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La justicia en sí misma no perdona, sino que se expresa en sistemas

de juicio o racionalidad conmutativa y distributiva, pero Jesús ha


revelado una autoridad de perdón que supera la justicia sin negarla.
Una de las cosas más maravillosas es que Dios ama a los hombres
pecadores y les perdona de corazón.
Jesús ha ofrecido el perdón de un modo gratuito, por encima de la
ley y del sistema.
Jesús ha radicalizado y universalizado la experiencia bíblica del
perdón, no sólo ofreciéndolo en nombre de Dios, sino pidiendo a los
hombres que se perdonen entre sí.
En esa línea, debemos añadir que la experiencia pascual es una
experiencia de perdón radical y de nuevo nacimiento.
Frente a la ley del sistema, donde sigue rigiendo la ley del talión (¡a
cada uno según su merecido!), el Evangelio de Jesús resucitado sitúa
a los hombres ante el don y tarea del perdón, que supera el
legalismo, haciéndonos capaces de desactivar la bomba de violencia
que amenaza
La Biblia, desde el principio hasta el fin, nos enseña claramente que,
cuando nos arrepentimos y, abandonando nuestro pasado de pecado,
nos volvemos a Dios, él nos perdona.
Como cristianos, adquirimos una nueva vida; llegamos a ser hijos de
Dios; hemos conseguido el perdón. Los cristianos perdonan a otras
personas, porque también a ellos se les ha perdonado. Y aunque a
veces caigan en pecado, no tienen más que volverse a Dios con
arrepentimiento, y Dios los perdona y restaura.

Evangelio: Mateo 18,21-19,1


El presente texto evangélico nos transmite una enseñanza esencial.
Toda la sustancia del discurso se encuentra precisamente en la
pregunta que hace Pedro a Jesús a propósito de las veces que
debemos perdonar al hermano que nos ofende. Se trata de un
hermano, y por eso tiene que ser perdonado siempre, hasta la
paradoja. No sólo «siete veces», un número que indica plenitud, sino
incluso un número inverosímil de «setenta veces siete», que es como
un número infinito, que significa «siempre», sin poner límites a la
misericordia.
Ahora bien, en realidad la clave de comprensión de la enseñanza de
Jesús se encuentra no sólo en el número ilimitado de las veces que
se debe conceder el perdón al hermano que nos ofende, sino en la
calidad misma del perdón que hemos de conceder. Se trata de un
perdón que no se reduce a una fórmula o a una mal disimulada
obligación de perdonar porque no se puede hacer otra cosa. La
calidad del perdón incide en su mismo sentido. Debe tener la calidad
del perdón de Dios, y debe llegar al corazón, lugar de la verdad, de
los sentimientos y de las venganzas, del amor verdadero y del
perdón sincero. Un corazón que perdona es un corazón
misericordioso. Perdonar «de corazón» (v. 35) significa sellar con el
amor verdadero el perdón que se concede. Dado que alguien nos ha
perdonado así, sin límite en el número de veces, no podemos
nosotros poner límites al amor misericordioso del perdón.
Setenta veces siete. La experiencia del perdón está en el centro del
gran mensaje eclesial de Mt 18, donde sólo se formulan dos
principios o mandatos eclesiales: la acogida a los más pequeños y el
perdón mutuo. Se trata de un perdón exigente, vinculado a la
experiencia de una comunidad, que puede y debe decir al «pecador»
que está rompiendo la unidad de los hermanos, que está rompiendo
la Iglesia y que debe dejarla (Mt 18,15-20). Pues bien, al lado de esa
norma que sirve para salvaguardar la identidad de la Iglesia, se eleva
otra, aún más importante, que se expresa en la respuesta de Jesús a
Pedro: ¿cuántas veces tengo que perdonar? ¡No te digo siete veces,
sino setenta veces siete!, es decir, siempre (Mt 18,21-22). En este
contexto ha recogido y ha citado Mateo la parábola del rey que
perdona a su deudor una deuda inmensa, esperando que el deudor
perdone también a quien le debe algo (Mt 18,23-35). Este perdón
inmerecido, absoluto, incondicionado, de Dios que puede expresarse
y se expresa de un modo gratuito en el perdón entre los hombres,
constituye el centro del mensaje de Jesús, tal como se ha expresado
por ejemplo en la parábola llamada del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-
31). Ésta es la experiencia clave de la pascua: Dios ha perdonado a
los asesinos de su Hijo, iniciando con ellos (con los perdonados) un
camino de perdón y esperanza sobre el mundo. Según eso, la Iglesia
que puede expulsar a los pecadores es la misma Iglesia que debe
perdonarles siempre.
El primer requisito para alcanzar la paz, en las condiciones actuales
de la humanidad, dividida por la imposición de unos, el deseo de
revancha de otros y el odio de todos, es el perdón, que viene a
revelarse como el único poder que rompe el círculo del eterno
retorno del pasado (con su ley de acción y reacción) que encierra a
los hombres en su destino de violencia. El perdón rompe la lógica de
la venganza (del talión que siempre se repite: ojo por ojo, diente por
diente); de esa forma libera al hombre del automatismo de la
violencia y permite que su vida trascienda el nivel de la ley, donde
nada se crea ni destruye, sino que sólo se transforma. Sólo el perdón
nos sitúa en un nivel de gratuidad creadora. El perdón es gracia; de
esa forma supera el pasado y abre un comienzo de vida allí donde la
vida se cerraba en sus contradicciones y luchas de poder.
El Padrenuestro: «Perdona nuestras deudas como nosotros
perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12). Esta palabra clave del
Padrenuestro* nos sitúa en el centro de la oración de Jesús, que
viene a presentarse en principio como una experiencia de perdón:
porque tenemos la experiencia del perdón de Dios podemos
perdonar a los demás, no sólo las «ofensas», como dice la traducción
litúrgica actual, sino todas las deudas, como dice el texto original de
Mateo.
Jesús pide el perdón por todo, es decir, la gratuidad, entendida como
principio de conducta. Más allá de la ley, en el principio de todo lo
que puede decirse y hacerse está el perdón, como gratuidad creadora
de vida.

La parábola exagera a propósito: la deuda perdonada al primer


empleado es infinito. La que él no perdona a su compañero,
pequeñísima. El contraste sirve para destacar el perdón que Dios
concede y la mezquindad de nuestro corazón, porque nos cuesta
perdonar una insignificancia.
Lo propio de Dios es perdonar. Lo mismo han de hacer los
seguidores de Jesús. El aviso es claro: «lo mismo hará con vosotros
mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su
hermano».
Es el nuevo estilo de vida de Jesús, ciertamente más exigente que el
de los diez mandamientos del AT.
¿No es demasiado ya perdonar siete veces? ¿y no será una
exageración lo de setenta veces siete? ¿no estaremos favoreciendo
que reincida el ofensor? ¿y dónde queda la justicia? Pero Jesús nos
dice que sus seguidores deben perdonar. Como él, que murió
perdonando a sus verdugos. Pedro, el de la pregunta de hoy,
experimentó en su propia persona cómo Jesús le perdonó su pecado.
En la Biblia, el Jubileo comportaba el perdón de las deudas y la
vuelta de las propiedades a su primer dueño. Nosotros tal vez no
tengamos tierras que devolver ni deudas económicas que remitir.
Pero sí podemos perdonar esas pequeñas rencillas con los que
conviven con nosotros. Esposos que se perdonan algún fallo. Padres
que saben olvidar un mal paso de su hijo o de su hija. Amigos que
pasan por alto, elegantemente, una mala pasada de algún amigo.
Religiosos que hacen ver que no han oído una palabra ofensiva que
se le escapó a otro de la comunidad.
En el Padrenuestro, Jesús nos enseñó a decir: «perdónanos como
nosotros perdonamos». En el sermón de la montaña nos dijo lo de ir
a reconciliarnos con el hermano antes de llevar la ofrenda al altar y
lo de saludar también al que no nos saluda... Ser seguidores de Jesús
nos obliga a cosas difíciles.
Recordemos que una de las bienaventuranzas era: «bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia».
El gesto de paz antes de ir a comulgar tiene esa intención: ya que
unos y otros vamos a recibir al mismo Señor, que se entrega por
nosotros, debemos estar, después, mucho más dispuestos a tolerar y
perdonar a nuestros hermanos.

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