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Z^jJL^iL > Y

PAJAROS
D$L DESEO

Kairo
s
EL ZEN Y LOS
PAJAROS DEL
DESEO
THOMAS MERTON
EL ZEN Y LOS PAJAROS
DEL DESEO

editorial L/airós
Numancia,
117-121
08029
Barcelona
Título original: ZEN AND THE BIRDS OF APETITE
Traducción: Rolando Hanglin

© by Thomas Merton © de la edición española:


1972 by Editorial Kairós, S.A.
Primera edición: Noviembre 1972 Sexta edición:
Septiembre 2005

ISBN: 84-7245-308-1
Dep. Legal: B-35103-2005 E.U.
Impresión y encuademación: Publidisa
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El Zen y los pájaros del deseo - Thomas Merton


Referencia: 4952
SUMARIO

Nota del Autor ............................................. 9

PRIMERA PARTE
El Estudio del Zen ................................ 13
La Nueva Conciencia .......................... 29
Una visión cristiana del Zen ............ 49
D. T. Suzuki. El hombre y su obra .. 79
Nishida: Un filósofo Zen ................... 89
Experiencia trascendental ................ 95
El Nirvana .............................................. 105
El Zen en el arte japonés ................. 117
Apéndice: ¿El Budismo niega a la
vida? . . . 121

SEGUNDA PARTE
Sabiduría del Vacío
Diálogo entre Daisetz T. Suzuki y
Thomas Merton ............................ 127
Conocimiento e inocencia ...............133
por Daisetz T. Suzuki
La reconquista del paraíso ..............149
por Thomas Merton
Observaciones finales .......................169
por Daisetz T. Suzuki
Observaciones finales .......................171
por Thomas Merton
Postfacio ................................................ 177

Notas ......................................................183
Sin el canto de
un ave
en la montaña
aún mayor es la
quietud.
PROVERBIO ZEN

Guía tu caballo sobre el filo


de la espada Ocúltate entre
las llamas
Capullos del árbol de los frutos
florecerán en el fuego Por la tarde sale
el sol.
PROVERBIO ZEN
NOTA DEL AUTOR

Cuando en algún lugar se pudre la


carroña, los pájaros carnívoros vuelan
en círculos; descienden. Vida y muerte
son dos. Los vivos atacan a los
muertos para su propio beneficio.
Nada pierden, con esto, los muertos.
Salen gananciosos, tal vez, cuando de
ellos alguien se sirve. O por lo menos
así parece, si es que debemos
considerar esto en términos de ganar
y perder.
¿Nos abocaremos al estudio del Zen,
entonces, en la creencia de que con
ello ganaremos algo? Esta pregunta
no pretende constituirse en velada
acusación. Pero sin embargo es una
pregunta muy seria. Allí donde se
alborota en torno a la «espiritualidad»,
la «iluminación» o simplemente la
«puesta en onda», a menudo no hay
más que buitres bajando sobre un
cadáver. Sus merodeos, su vuelo
circular, su descenso, esta celebración
de una victoria, en fin, no son lo que
pretende el Estudio del Zen, aunque
en otro contexto puedan resultar
ejercicios de singular utilidad, porque
enriquecen a los pájaros del deseo.
El Zen nada enriquece. No hay
cuerpo alguno que podamos hallar.
Las aves pueden acudir y volar en
círculos, durante un tiempo, sobre el
lugar donde se cree que está en
cadáver. Pero muy pronto se marchan
hacia otros parajes. Cuando ya no
están, aparece de pronto la «nada», él
«no-cuerpo» que allí estaba. Este es él
Zen. Lo que no ha cesado de estar allí,
todo el tiempo, sin que se apercibieran
las aves devoradoras de carroña: no es
el tipo de presa que ellas codician.

9
PRIMERA
PARTE
EL ESTUDIO DEL ZEN

Mejor es ver su rostro que oír su


nombre
PROVERBIO ZEN

«Nada hay — dice Lévi-Strauss —


que pueda ser concebido o
comprendido al margen de las
exigencias básicas de su estructura.» Se
refiere a los sistemas primitivos de
parentesco, particularmente al
importante papel que en ellos juegan
los tíos por parte de madre. Desde un
principio admitiré que los tíos nada
tienen que ver con el Zen; no pretendía
probar lo contrario. Pero la afirmación
es universal. «Nada podemos
comprender sin considerar las
exigencias básicas de su estructura.»
Esto sugiere un curioso interrogante:
¿Cómo encaja el Zen en los criterios de
la antropología estructural? ¿Puede ser
«comprendido» desde ese punto de
vista? De inmediato se advierte que,
probablemente, quepa responder a
esta pregunta con un «sí» y un «no».
En tanto integra el Zen un complejo
social y religioso, en tanto parece
13
El Zen y los pájaros del deseo
vincularse con otros elementos de un
sistema cultural, «sí». En tanto que
Budismo Zen, «sí». Pero en este caso,
lo que se asimila al sistema es el
Budismo más que el propio Zen.
Cuando consideramos que el Zen es
budista, lo dejamos al nivel de una
expresión del impulso cultural y
religioso del hombre. En tal caso,
puede decirse que el Zen posee un
tipo especial de estructura dotada de
exigencias esenciales, que son
exigencias estructurales y, como tales,
están al alcance de la investigación
científica; su carácter particular, en fin,
puede ser determinado y
«comprendido».
Estudiado de esta manera, el Zen
tiene por marco al contexto de la
historia china y japonesa. Se lo
describe como a un fruto del
encuentro del Budismo hindú, especu-
lativo, con la practicidad del Taoísmo
chino e incluso del Confucianismo. Es
estudiado a la luz de la cultura de la
dinastía T'ang y según las enseñanzas
de varias «casas». Se lo asocia con
otros movimientos culturales. Se
examina su entrada al Japón, así como
su integración con la civilización
japonesa. Es entonces que llegan a
parecer importantes, incluso
fundamentales, muchas cosas
relacionadas con el Zen. El Zendo o
sala de la meditación. El lugar del
Zazen. El estudio del Koan. El traje. El
14
El Estudio del Zen
asiento del loto. Los arcos. Las visitas al
Roshi y la técnica del Roshi para
determinar si uno ha experimentado
un Kensho o un Sa- tori, colaborando
con estos logros.
Bajo este enfoque, el Zen puede
contraponerse a otras estructuras
religiosas; por ejemplo la del
Catolicismo, con sus sacramentos,
liturgia, plegaria mental (que ya mu-
chos no practican), devociones, leyes,
teología, catedrales y conventos,
sacerdotes y organización jerárquica,
concilios, encíclicas y, en fin, con su
Biblia.
Podemos examinar a ambos,
concluyendo en que tienen unas pocas
cosas en común. Comparten ciertas
modalidades culturales y religiosas.
Son «religiones». La una, asiática, la
otra occidental o más bien judeo-
cristiana. La primera ofrece una
iluminación metafísica, la segunda una
salvación de carácter teológico. Ambas
pueden considerarse meras
curiosidades, resabios gratos de un
pasado que ya no existe, pero que sin
embargo podemos apreciar, como
apreciamos la escultura de Chartres, la
música de Monteverdi o los tesoros del
Renacimiento. Aguzando un poco más
la investigación, uno llega a imaginar
— erróneamente — que, puesto que el
Zen es simple y austero, se asemeja
notablemente al monasticismo
cisterciense, que también es, o solía
15
El Zen y los pájaros del deseo
ser, austero. Efectivamente, en ambos
casos se saborea la simplicidad, y es
posible que los constructores de las
iglesias cistercienses del siglo xn, en
Borgoña y Provenza, estuvieran
iluminados por una especie de
instintiva visión Zen de su trabajo, que
exhibe en efecto aquellas luminosas
pobreza y soledad que el Zen
denomina Wabi.
Sin embargo, como estructuras,
sistemas o religiones, el catolicismo y
el Zen hacen tan mala mezcla como el
aceite y el agua. Puede esperarse que
personas de uno y otro lado, del Zendo
y de la universidad, monasterio o curia,
se avengan respetuosa y seriamente.
Pero sus diferencias permanecerían
intactas. Regresarían a sus respectivas
estructuras, se acogerían a sus propios
sistemas, tras adquirir suficiente
comprensión del rival como para
reconocer la pasmosa diferencia que
los separa. Todo esto será así mientras
consideremos que el Zen es,
específicamente, Budismo Zen, una
escuela o secta búdica que forma parte
del sistema religioso conocido por
«religión budista».
Pero, cuando examinamos más de
cerca el caso, encontramos que
practicantes muy serios y responsables
del Zen niegan, primero, que sea «una
religión» y luego que se trate de una
escuela o secta, rechazando toda inte-
gración dentro de los confines del
16
El Estudio del Zen
Budismo y su «estructura». Por
ejemplo, uno de los grandes maestros
japoneses del Zen, el fundador del
Soto Zen, llamado Dogen, ha dicho
categóricamente: «Aquel que considera
al Zen como escuela o secta del
Budismo, llamándolo Zen-shu, escuela
Zen, es un demonio».
Definir al Zen en términos de
sistemas o estructuras religiosas
equivale, en realidad, a destruirlo... o
más bien a perderlo de vista por
completo, pues lo que no puede ser
«construido» tampoco puede sufrir
destrucción alguna. El Zen no queda
definido dentro de limites precisos, ni
está dotado de perfiles característicos
o formas fácilmente reconocibles de
modo que, a la vista de estas formas
tan distintivas y particulares
exclamemos: «¡ Helo ahí!». El Zen no se
comprende cuando lo alineamos en su
propia categoría, separándolo de todo
lo demás: «Es esto y no aquello». Por el
contrario, Zen es, según las palabras de
D. T. Suzuki, «más allá del mundo de
los opuestos, construido por el
discernimiento intelectual... un mundo
espiritual de indis- cernimiento que
implica un punto de vista absoluto».
Sin embargo, estas palabras pueden
convertirse fácilmente en una trampa si
«discernimos» el Absoluto del no-
absoluto en forma occidental,
platónica. Por eso agrega de inmediato
Suzuki: «el Absoluto no se distingue
17
El Zen y los pájaros del deseo
del mundo de la discriminación... el
Absoluto está en el mundo de los
opuestos y no fuera de él». (D. T.
Suzuki, The Essence of Buddhism,
Londres 1946, p. 9). De esto se deduce
que el Zen se encuentra fuera de todas
las estructuras particulares y formas
distintivas; no se opone a ellas, ni deja
de oponerse. No las niega ni las afirma,
no las odia ni las ama, no las rechaza ni
las desea. El Zen es conciencia no
estructurada por formas o sistemas
particulares, una conciencia trans-
cultural, trans-religiosa, trans-formal.
Por lo tanto, en cierto sentido es
«vacío». Pero puede brillar a través de
este o aquel sistema, religioso o a-
religioso, tal como brilla la luz a través
de cristales azules, verdes, rojos o
amarillos. Si tuviera alguna preferencia,
se inclinaría por el cristal plano e
incoloro, un «simple cristal».
En otras palabras, tomar el Zen mera
y exclusivamente como Budismo Zen
es falsificarlo y, sin duda, delata el más
rotundo fracaso en su comprensión.
Claro está que esto no significa que no
puedan existir los «budistas Zen», sino
que éstos sabrán, precisamente porque
son hombres del Zen, la diferencia
entre su Budismo y su Zen, aunque
consideren que, para ellos, el Zen es la
más pura expresión del Budismo.
Naturalmente, esto se debe a que el
propio Budismo — más que cualquier
otro «sistema religioso» — apunta más
18
El Estudio del Zen
allá de los «ismos» teológicos y
religiosos. Pretende no ser un sistema,
presentando al mismo tiempo, como
otras religiones, una peculiar tentación
para los sistematizadores. El impulso
real del Budismo va hacia una
iluminación que, precisamente, se
encuentra más allá de los sistemas, de
las estructuras sociales y culturales y
del rito y las creencias religiosas, aun
aceptando diversas variedades de
superestructuras culturales y religiosas
sistemáticas como la tibetana, la
japonesa, la nepalesa, etc.
Ahora bien; si reflexionamos un
instante comprenderemos que
también en la cristiandad — y en el
Islam — existen estas personas
declaradamente inusuales que ven
más allá del aspecto «religioso» de su
fe. Karl Barth fue uno de estos casos:
dentro de la más pura tradición pro-
testante, se negó a llamar «religión» al
Cristianismo, proclamando con
vehemencia que la fe cristiana no
podía ser comprendida mientras se la
asimilara a las estructuras sociales y
culturales. Estas estructuras, pensaba,
eran por completo ajenas al
Cristianismo y lo pervertían. En el
Islam, los sufíes hablan de Fana,
extinción del ser social y cultural
determinado por las formas
estructurales de las costumbres
religiosas. Esta extinción da paso a un
reino de libertad mística en la que el
19
El Zen y los pájaros del deseo
«ser» se pierde, reconstituyéndose
luego en Baqa: algo semejante al
«Nuevo Hombre» de que hablaban los
místicos cristianos, incluyendo a los
Apóstoles. «Vivo —dijo Pablo— pero
no soy yo, sino Cristo quien vive en
mí».
En la iluminación Zen, el
descubrimiento del «rostro original de
cuando tú no habías nacido» no
significa que uno ve a Buda sino que
uno es Buda, y que Buda no confirma
lo que podría esperarse a partir de las
imágenes del templo: pues ya no hay
imagen alguna, y por lo tanto nada
para ver, nadie que lo vea: sólo un
Vacío en el cual ni siquiera puede
concebirse una imagen. «La verdadera
visión — dijo Shen Hui — llega cuando
ya no se ve».
Esto significa, entonces, que el Zen
se halla fuera de todas las formas y
estructuras. Podemos servirnos de al-
gunas modalidades exteriores del
monasticismo budista Zen, así como de
las pinturas de artistas Zen, sus
poemas, sus dichos breves y vividos,
pero sólo para ayudarnos en nuestro
acercamiento al Zen. La peculiar
condición del arte chino y japonés de
influencia Zen reside en que sugiere lo
que no puede ser dicho y, usando un
mínimo imprescindible de formas, nos
despierta a lo que no tiene forma. La
pintura Zen nos dice sólo lo necesario,
advirtiéndonos sobre lo que no está
20
El Estudio del Zen
pero sin embargo está «ahí mismo». La
caligrafía Zen, con su delicadeza,
dinamismo, abandono y desprecio por
lo «bonito» y por el «estilo» formal,
nos revela una libertad que no es
trascendente en el sentido abstracto o
intelectual pero que, empleando un
mínimo de forma sin aferrarse a ésta,
se emancipa considerablemente de la
forma. La conciencia Zen es como un
espejo. Dice un moderno escritor Zen:
«El espejo carece absolutamente
de ego y de preocupaciones. Llega
una flor: él refleja una flor; llega un
pájaro y él lo refleja. Muestra que
un objeto bello es bello y que un
objeto feo es feo. Todo se revela
tal cual es. No hay una mente que
discrimina, o una conciencia de sí
por parte del espejo. Si algo viene
a él, es reflejado; si desaparece, el
espejo lo deja desaparecer... no
queda huella alguna tras él. Un
desprendimiento tal, este estado
de no-mente, esta faena
auténticamente libre del espejo, se
ase-

21
El Zen y los pájaros del deseo
mejan a la sabiduría pura y lúcida
del Buda». (Zen- kei Shibayma, On
Zazen Wasan, Kyoto, 1967, p. 28.)
Esto signiñca que la conciencia Zen
no distingue ni categoriza lo que ve,
según criterios sociales y culturales. No
trata de asimilar las cosas a estructuras
artificialmente preconcebidas. No
juzga la belleza o la fealdad de
acuerdo a cánones de gusto; aun a
pesar de que pueda poseer su propio
gusto. Si aparenta juzgar y distinguir,
es sólo lo necesario para señalar más
allá del juicio, hacia el vacío puro. No
se instala en su juicio como si fuera
definitivo. No erige estructuras en
torno a su juicio, para defenderlo de
todos los demás.
A esta altura será provechoso
reflexionar sobre el profundo
significado de la frase de Jesús: «No
juzgues, y no serás juzgado». Más allá
de sus proyecciones morales, por
todos conocidas, hay una dimensión
Zen en estas palabras del evangelio. ¡Y
sólo percibiendo esta dimensión Zen
resulta plena la claridad del mensaje
moral!
En cuanto a la noción de la «mente
de Buda», no se trata de algo estético,
a ser adquirido laboriosamente, algo
que «no está allí» y que debemos
poner allí (¿dónde?) por medio de la
asidua frecuentación mental y física de
22
El Estudio del Zen
Roshis, Koans y todo lo demás. «El
Buda es tu mente de cada día».
El problema es que, mientras usted
se entrega a distinguir, juzgar,
categorizar y clasificar — o aun a
contemplar— sobreimprime algo al
espejo puro. Usted filtra la luz con un
sistema, como si creyera que así
mejorará la calidad de dicha luz.
Las formas y estructuras culturales
están allí, qué duda cabe. No existe
nuestra vida sin ellas, ni podemos
tratarlas como si no existieran. Pero
llega por fin un momento en que,
como Moisés, vemos que,
súbitamente, el espina de las formas
culturales y religiosas está en llamas, y
se nos llama a marchar sobre él,
descalzos y probablemente también
sin pies. ¿Es el fuego otro que el
espino? ¿Más que el espino? ¿O es tal
vez más espino que el propio espino?
El Espino Llameante del Exodo nos
recuerda extrañamente al
Prajnaparamita Sutra: «La forma es va-
cío, el vacío en sí mismo es forma; la
forma no difiere del vacío (el Vacío), ni
éste de la forma; lo que sea la forma
será el vacío, lo que sea el vacío será la
forma...» Así también las palabras del
episodio de las llamas y el espino en el
Exodo: «Yo soy lo que soy». Estas
palabras van más allá de la afirmación
y la negación: de hecho, nadie sabe
exactamente lo que significan. Los
23
El Zen y los pájaros del deseo
estudiosos presentan interpretaciones
según el espíritu de la época: ora esen-
cialistas —«el Ser Puro sobrevive al Ser
en acción» — ora existencialistas: «No
te lo diré, de modo que tú a lo tuyo,
que no es saber, sino hacer lo que
harás la próxima vez que venga a ti».
En otras palabras, comenzamos a
vislumbrar que el Zen no sólo se
encuentra más allá de las
formulaciones del Budismo sino
también, en cierto modo, «más allá»
del mensaje revelado de la Cristiandad,
que incluso parece señalar hacia el
Zen. Esto es decir que, cuando uno sale
fuera de los límites de la religiosidad
— o irreligiosidad — cultural y
estructural, se encuentra en
condiciones de dar con un vacío muy
simple, por «nacimiento en el Espíritu»
o por mero despertar intelectual: allí
todo es libertad, porque todo es la
acción inactiva que los chinos llaman
Wuwei y el Nuevo Testamento
«libertad de los Hijos de Dios». No se
trata de que teológicamente sean una
sola y misma cosa, sino que poseen en
cualquier concepto el mismo tipo de
ilimitación, idéntica falta de inhibición,
igual plenitud psíquica de creatividad,
todo lo cual indica una madurez
plenamente integrada, propia del «yo
iluminado». La «mente de Cristo»
descrita por San Pablo en Fili- penses-
2 puede hallarse a mundos teológicos
24
El Estudio del Zen
de distancia de la «mente de Buda»:
personalmente, no me creo autorizado
a determinarlo. Pero el tremendo
«auto-vaciamiento» de Cristo — así
como el auto-vaciamiento que hace al
discípulo uno con Cristo en Su
kenosis— puede entenderse, y ha sido
entendido, muy al estilo Zen, en el
plano de la experiencia y la psicología.
Dicho sea tomando debida nota de
las vastas diferencias doctrinales entre
Budismo y Cristianismo, y con el
mayor de los respetos por las
aspiraciones de las distintas religiones:
sin confundir la «visión de Dios»
cristiana con la «iluminación» búdica
podemos decir que ambas tienen en
común esta «infinitud» psíquica. Y
tienden a describirla con lenguajes
marcadamente similares. Se habla ora
de «vacuidad», ora de «oscura noche»,
aquí de «libertad perfecta», allí de
«no-mente», en fin, de «pobreza» en el
sentido de Eckhart y en el de D. T.
Suzuki, en otros pasajes de este mismo
libro.
A estas alturas me parece oportuno
confesar claramente que, en mi
diálogo con el Dr. Suzuki, mi elección
de la pureza de corazón de Casiano
como expresión cristiana de la
conciencia Zen fue un tanto
desafortunada. No cabe duda de que
algunos pasajes en Casiano, Evagrio
Póntico y otros contemplativos del
25
El Zen y los pájaros del deseo
desierto egipcio sugieren cierto
parentesco con el «vacío» del Zen.
Pero, en Casiano, la idea de «pureza
de corazón», con sus connotaciones
platónicas, con su contenido místico o
sin él, no tiene aún un carácter Zen
porque conserva la noción de que la
conciencia suprema reside en un
corazón distinto, que es puro, y que
por lo tanto se encuentra preparado
para, e incluso merece, la visión de
Dios. Aquí existe, todavía, una percep-
ción acentuada de la conciencia del
ser, diferente y separada. Meister
Eckhart nos da una expresión más
plena y legítima del Zen en la
experiencia cristiana. «Para ser morada
digna de Dios — dice — v adecuada a
la acción que Dios cumplirá dentro
suyo, el hombre debe, también, en-
contrarse libre de todas las cosas y
acciones, no sólo interior sino también
exteriormente». Esta es la «pureza de
corazón» de Casiano, correspondiente
también a la idea de «virginidad
espiritual» de algunos místicos
cristianos. Pero prosigue Eckhart,
declarando que hay aún mucho más:
«El hombre debe ser tan pobre como
para no ser ni poseer un lugar para la
acción de Dios. Reservar un lugar
equivaldría a mantener
discriminaciones. Tan desinteresado y
liberado se sentirá el hombre que no
sabrá lo que Dios está haciendo en él».
26
El Estudio del Zen
«Pues si llega el caso de que el
hombre se ha vaciado de todas las
cosas y criaturas, de sí mismo y de
dios, y si aún halla dios lugar en él
para actuar... no será este hombre
pobre con la más íntima de las
pobrezas. Pues no es voluntad de
Dios que el hombre reserve un
sitio para tus trabajos, ya que la
auténtica pobreza de espíritu
exige que el hombre se vacíe de
dios y de todos sus trabajos de
modo tal que, si Dios desea actuar
en su alma, él mismo será el lugar
sobre el que actuará... (Dios
asume, luego) la responsabilidad
de su propia acción y (es) él
mismo el escenario de la acción,
pues es Dios el que actúa en sí
mismo». (R. B. Blakney, Meister
Eckhart, a Modern Translation,
sermón «Blessed are the Poor», N.
Y., 1941, p. 231).
A causa de los peculiares problemas
que este difícil texto plantea a la
ortodoxia cristiana, el editor de la ver-
sión inglesa (Blackney) ha impreso la
palabra Dios con mayúsculas, a veces,
y en otras con minúsculas. Tal vez, un
escrúpulo innecesario. De cualquier
modo, este pasaje

27
El Estudio del
refleja la ecuación eckhartiana de Zeti
Dios como abismo y terreno infinitos
(léase Sunyata) muy a la manera Zen,
con el verdadero ser del yo asentado
en El; he aquí lo que cree Eckhart: sólo
cuando ya no queda un yo en tanto
que «lugar» para la acción divina, sólo
cuando Dios actúa puramente en Sí
mismo, recuperamos finalmente
nuestro «yo verdadero», que en
términos Zen es el «no- yo». «Es aquí,
con esta pobreza, que el hombre
recobra el ser eterno que antes fue,
que es ahora y será por siempre
jamás». Es fácil comprender por qué
aquellos que interpretaron todo esto,
puramente, en función del sistema
teológico de la época — en lugar de
hacerlo de cara a la experiencia de tipo
Zen que pretendía expresar— lo en-
contraron inaceptable.
Sin embargo, la misma idea, dicha
con palabras ligeramente distintas por
Eckhart, resiste a la interpretación más
ortodoxa: Eckhart menciona una
«pobreza perfecta» en la cual el
hombre se halla desprovisto incluso de
Dios, y de «lugar alguno en sí mismo
donde pueda Dios hacer su obra»; es
decir, que se encuentra más allá de la
pureza de corazón.
«La última y más sublime
despedida del hombre se produce
cuando, por amor a Dios, él se

28
El Estudio del Zen
aleja de dios. San Pablo abandonó
a dios por amor a Dios, y se
deshizo de todo lo que podría
recibir de dios, así como de lo que
podría dar, librándose al tiempo
de toda idea de dios.
Despidiéndose de todo esto,
abandonó a dios por amor a Dios,
y Dios permaneció en él como es
Dios en su propia naturaleza — no
como persona alguna cree que es
— como un estar siendo, como
Dios es en realidad, y no ya como
algo que debamos alcanzar.
Entonces él y Dios fueron uno,
esto es, la pura unidad. Así es
como uno se convierte en una
persona real para la cual no puede
haber sufrimientos, tal como no
los hay para la esencia divina».
(Blakney, MeisterEckhart, p. 204-5).
En este estado de perfecta pobreza,
dice Eckhart, uno puede aún tener
ideas y experiencias, pero sin embargo
está libre de ellas:
«(Yo) no las considero mías,
para cogerlas o dejarlas en el
pasado o en el futuro... Yo (soy)
libre y estoy vacío de ellas en este
momento preciso, en el
presente...». (Blakney, Meister
Eckhart, p. 207).
Más allá del yo que piensa,
reflexiona, desea y ama, y aún más allá

29
El Zen y los pájaros del deseo
de la «chispa» mística en el fondo del
alma, se encuentra el sublime agente,
«a la vez puro y libre como Dios y
perfecta unidad, como él». Pues «en el
alma hay algo tan estrechamente afín
con Dios que ya es uno con él y no
necesita ser unido a él». Eckhart
prosigue desarrollando esta idea de
unidad dinámica con una imagen
maravillosa que, aunque
característicamente occidental, denota
una profunda cualidad del tipo Zen.
Este parentesco divino que hay en
nosotros es el núcleo de nuestro ser y
se encuentra «en Dios» más que «en
nosotros», siendo el mismísimo foco
del inextinguible goce creativo de Dios.
«En esta semejanza o identidad
goza tanto Dios que vuelca en ella
toda su naturaleza y su ser. Tan
grande es su placer, para hacer
una comparación, como el que
siente un caballo al que se libera
en un verde prado, cubierto de
césped suave y parejo, para que
galope como cualquier caballo
haría, a la máxima velocidad que
le es posible, sobre el verde: pues
ésta es la naturaleza del caballo, y
tal su placer. Así ocurre también
con Dios. Es su goce y su frenesí al
descubrir la identidad, porque
siempre puede volcar en ella toda
su naturaleza: él mismo es, pues,
esta identidad» (Blakney, Meister
30
El Estudio del Zen
Eck- hart, p. 205).
Desde el punto de vista de la lógica,
este desarrollo poético carece
directamente de sentido, pero, como
expresión de una percepción
inexpresable del mismo núcleo de la
vida, resulta incomparable. Inciden
talmente, nos muestra cómo entendía
Eckhart la doctrina cristiana de la crea-
ción. Admitía la separación entre
criatura y Creador, pues este «Algo
está aparte y es extraño a toda la
creación». Sin embargo, la distinción
entre Creador y criatura no quita que
exista, también, unidad básica en
nosotros, hacia la cúspide de nuestro
ser, donde somos «uno con Dios».
De identificarnos exclusivamente
con esta cúspide, seríamos otros y no
ya los que experimentamos ser, pero
también mucho más verdaderamente
nosotros de lo que somos
actualmente. Así, dice Eckhart: « Si uno
fuera íntegramente esto (es decir, este
«Algo» o «Unidad») sería no sólo no-
creado sino también distinto a toda
criatura... Si yo me hallara en esta
esencia, aun por un instante, no
otorgaría a mi personalidad terrenal
más importancia que a un gusanillo
del estiércol» (Blakney, Meister Eckhart,
p. 205). Debemos acotar
inmediatamente, empero, que en esta

31
El Zen y los pájaros del deseo
sublime unidad descubrimos, por fin,
la dignidad e importancia de nuestro
simple «yo terrenal», que no existe
fuera de ella, sino en y por ella. La
tragedia reside en que nuestra
conciencia se encuentra totalmente
alienada de este fondo recóndito de
nuestra identidad. Y, en la tradición
mística cristiana, este extravío interno y
esta alienación constituyen el
verdadero contenido del «pecado
original».
Todo esto se aproxima
notablemente a las expresiones que
hallamos por doquier entre los
maestros del Zen. Pero se define como
puramente cristiano en cuanto, como
dice Eckhart, es precisamente en esta
pura pobreza por la cual uno ya no
constituye un «yo», donde se recupera
la auténtica identidad en Dios: esta
última es el «nacimiento de Cristo en
nosotros». Curiosamente, pues, para
Eckhart, cuando perdemos nuestra
identidad religiosa y cultural, especial y
separada —el «yo» o «persona», sujeto
de virtudes tanto como de visiones,
que se perfecciona por las buenas
acciones y progresa en la práctica
piadosa — Cristo nace por fin en
nosotros, en el sentido más elevado.
(Eckhart no niega la enseñanza
sacramental del nacimiento de Cristo
en nosotros por medio del bautismo,
pero le interesa algo más plenamente
32
El Estudio del Zen
desarrollado).
Obviamente, se consideró que estas
enseñanzas de Eckhart eran muy
perturbadoras. Su gusto por la
paradoja, su deliberado uso de
expresiones que ultrajaban las suscep-
tibilidades religiosas convencionales,
con el objeto de que su audiencia
despertara a una nueva dimensión de
experiencia, lo dejaron a merced de los
ataques de sus enemigos. La Iglesia
condenó oficialmente algunas de sus
enseñanzas ; muchas son
reinterpretadas, ahora, por los estu-
diosos, en un sentido plenamente
ortodoxo. Pero no es esto lo que aquí
nos concierne. Podemos apreciar
mejor a Eckhart por lo que, realmente,
era mejor en él: y esto no se halla en el
marco de referencia de un sistema
teológico sino fuera de él. En todo lo
que Eckhart intentó decimos —fueran
sus términos familiares o
sorprendentes— había una referencia
a algo que no puede estructurarse, que
no puede acomodarse dentro de los
límites de sistema alguno. No deseaba
construir una nueva teología
dogmática, sino dar expresión a la gran
renovación creativa de la conciencia
mística que alentaba por aquel
entonces en los Países Bajos y la región
renana. Examinado en función del
marco de referencias de una estructura
cultural y religiosa, Eckhart intriga, sin
33
El Zen y los pájaros del deseo
duda alguna; pero es probable que así
perdamos contacto con lo que en
verdad decía, desviándonos hacia
temas laterales. Si lo comparamos con
aquellos maestros del Zen que, al otro
lado del planeta, pronunciaban, como
él, deliberadamente, expresiones en
extremo paradójicas, destacaremos, en
él, un tipo de conciencia idéntico al del
Zen. Sea lo que fuere esto último y
cualquiera la definición que uno elija,
está presente en Eckhart, de una u otra
manera. Pero no se trata por ello de
definir el Zen a priori, aplicando luego
la definición a Eckhart y a los maestros
japoneses. El verdadero estudio del
Zen consiste en penetrar una concha
exterior para paladear la pulpa interna,
que carece de definición. Sólo
entonces comprende uno, en sí mismo,
la realidad de que estamos hablando.
Como dice Eckhart:
«Para que salga fuera lo que
está dentro, debemos abrir la
concha, pues cuando tú quieres
coger la pulpa.no tienes más
remedio que romper su envoltura.
Y, por tanto, si deseas descubrir la
desnudez de la naturaleza debes
destruir sus símbolos, y cuanto
más lejos llegues en esto, más
cerca vendrás a su esencia.
Cuando arribas al Uno que dentro
de sí reúne todas las cosas, ahí te

34
El Estudio del Zen
quedas». (Blakney, Meister Eckhart,
p. 148).
La perfecta síntesis en un Mondo
Zen:
Dijo a su discípulo un maestro
Zen: « Ve y tráe- me mi abanico de
cuerno de rinoceronte».
Discípulo: «Lo siento, maestro.
Está roto».
Maestro: «Pues vas y me traes el
rinoceronte».
LA NUEVA CONCIENCIA

Me gustaría dar comienzo a esta


exposición con una declaración simple
y tranquilizadora, sin sombra de duda
o ambigüedad: la renovación cristiana
ha terminado por producir una amplia
apertura de los cristianos hacia las
religiones asiáticas, según las palabras
del Vaticano para «conocer, preservar
y promover los bienes espirituales y
morales» que ellas contienen. Pero no
es tan fácil.

35
El Zen y los pájaros del deseo
En algunos aspectos, los cristianos
progresivos jamás han estado menos
dispuestos a esta clase de apertura. Es
cierto que aprueban todas las formas
de comunicación y diálogo inter-
religioso, en teoría. Pero la nueva
Cristiandad secular y «post-cristiana»,
que es activista, antimística, social y
revolucionaria, tiende a dar por ciertas
las concepciones marxistas que
condenan a la religión como opio de
los pueblos. De hecho, estos
movimientos proponen una suerte de
arrepentimiento cristiano en este sen-
tido, buscando, con llamativo fervor,
demostrar que ellos ya no venden
opio. En cambio, puesto que poco y
nada saben de las religiones asiáticas,
y asociando de alguna manera el opio
con Asia — \ Gracias al conveniente
olvido de que fue Occidente quien
introdujo el opio en China por medio
de una guerra! — se siguen
contentando con los viejos clichés
sobre «el Budismo que niega la vida»,
«la contemplación egoísta del propio
ombligo» y el Nirvana, esa especie de
trance drogadictivo.
El propósito de este libro no es
polémico; pero si lo fuera me sentiría
obligado a salir en defensa del
Budismo contra estos prejuicios
absurdos y jamás revisados. Estaría
tentado de señalar, por ejemplo, que
una religión que prohíbe quitar

36
La Nueva
cualquier vida, sin necesidad Conciencia
absoluta,
mal puede ser calificada de «anti-vida»
(ver el Apéndice), agregando que
resulta ligeramente extraña esta
acusación en labios de gentes que,
invocando a veces el nombre de Cristo,
están arrasando un pequeño país
asiático por medio de napalm y
dinamita, con la decidida intención de
reducir regiones enteras de aquella
tierra al estado de total ausencia de
vida en cualquiera de sus formas. Pero,
repito, éste no es un libro polémico.
Por supuesto, hay muchos cristianos
que tienen perfecta conciencia de que
hay cosas que aprender del Hin-
duismo, el Budismo y el
Confucianismo, y particularmente del
Yoga y el Zen. Entre ellos se cuentan
los pocos jesuítas del Japón que han
tenido el coraje de practicar Zen en
monasterios Zen, así como los
cistercienses japoneses, que se
interesan por el Zen desde sus propios
monasterios. También hay
benedictinos americanos y europeos
que exhiben un interés más que
académico en las religiones del Asia.
Hay problemas, sin embargo. Tanto
los cristianos conservadores cuanto los
progresistas recelan de las religiones
orientales, por distintas razones. Los
conservadores porque creen que todo
el pensamiento religioso asiático es
panteístico e incompatible con la

37
El Zen y los pájaros del deseo
creencia cristiana en Dios como
Creador. Los progresistas, a su vez,
están persuadidos de que todas las
religiones asiáticas son pura y
simplemente evasiones que niegan el
mundo y promueven el trance,
sistemáticos repudios de la materia, el
cuerpo, los sentidos y demás, con el
resultado final de que resultan pasivas,
quietistas y retrógradas. Esto forma
parte del mito general de Occidente
sobre el Oriente misterioso,
del que se supone que vegeta desde
tiempos remotos en una serena muerte
psíquica, sin esperanzas de ningún tipo
de salvación, a excepción del Oeste
dinámico, progresista, creativo,
afírmador de la vida.
Ahora bien; es cierto que a las
civilizaciones de la India y China — y de
otras regiones del Asia — les ha
resultado imposible lidiar con el
colonialismo occidental sin recurrir a
algunos métodos aprendidos del propio
Occidente. Y cierto es, también, que el
mundo entero se encuentra en plena
revolución cultural y social, con
epicentro actual en Asia. Finalmente, la
propia revolución cultural china es uno
de los repudios más radicales y brutales
de la antigua herencia espiritual del
Asia. Todos estos hechos, muy
conocidos, agregan peso a las ideas que
prevalecen en el Oeste sobre el
«misticismo asiático», al que en el mejor

38
La Nueva Conciencia
de los casos se califica de sistemático
suicidio moral e intelectual.
La moda occidental, bastante
desconcertante, de explorar la
experiencia religiosa asiática, no
convence a los cristianos progresistas
de que algo bueno pueda salir de todo
esto. Hippies, beatniks y otros tipos de
ese estilo han obtenido un envidioso
respeto por parte de los cristianos, que
ven en ellos unas sectas casi
escatológicas; pero no son sus
tendencias místicas lo que ha seducido
al cristiano progresista. La influencia de
Barth y la Nueva Ortodoxia (entre los
protestantes) junto al renacimiento
bíblico que florece por doquier, es,
probablemente, muy importante, dentro
de estas inclinaciones antimísticas.
Al mismo tiempo, no debemos
generalizar. Un teólogo de la «Muerte
de Dios» como Altizen demuestra
encontrarse no sólo bien informado
sobre el Budismo, sino también atraído
por él.
Por esto es que nada definitivo
podemos decir sobre la actitud de los
nuevos pensadores cristianos hacia el
Hinduismo, el Budismo o el Zen,
considerado este último, tal vez, como
forma «extrema» de la negación asiática
de la realidad. La postura generalizada
de recelo, desconfianza y rechazo se
basa en la ignorancia.
Este ensayo no se referirá tanto al Zen
39
El Zen y los pájaros del deseo
cuanto a la propia conciencia cristiana, y
a la evolución reciente que ha tornado a
la Cristiandad de nuestros días, activista,
secular y antimística. ¿Es la nueva
conciencia, realmente, un regreso al
primitivo espíritu cristiano? ¿En qué se
diferencia del estado de conciencia que
se ha mantenido aproximadamente
invariable desde Agustín hasta Mari-
tain, en el Catolicismo occidental?
Hasta hace poco se suponía que la
experiencia de los primeros cristianos
era aún accesible a los cristianos fer-
vorosos de nuestros días, en toda su
pureza, siempre que ciertas condiciones
fueran satisfechas a conciencia. El mo-
derno cristiano — se pensaba — sentía
esencialmente lo mismo que el de los
tiempos apostólicos. Si existían va-
riantes, se debía sólo a ciertos
accidentes de la cultura y a la expansión
de la Iglesia en el tiempo y en el
espacio.
Los estudiosos modernos han
objetado severamente esta creencia.
Han planteado el problema de la radical
discontinuidad entre la experiencia de
los cristianos primitivos y la de las
generaciones posteriores. Los primeros
cristianos se experimentaban a sí
mismos como hombres «de los últimos
días», recién creados en Cristo como
miembros de su nuevo reino y a la
espera de su inminente regreso: estos
hombres provenían enteramente de la
40
«vieja era» con
La Nueva Conciencia
todas sus
preocupaciones. Sentían una nueva vida
de liberación «en el Espíritu» y la
perfecta libertad de hombres que todo
lo reciben de Dios como puro don, en
Cristo, sin otra responsabilidad hacia
«este mundo» que la de anunciar
alegremente el inminente «resta-
blecimiento de todas las cosas en
Cristo». En una palabra, estaban
preparados para ingresar al reino y ser
testigos de la nueva creación dentro de
los días de su vida. «¡Dejad que venga la
Gracia —decía el Didache —... y dejad
que pase este mundo ! »
Estos elementos aún están presentes,
por supuesto, en la teología cristiana.
Pero el desarrollo de una nueva di-
mensión histórica del cristianismo alteró
radicalmente la perspectiva y también,
por lo tanto, la experiencia por la cual
estas verdades de la fe son
aprehendidas por los cristianos en tanto
que individuos y en tanto que comu-
nidad. Con ayuda de conceptos
tomados de la filosofía helénica, estas
ideas escatológicas cobraron una
dimensión metafísica. Estas verdades de
la creencia cristiana comenzaron a
experimentarse «estáticamente» y no ya
en forma dinámica, y de aquí que, por
responder a la intuición metafísica,
evolucionaron hasta el nivel de
experiencias místicas.
Cuando se descubrió que la Parusta
41
El Zen y los pájaros del deseo
(venida del Cristo) había sido
desplazada al futuro, el martirologio se
convirtió en un camino directo de
entrada a su reino, aquí y ahora. La
experiencia del martirio fue, de hecho,
para muchos de los mártires, una
experiencia mística de unión con Cristo
en su crucifixión y resurrección, como
en el caso de San Ignacio de Antioquía.
Luego del período de los mártires, los
monjes y ascetas buscaron la unión con
Dios a través de sus vidas de soledad y
auto-negación, que justificaban,
filosófica y teológicamente, recurriendo
a ideas helénicas y orientales. Por esto,
el sentido existen- cial del encuentro
cristiano con Dios en Cristo y en la
Iglesia, en tanto que acontecimiento
(señalado por la divina providencia,
gracia pura) se convirtió cada vez más
en una experiencia de estado, esto es,
estabilizada : la conciencia cristiana ya
no giraba en torno a un evento sino a la
adquisición de un nuevo status
ontològico, o «nueva naturaleza». Se
llegaba a experimentar la Gracia no
como acto de Dios, sino de resultas de
una naturaleza divina compartida por
«filiación de Dios» y, en última instancia,
por «divinización». Esto evolucionó
finalmente hacia la idea de los
esponsales místicos con Cristo o, en
términos del misticismo ontològico
(Wesenmystik), hacia una absorción en
la Divinidad, a través del Verbo y por
42
acción del Espíritu.
La Nueva Conciencia
Aquí no disponemos de espacio para
desarrollar este análisis crítico histórico
o para evaluarlo. Lo que importa es el
interrogante que plantea : el problema
de un giro radical en la conciencia
cristiana, y por lo tanto en la experiencia
que para el cristiano representa su
propia vinculación con Cristo y la Iglesia.
Desde muchos ángulos se examina esta
cuestión en los círculos católicos, a
partir del Concilio Vaticano II. Está
implícita en nuevas exploraciones de la
naturaleza de la fe, en nuevos estudios
de Eclesiología y de Cristologia, así
como en la liturgia moderna; en todas
partes. A los católicos conservadores los
perturba este cuestionamiento de las
categorías aceptadas. Los progresistas
tienden a reaccionar enérgicamente
contra cualquier conciencia metafísica y
aún mística, calificándola de «no-
cristiana».
La estabilidad metafísica de esta
antigua concepción, que a lo largo de
los siglos se ha vuelto tradición, era
segura y tranquilizadora. Más aún,
estaba inseparablemente ligada a un
concepto estable y autoritario de la es-
tructura jerárquica de la Iglesia. Volver a
una Cristiandad más dinámica y
carismàtica — como, según se afirma,
era la primitiva — fue lo que,
esencialmente, hicieron los protestantes,
en su ataque contra aquellas viejas
43
El Zen y los pájaros del deseo
estructuras, que dependían de una
perspectiva estática y metafísica. Esto lo
han comprendido ya los católicos más
radicales, que tal vez se complacen
utilizando una terminología fluida y
elusiva, calculada para producir el
máximo de ansiedad y confusión en las
mentes menos audaces. Este dinamismo
cuestiona todo lo estático y aceptado, y
gana eventualmente las primeras planas
de la prensa, pero no siempre pueden
tomarse muy en serio sus resultados. De
todos modos, esto afecta al problema
del misticismo cristiano, especialmente
católico, en su conjunto. Identificado el
misticismo, sumariamente, con la
experiencia cristiana «helénica» y
«medieval», es rechazado una y otra vez
como no-cristiano. El nuevo católico
radical tiende a efectuar esta
identificación. Se invita al cristiano a
repudiar toda aspiración a la unión
contemplativa personal con Dios y a
una profunda experiencia mística
porque ésta es una infidelidad hacia la
verdadera revelación cristiana, un
sustituto humano para la palabra
salvadora de Dios, una evasión pagana,
un escape individualista de la
comunidad. En este contexto, también
los diálogos cristianos con las religiones
orientales — particularmente con el
Hinduismo y el Zen— son considerados
como altamente sospechosos, aunque,
naturalmente, siendo el concepto de
44
La Nueva Conciencia
diálogo tan «progresista» no cabe
atacar de frente.
Podríamos señalar aquí que el
término «ecumenismo» no fue escogido
pensando en el diálogo con los no-
cristianos. Hay una diferencia esencial,
dicen estos católicos progresivos, entre
el diálogo de los católicos con otros
cristianos y el de los propios católicos
con hindúes o budistas. Mientras se
cree que católicos y protestantes pue-
den aprender unos de otros,
progresando hacia un nuevo
entendimiento cristiano, muchos
católicos de avanzada niegan estas
proyecciones al intercambio de los no-
cristianos. Una vez más, surge la
creencia de que el Hinduismo y el
Budismo, por «metafísicos» y
«estáticos» e incluso por «místicos», ya
no tienen lugar en nuestro tiempo. Sólo
los católicos conscientes de la
importancia del misticismo cristiano
tienen, también, conciencia de que hay
mucho que aprender de las técnicas y
experiencias de las religiones del
Oriente. Pero estos católicos son blanco
de las miradas desconfiadas, cuando no
burlonas, de progresistas y
conservadores.
He aquí la pregunta: ¿Qué
perspectiva está más cerca de la
primitiva experiencia cristiana? ¿La
perspectiva supuestamente «estática» y
metafísica es realmente una ruptura y
45
El Zen y los pájaros del deseo
una contradicción ; viola la pureza de la
conciencia cristiana original? ¿La actitud
«dinámica» y «existencial» es acaso un
retorno a la visión primitiva? ¿Debemos
optar entre ellas?
¿Es la larga tradición de misticismo
cristiano, desde la etapa post-
apostólica, desde los Padres de
Capadocia y Alejandría, hasta Eckhart,
Tauler, los místicos españoles y los
modernos, una simple desviación?
¿Cuando las personas que no pueden
confiarse a la Iglesia, tal como está hoy
en día, miran con interés y simpatía los
escritos de los místicos, han de ser
censurados por los cristianos y
exhortados a buscar una experiencia
algo más limitada y comunal, en
compañía de los creyentes progresistas
de la hornada más reciente? ¿Es ésta la
única forma verdadera de entender la
experiencia cristiana? ¿Existe de veras
un problema, y si existe, de que se trata
exactamente? Suponiendo que la única
experiencia cristiana auténtica fuera la
de los primeros cristianos, ¿hay algún
modo de recobrarla y reconstruirla? Y si
efectivamente lo hay, ¿será «místico» o
«profètico»? Y de cualquier modo, ¿qué
es? Estos apuntes no tienen la
pretensión de responder a tantos
interrogantes. Sólo aspiran a considerar
el conflicto de la conciencia cristiana,
hoy por hoy, formulando una o dos
conjeturas sobre la dirección que segui-
46
La Nueva Conciencia
rán las exploraciones futuras.
Antes que nada, la «conciencia
cristiana» del hombre moderno jamás
podrá asimilarse, pura y simplemente, a
la conciencia de un habitante del
Imperio Romano del siglo primero. Está
obligada a ser una conciencia moderna.
Al evaluar la conciencia moderna
tenemos que considerar la importancia
aún descollante del cogito cartesiano. El
hombre actual, en la medida en que aún
es cartesiano (naturalmente, está
avanzando más allá de Descartes en
muchos aspectos) da prioridad absoluta
a su propia sensación de identidad
como «yo» pensante, observador,
mensurador y estimador. Para él, ésta es
la única «realidad» indudable, a partir
de la que comienza toda verdad. Cuanto
más desarrolla su propia conciencia
como contraposición de sujeto y
objetos, más puede comprender a las
cosas que se le relacionan, y que se
relacionan entre sí, manipulando estos
objetos en su propio interés; pero
también, al mismo tiempo, tiende a
aislarse en su prisión subjetiva,
convirtiéndose en un observador
separado, distanciado de todo lo demás
dentro de una especie de burbuja
impenetrable, alienada y transparente,
que contiene toda la realidad bajo la
forma de una experiencia puramente
subjetiva. La conciencia moderna,
entonces, tiende a crear esta solipsística
47
El Zen y los pájaros del deseo
burbuja de sensibilidad: un ego
prisionero de su propia conciencia,
aislado y falto de contacto con otros
egos similares, en la medida en que
éstos son más «cosas» que personas.
Exacerbada hasta lo extremo, ésta es
la conciencia que ha hecho inevitable la
llamada «muerte de Dios». El pen-
samiento cartesiano comenzaba con un
intento de alcanzar a Dios como objeto,
a partir del yo pensante. Pero, cuando
Dios se convierte en objeto, tarde o
temprano «muere», pues en última
instancia Dios como objeto es
impensable. No sólo por tratarse de un
concepto meramente abstracto, sino
porque contiene tantas contradicciones
internas que deviene por completo
inaceptable, a menos que se lo
solidifique como ídolo, protegiendo su
existencia por un mero acto de deseo.
Por largo tiempo el hombre conservó
este acto de deseo, esta voluntad reli-
giosa : pero, actualmente, esto
representa un esfuerzo extenuante y
muchos cristianos lo encuentran inútil.
Abandonando el esfuerzo, han dejado
que se evapore el «Dios- objeto» que
sus padres y abuelos solían manipular
para sus propios fines. Su tremenda
fatiga ha acentuado un factor de
resentimiento, convirtiendo a este
«asesinato» de la deidad en un hecho
consciente. Liberada de la tensión de
mantener compulsivamente la vida de
48
La Nueva Conciencia
un Dios- objeto, la conciencia cartesiana
permanece, sin embargo, prisionera de
sí misma. He aquí, entonces, la
necesidad de romper esta prisión para
dar con «lo otro» en un «encuentro»,
«apertura», «camaradería», «comunión».
No qbstante, el gran problema reside
en que para la conciencia cartesiana lo
«otro» es, básicamente, un objeto. No
es necesario, aquí, subrayar el
importantísimo esfuerzo de los .tiempos
modernos por restaurar la percepción
humana del prójimo en un plano de
«Yo-Tú». ¿Acaso es posible, para un
sujeto puramente cartesiano, algún tipo
de genuina relación Yo-Tú?
A todo esto, no olvidemos que hay
otra conciencia metafísica al alcance del
hombre moderno. No parte del sujeto
pensante y auto-perceptivo sino del Ser,
ontológica- mente considerado como
anterior y englobante de la división
sujeto-objeto. Por debajo de la
experiencia subjetiva del yo individual
hay una experiencia inmediata del Ser.
Esta última es totalmente distinta de la
experiencia consciente del yo. Resulta
definidamente no-objetiva. Carece de la
alienación y las lagunas características
del sujeto que se percibe a sí mismo
como un casi-objeto. La conciencia de
Ser (al margen de que se la considere
positivamente, o negativa y
desapasionadamente como en el
Budismo) es una experiencia inmediata
49
El Zen y los pájaros del deseo
que va más allá de la percepción
reflexiva. No es «conciencia de» algo
sino conciencia pura, en el seno de la
cual «desaparece» el sujeto como tal.
A posteriori de esta experiencia
inmediata de un campo que trasciende
la experiencia misma, surge el sujeto
con su auto-percepción. Pero, como han
señalado las religiones orientales tanto
como el misticismo cristiano, este sujeto
auto-perceptivo no es final o absoluto;
es una construcción provisional, una
individualidad que sólo existe a efectos
prácticos y en una esfera de relatividad.
Su existencia sólo tiene sentido
mientras no se la fija, o se la centra en sí
misma como último fin, y siempre que
aprenda a funcionar ya no en torno a su
propio centro sino alrededor «de Dios»
o «de los otros». El término cristiano
«desde Dios» se refiere a lo que las
filosofías religiosas noteístas conciben
como hipotético Centro Unico de todos
los seres, lo que T. S. Eliot llamó «el
punto inmóvil del mundo giratorio»,
con la diferencia de que el Budismo, por
ejemplo, no lo visualiza en términos de
«punto» sino de «Vacío». (Y, por
supuesto, el Vacío no es visualizado en
absoluto.) ‘
Brevemente, puede decirse que esta
forma de conciencia asume un tipo
totalmente distinto de auto-percepción,
en comparación con el yo-pensante
cartesiano que resulta su propia
50
La Nueva Conciencia
justificación y su propio centro. Aquí, el
individuo se percibe como un yo-a-
disolverse dando de sí, amando,
desprendiéndose, extasiándose,
uniéndose a Dios: hay muchas formas
de decirlo.
El yo no es su propio centro ni órbita
en torno a sí mismo; su centro es Dios,
que lo es también de todo lo demás,
estando «en todos y en ningún lado»,
donde todo se une, de donde todo
proviene. Desde el mismo comienzo,
esta conciencia se dirige a un encuentro
con «el otro», con el que de cualquier
modo ya está unida «en Dios».
La intuición metafísica del Ser está
referida a un campo de claridad, en
verdad una especie de claridad ontolò-
gica o generosidad infinita que se
comunica con todo lo que existe. «El
bien es difusivo de su propia
naturaleza» o «Dios es amor». No se
trata de adquirir esta claridad, sino de
un don radical que ha sido extraviado y
debemos recuperar, pero que aún se
encuentra, en principio, «allí mismo», en
las raíces de nuestra existencia tal como
fue creada. Este lenguaje es más o
menos metafisico, pero hay también
una forma no metafísica de decirlo. Esta
consiste en no considerar a Dios como
Inmanente ni Trascendente, sino como
gracia y presencia, esto es, que no se lo
imagina como un «Centro», ubicado en
cierto lugar «fuera» o «dentro de
51
El Zen y los pájaros del deseo
nosotros». De esta forma damos con él,
pero no como Ser sino como Libertad y
Amor. Diría yo que lo importante es no
oponer este concepto profètico de la
gracia a la idea mística y metafísica de
unión con Dios, sino demostrar que
estas dos concepciones intentan, en
realidad, expresar el mismo tipo de
conciencia, o al menos aproximársele,
por caminos diferentes.

El marxista francés Roger Garaudy ha


dicho que la experiencia religiosa de
Santa Teresa le resulta particularmente
digna de interés y estudio, dentro del
Cristianismo. Tal vez esto perturbe a los
cristianos más interesados en el diálogo
con los marxistas. No hay duda de que
los místicos cristianos, aún repudiados
por algunos de los propios cristianos
actuales, siguen constituyendo signos
misteriosos y desafiantes para los
apartados de la Iglesia y «no-creyentes»
confesos que buscan, a pesar de todo,
una dimensión de conciencia más
profunda que los desplazamientos
horizontales sobre la superficie de la
vida: lo que Max Picard llamó «el vuelo»
(desde Dios). Estas personas sienten
una fuerte atracción por la conciencia
mística, pero es pareja su repugnancia
por la institución triunfalista de la
Iglesia y por la alharaca activista y
agresiva de ciertos progresistas.

52
La Nueva Conciencia
Santa Teresa es un clásico de la
experiencia cristiana. Aunque dotada de
su propio carisma especial, esta mística
— al menos para los católicos
tradicionales — no hizo más que
percibir, por medio de su conciencia
mística, ciertas realidades comunes,
pero ocultas para la mayoría de los
devotos. Las cosas que otros creían, ella
las experimentó de hecho y
personalmente.
La conciencia mística de Santa Teresa
implica cierta actitud básica hacia el yo.
El yo que piensa, siente y desea no es el
punto de partida de toda realidad
verificable, o de toda experiencia. La
verdad primaria, el fondo de todo ser y
verdad, está en Dios, Creador de todo lo
que es. El punto de partida de toda
creencia y experiencia cristiana — en
este contexto— es la realidad primaria
de Dios como Realidad Pura. La
«existencia de Dios» no se deduce de
nuestra percepción consciente o de
nuestra existencia personal. Por el
contrario, la experiencia de los místicos
cristianos clásicos tiene sus raíces en
una metafísica del ser, por la cual Dios
es intuido como «El que Es», realidad
Suprema, puro Ser. Naturalmente, la
percepción egocéntrica del yo es una
realidad psicológica pragmática, pero
una vez que se ha producido la
iluminación interior de la realidad pura

53
El Zen y los pájaros del deseo
o percepción de lo Divino, el yo
empírico, por comparación, es como
«nada», contingente, evanescente,
relativamente irreal, o sólo real en
relación a su fuente y fin en Dios,
considerado no ya como objeto sino
como libre fuente ontològica de la
propia existencia y de la subjetividad.
Para comprender este concepto
debemos recordar que, según esta
visión de las cosas, el Ser no es una idea
abstracta objetiva sino una intuición
fundamentalmente concreta, adquirida
por la vía directa de una experiencia
personal, a la vez indiscutible e
indescriptible.

La nueva conciencia cristiana, que


tiende a rechazar el Ser de Dios en tanto
que irrelevante (o incluso a aceptar
como perfectamente obvia la «muerte
de Dios»), pertenece a un plano
enteramente distinto. No existe aquí
intuición metafísica alguna del Ser, por
lo que el «ser» queda reducido a un
concepto abstracto, algo que sin duda
no puede ser experimentado
concretamente. Lo que se experimenta
como fundamental no es ya el «ser» o la
«entidad» sino la conciencia individual,
la auto-percepción reflexiva.
Hay en esto una distinción de
particular importancia, pues si el dato
primario de la experiencia, y prueba
54
La Nueva Conciencia
última de toda verdad, es este sujeto
consciente con su auto-perccpción,
verificando lo que a su propia
conciencia resulta obvio, la auto-
percepción parecería bloquear e inhibir
toda intuición real del ser. Por su propia
naturaleza, el ser, en esta nueva
situación, se presenta no ya como dato
inmediato de la conciencia intuitiva sino
como objeto de observación empírica,
cosa de hecho imposible. Esto tiene
muchas consecuencias importantes.
Dado este tipo de conciencia, una
intuición metafísica no-objetiva, o
mística, resulta incomprensible. La
mismísima noción del Ser parece
anodina y aun absurda.
Por ejemplo, cuando el místico (de
tipo clásico) declara haber permanecido
absorto en una simple intuición de la
presencia de Dios, y de su amor, sin
«ver» ni «experimentar» objeto alguno,
la conciencia reflexiva —que yo
denomino cartesiana por parecerme
más conveniente — interpreta esto en
forma muy peculiar: bien como obstina-
da fijación en un objeto imaginario,
«algo que está ahí fuera», bien como
narcisístico reposo de la conciencia en sí
misma. Es cierto, por otra parte, que el
falso misticismo puede ofrecer,
eventualmente, este último aspecto.
La única solución a este problema
consiste en admitir que muy
probablemente no haya, para la
55
El Zen y los pájaros del deseo
conciencia de tipo «cartesiano», forma
alguna de comprender de qué hablan 1
los místicos del género clásico. (De ahí
la asombrosa mezcla de cosa auténtica
e inautèntica en libros como Variedades
de la Experiencia Religiosa, de James.)
Lo mismo ocurre, probablemente, con
la conciencia fenomenològica. En
ambos casos, debe hallarse un camino
enteramente distinto hacia la realización
personal y cristiana.
La nueva conciencia se vuelca
naturalmente hacia la historia, el evento,
el movimiento, el progreso, y busca su
propia identidad y realización en la
acción a favor de bienes histórico-
políticos o críticos. En la proporción en
que también es bíblica y escatològica,
se aproxima a la primitiva conciencia
cristiana. Pero podemos ver, ya, que el
pensamiento «bíblico» y «escatològico»
no se acomoda mayormente a este tipo
particular de conciencia : existen
síntomas de que ésta pronto deberá
declararse post-bíbli- ca, además de
post-cristiana.
A todo esto, las drogas hacen su
aparición como un deus ex machina,
permitiendo que la conciencia cartesia-
na auto-perceptiva expanda su
percepción de sí misma con apariencia
de salir fuera de sí misma. En otras pala-
1 La bastardilla es nuestra y prefende conservar cierto énfasis que posee la oración
en el original inglés. (N. del 7.)

56
La Nueva Conciencia
bras, las drogas proporcionan al yo
auto-perceptivo un sustituto de la auto-
trascendencia metafísica y mística.
¿También, acaso, un sustituto del amor?
No lo sé.
De cualquier modo, la nueva
conciencia cristiana parece el producto
de una especie de fenomenología que
tiende a repudiar y a objetar cada vez
más todo lo que tenga apariencia
«metafísica», «helénica» y, sobre todo,
«mística». Poco y nada le preocupa ya
Dios como existencia presente (en su
creación) pues la absorbe la palabra de
Dios, como mandato de acción. Dios
está presente, pero no como presencia
trascendente, experimentada, que re-
sulta «totalmente otra» y reduce lo
demás a la insignificancia, sino en el
papel de un verbo inescrutable que ex-
horta a los hombres a vivir en
comunidad unos con otros. Pero... ¿Qué
comunidad? ¿Y cuáles otros? Se critica
severamente a la Iglesia por sus
tradicionales estructuras autoritarias,
que no por tales son necesariamente
malas. Pero la idea bastante más fluida
de comunidad que «ocurre» cuando la
gente se reúne por orden de Dios
puede pecar, quizá, también, de una
acentuada vaguedad subjetiva. En
teoría, es excitantemente carismàtica ;
en la práctica suele mostrar extraños
caprichos. Puede degenerar,
concebiblemente, en una mera
57
El Zen y los pájaros del deseo
convivencia, o en un pacto provisional
entre partidarios políticos, o en una
débil confabulación de hippies
clericales.
Obviamente, no es este lugar
apropiado para examinar una
concepción nueva y completamente
fluida que no ha cobrado aún forma
concreta. Pero sí podemos afirmar que
la conciencia cristiana en formación es,
en principio, activista, antimística,
antimetafísica; aspira a modalidades
concretas y bien definidas, y tiende a
identificarse con movimientos activos,
progresivos e incluso revolucionarios
que están en camino de cierta
definición clara, aunque aún no la han
alcanzado.
En este contexto, pues, el concepto
del yo como un centro de decisión muy
presente y concreto tiene considerable
importancia. Nos concierne
notablemente lo que estamos
pensando, diciendo, haciendo y
decidiendo aquí y ahora. También
nuestros compromisos actuales, con
quién estamos, contra quién estamos, a
dónde creemos
que vamos, qué pancarta agitamos y
por quién votamos: todo esto es de la
mayor importancia. Obviamente, lo di-
cho resulta adecuado a aquellos
hombres de acción que sienten que
han envejecido ciertas estructuras, que
proyectan derribar para edificar otras
58
La Nueva Conciencia
nuevas. Pero de esta clase de hombres
no esperemos ni paciencia ni
comprensión hacia el misticismo.
Sentirán la irresistible tentación,
derivada de su propio estilo mental, de
rechazarlo, por ocioso y tal vez por no-
cristiano. Yo, a mi vez, me pregunto si
lo que ellos están desarrollando no
acabará en un nuevo tipo de
conformismo: más dinámico,
novedoso, menos dogmático... ¡Pero
siempre conformismo!
Por otra parte, debemos
responderles con algo mejor que la
mera reafirmación de las antiguas
posiciones, estáticas y clásicas. Es
bastante posible que el lenguaje y los
presupuestos metafísicos de la
concepción clásica se encuentren fuera
del alcance de muchos hombres
modernos.. Podemos decir con alguna
certeza que las viejas categorías
helénicas se encuentran
decididamente desgastadas y que el
pensamiento platonizante, aunque
vivificado por los jeringazos que a las
venas de su brazo han aplicado el
Yoga y el Zen, ya no presta servicio
alguno al mundo moderno. ¿Entonces,
qué? ¿Hay alguna posibilidad nueva,
alguna otra apertura para la conciencia
cristiana de hoy?
De haberla, tendrá que hacer frente,
ineluctablemente, a las grandes
necesidades del hombre que
59
El Zen y los pájaros del deseo
menciono a continuación:
Primera: Su necesidad de
comunidad, de una rela
ción genuina de auténtico amor con el
prójimo. Esto implica, también, una
profunda y de hecho completamente
radical seriedad en el examen de los
críticos problemas concernientes a la
forma en que se amenaza a la propia
supervivencia del hombre como
especie terrenal: la guerra, el conflicto
racial, el hambre, la injusticia
económica
y política, etc. Cierto es que las
posiciones antiguas o clásicas — con
sus contrapartidas orientales — han
favorecido con excesiva asiduidad un
cierto quietismo indiferente hacia estos
problemas.
Segunda:Lahumana necesidad de
una comprensión
razonable del yo cotidiano, con su vida
ordinaria. Ya no hay lugar para aquella
filosofía de corte idealista que remitía
toda realidad a los reinos celestiales,
negando todo sentido a la existencia
temporal. El viejo enfoque metafí- sico
no hacía tal cosa, en realidad, pero en
tanto que pensamiento idealista tendía
a devaluar o ignorar lo concreto. El
hombre precisa dar con un sentido
último, aquí y ahora, dentro de los
humildes problemas y aspiraciones
humanos de cada día.
Tercera: La necesidad que siente el
60
La Nueva Conciencia
hombre de una experiencia integral y
total de su propio yo a todo nivel, tanto
corporal como mental, emocional,
espiritual, intelectual. No hay lugar para
cultivar una sola parte de la conciencia
humana, un aspecto de la experiencia
humana, en perjuicio de los otros, ni
siquiera con el pretexto de que lo que
cultivamos es sagrado, y todo el resto
profano. Una «sacralidad» falsa y
divisoria, o «supernaturalismo», haría
del hombre un ser baldado.
Recordemos que la conciencia
moderna se refiere cada vez más a
signos en lugar de cosas, no hablemos
ya de personas. La razón de este
proceso es la superpoblación de objetos
que registra la conciencia: los signos
son necesarios para simplificarla. Esto es
inevitable a causa de los propios hechos
de la vida moderna. Pero es, también,
mutilante y divisorio en grado sumo.
Sin embargo, sería erróneo suponer
que estas grandes necesidades exigen
una hipertrofia de la conciencia del yo
junto a una elefantiasis de la voluntad
personal, sin las cuales cae el hombre
en la duda de su propia realidad.
Por el contrario, yo mencionaría una
cuarta necesidad del hombre moderno,
que es justamente la liberación de su
descontrolada conciencia de sí, de su
monumental auto- percepción, de su
obsesiva afirmación personal, para que
pueda gozar de la despreocupada
61
El Zen y los pájaros del deseo
libertad de ser simplemente lo que es,
aceptando las cosas tal como son, con
el objeto de obrar en ellas lo mejor que
pueda.
De cara a todas estas necesidades —
particularmente la última — los
cristianos harían bien en volver a las
simples lecciones del evangelio y
comprenderlas, si pueden, no ya en
términos de una inminente segunda
venida de Cristo, sino de una nueva y
liberada creación «en el Espíritu».
Entonces se desharán de la obsesión de
una cultura que funciona sobre el
estímulo y la explotación del deseo
egocéntrico.
Pero también deberían girar hacia la
religión asiática adquiriendo una noción
más fiel de su «no-mundanidad». En
materia de ignorancia, entrega e
iluminación, la enseñanza básica del
Budismo', ¿es realmente anti-vida, o se
trata en verdad de la misma clase de
liberación vital que hallamos en la
Buena Nueva de la Redención, la Gracia
del Espíritu y la Nueva Creación?
Los ensayos que siguen no pretenden
desarrollar una tesis sistemática sobre
este asunto, sino que versan sobre
diversos aspectos del Zen, visto siempre
desde un ángulo cristiano y occidental,
pero también en la creencia de que ni el
Zen ni el Budismo pueden considerarse
como totalmente ajenos a dicho ángulo
occidental y cristiano. Por el contrario,
62
La Nueva Conciencia
pienso que el Zen tiene mucho que
decir no sólo al cristiano sino también al
hombre moderno en general. No es
dogmático sino concreto, directo,
existencial, y sobre todo se ocupa de la
vida misma, no de ideas sobre la vida, y
menos aún de plataformas partidarias
en terreno político, religioso, científico,
o cualquier otro.

63
UNA VISION CRISTIANA DEL ZEN 2

Se encuentra el Dr. John C. H. Wu en


una posición privilegiadamente
favorable para interpretar el Zen de
cara al Occidente. Ha dictado cursos
de Zen en universidades tanto chinas
como americanas. Eminente jurista y
diplomático, chino converso al
catolicismo, académico pero también
dotado de profunda simplicidad
humorística y libertad espiritual, puede
escribir sobre el budismo no sólo de
oídas, o en el plano del estudio
teórico, sino desde dentro. El Dr. Wu
no vacila en admitir que, al ingresar al
cristianismo, trajo consigo el Zen, el
Tao y el Confucia- nismo. De hecho, en
su conocida traducción china del
Nuevo Testamento puede leerse, al
comienzo del Evangelio de San Juan:
«En el comienzo era el Tao».
En ninguna parte se siente este
hombre obligado a simular que el Zen
le provoca tartamudeos o
palpitaciones cardíacas. Tampoco se
aboca a la faena compleja y frustrante
2 Este artículo se publicó por primera vez como prefacio del libro de John C. H.
Wu The Golden Age of Zen, editado por cl Committee on Compilation of the
Chinese Library. 64
de reconciliar la perspicacia Zen con la
doctrina cristiana. Simplemente, toma
al Zen y lo presenta sin comentarios.
Cualquiera que Una tenga
visión cristiana
ciertadel Zen
familiaridad con el tema admitirá
inmediatamente que es la única forma
de hablar de él. Examinándolo con
gafas, intelectuales o

65
El Zen y los pájaros del deseo
teológicas, se acaba por caer en la
mayor de las confusiones. La verdad
sobre este asunto es que no se puede
equiparar al Zen con el Cristianismo,
codo a codo, para efectuar una
comparación. Esto equivaldría, o casi, a
intentar un paralelo entre las
matemáticas y el tenis. Si escribe usted
un libro sobre tenis, que
presumiblemente leerán muchos
matemáticos, nada ganará con traer las
matemáticas a colación: mejor
constríñase al tenis. Esto es lo que ha
hecho el Dr. Wu con el Zen.
Por otra parte, el Zen es
deliberadamente críptico y
desconcertante. Parece decir las cosas
más escandalosas sobre la vida del
espíritu. Incluso, da la impresión de sa-
car a la mente budista de sus familiares
rutinas mentales e imaginerías devotas,
por lo que sin duda resultará aún más
chocante para aquellos cuyas
posiciones religiosas se alejen del
Budismo. En ocasiones, el Zen puede
sonar franca y desembozadamente
irreligioso. Y lo es, en el sentido de que
ataca directamente al formalismo y al
mito, considerando a la religiosidad
convencional como obstáculo del
desarrollo espiritual maduro. Por otro
lado, ¿existe acaso algún sentido en
que el Zen sea propiamente «reli-
gioso»? ¿Y, sin embargo, dónde
podemos hallar un «Zen puro»
66
Una visión
disociado de matrices cristianaodel Zen
culturales
religiosas de algún tipo? Algunos de
los maestros Zen fueron iconoclastas.
Pero la vida de un templo Zen
ordinario abunda en ritual y piedad
budistas, mientras que cierta literatura
Zen rebosa devoción y conceptos
religiosos del Budismo convencional.
De todo lo cual está por completo
desprovisto el Zen de D. T. Suzuki.
¿Pero, a éste podemos llamarlo «tí-
pico»? Una de las ventajas del
tratamiento cristiano que da el Dr. Wu
al tema reside en que también es capaz
de ver al Zen fuera de su accidental
localización. Es como examinar la
doctrina mística de San Juan de la Cruz
aparte del trasfondo, de alguna manera
indiferente, del barroco español. De
cualquier modo, en todo el estudio del
Zen menudean las preguntas de este
tipo, y cuando el bienintencionado
estudiante recibe respuestas a sus
preguntas, centenares de nuevos
interrogantes surgen para reemplazar a
los dos o tres que acaban de ser
«evacuados».
Aunque se ha dicho, escrito y
publicado mucho en Occidente sobre
el Zen, la generalidad de los lectores
no es, probablemente, experta en el
tema. Y, a menos que tenga cierta idea
de lo que es el Zen, el lector occidental
podría engañarse ante el libro del Dr.
Wu, que está lleno del material Zen

67
El Zen y los pájaros del deseo
clásico: anécdotas curiosas,
acontecimientos extraños,
declaraciones crípticas, explosiones de
humor absurdo, además de
contradicciones, incoherencias, com-
portamiento excéntrico e incluso
insensato. ¿Y todo esto para qué? Para
un propósito aparentemente esotérico,
que no resulta jamás aclarado a
satisfacción para la lógica mente
occidental.
Ahora bien: en el lector provisto de
un algún tipo de formación judeo-
cristiana (¿Y quién no tiene algo de eso
en Occidente?) habrá una
predisposición natural a mal-
interpretar el Zen, pues se colocará
instintivamente en la posición de quien
confronta «un sistema de pensamiento
rival» o «una ideología competitiva» o
una «visión del mundo extranjera» o
más simplemente «una religión equi-
vocada». Quien adopte esta clase de
posiciones se privará a sí mismo de ver
lo que es el Zen, creyendo por
anticipado que debe ser algo que el
propio Zen niega expresamente. No se
trata de una explicación orgánica de la
vida, no es un camino ascético de
perfección, no es misticismo, tal como
es entendido en Occidente, y de hecho
no se amolda a ninguna categoría
conveniente, entre las que nosotros
poseemos. Es por esto que todos
nuestros intentos de etiquetarlo o
68
despacharlo conUnarótulos
visión cristiana
comodel Zen
«panteísmo», «quietismo»,
«iluminismo», «pelagianismo», resultan
por completo incongruentes,
procediendo como proceden de la
ingenua creencia de que el Zen
pretende justificar los actos de Dios a
los ojos del hombre, y hacerlo con
falsedad. El Zen no se ocupa de Dios, a
la manera cristiana, aunque cabe
descubrir sofisticadas analogías entre
la experiencia Zen del Vacío (Sunyata) y
la experiencia de Dios en el misticismo
cristiano. A pesar de esto, no puede
concebirse con veracidad al Zen como
mera doctrina, pues aunque en él
existen elementos doctrinarios implí-
citos, éstos son enteramente
secundarios de cara a la indescriptible
experiencia Zen.
De veras, no podemos comprender
realmente al Zen chino sin aprehender
el sentido de la metafísica budista
implícita, que aquél, por así decirlo,
dramatiza. Pero la metafísica budista,
en sí misma, tiene un escaso nivel doc-
trinal, en el sentido elaboradamente
filosófico y teológico que damos a esta
expresión: la filosofía budista interpreta
la experiencia humana ordinaria, pero
no revelada por Dios ni descubierta por
el acceso de la inspiración, ni avizorada
a la luz de la mística. Esencialmente, la
metafísica búdica es una elaboración
muy simple y elemental de la

69
El Zen y los pájaros del deseo
experiencia de iluminación del propio
Buda. El Budismo no busca, en
principio, comprender o «creer en» la
iluminación de Buda como solución de
todos los problemas humanos, sino
que propone una participación
existencial y empírica en dicha
experiencia iluminadora. Es concebible
que una persona determinada
experimente la «iluminación» sin estar
al tanto de las implicancias discursivas
y filosóficas del caso. Estas
derivaciones — según esta con-
cepción— no tienen entidad ni
significación teológica, y sólo señalan
hacia la condición natural del hombre
ordinario. Es cierto que en esta
dirección se arriba a ciertas
deducciones fundamentales que, con el
transcurrir del tiempo, han sido
elaboradas en el seno de complejos
sistemas religiosos y filosóficos. Pero la
característica eminente del Zen reside
en un rechazo de todas estas
elaboraciones sistemáticas, con el
objeto de regresar, en lo posible, al
puro, desarticulado, inexplicado campo
de la experiencia directa. ¿La
experiencia directa de qué? De la
propia vida. ¿Qué significa esto de que
Yo vivo, de que Yo existo? ¿Quién es
este Yo que existe y vive? ¿En qué se
diferencian la percepción auténtica y la
ilusoria del yo que existe y vive?
¿Cuáles son, y cuáles no son, los
70
hechos esenciales deUnala visión cristiana del Zen
existencia?
Cuando hablamos, en el Occidente,
de los «hechos esenciales de la
existencia», inmediatamente nos
inclinamos a concebir a estos hechos
como reductibles a ciertas propo-
siciones austeras e infalibles:
enunciados lógicos cuyo sentido está
garantizado, porque pueden verificarse
empíricamente. Son lo que Bertrand
Russell denominaba «hechos
atómicos». Ahora bien, para el Zen es
inconcebible que los hechos esenciales
de la existencia pueden presentarse en
una simple proposición, por más
atómica que ésta sea. Pues el Zen,
desde el mismo instante en que el
hecho es presentado en una
afirmación, considera que se lo ha falsi-
ficado. Deja uno de tener cogida la
desnuda realidad de la experiencia,
para suplirla con una simple fórmula
verbal. La verificación a que aspira el
Zen no ha de hallarse en una
transacción dialéctica, que reducirá el
hecho a enunciado lógico (como
implica el procedimiento opuesto), es
decir, un enunciado verificable por los
hechos. Podemos decir que, mucho
antes de que Bertrand Russell acuñara
sus «hechos atómicos», el Zen había
fraccionado el átomo, efectuando su
propio tipo de formulación por medio
de la explosión de la lógica en el Satori,
o iluminación. El núcleo mismo del Zen

71
El Zen y los pájaros del deseo
consiste no ya en formular
declaraciones infalibles sobre la
experiencia, sino en asir directamente
la realidad, sin medicación de la
verbalización lógica.
¿Pero cuál realidad? En el Zen existe,
indudablemente, una especie de
dialéctica viviente y no-verbal, entre la
experiencia cotidiana ordinaria de los
sentidos (a la que de ningún modo
repudia arbitrariamente) y la
experiencia de la iluminación. El Zen no
es un rechazo idealista de lo sensorial y
lo material, destinado a producir un
ascenso en la dirección de una realidad
supuestamente invisible y real por sus
propios medios. La experiencia Zen es
una aprehensión directa de la unidad
de lo visible y lo invisible, de lo
nouménico y lo fenoménico, o, si
ustedes prefieren, un descubrimiento
vivencial de que no hay en tales
divisiones más que pura ilusión.
Dice D. T. Suzuki: «Saborear, ver,
experimentar, vivir: todos estos actos
demuestran que hay algo común a la
experiencia iluminadora y a la sensorial;
la primera tiene lugar en lo más
profundo de nuestro ser, la otra en la
periferia de nuestra conciencia. La
experiencia personal, entonces, parece
ocupar la fundación misma de la filoso-
fía búdica. En este sentido el Budismo
es un experimen- talismo o empirismo
radical, cualquiera sea la dialéctica
72
iluminadora» 3. Una visión cristiana del Zen
Ahora bien, el gran obstáculo para la
comprensión mutua de cristianos y
budistas reside en la tendencia occi-
dental a enfocar no ya la experiencia
búdica, que es esencial, sino su
explicación, que es accidental, y que el
propio Zen considera por completo
trivial y aun engañosa.
La meditación budista, y sobre todo
la del Zen, no intenta explicar sino
prestar atención, percibir, estar alerta;
en otras palabras, desarrollar un cierto
tipo de conciencia que escapa a la
falsedad de las fórmulas verbales o de
la excitación emotiva. ¿Falsedad... en
qué aspecto?
En el sentido de tratar de asir algo
como lo que realmente es, y no coger
más que una mera verbalización. Esta
es la falsedad resultante de una
desviación o distracción de lo que está
aquí mismo: la propia conciencia.
De modo que el Zen pretende un
determinado tipo de certidumbre: pero
no se trata de la certidumbre lógica,
emanada de la demostración o prueba
filosófica, y menos aún de la
certidumbre religiosa, que se explica
como aceptación de la palabra de Dios
por la obediencia de la fe. Más bien
estamos ante la certidumbre que
acompaña a una auténtica intuición
metafísica, a la vez existencial y
3 D. T. Suzuki, Mysticism: Christian and Buddhist. N. Y., 1957, página 48.

73
El Zen y los pájaros del deseo
empírica. El propósito de todo
Budismo es refinar la conciencia hasta
que logra este tipo de percepción, y las
implicaciones religiosas de esta
percepción sufren luego una variada
elaboración, aplicándose a la vida
humana según las diferentes
tradiciones búdicas.
En la tradición Mahayana, que
incluye al Zen, la principal expresión de
esta certidumbre en términos de la
condición humana es Karuna, la
compasión, que conduce a una
paradójica inversión de lo que la propia
percepción parece demostrar. En lugar
de retirarse alegremente del mundo
fenoménico del sufrimiento, el
Bodhisattva opta por permanecer en él,
encontrando en él su Nirvana, por
causa no sólo de una metafísica que
identifica lo noumé- n ico y lo
fenoménico, sino también del amor
compasivo que identifica a todos los
dolientes de la rueda del nacimiento y
la muerte con el Buda, cuya
iluminación, potencialmente,
comparten. Aunque los budistas creen
en un infierno y en un cielo, estas
entidades no son últimas, y de hecho
resultaría por completo ambiguo este
Buda, concebido como Salvador, si
guiara a sus fieles discípulos a un
Nirvana con características de cielo
negativo. (El Budismo de la Tierra Pura,
o Amidismo, es, sin embargo, una
74
Una salvacionista).
religión decididamente visión cristiana del Zen
Nunca se repetirá demasiado que,
para comprender al Budismo, es un
gran error concentrarse en la
«doctrina», filosofía de la vida ya
formulada, descuidando la experiencia,
que es absolutamente esencial,
verdadero corazón del Budismo. En
cierto sentido, esto es perfectamente
opuesto a la situación de la
Cristiandad. Pues el Cristianismo
comienza con la revelación. Aunque
sería engañoso clasificar a ésta
simplemente, como una «doctrina» y
una «explicación» (es mucho más que
eso: la revelación del propio Dios por
el misterio de Cristo), se nos comunica
la fe por medio de palabras y
enunciados; todo depende de que el
creyente acepte la veracidad de lo que
se le dice.
De aquí que la Cristiandad otorgue
siempre una particular importancia a
estos enunciados: la fidelidad de su
transmisión desde las fuentes
originales, la comprensión precisa de
su significado exacto, la eliminación y,
por supuesto, condena de las falsas
interpretaciones. En ocasiones, esta
actitud se ha extremado casi hasta
convertirse en obsesión, inspirando
una insistencia arbitraria y fanática en
las distinciones más imperceptibles y
las perfecciones de carácter teológico.
Esta obsesión por las fórmulas

75
El Zen y los pájaros del deseo
doctrinales, el orden jurídico y la
exactitud ritual ha logrado que la
gente olvide que en el corazón del
Catolicismo hay, también, una ex-
periencia viviente de unidad en Cristo
que escapa ampliamente a las
formulaciones conceptuales. Lo que se
soslaya con excesiva frecuencia, en
consecuencia, es que el Catolicismo
equivale al sabor y la experiencia de la
vida eterna: «Te anunciamos la vida
eterna que era con el Padre y se nos ha
aparecido. Lo que hemos visto y oído
nosotros te lo anunciamos, para que tú
también tengas amistad con nosotros y
sea nuestra amistad con el Padre y con
Su Hijo Jesucristo» (I Juan 1:2-3).
Demasiado a menudo, el católico se
cree obligado a conformarse con una
fe meramente correcta y exterior,
manifestada por una conducta moral-
mente buena, en lugar de ingresar de
lleno a la vida de esperanza y amor
consumada por la unión con el Dios in-
visible «en Cristo y en el Espíritu»; es
decir, a una participación plena en la
Naturaleza Divina. (Efesios 2:18, 2
Pedro 1:4, Col. 1 :9-17, I Juan 4:12-12).
El Segundo Concilio Vaticano ha
puesto punto final, felizmente, a esta
obsesiva tendencia de la investigación
teológica católica. Pero queda otro
problema: para el Cristianismo, una
religión del Verbo, la comprensión de
los enunciados que expresan la
76
revelación que Dios Unanos
visión cristiana
hace de Sídel Zen
mismo conserva una importancia
prioritaria. La experiencia cristiana no
es más que el fruto de esta
comprensión, su desarrollo y
profundización.
Al mismo tiempo, la propia
experiencia cristiana viene
profundamente afectada por la idea de
la revelación que sustenta cada
cristiano. Por ejemplo, si se considera
que la revelación no es más que un
sistema de verdades sobre Dios y una
explicación de la forma en que el
universo recibió su existencia, de lo
que luego ocurrirá con él, del pro-
pósito de la vida cristiana, sus normas
morales, las recompensas adjudicadas
a los piadosos y demás, se reduce
efectivamente el Cristianismo a una
visión del mundo, tal vez una filosofía
religiosa, pero prácticamente nada
más, con el sustento de un culto más o
menos elaborado, una disciplina moral
y la estricta observancia de un código
de Leyes. En este tipo de marco
teológico, se distorsionará y disminuirá
inevitablemente la «experiencia» del
significado interior de la revelación
cristiana. ¿En qué consistirá tal
experiencia? Pues no tanto en una
sensación viviente y teológica del
misterio de Cristo, cuanto en una cierta
seguridad relativa al propio acierto : la
confianza de haber sido salvado. Esto

77
El Zen y los pájaros del deseo
se funda sobre la certeza de que uno
sustenta la visión legítima de la
creación y propósito del mundo,
perteneciendo su conducta al tipo de
las que serán recompensadas en la
próxima vida. O, tal vez, puesto que
pocos arriban a este nivel de confianza
en sí mismos, se degrada la experiencia
cristiana en una mera, ansiosa es-
peranza: luego vienen la lucha contra
ocasionales dudas relativas a las
«respuestas correctas», el doloroso e
incesante esfuerzo por conformarse a
las severas exigencias de la moralidad y
la ley, y un continuo regreso, casi
desesperado, a los sacramentos, que
siempre esperan a los débiles, para
ayudarlos en su constante caída y
recuperación.
Por supuesto, los párrafos
precedentes constituyen un resumen
paupérrimo de la verídica experiencia
cristiana, basado en una distorsión del
contenido substancial de la revelación
de Cristo. Sin embargo, es la impresión
exacta que suelen tener los no-
cristianos de la Cristiandad, vista desde
fuera, y cuando uno intenta comparar,
digamos, la experiencia Zen, en su
pureza, con este tipo disminuido y
distorsionado de «experiencia
cristiana», la comparación resulta de
una lógica tan escasa y engañosa como
un hipotético paralelo entre la filosofía
y teología cristianas en sus expresiones
78
Una visión cristiana
más elevadas y sofisticadas, por undel Zen
lado, y los mitos de un Budismo
folklórico y decadente por el otro.
Cuando equiparamos Budismo y
Cristianismo, lado a lado, debemos
tratar de establecer los puntos que
denoten un genuino campo común. En
el momento actual, esta tarea no es
fácil. De hecho, aún resulta
prácticamente imposible, como se ha
dicho más arriba, dar con un verdadero
campo común, salvo de una manera
muy esquemática y artificiosa. Después
de todo, ¿qué significa para nosotros
Cristianismo, y qué significa para
nosotros Budismo? ¿Es el primero la
Teología Cristiana? ¿La Etica? ¿La
Mística? ¿El culto? ¿Nuestra idea de
Cristianismo debe entenderse sin
calificación ulterior, es decir, como
Iglesia Católica Apostólica Romana? ¿O
incluye a la cristiandad protestante? ¿El
Protestantismo de Lutero o el de
Bonhoeffcr? ¿El de la escuela de Dios-
ha-muerto, acaso? ¿El Catolicismo de
Santo Tomás? ¿De San Agustín y los
Padres de la Iglesia Occidental? ¿Un
Cristianismo supuestamente «puro»,
digamos el evangélico? ¿O un
Cristianismo desmitologizado? ¿Un
«evangelio social»? ¿Y que es lo que
llamamos Budismo? ¿El Budismo
Theravada de Ceilán, o el de Burma?
¿El Budismo Tibetano?¿ El Budismo
Tántrico? ¿El Budismo de la Tierra

79
El Zen y los pájaros del deseo
Pura? ¿El Budismo Hindú del
medioevo, con sus especulaciones y su
escolástica? ¿O el Zen?
La inmensa variedad de formas que
toman el pensamiento, la experiencia y
el culto, o la práctica moral, tanto en el
Budismo cuanto en el Cristianismo,
hacen que toda comparación resulte
fútil, y cuando por fin alguien como el
fallecido Dr. Suzuki anuncia un estudio
titulado Mysti- cism: Christian and
Buddhist, éste se limita, prácticamente,
a una comparación entre Meister
Eckhart y el Zen. Especificar el tema en
esta forma es de por sí muy importan-
te, aunque escoger a Meister Eckhart
como representante subrayar, al mismo
tiempo, que el Dr. Suzuki estaba por de
la mística cristiana me parece
aventurado. Debemos completo
persuadido de que Eckhart era una
excepción en su tiempo, y de que sus
afirmaciones debían haber escan-
dalizado a muchos de sus
contemporáneos. Lo que condenó a
Eckhart fue, de hecho, la rivalidad entre
dominicos y franciscanos, por lo menos
en parte, y sus temerarias enseñanzas,
aunque en algunos puntos no podían
salvarse de la condenación, se basaban
en gran medida en las de Santo Tomás,
inscribiéndose en una tradición mística
que aún mostraba fuertes signos de
vida y que, en realidad, inspiraba la
fuerza religiosa más vital en el
80
Catolicismo de Una su visión cristiana
tiempo. Sindel Zen
embargo, erraríamos el camino si iden-
tificáramos directamente a Eckhart con
el Cristianismo. No era ésta la intención
de Suzuki. No pretendía comparar la
teología mística de Eckhart con la
filosofía búdica de los Maestros del
Zen, sino la experiencia de Eckhart,
ontológica y psicológicamente, con la
experiencia de los Maestros del Zen. Lo
cual constituye una empresa razonable,
que ofrece la pequeña esperanza de
unos resultados válidos e interesantes.
¿Pero es posible destilar de la
experiencia mística o religiosa ciertos
elementos puros, comunes en todos
lados a todas las religiones? ¿O tanto
determinan las doctrinas, en su
variedad, las concepciones básicas de
la naturaleza y el contenido de la
experiencia, que toda comparación de
experiencias nos arroja inevitablemente
a una controversia de creencias
metafísicas o religiosas? Tampoco es
fácil esta pregunta. Cuando un místico
cristiano atraviesa una vivencia que
puede compararse
fenomenológicamen- tc con una
experiencia Zen, ¿importa que el
cristiano crea, de hecho, que se ha
unido personalmente con Dios, mien-
tras el hombre Zen interpreta su
vivencia como Sunyata, o el vacío,
percibiéndose a sí mismo? ¿En qué
sentido merecen estas dos experiencias

81
El Zen y los pájaros del deseo
el nombre de «místicas»? Supongamos
que los Maestros del Zen repudian
enérgicamente todo intento cristiano
de obsequiarles con el título de
«místicos»...
Por cierto, debemos objetar aquel
tipo de pensamiento concordista que
con excesiva facilidad adopta el dogma
básico de que «los místicos» de todas
las religiones experimentan, todos
ellos, una misma cosa, asemejándose
tam- bin en su liberación de las
diversas doctrinas, explicaciones y
credos que atormentan a sus menos
afortunados correligionarios. Según
este criterio, todas las religiones «se
unen en la cumbre», desnudando la
insignificancia de las distintas teologías
y filosofías, simples medios para arribar
al mismo fin, todos ellos de parecida
eficacia. Nunca se ha demostrado
rigurosamente esta teoría, y aunque
algunas mentes talentosas y avezadas
lo han conjeturado en forma
convincente, debemos subrayar la
vastedad de los estudios e
investigaciones que serán necesarias
antes de que podamos expedirnos
sobre esta cuestión de gran
complejidad. Una vez más, parece
surgir una visión puramente formalista
de las doctrinas filosóficas y teológicas,
como si una creencia fundamental
fuera, para el místico, una suerte de
vestimenta de la que pudiera
82
despojarse; como Una si visión cristiana del Zen
la mismísima
experiencia no sufriera modificación
alguna por el hecho de que el místico
sustente una determinada creencia.
Al mismo tiempo, desde que para
nosotros la experiencia personal del
místico se conserva inaccesible,
prestándose a la exclusiva evaluación
por los textos y otros testimonios —a
veces escritos o brindados por terceras
personas — jamás podemos decir con
seguridad si lo que un místico cristiano
y un Sufi y un Maestro Zen experi-
mentan es en verdad «la misma cosa»,
o no. ¿Qué significaría, realmente, tal
afirmación? ¿Podría formularse, acaso,
sin implicar la noción altamente
dudosa de que estas sublimes
experiencias son «experiencias de
algo»? En realidad, seguimos en
presencia del muy serio problema de
distinguir, en todas estas formas
superiores de conciencia religiosa y
metafísica, lo que constituye la
«experiencia pura» de lo que hasta
cierto punto es determinado por el
lenguaje, el símbolo o, naturalmente,
por la «gracia de un sacramento».
Estamos lejos de saber lo suficiente
sobre los distintos estados de
conciencia y sobre sus implicaciones
metafísicas como para compararlos
con razonable detalle. Pero existen, a
pesar de todo, ciertas analogías y co-
rrespondencias que ahora mismo

83
El Zen y los pájaros del deseo
resultan evidentes, y que podrían,
quizás, señalar el camino hacia un
mejor entendimiento mutuo. No las
tomemos groseramente por
«pruebas»: sólo son indicios
significativos.
¿Es, por lo tanto, lícito decir que
cristianos y budistas pueden, ambos
por igual, practicar el Zen? Sí, mientras
nos referimos al Zen, específicamente,
como búsqueda de la experiencia pura
y directa en un nivel metafísico, des-
pojado de fórmulas verbales y
preconceptos lingüísticos. En el plano
teológico, este interrogante cobra una
complejidad más acentuada. Nos
referiremos a esto en el final de este
ensayo.
Todo lo que podemos decir es que
en ciertas religiones — por ejemplo el
Budismo — el marco de referencias
filosóficas o religiosas es de un carácter
tal que puede ser descartado con
especial facilidad, porque posee dentro
de sí un «dispositivo eyector»
incorporado, por así decirlo, que
expulsa al meditador, en un cierto
punto, del aparato conceptual, hacia el
Vacío. Para un Maestro Zen es posible
decir a su discípulo muy plácidamente:
«Si encuentras al Buda... ¡Mátalo!» En
cambio, en la mística cristiana, todavía
se debate calurosamente la cuestión de
si el místico puede desenvolverse sin la
«forma» (Gestalt) humana, o aquélla de
84
la sagrada humanidadUna visión cristianaladel Zen
del Cristo;
opinión mayoritaria se pronuncia,
decididamente, a favor de la
imprescindible presencia del Cristo de
fe, como icono central de la
contemplación cristiana. Nuevamente,
en este caso, la pregunta se confunde
porque no se suele distinguir con
lucidez entre la teología objetiva de la
experiencia cristiana y los hechos
psicológicos reales del misticismo.
Luego, se pregunta uno: ¿A qué altura
del proceso se reconocerá la
preeminencia de las exigencias abs-
tractas de la teoría sobre los hechos
psicológicos de la experiencia? ¿O
hasta qué punto se precisa la teología
de un teólogo sin experiencia de
interpretar correctamente la «teología
experimentada» por el místico, que tal
vez no es capaz de articular el
significado de su vivencia en una forma
satisfactoria?

85
El No
Zencesamos
y los pájaros del deseo
de volver a un problema
central, en dos formas : la relación
entre la doctrina objetiva y la mística
subjetiva o experiencia metafísica, y la
diferente expresión de esta relación en
el Cristianismo por un lado, y el Zen
por el otro. La cristiandad reconoce
prioridad a la doctrina objetiva, no sólo
en el tiempo sino en importancia. En
cambio, para el Zen la experiencia
siempre va por delante, si no en el
tiempo, siempre en importancia. Esto
ocurre porque el Cristianismo se basa
en la revelación sobrenatural, mientras
que el Zen, descartando toda noción
de revelación e incluso juzgando con
notoria independencia a las tradiciones
sagradas —por lo menos las escritas —
intenta penetrar en el fondo del ser,
natural y ontològico. El Cristianismo es
una relación de gracia y don divino,
por tanto, sienta una dependencia
total del hombre hacia Dios. El Zen se
resiste al rótulo de «religión» —de
hecho, puede separarse fácilmente de
cualquier estructura religiosa, para
florecer incluso en el terreno de credos
no-búdicos, o de un medio no
religioso— y en todos los casos
coincide con las variadas formas del
Budismo en la tarea de hacer del
hombre una entidad libre e indepen-
diente, aun durante su afanosa
búsqueda de la salvación y la
iluminación. ¿Independiente de qué?

86
Una visión
De apoyos y autoridades cristiana del Zen
meramente
externos que le impiden acceder a los
profundos recursos de su propia
naturaleza y psiquis y hacer uso de
ellos. (Nótese que el Zen chino y
japonés se desarrolló, de hecho, en
culturas de una extrema disciplina
autoritaria. De modo que su énfasis en
la «autonomía» expresaba
concretamente el hallazgo humilde y
postrero de la libertad interior,
agotadas todas las posibilidades que
ofrecía un aprendizaje intensamente
estricto y de austera autoridad, tal
como se desprende claramente de los
métodos de los Maestros del Zen...)
Por otro lado, permítaseme insistir en
que no debe olvidarse el relevante
papel cumplido por la experiencia en el
Cristianismo. Empero, la experiencia
cristiana observa siempre una
modalidad especial, debida a su
inseparable ligazón con el misterio de
Cristo y la vida colectiva de la Iglesia,
Cuerpo de Cristo. Experimentar
místicamente (o de cualquier otro
modo) el misterio de Cristo equivale
siempre a trascender el nivel
psicológico meramente individual
«experimentando teológicamente con
la Iglesia»: sentiré cuín Ecclesia. En
otras palabras, esta experiencia puede
reducirse siempre a una fórmula
teológica compar- tible con el resto de
la Iglesia, o presentarse como una
87
El Zen y de
fracción los lo
pájaros del deseo el resto
que experimenta
de la Iglesia. Se advierte, por lo tanto,
en el registro de las experiencias
cristianas, una tendencia natural a
describirlas según un lenguaje y unos
símbolos de fácil acceso para el común
de los creyentes. A veces, puede haber
en esto una traducción inconsciente de
lo indescriptible a símbolos familiares,
que siempre se encuentran al alcance
de la mano para su utilización
inmediata.
Por otra parte, el Zen resiste
obstinadamente la tentación de
ofrecerse en una comunicación fácil, y
gran parte de la paradoja y la violencia
de la enseñanza y práctica del Zen
tiene el propósito de volar los
cimientos de la explicación precipitada
y el símbolo tranquilizador, retirar los
pilares que soportan la presunta
«experiencia» del discípulo. La
experiencia cristiana resulta aceptable
en la medida en que concuerda con un
patrón teológico y simbólico
establecido. La experiencia Zen sólo es
aceptable sobre la base de una
absoluta singularidad, aunque de
alguna manera debe ser comunicable.
¿Cómo?
No comenzaremos a comprender
cómo se manifiesta la experiencia Zen,
comunicándose entre maestro y discí-
pulo, a menos que nos enteremos de
lo que es comunicado. Si no sabemos

88
Una visión
qué es lo que se supone quecristiana
alguiendel Zen
está significando, el extraño método de
esta significación nos dejará por
completo desconcertados, y en una
oscuridad aún más impenetrable que la
que nos rodeaba cuando comenzamos.
Ahora bien, en el Zen lo que se
comunica no es un mensaje. Tampoco
una simple «palabra», ni siquiera la
«palabra del Señor». No se trata de un
«qué». No se nos ofrecen «noticias»
que ya no supiéramos, sobre algo que
los receptores del informe no
conociéramos antes de la
comunicación. Lo que el Zen transmite
es una percepción que,
potencialmente, ya existe, aunque sin
conciencia de sí misma. No hay, pues,
en el Zen un Kerygma sino una
comprensión, no revelación sino
conciencia, no la nueva del Padre que
envía a Su Hijo a este mundo, sino la
percepción del fondo ontològico de
nuestro propio ser aquí y ahora, en
pleno centro del mundo. Más adelante
veremos que el Kerygma sobrenatural
y la intuición metafísica del fondo del
ser están muy lejos de ser incom-
patibles. Podría decirse que uno
prepara el camino para el otro. Pueden
complementarse a la perfección, y por
esto el Zen es plenamente compatible
con la fe cristiana, así como,
naturalmente, lo es con el misticismo
de signo cristiano, si entendemos al
89
El Zen
Zen enysulosestado
pájarospuro,
del deseo
como intuición
metafísica.
Si esto es cierto, debemos entonces
admitir como perfectamente lógica la
afirmación de los Maestros del Zen, en
el sentido de que «el Zen nada
enseña». Uno de los más grandes
Maestros chinos del Zen, el Patriarca,
Hui Neng (siglo vii d. C.) escuchó de un
discípulo la inquietante pregunta que
sigue : « ¿ Quién ha heredado el espíri-
tu del Quinto Patriarca?». Esto
equivalía a preguntar quién era el
actual Patriarca.
Replicó Hui Neng: «Uno que
comprende el Budismo».
El monje volvió a la carga: «¿La has
heredado tú mismo, pues?»
Huí Neng dijo: «No».
«¿Por qué no?», preguntó el monje.
«Porque yo no he comprendido el
Budismo».
Esta anécdota ilustra precisamente el
hecho de que Hui Neng había,
efectivamente, heredado la condición
patriarcal, o el carisma de la enseñanza
del más puro Zen. Estaba calificado
para transmitir la iluminación del
propio Buda a sus discípulos. De
haberse arrogado una autoridad do-
cente por la que esta iluminación
resultaría comprensible a los que no la
poseyeran, nuestro hombre estaría
enseñando otra cosa, es decir una
doctrina sobre la iluminación. Se

90
encontraría dedicadoUnaa visión cristiana del Zen
la diseminación
del mensaje de su propia comprensión
del Zen, y en tal caso no estaría
despertando el Zen dentro de los
demás y para los demás, sino
imponiéndoles el molde de su propia
comprensión y enseñanza. El Zen no
tolera esta clase de cosas,
incompatibles con su verdadero
propósito : despertar una profunda
percepción ontològica, una intuición-
sabiduría (Prajna) en el fondo del ser
de aquel que es llamado a despertar. Y,
de hecho, la pura conciencia de Prajna
no sería ya tan pura, ni tan inmediata,
si se tratara de la conciencia de que
uno comprende el Prajna.
De todo esto surge que el lenguaje
utilizado por el Zen es, en cierto
sentido, un anti-lenguaje, habiendo en
su «lógica» interna una radical
inversión de la lógica filosófica. El
dilema humano de la comunicación
consiste en que no podemos
comunicarnos, normalmente, sin
palabras o signos, mientras que hasta
la más ordinaria de las vivencias tiende
a ser falsificada por nuestros hábitos
de verbaliza- ción y racionalización. Las
utilitarias herramientas del lenguaje
nos permiten decidir de antemano lo
que nosotros pensamos que significan
las cosas, tentándonos con la facilidad
de verlas sólo en forma adecuada a
nuestros prejuicios lógicos y fórmulas
91
El Zen y los
verbales. Enpájaros
lugar del
de deseo
atender a las
cosas y hechos tal como son, vemos en
ellos nada más que proyecciones y
verificaciones de los enunciados que
hemos edificado, previamente, en
nuestras mentes. Olvidamos muy
rápido el arte de ver, simplemente, las
cosas, pues las hemos reemplazado
por nuestras palabras y fórmulas,
manipulando los hechos para no ver
más que los que conforman
satisfactoriamente a nuestros prejui-
cios. El Zen lanza al lenguaje contra sí
mismo para hacer estallar estas
preconcepciones, destruyendo la
especiosa «realidad» que se ha
instalado en nuestras mentes: de esta
forma nos devuelve la capacidad de ver
directamente. Como ha dicho
Wittgenstein, el Zen equivale a esta ex-
hortación : «No pienses. ¡Mira!».
Puesto que la intuición del Zen
persigue el despertar de una
conciencia metafísica directa, más allá
del ego empírico que piensa, conoce,
desea y habla, esta percepción debe
presentarse inmediatamente, esto es,
prescindiendo de toda mediación
atribuible al conocimiento conceptual,
reflexivo o imaginativo. Y, sin embargo,
muy lejos de asumirse como mera
negación, el Zen presenta un
contenido enteramente positivo.
Escuchemos lo que el Dr. D. T. Suzuki
puede decirnos a este respecto:

92
Una visión
«El Zen aspira cristiana
siempre a ladel Zen
aprehensión del hecho central de
la vida, que no puede tumbarse
sobre la mesa de disección de
nuestro intelecto. Para asir este
hecho central de la vida, el Zen se
ve obligado a presentar una serie
de negaciones. La mera negación,
sin embargo, no es el espíritu del
Zen...» (He aquí, dice, por qué los
Maestros no afirman ni tampoco
niegan, sino que simplemente
actúan o hablan en forma tal que
la acción o el discurso en sí
mismos son hechos claros y
sencillos, rebosantes de Zen...)
Prosigue Suzuki: «Cuando se
aprehende en toda su pureza el
espíritu del Zen, salta a la vista
que ese acto (en este caso un
manotazo) es una cosa muy real.
Pues no hay en él negación, ni
afirmación, sino un hecho simple,
una pura experiencia, la
mismísima fundación de nuestro
ser v nuestro pensar. Toda la
quietud y vacuidad que podría-
mos desear en el seno de la más
activa de las meditaciones se
encuentra dentro suyo. No os
dejéis llevar por nada exterior o
convencional. La forma de coger
el Zen es con las manos desnudas:
sin guantes». (D. T. Suzuki,
Introduction to Zen Btid- dhism,
Londres, 1960, página 51).
93
El Es
Zeneny este
los pájaros
sentidodel
quedeseo
el «Zen nada
enseña; tan sólo nos permite despertar
y estar enterados. No inculca: señala».
(Introducción de Suzuki, p. 38). Los
actos y ademanes de un Maestro del
Zen se parecen tanto a «afirmaciones»
como la campanilla de un reloj
despertador.
Todas las palabras y acciones de los
Maestros y sus discípulos deben ser
comprendidos en este contexto. Habi-
tualmente, el Maestro no hace más que
«producir hechos» muy elementales,
hechos que el discípulo ve o no ve.
Muchos de los cuentos del Zen, que
casi siempre escapan a la comprensión
en términos racionales, equivalen al
sencillo campanillazo de un reloj
despertador, y a la consiguiente
reacción del durmiente. Por lo común,
la respuesta del sobresaltado
durmiente consiste en apagar la
campanilla para volver a sus sueños. A
veces salta del lecho con un grito de
estupor, pues se le ha hecho tarde. Y
otras veces no hace más que seguir
durmiendo... ¡No ha escuchado la
campanilla!
En la medida en que el discípulo
atiende al hecho como signo de otra
cosa, se deja guiar por él hacia un falso
atajo. El Maestro, por medio de algún
otro hecho, debe tratar de que su
discípulo tome conciencia de esto. A
menudo es precisamente cuando el
discípulo advierte su tremendo
94
desconcierto queUna sevisión
hacecristiana
cargodel Zen
también de otras cosas : en primer
lugar, de que no había nada que
comprender, fuera del propio hecho.
¿Qué hecho? Si puede usted respon-
der, es porque ha despertado. ¡Ha oído
la campanilla!
Pero nosotros los occidentales,
habituados a una tradición de
obcecada practicidad egocéntrica,
movilizados enteramente hacia el uso y
la manipulación de todo lo que nos
rodea, pasamos siempre de una cosa a
otra, de la causa al efecto, de lo
primero a lo segundo y de aquí a lo
último y luego volvemos a lo primero.
Todas las cosas señalan hacia otras
cosas, y he aquí que jamás nos dete-
nemos en un punto, porque no
podemos: tan pronto como hacemos
una pausa, la escalera mecánica llega al
fin de su trayecto y debemos
descender, para buscar otra escalera
mecánica. A nada se le permite ser,
simplemente, sí mismo, y significar sólo
eso: todo debe implicar misteriosa-
mente a otra cosa. El Zen ha sido
concebido para frustrar a la mente que
piensa en estos términos. El «hecho»
Zen, sea el que fuere, yace siempre
atravesado en nuestro camino, como
esos árboles caídos que nos cierran el
paso.
No faltan los hechos de este tipo en
el Cristianismo: la Cruz, por ejemplo.

95
El Zen
Así y loselpájaros
como «Sermóndel deseo
de Fuego» de
Buda transforma radicalmente la
percepción que el budista tiene de
todo lo que le rodea, la «palabra de la
Cruz» despierta, en forma
marcadamente similar, dentro del
cristiano, una nueva conciencia del
significado de su vida, de su relación
con los hombres y del mundo en que
habita.
En ambos casos, los «hechos» no
pueden ser tildados de meramente
impersonales y objetivos; pertenecen a
la experiencia personal. El Budismo y el
Cristianismo se emparentan en este
uso de la existencia humana ordinaria
de cada día como materia prima de
una radical transformación de la
conciencia. Puesto que la vida diaria
está llena de confusión y sufrimiento,
es obvio que uno .debe hacer buen uso
de estas dos cosas para transformar su
percepción y su comprensión,
superándolas hasta arribar a la
«sabiduría» en el amor. Grave error
habría en suponer que lo que el
Budismo y el Cristianismo ofrecen son
tan sólo diversas explicaciones del
sufrimiento o, peor, diversas
justificaciones y mistificaciones
elaboradas sobre este hecho
ineluctable que es el sufrimiento. Por el
contrario, en ambos credos el
sufrimiento es más inexplicable que
nunca, particularmente para aquellos

96
Una visión
que tratan de explicarlo con cristiana
el objetodel Zen
de evadirlo, o creen que la propia
explicación es, ya, un escape. Pues, por
sobre todo, el sufrimiento no es un
«problema», algo de lo que podamos
excluirnos, algo que podamos
controlar. El Budismo y el Cristianismo,
cada uno a su modo, lo conciben como
parte de nuestra propia ego-identidad
y existencia empírica : ante el
sufrimiento lo único que podemos
hacer es zambullirnos directamente en
el seno mismo de la contradicción y la
confusión, para ser transformados por
lo que el Zen denomina la «Gran
Muerte», para el Cristianismo «morir y
elevarse con Cristo».
Volvamos ahora a los «hechos»
obscuros y torturantes de que se cuida
el Zen. Durante la relación entre
maestro y discípulo, el «hecho» que
encontramos con mayor frecuencia es
la frustración del alumno, su incapaci-
dad de ir a ninguna parte de la mano
de su propia voluntad o de su propio
razonamiento. La mayoría de los
proverbios acuñados por los Maestros
del Zen versan sobre esta situación,
tratan de persuadir al discípulo de que
su experiencia de sí mismo y de sus
capacidades anda básicamente
descaminada.
«Cuando se detiene el carro — dijo
Huai-Jang, el Maestro de Ma-Tsu —,
¿azotas al carro o al buey?» Luego
97
El Zen y «Cuando
agregó: los pájarosuno
del ve
deseo
el Tao desde
el punto de vista de hacer y deshacer,
juntar y desperdigar, lo que en verdad
está viendo no es el Tao».
De resultar obscura esta observación
sobre azotar al carro o al buey, tal vez
otro Mondo (pregunta y respuesta)
pueda expresar el mismo concepto de
modo más cristalino.
Un monje pregunta a Pai-Chang:
«¿Quién es el Buda?»
Pai-Chang responde: «¿Quién
eres tú?»
Un monje desea saber qué cosa es
Prajna, la sabiduría- intuición
metafísica del Zen. Y no sólo esto, sino
también Mahaprajna, la Gran o
Absoluta Sabiduría. La faena total.
Responde el Maestro,
despreocupadamente:
«Cae la nieve con rapidez, y está
envuelta en la bruma».
El monje queda en silencio.
El Maestro pregunta: «¿Has
comprendido?»
«No, Maestro, no he
comprendido?»
Entonces el Maestro compone una
rima para su discípulo:
Mahaprajna
No es recibir ni dar.
Si no lo comprende uno,
Frío es el viento, la nieve cae.
98
(Suzuki, Una visión cristiana
Introducción, p. 99- del Zen
100)
El monje estaba «esforzándose por
comprender» cuando en realidad debía
tratar de mirar. Las parábolas apa-
rentemente misteriosas y crípticas
cobran una singular sencillez a la luz
del contexto integral de la «atención»
búdica, que en su forma más elemental
consiste en una «atención desnuda»
que solamente ve lo que ahí está, sin
agregar comentario alguno, así como
tampoco interpretaciones, juicios o
conclusiones. Tan sólo ve. Aprender a
ver de este modo es el ejercicio básico
y fundamental de la meditación
budista. (Ver The Heart of Buddhist
Me- ditation, por Nyanaponika Thero-
Colombo, Ceylon, 1956).
No hay tragedia alguna en alcanzar
el punto en que vacila nuestra
comprensión: esto nos anima a dejar
de pensar para comenzar a mirar.
Después de todo, tal vez no sea
necesario que se nos «ocurra» nada: tal
vez sólo debemos despertar de nuestro
sueño.
Dijo un monje: «He estado contigo
(Maestro) durante largo tiempo, y sin
embargo me siento aún incapaz de
comprenderte. ¿Cómo es esto?»
A lo que respondió el Maestro:
«Dónde tú no comprendes se
encuentra justamente el germen de tu
comprensión».
99
El «¿Pero
Zen y los pájaros
cómo del será
deseo posible
comprender aquello que es
incomprensible ? »
Dijo el Maestro: «La vaca da a luz un
elefantito; sobre el océano se alzan
remolinos de polvo» (Suzuki, In-
troducción, p. 116).
En un lenguaje más técnico, y por lo
tanto más comprensible, tal vez, para
nosotros, dice Suzuki: «Prajna es acto
puro, pura experiencia... se caracteriza
por su cualidad no-ética... pero no es
racionalista... tiene un carácter
distintivamente inmediato... no debe
confundirse con la intuición ordinaria...
pues en el caso de la intuición prajna
no existe un objeto identificable que ha
de ser intuido... En la intuición prajna,
el objeto intuido jamás coincide con un
concepto postulado por algún proceso
elaborado por el razonamiento: jamás
se trata de «esto» o «aquello»; lo que
no desea el prajna es amarrarse a un
objeto particular». (D. T. Suzuki, Studies
in Zen, Londres, 1957, p. 87-9). Por esta
razón, concluye Suzuki, la intuición
Prajna difiere del «tipo de intuición de
que hablan, generalmente, los
discursos religiosos y filosóficos» : en
ella, Dios o el Absoluto son el objeto
de la intuición y «el acto mismo de
intuir se da por consumado cuando
tiene lugar un estado de identificación
entre el objejto y el sujeto». (Suzuki,
Studies, p. 89).

100
Este no es lugar Una adecuado
visión cristiana
paradel Zen
examinar la compleja e interesante
cuestión que acaba de plantearse.
Digamos sólo que de ningún modo
podemos dar por cierto que la
intuición religiosa, o más
genéricamente mística, vea siempre a
Dios «como objeto». Es de notar que
Suzuki se pronuncia con una opinión
bastante radical cuando admite que la
intuición mística de Eckhart es idéntica
al Prajna.
Dejando de lado este problema, se
impone aclarar que aquel que pretenda
formular una interpretación doctrinaria
o filosófica de los proverbios Zen,
como los reproducidos en párrafos
anteriores, se habrá extraviado deci-
didamente. Si nos presentan el
argumento de que Pai- Chang, al
señalar la caída de la nieve como
respuesta a una pregunta sobre el
Absoluto, identificó a la nieve con el
Absoluto, dando a esta intuición, en
otras palabras, el carácter de una
percepción reflexiva y panteísta del
Absoluto en tanto que objeto,
corporizado por la nevada, nuestro
hipotético interlocutor se alejaría
sideralmente de la comprensión del
Zen. Imiginar en el Zen una «enseñanza
pan- teísta» equivale a adjudicarse la
intención de explicar algo. Repetimos:
el Zen no explica nada. Sólo ve. ¿Qué
es lo que ve? No un Objeto Absoluto,
101
El Zen
sino unyAbsoluto
los pájaros del deseo
Ver.
Aunque todo esto parece
encontrarse a gran distancia del
Cristianismo, que es decididamente un
mensaje, debemos recordar la
importancia que en la Biblia se conce-
de a la experiencia directa. Todas las
formas de «saber», especialmente las
que pertenecen a la esfera religiosa, y
es- pccialmcnie en lo tocante a Dios,
poseen una validez proporcional a su
condición de experiencias y contactos
íntimos. Todos estamos familiarizados
con la expresión bíblica «conocer», en
el sentido de poseer en el acto sexual.
No es oportuno examinar, aquí,
posibles analogías de tipo Zen en las
experiencias de los profetas del Viejo
Testamento. ¡ Por cierto, suenan tan
fácticas, existenciales y
desconcertantes como cualquier hecho
del Zen! Tampoco podemos más que
indicar brevemente, aquí, la bien cono-
cida relevancia de la experiencia directa
en el Nuevo Testamento.
Naturalmente, este rasgo se reconoce
sobre todo, en la revelación del Espíritu
Santo, misterioso Don por el cual Dios
se vuelve uno con el creyente,
conociéndose y amándose a Sí-mismo
en el creyente.
En los dos capítulos iniciales de la
primera Epístola a los Corintios, San
Pablo distingue dos clases de
sabiduría: una de ellas consiste en el

102
conocimiento deUna visión cristianaydel Zen
palabras
enunciados, una sapiencia racional y
dialéctica, mientras que la otra, a la vez
experiencia y paradoja, se encuentra
más allá del alcance de la razón. Para
obtener esta sabiduría espiritual, debe
uno liberarse, primeramente, de la
servil dependencia que supone la
«sabiduría del discurso». (I Cor. 1:17).
Se efectúa esta liberación por la
«palabra de la Cruz», que carece de
sentido para quienes se conforman
con sus propias nociones familiares y
hábitos mentales, definiéndose como
un medio por el cual Dios «destruye la
sabiduría del sabio». (I. Cor. 1:18-23). El
nombre de la Cruz resultaba
completamente equívoco y
desconcertante para los griegos, con
su filosofía, así como para los judíos
con su Ley. Pero en cuanto uno se
liberaba de las fórmulas verbales y
estructuras conceptuales de que
dependía anteriormente, la Cruz
devenía una fuente de «poder». Esta
potencia emanaba de la «tontería
divina», y hacía

103
uso de instrumentosUna visión cristiana del Zen
igualmente
«tontos» (los Apóstoles) (I Cor. 1:27).
Por otro lado, aquel que aceptaba esta
paradójica «tontería» sentía crecer
dentro suyo un poder secreto y
misterioso, el propio poder de Cristo
viviendo en él como fondo de una vida
totalmente nueva y un nuevo ser. (I
Cor. 2:1-4, Ef. 1:18-23, Gal. 6:14-16).
En este punto es esencial recordar
que, para un cristiano, «el nombre de la
Cruz» nada tiene de teórico, pues
contiene una experiencia áspera y
existencial de unión con Cristo en Su
muerte, encaminada a compartir Su
resurrección. Este «oír» plenamente,
«recibiendo» la palabra de la Cruz,
significa mucho más que un simple
asentimiento ante la proposición
dogmática de que Cristo murió por
nuestros pecados. Significa tanto como
estar «clavado con Cristo en la Cruz»
de modo tal que el yo-ego pierde la
condición de principio de nuestras más
profundas acciones, que ahora
proviene del Cristo que vive en
nosotros. «Ya no vivo yo mismo, pues
ahora Cristo vive en mí». (Gal. 2:19-20;
ver también Romanos 8:5-17). Acoger
la palabra de la Cruz indica la
aceptación de un auto-vaciamiento
total, una Kenosis en unión con el
auto-vaciamiento de Cristo, «obediente
hasta la muerte». (Fil. 2:5-11). Para el
verdadero Cristianismo, es
104
imprescindible queJJna estavisión cristiana
experiencia dedel Zen
la Cruz y el auto-vaciamiento ocupe
una plaza central en la vida del
cristiano, quien así podrá recibir
abiertamente al Espíritu Santo,
conociendo (otra vez por experiencia)
todos los bienes de Dios, en y por el
Cristo. (Juan 14:16-17, 26; 15:26-27;
16:7-15).
Cuando dice Gabriel Marcel que
«hay umbrales que jamás podemos
cruzar si pensamos en ellos solos y
librados a su propia suerte... se
requiere una experiencia: la experiencia
de la pobreza y la enfermedad...»
(citado por
A. Gelin, Les Pauvres de Yahvé, París,
1954, p. 57) no hace más que expresar
una sencilla verdad cristiana, en
términos familiares al Zen.
Jamás debemos olvidar que el
Cristianismo es mucho más que la
aceptación intelectual de un mensaje
religioso por la fuerza ciega y sometida
de una fe que no acierta a comprender
lo que el mensaje dice, salvo en
términos de interpretaciones
autorizadas que distribuyen,
exteriormen- te, unos expertos en
nombre de la Iglesia. Muy por el con-
trario, la fe es idéntica a la puerta de la
plena vida interior de la Iglesia, no sólo
incluye el acceso a una enseñanza
autorizada sino, sobre todo, una
profunda vivencia personal que,
105
El Zen y los
aunque pájaros
única, del deseo con el
es compartida
Cuerpo de Cristo en su totalidad, en el
Espíritu de Cristo. San Pablo compara
este conocimiento de Dios en el
Espíritu con el conocimiento subjetivo
que cada hombre tiene de sí. Así como
nadie puede conocer mi yo interior
excepto mi propio «espíritu», Dios sólo
puede ser conocido por el Espíritu de
Dios: sin embargo este Espíritu Santo
nos es dado en forma tal que Dios se
conoce a Sí-Mismo en nosotros,
experiencia ésta tremendamente real,
aunque no podamos comunicarla en
términos comprensibles para quienes
no la comparten. (Ver I Cor. 2:7-15). En
consecuencia, finaliza San Pablo,
«tenemos la mente de Cristo». (I Cor.
2:16).
Ahora bien: habida cuenta de que,
para el Budismo, puede describirse al
Prajna como un «tener la mente en
Buda», es seguro que debe haber
alguna posibilidad de trazar una
analogía entre la experiencia budista y
la cristiana, aunque en este momento
hablamos más en términos de doctrina
que de pura experiencia. Pero esta
doctrina se refiere a la experiencia. No
podemos avanzar en nuestra
investigación más allá de este punto,
dentro del presente trabajo, pero
señalemos el significativo comentario
formulado por Suzuki al leer las
siguientes líneas de Eckhart (inscritas

106
JJna visión
en una teología católica cristiana del Zen
perfectamente
ortodoxa y tradicional) a las que
calificó de «idénticas a la intuición del
Prajna». (D. T. Suzuki, Mysticism: East
and West, p. 40; la cita proviene de la
traducción por C. de
B. Evans del texto de Eckhart, Londres,
1924, p. 147).
«Dándonos Su amor, Dios nos ha
hecho entrega del Espíritu Santo para
que podamos amar a El, con el amor
por medio del cual El se ama a Sí-
mismo». El Hijo que, por nosotros, ama
al Padre, en el Espíritu, fue traducido
por Suzuki a términos del Zen: «un
espejo que refleja a otro; no hay
sombra entre ellos». (Suzuki: Mys-
ticism: East and West, p. 41).
También cita Suzuki,
frecuentemente, una frase de Eckhart
— « El ojo por el que veo a Dios es el
mismo ojo a través del cual Dios me ve
a mí» (Suzuki, Mysticism: East and
West, p. 50) — como expresión exacta
de lo que el Zen entiende por Prajna.
La interpretación del texto según
criterio Zen, por el Dr. Suzuki, puede
ser teológicamente perfecta desde
todos los ángulos o no, ya lo veremos,
pero a primera vista no surgen razones
por las que no debiéramos aceptarla a
conciencia. Lo que a nosotros nos
concierne en todo esto es la elevada
sugestión y el interés que esta
interpretación despierta, por sí misma,
107
El
al Zen y los pájaros
reflejar del deseo
una especie de intuitiva
afinidad con el misticismo cristiano.
Además, da mucho que pensar esta
notable apertura de un pensador ja-
ponés formado en el Zen, de cara a lo
que esencialmente constituye el
misterio más obscuro y difícil dé la
teología cristiana: el dogma de la
Trinidad y la misión de las Divinas
Personas en el cristiano y en la Iglesia.
Esto parecería indicar que el área
realmente investigable en la búsqueda
de analogías y correspondencias entre
el Cristianismo y el Budismo, después
de todo, pertenece a la teología, más
bien que a la psicología o al ascetismo.
Al menos, no cabe excluir a aquella
teología experimentada por la
contemplación cristiana, y no ya
aquella versión especulativa de los
libros de texto y las polémicas
eruditas.
Las pocas palabras escritas en esta
introducción, así como las
proposiciones breves y sencillas que
contiene, no pretenden constituirse de
ningún modo en «comparación»
aceptable de la experiencia cristiana y
la del Zen. Obviamente, lo que hemos
hecho es poco más que expresar la
piadosa esperanza de que algún día se
descubra un campo común. Pero creo
haber logrado, al menos, que el lector
occidental y cristiano se encuentre en
condiciones de internarse en este libro

108
JJna visión
con la mente abierta; cristiana
tal vez lo hedel Zen
ayudado a suspender el juicio por un
tiempo, absteniéndose de decir
inmediatamente que el Zen es tan eso-
térico y remoto que carece
virtualmente de interés o importancia
para nosotros. Muy por el contrario, el
Zen puede enseñar mucho a
Occidente, y hace poco que Dom
Aelred Graham, en un libro qué
cosechó merecida popularidad
(Graham, Zen Catholicism, N. Y., 1963)
desarrolló la teoría de que no poca
substancia del Zen podía aplicarse a
nuestras prácticas religiosas y
monacales. Apa^ rentemente, es
posible adaptar al Zen a la función de
despejar nuestro aire de gratuidades
ascéticas, lo cual nos ayudaría a
recuperar un saludable equilibrio en
nuestra comprensión de la vida
espiritual.
Pero debemos asir al Zen en su
simple realidad, sin imaginarlo o
racionalizarlo en términos de
fantásticas y esotéricas
interpretaciones de la existencia
humana.
Es indudable que muy pocos
occidentales llegarán jamás a
comprender realmente lo que es el
verdadero Zen, pero sin embargo, para
todos tendrá un gran valor el mero
exponerse a sus aires frescos y
temerarios.
109
D. «On
T. SUZUKI:
peut seELsentir
HOMBRE Y SU OBRA
fier d’étre
contemporain d’un certain
nombre d'hommes de ce
temps...»
ALBERT CAMUS
El tiempo que vivimos es inusual. No
puede sorprendernos, por lo tanto,
que los hombres que lo animan re-
sulten, a veces, ligeramente insólitos.
Aunque tal vez menos conocido, a
nivel mundial, que figuras de la talla de
Einstein y Gandhi (elevadas a la
categoría de símbolos de nuestra era)
Daisetz Suzuki no ha sido un hombre
menos notable que los nombrados. Y a
pesar de que su trabajo careció de
mayor resonancia o efecto público, su
contribución a la revolución espiritual
e intelectual de nuestro tiempo no es
de las pequeñas. El impacto del Zen en
el Oeste alcanzó su plenitud
inmediatamente después de la
Segunda Guerra Mundial, cuando
también conocía su auge la ola
existencialista.
Los albores de la era atómica y
cibernética, con la religión y la filosofía
occidentales en estado de crisis y la
conciencia del hombre amenazada por
la más profunda alienación,
enmarcaron el trabajo y la influencia
personal del Dr. Suzuki,
probablemente oportunos y
fructíferos: mucho más quizá de lo que
110
ahora comenzamos D. T. Suzuki: El hombre
a descubrir. No mey su obra
estoy refiriendo al entusiasmo
bastante superficial de los occidentales
por lo puramente exterior y
burbujeante del Zen (que el propio Dr.
Suzuki evaluó con indulgencia, pero
también con objetividad), sino a la
activa levadura del enfoque Zen que él
sumó al fermento del pensamiento
occidental, a través de sus contactos
con el psicoanálisis, la filosofía y el
pensamiento religioso, como en el
caso de Paul Tillich.
No se discute que el Dr. Suzuki
obsequió a esta era de diálogo su
aporte muy característico de su
personalidad: me refiero a su
capacidad de aprehender y ocupar las
posiciones que facilitaran la más
efectiva comunicación posible. Lo hacía
con sorprendente idoneidad porque se
encontraba (y esto podía no percibirlo
inmediatamente) libre de los dictados
de todo patrón mental partidario o
ritualismo académico. No se dejaba
arrastrar a los complejos juegos que,
en el mundo intelectual, nos obligan a
cabalgar en busca de una meta. En
consecuencia, este hombre se elevó,
muy naturalmente y sin esfuerzo, a una
prominente posición.'Se expresaba con
la autoridad de un hombre simple y
clarividente que se hace cargo de las
limitaciones humanas sin sacar
provecho de ellas con esas grandes
111
El Zen y los artificiales
estructuras pájaros delque
deseocarecen de
significado real. No necesitaba poner
otra cabeza sobre la suya, como dice
un proverbio Zen. Esto, por cierto, es
una ventaja en función del diálogo,
pues, cuando los hombres tratan de
comunicarse, les resulta propicio
expresarse con voces personales y
distintas, y no difuminar sus
identidades, hablando a través de
diversas máscaras oficiales al unísono.
Tuve la suerte de conocer al Dr.
Suzuki, sosteniendo con él un par de
brevísimas conversaciones. La
experiencia no sólo fue gratificante
sino también, diría yo, inolvidable. En
mi vida personal tuvo la dimensión de
un evento extraordinario, puesto que,
en el ámbito en que me desenvuelvo,
no suelo conocer a la clase de personas
que me serían presentadas
profesionalmente si actuara, por
ejemplo, como profesor universitario.
Yo tenía noticias de sus trabajos desde
hacía ya largo tiempo, habíamos inter-
cambiado correspondencia, publicando
también un corto diálogo durante el
cual nos ocupábamos de la «Sabiduría
del Vacío» tal como se la presenta,
comparativamente, en el Zen y en los
Padres del Desierto Egipcio (ver la
Segunda Parte de este libro). En
ocasión de su último viaje a los Estados
Unidos tuve el gran privilegio y el
placer de conocerlo personalmente.

112
D. T.aSuzuki:
Había que tratar El hombre
este hombre y su obra
para
apreciarlo con plenitud. A mí me
parecía una corporiza- ción de todas
las cualidades imprecisables del
«Hombre Superior» de las antiguas
tradiciones del Asia: el Tao, el Budismo
y el Confucianismo. O tal vez uno tenía
la sensación de estar ante el «Verídico
Hombre sin Título» de que hablan
Chuang Tzu y los Maestros del Zen. Y
ésta es, por supuesto, la clase de
persona que uno de veras desea
conocer. ¿Qué más se puede pretender
en la materia? Encontrándome con el
Dr. Suzuki para beber con él una taza
de té sentía que, realmente, estaba
conociendo una de estas raras
personalidades. Era como llegar, por
fin, a mi propia casa. Una experiencia
muy feliz, para decirlo con toda
moderación. No hay mucho que pueda
contarse sobre el episodio, porque
extendiéndome en demasía podría
distraer la atención hacia detalles que,
después de todo, carecen de
importancia. Cuando uno se encuentra
en compañía de una persona, la
multiplicidad de detalles se integra
naturalmente en una unidad, que es
vista pero no expresada como tal.
Cuando uno se refiere a ella «de se-
gunda mano» sólo quedan los detalles
aislados. El Verídico Hombre, mientras
tanto, hace tiempo que se ha mar-
chado para cuidarse de lo suyo en
113
El Zenotro
algún y loslugar.
pájaros del deseo
Hasta aquí he hablado como simple
ser humano. Debería hacerlo también
en mi condición de católico, o de in-
dividuo formado por cierta tradición
religiosa occidental pero dotado de
una curiosidad (que espero legítima)
hacia
las otras religiones, abiertamente
consideradas. Por todo esto, sólo
podría emitir juicios sobre el Budismo
en un acto de audacia, pues carezco de
la certidumbre que brinda una
percepción fiel de los valores
espirituales de una tradición con la cual
se tiene cierta familiaridad. En lo que a
mí respecta, me atrevo a decir que, en
el Dr. Suzuki, el Budismo se me hizo,
por fin, completamente comprensible :
antes me daba la impresión de una
maraña de palabras, confusa y
misteriosa, erizada de vocablos,
imágenes, doctrinas, leyendas, rituales,
arquitecturas, y demás. Tenía la
sensación de que la enorme y
perturbadora exhuberan- cia cultural
que revestía las variadas formas del
Budismo, en sus diversos epicentros
asiáticos, no era más que una bella
indumentaria destinada a cubrir algo
extremadamente sencillo. De hecho,
todas las religiones superiores son muy
simples. Entre ellas se observan muy
importantes diferencias esenciales, a
qué dudarlo, pero, en su realidad

114
D. T. Suzuki:elElBudismo,
interior, el Cristianismo, hombre yelsu obra
Islam y el Judaismo son de una
marcada simplicidad —aunque
también capaces, como he dicho antes,
de inquietantes exhuberan- cias — y
acaban todas con la más simple y
desconcertante de todas las cosas,
como es la confrontación directa con el
Ser Absoluto, el Amor Absoluto, la
Piedad Absoluta o el Absoluto Vacío, a
través de un compromiso inmediato y
plenamente despierto con la vida de
cada día. En el Cristianismo, la
confrontación reviste modalidades
teológicas y afectivas; se sirve de la
palabra y el amor. En el Zen se trata de
un proceso metafísico e intelectual, a
través de la percepción y la vacuidad.
Sin embargo, la Cristiandad también es
depositaria de una tradición
contemplativa, la del conocimiento en
el «no-conocer»; las últimas palabras
que recuerdo haber oído de labios del
Dr. Suzuki (antes de las salutaciones de
uso) son: «Lo más importante es el
Amor». Debo reconocer que, como
cristiano, esto me con

115
El movió
Zen y los pájaros del deseo
profundamente. En verdad, el
Prajna y el Karuna son uno y el mismo
(como dicen los budistas), vale decir
que la Caritas (amor) equivale al más
elevado conocimiento.
Sólo vi al Dr. Suzuki en dos breves
visitas, durante las cuales opté por no
malgastar el tiempo solicitándole ex-
plicaciones abstractas o doctrinarias de
su tradición. Sentí que hablaba con un
ser humano que, a partir de una
formación completamente distinta a la
mía, había madurado y se había
completado, hallando su propio
camino. No es posible comprender al
Budismo antes de conocerlo de este
modo existencial, a través de una
persona en la cual el Budismo está
vivo. Entonces desaparece el problema
de la comprensión de esas doctrinas
que, inevitablemente, resultan un tanto
exóticas a los ojos de un occidental, y
todo se reduce a apreciar un valor que,
de por sí, es evidente. Estoy seguro de
que ningún occidental alerta e
inteligente pudo conocer al Dr. Suzuki
sin una experiencia de este tipo.
Esta misma calidad existencial se
desprende, en otra forma, de la vasta
obra publicada por el Dr. Suzuki. Tra-
bajador enérgico, original y productivo,
agraciado con el don de una larga vida
y poseído por un entusiasmo incan-
sable por su temática, nos ha legado
una biblioteca íntegra sobre el Zen, en

116
idioma inglésD. Lamentablemente,
T. Suzuki: El hombre noy su obra
estoy familiarizado con sus trabajos en
japonés, ni puedo juzgar sus alcances.
Pero lo que tenemos en inglés es, sin la
menor duda, la más completa y
auténtica presentación de la tradición y
la experiencia asiáticas que haya
efectuado hombre alguno en términos
accesibles para el Occidente. La
excepcionalidad del trabajo del Dr.
Suzuki radica en la forma directa en
que este pensador asiático ha logrado
comunicar su propia experiencia de
una tradición antigua y profunda, en
una lengua occidental. Esta situación
difiere notoriamente de las
traducciones más o menos fidedignas
de textos orientales, debidas a la
pluma de académicos europeos
desprovistos de experiencia en materia
de valores espirituales asiáticos, o sólo
informados de las tradiciones
recogidas y divulgadas por otros
occidentales.
Una de las razones que explican la
peculiar eficacia de la comunicación
establecida por el Dr. Suzuki con el
Occidente consiste en su capacidad de
transponer el Zen a los auténticos
términos de las tradiciones místicas
occidentales más afines. Ignoro la
profundidad de los conocimientos del
Dr. Suzuki sobre los místicos
occidentales, pero me consta que
había leído concienzudamente a Meis-
117
El Zen
ter y los pájaros
Eckhart. clel deseo
(Podría señalar, entre
paréntesis, que estoy de acuerdo con
el Dr. Suzuki en su posición final sobre
el Zen y el misticismo; en este sentido,
optó por decir que el Zen «no es un
misticismo», con el objeto de evitar
ciertas ambigüedades desastrosas.
Pero éste es un tema que requiere
nuevos estudios.)
Aunque el Dr. Suzuki aceptaba la
idea occidental predominante, y
bastante superficial, de que Eckhart no
era más que un fenómeno único y por
completo herético, tendremos que
admitir, junto a los estudiosos más
modernos, que Eckhart representa en
realidad una vertiente profunda,
amplia y decididamente ortodoxa del
pensamiento religioso occidental: esta
se remonta a Plotino y a Pseudo-
Dionisio y arribó al Oeste con Escoto
Erigena y la escuela medieval de San
Víctor, afectando también, profunda-
mente, al maestro de Eckhart, Santo
Tomás de Aquino. Establecido su
contacto con esta tradición
relativamente poco conocida, Suzuki
encontró que congeniaba con ella, y
supo darle muy buen uso. He
descubierto, por ejemplo, que en el
diálogo que sostuve con él —
reproducido en la parte final de este
libro — se expresó en el lenguaje
mítico propio de la descripción bíblica
de la Caída del Hombre,
118
con un D. T.decidido
Suzuki: El hombre y su obra
beneficio
psicológico y espiritual. En forma fácil y
natural se refirió a las implicancias de
la «Caída» en tanto que alienación del
hombre con respecto a sí mismo, con
un estilo simple y espontáneo, digno
de Padres de la Iglesia como San
Agustín o San Gregorio. A decir
verdad, hay numerosos puntos en
común entre la concepción espiritual
de los Padres de la Iglesia y el pensa-
miento existencial cristiano de
orientación psicoanalítica, por ejemplo
en el caso de Paul Tillich, que por su
parte ha experimentado una influencia
agustiana de insospechada intensidad.
El Dr. Suzuki se encontraba a sus
anchas en esta atmósfera, gracias a su
perfecto dominio de los símbolos
tradicionales. De hecho, estaba más
familiarizado con todo esto que
muchos teólogos occidentales. Com-
prendía y apreciaba el lenguaje
simbólico de la Biblia y los Padres,
mucho más directamente que algunos
de nuestros contemporáneos,
incluyendo católicos, para quienes este
asunto no es más que un compromiso
embarazoso. La realidad total de la
Caída se inscribe en nuestra naturaleza
según patrones que Jung denominaba
arquetipos simbólicos, y los Padres de
la Iglesia —así como también, qué
duda cabe, los redactores de la Biblia
— ponían mayor interés en esta
119
El Zen y los pájaros
significación clel deseo
arquetípica que en la Caí-
da como «evento histórico». Además
del Dr. Suzuki, otros no-cristianos han
llegado a captar la importancia de este
símbolo. Dos nombres vienen
súbitamente a mi memoria: Erich
Fromm, el psicoanalista, y ese poeta
notable y demasiado desconocido que
se llamó Edwin Muir, autor de las
traducciones inglesas de Franz Kafka.
No creo que el Dr. Suzuki perteneciera
al tipo de personas que se molestan en
preguntarse si su grado de
«modernidad» es suficiente o no. Al
Verídico Hombre sin Título estos
rótulos le tienen sin cuidado, puesto
que no conoce otro tiempo

120
El que
Zen yellos pájaros sabedor
presente, del deseode que no
puede aprehender el pasado ni el
futuro, salvo en el presente.
Puede decirse que todos los libros
del Dr. Suzuki se ocupan
aproximadamente de lo mismo. En
ocasiones, retrocedía unos pasos y
enfocaba al Zen desde el ángulo de la
cultura, o el psicoanálisis, o desde el
punto de vista místico cristiano (en
Eckhart), pero ni siquiera en estos
casos dejaba que el tema del Zen
cediera su primacía a otro diferente, o
presentaba una concepción
radicalmente novedosa de su tema
habitual. En realidad, Suzuki dice
siempre las mismas cosas, narra las
mismas maravillosas anécdotas Zen, tal
vez con palabras ligeramente distintas,
desembocando invariablemente en una
misma conclusión: cero igual a infinito.
A pesar de todo lo cual no hay mono-
tonía alguna en sus trabajos, y no se
percibe que este hombre se repita,
porque de hecho cada libro es una fla-
mante creación. En cada uno de sus
volúmenes palpita toda una nueva
experiencia. Quienes hemos escrito
mucho no podemos menos que
admirar esta condición del material del
Dr. Suzuki: su notable consistencia, su
unidad.
Pseudo-Dionisio afirma que la
sapiencia del contemplativo se
desplaza según un motus orbicularis:

121
ese movimiento D. T.circular
Suzuki:que
El hombre y su obra
efectúan
las águilas cuando acechan a sus
presas, o los planetas en torno a sus
soles. La obra del Dr. Suzuki rinde
testimonio del silencioso oibitar del
Prajna que, para decirlo con las
palabras de la mismísima tradición
occidental de Erigena y los Pseudo-
Aeropágicos, traza «un círculo cuya
circunferencia está en ninguna parte y
cuyo centro se halla en todas partes».
El resto de nosotros viaja en vuelos
lineales. Vamos lejos, atacamos
remotas posiciones, libramos feroces
batallas, preguntándonos luego por
qué nos hemos exaltado tanto;
construimos sistemas que pronto nos
parecen chatarra vieja, deambulamos,
en fin, por todos los continentes en
búsqueda de algo nuevo. El Dr. Suzuki
no se movió de donde estaba, de su
propio Zen, al que encontró
inagotablemente nuevo con cada
nuevo libro. Esto indica, sin duda, un
don especial, cierta cualidad particular
del genio del espíritu.
Bajo cualquier punto de vista, nos
queda en su obra una gran herencia,
una de las realizaciones espirituales e
intelectuales únicas de nuestra era. Por
sobre todo, nos resulta preciosa por
haber inspirado un desplazamiento del
Este hacia el Oeste y viceversa,
produciendo un acuerdo a nivel
profundo entre Japón y América,
122
acercando D. T. Suzuki:
cuando El hombre
todo y su obra
parece
conspirar en favor de los conflictos,
divisiones, incomprensiones,
confusiones y guerras. Nuestro tiempo
jamás se ha destacado por sus aportes
a la paz. Podemos sentirnos orgullosos,
pues, de este contemporáneo que ha
dedicado su vida a una labor de esta
clase, alcanzando en ella el más
rotundo de los éxitos.
El eminente filósofo japonés Kitaro
Nishida (1870- 1945) hizo por el
Budismo Zen lo que Jacques Maritain
por la filosofía católica: elaboró, dentro
de su propia cultura mística y sobre la
base de sus intuiciones espirituales y
tradicionales, una filosofía que, al
mismo tiempo que se dirige al hombre
moderno — incluso al occidental —
conserva su apertura hacia la elevada
sabiduría que persigue la unión con
Dios. El Dr. Daisetz Suzuki no se
equivocaba cuando decía que era
difícil comprender a Nishida care-
ciendo de una cierta familiaridad previa
con el Zen. Por otro lado, ciertos
conocimientos de fenomenología exis-
tencialista pueden servir de
preparación para comprender el único
libro de Nishida que, hasta el
momento, ha sido traducido al inglés,
libro que por otra parte es su primer
título: A Study of Good, editado por la
Comisión Nacional Japonesa para la
UNESCO en 1960, en versión inglesa
123
El Zen y los pájaros del deseo
de V. H. Viglielmo.
Como Merlau-Ponty, Nishida se
interesa por la estructura básica de la
conciencia, intentando conservar la
unidad que existe entre la propia
conciencia y el mundo exterior que en
ella se refleja. El punto de partida de
Nishida es la «pura experiencia» o
«experiencia directa» de unidad
indiferenciada, en gran medida lo
contrario de aquel cogito con que
empezaba Descartes.
En la conciencia de sí, reflexiva, del
sujeto pensante individual, como si
dijéramos exterior y distinto a los otros
objetos del conocimiento, encuentra
Descartes su intuición esencial. Desde
el punto inicial del pensamiento
reflexivo, el sujeto dispone a dos
conceptos abstractos — el de sí mismo
y el de su propia acción — en función
de objetos: cogito ergo sum. Para
Nishida (como también para Maritain,
pero en otro contexto) lo prioritario es
la intuición unitiva, esto es la
percepción de la unidad básica del
sujeto y el objeto en el ser, profunda
«aprehensión de la vida» en su
existencia concreta y «en la base mis-
ma de la conciencia». Esta unidad
básica no es un concepto abstracto
sino el mismo ser, potenciado con el
dinamismo del espíritu y el amor. En
ese sentido, podríamos decir que

124
Nishida: Un filósofo Zen
Nishida parte de un sum ergo cogito.
Pero esto debemos tomarlo siempre
con algunos granos salados y
perturbadores de Zen. «Yo soy»...
pero... ¿Quién es este «Yo»? La realidad
fundamental no es externa ni tampoco
interna, objetiva ni subjetiva. Precede a
todas las diferenciaciones y
contradicciones. El Zen la llama
vacuidad, Sunyata, «eso». La madura
percepción del vacío, primordial, en el
cual todas las cosas son una, se
denomina Praj- na o sabiduría.
Esta sabiduría consiste en la
experiencia directa del «Uno» y el
«Absoluto», no en abstracto sino en
tanto que «Sí-mismo» o «naturaleza de
Buda». Para esta percepción unitiva,
Nishida utiliza el término «Espíritu»,
definiéndolo como unión de amor.
Demasiado Zen hay en la mente de
Nishida para reducirlo todo,
simplemente, a una abstracta unidad
original y dejarla allí para que se
esfume. Esto sería una traición contra
la realidad y la vida, como él ha dicho
repetidas veces. A partir de la unidad
original indiferenciada de la
experiencia pura deben desarrollarse
las contradicciones, y a través del
conflicto y la contradicción se abrirán
camino la mente y la voluntad del
hombre, creando laboriosamente una
unidad superior donde la primitiva

125
El Zen y los pájaros del deseo
«experiencia directa» se manifestará en
un nivel más elevado. De este modo se
revuelven las contradicciones y
conflictos en una unidad trascendente
que, de hecho, constituye una
experiencia religiosa. Para describirla,
Nishida utiliza el término «mística».
Otros autores Zen han evitado este vo-
cablo en particular, por considerarlo
engañoso.
El aspecto más original, sin duda el
más revolucionario, del pensamiento
de Nishida, al menos desdt el punto de
vista búdico, es su personalismo.
La conclusión a que arriba en su A
Study of Good dice que, en realidad, el
bien supremo es el bien de la persona.
A primera vista, esto parecería entrañar
una contradicción lisa y llana de los
presupuestos básicos de la religión bu-
dista. Buda enseñó que todo mal tiene
sus raíces en la «ignorancia» que nos
induce a tomar a nuestro ego indi-
vidual por nuestro ser verdadero. Sin
embargo, Nishida no confunde a la
«persona» con el ser externo e
individual. Tampoco sé reduce esta
«persona», para él, a un «sujeto» en
relación con varios objetos, ni siquiera
a un Dios dentro del vínculo Yo-Tú. La
raíz de la personalidad ha de ser
buscada en el «verdadero sí-mismo»
que se manifiesta en la unificación
básica de la conciencia, cuando sujeto

126
Nishida: Un filósofo Zen
y objeto son uno sólo. He aquí por qué
el bien supremo es «la fusión del sí-
mismo con la suprema realidad». La
personalidad humana es definida
como la fuerza que efectúa esta fusión.
Todas las esperanzas y deseos del sí-
mismo externo e individual, de hecho,
se oponen a esta unidad superior. Pues
tienen su centro en la afirmación del
individuo. Es sólo cuando las
esperanzas y temores del ser individual
se superan y olvidan que «aparece la
auténtica persona humana». En una
palabra, la realización de la
personalidad humana en este elevado
sentido espiritual es, para nosotros, el
bien hacia el que debe orientarse toda
la vida. Es idéntico, incluso, al «bien
absoluto», en la medida en que la
personalidad humana se encuentra,
para Nishida, en una relación íntima e
incluso, probablemente, esencial, con
la personalidad de Dios.
Esta tesis también resulta
revolucionaria dentro del Budismo.
Nishida declara en forma clara y
decidida que «la más profunda
exigencia del corazón humano», o
«exigencia religiosa», es el ansioso
requerimiento de un Dios personal.
Esta exigencia no conduce a la
satisfacción última de las aspiraciones
individuales: por el contrario, pre-
supone su sacrificio y muerte. El sí-

127
El Zen y los pájaros del deseo
mismo individual debe cesar para
establecerse como «centro de
unificación» y de conciencia. Dios
mismo, el Dios personal, es el centro
más profundo de conciencia y
unificación; no olvidemos el uso que
San Juan de la Cruz daba a esta
expresión. Comprender esto
plenamente, no por aniquilación
quietista o por inmersión, sino por la
percepción activa y creativa que da el
amor, es nuestro bien supremo.
Para el filósofo cristiano, existe el
problema de que Dios es
explícitamente personal en Nishida,
pero también explícitamente
panteístico, convirtiéndose en el
Espíritu de unidad y verdad que ocupa
el centro del universo, suerte de anima
mundi. Pero todo aquel que esté
familiarizado con el pensamiento
oriental podrá ver que lo que a noso-
tros nos parece una confusión
filosófica surge de la irrupción de
elementos puramente religiosos y
místicos en la estructura filosófica, que
de tal modo se transforma en una
extrapolación de profundas
experiencias espirituales.
El pensador cristiano jamás perderá
de vista ciertas perspectivas y
distinciones que han sido desarrolladas
por su propia cultura, pero que, en
cambio, el Oriente jamás consideró

128
Nishida: Un filósofo Zen
necesarias. El advenimiento del pensa-
miento técnico filosófico en Occidente
constituye, para el Japón, una
novedad. Las filosofías orientales han
combinado siempre el pensamiento
filosófico y religioso con expresiones
concretas de experiencia espiritual. Lo
importante es que, en términos de una
metafísica panteísta, Ki- taro Nishida
expresa intuiciones religiosas de gran
pureza y profundidad que recuerdan a
las de algunos grandes pensadores
contemplativos de nuestra propia
tradición. Las líneas finales de su libro
pueden servir para que no olvidemos
este hecho.
«Dios no es alguien a quien hemos
de conocer por medio del análisis o el
razonamiento. Si consideramos que la
esencia de la realidad es una cosa
personal, hallaremos a Dios como lo
más personal del conjunto. Sólo
podemos conocer a Dios por la
intuición del amor o la fe. Por lo tanto,
quienes decimos que no conocemos a
Dios, sino que tan sólo lo amamos y
creemos en El somos los que más
cerca estamos de conocerlo.»
Se nos escaparía el pensamiento de
Nishida si no sintiéramos su aliento
profundamente religioso y «místico».
Un pasaje de páginas anteriores
resume sus conclusiones sobre el bien
supremo: « Si mi corazón puede

129
El Zen y los pájaros del deseo
quedar tan puro y simple como el de
un niño, creo que, probablemente, ésta
será la más grande e incomparable de
las felicidades».

130
EXPERIENCIA TRASCENDENTAL

¿Quién es el que experimenta lo


trascendente...?
Esta nota se propone plantear un
vital interrogante; de hecho, quiero
plantear mis serias dudas sobre
suposiciones que, incorporadas con la
mayor ligereza al campo de lo
«comprobado», confieren una
marcada ambigüedad a toda
exposición sobre las experiencias
trascendentes y, más concretamente,
«místicas». Esta ambigüedad tiende a
esterilizar y frustrar las disciplinas y
otros medios utilizados para «obtener»
las experiencias trascendentales.
En primer término: ¿Qué significa
exactamente esto de experiencia
trascendental? El término es
insatisfactorio, pero perfila un campo
preciso: la experiencia trascendental es
algo más definido que la «experiencia
límite» 4. Se trata de una vivencia de
4 La escuela psicológica de Abraham Maslow, que ha aportado los conceptos de
«auto-realización» y «peak-cxperience» (experiencia límite), incorporando
elementos existencialistas y orientales a la psicología social y terapia analítica,
define a la experiencia límite como un instante de excepcional plenitud vital. (N.
del T.)
131
El Zen y los pájaros del metafísica
auto-trascendencia deseo o
mística y también, al mismo tiempo,
una experiencia de lo «Trascendente»
o el «Absoluto» o «Dios» más en tér-
minos de Sujeto que de objeto. El
Fondo Absoluto del Ser (y detrás de
éste la Divinidad como «Urgrund», es
decir como libertad infinita y no-
circunscrita) sólo puede
comprenderse, por así decirlo, «desde
dentro»: es comprendido desde dentro
de «Sí-mismo» y desde dentro de «yo-
mismo», aunque «yo-mismo» se ha
perdido ahora y es «hallado en El».
Estas expresiones metafóricas apuntan,
todas, hacia el problema que se alza
ante nosotros: la cuestión del ser que
es «no-ser», que de ningún modo se
trata de un «ser alienado» sino, por el
contrario, de un Ser trascendente que,
para esclarecerlo en términos cristia-
nos, se diferencia metafísicamente del
Ser de Dios pero, sin embargo, se
identifica perfectamente con aquel Ser
por amor y libertad, de modo que en
esta acción no parece haber más que
un solo Ser. Es la vivencia de esto lo
que llamamos aquí «experiencia
trascendental» o también iluminación
de sabiduría: Sapientia, Sophia, Prajna.
Arribar a esta experiencia equivale a
penetrar en la realidad de todo lo que
es, asiendo el sentido de la propia
existencia y su verdadero lugar en el
esquema de todas las cosas, donde
uno se relaciona perfectamente con
132
Experiencia trascendental
todo lo que existe, por lazos de
identidad y amor.
Lo que esto no es:
No es una inmersión regresiva en la
naturaleza, el cosmos o el «puro ser»,
una quietud, narcisista, una alegre
pérdida de identidad en un suspiro
tibio, regresivo, oscuro y oceánico. No
puede identificarse, concretamente,
con experiencias límite de tono
erótico, aún cuando éstas sean
auténticamente personales y no ya
(como diría Fromm) simbióticas. Aquí
hay más que una trascendencia
estética, aunque esta última puede
entrar en la combinación y elevarse a
un nivel superior de percepción
metafísica, como ocurre con la pintura
Zen. Tampoco se limita al plano de la
trascendencia moral, esto es, la
experiencia de aquella heroica
generosidad en el dar-de-sí que nos
arrastra más allá y por encima de
nuestras propias limitaciones: pero
puede, por supuesto, combinarse con,
o surgir del heroísmo moral,
proyectándolo al plano místico de un
auto-sacrificio y una entrega de sí.
Finalmente, se encuentra más allá
del nivel ordinario de las experiencias
religiosas o espirituales (ambas autén-
ticas, naturalmente) durante las cuales
la inteligencia y «el corazón» —
término tradicional y técnico en el
Sufismo, el Hesicaísmo y el misticismo
cristiano, por regla general — se
133
El Zen y los
iluminan pájarosa del
gracias la deseo
percepción del
sentido de la revelación, o del ser, o de
la vida. Todas estas experiencias
pertenecen a un nivel en el cual el
sujeto consciente de sí mismo
conserva una conciencia mayor o
menor de sí mismo en tanto que
sujeto, elevando y purificando al
mismo tiempo esta percepción de su
propia subjetividad.
Pero durante la experiencia
trascendente se da un cambio radical y
revolucionario en el sujeto. Este
cambio no debe confundirse con la
regresión psicológica, aunque, a veces,
el impacto sufrido por la psiquis y el
organismo alcanza una intensidad tal
que, «cegado por un exceso de luz», el
sujeto se siente apaleado, arrojado a
una especie de regresiva oscuridad en
la cual se preparará para el acceso a la
pura trascendencia, la libertad, la luz, el
amor y la gracia.

¿Quién es el que tiene esta


experiencia?
Muy a menudo, las descripciones y
exposiciones de esta experiencia
parecen dar por sentado que el único
sujeto de esto es el ser-ego, la persona
individual. Presumimos que este ego
empírico, capaz de tomar conciencia
de sí mismo y afirmarse diciendo «Yo
soy», o mejor «yo tengo experiencias y
134
Experiencia trascendental
por lo tanto soy», es a un tiempo
sujeto y beneficiario de las
experiencias trascendentes. Estas se
convierten en una gloriosa coronación
del ego y la autosa- tisfacción.
Admitimos sin sombra de duda que,
trascendiéndose, el ego va
efectivamente «más allá» de sí mismo,
aunque esta demostración de
elasticidad espiritual se sume,
finalmente, a su hijo de méritos y
servicios. Cuanto más lejos llega sin
quebrarse, tanto mejor y más respeta-
ble es un ego. En realidad, el ego se
adiestra a sí mismo para llegar a un
grado de elasticidad que le permita
estirarse casi hasta el punto de la
desaparición, para luego regresar,
apuntándose un nuevo tanto en su
papeleta. Este no es ni remotamente
un caso de auto-trascendencia. Sólo se
ha efectuado un «viaje», que en última
instancia no hace más que refrescar e
intensificar la conciencia del ego.
Tal vez resulten necesarias las
siguientes observaciones sobre este
tipo de descripción de la experiencia
trascendental :
1) Puede satisfacer a quien sólo
desea plantear una experiencia de
nivel estético, o incluso moral. Pero tan
pronto como este lenguaje interviene
en la descripción de una experiencia
trascendental en sentido religioso o
metafísi- co, como el éxtasis místico, el
Satori Zen y demás, no sólo siembra la
135
El Zen y los pájaros
confusión sino del
quedeseoarroja al
pensamiento sobre una maraña de
contradicciones irreconciliables.
2) Esta es la razón por la cual el Zen,
el Sufismo y el misticismo cristiano —
para mencionar sólo las concep- cones
de la experiencia trascendental con las
que está familiarizado el autor —
encuentran tan decisiva una objeción
radical e incondicional del ego que
aparenta ser protagonista de la
experiencia trascendente, objetando,
pues, con idéntica virulencia, la
naturaleza total de la propia
experiencia, entendida precisamente
como tal. ¿Podemos seguir hablando
de experiencia cuando el sujeto de la
misma ya no es un sujeto empírico,
delimitado, bien definido? O, para
decirlo en otras palabras: ¿Podemos
seguir hablando de «conciencia»
cuando el sujeto consciente ya no es
capaz de percibirse como ente
separado y úni- co? Entonces, si el ego
empírico tiene realmente conciencia,
¿se verá a sí mismo como trascendido,
abandonado, superado, insignificante,
ilusorio, incluso como raíz de toda
ignorancia o Amidya?
3) Aclarado esto, vemos que una
nueva luz alumbra los términos en que
podemos referirnos a esta experiencia
trascendental como cosa regresiva.
Aún cuando se hable de una
«regresión al servicio del ego», ésta
parece guardar escaso o ningún
136
Experiencia trascendental
parentesco con la experiencia
auténticamente trascendental, que es
un caso de superconciencia más que
una caída en la preconciencia, o en la
inconcien- cia. El «inconciente» Zen es
más metafisico que psicológico. El
término tradicional del misticismo
cristiano, «raptus» o rapto no tiene el
sentido de «ser transportado» que se
aplica correctamente a experiencias
estéticas o eróticas — aunque muchas
imágenes eróticas se usan para descri-
birlo, en ciertos tipos de misticismo
cristano — sino el de un transporte
ontològico «por sobre uno mismo»:
supra se. En la tradición cristiana, el
foco de esta «experiencia» no debe
localizarse en el ser individual en tanto
que ego separado, delimitado y
temporal, sino en Cristo, o el Espíritu
Santo «dentro» de este ser. En el Zen,
se trata del Ser con una S mayúscula,
indicando algo diferente del scr-ego.
Este Ser es el Vacío.
Es cierto que las declamaciones
sobré la completa aniquilación del yo
deben tomarse siempre con ciertas
reservas, y evidentemente se las
formula con idéntica prevención, sobre
todo en el caso de los místicos
cristianos, pero sin embargo cae de su
peso que la identidad o persona que
actúa como sujeto de'esta conciencia
trascendental no es el ego, aislado y
contingente, sino la persona «hallada»
y «realizada» en unión con Cristo. En
137
El Zen ypalabras,
otras los pájarospara
del deseo
la tradición
cristiana, la identidad del místico jamás
se reduce simplemente al mero ego
empírico —menos aún, al ser
neurótico y narcisista — sino que
equivale a la «persona» identificada
con Cristo, una con el Cristo. «Ya no
vivo yo; es Cristo quien vive en mí».
(Gal. 2: 20.)
También se refiere la tradición
cristiana a esta trascendencia personal
en términos de «tener la mente de
Cristo» o ver y conocer «en el Espíritu
de Cristo», siendo en este caso el
Espíritu una entidad estrictamente
personal, no sólo una referencia vaga a
cierto clima emocional interior. Este
Espíritu, que «está en todo, incluso en
el abismo de Dios» y «comprende los
pensamientos de Dios» así como
comprende el hombre su propio
corazón, nos «es dado» en Cristo,
como superconciencia trascendente de
Dios y de «el Padre» (ver I Cor. 2,
Romanos 8, etc.).
Más específicamente, toda
experiencia trascendental es, para el
cristiano, una participación en «la
mente de Cristo»: «Dejad que entre en
vosotros esta mente que también
estuvo en Jesucristo ... que lo
abandonó... obediente hasta la
muerte... Por lo cual Dios lo elevó,
confiriéndole un nombre por sobre
todos los nombres». (Fil. 2:5-10.) Esta
dinámica de vaciamiento y
138
Experiencia trascendental
trascendencia expresa con toda
veracidad la transformación de la con-
ciencia cristiana en Cristo. Se trata de
una transformación kenótica: vacía
todo el contenido de la conciencia del
ego, convirtiéndola en un espacio a
través del que se manifiestan la luz y la
gloria de Dios, radiación plena de la
infinita realidad de Su Ser y Amor.
Lo dice Eckhart en términos
perfectamente ortodoxos y
tradicionales para el Cristianismo: «
Dándonos Su amor, Dios nos ha dado
Su Espíritu Santo, de modo que poda-
mos amarlo con el amor con que El se
ama a Sí mismo. Amamos a Dios con
Su propio amor; comprenderlo nos
deifica». D. T. Suzuki cita este pasaje,
complacido, trazando un paralelo con
la sabiduría Prajna del Zen. (Suzuki,
Mysticism: East and West, p. 40.)
Nótese que, en el Budismo, el
desarrollo superior de la conciencia
consiste, también, en un completo
vaciado del ego individual, que se
identifica entonces con el Buda ilu-
minado, o, más bien, descubre que él
es en realidad la mente del Buda
iluminado. El Nirvana no equivale a la
conciencia de un ego que siente que
ha cruzado «a la otra orilla» (pues
estar «en otra orilla» es lo mismo que
no haber cruzado) sino al Absoluto
Fondo-Conciencia del Vacío, donde no
hay orillas. De modo que el budista
accede al auto-vaciamiento y la
139
El Zen y los pájaros
iluminación del deseo
del Buda tal como el
cristiano accede al auto-vaciamiento
(crucifixión) y glorificación
(resurrección y ascenso) de Cristo. La
diferencia capital entre ambos reside
en que lo primero es existen- cial y
ontològico, mientras que lo segundo
pertenece al plano de lo teológico v
personal. Pero aquí debemos dis-
tinguir «persona» de «ego individual y
empírico».
4) Esto explica por qué, fen todas
estas tradiciones religiosas superiores,
el sendero de la percepción trascen-
dental es un sendero de auto-
vaciamiento ascético y «negación de
sí», lejano a toda auto-afirmación o
auto-satisfacción, o «logro de lo
perfecto». Por esto ha sido necesario
que dichas tradiciones se refirieran con
términos marcadamente negativos a la
experiencia del sujeto-ego que, en
lugar de «asumirse» dentro de su
propia y limitada entidad, desaparece
simplemente de la escena. Esto no
implica una pérdida de status
metafisico, ni siquiera físico, por parte
de la persona, o un regreso a la no-
identidad, sino más bien el concepto
de que su status real no concuerda
con lo que empíricamente nos ha
parecido a través de la vida cotidiana.
Por esto, sentimos entonces que es de
una importancia absoluta abandonar
nuestra concepción cotidiana de
nosotros mismos, como sujetos
140
Experiencia trascendental
potenciales de experiencias únicas y
especiales, o como candidatos para la
realización, la satisfacción y el éxito. En
otras palabras, esto significa que un
guía espiritual digno de tal nombre
librará una batalla incesante contra
todas las formas de ilusión que surjan
de la ambición espiritual y la auto-
com- placcncia, encaminadas a
establecer la gloria espiritual del ego.
A esto se debe la hostilidad de San
Juan de la Cruz contra las visiones, los
éxtasis y todas las demás formas de
«experiencia especial». Por esto mismo
dicen los Maestros del Zen: «Si das
con el Buda, mátalo».
En esto debemos ser estrictos. Es
necesario destruir al «Objeto Sagrado»
en tanto que ídolo, encarnación de los
deseos, aspiraciones y poderes
secretos del ego. Por otra parte,
resultaría trivial y hasta siniestro dar al
traste con lodos los demás ídolos para
proclamar un nuevo dios absoluto y
final, que no es otro que el ego,
presuntamente dotado de la
autonomía suprema y capacitado para
seguir sus propias directrices
espirituales. Esto no es libertad
espiritual, sino el colmo del narcisismo.
Más aún, hay cabida, decididamente,
para las disciplinas que se basan en
una relación Yo-Tú entre discípulo y
maestro o entre el creyente y su Dios.
Es precisamente en el seno de la
adoración litúrgica y la disciplina moral
141
El Zen
que el yiniciado
los pájaros
halladel
su deseo
identidad, gana
confianza en su ejercicio espiritual y
aprende que la vida del espíritu tiene
un objetivo perfectamente accesible.
Empero, el progresivo debe también
aprender a aflojar las piezas de su
concepción de lo que ese objetivo, es,
y de «quién» lo alcanzará. Aferrarse
empecinadamente al «sí mismo» y a su
propia satisfacción es la garantía de
que no habrá satisfacción en absoluto.
En cuanto al estudio de todo este
asunto del «ser-ego» y la «persona» —
de crucial importancia para el diálogo
entre la religión occidental y la oriental
— es indudable que pertenece al
campo de la metafísica, y el ego como
hipótesis de trabajo de la psicología no
debe confundirse con la persona
metafísica que, por sí sola, es capaz de
unirse trascendentalmente al Fondo
del Ser. En realidad, la persona tiene
sus raíces en ese Fondo absoluto, y no
en la contingencia fenoménica del ego.
Por lo tanto, si la persona intentara
salir «fuera» de este fondo metafísico
para experimentarse a sí misma en
tanto que existente y actuante, o para
observarse como un objeto que
funciona entre otros objetos, la
experiencia del saber unitivo le re-
sultaría del todo imposible, dividida
como está la persona en dos: he aquí
la paradoja de que, tan pronto como
hay «alguien» que tiene una
experiencia trascendental, se falsifica
142
Experiencia trascendental
«la experiencia» misma o, peor aún, se
torna imposible.

143
EL NIRVANA

Tan importante es la percepción


metafísica, para el Budismo, que
reemplaza a la teología, y haría de la
tradición búdica una filosofía religiosa
más que una «religión» si no fuera
porque carecemos de una definición
seria para el término «filosofía
religiosa». Esta última expresión refleja
pobremente la profundidad de la
experiencia búdica, para la cual
adjetivos como «religiosa» o «filosó-
fica» resultan insatisfactorios. Aunque
se ha especulado mucho, en las
diversas escuelas filosóficas del
Budismo, su concepción esencial
trasciende a la especulación; renuncia
a ella. El propio Sakyamuni (Buda) se
negó a responder a interrogantes
especulativos, y desautorizó las
discusiones filosóficas abstractas. Su
doctrina no era una doctrina, sino un
modo de estar en el mundo. Su
religión no era un manojo de creencias
y convicciones, o ritos y sacramentos,
144
El Nirvana
sino una apertura al amor. Su .filosofía
no era una visión del mundo sino un
significativo silencio, durante el cual la
fractura característica del conocimien-
to conceptual se disgregaba
plácidamente, apareciendo de nuevo la
realidad, el misterioso «eso».
A pesar de todo, los conceptos
básicos del Budismo son filosóficos y
metafísicos: intentan penetrar el fondo
del Ser y el conocimiento, no por el
razonamiento, a partir de principios y
axiomas abstractos, sino por la
purificación y expansión de la
conciencia moral y religiosa, que
culmina en un estado de
superconciencia o metaconcien- cia,
definida como un hallazgo de la
unidad del sujeto y el objeto. Esta
comprensión o iluminación se llama
Nirvana.
Obviamente, la mejor manera de
abrir un diálogo serio entre el
pensamiento búdico y el Cristianismo
comenzaría por examinar la naturaleza
de la iluminación budista, en busca de
alguna analogía con el pensamiento
cristiano. Se nos ofrecen tres enfoques
más o menos obvios: el primero opera
en el plano del misticismo y la
experiencia mística. A primera vista
parecería el más fructífero, pero
tropieza y se complica con problemas
teológicos, del lado cristiano, y con la
ausencia de substancia teológica, que
sería necesaria como material
145
El Zen y los pájaros
comparativo, del del
ladodeseo
budista. En
segundo término tenemos el enfoque
ético: la compasión búdica se aparea a
la caridad cristiana. Pero, a causa de
que la caridad cristiana es una virtud
teológica, nos vemos nuevamente ante
el mismo problema: elaborar a dos
niveles distintos que no llegan a
tocarse. Finalmente vemos el plano de
la metafísica. El encuentro parece más
factible en este terreno. El ensayo de
Sally Donnelly alienta particularmente
esta esperanza, y debemos agradecerle
que nos haya revelado algunas
analogías muy interesantes entre las
doctrinas básicas del Budismo y el
existen- cialismo cristiano de Gabriel
Marcel. (No olvido que Mar- cel
repudió este rótulo en tiempos del
Humani Gcneris, cuando todo
existencialismo soportaba una mala
reputación de irreligiosidad. )
Desde el punto de vista metafísico,
Sally Donnelly nos muestra varios
aspectos en que se vislumbra una
correspondencia entre las
concepciones filosóficas budistas y
cristianas. Sobre la base de esta
correspondencia, podemos mirar un
poco más allá, avizorando otras
posibilidades, de acuerdo a la
comprensión religiosa de la existencia
humana y de la conducta práctica en la
vida.
El valor especial del estudio de Sally
Donnelly reside en su énfasis sobre la
146
presencia en el mundo, común El Nirvana
al
Budismo y al Cristianismo. La idea
búdica del Dharma (palabra casi
intraducibie, en cierto modo afín al
Logos) y la del Tatatha («eso» o «es-
idad») contienen una percepción de
que estamos presentes; el Nirvana
corporiza, a su vez, la imagen de una
«pura presencia», no así las ideas de
ausencia o negación. El hallazgo del
significado de la vida sigue a una
apertura, a una plena atención hacia el
ser y «estar presente».
La iluminación búdica, o Nirvana,
supremo objetivo del hombre, ha sido
completamente malinterpretada en
Occidente. Tal vez esto se deba a que
el concepto de Nirvana llegó a
Occidente, por primera vez, por la vía
de traducciones de los ascéticos textos
del Pequeño Vehículo, que subrayaban
la extinción del deseo y el aspecto
negativo de la iluminación budista.
Esto cayó en manos de pesimistas
románticos como Schopenhauer, y en
resumidas cuentas el estereotipo
occidental del Budismo trazó la silueta
de una religión que negaba la realidad
mundana, par excellence, proclamando
el ideal de pasar la propia existencia
terrenal en un trance ininterrumpido,
gracias al cual, luego de la muerte,
ingresaría uno a la más pura nada. De
acuerdo a esta imagen, se niega todo
valor positivo a la existencia terrenal.
Es difícil imaginar que este supuesto
147
El Zende
culto y los pájarosydel
la inercia deseo pudiera
la muerte
inspirar los manifiestos alardes de
vitalidad y regocijo que hallamos en el
arte budista, así como en la literatura y
la cultura de todo el Lejano Oriente.
En realidad, esta distorsión se
asemeja a la que sufren místicos
cristianos como San Juan de la Cruz, a
quien se considera un asceta que
negaba la vida y odiaba el mundo,
cuando su mística rebosaba
materialmente de amor, vitalidad y
alegría. La verdad es que cierto tipo de
mentalidad no tolera que se ponga en
tela de juicio a lo mundano y temporal,
bajo ningún concepto ni forma: todo
intento de ubicar a estos valores en el
plano de lo contingente y relativo es
condenado como denigración mani-
quea de la adorable tierra. Pero si
tratamos a los valores terrenales y
temporales, de hecho, como absolutos:
¿Quién podrá gozar de ellos? Se
tornan irreales, deformes, y la persona
que los ve a través de esta ilusión es
incapaz de aprehender el valor
auténtico que contienen. La tragedia
de una vida que gira en torno a las
«cosas», a la aprehensión y
manipulación de objetos, reside en
que este tipo de existencia encierra al
ego en su propio armazón, como si se
tratara de un fin en sí mismo,
arrojándolo a una batalla sin
esperanzas contra otros seres hostiles
y perversos, que compiten por las
148
posesiones mundanas, queEl Nirvana
les
brindarán poder y satisfacción. En
lugar de estar «abiertas al mundo»,
estas mentes, en realidad, le dan la
espalda, y sus titánicos esfuerzos para
construir un mundo conforme a sus
propios deseos acaban finalmente en
la ambigüedad y destructividad que las
caracterizan. Parecen aspirar a la luz,
pero luchan en medio de una impe-
netrable oscuridad moral.
El Budismo y la Cristiandad bíblica
coinciden en su visión del actual
estado del ser humano. Ambas tienen
conciencia de que el hombre se
encuentra, de algún modo, alejado de
su relación correcta con el mundo y las
cosas que en él se hallan, o más bien,
para decirlo con exactitud, vislumbran
en el hombre una misteriosa tendencia
a falsificar dicha relación, invirtiendo
luego grandes dosis de energía para
justificar sus falsos conceptos sobre el
mundo y su lugar dentro de él. Esta
falsificación es lo que el Budismo llama
Avidya. Habitualmente traducido por
«ignorancia», este elemento es la raíz
de todo mal y sufrimiento, porque
coloca al hombre en una posición
equívoca y de hecho imposible. Es un
fallo invencible, concerniente a la
naturaleza misma de la realidad y el
hombre. Se define como una
disposición a considerar al ego como
realidad absoluta y central, refiriéndose
a todas las cosas como objetos de su
149
El Zen oy repulsión.
deseo los pájarosPara
del deseo
el Cristianismo,
esta visión del hombre y la realidad
debe atribuirse al «pecado original».
Marcel expresa el sentido real de esta
ceguera cuando dice que el ser crea su
propia oscuridad, ubicándose entre el
Yo y el otro, que en realidad forman
parte de una unicidad inter-subjetiva.
La historia de la Caída nos dice, en
lenguaje mítico, que el «pecado
original» no es simplemente un
estigma que, arbitrario, proyecta la
culpa sobre los buenos placeres, sino
una inautenticidad básica, una especie
de propensión a la mala fe en nuestra
comprensión de nosotros mismos y del
mundo. Implica una determinada
voluntad de hacer que las cosas pasen
por algo distinto de lo que son, con el
objeto de que sirvan, en cualquier
momento, a nuestro deseo individual
de placer y poder. Pero, puesto que las
cosas no obedecen a nuestros
impulsos arbitrarios, puesto que no
podemos obligar al mundo a confirmar
y concordar con la imagen que de él
nos dictan nuestras necesidades e
ilusiones, esta voluntad es inseparable
del error y los sufrimientos. He aquí,
según el B.udismo, por qué la propia
vida ilusoria se encuentra en un estado
de Dukkha, por qué todo movimiento
de deseo tiende a fructificar en última
instancia bajo la forma del dolor, y no
ya de gozo duradero, produciendo
más odio que amor, más destrucción
150
que creación. (Anotemos, de paso,El Nirvana
que
aunque la capacidad tecnológica
parece brindar al hombre un poder
absoluto y efectivo para manipular al
mundo, este hecho no afecta en
absoluto su condición original de
equivocado, su quebranto esencial,
sino que torna todo esto más obvio.
Nosotros, que vivimos en la era de la
Bomba H y de los campos de ex-
terminio, haríamos bien en reflexionar
sobre esta cuestión, aunque se trate de
una reflexión impopular.)
Mientras perdure esta «ruptura» de
la existencia, no hay escape de las
contradicciones internas que nos
impone. Un hombre que se ha roto la
pierna, pero pretende seguir andando
con ella, sufre sin remedio. Si el propio
deseo es una especie de fractura, cada
movimiento suyo producirá dolor,
inevitablemente. Pero también es un
movimiento el deseo de acabar con el
dolor del deseo, y también esto causa
dolor. El deseo de quedar inmóvil es
un movimiento. El deseo de escapar es
un movimiento. El deseo del Nirvana
es un movimiento. El deseo de la
extinción es un movimiento. Y, sin
embargo, no nos es posible estarnos
quietos con una «quietud compulsiva»
en el plano del deseo. En una palabra,
el deseo no puede detenerse a sí
mismo, prohibirse desear: debe
continuar su movimiento, causando así
dolor cuando sólo busca liberarse de sí
151
El Zen y cuando
mismo, los pájaros
sólodeldesea
deseosu propia
extinción.
La respuesta final cristiana a este
problema es tipificada por San Pablo:
«Deseo hacer el bien y, sin embargo, lo
que hago está mal. Coincido
entusiasmado con la Ley de Dios en mi
fuero interno, pero encuentro que otra
ley, en mis miembros, contradice la de
mi mente y hace de mí un prisionero
del pecado (falsedad, ruptura, ilusión
vo- luntarista, distorsión culpable de
los valores)... ¿Quién me librará,
desdichado pecador como soy, de esta
muerte viviente? Dios, por Su gracia,
en Jesucristo nuestro Señor» (Romanos
7: 21-25). Esto significa, por supuesto,
la muerte por la Cruz y la resurrección
en Cristo: una vida de amor «en el
espíritu».
La respuesta budista se expresa en
las cuatro nobles verdades por las que,
siguiendo la enseñanza y la experiencia
de Buda, el hombre trata de
aprehender la naturaleza real de su
existencia, redescubriendo
pacientemente sus legítimas raíces en
el verdadero fondo de todo ser. Cuan-
do el hombre se apoya sobre verdad y
amor auténticos, se desgajan las raíces
del deseo, llega a su fin la ruptura y
comienza el hallazgo de la verdad en la
totalidad y simplicidad del Nirvana:
conciencia perfecta, perfecta compa-
sión. Nirvana es la sabiduría del amor
perfecto, de pie sobre sí mismo y
152
El Nirvana
resplandeciendo a través de todo, sin
oposición alguna. El corazón de la
ruptura es visto, entonces, como lo que
era: una ilusión, pero una ilusión
persistente e invencible del aislado
ego, alzándose contra el amor,
exigiendo que se acepte a su propio
deseo como ley del universo, sufriendo
a causa de que el deseo lo ha
fracturado por dentro, lo ha alejado de
la sabiduría de amor en que debía
fundar sus cimientos.
En una palabra, el «deseo», o
«apetito» o «sed» (Tan- ha) — lo cual
incluye aquella sed de existencia
individual continua, o de inexistencia,
que sentimos cuando nos aferramos
tenazmente a nuestro propio ego,
aislado e individual — se constituye en
antagonista del amor y el ser. En
ultima instancia, estos dos son una
misma cosa: la gran «vacuidad» de
Sunyata se describe como vacuidad
sólo porque carece absolutamente de
límites o particularidades, pero por
esto mismo es la suya, también, una
perfecta plenitud. Cuando decimos
«plenitud» tendemos inevitablemente
a imaginar un «contenido», con un
límite que lo define y contiene; de
modo que el Budismo prefiere hablar
de «vacuidad», no porque conciba a la
última realidad como mera nada y
vacío, sino porque es consciente de
que el infinito no tiene límites ni
definición. Por lo tanto, el Nirvana no
153
El Zen
es un y«contenido
los pájaros del deseo
consciente» apre-
hendido. De aquí que los conceptos
metafísicos del Ser Puro en las
filosofías budista y cristiana —lo que
Gabriel Marcel llamaba «misterio del
Ser»— estén más próximos, uno del
otro, de lo que hasta ahora se ha
sospechado. Cuando se aprecie la
pureza de esta metafísica búdica en su
dimensión verdadera, habrá bases
serias para un eventual diálogo con los
budistas sobre su idea de Dios: la
Realidad Absoluta que es también
Persona Absoluta ; pero nunca objeto.
Como dije antes, el deseo de
experimentar el Nirvana es fuente de
sufrimientos, porque conserva la
fractura que separa al objeto del fondo
de su propio ser, el Sunyata. Esto es
importante. El Budismo se esmera en
suprimir toda posible triquiñuela o
trampa por la que el deseo-delego
pudiera escabullirse, salvándose por
sus propios medios del naufragio del
mundo de ilusión y dolor.
El Budismo se niega a consentir
embellecimientos o cultivos del alma.
Desnuda implacablemente todo deseo
de iluminación o salvación,
encaminado meramente a la
glorificación del ego por la satisfacción
de sus deseos en un reino
trascendente. No porque esto sea
«inmoral» o «incorrecto» sino porque,
simplemente, es imposible. El deseo-
del-ego jamás puede culminarse en
154
El Nirvana
felicidad, satis- fación y paz, porque es
una fractura que nos separa del fondo
de la realidad, donde se encuentran la
verdad y la paz. Mientras el ego intente
«asir» o «coger» dicho fondo como
contenido objetivo de conciencia,
resultará frustrado y quebrantado.
Cuando Sally Donnelly, en su ensayo,
dice que el Nirvana es una «experiencia
de amor», nos obliga a observar la
mayor prudencia para no confundir el
sentido de su expresión. Si una
experiencia es algo que uno puede
«tener», y «asir» y-«poseer», si puede
ser objeto de deseo, contenido de la
conciencia, no se trata del Nirvana. En
cierto sentido, el Nirvana está más allá
de toda experiencia. Sin embargo,
también puede llamársele la «experien-
cia suprema» en tanto que liberación
de las limitaciones psicológicas. Las
palabras «experiencia de amor» no de-
ben entenderse en términos de
satisfacción emocional, de deseo y
posesión, sino de plena comprensión y
despertar total: una percepción
completa del amor, no como mera
emoción de un sujeto que siente, sino
como vasta inmensidad del propio Ser,
la comprensión de que el Ser Puro es
un Infinito Dar, o de que el Vacío
Absoluto es también Absoluta
Compasión. No es ésta una
comprensión intelectual o abstracta,
sino concreta. Según las palabras de
Cristo, es «el Espíritu y la Vida». No se
155
El Zenpues,
trata, y lostan
pájaros del ladeseo
sólo de conciencia de
un sujeto amante, en el sentido de que
lleva el amor dentro de sí, sino de la
conciencia del Espíritu de Amor como
fuente de todo lo que es, y de todo
amor.
Tal amor está más allá del deseo y
de todas las restricciones de un ser
egocéntrico y lleno de deseos. Es un
amor que sólo nace cuando el ego
renuncia a sus pretensiones de
autonomía absoluta y deja de habitar
en un minúsculo reino de deseos,
dentro del cual él mismo es su única
razón y fin de la existencia. La caridad
cristiana persigue la realización de la
unidad con el prójimo «en Cristo». La
compasión búdica propone restañar la
ruptura de la división y la ilusión,
hallando la totalidad no en un
abstracto y metafísico «uno», ni
siquiera en un inmanentismo pan-
teísta, sino en el Nirvana: el vacío que
es Realidad Absoluta y Absoluto Amor.
En ambos casos, la suprema ilumi-
nación del amor es una explosión del
poder de la evidencia del Amor, en el
cual todos los límites psicológicos del
sujeto «experimentador» se disuelven;
lo que queda es la trascendente
claridad del amor en sí mismo,
realizado en el sujeto desprovisto de
ego por un misterio que escapa a toda
comprensión, pero no al asentimiento.
Para el deseo egoísta no hay, no
puede haber, saciedad ni salvación. La
156
El Nirvana
única salvación, como dijo Cristo, se
halla en la pérdida de sí-mismo: esto
es, abriéndose al otro, como otro sí-
mismo. No se arriba al Nirvana gracias
a sutiles y pacientes meditaciones,
experimentando con los Koans del Zen,
estándose sentado interminablemente,
sonsacando una respuesta secreta a
algún experto espiritual, o
domesticando el propio cuerpo por
medio de posturas tántricas. El Nirvana
es la extinción del deseo y el pleno
despertar que resulta de esta extinción.
No sólo implica la disolución de todos
los límites del ego, una expansión casi
infinita del ser en un océano de auto-
satisfacción y aniquilación de lo
individual. Esta es la última y peor de
las ilusiones del asceta que, habiendo
«cruzado a la otra orilla» se dice con
orgullo. «Finalmente he cruzado a la
otra orilla». Naturalmente, este hombre
no ha cruzado nada. Se encuentra aún
donde antes estaba, tan quebrantado
como siempre. Lo rodea la oscuridad
del Avidya. Sólo que se las ha apañado
para dar con una píldora que produce
una luz espúrea y mitiga ligeramente el
dolor.
La iluminación no consiste en
juguetear con la factici- dad de la vida
ordinaria, aventándola con el espíritu.
Como dicen los budistas, el Nirvana se
halla en medio del mundo que nos
rodea, y no es otro el lugar de la
verdad. Estar aquí y ahora, donde
157
El Zen y los
estamos, en pájaros
«esto» esdeltambién
deseo estar en
el Nirvana, sólo que, lamentablemente,
mientras tengamos «sed» o Tanha,
seguiremos falsificando nuestra
situación, incapaces de comprenderla
como Nirvana. Mientras seamos
inauténticos, mientras nos interponga-
mos, oscureciéndola, ante la presencia
de lo que realmente es, seguiremos
sufriendo esta ilusión, este dolor. Si
fuéramos capaces de un momento de
perfecta autenticidad, de sinceridad
completa, veríamos al instante que
Nirvana y Samsara son una misma
cosa. Insisto: aquí no hay huida del
mundo real, denigración o repudio de
lo mundano, sino justamente una
comprensión real del valor que es del
mundo. Sin embargo, esta
comprensión es imposible mientras
uno desee las cosas que apetecen al
mundo, aceptando al Avidya terrenal
como fuente de las grandes
respuestas.

158
EL ZEN EN EL ARTE JAPONES

El arte japonés ha sido,


tradicionalmente, una íntima expresión
de la espiritualidad nipona: Shintoísta,
Confu- cianista y Búdica. En particular,
las pinturas más contemplativas, los
dibujos a tinta, las caligrafías y el
famoso «arte del té» han estado
profundamente impregnados del
espíritu Zen, floreciendo sobre todo en
los monasterios Zen. Un estudio del
Zen en el arte japonés como el pre-
sentado por Toshimitsu Hasumi 5
versará, por lo tanto, no sólo sobre las
implicaciones religiosas del tema, sino
especialmente sobre el arte como
«forma de experiencia espiritual» en el
Japón.
En otras palabras, las formas
artísticas más contemplativas del
Japón son consideradas,
tradicionalmente, como algo más que
5 Zen in Japanese Art, por Toshimitsu Hasumi. Traducido del alemán por lohn
Petrie: Londres. Rotledge and Kegan Paul, 1962: New York, Philosophical Library,
1962.
159
El Zen y manifestaciones
simples los pájaros del deseo
o representa-
ciones simbólicas de fe religiosa,
adecuadas al uso litúrgico de la
comunidad. Por sobre todas las cosas
se asocian estrechamente con la
intuición contemplativa de una verdad
fundamental, a través de una
experiencia básicamente religiosa y
también, en cierto sentido, «mística».
Pero este libro de Toshimitsu
Hasumi resulta particularmente
interesante en cuanto nos transmite
algunas ideas estéticas fundamentales
del filósofo Kitaro Nishida, cuyos
trabajos sobre temas estéticos aún no
han sido editados en lenguas
occidentales.
Sin embargo, ciertas diferencias
separan al discípulo de su maestro. Por
ejemplo, Hasumi no acepta la idea de
Nishida sobre un Dios personal. Pero
su concepción de Dios como fondo
básico de todo ser y toda experiencia,
fondo básico al que se denomina
«Nada» o «Vacuidad», es idéntica a la
de Nishida y también, naturalmente, a
la tradición búdica general. Esta
«Nada» es motivo de una cuidadosa
explicación del autor.
Deja bien claro que esta figura
verbal carece de entonaciones
negativas o pesimistas; en otras
palabras, no guarda relación con lo
que Sartre llamaba néant. Al contrario,
es el «exacto contrario del nihilismo
pesimista y negador del mundo real», y
160
su condición es absolutamente
«afirmativa de la vida, puesto que el
Zen, y el arte Zen, ven en el ser una
acción de la Nada informe que se
desenvuelve por sí misma».
Específicamente, la función de lo
bello consiste, por así decirlo, en una
epifanía del informe y Absoluto Vacío,
que es Dios. Es una corporización del
Absoluto, por mediación de la
personalidad del artista, o tal vez sea
mejor decir de su «espíritu» y
experiencia contemplativa.
La contribución del Zen al arte se ha
dado en términos de una profunda
dimensión espiritual que transforma al
arte en una experiencia esencialmente
contemplativa, durante la cual
despierta «la conciencia primigenia
oculta dentro de nosotros, a quien
debemos toda actividad espiritual».
En este concepto tradicional del arte
nipón no hallamos divorcio alguno
entre arte y vida, o arte y espirituali-
dad. Por el contrario, bajo el poder
unificador de la dis
ciplina y la intuición Zen, el arte, la
vida y la experiencia espiritual se
congregan en una inseparable fusión.
En ningún caso se nos muestra este
fenómeno con mayor claridad y belleza
que en el «arte del té». Las páginas
que el autor dedica a este tema son de
superlativo interés para los monjes del
mundo entero, pues pintan un estilo
de vida monástico y contemplativo
161
El Zen ydel
dentro los cual
pájaros del deseo
el arte, la experiencia
espiritual y las relaciones comunitarias
y personales tienen cabida, juntas, en
una expresión de Dios en Su mundo.
Lejos de constituir una formalidad
social endiosada, como pueden haber
imaginado algunos observadores
occidentales, la «ceremonia del té» es
una expresión artística profundamente
espiritual — y uno se siente tentado a
llamarla «litúrgica» — que a la vez
refleja un estado de fe. Todo es
importante en la ceremonia del té,
todo ha sido previsto por normas
tradicionales, aunque en este
tradicional cuadro de referencias hay
también cabida para la originalidad, la
espontaneidad y la libertad espiritual.
El espíritu de la ceremonia del té se
define por las normas básicas que lo
gobiernan: Armonía, Respeto, Pureza
(de corazón) y Quietud, en el sentido
de guies y de hesychia. Pero, para
hacer que este espíritu resulte más
evidente, podemos decir que se trata
del mismo tipo de inspiración que
manifiestan con toda simplicidad la
arquitectura cisterciense del siglo xn,
en Fontenay o Le Tho- ronet: un
regocijo interior por la pobreza y la
sencillez, idéntico al que expresa el
intraducibie término japonés Wabi. En
un llamativo pasaje, Hasumi describe
este estado de ánimo como «una
pobreza estética que despierta ecos
interiores». Sin duda es éste un
162
concepto de suma importancia para
quienes luchamos por recobrar algo
del concepto espiritual y
contemplativo de simplicidad y po-
breza que hace a la esencia del modo
de vida cisterciense. La «quietud» y la
«actitud de escuchar» con la que «reve

163
El Zen del
renciamos a la pobreza en el arte japonés
hombre,
la armonía del mundo y. la
inconclusión de la Naturaleza» se abre
a una profunda atención «hacia el
eterno presente en el cual todos los
ideales flotan juntos en la Nada». Esta
expresión de la experiencia
contemplativa puede desconcertar, tal
vez, al lector cristiano que no está al
tanto de su propia herencia espiritual
en su vertiente de tradición mística. De
ningún modo se trata de mera
vacuidad, quietista e inerte. Tampoco
niega o ignora la realidad humana. Al
contrario, «las almas del huésped y el
anfitrión rinden sus identidades
personales y terminan por unirse. En la
realidad de esta esfera, la antinomia
entre cuerpo y alma es abolida, flore-
ciendo una armoniosa unidad. El
propio hombre se ha convertido,
ahora, en un alma, bajo la forma del
arte. La separación de la existencia y el
ser ya no existe, se ha liberado al alma
de su cuerpo y el hombre se siente un
ser solitario pleno de significados y
cercano a la esencia de las cosas». Esta
descripción, impresionista y poética
más que exacta en un sentido
científico, debería servir para
formarnos una idea del «arte del té»
como fuerza espiritual hondamente
influyente en la tradición japonesa.
En conclusión, debemos subrayar
que el autor es consciente de las
semejanzas y contrastes que se
164
aprecian entre las
APENDICE: ¿ELtradiciones cristiana
BUDISMO NIEGA A LA
y búdica. En conexión con esto formula
una VIDA?
afirmación que podría resultar
esclare- cedora para aquellos que
comienzan a interesarse en un posible
diálogo entre las dos religiones.
«El Cristianismo es una
manifestación de la Encarnación de
Dios, en tanto que el Zen es una
iluminación intensiva e interior del ser
divino que los japoneses han apre-
hendido como Nada, y que necesita
que la manifestación de la Encarnación
lo complemente, totalice y eleve». He
aquí un concepto sin duda generoso y
perspicaz sobre lo que esperan los
budistas de sus hermanos cristianos.
Sin intención de embarcarme en una
controversia exhaustiva, quisiera citar,
simplemente, unos pocos textos, con
el mínimo comentario imprescindible.
Suele creerse, en Occidente, que la
actitud de un budista consiste
sencillamente en dar la espalda al
mundo y a las demás personas, a las
que considera «irreales», cultivando la
meditación con el objeto de entrar en
trance y experimentar, eventualmente,
un estado por completo negativo que
recibe el nombre de Nirvana. Pero la
«menta- Iización» budista, lejos de
desdeñar la vida, muestra una
extremada solicitud hacia todas las
formas de vida. Tiene dos aspectos:
uno, la penetración en el significado y
la realidad del sufrimiento por la
165
El Zen y los pájaros del deseo
meditación; y dos, la protección de
todos los seres contra el sufrimiento,
por la compasión y la no-violencia.
El pasaje siguiente del Samyatta
Nikaya muestra cómo la meditación y
la no-violencia se dirigen, ambas, hacia
la protección de la vida en uno mismo
y en los otros, al tiempo que unen
compasión y desprendimiento,
percepción y piedad. La percepción
obtenida por medio de la meditación
no desprecia a la vida sino que le
profesa un auténtico respeto. Sin esta
percepción no puede existir un
auténtico respeto por la vida. Sin esta
percepción es muy fácil multiplicar
bonitas palabras, declararse
«afirmador de la vida» y cantar loas al
propio amor por el prójimo, mientras a
pesar de todo esto se destruye a
diestra y siniestra.
«He de protegerme», puesto
que las Fundaciones de la
Mentalización deben ser
cultivadas. «Protegeré a los otros»,
puesto que deben ser cultivadas
las Fundaciones de la
Mentalización. Protegiéndose, uno
protege a los otros;
protegiéndolos, uno se protege a
sí mismo.
¿Y cómo protege uno a los
otros, protegiéndose? Por la

166
APENDICE: ¿EL BUDISMO NIEGA A LA
práctica repetitiva, el cultivo de la
VIDA? que brinda la meditación, y
mente
cuidándose continuamente de
esto.
¿Y cómo se protege uno,
protegiendo a los otros? Por
medio de la paciencia, de una vida
no- violenta, por el amor, la
cortesía y la compasión.
(Nyanaponika Thera, The Heart of
Buddhist Me- ditation, Colombo,
1956, p. 57.)
¿Pero no hay algo de morboso, de
masoquista, en estas meditaciones
búdicas sobre el sufrimiento,
encaminadas a obtener la liberación de
la ignorancia y de la «rueda del
nacimiento y la muerte»? ¿No destila
un cierto desprecio por la vida misma?
Dice Suzuki:
«El valor de la vida humana
reside en el hecho del sufrimiento,
pues donde no hay dolor ni con-
ciencia de la servidumbre kármica
tampoco puede existir el poder de
alcanzar la experiencia espiritual
que permite arribar al terreno de
la indiferen- ciación. A menos que
aceptemos el sufrimiento, no
podemos liberamos de él».
(Esencia del Budismo, página 13.)

167
¿El Budismo niega a la vida?
Comparemos esto con la trivialidad
de un optimismo «afirmador de la
vida» superficial, que sólo pretende es-
capar del sufrimiento por medio de lo
que Pascal llamaba «diversión» o
«distracción»: ¡Un intento de huir del
enfrentamiento con el dolor, realidad
inseparable de la vida misma!
¿Acaso el Budismo busca sólo
escapar de la vida? Dice el Lama
Angarika Govinda:
«(El camino del Mahayaná) no
es una senda para huir del mundo,
sino que conduce a través del
creciente conocimiento (Prajna)
hacia la superación del mundo,
por la vía del amor activo (Mai- tri)
hacia nuestro prójimo, de la
participación interior en los gozos
y alegrías de los otros (Karu- na,
Mudita) y de la ecuanimidad
(Upeksa) con respecto a nuestros
propios bienes y aflicciones.»
{Foundations of Tibetan
Mysticism, p. 40.)
¿Predica el Budismo un desprecio
puramente negativo por el mundo? El
mismo autor describe así la actitud
budista:
«(El mundo) no está condenado
en su totalidad ni fraccionado en
contrarios irreconciliables, pues se

168
nos muestra un puente que va del
mundo temporal ordinario de las
percepciones sensoriales al reino
del conocimiento intemporal:
sendero que nos lleva más allá del
mundo, pero no a través de su
negación o del desprecio por él,
sino de la purificación y
sublimación de las condiciones y
cualidades de nuestra existencia
presente» (Govinda, Foundations,
p. 108).
¿La meditación de los budistas niega
enteramente al cuerpo y propone un
transporte al reino de la abstracción
puramente espiritual? Todo lo
contrario. El cuerpo cumple un
importante papel en la meditación
budista, y en realidad puede decirse
que en ningún otro tipo de meditación
se adjudica una importancia tan
crecida a lo corporal. En lugar de
eliminar, o tratar de eliminar, toda
conciencia corporal, la meditación
budista mantiene una aguda
conciencia del cuerpo. Para dominar la
mente, la meditación budista busca,
antes que nada, el señorío del cuerpo.
«Si el cuerpo se muestra rebelde (a la
meditación) también lo hará la mente;
dominado el cuerpo, la mente
obedece.»
«Puesto que los procesos mentales
sólo resultan claros para quienes
El Zen y los pájaros del deseo
alcanzan a dominar lo corporal con
plena lucidez, toda intentona de asir
los procesos mentales deberá basarse
en la aprehensión de lo corporal, y de
ningún otro modo». (Nyanaponika
Thera, The Heart, p. 78.)
SEGUNDA
PARTE

170
SABIDURIA DEL VACIO

Diálogo entre Daisetz T. Suzuki y


Thomas Merton
Nota introductoria
En la primavera de 1959,
completadas algunas traducciones del
Verba Seniorum, que ha sido publicado
por New Directions bajo el título de La
Sabiduría del Desierto 6 se decidió
enviar el texto de la traducción a
Daisetz Suzuki, uno de los académicos
y contemplativos más prominentes en
el campo oriental. Se creía que el
Verba, por su austera simplicidad,
acusaba notorias semejanzas con
algunas de las narraciones de los
Maestros del Zen, y que el Dr. Suzuki
probablemente se interesaría en el
caso, por dicha razón. Efectivamente, la
sugerencia de intentar un diálogo
sobre la «sabiduría» de los Padres del
Desierto y la de los Maestros del Zen
fue recibida con agrado.
Existía la impresión de que un
6 The Wisdom of the Desert.

171
El Zen y los pájaros
intercambio de ideasdelrepresentaría
deseo un
aporte al entendimiento mutuo entre
el Oriente y Occidente, y de que la
confrontación entre los monjes
egipcios de los siglos cuarto y quinto
con los chinos y japoneses de una
fecha ligeramente posterior resultaría
altamente esclarecedora. (El Zen 7 se
iniciaba en China cuando la gran era
de los Padres del Desierto se
aproximaba a su fin en Egipto.) Hoy en
día, el Budismo Zen despierta
considerable interés en Ocidente,
principalmente a causa de su
simplicidad paradójica y altamente
existencial, que parece desafiar a las
ideologías complicadas y verbalísticas
que han venido a substituir a la reli-
gión, la filosofía y la espiritualidad en el
mundo occidental.
Incontables narraciones Zen
reproducen en forma casi exacta al
Verba Seniorum: obviamente, se trata
de incidentes bastante previsibles toda
vez que los hombres busquen y
efectivicen el mismo tipo de vacuidad,
pobreza y soledad. Siempre se
presenta, por ejemplo, el caso del la-
drón, acompañado por un humilde
monje que no sólo le permite robar
todas sus pertenencias, sino que
incluso corre tras él para entregarle un
objeto que se le ha olvidado.
7 Zen es un término japonés por el chino Ch’an, del sánscrito Dhyana. Por
razones de comodidad, utilizo «Zen» cuando me refiero a Ch’an.

172
Como puntualiza el Dr.Sabiduría
Suzuki endel
suVacío
análisis de la «inocencia», esto se halla
realmente por encima del nivel del
problema-y-su-solución. En tanto y en
cuanto el monje demuestra la vacuidad
primitiva e inocencia que el Zen
denomina «esto» o «eso» o «es-idad»
8, para el cristiano «pureza de
corazón» y «caridad perfecta», el
problema ni siquiera se presenta. Dice
San Pablo: «Contra éstos no hay ley.»
También podría haber dicho que para
éstos no hay ley. Ambas proposiciones
son ciertas: para ellos, la ley no
presenta ventajas ni desventajas. No
claman por su ayuda ni sufren sus
efectos. Se encuentran «más allá de la
ley».
Esta idea, empero, es frecuente
motivo de malas interpretaciones y
aún peores aplicaciones. Dondequiera
que aparece una espiritualidad simple
y mística, las mismas dificultades
vienen a afligir al estudiante común
que obser-

8 La expresión original inglesa es intraducibie: «suchncss», algo así como


«condición de lo que es tal como es». f.\'. ilel T.)

173
El Zen y los pájaros del deseo
va el caso desde fuera. Las mismas
preguntas sin respuesta, idénticas
acusaciones a refutar. Siempre
abundan los que confunden la
«libertad de los hijos de Dios» con la
licencia que reclaman los esclavos de
la ilusión y el deseo.
Tanto en el Este como en el Oeste,
los contemplativos han soportado
siempre los reproches que motivan sus
supuestos escapismo, quietismo,
misantropía, ociosidad y otros cien
pecados. Y la mayoría de las veces se
los acusa de desdeñar las formas
corrientes de la disciplina ética y
ascética o de arrojar por la ventana
toda moralidad y toda política. A los
hombres del Zen se los recibe, a
menudo, esgrimiendo la imputación de
que no hacen más que contradecirlo
todo caprichosamente 9 con su estilo
estre- madamente paradójico y a veces
chocante, que recuerda a los «tontos
por Cristo» que en otro tiempo
abundaban en la cristiandad rusa.
De hecho, la boga actual del Zen
predomina, en América, entre aquellos
que menos se inquietan por la disci-
plina moral. Puede decirse, incluso,
que el Zen se ha convertido, para
nosotros, en símbolo de una revuelta
moral. Es cierto, el desdén con que los

9 La expresión del autor es «antinomianism». (N. del T.)

174
Sabiduría del Vacío
hombres del Zen contemplan a las
costumbres sociales convencionales y
formalistas es un fenómeno saludable,
pero sólo en tanto y en cuanto supone
una libertad espiritual basada en la
libertad de toda pasión, egoísmo y
auto-engaño. Esa actitud pseudo-Zen
que justifica un absoluto colapso moral
a base de un puñado de
racionalizaciones de las enseñanzas de
los Maestros no es más que una nueva
forma de auto-engaño burgués. No
expresa la revuelta saludable, sino tan
sólo una variante del mismo
convencionalismo inerte y sin vida
contra el que parece protestar.
El Dr. Suzuki no se ocupa del aspecto
ético del Zen a causa de la
comparación con los Padres del
Desierto, sino más bien porque otro
interlocutor, a la sazón anónimo, terció
en el diálogo. En el verano de 1959, el
Dr. Suzuki asistió a la conferencia de
filósofos Oriente-Occidente de Hawaii,
donde debió hacer frente a la objeción
ética que suele alzarse contra el Zen.
Su respuesta sirvió de punto de partida
para su ensayo sobre los Padres del
Desierto. Cosa que no le desvía del
tema, sino que apunta directamente al
corazón. A la vez, esto le ha permitido
formular algunas observaciones sobre
la espiritualidad del desierto, sus
avatares y limitaciones.

175
El Zen y los pájaros del deseo
El punto subrayado por el Dr. Suzuki,
en este aspecto, no es del todo
desconocido para el Occidente actual.
Se trata de la cuestión de la «ciencia y
la sabiduría» que tanto preocupó a los
tomistas como Maritain y Gilson, aun-
que en contextos más técnicos y
escolásticos. Tema éste antiguo y
tradicional en la teología patrística, de
papel esencial, también, en la
espiritualidad de San Agustín y sus
seguidores, así como en los escritos de
los Padres Griegos. En realidad, ya le
prestaban particular atención los
autores que, desde Alejandría,
brindaron las bases intelectuales a la
espiritualidad del desierto.
Pero lo más fascinante de este
ensayo particularísimo reside en que
los conceptos de «vacuidad»,
«discriminación» y otros clásicos del
Zen son evaluados en los términos de
la relación bíblica de la Caída de Adán.
El Dr. Suzuki presenta una
equiparación de «Conocimiento» con
«Ignorancia» y verdadera Sabiduría
con Inocencia, vacuidad o «ser-tal-
como-todo-es». Este es, precisamente,
el enfoque escogido por los primitivos
Padres Cristianos. Por supuesto,
existen diferencias importantes, pero
mucho mayores son las coincidencias.
Y es para subrayar esto último que he
agregado mi propio ensayo sobre la

176
Sabiduría del Vacío
«Reconquista del Paraíso», expresión
con que he querido representar el
retorno a la «pureza» o «vacuidad»
que, para los primitivos Padres,
implicaba la unión con la luz divina, no
considerada como «cosa» u «objeto»
sino como «divina pobreza» que
enriquece y transforma nuestro ser en
su propia inocencia. La Reconquista del
Paraíso equivale al descubrimiento del
«Reino de Dios con nosotros», para
utilizar la expresión evangélica en el
sentido que siempre le han dado los
místicos cristianos. Es una reconquista
del perdido parentesco del hombre
con Dios, en la simplicidad más pura e
indivisa.
Espero que esto esclarezca aún más
la extraordinaria significación del
estudio del Dr. Suzuki, sin duda uno de
los más cristalinos entre sus trabajos
recientes, al menos para el lector
cristiano. Es curioso, sin duda, que este
escritor oriental, al emprender un
examen de los Padres del Desierto,
escoja como tema fundamental el
contraste entre la «inocencia» de Adán
en el Paraíso —con su correspondiente
«sabiduría» — sapientia-Prajna— y el
«conocimiento» del bien-y-el-mal, la
scientia que resultó de la Caída y, en
cierto sentido, la constituyó. Es,
ciertamente, muy significativa esta
elección del Dr. Suzuki: le ha parecido

177
El Zen y los pájaros del deseo
que el terreno común mejor y más
obvio, para un diálogo entre el Este y
el Oeste, no se hallaba en la superficie
exterior de la espiritualidad del
Desierto —con sus prácticas ascéticas y
su meditabunda soledad — sino en el
dato más primitivo y arquetípico de la
espiritualidad ju- deo-cristiana en su
conjunto, a saber: el relato de la Crea-
ción y la Caída del Hombre según el
Libro del Génesis.

178
CONOCIMIENTO E
INOCENCIA por
Daisetz T. Suzuki

1
Cuando expongo el Zen a un público
occidental, formado generalmente en
la tradición cristiana, la primera
pregunta que se me formula es,
generalmente, la que sigue: «¿Cuál es
el concepto Zen de moralidad? Si el
Zen pretende estar por encima de todo
valor moral... ¿Qué puede enseñarnos a
los simples mortales?»
Si he comprendido correctamente a
la Cristiandad, su autoridad moral
proviene de Dios, inspirador del
Decálogo, y se nos dice que, de violarla
en cualquier sentido, recibiremos
nuestro castigo, siendo arrojados al
fuego eterno. Por esta razón se cree
que los ateos son gente peligrosa:
carecen de Dios y no respetan código
moral alguno. También el hombre del
Zen, con su desconocimiento de un
Dios de tipo cristiano y su proclama de

179
El Zensuperación
una y los pájarosdel
del dualismo
deseo bien-
contra-mal, o de lo cierto y lo falso, o
de lo acertado y lo erróneo, o de la
vida y la muerte, suele despertar
fuertes sospechas. La noción de los
valores sociales, imbricada
profundamente en las mentes
occidentales, tiene mucho que ver con
la religión, hasta el punto de que
aquéllas tienden a creer que la ética y
la religión son una sola y la misma cosa
y que la religión no tiene derecho a
relegar la ética a una posición de
importancia secundaria. Cosa que
aparentemente se atreve a realizar el
Zen;
de ahí que se plantee la siguiente
pregunta 10 : « El Dr. Suzuki ha escrito
que todos los valores morales y
prácticas sociales provienen de esta
vida de Lo-que-es-tal-como-es, que es
Vacuidad. Por lo tanto, «bien» y «mal»
son para él dos diferenciaciones
accesorias. ¿En qué consisten sus di-
ferencias, y cómo haré yo para
distinguir lo que es «bueno» de lo que
es «malo»? En otras palabras: ¿Es
posible, y en caso afirmativo, cómo es
posible derivar una ética de la
ontología del Budismo Zen?»

10 Esta pregunta me la formuló uno de los participantes de la Tercera


Conferencia de Filósofos del Este y el Oeste, en la Universidad de Hawaii, junio y
julio de 1959. Se basaba en el documento con que contribuí a esta conferencia. La
respuesta que adjunto requiere más elaboración de la que en esta oportunidad me
permite el espacio disponible. Se relaciona con mi concepción del relato de la
creación judeo-cristiano.

180
Todos somos entes Conocimiento
sociales, ye la
inocencia
ética representa nuestra preocupación
por la vida social. El hombre Zen no
puede vivir fuera de la sociedad.
Tampoco ignorar los valores éticos. Lo
único que pretende es limpiar
meticulosamente su corazón de todas
las impurezas arraigadas en el «Cono-
cimiento» 11 que nos fue dado al
comer el fruto del árbol prohibido.
Retornando al estado de «Inocencia»
(ver pie de página sobre
«Conocimiento») todo lo que hagamos
será bueno. Dice San Agustín: «Ama a
Dios y haz lo que quieras». La idea
búdica de Anabhoga-Carya 12
corresponde a la noción de Inocencia.
Cuando en el Jardín del Edén, donde
campea la Inocencia, despierta el
Conocimiento, tiene lugar la
diferenciación del bien y el mal. Del
mismo modo, el pensamiento emana
misteriosamente del Vacío de la
Mente, y allí está el mundo de las
multiplicidades 13.
La idea judeo-cristiana de la
Inocencia es una interpretación moral
11 En este ensayo, el término «Inocencia» debe entenderse por el estado
mental propio de los habitantes del Jardín del Edén, vecinos de la vida, cuyos ojos
aún no se han abierto, desnudos, sin pudor alguno ni conocimiento del bien y del
mal; mientras que la palabra «Conocimiento» alude a todo lo contrario,
particularmente a un par de ojos discriminatorios, ampliamente abiertos al bien y al
mal.
12 Ver D. T. Suzuki (trad.) Lankavatara Sutra (Londres: Routled- ge & Kegan
Paul), 1957, pp. 32, 43, 89, etc., donde el término se traduce por «acto desprovisto
de esfuerzo» o de «no empeñarse».
13 D. T. Suzuki (trad.), Asvaghosa’s Awakening of Faith, Chicago, Open Court
Publishing Co., 1900, pp. 78-9.

181
El Zen
de y los pájaros
la doctrina del de
búdica deseo
la Vacuidad,
de carácter metafísico, mientras que la
concepción judeo-cris tiana del
Conocimiento equivale,
epistemológicamente, a la noción
budista de Ignorancia, aunque a nivel
superficial estos dos conceptos
parezcan opuestos. La filosofía búdica
considera que la discriminación de
todas sus formas — morales y
metafísicas — es un producto de la
Ignorancia, que oscurece la luz original
de Lo-que-es-tal-como-es, o Vacío.
Pero esto no significa que el mundo
entero merezca nuestro desdén por
tener su origen en la Ignorancia. Lo
mismo vale para el Conocimiento, pues
éste es el resultado de haber nosotros
perdido la Inocencia, al comer el fruto
prohibido. Pero, jamás deshacerse del
Conocimiento para recuperar el Paraíso
en el que podría disfrutar de la
bendición de la Inocencia con la
plenitud que les era dada a los
hombres cuando la Creación.
Lo que debemos comprender,
entonces, es el significado del
«Conocimiento» y de la «Inocencia», es
decir, que necesitamos examinar con el
máximo de penetración el vínculo que
une a estos dos conceptos
antagónicos: Inocencia y Luz Original
por un lado, y Conocimiento e Igno-
rancia por el otro. En cierto sentido,
parecen irreductiblemente

182
contradictorios, peroConocimiento e inocencia
por otro lado
resultan complementarios. En lo
concerniente a nuestro humano en-
tendimiento, no podemos concebir
ambas formas al mismo tiempo, pero
nuestra vida real consiste en un cons-
tante apoyo de cada uno de los
términos en el otro, o mejor dicho en
una inseparable cooperación.
La llamada oposición entre Inocencia
y Conocimiento, o entre la Ignorancia y
la Luz Original, no pertenece al tipo de
antagonismo que hallamos entre
blanco y negro, bueno y malo, correcto
y erróneo, ser y no ser, tener y no
tener. Esta oposición pareciera
corresponder a la que existe entre lo
contingente y lo contenido, entre el
fondo y la forma, entre una pista y los
jugadores que en ella se desplazan. El
bien y el mal juegan sus papeles
antagónicos sobre un campo que
permanece neutral, indiferente,
«abierto», «vacío». Es como la lluvia,
que tanto cae sobre el justo cuando
empapa al injusto. Como el sol, cuyos
rayos acarician por igual al malo y al
bueno, a nuestros amigos y a quienes
nos odian. En cierto modo, el sol es
inocente y perfecto, al igual que la
lluvia. Pero el hombre, perdida su
Inocencia a cambio del Conocimiento,
diferencia los justos de los injustos, el
bien del mal, lo cierto de lo
equivocado, los amigos de los
183
El Zen y losPor
enemigos. pájaros
tantodel
nodeseo
es ya inocente,
ni perfecto, sino intensamente
«moral». Evidentemente, la «moral»
implica la pérdida de la Inocencia; la
adquisición del Conocimiento, en
términos religiosos, no siempre
conduce a nuestra felicidad interior, ni
a la bendición divina. La
responsabilidad «moral» puede llevar,
eventualmente, a una violación de las
leyes civiles. La íntima bondad del
«gran ermitaño» que libera a los
criminales de su prisión (Wisdom of
the Desert, 37) 14

14 «Había una vez un gran eremita en las montañas, que fue atacado por
salteadores. Sus gritos atrajeron a otros ermitaños de la vecindad, que se unieron
para capturar a los criminales. Estos fueron trasladados, bajo custodia, a la ciudad,
donde un juez los condenó a prisión. Pero esto entristeció y avergonzó a los
hermanos, pues por su denuncia se había juzgado a los ladrones. Fueron al Abad y
le narraron todo lo acontecido. Y el mayor escribió al eremita, diciendo: “Recuerda
quién cometió la primera traición, y sabrás la razón de la segunda. A menos que te
hubieran traicionado antes tus pensamientos, jamás habrías enviado a estos
hombres a que los juzgaran”. El ermitaño, conmovido por estas palabras, púsose de
pie en el acto y fue a la ciudad y rompió los cerrojos de las celdas, liberando a los
salteadores de la prisión y el tormento.» The Wisdom of the Desert, XXXV11.

184
Conocimiento e inocencia
puede producir resultados más bien
indeseables. Inocencia y Conocimiento
requieren un razonable equilibrio. Para
esto es necesario que el Conocimiento
se someta a una disciplina y que, al
mismo tiempo, el valor de la Inocencia
sea estimado en adecuada relación con
el Conocimiento.
Dice el Dhammapada:
No hacer nada de lo que es
malo,
Hacer todo lo que es bueno,
Purificar totalmente nuestro
corazón:
He aquí lo que Buda enseñó.
(verso
183)
Las dos primeras líneas se refieren al
Conocimiento, mientras que la tercera
describe el estado de Inocencia.
«Purificar» significa «purgar», «vaciar»
todo lo que contamina nuestra mente.
La contaminación proviene de la con-
ciencia egocéntrica, responsable de la
discriminación entre lo bueno y lo
malo, el yo del no-yo, denominada
Ignorancia o Conocimiento. Hablando
metafísicamente, ésta es la mente que
comprende la verdad de la Vacuidad;
cuando así lo ha hecho, sabe que no
hay ser, ni yo, ni Atman para
contaminar a la mente en su estado de
cero. A partir de este cero, se realiza
185
El Zen y los pájaros del deseo
todo el bien, así como se esquiva el
mal. El cero de que hablo no es un
símbolo matemático. Es el infinito,
almacén o matriz (Garbha) de todos
los bienes o valores posibles.
cero: infinito, y también infinito: cero
Esta doble ecuación no sólo debe
entenderse estáticamente sino
también en un sentido dinámico. Está
entre ser y devenir. Pues estas dos
nociones no se contradicen. Lo
vacuidad no es lisa y llana vacuidad, o
pasividad, o Inocencia. Es todo eso y al
mismo tiempo no lo es. Es Ser, es
Devenir. Es Conocimiento y también
Inocencia. El Conocimiento de que
debemos hacer el bien y no el mal no
basta; debe arraigar en la Inocencia,
donde la Inocencia es Conocimiento y
el Conocimiento es Inocencia.
El «gran eremita» es culpable de no
haber comprendido el Vacío, esto es, la
Inocencia, y el Abad comete un error
cuando aplica la Inocencia por sobre el
Conocimiento en los asuntos
mundanos. Los salteadores deben sufrir
la prisión por haber afligido a la
comunidad; en tanto que criminales,
han de perder su libertad : pues así es
el mundo en que atendemos nuestros
negocios, ganando el pan por medio
de duras y honradas faenas. Nuestro
negocio sólo es posible viviendo en el

186
Conocimiento e inocencia
mundo del Conocimiento, porque
cuando prevalece la Inocencia el
trabajo no es necesario: «Todo lo que
nuestra existencia necesita, Dios nos lo
da gratuitamente». Porque vivimos en
comunidad, debemos observar todo
tipo de leyes. Somos pecadores, esto
es, conocedores, no sólo individual sino
también colectivamente, comunitaria y
socialmente. Los salteadores deben ser
encarcelados. Como seres espirituales
debemos procurar la Inocencia, la
Vacuidad, la iluminación, la vida de
plegaria. «El gran eremita» debe vivir
en la penitencia y en la plegaria, pero
sin interferir con las leyes de la tierra
que regulan nuestra vida secular.
Donde se desarrolla la vida secular hay
un predominio del Conocimiento: de
absoluta necesidad resultan las labores
más duras y honestas, y cada individuo
tiene derecho a los frutos de sus
fatigas. «El gran eremita» no lo tiene,
en cambio, a liberar a los criminales,
amenazando así la paz de sus semejan-
tes respetuosos de la ley. Cuando no se
ejercita adecuadamente el
Conocimiento se producen fenómenos
extraños e irracionales. Sin duda,
nuestro eremita es un miembro muy
bondadoso del orden social y no tiene
intención de dañar a sus
conciudadanos; son los criminales
quienes perturban la paz de la

187
El Zen y los pájaros del deseo
comunidad a la que pertenecen. Se
impone apartarlos de la sociedad. El
ermitaño merece también su castigo
por violar la ley, liberando a estos in-
dividuos antisociales. Así es como el
hombre bueno es encarcelado mientras
los malvados merodean libres e im-
punes, hostigando a los ciudadanos
amantes de la paz. No es esto, estoy
seguro, lo que deseaba el eremita.

2
En el plano económico, el concepto
metafísico de Vacío resulta convertible
en pobreza o desposesión: «Biena-
venturados los pobres de espíritu».
Define Eckhart: «Pobre es aquel
hombre que nada desea, nada sabe y
nada posee». Esto sólo es posible
cuando el hombre se ha vaciado «de sí
mismo y de todas las cosas»,
completamente purificada su mente de
Conocimiento o Ignorancia, es decir, de
las consecuencias de la pérdida de la
Inocencia. En otras palabras, obtener
nuevamente la Inocencia es ser pobre.
Lo que parece sorprendente o extraño
es la identificación eckhartiana del
hombre pobre como aquel que no
sabe nada. Es una afirmación muy
notable. El Conocimiento da comienzo
cuando la mente sufre la invasión de
una variedad de pensamientos

188
Conocimiento e inocencia
impuros, entre los cuales el peor es «yo
mismo». Pues en nuestra adicción al
ego arraigan todos los males y
corrupciones. Como dirían los budistas,
la comprensión del Vacío no es más, ni
menos, que mirar la inexistencia de una
substancia-ego cosificada. Esta es la
suprema piedra angular de nuestra
disciplina espiritual, que en verdad no
consiste en liberarse del yo, sino en
comprender que, fundamentalmente,
el yo no existe. Esta comprensión
equivale a la «pobreza» del espíritu.
«Ser pobre» no significa
«empobrecerse»: «ser pobre» implica
que desde un principio no se está en
posesión de cosa alguna, ni se entrega
lo que se tiene. Nada que ganar, nada
que perder; nada que dar, nada que
tomar; ser de este modo, y sin
embargo rico en inagotables
posibilidades: esto es ser «pobre» en el
sentido propio y característico de la
palabra, esto es lo que nos dicen todas
las experiencias religiosas. Ser
absolutamente nada es serlo todo.
Cuando se encuentra uno en posesión
de algo, este algo evita el arribo de
otros algos.
A este respecto, Eckhart exhibía una
maravillosa percepción de la naturaleza
de lo que él llamaba die eigen- tlichste
Armut. Generalmente imaginamos que
cuando la mente, o el corazón, están

189
El Zen y los pájaros del deseo
vacíos «del yo y de todas las cosas» se
desocupa una habitación para que Dios
entre en ella y la habite. Esto es un
gran error. La misma idea, aún la más
ligera, de hacer lugar a algo es una
desviación grande como un templo. Un
monje acudió a Ummon, el gran
Maestro Zen (fallecido en 949) y le dijo:
«¿Qué pecado comete un hombre
cuando no hay un solo pensamiento
que ocupe su conciencia?». A lo que
respondió un rugiente Ummon: «¡El
Monte Sumeru!». Otro Maestro Zen15,
Kyogen Chikan, cantó así a la pobreza :
La pobreza del último año aún no
fue perfecta;
La pobreza de este año es
absoluta.
En la pobreza del último año había
lugar para la cabeza de un
alfiler;
Tal es la pobreza de este año que
hasta el propio alfiler ha
desaparecido.
El pensamiento de Kyogen tiene su
equivalente en otro de Eckhart, de
típico sabor cristiano:
« Si llega el caso de que un
hombre se ha vaciado de cosas,
criaturas, de sí rpismo y de Dios,
restando aún cierto lugar en que

15 Discípulo de lsan Reiyu, 77Ü-853.

190
Conocimiento e inocencia
pueda Dios realizar sus actos
dentro de este hombre, decimos:
mientras existe dicho lugar, este
hombre no es pobre con la po-
breza más íntima (eigentlichste
Armut). Pues Dios no desea que el
hombre le reserve un lugar para
sus obras, siendo que la verdadera
pobreza de espíritu requiere que
el hombre se vacíe de Dios y de
todos sus trabajos, de modo que
si Dios desea actuar en el alma, él
mismo deba servir de sitio en que
actuar: y esto le placerá. Pues si
Dios diera alguna vez con una
persona pobre hasta este extremo
asumiría la responsabilidad de su
propia acción, convirtiéndose él
mismo en escenario de los actos,
ya que Dios es aquel que actúa en
sí mismo. Es así, en esta pobreza,
que el hombre recobra el ser eter-
no que fue alguna vez, que es
ahora y será por siempre jamás.»
Tal como yo interpreto a Eckhart,
Dios es a la vez el lugar donde El
actúa, y el acto mismo. Este lugar es
cero, o «el Vacío como Ser», mientras
que el trabajo que se desarrolla en el
lugar llamado cero es el infinito, o «el
Vacío como Devenir». Cuando
comprendemos la doble ecuación
cero: infinito e infinito: cero arribamos

191
El Zen y los pájaros del deseo
a la eigentlichste Armut o esencia de la
pobreza. Ser es devenir, y devenir es
ser. Cuando uno se separa del otro, la
pobreza resultante se ve coja y
baldada. Sólo se recupera la pobreza
perfecta cuando una vacuidad perfecta
es también perfecta plenitud.
Cuando un monje ha prestado algo *
y se muestra ansioso por la devolución,
no es aún pobre, no se ha vaciado
perfectamente. Hace unos años,
cuando yo estudiaba las historias de
piadosos budistas, recuerdo haber
hallado la de un granjero. Una noche,
este granjero creyó oír ruidos en su
jardín. Descubrió que un joven de la
aldea estaba trepado a uno de sus
árboles, donde le robaba algunos
frutos. En silencio, se dirigió al establo,
donde cogió la escalera, llevándola
bajo el árbol, para que el intruso pu-
diera descender sin peligro. Volvió a su
cama sin ser notado. El corazón del
granjero, vaciado de yo y de posesión,
no podía pensar en otra cosa que el
riesgo sufrido por el joven ladronzuelo
de la aldea.

3
Existe un conjunto de lo que
podríamos llamar virtudes morales
fundamentales de perfección,

192
Conocimiento e inocencia
conocidas en el Budismo Mahayánico
por el hombre de las Seis Paramita. De
los devotos del Mahayana se espera
que ejerciten estas virtudes en la vida
cotidiana. Ellas son: (1) Dana, «dar»; (2)
Sila, «observar los preceptos»; (3) Virya,
«espíritu de la hombría»; (4) Ksanti,
«humildad» o «paciencia»; (5) Dhyana,
«meditación»; y (6) Prajna, «sabiduría
trascendental», que es una intuición del
orden altísimo.
'* «Cierto hermano preguntó a uno de sus mayores, diciendo así: "Si un hermano
me debe algún dinero, ¿crees que debo reclamárselo?" Díjole el mayor “Pídeselo
una sola vez, y con humildad’’. Respondió el hermano: “Supón que así lo hago y no
me lo devuelve. ¿Qué haré luego?” Dijo entonces el mayor: “No vuelvas a
reclamárselo”. A lo que contestó así el hermano: “Pero no puedo librarme de la
ansiedad que esto me produce a menos que se lo reclame’’. El mayor: “Olvida tus
ansiedades. Lo importante es no entristecer a tu hermano, puesto que eres un
monje".» The Wisdom o/ ¡lie Desert, XVCVIII.
No explicaré cada una de estas seis
virtudes en el presente trabajo. Todo
lo que puedo hacer es un intento de
llamar la atención de nuestros lectores
sobre el orden en que han sido
presentadas. Primero tenemos a Dana,
dar, y en el último término a Prajna,
especie de percepción espiritual de la
verdad del Vacío. La vida del budista
comienza con «dar» y acaba en el
Prajna. Pero, en realidad, el final es el
principio, y el principio está al final; las
Paramita se mueven en círculo, sin
comienzo ni fin. Sólo es posible dar
cuando existe el Vacío, el cual es sólo
accesible cuando se efectúa este dar
en forma incondicional: esto es lo que
193
El Zen y los pájaros del deseo
Eckhart ha denominado die
eigentlichste Armut.
Como el Prajna ha sido discutido
frecuentemente, me limitaré a exponer
el Dana, o dar. No se refiere a una
entrega caritativa, ni al
desprendimiento de posesiones
materiales, como entendemos
generalmente cuando hablamos de
«dar». Significa que algo sale de uno
mismo, diseminando conocimiento,
ayudando a la gente en dificultades de
todo tipo, creando arte, promoviendo
la industria o el bienestar social,
sacrificando la propia vida por una
causa valiosa y demás. Pero todo esto,
aunque noble — como dirían los
budistas — no es suficiente si el hom-
bre abriga la idea de dar, en uno u
otro sentido. El genuino dar consiste
en la ausencia de todo pensamiento
acerca de lo que sale de nuestra mano
o es recibido por otra persona ; esto es
que en el dar no debe existir idea
alguna de dador o de receptor, ni de
un objeto de esta transferencia.
Cuando esta acción de dar se
desarrolla en el plano del Vacío, es el
auténtico Dana, primera Paramita,
emanando directamente de Prajna,
Paramita final. De acuerdo a la
definición de Eckhart que citamos
anteriormente, ésta es la pobreza en
su sentido verdadero. En otro pasaje,

194
Conocimiento e inocencia
la referencia a ejemplos le permiten
ser más concreto.
«San Pedro dijo: “Hemos dejado
todas las cosas”. Dijo San Diego:
“Todo lo hemos abandonado". San
Juan dijo: “Nada nos queda”. En
consecuencia os pregunta el
Hermano Eckhart: ¿Cuándo
dejamos todas las cosas? Cuando
abandonamos todo lo concebible,
todo lo expresable, todo lo audible
o visible, entonces y sólo entonces
hemos dejado todas las cosas. Al
abandonarlo todo en este sentido
entramos en el campo de la luz
que brilla con Dios».
Dice Kyogen, el Maestro Zen: «La
pobreza de este año es tal que hasta el
alfiler ha desaparecido». Esto es sim-
bólico. De hecho, significa que uno ha
muerto para uno mismo, de acuerdo a:
Visankharagatam cittam,
La mente marchó a
su disolución,
Tanhanam khayam ajjhaga 16
Los apetitos han
llegado a su fin.
Esto es parte del verso que se
atribuye a Buda en el momento de
alcanzar la suprema iluminación, y
16 El Dhammapacla, verso 154.

195
El Zen y los pájaros del deseo
recibe el nombre de «Himno de la
Victoria». El alfiler se ha «disuelto», el
cuerpo está «disuelto», la mente está
«disuelta», todo se ha «disuelto» por
igual: ¿No es ésta la Vacuidad? En otras
palabras, estamos ante el perfecto
estado de pobreza. Eckhart cita a San
Gregorio: «Nadie recibe tanto de Dios
cuanto el hombre que está comple-
tamente muerto». Ignoro el sentido
exacto que da San
Gregorio a la palabra «muerto». Pero
es un vocablo muy significativo si lo
entendemos a la manera del poema de
Bunan Zenji 17 que sigue:
Aunque vivo,
quédate muerto,
acabadamente
muerto: entonces
todo será bueno,
hagas lo que hagas.
Vacío, pobreza, muerte o disolución:
todo esto se realiza y se comprende
cuando uno atraviesa las experiencias
de «salir-fuera» que no son otra cosa
que la «iluminación» (Sambochi).
Citando nuevamente a Eckhart:
«Cuando salgo-fuera...

17 Vivió entre 1603 y 1676.


rt Se refiere a que las mujeres no están calificadas para ser: (1) Mahabrahman,

«espíritu supremo»; (2) Sakendra, «rey de los cielos»; (5) Mara, «el malo»; (4)
Cakravartin, «gran señor», y (5) Buddha.

196
Conocimiento e inocencia
trasciendo todas las criaturas y no
soy Dios ni criatura: soy lo que he
sido y seguiré siendo ahora y
siempre. Luego recibo un impulso
(Aufschwtmg) que me lleva por
sobre todos los ángeles. En este
impulso concibo el goce fugaz de
no estar satisfecho de Dios, en
tanto que Dios, en tanto que su
divina obra entera, pues cuando
salgo fuera de este modo
descubro que Dios y yo somos una
misma cosa...»
No sé cómo recibirán estas
afirmaciones mis lectores cristianos,
pero desde el punto de vida búdico es
obligada una salvedad, a saber: aunque
esta experiencia de «salir fuera» sea
trascendental en grado sumo y por
encima de todas las formas de
condicionamiento, nuestra interpreta-
ción de la experiencia puede resultar
siempre una versión distorsionada. El
Maestro Zen nos aconseja, por lo tanto,
trascender o «arrojar» la misma
experiencia. Este es el objeto del
ejercicio del Zen: desnudarnos por
completo, ir más allá, incluso, de la
recepción de un «impulso» de
cualquier tipo, estar absolutamente
libres de todo posible resabio de las
ligaduras que nos han maniatado
desde la adquisición del Conocimiento.
Es entonces y sólo entonces que
197
El Zen y los pájaros del deseo
descubrimos que somos, nuevamente,
los vulgares Juan, Pedro y José que
hemos sido hasta el momento. Joshu,
uno de los supremos maestros del T
ang, confesó algo parecido : «Me
despierto temprano, por las mañanas, y
me contemplo: ¡ Con qué pobreza
visto! Mi túnica está hecha harapos, mi
capucha cuelga deshecha. Tengo la ca-
beza cubierta de mugre y cenizas.
Cuando me inicié en el estudio del Zen,
soñaba con convertirme en un
sacerdote elegante y respetado. Pero
jamás imaginé que acabaría viviendo
en esta pocilga y comiendo
desperdicios. Después de todo, no soy
más que un pobre monje pordiosero».
Un monje vino a este hombre,
preguntando: «Si un hombre viene a ti,
libre de toda posible propiedad. ¿Qué
le dirás?». Respondió Joshu: «¡Que
arroje todo lejos de sí!»
Vino otro discípulo y le dijo: «¿Quién
es Buda?». Al instante replicó Joshu:
«¿Quién eres tú?».
Una anciana visitó a Joshu,
diciéndole: «Soy una mujer, y de
acuerdo al Budismo me someto a cinco
prohibiciones *; ¿Cómo podría
superarlas?». Esto es lo que Joshu le
aconsejó: «Yo rezaría para que todos
los seres vivieran en el Paraíso; pero, en
cuanto a mí mismo, pediría quedar por
siempre en este océano de

198
Conocimiento e inocencia
tribulaciones.»
Podemos enumerar una cantidad de
virtudes prescritas para los monjes,
tanto budistas cuanto cristianos: po-
breza, tribulación, discreción,
obediencia, humildad, abstinencia de
todo juicio hacia el prójimo,
meditación, silencio, simplicidad y
muchas otras; pero la más fundamental
de todas ellas, en mi opinión, es la
pobreza. Onto- lógicamente, la
pobreza corresponde a la Vacuidad, y
en términos psicológicos es igual a la
desyoización y a la Inocencia. Aquella
vida que otrora disfrutamos en el
Jardín de Edén simboliza a la Inocencia.
La grave pregunta que el tiempo nos
plantea a nosotros, hombres
modernos, exigiéndonos una solución
perentoria, es cómo recuperar esta
mentalidad primitiva, o mejor tal vez,
cómo advertir que aún la poseemos,
en plena industrialización y rodea- aos
de la propaganda en favor de la «vida
fácil». En otras palabras: ¿Cómo
actualizar la sabiduría trascendental del
Prajna en un mundo que nos exhorta a
acrecer el Conocimiento a diestra y
siniestra, de mil y un modos? Debemos
hallar una respuesta; y esto es urgente.
Ya no volverán los días de los Padres
del Desierto: velamos a la espera de un
nuevo sol que se eleve sobre el
horizonte del egoísmo y la sordidez, en

199
El Zen y los pájaros del deseo
todo sentido.

200
LA RECONQUISTA DEL
PARAISO por Thomas
Merton

1
Uno de los «santos» de Dostoievski,
el Staretz Zosima, hablando como
típico testigo de la tradición de la
Iglesia Rusa y Griega, nos ha dejado
una sorprendente declaración. Ha
dicho: «No comprendemos que la vida
es el paraíso; pues bastaría con que
deseáramos comprenderlo para que el
paraíso se nos presentara en el acto,
ante nuestros ojos, con toda su
belleza». En el contexto de los
Hermanos Karamazov, contrastando
con el fondo de violencia, blasfemia y
asesinato que caracteriza a esta obra,
esta afirmación causa justificado
estupor. ¿Zosima hablaba realmente
en serio? ¿O se trataba de un idiota
iluso, delirando en pleno sueño
frenético inspirado por el «opio de los
pueblos»?
El lector moderno pensará como

201
El Zen yacerca
quiera los pájaros del deseo
de este concepto, pero
no cabe duda de que era un elemento
básico del Cristianismo primitivo.
Recientes estudios sobre los Padres
han demostrado, más allá de toda
discusión, que uno de los motivos
principales que impulsaron a los
hombres a abrazar la «vida angélica»
(hios angelikos) de soledad y pobreza
en el desierto era, precisamente, esta
esperanza de que actuando de ese
modo regresarían al paraíso.
Ahora bien : debe comprenderse este
concepto con precisión y honestidad.
El paraíso no es «el Cielo». El paraíso
es un estado, e incluso un lugar, en la
tierra. El paraíso pertenece más
estrictamente a la vida presente que a
la futura. En cierto sentido,
corresponde a ambas. Es el estado en
que, originariamente, fue creado el
hombre para vivir en la tierra. Se lo
concibe, también, como una suerte de
antecámara, del cielo, después de la
muerte: por ejemplo, al final del
Purgatorio del Dante. Cristo,
agonizante en la cruz, dijo al buen
ladrón que a Su lado estaba: «Este día
estarás conmigo en el Paraíso», y es
evidente que esto no significaba, ni
podría haber significado, el cielo.
No debemos imaginar al Paraíso
como un lugar de ocio y placeres
sensuales. Es un estado de paz y
descanso, en todo sentido. Pero lo que

202
buscaban los Padres La reconquista del paraíso
del Desierto
cuando pensaban que podrían hallar el
«paraíso» en aquellas soledades, era la
inocencia perdida, vacuidad y pureza
de corazón poseídas por Eva y Adán
en el Edén. Es notorio que no pudieron
haber soñado con hallar hermosos
árboles y jardines en el reseco desierto
abrasado por el sol. Obviamente no
abrigaban la menor esperanza de dar
con un rinconcillo, entre abruptas
rocas y cuevas, donde pudieran
reposar plácidamente, al fresco de la
sombra, escuchando el murmullo de
un arroyuelo. Lo que buscaban era el
paraíso dentro de ellos mismos, o
mejor dicho, más allá y por encima
suyo. El paraíso se identificaba con la
reconquista de aquella «unidad» hecha
pedazos por el «conocimiento del bien
y del mal».
Al comienzo, Adán era «un hombre».
La caída lo dividió en «una multitud».
Cristo restauró la unidad del hombre
en Sí mismo. El Cristo Místico fue un
«Nuevo Adán» y en El todos los
hombres pudieron regresar a la
unidad, a la inocencia, a la pureza,
convirtiéndose en «un hombre».
Omnes in Christo unum. Naturalmente,
esto no autorizaba a vivir a nuestro
antojo, según el capricho de nuestro
ego, de nuestra limitada y egoísta
espiritualidad, sino que prescribía ser,
con Cristo, «un espíritu». «Aquellos

203
El Zen
que y losunidos
están pájarosaldel deseo
Señor — dice San
Pablo — son un espíritu». Unirse a
Cristo significa unidad en Cristo, de
modo que cada uno de los que están
en Cristo, puede decir con Pablo: «Ya
no soy yo quien vive, sino que Cristo
vive en mí». Es el propio Cristo quien
vive en todas las cosas. Con Cristo, el
individuo «muere» en tanto que «viejo
hombre», entrega su ser exterior y
egótico, «elevándose» en Cristo un
hombre nuevo, ser divino y
desprendido que es también el único
Cristo, aquel que es «todo en todo».
En esta encrucijada se presenta la
gran divergencia entre cristianos y
budistas. Desde un punto de vista
meta- físico, el Budismo parece definir
la «vacuidad» como completa
negación de toda personalidad,
mientras que el Cristianismo encuentra
en la pureza de corazón y la «unidad
de espíritu» una realización suprema y
trascendental de la personalidad.
Estamos ante un problema
extremadamente complejo y difícil que
yo no me siento capaz de abordar.
Pero tengo la sensación de que, hasta
el momento, la mayoría de las
discusiones sobre este tema han sido
por completo equívocas. Muy a
menudo, del lado cristiano, identi-
ficamos «personalidad» con el ser
egótico exterior e ilusorio, que por
cierto no es la auténtica «persona»

204
cristiana. Por parteLadereconquista del paraíso
los budistas
parece no existir la menor idea positiva
de la personalidad: el pensamiento
búdico carece absolutamente de este
valor. Pero, sin embargo, en la práctica
budista es un concepto que no está
ausente, ni muchísimo menos, como se
advierte claramente en la observación
del Dr. Suzuki de que, al cabo del
ejercicio del Zen, cuando uno ha
quedado «absolutamente desnudo»
descubre que, otra vez, es el vulgar
«Juan, Pedro o José» que siempre ha
sido. Me parece que, en la práctica,
esto corresponde a la idea de que un
cristiano puede dejar tras de sí al
«viejo hombre» y hallar su ser
verdadero «en Cristo». La diferencia
clave reside en que el lenguaje y la
práctica del Zen son
considerablemente más radicales,
austeros y estrictos: cuando el hombre
del Zen dice «vacuidad», no deja
resquicio para que concepto o imagen
alguna venga a confundir la idea
auténtica. El tratamiento cristiano de
este tema hace uso discrecional de
expresiones metafóricas y de imágenes
concretas, aunque debemos penetrar
cuidadosamente a través de la
superficie exterior para llegar al
contenido más profundo. De todos
modos, la «muerte del viejo hombre»
no es una destrucción de la persona-
lidad sino la disipación de una ilusión,

205
yEl Zen
el yhallazgo
los pájaros
deldelhombre
deseo nuevo
equivale a un enterarse de lo que ha
estado alli mismo todo el tiempo, al
menos como posibilidad radical, en
razón de que el hombre es la imagen
de Dios.
Estos temas cristianos que llamamos
«vida de Cristo» y «unidad en Cristo»
son bastante familiares, pero tengo la
sensación de que, actualmente, no se
los comprende en toda su hondura
espiritual. Pocas veces se exploran sus
implicaciones místicas. Nos
explayamos, en cambio, con mucho
mayor interés, sobre las connotaciones
sociales, económicas y éticas. Me
pregunto si lo que el Dr. Suzuki ha
dicho con respecto a la «vacuidad» nos
ayudará a profundizar más de lo
habitual en esta doctrina nuestra de
unidad mística y pureza en Cristo.
Cualquiera que haya leído a San Juan
de la Cruz y conozca su doctrina de la
«noche» se formulará la misma
pregunta. ¿Si hemos de morir en
nosotros para vivir «en Cristo»,
significa esto que de algún modo
debemos quedarnos «muertos» y
«vacíos» con respecto a nuestro propio
ser? ¿Si hemos de movernos entre
todas las cosas por la gracia de Cristo,
debemos considerar, en cierto sentido
que esta acción proviene de la
vacuidad, emana del misterio de la

206
pura libertad que esLa«amor
reconquista delyparaíso
divino»,
que ya no es una producción de
nuestro
ser egótico y exterior, ligada a nuestros
deseos, referida a nuestro propio
interés espiritual?
San Juan de la Cruz compara al
hombre con una ventana, a través de
cuyos cristales resplandece la luz de
Dios. Cuando esta ventana está limpia
de toda mancha, completamente
transparente, ya no la vemos: está
«vacía» y sólo se ve la luz. Pero cuando
un hombre está salpicado de manchas
de egoísmo espiritual y preocupación
por su ser ilusorio y exterior, aunque
sus «intenciones» sean buenas, los
cristales resultan claramente visibles,
en razón de la suciedad que los cubre.
Por lo tanto, al deshacerse el hombre
del polvo y las manchas que le produce
su propia ñjación a lo que resulta
bueno o malo en referencia a su
persona, se convertirá en Dios, siendo
entonces «uno con Dios». Usando las
palabras de San Juan de la Cruz:
«Permitiendo de este modo que
Dios actúe en ella, el alma
(despojada de todas las impurezas
y fallos de las criaturas, lo que
consiste en poseer una voluntad
perfectamente unida a la de Dios,
pues amar es afanarse por
desnudarse y despojarse, en

207
El Zen y los pájaros del deseo
alabanza a Dios, de todo lo que no
es Dios) se ilumina de inmediato,
convirtiéndose en Dios, y Dios le
comunica Su ser sobrenatural en
forma tal que el alma se siente
Dios Mismo, y tiene todo lo que
Dios Mismo tiene... Todas las cosas
de Dios y el alma son una, en
transformación participante; y el
alma parece ser Dios, más que
alma, y en realidad es Dios, por
participación». (San Juan de la
Cruz, Ascenso al Monte Carmelo,
II, v. trad. Peers, vol. 1, p. 82,
edición en inglés).
Como veremos más adelante, esto es
lo que los Padres denominaban
«pureza de corazón» y corresponde a
la recuperación de la inocencia adánica
del Paraíso. Las numerosas historias en
que los Padres del Desierto
demuestran un extraordinario dominio
de las bestias salvajes se entendían,
originariamente, como manifestación
de esta reconquista de la inocencia
paradisíaca. Como declaró uno de los
autores más tempranos, Paulo el
Eremita: «Cuando uno adquiere la
pureza, todo se le ofrece graciosamen-
te, como ocurría con Adán en el
paraíso, antes de la caída». (Citado por
Don Anselmo Stoltz en Théologie de la
Mystique, Chevetogne, 1947, p. 31.)

208
La reconquista del paraíso
Aún aceptando lo dicho por Staretz
Zosima, en el sentido de que el paraíso
es algo accesible porque, después de
todo, está presente en nosotros y sólo
debemos descubrirlo, podríamos
detenernos a examinar un aspecto de
su afirmación: «uno sólo debe desear
comprenderlo para que ante nuestros
ojos se presente el paraíso en toda su
belleza». Esto parece un poquillo
demasiado fácil. Se requiere mucho
más que un simple deseo. Cualquiera
puede desear cosas. Pero el tipo de
«deseo» a que se refiere aquí Zosima
está más allá de las ensoñaciones y los
pensamientos llenos de ilusión. Por
supuesto, denota una absoluta
conmoción, una transformación total
de la propia vida. Debe uno «desear»
sólo esta realización, abandonando los
deseos de todo otro tipo de cosas. Uno
debe olvidar su ansiedad por todos los
demás «bienes». Se le exige una
entrega de todo corazón y con toda el
alma a esta reconquista de su
«inocencia». Y sin embargo, como muy
bien señala el Dr. Suzuki, y asimismo
nos enseña la doctrina cristiana aunque
con otros términos, ésta no es faena
para nuestro propio «yo». Es inútil que
el «yo» trate de «purificarse» o de
«hacer lugar» para Dios en su propia
substancia. La inocencia y pureza de
corazón propias del paraíso equivalen

209
El Zen y los pájaros del deseo
a un completo vaciamiento del yo, en
el cual todo es la acción de Dios,
expresión libre e impredecible de Su
amor, obra de la gracia. En la pureza de
la inocencia original, todo se ha obrado
en nosotros pero sin nosotros, in nobis
et sine nobis. Pero antes de arribar a
este nivel también debemos aprender
a obrar en el otro plano del
«conocimiento» —scientia— donde la
gracia hace su faena en nosotros pero
«no sin nosotros»: in nobis sed non
sine nobis.
En sus propios términos, el Dr.
Suzuki ha señalado muy correctamente
el grave error que habría en pensar que
uno puede izarse a sí mismo, tirando
de los cordones de sus zapatos para
regresar al estado de inocencia y luego
proseguir tranquilamente por la vida
sin otra preocupación por la existencia
concreta. La inocencia no desplaza ni
destruye al conocimiento. Ambos van
juntos. Es en este punto donde, sin
duda, han fracasado muchos hombres
aparentemente espirituales. Algunos
de ellos eran tan inocentes que habían
perdido todo contacto con la realidad
cotidiana de la vida en el complejo y
batallado mundo de los hombres. Pero
esta inocencia no era la auténtica.
Había en ella una ficción, una
perversión y frustración de la
verdadera vida espiritual. Su vacuidad

210
La reconquista del paraíso
era la del quietista, un vacío
meramente blanco y flojo: una ausen-
cia de conocimiento sin la presencia de
la sabiduría. Ignorancia narcisista del
bebé y no vacuidad del santo que, sin
reflexión ni auto-conciencia, es
animado por la gracia de Dios.
A esta altura, sin embargo, me siento
inclinado a objetar la interpretación del
Dr. Suzuki sobre la anécdota del «gran
eremita» que hizo arrestar a los
ladrones. Estoy tentado de creer que
en ésta su reacción existe, tal vez, una
pizca de lo que podríamos llamar
«sobrecompensa- ción». De hecho, hay
mucho Zen en esto de los bandidos y
el «gran eremita». Sin duda éste es el
tipo de historia que el lector occidental
distinguirá inmediatamente como
representativa del espíritu del Zen. Y tal
vez el Dr. Suzuki se halla tan en guardia
contra una interpretación de ese cariz
que, por supuesto, resultaría propicia a
la vieja acusación de antinomismo. El
«gran eremita» no parece tener
demasiado respeto por leyes, cárceles y
policías.
Pero, cuando examinamos la fábula
con mayor detenimiento, advertimos
que su idea central va por otros
rumbos. Nadie dice que los ladrones
no deban ir a la cárcel. Lo que se
afirma es que los eremitas no cuentan
entre sus faenas la de enviar criminales

211
El Zen y los pájaros del deseo
a prisión. Claro está que el salteador
debiera haber respetado los derechos
de la propiedad; pero el ermitaño,
consagrado a una vida de pobreza y
«vacío», ha renunciado a su derecho a
posesiones, propiedades o seguridad
material alguna. Por lo tanto, si es lo
que debiera ser, hará lo que el granjero
del Dr. Suzuki, que facilitó una escalera
a quien le hurtaba sus manzanas. Pues
no: estos monjes están espiritualmente
enfermos. Lejos de haberse vaciado de
sí, están llenos de ellos mismos,
reaccionan coléricos cuando alguien
toca, o sólo amenaza, sus intereses
egoístas. Cobran venganza de los
males que se les causan, porque son
indefensos prisioneros de un «yo» que,
como tal, puede ser dañado y sentirse
ofendido. En las palabras del «Sendero
de Virtud» (Dhammapada):
No es de verdad un anacoreta
aquel que oprime a los demás;
No es asceta quien aflige a un
semejante.
Esto es casi idéntico a un dicho del
Abate Pastor:
«Aquel que riñe no es monje;
quien devuelve mal por mal no es
monje; quien se enfada no es
monje». (The Wisdom of the

212
La reconquista del paraíso
Desert, XiLIX.)
De modo que hay más culpa en los
eremitas iracundos que en los
ladrones, pues son precisamente las
personas de esa calaña quienes hacen
criminales de los indigentes. Aquellos
que adquieren desmesuradas
posesiones y las defienden contra sus
semejantes obligan a estos últimos a
robar para ganarse la vida. Eso es, al
menos, lo que piensa Poemen, el Abad,
quien al aconsejar al «gran eremita»
que liberara a los criminales de sus
calabozos no se muestra sentimental ni
antisocial: sólo ofrece a sus monjes una
lección de pobreza. Ellos se habían
negado a conocer el paraíso que había
dentro suyo, por medio del despren-
dimiento y la pureza de corazón: por el
contrario, habían deseado la oscuridad
y el engaño por amor a sus propias
posesiones y comodidades.
Desdeñando la «sabiduría» que
«saborea» la presencia de Dios en
libertad y vacuidad, optaron por el
«conocimiento» de lo «mío» y lo
«tuyo», la violación de cuyos derechos
se «venga» por medio de la policía y la
tortura.

2
Los padres de la Iglesia han

213
El Zen y los pájaros del deseo
interpretado la creación del hombre «a
imagen y semejanza de Dios» como
prueba de que es capaz de la
contemplación y de la inocencia
edénica, siendo incluso estas
cualidades el propósito mismo de su
creación. El hombre está hecho de
forma tal que, en estado de vacuidad y
pureza de corazón será espejo de la
pureza y libertad del Dios invisible y,
por lo tanto, perfectamente uno con El.
Pero la reconquista de este paraíso que
se esconde siempre dentro de
nosotros, al menos como posibilidad,
plantea grandes dificultades prácticas.
Dice el Génesis que un ángel guarda el
sendero de retorno al Paraíso,
blandiendo una espada llameante que
«gira en todas direcciones». Pero no
por esto el regreso es completamente
imposible. Como dice San Ambrosio:
«Todos quienes aspiren a regresar al
paraíso han de ser probados por el
fuego». (Oportet omnes per ignem
pro- bari quicumque ad paradisum
redire desiderant. In Psal- mam 118,
XX, 12. Citado por Stoltz, p. 32.) Fatigas
y tentaciones nos acechan en la senda
que conduce desde el conocimiento
hasta la inocencia o purificación del
corazón. En ella hay que lidiar con
inmensas dificultades y superar
obstáculos que parecen exceder, y así
es en realidad, las fuerzas de un ser
humano.

214
La reconquista del paraíso
El Dr. Suzuki no ha mencionado a
uno de los actores protagonistas del
drama de la Caída: el demonio. En el
Budismo existe, sin duda, un concepto
muy definido de este personaje (Mora:
el tentador) y si ha existido alguna vez
una espiritualidad más preocupada por
lo diabólico que la del desierto, es la
del Budismo Tibetano. En cambio, el
demonio hace escasas apariciones en
el Zen. Podemos verlo, ocasionalmente,
en estos «Dichos de los Padres». Pero
su presencia resulta notoria, por
doquier, en el desierto, que por otra
parte es su cubil. El primero y más
grande de los eremitas, San Antonio,
compone un tipo clásico: el luchador
contra el demonio. Los Padres del
Desierto invadieron el territorio
exclusivo del diablo para recobrar el
paraíso venciéndolo en lucha frente a
frente.
Sin abordar la delicada faena de
identificar plenamente a este espíritu
ubicuo y malévolo, recordemos que en
las primeras páginas de la Biblia
aparece como un personaje que ofrece
al hombre el «conocimiento del bien y
del mal» como cosa «mejor», superior
y más «divina» que el estado de
inocencia y vacío. Y en las últimas
páginas de la Biblia el diablo resulta
«apartado» finalmente: se restaura en
el hombre la unidad con Dios en el

215
El Zen y los pájaros del deseo
Cristo y esto destierra al demonio. El
punto más significativo en estos versos
del Apocalipsis (12: 10) reside en que al
diablo se lo llama «acusador de
nuestros hermanos... que los inculpó
ante Dios, día y noche». En el Libro de
Job, el diablo no sólo es quien causa
las aflicciones de Job, sino que también
desempeña el papel de «tentador» a
través de la moralización de los amigos
de Job.
Estos últimos suben al escenario
como consejeros y «consoladores»
ofreciendo a Job los frutos de su
ciencia moral. Pero cuando Job insiste
en que sus sufrimientos no tienen
explicación, siéndole imposible
descubrir la razón de sus padeceres
por medio de conceptos éticos con-
vencionales, sus amigos se convierten
en acusadores, y fustigan a Job
pecador. De modo que, de
consoladores, han pasado a
torturadores, por obra y gracia de su
propia moralidad, y haciéndolo así se
convierten en instrumentos del
demonio mientras gritan su condición
de abogados del Señor.
En otras palabras, en el reino del
conocimiento o scien- tia el hombre es
víctima de la influencia diabólica. Esto
en nada altera el hecho de que el
conocimiento es bueno y necesario.
Pero aún cuando nuestra «ciencia» no

216
La reconquista del paraíso
nos defraude, tiende sistemáticamente
a engañarnos. Sus perspectivas no
coinciden con las de nuestra íntima
naturale- leza espiritual. Y al mismo
tiempo nos desconciertan sin cesar la
pasión, la adicción al yo y las
«estratagemas del diablo». El reino del
conocimiento es, pues, tierra de alie-
nación y peligro en la que no somos
de verdad nosotros mismos,
amenazados como estamos de una
total esclavitud a manos del poder de
la ilusión. Todo esto es cierto no sólo
cuando caemos en el pecado sino
también cuando lo evitamos. Los
Padres del Desierto descubrieron que
la más peligrosa actividad del
demonio se descargaba contra el
monje sólo cuando éste alcanzaba la
perfección moral, esto es una
«pureza» y virtud en apariencia
suficiente para permitirle cierto orgullo
espiritual. En este punto comenzaba la
batalla contra el último y más sutil de
los lazos terrenales : el aprecio por la
propia excelencia espiritual, el amor
por el propio yo espiritualizado,
purificado y «vaciado», narcisismo de
los perfectos, los pseudo-santos y los
místicos de la impostura.
Como dijo San Antonio, la única
salida es la humildad. Y el concepto de
humildad de los Padres del Desierto
corresponde muy estrechamente al de

217
El Zen y los pájaros del deseo
pobreza espiritual, que acaba de
describirnos el Dr. Suzuki. Uno no debe
poseer ni retener absolutamente nada,
ni siquiera un yo en el cual pueda
recibir angélicas visitas, ni siquiera una
des- yoización de la que pueda
enorgullecerse. La legítima santidad no
es la obra del hombre que se purifica a
sí mismo, sino Dios en Persona,
presente en Su propia luz trascendental
que, para nosotros, es el vacío.

3
Examinemos detenidamente dos
textos de la Patrística sobre la ciencia
(scientia) o conocimiento que surgiera
del pecado de Adán. Dice San Agustín:
«Se describe a esta ciencia como
el reconocimiento del bien y el mal
porque el alma debe dirigirse hacia
lo que está por sobre ella misma,
esto es hacia Dios, olvidando lo
que está por debajo, que, es el
goce del cuerpo. Pero si,
abandonando a Dios, el alma se
vuelve hacia sí misma con ánimo
de disfrutar su propio poderío
espiritual, como prescindiendo del
Señor, hínchase del orgullo que
está en el principio de todos los
pecados. Y cuando recibe,
entonces, el castigo que le han

218
La reconquista del paraíso
valido sus faltas, aprende por
experiencia la vastedad de la
distancia que separa al bien que
desdeñó del mal en que ha caído.
Esto es, pues, lo que signiñca
haber probado el sabor del fruto
del árbol del conocimiento del
bien y del mal». (De Genesi contra
Manichaeos, ix. Migne, P. L., vol.
34, col. 203.)
Y también, en otro pasaje:
«Cuando el alma se aparta de la
sabiduría (sa- pientia) del amor,
que es siempre inmutable y uno,
deseosa del conocimiento
(scientia) que genera la experiencia
de las cosas temporales y
tornadizas, resulta inflada, más que
edificada. Y abultada de este modo
el alma se precipita de su beatitud,
como llevada por su propio peso».
{De Trinitate xii, II. Migne, P. L., vol.
42, col. 1.007.)
Unas breves palabras de comentario
echarán más luz sobre este concepto
del «conocimento» y sus efectos. Pri-
meramente, puede decirse que el
estado en que el hombre fue creado se
define por una inconciencia-de-sí, una
«extensión» hacia lo que
metafísicamente es superior que él,
aunque, sin embargo, se encuentra

219
El Zen y los pájaros del deseo
presente en la intimidad de su propio
ser, de modo que él mismo está oculto
en Dios y unido a El. Para San Agustín,
esto corresponde a la inocencia
edénica y a la «vacuidad». El
conocimiento del bien y del mal se
inicia con la fruición de cosas senso-
riales y temporales por sí mismas, acto
que confiere al alma la conciencia de
sí, centrándola en su propio placer.
Percibe ahora lo que es bueno o malo
«para ella». Tan pronto como esto
ocurre, se produce un rotundo cambio
de perspectiva, por el que el alma pasa
de la unidad o sabiduría (idénticas a
vacuidad y pureza) a una nueva situa-
ción de dualidad. Esta se caracteriza
por su ñamante conciencia de sí misma
y de Dios, como dos entidades separa-
das. El alma ve en Dios un objeto de
sus deseos, una razón para sus
temores, pues no está ya perdida en El
como sujeto trascendente. Dios se le
antoja, además, una criatura
antagónica y hostil. Y, sin embargo, se
siente atraída hacia El como bien
supremo. Es la experiencia de sí misma
lo que, convertido en una «carga»,
gravita alejándola de Dios. Cada acto
de auto-afirmación acrecienta la
tensión dual entre el yo y Dios.
Recordemos la frase de Agustín: amor
meus, pondus meum. «Mi amor es un
peso, una fuerza gravitacional».
Amando las cosas temporales, uno va

220
La reconquista del paraíso
ganando cierta engañosa solidez,
cierta entidad que gravita «hacia
abajo», comunicándonos, en otras
palabras, la necesidad de cosas que, en
la escala del ser, están más abajo que
uno mismo. De estas cosas depende
nuestra au- toafirmación. Esta suerte
de carga gravitacional culmina con la
esclavitud de las fatigas materiales y
temporales, y finalmente con el
pecado. Sin embargo, el propio peso
no es más que una ilusión, el resultado
de un «hinchar» con orgullo,
«abultando» sin realidad. El yo que
parece hundirse bajo el peso de su
amor, arrastrado por las cosas
materiales, es, de hecho, una cosa
irreal. A pesar de esto, conserva cierta
existencia empírica que le es propia: es
lo que pensamos que somos. Y esta
existencia empírica recibe un refuerzo
en cada acto de deseo o temor
egoístas. Pero no es el ser verdadero,
la persona cristiana, la imagen de Dios
signada por el parentesco de Cristo. Se
trata del falso yo, la imagen
desfigurada, la caricatura, la vacuidad
que ha sido hinchada y ahora está
llena de sí misma, generando para sí
una ficticia solidez. Tal es el comentario
de Agustín sobre la frase de San Pablo:
scientia influí. «El conocimiento
hincha».
Estos dos pasajes de San Agustín son
suficientemente
221
El Zen y los pájaros del deseo
paralelos al proceso que el Dr. Suzuki
describe en aquello de que «de la
Vacuidad de la Mente surge
misteriosamente un pensamiento y así
tenemos el mundo de las multi-
plicidades». Por supuesto, no diré que
San Agustín enseñaba Zen. ¡ Nada de
eso! Restan diferencias profundas y
significativas que no es necesario
estudiar en este punto. Bástenos con
dejar dicho que también existen ciertas
importantes semejanzas, atribuibles en
gran parte al platonismo de San
Agustín.
Una vez instalados en el estado de
«conocimiento del bien y del mal», nos
es preciso admitir el hecho y com-
prender nuestra situación, viéndola en
relación con la inocencia para la cual
fuimos creados, que hemos extraviado
y que podemos recuperar. Pero,
mientras tanto, se impone tratar al
conocimiento y la inocencia como
realidades complementarias. Este es el
más delicado de los problemas
examinados por los Padres del
Desierto; a muchos los condujo al
desastre. Conocían la diferencia entre
el «conocimiento del bien y del mal»
por un lado y la inocencia o vacío por
el otro. Pero, como ha observado sa-
biamente el Dr. Suzuki, corrían el
riesgo de concebir soluciones
abstractas y super-simplificadas.

222
La reconquista del paraíso
Fueron demasiados los que, entre
ellos, pretendieron desenvolverse con
la pura inocencia, prescindiendo del
conocimiento. En nuestros Dichos,
Juan el Enano es un caso a propósito.
Desea alcanzar un estado en el que no
exista la tentación, ni siquiera la
inquietud de una ligera pasión. Todo
esto no es más que una sofisticación
del «conocimiento». En lugar de
conducimos a la inocencia, nos lleva a
la quinta esencia del más puro amor
de sí. Induce a la creación de una
pseudo-vacuidad, un yo
exquisitamente purificado, tan perfecto
que puede descansar sobre sí mismo
sin el menor indicio de grosera
reflexión. Pero esto no es el legítimo
vacío: ha sobrevivido un «yo» que es
sujeto de la pureza y propietario de la
vacuidad. Y esto, como advirtieron los
Padres del Desierto, proclama la
victoria final de la tentación sutil. Lo
que queda es un hombre arraigado y
aprisionado en su puro ser, que
discierne hábilmente lo bueno de lo
malo, el yo del no-yo, la pureza de la
impureza. Pero que, sin embargo, no
es inocente. Es, sí, un maestro del
conocimiento espiritual. Y como tal,
pasivo aun ante las acusaciones del
demonio. Puesto que es perfecto, lo
azota el peor de todos los engaños. Si
fuera inocente, estaría libre del

223
El Zen y los pájaros del deseo
engaño.
El hombre que halla,
verdaderamente, su desnudez es-
piritual, comprendiendo que está vacío,
no viene de adquirir su vacuidad ni de
convertirse en algo vacío. La verdad es
que «ha estado vacío desde el
principio», como ha observado el Dr.
Suzuki. O, para decirlo con el lenguaje
más afectivo de San Agustín y San
Bernardo, «ama con el puro amor».
Esto es, que ama con una pureza y una
libertad que emanan directa y
espontáneamente del hecho de que ha
recuperado plenamente la semejanza
divina, perdido ahora en Dios y
convertido en su yo verdadero y total.
Es uno con Dios y con El se identifica,
por lo cual nada sabe de ego alguno
que habite dentro suyo. Sólo sabe del
amor. Como dice San Bernardo: «Aquel
que ama de esta forma, simplemente
ama, y nada conoce fuera del amor».
Qui amat, amat e aliud novit nihil.
Los Padres del Desierto pueden
haber articulado plenamente o no su
expresión de este tipo de vacuidad,
pero sin duda lo intentaron. Y el
instrumento con que abrieron los
cerrojos sutiles del engaño espiritual
fue una virtud llamada discretio. A la
discreción calificó San Antonio como la
más importante de las virtudes del
desierto. Gracias a ella había aprendido

224
La reconquista del paraíso
el valor de la sencilla faena manual. Ella
enseñó a los padres que la pureza de
corazón no consistía sólo en el ayuno y
la mortificación. La discreción —
también llamada discernimiento de los
espíritus — es hermana, en verdad, del
reino del conocimiento, puesto que
distingue lo bueno de lo malo. Pero
ejercita sus funciones a la luz de la
inocencia y referida a la vacuidad. No
juzga en términos de entidades
abstractas tanto como en referencia a
la pureza interior del corazón. La
discreción formula juicios e indica
opciones, pero unos y otras señalan
siempre hacia la dirección del vacío o
pureza de corazón. La discreción es
función de la humildad, y por lo tanto
se define como rama del conocimiento,
localizada fuera del alcance de la
confidencia diabólica y su perversión.
(Ver Casiano, Conferencia II, De Discre-
tione. Minge, P. L., vol. 49, c. 523 ff.)
4
Juan Casiano, en su relato de las
«conferencias» que escuchó entre los
Padres del Desierto, nos informa de la
norma básica de la espiritualidad del
desierto. ¿En qué consiste el propósito
y fin de la vida monástica? Tal es el
tema de la primera conferencia.

225
El Zen y los pájaros del deseo
La respuesta dice que la vida
monástica tiene un propósito que se
despliega en dos aspectos. Debe
encaminar al monje, primeramente, a
fin intermedio, y luego a un fin último,
estado terminal de totalización. El fin
intermedio o scopos es lo que hemos
estado llamando pureza de corazón, y
corresponde aproximadamente al
término «vacuidad» del Dr. Suzuki. Este
corazón es puro, o también «perfectum
ac mundissimum» (perfecto y de
máxima pureza), en otras palabras, se
ha liberado por completo de
pensamientos y deseos intrusos. El
concepto, de hecho, corresponde más
bien a la apatheia de los estoicos que a
«aquello-que-es-tal-como-es» del Zen.
Pero, de todos modos, el parentesco es
cercano. Estamos ante el quies, o re-
poso, de la contemplación: un estado
de libertad de todas las imágenes y
conceptos que perturban e invaden el
alma. El clima favorable para la
theologia, suprema contemplación,
que excluye hasta las ideas más puras y
espirituales, no admitiendo concepto
de ninguna clase. No conoce a Dios
por conceptos o visiones, sino tan sólo
por «desconocimiento». Este es el
lenguaje de Evagrius Pon- ticus,
severamente intelectual, lo que le
aproxima al Zen con ventaja sobre
teólogos más emotivos de la plegaria,

226
La reconquista del paraíso
como es el caso de San Máximo y San
Gregorio de Nyssa. El propio Casiano,
aunque próximo a Evagrius y simpati-
zando con él, da al concepto de pureza
de corazón un equilibrio afectivo
característicamente cristiano, insistien-
do en que debe definírsela
simplemente como «perfecta caridad»
o amor a Dios incontaminado de todo
regreso al yo. Esta calificación
corporizaría una diferencia consi-
derable entre la «pureza de corazón»
de los cristianos y el «vacío» del Zen,
pero las relaciones entre estos dos
conceptos requieren un estudio
ulterior.
Resta decir una cosa, que es de la
mayor importancia. La pureza de
corazón no es el fin último de los
afanes del monje en el desierto. Se
trata solamente de un escalón. Hemos
dicho más arriba que el paraíso no es,
todavía, el cielo. El paraíso no
constituye el objetivo final de la vida
espiritual. De hecho, representa sólo
un regreso al verdadero comienzo. Es
un «empezar de nuevo». El monje que
realiza en sí la pureza de corazón y, en
cierta medida, restaura la inocencia
perdida por Adán, no está aún al final
de su viaje. Sólo se encuentra pronto
para partir. Está dispuesto para una
nueva faena que «no ha visto ojo algu-
no, ni han escuchado oídos humanos

227
El Zen y los pájaros del deseo
ni ha llegado a concebir el corazón del
hombre». La pureza de corazón, dice
Casiano, es el fin intermedio de la vida
espiritual. Pero el fin último no es otro
que el Reino de Dios. Esta es una
dimensión que no forma parte del
reino del Zen.
Podría objetarse que esto último
desbarata, directamente, todo lo que
se ha dicho acerca de la vacuidad, re-
tomándonos a un estado de dualidad
y, por lo tanto, al «conocimiento del
bien y del mal», dualismo del hombre
ante Dios, etc. Pero no hay tal
regresión. La pureza de corazón sitúa al
hombre en un estado de unidad y
vacío donde él es uno con Dios. Pero
ésta es una preparación necesaria, no
para la batalla entre el bien y el mal,
sino para la auténtica obra de Dios que
se revela en la Biblia: el acto de la
nueva creación, la resurrección de los
muertos, la restauración de todas las
cosas en Cristo. Esta es la dimensión
real del Cristianismo, dimensión
escatológi- ca que le es propia y
peculiar, sin paralelo alguno en el
Budismo. El mundo fue creado sin el
hombre, pero la nueva creación, que es
en verdad Reino de Dios, será obra
divina en y a través del hombre. Ha de
ser el acto grande, misterioso, del
Cristo Místico, el Nuevo Adán en quien
todos los hombres como «una

228
La reconquista del paraíso
Persona» o como «hijo de Dios»
transfigurarán el cosmos para
ofrecerlo, resplandeciente, al Padre.
Aquí mismo, durante esta transfigura-
ción, tendrá lugar el apocalíptico
matrimonio entre Dios y Su creación,
consumación final y perfecta que no
han soñado siquiera los misticismos
terrenales, aunque se la discierne
vagamente en los símbolos e imágenes
de las últimas páginas del Apocalipsis.
Naturalmente, a esta altura hemos
regresado al reino del concepto y la
imagen. Pensar en estas cosas,
especular en su torno, es, tal vez, un
alejamiento desde el «vacío». Pero se
expresa por una actividad de fe, que
pertenece a nuestro plano del
conocimiento y nos condiciona para
una inocencia superior y más vigilante:
inocencia como de sabias vírgenes que
están a la espera con sus antorchas
encendidas, vacías de una vacuidad
que es la de la gloria del Verbo Divino,
inflamadas por la presencia del Espíritu
Santo. Esta presencia y aquella gloria
no son objetos que «entran» a la
vacuidad y la «llenan». No son otra
cosa que la propia condición de Dios,
«el-que-es-tal- como-es».
No estoy perfectamente al tanto de
toda la literatura cristiana producida por
los teólogos cultos, talentosos y
mentalmente agudos que han intentado

229
El Zen y los pájaros del deseo
esclarecer intelectualmente sus
experiencias, y, por lo tanto, es posible
que mis comentarios sobre la
Cristiandad, sus doctrinas y tradiciones,
resulten por completo descaminados.
No obstante, me atrevo a decir que
existen dos tipos básicos de mentalidad,
que difieren fundamentalmente entre sí:
(1) afectiva, personal y dualística, y (2)
no-afectiva, impersonal y no-dualística.
El Zen sustenta la última y el
Cristianismo, naturalmente, la primera.
El contraste básico puede ilustrarse por
medio del concepto de * vacuidad».
Temo que la vacuidad del Padre
Merton, cuando utiliza este término, no
va lo suficientemente lejos, ni hondo.
Ignoro quién formuló por primera vez la
distinción entre la Divinidad y el Dios
como Creador. Es una noción sor-
prendentemente ilustrativa. La vacuidad
del Padre Merton se halla, aún, a nivel
de Dios Creador, y no se ha remontado
hasta la Divinidad. Lo mismo ocurre con
Juan Casiano. De acuerdo al Padre
Merton, aquél tiene a «la condición de
Dios tal-como-es» por fin último de la
vida monacal. A mi juicio, esta
interpretación corresponde a la
vacuidad de Dios como Creador, y no a
la de la Divinidad. El vacio del Zen no es
vacío de la nada, sino de plenitud en la
cual «nada se gana ni se pierde, ni
aumenta o disminuye», expresado por

230
Observaciones finales
esta ecuación : cero-infinito. La Di-
vinidad es esta ecuación. En otras
palabras, cuando Dios Creador surgió
de la Divinidad, no dejó a esta última
detrás suyo. Tiene a la Divinidad
consigo al mismo tiempo que realiza la
obra de la creación. Esta es una labor
continua, que prosigue hasta la
consumación de los tiempos, que en
realidad no tiene fin y por lo tanto
tampoco principio. Pues la creación
proviene de la inextinguible nada.
El Paraíso jamás fue perdido ; por eso
jamás lo recuperaremos. Como dice
Staretz Zosima, según el Padre Merton,
tan pronto como uno lo desea, es decir,
tan pronto como uno toma conciencia
del hecho, el Paraíso está íntimamente
con uno, y esta experiencia es el ba-
samento sobre el que se edifica el reino
de los cielos. Escatològicamente esto es
incomprensible, aunque lo
comprendemos en cada momento de
nuestra vida. Lo vemos siempre frente a
nosotros, pero en realidad no dejamos
de estar en él. Este es el engaño que
estamos condicionados para sufrir como
seres en el tiempo, o más bien com
«devenires» en el tiempo. La ilusión se
disipa en el preciso instante en que
experimentamos todo esto.
Intelectualmente hablando, es el Gran
Misterio. En términos cristianos, la

231
El Zen y los pájaros del deseo
Divina Sabiduría. Hay, no obstante, un
extraño aspecto: cuando
experimentamos esto cesan nuestras
preguntas; lo aceptamos, o simplemente
lo vivimos. Teólogos, dialécticos y
existencialistas pueden seguir con sus
controversias sobre el asunto, mientras
la gente común, incluyéndonos a todos
nosotros, forasteros, vive «el misterio».
Una vez preguntaron a un Maestro Zen:
—¿Qué es Tao? (Podemos tomar a
Tao como última verdad o realidad.)
—Es la mente nuestra de cada día.
—¿Qué es nuestra mente de cada día?
—Cuando estás fatigado, duermes;
cuando tienes hambre, comes.

232
OBSERVACIONES FINALES
Los temas planteados por el Dr.
por Thomas
Suzuki son de singular Merton
relevancia. Ante
todo, es obvio que el tono fuertemente
personalista del misticismo cristiano,
aún en sus expresiones más
desapasionadas, parece eliminar en
términos generales una equiparación
con la experiencia Zen. Sorteando
prudentemente la distinción entre
«Dios y la Divinidad» no hago más que
evitar un espinoso problema teológico.
Esta distinción, de un carácter
claramente dua- lístico, ha sido
condenada técnicamente por la Iglesia.
Lo que el Dr. Suzuki quiere expresar, en
sus autorizadas impresiones sobre
Eckhart y los místicos renanos, debe
plantearse en otros términos. Los
teólogos de la Iglesia Oriental han
tratado de significarlo con su distinción
entre «energías divinas» (en las cuales y
por medio de las cuales Dios «obra»
fuera de Sí mismo) y «substancia divi-
na», más allá, esta última, de todo
conocimiento y experiencia. John
Ruysbroeck lo reduce a una distinción
entre la Trinidad de Personas y la
Unidad de la Naturaleza. No puedo
resolver aquí si esto es satisfactorio o
no. El éxtasis místico de Ruysbroeck se
define como «vacuidad sin modo». Por
«modo» parece entender Ruysbroeck
una manera determinada de ser que
pueda ser aprehendida y concebida

233
El Zen y los pájaros del deseo
intelectualmente. Conocemos a «Dios»
en nuestros conceptos de Su esencia y
atributos, pero «más allá de cualquier
modo» (y por lo tanto de toda
concepción) en Su realidad
trascendente e inefable que, para el Dr.
Suzuki, es la «Divinidad» o «lo-que-es-
tal-como-es». Si es esto lo que ha
querido decir, pienso que su enfoque
es por completo aceptable y coincido
de todo corazón. Dice Ruysbroeck:
«Pues la impenetrable ausencia de
modo en Dios es tan oscura, tan sin
modo, que en sí misma engloba todos
los modos divinos... y en el abismo de
la inno- minación de Dios hace el
deleite Divino. En esto hay un gozoso
abandono y un dejarse flotar y un
sumergirse en la desnudez esencial,
con todos los nombres Divinos y todos
los modos de Dios y toda razón
viviente que tenga su imagen en el
espejo de la verdad divina: todos éstos
se precipitan en esta simple desnudez,
en busca de un modo y sin razón».
Creo que esta «desnudez esencial»
corresponde a la vacuidad de la
Divinidad en los términos del Dr.
Suzuki, más claramente que la cita de
Cassiano. Pero es indudable que
Ruysbroeck ha avanzado en el camino
hacia el Zen mucho más que los Padres
del Desierto o Cassiano. Ruysbroeck es
discípulo de Eckhart, quien a su vez ha

234
Observaciones finales
impresionado al Dr. Suzuki como el
místico cristiano más próximo al Zen.
Si en mi propia exposición no he
hablado demasiado de este
«sumergirse en la desnudez esencial»
de Dios no es porque insista en la
percepción humana del Dios como
Creador sino que más bien, por lo
menos implícitamente, he subrayado la
dependencia que el hombre
experimenta hacia el Señor como
Salvador y dador de gracia. Claro que
al mencionar un «dador», un
«receptor» y un «don» me expreso
más en términos de Conocimiento que
de Sabiduría. Y esto es inevitable,
justamente porque, de acuerdo al Dr.
Suzuki, nuestra condición presente nos
impone una ineludible preocupación
ética. Pero lo ético no es último. Más
allá de toda consideración sobre lo
bueno y lo malo está la simplicidad, la
pureza, la vacuidad o condición de «lo-
que-es-tal-como-es» para las que no
hay ni puede haber mal en absoluto,
puesto que no puede coexistir con el
ordenamiento moral. Tan pronto como
se produce el pecado, el «yo» se hace
presente, afirmando su propio ego-
centrismo y destruyendo la pureza de
la auténtica libertad. Al mismo tiempo,
me parece que desde un punto de
vista cristiano la suprema pureza, la
vacuidad, la libertad y «el-ser-tal-

235
El Zen y los pájaros del deseo
como-es» tienen, aún, el carácter de
don gratuito de amor, y es tal vez en
esta libertad de dar sin razón, sin
límites, sin devolución, sin cálculo
egoísta donde se halla el auténtico
secreto del Dios que «es amor». No
puedo desarrollar la idea en este
momento, pero tengo la impresión de
que, en el plano de los hechos, el
equivalente cristiano más puro para la
fórmula del Dr. Suzuki cero .'infinito
debe buscarse precisamente en la
básica intuición cristiana de la divina
misericordia. No me refiero a la gracia
como substancia concreta que nos es
dada por Dios de la nada, sino a la
gracia estrictamente como vacuidad,
como libertad o liberalidad, como don.
Quisiera agregar que el Dr. Suzuki ha
tratado este tema desde el mismo
punto de vista en sus ensayos,
extremadamente interesantes, sobre el
Nembutsu y el «Budismo de la Tierra
Pura» 18. Esto ya no es Zen, y está
mucho más cerca del Cristianismo que
el Zen. En términos cristianos, la «va-
cuidad» y la «desnudez» se identifican
con la plenitud en tanto y en cuanto
dones gratuitos. Pero, para no
contaminar a la idea de don con un
tono divisorio y «dualístico»,

18 Por ejemplo, «Passivity in the Buddhist Life», cn Essays in Zen Buddhism,


Serie II, Londres, 1958.

236
Observaciones finales
recordemos que Dios es Su propio
Don, que el Don del Espíritu es un
obsequio de libertad y vacuidad. El
acto de dar surge de Su Divinidad, y,
como dice Ruysbroeck, a través del
Espíritu nos sumergimos en la
desnudez esencial de la Divinidad,
donde «las propias profundidades
permanecen incomprendidas... Este es
el obscuro silencio en que se pierden
todos los que aman».
Comparto, naturalmente, el rechazo
del Dr. Suzuki por una vacuidad que
está meramente vacía, no siendo más
que un contrapeso de cierta imaginaria
plenitud que en ella reclina su
aislamiento metafísico. No. Cuando nos
hemos vaciado somos capaces de una
plenitud que jamás ha faltado en
nosotros. Se ha perdido el Paraíso en la
medida en que nos hemos implicado
en la complejidad, hiriéndonos hasta el
punto de enajenarnos nuestra propia
libertad y nuestra simplicidad. Sólo un
gracioso don de la misericordia divina
puede abrirnos el Paraíso. Sin
embargo, es también cierto que el
Paraíso ha estado siempre presente en
nosotros, puesto que el Mismo Dios lo
está, aunque tal vez en forma
inaccesible.
Creo que la intuición del Dr. Suzuki
con respecto a la naturaleza
escatológica de la realidad es

237
El Zen y los pájaros del deseo
intensamente vivida y profunda, y, se
me antoja, mucho más profundamente
cristiana de lo que tal vez él mismo
imagina. También en este sentido
quisiera contemplar esta realidad des-
de el punto de vista de la libertad y el
«don». Estamos en la «plenitud del
tiempo» y todo nos es «dado» en
nuestras manos. Imaginamos que
estamos viajando hacia un fin que ha
de venir, y en cierto sentido esto es
cierto. La Cristiandad se desplaza en
una dimensión esencialmente histórica,
hacia la «restauración de todas las
cosas en Cristo». Sin embargo, dicha
restauración ya se ha cumplido cuando
Cristo conquistó a la muerte y cuando
fue enviado el Espíritu Santo. Sólo le
resta una acabada manifestación. Pero
también debemos recordar, como los
Padres del Desierto, que «el juicio final
es ahora». Para quien no experimenta
la realidad que alienta detrás del
concepto, esto no es más que una
ilusión. Para quien lo ha entrevisto, la
consecuencia más obvia consiste en
hacer lo que aconseja el Dr. Suzuki:
vivir su propia vida ordinaria. Según las
palabras de los primeros cristianos,
alabar a Dios y tomar nuestros
alimentos «en simplicidad de corazón».
Esta simplicidad a la que se refieren es
la completa ausencia de
preocupaciones formales sobre ali-

238
Observaciones finales
mentos buenos o prohibidos, maneras
de comer correctas o incorrectas,
maneras de vivir justas o condenadas.
«Cuando estás cansado, duermes;
cuando tienes hambre, comes.» Para el
budista, la vida es una plenitud estática
y ontològica. Para el cristiano se trata
de un don dinámico, una plenitud de
amor. Hay muchas diferencias entre las
doctrinas de ambas religiones, pero me
siento profundamente agradecido por
haber descubierto en este diálogo con
el Dr. Suzuki que, gracias a sus
penetrantes intuiciones sobre el
pensamiento místico occidental,
podemos comunicarnos mutuamente
en forma tan fácil y agradable, en el
nivel más profundo y significativo.
Siento que, cuando me dirijo a él,
dialogo con un «conciudadano», cuyas
creencias difieren en muchos aspectos
de las mías, pero con quien comparto
un clima espiritual común. Esta unidad
de aspiraciones y propósitos me
parece de una importancia decisiva.

239
El Zen y los pájaros del deseo
POSTFACIO

Este libro está, realmente, cabeza


abajo. El ensayo que ha sido escrito
más recientemente es el primero. La
mayoría de los materiales proviene de
los últimos tres o cuatro años. El
diálogo con Suzuki se remonta aún
más allá: cerca de diez años. Estuve
tentado de suprimir mis propias
«observaciones finales» en el diálogo, a
causa de su extrema confusión. No es
que resulten «erróneas» en el sentido
de «falsas» o «inexactas» sino que todo
intento de volcar al Zen en un lenguaje
teológico está condenado al fracaso. Si
he dejado estas observaciones donde
ahora están ha sido para brindarles un
ejemplo de cómo no han de
aproximarse al Zen.
Por otro lado, invertir el orden para
que cada artículo coincidiera con su
ubicación cronológica adecuada hubie-
ra resultado contraproducente. Si el
lector tiene dificultades con estas
últimas páginas, le conviene volver a

240
leer la Nota del Autor, en el comienzo.
Podría limpiar el terreno. Si ha
comenzado a leer el libro por el
postfacio, como hacen algunos, ha de
saber que es libre de leer el resto del
volumen en el orden que más le
agrade.
Una observación más. La cita
Wittgenstein («No pienses, mira») no
debe ser malinterpretada. La intuición
Zen, que ve la realidad en la vida
ordinaria, está, de hecho, en el polo
opuesto de la canonización del
«lenguaje vulgar» por el análisis
lingüístico. Es cierto que ambos casos
ejempliñcan un rechazo de las
mistificaciones y superestructuras
ideológicas que, en su intento de
darnos cuenta de lo que hay frente a
nosotros, se interponen en nuestro
camino. Pero, por una vez, voy a
coincidir completamente con el análisis
de Herbert Marcuse sobre el
«pensamiento unidimensional», según
el cual la propia racionalidad y
exactitud de la sociedad tecnológica y
sus variadas justificaciones viene a
reforzar una mistificación total. Es posi-
ble que alguna gente comprenda al
Zen en una especie de sentido
positivista, repudiando al «misticismo»,
entonces, desde un ángulo meramente
«burgués». Pero el Zen no puede ser
aprehendido mientras uno permanece
conformado, pasivamente, a cualquier
cuadro de imperativos culturales o

241
El Zen y lossean
sociales, pájaroséstos
del deseo
ideológicos,
sociológicos o cualesquiera otros. El
Zen no es unidimensional, y su rechazo
del pensamiento dualísíico no implica
la aceptación de una cultura totalitaria,
aunque una mala interpretación fatal
podría, de hecho, promover una
adaptación al facis- mo, y en realidad
así ha ocurrido en algunos casos. El Zen
propone una salida, una explosiva
liberación del conformismo
unidimensional, una reconquista de la
unidad que no equivale a la supresión
de los opuestos, sino que apunta a la
simplicidad que está más allá de ellos.
Existir y funcionar en el mundo de los
opuestos mientras se experimenta a
este mundo en términos de una
primaria simplicidad implica, por cierto,
si no una metafísica formal, al menos
un fondo de intuición metafísica. Esto
implica una perspectiva totalmente
diferente a la que domina nuestra
sociedad, y brinda a ésta su dominio
sobre nosotros.
De aquí, el dicho Zen: antes del Zen,
las montañas no eran más que
montañas y los ríos nada más que ríos.
Cuando me interné en el Zen, las
montañas ya no fueron montañas y los
ríos tampoco fueron ríos. Pero cuando
Postfacio
comprendí el Zen, las montañas fueron
sólo montañas y los ríos, sólo ríos.
La idea es que los hechos no son

242
sólo meros hechos. Hay una dimensión
cuyo fundamento está fuera del plano
de lo fáctico y lo ordinario. La cultura
industrial de Occidente se encuentra en
una curiosa situación: simultánea-
mente, ha alcanzado el éxtasis de una
racionalidad organizativa enteramente
totalitaria y el de un absurdo completo
y autocontradictorio. Los
existencialistas y otros pocos más han
señalado este absurdo. Pero la mayoría
insiste en ver sólo la maquinaria
racional, contra la que no valen las
protestas: porque, después de todo, es
«racional», y es «un hecho». Así es,
también, su contradicción interna.
Lo que tiene el Zen es que lleva las
contradicciones hasta sus últimas
consecuencias, donde uno debe optar
entre la locura y la inocencia. Y el Zen
sugiere que, en escala cósmica,
podríamos estamos dirigiendo hacia
una u otra. Hacia ellas, sí, porque, de un
modo u otro, locos o inocentes, ya
estamos en ellas ahora mismo.
Sería bueno abrir nuestros ojos y ver.

243
El artículo «El estudio del Zen» fue
publicado por primera vez en
Cimarrón Review de la Universidad
Estatal de Oklahoma en junio de
1968.
El capítulo segundo, titulado «La
nueva conciencia», es un resumen
del ensayo «El yo del hombre
moderno y la nueva conciencia
cristiana», publicado y registrado
originariamente por R. M. Bucke
Memorial Society de Montreal en su
Newsletter-Review, Vol. II, N.° 1,
abril de 1967.
«Una visión cristiana del Zen» fue
publicado, por primera vez, como
prefacio del libro de John C. H. Wu,
The Golden Age of Zen, editado por
el Committee on Com- pilation of
the Chínese Library.
El artículo sobre «D. T. Suzuki: el
hombre y su obra» apareció en

244
NOTAS

agosto de 1967 en la Universidad


Otani de Kyoto, Japón, en The
Eastem Buddhist (Nueva Serie) Vol.
II, N.° 1.
El ensayo sobre «La experiencia
trascendental» fue, también,
publicado y registrado
originariamente por la R. M. Bucke
Memorial Society de Montreal en su
Newsletter-Review, Vol. I, N.° 2,
septiembre de 1966.
Notas
La nota sobre «El Nirvana» presentó el
ensayo de Sally Donnelly «Marcel
and Buddha: A Metaphysics of En-
lightenment», a manera de
introducción, en el Journal of
Religious Thought de la Universidad
Howard, Vol. XXIV, N.° 1, 1967-68.
El capítulo titulado «El Zen en el arte
japonés» fue publicado por primera
vez, como crítica literaria, en The

245
Catholic Worker de julio-agosto de
1967.
El diálogo de la segunda parte vio la
luz en 1961, a través de New
Directions 17.
Los restantes pasajes fueron
redactados por Thomas Merton con
el propósito especifico de dar forma
integral a este libro.

246
72659189R10104
Made in the
72659189R10104 USA
Middletown,
DE 07 May
NOTA
FINAL

2018
Le recordamos que i sido
este prestado
gratuitamente para cacional
uso ex bajo
condición de ser do. Si es
destruido una así,
“Es
destrúyalo en forma que tienen los
detes,
inmediata. que, sabiendo ión
algo, de esos
n conocimientos ”.
—Miguel de
i publicaciones visite: Unamuno
vw.lecturasinegois
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Lectura sin Egoísmo
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El Zen en
y los pájaros del deseo -
su defecto
Thomaslecturasinegoismo@g
Mertona: Referencia: 4952
escríbanos
mail.com
Si usted cree que, por fin, ha com-
prendido lo que es el Zen,
comete el error más grande
de su aprendizaje. En el Zen
no hay nada que comprender.
El Zen nada enseña ni
NOTA nada
muestra; condena,
aprueba, recomienda,
FINAL o anuncia. El Zen
reglamenta
Foto J H Griffin

no es siquiera una experiencia


mística, pues no admite nin-
gún experimentador, ninguna
presencia aprehendida.
Nada.
De ahí que este libro no sea ninguna
“introducción” o “análisis”, pues no hay
nada que introducir o analizar; el Zen es lo
que es en una palabra o en mil palabras, en
un millón de años o en un instante. .
Thomas Merton, monje trapista que vivió
el budismo “por dentro , está libre de toda
sospecha de oportunismo; sus comentarios
de la experiencia Zen, más un diálogo sin
desperdicios con el famoso Dr. Suzuki,
componen un documento único en su
género. Kairós también ha publicado su
Humanismo cristiano.

Cubierta: Sauces y garcetas. Pintura de Huang Shen, siglo xviii. Museo de


ISBN 84-7245-308-1
Shanghai.

Sabiduría 9 788472 453081

perenne

9788472453081

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