hindúes, pakistaníes, filipinos, entre otros, corren la suerte contraria. En una


enorme área, dispuesta especialmente para ellos, se encontraban sentados y
tirados en el suelo como si se tratase de campos de concentración, eran
humillados y sometidos a constantes abusos de autoridad.

La situación generaba impotencia. Escoria humana, eso significaba para las


autoridades locales la enorme masa de gente que sólo añoraba una mejor
situación económica que les permitiera tener una mejor calidad de vida. Mujeres,
hombres y niños se encontraban hacinados durante horas en el espacio definido
para tal fin.

Los policías gesticulaban y daban órdenes de manera intimidante. Los nervios


iban en aumento. Anteriormente, había escuchado que las mujeres eran llevadas
a un cuarto pequeño para ser revisadas. ¿Correría la misma suerte?

Debo confesar que me sentía asustada, intimidada. Había leído tantas cosas,
que sólo esperaba el momento para vivirlo. Veía como mandaban hacia un cuarto
a muchos de los occidentales luego de ser entrevistados por el oficial de
migración. Finalmente, después de una larga espera, llegó mi turno. Pasé sin
ningún problema.
Al acercarme al puesto de migración, fue un esbelto oficial vestido de color
beige, con camisa y pantalón ajustado a la altura del ombligo por un sencillo
cinturón quien me atendió. Él notó el bronceado reciente y mis inconfundibles
facciones anglosajonas. “Americana y musulmana, felicidades” fueron las
palabras que dijo luego de mostrar sus dientes en una expresión fraternal. Su
tupido pero pequeño bigote, que se extendía por encima de su labio superior sin
llegar a cubrirlo en sus extremos, acompañó con gracia la mueca que intentó
esbozar en señal de simpatía.

Yo no entendía nada de lo que mi identificación especificaba. Dado que ésta


se encontraba escrita en árabe, pero su sonrisa aprobatoria dejó libre mi camino
permitiéndome seguir adelante. Se comportó muy amigablemente, incluso me
comentó que me veía muy bonita con mi abaya. No sabía si darle las gracias o
sentirme insultada por notar en él cierto grado de ironía, sin embargo, opté por
la primera opción. - “Oye, sonríe”-, me dijo mientras me retiraba, con un precario
pero comprensible uso del idioma inglés.

Sentí tranquilidad. Había superado la primera instancia, pero el martirio


todavía no concluía. Faltaba el proceso de la aduana local para la admisión del
equipaje que traía conmigo desde Estados Unidos. Me había informado
previamente sobre el tema.

Entre la lista interminable de objetos prohibidos, se encontraban las bebidas


alcohólicas, comidas con puerco, vainilla, películas, crucifijos y cualquier articulo
religioso que no esté vinculado al islam, asimismo, todo lo alusivo al día de San
Valentín y Navidad, además de un sin fin de cosas que para los occidentales son
muy normales. Luego del minucioso registro de las pertenencias, pude salir
airosa de la situación.

Una vez finalizado el tedioso proceso, pase más relajada las puertas del
aeropuerto. Ya podía respirar el aire oriental. Ansiosa por consolarme entre sus
brazos, después del traumático episodio, por fin me encontré con el doctor Selmi.
Sin embargo, ni siquiera un beso en la mejilla recibí de su parte. Fue entonces
cuando tomé conciencia de que estábamos en el Reinado de Arabia Saudita, y
no se permitían las muestras de afecto.

En el camino a casa, el doctor Selmi no escatimó en darme instrucciones. Fue


sumamente reiterativo, aleccionándome como si fuera una niña de kínder, un
hecho que se convertiría en un hábito. No estaba preparada para un cambio tan
radical, sin exagerar, básicamente tenía que convertirme en otra persona, actuar
distinto de todo lo que era, para encajar en ese mundo tan hipócrita que iría
descubriendo día a día.
Hicimos una breve parada para cenar en un restaurant tailandés. Un sitio muy
bonito, dividido en pequeños cuartitos cubiertos por cortinas. Inmediatamente
nos dirigieron a uno de ellos, el mesero nos dio el menú y cerró nuevamente la
cortina. Un rato después, pidió permiso para tomar nuestro pedido y más tarde
nos traería la cena.

¡Qué frío es comer sin disfrutar de la hermosa vista! Todo se veía raro y, al
mismo tiempo, intrigante. ¿Y las personas? La situación me parecía un poco
chocante pero debía acostumbrarme, más adelante vendrían cosas peores.

Luego del pequeño receso para alimentarnos, nos dirigimos a casa. Mi nuevo
hogar, ¡Qué emoción!

Al llegar tuvimos que pasar por tres seguridades y después, al entrar a la casa,
me sentí rara, todo era muy bonito, pero no había calor de hogar. En ese
momento, supuse que mi percepción era producto del proceso de adaptación,
luego todo sería todo muy ameno. Como siempre pensaba en cada aspecto de
nuestra relación.

Dicen que la esperanza es lo último que muere y yo pensaba mantenerla


intacta.

Nuestra casa en Raid era confortable. Tenía una sala principal muy amplia a
la que los blancos pisos daban una luminosidad especial al ambiente. La
habitación matrimonial, al igual que la de huéspedes, tenía pisos de madera. El
baño y un patio con una pequeña área verde completaban la vivienda. Estaba
bien para nosotros dos, pero sabía que sería una casa transitoria.

Acomodé mis cosas e inmediatamente salimos de compras. Mientras


caminábamos por las calles del Reinado, comenzó lo que sería una orden
constante: “Cúbrete, un mechón de tu cabello es visible”. Desde ese primer día
en Arabia Saudita, la inseguridad de mi esposo era alarmante y afectaba nuestra
relación. Se comportaba como una especie de suricato, elevando su mirada
intentando detectar el peligro a tiempo, manteniéndose atento a cuanto hombre
se atreviera a mirarme.

Nos dirigimos al bazar para comprar mi atuendo, para camuflarme entre tanta
tela. Una gran variedad de abayas discretas fueron su regalo de bienvenida,
puesto que la mía tenía colores y llamaba aún más la atención. Un lindo gesto
de mi esposo, aunque en realidad, lo hizo para que me viera como una mujer
digna de transitar por las calles de la ciudad y no ser objeto de miradas
inapropiadas.

Volvimos a casa con una enorme bolsa llena de telas negras, sin vida ni color.
Telas que serían mi uniforme para salir de casa. Llegó así la primera noche de
una nueva vida que apenas comenzaba. Ahora, tanto en los papeles como en el
modo de vestir ya era una auténtica ciudadana árabe.
Siempre me encontraba enredada entre las oscuras telas, renunciando a
disfrutar del paisaje, por la inexplicable obsesión de complacer a mi esposo. En
más de una ocasión, le pregunté por qué se había casado con una mujer
occidental si sabía que en Medio Oriente, le gustara o no, siempre llamaría la
atención. Él odiaba esa pregunta.

Durante esa primera semana de convivencia juntos, tuvimos varias típicas


peleas: “Cúbrete”, “mira hacia adelante” y un batallón enorme de prohibiciones
que se resumían bajo el reiterativo “no puedes”. El manual de restricciones
aumentaba, paulatinamente, con el paso de las horas.

Posteriormente, pagaba una condena demasiado cara. Sus reproches


infundados determinaban mi culpabilidad: ¿Acaso era responsable de que los
hombres me miraran? Jamás provoqué a nadie, pero a su criterio me exponía
intencionalmente. Eso sería para mí, una permanente tortura en nuestra
convivencia diaria.

Días después, el doctor Selmi trajo una gran cantidad de cajas y me ordenó
que empacara todas nuestras pertenencias. Nos trasladaríamos a Yanbu, una
ciudad ubicada en las cercanías del Mar Rojo.
Antes de mi viaje hacia Arabia Saudita, el doctorcito me había comunicado
que sólo estaríamos tres semanas en Riad. Nos estableceríamos definitivamente
en Yanbu, debido a que había sido promocionado en su trabajo para ocupar un
puesto superior.

El doctor, quien se hacía llamar de esa manera por su Doctorado en Sistemas


Informáticos, trabajaba para el gobierno de Alemania y su nueva misión era
comandar una Universidad de AT&T en Yanbu.

Me ocupé de la tarea asignada, obviamente sin ayuda de mi esposo. Su


trabajo era intelectual, no manual. Esa era su clásica excusa para eximirse de
todos los trabajos físicos. Jamás le vería siquiera colocando un clavo.

Para todo contrataba personal o, por supuesto, me delegaba la tarea. Nunca


me importó demasiado, ya que soy una mujer acostumbrada a darme maña para
los quehaceres del hogar y las actividades prácticas en general.

Cuando terminé de empacarlo todo, me pidió encerrarme en mi cuarto y


permanecer allí porque vendrían los hombres encargados de la mudanza y no
tenían que verme. ¿También debía esconderme en mi propia casa? ¿Qué clase
de locura era esa?

Ofuscada, accedí a su petición. ¿Acaso no sabía que las mujeres adoramos


estar detrás de los detalles y bregamos por el cuidado de las cosas frágiles o de
valor? Como un león enjaulado, durante horas, me limité a esas cuatro paredes.
Teniendo como único entretenimiento el sabor agrío de mis lágrimas.

No entendía lo que pasaba conmigo. Complacía cada uno de los caprichos


ridículos de mi esposo. La irracionalidad se estaba apoderando de mí. Era
consciente de ésto, pero no tenía la voluntad necesaria para sobreponerme.

Poco a poco y, en escasos días de convivencia, iba descubriendo la malvada


perversidad del doctorcito, quien no descansaría hasta llevarme a la locura.
La soberbia y arrogante máscara del Doctor Selmi
La complejidad de las personas es infinita. Los distintos matices vinculados con
la crianza y las experiencias vividas desde niños nos condicionan y ayudan a
moldear nuestra forma de relacionarnos con el mundo.

Viajando por distintos países, he conocido múltiples culturas y personalidades


que se asemejan en muchos casos, sin importar el lugar que ocupen en el
planeta.

Sin embargo, al analizar la historia y las decisiones de vida tomadas por el


doctor Selmi, se puede concluir fácilmente que se trata de una persona
absolutamente traumatizada por las vivencias de su infancia y que es
sumamente radical al momento de defender sus principios, ésto es algo
maravilloso, siempre y cuando se lleve un estilo de vida acorde a lo que se opina.

En ocasiones, pienso que hay personas que vienen al mundo con el propósito
de hacerle daño a otros seres humanos. Sus inseguridades son tan grandes que
sienten la necesidad de pisotear a otros. Esa falsa sensación de poder los
satisface momentáneamente, al darse cuenta que tienen injerencia directa en el
estado emocional de las personas, sobre todo de aquellas a las que juran amor
incondicional.

Ese era justamente el principal problema de mi esposo. Una vida plagada de


complejos de inferioridad, que lo llevaba a tener pánico de la opinión del resto de
las personas y que lo hacía vivir en un permanente estado de hipocresía.

Despiadado y sin sentimientos buenos o desinteresados hacia los otros, así


pasaba el doctorcito sus días. Como conducta habitual, tenía el hablar mal de
sus compañeros de trabajo, rebajar, denigrar y compararse en todo momento.

Tenía un falso ego sumamente elevado, para aparentar ante los demás una
vida de éxito, tanto en el ámbito profesional como familiar, eso fue su mayor
condena. Él luchaba arduamente por mostrarse feliz, pero no lo era. Fingía
seguridad y autoestima pero, en la intimidad, flaqueaba en ambos aspectos.

Su pasado siempre fue algo misterioso y había muchas cosas raras que no
concordaban con el relato que él mismo se encarga de hacer de su vida. De
acuerdo con él, desde su infancia había permanecido durante varios años en
Francia alejado totalmente de su familia.

Un motivo oculto, lo obligó a partir a Argelia siendo todavía un adolescente.


Nunca me pudo explicar por qué debió abandonar dicho país europeo. Siendo
honesta, jamás conocí a su familia, ¿Por qué? Simplemente tenía muy mala
comunicación con su familia. Según él, para que pudiera conocerlos debía
cumplir con varios requisitos previos, el primero de ellos era quitarme los
piercings de la nariz. ¡Hipócrita! Ni siquiera sabían de mi existencia.

Siempre tenía una nueva excusa cuando le preguntaba sobre la posibilidad


de conocer a su familia, una de las más ridículas fue cuando dijo que su familia
podría no aceptarme y discriminarme por el simple hecho de ser vegetariana.

Aún en estos días, alejada de toda la historia que viví en el Reinado, me sigo
preguntando cómo fue posible que jamás visitáramos a su familia. Durante
nuestros más de dos años de terrorífica convivencia me mantuvo alejada de
ellos, intentó hacer lo mismo con mi familia, pero al ver que eso era algo
imposible tuvo que desistir.

Más allá de los detalles, para conocer la historia del doctorcito es necesario
remontarse a un vínculo clave en su vida, a saber, su madre. El odio que sentía
hacia su madre era evidente y no se preocupaba por disimularlo de alguna
manera.

Pese a que ya había fallecido, el recuerdo de su madre era injustamente


negativo para él. El odio se basaba en la personalidad liberal de su madre, ella
no aceptaba ser una mujer sumisa al extremo en el cual pretenden muchos
hombres musulmanes.

Supongo, que en mí encontró la manera perfecta de descargar ese


sentimiento tan deplorable. Mis costumbres occidentales y las muestras de
“rebeldía” en pequeños detalles le recordaban a su madre.

Por el contrario, su trato hacia los hombres era completamente distinto.


Incluso, llegué a pensar que mi esposo tenía una marcada tendencia hacia la
homosexualidad. Esa era la única manera en que mi mente podía entender el
trato ameno, simpático y cariñoso que solía tener con personas de su mismo
sexo.

Muy lejos de ese comportamiento, el odio y la depravación formaban parte de


los sentimientos que tenía hacia las mujeres que formaban parte de su vida. En
infinitas oportunidades, consultaba las decisiones con un amigo, sin entender
que se trataba de proyectos que formaban parte de nuestra pareja.

Fanático religioso y fiel a las escrituras del Corán, su comportamiento distaba


mucho de una persona devota y realmente comprometida con el estilo de vida
musulmán. Bien se puede decir, que “dibujaba” sus acciones con el fin de auto
convencerse de que era un buen musulmán.

Una de las más grandes confesiones que logré de su parte, después de


mucha insistencia, y que más llamó mi atención, fue que el dulce y enamorado
doctorcito había contraído matrimonio con anterioridad, algo de lo que me enteré
meses después de conocernos. Lo interesante al respecto, es que su ex esposa
nunca convivio con él.

Su conducta, logró abrirme los ojos y desmitificar la idea que tenía sobre su
firmeza en el cumplimiento del Corán. Se había casado con una mujer alemana
sólo por el hecho de poder tener relaciones sexuales con ella. Algo que me
pareció repulsivo al enterarme.

El Corán establece que sólo una pareja casada puede hacer el amor con total
libertad. Y las ganas de mi ahora esposo eran tantas en ese momento, que
prefirió fundirse en el placer a cambio de jurar amor eterno ante su Dios.

Me resultaba impresionante, saber hasta qué punto de depravación e


hipocresía era capaz de llevar su vida. De haber cumplido al pie de la letra con
las tradiciones, su primer paso hubiese sido ir a la casa de la futura esposa para
hablar con su familia. En caso de que ésta estuviera de acuerdo, debía contar
con dos testigos al momento de hacer entrega de la dote, algo material que se
ofrece obligatoriamente como muestra de agradecimiento. Obviamente, no
realizó el proceso adecuado con su ex esposa, así como tampoco lo hizo
conmigo.

Para olvidar a su ex esposa, de la cual nunca supe si se divorció, conoció a


una muchacha de Bélgica. Durante un año estuvo jugando con ella porque,
según me comentó, nunca estuvo enamorado. Era simplemente una compañía
para no sentirse sólo. Sé perfectamente que la soledad mata al doctor Selmi, así
que decidí creerle.

Un matrimonio previo a casarse conmigo fue parte de la cosecha del doctor


Selmi. Quedé asombrada y algo decepcionada por su proceder. Ni siquiera
convivió con su otra esposa. Jamás volvieron a verse después de la “luna de
miel”.

Se casó nuevamente en Alemania de manera legal, algo que me ocultó


cuando comenzamos a interactuar. Él aún estaba casado y yo ni siquiera
enterada de la situación. Su historia acerca de ese matrimonio es poco creíble.

Después se fue a Canadá, porque realizó allí su Doctorado en Informática.


Supuestamente se habían casado para que ella tuviera los papeles y pudiera
irse con él a América del Norte posteriormente. Ella nunca fue. Lo más extraño
del caso es que al ser originaria de Alemania, la visa no es necesaria para
establecerse en Canadá.

Durante su estadía en Canadá, conoció una chica coreana. Según él, estaba
con ella simplemente porque le hacía todo. La utilizó como una mera sirvienta e
incluso llegó a decir que esa mujer le daba asco. La veía como cualquier cosa,
menos como una mujer con un físico deseable. Siempre aborrecí la manera en
que se refería a las mujeres y su clásico alarde de cómo jugaba con todas.

Se jactaba diciéndome que había estado con más de cien mujeres, cosa que
nunca le creí por supuesto. Daba pena su arrogante estupidez en relación a ese
tema.

En el póker de damiselas engañadas, caí yo. Una chica occidental a la que


engatusó con su soberbia y arrogante máscara. En poco tiempo y sin darme
cuenta le cedí demasiado espacio, esperando un cambio de su parte. Cada vez,
era más sumisa a sus reacciones. Fui un chivo expiatorio, al que culpó de su
escasa felicidad y de la reinante disconformidad con su propia vida.

Respecto de Canadá, tuvo que irse dado que tuvo muchos problemas con las
personas al grado que llegaron a destruir su automóvil.

Al igual que un parásito que succiona la sangre de un animal, el doctor Selmi


absorbía mis energías. Me estaba secando por dentro. Con cada mentira
descubierta, cada capricho infundado y cada tortura psicológica, me sumergía
más y más en un hoyo oscuro, iba en caída libre.

No obstante, los cinco rezos al día y el ayuno eran aspectos imprescindibles


en su día a día, al igual que las ambivalencias pecaminosas con las que, muy
seguramente, lidiará por siempre. Una enorme farsa disfrazada en la fe lo
acompañará por el resto de sus días. ¿Acaso Dios lo perdonará sólo con la
práctica de su religión cuando por detrás aborrece y maltrata a cualquier mujer
que tenga relación con él? No lo creo.

En mi opinión, el doctor Selmi tiene varias personalidades. Al igual que una


cebolla a la que se le van quitando capas, cada una de ellas era ácida y fuerte,
al punto de hacer que mis ojos lloraran incesantemente ante cada
descubrimiento de su misterioso carácter.

Encontrar un por qué a sus reacciones, parecía una misión imposible. Él


simplemente actuaba en base a lo que el momento le dictara. Obviamente,
dejando en cada reacción la cuota necesaria de manipulación para intentar
destrozar mi autoestima.

Puedo recordar, que antes de embarcarme en la travesía de casarme e irme


a vivir con él al Reinado, muchos amigos me aconsejaron ver una película con
el fin de romper un poco la burbuja de ilusión en la que me encontraba inmersa.
Pero no accedí, me negaba a romper la burbuja con la fina aguja de la realidad.
A cada persona que me recomendaba lo mismo, le decía que no me hacía
falta, que mi futuro esposo era completamente distinto. Sólo un tiempo después,
en total estado de infelicidad, accedí a verla. No obstante, debo aclarar que no
todos los árabes son iguales, algunos tratan a sus mujeres como verdaderas
reinas, pero no fue mi caso.

Cuando vi la película, viví cada minuto intensamente. Me hizo recordar y


volver el tiempo atrás. Cuánta razón tenían aquellos que me recomendaban ver
“Not without my daughter” antes de tomar semejante decisión. Me pareció ver
durante todo el rodaje al doctor Selmi y sus cambiantes comportamientos.

Los celos infundados, la inexplicable necesidad de sentirse dueño absoluto de


nuestra pareja y condenarme a un rol secundario, en ocasiones incluso terciario
puesto que las decisiones las tomaba dialogando con sus amigos y no con su
esposa, todo eso formaba parte de las inseguridades del doctorcito.

Inevitablemente, con el avance de la convivencia, todas esas tóxicas prácticas


de su parte se fueron tatuando en mi ser con una poderosa tinta que aún intento
quitarme, pese al paso de los años alejada de él, sin importar en qué parte del
mundo me encuentre, todavía resuena en mi mente esa eufórica y eterna orden:
“Cúbrete” que siempre me decía.

He tenido problemas en simples actos como el hecho de mostrar mis piernas,


soltar mi cabello e incluso mirar a las personas a los ojos. Es que sus múltiples
prohibiciones se hicieron costumbres, eliminar una infección tan tóxica, en este
caso psicológica, requiere de tiempo y mucha fortaleza mental.

Vivo en una lucha constante conmigo misma, en la cual, tengo como principal
objetivo el deshacerme de los traumas que él me provocó. Esa es la manera en
la que influye en las personas. Su veneno es difícil de disolver una vez que
penetra en el torrente sanguíneo, pero lo estoy logrando.
Primavera del mar. Arena, sol y más opresión
Emprendimos el viaje hacia nuestro nuevo hogar alrededor de las seis de la
mañana. Decidimos salir muy temprano, porque eran más de diez horas de viaje
en carretera para llegar a nuestro destino.

Las constantes ráfagas de viento y algunas tormentas ocasionales de arena,


hacen parecer que el cielo siempre está nublado, un fenómeno que siempre me
gustó observar con asombro ya que no es algo común en otras partes del mundo.

Las altas temperaturas que rondan los cincuenta grados centígrados son una
constante, al igual que los interminables silencios de mi compañero de viaje y de
vida. Un sauna sobre ruedas con matices de sepulcral silencio resumía nuestro
peculiar viaje.

Manejar en Arabia Saudita es una aventura peligrosa. Hay autos circulando


por cualquier sector de la carretera sin respetar las señales correspondientes,
también se pueden ver a niños de diez años conducir trasladando a sus madres,
todo ello explica el porqué de tantos vehículos accidentados a la vera de la ruta.

Personalmente, me pone furiosa ver cómo los niños de sexo masculino son
los principales acompañantes en el asiento delantero, exponiendo su vida
permanentemente en esas peligrosas carreteras.

Tuve la ingrata experiencia de ver a infantes salir despedidos por la ventanilla


delantera de los carros, al momento de un fuerte impacto. No en vano, Arabia
Saudita tiene uno de los índices más altos de mortalidad en accidentes de
tránsito de todo el mundo.

Me parecía incomprensible que las mujeres tuvieran prohibido manejar. O sea,


que a la hora de decidir quién va primero dentro del territorio del Reinado no hay
duda alguna. Primero los hombres, luego los niños y jamás una mujer. ¿Es acaso
más peligrosa una dama al volante que un niño? Pues no como diria un Iman, a
las mujeres se le atrofiaban los ovarios si manejaban. Que barbaridad y cosa tan
absurda.

Durante el trayecto, me deleitaba viendo por la ventanilla el infinito y


maravilloso desierto. Los camellos parecían saludarnos al pasar, siempre fueron
una tentación a la que no puedo resistirme. Son criaturas alucinantes,
simplemente los adoro.
Intentaba, por todos los medios, distraerme de lo que ocurría dentro del carro.
Hubiese muerto de aburrimiento si sólo me centraba en ello. Acompañando
sutilmente al silencio, se escuchaba una tímida música oriental, algo molesta y
en un compás opuesto al ritmo de mis pensamientos. Obviamente no podía
cambiar la sintonía. Él manejaba, él ponía lo que se le antojara. Ya me lo había
dejado claro horas antes de casarnos en Dinamarca.

Cada vez que el doctor Selmi se dirigía hacia mí, era porque se acercaba un
punto de control. Nunca entendí para qué servían en realidad, pensaba que
existían sólo para someter a las mujeres y revisar que estuvieran cubiertas sin
cometer ningún "haram", es decir, algún acto prohibido que fuera en contra de la
moral o lo sagrado. Como si gozara de la situación, él aprovechaba para
pronunciar su palabra favorita en todo el diccionario: “Cúbrete”.

Después de algunas horas de viaje, tuve la necesidad de ir al baño. Sin


embargo, en cuanto a las construcciones, sólo se ven mezquitas de todos
tamaños al costado del camino. No importa si la casa más cercana está a más
de cincuenta kilómetros.
Arriesgada y atrevida, no tenía más opción que usar los sanitarios de las
mezquitas, la cual es, básicamente, una letrina rodeada por agua acumulada en
el piso y acompañada de una precaria ducha.

Por fin, con los cuerpos agotados por el viaje, pero ávidos y curiosos de
descubrir el lugar donde viviríamos, llegamos a nuestro destino. Yanbu es una
ciudad portuaria enclavada a orillas del Mar Rojo con alrededor de doscientos
ochenta mil habitantes.

Completamente diferente a Raid, la ciudad capital, la vida en la llamada


“primavera del mar” parece transcurrir de manera más lenta, con menor
dinamismo y mayor tranquilidad.

Tanto mar acariciando la tierra me puso eufórica. Imaginaba el placer de nadar


en esas cristalinas aguas. Pero la ilusión se apagaba en breves segundos,
estaba en Arabia Saudita, no tenía derecho a soñar con semejante locura.
Una nueva prohibición coartaba y aniquilaba cualquier tipo de placer. Las
mujeres no pueden ingresar al agua. Deben quedarse en la playa, sin tener el
privilegio, exclusivo de los hombres, de hidratar su piel en el agua.

Veía con pena, como las demás mujeres observaban desde lejos a sus
maridos e hijos regocijándose en el maravilloso mar. En sus ojos, lo único visible,
se podía percibir la angustia y la añoranza oculta de ser parte de esa fiesta.

Era terrible pensar que conocieron el mar desde adentro siendo niñas, y que
al dejar de serlo debían conformarse con freírse bajo el sol envueltas en sus telas
negras. Si lo pensaba bien, mi suerte no era tan diferente a la de ellas.

Debido a que el doctor Selmi se casó con una mujer extranjera, su empresa
le asignó una vivienda en un complejo exclusivo para personas que no son de
origen árabe. Por ello, en un primer momento, tuvimos problemas para que él
fuera admitido, el rencor que sintió por semejante humillación fue incontrolable.

Presa de su orgullo y soberbia despotricó contra todo el mundo, en busca de


explicaciones que reivindicaran su derecho natural. Él, además de árabe, era un
ciudadano alemán.

Siempre puso esa carta sobre la mesa para sentirse más poderoso, en su
escaso razonamiento y deliberada necesidad de sentirse socialmente
importante. Como si fuera fórmula mágica para potenciar su valía como ser
humano.

Todas sus acciones eran contradictorias, por un lado, siempre sacaba a relucir
sus raíces árabes lleno de orgullo pero, contrariamente, se mostraba como un
moderno alemán de mente abierta al encontrarse con personas de otras partes
del mundo, sobre todo cuando estaba fuera de Arabia Saudita. De esa manera,
tejió cuidadosamente la telaraña en la que yo había caído, mansamente como
una mosca en busca de más azúcar.

Finalmente, después de algunas gestiones realizadas por el gobierno alemán


las autoridades accedieron a la petición. Fue así como pudimos establecernos
definitivamente en el complejo de viviendas de Yanbu, completamente cerrado y
custodiado fuertemente, siempre se temió a posibles atentados, los cuales,
efectivamente ocurrieron fuera del complejo durante mi estadía en el país.
Al llegar a casa, la que se
convertiría en mi propia
cárcel durante años, algo
provocó alegría a mi alma.
El compound o complejo,
tenía un patio central con
una playa improvisada y
una piscina. Al ser un lugar
exclusivo para extranjeros,
podría nadar sin problemas.
La felicidad me
desbordaba.

Cuando le transmití la
emoción a mi esposo, él se
encargó de derribarla como
si fuera una piedra,
impulsada por una
resortera, a un pájaro que
está levantando vuelo. -
“Sólo puedes bañarte con
ropa, no interesa si el resto
lo hace en traje de baño.
Recuerda, eres
musulmana”- me dijo
deteniendo mi vuelo, ni
siquiera mis alas llegaron a desplegarse. Otra vez mi libertad era aniquilada.

La casa en Yanbu, era exageradamente grande para nosotros dos. Pero, si


bien la vivienda era algo más ostentosa y difícil de mantener en comparación con
la de Raid, encajaba perfectamente con mis predilecciones, sobre todo por la
playa. Sin embargo, podría sacarle provecho de una manera “diferente” de lo
que imaginé en un principio.

La casa tenía amplias ventanas con vista a la playa pero, como una burla que
le quitaba su encanto, estaban cubiertas las veinticuatro horas del día por
enormes cortinas. Mi esposo estaba obsesionado con blindar completamente la
casa, debido a que habían múltiples cámaras que captaban videos
permanentemente.

En la primera semana en Yanbu, quise darle un toque hogareño a la casa y


decidí decorarla con algunas cosas que habíamos llevado. Únicamente
necesitaba un martillo y clavos, no era problema para mí encargarme sin ninguna
ayuda.

Cuando el doctor Selmi me vio en acción, se dirigió al teléfono y, sin


consultarme, llamó a unos muchachos de mantenimiento de origen hindú. ¡Por
dios! ¿Por algo tan sencillo como eso?

Por supuesto, cuando los muchachos llegaron para encargarse de la sencilla


labor, tuve que dirigirme hacia el segundo piso para que no pudieran verme.
Indignada como siempre, tuve que dejar todo en las manos de la arrogancia y
altanería de mi esposo.

Con el paso de los días, debido a mi inquieta personalidad, necesitaba


ocuparme en alguna actividad diferente. Por eso, comencé a incursionar en el
mundo de la cocina, algo en lo que de acuerdo con la familia y los amigos me va
muy bien. Los postres son mi especialidad y todos los días me dediqué a elaborar
y hornear deliciosos dulces árabes. Son tan exquisitos que no pude evitar
volverme adicta a los Kunafeh, Basbousa y Um Ali.
Por su parte, sabiendo mi debilidad por ellos, el doctor Selmi siempre aparecía
con bandejas de dulces cuando quería disculparse por algo, como si eso fuera a
curar el daño psicológico al que me sometía diariamente.

Una tarde, aprovechando que mi esposo se encontraba en su oficina, me


atreví a ir a la piscina. Era algo que tenía muchas ganas de hacer, pero él jamás
me lo hubiera permitido. Nadé muchísimo, me deleité como si fuera una niña a
la que le habían devuelto algo muy valioso.

Al llegar a la casa, escondí todo tipo de evidencia para no dejar rastros, pero
en la noche, sin mediar cordialidades o saludos previos de reencuentro, su
pregunta fue tajante: ¿Por qué diablos fuiste a la piscina?

Quedé petrificada. Con su clásico aire de superioridad, me dijo que los de


seguridad del complejo se lo habían informado. Desde ese momento comenzó
la paranoia y el pánico. Era vigilada permanentemente. Observada y acosada
por las cámaras y el chisme, llegué a sentir incluso que me invadían hasta en el
baño.

A partir de ese momento ya no tendría paz. La sombra de la opresión formaría


parte de cada instante que pasara en el complejo de viviendas. Es difícil encerrar
en un establo a un caballo salvaje, acostumbrado a la libertad. Las malditas
cámaras, me hacían sentir como si fuera parte del programa Gran Hermano.
Sólo que, en este caso, los participantes se resumían a una mujer y
ocasionalmente a una pareja.

En realidad, deseaba con todas mis fuerzas que sólo se tratara de un enorme
show que pronto llegaría a su final. La complejidad de nuestra vida diaria
comenzaba a reprimirme. Cada vez mi llanto era más frecuente, parecía ser el
único refugio de un alma enjaulada.
Vida social. Mi inserción al aislamiento
Asentados en nuestra nueva vivienda de Yanbu, mi esposo comenzó a invitar
a algunos amigos a compartir la cena. Feliz por la apertura hacia nuevas
personas, me volqué a la tarea de cocinar comida típica de la región.
Honestamente, al tener tiempo disponible me había convertido en una erudita en
el arte culinario.

Los primeros invitados fueron en su mayoría alemanes que formaban parte


del grupo con los que compartía su trabajo. Recuerdo que cociné prácticamente
todo el día, para ofrecerles un verdadero banquete de agasajo.

Ávida por entablar una charla diferente, lejos de la asfixiante rutina, me


esmeré en que la casa luciera preciosa y, sobre todo, amena, además de las
delicias mencionadas.

Minutos antes de que los invitados llegaran, el doctor Selmi hizo que
prácticamente me forrara el cuerpo con la mayor cantidad de telas posibles. Esa
era la única forma en que me podría sentar a la mesa y participar de la velada. -
“Te van a estar mirando. No puedes mostrar nada de tu piel”- ¡Oye! Eran
alemanes acostumbrados a lidiar con mujeres. ¿De qué carajos estaba
hablando?

En la enferma mente del doctorcito, todo hombre me miraba con ojos lascivos.
Y, por supuesto, para él yo era la que provocaba las miradas. Pobre de mí cuando
salíamos a la calle o recibíamos visitas y ocurría alguna ingenua situación de ese
tipo, sin ningún tipo de intencionalidad. Su furia se desataba al estar solos y me
reclamaba cada estúpido detalle sin sentido alguno.

Su reiterativo "cúbrete, cúbrete”, se había vuelto algo imprescindible en


nuestra relación que podía sobre entenderlo sin necesidad de que él pronunciara
palabra alguna. A esa altura, sólo era necesario un mínimo gesto y esa expresión
en su rostro que tanto me intimidaba. No pude entablar una charla en esa cena,
tampoco sentí apetito como para probar bocado del delicioso banquete que tanto
me había esforzado en preparar. Estaba cohibida, condicionada todo el tiempo
para no fastidiar a mi esposo.

A menudo, invitaba a un muchacho sumamente responsable, alguien más


joven que él a quien consideraba uno de sus mejores amigos. En realidad, era
el que mejor me caía como persona. Había nacido en Egipto y fue criado en
Canadá, tenía ideas mucho menos radicales y machistas que el doctor.

Siempre nos sentimos cómodos dialogando de cosas normales, pero una


breve charla era más que suficiente para que mi esposo irrumpiera en el centro
de la escena poniendo en evidencia sus incontrolables celos. Como acto
seguido, ejercía su deporte favorito, minimizarme ante el resto de las personas.
Reduciéndome a una simple acompañante, que no tenía nada interesante que
contar en ese mundo de hombres.

“Eres muy afortunado. Cuídala mucho, pues tienes una gran mujer a tu lado”,
solía decirle su joven amigo. Desafortunadamente, su forma de cuidarme era
tener control total de todo lo que hacía, cada movimiento, hasta dentro de la
casa, era minuciosamente evaluado por él.

Era difícil mantener la sonrisa sabiendo que más tarde, cuando la visita se
retirara, comenzaría el maltrato psicológico. De más está decir que, frente a las
otras personas se comportaba como un ángel. Sus maltratos tan habituales me
hacían pensar que me odiaba, con mayor intensidad, cada día que pasaba.

Un caso completamente opuesto ocurrió cuando el invitado era un radical


extremista. Nunca en mi vida sentí tanta humillación, y en mi propia casa, con
los alimentos que yo misma había preparado. No podía compartir la mesa con
ellos, sólo servirlos, levantar las sobras y desaparecer de su vista sin cruzar
mirada alguna. Las mujeres en el Reinado deben permanecer en otra habitación
y sólo acudir ante el llamado de su amo, el hombre de la casa.
Se supone, que si vas de visita a un lugar eres tú quien debe adaptarse a las
reglas, pero nada de eso tiene sentido en Arabia Saudita. Aunado a ello, el
complejo era para gente extranjera, en su mayoría occidentales, si el señor no
podía aceptar nuestras reglas debería haber evitado visitarnos.

El problema era que sólo yo pensaba de esa forma. Para mi esposo, el falso
alemán con fingido pensamiento occidental, no había discusión. La mujer a la
cueva, a cumplir su función de esclava mientras la visita goza de su hospitalidad.
Hospitalidad que obviamente se solventaba en mi esfuerzo.

Me encontraba recostada en la pared de la cocina con hambre. Había


trabajado todo el día, para complacerlos con una voluptuosa variedad de
alimentos y merecía mi parte. No pensaba darle el gusto de verme comer en la
cocina como una rata oculta.

Sin importarme las repercusiones posteriores, me limité a retirarme a la


habitación sin comer. Creo que haber comido en ese momento me hubiese caído
mal. Al fin, escuché el sonido de la puerta. Ese hombre que me causaba tanta
repulsión se había ido. No suelo ser una persona rencorosa, pero en ese instante
tenía deseos de que la comida le causara una fuerte descompostura.

Tan pronto se fue, le reclame al doctorcito que nunca más llevara a esa
persona a la casa, o se adaptaba a mis reglas o simplemente no cocinaría ni un
plato de comida. Este reclamo no le cayó nada bien al doctor Selmi, furioso, me
contesto que él llevaría a cuanta persona se le antojara y yo tenía que seguir sus
reglas, más tarde se retiró al dormitorio satisfecho por el festín.

De su parte, nunca recibí ni siquiera una rebanada de pan, mucho menos las
gracias por mi esfuerzo. Se acostó eructando, desinflamando su intestino con la
emisión de gases. Ignorando que yo estaba tendida a su lado, se dio media
vuelta y comenzó a roncar. Humillada y pisoteada en mi propia casa, me quedé
dormida entre lágrimas que tenían sabor a esclavitud.

Como si se tratara de una burla, a la mañana siguiente regresó con varias


bandejas de dulces. Esa era su patética manera de sentir menos culpa por sus
acciones. Es inexplicable cómo mi cuerpo, tal vez sabiendo la intencionalidad
que escondían, comenzó a rechazarlos.

Vomitaba al intentar ingerirlos y, con una ironía macabra, el doctor Selmi


preguntaba: “¿Para qué te los comes?” Tal vez porque tengo hambre, ¡pedazo
de basura insensible! Pensaba en mis adentros.

Luego de unas semanas viviendo en el hogar de mis lamentos, el doctor Selmi


contrató a una mujer filipina para que se encargara de la limpieza. Supongo que
lo hizo para tener aún más control sobre mí, pero de alguna manera terminó
siendo algo positivo.

La mujer filipina, resultó ser una grata compañía durante las horas en las que
me sentía sola. Rápidamente establecimos un estrecho vínculo de amistad y se
convirtió en una informante de lujo, con respecto al acontecer cotidiano de la
sociedad árabe.

En un principio, percibí a través de su respetuoso trato lo que las empleadas


estaban acostumbradas a sufrir. Creo que se sintió asombrada y aliviada al notar
que no iba a trabajar para una mujer que la consideraría servidumbre. Al poco
tiempo, la confianza entre las dos aumentó y comenzó a contarme situaciones
vinculadas a su vida familiar.

El abuso hacia los hindúes, filipinos y personas asiáticas de bajo recursos es


atroz y visible. Literalmente, son esclavos y se les paga una miseria. Muchas de
las empleadas domésticas son maltratadas, violadas y trabajan casi las
veinticuatro horas al día por si a los amos se les antoja algo. Hasta los niños
golpean libremente a sus niñeras, yo misma lo vi en varias ocasiones.

Esas personas se pasan años en soledad, sin familia y trabajando bajo las
peores condiciones, violados, golpeados y tratados de una manera desalmada,
muchas veces ni siquiera se les da de comer durante días.
Todos estos maltratos llevaron a muchas personas al suicidio. Por lo general,
no hablan el idioma y se les niega el derecho a un abogado y, menos aún, a
contactar a sus respectivas embajadas.

Una ausencia total de los Derechos Humanos se manifiesta desde el primer


momento en que pisan tierra saudita. Los sponsors, sus nuevos dueños, les
quitan los pasaportes para que no puedan retornar a su país o, simplemente,
hacer uso de la libertad que la que deberían gozar como seres humanos. Miles
de ellos son sentenciados a pena de muerte, en algunos casos por razones
irrisorias.

Ella me comentó que había tenido la suerte de ser contratada por nosotros.
En lo posible, intentaba que su trabajo fuera más llevadero e incluso trataba de
darle algo de ropa que pudiera enviar a su familia en Filipinas. Le tomé mucho
cariño, poco a poco se fue convirtiendo en una amiga.

Por el contrario, una conocida suya vivía en un infierno. Era violada


constantemente y no podía denunciar a sus patrones árabes, sencillamente
porque no le iban a creer y corría el riesgo de que la mataran.

En una de nuestras tantas conversaciones, me comentó que anteriormente


cuidaba a tres jovencitas y ellas se escondían para poder utilizar internet. Le
suplicaban que nunca lo contara, pues su mismo padre las mataría para salvar
el honor de la familia.

¿Hasta dónde podían llegar estas personas por su honor? ¡Ni siquiera un
animal asesinaría a sus propios hijos! Me dio escalofríos, por primera vez
comencé a sentir miedo.

Estaba horrorizada de vivir en una sociedad tan salvaje y estar casada con un
hombre criado bajo el mismo pensamiento de barbarie. ¿Y si teníamos hijos? Y,
peor aún, ¿Si condenaba como madre a una niña a crecer sin derechos ni
defensa de ningún tipo?

Él siempre me decía que nuestros hijos tenían que crecer bajo la religión
islámica y, por supuesto, eso conlleva muchas cosas. La peor de todas es que
los niños le pertenecen al padre: ¿Perdón? ¿Acaso son ellos quienes los llevan
nueve meses dentro de su cuerpo?

Él me había prometido que jamás llegaría a quitarme a mi hijo, si algún día no


estábamos juntos. Pero su promesa, al igual que tantas otras, era una enorme
mentira para evadir el tema. A continuación, daba maldita aclaración: “Siempre y
cuando tu siguiente esposo sea musulmán”. Yo le respondía que tendría que
matarme para que renunciara a un hijo.
Después de todo, él siempre me dijo que la única manera en que nos
separaríamos era con la muerte de uno de los dos. Esas palabras, en su
momento me parecían románticas, ahora que lo conocía en profundidad
tomaban otro significado alarmante.

Si bien, nunca me había golpeado hasta ese entonces, el doctor Selmi solía
tener impulsos violentos que resultaban preocupantes. Con el paso del tiempo,
cambié mi respeto hacia él por temor. No lo respetaba, sólo obedecía por miedo.

La intimidación y su formidable capacidad para concluir las discusiones


haciéndome creer que estaba loca eran sus principales herramientas de dominio.
Y nunca dudaba en usarlas.

Jamás involucré o le comenté algo a la empleada de lo que ocurría en su


ausencia. Ella sólo cumplía con su tarea una vez a la semana. Para ser más
exactos, nunca exterioricé mi calvario con nadie. Al resto de las familias, que
poco a poco fui conociendo, les hacía creer que el doctor Selmi era un marido
ejemplar.

Para el resto, él era una persona cariñosa y confiable que complacía todos
mis gustos. Con esa descripción, yo seguía enalteciendo, ante las demás
personas, la reputación de mi esposo, sin explicarme por qué lo hacía.

Recuerdo que una mujer con la que entablé buenas migas, mencionó que
envidiaba la predisposición de mi esposo para pasar mucho tiempo en casa a
pesar de su trabajo, eso era algo que no ocurría con el suyo pese a que, al igual
que ella, había sido criado en una sociedad mucho más libre que la musulmana.

Catherine, destacaba todos los atributos de hombre de familia, decente y,


sobre todo, de espíritu compañero y ameno del doctor Selmi. De acuerdo a su
visión particular, era el marido perfecto. Evidentemente, su apreciación era
sumamente parcial y superficial. No todo lo que se ve en público coincide con lo
que ocurre puertas adentro.

Y por supuesto, ante las otras personas mi esposo se comportaba como un


verdadero ángel. No hay que olvidarse de que hasta el mismo diablo, en sus
inicios, gozaba de esa misma condición.

- “Si supieras lo que callo” -, pensaba. En varias ocasiones me mordí los labios
y la lengua para mantener esa imagen fantasiosa que reflejábamos, de pareja
perfecta.

El permanente control para salir e ingresar al complejo, era exasperante. Sin


embargo, no podía quejarme, vivir en ese lugar me mantenía físicamente a salvo,
aunque mentalmente claustrofóbica. Puesto que estaba prohibido a las mujeres
el manejar, perdí libertad individual, limitándome a los mercados de la zona y a
pasar las horas en ese espacio habitacional.

El Internet, era la manera que tenía de salir de esa asfixiante rutina. Durante
el primer mes, creé una fachada falsa para que los seres que amo percibieran
mi supuesta felicidad, no quería angustiar a nadie y me mostraba como una
persona que disfrutaba plenamente la nueva vida que llevaba.

Como siempre, sólo Josefina recibía en cuotas pequeñas los destellos de la


tristeza que me invadía, sus palabras de aliento me daban fuerzas para subsistir.
En ella, volcaba toda la sinceridad y honestidad que no encontraba en la persona
por la que decidí dar un golpe de timón, cambiando abruptamente el rumbo de
mi vida, mi esposo.

Abusando de mi soledad, el doctor Selmi fue creando en mí una sensación de


total dependencia. Me encontraba en un círculo vicioso, alimentado por mi
vulnerabilidad y sus principios de “emperador” dueño de la razón. Como siempre,
ante cada conflicto, asumía la culpa y caía rendida nuevamente a su total
disposición.

Pasaron un par de meses y las cosas cambiaron para peor. Sometida y


humillada, mi paciencia estaba caminando por la cuerda floja. La relación no
podía seguir de esa forma. El témpano de hielo debía derretirse e inundarme de
coraje para sacarme de ese estado lamentable de absoluta sumisión.

A menudo, pasaba las noches llorando en silencio. Hacer el amor se había


convertido en un acto instintivo, carente de dulzura y romanticismo. Como
alguien que monta un toro mecánico, él sólo se limitaba a saciar sus ganas para
luego levantarse automáticamente, bañarse y acostarse a dormir sin mediar
palabras.

Lo miraba a los ojos mientras teníamos relaciones sexuales, sólo notaba en


él libidinosidad. Su cuerpo gozaba el momento, pero su mente y su alma estaban
en otro sistema solar, distantes del planeta Zoe. Ya no era nuestro universo
especial, como lo vivimos en el pasado, en tan sólo unos meses de convivencia,
era su propia y egoísta vía láctea.

Durante el día la sensualidad era nula. No existían los roses intencionales, las
miradas sugerentes o los comentarios seductores, nada de eso formaba parte
de su comportamiento estructurado.

En un intento, algo forzado de su parte, por querer condimentar la relación


planeaba algunas salidas. Como si se tratase de una obligación, más que de una
actividad de pareja, me había prometido ir cada dos semanas a Jeddah, una
ciudad cercana.
Jeddah puede considerarse una ciudad un poco más liberal y por ese motivo
disfrutaba de las salidas transitorias, como me gustaba llamarlas. Allí las
occidentales se pueden atrever a andar sin el velo, todas excepto yo debido al
incansable control del doctor Selmi.

Nunca logré entender su objetivo. Tan pronto como llegábamos al hotel me


dejaba y se iba a la mezquita. Yo me quedaba en el hotel literalmente a solas,
rodeada de almohadas, sábanas y tortuosos pensamientos.

En lugar de tener algo de libertad, como premio recibía el castigo de mi


aislamiento en un cuarto que ni siquiera era el mío. Fue ahí, cuando comencé a
trazar un plan de escape.

La convivencia se estaba convirtiendo en un pesar insoportable y la idea de


escapar tomaba cada vez más fuerza en mi cabeza. Sin embargo, los planes se
truncaban rápidamente al recodar un punto clave, él poseía mi permiso de salida
del reinado, me encontraba a su merced, continuaba siendo su propiedad.

Cómo añoraba asistir a una función de cine, ir a bailar a una disco o al menos
salir con amigas a una cafetería. Pero en el país de las prohibiciones absolutas
para las mujeres, las salas de proyección y las discos no existen, mientras que
los lugares de encuentro son exclusividad de los hombres.

Sin respuestas que reivindicaran algo de mi personalidad, comencé a meter


el dedo en la herida y hurgar en una de las mayores fobias de mi esposo. Él
temía, por sobre todas las cosas, quedar en ridículo frente a otras personas.

En los escasos momentos de exposición pública, le encantaba mostrarme a


su lado como un trofeo, pero luciendo como una digna musulmana. Él me repetía
constantemente que la mujer musulmana tenía que deberse y respetar al
hombre, especialmente delante de las personas.

Yo, por supuesto, aprovechaba cada momento en público para quitarme un


poco de tanta represión y comenzaba a hacer movimientos exagerados con las
manos. Todos nos miraban, no estaban acostumbrados a que una dama montara
semejante show en la vía pública.

Es difícil imaginar dicha situación, teniendo en cuenta que una pareja ni


siquiera puede ir de la mano por las calles. La mujer siempre tiene que estar
unos pasos por detrás del hombre. Sufrir semejante humillación era vergonzoso
para el doctor Selmi. Al fin, la “gatita rubia” comenzaba a mostrar las uñas.

Con temperaturas que oscilaban entre los cuarenta y cincuenta grados


centígrados, mi acalorado cuerpo acompañaba al timbre de mi voz gesticulando
de forma ampulosa. Era yo quien estaba cubierta en telas pero, sin dudas, él era
quien sufría los mayores sofocones.

Debo confesar que gozaba verlo agachar la cabeza, y contener el enojo para
no aumentar el nivel de exposición. Su cara ardía de indignación y reflejaba
intensos colores motivados por sentimientos de odio hacia mí. Sabía que al
regresar al cuarto del hotel, me vería envuelta en un huracán de furiosos
reproches pero cada vez me importaban menos.

Recuerdo una ocasión en la que me quité el hiyab mientras comíamos en un


centro comercial. Comencé a arreglarlo porque sentía que me asfixiaba,
impidiéndome deglutir los alimentos con normalidad y con tanta mala suerte que
parte de mi largo cabello quedó visible por unos segundos.

Él se enfureció. Con la cara desfigurada por la ira, me acusó de pecaminosa,


asegurando que mi intención real era seducir a los hombres. “Estás insinuándote
sexualmente”, fueron sus primeras palabras seguidas de improperios y
dolorosos insultos.

¿Acaso incitaba a que me violaran por tocar mi cabello? ¿En qué clase de
jungla estábamos viviendo? En fin, una muestra más de su enfermizo morbo.

Uno de esos reiterativos y asfixiantes días en los que usaba el limitado


internet, con acceso sólo al material liberado por las propias autoridades,
comencé a sentirme de repente muy mal. Sin pecar de exageración, sentí que la
vida se me iba. Tenía más de cuarenta grados de fiebre y temblores intensos que
me impedían levantarme de la cama.

Personalmente, nunca voy al médico a no ser que se trate de algo realmente


grave, pero estaba asustada. Sentía mucho frío en un lugar donde la temperatura
ambiente es sumamente calurosa.

Esperé unas horas para ver si los malestares pasaban, pero la situación fue
empeorando. No tuve más remedio que inmediatamente al doctor Selmi. Él
respondió mi llamada con una fría respuesta. Las indicaciones habían sido
simples, estoy reunido, espera y sólo vuelve a hablarme si te sientes mucho peor.

¿Acaso era idiota? Si lo llamé fue porque no sabía qué hacer para superar el
malestar. Paso una hora, ya no podía más y realicé una última llamada. No le
quedó otra opción que llevarme a la sala de emergencias.

En otro país hubiese encontrado la manera de asistir al un establecimiento de


salud por mis propios medios, pero en el Reinado es un requisito inalterable que
sea “el guardián” quien firme los papeles para que su mujer pueda ser atendida.
Podría haber muerto sólo por la falta de una firma, pensaba en medio del dolor
tajante.

Luego de la firma de mi esposo a los papeles de rutina, me dirigieron al fin a


la sala emergencias. Para mi enorme sorpresa, el doctor era de sexo masculino.
Sabiendo, de antemano. que los hospitales separan a los pacientes masculinos
y femeninos me resultó algo muy curioso.

Por fortuna, el profesional hablaba perfectamente el inglés, lo cual, me alivió


muchísimo. Podría contarle todo con lujo de detalles. Pero qué ingenuidad la
mía, el médico se dirigió en todo momento al doctor Selmi para preguntarle
cuáles eran mis síntomas. ¿Acaso no era yo la enferma? Quién mejor que yo
para saber qué era lo que me aquejaba.

Unas chicas filipinas me hicieron unos exámenes y me pusieron sueros con


antibióticos durante una semana. Nunca supe a ciencia cierta de qué
enfermedad se trataba, sólo pude comprender que se trataba de un parasito que
ingresó a mi organismo por medio del agua que consumía.

El virus fue tan intenso, que incluso hasta el día de hoy sufro de dolores
provocados por el dichoso parásito del Reinado. Junto a mi amiga Catherine,
bautizamos a lo ocurrido como “el mal de Arabi”, puesto que le dio a casi todo el
mundo que habitaba en el complejo de viviendas; salvo al doctor Selmi.

Dicen que yerba mala nunca muere y, en este caso, el doctor era inmune al
parásito y a las nefastas consecuencias del mismo.
Navidad en familia y escape con acento español

La temporada navideña se acercaba y mi corazón comenzaba a sentirse dichoso


semanas previas a la celebración. Como habíamos acordado, saldría del
Reinado para pasar las fiestas con mi familia. Esa fue una de las condiciones
impostergables que impuse al momento de irme a vivir al Reinado.

Obviamente, a mi esposo eso no le hacía ninguna gracia, pero no le quedaba


opción. Tenía que aceptar y resignarse, sobre todo porque mi familia era
consciente de ésto y me estaría esperando. Como ocurría siempre en nuestra
pareja, cada vez que una discusión escapaba a la privacidad de nuestro diálogo,
terminaba cediendo para causar una “buena imagen”.

Generalmente, primero viajábamos juntos a Colonia en Alemania para


despedirnos en esa ciudad. Él la pasaría allí y yo, por supuesto, emprendería el
rumbo hacia mi adorado Miami para rodearme nuevamente del amor de mi
familia. Añoraba compartir la mesa familiar y volver a sentirme querida y
valorada.

Esos días eran gloriosos para mí. Me esperaban momentos de absoluta


libertad, algo que perdía de manera instantánea estando junto al doctorcito. Esas
navidades fueron maravillosas y mi sensibilidad estaba a tope. Gozaba de cada
muestra de amor, de cada gesto y detalles de las personas que amo.

La fecha de retorno al Reinado se acercaba y el temor comenzaba a


apoderarse de mi mente. La duda ganaba terreno, a pasos agigantados, dentro
de mis constantes pensamientos abrumadores. ¿Debía volver a Arabia Saudita,
o definitivamente pasar de todo y tomar en cuenta mi verdadera búsqueda de la
felicidad?

Una vez más, como ocurrió años anteriores me estaba planteando si debía
volver a sumergirme en el fango de una vida que sólo me brindaba depresión y
absoluta soledad. Pero esta vez, mi cabeza no cesaba en la misión de diseñar
un plan de escape para no tener que volver.

¿Sería suficiente sólo con quedarme en Miami? Por supuesto que no. Él
simplemente sabría dónde estoy y me buscaría para llevarme de regreso.
Conociendo su temperamento, no tenía dudas que así sería y las cosas se
pondrían mucho peor después.

Pase mis últimos días en Miami, con la idea fija de encontrar una alternativa y
la firme decisión de no regresar jamás a tierra saudita. Una tarde de ocio, con la
cabeza a miles de revoluciones por segundo, ingresé a Facebook para revisar
las notificaciones y, para mi sorpresa, me encontré con un viejo y muy querido
amigo de la infancia.

Luego de charlar por chat durante algunos minutos, él me comentó que estaba
viviendo en España. Durante el resto de mi estadía en casa de mis padres,
continúe dialogando diariamente con mi amigo.

Por la confianza que teníamos, le comenté sobre la terrible situación en la que


estaba inmersa y juntos ideamos un plan para no dejar huellas y desorientar
totalmente al doctor Selmi. Mi esposo no sabría nada más de mí, simplemente
me tragaría la tierra y debería vivir con la incertidumbre de por vida. Era justo, lo
merecía por tantos años de abuso psicológico.

Unos días después, compré el pasaje de avión. El destino estaba claro, iría a
casa de mi amigo, escapando de las garras de mi esposo sin dejar rastros de mi
paradero. Jamás podría encontrarme. ¡Que felicidad!

Mientras tanto, el doctorcito y yo seguíamos en comunicación constante. Era


lo ideal para no despertar ninguna sospecha, sobre mi proceder en los días
posteriores. Llegó el día pactado para mi regreso. Fortalecida por el afecto
recibido por mi familia y reconfortada por la confianza transmitida por mi amigo,
decidí llamar a mi esposo y con mucha serenidad le comuniqué que no
regresaría y, por supuesto, que no me buscara porque estaría muy lejos de
Miami.

Su reacción fue la esperada. Colérico y enfurecido, comenzó a gritar con todas


sus fuerzas que se divorciaría inmediatamente si no regresaba a su lado, pero
mi mente ya no lo escuchaba. Sentí alivio luego de cortar la comunicación. Nos
divorciaríamos, un escalón más para mi ansiada libertad.

Esa noticia me puso feliz, comencé a empacar con ilusión y aires de


renovación confortaban mi espíritu. No me importaban las consecuencias, desde
ese instante comencé a considerarme una mujer libre. Pero un temor oculto en
esa felicidad momentánea, hacía eco en mi estómago: ¿Y si realmente lograba
encontrarme? Finalmente, no dejé que nada me detuviera y tome el vuelo hacia
Islas Canarias.

Una vez asentada en España, los días transcurrieron en absoluta libertad y la


felicidad estaba siendo nuevamente una aliada. Todo parecía volver a la
normalidad, mi objetivo era enterrar la deprimente historia de mi matrimonio.

Sin embargo, un detalle revitalizó la obsesión del Doctor Selmi por tenerme
nuevamente a su lado. Recordé que él hackeaba y controlaba todas mis cuentas
y redes sociales, sabía absolutamente todo, incluso mi paradero. Recibí un email
suyo como una bomba en mi casilla de correo. Lo abrí con temor y al leer el
contenido demoré varias horas en contestarle.

Él arremetió, nuevamente, con los mismos mensajes románticos que hicieron


que me enamorara y mordiera el anzuelo. Yo sólo quería el divorcio, pero cometí
un grave error. Por supuesto que le dije que me encontraba en casa de un
familiar, no quería causarle problemas a mi amigo.

No pude resistir y nos mantuvimos en contacto vía internet durante algún


tiempo. Había caído de nuevo, con su gran poder para manipular las
circunstancias me convenció de que había cambiado. Aprovechando una mayor
apertura de su parte, mi idea seguía siendo lograr que firmara el divorcio.

Pactamos un encuentro en Italia para establecer las condiciones en las que


llevaríamos adelante el divorcio. No mostró objeciones, pero internamente
estaba convencida de que sus intenciones eran las de convencerme de dejar
todo atrás y retomar la relación.

Viajé con los papeles correspondientes para divorcio en mi bolso, listos para
ser sacarse en el momento perfecto. Lo llevaría a mi terreno y haría que firmara.
Me auto convencí de que tenía todo bajo control.
Por primera vez en muchos años, era yo quien comandaba las acciones entre
los dos. Se encontraba bajo mi poder, era él quien necesitaba de mi presencia y
yo sólo quería liberarme del tormentoso pasado.

El encuentro en Roma fue extraño. Sólo nos limitamos a mirarnos a los ojos,
como evaluando la manera de actuar del otro. En pocos minutos, él sonrió
cálidamente derribando una de las barreras que yo había edificado
minuciosamente durante nuestra separación. Golpe bajo, pero efectivo.

No volvió a tocar el tema de su cambio como yo lo esperaba, se mostró


simpático, ameno e incluso seductoramente romántico de a ratos. Comencé a
sentirme débil, a flaquear en mi cruzada de lograr sólo su firma para seguir
adelante con mi vida.

¡Maldito manipulador! Seductor y encantador de serpientes que lograba


nuevamente mudar mi piel hostil para poco a poco cambiarla por una seda suave
ávida de recibir sus caricias. Me acordé de nuestros inicios, era el mismo chico
que me enamoró. De nuevo, lo estaba logrando con su personaje, tan bien
caracterizado, de hombre de mundo, liberal y comprensivo.

De Roma nos fuimos a Pisa. Y de la firme decisión tomada antes de vernos,


me fui a la rotunda duda. Desmoronada nuevamente ante él, acepté su
propuesta de irnos juntos a Arabia Saudita para completar los trámites del
divorcio. Él aún no firmaba, pero yo había dejado de ser congruente con mi inicial
exigencia que había motivado el reencuentro.

Todo fue cordialidad al inicio del viaje. Engatusada, me dejé llevar, el doctor
Selmi había logrado su objetivo. Estábamos otra vez en su terreno y la historia
volvía a repetirse.

Fui débil e incrédula. Tal vez mi afán de no darme por vencida nunca, me hizo
creer ciegamente en la posibilidad de cambiar el rumbo de las cosas: ¿Había
tomado conciencia realmente de sus salvajadas? ¿Era tan importante lo nuestro
como para modificar radicalmente su comportamiento? ¿Se dio cuenta que le
importaba realmente?

Apenas faltando treinta minutos para aterrizar, el Doctor Selmi comenzó a


transformarse. Realmente, era como si pusieran a otra persona en el mismo
cuerpo, pero ¿qué más podía esperar? Todo había sido parte del show y la
hipocresía tan grande que algunas personas tienen hacia la religión, por
supuesto, el doctorcito es una de esas personas.

Para la sociedad de Arabia Saudita, él es un ejemplo a seguir del


buen musulmán, lástima que no podían ver lo que realmente sucedía cuando se
cerraban las puertas de nuestra casa. ¿Acaso era tan tonto como para no creer
que su Dios todo lo ve?

Llegamos al Reinado una vez más. Me parecía mentira que después de tanto
decirme que no volvería, me encontraba forrada de negro nuevamente.
Camino a casa, parecía que iba dejando todo lo prometido en las hermosas
arenas del desierto. Ni una palabra y, mucho menos, alguna de amor. Tal como
ocurría en el pasado, sólo me habló brevemente cuando estábamos
acercándonos al lugar de control. Uno de los cientos de veces del hit más famoso
de su repertorio lingüístico: "Cúbrete". Honestamente, no sé qué carajos más
quería que me cubriera.

Llegamos a casa y como era de esperarse, aunque seguía sorprendiéndome,


dejó las maletas en la puerta y salió corriendo a rezar. ¿Acaso es tan difícil
ayudarme a llevar las maletas si vas al segundo piso de la casa? Pues para él
parece que sí. No lo hacía sólo por comodidad, era un mensaje. Marcaba
autoridad y territorio con esos detalles estúpidos.

Como ya había amaestrado a su animalito, con la costumbre de guardarlo


todo sola hasta cuando llegábamos de la calle, ni siquiera se percataba de su
falta de caballerosidad.

Miles de incógnitas y muy pocas certezas. Ese era el panorama que acepté
nuevamente. Pero de algo estaba muy segura, él había comprobado que mis
amenazas iban en serio. Ya no jugaría conmigo como estaba acostumbrado a
hacerlo. No se lo permitiría jamás.
De regreso pero con rebelión. La gatita se convierte en
tigresa

De nuevo pequé. Sin entender, pero sin tratar de justificarme, tomé la decisión
de volver a una vida insípida y acartonada. Nada había cambiado en él y yo volví
a confiar en su personalidad virtual fuera del reinado.

Desde el momento en que el avión comenzaba a aterrizar en Arabia Saudita,


el doctorcito se volvió a convertir en cacique de nuestra relación. Sin pipa de la
paz, todo se convirtió instantáneamente en autoritarismo y desprecio.

Al día siguiente de nuestro regreso, fui al supermercado y nuevamente quedé


atrapada en ese círculo eterno y vicioso al que siempre traté de entender en
vano. A una sociedad detenida en el tiempo en relación a los derechos de las
personas y a la latente discriminación.

Los mismos indios de siempre con cara de tristeza limpiando, los hombres
caminando libremente y las mujeres, incluyéndome, atrapadas en la tela negra,
inexpresivas, como si formaran parte de una producción en serie de una gran
fábrica, sin rasgos personales que les devolvieran su subjetividad, caminaban
erguidas intentando llevar con honor el dolor que las consumía por su desgracia
eterna de haber nacido mujeres en esa tierra.

Tal vez, simplemente es mi parecer, actuaban de tal forma porque no conocían


ninguna otra forma de vivir. Muchas veces, me pregunté cuánto talento estaba
desperdiciado en todas esas mujeres, cuánta belleza oculta, cuánta inteligencia
contenida.

Por mi parte, sin cesar, revisaba la hora para que no cerraran los negocios a
causa del rezo y, a la vez, lidiaba con el hijab para que se mantuviera en su lugar
mientras transitaba por las calles del Reinado. De nuevo, estaba sumergida en
la vorágine diaria de una mujer casada.

Esa completa hipocresía y privación de los derechos del ser humano y sobre
todo de la mujer me desesperaban totalmente. Siempre quise hacer algo para
desenmascarar tanta injusticia, pero cómo, si yo misma la sufría en casa.

¡Estúpida! Así me sentí durante semanas recriminándome todo. Sin embargo,


con poco por perder, mi personalidad estaba germinando un espíritu más
combativo. Lejos de volverme sumisa, estaba convirtiéndome en rebelde.

Si mi esposo estaba dispuesto a seguir con su show, yo le daría escenas que


lo expondrían ante los demás. Apelaría sin piedad a su mayor miedo, el de la
vergüenza en público. Con el paso de los días, mis actitudes eran desafiantes y
difíciles de controlar.

“Lo siento querido mío, pero el ángel se está convirtiendo en demonio”,


pensaba con absoluta seguridad. La depresión se había transformado en
reacciones alocadas y la sumisión en rebeldía. Varios domadores han muerto,
en ese inexplicable y maravilloso momento en que la saturada y manipulada
gatita se convierte en tigresa.

La transformación era incontrolable y avanzaba rápidamente. Ya no me


importaba nada. En uno de los viajes a Medinah, comenzó a quedarme claro que
las condiciones del juego habían cambiado.

Íbamos transitando con el automóvil por la ruta y tuve la osadía de comenzar


a quitarme la abaya, sin un mínimo de preocupación por las consecuencias
posteriores. Los coches pasaban y miraban el espectáculo con asombro. Era
simplemente imposible, que alguien hiciera semejante cosa por esas tierras.

El doctorcito comenzó a gritar con todas sus fuerzas y entró en estado de


pánico. Desesperado por la situación, comenzó a llorar de los nervios. Si me veía
un mutawa, quienes son parte de una especie de policía urbana que protege el
cumplimiento de las leyes en las calles con total autoritarismo y maltrato,
seguramente mi destino sería fatal.

La pena de muerte estaría asegurada, pero no sería una ejecución normal.


Ante un acto de rebeldía extrema como el que estaba cometiendo, me esperaba
una muerte espantosa. Una buena serie de latigazos para que el sufrimiento
fuera palpable y como mínimo la lapidación, uno de los métodos preferidos de
esos ejecutores salvajes.

Como si estuviese atravesando una metamorfosis acelerada, la tigresa seguía


sumando manchas. En otra de nuestras salidas, las que comúnmente
terminaban en frustración y reproches, volví a dar muestras de que no entendía
razones ni consecuencias de mis actos. Estaba desorbitada, ajena a la realidad.

Regresábamos a casa en nuestro automóvil y la discusión se tornó demasiado


acalorada. Estaba harta de sus argumentos infantiles y sabía que cuando hacía
el papel de tonto mi única y poderosa arma para hacerlo reaccionar era la misma
de siempre, exponerlo públicamente.

Aprovechando que había frenado en una esquina, me bajé del vehículo sin
decirle nada y comencé simplemente a caminar sin dirección alguna. Lo único
que deseaba era desaparecer de ese lugar. Enfurecido, el doctor Selmi aceleró
bruscamente y siguió su camino hasta perderse de mi vista.
Para mi desgracia eran alrededor de las nueve de la noche, horario ideal para
que los jóvenes depredadores masculinos salieran a cazar. Noté a varios
acechando a sus posibles presas, el problema era que en ese momento yo era
la única. Con la testosterona a flor de piel, ellos sólo buscan sexo y estaban
dispuestos a lo que sea para lograrlo.

Caminaba de prisa, pero sentía como se paraban los carros para decirme
cosas en árabe. Obviamente yo no entendía demasiado, pero adivinaba sus
intenciones bajo sus tonos de voz sugerentes y bruscas a la vez, eran una
mezcla de intento de convencimiento, orden y fastidio al final de sus frases por
no recibir la reacción esperada de mi parte.

Otros hombres, ávidos de una noche de placer, distinguían que no era


originaria del Reinado y suponían estaba ejerciendo la prostitución. En un inglés
precario me ofrecían grandes sumas de dinero con el fin de llevarme a la cama
para saciar sus bajos instintos.

Por mi parte, nunca volteaba a mirar por el coraje tan grande que llevaba.
Pero debía esforzarme, en reprimir las ganas que tenía de decirles varias cosas
que se merecían esos animales. ¿Es que acaso no pueden controlarse ante una
mujer? Tal es el acoso y la depravación que el solo ver caminar a una mujer les
hace pensar que es una prostituta.

Comenzaba a asustarme, no sólo por esos hombres de la noche, mi miedo


más grande era encontrarme con un mutawa. En ese caso, iría inmediatamente
al banquillo de los acusados junto con la persona que estuviese intentando
“comprar mis servicios”.

Por supuesto que mi condena sería ejemplar. Para ser más exacta, en el
Reinado la mujer es sentenciada con el doble del castigo que un hombre ante el
mismo crimen, sólo por su condición de ser el llamado sexo débil, prácticamente
sin derechos ante la ley saudita.

De manera intempestiva y como por arte de magia, apareció el doctorcito. Al


parecer, había tomado conciencia y recordada que él era mi guardián y mi osadía
lo pondría en aprietos.

Juro que no quería montarme en el carro, ya no me importaba nada. Me sentía


muerta en vida, pero no aguantaba el dolor que me causaban los zapatos de
tanto caminar. No tuve más remedio que aceptar y subirme al carro.

En el camino hubo un silencio total. Creo que desde ese momento, el doctor
Selmi se dio cuenta de que era capaz de cualquier cosa y eso le daba terror. Él
era responsable de mis acciones y por éstas también lo juzgarían a él. Excelente
punto a mi favor.
Noté cierta perversión en mi nueva manera de pensar, pero estaba decidida a
exprimir hasta la última gota de ese delicioso néctar llamado manipulación. Era
momento de que lo usara como aliado y por fin dejar de ser su víctima. Era un
arma poderosa, lista para usar en los momentos precisos.

Reproches, reclamos, maltratos, cargo de conciencia, dulces a montones y


viajes para intentar recomponer lo que ya estaba roto en mil pedazos. La receta
típica de mi esposo.

Su gatita rubia de antes hubiese sentido culpa y compasión, pero la tigresa


rebelde ya había aprendido demasiado. Todo era una muestra superficial de un
cambio que nunca llegaría, consuelos transitorios de un hombre al que le
importaba un rábano mi estado emocional. Sólo quería tenerme a su lado,
obsesivamente, como una pertenencia.

El divino Dubái era otro de nuestros habituales destinos para compensar sus
culpas. Posee muchas riquezas y es un entorno muchísimo más liberal que el
que se vive en Arabia Saudita. Me encanta viajar y ese país es impresionante.

En lo profundo de mi ser, deseaba que la reconciliación fuera de otra manera,


sin importar el lugar. Sin embargo, sabía que eso era imposible y me limitaba
sólo a disfrutar la suerte de conocer distintas culturas y lugares.

Un viaje a la India, escapadas a Europa y destinos habituales dentro del


Reinado forman parte de esa lista de viajes consumados, aunque siempre
opacados por los celos y el maldito carácter disconforme del doctorcito. Cada
nueva aventura arrancaba con ilusión y culminaba con tristeza. El problema no
eran los lugares, el problema era nuestra insostenible relación.

Volviendo a la experiencia de Dubái, debo reconocer que siempre envidié de


forma sana a esas hermosas mujeres que, aún luciendo sus abayas, gozaban
de total libertad individual. Se las notaba felices, deambulando por las calles y
riendo con suma simpatía. Evidentemente, sus vidas distaban mucho de lo que
pasaba en Arabia Saudita.

Dubái es un auténtico paraíso para los turistas, pero cada vez que íbamos el
viaje se tornaba en un infierno. Los celos del doctorcito en un ámbito un poco
más relajado y liberal repercutían en mi ánimo como un taladro que perforaba
las gruesas paredes de mi tolerancia.

Durante uno de nuestros regresos de la llamada “ciudad del futuro”, el


doctorcito me hizo vivir una de las peores experiencias de mi vida en lo que a
aviones se refiere. Mientras esperábamos en el lounge del aeropuerto, había un
grupo de muchachos sauditas sentados frente a nosotros.
La incomodidad de mi esposo ante la situación era inminente. Cansada de
observar las páginas de un libro para no generar discordias, me distraje por unos
segundos y levanté la mirada. Eso fue suficiente para que el doctorcito montara
en cólera. ¿Puede un hombre ser tan inseguro?

Ignoré sus enojos y seguí leyendo tratando de relajarme antes de subirme al


avión. Esa es una de las terapias de autoayuda a las que apelo para contrarrestar
mi fobia a volar. Unos minutos después me puse de pie y le dije que debía ir al
baño. Sentí cómo rápidamente uno de los muchachos me seguía, pero le resté
importancia.

No alcancé siquiera a salir del baño y, para mi sorpresa, me encontré al


hombre allí, esperándome. Sin mediar palabras me entregó una tarjeta, la cual
rechacé diciéndole que era una mujer casada. Al parecer, el doctorcito se dio
cuenta de todo lo ocurrido y cuando me senté a su lado estaba furioso. Intenté
explicarle que me comporté como una dama devota a su condición matrimonial,
pero no entraba en razones.

Cobarde como siempre, me recriminó incesantemente los hechos pero no fue


capaz de enfrentarse o aclarar la situación como hombre frente al muchacho que
intentó conquistarme. Sabiendo que lo que más necesitaba en ese momento era
paz y relajación para afrontar el vuelo, hizo todo lo contrario.

De repente, cuando llegó la hora de abordar entré en estado de pánico. La


carga emocional de sus críticas y mi fobia a volar hicieron que no pudiera
respirar. No paraba de llorar. Los temblores se apoderaron de mi cuerpo a tal
punto que la azafata preguntó si me encontraba en condiciones de volar. Él
contestó por mí y en pocos minutos estábamos en nuestros respectivos lugares
dentro del avión.

Para su castigo y, sobre todo el mío, los jóvenes se sentaron en los asientos
ubicados justo detrás de nosotros, esas tres horas de vuelo parecieron eternas.
Aterrizamos en el Reinado y tomamos un taxi con destino a nuestra casa, mi
cárcel.

Como de costumbre dejó las maletas en la entrada, tuve que subirlas para
desempacar y organizar todo mientras él rezaba como robot, de modo mecánico,
todo lo que yo hacía.
Una claustrofóbica rutina cubierta de arena

Cada día en la cárcel, como llegué a llamar a mi propio hogar, era una
reiteración del día anterior. Sumaba días, pero no vida, sentía que desperdiciaba
el tiempo sin tener vivencias o situaciones que cultivaran mi progreso personal.

El despertador siempre tenía el mismo sonido, el del primer rezo del día. Los
bocinazos de la calle, anuncian que era la hora indicada para llevarlo a cabo. Si
eres una persona que no conoce esta tradición, literalmente, te asustas.

Esa cotidiana situación, en cualquier otro lugar, pareciera ser una emergencia
por una persona que debe ser trasladada en ambulancia hacia un hospital, en
medio de una desesperante agonía y buscando abrirse camino entre un caótico
embotellamiento vehicular.

Era imposible no activarse luego del peculiar inicio del día. Uno de los
pequeños placeres a los que todavía tenía derecho, era tomar un baño para
despabilarme, relajar mi cuerpo y sentirme algo mimada.

El enorme colchón de arena presente cada mañana en la sala era mi desafío


inicial. Con algo de música ponía manos a la obra. Nunca supe cómo tanta
cantidad de arena podía apoderarse del piso, como si se tratara de una materia
inteligente que buscaba cobijo bajo el techo de nuestra casa, combatía con ella
con escoba en mano.

En lo personal, me encantan las tormentas de arena pero fuera de mi vivienda.


Ya tenía suficiente con el polvo psicológico, con el cual, el huracán Selmi
arremetía la mayor parte del tiempo compartido en esa casa.

Mi cerebro acumulaba tantas decepciones y traumas generados por la


convivencia, que también lo sentía cubierto por polvo. El problema era que no
sabía con qué barrerlo y dejarlo impecable. Aún no encontraba la escoba
perfecta para esa misión, casi imposible.

Venciendo al invasor, luego de varios rounds de combate, me disponía a


desayunar. La televisión árabe se fue convirtiendo, de a poco, en una necesidad
para aplacar algo de la soledad a la que estaba condenada. Me volví fiel a uno
de mis programas favoritos de la mañana.

Con tiempo más que suficiente para prestar especial atención a las noticias,
comencé a entender bastante bien cada una de las cosas que la señal emitía.
Me sentía orgullosa por ese pequeño, pero a la vez enorme logro, si
consideramos la complejidad del idioma.
Pese a que comencé a entender las noticias, no comprendía la lógica de la
sociedad árabe. Estaba accediendo a información directa y palpable, más allá
de lo que me contaba la mujer encargada de la limpieza durante los fines de
semana.

Los informativos eran algo tendenciosos, optaban por venerar a las máximas
autoridades del reinado y las informaciones fatales, que en otros países serían
catalogadas de caos, se pasaban por alto.

Ejecuciones, violaciones y muchos otros actos, totalmente opuestos a lo que


pregonan los derechos humanos eran moneda corriente. Pero el estado del clima
y otros tantos detalles decorativos, acaparaban la pequeña pantalla de ese
extraño país en el que me encontraba viviendo.

Sólo una cosa muy común para todo el mundo fuera de Arabia Saudita, rompía
estrepitosamente las interminables horas de ocio y me brindaba una felicidad
transitoria, ir al supermercado. Esa simple actividad era un mundo de
expectativas, así de miserable se estaba convirtiendo mi vida cotidiana.

La compra de víveres para el hogar representaba escapar de la jaula, al


menos por un par de horas. En el Reinado, te vuelvas inevitablemente adicta a
las compras. Es costumbre para los lugareños, acumular la mayor cantidad de
cosas posibles, si son necesarias o no es un análisis secundario.

Con el tiempo, entendí que eso se debe a que no hay más actividades que
realizar en un día común y corriente. Los horarios de las tiendas son poco
habituales, durante la mañana abren sus puertas a las diez y cierren dos horas
y media después. En esa estrecha franja horaria debes adquirir los productos.

Como todo transcurre en torno a la religión, las puertas se cierran con


exactitud cuando las agujas del reloj marcan la hora del rezo. No importa si estás
cerca de pagar en la caja, debes dejar tu compra y retirarte.

Las luces se apagan casi de manera automática y te invitan a retirarte para


cerrar el lugar con la mayor celeridad posible. Esta operación se repite cinco
veces al día, por lo que es normal ver a los ciudadanos correr desaforados para
llegar a tiempo.

Sin notarlo en un principio, me acostumbré a ser parte de la estampida de


consumidores que buscan vencer las limitaciones del tiempo disponible.
Analizando la situación, llegué a la conclusión de la cantidad de dinero que
pierden los comerciantes por esta práctica. Pero, por supuesto, el rezo es la
prioridad.
Lo mismo sucede en los establecimientos educativos, los lugares de trabajo y
en cualquier lugar que se puedan imaginar. Claro que no estoy en contra de la
devoción y disciplina, por el contrario, me parece algo admirable.

El problema radica en la otra cara de la moneda. Miles de hombres llegan a


sus hogares para moler a golpes a sus esposas. Es entonces, cuando esa doble
moral hace que pierda el respeto por muchos de los practicantes de la doctrina
musulmana.

Muchas veces, pensé que el Corán que yo leía era diferente al de ellos. En
ninguna parte, se justifica o se hace mención a semejante salvajismo ejecutado
“en nombre de la religión”. Por el contrario, el cuidado y la protección de la mujer
debe garantizarse de acuerdo a las escrituras.

Una gran cantidad de anécdotas se remiten a los centros de compras. Para


muchos jóvenes sauditas es una excelente oportunidad para conocer chicas.
Claro está, que de una manera muy diferente a lo que ocurre en otras partes del
planeta.

Aunque parezca una locura ridícula, los sauditas no pueden relacionarse, bajo
ningún aspecto, con personas del sexo opuesto si no forman parte de su familia.
Entonces, ¿De qué forma se supone que coquetean dentro del territorio árabe?
Apelando al ingenio, aunque debo reconocer que seguramente por su falta de
práctica son algo simples en ese aspecto.

En realidad, están acostumbrados a los matrimonios pautados por las familias


y a comprar a la mujer que desean, estando fuera del territorio del Reinado.

En una ocasión un tanto cómica, un joven se paró a mi lado para pedirme con
disimulo un consejo acerca de cuál de las pinzas de depilar cejas era la mejor.
¿No se le ocurrió una mejor excusa? Aguantando la risa, tomé una de las pinzas
y se la entregué, retirándome enseguida.

Pensé que con eso bastaría para que me dejara en paz pero, como si se
tratara de un juego de niños, me siguió permanentemente con su carrito de
compras durante todo el tiempo que permanecí en el lugar sin emitir una sola
palabra.

Otra divertida situación, ocurrió mientras caminaba con tranquilidad entre las
góndolas. En un descuido, un hombre tomó deliberadamente mi carrito y
comenzó a hablar sin parar simulando ser mi esposo.

Advertida con anterioridad, sabía que su intención era evitar problemas con
los mutawa y conseguir al menos mi número telefónico. He sabido de casos en
los que, increíblemente, continúan con el personaje hasta el extremo de hacerse
cargo del pago de las compras.

Esa impulsiva acción me tomó por sorpresa y el susto fue tan grande que
comencé a decirle cosas en voz alta, el muchacho se alejó como por arte de
magia. Intentando disimular el rechazo, se perdió entre los pasillos con la cabeza
gacha.

Posteriormente, sentí pena por él, pero si descubrían que no éramos familia
ambos pagaríamos por el desacato a la ley. Más aún, mi castigo sería peor al ser
una mujer casada y siendo una mujer en tierra de hombres. Otros arriesgados,
simplemente dejaban caer un papel con su número telefónico, ilusionados con la
posibilidad de recibir en algún momento el tan ansiado llamado.

Todas estas cosas me ocurrían estando sola, por supuesto, afuera me


esperaba un chofer dispuesto para manejar ida y vuelta hasta el mercado. La
opción de tomar un ómnibus también era factible, pero temía por la cantidad de
atentados que ocurrían con frecuencia. Teniendo en cuenta que era una mujer
de aspecto anglosajón en tierra saudita, el riesgo aumentaba
considerablemente.

Con estúpida transparencia, le contaba estas vivencias al doctor Selmi, quien


se llenaba de ira culpándome por el accionar de esos hombres. Según su criterio,
con el simple hecho de mostrar algo de mi cabello era considerada una presa
fácil y dejaba las puertas abiertas para que los galanes de turno se arrojaran a
la captura de su futura víctima.

La insistencia de mi esposo sobre este tema, terminó por hacer que me


preocupara excesivamente por cubrirme completamente, debido al temor que
sentía de ser acosada.

Una de mis terapias permanentes, era el sentarme frente al mar y trasladarme


mentalmente a las playas de Miami. Imaginaba, como una niña impulsada por la
fantasía de una realidad paralela atemporal, que un avión emergía de las aguas
para llevarme de regreso a lo que tanto añoraba.

Eso, sería el móvil perfecto para desafiar al tiempo y retroceder varios


kilómetros en el recorrido que me llevó hasta allí. Tal vez no me equivocaría
nuevamente y tomaría las decisiones correctas. Me animaba pensar en esa
posibilidad, hasta que caía en la cuenta de que la locura comenzaba a hacerle
cosquillas a mi lucidez.

Mis lágrimas parecían ser suficientes para abastecer las aguas de ese mar.
Diariamente, brotaban de mis ojos como si se tratasen de dos enormes
compuertas que acumulaban una insostenible presión, para terminar por romper
las barreras del disimulo y la hipocresía que las contenían y fluir presurosamente
hacia la nada, hacia el vacío total.

Paz y soledad. Esas dos palabras son suficientes para expresar mi sentir en
aquellos días. Una extraña conjunción entre desahogo y abrumadora
desesperación, generada por la impotencia de no poder cambiar el despiadado
destino que me signaba.

Era una conjunción tan extraña, como la que me producía tener a mi esposo
allí, a pocos centímetros, en algunas de esas ceremoniales tardes a orillas del
mar. Odio e ínfimos destellos de amor, pero sobre todo desolación. ¿Aún lo
amaba? ¿Era posible que a pesar de sus abusos el sentimiento siguiera intacto?
La pregunta rondaba en mi cabeza, en medio de su acostumbrada indiferencia.

Sólo un abrazo suyo, era lo que necesitaba para descansar con un poco de
esperanza. Con tan sólo eso, recuperaba una pizca de ternura en la relación y
me transmitía la confianza suficiente para seguir adelante con lo nuestro.

Sin embargo, sólo podía refugiarme en mis momentos a solas. Ponerse en mi


lugar brevemente, era algo ajeno a sus intenciones. Debía contentarme con
servirle de indiferente compañía y prestarme, para que pudiera lidiar con su
insoportable temperamento, siendo el objeto a torturar y desarmar
emocionalmente en sus letargos de aburrimiento.

Sí, la soledad se volvió mi mejor aliada. Mi máximo entretenimiento y gozo era


el arte culinaria. Cocinar y hacer dulces, me mantenía distraída y desaceleraban
el vértigo de mis pensamientos negativos.

Era tal mi afición, que llegué a preparar hasta cinco postres diferentes en un
mismo día, sin importarme que éramos dos personas las que compartíamos la
casa, aunque no era así con la felicidad de estar juntos definitivamente.

Tanto desperdicio de comida me mortificaba, pero con cada onza que


dedicaba a las respectivas recetas una mueca de sonrisa se dejaba notar en mi
rostro, curtido por la desventura de mi matrimonio.

Vivir en una época donde la globalización, aunque bastante restringida en


Arabia Saudita, avanzaba a pasos agigantados fue un verdadero alivio. No
imagino cómo hubiese podido sobrevivir al cautiverio sin acceso a internet.

Sin notarlo en un principio, comencé a tomar cursos online de diferentes


temas que me interesaban. Eso me brindaba entusiasmo. Llegué a reunir unos
cuantos diplomas que tal vez me servirían en otro lugar, estaba consciente de
que eso no ocurriría en el Reinado.
Ahí, no sirven para nada, sobre todo por el hecho de ser mujer: ¿Acaso
pensaba usarlos fuera de mi residencia actual? ¿Estaba tomando tanta fuerza
mi idea de un futuro escape como para considerar seriamente esa posibilidad?

Mi breve receso, se cortaba abruptamente minutos antes de la llegada del


doctor Selmi. Al acercarse la hora de su retorno, la angustia interna tomaba
protagonismo y me cubría completamente con un enorme manto de resignación.

Cada reencuentro era idéntico al anterior. Una horrible experiencia diaria.


Quejándose de la incompetencia de sus compañeros de trabajo, se dirigía a su
trono esgrimiendo los principios de emperador que creía poseer. No había besos,
abrazos o muestras de interés sobre cómo me sentía yo.

La pregunta de rigor no podía estar ausente. ¿Qué has hecho durante todo el
día? ¡Maldito hipócrita! Sabía muy bien cada paso y detalle de mi aburrida y
solitaria jornada.

Cada cámara, cada informante y cada hackeo informático que previamente


realizó de mis cuentas en el ordenador, le habían dado a detalle la crónica exacta
de mis últimas horas vividas o, mejor dicho, soportadas.

Como si se tratara de una rutina de teatro que se repite del mismo libreto,
después del rezo habitual comenzaban las peleas. En lugar de calmarlo y
sembrar un poco de compasión en su alma, rezar lo ponía más eufórico y
violento. De una forma extraña, convertía todo en conflicto o desaprobación.

Ya no se trataba de discusiones acaloradas. Comenzamos a arrojarnos


adornos y todo lo que se nos cruzara por delante, era un deprimente y agresivo
show. También hubo empujones en las escaleras y situaciones límites, hasta la
empuñadura de armas blancas. Sentía terror de su presencia, pero estaba tan
frustrada que se eclipsaba mi propio miedo con la furia del momento.

Centenares de bajadas y subidas por los escalones que terminaban en el


cuarto de mi preferencia, se consumaban a lo largo de cada semana. Con
seguridad, puedo afirmar que ese cuarto fue uno de los espacios de la vivienda
en los que pasé la mayor cantidad de horas.

Con el tiempo y tras varios episodios siniestros, descubrí que tenía un punto
débil. La única forma que encontraba a mi alcance para serenar su odio, era
destruir su teléfono celular. Creo que, de no haberlos roto, una pequeña empresa
podría haberse abastecido con ellos.

Cuando la trifulca se volvía insostenible, sólo me quedaba agotar el último


recurso. Salir corriendo de su vista y agarrar inmediatamente el teléfono para
llamar a la seguridad del complejo.
Si bien eran sus amigos y yo sería la más perjudicada en una intervención, la
vergüenza que pasaría le pesaba mucho más que cualquier otra cosa. Su orgullo
de hombre dominante y súper macho no le permitía que los demás notaran la
rebeldía de su mujer, a la que no podía controlar por sus propios medios.

Una vez restablecida la calma, me refugiaba en uno de los cuartos,


encerrándome bajo llave por medio a represalias imprevistas. La noche
transcurría con él suplicando incansablemente que le abriera la puerta, para
volver a dialogar.

Accedí en nuestras primeras confrontaciones, pero el resultado siempre era


el mismo. Debía asumir mi culpa en la discusión y eximirlo de toda
responsabilidad. Después de todo, según su criterio me estaba comenzando a
volver loca y él era el único camino hacia mi recuperación de la sensatez.

Pero esa idea ya no le funcionaba, dejaba lentamente de hacerse carne en


mí. Su perverso juego psicológico estaba llegando a su fin. Más confiada que
nunca, sabía que él era el problema, y no la gloriosa salvación de la que tanto
hablaba.

Sinceramente, no recuerdo la innumerable cantidad de noches que dormimos


en cuartos separados durante mis años en el Reinado. Estaba tan desesperada,
que sólo esas cuatro paredes contenían mis ganas de vivir. Sólo allí me sentía a
salvo y libre de todo acoso, al menos temporalmente.

El espejismo, al cual accedí por la sed de un amor que fuera para toda la vida,
se desdibujaba con los fuertes azotes de la realidad que debía soportar. Pulcro
por fuera pero putrefacto por dentro, era el diagnóstico que daba del enfermo
doctor Selmi.

Había tragado el anzuelo, hasta el fondo, en busca de una familia feliz, estaba
encantada por la carnada que cuidadosamente se encargó de preparar para
llamar mi atención. Y ahora era el momento de desprenderme y soltarme,
aunque en el proceso se desgarraran cada uno de mis órganos internos.
La etapa más oscura de mi existencia

Viviendo en un entorno psicológicamente violento y creando de mi parte una


armadura cada vez mayor, nuestros días transcurrían sin cambios relevantes.
Una y otra vez, se repetía la misma película dentro del complejo de Yanbu y el
abismo entre ambos se hacía infinito.

Los encierros en mi cuarto, para esos tiempos convertido en mi santuario,


eran más que frecuentes. Estaba sumida en la impotencia, depresión y rabia sin
encontrar la manera de liberar toda esa tensión reprimida.

Acostumbrada a dar y recibir afecto desde mi maravillosa infancia, con


nostalgia recordaba mis días en Miami. No podía realmente entender lo que
estaba ocurriendo. Cómo podía existir tanta distancia entre dos personas que se
habían elegido para compartir su vida hasta el final de sus días; supuestamente
embarcados en un velero que debía potenciar su navegar por los cálidos vientos
del amor.

Lamentablemente, sólo a través de un dolor mayor pude encontrar la manera


de sobrellevar el sufrimiento que me consumía. El alivio llegó de la manera
menos pensada, jamás entendí a las personas que lo hacían, pero comencé a
cortarme la piel causándome severos daños.

Era una ecuación simple, pensaba que el aumento del dolor físico disminuiría
mi dolor existencial. El sometimiento mental del doctor Selmi, del que necesitaba
despertar rápidamente, había encontrado una veloz vía de escape en la auto
flagelación de mi cuerpo.

Esas son las marcas que llevaré para siempre, las que servirán para
recordarme lo bajo que llegué a caer en la etapa más oscura de mi existencia.

El dolor con cada punción era insoportable. Me desvanecía hasta


desmayarme. Desgarrar la primera capa de mi piel, recorriendo el brazo con la
punta del filoso cuchillo, me hacía centrarme sólo en ese instante,
automáticamente, olvidaba el mayor de mis dolores, el maltrato mental y la total
indiferencia de mi esposo.

Viendo todo ésto, el doctor Selmi disminuía sus reclamos y me dejaba en paz
durante algunas horas. En cuanto veía cierta mejora en mi semblante,
comenzaba nuevamente con la tortura dialéctica. La hostil verborragia de
escasos fundamentos, parecía ser su pasatiempo favorito.
Se supone que una persona que te ama con locura, como solía confesarme
en los momentos más extremos, jamás sería el motivo de semejante estado
destructivo. Pero lo era. El doctor nunca sintió culpa alguna de mis neuróticas
reacciones e, intentar acompañarme en esos momentos de debilidad, era
demasiado esfuerzo para su insensible corazón.

En un infantil y desesperado intento de ablandar su rígido orgullo y despertar


algo de misericordia en él, ponía música en los momentos de silencio posteriores
a las acaloradas discusiones.

Sabía que el doctor Selmi hablaba perfectamente inglés y quería que las letras
de las canciones captaran su atención, que le despertaran una mínima porción
de sentimientos positivos.

“Mi corazón está congelado. Estoy volviéndome loca. Ayúdenme, estoy


enterrada viva” pregonaba la letra de “Lost”, una canción de Whitin Temptation,
una de mis bandas favoritas.

“Mi esperanza está en llamas. Mis sueños están en venta. Bailo en la cuerda
floja, pero no quiero fallarle. Corro hacia el fin tratando de no rendirme”. Las
estrofas se habían convertido en un himno para mí y despertaban mis más
profundos sentimientos.

Eran un grito hacia la revelación. Un intento por despertar el dormido corazón


de mi esposo. Si las palabras sinceras no alcanzaban, tal vez la música podía
lograrlo. Pero todo fue en vano, jamás percibió ninguna de mis indirectas. Él se
encontraba inmerso en su propio mundo.

Un mundo en el que su esposa incondicional, debía conformarse con ser una


simple sirvienta atenta a cada una de sus inquietudes y desaforadas
necesidades. Un objeto que únicamente lloraba y al que acudía, con cierta
cortesía, para saciar sus bajos instintos.

No había vuelta atrás. La relación estaba destinada al fracaso. El problema


era que sólo yo era consciente de una revelación tan triste. A su sentir, nadie
podía dejarlo, era demasiado bueno como para que una persona osara alejarse
de su lado.

Y, en el caso de que así fuera, hacerlo sería una misión casi imposible. Era mi
dueño, el poseedor de los papeles que me liberaban del Reinado. En
consecuencia, por el momento, nada más me quedaba sumergirme en las turbias
y profundas aguas de la resignación.

Después de cada pelea, él solía despacharse con un humor irónico y burlista.


De acuerdo con él, todo era parte de una sana reconciliación. Al parecer, nada
de lo que había dicho o hecho anteriormente merecía la pena de ser
considerado.

Tómalo con humor, solía decir. ¿Humor? ¿Luego de empuñar armas blancas
y tirar objetos de un lado a otro de la casa? Era imposible siquiera intentar
minimizar los efectos destructivos de cada una de esas confrontaciones.

Literalmente, no me dejaba en paz exigiéndome dejar todos los enojos atrás


y sencillamente olvidarlos. Pero, como una soda que va despidiendo el gas cada
vez que se gira la tapa a la rosca, el envase de nuestro amor se iba quedando
sin fuerzas, sin encanto, a medida que las peleas liberaban verdades opuestas.

Pero más allá de las peleas habituales, hubo un episodio que terminó por
marcar un antes y un después. Una situación que hizo que la puerta hacia mi
escape se abriera un poco más, tentándome insistentemente con la idea de
abandonarlo definitivamente, de dejarlo todo.

Era la madrugada de un viernes y comencé a sentir insoportables dolores en


los ovarios. En un principio, imaginé que se trataba de las clásicas, tediosas e
incómodas molestias menstruales.

Las agudas punzadas y el incesante suplicio, se hacían más y más fuertes


con el paso de los minutos. El doctor Selmi, roncaba acostado a mi lado en
nuestra cama matrimonial. Como la relación y el diálogo entre nosotros no estaba
del todo bien, aguanté las ganas de despertarlo para comentarle la situación,
penosa por lo que estaba atravesando esa madrugada.

Al llegar al baño, para lavarme un poco la cara e intentar refrescarme, me


desplomé, impotente y víctima de ese tormento físico que me aquejaba. Debía
decírselo a mi esposo, algo me pasaba por dentro. Pero sólo atiné a quedarme
quieta en el lugar. Mi cuerpo me lo exigía.
Horas después de estar tirada en el piso, al despertarse en la mañana para el
habitual rezo, mi esposo me encontró. Al verme tirada, sólo atinó a preguntarme
qué era lo que me ocurría. Me levantó de una manera algo brusca, considerando
mi malestar, y me llevó a la cama. Mi cuerpo se arqueaba completamente por el
dolor.
Como si se tratara de un simple resfriado, únicamente esporádicamente se
asomaba a la habitación para preguntarme si necesitaba algo. Dándole poca
importancia al problema, por la tarde se cambió de ropa y, sin mediar palabras,
se fue a rezar.

Perpleja por su falta de solidaridad, pasé las horas restantes hasta el


anochecer bordeando mi almohada con el cuerpo, formando una herradura para
caballos, si se visualizaba la escena desde el techo.
Sólo cuando volvió de sus obligaciones religiosas, se percató de que mi salud
empeoraba, decidió que ambos saliéramos a recorrer distintos mercados para
buscar jugo de moras, ideal para aliviar dolores y molestias en los riñones
pensando que ese era el motivo principal de mi malestar.
Intentaba mantenerme erguida, sacando fuerzas que no creía tener. No
obstante, la sensación era tan intensa que por momentos parecía destruirme
cada célula interna al momento de apoyar los pies en el piso.

Todo el tiempo sentí que sangraba, algo que pude corroborar posteriormente.
El negro vestido evitaba que las manchas pudieran notarse, pero sentía la sangre
seca impregnada en la abaya, rozando insistentemente mis muslos.

Él caminaba a mi lado con un aire altanero, como intentando desatenderse de


lo que pasaba delante del resto de las personas que circulaban en la calle. Daba
la impresión de que no quería verse involucrado con un espectáculo tan
vergonzoso, de acuerdo a su consideración.

Apenas me ayudaba, tomando mi brazo en escasos momentos o para sortear


algún obstáculo en el recorrido de un lugar a otro. Al fin conseguimos el famoso
jugo de moras y lo bebí rápidamente. Sumado a algunos calmantes que había
tomado con anterioridad, el dolor comenzaba a mermar levemente.

Como si nada ocurriera, el doctor Selmi ingresó a cenar en un restaurante


hindú. Preguntarme si me sentía en condiciones de acompañarlo, no formaba
parte de su plan. Tampoco era aceptable que no lo hiciera. Por un lado, sería
tomado socialmente como un acto de rebeldía en un territorio de extremo
machismo pero, además, no me sentía en condiciones de volver sola a casa.

Con muestras de malestar y desacuerdo en mi rostro, me apresté a ingresar


al comedor. La misma temática de siempre. Una sala aislada del resto de los
comensales y sólo el sirviente dispuesto por el lugar, quien ingresa
alternadamente para ofrecer el menú y servirnos.

Nunca me gustó almorzar o cenar ajena al resto de las personas, pero en esa
noche me sentí claustrofóbica. Los fuertes cimbronazos en el interior de mi
cuerpo, una consumada migraña y el pequeño espacio en el que estábamos
instalados conspiraban para que la velada fuera espantosa.

La agonía para retornar a casa, se hizo más profunda con la hora del rezo. Al
terminar el mismo, no aguanté más y me dirigí al baño. Le dije que sangraba
demasiado, que estaba realmente asustada y preocupaba, que nunca había
pasado por algo parecido.
Probó el último bocado de su cena y con una alarmante lentitud se dispuso a
marchar con destino a nuestro hogar. Al llegar fui directamente al baño y
sintiéndome más cómoda pasé unos minutos sentada en el inodoro.

Al reincorporarme noté que había eliminado algo de mi cuerpo. Cubierto de


sangre lo detecté flotando, era algo que nunca había visto. Llegué a la macabra
conclusión de que me había reventado por dentro o que acababa de perder un
embarazo que no llegaba siquiera a los tres meses de gestación. Tenía que
decírselo a mi esposo.

Salí del baño y me dirigí hacia él. Sentado muy cómodo en el sillón de la sala,
miraba un programa de televisión, ajeno a todo, incluso a mi presencia, tuve que
pararme frente a su vista para decirle lo que había ocurrido.

Con temperamento relajado y satisfecho por la suculenta cena disfrutada un


par de horas antes, me miró por un instante y mientras volvía su atención a la
televisión simplemente soltó una fría frase que destruyó mi alma: “No te alarmes,
no es más que un simple aborto. Si no tiene tres meses no es nada. Es un pedazo
de carne sin vida”.

Fui corriendo desconsoladamente a mi cuarto, ya no en el matrimonial sino en


el de huéspedes, el que prefería para aislarme de la presencia de ese ser
inhumano que había elegido para acompañarme por la eternidad. El dolor
comenzó a ceder, o la impotencia y el odio generado por la respuesta del doctor
Selmi lo hicieron pasar a segundo plano.

Muy nerviosa y en estado de shock, tomé el ordenador y pasé toda esa noche
investigando por internet lo relacionado al tema. No había dudas, era un aborto
confirmado. Lloré desconsoladamente y escuché cómo él simplemente continuó
en la sala para horas más tarde acostarse a dormir.

No hubo algún intento de consuelo. No hubo protección. No hubo amor.


Simplemente había sido un hecho aislado para él. Una cosa más que debía
soportar de su loca esposa, algo de lo que trataba de convencerme diariamente
y juro que llegué a pensar que lo estaba logrando poco a poco.

Lo mínimo que esperaba de él, era algo de compañía para aliviar mi dolor
físico y emocional. Poco le importó, un breve planteo que le hice, continuó viendo
su película, absolutamente inexpresivo y frío.

Su indiferencia causó en mí un dolor indescriptible, más perdurable que el


padecimiento físico por el que había pasado. Varios días estuve afectada por su
insensibilidad, pero jamás volvimos a hablar del tema.
El hecho de que el doctor Selmi quisiera tener hijos me desorientó mucho
más. En otras ocasiones me había advertido que, si no podía tener hijos
conmigo, buscaría a alguien más que lo convierta en padre. Mi respuesta, no le
causaba gracia alguna: “Entonces me buscaré otro amante”, solía decirle. Eso
era suficiente para que su rostro se transformara en un depósito de ira.

No podía soportar la idea de que “algo” de su pertenencia, como me


consideraba, estuviera en manos de otro hombre. Los celos, otra vez, jugaban
un poco a mi favor.
Wuppertal. Una renovadora bocanada de dignidad
En el complejo de viviendas de Yanbu las cosas no habían cambiado
demasiado. Los abusos psicológicos seguían siendo una moneda corriente y la
cotidianeidad era capaz de desconsolar a cualquier persona con aspiraciones e
iniciativa.

Los encargados de la seguridad y las cámaras de vigilancia eran los socios


ideales para el doctor Selmi, cada vez más insoportable. Los controles de su
parte alcanzaban un nivel más alto.

Con el teléfono intervenido y mi computadora hackeada, algo que descubrí


con posterioridad, ya no tenía una mínima pizca de privacidad. Gracias a su
doctorado en sistemas informáticos, había hecho todo eso sin esfuerzo alguno.

Por otra parte, hacer las compras había dejado de ser una terapia relajante.
Cada vez que precisaba adquirir productos o víveres, debía esperar a que mi
“sacrificado” marido tuviera la gentileza de llevarme.

Como mencioné anteriormente, las mujeres no pueden andar solas por ahí sin
ser acompañadas por alguien. Si se las veía con una persona que no fuera su
guardián, el riesgo de castigos y latigazos era latente.

Cada vez que salíamos de compras era una odisea. Debía rogarle que lo
hiciéramos para tener insumos y preparar los alimentos que él mismo consumiría
después. Desde temprano, esperaba con ansias que regresara del trabajo, no
por las escasas ganas de volver a verlo, sino porque era la única forma que tenía
de tomar algo de aire fresco y escapar del cautiverio de las paredes de nuestra
casa.

Estando en el supermercado, parecía acelerar intencionalmente todo.


Seleccionaba las cosas con excesiva velocidad y, en cuestión de minutos,
estábamos nuevamente a la cárcel. Su vocación de guardaespaldas obsesivo,
siempre salía a relucir. No se trataba de un paseo para despejarse.
Metafóricamente, sólo era el traslado de una celda a otra.

Las peleas estaban a la orden del día. Porque el empleado del supermercado
me miró más de lo debido, porque mi cabello salía del hiyab o por la locura que
se le antojara en ese momento. No era una mujer saudita, era obvio que llamaría
la atención.

Inmersa en un laberinto de sinsabores, la idea de planear un escape


retumbaba en mi cabeza como un tambor clásico de los carnavales cariocas.
Indirectamente proporcional a mi estado anímico, era un pensamiento
sumamente fuerte.
Con intervalos de tres o cuatro meses, aprovechábamos para tomarnos unos
días de vacaciones en Alemania. Durante varios viajes previos a Colonia,
comenzamos a ver la posibilidad de adquirir una propiedad en Wuppertal, una
localidad cercana.

La primera vez que fuimos a Colonia, visitamos a un amigo del doctor Selmi.
Se trataba de una persona muy cálida y hospitalaria. Durante las largas charlas
entre ellos, yo adoptaba por obligación la postura de una niña que por respeto a
los mayores no intervenía.

En cuestión de unos cuantos minutos, me retiraba fingiendo tener sueño.


Cansada de esperarlo durante horas en la cama, me quedaba dormida. Algo que
se repitió durante varias noches seguidas.

Vimos varias propiedades. Ellos en la parte delantera del automóvil


intercambiando ideas, y yo intentando tener algo de participación. Cada vez que
visitábamos una opción para la compra, mi esposo pedía consejos y aceptaba
todo lo que su amigo le decía. ¿Y mi opinión? ¿Compartiría con él o conmigo
ese supuesto nidito de amor?

Asqueada de su desatención, recuerdo haberle preguntado estando solos y


con ironía si no era gay. Su cara se transformó y la discusión fue inevitable. Le
había removido su orgullo de hombre, súper macho alfa dominante.

Al día siguiente, dialogaron entre ambos y eligieron la propiedad. Sólo me


quedó asentir con la cabeza y una amplia sonrisa. Diablos, ¡Qué me pasaba!
“Reacciona Zoe, hazlo por favor de una vez por todas. Exige respeto”, me decían
los ecos del poco amor propio que me quedaba.
Ya teníamos entonces un pequeño apartamento en esa ciudad germana. La
elección del mismo, fue una muestra más de la poca relevancia que mi opinión
tenía en las decisiones del doctor Selmi. Prácticamente, yo no tenía voz ni voto
en nada.

Reacondicionar y pintar el apartamento fue una terapia relajante. Por


supuesto, estaba sola también en esa misión. Mi esposo se creía demasiado
importante, como para tomar una brocha y trabajar juntos.
Mientras él disfrutaba de las bondades de Wuppertal, yo convivía con
esmaltes de colores y detalles decorativos. Pero era libre de elegir y eso era
mágico, si consideraba la realidad que estaba viviendo.

Sin abaya ni hiyab y escuchando música a alto volumen, mi imaginación


volaba alto, cada vez más alto. Soñaba aún con un futuro matrimonial repleto de
paz y entendimiento. “Todo estaría bien. El tiempo lo hará reflexionar y pondrá
las cosas en su lugar”, pensaba entre pinceladas.

Ilusionada, pinté unas paredes en color rojo oscuro y las opuestas de color
violeta, contrastando a la perfección con los pisos de parquet y los muebles de
madera. Los adornos y lámparas árabes hechos en cobre y plata lucían
maravillosos, generando un bello reflejo de las luces exteriores.

Poco a poco, nuestro apartamento adquiría características acogedoras y


encantadoras. Ideal para nuestro recreo fuera de la rutina que Yanbu significaba.
Encontrarme en una sociedad más liberal, recargó mis energías.

Ya no debía preocuparme, al menos durante esas semanas, por los famosos


mutawa, la rara especia de policías con vestimenta extraña a los que llamaba
cómicamente los Harry Potter. En realidad, los mutawa eran miembros de la
Comisión para la promoción de la virtud y la prevención del vicio.

Ellos están por todas partes, alertas al comportamiento de las mujeres y


parecen disfrutar fastidiarlas a lo largo de todo el territorio del reinado árabe.
Hubo una ocasión en que una jovencita estaba en una tienda y aparecieron los
mutawa, ordenándole que dejara de inmediato el lugar.

¿El motivo? La mujer tenía las uñas de sus manos pintadas. Una verdadera
locura. La reglamentación para molestar a las personas era subjetiva y ellos
terminaban haciendo lo que se les antoja en el momento.

Cuando, de modo valiente, la “infractora” se rehusó a retirarse e incluso


comenzó a filmarlos con su teléfono móvil, las cosas empeoraron. La mayoría de
las personas apoyaron con cobardía a la despiadada autoridad y fue llevada
detenida, quien sabe qué tortuoso final tuvo.

Yo tuve una experiencia con estos personajes en un patio de comidas dentro


del centro comercial, aunque mucho menos traumática. Mientras tomaba un
refresco que había pedido en la línea de cajas, reservada únicamente para
mujeres en un restaurante de comida rápida, se me acercó un mutawa con el
mismo sentido de exterminio que tiene un ave rapaz al descender a comer las
sobras de algún animal moribundo.
Parecía que me había estado observando desde antes, al asecho, esperando
el momento oportuno para atacar. “No puedes estar aquí, vete. Ésta es un área
exclusiva para hombres”, me ordenó con tono imperativo extendiendo
simultáneamente su brazo hacia un lugar apartado, rodeado de aburridos muros
sin nada para mirar. ” Sólo se te permite estár allá”, concluyó con un malestar
infundado.

Fue tan tajante el modo en que se manifestó, que generó mucha indignación
en mí. En un impulso poco inteligente, le dije que estaba completamente loco.
Analizando luego la situación con mayor frialdad, tomé conciencia de lo
arriesgada que fue la actitud que mantuve ante la autoridad. Todavía no
comprendo cómo no fui arrestada en ese preciso momento.

Mis otros encuentros con ellos fueron por fortuna fugaces. Esos andariegos
Harry Potter no se cansaban de exigirme que me cubriera. No importa a que
religión pertenezcas, su misión será siempre hacerle la vida imposible a las
personas o, mejor dicho, a las mujeres.

Por lo general, la mayoría de ellos son entrenados en la cárcel y como


requisito primordial se les exige conocer en profundidad todas las leyes sharias
y, de manera exacta, cada pasaje del Corán. La interpretación personal que le
dan a cada cosa, es otra cuestión controversial. Al parecer, no hay nada mejor
que los ex presidarios para imponer un autoritarismo intimidatorio.

Después de un tiempo, comprendí el grado de salvajismo al que estaban


expuestas las personas en Arabia Saudita. Por mencionar un caso, los
musulmanes que osaban renunciar a su religión recibían la pena de muerte.

La decapitación es el método típico y predilecto. Éstas se realizan en público,


para enviar el mensaje a la mayor cantidad de creyentes posibles.

Una vez consumada la inhumana atrocidad, entregan el cuerpo y la cabeza a


la familia de la víctima. Es por eso que existen “artesanos” que se ocupan de
coser las partes, para unir nuevamente los restos, y poder consumar un digno
sepelio.

Si alguien comete un robo, le cortan inmediatamente la mano, me tocó


presenciar ésto puesto que también era un acto que se realizaba públicamente,
nuevamente, para dar la lección a toda la población.

Al enterarme de semejantes barbaries me sentí aterrada. Debo reconocer


que, en un principio, tomando como referencia a países musulmanes mucho
menos ortodoxos y con una interpretación más pacífica del Corán, me sentí
intrigada y atraída.
Desde que conocí al doctor Selmi y logró venderme ese perfil hipócrita de ser
un hombre de pensamiento liberal, estaba convencida del rumbo que debía
seguir para el resto de mi vida. Ciega de amor por él y fascinada por la cultura
musulmana, tomé una decisión de la que sólo hice partícipe a Josefina.

Antes de viajar definitivamente a Arabia Saudita, para vivir en familia junto a


mi esposo, me convertí en musulmana. Una mezquita de Miami fue la que me
asesoró y guío durante el proceso.

Mis visitas a las mezquitas turcas y un superficial conocimiento de lo que


implicaba la transformación, fueron suficientes para que tomara la decisión.
Jamás perdí el respeto por la religión, pero lo vivido junto a mi esposo y Arabia
Saudita ponía en serias dudas mi inicial devoción.

En definitiva, era una musulmana declarada que, de acuerdo con las


exigentes apreciaciones de mi esposo, vivía en permanente pecado. Todas las
acciones que nacían de mí eran vistas por él como haram, prohibido de acuerdo
a la fe.

¡Cuánta hipocresía! Precisamente él, que llevaba a la religión con total


falsedad al igual que otras tantas personas en el Reinado. En Arabia Saudita me
decepcioné por completo de la tierra del Islam, al darme cuenta de la manera en
que profesan su fe. Al parecer, rezar cinco veces al día te hace mejor musulmán
que otros. ¡Cuánta hipocresía!

He visto con mis propios ojos al doctor Selmi, inmediatamente después de


levantarse. inclinarse, postrarse y sentarse mientras recitaba las oraciones y
hacer dúa (súplicas a Dios) sin ningún tipo de emociones, sólo como un acto
sistemático y robotizado. Fui testigo de ese proceder en oportunidades en que
distintas oportunidades, ya fuera en su casa o en alguna mezquita perdida en el
camino durante un viaje lejos del hogar.

Todos los musulmanes rezan cinco veces al día. Generalmente, los hombres
lo hacen en una mezquita o en congregaciones masculinas. Las mujeres, por su
parte, suelen rezar en el ámbito hogareño, o si se les permite en una parte
separada de la mezquita. Yo no podía entender cómo no encontraba paz entre
rezo y rezo. Por el contrario, parecía que el demonio se apoderaba de él cada
vez que nos reencontrábamos al finalizar sus sistemáticas oraciones.

Los viernes pasaron a ser los días más odiados por mí. Sabía a la perfección
cómo comenzarían y terminarían. Sin sorpresas, aventuras o emociones
esperanzadoras. No podía sentir tanto vacío. Consistían tan sólo en levantarme,
preparar su desayuno y quedarme en casa esperándolo mientras él gozaba de
su libertad.
Justificaba en la religión, sus frecuentes salidas a la mezquita.
Posteriormente, lo hacía en la barbería y su posterior relajación en la playa,
mientras yo observaba, esa era la rutina clásica de su maravilloso día.

Por supuesto, yo tenía prohibido ingresar al mar, incluso dentro del complejo
de viviendas. En ese extraño mundo, en el que no se permite llevar las uñas
pintadas o realzar la belleza del rostro con maquillaje, sí está permitido matar
brutalmente si no se cumple una de las tantas prohibiciones. Me encontraba
inmersa en la depresión. Tal vez por eso, esas mini vacaciones en Wupperstal
significaban tanto para mí.

En ellas, podía recuperar mi auto estima y sentir nuevamente que tenía


derechos, que podía elegir desde dónde sentarme hasta la ropa que usaba. ¡Al
carajo con las prohibiciones!

Quizá una pequeña pizca del romanticismo que demostró para conquistarme,
haría mella en mi esposo durante nuestra estadía en Europa. Mi mayor anhelo,
era que el viento del viejo continente trajera aires de renovación a la relación.

Me quité los guantes de látex que estaba utilizando para pintar la sala
principal, suspiré muy profundo y mi mirada se dirigió imantada hacia la rama de
un árbol. Mis ojos no dejaban de mirar a un pequeño pájaro, al que las hojas
acariciaban plácidamente.

Libertad, caricias, paz. Sentí envidia del ave que estaba a pocos metros de
mí, separada sólo por el cristal de la ventana. Una ráfaga de aire proveniente del
norte hizo temblar el marco de la ventana, despertándome de mi estado
estupefacto.

La Sitta europea también se vio sorprendida, pude percibirlo puesto que su


semblante se desestabilizó. Como sabiendo lo que ocurriría segundos después,
pareció mirarme a los ojos y, raudamente, emprendió el vuelo.

Se escuchó un ruido de llaves. La puerta principal se abrió con brusquedad,


acompañada de quejas por doquier. El vendaval arremetía nuevamente. El
doctor Selmi había regresado.
Una auténtica boda saudita y de regreso al infierno

Mi escasa vida social en el Reinado, me llevó a valorar con exageración cada


pequeña oportunidad de compartir con otras personas. Y era el turno de un
evento que esperaba con ansias. Siempre había sentido curiosidad por participar
en una boda saudita autentica.

A pocos días de concretarse, entendí que era algo muy privado y ser invitado
a participar era un gran honor. La sociedad saudita es muy cerrada y sólo unos
pocos pueden formar parte de tan importante ceremonia.

Si bien quería ir, pasé varios días decidiendo si asistiría o no, el problema no
eran la falta de ganas, ansiaba participar, pero imaginar las caras de
desaprobación de mi esposo, estando con su grupo de amigos, me incomodaba
demasiado. Ya había sido víctima de ese tipo de actitudes.

Después de meditarlo, un día antes tomé la determinación de participar, grave


error de mi parte. Elegir un vestido con tan poco tiempo de antelación, es
imperdonable en Arabia Saudita. Las tiendas no tienen probadores, eso es algo
prohibido.

Debes ir a casa y probarte la prenda allí, algo que encuentro absurdo pero
que respeto. Fueron muchas las ocasiones, en que tuve que volver a la tienda
para cambiar lo que había comprado con antelación. Imaginen lo que pasaría
con un vestido de fiesta, obviamente con estilo musulmán, elegido el día anterior
a la ceremonia.

En el Reinado se encuentran tiendas de diversos orígenes, europeas,


americanas y de medio oriente. El inconveniente es que en todas se produce el
“llamado al rezo” y la actividad literalmente se congela.

Como expliqué antes, te sacan del lugar y te invitan a regresar media hora
después. Si consideramos que esto ocurre cinco veces al día, los horarios para
adquirir productos son muy limitados.

La mayoría de las mujeres, valora y se siente complacida de que su pareja la


acompañe y asesore durante las compras. Pero tratándose del doctor Selmi, la
sensación es inversa. Prisionera de sus recomendaciones y reclamos
constantes, recorrimos distintos locales comerciales.

Por supuesto que el vestido debía ser analizado por él a detalle, como si se
tratara de una autopsia sobre las telas que iba a lucir en esa noche especial. Al
parecer, él tenía más ganas que yo de lucir el vestido.
Sabiendo, de antemano, que compartiría exclusivamente con mujeres yo
quería un vestido algo corto, resulta evidente que mi esposo me lo prohibió
terminantemente. Luego de muchas pruebas y con el consentimiento de mi
esposo, llegamos a un acuerdo.

De buenas a primeras, el vestido no me calzaba bien y le pedimos al sastre


de la tienda que lo reacondicionara. Quedé sorprendida por el talento del
hombre. Sólo con verme e imaginarme debajo de mi abaya fue suficiente para
que tomara sus apuntes.

Más tarde enviamos a una persona a retirarlo y “voilá”, mi vestido saudita de


noche estaba terminado. Quedé muy contenta con los resultados. Pese a no ser
mi estilo, estaba cómoda y lucía muy bien.

Para centrarnos en la situación, es necesario decir que para la mujer saudita


una boda es un gran evento en el que pueden mostrar sus mejores vestidos,
joyas y todos los detalles que puedan imaginar. Sin necesidad de ser la novia,
ese es un gran día para todas. Como la boda se celebraba en Jeddah, una ciudad
a tres horas de distancia de nuestra residencia en Yanbu, decidimos reservar
con antelación un lugar para pasar la noche allí.
Al tratarse de mi presentación
ante un círculo social más amplio,
llevé todo para verme maravillosa.
Confieso que después de mucho
tiempo, volvía a sentirme mujer,
coqueta y entusiasta en la
producción de mi estética personal.
Miré incluso varios videos de
maquillajes sauditas para sintonizar
en la misma onda.

Las nativas, son mujeres que se


maquillan muchísimo.
Seguramente, porque es una de las
pocas circunstancias en las que
pueden mostrar con normalidad
toda la belleza que las caracteriza.

Acercándose la hora, me
transformé. Me produje con
muchas ganas. Disfrutaba hacerlo,
después de tanto tiempo sin
poder darme ese lujo. Por
supuesto, arriba de todo ese
glamur debía ir mi amiga, la
abaya.

Esperando por mi esposo en


la puerta del hotel, noté como
muchos hombres se volteaban
a mirarme sin ningún disimulo.
Parecían lechuzas de ojos
abiertos que torcían su cuello a
más no poder.
Me sentí realmente intimidada, hasta que vino una persona de seguridad y me
obligó a ubicarme en un rincón para no llamar la atención. ¿Acaso perdían el
control sólo por ver un rostro al descubierto? Tuve que acatar la orden sin
manifestar mi malestar. No quería arruinar la gran noche por ese episodio. Iba a
ser una velada especial, no tenía dudas.

Transitamos por la loca ruta con destino a Jeddah. Antes de dirigirnos al lugar
de los festejos, pasamos a recoger al mejor amigo del doctor Selmi. Noté que mi
esposo daba vueltas sin sentido por la ciudad sin atinar la dirección. Era obvio
que estábamos perdidos, pero no lo admitiría nunca. Él jamás se equivocaba, ja.

Al fin, luego de varios minutos de virajes, llegamos a nuestro destino. Como


se realiza en base a la tradición musulmana, las mujeres y los hombres ingresan
por puertas diferentes y los pasillos de acceso están separados por un muro.

Otra pared, cubre la fachada impidiendo que los curiosos puedan ver lo que
ocurre dentro. Sobre todo, para evitar que tengan contacto visual con las damas.
Al parecer, ese tipo de “accidentes” son buscados por los hombres para disfrutar
de la vista que generan un grupo de atractivas mujeres producidas para la
velada.

Apenas ingresé por la puerta entregué mi abaya. Fue increíble el alivio que
sentí. La noche se estaba poniendo interesante. La temporal libertad, causaba
en mi rostro una enorme sonrisa. También tuve que depositar mi teléfono móvil.
Desafortunadamente, no te permiten llevarlo contigo para evitar que se tomen
fotos. Dije adiós, entonces, a mi ilusión de fotografiar hasta el último detalle.

Una enorme mesa decorada con maravillosa belleza, se encontraba en el


centro del salón repleta de chocolates y dulces árabes. Un improvisado desfile
de vestidos, joyas y mujeres preciosas completaban la escena.

Me encontraba maravillada, como si me hubiese transportado a un cuento de


hadas. La elegancia y encanto natural de esas chicas era abrumadora.
Obviamente, mis rasgos americanos llamaban la atención, pero me integré sin
problemas al atractivo grupo.

Comencé a ponerme nerviosa, sabiendo que en breve vendría la prueba de


fuego. Debía entrar al salón de fiesta y saludar a las mujeres mayores y más
respetadas de la familia con un beso, como parte de la tradición. Ellas, se
encontraban sentadas en fila dentro de la sala principal.

Una joven muchacha, me llamó para que me uniera al grupo que se disponía
a entrar en escena. Intenté escapar a tal situación, pero ya era demasiado tarde.
Estaba mezclada entre todas ellas para hacer nuestro triunfal ingreso.

Sabía que sería el centro de atención por ser la única occidental del grupo.
Ninguna de ellas hablaba inglés, por lo que nos entendimos con señas
amigables. Contrario a lo que pensaba, las sauditas son muy alegres y no
pararon de bailar en toda la noche.

La amabilidad fue el factor común en todas. Me hicieron sentir parte de ellas,


desde el inicio hasta el final de la fiesta, ofreciéndome todo lo que estuviera a su
alcance para complacerme. No paraba de ser el foco de atención, algo inusual
para mí.

Algo muy típico, es una pasarela que atraviesa desde el centro del salón y que
desemboca en el escenario en donde todas bailan juntas. La forma de moverse
es preciosa. Motivada por el estilo, no pude contenerme y comencé a bailar,
rezaba por no enredarme entre los tacones y las largas telas.

Disfrutaba muchísimo, hasta que una voz anunció el ingreso de los novios. A
diferencia de otras ceremonias, la novia participa de la fiesta sólo por media hora
para después retirarse. Lo cierto es que el anuncio era más bien una advertencia,
para que todas las mujeres presentes se colocaran su abaya y volvieran a cubrir
sus rostros. El novio no podía verles la cara.

Juro que se me salieron las lágrimas cuando vi a esas mujeres, después de


observarlas tan bellas y radiantes, cubiertas tras esa cárcel de tela negra. Sus
ojos tenían una expresión de tristeza que me afectó profundamente.

Yo decidí no ponerme mi abaya como un acto de rebeldía. Sabía que al no


hacerlo, el novio me vería y se lo diría a mi esposo. Eso era exactamente lo que
quería, que se sintiera ofendido, que viviera por un momento lo que yo vivía a
diario para ver si se daba cuenta y cambiaba. Pasado el momento de compartir
minutos con los novios, fuera abayas y bienvenida nuevamente la alegría.

Cerca de las cuatro de la madrugada, el doctor Selmi me hizo llamar para que
saliera y nos encontráramos afuera. Me coloqué mi abaya, tomé el teléfono
celular y acudí a su llamado. Al salir, tuve la desgracia de tropezar y enredarme
con las largas telas del vestido. Así ocurrió con el resto de las bodas a las que
fui invitada.

Casi caigo al piso. En lugar de preguntarme si estaba bien, mi “comprensivo”


esposo sólo exigía que me cubriera aún más. Pude haberme matado, pero él
sólo se ocupaba de evitar que ni un solo centímetro de mi piel quedara a la vista
de los demás.

En el camino de regreso al hotel casi no intercambiamos palabras. Su única


intención de dialogar, era para asegurarse de que yo me hubiera comportado de
acuerdo a sus estándares de moral. Era tal su fobia por quedar bien ante el resto,
que un comentario inadecuado acerca de mi comportamiento hubiese
desencadenado una nueva guerra mundial.
Llegamos y, con la frialdad de siempre, no hubo besos o muestras de cariño.
Él simplemente se acostó para quedarse plácidamente dormido a los pocos
minutos. Yo me quedé despierta un rato más, alucinando con todo lo vivido en
esa noche especial.

Al día siguiente retornamos a Yanbu. Al descender del auto bajó las maletas
y las dejó desparramadas en el lobby. Tuve que hacerme cargo de transportarlas
hasta arriba, desempacar y ordenar tanto mis cosas como las de él.

Con impotencia me encerré en el cuarto. Estaba deprimida por su actitud y se


puso furioso por mi reacción. Al salir del cuarto para ir al baño, él estaba
esperándome. La discusión tomó temperatura y los adornos comenzaron a volar
por toda la casa.

Le pedía con piedad y euforia que me dejara en paz. Llegué al punto de correr
a la cocina y tomar un cuchillo entre mis manos. Sentí terror, presentí por primera
vez que mi integridad física estaba en peligro. Gritando y en estado de shock, le
dije que si se acercaba llamaría a la seguridad del complejo de viviendas. De esa
forma logré tranquilizarlo.

El talento especial del doctor, era la facilidad con la que lograba sacarme de
quicio. Nunca en mi vida había sentido tanto miedo. Aprovechando la relativa
calma, volví a correr hacia el cuarto y cerré con llave.

No conforme con lo ocurrido, se las ingenió para salir por la ventana de otra
habitación y entrar por la de mi cuarto, todo ésto estando a más de cinco metros
de altura en un primer piso. Su juicio insano se manifestó más fuerte que nunca.
Pudo haber sufrido un accidente y, seguramente, todas las cámaras habían
captado su intrépido accionar.

Al verlo, no tuve más remedio que encerrarme en un closet del dormitorio


antes de que brincara para quedar dentro de la misma habitación. Agotada y
esperando lo peor, me quedé dormida durante un par de horas.

La escalofriante escena se prolongó. Él abandonó el cuarto y, cuando volví a


despertar en la madrugada, quise salir del dormitorio pero no pude. El doctor
Selmi estaba tendido en el piso, pegado a la puerta. Una vez más entré en pánico
y preferí pasar toda la noche resguardada en mi santuario, el que hasta ese día
había sido infranqueable.

Para la mayoría de las personas mi matrimonio era perfecto. Únicamente la


señora que limpiaba la casa y los encargados de mantenimiento sabían lo que
ocurría. Creo que ella no abandonaba el trabajo porque sentía lástima por mí.
No quería dejarme, sabiéndo que era importante para compartir algunos
momentos.
Muebles rotos y destrozos, eran moneda corriente bajo el techo de la casa del
infierno. El diablo se estaba manifestando con mayor ferocidad y yo era su presa
predilecta. Debía hacer algo, se estaba convirtiendo en una cuestión de vida o
muerte.
Barbarie, prohibiciones y privilegios. Mistura de
fanatismo e hipocresía

A veces pienso que la irracionalidad y el grado de locura que vivía dentro del
hogar, junto al doctor Selmi, era una proyección de lo que ocurría en general en
gran parte de la sociedad saudita. A diferencia de otros países musulmanes, sus
conductas están arraigadas en creencias ultra radicales adecuadas,
injustamente, para privilegio de unos pocos.

Es por eso que muchos otros países de la región, no comulgan demasiado


con el excesivo fanatismo y su doble moral. Eso se percibe fácilmente, cuando
se tiene total conocimiento de lo que dicen las santas escrituras y la forma en
que las autoridades adaptan las mismas para vivir en un estado de barbarie y
prohibiciones, principalmente, sometiendo a la mujer a un humillante papel
dentro de las jerarquías impuestas.

Del mismo modo, en el que se sabe que las mujeres son las victimas
predilectas del sistema machista en el que ni siquiera se permiten las muestras
de placer en público. También es de conocimiento público, los despilfarros y las
noches de éxtasis de las autoridades más importantes del Reinado.

Comenzando por el propio Rey y siguiendo por cada uno de los príncipes, se
gastan millones de dólares en prostitutas, bebidas alcohólicas, drogas y todo lo
que sea pertinente en una orgía de placeres ocultos para la sociedad.

Una privilegiada parte de la acomodada sociedad saudita, también goza de


inmunidad y son famosas las fiestas clandestinas de muchos jóvenes
adinerados. En éstas, se pueden ver todo tipo de abusos y excesos
inimaginables que los billetes pueden comprar.

Las escapadas a Dubái para los hombres no son ninguna novedad. Las
propias esposas saben muy bien lo que significan. Son escapadas de la realidad,
para sumergirse en un mundo de placeres sexuales y desenfrenados excesos.
A ellas, sólo les queda resignarse y aceptar la realidad, para no contradecir a sus
esposos.

Supongo que todo esto se debe al gran aburrimiento, las innumerables


prohibiciones y la falta de actividades. Es que, si lo pensamos bien, en el Reinado
los habitantes están sometidos a un total aislamiento del mundo así como de
nuevas experiencias.
Incluso, las conexiones por Skype están prohibidas, no existen los cines ni las
discos para ir a bailar y despejarse un poco. No son posibles los encuentros con
amigos en una cafetería o las sobremesas de charlas.

Para todas las actividades, los hombres y mujeres son separados a menos
que sean familia. Por supuesto, ésto impide que los hombres adquieran las
habilidades necesarias para tratar con el sexo opuesto. Creo que lo anterior, es
un factor clave a la hora de analizar el porqué de tanta brutalidad masculina en
la mayoría de los matrimonios.

Como ya he mencionado, las mujeres sufren diariamente una


inconmensurable discriminación en todos los aspectos. Ellas no pueden manejar,
por la irrisoria excusa de que eso provocaría que se dañen sus ovarios.

Tampoco pueden bañarse en la playa o montar en bicicleta. Además, todas


sus actividades, deben realizarse con la compañía eterna de su amiga, la abaya.

Volviendo a las descabelladas “atracciones” para contrarrestar el incesante


aburrimiento en el Reinado, no puedo pasar por alto las carreras y drifting de
automóviles. Los datos en torno a esa terrible actividad son alarmantes.
Diariamente, un alto índice de personas, sobre todo jóvenes, muere en el intento
de nuevas proezas en el volante.

En lo personal, lo que más me incomodaba no era saber cuándo saldría de mi


sino el tener la certeza total de que regresaría. Simplemente, montarse en un
vehículo en Arabia Saudita era un deporte de alto riesgo. No hay respeto por las
señales de tránsito y todo el mundo hace lo que se le antoja.

¿Dónde estaban los policías o agentes de tránsito? Únicamente aparecían si


pensaban que alguna mujer era prostituta. Dado que el doctorcito tiene facciones
árabes y yo soy de aspecto anglosajón, ésto me pasó muchísimas veces.
Rápidamente, nos paraban y solicitaban la iqama, la identificación donde se
establecía que él era mi guardián.

Irónicamente, me sentía más resguardada fuera del complejo de viviendas


que adentro, era algo difícil de describir. Se sabe, que los lugares preferidos por
los terroristas son aquellos en los que hay presencia de extranjeros.

Uno de los peores actos de terrorismo, ocurrió en la ciudad de Al khobar donde


murieron catorce personas. Sin embargo, lo más monstruoso no fue el resultado
sino la exposición posterior. Los ejecutores amarraron a uno de los cadáveres a
un automóvil y recorrieron más de dos kilómetros, arrastrándolo por las calles
para después arrojarlo por un puente.
Otro de los casos que me impactó y causó mucho temor, fue el de una pobre
muchacha de tan solo diecinueve años de edad que se encontraba en un
automóvil con un hombre que no era su pariente. Ella fue raptada y violada,
reiteradamente, por siete agresores.

Pero lo más escalofriante, fue que pese a ser la víctima, la justicia la sentenció
a ella por encontrarse con un desconocido. En breves palabras y de acuerdo al
veredicto, lo tenía merecido porque “se lo buscó”. ¿Qué clases de monstruos
toman estas decisiones?

Doscientos latigazos y seis meses de prisión, fueron la sentencia del Tribunal


para la desafortunada joven. Por otra parte, el abogado defensor fue suspendido
de sus funciones y tuvo que enfrentar una audiencia disciplinaria.

No hubo sentencia alguna para los siete agresores. Estos especímenes


fueron absueltos de toda culpa y cargo. Por obra y gracia de ser hombres, no se
les impuso pena alguna. Según el juez, por falta de testigos y ausencia de
confesiones. ¡Por Dios! ¡Qué barbaridad! Lo mínimo que merecían, era ser
castrados delante de todos tal como hacen con las mujeres cuando las castigan.

Supuestamente, en Arabia Saudita la violación se castiga con pena de muerte


o con dos a nueve años de prisión. Ellos se guiaban por las leyes Sharias, las
que crearon para someter a las personas. Todos los que alguna vez han pisado
el Reinado, saben que se hace lo que el Rey y el gabinete de ministros
dictaminen.

Ellos no conocen la palabra ley, pero sí tienen una amplia sabiduría en hacer
todo lo que prohíben al resto de los habitantes del Reinado. Nunca he visto gente
tan doble cara en mi vida, como estos personajes, déspotas y dictadores como
pocos en la historia.

Viviendo en el Reinado e investigando con escasos medios, me enteré de lo


ocurrido el 11 de marzo de 2002 en una escuela saudita para mujeres de Mecca.

El establecimiento ardía en llamas, producto de un cigarrillo mal apagado, y


las consecuencias fueron nefastas. Murieron quince estudiantes, porque los
Mutawas no querían que hubiese ningún contacto físico entre las jovencitas y la
fuerza de defensa.

No les permitieron escapar porque no estaban completamente cubiertas.


Muchas de las estudiantes quedaron encerradas, forzándas a entrar al edificio
por medio de golpes que los mutawa les propiciaban para que no salieran al
exterior. Otras cincuenta estudiantes, sufrieron heridas de gravedad.
En 2014, una estudiante de la universidad King Saud murió porque le fue
negado el acceso medico ya que los paramédicos eran hombres y ésta no estaba
cubierta completamente. Los encargados de la universidad, no querían tener
problemas por dejar que un hombre se acercara a una mujer y prefirieron dejarla
morir dentro de las instalaciones académicas.

Al igual que en mi matrimonio, en el Reinado todo era una hipocresía.


Comenzaba a sentir arcadas, de sólo pensar en el futuro ocupando el puesto
que yo misma había elegido en mi vida. Envejecer poco a poco junto a un marido
insensible y en una tierra colmada de injusticias, no era lo que había soñado de
niña.

Comencé a recordar que mi esencia era de sol, brisa y libertad. Dejé de ser
un feliz “yo”, individual e independiente, para convertirme en un “nosotros” opaco,
oscuro y claustrofóbico. Presa de mis decisiones, estaba muriendo en vida. A
medida que pasaban los días, semanas y meses me desvalorizaba más como
persona.

Manchada, herida y saturada de mi esposo, no tenía alternativa. Me dañé,


lastimé y postergué por años tanto física como mentalmente. Intenté ser
paciente, comprensiva y cautelosa, pero todo eso daba más poder al doctor
Selmi, alejando del todo mis esperanzas de hacerlo entrar en razón sobre sus
actitudes.

Con el alma tatuada con tóxica tinta y mi piel marcada de por vida, como una
latente muestra de lo bajo que había caído, sentía que avanzaba a pedazos,
descuartizada espiritualmente.

La sal de mis lágrimas comenzaba a solidificarse. Me estaba haciendo dura


como la piedra. Irónica, sarcástica e indiferente, sabía que todo debía terminar.
El desapego de esa tóxica relación estaba iniciando en mi interior y eso me hacía
pensar con mayor celeridad.

Por primera vez, pude analizar objetivamente la situación. Pasé noches


enteras planificando mis acciones a corto plazo. Tenía que pensar con
coherencia y encontrar una manera de escapar de las pezuñas del demonio que
atormentaba mis días, el doctor Selmi.

Sobre todo, era esencial evitar una confrontación directa para no poner mi
vida en riesgo. Como una espía en territorio hostil, tendría que ser muy
cuidadosa y medir cada paso con rigor científico. Él no vería venir el impacto.
Sólo se daría cuenta cuando al barco de su arrogancia comenzara a entrarle
agua a mansalva, inundando sus aspiraciones de retenerme a su lado cueste lo
que cueste.
India y el rompimiento de la última ola. Manotazos
desesperados y el cadáver de un amor ahogado

Mi primer intento de escape en España, había activado todos los radares del
doctor Selmi. Se había vuelto más controlador que nunca y explotaba al máximo
su insoportable costumbre de revisar cada detalle concerniente a mi vida diaria.

El resto de la nuestra convivencia se caracterizaba por la desconfianza y las


miradas vacías, calculadoras e intimidantes. Como si percibiera mis planes, su
sonrisa fingida ocultaba los más perversos pensamientos. Atemorizada por la
manera en que podría reaccionar de un momento a otro, decidí armarme de
valentía y seguir adelante con mi plan de escape definitivo.

Sólo me faltaba estar determinada a no regresar nunca más. En tantas


oportunidades, terminé abortando la idea y por una inexplicable fuerza volvía al
mismo lugar en donde había perdido la felicidad. No quería que esta vez fuera lo
mismo, pero mi autoestima se balanceaba de un invisible hilo. Ni siquiera tenía
la seguridad de confiar en mis propias decisiones, dudaba si sería capaz de
dejarlo todo atrás.

Por su parte y sabiendo lo mal que estaba nuestro matrimonio, el doctorcito


comenzó a jugar nuevamente el papel de oveja. Él sabía perfectamente que en
el fondo mi alma era libre e intentaba agasajarme en ese aspecto con muchos
viajes. Era su manera de acercarse a mí, aunque jamás lo hizo de corazón
abierto.

Viajábamos muy seguido a cada país que se le cruzaba por la mente. Pero su
necesidad de un tener un control absoluto, aunque parezca redundante, le
brotaba a flor de piel y, con ello, adiós libertad. Me encontraba, nuevamente, en
la postergación. No importaba el lugar o si llevaba puesta mi abaya o no, el
problema era su personalidad y ya no lo soportaba.

Peleas, celos e incluso competencia para tener el protagonismo en todo, como


si él fuera la verdadera lady dentro de la pareja, eran los matices comunes de
las enfermas jornadas lejos de casa. Por mi parte, mi único fin era disfrutar al
máximo cada nueva experiencia. El amor por conocer lugares y culturas nuevas
siempre ha sido más fuerte que yo.

Uno de los viajes con los que aluciné, y tal vez me quedo corta con la
expresión, es el que realizamos a la India. Simplemente, no hay palabras para
expresar la sensación que se tiene tan pronto se pisa esa tierra.
Luego de muchas
indecisiones de mi parte por
la fobia a los aviones, el
doctor Selmi me convenció
y emprendimos la aventura.
Era una época compleja
para la industria aérea. Ese
año, coincidía exactamente
con el famoso caso del
avión desaparecido en
Malasia, hecho que
aumentó al extremo mi
clásico temor a surcar los
aires.

Realmente estaba
aterrada, pero era un sueño
por cumplir que se
encontraba en la palma de
mi mano. Había escuchado
muchas cosas negativas
acerca de ese místico lugar
del planeta. “Es muy sucio”,
“la pobreza es extrema” y
otras tantas aseveraciones
que debía comprobar por
cuenta propia, para
mantener o perder el encanto latente en mi propia imaginación.

Acepté su propuesta y enseguida me puse manos a la obra para preparar


todo. Decidimos pasar un par de días en Dubái, lugar al que ya habíamos ido
pero que me fascinaba visitar, para volar posteriormente a la India.

Lo conozcas con anterioridad o no, Dubái siempre te impresiona.


Honestamente, la pasamos muy bien, aunque me enfermé un poco con asma,
algo que no me daba desde niña. No dejé que eso opacara nada, pues me
esperaba un viaje a un país que, en mi opinión, se había quedado en el tiempo.

Esa tarde especial, llegamos a Nueva Delhi cerca de las seis. Habíamos
alquilado un chofer que nos acompañaría durante toda nuestra estadía en la
India. Puntual, él nos esperaba, sosteniendo un ramo de flores en sus manos
parado al lado del pulcro vehículo.
Al arribar al hotel, nos recibieron de maravilla. Los indios son personas que
dan lo que no tienen para hacerte sentir bien, realmente un ejemplo a seguir. Los
habitantes, poseen una espiritualidad y tranquilidad que muchos desearíamos
tener, aunque sea por escasos momentos del día. Le pedimos al chofer que se
presentara a las ocho de la mañana del día siguiente, para recogernos y
comenzar así nuestra aventura por Nueva Dheli.

Esa noche tuvo algo de intenso romance, tal vez impulsado por un escenario
diferente y la adrenalina de visitar un país desconocido para ambos. La belleza,
los coloridos templos bellísimos y las mujeres hermosas vestidas con atuendos
que acentuaban su belleza, fue la vidriera de una mañana excepcional. Todo lo
que uno se puede imaginar de la India, es realmente verdadero.

A los dos días de nuestra estadía, tomamos la carretera rumbo a Agra. Por el
camino paramos en varios lugares y luego en una mezquita espectacular.
Yo, cada vez, me deleitaba más con sus tradiciones. Todo era muy diferente y
nuevo para mí.

Luego de seis horas de viaje, llegamos y nos encontramos frente al esplendor


de una de las maravillas del mundo: El TAJ MAHAL, en vivo y en directo. Si
tuviera que narrarlo sería injusta, no hay palabras que puedan describirlo de
manera adecuada.

Fuimos a la hora más recomendada, justo un poco antes del atardecer para
ver cómo los reflejos del sol hacen que sus paredes vayan cambiando de color.
Nos sentamos en el piso de su terraza y disfrutamos de la brisa y de la atmósfera
incomparable. Nunca viví una experiencia espiritual similar a esa.
Me encontraba más que feliz. Tanto el doctor Selmi como yo nos habíamos
propuesto tener unas vacaciones en paz y, más allá de alguna breve discusión,
todo fue maravilloso.

Estaba realizada, plena en el que sentía que era mi mundo. Rodeada de


animales, llegando a convencerme de que podía hablar con ellos. Adoro los
animales y realmente pienso que la comunicación ocurre, aunque de manera
diferente.
Fue la primera vez que me trasladé en elefante. Hermoso y gigantesco, se
notaba que estaba muy bien cuidado por sus dueños y eso me tranquilizó. Nos
bajamos de la fantástica bestia y nos encontraron justo donde se filmó el
comienzo de la novela “India”. Cuánta belleza, allí cualquiera se enamora.
Recorrimos todo el enorme palacio y su vista impresionante. ¿Allí cualquiera se
enamora? ¿Es que acaso me estaba enamorando de él nuevamente?

Nos dimos el gusto de comprar varias cosas. No hay puesto en el que algo no
llame la atención y quieras llevarlo. Lugar que uno observaba, cosas que se
antojaban, y así hicimos. El último día, adquirimos las tan famosas piedras y
plata que se encuentran sólo en esa parte del mundo. Mi esposo me compró dos
anillos con piedras únicas, eran preciosos.

Algo estupefacto por el obsequio, nuestro chofer miraba sorprendido. Al final


de nuestro viaje, le dejamos una buena propina por su excelente servicio
prestado, además de su pago correspondiente. Según él, era muchísimo, pero,
siendo realistas, uno se gasta eso en bobadas que no se necesitan y, en su caso,
tenía varias bocas que alimentar.

La necesidad y la pobreza del país sí eran una realidad. Hubo una situación
que me hizo llorar sin consuelo. Apenas nos vio, una pequeña niña de unos diez
años de edad corrió hacia nosotros y comenzó a hacer un acto de magia para
ganarse unos cuantos centavos.
Traté de no derramar mis lágrimas frente a ella, pero me recordó sin anestesia
a mi adorable sobrina, mi punto débil. Mi fortaleza inicial se había quebrantado.
No sé si le di mucho o poco dinero, pero ella se retiró más que feliz. La
tranquilidad transmitida en su sonrisa, me reconfortó.

El único saldo negativo de ese maravilloso viaje, fueron los aires de diva de
mi propio marido. Las personas me paraban en la calle para tomarse fotos
conmigo, derivado de mi aspecto anglosajón poco común en esa parte del
planeta. Él se ponía histérico y pasamos varias horas de tensión.

No sé si sentía celos por mí, o si su molestia se debía a que no le preguntaban


absolutamente nada a él, se quedaba petrificado a mi lado como un adorno
mientras yo interactuaba con los lugareños. El doctor Selmi, siempre tenía la
necesidad de ser el centro de atención, pero eso no estaba ocurriendo.

Durante el viaje de regreso a Dubái, mi cabeza exigía respuestas que yo no


podía otorgarle de modo inmediato: ¿Y tu plan? ¿Me hiciste diseñar tu escape
minuciosamente para que luego tu corazón haga que te arrepientas? Eres una
ilusa. Él jamás va a cambiar.

Esas voces, mutilaron el poco amor que trataba de nacer hacia mi esposo
desde el interior de mi ser. Pero tenían razón. En Dubái, el doctorcito volvió a ser
el hombre que me estaba haciendo sumamente infeliz. Otra vez los celos, la
paranoia y su obsesiva necesidad de posesión parecían incrementarse a medida
que nos acercábamos a Arabia Saudita.

¿Acaso iba a engañarme nuevamente a mí misma? Un oasis en el desierto,


sólo eso fueron nuestras increíbles vacaciones en la India. Es difícil poner en
sintonía a la mente con el corazón, pero éste había sido pisoteado y estrujado
en los últimos años que no mostró resistencia para seguir adelante con nuestro
plan. Las cartas estaban echadas, ya no había lugar para arrepentimientos.
Un ligero equipaje con semillas de resurrección

Era sorprendente, la ambición y obsesión del doctor Selmi por el trabajo. Las
capacitaciones constantes, hacían que sus posibilidades laborales aumentaran
todo el tiempo. La abundancia de opciones lo llevó a tomar la decisión de un
nuevo destino.

Un excelente puesto de gran importancia, marcaba nuestro próximo lugar para


vivir: Argelia. Su tierra de infancia, donde pasó sus primeros años de vida y en
los que cosechó un incalculable odio hacia su madre. Ciertamente, yo no quería
ir, pero mi cabeza le daba muy poca importancia a ese nuevo hogar.

Dado que se trataba de un magnífico trabajo, él estaba completamente


convencido y, como a mí me importaba muy poco, terminé apoyándolo y
consensuando la decisión. Igualmente, ya no estaría a su lado para ese
entonces. Mi nueva vida transcurriría a millas de distancia, sin rastros visibles,
para que el altanero doctorcito no pudiera siquiera intentar acercarse.

Como solíamos hacer, esa vez nos iríamos previamente a Alemania y


pasaríamos unos días en nuestro departamento de Wuppertal. Pese a su
terquedad y horas de negociaciones dialécticas, él iría solo a Argelia y yo visitaría
a mi familia en Miami.

El objetivo primordial, de esas semanas en el país europeo, era seguirle la


corriente al doctorcito para que no sospechara absolutamente nada de todo lo
que mi mente estaba planeando.

Simulando que todo estaba perfecto fuimos a Bélgica, a comprar varias cosas
para terminar de decorar la vivienda alemana, vajilla, adornos y otras chucherías
formaban parte de ese enorme paquete destinado para el que llamábamos
“departamento de retiro”, ya que íbamos muy seguido para romper con la rutina
agotadora de Arabia Saudita.

Todo tenía aspecto marroquí. Me tomé el trabajo de seleccionar los objetos


con criterio para encontrar la armonía perfecta en la decoración. Sabiendo que
no volvería, las ganas de embellecer el lugar fueron más fuertes que mis
verdaderos planes a corto plazo.

Su amigo de siempre seguía viviendo sólo en Colonia y, como no podía ser


de otra manera, el doctor Selmi lo llevó con nosotros. ¿Es que acaso era tanta
la atracción entre ellos que no podía aislarlo de nuestros planes de pareja? ¿O
era un trío amoroso al que no estaba cordialmente invitada? Mis dudas eran cada
vez mayores al respecto.
En mi presencia, ellos charlaban tanto en francés como en alemán. Entiendo
a la perfección el idioma galo, pero no sé nada de alemán y en esa lengua ellos
mantenían las conversaciones más extensas, sin dejar de mirarse de modo
incómodo a los ojos.

Luego de las compras y de regreso en Alemania, comencé a sentirme muy


mal. Los dolores de cabeza eran insoportables. Desde Wuppertal nos dirigimos
a Colonia y me llevaron al hospital para ver cuál era la causa. El diagnóstico
indicaba que padecía de migraña crónica.

Estuve internada durante una semana, fue allí que comencé un tratamiento a
base de inyecciones en la cabeza, el cual, aún sigo sin importar el lugar del
mundo en el que me encuentre.

Él se comportó realmente bien durante esa semana, e incluso fue cómplice


de algunas escapadas fuera de la institución cuando enfermeros y doctores no
estaban del todo atentos. No soporto el ambiente de los hospitales y es por eso
que diariamente necesitaba dar un paseo durante algunos minutos, alejada de
la vorágine sanitaria.

Pese a que Colonia está a sólo treinta minutos de Wuppertal, durante las
noches decidió quedarse en la casa de su entrañable amigo. Tal vez esa era la
verdadera razón de su alegría, cuando arribaba al nosocomio por las mañanas.
Cada vez me convencía más de su represión sexual. Muchos cabos sueltos e
historias en torno a su pasado reforzaban esa teoría.

Sentí dolor e incluso algo de asco al pensar en esa realidad. No me


importaban sus gustos, respeto mucho la libertad de elección, pero sí me
generaba repulsión saber que jamás reconocería su verdadera inclinación.

De ser así, jamás entenderé el porqué de su obsesión hacía mí. Supongo que
era la pantalla perfecta, para mostrarse públicamente como un verdadero
hombre en compañía de su mujer. No me sorprendía en absoluto. Mostrar una
imagen ficticia al resto del mundo, es uno de sus pasatiempos favoritos en esta
vida.

La semana de internación, finalizó unos días antes de nuestra nueva


despedida, la que internamente sabía que sería la definitiva. El que hasta
entonces era mi esposo, quería que me quedara unos días más para luego irse
conmigo, ya que él debía quedarse para resolver algunas cuestiones laborales.

Por supuesto que no accedí. Eso hubiera terminado por demoler mis planes y
estaría condenada de por vida a seguir soportando una vida de infelicidad y
opresión. Discutí con uñas y dientes, utilizando como argumento que haría el
esfuerzo de irme a vivir a Argelia con todo lo que eso significaba. No tuvo más
opción que ceder.

Llegó el día clave. Mi corazón latía fuertemente, pero ajeno a emociones


vinculadas al doctorcito. Sentía incertidumbre y un poco de temor, por lo que
estaba a punto de afrontar en las horas siguientes. Desde ese mismo día, reforcé
en mi mente la idea de no regresar jamás como si se tratara de un ejercicio de
auto convencimiento para no volver a caer en sus garras.

Desde el momento en que comencé a empacar, el doctor Selmi saturaba mis


oídos con el recurrente discurso de siempre. Nunca vi a una persona tan
desconfiada e insegura. Si fuese por él, la libertad de la pareja debería ser
abolida de toda relación, en caso de tener opción, seguramente me hubiese
amarrado a una silla hasta que él se desocupara para viajar juntos.

No paraba de revisar mi maleta y preguntarme por cada cosa que no se


relacionaba con mi ropa. Una destructiva obsesión por revisar todo lo que no le
pertenecía, lo alentaba a crear una situación tormentosa.

¿Por qué tantos chocolates para tu familia? ¿Quién te buscará en el


aeropuerto? ¿Acaso otro hombre? Tantos por qué hicieron que me quedara
muda. No tenía ganas de contestarle. Comencé a ignorarlo y a tomar una actitud
tan fría, como el clima externo de Wuppertal a esa altura del año.

Su misión, era controlarme incluso estando lejos, y lo hacía muy bien. Las
cuentas hackeadas y otros tipos de golpes bajos eran su modus operandi. El
motivo para querer estar en Miami, siempre fue mi familia y mi amiga Josefina.
Nunca pudo entender esa necesidad que yo tenía, pero ya era tarde para volver
a explicar las cosas. Mi plan de escape estaba vigente y nadie me lo quitaría de
la cabeza.

No regresaría jamás, era un hecho. Una maleta era suficiente para que no
sospechara nada. Aunque, pensándolo bien, el doctorcito fue demasiado tonto
al no percatarse de que yo siempre viajaba, mínimamente, con dos maletas.

El doctorado en Sistemas y Ciencias de la Computación requería de mucha


inteligencia, pero eso no le aportó el tacto necesario para leer los detalles
importantes de la vida real. Nunca sospechó lo que estaba por venir, eso no lo
enseñan en un instituto, es una cuestión de instinto y picardía.

La mañana se caracterizada por un penetrante frío. Salimos a la calle y


abordamos el automóvil. Él me llevaba al aeropuerto como si nada, sin saber
que sería la última vez que estaríamos sentados tan cerca uno del otro.
Yo estaba más rara de lo normal, pero ni siquiera lo notó. Seguramente,
camuflé muy bien mis sensaciones bajo el comportamiento habitual que tenía
cada vez que abordaba un avión. En este caso, la fobia a volar fue mi mejor
aliada.

Descendimos del vehículo y aceleré mis pasos cargando la maleta.


Lentamente, él me seguía por detrás. Con antelación, planifiqué llegar al
aeropuerto a escasos minutos del abordaje. Rápidamente, realizaron el
correspondiente llamado por alto parlantes. Sentí alivio de evitar una tediosa
despedida.

Mi corazón ya respiraba bocanadas de alivio y exhalaba años de postergación


al lado de ese hombre. Un rápido saludo, fingiendo apuro por el horario, fue lo
último que regalé personalmente al doctor Selmi.

Ruido de turbinas, pista despejada y elevación. Parecían resumirse bajo esas


tres acciones los últimos años de mi vida. Dejaba atrás una ruidosa y turbulenta
relación, comenzaba a despejar mi alma de miles de temores impuestos y
despegaba, por primera vez en mucho tiempo, hacia un maravilloso cielo llamado
libertad.

Cerré los ojos, apretando mis pupilas con una presión extrema. Comencé a
sentir cómo la tensión de mi cuerpo cedía lentamente. No se trataba sólo de los
nervios, estaba descomprimiendo años de frustración. No pude dormir durante
el viaje. Pensé en todo lo vivido. Lo bueno, lo traumático y lo inexplicable.

Quería que todo eso quedara en el avión. Ya no podía cargarlo más, como si
se tratara de una mochila repleta de adoquines. En ese momento, supe que
había tomado la decisión correcta y que no habría marcha atrás.

Otra vez, la voz de la azafata anunciando el aterrizaje me desconectó por un


instante de las imágenes proyectadas en mi mente. Estaba nuevamente en mi
verdadero hogar.

Al ver y abrazar a mis padres, solo atiné a llorar desconsoladamente. Fueron


años de silencio en los que no tuve el valor de contarles la verdad. Incluso, varias
de mis vivencias desafortunadas narradas en este libro serán una novedad para
ellos y para una gran cantidad de amigos.

Nunca quise transmitirles directamente mi dolor. Espero que puedan


comprender, algunas de las acciones que me llevaron a marcar mi vida para
siempre. El amor que recibo diariamente de todos ellos, es lo que me mantiene
en pie y me hace fuerte para superar las ruinas de esos años desolados en
Arabia Saudita.
Con el paso de los meses, comencé a afrontar mis miedos y complejos
generados por el demente doctor Selmi. Ir por primera vez, después de tanto
tiempo a la playa de mi infancia y volver a mostrar mis piernas en público fue
todo un desafío. Manchas difíciles de disolver, aún me atormentan, las he
eliminado poco a poco gracias a permanente tratamiento psicológico.

Con el tiempo voy recuperando mi auto estima y me doy cuenta de que soy
un ave libre de volar tan alto como me lo proponga. Miami me ayudó a
reencontrarme y nutrirme de las fuerzas necesarias para surcar nuevos destinos.

Actualmente, vivo en un lugar colmado de paz, aunque todavía no tengo el


valor necesario para contar a los cuatro vientos en qué parte del mundo me
encuentro, pasando días de sorprendente felicidad junto a seres maravillosos
que me alientan a cumplir mis sueños. Aquellos que había postergado y que,
afortunadamente, recuperé como un estandarte de cara a un futuro colmado de
bendiciones.
Al no saber de mi paradero, el acoso del doctor Selmi se profundizó a través
de internet. Empezó a crear personajes falsos y a valerse de otras artimañas,
propias de su proceder, para intentar quebrantar mi presente prometedor.

La obsesión de recuperarme, lo ha llevado a la locura. Esa misma locura que


detrás de mi abaya me hablaba suavemente al oído, tratando de seducirme para
ceder ante sus encantos perversos.

Mi bandeja de entrada, comenzó a llenarse de mails de un supuesto padre


soltero llamado Mohammed, con un niño pequeño a su cargo por haber quedado
viudo, uno de los personajes preferidos del doctorcito para intentar sacarme
información. Igualmente, creó un personaje de nombre Andrew para que,
hablando maravillas del Doctor Selmi, eliminara el blog personal en el que
contaba algunas de mis desdichadas vivencias.

El problema, fue que tanto el ficticio Mohammed como el tal Andrew, casado
con una filipina que estaba loca, sabían demasiado de lo que habíamos vivido
juntos. De nuevo, su falta de creatividad e inteligencia para las relaciones
humanas le pasaron factura para desenmascararlo totalmente.

En el caso de Andrew, la fantasía lo hizo pensar un poco más y utilizó el


ridículo pretexto de que era uno de sus empleados: “Mi jefe es el doctor Selmi y
es una gran persona”, solía escribirme Andrew; “Se nota que escribes tu blog
con mucha rabia y en realidad los problemas entre ambos eran culturales, debes
cerrarlo”.

¡Pobre demente obsesionado! Cerré el blog por un tiempo con la única idea
de confirmar mis sospechas. Andrew siguió escribiéndome durante un mes más,
después de haberle dado el gusto de cerrar mi blog, hecho que confirmó mis
dudas. Le dije abiertamente que estaba con alguien más, que ya no me
molestara y, por arte de magia, Andrew se esfumó de la atmósfera.

Ya pasaron más de tres años de mi escape y siento que aún debo estar alerta.
Vivo mi vida normalmente, sumando de forma permanentemente experiencias
enriquecedoras que me llenan el alma. Pero al alejarme y analizar todo lo
ocurrido, me percaté de lo peligroso que puede resultar el doctorcito. El motor
que impulsa su odio es incesante.

El miedo se ha ido alejando paulatinamente, pero ninguna acción de su parte


me sorprendería. Respiro feliz sabiéndome libre de su presencia, pero por
momentos, su sombra parece suspirar en mi cuello. En cuestión de minutos, miro
al cielo, agradeciendo a Dios por mi presente y sonrío de ser cómplice de mi
destino.
La batalla, ahora, es exclusivamente interna y siento que la estoy ganando.
He avanzado, a pasos agigantados, en una constante recuperación física,
mental y espiritual. Dicen que hay situaciones que nos fortalecen para toda la
vida y creo que en mi caso no sólo está ocurriendo eso, sino que también valoro
mucho más esos simples detalles que muchas veces damos por sentado.

Es por eso, que siempre daré un consejo con base en mi experiencia personal,
a todas esas mujeres soñadoras que creen que su adorado príncipe azul árabe
no cambiará al estar en territorio. Querida amiga, puedo asegurarte que en
cuanto pises ese lugar, es muy probable que tu adorable príncipe se convierta
en un horrible sapo. Lo he visto en varias parejas.

La sumisión, prohibiciones y otras tantas costumbres que caminan en la


cuerda floja de la esclavitud forman parte de su crianza. No hay día en que no
me arrepienta, de no haber seguido los consejos de muchas mujeres que
narraban sus experiencias de estar casadas en el Reinado de Arabia Saudita.

“El mío es diferente” me decía al inicio de la relación. “Sé que cambiará”, se


convirtió en la ingenua frase a la que me aferraba para encontrar consuelo en mi
día a día. De a poco, te das cuenta que vives en una cajita de cristal llena de
punzantes clavos en su interior, hasta que ésta por fin se rompa y descubras que
perdiste tu dignidad y valiosos años de tu vida.

¡Libertad! ¡Paz! ¡Amor! Son las palabras que no nos cansamos de mencionar
durante nuestra vida, pero que no valoramos con la dimensión que se merecen.
Viví un calvario, que casi me lleva a mi propia aniquilación. Dancé con mis
demonios y herví completamente en la lava ardiente de mi infierno.

Conocí los sentimientos más despiadados del ser humano. Los comprobé en
sangre propia y resistí, hasta dudar de mi propia cordura. Pero hubo algo que
jamás me dejó caer, el cariño de aquellas personas que realmente me aman y
una eterna esperanza, que me mostró el camino de salida a una nueva y
espléndida etapa de mi vida.

Gracias vida, por permitirme reaccionar a tiempo y romper las cadenas


opresoras de un amor tóxico que me llevó a vivir la experiencia más traumática
de mi existencia, a la que simplemente llamo: “MI LOCURA DETRÁS DE LA
ABAYA".

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