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LA HISTORIA FALSIFICADA

Los profesores de historia argentina en los establecimientos oficiales advierten desde


hace años, un fenómeno perturbador: la indiferencia cada vez mayor de los alumnos
ante las nociones que se le imparten. Es inútil que aquellos engolen la voz, es inútil que
apelen al patriotismo y pretendan comunicar a los oyentes un entusiasmo que juzgan
saludable por las virtudes de Rivadavia y de Sarmiento: consiguen, a los sumo, un
“succés d’ estime”.

La historia que dictan NO INTERESA, interesa cada vez menos a la población escolar.
Este es el hecho indiscutible, que suele atribuirse corrientemente a la influencia de
doctrinas exóticas o al origen extranjero de gran parte de los estudiantes. “¡Hay que
apretarles las clavijas a estos hijos de gringos!” he oído exclamar de buena fe a un
pedagogo, mientras aplicaba la represalia del aplazo. Esto no mejora las cosas. El
fenómeno no sólo subsiste, sino que se agrava. Si se tiene en cuenta que los estudiantes
de historia argentina cursan el cuarto año y son ya adolescentes con capacidad para
razonar; si se tiene en cuenta que esa es la edad en que la personalidad se forma y se
definen las vocaciones, dicha indiferencia adquiere importancia excepcional. La
interpretación xenófoba, con sus consecuencias de solapada guerra civil, no
puede satisfacernos. No es verdad que nuestros muchachos, cualquiera sea
su origen, se desinteresen por las cosas que atañen a la patria. Están, por el
contrario, ávidos de verdades útiles y son sensibles a todas las influencias inteligentes y
generosas.
¡Hay que ver la atención apasionada con que siguen, por ejemplo, cualquier explicación
leal sobre nuestros problemas vitales de nuestro comercio exterior! Aquí toda
indiferencia desaparece y la preocupación patriótica se advierte en la expresión
reconcentrada, en la contracción de los músculos, en los gestos nerviosos, alusivos a la
urgencia de los grandes remedios. Si dicha indiferencia no puede atribuirse a la causa
alegada, es indudable que debe achacarse a la materia misma, tal como hoy se dicta.

Sabido es que, aparte de la guerra de la independencia, enseñada con


acento antiespañolista, los motivos de exaltación que ofrecen nuestros
manuales son la Asamblea del año XIII, con sus reformas ¡liberales!, el
gobierno de Martín Rodríguez, la Asociación de Mayo ¡tan intelectual!, las
campañas “libertadoras” de Lavalle, Caseros y –gloriosa coronación- las
presidencias de Sarmiento y Avellaneda. Cuestiones de límites, no las
hemos tenido; somos pacifistas. Guerra con Bolivia; pero ¿hubo tal guerra?
En cuanto a la frontera oriental, es obvio que el Brasil sólo se ha ocupado de
favorecernos, y que si alguna dificultad tuvimos, fue por culpa del
“bárbaro” Artigas…Los alumnos se aburren mortalmente; no “le encuentran la vuelta
a todo eso”. La historia. argentina, “telle qu’on la parte”, no conserva ningún elemento
estimulante, ninguna enseñanza actual. Los argumentos heredados para exaltar a unos y
condenar a otros han perdido toda eficacia. Nada nos dicen frente a los problemas
urgentes que la actualidad nos plantea.
Historia convencional, escrita para servir propósitos políticos ya perimidos, huele a cosa
muerta para la inteligencia de las nuevas generaciones. El trabajo de restauración de la
verdad, proseguido con entusiasmo por un grupo cada vez mayor de estudiosos, no ha
llegado a conmover la versión oficial, que pronto se solemnizará en una veintena de
volúmenes bajo la dirección del doctor Ricardo Levene. Será sin duda un monumento;
pero un monumento sepulcral que encerrará un cadáver. No es posible obstinarse
contra el espíritu de los tiempos. Ante el empeño de enseñar una historia dogmática,
fundada en dogmas que ya nadie acepta, las nuevas generaciones han resuelto no
estudiar historia, simplemente. Con lo que ya llevamos algo ganado. Nadie sabe
historia, ni 1a verdadera ni la oficial. No hay un abogado, un médico, un
ingeniero que (salvo casos de vocación especial) sepan historia. Y es
porque, en las lecciones que recibieron, sospechan confusamente la
existencia de una enorme mistificación.

No entraré a considerar las causas que dieron origen a lo que llamo versión oficial de
nuestra historia ni la legitimidad de la misma, porque ello nos llevaría a enfrentarnos
con los problemas fundamentales del conocimiento histórico. Diré solamente que dicha
versión no se ha independizado, que sigue siendo tributaria de la escrita por los
vencedores de Caseros, en una época en que se creía que el mundo marchaba, sin
perturbaciones, hacia la felicidad universal bajo la égida del liberalismo y en que no
sospechaban los conflictos que acarrearía la revolución industrial, ni la expansión del
capitalismo, ni la lucha de clases, ni el fascismo, ni el comunismo. Impuesta por Mitre y
por López tiene ahora por paladín al arriba citado doctor Levene, lo que, en mi entender,
es altamente significativo. Fraguada para servir los intereses de un partido dentro del
país, llenó la misión a que se la destinaba; fué el antecedente y la justificación de la
acción política de nuestras oligarquías gobernantes, o sea, el partido de la “civilización”.

No se trataba de ser independientes, fuertes y dignos; se trataba de ser


civilizados. No se trataba de hacernos, en cualquier forma, dueños de
nuestro destino, sino de seguir dócilmente las huellas de Europa. No de
imponernos, sino de someternos. No de ser heroicos, sino de ser ricos. No
de ser una gran nación sino una colonia próspera. No de crear una cultura
propia, sino de copiar la ajena. No de poseer nuestras industrias, nuestro
comercio, nuestros navíos, sino entregarlo todo al extranjero y fundar, en
cambio, muchas escuelas primarias donde se enseñara, precisamente que
había que recurrir a ese expediente para suplir nuestra propia incapacidad.
Y muchas Universidades, donde se profesara como dogma que el capital es
intangible y que el Estado (sobre todo, el argentino) es “mal
administrador”.

Era natural que, para imponer esas doctrinas, no bastara con falsificar los
hechos históricos. Fue necesario subvertir también la jerarquía de los
valores morales y políticos . Se sostuvo, con Alberdi, que no precisábamos
héroes, por ser éstos un resabio de barbarie, y que nos serían más útiles los
industriales y hasta los caballeros de industria; y que la libertad interna
(¡sobre todo para el comercio!) era un bien superior a 1a independencia con
respecto al extranjero. Se exaltó al prócer de levita frente a1 caudillo de
lanza; al civilizador frente al “bárbaro”. Y todo esto se tradujo a la larga en
la veneración del abogado como tipo representativo, y en la dominación
efectiva de quienes contrataban al abogado.

Con este bagaje y sus consecuencias –un pacifismo sentimental y


quimérico, un acentuado complejo de inferioridad nacional- nos
encontramos ante un mundo en que todos estos principios han fracasado.
La solidaridad universal por el intercambio, que postulaba el liberalismo, se ha roto
definitivamente. Vivimos tiempos duros. El imperialismo del soborno ha sido
suplantado por el imperialismo de presa. Hay que ser, o perecer. ¿Cómo no van a sonar
a hueco los dogmas oficiales? ¿Cómo pretender que nuestros jóvenes se entusiasmen
con una “enfiteusis” u otra genialidad por el estilo, cuando les está golpeando los ojos 1a
realidad política de una crisis mundial, con surgimiento y caída de imperios? Es la
angustia por nuestro destino inmediato lo que explica el actual renacimiento de los
estudios históricos en nuestro país, con su consecuencia natural: la exaltación de Rosas.
Frente a las doctrinas de descastamiento, un anhelo de autenticidad; frente a las
doctrinas de entrega, una voluntad de autonomía; frente al escepticismo, que niega las
propias virtudes para simular las ajenas, una gran fe en nuestro pueblo y en sus
posibilidades.

Las condiciones del mundo actual demuestran que Rosas tenía razón y que
las soluciones de nuestro futuro se encontrarán en los principios que él
defendió hasta el heroísmo, y no en los principios de sus adversarios, que
nos han traído al pantano moral en que hoy estamos hundidos hasta el eje.
Basta lo dicho para expresar que la nuestra no es una posición simplemente
“historiográfica” y que nos interesan muy poco los pleitos por galletita más o menos que
puede plantear un doctor Dellepiane. Los hechos son conocidos y en este terreno la
batalla ha sido totalmente ganada con los trabajos de Saldías, Quesada, Ibarguren,
Molinari, Font Ezcurra etc., que han puesto en descubierto la mistificación unitaria. Lo
más importante, reside hoy, a mi entender, en la interpretación y valorización de los
hechos ciertos, en la forma realizada por algunos de los citados y, principalmente, por
Julio Irazusta en su breve pero admirable “Ensayo”. Nadie niega que Rosas
defendió la integridad y la independencia de la República. Nadie niega que
esa lucha fue una lucha desigual y heroica y que terminó con un triunfo
para 1a patria. Nadie niega que durante las dos décadas de su dominación,
debió resistir a la presión externa aliada con la traición interna y que,
cuando cayó, había ya una nación argentina.

Contra estos altos méritos sólo se invocan objeciones “ideológcas”, promovidas por los
“speculatists" que, al decir de Burke, pretenden adecuar la realidad a sus teorías y cuyas
objeciones son tan válidas contra el peor como contra el mejor gobierno, “porque no
hacen cuestión de eficacia, sino de competencia y de título”. (1).

Frente a tal actitud, que implica -repito- una subversión de valores, se impone
previamente una restauración de los valores menospreciados. Si fuera mejor, como
opinaba Alberdi, la libertad interna que 1a independencia nacional; si fuera moralmente
más sana la codicia que el heroísmo; si fuera más deseable la utilidad que el honor; si
fuera más glorioso fundar escuelas que fundar una patria, tendría razón la historia
oficial. Pero la filosofía política y la experiencia secular nos enseñan que los pueblos que
pierden la independencia pierden también las libertades; que los pueblos que pierden el
honor pierden también el provecho. Esto lo sabemos bien los argentinos. ¿Cómo no
habríamos de volver los ojos angustiados al recuerdo del Restaurador? Rosas representa
el honor, la unidad, la independencia de la patria. Mirada a la luz de principios
razonables, la historia argentina nos muestra tres fechas crucia1es: 1810; el
año 20 que vió la reacción armada contra la tentativa colonizadora a base
del príncipe de Luca, y la resistencia de Rosas contra una empresa análoga,
pero mas peligrosa.

Si después del 53 seguimos siendo una nación, a Rosas se lo debemos, a la


unión que se remachó durante su dictadura y que la ulterior tentativa
secesionista no logro quebrar. Esto lo han reconocido hasta sus peones
enemigos, empezando por el mismo Sarmiento. Siendo así ¿cómo no
guardarle gratitud, cómo no admirar su grandeza? Yo creo que ésta es
evidente y que quienes no la perciben padecen de incapacidad para percibir
la grandeza en general y permanecerían igualmente impasibles -salvo su
sometimiento pasivo al juicio heredado- ante la de un Bismarck o un
Cronwell. Prueba de ello es que no pasa inadvertida a los observadores
extranjeros que se asoman a nuestra historia, como ocurre con el mejicano
Carlos Pereyra y con el alemán Oswald Spengler. La grandeza de Rosas
pertenece al mismo orden que la reconocida por Carlyle a Federico II de
Prusia, quien “ahorrando sus hombres y su pólvora, defendió a una
pequeña Prusia contra toda Europa, año tras año durante siete años, hasta
que Europa se cansó y abandonó la empresa como imposible” (2).

Alemania le levanta estatuas a su héroe en todas las ciudades. Por eso es


grande Alemania. Nosotros lo proscribimos al nuestro y tratamos de
proscribir también su memoria, mientras les erigimos monumentos a
quienes entregaron fracciones del territorio nacional y nos impusieron un
estatuto de factoría. Porque era ¡un tirano!... Es decir, porque tuvo que sacrificar
toda su energía y desplegar el máximo de su autoridad para salvar a la patria en el
momento más crítico de su historia; porque persiguió como debía a quienes se
empeñaban en fraccionar el territorio, y no obtuvo otro premio que la satisfacción de
haber cumplido con su deber. Era, como dice Goethe, “el que DEBIA mandar y que en el
mando mismo entra su felicidad”.

Wer befehlem soll


Muss im befehlem Seligkeit empfinlem.

La primera obligación de la inteligencia argentina hoy en la glorificación -no ya


rehabilitación- del gran caudillo que decidió nuestro destino. Esta glorificación señalará
el despertar definitivo de la conciencia nacional. Los tiempos están maduros para la
restauración de la verdad, que será fecunda en consecuencias, porque entonces la
historia volverá a despertar un eco en las almas, explicará los nuevos problemas y
comunicará al corazón de nuestros adolescentes un legítimo orgullo patriótico. Esto es
lo que hoy, trágicamente, falta. Los próceres de la historia heredada, los próceres
CIVILES representan y hacen amar (cuando lo consiguen) conceptos abstractos: la
civilización, la instrucción pública, el régimen constitucional. Rosas, en cambio, nos
hace amar la patria misma, que podría prescindir de esas ventajas, pero no de su
integridad ni de su honor.

Notas:

(1) Reflexions on French Revolution, pág. 164.


(2) Frederick the. Great. T. I, pág. 21.
(3) Fausto. 2a parte, 4º acto.

ERNESTO PALACIO, Artículo publicado en la Revista del Instituto de


Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”, Año I, Número I. Enero
de 1939.

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