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Ya viejo, el gallo fue retirado del oficio y todos esperaban que culminaría sus
días de muerte natural. Pero cierto día el padre, herido en su amor propio
cuando alguien se atrevió a decirle que su «Carmelo» no era un gallo de raza,
para demostrar lo contrario pactó una pelea con otro gallo de fama, el
«Ajiseco», que aunque no se igualaba en experiencia con el gallo Carmelo,
tenía sin embargo la ventaja de ser más joven. Hubo sentimiento de pena en
toda la familia, pues sabían que el Carmelo ya no estaba para esas lides. Pero
no hubo marcha atrás, la pelea estaba pactada y se efectuaría en el día de la
Patria, el 28 de julio en el vecino pueblo de San Andrés.
Las apuestas vinieron y como era de esperar, hasta en las tribunas llevaba la
ventaja Ajiseco. El gallo Carmelo intentaba poner su filuda cuchilla en el pecho
del contrincante y no picaba jamás al adversario. En cambio, el «Ajiseco»
pretendía imponerse a base de fuerza y aletazos. Repentinamente, vino una
confrontación en el aire, los dos contrincantes saltaron. El gallo Carmelo salió
en desventaja: un hilillo de sangre corrió por su pierna. Las apuestas
aumentaron a favor del gallo Ajiseco. Pero Carmelo no se dio por vencido;
herido en carne propia pareció acordarse de sus viejos tiempos y arremetió con
furia.
La lucha fue cruel e indecisa y llegó un momento en que pareció que sucumbía
el gallo Carmelo. Los partidarios del «Ajiseco» creyeron ganada la pelea, pero
el juez, quien estaba atento, se dio cuenta que aún estaba vivo y entonces
gritó. « ¡Todavía no ha enterrado el pico señores!». Y, efectivamente, el gallo
Carmelo sacó el coraje que sólo los gallos de alcurnia poseen: cual soldado
herido, arremetió con toda su fuerza y de una sola estocada hirió mortalmente
a Ajiseco, quien terminó por «enterrar el pico».