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Experiencia y enseñanza de la filosofía: la disyuntiva entre enseñar lo

que se sabe y el dejar aprender


Laura Agratti

En “La enseñanza de la filosofía en perspectiva” (Cerletti, A. compilador). Editorial Eudeba, Bs As 2009

En el discurso pedagógico, la conjunción experiencia y enseñanza remite a un relato de


lo que le pasa o le ha pasado a alguien, ya sea como aprendiz o como enseñante. En este
sentido, la construcción de este relato de experiencia, dado que se desarrolla a partir de
un acontecimiento particular y concreto, resulta ser la descripción de una práctica que
tuvo lugar en un tiempo y en un espacio determinado y de la que se sigue una
valoración o resultado.
Sin embargo, cabe observar que ese acontecimiento o evento, que pareciera ser la pieza
fundamental y estructurante, es puesto a distancia por el lenguaje y por el marco
interpretativo en el que se piensa y se pondera eso que me ocurre o me ha ocurrido.
Importan las palabras para expresar lo vivido, para construir la experiencia para el otro.
En definitiva, para construir la subjetividad a partir de eventos que reconocemos y
destacamos, sea por sus resultados positivos o negativos, como relevantes y
significativos.
Como toda ocasión es buena para el intercambio de experiencias, elegiré las palabras
para describirlas y presentar las estaciones por las que todos hemos tenido que pasar en
nuestro trayecto formativo hasta recibir la habilitación para enseñar y, luego, las tomaré
como motivo para pensar y valorar desde mi marco interpretativo el tema que nos ocupa
y, así poder sesgar el enfoque al ámbito de la enseñanza de la filosofía.
Ciertamente, cada uno de nosotros podría relatar su experiencia, su paso por la
enseñanza ya que no sólo hemos tomado clases de filosofía, rendido exámenes de
filosofía, sino que además hemos obtenido el título de profesores con el que también
quedamos habilitados para enseñar filosofía, para evaluar si un alumno aprendió o no
nuestra disciplina. En esta práctica hemos forjado una determinada relación con la
filosofía y su enseñanza.
En mi caso particular, la experiencia de la formación filosófica ha sido como un saco en
el que cayeron muchas cosas que de tantas y de tan pocas, no fue posible extraer, al
menos en un primer momento, un curso de acción para la tarea que tenía que cumplir:
enseñar. Los saberes del campo filosófico a los que accedí, buscaban en algunos casos
la legitimidad de la ciencia mientras que en otros, los menos, perseguían la crítica de
manera bastante poco interesante. Era así difícil vincular en esta cuadrícula estándar los
saberes que tenían que ver con la formación docente.
En medio de ese tembladeral, un texto de G. Obiols1 trajo una pregunta que vino a
colaborar en la organización de la tarea: ¿dónde mora/habita lo filosófico? En su

1
Obiols, G: Las grandes modalidades de la enseñanza filosófica. En Obiols, G. y Frassinetti, M. : La enseñanza
filosófica en la escuela secundaria. Bs As AZ, 1993
momento comprendí que era una pregunta de respuestas múltiples pero finitas. Lo
filosófico estaba o bien en la historia de la filosofía o en sus problemas o en sus textos o
en una determinada concepción desde la que se podía leer el conjunto de las cosas.
Entonces según argumentáramos a favor de una de estas posibilidades, la enseñanza de
la filosofía podía adoptar una modalidad histórica, problemática, histórico-
problemática, de lectura y comentario de textos o doctrinaria.
A su vez, de cada una de ellas podíamos consignar alcances y límites. Entonces me hizo
visible la organización del conjunto de materias con las que se configuró mi formación:
Así se organizaban conforme a estas modalidades las historias, las sistemáticas, los
seminarios de lectura y comentarios y las que se estructuraban a partir de una
determinada orientación filosófica. De modo que, las respuestas para diseñar la
enseñanza de la filosofía estaban allí, sólo el buen sentido o un buen criterio me
inclinarían por una o por otra.
Transité gran parte de mi carrera docente en esta comprensión hasta que en una clase
desarrollando las grandes modalidades de la enseñanza de la filosofía, un gesto de
interrogación inesperado, irrumpió en el territorio de esa comprensión: ¿Y en cuál de
ellas dirías que pasa filosofía?
Si bien es cierto que en su momento opté con buenas razones por el modelo histórico-
problemático y que, a la hora de pensar un curso de filosofía, aún sostengo esa opción,
subsiste el interrogante: ¿pasa en mis clases filosofía?
Como vemos, la primera pregunta quedó resuelta en la comprensión de que la filosofía
está en sus problemas pero la segunda aún no encuentra respuesta y, desde entonces
habita en mí. Así una pregunta interpela el conjunto de mis saberes, pero esta vez con
un resultado diferente. Lejos de ordenar, inquieta, me coloca en un lugar de
vulnerabilidad.
El problema es que mi opción o la opción de cualquier docente de filosofía respecto de
la modalidad de la enseñanza filosófica podría llegar a obturar la posibilidad de la
pregunta: ¿pasa filosofía? Es decir, llevarnos –como en un primer momento me sucedió-
al territorio de la conformidad, a una gramática cerrada.
¿Qué tiene que pasar en una clase para que pase filosofía? ¿Es necesario que ‘eso’ que
tiene que pasar ocurra para que una clase sea de filosofía? ¿En qué sentido? Tal vez
sea el momento de introducir el pensar esta conjunción desde alguna de las
posibilidades de un pensamiento de la educación, desde la consideración de la palabra
experiencia tal como la hace sonar Jorge Larrosa quien en varios de sus últimos
trabajos2 propone pensar la educación desde la perspectiva que inaugura el par de
conceptos experiencia-sentido.
Intentaremos adoptar esta perspectiva como posibilidad de generar nuevos enfoques
para la enseñanza de la filosofía. En este marco, enseñar adquiere sentido en tanto se
promueven transformaciones en quien “aprende” o, mejor, está en formación. Se trata
en última instancia de pensar una educación que, a diferencia del enfoque tradicional,
no pretenda extender los límites de lo Mismo a partir de la apropiación de un conjunto

2
Larrosa, J: Entre las lenguas. Lenguaje y educación después de Babel. Barcelona, Laertes, 2003.
Larrosa, J: La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación. Barcelona, Laertes, 1996
de saberes previamente validados, separados del sujeto, sino que fuerza la aparición de
lo Otro, de lo que aquel que ha sido transformado no piensa, no dice o no hace.
Esta idea de analizar el cómo revierte la densidad que guarda la experiencia para
desarrollar una perspectiva de análisis diferente respecto de la educación puede darnos
posibilidades para pensar la enseñanza de la filosofía o, más concretamente, algunas
cuestiones referidas al ámbito de la formación docente en filosofía. Intentaremos ver
qué resulta de pensar desde la experiencia la enseñanza de la filosofía y cómo este
concepto pone en tensión la propia formación a la hora de enfrentar el hecho de
enseñar filosofía si es que se espera que en una clase pase filosofía.

¿Qué es la experiencia?
Larrosa sostiene que frente a la palabra experiencia hay que hacer dos cosas:
reivindicarla y hacer que suene de otra manera. Reivindicarla puesto que desde su
tratamiento en la filosofía clásica ha sido considerada como una forma de conocimiento
inferior cuyo lenguaje no debía confundirse nunca con el lenguaje de la teoría. En
tiempos de la ciencia moderna la experiencia es objetivada, controlada, calculada,
producida, convertida en experimento. La experiencia bajo el tamiz de la ciencia aspira
a la universalidad. En este derrotero, la experiencia, la pura imposibilidad de
objetivación y universalidad, se vuelve otra.
Porque la experiencia es subjetiva, es de alguien, es para el autor español, “(…) lo que
nos pasa, o lo que acontece, o lo que nos llega. No lo que pasa, o lo que acontece, o lo
que llega, sino lo que nos pasa, o nos acontece, o nos llega Cada día pasan muchas
cosas pero, al mismo tiempo, casi nada nos pasa”3 Así, reivindicar la experiencia es
reponerle la subjetividad, la incertidumbre, la provisionalidad.
Para hacer sonar esta palabra de otra manera, Larrosa señala que es necesario tomar
ciertos recaudos para que el pensamiento de la experiencia no se vuelva contra la
experiencia y la haga imposible y la deje sin lenguaje.
En primer lugar, hay que separar experiencia de experimento, eliminar toda
contaminación con la empiria y la experimentación. Se trata de no homogeneizarla
puesto que ello perdería todo lo que tiene de imprevisible.
En segundo lugar, hay que eliminar de la experiencia todo dogmatismo, toda pretensión
de autoridad. La autoridad que da la experiencia. El hombre experimentado es el que
sabe de la finitud de toda experiencia, de su contingencia y relatividad. El que sabe que
cada uno tiene que hacer su propia experiencia.
La tercera precaución es separar experiencia de práctica y es pensar la experiencia no
desde la acción sino desde la pasión. El sujeto de la experiencia es pasional, receptivo,
abierto. Quien padece una experiencia, deja de ser o de pensar o de decir lo que era,
pensaba o decía y pasa a ser, pensar o decir una cosa distinta. Es por ello que la
experiencia importa la alteridad , un acontecimiento exterior al sujeto, algo extraño o
extranjero como condición necesaria.

3
Larrosa, J: Entre las lenguas. Lenguaje y educación después de Babel. Barcelona, Laertes, 2003 p. 168
La cuarta precaución es no hacer de la experiencia un concepto, no pretender estabilizar
un sentido, ya que se define por su indeterminación, por su apertura.
La quinta precaución es hacer de esta palabra una palabra difícil de utilizar, para evitar
que todo se convierta en experiencia.
Una experiencia es lo que me pasa, algo que una vez sucedido nos transforma. Esta
experiencia es, aunque resulte paradójico, singular e irrepetible pero, también, múltiple.
Frente a un mismo acontecimiento distintos sujetos podrían padecer distintas
experiencias, cada una de ellas única e irrepetible. Además, contrariamente a lo que se
podría suponer “el sujeto de la experiencia se define no tanto por su actividad como por
su pasividad, por su receptividad, por su disponibilidad, por su apertura” El sujeto de
experiencia es, antes que una “sustancia”, un espacio donde tienen lugar los
acontecimientos, los sucesos. Un territorio de paso. La experiencia no tiene lugar sin
una actitud, sin una predisposición a que algo nos suceda.
Sin embargo, Larrosa sostiene, retomando a Benjamin4, que transcurren tiempos de
pobreza de experiencias, tiempos dominados por lo que podríamos denominar
“enemigos” o “inhibidores” de la experiencia, tiempos de periodismo, donde se
acumulan los hechos y los datos, en los que como nunca antes están a nuestra
disposición, sin embargo este fárrago de información permanece en el plano de “aquello
que pasa” , no es transformado en un saber para nuestra vida, en un sentido diferente de
lo útil para poder vivir. Una educación pensada desde la experiencia debe desmontar
estos dispositivos y generar las condiciones necesarias de una experiencia posible. “La
experiencia, la posibilidad de que algo nos pase, o nos acontezca, o nos llegue, requiere
de un gesto de interrupción...”5

Pensar la enseñanza de la filosofía desde la experiencia. Volver a las preguntas


Veamos ahora cómo suena esta palabra en la enseñanza de la enseñanza de la filosofía,
en una enseñanza que pretende conservar y sostener la pregunta ¿qué es que pase
filosofía en una clase?
En términos generales se trataría de una enseñanza que no prioriza la transmisión y que
no apunta a la comprensión. Una enseñanza que descree de las autoridades que
autojustifican como tales en el tiempo. Se trataría de una enseñanza que no promueve la
autoafirmación ni del saber ni de quien “posee” el saber sino la permanente
transformación y la aparición de lo otro.
Respecto a enseñar a enseñar filosofía, el resonar de la experiencia abre un campo de
posibilidades e interrogantes. En contraste con una formación dogmática que vuelve a la
propia filosofía en una gramática cerrada, se dispone a una actitud abierta que propugna
una transformación en el sentido de formación que le da Larrosa, en detrimento de un
enseñar a enseñar filosofía basado en la transmisión de esquemas prácticos, de técnicas

4
De allí que Benjamin denunciara que hechos traumáticos como los de la 1era Guerra Mundial lejos de transformarse
en experiencia provocaron el más absoluto silencio en quienes fueran sus protagonistas, los que volvieron quedaron
mudos, sin la posibilidad de narrar lo acontecido y con ello, toda posibilidad de ser incorporado a su (nuestra) vida, al
relato que hacemos de ella en el intento de otorgarle sentido fue coartada. Benjamin W: “El narrador”
5
Larrosa, op. cit. P. 175
que recogen la lógica disciplinar. Generar la inquietud, una manera de interrogar que
interrumpa el acopio de seguridades.
En la medida en que este tipo de pregunta subsista, no será suficiente enseñar lo que se
sabe. No sé si pasa filosofía en mis clases pero sé que me pasa eso “otro” que
interrumpe en el orden de la comprensión. En la medida en que la experiencia de la
pregunta que interroga en torno a lo que no se deja comprender subsista, será posible
detectar señales que indiquen –al menos- qué es lo que hace que no pase filosofía y, en
ese sentido, estaremos más cerca de dejar aprender. Será así tener la apertura para que
ocurra ese gesto en esta relación con el saber que es la filosofía. Sin embargo, hacer
consciente esto que me pasa, este saberme habitada por esta pregunta, provoca una
suspensión, u corte que vuelve más difícil el enseñar a enseñar.
Porque dejar aprender, dejar que el otro se transforme personalmente, no a fuerza de
repetición de una práctica que homogeiniza, requiere de un gesto, de un silencio, de una
distancia para que sea posible la experiencia de la pregunta y ésta interrumpa con su
curiosidad atravesando y poniendo en cuestión ese modelo de clase de filosofía que se
cierra sobre sí misma hasta desfigurarse en un saber que estabiliza sentidos y se nos
impone como un sistema de seguridades.

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