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COLETTE SOLER

El psicoanálisis frente a la demanda escolar

Publicado originalmente en
Ornicar? Revue du Champ freudien, nº 26/27,
Navarin, difussion Seuil, pp. 114-121
Verano de 1983

TRADUCCIÓN DE PABLO PEUSNER

(...)
[114]
Nuestro asunto de esta tarde se sitúa en la intersección de los problemas que plantea lo que
alguna vez fue llamado psicoanálisis “puro”, con los que surgen de la demanda social y en las
instituciones donde esta se hace sentir.
Podemos poner nuestra reflexión bajo el signo de un breve comentario que el Dr. Lacan realizó
en Televisión1 a modo de respuesta de la siguiente pregunta: “Los psicólogos, los psicoterapeutas, los
psiquiatras, todos los trabajadores de la salud mental, desde la base y severamente cargan con toda la
miseria del mundo. ¿Y el analista mientras tanto?”. La pregunta es provocadora, y tal vez ustedes
recuerden su respuesta, en la que afirmaba que “cargar con la miseria es entrar en el discurso que la
condiciona, aunque más no sea a título de protesta”. Y agregaba luego: “Además, los psico, quienes
quiera que sean, aquellos que se dedican a vuestra supuesta carga, no tienen que protestar, sino
colaborar. Lo sepan o no, es lo que hacen”.

Comencemos con algunos señalamientos preliminares: el psicoanalista no tiene forzosamente


una relación directa con la demanda escolar. Esta le llega, pero no tan frecuentemente. Son más bien
aquellos a los que se denomina los “psi” –los psicoterapeutas y los re-educadores de todo tipo– los que
tienen que enfrentarse a esa demanda. Sabemos que la tendencia actual es hacia su multiplicación.
Todo ese pequeño mundo es a menudo el intermediario entre el psicoanálisis y la demanda social. Pero,
me parece justamente que esos “psi” se sitúan por encontrarse “en espera” [en souffrance] respecto del
psicoanálisis. Y a título diverso... ya sean analizantes pero no analistas, o que hayan renunciado a
convertirse en analistas luego de haber pensado en serlo, o que aún no lo sean, etc.
[115]
Los tipos de casos observados son diversos, pero han creado una situación que siempre se
me presentó como una situación de intimación de esos “psi” respecto del psicoanálisis, con efectos de
inhibición o bien –por lo contrario– de fervor militante. Quien se denomina “psicoanalista” aparece
desde siempre como su sujeto supuesto saber. Es una posición –ustedes lo saben– de la que se puede
abusar, incluso involuntariamente, en el sentido del “ejercicio de un poder”. De allí surge lo que no

1
Lacan, Jacques. “Televisión”, en Otros escritos, Paidós, Bs.As., 2012, p. 543.
dudo en llamar el “terrorismo” siempre posible y a menudo constatado en las instituciones-psi,
obviamente no psicoanalíticas, pero donde reina una doxa denominada psicoanalítica que no es sino
ideología.
Por lo tanto, existe entre los psicoanalistas y la demanda escolar un relevo que hay que tomar en
cuenta: el de la relación de los adultos que se ocupan de los niños mediante el psicoanálisis.

Voy a continuación al tema de la demanda. Es frecuente que se plantee a propósito de los niños,
una pregunta que casi nunca se plantea a propósito de los adultos: ¿quién demanda?
Primera proposición: en el nivel de la demanda enunciada, la que motiva la consulta, nunca es
el niño quien demanda –intentaré justificarlo–, es siempre un adulto el que demanda para ese niño una
rectificación: rectificación de sus comportamientos o de sus rendimientos... escolares. Un problema se
esboza al respecto: ese que demanda, ¿está en posición de llevar la demanda hasta el punto en que el
psicoanalista la consideraría válida? He aquí una pregunta que se rencuentra en las relaciones con la
escuela.
Tomemos el caso más simple –a justo título o no, poco importa por el momento– de un
enseñante que oriente a un niño y su familia hacia el psi... coanalista. El problema es que la mayor
parte del tiempo, el enseñante que ha tomado esa iniciativa no está en lo absoluto en posición de
llevarla a buen puerto, por la simple razón de que eso depende, en principio, de los padres. Esta
dificultad es tan real que la misma incluso ha conducido a la creación de los GAP (grupos de acción
psicopedagógica). No es una iniciativa que debamos defender; finalmente, la idea de los GAP era la de
enviar directamente a los niños al “psi” sin pasar necesariamente por la familia... Era dejar librada a la
evaluación del “psi” si había acaso que convocarla –lo que, generalmente, este hacía–.
Aquí la pregunta no es “¿cómo los padres determinan los síntomas del niño?” –no estamos para
nada en este punto–, sino “¿cómo es que los padres, a quienes retorna la decisión, podrían querer un
psicoanálisis para su niño?”.
Esta pregunta no concierne a la cura psicoanalítica propiamente dicha, sino más bien a su
entorno, a sus condiciones extrínsecas de posibilidad. Hay allí condiciones previas a tener en cuenta, y
que por sí solas justifican largamente –exceptuando tal vez [116] los casos de adolescentes– la práctica,
hoy en día muy general, de lo que puede denominarse entrevistas preliminares con la familia.
Decir “preliminares” no quiere decir “secundarias”. Les propongo un ejemplo que les dará una
idea de esto. Se trata de un pequeño llamado Philippe, cuya cura se había iniciado a instancias de su
madre y cuyo padre solo había aportado el consentimiento. Una dificultad escolar global se sumaba a
una imposibilidad para aprender la escritura, y muy especialmente para utilizar el espacio de la página
para disponer allí las letras y las palabras. La situación inicial se había invertido: el padre entendió que
la cura debía proseguirse, mientras la madre había decidido la interrupción, resuelta a no hablar de eso.
Sin duda alguna, yo no había sabido evitar la instauración de dicha situación.
Sea como fuera, esta mujer simplemente fue a consultar al servicio de Debray-Ritzen, donde le
dijeron: “este niño tiene un tumor cerebral”. Ante su demanda de explicación concerniente a la
naturaleza, localización e incluso las pruebas de ese tumor, le respondieron que se trataba de un antiguo
tumor que no había dejado huellas localizables en las radiografías, pero que no obstante era tan seguro,
que había definido el hándicap del niño. Vemos aquí hasta dónde pudo llegar la madre. Efectivamente,
en las entrevistas que siguieron, ella me explicó que lo había hecho conscientemente: una amiga le
había dicho que si iba a ver a Debray-Ritzen, ¡al niño le encontrarían algo orgánico!
¿Hay que indignarse de esto? A menudo los “psi” tuvieron tendencia a denunciar entre ellos la
falta de colaboración de los padres, y a moderarla en su presencia. Es recitar una culpabilidad que, de
hecho, no arregla nada. Incluso, según pienso, es un abuso. En efecto, creo que en carácter de padres,
nadie puede querer al psicoanálisis para su hijo. Los padres no pueden querer una rectificación. Por otra
parte, la justifican sin problema en nombre de las tareas educativas que les incumben y de la necesaria
normalización del niño. Sabemos bien, desde Freud, que no se trata allí sino de las coartadas de la
libido narcisista: el amor parental, en el fondo tan infantil –dice Freud–, delega en el niño realizar la
imagen ideal del Otro, y lo deja sin recursos respecto de la cuestión de su deseo y de su goce. Es decir
que a pesar incluso de un eventual consentimiento, ese amor solo puede trabajar contra la cura. El
obstáculo fue reconocido desde el inicio del psicoanálisis por Anna Freud tanto como por Melanie
Klein, aunque ambas hayan arribado a conclusiones opuestas.
En el umbral del psicoanálisis de un niño hay entonces una primera aporía: la cura no depende
de la decisión del interesado, sino de la decisión de aquellos que no pueden quererla verdaderamente:
sus padres.

Voy al segundo punto. No es el niño quien demanda su psicoanálisis, y sin embargo estamos
habituados a considerar [117] que un psicoanálisis debe ser demandado.
Sabemos que no alcanza con que el análisis sea demandado a nivel del enunciado para que se lo
emprenda, y que en ese sentido los enunciados de la demanda son secundarios. Por lo contrario,
importa saber cómo se presenta el síntoma. En la perspectiva psiquiátrica, el diagnóstico del síntoma es
externo. Pero para el síntoma que se dirige al análisis hay una especie de autodiagnóstico. El paciente
se presenta con la idea de que hay en él un fenómeno que lo molesta y que es del género de lo mórbido,
es decir que concierne a una terapéutica.
Alguien puede tener una masa de síntomas perfectamente localizables, etiquetables y sin
embargo no haber allí ninguna posibilidad de análisis. Muchos síntomas no motivan un análisis: hace
falta también que el impedimento que constituye el síntoma sea de cierto modo pensado como tal. Es
decir que es necesario que se agregue al síntoma la idea de que hay una causa para eso –así lo
formulaba Lacan en el seminario de La angustia–. Las condiciones mínimas para que se pueda decir
que hay una demanda de análisis es que el síntoma se presente como algo incompleto. O sea, que pida
un complemento.
El psicoanalista viene a completar ese síntoma. En sus últimos textos Lacan precisa que debe
hacerlo “bajo la forma del objeto a”. Pero ya en los textos más antiguos se podía encontrar esta tesis:
que quien se dirige al análisis supone que el analista tiene el complemento de su síntoma, y esto
eminentemente bajo la forma del saber.
El analista se presenta como quien tiene la clave del síntoma bajo la forma del saber que se le
supone, y es al lugar de dicho saber al que finalmente y –como dice Lacan– como referente, vendrá el
objeto a. Entonces, en el análisis de un adulto está presente la idea de la parcialidad del síntoma, que
llama a otra cosa.
Me parece que en los casos de niños es raro contar con esta configuración aunque,
evidentemente, un niño puede sufrir, tener fracasos, dificultades, etc.
Es molesto hablar “de los” niños. Habría que hacer precisiones: es totalmente distinto un niño
de tres años, de ocho años o de doce años. Sin embargo es posible decir que cuando se habla del niño,
en general se permanece en la definición psiquiátrica del síntoma. Ya sea planteada por el médico, por
los padres o la escuela, todos se sostienen en la definición externa. Es tan cierto que, en compensación,
los terapeutas que se apegan a la doctrina de la demanda, a menudo son conducidos a poner en juego la
sugestión más manifiesta para obtener de los niños una aquiescencia, que fingen luego considerar como
una demanda. Veo allí más bien una defensa contra el deseo del terapeuta.
¿Cuáles podrían ser entonces las condiciones de la cura de un niño? [118] ¿Qué haría falta para
que se emprenda, hablando propiamente, una cura y especialmente a partir de una demanda escolar?
Conviene en principio preguntarse cómo resulta afectado el niño por aquello de lo que
supuestamente habría que liberarlo. ¿Cómo resulta afectado, por ejemplo, por el hecho de no ser un
buen alumno, o por no aprender a leer al mismo ritmo que sus compañeros, o por cometer faltas de
ortografía, etc.? Ya se trate de una inhibición, de un impedimento o de un inconveniente... ¿no haría
falta que él también lo sintiera así?
Hay quienes objetan que de todas maneras, incluso si son los padres los que quieren que su hijo
apruebe, cuando el niño fracasa se siente mal porque no puede sino sentir que el contragolpe de su
fracaso lo desvaloriza. Y entonces, aún si son sus padres los que se encuentran fuertemente aferrados a
la rectificación, sería mejor, efectivamente, recuperar su hándicap.
Suponer que todo fracaso preocupa al sujeto es ubicarse en una perspectiva pedagógica. Hay
fracasos que no lo contrarían y que incluso lo valorizan absolutamente. Son los fracasos que sostienen
sus identificaciones ideales.
Las identificaciones ideales del sujeto condicionan en parte sus éxitos y fracasos. Y cuando un
fracaso está adherido a un ideal del yo, el niño puede decir con desgano que está preocupado: en tanto
que sujeto, allí se sostiene.
Ciertamente, acerca de este punto hay transmisión entre los padres y los hijos. No es que haya
isomorfismo entre los ideales del yo de una familia, pero es cierto que el ideal del yo se adhiere a un
significante que está capturado en el otro. Sin embargo, no alcanza con que los padres declaren
explícitamente las esperanzas que tienen a propósito de ese niño para que se sepa sobre qué significante
ha constituido el sujeto-niño su ideal del yo; de ahí la dificultad para concluir en lo referente a la
relación con sus fracasos.
Intentemos entonces, por ejemplo, evaluar la molestia causada por una disortografía asociada a
la siguiente frase del padre: “La ortografía es la ciencia de los burros”. No será un poquito de
psicoterapia lo que permitirá hacerlo tambalear.
En oposición al celo pedagógico hubo otra moda, que proclamaba: “La escuela importa un
comino, sólo cuenta el deseo”. Es débil, obviamente: como si de un lado estuviera la escuela –que sería
el dominio de una pura censura social– y luego, del otro lado el deseo libidinal, en un campo distinto.
Eso condujo a ciertos terapeutas a recusar en ocasiones toda demanda escolar, como si fuera indigna de
la atención del psicoanalista... incluso del propio niño. Pero esta postura no es mejor que el celo
pedagógico. En todo caso indica tanto como que la evaluación del punto de vista en que un niño podría
quejarse verdaderamente de su síntoma escolar demanda ya mucho trabajo preliminar [119] con él y,
eventualmente, con sus padres.

Siempre dentro de las condiciones de la cura, abordaré ahora la cuestión de la transferencia.


Decía hace un momento que, en general, con el niño no es realizable esa especie de búsqueda de
lo que puede complementar al síntoma. Esto nos conduce a decir que el síntoma no está siempre
constituido. Pero si no está constituido creo que difícilmente se pueda iniciar el análisis. A veces la
transferencia, la suposición de saber, ya está ahí, pero es más bien raro. Cuando eso se produce, pasa
por los padres: si uno de los padres tiene una transferencia masiva con el analista, un niño, sobre todo si
es muy pequeño, puede ser “tironeado” por esa transferencia. Pero en el caso contrario, ¿cómo operará
el analista con esa insuficiencia a nivel de una condición necesaria para la cura?
Considero que cuando comienza la cura de un niño se inicia en general mediante una especie de
forzamiento de la transferencia. Tomaré como primer ejemplo el caso Dick de Melanie Klein, que ya
hemos trabajado.
¿Qué hace Melanie Klein? Se propone como supuesto saber. Y dice: el vagoncito es Dick, el
vagón grande es el papá y la estación es la mamá.
No se trata de una interpretación, sino de la inyección del Saber supuesto. Evidentemente, ella
no bombardea los significantes a partir de la nada, sino de toda la idea que tiene del Edipo. Y en tal
sentido, es perfectamente correcto desde el punto de vista analítico. Pero hay que notar que no obstante
su posición es la de ir “a la pesca de la transferencia”.
Mi segundo ejemplo es el caso Dominique de Françoise Dolto. Tomemos la primera página de
la primera sesión: él entra en la habitación y la primera frase de Dolto consiste en preguntarle “¿Qué te
hizo “no ser de veras?”. El niño le responde: “¿Cómo sabe Usted eso?”. En la primera página del diario
de la cura, él le pregunta en tres ocasiones de dónde obtiene ella su saber.
Françoise Dolto toma allí una posición totalmente matizada. Podemos sentir que no busca en lo
más mínimo encaramarse en el pedestal del Sujeto Supuesto Saber. Incluso intenta explicarle lo que
sabe: lo sabe porque él se lo comunica. Intenta así temperar la posición en la que se ubicó,
precisamente porque no es una interpretación sino una afirmación. Una especie de pesca de la
transferencia mediante una palabra oracular.
Por otra parte, quisiera señalarles que Freud con todos sus primeros pacientes hacía
exactamente lo mismo puesto que no estaba en condiciones en las que estamos nosotros actualmente.
Él forzaba la transferencia. Es decir que afirmaba con autoridad al saber supuesto necesario para la
cura.
Ustedes saben que acerca de esta cuestión de la transferencia, hubo por otra parte [120] un debate
entre Anna Freud y Melanie Klein, en el que esta última afirmaba contra la primera, que había
transferencia en el niño. Eso no está en duda. Todavía hace falta crear allí las condiciones en los casos
–frecuentes en los niños– en que esa transferencia no está de antemano. Lo que supone que el analista
no se defiende de su deseo, ni rechaza el significarse como el complemento del saber del síntoma; y
que no se emplea entonces a suscitar una demanda de forma pura, sino más bien a desencadenar la
transferencia.

Vuelvo ahora al contenido escolar de la demanda.


¿Acaso todas las dificultades escolares son síntomas o inhibiciones? En otras palabras: los
malos alumnos... ¿son enfermos? Ustedes verán en seguida cómo por esta vía se puede “colaborar”2
fácilmente, sobre todo si consideran que, entre los denominados malos alumnos, hay muchos hijos de
inmigrantes.
Hace falta decir que el psicoanálisis no es una terapéutica universal. Es una terapéutica que
tiene indicaciones totalmente precisas. Cuando un niño no logra aprender a leer, cuando tiene faltas de
ortografía, cuando padece lo que hoy se denomina “discalculia”, cuando es demasiado lento para
aprender o cuando está distraído en clase, cuando es –como dicen los maestros– perezoso, el problema
es saber si en todos esos casos hay una inhibición o un síntoma.
No hay dudas de que hay dificultades de aprendizaje intelectual que son sintomáticas. Los
remito a los ejemplos que se encuentran en Melanie Klein. Busquen en su libro Ensayos de
psicoanálisis. Hay ejemplos sumamente interesantes. Verán cómo el niñito que no lograba jamás
escribir dos “s” juntas resuelve su dificultad mediante la fantasía de que esas dos “s” simbolizaban al
padre y a los hijos... Cómo aquel que no podía hacer divisiones descubre que, para él, dividir es
desmembrar el cuerpo de su madre en cuatro pedazos y repartirlo entre los cuatro niños de la familia, y
cómo a la mañana siguiente al llegar a clase, ante el estupor de la maestra y de Melanie Klein, resuelve
todas las divisiones... ¡con precisión! Porque hasta ese momento el niño confundía el resto y el

2
[Referencia bastante explícita de Colette Soler al régimen de Vichy, el que se caracterizaba por su apoyo y
colaboración del Estado francés con el régimen nazi].
cociente. Y relean también los textos de Freud sobre la inhibición intelectual. No está excluido que una
dificultad escolar se resuelva con el psicoanálisis. No está excluido, pero tampoco asegurado.

Tomemos las dos primeras páginas de Inhibición, Síntoma y Angustia de Freud. Allí se
pregunta: ¿qué es una inhibición? Responde que “es una limitación funcional del yo”. Luego plantea
dos ejemplos. El primer ejemplo es impactante en tanto función del yo: la sexualidad. El segundo son
los problemas del apetito. Siguen la locomoción y la inhibición para trabajar.
Notamos rápidamente que la enumeración es muy heteróclita. En el párrafo referido a la
“Función sexual”, Freud no tiene ningún mal para [121] definir a la inhibición puesto que lo hace por
relación al proceso orgánico del coito. Puede decir entonces hasta qué punto de ese proceso del que no
se conoce la curva normal, interviene la perturbación. Pero ya cuando habla de inapetencia, se hace
difícil definir qué es un apetito normal. En cuanto a la locomoción, ¿dónde situar el límite, dónde
comienza la aversión a caminar? Entonces, cuando llegamos al tema del trabajo –y es allí a dónde
quería arribar– define a la inhibición como... ¡la disminución del placer de trabajar!
Esto causa risa; desde el momento en que son tocadas precisamente las funciones que no
encuentran su definición estricta en el funcionamiento orgánico del cuerpo, ¿dónde situar el principio
de la inhibición?
La cuestión no se plantea del mismo modo para un adulto porque su demanda está sostenida en
aquello de lo que se queja. Pero un niño que por lo general no se queja, nos enfrenta a la dificultad de
una definición precisa.
Melanie Klein impulsó hasta el extremo la tesis del desarrollo de las capacidades, o más bien de
la limitación de las capacidades por la inhibición. Según plantea, no solamente las perturbaciones de
una función sino el investimiento de una función no perturbada, a saber los intereses de un sujeto y más
que sus intereses, sus talentos, están determinados por procesos de inhibición. Es llevar muy lejos la
influencia de lo simbólico y de lo imaginario en detrimento de lo real. Al extremo, esta concepción
conduciría a decir que sin inhibición todos los sujetos serían geniales en todos los dominios, que
investirían todos los campos con igual talento.
¿Pero qué ocurre con las demandas hechas al analista por trastornos escolares? No podemos
saber de antemano si ese trastorno es sintomático y, a poco de iniciar las entrevistas con la familia,
estamos seguros de encontrar lo que nunca falta y de lo que analista, además, gusta de ocuparse –si
puedo permitirme esa expresión–, a saber: la angustia y la dificultad de la relación edípica en las
familias.
Si agregan lo que planteé acerca de un empuje-al-desencadenamiento de la transferencia, hay
que decir que el análisis de un niño por dificultad escolar, es más bien algo querido por el analista: el
analista y algunos otros. No es tanto el caso, señalémoslo, para otros síntomas: una anorexia o
problemas de sueño, por ejemplo.
Quiero concluir con lo siguiente: la especialización que se instaura de hecho en los
psicoanalistas entre los analistas de niños por una parte y los psicoanalistas de adultos por otra, merece
ser interrogada. Si el psicoanálisis se dirige no al niño o al adulto sino al sujeto, nada fundamenta con
derecho esta especialización que, desde siempre, aparece más bien como un síntoma de los analistas.-

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