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Dpto. de Lengua y Literatura.

Profesor CG 2018

M A P AS T E R M I N AL E S
Lucila Grossman (1993, Argentina)
Nombre: ________________________________________________________ Curso: ________ Fecha: _______ Tiempo: 125 min/3 hr

Unidad: Aspectos y formas discursivas del tema de la Identidad.


Objetivos de evaluación: Reconocen algunas de las variadas manifestaciones con que se presenta el tema de
identidad, sea personal, cultural o histórica, tanto en situaciones reales de comunicación habitual como en la
representación literaria, artística y en los medios.
Instrucciones generales: Lea los siguientes textos y realice las actividades propuestas al final de la guía.

TEXTO 1: 0.1 EL SILENCIO SÓLIDO


Cómo explicarle a los perros que me arden las muñecas (las iluminaciones de la furia deberían, ya, haberse callado) y
mi cabeza todavía trenza un tiktik volcánico.

Abro los ojos y en cada pupila un reptil, arrancado del agua, sus raíces medio venas, queriendo mover, invertir el paisaje.

Desde que resucité, la primera vez, esta mañana, en este cuarto gris y negro con olor a humedad, el escenario que
inventé para la catástrofe, pienso que nada de esto tiene sentido. Por eso sigo durmiendo. En mi cabeza resuenan
frases y escenas mezcladas, que retumban, como el eco de un témpano de hielo que cae. Lejos, en el desierto, en
cualquier lado. Se quiebra en mil pedazos sobre un piso maíz rajado de seco. Y se derrite.

El agua helada entra por las fisuras.

Lloro porque me despierto. Traté de levantarme y se me cayó la cabeza y rodó por el suelo. El mismo suelo con grietas
que son pasadizos al centro caliente del mundo. Quise pisarla, dos veces, y no me pude levantar. Me inunda un chirrido,
balbuceos que salen de un embudo de miel agria.

Tengo un estallido subterráneo enhebrado entre las sienes.

A las cuatro de la tarde veo dos posibilidades: seguir haciéndome creer que estoy muerta, mientras duermo desorbitada
en este colchón de escarcha con manchas de sustancia, o levantarme y ocuparme de hacer, creer que hago algo.

Me paro como en yoga: en último lugar la cabeza. Cada molécula que me roza me asfixia. El aire: baba, pesa como si
hubieran llovido o fueran a llover infinitos litros de pintura. La respiro. Doy tres pasos para adelante y dos para atrás. Al
menos no retrocedo. Mis piernas son dos víboras de cascabel naranjas y se odian tanto que se pican entre ellas. Hacen
presión desde las rodillas hacia el piso. Me caigo. El cuerpo es algo inútil. Me levanto. Voy al baño. Me cuesta mear porque
se levanta un ardor desde la punta de mi clítoris hasta el riñón izquierdo cada vez que cae una gota. Tengo olor a perro.

El cuerpo es algo muy inútil. Y la noche es perro.

Me miro las manos y veo en la izquierda una plumita verde tornasol clavada en una herida, que parece, es de ayer,
porque está abierta. Me la saco y la miro unos sesenta y cinco segundos atentamente. Le digo “hola plumita, y vos qué
hacías ahí?” y la tiro al inodoro. Si alguien me viera pensaría en lo idiota que soy hablándole a una pluma.

Nadie me ve porque casi no existo.

Las posibilidades rebotan en mi cráneo con un registro gravísimo, tibetano, cuando trato de entender cómo llegué
anoche. Lo de la pluma me obliga a pensar qué hice antes de llegar y caer con la fuerza de un jabalí tieso, vestida, en la
cama o lo que es lo mismo, qué hice después de ir al “Café de los Siervos”. Me acuerdo de que la música armaba círculos
concéntricos de sonido mientras Laura agitaba los brazos. Me acuerdo de que las luces violetas vibraban. Me acuerdo de
una pared que tenía uno de esos viejos tubos de led que si movés la cabeza rápido se transforma en el camello de Camel.
Creo que nos echaron, de la fiesta, creo que un pibe tiraba botellas, al final, si terminó todo mal, no me acuerdo.

Toco la puerta del cuarto de Marcos, no está en casa, eso no es raro. Voy al living, me acuesto boca arriba, en el piso que
transpira, con las piernas que transpiran, levantadas en la pared. Se me ocurre llamar a alguien a ver si el contacto
humano me revive en algún sentido suave. No encuentro el celular por ningún lado, solo sé de memoria mi número y no
tengo computadora porque nos cortaron la luz hace unos días. Quizás eso sea parte del escenario. Abro las persianas y
miro por la ventana.

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Veo figuras caprichosas sobre la vía pública.

Entra el sonido que es una ola uniforme de colectivos que van a cualquier lado, bocinas y voces que se hamacan todas
juntas al mismo volumen, construcciones o deconstrucciones de edificios o caños o postes de luz o casas o
megasupermercados, sirenas de bomberos o policías o ambulancias o gorjeos de millones de palomas que están
colgadas en fila a la misma altura que yo estoy colgada, pero enfrente de mi casa.

Lo que se escucha es el silencio sólido.

Cierro las persianas. La absoluta sensación de vacío con ecos gravísimos se transforma rápido en desesperación negra:
me siento empapada de muerte culposa sin referente y un alacrán sube por mis tobillos mordiendo pedacito a
pedacito. Deja dos líneas cruzadas. Agarro un libro. Pretendo que leo. A los pocos minutos decido cambiarme la remera
y arrancar para Parque Chas, ahí vive Laura.

Salgo a la calle a ver si se ilumina, la mueca, igual, ya sé, no puedo.

Toco el timbre un par de veces, me abre la abuela y dice que Laura se fue de viaje hace dos horas. Me quiero matar.
Me perdí como todas las veces que vengo y estuve cuarenta minutos dando vueltas por Berlín. Berlín y Berlín. Laura
vive en una calle circular. Recién ahora me acuerdo de su voz diciéndonos, ayer, que no quería dormir porque se iba
hoy con su abuelo que se está por morir y los invitó a ella y a su hermano a pasear por las cavernas erosionadas de
Capadocia. Capadocia es un pueblo de Turquía construido entre cuevitas fálicas hechas de piedra lunar con agujeros
de pedazos que se quiebran y se caen por todas partes, a veces, sobre las cabezas de la gente. Parece que un día cada
aproximadamente veinte años las cuevas se derrumban formando enormes montañas de piedra lunar porque no
aguantan el peso de la civilización que las conquistó. Los habitantes, héroes anacrónicos, encaprichados, duplican el
pueblo en las cuevas de al lado, hasta que en algún momento se derrumban de nuevo.

Capadocia me hace acordar a mi cerebro.

Me imagino a Laura subiendo al avión, arriba de una camioneta de excursión con un turco, paseando por los criaderos
de gusanos de seda. Me río sola.

La abuela de Laura dice “¿estás bien?”. Me doy cuenta de que seguimos ahí. Le digo “sí” mientras trato de sonreír para
sonar convincente pero se ve que no logro convencerla o es que ella se siente muy sola y me pregunta si quiero tomar
un café. Le digo que me encantaría pero tengo que irme corriendo al trabajo. La mitad de su cara se frunce resaltando los
surcos que tiene en la frente y nos despedimos, pero parece que ella se queda en la puerta mirando como me alejo porque
cuando cruzo la calle un auto me esquiva tocando bocina y escucho que la señora grita “cuidate”. Sigo caminando.

En dos horas entro a laburar, tengo que hacer tiempo, así que me pierdo a propósito y cuando encuentro Blanco
Encalada camino y después me mareo así que me tomo el 114. Estoy un poco paranoica. Un señor enorme con cara de
rinoceronte se sienta al lado mío. A las seis cuadras dice sin mirarme “me estás codeando”. Le digo “no”. Me pregunta
si lo hago para molestar. Nos miramos mal.

Paso por la puerta de la casa de Pablo, el eterno retorno, y me lo imagino saliendo y parando el bondi. Todo se pone
rojo. Pablo sube y se resbala porque siempre fue torpe y la escalera tiene grasa. Corro y lo levanto, nos miramos a los
ojos en esa subida y a una ventana del colectivo le crece una enredadera, que tiene en cada hoja una bola como de
navidad pero es un planeta reducido y adentro de la que está más a la izquierda hay una guerra mundial. Me río sola.
La gente me mira. El señor enorme bufa y se cambia de asiento.

Pienso que probablemente mi familia nunca me escuchó reírme a carcajadas.

Se sube un pibe que vende medias. Dice que se está recuperando de la droga, que antes era chorro pero ahora quiere
trabajar. Pide ayuda. Siempre sueño que me vienen a robar y me hago amiga del chorro. Le pido que me devuelva el
chip del celular y le doy todo lo demás pero al final resulta que es un buen tipo y me devuelve también el documento.
El chico se para al lado del conductor y le empieza a hablar a una mina que parece que milita y quiere ser maestra, veo
que hacen caras y se ríen. Los ojos de ella dicen “me voy a enamorar de este rocho. Quiero ser su mamá para aliviar
mi culpa en general”. Me bajo.

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Se hace de noche y sube la temperatura. Hay un gato gordo y naranja que se retuerce en un balcón del piso uno, mira
para abajo. Guiña un ojo. Le sonrío. Llego a la puerta del trabajo.

Me doy cuenta de que no voy a ir a trabajar. Nunca más.

No voy a volver a la productora a surfear malos flashes ni a buscar archivos de programas que hablan de lo miserable
con un criterio de búsqueda todavía más miserable. Hace meses que un conductor aborto de magnate de la televisión,
muy petiso, con dentadura falsa, cara de hiena y la boca llena de gritos histéricos aparece obsesivamente en mis
pensamientos: entra a mi cuarto en pijama. Mientras me ducho. Toma merca en cuclillas con dos minas en el baño de
un boliche en Puerto Madero. En cuatro patas.

Ahora mi plan es no ver la televisión hasta que me muera.

Me siento en una escalerita de edificio y respiro. Pienso en cualquier cosa. Mi mirada está un poco borrosa y en la
esquina un borracho le da cátedra a una ronda de perros. Querría ser uno de ellos. Siento pena por mí.

Veo pilas de cuerpos corriendo atrás o adelante o sobre sí mismos.

Voy a un locutorio y llamo a Edenor para ver si al menos puedo resolver el tema de la luz en mi casa. Me dicen que en
los próximos dos días, tal vez, de 8 a.m. a 8p.m., va a pasar un tipo para ver qué es lo que anda mal. “Amplio espectro,
¿no?”, pero qué importa si ahora soy desocupada y voy a tener tiempo para estar tirada en el sillón esperando al
mesías. Aprovecho y me quedo media hora boludeando en el cyber. Entro a Mercado Libre, busco bases para sommier,
busco zapatillas. Después me doy cuenta de que no tengo plata y me voy.

Me tomo un taxi porque me pesa la cabeza y si cierro los ojos, la mitad de mi cuerpo es desproporcionadamente más
chica. Paso por el bar y está cerrado, es lunes. El auto tiene unas cintas rojas colgadas contra el mal de ojo que se
mueven y en el espejito parecen un tipo que se cruza y se descruza de brazos.

Entro al edificio, subo el ascensor, prendo la linterna que está al lado de la puerta y empiezo a sentirme culpable por
estar incomunicada, hasta que llega Marcos envuelto en un tubo subterráneo a quinientos kilómetros por hora desde
un telo con velas y el pelo mojado. Me cuenta que ayer se fue con un pibe temprano y se enamoró. Con Marcos nos
conocimos hace seis años y somos como hermanos, es adorable, siempre bailamos, y bailamos bien, y cuando no
sabemos de qué hablar deformamos palabras y nos hacemos los idiotas.

Le cuento que dejé el laburo. Me río y después lloro, con calma. Le pregunto si sabe qué pasó ayer. Me dice que no
tiene idea, que aunque se hubiera quedado no podría decirme porque no veía nada. Le digo “buenísimo”. Me pregunta
por qué. No respondo. El cuarto se llueve de nuevo de pintura. Respiro. Marcos me pregunta otra vez por qué con un
tono más solemne y dice “no corras en círculos” porque ya sabe.

Yo le digo que no, que hace un tiempo que corro así:

“Qué sé yo si es mejor”. Nos reimos. Se despide porque hoy trabaja en la barra de un boliche por Palermo, de esos que
lavan guita. Está muy dulce. Abre la puerta y me habla de un sueño que tuvo ayer pero yo ya no lo escucho y con el
ruido sordo del portazo mi columna estalla y las vértebras forman una órbita alrededor de mi cerebro que es la tierra,
o el sol, dañado, deseje.

Lo escucho freírse. Hago un minuto de silencio por él.

Prendo unas velas y apago la linterna que se está quedando sin batería. Solo hay whisky y banana. Meto la banana en
el whisky, me la como. Después meto un dedo en el whisky e intento comérmelo. Me duele. Tomo whisky solo.

Cierro los ojos. Quizá me convendría salir pero afuera no hay nada. Soy el centro mismo de lo audible, me aturdo y
quiero tener ganas de comer algo, me duele el cuerpo pero no voy a ir al médico porque los odio y no los necesito.

Los microbios son como los perros o los humanos o los fantasmas: si los ignoras dejan de molestarte.

Si al menos quisiera comer y comer, o coger y coger, distraerme, saber qué pasó ayer. Pero me olvidé. Ya fue. Qué me
importa. No hay memoria. Hace tiempo. Me perdí lo importante porque la luna se puso rosa y un aeroplano caía en
picada al río justo en el momento en que debería haber leído la escena o tengo miedo de acordarme o me gusta

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paniquearme, ver cómo todo se retuerce y el mapa se funde, me gusta el elemento disruptivo que transforma la línea
en triángulo y sí sí sí, sigo tomando, no entiendo si soy una especie alucinante de ermitaña con la lengua llena de frutos
o ya debería haberme muerto en un accidente irrelevante. Un auto que choca en la ruta contra una vaca, un tiro mal
dirigido, una serpiente venenosa en la quinta de un amigo.

La luna se va, quema y raja la ventana y yo estoy arriba de la mesa, bailando con una kataniiita muy finiiiiita casi nula.

La estoy malviviendo, todos deberían verme. Podría ponerme linda, maquillarme y hacerme unas trenzas de
boxeador. Después matarme y ser un lindo muerto. ¿Para los chicos del cementerio? No me animo. Estoy re mareada
y me duele el cuerpo. Estoy sucia, sí, y siento los ovarios muertos, el útero muerto, se hace de día y me quedo dormida.

Golpean la puerta fuerte, más fuerte, no sé cuánto tiempo hace que están golpeando. Agarro una cuchilla y me la
guardo abajo del buzo. Transpiro y la pared transpira. Esto es muy denso. Me tiembla el cuerpo. Tengo miedo.

Salgo empuñando el cuchillo preparada para usarlo y un señor con un casco y un traje de Edenor sonríe. Respiro
hondo. Escondo la cuchilla y lo hago pasar. Sigo temblando. El tipo habla mucho y no escucho. Me tiro en el sillón. El
toca algo y se enciende la heladera como un motor de auto viejo. Cuando se agacha veo que de la raya que se le escapa
del pantalón sale una lagartija de colores sureños que camina por su espalda. Le pregunto “¿estamos bien?”. Observo.

Me quedo sola y prendo la computadora. Paseo por bandcamp y escucho miles de banditas y leo las letras de sus
temas. Sé que me las voy a olvidar. Tengo sueño pero cierro los ojos y me lleno de imágenes turbias, así que los vuelvo
a abrir. Cuando levanto la vista, el living es un boliche con forma de capilla y las luces azules multiplicadas en espejos
me inyectan la córnea. Veo sombras. Los ruidos me asustan y corro hasta la puerta y espero. Después ya no me puedo
levantar de la cama. Pongo play a una serie online de cinco temporadas. Me muevo para apretar “continuar” mientras
la página me pregunta “¿todavía seguís ahí, idiota?”, pero con la diplomacia característica de la virtualidad.

Estoy a oscuras viendo cómo se da vuelta la noche y el día y la noche de nuevo. Empecé a cultivar un tic: abro y cierro
los ojos apretando alrededor de quince veces por minuto. Marcos entra y sale cada tanto y yo fumo y fumo. Soy una
película patética de stop motion en loop.

Pierdo mis contornos. //∆z


Grossman, L. (2017). Mapas terminales. Buenos Aires: Editorial Marciana.
En recurso virtual: http://artezeta.com.ar/mapas-terminales-de-lucila-grossman/

TEXTO 2: CONTRAPORTADA
Lucila Grossman ha inventado por lo menos dos cosas: La ciencia ficción trash con su legado de psicodelia (ahora en
3D) –y donde los “marcianos” son lo que siempre fueron, visitantes virtuales sin la zoncera del plato volador–; y el
beat-cyber-esperpéntico, suerte de friga sintética en forma de estilo velocísimo, riquísimo, bizarro. En los dos registros,
sus personajes son una suerte de drogones trashumantes que vagabundean no muy lejos de sus guaridas, celular y
SUBE en mano, aún deudores literales del Complejo de Edipo –el trabajo es una maldición pero siempre queda la
dadivosidad del padre ausente–; o postguerrilleros anti-analógicos, que hablan el siempre vivaz barroco conurbano,
entreverado de dialecto de red y un fondo arcaico de garganta con arena: el tango, siempre el tango.

Si la narradora de Mapas terminales se sospecha la Virgen María del Siglo XXI, la Divina Concepción no necesita de un
carpintero sino de un programador. Se trata de una tragedia de amor nada que ver con Shakespeare: el horror no es
la pócima de veneno, mucho menos la espada, sino la luz de una pantalla que proyecta –hipnotiza– con “La aplicación
se cerró forzosamente. ¿desea reiniciarla?”.

Dicción de consola miltitatasking, kadish para lo inhumano donde la muerte equivale a la desaparición virtual de una imagen,
Mapas terminales, sin embargo, no se fascina con la tecnología hasta convertirla en fetiche, como el tren en la literatura del
Siglo XIX o el email y el contestador automático en las novelas de los años noventa; la usa, la ensucia, la afantasma en una trama
alucinada y lírica. Este es un libro que, a pesar de su épica virtual, aleja de todo adminículo de comunicación, para despertar el
deseo de tocarlo, sentir su peso, ceder con la imaginación a su genio proteico, deslumbrante.

María Moreno.
Contraportada de Mapas terminales, Lucila Grossman (2017)

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TEXTO 3: “MAPAS TERMINALES” DE LUCILA GROSSMAN: LA VELOCIDAD DEL CAOS


por Gustavo Yuste 31 octubre, 2017

La breve novela Mapas terminales (Editorial Marciana, 2017) de Lucila Grossman propone un escenario donde lo
cotidiano y la ciencia ficción conviven de una forma tan natural como se dan los hipervínculos del mundo web.
Adoptando el ritmo que Internet puede dar a nuestras actividades diarias, esta historia no ahorra en lo absurdo, el
desorden y en el registro informal para contar la historia de un nacimiento totalmente inesperado.

La velocidad del caos


La literatura se viene preguntando cómo afectan las nuevas tecnologías de comunicación y producción a las obras
contemporáneas, sin llegar a una respuesta. Quizás nunca la haya. Pero sí hay pistas o posibles caminos a seguir con
atención y Mapas terminales (Editorial Marciana, 2017) de Lucila Grossman es uno de esos casos. Con la velocidad
caótica propia del universo web, esta novela puede volver creíble y natural lo más insólito.

Apoyándose en un registro informal, anclado sobre todo en el lenguaje contemporáneo del ámbito metropolitano
argentino, la protagonista de esta historia relata lo sucedido sin deparar por mucho tiempo en un mismo asunto. Si
bien eso no significa que Mapas terminales no tenga momentos de descripción y profundidad, sí marca el ritmo
frenético que puede tener la vida de comienzos del siglo XXI, donde (casi) todo es posible y verosímil, sobre todo si
está bien contado.

Un embarazo misterioso -algo así como una versión trash del cristianismo- de una joven de clase media sin lazos más
que el de un puñado de amigos, abre las puertas a situaciones inesperadas, confusión y también un clima de reflexión
que, sigilosamente, termina convenciendo al lector. ¿Cómo aceptar que podemos parir algo monstruoso? ¿Qué hace
que a pesar de la atrocidad nos sintamos cercanos a lo que producimos? Puede leerse, en ese sentido: “Hasta los
muertos fueron alguna vez el bebé de alguien”.

Uno de los méritos de este libro es, sin duda, el desparpajo de Grossman a la hora de dotar a la protagonista y
narradora de una frescura sostenida y bien llevada a lo largo de las páginas. Expresiones como “ahre, el juicio final ya
pasó, nos re condenó, ahora solo administra lo que quemamos por año”, que bien podrían ser vistas como un punto
débil, en Mapas terminales otorgan una consistencia y una fluidez que encajan tanto con la historia como con sus
personajes.

De esta manera, en un cruce de ciencia ficción y un realismo más que contemporáneo, esta breve novela muestra que
Internet no es algo a lo que temer a la hora de la producción literaria, sino un fenómeno que amplía los horizontes y
que trae consigo cambios propios de su naturaleza: velocidad e hipervínculos aleatorios que terminan conformando
una realidad concreta. Mapas terminales da cuenta de ese mundo y le da una vuelta más, donde todo es posible y
creíble, o al menos factible de necesitar la corroboración tranquilizadora de un buscador web.

Yuste, G. (31 octubre 2017). Reseñas Caprichosas: “Mapas terminales” de Lucila Grossman: la velocidad del caos. En
recurso virtual: https://www.laprimerapiedra.com.ar/2017/10/resenas-caprichosas-mapas-terminales-lucila-
grossman/

T E X TO 4: M A TE R M I L L E N I AL
Por Daniel Gigena LAS12, 02 de febrero de 2018

En una historia gobernada por el desparpajo y las alucinaciones, Lucila Grossman debuta con una novela sobre los
visos monstruosos de la maternidad.

En la primera novela de Lucila Grossman (Buenos Aires, 1993) la ciencia ficción se cruza, más que con el realismo de
las clases medias urbanas, con un imaginario que proviene de Cartoon Network, Disney y los hipervínculos. Azarosa
sin ser caótica, imprevisible y pandillera, Mapas terminales es la novela de una protagonista millennial que de un día
para el otro da a luz a un ser más que humano, una “baba bebé” multitasking y con plumas verdes tornasoladas en vez
de piernas. Ante la reticencia (o el espanto) de los médicos, las consultas a la web no son de mucha ayuda para resolver
los interrogantes de esta joven Virgen María del siglo XXI.

La novela se inicia después de iniciada. Un día entero en blanco contiene el enigma del engendramiento, o quizás se
explique como el efecto consabido de la resaca por consumo de drogas, cigarrillos y alcohol. Jeni despierta aturdida
en un departamento sin luz y, en una misma jornada renuncia al trabajo, visita la casa de una amiga y casi muere
atropellada por un auto. Luego acude al departamento del padre, un dentista que, asépticamente, le ofrece un nuevo

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celular y una cena. Allí, la chica se desmaya y recupera la conciencia en una clínica donde, le advierten, deberá parir
sin paliativos. Recién nacida, la criatura es ocultada de inmediato por los médicos. De manera vertiginosa, la trama de
Mapas terminales acumula sensaciones como si fueran bits aunque la protagonista intuye que todo lo que aparenta
sentir se desarrolla en la superficie de una pantalla. “Muchos años de drama queen por aburrimiento me dejaron el
reflejo rítmico de “paniquear” pero sin verdadero contenido sentimental”, reflexiona.

Un atributo gozoso de la novela es la representación del grupo de amigos. Como en un dibujo animado o un videojuego,
cada personaje tiene un poder. El de Marcos, su compañero de vivienda, es el más evidente. El bufón del grupo infiltra
en la trama un rasgo de cercanía que permite traspasar la frontera del mundo creado por la madre del bebé alienígena
bautizado Protón. Como un evangelista adicto y hedonista, reconstruye los hechos con la madre de gestaciones
virtuales. A solas, ella consulta Facebook, Zonajobs, YouTube, WhatsApp y, para comunicarse con el hijo, Invirox, una
aplicación que se instala apenas regresa de la clínica. ¿Acaso una madre nunca puede estar a solas?

“El comportamiento humano me obsesiona porque me parece monstruoso”, dice la autora, que sitúa la relación entre
la post-madre y el hijo dentro de la lógica del consumo. Cada capítulo posee una intención rítmica y una velocidad
diferente, que pocas veces se ralentiza. “Hay algo del ritmo frenético de la narración que funciona como el recurso
más visible -agrega Grossman?. Todos los recursos están orientados a la búsqueda de un sonido.”

Como en una suerte de Crack-Up porteña, Jeni se asoma al precipicio de su generación, reseteada con trabajos
precarios y aspiraciones alucinatorias. “Nosotros no sabemos lo que hacemos, nos derrumbamos”, sentencia. No
obstante, con la lógica del desparpajo que gobierna la trama, emprende en grupo fugas ocasionales, pérdidas
colectivas de conciencia e incluso un éxodo al Champaquí donde la madre se siente un bebé incapaz de jugar. A falta
de ovnis, la imagen de Protón se hace presente mediante señales lumínicas en la noche comechingona.

“La experiencia es el alimento de la literatura y nuestra experiencia está atravesada por los nuevos consumos
culturales –dice la autora–. El desafío de la literatura y quizás de todo el arte es redefinirse en los términos materiales
que le tocan. Más reaccionario es suponer otra cosa, como el fin del arte y esas barbaridades graciosas.” En Mapas
terminales, esa experiencia es el recorrido proteiforme desde un amanecer plateado (que puede ser un fondo de
pantalla) hacia las ciudades que habitan un personaje con una red neuronal similar a la de Internet: “Artificial y
drogada”.

Gigena, D. (2 de febrero 2018). Mater millenial, en Revista. En recurso virtual:


https://www.pagina12.com.ar/93021-mater-millenial

Actividades: Desarrolle en su cuaderno las siguientes preguntas.

1. ¿Qué imaginario de lo femenino propone el texto 1?

2. Identifique en el texto 1 características de la obra de Grossman descritas en el texto 2, 3 y 4. Explique su análisis y


justifique con ejemplos concretos del fragmento.

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