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Argentinas
Políticas indigenistas y formaciones
provinciales de alteridad
Claudia Briones
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Capítulo 1:
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que Donna Van Cott define como “multiculturalismo constitucional” (Van Cott,
2000) se las piensa y postula como derecho (Taylor, 1992), como capital social
(Doménech, 2004), como recurso político (Turner, 1993) y/o como recurso
económico (Yúdice, 2002).
En conjunto y más allá de anclajes particulares según los casos, los nuevos orde-
namientos multiculturales que estas redefiniciones vienen proponiendo –sobre
todo en contextos como el latinoamericano– han estado siempre en diálogo y reins-
cribiendo al menos tres de las paradojas principales que parecen propias de la era.
Primero, el reconocimiento de derechos especiales o sectoriales va de la mano de
la tendencia a la conculcación de los derechos económico-sociales universales. Por
una parte, esta habilitación de derechos especiales en un contexto de quebranta-
miento de los derechos universales lleva a que –a pesar de los reconocimientos retó-
ricos– los PIs sigan formando mayoritariamente parte de las poblaciones nacio-
nales que peor ranquean en términos de Necesidades Básicas Insatisfechas. Por la
otra, a que los restantes componentes no indígenas de estas poblaciones muchas
veces recepcionen desfavorablemente la “particularidad” de sus reclamos, concu-
rriendo con interpretaciones hegemónicas que estigmatizan las demandas y de-
mandantes indígenas como encarnación de meras instrumentalizaciones identita-
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rias para “sacar provecho” de circunstancias difíciles “para todos”.
Segundo, se viene dando una curiosa convergencia entre las demandas indí-
genas de participación y la manera en que la gubernamentalidad neoliberal tiende a
auto-responsabilizar a los ciudadanos de su propio futuro, en tanto sujetos defi-
nidos como consumidores autónomos y con libertad de elección (Rose, 2003).
Evelina Dagnino (2002a, 2002b y 2004) define esta convergencia como “con-
fluencia perversa”, en tanto las justas demandas de participación activa que se rea-
lizan desde la sociedad civil se ven potenciadas por una reconfiguración de la so-
ciedad política que viene promoviendo el repliegue estatal al momento de atender
responsabilidades sociales básicas. Los esposos Comaroff (Comaroff y Comaroff,
2002) identifican esta paradoja como la que lleva a promover una politización de
las identidades en contextos de despolitización de la política. En otra parte, suge-
rimos cómo la misma opera en el país alentando cambios sobre las políticas de la 100
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ceptos que he/mos venido desarrollando para leer “las peculiaridades nacionales”
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como parte de ordenamientos más vastos que no se acotan a lo político. Articu-
lando de maneras sui generis los recursos económicos en disputa, los mecanismos 75
políticos para asegurar esos recursos y las concepciones sociales legitimadoras de lo
que en cada momento se pueda definir como statu quo (Cornell, 1990), sostuvimos
en otra parte que esos ordenamientos han resultado en co-construcciones situadas
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3 Para obtener un panorama en esta dirección, consultar por ejemplo Escárzaga (2004); Gros 5
(2000); Sieder (2002 y 2004).
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nes, 1998a) como tipo de alteridad cuya particularidad ha pasado en todo caso por
sublimar las dinámicas y efectos de la relación colonial como distancias culturales,
temporales y espaciales respecto de la autoctonía de algunos. Pero como otras alte-
rizaciones, la aboriginalidad también ha conllevado jerarquizar horizontal y verti-
calmente al conjunto de ciudadanos “normales”/normalizados y a los definidos
como otros internos (en este caso, indígenas, aborígenes, indios, etc.), en base a dis-
positivos de totalización e individuación que inscriben campos de visión diferen-
ciados para cada cual (Corrigan y Sayer, 1985), según estrategias de espacializa-
ción, temporalización y substancialización (Alonso, 1994) que atribuyen dispares
consistencias, porosidades y fisuras a los contornos (auto)adscriptivos tanto del
“nosotros” desmarcado como de los contingentes sociales selectiva y explícitamen-
te etnicizados y/o racializados.
Ahora bien, la necesidad de poner “la cuestión indígena” en una matriz más
compleja de alterizaciones y normalizaciones, nos fue llevando a introducir otros
conceptos. Sostuvimos que la posibilidad de explicar la re-producción material e
ideológica de grupos selectivamente racializados y etnicizados desde un abordaje
materialista dependía de prestar atención no sólo a la economía política, sino a la
economía política de producción de diversidad cultural (Briones, 2001a). Partiendo
de ver a la cultura como un hacer reflexivo, como un medio de significación que
puede tomarse a sí mismo como objeto de predicación (Briones y Golluscio,
1994), advertimos no sólo que la cultura es un proceso disputado de construcción
de significado, sino que toda cultura produce su propia metacultura (Urban,
1992), esto es, nociones en base a las que ciertos aspectos se naturalizan y definen
como a-culturales, mientras algunos se marcan como atributo particular de ciertos
otros, o se enfatizan como propios, o incluso se desmarcan como generales o com-
partidos. Al convertir explícita o implícitamente a las cultura “propia” y “ajena” en
objetos de la representación cultural, esas nociones metaculturales generan su
propio régimen de verdad (Foucault, 1980) acerca de las diferencias sociales, ju-
gando incluso a reconocer la relatividad de la cultura como para reclamar universa-
lidad y vice-versa (Briones, 1996 y 1998b).
En este marco, la idea de trabajar sobre economías políticas de producción de di- 100
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torno a ellas– invisibilizando ciertas divergencias y tematizando otras, esto es, fi-
jando umbrales de uniformidad y alteridad que permiten clasificar a dispares con-
tingentes en un continuum que va de “inapropiados inaceptables” a “subordinados
tolerables” (B. Williams, 1993).
Ahora bien, ese continuum no obsta que se identifiquen “tipos” de otros internos
en base a marcas particulares –por ejemplo, “indígenas”, “afrodescendientes”, “in-
migrantes”, “criollos”, en países latinoamericanos, o los cinco troncos racializados
que conforman el modelo del pentágono étnico en los EE.UU.–. Inicialmente, con-
vergimos con la idea de Segato (1991, 1998a, y 1998b) de hablar de “matrices de
diversidad”. Con el tiempo, postulamos que el juego históricamente sedimentado
de marcas va entramando formaciones nacionales de alteridad cuyas regularidades y
particularidades resultan de –y evidencian– complejas articulaciones entre sistemas
económicos, estructuras sociales, instituciones jurídico-políticas y aparatos ideoló-
gicos prevalecientes en los respectivos países (Briones, 2004).
Nuestra noción de formaciones nacionales de alteridad surge entonces de resigni-
ficar la noción de “formación racial” de Omi y Winant (1986) ya que, si bien nos
negamos a ver sólo la raza como eje central de las relaciones sociales, sí apuntamos a
dar cuenta del doble proceso por el cual fuerzas sociales, económicas y políticas que
determinan el contenido y la importancia de las categorías sociales –así como el in-
terjuego de distintos clivajes de desigualdad– son, a su vez, modeladas por los signi-
ficados y significantes categoriales mismos, deviniendo por ende factor constitu-
yente tanto de las nociones de “persona” y de las relaciones entre individuos, como
también componente irreductible de las identidades colectivas y de la estructura
social. Entendemos por tanto que tales formaciones no sólo producen categorías y
criterios de identificación/clasificación y pertenencia, sino que –administrando je-
rarquizaciones socioculturales– regulan condiciones de existencia diferenciales
para los distintos tipos de otros internos que se reconocen como formando parte
histórica o reciente de la sociedad sobre la cual un determinado Estado-Nación ex-
tiende su soberanía. Así, aun cuando tales contingentes son construidos como par-
cialmente segregados y segregables en base a características supuestamente “pro-
pias” que portarían valencias bio-morales concretas de “autenticidad”, los mismos 100
van quedando siempre definidos por una triangulación que los especifica entre sí y
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los (re)posiciona vis-à-vis con el “ser nacional” (Briones, 1998c).
Paralelamente, aún cuando las formaciones nacionales de alteridad tienen una 75
notable eficacia residual por la forma en que se entraman desde lo que hegemónica-
mente se erige como mito-motor de la “identidad nacional”, con el tiempo se trans-
forman –como ilustran algunos estudios de caso que se presentan en este libro–
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tanto las valencias o valorizaciones relativas de los diversos contingentes, como las
políticas que, de forma siempre contextual y temporalmente contingente, buscan 5
fortalecer o debilitar los distintos contornos (auto)adscriptivos. En este marco, la
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de una lógica espacial. Es que la idea de que las identidades se construyen por dife-
rencia es, según este autor (1996), legado típico de una modernidad que siempre se
ha construido a sí misma diferenciándose de otro –como “tradición” en sentido
temporal, o como “los primitivos”/“los étnicos” en tanto otros espaciales transfor-
mados en otros temporales– en un juego que confina a los/sus “otros” a responder
por inversión. Para escapar entonces a esta idea de diferencia y a los efectos ideoló-
gicos de la misma modernidad, Grossberg propone empezar a notar que la peculia-
ridad de lo moderno –aunque se construya a sí mismo en clave temporal, haciendo
de la subjetividad una conciencia del tiempo interno, de la identidad una construc-
ción temporal de la diferencia, y de la agencia un desplazamiento/diferimiento
temporal de la diferencia– pasa por postularse como diferencia siempre diferente
de sí misma a lo largo del tiempo y el espacio. En consecuencia, sostiene el autor,
esos tres planos de individuación también pueden y deben ser entendidos desde su
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lógica espacial.
En lo concreto, la propuesta de ver cómo el Estado federal y los estados provin-
ciales ponen “su diversidad interior” en coordenadas témporo-espaciales a través de
geografías de inclusión y exclusión retoma la propuesta de Grossberg (1992 y
1993) de analizar los modos por los cuales los sistemas de identificación y perte-
nencia son producidos, estructurados y usados en una formación social, a través de
la articulación de maquinarias –organizaciones activas de poder– tanto estratifica-
doras y diferenciadoras, cuanto territorializadoras. En esto, si las maquinarias estrati-
ficadoras dan acceso a cierto tipo de experiencias y de conocimiento del mundo y
del sí mismo –produciendo la subjetividad como valor universal pero desigual-
mente distribuido–, las maquinarias diferenciadoras se vinculan a regímenes de
verdad responsables de la producción de sistemas de diferencia social e identidades
–en nuestro caso, sistemas de categorización social centralmente ligados a tropos de
pertenencia selectivamente etnicizados, racializados, o desmarcados–. Por su parte,
las maquinarias territorializadoras resultan de regímenes de poder o jurisdicción
que emplazan o ubican sistemas de circulación entre lugares o puntos temporarios
100
6 Desde esta mirada, la subjetividad se nos revela como experiencia del mundo desde posiciones par-
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ticulares que, aunque sean “direcciones” temporarias, determinan el acceso al conocimiento y devienen
lugares de apego construidos como “hogares” desde cuya geografía hablamos. En similar dirección, el
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self o la identidad remite a diferentes vectores de existencia ligados a espacios tanto regionales como na-
cionales y globales que –pudiendo estar enclavados, o permitir mucha movilidad, o excluirnos de otros–
involucran un sistema complejo de movilidades superpuestas y en competencia, e incluso condicionan
las alianzas que se pueden realizar entre distintas identidades o mapas de existencia espacial. La agencia,
por su parte, emerge como una cuestión de distribución de agentes y de actos dentro de espacios y luga- 25
res que no son puntos de origen pre-existentes, sino producto de sus esfuerzos por organizar un espacio
limitado. Remite así a instalaciones estratégicas posibilitadas por movilidades estructuradas que definen 5
y habilitan ciertas formas de agencia y no otras para poblaciones particulares (Grossberg, 1996).
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mólogo, explorar las digestiones por parte de PIs, elites locales y estados provin-
ciales de los criterios de gestión de la diversidad promovidos por el Estado federal,
así como la recepción e impacto de las propuestas emanadas de distintas provincias
en el ámbito nacional.
7 George Yúdice ha aportado recientemente una idea de performatividad cultural de peculiar rele-
vancia para entender dinámicas nacionalmente diferenciadas de recreación y procesamiento de marca-
ciones y reclamos, de políticas de estado y luchas por reconocimiento. Con el concepto de performativi-
dad, Yúdice alude a encuadres de interpretación que encauzan la significación del discurso y de los
actos, no sólo desde la perspectiva de los marcos conceptuales y pactos interaccionales, sino también de 100
los condicionamientos institucionales del comportamiento y de la producción de conocimiento. Gene-
rados por relaciones diversamente ordenadas entre las instituciones estatales y la sociedad civil, la magis-
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tratura, la policía, las escuelas y las universidades, los medios masivos, los mercados de consumo, etc.,
esos encuadres permitirían explicar –según el autor– por qué distintos estilos/entornos nacionales pro-
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mueven una absorción o receptividad diferente ante nociones como la de “diferencia cultural” que po-
seen vigencia y aceptación mundial, y ejercen de manera también diferente el mandato globalizado de
reconocer el derecho a la diferencia cultural que imponen instituciones intergubernamentales y agen-
cias multilaterales (Yúdice, 2002: 60-61 y 81). En esto, el argumento de Yúdice de que todo entorno
nacional está constituido por diferencias que –recorriendo la totalidad de su espacio– “son constitutivas 25
de la manera como se invoca y se practica la cultura” (Yúdice, 2002: 61) muestra notable cercanía a las
preocupaciones y propuestas que venimos reseñando, y amplía a la vez el campo de observación para 5
trabajar racializaciones y etnicizaciones desde un contextualismo radical.
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juego. A la par de trazar distancias nítidas respecto de ciertos otros externos (los
“aindiados hermanos” de ciertos países latinoamericanos) en base a un ideario de
nación homogéneamente blanca y europea, se secuestra y silencia internamente la
existencia de otro tipo de alteridades, como la de los pueblos indígenas–supuesta-
mente, siempre pocos en número y siempre a punto de terminar de desaparecer por
completo–y también la de los afro-descendientes, pues las poblaciones asociadas a
un remoto pasado africano ligado a la esclavitud no encuentran cabida alguna en
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un “venir de los barcos” que parece acotarse a los siglos XIX y XX.
Segato (1998b) destaca que distintos países pueden echar mano a un mismo
tropo, aunque para realizar operaciones cognitivas diversas. Señala entonces que,
aun partiendo de la metáfora del “crisol de razas”, las ideologías nacionales hege-
mónicas de Estados Unidos, Brasil y Argentina han administrado de manera dispar
la tensión entre la homogenización de ciertas poblaciones como núcleo duro de la
nacionalidad, y la heterogeneización de otras como distintos tipos de otros internos
diferencialmente posicionados respecto de las estructuras de acceso a recursos ma-
teriales y simbólicos clave. Así, explicita Segato que, en Argentina, la metáfora del
crisol usada para construir una imagen homogénea de nación ha ido inscribiendo
prácticas de discriminación generalizada respecto de cualquier peculiaridad idio-
sincrática y liberando en el proceso a la identificación nacional de un contenido ét-
nico particular como centro articulador de identidad (una nación uniformemente
blanca y civilizada en base a su europeitud genérica). Tales prácticas habrían propi-
8 Las ideas presentadas en este acápite han sido progresivamente desarrolladas en distintos trabajos,
pero estas páginas guardan muchas afinidades con uno en particular (Briones, 2004), que fue escrito
casi en paralelo. Aquí el propósito es trazar una acuarela que enfatice los rasgos preponderantes en las
imágenes y prácticas propiciadas desde los centros de poder material y simbólico que, en Argentina y
como reza el dicho sobre Dios, a menudo vienen atendiendo en/desde Buenos Aires y/o se instalan en
una lugar porteño de enunciación. Los capítulos sucesivos mostrarán los no pocos matices y desafíos
que se realizan desde distintas provincias o sectores y en diferentes épocas sobre estas narrativas maestras
de nacionalidad y estatalidad.
9 Así, la supuesta extinción de las personas de color y sus cofradías acontece en los imaginarios nacio-
nales de manera tan subrepticia como misteriosa y silenciosa. A través de los actos escolares, por ejem- 100
plo, los niños aprenden que sólo para el festejo del 25 de Mayo de 1810, por el inicio de la independen-
cia nacional, les toca a algunos disfrazarse de caballeros patriotas y damas de sociedad, mientras que a
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otros y otras le corresponde ennegrecer sus caras con corcho, para representar a serenos, candileros, ma-
zamorreras, vendedoras de empanadas, jaboneros heredados de la sociedad colonial. Ninguna otra re-
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presentación de la historia patria requiere volver a usar los corchos ennegrecidos, como si la presencia de
negros en esa historia no se extendiese más allá de los momentos iniciales de conformación de un país
independiente. En consecuencia, no sorprende que quienes hoy puedan ser “a simple vista” clasifica-
bles como “negros” –“negros mota” o “negros negros”, diría Frigerio (2002), para recuperar la diferen-
cia que hace el sentido común entre afro-descendientes y los “cabecitas negra”– queden vinculados a 25
migraciones más o menos recientes, producidas supuestamente no ya desde África sino desde Uruguay,
Brasil o los EE.UU.– puesto que tampoco está demasiado visibilizada la inmigración caboverdiana (de 5
Liboreiro, 2001).
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ciado además una vigilancia difusa de todos sobre todos que, basándose en reprimir
la diversidad, se habría acabado extendiendo a diversos dominios de lo social
(Segato, 1991:265).
Sobre esta base, diría que la formación maestra de alteridad en Argentina fue re-
sultando de una peculiar imbricación de maquinarias diferenciadoras, estratifica-
doras y territorializadoras, habilitantes de un conjunto de operaciones y desplaza-
mientos que, para sintetizar el argumento, agruparía en torno a tres lógicas
principales. Una de incorporación de progreso por el puerto y de expulsión de los
“estorbos” por las puertas de servicio, primera lógica que se liga a una segunda de
argentinización y extranjerización selectiva de alteridades, estando a su vez ambas
lógicas en coexistencia con una tercera de negación e interiorización de las líneas de
color. Veamos.
En Argentina, como en otros países, la espacialización de la nacionalidad ha
operado en base a metáforas que jerarquizan lugares y no-lugares. Al menos desde
la Generación de 1837, el país se autorrepresenta con una cabeza pequeña pero po-
derosa –el puerto de Buenos Aires– destinada como centro material y simbólica-
mente hegemónico tanto a ordenar y administrar las “limitaciones” de un cuerpo
grande pero débil –el “Interior”– como a llenar los vacíos circundantes, la tierra de
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indios o tierra adentro sintomáticamente concebida como desierto. Esa cabeza ha
oficiado de entrada principal que diseña y posibilita un “venir de los barcos” desti-
nado a fortalecer y embellecer la contextura del tronco y poblar las extremidades.
Aún hoy, esa puerta se piensa ancha y generosa en lo que hace a dar cabida a “todos
los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”, como reza el
preámbulo de la constitución. Ha administrado y administra empero los flujos en
base a una circulación de mano única. Mientras que para algunos oficiaba de en-
trada triunfal a promesas de movilidad ascendente, para elementos europeos inde-
seables devino con el tiempo puerta giratoria que los devolvería a sus lugares de
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procedencia. Así, el hábito que se inaugura a principios de siglo XX de identificar
para sucesivas generaciones de elites morales –mandato canonizado por Juan Bautista Alberdi con el
axioma “gobernar es poblar”–. Aunque en términos de políticas públicas ese axioma se inscribe estatal- 95
mente de manera explícita hasta mediados del siglo XX (Lazzari 2004), en términos de imaginarios per-
siste hasta ahora, tras el dicho de sentido común de que “hay que poblar la patagonia”. 75
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de raza blanca, para superiorizar los elementos híbridos y mestizos que constituyen la base de la pobla-
ción del país y que posiblemente son de origen amarillo (en Lenton 1994).” La novedad de este testimo- 95
nio respecto de otros es menos la racialización que abarca y ordina aquí a los mestizos respecto de “la
raza blanca”, que la claridad con que muestra una lógica hipogámica (Harrison 1995). Retomaremos 75
luego la operatoria de esta lógica. Baste decir aquí respecto del razonamiento de Ayarragaray que los
mestizos o criollos deben ser “superiorizados” porque son fruto de una mezcla hispano-indígena donde
el componente indígena racialmente subvaluado –aquí, además, en base a la atribución de orígenes
transpacíficos prehistóricos también “amarillos”– contaminó y arrastró hacia abajo al que por sí mismo 25
estaba un poco mejor valuado (el español).
12 Agradezco a Ricardo Abduca un comentario que, realizado hace varios años al pasar, me invitó a 5
prestar atención a este punto y me llevó a empezar a hacer un mapa de “recurrencias” en esta dirección.
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del nosotros nacional, Natalia Otero y Laura Colabella (2002) explican los criterios
en que tales funcionarios apoyaban su “brillante deducción”: como no hay
argentinos negros, toda persona de aspecto afro debe ser extranjera.
A su vez, estas formas de territorializar y diferenciar pertenencias se imbrican
con una segunda lógica de substancialización (Alonso, 1994) que entrama “la gran
familia argentina” en base a maquinarias diferenciadoras que aplican de manera
asimétrica los principios de jus solis y el jus sanguinis para argentinizar o extranje-
rizar selectivamente distintas alteridades. Por ejemplo, mientras idealmente la ciu-
dadanía argentina se adquiere por el principio de jus solis –principio que permitió
argentinizar a la descendencia de la inmigración europea– otras alteridades son per-
manentemente extranjerizadas en base a la aplicación asimétrica del principio del
jus sanguinis. Así, la chilenidad imputada a habitantes mapuche suele correspon-
derse no con su lugar de nacimiento sino con el lugar de procedencia se sus
antepasados remotos (Briones y Lenton, 1997).
Paralelamente, las dos lógicas anteriores se articulan con una que, adoptando en
lo explícito la ideología racial propia de los EE.UU. –ideología que toma la negritud
como epítome de lo racial– lleva simultáneamente a negar la existencia de racismo
en el país y a interiorizar las líneas de color. Esta tercera lógica preside compleja-
mente la vigencia de dispares requisitos para la argentinización de distintos tipos de
otros internos, a la par de propiciar una peculiar racialización de la subalternidad
(Guber, 2002; Margulis, Urresti et al., 1998; Ratier, 1971), para dar cuenta de
quienes no pueden ser ni eyectados ni extranjerizados, a riesgo de perder una masa
crítica de subalternos que hegemonizar. Pero vayamos por partes.
Una vez que la nación argentina se postula (desea ver o proyectar) como homo-
géneamente blanca y europea –hallando en esto un criterio de diferenciación fun-
damental respecto de otros países de Latinoamérica– no queda lugar para dos mo-
vimientos que han sido ensayados por otras ideologías nacionales. El primer
movimiento se liga a que el precepto de homogeneidad desaconseja trazar –como
en EE.UU., por ejemplo– líneas de color que dividan una entidad discreta e intro-
duzcan un diagrama de mosaico. Posiblemente, el deseo de europeizar la nación en
todo sentido estuviese en la base de una irrestricta admiración por ciertos países eu- 100
ropeos como Francia y Gran Bretaña, cuyo liberalismo y trayectorias coloniales les
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permitían practicar ultramarinamente un racismo que –a diferencia de los EE.UU.–
tendían a enmascarar “puertas adentro”. En este sentido, la admiración hacia los 75
EE.UU. parecía ya desde Sarmiento expuesta a cierta cautela, entre otras cosas por la
forma de hacer de las líneas de color un principio estructurante de la nación.
Obviamente, esta autodefinición por contraste lejos está de impedir la ocurrencia
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de racismo. En todo caso, lo alimenta en base a otro tipo de prácticas de racializa-
ción. Así, la recurrente posibilidad de sostener al menos desde la década de 1870 5
que ya no había negros argentinos (de Liboreiro, 2001) no pasa simplemente por
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Formaciones de alteridad 25
no quererlos ver –como veremos, el color se ve y toma en cuenta, pero para inter-
pretarlo de otra manera– sino por teorías sociales de la raza que operan en base a
ideas sui generis o bien de extinción o bien de paulatina asimilabilidad. Esas teorías
alimentan a la vez hipótesis distintivas respecto de las posibilidades, operatoria y
consecuencias del “mestizaje” y el “blanqueamiento” –lo que nos remite al segundo
movimiento particularizador del caso argentino que me interesa explicitar.
El mito del desierto a ser poblado (europeizado) mediante políticas de inmigra-
ción se basa en una valoración no sólo de los indígenas sino de las masas his-
pano-indígenas o criollas que tempranamente muestra que el discurso hegemónico
de la nacionalidad argentina va a adoptar una ideología de mestizaje muy distinta a
la vigente en otros países de Latinoamérica, donde la hibridación opera como tropo
maestro de la conformación nacional (Briones, 2002b). En términos de espaciali-
zación del país, Villar (1993) sostiene que el hinterland portuario a ser domesticado
reconoce dos grandes áreas en tensa oposición y complementación: la “tierra
adentro” bajo control indígena, y la “frontera”, como lugar de interfase con la ocu-
pación criolla. Sarmiento es ejemplo pionero de la barbarización de los indios de
“tierra adentro”y, por extensión, de la de gauchos, montoneros y paisanos de la
“frontera” (Svampa, 1994; Briones, 1998c). No obstante y como muestra Diego
Escolar (2003) para la zona de Cuyo, incluso para el mismo Sarmiento los límites
entre ambos colectivos son mucho más ambiguos de lo que el discurso hegemónico
quiere reconocer de manera explícita.
A este respecto, es muy ilustrativa la forma en que el Ministro de Guerra y Ma-
rina Benjamín Victorica trata de apaciguar la preocupación del senador Aristóbulo
del Valle, atribulado por definir si y en qué proporción era lícita la política del Poder
Ejecutivo de incorporar indígenas sometidos al ejército nacional, como recurso
apto para “civilizar” –extender el control social sobre– estas poblaciones luego de
su derrota militar. En verdad, del Valle está inquieto frente a la doble paradoja de
incorporar a quienes hasta hace poco eran enemigos del país proveyéndolos de
armas y, más aún, haciéndolos custodios de la seguridad nacional. Para explicar
que, en verdad, no son tantos los “indios de tropa” como el legislador supone, Vic-
torica proporciona una respuesta que ejemplifica la coexistencia conflictiva de cri- 100
terios adscriptivos de que hablamos, así como teorías de lo racial muy diferentes a
95
las vigentes por ejemplo en EE.UU. Dice Victorica:
75
“El señor senador se equivoca tomando por indios de la Pampa a individuos del
país, que indios parecen por su color trigueño” (Lenton, 1992:34-5).
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la operatoria de dos melting pot simultáneos y diferentes. Mientras uno de esos cri-
95
soles ha promovido el enclasamiento subalterno de algunos apelando a la potencia-
lidad hipogámica de ciertas marcas racializadas, el otro por el contrario ha enfati- 75
zado la potencialidad hipergámica de la europeitud en el largo plazo. Poniendo no
obstante límites discrecionales a quienes tenían habilitado el ingreso (criollos más
que mestizos), este segundo caldero ha apuntado a evitar que la proliferación de pa-
25
rejas mixtas desde época colonial y sobre todo la propiciada por el desbalance de gé-
nero vinculado a las inmigraciones masivas de fin de siglo XIX (Geler en prensa) 5
pusiese en tela de juicio tanto la blanquitud paradigmática de la argentinidad de-
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seada, como el mito de la movilidad ascendente. Entonces, si del primer crisol salen
“cabecitas negras”, pobres en recursos y cultura, del otro emergen “argentinos
tipo”, esto es, mayormente blancos, de aspecto europeo y pertenecientes a una ex-
13
tendida “clase media”.
En esto, pareciera que la articulación de raza y clase opera en sentido inverso a
los EEUU. Sin importar la clase social, en el país del norte una gota de sangre negra
o india ha llevado a establecer pertenencia dando relevancia genealógica al ante-
cesor más subvaluado. En Argentina, en cambio, el blanqueamiento ha sido po-
sible –y muchas veces, compulsivo– para indígenas y afro-descendientes. Así, la po-
sibilidad de una movilidad de clase ascendente facilitó y fue a la vez facilitada por la
posibilidad complementaria de “lavar” pertenencias y elegir como punto de identi-
ficación al abuelo menos estigmatizado.
Con esto, no quiero significar que raza y clase respectivamente predominan en
14
EE.UU. y Argentina como ordenadores de desigualdad. Tampoco estoy soste-
niendo que a ciertos indígenas y negros les haya sido totalmente imposible “pasar”
por blancos en EE.UU., ni negando que en Argentina el color de la piel no cuenta
en absoluto. Antes bien, apunto a llamar la atención sobre la existencia en Argen-
tina de un melting pot paralelo al crisol de razas que se hace explícito y se toma
como fundante de la argentinidad europeizada, un espacio simbólico de reu-
nión/fusión tanto de indígenas y de afro-descendientes, como de sectores popu-
lares del interior –tempranamente pensados como gauchos, paisanos, montoneros,
criollos pobres– y eventualmente inmigrantes indeseables. Es la operatoria de este
melting pot encubierto lo que ha conducido a convertir en con-nacionales –aunque
de tipo particular– a los conciudadanos que no podían ser ni extranjerizados, ni
eyectados de los contornos geosimbólicos de la nación, ni alterizados en un sentido
fuerte, a riesgo de perder masa crítica para imaginar la posibilidad de una nación
independiente. Y así como el melting pot explícito ha europeizado a los argentinos
argentinizando a los inmigrantes europeos, este otro lo ha hecho produciendo “ca-
becitas negras”, es decir, ha trabajado en base al peculiar movimiento de racializar
la subalternidad, internalizando parcialmente una línea de color anclada en el
“Interior” (Ratier, 1971). En este doble sentido –destacaría– cabe hablar de “inte- 100
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15 Como reseña Guber (2002: 363) a partir de los trabajos de Hugo Ratier, “con la caída del segundo
gobierno peronista, el mote de ‘cabecita’ dio lugar al de ‘villero’. Si aquél había correspondido al de un
actor social en avance [los ‘descamisados’ peronistas], el segundo se refería a otro en retroceso.” Agrega- 25
ría que al día de hoy lógicas de desplazamiento semejantes estigmatizan por ecuación a los sujetos de es-
pacializaciones modernizadas, como los “ocupas” de las “casas tomadas” y los “gronchos” (“negros” cul- 5
turalmente hablando) de los conventillos devenidos “pensiones baratas” u “hoteles familiares”.
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En síntesis, tiene razón Frigerio (2002) al insistir que los “cabecitas negras” en
Argentina no se explican meramente por cuestiones de clase, aun cuando sean estos
los vocabularios que priman en el país. Es en este marco que el autor aconseja no
minimizar la incidencia en la construcción de dicha categoría de prácticas de racia-
lización que explícitamente siguen modelos antes usados para subalternizar a los
afro-descendientes. Por mi parte, más que intentar ver qué grupo subalterno fun-
ciona como parámetro de la racialización de la subalternidad en Argentina, me pa-
rece importante enfatizar dos cosas. Por un lado, existen prácticas de racialización y
etnicización que recortan alteridades diferenciadas. No creo –aunque éste aún es
un punto a examinar y discutir– que las hipótesis de mestizaje y blanqueamiento
hayan operado y operen de manera semejante para indígenas, afro-descendientes, y
16
quienes hoy se consideran descendientes de inmigrantes “indeseables”. Por el
otro, están activas otras prácticas de racialización que han posibilitado la reunión
en una misma categoría –la de “cabecitas”– de integrantes de algunas de esas alteri-
dades –específicamente, indígenas y afro-descendientes– sin poner en cuestión la
perduración de las mismas, y sin que sólo ellas basten para dar cuenta de todo lo
que cabe al interior de la subalternidad racializada. Porque así como es cierto que
muchos indígenas y afro-descendientes alzan su voz para denunciar el haber sido
improcedentemente fusionados en un estigma de “cabecitas” que no les perte-
17
nece, otros conciudadanos afectados por el mismo estigma no se sienten ni una
cosa ni la otra.
En todo caso, si nos concentramos en los efectos particulares que esta formación
de alteridad ha ido dejando como impronta en las construcciones de aborigina-
lidad prevalecientes en Argentina, resulta interesante destacar una serie de cues-
tiones con fines comparativos. A pesar de la recurrente tendencia a ningunear lo in-
dígena en el país, percepciones diferenciadas del potencial de
conversión/civilización atribuido a distintos PIs fueron dando por resultado diver-
16 Y no estoy pensando solamente en clasificaciones nacionales como las de “peruanos” y bolivianos”,
que tienden a asumir muchos de los atributos estigmatizados con que se define a “cabecitas” y “villeros”
(Grimson 1999). Pienso también en una categoría nacional como la de “coreano” cuya racialización
comporta una estigmatización distinta (Courtis 2000). Además de tender a aplicarse el principio de jus 100
sanguinis para presuponer la ciudadanía coreana de los descendientes argentinos de inmigrantes de ese
origen, pesa sobre ellos un estigma que los desprecia por una movilidad ascendente sospechada de ilíci- 95
ta. Es al menos curioso que el mismo éxito económico que lleva a postular en los EE.UU a los coreanos
como minoría modelo resulte en Argentina un elemento para discriminar a la colectividad. 75
17 Incluiría en esto las experiencias y reflexiones de un dirigente Mapuche, las cuales constituyen un
acabado ejemplo de la asimetría que rige tanto las desmarcaciones hegemónicas de la aboriginalidad,
como las re-marcaciones racializantes y estigmatizadoras de los sectores populares. En el “Festival
DERHUMLAC” (Derechos Humanos en América Latina y el Caribe) que se hiciera en el Centro Cultural 25
Recoleta durante 1997 y para denunciar prácticas que apuntan a la pérdida forzosa de adscripciones in-
dígenas, este panelista sostuvo que “muchos de los que ustedes llamaban cabecitas negras éramos noso- 5
tros, los indígenas que vinimos a Buenos Aires. Pero nosotros siempre fuimos y seremos Mapuche.”
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como por la inexistencia de organismos de este tipo durante ciertos períodos. Tam-
95
bién por una nula producción de leyes indigenistas integrales hasta los 80
(GELIND, 2000a y 2000b), por la persistencia hasta hace una década de una opro- 75
biosa cláusula constitucional que consideraba atribución del Congreso de la Na-
ción asegurar “el trato pacífico con los indios y su conversión al catolicismo” (ex
25
18 Además de haber experiencia y análisis acumulados respecto a “sospechas” y “acusaciones” de este
tipo para Brasil y Argentina (Ramos 1991 y 1997a; Briones y Díaz 2000), cabe mencionar que tenden- 5
cias similares se observan en Venezuela y otros países de América Latina (Hill 1994; Iturralde 1997).
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art. 67 inciso 15), y por realizar un único censo indígena nacional en 1965 que
19
quedó inconcluso (Lenton, 2004).
Desde estas trayectorias el país se suma a la sucesión de reformas constitucio-
nales que se dieron en América Latina. Incorpora así el reconocimiento de los dere-
chos de los PIs mediante la reforma constitucional de 1994 (GELIND, 1999a), que
estuvo mayormente centrada en habilitar reformas de estado propias de la guberna-
mentalidad neoliberal y, de paso, la re-elección del entonces presidente Menem
(Carrasco, 2000). Si el multiculturalismo constitucional (Van Cott, 2000) que se
extendió por América Latina y otras convergencias continentales han confrontado
a los PIs de estos países con desafíos compartidos muy bien reseñados (Iturralde,
1997), el background esbozado afectó el “aggiornamiento” de Argentina al neoli-
beralismo y a las políticas de diversidad propias de la época. Menciono somera-
mente aquí ciertas particularidades de Argentina para apuntar a mostrar de qué
pisos ha partido la nueva movilización indígena orientada a garantizar el reconoci-
miento y efectivización de sus derechos especiales, y en qué variados contextos se
inscribe esa movilización. Además de permitir ponderar los logros en función de
esas condiciones, espero que esta somera caracterización sirva de marco para lo que
se desarrolla en capítulos posteriores. Comencemos por los pisos para la moviliza-
ción.
Por lo pronto, Argentina ha sido un país tan negador que la lucha indígena más
sostenida ha pasado y pasa por lograr visibilidad y por vencer estereotipos que no sólo
asumen la desindianización en contextos urbanos (ver por ejemplo Escolar; Falaschi,
Sánchez & Szulc; y Ramos & Delrio, todos en este volumen), sino que instalan se-
veras sospechas sobre la autenticidad de intelectuales indígenas cuya escolarización o
capacidad política los distancia de la imagen del “indígena verdadero”, tan pasivo e
incompetente, como sumiso y fácil de satisfacer desde políticas asistenciales mí-
nimas. En términos de movilidades estructuradas, mientras la permanencia en co-
munidades ha conspirado históricamente contra las posibilidades de escolarización y
de una readscripción de clase ascendente, la migración a los centros urbanos lejos está
de garantizar la profesionalización de una intelligentzia indígena. Cuando esa profe-
sionalización acontece, las presiones desadscriptivas propias de los medios urbanos 100
son tan fuertes que muchos invisibilizan su pertenencia. Aunque ese proceso ha co-
95
menzado a revertirse y varias organizaciones surgidas en las ciudades pero con trabajo
de base o comunitario han sido formadas por activistas culturales que han tenido po- 75
sibilidades de estudiar o están estudiando, es justamente sobre estos cuadros donde se
depositan mayores cuestionamientos y requerimientos que operan en base a están-
19 En esto, también es un dato revelador que Argentina no disponga de cifras oficiales sobre la cantidad 25
de ciudadanos indígenas, vacío a ser supuestamente llenado cuando se procesen los datos del censo nacio-
nal de población de 2001 –el primero en incluir una variable de autoidentificación indígena– y la encuesta 5
complementaria cuya realización está en curso desde 2004.
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20 Dijo recientemente Daniel Gallo, comentarista de temas militares del diario conservador de circu-
lación nacional La Nación, el domingo 4 de julio de 2004: “El indigenismo se hace fuerte en su relación
con la tierra: en la mayoría de los casos, las comunidades se autosostienen con el trabajo agrario de nivel
de supervivencia. El conflicto se ocasiona con el cruce de intereses entre quienes están en un lugar que 100
dicen les pertenece por herencia de sangre y aquellos que exhiben títulos de propiedad con sellos acepta-
dos en cualquier tribunal del siglo XXI.” Nada ingenuamente, cita las palabras del intelectual Marcos
95
Aguinis quien fijó su posición en una nota publicada por el mismo diario en el mes de marzo pasado:
“La reinvindicación indigenista se basa en mitos, confunde, distorsiona y contiene la trampa de conmo-
75
ver nuestros sentimientos de solidaridad. Así como el marxismo conmovía con su promesa de poner fin
a la explotación del hombre, y sólo llevó a nuevas formas de explotación y tragedia, el indigenismo pro-
mete acabar con las injusticias padecidas desde los tiempos de la colonia y sólo conseguirá profundizar
su marginación.” En todo caso, la nota que se llama “La protesta de la tierra” explicita en su copete: “La
corriente de indigenismo que en los últimos tiempos ha sacudido al continente y derrocado a gobernan- 25
tes en Bolivia y Ecuador se encuentra a las puertas de la Argentina, donde –aunque aislados– ya han es-
tallado conflictos por posesiones de tierras. Qué hay detrás de estos reclamos y la estrategia de confluir 5
con las protestas piqueteras.”
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21 Verbatim de Bustos, Ricardo 2004 “Columna Abierta: Un atropello a las ideas…” Diario El Oes- 100
22 El principal objetivo del DCI para las tres áreas indígenas piloto es “establecer las bases para el desa-
75
rrollo comunitario y la protección y gestión de recursos naturales en las tierras de las comunidades indí-
genas. Ello incluye el fortalecimiento social y cultural de las comunidades indígenas, la mejora de las ca-
pacidades indígenas para una gestión sustentable y el aumento de la capacidad de gestión al interior de
las comunidades y en relación a la articulación con todos los niveles de gobierno y otros actores involu-
crados en las ár eas piloto y respecto a los pueblos indígenas en general. Ver Banco Mundial (2004) Lec- 25
ciones aprendidas en el Proyecto de Desarrollo de las Comunidades Indígenas (DCI) en Argentina.
(Disponible en www-wds.worldbank.org/servlet/WDSContentServer/WDSP/IB/2004/06/03/0001- 5
60016_20040603162434/Original/292000wp0span.doc. Bajado el 10/09/2004).
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que se venían manifestando por parte del Estado federal –propensiones apoyadas
95
en impulsar estilos restringidos de consulta y participación (Briones y Carrasco,
2004:229)– en lo que las autoras acaban llamando un “neoindigenismo de nece- 75
sidad y urgencia”, esto es, una forma de gestión de la diversidad neoasistencialista,
que se concentra en extender a la ciudadanía indígena políticas focalizadas de asis-
23 El Banco Mundial por ejemplo considera a la Argentina un país de “ingreso alto medio por expor- 25
taciones”, aunque “severamente endeudado”. Si la primera rotulación relaciona al país con Hungría,
Arabia Saudí, Botswana, Turquía, Croacia, Estonia, Omán y Venezuela entre otros, la segunda lo vin- 5
cula con Etiopía, Mozambique, Guinea, Burundi y Burkina Faso (Mastrángelo 2004).
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