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Lars Fr.H.

Svendsen

FILOSOFÍA DEL TEDIO

Traducción del noruego de Carmen Montes Cano

ENSAYO

TUSQUETS

EDITORES

1 .a edición: septiembre de 2006

© Universitetsforlaget 1999

Esta traducción ha obtenido una ayuda económica de NORLA

© de la traducción: Carmen Montes Cano, 2006

Diseño de la colección: Lluís Clotet y Ramón Úbeda

Diseño de la cubierta: Estudio Úbeda

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantü, 8 - 08023 Barcelona

www. tusquetseditores. com

ISBN: 84-8310-494-6

Depósito legal: B. 34.837-2006

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Goxua de Papelera del Leizarán, S.A. - Guipúzcoa Liberdúplex, S.L.

Encuademación: Reinbook Impreso en España

***

En vano busqué, en el mar sin fondo de los placeres, así como en los abismos del conocimiento, un
lugar en el que echar el ancla. Sentí la fuerza apenas resistible con la que un placer tiende la mano al
otro; experimenté esa suerte de incierta exaltación que el placer puede provocar; al igual que viví el
tedio, el profundo desgarro que lo sigue. Saboreé los frutos del conocimiento y, con no poca
frecuencia, disfruté igualmente del gozo de probar su dulzura. Pero no solía durar este placer más que
el instante mismo del conocimiento, ni solía dejar en mí una huella profunda. Se diría que, más que
beber de las fuentes de la sabiduría, hubiese caído en ellas.

Soren Kierkegaard, Gilleleie, 1 de agosto de 1835

***

Introducción

Redacté este ensayo en un momento de mi vida en el que había determinado entregarme al ocio. Tras
haber concluido un proyecto de investigación de larga duración, pensé relajarme y dedicarme a no
hacer nada. No obstante, esto resultó ser del todo inviable. Era evidente que no estaba en
condiciones de no hacer nada, de modo que decidí que debía hacer algo. Y ese algo dio como fruto
el presente ensayo.

Por lo general, no tenemos conceptos lo suficientemente definidos de las circunstancias que nos
atormentan. Más todavía, constituyen una minoría aquellos que tienen una opinión más o menos
meditada sobre el tedio, que queda catalogado con una etiqueta vacía en la que se recoge todo
aquello que no nos interesa. El tedio es, ante todo, algo en lo que nuestras vidas se hallan inmersas,
más que algo sobre lo que reflexionemos de forma sistemática. Pese a ello, podemos intentar aclarar
algunas ideas acerca del tedio, a fin de alcanzar una mejor comprensión de en qué consiste eso que
tanto nos afecta cuando hace su aparición en nuestras vidas. De modo que este ensayo constituye un
intento de desarrollar una serie de ideas acerca de qué es el tedio, cuándo aparece, por qué aparece,
por qué nos afecta y de qué modo, y por qué no puede vencerse mediante ningún tipo de acto de
voluntad.

Sin duda, un trabajo de investigación sobre este tipo de fenómenos puede parecer limitado, habida
cuenta de que todos los aspectos de la vida quedan reducidos a ser expresión de uno solo, en el caso
que nos ocupa, el tedio. Permítanme, pues, la precisión de que, si bien en este libro todo está tratado
desde la consideración de su relación con el tedio, ha de quedar claro que no es más que un aspecto
de la existencia y que en modo alguno pretendo reducir la totalidad de la existencia humana a la mera
expresión del tedio.

Por otro lado, es importante hallar la forma más adecuada para el tema que nos proponemos tratar.
Hace ya tiempo comencé a leer un artículo filosófico sobre el amor. Tras escasas líneas, me encontré
con la siguiente proposición: «Bob ama a Kate si y sólo si...». En aquel punto, abandoné la lectura.
Resultaba manifiesto que semejante perspectiva en la formulación era impropia para abordar un tema
como el del amor, pues el fenómeno en sí quedaría claramente postergado. De ahí que el lector no
deba esperar encontrar aquí expresiones del tipo: «Pedro se aburre si y sólo si...». Como señala
Aristóteles, no podemos perseguir el mismo nivel de precisión en todos los temas, sino que
tendremos que contentamos con el nivel de precisión que cada uno de ellos permita. El tedio
constituye un fenómeno impreciso y polifacético, por lo que el ensayo es, a mi parecer, la forma
idónea para una reflexión de esta índole, más que un tratado estrictamente sistemático. De ahí que sea
mi intención presentar, no tanto una argumentación monolítica como una serie de bocetos que,
esperemos, nos permitan comprender mejor qué es el tedio, fenómeno que, por su naturaleza plural,
exige un tratamiento interdisciplinar. Esto explica que me haya basado en textos procedentes de muy
diversas disciplinas, tales como la filosofía, la literatura, la psicología, la teología y la sociología.
Este ensayo consta de cuatro partes principales: 1 a El problema del tedio, 2.a Historias del tedio, 3.a
Fenomenología del tedio y 4.a La moral del tedio. En la primera parte presentamos una amplia
descripción de los diferentes aspectos del tedio y su relación con la modernidad. La segunda
constituye una exposición de algunas interpretaciones del tedio a través de la historia, partiendo de la
tesis central de que el Romanticismo es la corriente de pensamiento más decisiva para la
comprensión del tedio en sentido moderno. La tercera parte se centra en los estudios
fenomenológicos que sobre esta materia realizó Martin Heidegger. En la cuarta y última se ofrece una
deliberación acerca del modo en que podríamos enfrentarnos al tedio, así como de la forma en que
no debemos afrontarlo. Si bien las cuatro partes se hallan interrelacionadas, no es menos cierto que
también pueden leerse de forma independiente.

He procurado escribir este ensayo en un estilo poco técnico, consciente de que aborda un tema que
afecta a una mayoría; mi deseo es que no resulte accesible sólo para filósofos. Sin embargo, pese a
mis esfuerzos por hacerlo inteligible para un público amplio, no puede negarse que habrá partes más
arduas, simplemente porque, en ocasiones, el asunto en sí es arduo y reclamará el esfuerzo del lector.
El texto va provisto de un extenso aparato crítico pero, puesto que las notas que lo componen apenas
si contienen otra información que las referencias bibliográficas necesarias, opté por colocarlo al
final de la obra. Por otro lado, dichas notas deberían valer como guía de la literatura sobre el tema.
En realidad, nada me habría agradado más que poder escribir el ensayo entero a base de citas, tal
como Walter Benjamín planeó hacer en su día, o como Robert Burton prácticamente consiguió en su
Anatomía de la melancolía; pero resultó que, de vez en cuando, yo también tenía algo que aportar.

Por diversos motivos, Filosofía del tedio surgió en un periodo de tiempo relativamente limitado, lo
que me impidió releerlo con ese espíritu crítico que a menudo resulta tan clarificador como
beneficioso. De ahí que los comentarios de amigos y colegas hayan sido muy provechosos. Quiero
expresarles aquí mi gratitud tanto por sus apreciaciones como por haberme soportado durante una
época en la que apenas si tenía otro tema de conversación que el tedio. Particularmente agradecido
quedo a Stále Finke, Ellen-Marie Forsberg, Anne Granberg, Helge Jordheim, Thomas Nilsen, Hilde
Norrgrén, Erik Thorstensen y Knut Olav Ámás, por la valiosa aportación de sus consideraciones
sobre este escrito.

***

El problema del tedio

El tedio como problema filosófico

En tanto que filósofo, uno debe enfrentarse de vez en cuando a «las grandes cuestiones». De lo
contrario, pasamos por alto lo que, en su día, fue la causa de que nos dedicásemos al estudio de la
filosofía. En mi opinión, el problema del tedio es una de esas «grandes cuestiones», hasta el punto de
que un análisis del tedio debe poder decir algo esencial sobre las condiciones de nuestra existencia.
No deberíamos, y de hecho, no podemos, evitar enfrentarnos en alguna ocasión al hecho de «existir».
Pueden ser muchos los motivos que nos conduzcan a iniciar una reflexión sobre nuestra propia
existencia, pero la particularidad de las experiencias existenciales radica en que, necesariamente,
convierten la propia existencia en una cuestión. Podemos, pues, preguntarnos con Jon Hellesnes en su
libro Pá greusa [En el límite]: «¿Acaso hay algo que trastorne nuestra existencia con mayor
intensidad que el tedio?».

Estas grandes cuestiones no tienen por qué coincidir con las que reciben el calificativo de eternas,
pues el tedio no ha sido un fenómeno central en nuestra cultura más que durante un par de siglos. La
imposibilidad de establecer con certeza cuándo surgió el tedio es evidente pues, pese a ser un
fenómeno típicamente moderno, cuenta con una serie de antepasados. Sin embargo, éstos
pertenecieron, en general, a grupos sociales minoritarios como la nobleza y el clero mientras que, en
el mundo occidental moderno, puede decirse que el tedio afecta prácticamente a todo individuo.

En general, tendemos a considerar el fenómeno del tedio como algo transitorio en relación con el ser
humano, pero esta idea se basa en un concepto más que dudoso de la naturaleza humana. Incluso
podríamos sostener que el tedio es parte integrante de la naturaleza humana pero, en tal caso,
deberíamos admitir que tal cosa existe, y tal premisa me parece, cuando menos, problemática dado
que el postulado mismo de dicha naturaleza tiende a eliminar cualquier intento de discusión. En
efecto, tal como subraya Aristóteles, solemos dirigir nuestra atención, en primer lugar, hacia aquello
que es susceptible de transformación. Y postular la existencia de una naturaleza implica, ciertamente,
la afirmación de que ésta no puede transformarse. Por otro lado, podríamos pretender la existencia
de una naturaleza humana neutra, en la que el ser humano hallaría tantas posibilidades para sentir
dolor como felicidad, para experimentar entusiasmo o tedio. En tal caso, hallaríamos la explicación
del tedio exclusivamente en las circunstancias sociales del individuo. No obstante, yo estoy
convencido de la imposibilidad de una distinción clara entre los aspectos sociales y los psicológicos
en el análisis de un fenómeno como el tedio, al tiempo que un método puramente sociológico
resultaría tan insostenible como uno exclusivamente psicológico. De ahí que me haya decantado por
proceder de un modo totalmente distinto, y haya recurrido tanto a la perspectiva de la historia del
pensamiento como al punto de vista fenomenológico. Nietzsche apunta que «el pecado original del
filósofo» consiste en partir del ser humano de una época determinada y extraer conclusiones que
pretende elevar a verdades eternas. De modo que, para evitar caer en esta tentación, me daré por
satisfecho tan sólo con la constatación de que el tedio es un fenómeno potencialmente muy grave que
afecta a un gran número de individuos. Aristóteles escribe que, si bien la virtud no es un elemento
humano natural, tampoco podemos decir que sea totalmente contra natura. Y en verdad que otro tanto
podemos decir del tedio. Por otro lado, es posible llevar a cabo un estudio del tedio sin tomar como
punto de partida ninguna constante antropológica, es decir, una serie de características que existan
con independencia de cualquier espacio social e histórico específico. En nuestro estudio trataremos
del hombre inmerso en una situación histórica determinada. En efecto, yo escribo sobre nosotros,
sobre quienes vivimos a la sombra del Romanticismo, como románticos incorregibles, aunque ya
libres de la fe hiperbólica del romántico en la capacidad de la imaginación para transformar el
mundo.

Aunque es cierto que toda buena filosofía debe incluir un momento esencial de conocimiento de uno
mismo, dicho conocimiento no tiene por qué adoptar la forma de reconocimiento, según el modelo de
las Confesiones de san Agustín. No han sido pocos los que me han preguntado si me embarqué en
este proyecto porque me aburría terriblemente, pero lo que yo sienta o haya sentido a título personal
no debería ser del interés del lector. A decir verdad, yo no concibo la filosofía como una actividad
destinada a la exposición de confesiones, sino más bien como un esfuerzo encaminado a alcanzar la
claridad -una claridad, admitámoslo, que nunca llega a ser más que provisional-, con la esperanza de
que lo que uno, humildemente, pretende haber puesto en claro, también sea de utilidad para otros.
Desde el punto de vista filosófico, mis decisiones privadas resultan irrelevantes, por más que para
mí, naturalmente, sí revistan una gran importancia.

Al inicio del estudio, emprendí una pequeña ronda de encuestas desprovistas de valor científico
entre mis colegas, amigos y conocidos, la mayor parte de los cuales me respondieron que eran
incapaces de determinar si se aburrían o no; tan sólo alguno contestó de forma afirmativa o negativa y
una sola persona afirmó incluso que nunca se aburría. Para aquellos lectores que no se hayan
aburrido jamás en su vida, quizá sea útil mencionar que el tedio profundo está, desde el punto de
vista fenomenológico, emparentado con un insomnio en que el yo pierde su identidad en la oscuridad,
prisionero de una nada en apariencia infinita. Uno intenta dormir, casi lo consigue, sin llegar no
obstante a alcanzar el reposo del sueño. En Libro del desasosiego, Fernando Pessoa escribe:

«Existen sensaciones que son sueños, que ocupan como una niebla toda la extensión del espíritu, que
no dejan claramente ser. Como si no hubiéramos dormido, sobrevive en nosotros un no sé qué de
sueño, y hay un torpor del sol del día calentando la superficie estancada de los sentidos. Es una
borrachera de no ser nada, y la voluntad es un balde vaciado en el jardín por un movimiento
indolente del pie al pasar».

El tedio de Pessoa es manifiesto; resulta fácil distinguirlo en su carencia de forma. Sin embargo, es
natural que no haya muchas personas capaces de dar una respuesta clara a la pregunta de si se
aburren o no. En primer lugar, las afecciones no suelen ser para nosotros objetos intencionales -es
decir, suelen ser algo en lo que nos hallamos inmersos, más que algo hacia lo que dirigir nuestra
conciencia-; en segundo lugar, el tedio en particular es un estado que se caracteriza por una ausencia
de calidad que lo convierte en una sensación mucho más difícil de aprehender que la mayoría de las
afecciones. El pastor rural de Georges Bernanos ofrece una excelente descripción del carácter
subrepticiamente destructivo del tedio en el Diario de un cura rural:

«De modo que me dije que las personas estaban siendo devoradas por el tedio. Ciertamente, hay que
reflexionar un poco para verlo con claridad, pues no es algo que se detecte de inmediato. Es como
una especie de polvo. Uno va y viene sin apercibirse de él, lo respiramos, lo comemos, lo bebemos,
pero es tan fino y leve que ni siquiera cruje entre los dientes. Sin embargo, tan pronto como nos
detenemos un segundo, se posa sobre nosotros cubriéndonos el rostro, las manos. Para sacudimos
semejante lluvia de cenizas, debemos estar en constante agitación. De ahí que el mundo entero esté
tan agitado».

Resulta completamente posible aburrirse sin tener conciencia de ello, como también lo es aburrirse
sin saber dar un motivo o explicación de dicho aburrimiento. De hecho, aquellos que, en mi pequeña
encuesta, aseguraban que eran víctimas de un tedio profundo, no fueron capaces, por lo general, de
argumentar por qué; no podía decirse que fuese esto o aquello lo que los atormentaba, sino
simplemente un tedio sin nombre, sin forma, sin objeto. Este tipo de tedio recuerda a lo que Freud
escribió sobre la melancolía, cuando sostenía la existencia de una similitud entre melancolía y
aflicción, ya que ambos comportan la conciencia de una pérdida pero, en tanto que el que sufre
siempre tiene perfecto conocimiento de lo perdido, el melancólico no suele tener tan clara conciencia
de qué es lo que le falta.
Habida cuenta de que la introspección se revela, pues, como un método de limitación manifiesta a la
hora de investigar el tedio, decidí atenerme a una serie de textos de carácter tanto filosófico como
literario. De hecho, considero que la literatura proporciona un material precioso para los estudios
filosóficos, tan imprescindible para trabajos de filosofía de la cultura como los estudios científicos
los son para la filosofía de la ciencia. Por otro lado, el material literario resulta, en general, mucho
más ilustrativo que los estudios cuantitativos de índole sociológica o psicológica. Todo ello se
verifica igualmente en el asunto que nos ocupa, donde gran parte de la investigación se ha centrado
en el estudio de hasta qué punto el defecto o el exceso de estímulos sensoriales pueden ser origen del
tedio, sin que esto haya bastado para esclarecer un fenómeno tan complejo como el que ahora
abordamos. Como observa el psicoanalista Adam Phillips, «En verdad, no deberíamos hablar del
tedio como manifestación singular, sino de “los tedios”, pues el concepto en sí acoge un sinnúmero
de sensaciones y estados de ánimo que se resisten al análisis».

Suele afirmarse que en tomo al diez por ciento de la población sufre de depresión a lo largo de su
vida, estimación que, pese a no ser más que aproximativa, me parece bastante verosímil. ¿Cuál puede
ser la diferencia entre el tedio profundo y la depresión? Me inclino a pensar que, en este sentido, las
fronteras fluctúan claramente. Por otro lado, me siento tentado a creer que el cien por cien de la
población padece de tedio alguna vez en el transcurso de su existencia. En efecto, el tedio no puede
entenderse exclusivamente como consecuencia de la idiosincrasia personal, pues se trata de un
fenómeno que abarca demasiados aspectos vitales como para dejarse simplificar de este modo. De
hecho, no es sólo un estado interior, sino también una característica del mundo que nos rodea, pues
participamos de una serie de prácticas sociales que rezuman tedio. Hay épocas en que no parece sino
que todo el mundo occidental se haya convertido en algo parecido al sanatorio donde transcurren
siete años de la vida de Hans Castorp en la novela de Thomas Mann La montaña mágica. Matamos
el tiempo y nos aburrimos hasta la muerte. De ahí que resulte tentador aceptar con Byron: «No nos
queda más que aburrirnos o aburrir».

En mi breve ronda de preguntas, comprobé que había más hombres que mujeres afectados por el
tedio, hecho este que corroboran una serie de estudios psicológicos (que también ratifican la
afirmación de Schopenhauer de que la afección del tedio remite con la edad). A decir verdad, no
conozco ninguna explicación satisfactoria de por qué esto habría de ser así. Pudiera ser que las
mujeres expresen el tedio en menor medida que los hombres, aunque les afecte en el mismo grado.
También cabe la posibilidad de que las mujeres tengan, en general, otras necesidades existenciales
que los hombres y que se planteen otras cuestiones, y de ahí que se vean afectadas en menor medida
por los diversos cambios culturales que originan el tedio. Pero, insisto, no dispongo de explicación
satisfactoria alguna para esta diferencia de género. También Nietzsche observa que los hombres se
aburren más que las mujeres. Ahora bien, razona su afirmación arguyendo que las mujeres nunca
aprendieron a trabajar de forma disciplinada, lo que parece una justificación cuando menos
discutible.

En mi opinión, Kierkegaard exagera al afirmar que «el tedio es la fuente de todos los males», aunque
sí sea responsable de buen número de ellos. En realidad, dudo de que la mayoría de los asesinatos
puedan imputarse al tedio pues, como sabemos, la mayor parte de ellos son consecuencia de
relaciones afectivas. Sin embargo, vemos a menudo que el tedio se invoca como explicación de una
serie de crímenes, incluido el asesinato. Tampoco creo justificado afirmar que las guerras puedan
tener su causa en el tedio, pero sí es un hecho incontestable que suelen estallar, sin apenas
excepciones, acompañadas de incontenibles estallidos de alegría, en que el pueblo invade las calles
presa de la euforia, como deseosa de celebrar que, por fin, algún suceso haya venido a interrumpir la
monotonía diaria. En este sentido, podemos nombrar como ejemplos la primera guerra mundial o la
guerra de las Malvinas. Jon Hellesnes se pronunció con gran acierto acerca de este asunto. El
problema de la guerra es, no obstante, que no sólo mata, sino que no tarda en causar un tedio
mortífero, como apunta Ezra Pound: «Guerras sin interés alguno, el tedio de las guerras de cien
años». En La montaña mágica, de Thomas Mann, es precisamente el estallido de la guerra lo que
despierta a Hans Castorp de su tedioso letargo de siete años, pero no nos faltan motivos para creer
que el aburrimiento volverá a hacer presa de él. En su esfuerzo por ver al menos algo positivo en el
tedio, el sociólogo Robert Nisbet afirma que éste no es sólo el origen de una serie de males, sino
también el fin de una serie de males, por la sencilla razón de que éstos terminan por ser demasiado
aburridos. Toma como ejemplo la quema de brujas y asegura que esta práctica no cesó por razones
legales, morales ni religiosas, sino simplemente porque terminó por resultar demasiado tediosa, e
incluso llevó a la gente a pensar que «si has visto quemar a una, las has visto a todas». Nisbet bien
puede tener algo de razón, aunque difícilmente se podría afirmar que el tedio constituya una fuerza
liberadora. De hecho, queda implícito en su argumento el hecho de que el tedio fue también la causa
de que comenzase la quema de brujas.

Se ha asociado el tedio con el consumo de narcóticos, de alcohol y de tabaco, con los desarreglos en
la alimentación, con la promiscuidad, el vandalismo, la depresión, las actitudes agresivas, el odio, la
violencia, el suicidio, los comportamientos de riesgo, etcétera. Tales asociaciones cuentan con el
apoyo de datos estadísticos bien claros. En el fondo, no debería sorprendernos, dado que incluso los
antiguos monjes tenían conciencia de ello, hasta el punto de considerar la acedía, el antepasado
premoderno del tedio, como el peor de los pecados en tanto que origen de todos los demás.
Ciertamente, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el tedio comporta graves consecuencias
para una comunidad, y no sólo para los individuos, aunque también para ellos, pues conlleva una
pérdida de sentido, lo cual siempre reviste gravedad para aquellos a quienes afecta. En realidad, no
podemos asegurar si el mundo se nos presenta como carente de sentido porque nos aburrimos o si nos
aburrimos porque el mundo no tiene sentido, pues la relación causa-efecto no es, en este caso,
sencilla. Lo que no parece sujeto a la menor duda es el hecho de que el tedio y la falta de sentido
guardan una estrecha relación. En su Anatomía de la melancolía, de 1621, Robert Burton sostiene
que «podemos contar hasta ochenta y ocho grados de melancolía, ya que cada uno se ve afectado por
ella de un modo distinto: unos llegan a tocar el fondo de este abismo infernal mientras que otros no
conocen más que las capas superficiales». Yo no me considero capacitado para distinguir entre los
diversos grados de tedio con tanta precisión, pues éste puede abarcar desde un ligero malestar hasta
la sensación del más profundo absurdo. Para la mayor parte de nosotros, es el tedio algo que
debemos soportar, pero hay excepciones. Cierto que resulta tentador aconsejar a quien se queja de
tedio o de «pesadez de ánimo» que se «anime» pero, como advierte Ludvig Holberg, esto es «tan
inviable como pedirle a un enano que sea una pulgada más alto».

Prácticamente todos aquellos que se refieren al tedio lo hacen como si de un mal se tratase. Sin
embargo, hay alguna que otra excepción. Georg Hamann se describía a sí mismo como un Liebhaber
der Langen Weile (un amante de la demora) y, cuando sus amigos le reprobaban su inactividad,
respondía que trabajar era cosa fácil, mientras que el auténtico ocio resulta muy duro para un
hombre. La concepción de E.M. Cioran es similar: «A ese amigo que me confiesa aburrirse porque
no puede trabajar, le contesto que el tedio es un estado superior, y que relacionarlo con la idea de
trabajo es rebajarlo».

En las universidades no se imparte ningún curso sobre el tedio, y nuestra única experiencia del
mismo es lo que solemos aburrimos mientras realizamos nuestros estudios. Tampoco está demostrado
que el tedio pueda seguir considerándose como un problema filosófico relevante, si es que lo ha sido
alguna vez. En el marco de la filosofía actual, en que casi todos los temas son variaciones de
cuestiones epistemológicas, parece natural que el fenómeno del tedio quede fuera del ámbito de
estudio de la filosofía y que el hecho de enfrentarse a un tema semejante resulte para algunos un claro
indicio de inmadurez intelectual. Y es posible que así sea. Que el tedio no constituya en la actualidad
un tema filosófico de relieve debería ser, probablemente, un motivo de preocupación para la
filosofía, pues una filosofía que rehúse investigar la cuestión del sentido de la vida apenas si merece
dedicación. El sentido es algo que podemos perder, y esta circunstancia queda excluida de las
preocupaciones de la filosofía de la semántica, pero no debería quedar excluida de la
preocupaciones de la filosofía en general.

¿Por qué considerar el tedio como un problema de orden filosófico, y no solamente psicológico o
sociológico? A este respecto, he de admitir mi incapacidad para establecer ningún criterio general
que permita distinguir un problema filosófico del que no lo es. Según Ludwig Wittgenstein, el
problema filosófico se presenta en la forma: «No sé salir del atolladero». De modo similar describe
Martin Heidegger la «miseria» que nos lleva a la reflexión filosófica como una suerte de
«desconocer el principio y el fin». Aquello que caracteriza a un problema filosófico es, por tanto,
una especie de falta de orientación. Y, ¿acaso no es ésta también una característica del tedio profundo
que nos impide orientarnos en relación con el mundo, pues la propia relación con el mundo está más
que perdida? Samuel Beckett describe el estado existencial de su primer protagonista novelesco, el
Belacqua de Sueño con mujeres más o menos hermosas, en los siguientes términos: «Se hallaba
hundido en la inactividad, sin identidad [...]. Las ciudades, los bosques y las existencias también
carecían de identidad, eran sombras, no ejercían ni atracción ni estímulo alguno [...]. Su existencia
carecía de eje y de contorno, el centro se hallaba en todas partes, una ciénaga inconmensurable de
inactividad». El tedio suele surgir cuando nos resulta imposible hacer lo que queremos. Pero ¿qué
ocurre cuando ignoramos lo que queremos hacer, cuando perdemos la orientación en la vida?
Entonces caemos en ese tedio profundo que se asemeja a la apatía, pues no hay punto de apoyo para
la voluntad. Femando Pessoa lo describe como «sufrir sin sufrimiento, querer sin voluntad, pensar
sin raciocinio». Y, tal y como veremos en el análisis de la fenomenología del tedio que Heidegger
lleva a cabo, esta experiencia puede conducimos a la filosofía.

El tedio carece del encanto de la melancolía, un encanto ligado a la tradicional conexión entre
melancolía y sabiduría, sensibilidad, belleza. Por esta razón el tedio no resulta muy atractivo a los
estetas. Tampoco revíste la gravedad reconocida a la depresión, por lo que no es del interés de
psicólogos y psiquiatras. En comparación con la depresión y la melancolía, el tedio aparece,
simplemente, como algo demasiado trivial o vulgar como para merecer una investigación exhaustiva.
Por ejemplo, resulta llamativo que el estudio de seiscientas páginas que Peter Wessel Zapffe escribe
en 1941, titulado Sobre lo trágico, no dedique al tedio ni una sola línea. Y, si bien es cierto que
Zapffe aborda el fenómeno de forma tangencial en varios lugares de su obra, no lo es menos que
jamás alude a él por su nombre habitual. Por el simple motivo, según creo, de que Zapffe considera
que el tedio no se corresponde con el aspecto grandioso de lo «trágico». En cambio, sí que hallamos
disquisiciones sobre el tedio en filósofos significativos como Pascal, Rousseau, Kant, Schopenhauer,
Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger, Benjamín y Adorno. En el ámbito de la literatura, podemos
mencionar a Goethe, Flaubert, Stendhal, Mann, Beckett, Büchner, Dostoyevski, Chejov, Baudelaire,
Leopardi, Proust, Byron, Eliot, Ibsen, Valery, Bemanos y Pessoa. Estas listas son, claro está,
incompletas; el tema ha sido tan ampliamente descrito que cualquier lista lo sería. Conviene
observar, no obstante, que todos estos filósofos y escritores pertenecen a la modernidad.

Tedio y modernidad

«Los dioses se aburrían, de modo que crearon a los hombres», escribe Soren Kierkegaard, y
continúa: «Adán se aburría porque estaba solo, por eso fue creada Eva. A partir de aquel momento,
el tedio hizo su aparición en el mundo, propagándose en la misma medida en que crecía la
población». No me pronunciaré aquí sobre los dioses, aunque Nietzsche sugiere que Dios se aburrió
el séptimo día y asegura que hasta los dioses luchan en vano por combatir el tedio. Sin embargo, yo
creo poder afirmar que Adán jamás se aburrió. El tedio es, en mi opinión, un fenómeno mucho más
reciente. De hecho, resulta en cierto modo un misterio que Adán y Eva decidiesen probar los frutos
del árbol de la ciencia pues, en realidad, no había lugar en el Paraíso para el tedio, habida cuenta de
que ese espacio estaría ocupado por Dios, cuya presencia debía de ser tan completamente
satisfactoria que cualquier tipo de búsqueda de sentido resultaría superflua. Aun así, la opinión de
Kierkegaard se ve apoyada por las palabras del poeta Henry David Thoreau: «Sin lugar a dudas, esa
forma de tedio y de desidia cuya manifestación es el convencimiento infundado de haber disfrutado
de todos los motivos de placer y de las múltiples riquezas de la vida, es tan antigua como el propio
Adán». Alberto Moravia sostiene por su parte que Adán y Eva se aburrían y Emmanuel Kant asegura
que, de haber permanecido en el Paraíso, se habrían aburrido. Robert Nisbet sugiere que Dios los
expulsó del Paraíso, y los arrojó así a lo desconocido, para redimirlos del tedio del que habrían sido
víctimas de haberse mantenido allí.

Naturalmente, es justo pensar que ciertas formas de tedio existieron desde los albores de los tiempos;
por ejemplo, lo que yo llamaría «tedio situacional», es decir, aquel que tiene su origen en
determinadas situaciones. En cambio, el tedio existencial es un fenómeno característico de la
modernidad. Sin duda que también aquí hallamos excepciones, por ejemplo, el Eclesiastés, que
comienza con las palabras «Vanidad de vanidades...», para continuar más adelante: «Lo que ha sido
es lo que será, y lo que ha sucedido será lo que suceda, y nada hay nuevo bajo el sol». Pese a todo,
cabe observar aquí que Salomón es más profético que diagnóstico acerca de su propia época, y
puede que asista la razón al pastor Lachen cuando, en la novela del noruego Arne Garborg, Trcette
mcend [Hombres cansados], asegura que este libro del Antiguo Testamento parece destinado a los
hombres de nuestros días. Asimismo, hay textos de Séneca en los que, a través del concepto
«taedium vitae» (cansancio de vivir), el filósofo describe algo que recuerda claramente al tedio
moderno. En cualquier caso, siempre es posible hallar textos antiguos que parecen hacer referencia a
fenómenos posteriores. No es mi intención afirmar que se haya producido un giro histórico claro con
respecto al tedio. Me doy por satisfecho al constatar que el tedio nunca se convirtió en temática como
a partir del Romanticismo, que, por así decirlo, lo democratizó al dotarlo de un campo de expresión
más amplio.
El tedio es «privilegio» del hombre moderno. En tanto que se puede afirmar que la cantidad de
alegría y de tristeza se ha mantenido más o menos constante a lo largo de la Historia, la cantidad de
tedio parece haberse incrementado de forma considerable. El mundo parece haberse tornado más
aburrido. Antes del Romanticismo, se presentaba como un fenómeno marginal, privativo del clero y
la nobleza. De ahí que el tedio fuese símbolo de cierto abolengo durante mucho tiempo, es decir,
mientras se mantuvo como una suerte de atributo de las clases superiores, que eran las que poseían
las condiciones materiales que constituyen el requisito indispensable para que se produzca el tedio.
A medida que ha ido haciéndose extensivo a las demás capas de la población, ha ido perdiendo su
carácter exclusivo. Es lícito pensar, pues, que el tedio se halla en la actualidad distribuido de forma
bastante equitativa por todo el mundo occidental.

El tedio incluye siempre un elemento crítico, en la medida en que es expresión de una profunda
insatisfacción, bien ante una situación dada, bien ante la existencia como un todo. Tal y como ya
apuntó en sus máximas François de La Rochefoucauld, las cuales son, en su mayoría, acertadas
descripciones de la vida en la corte francesa, «no nos resulta difícil perdonar a quienes nos aburren,
pero jamás perdonamos a aquellos a quienes nosotros aburrimos». En la corte francesa, el tedio era
una prerrogativa exclusiva del monarca, hasta el punto de que, en el supuesto de que cualquier otro
miembro de la corte pusiese de manifiesto su aburrimiento, esto no podía interpretarse más que en el
sentido de que era el propio monarca quien lo aburría. En el mismo sentido, la acedía se consideraba
como un desprecio desmesurado contra Dios por parte de los monjes, cuando éstos caían en una
especie de vacío abisal en el transcurso de su lectura de las Escrituras. ¿Cómo podía Dios, en su
perfección, ser aburrido? Aburrirse en la relación con Dios llevaría implícito el hecho de que Dios
es imperfecto en alguna medida.

El incremento en los índices de tedio significa una deficiencia grave en la sociedad o en la cultura
como instituciones portadoras de sentido. Y conviene aquí entender el sentido como un todo. Nos
socializamos en un sentido global (cualquiera que sea éste) que, a su \ez, otorga sentido a los
componentes individuales de nuestra existencia. Otra expresión tradicional de este sentido de la
totalidad es la «cultura». Buena parte de los teóricos de la modernidad han llegado a la conclusión
de que la cultura ha desaparecido y de que ha quedado sustituida por la «civilización», por ejemplo.
Parece, pues, verosímil que el hecho de que el tedio vaya en aumento se deba a la pérdida de este
sentido global. En consecuencia, existe una relación de reciprocidad entre el sentido global y los
sentidos particulares, o lo que es lo mismo, entre la cultura, por un lado, y sus productos, por otro, lo
que nos autoriza a preguntarnos en qué medida las cosas son, aún hoy, portadoras de cultura. O,
parafraseando a Heidegger, «¿acaso siguen "coseando” las cosas?». En otras palabras: ¿siguen
funcionando las cosas como exponentes de una cultura?

No existen aún estudios del todo fiables sobre la cantidad de personas que se aburren, y las cifras
varían notablemente de unos a otros, lo que suele atribuirse al hecho de que el fenómeno es poco
susceptible de diagnóstico sobre bases objetivas. De ahí que no podamos determinar, con «cifras
exactas», si el tedio remite, aumenta o se presenta constante entre la población. Pero, ¿no son la
expansión de la industria del ocio y el consumo de drogas, por ejemplo, claros indicios de la
propagación del tedio? Una persona que invierte cuatro horas diarias ante el televisor no tiene por
qué estar aburrida pero, por otro lado, ¿cómo se explica que consuma el veinticinco por ciento de su
tiempo de vigilia ante el televisor? Naturalmente, la pereza podría aducirse como explicación pero
es innegable que la pereza genera un gran excedente de tiempo que debemos utilizar de una forma u
otra y convendrán conmigo en que no existen muchos aparatos que aniquilen el tiempo de una forma
tan eficaz como el televisor. En última instancia, no resulta fácil hallar otro motivo para sentarse a
ver la televisión durante varias horas cada noche que el deseo de desembarazamos de un tiempo que
consideramos superfluo o desagradable. Por otro lado, muchos de nosotros hemos adquirido una
tremenda habilidad precisamente para eso, para desembarazamos del tiempo. Las personas más
hiperactivas suelen ser, en proporción, las que presentan el umbral más bajo de tolerancia al tedio.
En efecto, para este tipo de personas el tiempo muerto es prácticamente inexistente, aceleradas como
suelen ir de una actividad a la siguiente por su incapacidad de enfrentarse a un espacio de tiempo
muerto. Sin embargo, por paradójico que pueda parecer, cuando esas mismas personas someten a
reconsideración ese tiempo de actividad febril, es común que éste se les antoje de un vacío terrible.
El tedio está ligado a un modo de pasar el tiempo en el que el tiempo mismo no es un horizonte de
posibilidades, sino algo que debemos pasar. O, en palabras de Hans-Georg Gadamer: «¿Qué es lo
que pasa, en realidad, cuando pasa el tiempo? ¿Acaso no es el tiempo mismo, que pasa en cualquier
caso? Y, sin embargo, ¿no es el tiempo en sí, en su vacía durabilidad el que, en tanto que
durabilidad, resulta demasiado largo y se experimenta como tedio insufrible?». Uno no sabe qué
hacer de su tiempo cuando se halla sumido en el tedio, pues todas las facultades están, por así
decirlo, en reposo y es incapaz de ver alternativa real alguna.

Resulta interesante observar la frecuencia del uso de la palabra. El vocablo boredom no hizo su
aparición en la lengua inglesa hasta el año 1760, fecha a partir de la cual su empleo aumentó de
forma progresiva. Por su parte, el alemán Langeweile se le adelantó un par de decenios. De hecho,
tuvo algún que otro precedente en el antiguo alto alemán, si bien éstos designaban de forma exclusiva
un periodo de tiempo prolongado, sin caracterización alguna de la experiencia del tiempo. En cuanto
a los daneses, cuentan con alguna manifestación temprana de su kedsomhed, la primera de ellas
registrada en un glosario manuscrito y sin fecha, obra de Matthias Moth (1647-1719
aproximadamente). Tal vez cupiera establecer un parentesco etimológico entre la raíz danesa ked y el
latín acedía, si bien carezco de las fuentes fidedignas necesarias para sostener la existencia de tal
relación. En términos generales, las palabras utilizadas en las diferentes lenguas para designar el
tedio tienen etimologías difíciles de determinar. El francés ennui y el italiano noia, ambas
emparentadas con el latín inodiare (odiar o detestar), a través del provenzal enojo, pueden
retrotraerse al siglo xiii. Pero estos términos resultan de escasa utilidad para nuestro objetivo, dado
que sus componentes semánticos son consustanciales con los de acedía, la melancolía, la tristeza en
general. Éste es también el caso del inglés spleen, cuyo uso se remonta al siglo xvi. El diccionario de
autoridades de la lengua noruega, Norsk Riksmálsordbok, no registra usos del término noruego
kjedsomhet anteriores a Henrik Ibsen y Amalie Skram, aunque sería absurdo pensar que no se haya
utilizado con anterioridad. La primera novela noruega sobre el tedio es sin duda la ya mencionada
Hombres cansados, de 1891, escrita por el prosista Arne Garborg, en la que se narra la vida de
Gabriel Gram, de su constante afán por huir del tedio y su anhelo de hallar el elemento liberador, ya
sea en Dios o en la forma de una mujer. Yo me inclino, pues, por boredom, Langeweile y kjedsomhet,
puesto que las tres voces surgen en tomo a la misma época y son sinónimas en mayor o menor
medida. No debemos olvidar, sin embargo, que pertenecen a un gran complejo conceptual de
profundas raíces históricas.

La palabra «aburrido» se ha convertido en uno de nuestros usos lingüísticos más frecuentes, apta
para designar todo tipo de estados que implican una participación emocional limitada del sujeto y
una carencia de sentido en diversas situaciones. Gran parte de las descripciones del tedio que
hallamos en la historia de la literatura presentan entre sí semejanzas notables y coinciden en concreto
en la constatación del hecho de que nada es capaz de captar nuestro interés, así como en un lamento
sobre lo imposible de vivir que resulta entonces la vida. Tal como lo describe Kierkegaard:

«De modo que el tedio es cruel: cruelmente aburrido; en verdad que no creo que exista una forma
más intensa, más cierta, de expresarlo, pues sólo los iguales se reconocen en sus iguales. Y, si
existiese un término más elevado, más expresivo, habría aún alguna posibilidad de movimiento. Pero
aquí me hallo tendido, inactivo; lo único que veo es vacío, lo único de lo que vivo es de vacío; lo
único en lo que me muevo es el vacío. Ni siquiera soy capaz de experimentar sufrimiento».

Parece apropiado citar aquí la canción de Iggy Pop I'm bored, donde, entre otras cosas, se declara:
«Me aburro / Me aburro / Soy el presidente de los aburridos / Estoy harto / Estoy harto de todo lo
que me divierte / Estoy harto de tanto cadáver / Estoy harto de tanto idiota / Me aburro / Me aburro
hasta quedar dormido / Me aburro a plena luz del día / Y es que me aburro / Me aburro / Nada más
que otra porquería de aburrimiento».

«El tedio» es, al parecer, un concepto susceptible de explicar e incluso justificar una enorme
cantidad de hechos. Los personajes de Memorias del subsuelo, de Dostoyevski, afirman que «todo
tuvo su origen en el aburrimiento». Y de hecho, es habitual que usemos el tedio como explicación de
la mayor parte de lo que ocurre. Podemos encontrar una formulación típica de ello en la comedia de
Georg Büchner Leoncio y Lena: «¡Qué no es capaz de hacer la gente por puro aburrimiento! Estudian
por aburrimiento, rezan por aburrimiento, aman, se casan y procrean por aburrimiento y, finalmente,
mueren de aburrimiento». E incluso de forma más patente, como en el relato Lenz, de tinte más
trágico: «Pues la mayoría reza por aburrimiento; los otros se enamoran por aburrimiento, los terceros
son virtuosos, los cuartos son viciosos y yo absolutamente nada, absolutamente nada, ni siquiera
quiero matarme: ¡es demasiado aburrido!». En este sentido, también en el tratado Del amor de
Stendhal leemos: «[...] el hastío lo mata todo, hasta el valor de matarse». Y para Pessoa, el tedio es
tan radical que ni siquiera podemos vencerlo mediante el suicidio, sino sólo a través de algo que se
presenta como una imposibilidad total, a saber, el que no hubiéramos existido en absoluto.
Igualmente, se recurre al tedio para explicar todo tipo de actos, aunque también para justificar la
paralización total de la acción. Es el origen de buena parte de las acciones humanas, tanto de índole
positiva como negativa. En opinión de Bertrand Russell: «[...] no se ha prestado al tedio la atención
que merece como factor del comportamiento humano. Estoy convencido de que ha sido un poderoso
agente a través de los tiempos. Y, en la actualidad, lo es más que nunca».

Tedio y sentido

No hay más que observar que el número de «placebos sociales» es, en la actualidad, mayor que
nunca, para constatar que también el tedio está más extendido de lo que lo haya estado jamás. A
mayor cantidad de ideas de sustitución, más cantidad de sentido por sustituir. En ausencia del sentido
personal, las distracciones de todo tipo deberán ofrecer una alternativa, un sentido sustituto. ¿Qué es
esa adoración por los famosos que nos lleva a sumergimos por completo en las vidas ajenas, sino un
indicio de la falta de sentido en la propia? ¿O acaso no es nuestro interés por lo estrambótico, que
tanto alimentan a diario los medios de comunicación, el resultado de nuestra conciencia de lo
tedioso? La búsqueda incansable de diversión indica, ni más ni menos, nuestro temor al vacío
circundante. La búsqueda y la exigencia de satisfacción, por un lado, y la insatisfacción, por otro, son
dos extremos ligados de forma irremediable. Cuanto más central resulte el aspecto individual de
nuestra existencia, tanto más intensa será la exigencia de sentido en las trivialidades diarias.
Ciertamente, cuando el hombre, hace un par de siglos, empezó a concebirse a sí mismo como un ser
individual con el deber de realizarse, también lo cotidiano empezó a revelarse como una prisión. El
tedio no está ligado a necesidades reales, sino al deseo. Y no a un deseo cualquiera, sino al deseo de
experiencias. La experiencia es, entonces, lo único «interesante».

La existencia es tediosa; de ahí que concedamos tanta importancia a la originalidad y a la innovación.


En efecto, hoy en día solemos atribuir más importancia al hecho de que algo sea «interesante» que al
hecho de que tenga algún «valor». Sin embargo, la consideración de algo desde la perspectiva de si
es «interesante» o no, es tanto como considerarlo desde una perspectiva puramente estética. Ahora
bien, la mirada estética no contempla más que la superficie, y dicha superficie se juzga sobre la base
de si resulta interesante o tediosa. El que una circunstancia quede clasificada en una u otra categoría
dependerá, por lo general, del poder de los medios que interactúen. Si una reproducción musical
resulta aburrida, el simple hecho de aumentar el volumen puede mejorarla. Es posible excitar la
visión estética con un incremento de la intensidad o, simplemente, con algo nuevo, de modo que la
ideología de esta visión resulta ser el superlativismo. Vale la pena señalar, no obstante, que la visión
estética siempre tiende a recaer en el tedio; un tedio que define, por negación, todo el contenido
existencial, dado que es precisamente el tedio lo que, a cualquier precio, debemos evitar. Donde con
mayor claridad hemos podido observar este fenómeno es, probablemente, en la teoría posmoderna,
bajo cuyo auspicio aparecieron una serie de estetas de la jouissance que reivindicaban «intensidad»,
«delirio» y «euforia» como mantras principales. El problema fue que el temple de ánimo
posmoderno no se mantuvo tan eufórico ni gozoso durante mucho tiempo. Antes al contrario, tampoco
éste tardó en resultar tedioso.

Cierto que no somos capaces de dedicarnos a nada, a menos que lo hagamos movidos por un interés,
dado que son los intereses los que orientan nuestra actividad. Sin embargo, como subraya Heidegger,
los intereses de hoy en día se orientan de forma exclusiva hacia lo interesante; y lo interesante es
aquello que, tan sólo un momento después, se convierte para nosotros en indiferente y tedioso. El
término «tedioso» guarda relación con el término «interesante»; de hecho, ambos vocablos
empezaron a extenderse de forma generalizada más o menos al mismo tiempo y han experimentado
aproximadamente el mismo grado de expansión. De modo que habría que esperar hasta finales del
siglo xviii, a la llegada del Romanticismo, para que se empezase a exigir que la vida fuese
interesante y que el individuo se realizase como tal. Kart Philipp Moritz, cuya importancia para el
Romanticismo alemán no ha sido justamente reconocida hasta fecha reciente, sostiene de forma
explícita, en un texto datado en 1787, la existencia de este tipo de relación entre interés y tedio, y que
la vida ha de ser interesante para que podamos evitar el «insoportable tedio». Lo «interesante», no
obstante, viene siempre limitado por una fecha de caducidad y no tiene, en el fondo, otro cometido
que cumplir, ni otro uso que el de mantener el tedio a una distancia prudencial. El producto comercial
más importante de los medios de comunicación no es otro que la «información interesante», que no
deja de ser más que un producto de consumo y sólo eso.

En su ensayo El narrador, Walter Benjamin afirma que «la experiencia ya no se cotiza». Y esto
guarda estrecha relación con el crecimiento de una nueva forma de comunicación propia del
capitalismo: la información. «La información exige [...] la verificación inmediata. Lo más importante
es que sea comprensible "en sí y por sí misma” [...] ya no llega a nosotros ningún acontecimiento que
no esté de antemano impregnado de interpretaciones.» En tanto que la experiencia otorga un sentido
personal, éste se ve minado por la información.63 Y, aproximadamente en la misma época en que
Benjamin escribía esto, T.S. Eliot se preguntaba:

¿Dónde está la vida que perdimos viviendo?

¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que
perdimos en la información?

Información y sentido no son la misma cosa. A grandes rasgos, podríamos decir que el sentido
consiste en colocar piezas más pequeñas en un contexto más amplio e integrado, en tanto que la
información es justo lo contrario. Ésta se transmite, teóricamente, en forma de códigos binarios,
mientras que el sentido se transmite de un modo más simbólico. La información se trata o «se
procesa», mientras que el sentido se interpreta. Dicho esto, es evidente que no podemos simplemente
desechar la información en beneficio del sentido pues, si pretendemos ser más o menos funcionales
en el mundo actual, hemos de saber enfrentamos a esa cantidad ingente de información que se nos
transmite a través de otros tantos medios. Por otro lado, cualquiera que intentase vivir por sí mismo
todas las experiencias posibles, no podría por menos de reconocer su triste insuficiencia. El
problema es que la tecnología moderna nos convierte en espectadores y consumidores cada vez más
pasivos y en participantes cada vez menos activos. Lo que nos acarrea un déficit de sentido.

Como quiera que sea, no resulta tan fácil dar cuenta del sentido que yo doy en este contexto a la
palabra «sentido». En la semántica filosófica existen un sinnúmero de diversas teorías del sentido
que -en especial como continuación de los trabajos de Gottlob Frege-pretenden explicarlo en tanto
que expresión lingüística. No obstante, el concepto de sentido al que yo apunto en estas líneas abarca
un ámbito más amplio, puesto que se trata de un concepto que está irremediablemente ligado a la
circunstancia de tener sentido para alguien. Peter Wessel Zapffe intenta articular una concepción
similar del concepto de sentido:

«Que una acción o cualquier otro fragmento de vida tenga sentido significa que nos proporciona una
experiencia sensorial muy concreta que no resulta fácil de formular en términos de pensamiento.
Podría explicarse diciendo que la acción es consecuencia de un objetivo positivo, de modo que, una
vez conseguido éste, la acción queda "justificada”, equilibrada, confirmada; y el sujeto halla la
calma».

Por más que ésta sea una definición algo insólita, contiene, pese a todo, un elemento esencial, a
saber, que el sentido en cuestión está ligado a la manera en que el sujeto se enfrenta al mundo y se
relaciona con él. Quisiera, no obstante, dejar constancia de que la diferencia fundamental entre la
concepción de Zapffe y la mía propia consiste en el hecho de que la suya cuenta con una base
ideológica mientras que la mía se sustenta sobre principios históricos. Como también Zapffe señala,
todas estas acciones apuntan a algo más, que no es sino la vida como un todo. No voy a detenerme
aquí a desbrozar la totalidad del razonamiento del filósofo noruego, sino que me contentaré con
declarar que el sentido que buscamos e incluso exigimos es, en última instancia, un sentido
existencial o metafísico. Dicho sentido existencial puede buscarse por diversas vías y hallarse en
diversas formas. Puede adoptar la apariencia de algo que nos viene dado de antemano y en lo que
podemos participar (como una comunidad religiosa, por ejemplo), o de algo que debe alcanzarse
(como una sociedad sin clases). Puede, por tanto, representarse bien como algo colectivo, bien como
algo individual. Por otro lado, tengo el convencimiento de que el concepto que, a partir del
Romanticismo, predomina en Occidente es aquel que concibe el sentido existencial como un sentido
individual que ha de realizarse. Y éste es, precisamente, el sentido al que me refiero como un sentido
personal, aunque también podría haberlo denominado sentido romántico.

Una comunidad que funciona propicia la capacidad del ser humano para encontrarle sentido al
mundo; una comunidad disfuncional, por el contrario, no lo consigue. En las comunidades
premodernas existe, por lo general, un sentido colectivo que cumple esta función suficientemente.
Para nosotros, «los románticos», esto resulta mucho más problemático, pues, si bien solemos acoger
tendencias de pensamiento colectivistas, tales como el nacionalismo, éstas siempre acaban
resultándonos terriblemente insuficientes. Cierto que el sentido sigue existiendo, pero también lo es
que parece haber disminuido. La información, por el contrario, abunda por doquier. Los medios
modernos han ampliado enormemente las posibilidades de búsqueda de conocimiento, lo cual
presenta, sin duda, una serie de aspectos positivos; sin embargo, la mayor parte de dicha información
es irrelevante. En cambio, si nos decantamos por utilizar el vocablo «sentido» con una acepción más
amplia, no podremos afirmar que falte sentido en el mundo; antes al contrario, lo que impera es la
superabundancia. Estamos literalmente sumergidos en sentido. Pero este sentido no es el que
buscamos. El vacío del tiempo en el tedio no es un vacío de sucesos, porque en la actualidad siempre
sucede algo, aunque no sea otra cosa que la contemplación de cómo seca la pintura sobre la pared.
El vacío del tiempo es un vacío de sentido.

Horkheimer y Adorno razonan de un modo muy próximo a las ideas de Benjamin acerca del
crecimiento de la información y, en su análisis del esquematismo, la teoría kantiana de la
interpretación, escriben:

«La contribución que el esquematismo kantiano esperaba de los sujetos, a saber, el establecimiento
previo de una relación entre la multiplicidad perceptible y los conceptos fundamentales, la ha hecho
suya la industria, que aplica el esquematismo como un servicio al cliente [...] Para el consumidor, no
queda ya ningún objeto de clasificación que antes no haya sido incluido en el esquematismo propio
de la producción».

En mi opinión, el tedio se fundamenta en la ausencia de sentido personal y éste, a su vez, se debe en


gran medida a que todos los objetos y sucesos nos llegan ya codificados, en tanto que nosotros, como
descendientes del Romanticismo, exigimos un sentido personal. Como escribe Rilke en sus Elegías
de Duino, no solemos encontrarnos cómodos sin más en el mundo interpretado. El hombre es un ser
que crea su propio universo, un ser que construye su mundo activamente pero, si todo está de
antemano cifrado y codificado, la constitución activa del mundo resulta superflua y perdemos así la
capacidad de fricción en relación con el mundo. Nosotros, los románticos, necesitamos un sentido
susceptible de ser realizado por nosotros mismos, y quienes se entregan a esta tarea de
autorrealización se enfrentan, necesariamente, a un problema de sentido. Pero es evidente que no
existe ya un único sentido de la vida colectivo, un sentido que el individuo pueda acoger como suyo;
como tampoco parece fácil encontrar un sentido de la vida propio. De hecho, el sentido al que la
mayoría aspira es el de la realización personal en sí misma; sin embargo, no es obvio qué tipo de
persona es la que ha de realizarse, ni lo que resultaría de dicha realización. Aquellos que gozan de
seguridad en relación con su yo, no se plantearán la cuestión de quiénes son: tan sólo un yo
problemático siente la necesidad de realizarse.

El tedio presupone subjetividad o, lo que es lo mismo, conciencia de uno mismo. La subjetividad es


una condición necesaria, aunque no suficiente, para el tedio. Para estar en disposición de sentir tedio,
el sujeto debe concebirse a sí mismo como un individuo susceptible de ser incluido en diversos
contextos de sentido; un sujeto que presenta la exigencia de que tanto el mundo como él mismo estén
provistos de sentido. Tanto es así que, de no existir tal exigencia de sentido, no habría lugar para el
tedio. Los animales pueden sufrir falta de estímulo, pero en modo alguno tienen capacidad para
aburrirse. En este sentido, Robert Nisbet asegura:

«El ser humano es aparentemente único en su capacidad de aburrimiento. Así, compartimos la apatía
periódica con el resto de las formas de vida, pero apatía y aburrimiento no son lo mismo... El
aburrimiento ocupa un nivel mucho más elevado que la apatía en la escala de las aflicciones y, con
toda probabilidad, tan sólo un sistema nervioso tan desarrollado como el del hombre es capaz de
sentirlo. Más aún, dentro de la especie humana, parece requisito indispensable el gozar de un nivel
mental al menos "normal”. De hecho, un retrasado mental puede sentir apatía, pero no aburrimiento».

En el mismo sentido se expresa Goethe cuando afirma que los monos bien podrían ser considerados
como seres humanos si fuesen capaces de aburrirse; y es muy posible que tenga razón. Por otro lado,
el tedio resulta inhumano, dado que priva a la vida humana de sentido o es, cuando menos, expresión
de la ausencia de dicho sentido.

A raíz del Romanticismo, todas las miradas se centran en un yo que se halla bajo la constante
amenaza de sufrir un déficit de sentido. El incremento del tedio está ligado al auge del nihilismo,
pero la historia del nihilismo y su supuesto fin es un asunto de extrema complejidad que no tengo
intención de abordar en estas páginas. El tedio y el nihilismo convergen en la muerte de Dios. El
primer uso filosófico relevante del concepto de nihilismo se halla en la Carta a Fichte, de F.H.
Jacobi, de 1799. Una de las principales observaciones de Jacobi en esta carta abierta es su
afirmación de que el hombre ha elegido entre Dios y la nada y, al decantarse por la nada, el hombre
se convierte a sí mismo en un dios. Éste es, por otro lado, el razonamiento que seguirá más tarde
Kirilov en Los demonios, de Dostoyevski: «Si Dios no existe, yo soy dios». Como ya sabemos, ante
aquella alternativa, los hombres elegimos la nada; aunque el término «elegir» puede inducir a error
en este contexto: digamos más bien que sucedió así. Pero el hombre no interpretó su papel de dios
con la suficiente convicción. Kirilov sostiene asimismo que, en ausencia de Dios, «yo estoy obligado
a expresar mi propia voluntad». En ausencia de Dios, el hombre adoptó el papel de centro de
gravedad del sentido; pero resultó que no fue capaz de interpretar este papel más que en escasa
medida.

Tedio, trabajo y ocio

El tedio está ligado a la reflexión y en todo proceso reflexivo se observa una tendencia a la pérdida
de visión del mundo. Cierto que, gracias al entretenimiento, disminuye el grado de reflexión; pero
esto no será nunca más que un fenómeno transitorio. El trabajo es, por lo general, menos tedioso que
el entretenimiento. No obstante, quien recurre al trabajo como cura contra el tedio no hace sino
confundir los términos, ocultando los síntomas de forma momentánea en lugar de remediar la
enfermedad. Por otro lado, es innegable que hay un sinnúmero de trabajos que resultan mortalmente
tediosos. El trabajo es, a menudo, causa de fatiga, además de poco susceptible de conferir sentido a
nuestra vida. No hallaremos, pues, la respuesta a la cuestión de por qué nos aburrimos ni en el
trabajo ni en el ocio por sí mismos. De hecho, uno puede disponer de mucho tiempo libre sin, por
ello, aburrirse de manera especial, al igual que puede suceder que nos aburramos mortalmente aun
teniendo poco tiempo de ocio. El hecho de que, al aumentar los beneficios de producción en la
industria moderna, hayamos podido reducir el horario laboral y prolongar el tiempo libre no implica
necesariamente mejora alguna en la calidad de vida. Una vez más, el tedio no es cuestión de tiempo
libre, sino de sentido.

Fernando Pessoa asegura, en Libro del desasosiego:

«Me dicen que el tedio es una enfermedad de inactivos, o que ataca sólo a los que no tienen nada que
hacer. Esa molestia del alma es sin embargo más sutil: ataca a los que tienen vocación para ella, y
esquiva menos a los que trabajan, o fingen que trabajan (que para el caso es una misma cosa), que a
los verdaderamente incactivos.

»[...] El tedio pesa más cuando no tiene la disculpa de la inercia. El tedio de los grandes esforzados
es el peor de todos.

»No es el tedio la enfermedad del aburrimiento de no tener nada que hacer, sino la enfermedad más
grave de sentir que no vale la pena hacer nada. Y, siendo eso así, cuanto más tengamos que hacer,
más tedio sentiremos.

»¡ Cuántas veces levanto del libro donde estoy escribiendo y que constituye mi trabajo la cabeza
vacía de todos y de todo! Más me valiera estar inactivo, sin hacer nada, sin tener que hacer nada,
porque así ese tedio, aunque real, al menos lo disfrutaría. En mi tedio presente no hay reposo, ni
nobleza, ni bienestar en el que haya malestar: hay un apagamiento enorme de todos los gestos
esbozados, y no un cansancio virtual por los gestos aún por no esbozar».

Pessoa tiene razón cuando afirma que el trabajo duro resulta, con frecuencia, tan tedioso como el
tiempo libre. Yo mismo no he sentido el hastío de forma tan intensa como durante el periodo final de
redacción de mi tesis doctoral, después de varios años de investigación. Tanto me aburría aquella
tarea, que hube de movilizar toda mi voluntad para proseguir y lo único que sentía era un gran hastío
de todo. Por otro lado, el trabajo me parecía un completo sinsentido y lo llevaba a cabo casi como un
autómata. Al fin, una vez que entregué la tesis, experimenté un enorme alivio ante la idea de que la
existencia volvería a tener sentido ahora que podría volver a disfrutar de mi tiempo libre. Y así fue,
durante unas semanas, transcurridas las cuales, todo volvió a ser como antes.

El ocio no es, por sí mismo, más portador de sentido existencial que el trabajo, y la cuestión es más
bien cómo se vive ese ocio. Tan sólo a unos pocos les es dado vivir en total ociosidad, de modo que
lo que solemos hacer es transitar del trabajo al ocio. Nos pasamos el día trabajando; después,
invertimos la tarde ante el televisor antes de irnos a dormir toda la noche. Éste es, de hecho, un
modelo de vida bastante habitual. Adorno establece una conexión entre el tedio y la alienación en el
trabajo, donde el tiempo libre se corresponde con la falta de autodeterminación en el proceso de
producción. El ocio es un tiempo del que podemos disponer libremente o en el que podemos ser
libres. Pero ¿de qué clase de libertad se trata? ¿Una libertad con respecto al trabajo? Esto
equivaldría, en tal caso, a afirmar que el trabajo define negativamente la esencia del tiempo libre.
¿Somos más libres durante nuestro tiempo libre que durante el horario de trabajo? Sin duda que los
papeles que representamos difieren ligeramente pues, en tanto que, durante la jomada laboral,
actuamos como productores, durante el tiempo libre desempeñamos sobre todo el papel de
consumidores. Sin embargo, no se sigue que, por fuerza, seamos más libres en un papel que en el
otro, ni una de las funciones ha de tener, por fuerza, más sentido que la otra. Como ya hemos
señalado, no es el tedio una cuestión de trabajo o de tiempo libre, sino de sentido.

Un trabajo que no proporciona sentido a nuestra vida lleva aparejado un tiempo libre igualmente
carente de sentido. Pero ¿por qué razón no habría de proporcionar el trabajo ningún sentido esencial?
Está claro que la explicación más sencilla sería la que ofrece el argumento de la alienación. Yo
prefiero, en cambio, recurrir a la indiferencia, pues estoy convencido de que el concepto de
alienación ha dejado de tener utilidad; y a ello volveremos al final de este ensayo. En su novela
titulada La identidad, Milan Kundera sostiene:

«Creo que el grado de aburrimiento, si pudiera medirse, es hoy más elevado que antes. Porque las
profesiones de antes, al menos la mayoría, eran impensables sin una apasionada dedicación: los
campesinos enamorados de su tierra; mi abuelo, el mago de las hermosas mesas; los zapateros que
conocían de memoria los pies de los vecinos del pueblo; los guardabosques; los jardineros; supongo
que incluso los soldados mataban entonces con pasión. El sentido de la vida no era un interrogante,
formaba parte de ellos, de un modo muy natural, en sus talleres, en sus campos. Cada profesión había
creado su propia mentalidad, su propia manera de ser. Un médico no pensaba como un campesino, un
militar se comportaba de un modo distinto a un maestro. Hoy somos todos iguales, todos unidos por
la común indiferencia hacia nuestro trabajo. Esta indiferencia ha pasado a ser pasión. La única gran
pasión colectiva de nuestro tiempo».

Cierto que Kundera ofrece aquí una visión fuertemente idealizada del pasado y, aun así, alude a algo
esencial, en mi opinión, al llamar nuestra atención sobre la homogeneización de las diferencias y la
indiferencia consiguiente. Esto apunta, a su vez, al hecho de que el trabajo no sea ya una solución
fiable. En efecto, el trabajo no forma ya parte de ningún contexto capaz de dotarlo de sentido. Así, en
la actualidad, el trabajo podría ser un remedio contra el tedio a la manera en que lo son una
jeringuilla o una botella: como una huida del tiempo mismo.

El tedio y la muerte

¿No será la vida moderna principalmente un intento de huir del tedio? El tedio incita a una
inclinación por la transgresión, que Charles Baudelaire identifica, en esencia, con las perversidades
y con lo nuevo. Y Las flores del mal aspiran a la muerte cuando, en el poema «El viaje», la muerte
aparece como lo único nuevo que subsiste:

¡Oh Muerte, capitana, ya es tiempo! ¡Leva el ancla!


Nos hastía este país. ¡Oh Muerte, aparejemos!

¡Si negros como tinta son el cielo y el mar,

ya nuestros corazones están llenos de luz!

¡Derrama tu veneno y que él nos reconforte!

Deseamos, tanto puede la lumbre que nos quema,

caer en el abismo, Cielo, Infierno, ¿qué importa?

Al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo. 77

Y, en el mismo sentido, afirma Walter Benjamin en Zentralpark: «Para el ser humano, tal y como es
hoy, no hay más que una novedad auténtica; siempre la misma: la muerte».

Los sucesos, por insignificantes que sean, se desarrollan rodeados de cámaras y de micrófonos y
pueden adquirir proporciones enormes. Todo es potencialmente visible, nada queda oculto, en lo que
podría llamarse una «pantransparencia»: todo resulta transparente. La transparencia y las
interpretaciones preestablecidas del mundo se corresponden de forma directa. La transvisibilidad, la
transparencia, no es, pese a todo, inmediata, está siempre sujeta a la mediación, dado que en todo
momento percibimos el mundo a través de algo, es decir, a través de una interpretación preexistente
que lo vacía de sus secretos. El mundo resulta tedioso cuando todo es transparente. De ahí que
necesitemos el riesgo, la conmoción. Sustituimos lo no transparente por lo extremo. Y ése será, sin
duda, el motivo por el que tanto nos preocupan «la delincuencia callejera» y «la violencia ciega» de
las que la prensa amarilla nos administra nuestra dosis diaria. ¡Cuán aburrida sería la vida sin
violencia!

Ciertamente, nuestra relación con la violencia es de naturaleza estética, una estética que quedó bien
patente en la antiestética del modernismo, con su obsesión por lo chocante, por lo feo. Asimismo y de
forma simultánea, mantenemos con la violencia una relación moral, puesto que deseamos que
disminuya; sin embargo, no sabría decir si el punto de vista moral reviste más importancia que el
estético. El conflicto de valores en las sociedades modernas no se produce exclusivamente entre los
distintos grupos sociales, sino que habría que hablar más bien de conflictos que surgen en sujetos
individuales que participan de ámbitos de valores diversos, como pueden serlo el moral o el
estético. Ahora bien, al igual que resulta inviable resolver los conflictos entre los diversos grupos
sociales mediante el recurso a una instancia superior neutra, tampoco parece factible solucionar los
conflictos individuales de un modo análogo.

Como quiera que sea, la violencia es «interesante». Hacia el final de La obra de arte en la era de la
reproducción, escribe Benjamín: «La humanidad, que antaño, en Homero era un objeto de
espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su
autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce
estético de primer orden». El tedio hace que prácticamente todo se nos presente como opción
atractiva, hasta el punto de que resulte legítimo preguntarse si el mundo no albergará el secreto deseo
de que estalle una nueva guerra o una catástrofe de proporciones colosales. En opinión de Robert
Nisbet, el tedio mismo puede convertirse en catástrofe: «El tedio podría convertirse en la mayor
fuente de infelicidad del hombre occidental. Tan sólo la catástrofe podría considerarse como el
medio más seguro y, en el mundo actual, el más probable para liberarse del tedio». El problema es
que no hay motivo alguno que apoye el supuesto de que, quienes sobrevivan a la catástrofe, se vean
libres del tedio. Sin embargo, para aquellos que no hayan sido alcanzados por el desastre, el mundo
afectado por éste aparecerá como una interesante variación del tedio. En el Diaño de un cura rural,
Georges Bernanos augura que el tedio se convertirá en una de las causas más evidentes del declive
de la Humanidad:

«Pues, si la Humanidad se destruye, será por hastío, por tedio. La Humanidad será devorada
lentamente, como la polilla invisible devora la viga... Tomemos como ejemplo las guerras mundiales
que, en apariencia, testimonian una increíble vitalidad en el ser humano pero que, en el fondo, no son
más que una muestra de su creciente hastío. Todo ello concluirá, en determinadas épocas, en la
inmolación de tropas enteras».

El tedio brinda una especie de regusto de la muerte y uno puede llegar a pensar que más valdría que
el mundo acabase en una gran explosión que con un simple gemido. Nietzsche describe de un modo
magistral el placer, lo sublime del hecho de que el mundo desaparezca.

Lo que se supone que el tedio sí ofrece es una suerte de perspectiva sobre la existencia, en la que
tomamos conciencia de la propia insignificancia en un contexto desmesurado. Joseph Brodsky
afirma: «El tedio habla, en efecto, la lengua de su tiempo, y sabrá transmitirte la más valiosa de las
enseñanzas de tu vida [...], a saber, la de tu absoluta insignificancia». En tanto que seres finitos, nos
vemos rodeados de una infinidad de tiempo carente de contenido. La experiencia del paso del tiempo
se transforma de tal suerte que pasado y futuro desaparecen, confundidos en un presente
inmisericorde. Y el grupo de música rock americano Talking Heads canta: «El cielo es un lugar
donde nunca pasa nada». En ese sentido, el tedio puede parecer celestial. Como si la eternidad
hubiese penetrado el mundo terrenal. Pero esa eternidad o uniformidad es bien distinta de la que
describen los místicos. Simone Weil, por ejemplo, profundiza en la diferencia entre ambas:

«La uniformidad es a un tiempo lo más hermoso y los más desagradable que existe. Es lo más
hermoso, cuando refleja la eternidad. Lo más repugnante, cuando es indicio de algo interminable e
inmutable. Tiempo ganado o tiempo estéril. El símbolo de la uniformidad hermosa es el círculo. El
de la uniformidad horrenda, el tictac del péndulo».

En el tedio, el tiempo no es simplemente algo que ganamos, sino una prisión. El tedio es pariente de
la muerte, pero se trata de un parentesco paradójico pues, mientras que el tedio profundo se
experimenta como una especie de muerte, la muerte se presenta como la única ruptura total posible
con el tedio. El tedio es una cuestión de finitud y de nada. Es una muerte en vida, una no-vida. La
inhumanidad del tedio nos permite ver en perspectiva nuestra propia humanidad.

Tipología del tedio

Gran parte del tedio que nos afecta tiene su origen en la repetición. Yo, por ejemplo, suelo aburrirme
cuando paseo por ciertos museos y galerías sin hallar nunca más que insulsas copias de obras que ya
he visto antes en infinidad de ocasiones. Me aburro cuando escucho la misma conferencia por cuarta
vez y me aburro cuando yo mismo doy la misma conferencia por cuarta vez.

En ocasiones ocurre que uno acepta un trabajo para el que no está cualificado tan sólo porque nos
brindará la oportunidad de aprender algo nuevo. Desde ese punto de vista, el tedio es, sin duda, una
fuerza favorable al desarrollo humano, aunque no lo sea, necesariamente, para el progreso. Existen,
de hecho, mil maneras diversas de aburrirse: podemos sentir hastío de las cosas, de las personas, de
nosotros mismos. Se da también, no obstante, ese otro tipo de tedio anónimo en el que no hallamos
nada determinado que nos hastíe. Se padece aburrimiento porque el tedio no contiene ningún
elemento que nos permita hacerlo nuestro. En el último de los casos mencionados, bien podríamos
decir, adoptando la terminología heideggeriana, que es el tedio el que se aburre.

El número de tipologías del tedio es elevado. Milan Kundera, por ejemplo, discrimina entre tres
tipos de aburrimiento: uno pasivo, como el que experimentamos cuando la falta de interés nos
arranca un bostezo; otro activo, como el que impera cuando nos entregamos a la práctica de una
afición; y un tedio de rebelión, similar al que mueve a la juventud a romper cristales. Ésta no me
parece, con todo, ni exhaustiva ni ilustrativa ya que sólo da cuenta de las diversas reacciones que
puede provocar el tedio, es decir, una reacción pasiva o activa, sin abordar las diferencias
cualitativas que presentan las diversas clases de tedio. De ahí que me incline más por la tipología
propuesta por Martin Doehlemann, que discierne entre cuatro clases de tedio: 1° el tedio situacional,
como el que nos acomete cuando aguardamos a alguien, acudimos a una conferencia o esperamos el
tren; 2.° el tedio de la saciedad, que nos produce el tener demasiado de lo mismo y que hace que todo
se nos antoje banal; 3.° el tedio existencial, responsable de la vacuidad del espíritu, como si el
mundo estuviese en punto muerto; y 4.° el tedio creativo, caracterizado no tanto por su contenido
como por la reacción que en nosotros provoca, que no es otra que la de obligarnos a hacer algo
nuevo. Los límites de estos cuatro tipos de tedio se confunden en la realidad y, aun así, la
clasificación se sostiene.

Gustave Flaubert, por su parte, distingue entre «tedio común» (ennui commun) y «tedio moderno»
(ennui modeme) que, a grandes rasgos, se corresponden con nuestra distinción entre tedio situacional
y tedio existencial. Ahora bien, no por ello es lícito pensar que la valoración del tedio de que dan
muestra los diversos personajes de las novelas de Flaubert resulte inmediata en relación con esta
clasificación bipartita. Cabría preguntarse, pues, si el tedio que atenaza a Bouvard y a Pécuchet es
«común» o «moderno». Y cabe asimismo responder que es «común» en la medida en que ambos lo
padecen cuando se ven impedidos en relación con algo concreto, a saber, su intención de dedicarse a
estudios poco sensatos acerca de todo lo habido y por haber; pero es más bien «moderno» en tanto en
cuanto afecta a su existencia como totalidad. Como quiera que sea, yo me siento inclinado a sostener
que ambos sufren del llamado tedio «común». El tedio de Emma Bovary, por el contrario, parece
pertenecer más claramente al tipo de tedio «moderno», por más que también el suyo se halle en
relación directa con un objeto: el objeto imaginario que ella pretende actualizar en la sexualidad. Un
criterio para distinguir el tedio situacional del existencial podría ser la consideración de que,
mientras que el primero contiene la añoranza de algo que se desea, el segundo añora el deseo mismo.

Conviene, no obstante, advertir que tanto uno como otro disponen de expresión simbólica propia y
singular o, mejor aún: mientras que el tedio situacional puede expresarse mediante bostezos, el
movimiento inquieto e impaciente sobre la silla o, simplemente, el estirar de brazos y piernas, el
tedio profundo, el existencial, se nos presenta como más o menos carente de expresión. Mientras que
las expresiones corporales del tedio situacional bien podrían interpretarse como una confianza en la
posibilidad real de desembarazarse de ese tedio, liberarse y seguir adelante, la carencia de
expresión externa del tedio existencial parece más bien implicar la convicción tácita de que no es en
absoluto posible superar un tedio de esta naturaleza mediante acto de voluntad alguno. Y, si puede
atribuirse a este tedio profundo alguna forma de expresión clara, no ha de ser otra que una conducta
transgresora que remite, por negación, al tedio como premisa. Lo cierto es que hallamos alivio
cuando nos agitamos impacientes durante una conferencia o una reunión, al igual que nos ayuda partir
de viaje: tanto lo uno como lo otro nos reporta un alivio inmediato del tedio, tal y como se desprende
de aquel pasaje de El tedio, de Alberto Moravia, en que el narrador compara su propio tedio con el
que sufriera su padre:

«Cierto que también mi padre se vio aquejado de tedio, pero él halló la cura para esta afección en la
feliz existencia bohemia que lo llevó de un país a otro. Su tedio era, en otras palabras, un tedio
vulgar, como lo entendemos habitualmente, un tedio que no exige, para su remedio, ninguna otra cosa
que vivencias nuevas y extraordinarias».

En cambio, el narrador sufre un tedio más profundo; y es evidente que la cura de un tedio más
profundo exige una actuación más enérgica, es decir, una actuación más radical y transgresora. A
decir de Georges Bataille, «No hay sentimiento que arroje más profundamente a la exuberancia que
el de la nada. Pero de ningún modo la exuberancia es aniquilación: es superación de la actitud
aterrorizada, es transgresión». La certeza de la existencia del vacío es condición de la transgresión
pero, como veremos más adelante, la transgresión deja de resultar útil con el tiempo pues, ¿cómo
podría uno liberarse de un mundo que es tedioso?

Schopenhauer describe este tedio como una «añoranza agotadora sin objeto definido». En el tedio
profundo, perdemos la facultad de hallar soporte alguno para nuestro deseo. El mundo está mustio.
Kafka se lamenta en sus diarios: «Como si hubiese huido de mí todo lo que he poseído, y no hubiese
de satisfacerme si regresase». En El tedio de Moravia leemos que el tedio es «como una enfermedad
de las cosas mismas; una enfermedad que consiste en que toda vitalidad se extingue para desaparecer
súbitamente». El tedio se convierte en una especie de «niebla», expresión de la que también se sirve
Heidegger, cuando alude al tedio profundo como una «silenciosa niebla» que cubre todo y a todos,
incluso a uno mismo, confundiéndonos en una extraña indiferencia. También Garborg propone una
acertada descripción: «No se me ocurre nada mejor que llamarlo un enfriamiento psíquico, un
enfriamiento que se cierne sobre el espíritu». Las descripciones varían de la adscripción al ámbito
de la parálisis y el vacío al del yo o al del mundo, probablemente porque pertenecen a ambos. Freud
sostiene que «en el dolor, el mundo se torna pobre y vacío; en la melancolía, el propio yo». Pero,
según observa Adam Phillips en un comentario a esta cita: «Y, en el tedio, podríamos añadir, son
ambos». Por otro lado, resulta imposible determinar si algo se nos antoja tedioso porque nos
encontramos en un estado de tedio o si empezamos a sufrir el tedio porque el mundo es tedioso. No
es posible determinar con claridad los límites de las contribuciones respectivas que el sujeto y el
objeto aportan al tedio, habida cuenta de que los vacíos respectivos del sujeto y del objeto están
estrechamente ligados. De nuevo acudimos a Fernando Pessoa, que describe el tedio como sigue:
«[El tedio] Es, en la sensación directa, como si del foso del castillo del alma se alzase el puente
levadizo y no quedara, entre el castillo y las tierras, otra cosa que el poder mirarlas sin poder
recorrerlas. Hay un aislamiento de nosotros en nosotros mismos, pero un aislamiento donde lo que
separa está estancado como nosotros mismos, agua sucia rodeando nuestro desentendimiento».

Dostoyevski, por su parte, en su Diario de un escritor caracteriza el tedio como un «sufrimiento


animal e indefinible». Pero esta definición, vaga en apariencia, se ajusta en el fondo con precisión a
la realidad. El tedio es relativamente indefinible, dado que carece de la capacidad de caracterización
positiva que identifica a la mayor parte de los restantes fenómenos. Se trata, en esencia, de un estado
de carencia, de ausencia de sentido personal. Y, como veremos en nuestra discusión sobre el análisis
del tedio de Heidegger, este vacío de sentido convierte la vida humana en algo análogo a una
existencia puramente animal.

El tedio y lo nuevo

Martin Doehlemann asegura que el tedio es un estado de pobreza de vivencias. Esta afirmación es
aplicable al tedio situacional, en el que lo que nos aburre es algo específico o la carencia de algo
específico. Correcto; aunque conviene precisar que tanto el exceso como el defecto de vivencias
pueden conducir al tedio. El tedio existencial, en cambio, debe interpretarse básicamente a partir del
concepto de pobreza de experiencias. El problema es que, por lo general, intentamos superar este
tedio persiguiendo vivencias siempre nuevas, siempre más intensas, en lugar de tomarnos el tiempo
necesario con el fin de vivir experiencias. Como si creyéramos que lograremos constituir un yo con
sustancia por el simple hecho de llenarlo de una cantidad suficiente de impulsos. Cuando nos
lanzamos a lo nuevo, lo hacemos siempre con la esperanza de que esta novedad comporte una función
individualizadora y otorgue a nuestra vida un sentido personal; sin embargo, lo nuevo no tarda en
resultar viejo, y la promesa del sentido personal se ve incumplida o, como mucho, satisfecha tan sólo
de forma transitoria. Lo nuevo se torna pronto rutinario y se resuelve en «el tedio de lo
constantemente nuevo, el tedio de descubrir, bajo la falsa diferencia de las cosas y de las ideas, la
perenne identidad de todo», en palabras de Pessoa; pues la moda se nos descubre siempre como «las
viejas cosas de siempre en un flamante aspecto novedoso», como canta David Bowie en Teenage
Wildlife.

La época posmoderna ha erigido la moda como uno de sus principios. La moda es, como bien nos
recuerda Benjamin, «el eterno retomo de lo nuevo». Aun así, la moda es, en cualquier caso, un
fenómeno de capital importancia sobre cuya filosofía alguien debería emprender la redacción de un
gran tratado. En un mundo que adopta la moda como principio, se multiplican los estímulos, pero
también aumenta el tedio; se prodiga tanta liberación como esclavitud; se nos ofrece más
individualidad, pero también más impersonalidad abstracta. La única individualidad que comporta la
moda es la que consiste en destacarse de los otros, pero así, precisamente, no conseguimos más que
dejarnos dirigir por ellos, tal y como advierte Georg Simmel, cuando lo describe como un fenómenó
en el cual aquel que va a la cabeza es quien resulta conducido.107 Por otro lado, aquel que decida
mantener una actitud negativa con respecto a la moda con la determinación de apartarse de ella
siendo, por ejemplo, decididamente no moderno, está tan atado a ella como los otros, ya que el estilo
propio se definirá, en este caso, por oposición al impuesto por la moda.
Un objetó de moda no necesita poseer, en sentido estricto, otra cualidad que la de ser nuevo. El
vocablo cualidad procede de la voz latina qualitas, que tal vez pudiéramos traducir con el término
«propiedad». La cualidad de un objeto afecta al tipo de ente de que se trate; y un objeto sin cualidad
no es sino un objeto sin identidad, puesto que en tal caso resulta por completo sustituible. En
sociedades anteriores, las cosas eran portadoras de continuidad y estabilidad, principio este que
resulta diametralmente opuesto al de la moda. En efecto, el principio de la moda no es otro que crear
un ritmo de aceleración creciente y constante, y así convertir un objeto en prescindible con la mayor
celeridad posible, para poder pasar a otro nuevo. Sin duda que Kant tiene razón cuando afirma que
más vale ser un idiota seguidor de la moda que un idiota a secas, pero cualquier idiota de la moda
está condenado, antes o después, a la decepción. Más aún, la moda es, per se, impersonal, con lo que
no puede proveernos del sentido personal al que aspiramos.

En el momento en que todo resulta sustituible y equivalente (léase indiferente), las preferencias
genuinas se presentan como imposibles y terminamos por caer o en la arbitrariedad absoluta, o en la
total parálisis de acción. Cabe aquí hacer referencia al asno de Buridán, que murió de hambre por su
incapacidad de elegir entre dos montones de heno idénticos. Las decisiones racionales presuponen
preferencias y éstas, a su vez, presuponen diferencias. Cuando todo queda equilibrado, nos apremia
más la necesidad de establecer nuevas diferencias. La novela que mejor ilustra esta obsesión
decadente por la distinción es, con toda probabilidad, la que en 1884 publicó Joris-Karl Huysmans
con el título de Contra natura (Á Rebours). En ella, el conde Des Esseintes, enfermo de tedio, no
halla otro modo de otorgar contenido a su existencia que a través de distinciones de extrema sutileza
y de la elaboración de una artificiosa puesta en escena de su entorno. Del mismo modo, resulta útil
aludir aquí a las novelas de Bret Easton Ellis, donde la distinción entre dos tipos distintos de agua
mineral, por ejemplo, o de dos versiones de Los miserables, cobra mayor importancia que ningún
otro aspecto en la vida. Establecemos diferencias entre marcas de ropa, entre marcas de whisky,
entre preferencias de praxis sexual, etcétera. En definitiva, desesperamos en pos de las diferencias.
Por fortuna, o, más bien, para infortunio nuestro, el ramo de la publicidad se nos ofrece como nuestro
redentor, proporcionándonos nuevas diferencias. La publicidad trata, en efecto y por principio,
precisamente de eso, de crear diferencias cualitativas donde no las hay. La mayor parte de los
productos de una clase determinada (ropa, coches, etcétera), son prácticamente iguales y, por ende,
desprovistos de qualitas, o lo que es lo mismo, sin una propiedad particular. De ahí que resulte tanto
más decisivo crear diferencias en virtud de las cuales distinguir los productos entre sí. Es, pues, la
distinción en sí lo que resulta importante, no su contenido, pues al establecer tales diferencias
esperamos poder abrazar la creencia de que aún hay en el mundo espacio para las cualidades.

Nos convertimos en grandes consumidores de nuevos objetos y de nuevas personas, con la pretensión
de quebrantar la monotonía de lo idéntico. De un modo algo críptico, Roland Barthes lo expresa
como sigue: «El aburrimiento no se halla muy alejado del gozo: es el gozo contemplado desde las
orillas del placer». En mi opinión, hemos de interpretar aquí el placer como «lo idéntico», mientras
que el gozo habría de entenderse como lo que sobrepasa «lo idéntico», lo que se encuentra «fuera»,
es decir, la trascendencia. El tedio es inmanencia en su estado más puro. El antídoto debería ser,
evidentemente, la trascendencia. Pero ¿cómo sería posible la trascendencia desde el interior de una
inmanencia? Una inmanencia que, por otro lado, no se compone de nada; y una trascendencia que
aspira a ser algo. ¿Cuál es el camino que nos conduce desde la nada hasta «un ente»? Más aún, la
forma más profunda de tedio, ¿no se caracteriza, en el fondo, por el hecho de que nos resulte
indiferente la existencia o inexistencia de las cosas? Jean Baudrillard asegura que, si la cuestión
filosófica tradicional tiende a ser: «¿por qué existe algo, en lugar de ser la nada lo que existe?», la
pregunta hoy adopta más bien la forma de: «¿por qué existe la nada, en lugar de existir algo?». Este
interrogante halla su fuente en un tedio profundo. Y en ese tedio, la realidad entera está en juego.

Femando Pessoa describe tal vacío en términos muy hermosos:

«Todo eso está vacío, hasta en la propia idea de lo que es. Todo eso está dicho en otra lengua,
incomprensible para nosotros, meros sonidos de sílabas sin forma en el entendimiento. La vida es
hueca, el alma es hueca, el mundo es hueco. Todos los dioses mueren de una muerte mayor que la
muerte. Todo está más vacío que el vacío. Todo es un caos de nada.

»Si pienso esto y miro para ver si la realidad mata mi sed, veo casas inexpresivas, caras
inexpresivas, gestos inexpresivos. Piedras, cuerpos, ideas -todo está muerto-. Todos los movimientos
son paradas, la misma parada todos ellos. Nada me dice nada. Nada me es conocido, no porque yo lo
extrañe sino porque no sé lo que es. Se perdió el mundo. Y en el fondo de mi alma -como única
realidad de este momento- hay una aflicción intensa e invisible, una tristeza como el sonido de quien
llora en un cuarto oscuro».
Historias del tedio

Este capítulo no constituye, en modo alguno, un intento de escribir una «historia del tedio», ya que el
tema es tan complejo y extenso que tal empresa abarcaría toda una serie de gruesos volúmenes y
otros tantos años de trabajo. De ahí que me haya decantado por escribirlo como una sucesión de
bocetos de ciertos momentos de la historia del tedio, desde la acedía de la Edad Media, hasta el
tedio posmoderno de Andy Warhol, pasando por el tedio del Romanticismo. Estos bocetos pretenden
comportar cierta relevancia más allá de la puramente histórica, dado que ofrecen una descripción de
diversas estrategias del tedio que siguen vigentes en nuestros días. Asimismo, dejaré indicado aquí
por qué la mayor parte de esas estrategias me parecen abocadas al fracaso, tema sobre el que tengo
intención de volver en la última parte del ensayo, «La moral del tedio».

Acedía. El tedio premodemo

Ya mencionamos con anterioridad que Kierkegaard define el tedio como «la raíz de todo mal». En
esta afirmación, el filósofo danés estaba en la línea de la teología medieval, en la que se
contemplaba la acedía como un pecado grave, en la medida en que los demás pecados hallaban en él
su origen. Seré breve en mi exposición del concepto de acedía (o accidia), puesto que éste cuenta
con una historia compleja que se extiende a lo largo de más de mil años, desde sus tímidos albores
en la Antigüedad hasta su descomposición en la alta Edad Media y su sustitución, en el
Renacimiento, por el concepto de melancolía. Las descripciones de acedía, que conocemos, en
primer lugar, desde los pensadores cristianos de la Antigüedad tardía y la Edad Media, coincide en
muchos aspectos con lo que nosotros conocemos por tedio, concepto en el que indiferencia y ocio
son hitos esenciales. Una diferencia decisiva es, no obstante, que acedía es, ante todo, un concepto
de naturaleza moral, en tanto que «tedio», en su uso más habitual, alude más bien a un estado
psicológico. Otra característica que la distingue es el hecho de que la acedía era mal de unos pocos,
mientras que el tedio afecta a las masas.

En el griego clásico, existen términos para el ocio (como skholé, álys y argos), y también para una
especie de hastío o de imperturbabilidad (como kóros), pero no hallamos ninguno que se
corresponda por completo con nuestro concepto de tedio. Éste sería, en todo caso, el de acedía, que
es una composición a partir de kedos, es decir, «cuidado, preocupación», y un prefijo de negación.
Este concepto, no obstante, desempeña un papel marginal entre los primeros pensadores griegos, en
que califica un estado de disolución que puede manifestarse como pesadez de espíritu y falta de
participación. Será preciso aguardar la llegada del siglo iv y de los anacoretas cristianos de
Alejandría para que se adscriba al término un significado más técnico que alude a un estado de hastío
vital, de agotamiento. Evagrio Pontico (¿3457-399) entiende la acedía como demoniaca. El demonio
meridiano (daemon meridianas) es el más habilidoso de todos ellos, pues ataca al monje en mitad de
la jornada, a plena luz del día, y obliga al sol a adoptar una apariencia de absoluta inmovilidad. En
semejante estado, las cosas parecen querer imponerse a las personas y se presentan como totalmente
carentes de espíritu. El demonio induce al monje a odiar el lugar en que se encuentra e incluso la
totalidad de su existencia. Lo hace recordar la vida que vivió antes de tomar los hábitos, una vida
llena de placeres, y lo tienta a desear abandonar la vida monacal. Según Evagrio, aquel que logre
oponer resistencia a la acedía mediante la fuerza de espíritu y la paciencia, podrá resistirse también
a los demás pecados, alcanzando así la alegría. Siempre en opinión de Evagrio, aquel que está lleno
de alegría no es capaz de pecar y así es como la victoria sobre la acedía conduce a la virtud. En la
obra de Juan Casiano (¿360?-432), la acedía no se presenta ya como demoniaca, sino más bien como
una subclase eremítica de la tristeza habitual. Subraya que la acedía conduce a otros pecados, lo cual
constituye un asunto muy discutido en la Edad Media. El lugar prominente que ocupa la acedía entre
los pecados se debe no sólo al hecho de que los demás pecados se deriven de ella, sino también a
que implica cierto distanciamiento e incluso odio hacia Dios y su obra. En efecto, la acedía se opone
a la alegría que debemos sentir ante Dios y la creación. De este modo, es un obstáculo para la
salvación del hombre y lo aboca a la perdición eterna.

Del canto VII de la Divina Comedia se desprende que quienes sucumbieron a la acedía no fueron
muy afortunados. Dante coloca a estos accidiosi en una profunda ciénaga fangosa donde en gutural
verborrea emiten una especie de lamento en el que describen cuál es la pena que han de pagar por
haberse entregado a ese humor de abatimiento en lugar de congratularse por la existencia de la luz
del sol:

Dentro del barro dicen: «Tristes fuimos al aire dulce que del sol se alegra con el humo acidioso que
tuvimos: tristes estamos en la charca negra».

Este himno borbotea su garganta, pues su palabra el limo desintegra.

Durante el Renacimiento, el concepto de acedía quedó relegado en beneficio de la melancolía, lo que


se debe sin duda a que, en este periodo, primó una perspectiva más naturalista en relación con el
mundo. La acedía se distingue de la melancolía por cuanto que aquélla quedaba ligada al alma, en
tanto que ésta lo estaba con el cuerpo. La melancolía resultaba, por tanto, «natural», mientras que la
acedía presenta implicaciones morales más profundas. Por otro lado, es digno de mención el que,
mientras que la melancolía es un concepto ambiguo que abarca tanto enfermedad como sabiduría, la
acedía permanece como un concepto puramente negativo. En tanto que la melancolía es capaz de
incluir su la curación de la acedía se halla siempre en una esfera exterior a ella misma; por ejemplo,
en Dios o en el trabajo.

A partir del siglo xiv, la acedía empezó a considerarse más como una enfermedad que como un
pecado, pero los aspectos morales del concepto lo han perseguido, en cierta medida, hasta
adscribirse al tedio En efecto, con no poca frecuencia adoptamos ante el tedio, ya sea el propio o el
ajeno, una actitud de condena y solemos interpretarlo como fruto de la falta de carácter o, si
pretendemos ser más objetivos, como una desviación de la personalidad. Todo ello se desprende
asimismo, de forma manifiesta, de los estudios psicológicos actuales. Sin embargo, tal punto de vista
es problemático, dado que obvia que, en verdad, puede ser el mundo el que falle o que el entorno
pueda desempeñar un papel decisivo. El tedio no es únicamente un fenómeno que afecte a los
individuos sino que, en la misma medida, puede definirse como un fenómeno social y cultural.

Filosofías del tedio: desde Pascal hasta Nietzsche

De entre los primeros teóricos del tedio, el más importante es Pascal, que, además, propició la
transición de acedía a tedio, al establecer la relación íntima de éste con un problema de orden
teológico. Al mismo tiempo, no es filósofo fácil de entender pues sus Pensamientos son,
simplemente y en muchos sentidos, demasiado modernos para haber sido escritos en el siglo xvii. Su
auditorio no fue numeroso en su tiempo, pero tanto más lo fue en épocas posteriores. Por otro lado, lo
único que hace es, básicamente, retomar lo que ya dice el Eclesiastés, es decir, que todo lo que el
hombre hace sin Dios, carece de sentido, es vacua vanidad.

Para Pascal el hombre, sin Dios, está condenado al tedio: «No es necesario poseer una mente
privilegiada para comprender que no existe nada que nos contente de forma real y duradera sobre la
tierra».

En ausencia de una relación con Dios, nos dirigimos al divertimento con el deseo de olvidar nuestro
miserable estado pero, en realidad, el efecto de este recurso resulta devastador, puesto que la
diversión nos aparta más aún de Dios:

«Lo único que puede consolarnos de nuestras miserias es el esparcimiento y, sin embargo, éste
constituye la mayor de nuestras desgracias. En efecto, él es quien nos impide indagar en nosotros
mismos y quien nos pierde sin que nos apercibamos de ello. Sin él, caeríamos en el tedio; y ese tedio
nos empujaría a buscar un medio más sólido con el que salir de él. Pero el esparcimiento nos
entretiene y nos conduce, imperceptible, a la muerte».

En realidad, Pascal sintetiza todas las tareas y actividades humanas en el concepto de


«esparcimiento». La vida entera se convierte en una huida de la vida misma que, sin Dios es, ante
todo, una nada tediosa.

«Tedio. -Nada resulta tan insoportable al hombre como hallarse en un estado de reposo absoluto, sin
pasiones, sin tareas, sin diversiones, sin actividad. Entonces, siente su nada, su desidia, su
insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Y, del fondo de su alma, surgirá imparable el
tedio, la negrura, la melancolía, la tristeza, el dolor, la decepción, la desesperación.»

La diversión podría parecer preferible a las miserias de la vida, ya que es susceptible de crear el
espejismo de la felicidad, al menos, por un instante. Sin embargo, el intento de evitar el tedio
mediante la diversión significa tanto como huir de la realidad, huir de la nada en la que se encuentra
inmerso todo ser humano. El tedio no presenta ninguna dimensión social específica en Pascal, sino
que se ha de interpretar más bien como una característica del ser humano como tal. Sin Dios, el
hombre no es nada; y el tedio es la conciencia de dicha nada. Los hombres que reconocen su propio
tedio tienen un conocimiento de sí mismos mucho más profundo que los que se entregan a la
diversión sin más. En el tedio, el ser humano está por completo abandonado a sí mismo, lo que es
tanto como estar abandonado a una nada, puesto que no se establece relación alguna con ninguna otra
cosa. De ahí que, en cierto modo, el sufrimiento sea preferible al tedio, dado que el sufrimiento es, al
menos, algo. Sin embargo, ya que disfrutamos del privilegio de no tener por qué entregarnos al
sufrimiento, tampoco podemos sacrificamos por la diversión; y, entonces, aparece de nuevo el tedio,
como un hecho insoslayable. No existe, por tanto, para Pascal, más que un único remedio duradero
contra el tedio, que no es otro que la relación con Dios.

Pasemos ahora a un pensador que, pese a ser creyente, hizo más que ningún otro filósofo por
destronar a Dios, a saber: Kant. Resulta sorprendente hallar descripciones del tedio tan acertadas y
precisas en su obra, dado que Kant sólo ofrece, en lo esencial, el concepto de tiempo de la
experiencia, pero ninguna concepción bien desarrollada de la experiencia del tiempo. No obstante,
todos los grandes filósofos piensan pensamientos brillantes que, en realidad, no pueden
sistematizarse en su obra. Las mejores observaciones de Kant sobre el tedio se hallan en sus
lecciones de ética, en el epígrafe: «Sobre los deberes de la vida en relación con el estado».

Resulta interesante notar que Kant trata el tedio en un contexto filosófico-moral y que, además, habla
de los deberes con el fin de propiciar ciertos estados de ánimo. Y en este sentido, escribe como
continuador de la tradición de la acedía. Sin embargo, es mi intención hacer aquí hincapié en los
aspectos antropológicos de carácter más general. En efecto, para Kant, el tedio está relacionado con
el desarrollo cultural. En tanto que los hombres sencillos cuya existencia discurre en un medio
natural viven entre las necesidades y la satisfacción de las mismas, el hombre cultivado se ve
abocado al tedio en virtud de la búsqueda irrefrenable de placeres siempre nuevos. En el tedio, el
hombre odia su propia existencia o se angustia ante ella. Hay un temor al vacío, un horror vacui, que
presagia una «muerte lenta». Cuanto más conscientes somos del tiempo, más vacío lo sentimos. Y el
único remedio es el trabajo, no el entretenimiento. «El ser humano es el único animal que debe
trabajar.» La necesidad de trabajar no se ha de entender aquí desde un punto de vista pragmático,
sino existencial. Sin el trabajo, morimos de tedio, ya que no somos capaces de vivir una vida sin
contenido por mucho tiempo. Kant sostiene que «son las acciones, y no el goce, las que hacen al
hombre experimentarse como un ser vivo», y que, en el ocio, experimentamos una suerte de «falta de
actividad». Por tanto:

«El goce no llena el tiempo, sino que lo deja vacío. Y el espíritu humano experimenta aversión, enojo
y tedio ante un tiempo vano. El tiempo presente puede parecemos colmado y, sin embargo,
antojársenos como vano el recuerdo; [...] pues cuando no se hace otra cosa en la vida, salvo
desperdiciar el tiempo, una visión retrospectiva que haga balance de la vida no sabrá explicarse
cómo ha transcurrido tan rápidamente sin haber hecho nada».

Un buen argumento contra el divertimento barato es: memento mori («recuerda que has de morir»).
En mi opinión, Adorno tiene razón cuando afirma que la muerte se presenta tanto más temible cuanto
menos se ha vivido. En su novela Avlpsning [Relevo], el narrador y poeta Tor Ulven escribe acerca
de «un dolor, una desesperación [...]; ¿por qué?, te preguntas para contestarte enseguida: por el
tiempo no vivido; no por la contrariedad o la angustia ante la idea de, a partir de un momento
concreto, no volver a vivir ninguna experiencia más..., sino la tormentosa sensación de no haber
experimentado nada, de no haber vivido una vida real». Kant señala claramente que la vida resulta
tediosa para quien no hace nada, pues siente «que no ha vivido en absoluto». El ocio y el tedio
conducen pues a una minimización de la vida. El sustantivo alemán para designar el tedio,
Langeweile, es decir, «larga duración», induce parcialmente a error, dado que el tiempo en el tedio
bien podría describirse como extremadamente corto, según que nos representemos la experiencia del
tiempo en el propio tedio o en el recuerdo. Habida cuenta de que el tedio no llena nuestro tiempo,
percibimos ese tedioso vacío, a posteriori, como corto, en tanto que, en el espacio de tiempo en sí, se
sufre como de una duración insoportable. La vida resulta corta cuando el tiempo es mucho. Ahora
bien, cuando el tedio es en verdad profundo, la distinción entre la duración corta y la larga
desaparece. Como si la propia eternidad hubiese irrumpido en el mundo desde las profundidades; y
la eternidad no tiene duración alguna.

Las reflexiones de Kant en tomo al tedio constituyen un claro precedente de la teoría que Thomas
Mann desarrolla sobre el tedio, tal y como queda formulada en su capítulo cuarto de La montaña
mágica, «Digresión sobre el tiempo»:

«Se han difundido muchas teorías erróneas sobre la naturaleza del hastío. En general, se piensa que,
cuando algo es nuevo e interesante, “hace pasar” el tiempo, es decir, lo abrevia, mientras que la
monotonía y el vacío pueden dar la sensación de estirar el momento, las horas, de manera que se
"hagan largas” y aburridas; pero no es menos cierto que, en el caso de grandes o grandísimas
extensiones de tiempo, lo que hacen es abreviarlas, neutralizarlas hasta reducirlas a algo nimio. A la
inversa, un acontecimiento novedoso e interesante es sin duda capaz de hacer más corta y fugaz una
hora e incluso un día, pero, considerando el conjunto, confiere al paso del tiempo una mayor
amplitud, peso y solidez, de manera que los años ricos en acontecimientos transcurren con mayor
lentitud que los años pobres, vacíos y carentes de peso, que el viento barre y que pasan volando. Lo
que llamamos hastío, pues, es consecuencia de la enfermiza sensación de brevedad del tiempo
provocada por la monotonía ininterrumpida, llegan a encogerse en una medida que espanta
mortalmente al espíritu. Cuando un día es igual que los demás, es como si todos ellos no fueran más
que un único día; y una monotonía total convertiría hasta la vida más larga en un soplo que, sin
querer, se llevaría el viento».

Mann ofrece aquí una excelente descripción fenomenológica del tedio, por más que el remedio que
recomienda, es decir, el cambio frecuente de costumbres, sea, por un lado, bastante banal y por otro...
parte del problema. Cuando afirma que «el único medio de animar nuestra vida es adoptar nuevos
hábitos», no hace sino alimentar la lógica interna del tedio. Mann cae aquí de lleno en la
problemática que define al sujeto estético de Kierkegaard.

No podemos tratar a Soren Kierkegaard en este ensayo con la extensión que merece, pues ello
exigiría una exposición tan amplia de su filosofía que no quedaría lugar para mucho más. De modo
que me contentaré con incluir unas breves observaciones sobre el sujeto estético. El sujeto estético
de Kierkegaard tal y como aparece en O lo uno o lo otro es un romántico; y está, además, atrapado en
un modo de vida que lo hace vivir en una huida permanente del tedio y obligado al cambio constante
de un placer a otro. Su única ambición en la vida no es sino transformar lo tedioso en algo
interesante, para así recrear el mundo a su propia imagen. Kierkegaard describe el tedio como un
«panteísmo demoniaco». Lo demoniaco es lo vacío, y el tedio ha de entenderse aquí como una nada
que penetra la realidad toda. Kierkegaard interpreta el sentimiento del tedio como propio del hombre
privilegiado: «Aquellos que aburren a los demás son plebe, la mayoría, la masa infinita de gente en
general; quienes sufren el tedio son los elegidos, la nobleza». No son pocos los que, en nuestros días,
se sentirían halagados con esta descripción, puesto que la mayoría de la gente se ve a sí misma como
extraordinariamente rara e interesante, en tanto que todo lo demás la hace enloquecer de
aburrimiento. No obstante, también podríamos leer la observación de Kierkegaard en un sentido
distinto del que tan lisonjero les resulta a los «hombres cansados». El tedio presupone un momento
de reflexión sobre uno mismo, de contemplación de la propia situación en el mundo, lo cual exige, a
su vez, un tiempo del que, por lo general, la mayoría de la gente no disponía en la época de
Kierkegaard.

Según Arthur Schopenhauer, el ser humano elige, grosso modo, entre el sufrimiento y el tedio: «Por
lo general, la vida humana oscila de un lado a otro entre el dolor y el tedio». Schopenhauer considera
al hombre como un ser que trata sin descanso de evitar un sufrimiento que es, por otro lado,
condición fundamental de la vida, esforzándose por otorgarle otras formas. Pero, si esta
remodelación no triunfa y lo único que podemos hacer es inhibir el sufrimiento, la vida resulta
tediosa. Cuando el Hombre llega a quebrantar el tedio, el sufrimiento aparece de nuevo. Toda vida es
una lucha por la existencia pero, una vez que ésta está asegurada, la vida no sabe ya qué hacer, de
modo que se rinde al tedio. Éste es el motivo por el que el tedio caracteriza las vidas de los hombres
«privilegiados», mientras que la necesidad deja su sello en la vida de las masas. Para los
privilegiados, la vida se reduce, principalmente, a la cuestión de qué hacer con el excedente de
tiempo de que disponen. El ser humano tiene necesidades que determinan bien la naturaleza, bien la
sociedad, bien la fuerza de la imaginación. Cuando los objetivos no se ven cumplidos, nos Vemos
abocados al sufrimiento; cuando los alcanzamos, obtenemos el tedio como resultado. En razón de la
insatisfacción en el mundo real, el hombre crea un mundo imaginario, y así es, en efecto, como nacen
todas las religiones: como un intento de sustraerse al tedio. Éste es también el origen de toda
actividad artística y tan sólo en el arte puede el hombre hallar la dicha; en especial, en la música. No
obstante, esta dimensión estética es accesible exclusivamente a una minoría. E incluso para ellos, no
supone más que un instante en un tiempo insoportablemente largo.

Giacomo Leopardi, un firme candidato al título de «poeta más melancólico de la Historia», se


lamenta sin cesar a causa del tedio (la noia). Cualquiera que visite el pueblo natal de Leopardi, la
pequeña aldea de Recanati, en la región de Las Marcas, comprenderá en parte las quejas del poeta.
Schopenhauer opinaba, además, que nadie lo había comprendido mejor que Leopardi, si bien he sido
incapaz de hacerme una idea de hasta qué punto Leopardi conocía la obra de Schopenhauer. En una
carta dirigida a su padre en junio de 1819, confiesa Leopardi que desea más el sufrimiento que aquel
«tedio mortal» que está sufriendo. En el Zibaldone dei Pensieri explica que el temple de ánimo
desagradable que surge del tedio es más soportable que el tedio mismo. Incluso la desesperación es
más deseable que esa «muerte en vida». Simultáneamente, el tedio es la más sublime experiencia de
todas las humanas, como expresión de que el espíritu es, en cierto sentido, mayor que todo el
universo. El tedio es la manifestación de la honda desesperación que provoca el hecho de no hallar
nada capaz de colmar las necesidades sin límite del espíritu. Conviene hacer notar que también para
Leopardi el tedio es privativo de los espíritus superiores, mientras que «el vulgo» sólo puede, como
máximo, sufrir simple ociosidad.

Un elitismo similar en relación con el tedio hallaremos más tarde en el pensamiento de Nietzsche.
Cierto que él nunca elaboró, que sepamos, teoría alguna sobre el tedio, pero sí podemos encontrar
ciertas observaciones dispersas sobre las que basarnos. El tedio es para Nietzsche «esa
desagradable calma del espíritu» que precede a la acción creadora y, mientras que los espíritus
creativos retienen el tedio, las «almas sencillas» lo rehúyen. Nietzsche sostiene que «la cultura de la
máquina» origina un tedio desesperado que nos mueve a ansiar las variaciones del ocio. Y así, nos
dice:

«Las necesidades nos obligan a trabajar; y el producto del trabajo satisface las necesidades. La
aparición constante de nuevas necesidades nos habitúa al trabajo. Pero, en los momentos de reposo,
cuando las necesidades están satisfechas y como adormecidas el tedio nos sobreviene. ¿Qué es el
tedio? Es el propio hábito del trabajo que se nos presenta como una necesidad añadida que será tanto
más fuerte cuanto mayor sea la intensidad con que la hayamos sufrido. Para evitar el tedio, los
hombres trabajan más allá del alcance de sus necesidades, o bien inventan el juego, o lo que es lo
mismo, ese tipo de trabajo que no satisface ninguna otra necesidad que, precisamente, la de trabajar.
Aquel que acaba por aburrirse del juego y que no tiene motivo alguno para trabajar por nuevas
necesidades, cae víctima de la añoranza en pos de un tercer estado que es lo que el vuelo a la danza,
lo que la danza al caminar: un estado de emoción dichosa y divertida: ése es el concepto de felicidad
de artistas y filósofos».

El yo nietzscheano se afirma a sí mismo manteniendo su presencia en el ahora como una dicha. Es la


dicha la que desea la eternidad, una «profunda, profunda eternidad». Pero se trata de una eternidad
circular, no lineal. La eternidad es ahora. En la dicha, el instante se desea con tal intensidad que se
desea que se produzca una y otra vez, eternamente. La superación del tedio puede conducir a la
dicha. Ahora bien, en qué medida esa dicha nos es accesible, es otra cuestión. Una dicha semejante
es sobrehumana, en tanto que el tedio es humano, demasiado humano.

El tedio del Romanticismo: de William Lovell a American Psycho

Como ya he mencionado, el desarrollo del Romanticismo es, en mi opinión, uno de los motivos
principales de la expansión del tedio. El tedio romántico se caracteriza por el hecho de que, quien lo
padece no sabe, en realidad, lo que busca, más allá de una «plenitud de vida» inespecífica.
Conviene, no obstante, señalar que «romanticismo» no es, en modo alguno, un concepto unívoco, por
lo que me permitiré precisar aquí que aquel al que yo me refiero es, principalmente, el Romanticismo
alemán que, a partir de 1790, nació al abrigo del pensamiento de Kant y Fichte con la ciudad de Jena
como capital. Quede claro, ante todo, que no es mi intención sugerir aquí que algunas de las jóvenes
y preclaras inteligencias de Jena (Hólderlin, Novalis, Tieck, Schlegel, etcétera) fuesen el origen de
toda la desgracia posterior. Digamos más bien que entre ellos hallamos, formulado con excepcional
lucidez, un modo de pensar ampliamente extendido durante los doscientos o doscientos cincuenta
últimos años. De hecho, nosotros pensamos como románticos. Michel Foucault tiene toda la razón
cuando afirma que Jena fue el escenario en el que surgieron los intereses básicos de la cultura
occidental moderna. El Romanticismo es, también, una suerte de perfeccionamiento del
individualismo filosófico que se desarrolló a partir del siglo xviii.

El Romanticismo es esteticismo. Ésta no es, desde luego, una constatación original. Ahora bien, el
esteticismo se transforma aquí en subjetivismo extremo. Todo criterio objetivo desaparece y la
experiencia subjetiva y estética del mundo adquiere una validez ilimitada que, pese a todo, no tardó
en quedar en nada. Tal y como Hegel observa en su crítica de la ironía romántica:

«Todo lo que es, sólo lo es por el yo, y todo lo que existe por el yo puede igualmente ser destruido
por el yo. Mientras sólo se tengan en cuenta estas formas completamente vacías, que tienen su origen
en lo absoluto del yo abstracto, nada parece tener un valor propio, salvo el que le imprime la
subjetividad del yo. Pero, si esto es así, el yo se convierte en el amo y señor de todo».

Parece claro que el problema consiste entonces en que, si es el yo quien decide si adscribe o
reconoce a las cosas valor y significado a su propia discreción, éstas no gozarán de valor o
significado alguno, puesto que no serán nada por sí mismas y estarán, por ende, vacías. Puesto que no
existe diferencia alguna entre lo significativo y lo carente de significado, todo resulta interesante en
la misma medida y, en consecuencia, también algo tedioso. También a propósito de ello, sostiene
Hegel:

«Cuando el yo adopta este punto de vista, todo le parece mezquino y vano, a excepción de su propia
subjetividad, que, por ello, se convierte en vacía y vana. Por otra parte, el yo puede no sentirse
satisfecho de este goce de sí mismo, considerarse incompleto y sentir la necesidad de algo sólido y
substancial, que posea intereses precisos y esenciales. De esto se desprende una situación incómoda
y contradictoria, pues el sujeto aspira a la verdad y a la objetividad, pero es incapaz de salir de su
aislamiento, de su retiro, de esta interioridad abstracta e insatisfecha».

Todo esto conduce a un tedio y a una nostalgia sin límite, pues el yo fracasa en el empeño de llenarse
a sí mismo, de sí mismo, al tiempo que se empeña en hacerse con un contenido. En la Fenomenología
del espíritu, Hegel observa «la vacuidad y el tedio que invaden cuanto subsiste», si bien no lo ve
más que como síntomas de la inseguridad que inspiran los nuevos, grandes tiempos por venir.
Aquellos tiempos de grandeza no llegaron jamás y el statu quo de Hegel es más bien y en gran
medida, también el nuestro.

Hegel alude al subjetivismo como la principal enfermedad de su tiempo Esta subjetividad está
ligada al giro copernicano que Kant supuso para la filosofía. La muerte de Dios no se produjo con
Nietzsche: Dios había muerto ya en la filosofía de Kant, en la medida en que Dios no era ya capaz de
garantizar la objetividad del conocimiento ni el orden del universo aunque, en realidad, dicha
garantía había dejado de desearse. El hombre debía caminar solo. Probablemente, el signo más
relevante de la modernidad es precisamente el hecho de que el hombre asume el papel que Dios
había venido desempeñando. Las cualidades que, en un principio, se atribuyeron a las cosas y que,
más tarde, en la Edad Media y de un modo creciente, se atribuyeron a Dios, se convierten en
elementos de la constitución del mundo por parte del sujeto humano. Y no cabe duda de que Kant se
presenta como figura central en esta historia. Si bien puede parecer superficial, no por ello es menos
cierta la afirmación de que la concepción kantiana constituye una versión secularizada de la idea
medieval de Dios. El problema al que se enfrenta este sujeto es, por tanto, el de cómo llenar el vacío
de sentido que crea la ausencia de Dios.

Merece aquí la pena señalar la revisión romántica del símbolo. Mientras que el símbolo cumple la
función inmediata de otorgar significado, una especie de realidad que se manifiesta en la forma de
una presencia sensorial, la alegoría provoca un abismo entre expresión y contenido. En lo que al
símbolo respecta, no hay distinción alguna entre la experiencia y su representación, en tanto que la
alegoría la acentúa. Pero tras la desaparición de Dios, ¿de qué podría ser alegoría una alegoría? Para
volver a llenar el mundo de significado, para poder experimentar el mundo, el Romanticismo se vio
obligado a esta vuelta precaria al símbolo. Pero el intento careció de éxito pues, mientras que el
simbolismo prerromántico era colectivo, el romántico tiene un carácter privado. La experiencia que
del mundo posee el simbolista se convierte en una experiencia propia; para el simbolista moderno,
romántico, el objeto resulta poco menos que irrelevante.

En su obra Características de la época contemporánea, Johann Gottlieb Fichte bosqueja en tono


especulativo un plan del mundo en el que distingue cinco épocas principales, a lo largo de las cuales
el hombre habría evolucionado desde un estado de inocencia, seguido de otro decadente, hasta
desembocar en la perfección de una época de la razón. Ciertamente, esta conjetura no es ni original
ni interesante, pero Fichte se sirve de semejante invención para criticar su propio tiempo. Éste se
corresponde, en efecto, con la tercera época, sumida en el pecado y en la más profunda crisis de la
razón. Una crisis que tiene sus cimientos en el individualismo moderno. La libertad subjetiva de la
modernidad se ha seccionado de la razón común, y el «individualismo desnudo» resultante halla su
expresión en el hedonismo y el materialismo. En una época de estas características, la ciencia queda
marcada por el formalismo y no es ya más que una forma vacía que no arropa idea alguna. Durante
una etapa de tal naturaleza, se observa un enorme vacío «que se manifiesta como un tedio infinito,
inevitable y siempre recurrente». Con objeto de combatir ese tedio, el hombre solicita diversión, a la
que todo queda reducido, cuando no se refugia en el misticismo. Esta situación no puede salvarse,
según Fichte, más que mediante la renuncia del individualismo y el reencuentro con la razón común.
Para el hombre de hoy, la solución de Fichte no puede parecer muy convincente, por el simple motivo
de que ya no sabríamos explicar en qué consiste dicha razón común.

En estas conferencias, pronunciadas veinte años después de que Kant publicase su ensayo ¿Qué es la
Ilustración?, en el que recomienda el uso individual de la propia razón, Fichte ofrece un diagnóstico
de la modernidad que nos resulta sorprendentemente familiar. En efecto, en él subraya que la
modernidad es tediosa. Lo paradójico es que ese individualismo moderno que Fichte rehúsa halló su
más clara expresión en aquel romanticismo que se desarrolló a partir de su obra Doctrina de la
ciencia. Pero conviene señalar que el responsable de esta paradoja no es Fichte, sino los románticos,
que no supieron leerlo. Y de este modo lo advierte Kierkegaard en su ensayo El concepto de ironía:

«Este principio fichteano de que la subjetividad, el yo, tiene una validez constitutiva, de que es
todopoderoso, atrapó a Schlegel y a Tieck, que partieron de él para operar en el mundo. De ahí nació
una doble dificultad. En primer lugar, se confundió el yo empírico y finito con el eterno; en segundo
lugar, se confundió la realidad metafísica con la histórica. De esta forma, se aplicó a la realidad sin
más un punto de vista metafísico incompleto».

La relación entre el individualismo moderno y el tedio se pone de manifiesto con claridad meridiana
en la literatura romántica contemporánea de Fichte hasta el punto de que la poco conocida novela
Der Geschichte des Herm William Lovell [Historia del señor William Lovell], escrita por Ludwig
Tieck entre 1795 y 1796 es quizá la novela clásica sobre el tedio. El que esta novela epistolar no
haya tenido muchos lectores se debe sin duda al hecho de que resulta tremendamente tediosa. El tedio
se revela como una materia artística compleja y la mayor parte de las manifestaciones literarias
sobre el tema presentan cierta tendencia a resultar tan tediosas como su asunto. Puesto que el tedio es
nada, no debe sorprender que sea prácticamente imposible tratarlo de un modo positivo. Pues, ¿cómo
podríamos representar la ausencia? Quizá fuese Samuel Beckett, al que volveremos más adelante, el
primero en lograrlo. Como quiera que sea, el lector se enfrenta al tedio como tema ya en la primera
página de WUliam Lovell, y dicho tema se mantiene a lo largo de toda la novela. Dado que el
argumento es bastante insulso y carente de interés, lo referiré aquí de forma muy concisa y me
centraré, en cambio, en la «filosofía» que se postula mediante la acción narrativa.

El padre del joven William, un inglés soñador, hace que su hijo emprenda un viaje por el continente.
De forma paralela con el viaje real se produce otro psicológico que representa un desarrollo
personal interno. El viajero profundiza cada vez más en su yo y se entrega a un egocentrismo
creciente que él vive como una liberación. Finalmente, esta liberación redunda en su propio
empobrecimiento. En este sentido, William Lovell no es tanto una novela de formación como de
descomposición. Todo aquello que era estable se disuelve y, tras la búsqueda de la vida, el yo se ve
abocado al abismo de la disolución.

En William Lovell, la existencia se convierte en una eterna danza circular de tedio creciente: «[...] y
aquí me veo, pues, en un mundo carente de alegría, como un reloj en que el dolor describiese siempre
la misma esfera uniforme». William exige que el mundo y los hombres lo satisfagan, que despierten
su interés, pero cuanto encuentra se le antoja indiferente y no cesa de quejarse de un aburrimiento
mortífero. El mundo como tal se presenta como una prisión de proporciones colosales. El mundo y
los hombres le parecen desprovistos de toda originalidad e incapaces de interesar; cierto que, en
alguna ocasión, accede a un estado transitorio de euforia o de «embriaguez voluptuosa» que, no
obstante, no tarda en desaparecer. El hombre ha dejado de ser «interesante» para William, todos los
rostros «lo aburren». Ahora bien, William no es el único en padecer ese tedio que, en realidad,
afecta a la mayoría de los personajes. Uno de sus amigos, Karl Wilmont, le escribe: «Este tedio ha
traído ya más infortunio al mundo, él solo, que todas las pasiones juntas. El espíritu se encoge, como
una ciruela seca». Todos buscan con denuedo una identidad y se pierden en su propia existencia
mientras intentan superar el tedio; eso sí, William más que ninguno. Y todos ellos gozan de una
libertad que los sustrae a las ataduras de la tradición, pero no aciertan a averiguar qué hacer con esa
libertad salvo, tal vez, ampliarla aún más.

Como algunos de sus parientes literarios (el Fausto de Goethe, el Hiperión de Hólderlin, el Manfred
y el Don Juan de Byron, etcétera), William reclama una satisfacción que lo conduce de forma
inmediata a la lógica de la transgresión, habida cuenta de que ningún placer es susceptible de
aportarle más que una satisfacción pasajera, hasta que deba ser reemplazado por otro nuevo: «¿A qué
se debe que no exista placer alguno capaz de colmar el corazón por completo? ¿Cuál es ese deseo
desconocido y melancólico que me empuja sin cesar a la búsqueda de nuevos y desconocidos
placeres?». Tedio y transgresión están estrechamente ligados. En efecto, no parece sino que el único
remedio contra el tedio fuese extralimitarse de forma cada vez más radical, puesto que la
transgresión pone al yo en contacto con algo nuevo, algo distinto de la reproducción idéntica que
amenaza con hacerlo sucumbir ahogado en el tedio.

En este punto, puede resultar útil revisar uno de los borradores del Hiperión de Hólderlin, en
concreto, La juventud de Hiperión, de 1795, en el que sostiene: «En ningún caso podemos renunciar
al impulso de desplegarnos, de liberarnos». Nuestra ansia de transgresión es incontrolable y
Hólderlin sublima ese deseo de crecer, esa tendencia hacia un objetivo inalcanzable: «Ninguna
acción, ningún pensamiento alcanza tan lejos como tú quieres. Ésa es la grandeza del hombre: que
nada lo satisface eternamente». Nuestra aspiración a la liberación estará siempre presente y el
«combate» entre nosotros mismos y el mundo no dejará de librarse y no podrá cesar más que en una
perspectiva infinita. El propio Hiperión concluye con las siguientes palabras: «Éstos fueron mis
pensamientos. La próxima vez te hablaré más de ellos». Por más que este final sea aparentemente
armónico, todo continuará sin cesar, pues la reconciliación siempre es transitoria. Existen instantes,
pero el instante no puede detenerse y convertirse en algo completo, pues el tiempo sigue siempre su
curso. Hólderlin y Tieck no «hacen trampas», como Goethe en el final de Fausto: «Aquel que se
esfuerza con denuedo, ése merece la salvación». En Hiperión y en William Lovell, el esfuerzo no
constituye ninguna garantía de salvación.
Hólderlin ofrece una representación bien clara de la lógica de la transgresión romántica surgida del
ansia de satisfacción que conduce a la búsqueda constante de algo nuevo que nos permita,
simplemente, sustraernos al tedio que nos provocan las cosas de siempre. Pero, dado que todo
aquello que buscamos es buscado tan sólo por su condición de nuevo, todo lo nuevo se vuelve
idéntico en virtud de esta única propiedad, es decir, la de ser algo nuevo. Balder, el amigo de
William, escribe: «El espíritu está hambriento de novedad, cada situación ha de verse sustituida por
otra nueva... y, ¿qué queda, al cabo, salvo la aparición recurrente de una y la misma cosa?». Y el
propio William describe cómo la vida humana pasa volando ante sus ojos en un cambio constante
que, bien mirado, resulta no ser más que «la misma cosa aburrida».

Cierto que William desea trascender, pero la única trascendencia posible es «plana», puesto que lo
absolutamente trascendente de antemano queda eliminado por definición en beneficio de los placeres
de este mundo: «Todas mis alegrías y mis esperanzas están puestas en esta vida; el más allá (si existe
y cualquiera que sea su naturaleza) [...]; no deseo verme privado de ciertos bienes por un sueño». El
más allá desaparece. William rechaza cualquier instancia correctora que se sitúe fuera de él mismo.
Asimismo, adopta un discurso de relativismo absoluto en el que todo depende del deseo del
individuo y reduce al hombre a un ser cuya única fuerza motriz es el instinto, al afirmar que toda
acción humana responde al instinto o a la voluptuosidad. Éste es el tipo de sujeto que él desea ser.
Todo es, en última instancia, puro egoísmo; y «la maldad no es más que una palabra». La virtud es
«palabrería» y nada en este mundo merece ser tomado en serio. Cierto que William adopta la línea
de razonamiento que le ofrece el concepto kantiano de autonomía en el que los seres racionales se
imponen a sí mismos las leyes morales; existe, sin embargo, una diferencia importante, pues la
autonomía de William carece de reglas, de modo que del postulado kantiano no queda más que un
auto, sin nomos. El radicalismo de la autonomía liberadora de William aboca sin remedio al tedio,
pues es ilimitada; y nada resulta más tedioso que aquello que no tiene límites. Su egocentrismo, que
no conoce fronteras, lo sume en un exceso de introspección. William vive atento al instante, como un
consumidor compulsivo de tiempo que jamás relaciona el presente con el pasado ni con el futuro de
un modo que le confiera sentido. De ahí que esté fuera de su alcance establecer un contexto amplio en
el que determinar las bases de la identidad personal.

Los demás no son para William más que un espejo, de tal suerte que la superficialidad que, según él,
impera a su alrededor, no puede ser más que la suya propia. Su narcisismo es inmenso, su pequeño y
auténtico ego, tristemente insuficiente. Ésta es la razón por la que necesita dar alas a la creación de
un ego imaginario que compense las carencias del real. El romántico violenta al mundo para evitar su
propio vacío. El romántico hace caso omiso de los límites que deben trazarse entre su propio yo y el
de los demás seres humanos e ignora el límite que, junto con los demás seres, lo mantiene dentro de
un mundo común. William se ve obligado a superar todo aquello que se aparta de sí mismo para
poder hacer realidad su propia libertad en toda su dimensión, para ser uno con lo absoluto; pero es
un héroe trágico, en la medida en que su proyecto está condenado al fracaso. La transgresión (la
extralimitación) es incapaz de satisfacer el ansia que la origina; antes al contrario, la acrecienta.
¿Cómo podría un yo llenarse de sí mismo, cuando no existe nada más que ese yo? En el momento en
que todo está supeditado al dominio de un yo supremo, todo resulta idéntico y, por ende,
terriblemente tedioso. En efecto, el propio William asegura: «Yo mismo soy la única ley de la
naturaleza toda, una ley que todo lo domina. Y me pierdo a mí mismo en un desierto inmenso,
infinito». Como un presagio de un superego cuasifichteano, William cree que puede «establecer» el
mundo entero, cuando no hace más que transmitirle su propio vacío como principio de definición de
ese mundo. Nada es capaz de aportarle lo más mínimo y el mundo se presenta como una realidad
depauperada por completo. Resulta así indiferente si las cosas son lo uno o lo otro hasta que,
finalmente, William toma conciencia de su propio error: «Durante mucho tiempo me he esforzado por
hacer de lo ajeno, de lo lejano, algo mío; y en ese esfuerzo, me he perdido a mí mismo». Cuando,
hacia el final del relato, William muere asesinado, este suceso carece de significado especial pues,
en cierto modo, el personaje ha vivido durante mucho tiempo como un muerto en vida.

Mortimer, otro de los amigos de William, se decanta por la mediocridad, que no parece poder
definirse más que como una resignación atenuada a permanecer en el tedio. ¿O tal vez sea ésta la
única salida «heroica»: aceptar el estado de las cosas del mundo; aceptar, en fin, el tedio? En la
última parte del ensayo, volveremos sobre esta cuestión.

Patrick Bateman, el protagonista de la novela American Psycho, de Bret Easton Ellis, es William
Lovell, doscientos años después. Es bien cierto que la lista de delitos de William se nos antoja
modesta en comparación con los sádicos asesinatos de Bateman; William no comete más que un par
de asesinatos, algún que otro asalto, el rapto de una mujer, alguna traición... Eso es algo que vemos
por televisión un día cualquiera. En este sentido, nosotros sufrimos mayor grado de degeneración que
los contemporáneos de Tieck, de modo que la precisión en las descripciones de los asesinatos y
torturas que hallamos en American Psycho eran necesarios, dado que el tipo de las acciones
perpetradas por William Lovell no es ya capaz de provocar en nosotros una reacción significativa.
William y Patrick son, no obstante, dos almas gemelas que comparten el tedio y la transgresión como
perspectiva. Mientras que el término Langeweile aparece por doquier en la novela William Lovell,
no conseguí hallar más de diez ejemplos del vocablo bored en American Psycho. Este dato, claro
está, no es relevante por sí mismo. Bateman sucumbe víctima del tedio y recurre a la bestialidad con
la esperanza de superarlo.

En su ensayo titulado Del amor, Stendhal formula con claridad la relación entre un modo de vida
estético, el tedio, la transgresión y el mal:

«Se ve cómo el Don Juan que envejece echa a las cosas la culpa de su propia saciedad, y nunca a sí
mismo. Atormentado por el veneno que lo devora, lo vemos agitarse en todos sentidos y cambiar
continuamente de objeto. Pero, cualquiera que sea el esplendor de las apariencias, todo acaba para él
en cambiar de fastidio; tedio tranquilo o tedio agitado: no le queda otra elección.

»Por fin descubre y se confiesa a sí mismo esta falsa verdad. Desde este momento no le queda otro
goce que el de sentir su poder y hacer abiertamente el mal por el mal».

A la luz de su propia lógica, Don Juan no puede culparse a sí mismo del tedio cada vez más profundo
que se le ha ido imponiendo, puesto que él no lo ha deseado. También Patrick Bateman se declara
inocente. En último término, la transgresión no brinda ni la liberación ni la realización personal,
aunque no por ello deje de presentarse como la única alternativa para el romántico.

El Romanticismo conduce además al existencialismo; de hecho, el romántico William Lovell declara:


«Mi existencia es la única convicción necesaria para mí». Esta afirmación bien podría haber
figurado en El ser y la nada, de Sartre. Yo reformularía la tesis de esta forma: el Romanticismo es ya
existencialismo, y el existencialismo es un romanticismo incorregible. Esto se encuentra, claro está,
relacionado con circunstancias políticas e históricas; a raíz del crecimiento de la burguesía y de la
muerte de Dios, el sujeto no funciona ya en primera instancia como siervo de nada ni de nadie, sino
como un ser que desea realizarse a sí mismo y alcanzar su propia felicidad. El deseo romántico de
aventura constituye una reacción estética a la monotonía del mundo burgués. El sujeto se presenta
como fuente de todo sentido y valor pero, al mismo tiempo, se ve afectado por las limitaciones que
impone el entorno concreto en que se desenvuelve. El yo romántico intenta salvar esta situación
engullendo al mundo entero, es decir, transgrediendo o negando todo obstáculo y oponiéndose a
reconocer ningún parámetro fuera de sí mismo. El yo romántico se convierte así en el yo existencial,
un yo que no abriga la menor confianza en la existencia de un sentido fuera de sí mismo. De este
modo, no existe tampoco sentido alguno distinto del producido por el propio yo.

Ahora bien, en tanto que Tieck adopta una postura positiva con respecto a William Lovell (no porque
defienda, en modo alguno, sus crímenes, sino en la medida en que a él, al igual que a Hólderlin, el
impulso romántico le inspira un profundo respeto), no así Bret Easton Ellis, cuya posición es de
radical rechazo a la totalidad de la constitución de su personaje Parick Bateman. William no es un
criminal tradicional. Actúa impelido por un deseo insaciable de libertad, de realizarse a sí mismo
hasta el máximo de sus posibilidades. Y tal empresa exige la transgresión de límites tanto exteriores
(por ejemplo, de leyes y costumbres) como interiores (sentimiento de vergüenza y de culpabilidad).
Con toda probabilidad, William Lovell es el primer protagonista novelesco que sigue paso a paso la
lógica de la transgresión. Muchos lo han sucedido, aunque Patrick Bateman representa el exponente
más extremo.

American Psycho arranca con la exhortación condicional: «Quien acceda a este lugar, abandone toda
esperanza». La sentencia nos trae el eco de la leyenda que ilustra la puerta del infierno en la Divina
comedia de Dante. Y concluye con el aserto final: «Esto no es una salida». La acción de la novela se
desarrolla entre estas dos declaraciones. Tal y como Patrick observa, tal vez no sin acierto: «Mi vida
es un infierno viviente». Pero nadie lo escucha en ninguna de las ocasiones en que él lanza su
advertencia. Una de las máximas recurrentes en la novela pertenece a una canción de Talking Heads
(Nothing But) Flowers, que reza: «Y, mientras todo se derrumbaba / Nadie prestaba demasiada
atención». No hay sentido de totalidad en American Psycho; las acciones se suceden como átomos en
una narración de estructura plana y episódica, sin progresión, y desembocan en un final sin salida. El
texto está, en efecto, constituido por las descripciones que el joven adinerado Patrick Bateman ofrece
sobre vestimenta, programas de televisión, asesinatos, tortura, bebidas, diálogos superficiales,
etcétera. Se trata, eso sí, de un universo perfectamente equilibrado; y el equilibrio da origen al tedio.
Una de las circunstancias que más impresionan a Patrick en el transcurso de la novela es la de que la
tarjeta de visita de un conocido resulta ser más bonita que la suya. Todos los personajes son iguales.
Todos son ricos, todos son seductores, todos tienen un cuerpo hermoso. Cualquier diferencia, por
insignificante que pueda parecer, adquiere una importancia enorme para Patrick, que se ve al borde
del colapso en el transcurso de una discusión sobre la diferencia ¡entre dos bebidas carbónicas! Lo
único que cuenta es la apariencia: «Me siento como una mierda, pero tengo un aspecto estupendo».

En varios pasajes de la novela, leemos que se alude a Patrick como «el chico de al lado», aunque él
se refiere a sí mismo como «un jodido psicópata», sin que nadie, en ningún momento, tome nota de
ello. El hecho de que, a lo largo de toda la novela, se lo confunda con otras personas, acentúa su falta
de identidad. Ni siquiera el portero del inmueble en el que vive parece apercibirse de su existencia:
«Tengo la impresión de que soy un fantasma para este hombre; un ser irreal, algo apenas tangible».
En una escena posterior, durante una cena con una mujer a la que torturará y asesinará más tarde,
formula la pregunta: «Quiero decir, ¿hay alguien que de verdad vea a alguien? ¿Hay alguien que de
verdad vea al otro? Y tú, ¿me has visto a mí alguna vez? ¿Lo que se dice ver?». Patrick es un ser
desprovisto de identidad propia que intenta hacerse con una a través de la transgresión y las modas.
La exteriorización de la identidad se muestra igualmente cuando, en uno de los capítulos, el propio
Patrick alude a sí mismo en tercera persona. Intenta compensar su yo mínimo con la transgresión, con
la expansión constante de sí mismo. Intenta crearse un yo estableciendo sutiles distinciones entre
diversas marcas comerciales de productos; pero esto le confiere un sentido tan abstracto e
impersonal que no es susceptible de funcionar como genuinamente creador de individualidad, de
modo que acomete entonces la creación de una experiencia propia a través de las transgresiones.

Puede ser de utilidad aquí establecer la diferencia entre transgresión y trascendencia. La primera
implica la pura violación de unos límites. Esta violación puede ser moderada o radical, pero siempre
se produce en un mismo plano. De este modo, podemos decir que la transgresión siempre es
horizontal o plana. Por el contrario, la trascendencia supone un salto de carácter cualitativo hacia
algo distinto por completo. Lo más próximo que Patrick se halla de la trascendencia es la experiencia
cuasi religiosa que vive en el transcurso de un concierto de U2:

«De improviso, me invade esta tremenda oleada de emociones, este torrente de conocimiento que
hace latir mi corazón más aprisa y no resulta imposible creer que una cuerda invisible atada a Bono
me abarca también a mí y la audiencia desaparece y la música se atenúa, suena más suave y el único
que está en el escenario es Bono: el estadio está desierto, el resto del grupo se esfuma».

Conviene observar que esta experiencia casi trascendental se produce sin la intervención de Patrick y
que le viene impuesta desde el exterior. Él rehúsa una y otra vez la mano que Bono le extiende, pero
termina por verse obligado a aceptarla. Bono representa la gracia (pues la gracia, tal y como, de
forma tan magistral, la describe Flannery O’Connor en novelas y cuentos, se adapta sin
inconvenientes a las formas aparentemente más triviales), pero Patrick no logra retener el instante.
No queda liberado como, por ejemplo, el Fausto de Goethe, sino que vuelve al mundo con la
sensación de que la información que posee acerca de ciertas transacciones comerciales es más
importante que la comunión que se ha establecido entre él y Bono. El instante no perdura pues no hay
lugar para él en el tedio de Bateman, capaz de ahogar incluso las experiencias místicas, y lo
devuelve a la inmanencia. Lo que a Patrick le interesa es la transgresión, no la trascendencia. El
inconveniente es que la transgresión termina por no reportarle nada en absoluto y el horror deja de
provocar en él reacción alguna.

Patrick se asemeja a cuantos lo rodean, salvo por la circunstancia de que él es más extremo y parece
sufrir, en un grado mayor que los demás, bajo el azote de cierta profundidad básica. Veamos, a este
respecto, un pasaje en el que, hacia el final de la novela, el protagonista formula algo que puede
recordarnos a una filosofía:

«[...] donde había tierra y naturaleza, agua y vida, yo veía un paisaje desierto, interminable,
semejante a una especie de cráter, tan desprovisto de razón y de luz y de espíritu que la mente sería
incapaz de aprehenderlo en ningún nivel de conciencia y, si uno se le aproximase, la mente
retrocedería como un torbellino, incapaz de concebirlo. Fue una visión tan clara y tan real para mí
que me resultaba casi abstracta en su pureza. Esto era lo que yo podía comprender, así era como yo
vivía mi vida, alrededor de lo que yo construía mis movimientos, así era como yo abordaba lo
tangible. Aquélla era la geografía en tomo a la cual giraba mi realidad: a mí no se me ocurría nunca
que la gente fuese buena o que un hombre fuese capaz de cambiar o que el mundo pudiera convertirse
en un lugar mejor gracias al placer provocado por un sentimiento o por una apariencia o por un gesto,
por recibir el amor o la ternura de otro. Nada era afirmativo, el término “generosidad de espíritu”
aplicado a nada era un cliché, una especie de broma de mal gusto. El sexo es matemática. La
individualidad ha dejado de ser un problema. ¿Qué significa inteligencia? Define la razón. El deseo:
un sinsentido. El intelecto no constituye un remedio. La justicia está muerta. El temor, el reproche, la
inocencia, la compasión, la culpa, el derroche, el fracaso, la pesadumbre, eran cosas, emociones, que
todos habían dejado de sentir. La reflexión es inútil, el mundo no tiene sentimientos. La maldad es su
único signo de permanencia. Dios no vive ya. Imposible confiar en el amor. Las apariencias, las
apariencias, las apariencias eran lo único en lo que todos hallaban sentido... así era como yo veía la
civilización, un coloso con dientes...».

Dios ha muerto, el mundo no tiene sentido, la justicia no existe y la sexualidad está cuantificada,
reducida a una cuestión de número y frecuencia. Éste es el mundo de Patrick. Lo único cuya
existencia pervive es la superficie, una superficie carente de profundidad. ¿Cómo hallar sentido en
semejante mundo? La respuesta de Patrick se cifra sobre la base de someter a ese mundo a una
presión extrema, de transgredir todos los límites imaginables e inimaginables con el fin de crear
diferencias y superar la uniformidad. Bañándose en sangre y extrayendo tripas, Patrick tiene la
sensación de alcanzar la realidad: «Ésta es mi realidad. Todo lo que queda fuera de ella es como una
película que ya haya visto». A Bateman se le escapa la realidad hasta el punto de que el lector no
está seguro de qué es lo que hace realmente y qué es lo que, simplemente, se imagina, pues no existe
ningún órgano corrector fuera de su propia realidad solipsista. «Simplemente, así es como funciona
el mundo, mi mundo.» Es el mismo solipsismo que hallamos en el pensamiento existencialista
tradicional y conviene hacer notar que la novela está plagada de referencias implícitas al
pensamiento existencialista, según indica el uso de palabras como «angustia», «terror», «náusea»,
etcétera. La angustia es, de hecho, un tema central en American Psycho. En varias ocasiones, Patrick
hace alusión a una angustia, a un terror innominados. Le habla a su secretaria acerca de «algunas de
las formas que puede adoptar la angustia», sin especificarlas con mayor precisión. La profundidad
metafísica de dicha angustia es escasa. En una ocasión, sufre un ataque de angustia porque se le
ofrecen demasiadas películas entre las que elegir cuando acude al videoclub. Pese a todo, la
banalidad de la angustia no atenúa su gravedad para el que la padece. La maldad de Bateman, pues
no cabe la menor duda de que es malvado, tiene su origen, con toda probabilidad, en ese sentimiento
suyo de terror. En su brillante libro sobre la maldad, What Evil Means to Us [Lo que el mal significa
para nosotros], C. Fred Alford identifica justamente el sentimiento de terror como un rasgo
característico de ese tipo de comportamiento.

El mundo se presenta como una contingencia absoluta y todas las acciones de Patrick parecen por
completo arbitrarias. Leemos en varias ocasiones a lo largo de la novela que, en realidad, no existe
el menor motivo para hacer una cosa en lugar de otra. Todo aquello que Patrick había aprendido con
anterioridad, «los principios, las diferencias, las elecciones, las reglas de moral, el compromiso, el
conocimiento, la unidad, la súplica: todo era un error, sin un propósito definido». La corrección
política del discurso que Patrick entreteje carece de sustancia y revela el más absoluto contraste con
la vida que lleva; en una ocasión lo oímos afirmar que es fundamental propiciar la vuelta a los
valores tradicionales y recuperar la conciencia social, así como combatir el materialismo."

Tres son los capítulos que, en la novela, abordan el tema de la música, pues ésta constituye una de las
principales aficiones de Bateman. Uno de ellos trata sobre el grupo Genesis, el otro sobre la cantante
Whitney Houston y el tercero sobre Huey Lewis and the News. En otras palabras, el protagonista
tiene un gusto musical deplorable. Estos capítulos son, no obstante, interesantes, ya que las
trivialidades con que nos obsequia acerca de esta música son indicio de una profundidad y un valor
muy superiores a los que él muestra por lo general. Pongamos como ejemplo una canción de Genesis
que le resulta sobrecogedora y en la que se habla de «soledad, paranoia y alienación», pero también
de un «esperanzado humanismo». Para su vida sin sentimientos, esta música tan banal se erige en
sustituto, y así, se deshace en alabanzas a Huey Lewis por tener tantas canciones sobre el amor, en
lugar de deambular de un lado a otro como jóvenes nihilistas. Por otro lado, se emociona
profundamente con la canción de Whitney Houston, The greatest love of all [El mayor de los
amores], que, según él, está próxima a lo sublime y que, además, incluye un mensaje de capital
importancia: «Su mensaje universal atraviesa todas las fronteras y nos induce a abrigar la esperanza
de que no es demasiado tarde para que intentemos ser mejores, actuar con más amabilidad. Puesto
que en este mundo es imposible sentir empatia con los demás, siempre podemos sentirla con nosotros
mismos. Sí, es un mensaje importante, crucial, sin duda».

Ni que decir tiene que esta verborrea produce un efecto irónico en la novela pues, cuando Bateman
intenta parecer reflexivo no hace sino dejar traslucir su naturaleza anormal.

Asimismo, conviene tomar nota de una canción de Madonna, Like a prayer, que Patrick escucha
varias veces a lo largo de la novela: «life is a mystery, everyone musí stand alone» [la vida es un
misterio, todos estamos solos]. Bateman está completamente solo en el mundo, apartado de todo
contacto con los demás que le exija ir más allá de la superficialidad sin compromisos y toda su vida
es un modelo de insustancialidad. Su exilio existencial, su carencia de mundo, no sólo imposibilitan
toda relación de empatia con los demás, sino que también lo dejan vacío a él mismo:

«Yo poseía todas las características de un ser humano: carne, sangre, piel, cabello; pero mi
despersonalización había alcanzado tal intensidad, había adquirido tal profundidad, que la capacidad
normal de compasión había quedado erradicada, víctima de una aniquilación lenta y sin un fin
determinado. Simplemente, me dedicaba a imitar la realidad, una burda imitación de un ser humano.
Tan sólo un nebuloso rincón de mi cerebro seguía funcionando».

Bateman habla de su «carencia virtual de humanidad». Pero es capaz de cierta introspección, que le
revela la ausencia de sustancia que padece, aunque asegura que él no tiene el poder necesario para
alcanzar una comprensión más profunda de sí mismo. El motivo es, claro está, que no existe fondo
alguno que comprender, excepción hecha del sentimiento de tedio desesperado. Por otro lado, él
mismo sostiene que ningún análisis racional podría dar cuenta de quién es él en realidad, puesto que
«no ... hay ... ninguna ... clave».

Un aspecto relevante en el pensamiento hegeliano es el de que, tan pronto como el hombre alcanza
cierto grado de conciencia propia, siente la necesidad de forjarse una identidad. Ahora bien, existen
muchas variantes diversas de dicha identidad, aunque la más importante para nuestro objetivo es que
la ausencia de identidad es irreconciliable con una existencia llena de sentido. La perversión a la que
Bateman se entrega es su intento, frustrado sin remedio, de superar el tedio en un universo
desprovisto de sentido personal.

Ya aludí con anterioridad a la falta de auténtica estructura narrativa de que adolece American
Psycho, que no se compone más que de una serie de sucesos independientes. Esta forma refleja,
desde luego, la estructura fragmentaria de Bateman, que no halla el modo de dar cuenta de su historia
a través de un hilo narrativo sustancial. La identidad personal presupone identidad narrativa, es
decir, la capacidad de contar una historia relativamente coherente sobre uno mismo. Y Bateman
carece de esa capacidad. No tiene historia personal alguna ni participa, conscientemente, en ninguna
historia suprapersonal. Esa ausencia de auténtica historia con pasado y futuro es la responsable de
que Bateman se vea obligado a buscar su identidad en el entorno presente. Las experiencias exigen
esa dimensión narrativa pero, puesto que Bateman no dispone de historia alguna que relatar, no puede
cifrar el entorno como parte de un relato. Como tampoco le es dado ofrecer al lector más que un
torrente de información.

Por su condición de absoluta individualidad, sin Dios y sin espíritu, lo único que puede conferirle
carácter individual son los nombres de las marcas comerciales. Bateman está tan aislado, es tan
monádico, que su gusto resulta por completo impersonal. Se produce un extraño juego dialéctico
entre abstracción e individualización. Nuestro grado de individualidad es excesivo y nos lleva a
perder el sentido cultural común, lo que podríamos llamar un sentido intermedio. El único sentido al
que tenemos acceso se halla en una esfera de absoluta abstracción y queda representado por, valgan
como ejemplo, Dolce & Gabbana, Prada, Armani, Ralph Lauren, Hugo Boss, Versace, DKNY y Paul
Smith. Según observa Georg Simmel, la dependencia de la moda es indicio de la insignificancia de la
persona, que no está en disposición de individualizarse a partir de sí misma.

Aunque lejanos, nosotros somos parientes espirituales de Lovell y Bateman, pero poseemos ciertas
facultades de las que ellos carecen, a saber, la facultad de crear expresiones puramente simbólicas
para el malestar que nos produce la civilización y la de admitir la existencia de unos límites más allá
de nosotros mismos. Precisamente estas facultades pueden mantener al romántico a una distancia
prudencial de la barbarie. No creo que podamos ofrecer ninguna razón definitiva, ningún principio
que apoye el respeto de dichos límites, aunque sí aducir un fundamento de carácter pragmático: la
alternativa es peor.

Patrick Bateman es, en gran medida, un héroe existencialista clásico, tanto como lo es William
Lovell. Una premisa típica del existencialismo es la de sostener que tan sólo la existencia individual
posee valor y es capaz de crear valores. Pero, puesto que éstos quedan situados en el ámbito
exclusivo del individuo, resultan por ello arbitrarios. Desde la perspectiva existencialista, cualquier
existencia que no se afirme ante todo a sí misma y lo suyo, carecerá de valor. Y, según ya vimos tanto
en Lovell como en Bateman, esta consideración de cualquier valor desde el punto de vista de la
esfera individual no conduce sino a que todo pierda su valor y su permanencia. De lo que se colige
que, al parecer, nos hallamos ante una situación sin salida en la que no nos es dado ni buscar el
sentido que necesitamos en nosotros mismos ni tampoco fuera de nosotros como, por ejemplo, en la
moda. Sin el sentido al que aludimos, nos lanzamos en busca de todo tipo de sustitutos del sentido
fuera de nosotros mismos, por más que, en el fondo, sepamos que tales sustitutos jamás perdurarán.
Así pues, con el fin de compensar la falta de permanencia, nos entregamos a la búsqueda constante de
algo nuevo, como para mantener en marcha la falacia tanto como sea posible.

Somos mónadas de vida nómada, sujetos errantes que nunca alcanzan más allá de sí mismos, que
jamás ganan la meta de algo que nos adscriba un contenido permanente, algo que se encuentre en un
«espacio de tiempo» abierto, en palabras de Jean-François Lyotard, donde no existen identidades,
sólo transformaciones. Sin un yo sustancial, podemos deslizamos sin obstáculos por entre todo tipo
de contextos y vivir la vida como turistas permanentes. La existencia se convierte en un cóctel al que
todos estamos invitados. Zygmunt Bauman lo expresa como sigue:

«La posmodernidad es el punto en que la disolución moderna de todas la identidades enlazadas


alcanza la perfección: resulta demasiado fácil elegir una identidad, pero no lo es tanto mantenerse
fiel a dicha elección. En el momento en que la liberación vive su triunfo final, destruye el objetivo.
Cuanto más libre es la elección, tanto menos nos parece una elección. La elección carece entonces de
peso y de solidez y puede revocarse al cabo de un corto lapso de tiempo o enseguida, sin
comprometer a nadie, ni siquiera a aquel que elige. No deja la menor huella y tampoco confiere ni
derechos ni responsabilidad; y sus consecuencias pueden rechazarse o podemos desentendemos de
ellas a placer tan pronto como las sentimos molestas o dejan de satisfacernos. La libertad nos
devuelve el golpe en forma de arbitrariedad; la tan loada facultad de “poner en marcha las cosas” ha
condenado a los buscadores de identidad posmodernos a los esfuerzos de Sísifo. La posmodernidad
es un estado de arbitrariedad desde el momento en que tomamos conciencia de que es irrevocable.
Nada se presenta como imposible, menos aun como impensable. Todo cuanto es, es provisional.
Nada de cuanto ha sido está vinculado a lo que es, en tanto que lo que es, apenas si es capaz de
atrapar el futuro débilmente».

Por mi parte, no puedo decir que esté en desacuerdo con las palabras de Bauman, desde un punto de
vista puramente diagnóstico. Mi única reserva nace de su identificación de ese estado con la
posmodemidad pues, más que posmoderno, su origen es romántico. La posmodernidad hace ya
tiempo que perdió impulso como ideología, mientras que el romanticismo sigue vigente y lo que
Bauman describe como posmodernidad es un romanticismo que ha alcanzado su máximo potencial de
autodestrucción. Mientras la Ilustración enfatizaba la igualdad de todos los hombres (por ejemplo, en
lo concerniente a la razón, como pretendía Kant), el Romanticismo hacía hincapié en su desigualdad.
Esto era ya, en cierto modo, posmodernidad: centrarse en la individualidad más que en la
universalidad y en la heterogeneidad más que en la homogeneidad.

El Romanticismo sufre, no obstante, un momento de antirromanticismo implícito, que no es otro que


la clara conciencia de su propio fracaso fundamental. Por ejemplo, William Lovell no llega a
conocer la redención. En ocasiones, esta conciencia se expresa también de forma explícita como, por
ejemplo, en el extraordinario opúsculo de Novalis titulado La cristiandad y Europa, que, escrito
durante el otoño de 1799, no se publicó hasta después de su muerte. Ciertamente, Novalis defendió
aquí la grandeza de la Edad Media, con lo que ocasionó no poca polémica. Y, en efecto, en la Edad
Media reinaba una única cristiandad a la que un único interés común daba cohesión. El problema era
que la humanidad aún no estaba preparada para tal comunidad, y la unidad terminó por disolverse en
un sinnúmero de intereses individuales. Una de las citas más célebres de Novalis procede de su
novela Enrique de Ofterdingen: «¿Adonde iremos por este camino? Siempre a casa» [Wo gehn wir
denn hin? Immer nach Hause]. Resulta tentador responder a la pregunta con otra cita, de Thomas
Wolfe: «You can't go home again» [No puedes volver a casa]. Sin embargo, Novalis no supuso que
podíamos regresar a la unidad cultural de la Edad Media así, sin más; aunque sí que la vieja y la
nueva Europa podían fundirse en una tercera en la que una fe cristiana común llegase a unir a todos
los europeos. Novalis fue, a todas luces, exageradamente optimista con su augurio, pero lo más
importante para nuestro objetivo es que también Novalis, tal vez el más admirado de los románticos
de Jena, era consciente de hasta qué punto el individualismo y la visión fragmentaria del
Romanticismo eran insostenibles.

Pese a todo, Dios no se dejó resucitar. Hacia el final de una disertación titulada Fe y saber,
redactada en Jena, escribe Hegel, aunque en un contexto diferente al que nos ocupa, que «la religión
de los nuevos tiempos depende del sentimiento: el mismo Dios está muerto». Esta muerte sería
proclamada ochenta años después con mucho más fragor por Nietzsche, pero constituyó el punto de
partida para el Romanticismo de Jena. La muerte de Dios no entrega a los hombres a un mundo
unívoco, sino a un mundo en que los límites se convierten en objetos de experiencia privilegiados,
pero son límites que pueden establecerse, volverse a trazar y anularse. Ésta es, en fin, la experiencia
específicamente moderna: la de los límites y las transgresiones.

Crash: sobre el tedio, la corporeidad, la técnica y la transgresión

La película Crash, dirigida por David Cronenberg en 1996 está basada en la novela homónima
escrita en 1973 por J.G. Ballard. Esta novela, a cuyo protagonista masculino el autor bautiza con su
propio nombre, fue muy controvertida. La declaración de uno de los informes de lectura enviados a
la editorial de Ballard fue sintomática: «Este autor escapa a toda ayuda psiquiátrica posible. ¡No lo
publiquen!».

En el prefacio de su novela, Ballard sostiene que los términos de la relación entre ficción y realidad
están invirtiéndose pues, cada vez en mayor grado, nuestra existencia se desarrolla en un mundo de
ficciones (sobre todo transmitido por la televisión y la publicidad), y que la prestación auténtica de
un escritor no es, pues, descubrir una ficción, habida cuenta de que las ficciones ya existen, sino
descubrir la realidad.

¿Por qué buscamos la realidad? A decir verdad, carezco de una respuesta convincente a esta
pregunta, aunque no dejo de constatar que el hombre necesita la realidad. Crash es una obra que
aborda la relación entre realidad, tedio, técnica y transgresión. Uno de los personajes principales de
Crash, Vaughan, afirma que todas las profecías son «mezquinas y sucias». También Crash lo es. Un
rasgo característico de gran parte de las obras de Ballard es que el autor selecciona una serie de
rasgos del presente para después proyectarlos hacia un tiempo en que dichos rasgos se nos ofrecen
desarrollados antes de, finalmente, ser restituidos al tiempo presente del que fueron extraídos: «El
futuro, mejor que el pasado, nos da la clave del presente». Ballard es, ante todo, una especie de
pronosticador que, como suele suceder, también ejerce de moralista. Según él mismo lo expresa en
un artículo de 1969, utilizamos nuestra libertad moral para perseguir nuestras psicopatologías como
en un juego, y llega incluso a afirmar que lo que nuestros hijos han de temer no es tanto la muerte en
una autopista como nuestro deseo de calcular los parámetros más elegantes para su muerte. En otro
artículo del mismo año, Ballard opina: «Sin la menor duda la sociedad nazi se presenta como
extrañamente profética de nuestra propia sociedad: la misma exacerbación de la violencia y del
sensacionalismo, el mismo alfabeto de lo irracional y la misma tendencia a convertir la experiencia
en ficción». Estas declaraciones constituyen un excelente punto de partida para una comprensión
adecuada de la novela Crash.

En una entrevista de 1995, Ballard afirma:

«La gente no cree en nada. No hay nada en lo que creer hoy [...] Existe un vacío [...] lo que la gente
deseaba con más intensidad, es decir, la sociedad de consumo, se ha hecho realidad. Y, tal y como
sucede con cualquier sueño que se hace realidad, queda una obsesiva sensación de vacío. De modo
que buscan cualquier cosa, creen en cualquier extremismo. Cualquier despropósito extremista es
mejor que nada [...]. En fin, opino que hemos emprendido un sendero capaz de conducir a cualquier
tipo de locura. Creo que la sinrazón que puede surgir de todo esto no tiene límites, además de ser
muy peligrosa. Yo podría sintetizar el futuro en una sola palabra; y esa palabra es aburrido. El futuro
será muy aburrido».

En un mundo de vacío, el extremismo se perfila como una tentadora alternativa al tedio. Una premisa
subyacente del presente parece ser la de que estados extremos exigen reacciones extremas. Ballard
se aproxima a la afirmación de Nietzsche de que el hombre prefiere la nada a no querer nada en
absoluto, pues en el primer caso, al menos, se persigue un objetivo. Vienen aquí a colación los
versos de Bjornson: «pues no es la paz lo mejor / sino el hecho de desear algo».

Crash es una novela aburrida sobre personas que se aburren. Un mundo por completo objetivado y
despojado de toda cualidad no puede ser más que tedioso. Para superar este tedio, los hombres se
entregan a transgresiones cada vez más extremas, siguiendo así el modelo de existencia romántico
que antes expuse.

La película Crash se estrenó el año 1996 en el festival de Cannes, donde mereció el premio especial
del jurado «por su originalidad, su osadía y su audacia». Los términos del debate desencadenado en
torno al largometraje podían dar la impresión de que éste trasladaba a la gran pantalla una suerte de
apología del sexo y la violencia. Y bien es verdad que no son muchos más los ingredientes de la
película pero, si observamos con atención su contenido, comprendemos que su interpretación no es
en modo alguno inmediata. No aparece ninguno de los efectos que cabría esperar: no asistimos a
explosiones de vehículos ni a colisiones vistas a cámara lenta. Pese a todo, Crash es sin duda una
película muy desagradable a la que no podemos acusar de querer ganarse al gran público. De hecho,
carece precisamente de cuantas características se consideran necesarias para dar origen a un éxito de
taquilla. Lo frío y lo metálico nos dan la bienvenida ya en los créditos, que aparecen en grandes y
fríos caracteres plateados sobre un fondo azul metalizado; y los tonos metálicos de la banda sonora
compuesta por Howard Shores se adaptan perfectamente a las imágenes en su minimización extrema
sin una sola canción de música pop. Aquellos que intentan interiorizar la película experimentan una
apertura a la reflexión a la luz de valores que no sólo no podemos aceptar sino que, de forma casi
imperativa, hemos de rechazar. Sin embargo, es posible que la mayoría de nosotros sienta cierta
fascinación por lo que se representa en la pantalla. Los personajes reaccionan, sin duda, de un modo
que nos es, en general, ajeno y execrable, aunque, bien mirado, no totalmente ajeno. Las
psicopatologías descritas en Crash son, en cierta medida, las nuestras, sólo que llevadas a sus
últimas consecuencias. Cuando veo una carrera de Fórmula Uno, lo hago con la esperanza de asistir a
una colisión entre vehículos pues, de lo contrario, la Fórmula Uno carecería por completo de interés
para mí. Y cuando paso ante el lugar de un accidente, aminoro la marcha con la esperanza de ver
mejor tanto los restos del vehículo accidentado como a los posibles heridos, etcétera. En este
sentido, no puedo decir que yo sea muy distinto de la mayoría de las demás personas. Ahora bien,
algunas personas experimentan una fascinación extrema por las colisiones entre vehículos; y en el
caso de los personajes de Crash, esta atracción se ha llevado a sus últimas consecuencias. En tanto
que nosotros, las personas «normales», adquirimos mayor conciencia de nuestra vulnerabilidad
corporal (y, al mismo tiempo, de la proximidad de lo real) cuando pasamos cerca de un accidente de
tráfico, los personajes de Crash provocan este tipo de espectáculo para experimentar un
acercamiento a la realidad, a sí mismos y a los demás.

Lo que más nos repele de Crash es, justamente, que carece del sentimentalismo explícito que
caracteriza a la mayoría de las películas. Aquí, la mutilación y la muerte tienen como consecuencia la
excitación sexual, en lugar del habitual sentimiento de dolor. Las relaciones sexuales son frías y
llenas de tecnicismo, como el vaivén del pistón de un motor, sin que hallemos el menor rastro de la
ternura que esperamos. En consonancia con ello, apenas si se alude a la sexualidad más que en
términos clínicos como, por ejemplo, cuando Catherine, en pleno acto sexual con James, hace
referencia al «pene» y al «recto» de Vaughan. Todos los personajes se hallan perdidos en la vida y
utilizan la sexualidad como una zona en la que confían en poder encontrarse a sí mismos de nuevo o,
al menos, así lo esperan. Y no es, en este punto, del todo desacertada la observación de Cronenberg
dado que, en particular a causa del psicoanálisis, se nos ha adoctrinado en la creencia de que la
sexualidad encierra el núcleo de nuestra personalidad y los más hondos secretos de nuestro yo.
Cronenberg se indigna ante la sexualidad moderna. Cualquiera que pueda hacer abstracción de la
mezcla de esperma, sangre y lubricante de motor que fluye entre carrocerías distorsionadas verá que
Cronenberg es un moralista y que, en su película, no ha hecho sino cifrar una crítica radical a la
civilización. En realidad, no tengo mayores objeciones que oponer a tal moralismo: allí donde se
detiene la ética, han de tomar el relevo el moralismo o el estetismo. Pese a todo, sería un error de
interpretación exigir una postura de distanciamiento de índole moral en la película. En efecto, la
dimensión moral se establece de forma indirecta. En el universo de la película, no existe posibilidad
alguna para la actitud ética, en el sentido kierkegaardiano sino, en principio, sólo para una postura
estética y quizá también religiosa.

Esta película no contiene ninguna intriga digna de mención y un pequeño resumen de la «acción»
lineal ocuparía, ciertamente, muy poco espacio. Comienza con una escena en que Catherine Ballard
coloca su pecho contra la fría ala de un avión, en el interior de un hangar; su compañero la penetra
por detrás, sin que sus miradas se crucen una sola vez. En la siguiente escena, James vuelve a
aparecer penetrando a la fotógrafa por detrás, ahora en un balcón, siempre sin mirarse, mientras que
ambos contemplan los coches que cruzan la autovía al tiempo que se cuentan sus aventuras eróticas.
Catherine pregunta si la joven reportera gráfica alcanzó el orgasmo, a lo que James responde con una
negativa. Catherine responde entonces: «Quizá la próxima vez». Esta réplica se repetirá al final de la
película, en boca de James, e irá adquiriendo un gran significado añadido a lo largo del filme. Es
relevante la ausencia total de miradas que se encuentran, como si los personajes estuviesen
completamente aislados los unos de los otros. El matrimonio de James y Catherine se reduce al sexo;
pero ni siquiera éste es demasiado satisfactorio. Ambos padecen un claro taedium sexualitatis y se
aburren mortalmente en su promiscuidad. Tal y como James afirma en la novela: «Pensaba en mis
últimos orgasmos forzados con Catherine, en el semen indolente que mi pelvis agotada apremiaba
hacia el interior de su vagina». Por añadidura, alude a su vida sexual como «casi abstracta por
completo», tan sólo sustentada por juegos de fantasías eróticas y de perversión.

Un buen día, James pierde el control sobre su coche mientras conduce por la autovía, derrapa hasta
el carril contrario y sufre un choque frontal con la doctora Helen Remington y su esposo. El hombre
sale despedido del vehículo y aterriza en el coche de James a través de su luna delantera. Los coches
se incrustan el uno en el otro cual prolongación de los órganos sexuales de James y Helen. Éstos se
miran a los ojos y alcanzan así una intimidad mucho más honda que la hasta el momento
experimentada por ninguno de los personajes de la película. Cuando James despierta en el hospital,
pregunta, ante todo, por el coche. Dice que el accidente fue como un «alivio», que le produjo la
misma sensación que experimenta tras una eyaculación. En la cama del hospital, Catherine lo
masturba mientras le describe el aspecto y el olor del coche tras el siniestro. De este modo, el
vehículo se convierte en la principal zona erógena. James va en busca del coche, se sienta en su
interior y se encuentra con Helen, que ha acudido al lugar por el mismo motivo. Después, James se
compra un coche, del mismo modelo que el anterior, en el que ambos hacen el amor movidos por el
deseo de revivir la colisión. A raíz del accidente, ambos han visto con claridad las posibilidades de
nuevas formas eróticas y se entregan a la reflexión en tomo a las relaciones entre sexo y riesgo. La
colisión los ha cambiado de forma sustancial; tanto es así que, en el caso de Helen, no podrá, a partir
de entonces, llegar al orgasmo más que en el interior de un coche.

Helen pone a James en contacto con Vaughan, sumo sacerdote de una secta minoritaria que adora la
combinación de sexo y accidentes de coches. De forma metódica, Vaughan da cuenta de todas las
variantes posibles de colisiones, con la intención de que se lleven a cabo. Siente un deseo
irrefrenable por conducir coches que han estado involucrados en accidentes célebres, como el Facel
Vega de Albert Camus o el Rover 3500 de Grace Kelly. Aunque por ahora debe darse por satisfecho
con un Lincoln 1963 cabriolé, el mismo modelo que aquel en que fue asesinado el presidente
Kennedy. Cierto que la muerte de John F. Kennedy no puede llamarse un accidente, pero hay, pese a
todo, el aura de una persona muerta en un vehículo. Vaughan pretende transmitir el aura de accidentes
anteriores a su propia existencia, vacía de contenido. Lo vemos, pues, junto con su ayudante
Seagrave, cuando se dispone a revivir el accidente mortal sufrido por James Dean el 30 de
septiembre de 1955 en California. Para ello, se ha procurado una copia de Little Bastara, el Porsche
550 de James Dean. Vaughan y Seagrave planean, asimismo, reproducir el accidente que, en 1967, le
costó la vida a Jane Mansfield, aventura que Seagrave emprenderá más tarde en solitario, y en la que
hallará su muerte.

Vaughan explica al principio que su proyecto tiene por objeto investigar «la remodelación del cuerpo
humano gracias a la tecnología»; más tarde, no obstante, se retracta de tal descripción por
considerarla superficial y rectifica: «Un accidente de coche es un suceso más fecundo que
destructivo». Y es fecundo en la medida en que libera una cantidad ingente de energía sexual. Ahora
bien, la cuestión es si estas dos descripciones de su proyecto difieren sustancialmente la una de la
otra. La colisión es necesaria dado que la sexualidad «normal» se ha convertido en insuficiente y
tediosa. El cuerpo humano no es ya capaz de satisfacerse a sí mismo, por lo que debe recurrir a la
técnica para llegar al clímax. Esto es algo que podemos observar en la actualidad pues, por más que
la sexualidad siempre haya comportado algún elemento procedente de la técnica, es innegable que el
teléfono o Internet, por no mencionar el vídeo, constituyen hoy un componente central de la vida
sexual de muchas personas. Cabe aquí mencionar la tecnología química, un ámbito en el que el
«milagroso» Viagra, por ejemplo, ha gozado, desde que se aprobara su comercialización en la
primavera de 1998, de una admiración con la que algunas grandes estrellas del espectáculo apenas si
pueden soñar. En realidad, es un error común el suponer que la técnica constituye un aspecto externo
con respecto a nosotros mismos, que la técnica y el individuo pueden disociarse. Y se trata de una
suposición errónea, en parte, por el simple hecho de que el propio cuerpo humano es técnico y, en
cierto modo, funciona como una máquina con capacidad para el aprendizaje constante de nuevas
técnicas. Ahora bien, aunque pasemos por alto esta realidad y nos centremos en el objeto técnico, es
evidente que no podemos considerarlo como un simple instrumento. La relación del hombre con un
objeto técnico no es del todo equiparable a la existente entre fin y medio, puesto que el objeto
técnico constituye una prolongación inmediata de nosotros mismos. El hombre, el objeto técnico y el
entorno conforman un continuo. Y nosotros nos relacionamos con el mundo y con nosotros mismos de
forma inmediata a través del objeto técnico.

El continuo hombre-objeto / técnico-medio entraña un problema: se ha producido en él un


desplazamiento que ha puesto el acento en el centro, como si la polaridad entre el hombre y el mundo
se hubiese reducido. Esta falta de polaridad es también característica del tedio. La existencia de la
otredad sólo es posible en la medida en que existe una individualidad y viceversa. Si la polaridad
desaparece, todo resultará idéntico, indiferente e inmanente. La técnica y el tedio están, pues, ligados
y parecen fortalecerse mutuamente. La técnica ha llegado a ocupar una parte destacable de nuestra
relación con el mundo.

El hombre es un ser portador de prótesis. Precisamente el coche se ha revelado en el siglo xx como


un órgano artificial, como la prolongación de un cuerpo limitado; y recordemos que, en la actualidad,
hay más de quinientos millones de turismos privados sobre la faz de la tierra. La relación entre
técnica, prótesis y muerte es ciertamente singular. Una prótesis es siempre indicio de la dimensión
mortal del hombre, no por su condición de artefacto nacido de la técnica, pues las categorías técnicas
jamás consienten la comprensión de la muerte, sino en razón del límite marcado entre la prótesis y el
cuerpo. En efecto, la prótesis evidencia la finitud fundamental del ser humano y de ahí nuestro
esfuerzo por ocultar las prótesis más habituales, tales como las piernas ortopédicas o los audífonos,
es decir, aquellas prótesis que sustituyen de forma directa una función del cuerpo. En Crash, sin
embargo, donde la muerte es el objetivo, las prótesis se ostentan al máximo, con el fin de hacer
patente la propia dimensión mortal.

El antropocentrismo generó el tedio y, en el momento en que el tecnocentrismo vino a sustituirlo, el


tedio se agudizó más aún. La técnica equivale a la desmaterialización de un mundo en que las cosas
se diluyen en pura funcionalidad. Ya hace tiempo que pasamos el estadio en que podíamos seguir los
avances de la técnica, en cambio ahora vamos muy por detrás, lo que quizá resulte especialmente
manifiesto en las tecnologías de la información, donde tanto las máquinas como los programas
quedan por completo anticuados mucho antes de que la mayoría de los usuarios haya aprendido a
manejarlos. Crash describe un universo en el que lo técnico ha invadido el mundo en su totalidad. No
hay profundidad en esta película, como tampoco hallamos ningún desdoblamiento de la realidad:
todo es exactamente lo que es y nada más. Me apresuraré, no obstante, a añadir que afirmar que todo
es exactamente lo que es y nada más induce al mayor de los equívocos, en la medida en que puede
llevar a pensar que los objetos poseen una entidad cuando eso es, de hecho, lo que les falta. Las
cosas han dejado aquí de tener contenido alguno; todo es algo distinto de sí mismo o, lo que es lo
mismo, las cosas adquieren identidad a través de otras cosas, a saber, los valores simbólicos. Como
ya se ha mencionado en varias ocasiones: la qualitas de las cosas ha ido a parar al gran basurero de
la historia. En una cultura definida por la mera funcionalidad y por la eficacia, termina por imperar el
tedio, pues la cualidad del mundo desaparece en la pantransparencia, en una transparencia que todo
lo abarca. En una cultura de estas características, las experiencias de sexo y droga (o, ¿por qué no?,
la desaparición en la nebulosa de las nuevas religiones) se erigen en alternativas seductoras por su
aparente capacidad de sacarnos del tedioso y lamentable día a día para conducirnos a la superación
de lo banal. Lo triste es que estos excesos jamás logran satisfacer el deseo del que nacen.

Por otro lado, hay un momento en que Cronenberg afirma que la sexualidad es, en origen, un hecho
biológico, pero que hemos dejado de saber qué es exactamente. En Crash, la plenitud de la
sexualidad es la muerte. Los personajes no huyen de su propia mortalidad; antes al contrario, la
abrazan como si fuese lo único que pudiese conferir a sus vidas una apariencia de sentido. A través
de la muerte, del aniquilamiento final de sí mismo, el yo consigue, por fin, individualizarse. En
consonancia con el tradicional dualismo cartesiano, la identidad del cuerpo carecerá en cierto
sentido de importancia, pues la identidad afecta, según su concepción y de forma primordial, al alma,
no al cuerpo. Pero, cuando el cuerpo es aquello con lo que debemos identificamos, la cuestión de la
identidad del cuerpo queda en la mayor precariedad. Hemos abandonado la búsqueda en nuestro
interior, pues no hayamos allí gran cosa; de ahí que nos apliquemos ahora a buscar en el exterior,
actitud que, según Karl Jaspers sostiene, es característica del «moderno nihilismo medio». En el
universo de la película, el yo sólo puede basarse en el cuerpo pero, al mismo tiempo, el cuerpo
resulta insuficiente y debe entonces ver suplidas sus carencias con ayuda de la técnica. En última
instancia, el yo no puede transmitirse a sí mismo más que a través de la técnica. Pero esa técnica
conduce, a su vez, a la muerte, por lo que la aproximación al yo resulta paradójica al convertirse, de
hecho, en una aproximación al aniquilamiento final del yo mismo, tal y como Karl Kraus describe de
forma tan acertada: «La auténtica proeza de la técnica es que, ciertamente, aniquila aquello por lo
que nos compensa».

En la última escena de la película, James utiliza el coche siniestrado de Vaughan para obligar a
Catherine a salirse de la carretera. Después, gatea bajo la carrocería hasta el interior del vehículo
para tenderse junto a ella; pero Catherine está viva. «Quizá la próxima vez», oímos decir a James,
«quizá la próxima vez.» Ésta es la última réplica de la película, pero ¿qué es lo que tal vez suceda la
próxima vez? A la luz de lo acontecido en la primera escena entre James y Catherine, sería lógico
interpretar la alusión al orgasmo. Pero, a la luz de la última escena como un todo, es lógico pensar en
la muerte. Y la clave podría estar precisamente en el hecho de que, en el universo de la película, el
orgasmo y la muerte están íntimamente unidos. De hecho, la tradición describe el orgasmo como una
«pequeña muerte» y, en palabras de Shakespeare, «El deseo es la muerte». Georges Bataille alude de
forma explícita a la conexión entre erotismo y muerte:

«Si la unión de los dos amantes es un efecto de la pasión, entonces pide muerte, pide para sí el deseo
de matar o de suicidarse. Lo que designa a la pasión es un halo de muerte. Por debajo de esa
violencia -a la que responde el sentimiento de una continua violación de la individualidad
discontinua-, comienza el terreno del hábito y del egoísmo a dos; esto significa una nueva forma de
discontinuidad. Es sólo en la violación -a la altura de la muerte- del asilamiento individual donde
aparece esa imagen del ser amado que tiene para el amante el sentido de lo que es».

Puede ser el uno o el otro el que muera. La combinación de muerte y deseo halla una expresión
excéntrica en Heinrich von Kleist, cuya Pentesilea, en su enajenación, simplemente confunde ambos
extremos y llega a cortarle la cabeza a Aquiles, y declara:

Fue, pues, una confusión. El beso y la dentellada, se asemejan tanto que, el que ama profundamente,
bien puede tomar lo uno por lo otro.

Kierkegaard asegura en sus diarios: «Sabido es que hay insectos que mueren en el momento mismo
de la cópula; y así sucede, en general, con todo gozo, con el más alto y profundo momento de placer
en la vida: la muerte es su guía». Foucault lo formula como sigue en una de sus últimas entrevistas:

«Creo que tengo graves dificultades para experimentar placer. Y creo que el placer es un
comportamiento difícil. De hecho, no es sólo disfrutar del propio yo. Y he de admitir que ése es mi
sueño. Deseo y espero morir de una sobredosis de placer de cualquier índole. Porque, a mi juicio,
esto no es fácil y siempre tengo la sensación de que no siento el placer, el placer completo y total
que, para mí, guarda relación con la muerte».

Es difícil ver en el placer completo y total algo distinto de un sucedáneo de Dios, y tanto el primero
como el segundo hallan su resolución en la muerte.

No cabe duda de que James y Catherine abrigan sentimientos el uno por el otro, pero no lo es menos
que se han convertido en extraños. Todo se ha despersonalizado. Cuando Catherine acaricia las
heridas y cicatrices con que el accidente ha marcado a James, no es tanto la expresión de una
fascinación mórbida por el deterioro de su cuerpo como un intento de aproximación a aquello que es
único en él. Y, al igual que Catherine toca sus cicatrices tras el accidente, también James acaricia los
hematomas que ella sufrió tras haber mantenido relaciones sexuales con Vaughan, como si éstos
fuesen lo más íntimo de una piel, por lo general, perfecta y lisa. Tal y como se nos dice en la novela:
«Estas desfiguraciones ponían de relieve los elementos de su belleza real». En Crash, las cicatrices
constituyen los trofeos con que se premian los accidentes vividos. En un mundo plano habitado por
cuerpos igualmente planos y maquinales, lo único capaz de conferir individualidad a un cuerpo (y a
una máquina) son las cicatrices. A lo largo de los años noventa, asistimos a la expansión de la
práctica del piercing y la aplicación de tatuajes (por parte de los más moderados), y de quemaduras,
cicatrices decorativas e incluso disección de miembros del cuerpo (por parte de los más extremos).
Este fenómeno debe interpretarse como un intento de individualizar el cuerpo pero, teniendo en
cuenta que se convirtió en una tendencia marcada por la moda, no cabe pensar que haya funcionado
como elemento portador de individualidad para aquellos que han sometido sus cuerpos a tales
modificaciones. De hecho, yo comprendo a quienes, en estado de grave desequilibrio mental,
practican cortes en su propio cuerpo movidos por la mayor desesperación y por la necesidad
imperiosa de conferir a su propio yo un exterior. Esta individualización parece afectar también a la
técnica. En efecto, una sacudida de placer recorre el cuerpo de Gabrielle, amiga de Vaughan, cuando
sus férulas de metal rasgan y perforan los asientos de piel de un Mercedes cabriolé. La
desintegración, que no es sino lo antagónico del perfeccionismo funcionalista de la tecnología, se
convierte en fuente de éxtasis. Por otro lado, vemos que la secta de Vaughan es, ciertamente,
subversiva en relación con la técnica y que constituye una contracultura opuesta a la plana
superficialidad de la técnica. La destrucción, ya sea de un cuerpo o de una máquina, da origen a una
grieta en la hiperrealidad y, con ello, a la apertura a un espacio situado fuera. En un pasaje de la
novela, James afirma: «La colisión fue la única experiencia real vivida en años». Destruir algo o a
alguien es un modo de afirmar la existencia del objeto.

Cuando se produce una colisión entre vehículos, el orden del tráfico se ve perturbado y un instante de
materialidad desnuda se evidencia: como si el colapso de la técnica nos aproximase a la realidad. La
afirmación de T.S. Eliot de que «el género humano no puede soportar demasiada realidad» es, en
verdad, correcta; sin embargo, tampoco somos capaces de soportar demasiado poca realidad. Al
exponernos a un peligro extremo, abrigamos la esperanza de alcanzar algo real. Todos los cuerpos
que aparecen en Crash son totalmente extraños a sí mismos y sólo las cicatrices y las heridas
permiten la reconquista del cuerpo como algo propio. En cualquier caso, puede conducir a error
hablar de extrañamiento en el contexto de Crash pues, ¿en relación a qué se produciría dicho
extrañamiento? En efecto, para hablar de extrañamiento es preciso explicitar aquello con respecto a
lo cual nos convertimos en extraños. ¿Se trata de los vestigios de algo perdido? En tal caso,
deberíamos pensar en la ternura que percibimos entre James y Catherine en la última escena.

Los personajes de la película no están, en modo alguno, muertos desde un punto de vista emocional
pues, de ser así, tampoco los accidentes habrían despertado en ellos el menor interés. Digamos, más
bien, que no están en disposición de alcanzarse a sí mismos en el plano emocional más que a través
de la estetificación del dolor. Todos los personajes han experimentado la pérdida de sí mismos y de
los demás; con los accidentes y los excesos sexuales no pretenden sino el reencuentro consigo
mismos y con los otros. Esto se hace patente en la escena final de la película, que no existe en la
novela. Crash transmite, en última instancia, un mensaje optimista, puesto que presenta como posible
la recuperación del sentido. James y Catherine tienen fe en la posibilidad de reencontrarse, por más
que esta empresa exija, en cierto modo, el redescubrimiento mutuo, que el reencuentro se produzca a
través de nuevas prácticas.

Crash trata también en gran medida sobre la extralimitación o la transgresión. Ésta es el movimiento
hacia un punto, un límite, que pone de manifiesto nuevos límites susceptibles, a su vez, de
transgresión posible o necesaria. El límite último, el que no puede sobrepasarse, es Dios o lo
absoluto. En Crash, la muerte o el orgasmo adquieren el estatus de lo absoluto, cuyo límite es
imposible de sobrepasar. El cuerpo es la línea divisoria. Ya no se busca lo infinito, sino lo finito, no
a Dios, sino un cuerpo, cuya frontera con la muerte y el orgasmo se convierte en lo sagrado
inmanente, en tanto que lo absoluto trascendente queda relegado a la historia.

La muerte de uno mismo jamás podrá ser un objeto claro para la conciencia y no es, por ende,
susceptible de representar nada distinto de la trascendencia en un mundo en que la inmanencia es
total y el exterior ha quedado anulado por completo. En un mundo de inmanencia, no hay lugar para
nada nuevo y no cabe en él más que intentar mantener, o acaso potenciar un sentido ya existente. Un
medio para conseguirlo es la reproducción: se atribuye una carga tal de sentido a los sucesos
individuales, que su reproducción adquiere la capacidad de transmitir dicho sentido a aquel que la
lleva a cabo. Y ésa es la razón por la que Vaughan escenifica accidentes mortales clásicos.

El tedio se define, en primer término, en virtud del presente, o mejor: el tedio no posee ni pasado ni
futuro, en tanto que la melancolía se caracteriza por la añoranza de un tiempo pasado (o posiblemente
de un futuro que esperamos se produzca). Parafraseando a Kierkegaard, podemos decir que el
melancólico es aquel que vive en la rememoración, es decir, alguien que reproduce retrocediendo,
mientras que la verdadera reproducción tiene lugar hacia delante. La reproducción no es, en ninguna
de estas dos direcciones, aplicable al tedio que, en sí, es sólo repetición, no reproducción. El tedio
es inmanencia pura, mientras que la auténtica reproducción es trascendencia. Trascendencia que
conduce a la felicidad, según sostiene Kierkegaard en La repetición, En uno de sus apotegmas afirma
que o bien la reproducción es imposible, o la vida se descompone en material vacío, sin contenido.
Observamos en Crash un intento de utilizar la reproducción para superar el tedio. La cuestión es si
esta empresa es viable.

Las acciones de James tal vez deban entenderse a la luz de un concepto de suspensión teleológica de
lo ético, si seguimos en la línea de Kierkegaard. Esto implica que la ética queda postergada en aras
de un objetivo más elevado. En este estado de cosas, ¿no serían las acciones de James una especie de
prolongación perversa de la voluntad de Abraham por sacrificar a Isaac, y el intento de James de
hacer colisionar el coche de Catherine obligándolo a salirse de la carretera, no debería interpretarse
como consecuencia de una fe verdadera en que este accidente no tendría como resultado su muerte,
sino la recuperación de lo inmediato entre ambos?

Allí donde la novela de Ballard parece conducir a la concepción de que la reproducción es


imposible, la película de Cronenberg resulta optimista, en la medida en que desemboca en el aserto
de que la reproducción es posible, de que James y Catherine pueden experimentar el reencuentro.
Cronenberg afirma con su interpretación fílmica que lo inmediato, que en su obra es la intimidad
entre James y Catherine, es susceptible de reproducción. Cuando ésta es lo único capaz de crear la
trascendencia y puesto que, según afirma la película, la reproducción es posible, se afirma también,
en consecuencia, que la trascendencia lo es. Ahora bien, ¿no resulta esta trascendencia algo
artificiosa? ¿No debería concluir Crash con las mismas palabras que American Psycho, a saber,
«Esto no es una salida», en lugar de su final: «Quizá la próxima vez»?

El tedio implica siempre la conciencia de estar prisionero, ya sea de una situación particular, ya del
mundo en general. Cualquier intento de romper con el tedio de forma radical resulta vano, por cuanto
que todo intento de esta naturaleza estará enmarcado en una totalidad de tedio. Una afección no puede
modificarse mediante un acto de voluntad, sino sólo en virtud de su sustitución por otra afección. Sin
embargo, no queda a nuestro arbitrio elegir una determinada afección, como se desprende de forma
manifiesta de la novela de Ballard, aunque no de la película de Cronenberg, que se presenta como
mucho más optimista que el libro. ¿No es la trascendencia aludida algo estático, como una afirmación
o una posibilidad puramente lógica? ¿No es evidente que todos los personajes de Crash conducen a
toda velocidad en dirección a un callejón sin salida, cuando lo que deberían hacer es sentarse a
esperar un instante que, con total probabilidad, jamás ha de venir?

Samuel Beckett y la imposibilidad del sentido individual

En el comentado, pero no muy leído ensayo de Karl Rosenkranz Estética de lo feo, escrito en 1853,
hallamos una concepción que constituye un claro precedente de la obra de Samuel Beckett.
Rosenkranz alude al tedio como algo feo, afirmación que merece, cuando menos, el calificativo de
banal; sin embargo, el filósofo alemán expresa igualmente la sorprendente opinión de que lo tedioso
contiene una apertura a lo cómico:

«Lo tedioso es feo, o mejor: la fealdad de lo muerto, del vacío tautológico, despierta en nosotros un
sentimiento de tedio. Lo hermoso nos mueve a olvidar el tiempo, puesto que, en tanto que algo eterno
y auto-suficiente, también nos transporta a la eternidad y, por así decirlo, nos llena de felicidad. Pero
cuando el vacío de una concepción de la vida adquiere tal magnitud que nos apercibimos del tiempo
como tal, notamos la falta de contenido del tiempo puro; y ese sentimiento es el tedio. El tedio no es
cómico en sí mismo, pero cuando lo tautológico y lo tedioso se producen en la forma de parodia de sí
mismo o de ironía, surge un punto de retomo hacia lo cómico».

¿No es esto, en efecto, lo que Beckett exploró de forma tan magistral? El vocablo «tedio» no aparece
como tal con una frecuencia notable en su obra literaria. No obstante, hallamos una discusión acerca
del tedio en su ensayo titulado Proust, escrito bajo la intensa influencia de Schopenhauer. El escritor
suizo considera aquí la determinación fundamental de la existencia como un movimiento pendular
entre el sufrimiento y el tedio. Ahora bien, pese a que el término «tedio» no aparece utilizado con
profusión digna de mención en sus obras literarias, tampoco sería especialmente controvertido
afirmar que en ellas se aborda el tema del tedio. Gran parte de la obra de Beckett se presta a ser
descrita como una comedia del tedio, como se pone de relieve muy especialmente en Esperando a
Godot. Puesto que esta obra dramática es, con toda probabilidad, de sobra conocida para un buen
número de lectores, me concentraré aquí en otros textos. Asimismo, quisiera hacer notar que no
pretendo detenerme tanto en la comicidad del tedio en la concepción de Beckett como en la
condición global del tedio, a saber, la imposibilidad del sentido personal.

En el ensayo dedicado a Proust, que Beckett escribió cuando contaba algo más de veinte años, se nos
dice:

«La amistad es un artificio social como lo es el relleno de sillones o la clasificación de la basura; no


tiene significación espiritual alguna. Para el artista, que no se mantiene de superficialidades, el
rechazo de toda amistad no es sólo algo razonable, sino una necesidad. Pues la única renovación
espiritual posible se halla en la profundidad. La pulsación artística no va en el sentido de la
expansión, sino en el de la contracción. El arte es la apoteosis de la soledad. No hay comunicación
posible porque no hay medio alguno para comunicarse. Incluso en las raras ocasiones en que sucede
que la palabra o el gesto constituyen expresiones correspondientes a la personalidad, éstos pierden
toda significación, como si tuviesen que atravesar el telón móvil de una catarata antes de alcanzar la
personalidad opuesta. Bien hablamos y actuamos por nosotros mismos y, en tal caso, nuestro discurso
y nuestros actos se ven deformados y vaciados de su sentido por una inteligencia distinta de la
nuestra, o bien hablamos y actuamos en nombre de otro y, en este caso, nuestro discurso y nuestros
actos no son más que mentiras».

Beckett eligió la deformación, es decir, el arte. La oposición que Beckett diseña aquí entre
aislamiento sincero y mendaz socialización, por una parte, y la inevitable falta de comunicación en
ambos casos, por la otra, puede considerarse como determinante de toda su obra literaria. Según
afirma más abajo: «Estamos solos. No podemos conocer, como tampoco ser conocidos». Todo gesto
dirigido al exterior con la intención de unificar resulta vano. Pero (pues existe aquí un «pero») hemos
de continuar igualmente, con la fútil esperanza de lograr la superación del propio yo, que, en grado
creciente, se descompone.
«Esta voz que habla consciente de su falsedad, indiferente a lo que dice, demasiado vieja quizá, y
demasiado humillada para poder, en fin, pronunciar las palabras que la harían callar, sabiéndose
inútil, para nada, que no se escucha a sí misma, atenta sólo al silencio que ella misma rompe y que tal
vez un día le traiga el largo suspiro claro de la llegada y la despedida, esa voz, digo, ¿acaso existe?
[...] De mí procede, me llena, a mis paredes dirige su grito, no es mía, ni puedo detenerla, no puedo
impedirle que me desgarre en mil pedazos, que me atormente, que me acose. No es mía, no, yo no
tengo ninguna, yo no tengo voz y puedo hablar, eso es cuanto sé, ése es el núcleo en tomo al cual he
de girar, aquello acerca de lo que debo hablar, con esta voz que no es mía...»

«He de hablar, por más que no tenga nada que decir, nada más que las palabras de otro.» Una
premisa fundamental de la obra de Beckett es precisamente que pronunciar una palabra es pronunciar
la palabra de otro. «Palabras, palabras, la mía [mi vida] nunca fue más que esto.» Las palabras de
otros nos crean; no nos queda otra opción. Sin embargo, ni siquiera nos es dado reproducir las
palabras de otro pues, cada vez que lo intentamos, éstas se deforman y se alejan más y más de su
punto de partida. Y ésa es la razón por la que, en los textos de Beckett, las citas suelen ser falsas; la
lengua no sirve ni para citar.

«Mientras las palabras salgan nada cambiará, ahí están las viejas palabras sueltas aún. Hablar, no
hay más, hablar, vaciarse, aquí como siempre, no hay más. Pero las palabras se agotan, es verdad,
esto cambia todo, salen mal, malo, malo.»

Todo sentido consiste en copias siempre más pálidas de sentidos anteriores. Lo único cierto es que
«las palabras nos traicionan».

«Toda la vida las mismas preguntas, las mismas respuestas.» «¡Ah, las preguntas de siempre, las
respuestas de siempre, son las mejores!» Éste es el material de que consta la obra de Beckett: viejas
preguntas y viejas respuestas; y ni siquiera eso. Reconocemos aquí un tono que nos resulta familiar,
pues resuena en el Eclesiastés pero, tal y como se nos dice en Malone muere: «[...] las ideas se
parecen de forma extraordinaria unas a otras cuando nos hemos familiarizado con ellas». El
pensamiento de Beckett no es, por tanto, especialmente innovador en este sentido. En todo caso, lo
innovador de su pensamiento sería el hecho de que él no cree en absoluto en ninguna de las
respuestas, salvo en la circunstancia de que parecen haber funcionado muy mal. Como advierte en
Proust, se trata de «el único paraíso que no es el sueño de un loco». Existe un parentesco entre el
propio Beckett y el artista loco del que habla Hamm en Fin de partida:

«Conocí a un loco que creía que había llegado el fin del mundo. Pintaba. Lo apreciaba. Solía ir a
visitarlo al manicomio. Lo cogía de la mano y lo conducía hasta la ventana. ¡Mira! ¡Allí! ¡Cómo
crece el trigo! ¡Y allí! ¡Mira! ¡Las velas de los pescadores! ¡Qué belleza! Se desasía de mi mano y
regresaba a su rincón. Horrorizado. Sólo había visto cenizas».

Beckett toma el fin del mundo por anticipado, pero esta distopía tampoco tiene nada de original.

«Decir es inventar. En falso, como es de ley. No inventamos nada, creemos que inventamos, que
escapamos, no hacemos más que balbucir la lección aprendida, briznas de una cartilla aprendida y
olvidada...»
«Sólo lo que ha sido dicho existe. Fuera de lo dicho, no hay nada.» Vivimos en las palabras, a través
de ellas, creados por ellas, por las palabras de otros. Las palabras no son nunca nuestras; nunca
llegaremos a ser nosotros mismos mientras las palabras no enmudezcan pero, entonces, también
nosotros enmudeceremos. «¿De dónde vienen estas palabras que surgen de mi boca; y qué
significan?» «Me veo obligado a hablar. Jamás callaré. Jamás». La lengua es una costumbre de la que
no logramos deshacemos, por más que no haya «nada que decir». «Empleo las palabras que me has
enseñado. Si ya no significan nada, enséñame otras. O deja que me calle.» En la medida en que la
lengua es portadora de sentido, lo que expresa es el sentido de otros. «Qué importa quién hable,
alguien ha dicho qué importa quien hable». Pero resulta que es decisivo quién habla, pues es
decisivo que no soy yo quien habla, cuando hablo. «Esas voces son suyas, son como un ruido de
cadenas en mi cabeza.»

Ya definimos el tedio moderno con anterioridad a través del concepto de ausencia de sentido
personal. En el caso de Beckett, esta ausencia es total. Su «teoría del sentido» es, en esencia, como
sigue: el sentido personal no existe y todo otro sentido palidece de forma progresiva hasta quedar
reducido a nada. ¿Qué resta, pues, por hacer, salvo esperar o confiar en la llegada de un nuevo
sentido? El problema radica en que la espera de la llegada del sentido, del instante, resulta infinita.
La vida del ser humano se ha de entender básicamente desde el punto de vista de una ausencia
fundamental de sentido.

Acerca de Beckett, nos dice Adorno: «Su obra es una extrapolación del kairós negativo. La plenitud
del instante se prolonga en una reproducción infinita que converge en la nada». El pensamiento de
Beckett gira en tomo a un instante que es, en esencia, una ausencia. El instante (kairós) no llega
jamás. Sólo cabe esperar pero, en oposición a la espera que describe, por ejemplo, san Pablo, que es
una espera de la parousía, la segunda venida de Cristo, es la suya una espera sin objetivo. Una
espera que no se define a partir de algo por venir, sino a partir de algo que nunca llega. Pues el
kairós positivo, el instante como apertura a la parousía, es puramente imaginario, no se producirá
jamás, pero tampoco puede borrarse del pensamiento y, de la espera de un instante positivo, se
transforma en la espera en un instante negativo que perdura eternamente. Una espera en la que no
transcurre el tiempo. Una espera sub specie aetemitatis, desde la perspectiva de la eternidad.
No es el tiempo en la acepción habitual del término lo que solemos esperar, sino una situación que se
ha de producir en un momento dado. Este modo de tender al futuro implica que el tiempo no es un
tiempo simple que fluye, sino un tiempo que perdura hacia aquello que esperamos. Cuando
esperamos, tomamos conciencia del tiempo y esperamos que el tiempo de espera llegue a su fin.
Cierto que uno puede esperar sin aburrirse, tanto como cabe aburrirse sin necesidad de estar
esperando y, aun así, la espera y el tedio suelen guardar relación. Cuando esperamos, la espera tiene
un objetivo. De hecho, esperamos algo. Sin embargo, en Beckett, la espera no tiene meta alguna y, si
bien los personajes de sus textos no siempre son conscientes de que su espera es vana y sin objeto, sí
lo es el lector. Se trata de una espera de algo que jamás llegará.

Beckett deseaba captar esta nada, esta ausencia; una ausencia que no es sino el vacío en tomo al cual
se desarrolla su obra. Tal y como nos recuerda en el poema «Fin de partida», un anexo a la novela
Watt:

¿Quién del anciano, la historia contará?

¿en una balanza, ausencia pesará?

¿con una regla, carencia medirá?

¿de los males del mundo, la suma calculará?

¿en palabras, la nada encerrará?

No existe nada positivo en la obra de Beckett. Su universo literario se compone de una lengua que va
perdiendo sentido y de una ausencia metafísica que no es capaz de dar sentido alguno, así como de
unos «sujetos» aislados que no hallan el modo de darse a sí mismos el menor sentido. Beckett se
aparta de la concepción romántica de un yo poderoso capaz de expandirse para llenarse. Beckett no
es un existencialista más; antes al contrario, intenta romper de forma radical con la concepción
romántico-existencialista según la cual el yo está capacitado para redimirse a sí mismo. Sólo existe
el tiempo, demasiado tiempo, en un universo en el que nada sucede. «¿Puede existir otra parte en este
aquí infinito?» Quedarse esperando un instante que no llegará jamás, en un mundo de inmanencia,
carente por completo de exterior: eso es el tedio llevado a sus últimas consecuencias.

¿Cómo superar semejante situación? No puede ser sino poniéndose a sí mismo en situación de evitar
la espera del instante; sin embargo, es ésta una ambición que se resiste a cumplirse del todo:

«Querría, el llamado espíritu que desde hace ya tanto tiempo ha perdido toda capacidad de querer. El
mal llamado espíritu. Por el mal llamado instante. A fuerza de querer tanto tiempo, todo querer
arrebatado. Querer largo tiempo en vano. Y seguiría queriendo. Vagamente, en vano, seguiría
queriendo. Más vagamente aún. Vagamente, vanamente, querría que el querer fuese el mínimo.
Mínimo de querer imposible de minimizar. El vano mínimo de seguir queriendo, imposible de
apaciguar.

«Querer que todo desaparezca. Que desaparezca la falta de claridad. Que desaparezca el vacío. Que
desaparezca el querer. Querer en vano que querer en vano desaparezca».
Andy Warhol: la renuncia al sentido individual

Es probable que exista un único remedio contra el tedio, que consistiría en abandonar el
romanticismo y

renunciar al sentido personal de la existencia. Esto fue, en cierto modo, lo que hizo Beckett, aunque
su obra se centra en el vacío que crea la ausencia de este sentido personal. No obstante, cabría
pensar que este vacío puede llenarlo un sentido impersonal, definido como tal (y, por tanto,
considerado como absurdo por nosotros los románticos), sin la menor intención de convertirlo en
otra cosa que exactamente eso. Una de las personas que más se ha aproximado a tal renuncia ha sido
Andy Warhol. Bien es verdad que su intento fracasó pero, aun así, vale la pena detenerse a examinar
su personalidad. Por respeto a su obra, me atendré en mis observaciones de forma exclusiva al
personaje público de Warhol, pues él mismo insistía en que cuanto había que conocer de su persona
se hallaba en sus cuadros, sus películas y su propio aspecto. Así como en los libros, claro, entre los
que la principal obra «filosófica», Mi filosofía de A a B y de B a A, contiene a veces observaciones
de gran agudeza y resulta divertida. Su obra POPism ofrece una imagen fascinante y relativamente
sobria de los años sesenta vividos por Warhol, en tanto que los diarios hallarán siempre un lugar en
cualquier lista bien elaborada de los diez libros más aburridos de la historia. No resulta empresa
fácil la de la reconstrucción de una «filosofía» del todo consistente sobre la base de la obra de
Warhol, habida cuenta de la gran cantidad de paradojas que ésta contiene. Pese a ello, me propongo
hacer un esfuerzo por exponerla de la forma más coherente posible.

Lo que más me atrae de Warhol es su persistencia absoluta en la afirmación del sinsentido y he de


admitir que los días que invertí en la lectura de sus diarios, en los que la palabra boring aparece con
profusión, han sido, con total probabilidad, los más absurdos de mi vida; los diarios no hacen gala de
la menor profundidad y ninguna de las más de ochocientas apretadas páginas que los componen
contiene nada sustancial. Warhol y su obra son tan planos que resultan transparentes, al igual que la
pornografía. Jean Baudrillard escribió: «Warhol fue el primero en introducimos en el fetichismo
moderno, en el fetichismo transestético, el de una imagen sin cualidad, el de una presencia sin
deseo». El arte de Warhol regresa a un paradigma artístico prerromántico en el que la expresividad
no es una categoría relevante. Su obra trata de la abstracción interna de las cosas, allí donde todas
las cosas se presentan como plano eco de sí mismas; y Warhol potencia su vacío espiritual. A buen
número de cuadros de los sesenta, en especial la serie llamada Desastre [Disaster paintings],
siguieron lienzos monocromáticos del mismo tamaño, que no venían sino a subrayar el vacío de sus
pinturas. Todo en Warhol está muerto, aunque en ocasiones, cuando logra representar lo simple con
una pureza glacial, también es hermoso.

Warhol se sitúa más allá de todo distanciamiento, en la medida en que el distanciamiento siempre
comporta un eco de algo presuntamente auténtico; pero este eco se ha petrificado en él. De su
película Kitchen (1965), dijo que era «ilógica, sin motivación ni carácter y ridicula por completo.
Bastante parecida a la vida real». El arte de Warhol gira en torno al estilo y a la moda, nada más. Él
mismo solía decir: «Nadie puede ser más superficial que yo y que la vida». Warhol está desprovisto
de espíritu, al igual que se aplica a eliminarlo de todo aquello que constituye el objeto de su
representación, según vemos, muy especialmente, en los retratos de famosos, en que los retratados
aparecen rígidos y reducidos a un icono plano, carente de profundidad. En la película 15 minutos es
la propia celebridad y no su contenido, lo que tiene algún significado. El ideal humano de Warhol es
una figura vacía, impersonal, que gana fama y dinero. Él consiguió cumplir esta ambición en su
propia persona y se convirtió en algo tan paradójico como una superestrella anónima. Warhol define
el núcleo de su filosofía como «una búsqueda de la nada».

«Me despierto y llamo a B.

B es cualquiera que me ayude a matar el tiempo.

B es cualquiera y yo no soy nadie. B y yo.»

«Estoy seguro de que, cuando mire el espejo, no veré nada. La gente suele decir de mí que soy un
espejo y, si un espejo se mira en otro espejo, ¿qué puede verse?... Un crítico me llamó la Nada
Misma y eso no me ayudó en absoluto a mantener mi sentido de la existencia. Entonces, me di cuenta
de que la existencia en sí no es nada y me sentí mejor.»

«Lo importante, B, es no pensar en nada... Mira, la nada es fascinante, la nada es sexy, la nada no es
en absoluto incómoda.»

«Todo es nada.»

La manía de la nada que denota el pensamiento de Warhol halló quizá su más clara expresión en su
propia no-personalidad. El individualismo no alcanzó carta de naturaleza antes de la Ilustración y el
Romanticismo, de modo que, desde un punto de vista histórico, es algo contingente, pero conviene
hacer notar que el intento de hacerse con una individualidad propia, tal y como pretendía Warhol,
implica cierta paradoja, que Monty Python ilustra de forma magistral y anacrónica en La vida de
Brian. Brian aparece hablando ante una gran multitud que lo ha elegido como su profeta. Pero él, que
no desea desempeñar semejante papel, les grita: «¡Sois individuos!». La Masa repite al unísono:
«¡Somos individuos!». Sin embargo, hay una excepción: entre el público, un hombre grita: «¡Yo no lo
soy!». Lo interesante es que cualquier ruptura explícita con una ideología individualista es
individualista necesariamente, con lo que nos hallamos en el punto de partida. La vida y la obra de
Warhol, su «esnobismo maquinal», es individualista en el mismo sentido en que lo es la declaración
«yo no soy un individuo».

Ahora bien, el propio Warhol era consciente de esta paradoja, como se desprende de una de sus
declaraciones de 1963: «Yo quisiera que todo el mundo pensase igual [...] Creo que todos
deberíamos ser máquinas [...] Que todos sigan pensando lo mismo y que, cada año, este pensamiento
se vuelva más y más uniforme. Aquellos que hablan de individualidad son quienes más se oponen a
la desviación y, dentro de unos años, podría suceder lo contrario». En mi opinión, la profecía de
Warhol se ha cumplido. La desviación se ha vuelto conforme. En nuestros días, todo el mundo debe
ser «algo especial», sin necesidad de distinguirse en la menor medida. La desviación es tediosa.
Cuando el individualismo es conforme, también el conformismo se torna individualista. Y en eso
consistía el problema de Warhol: por más que intentaba transgredir el individualismo, permanecía, en
virtud de la transgresión, en aquello que deseaba transgredir, con lo que siempre terminaba por
regresar a sí mismo como individuo. Warhol exigió que su lápida no contuviese leyenda alguna,
exigencia que sus sucesores no respetaron pero, de haberlo hecho, también esto habría sido indicio
de un individualismo férreo.

Warhol es un antirromántico y ésta es precisamente la razón por la que su proyecto resulta romántico
por demás, pues está ligado al Romanticismo en virtud de su negación del mismo. Su universo
pictórico representa un intento de retrotraerse a un mundo prerromántico. Pero ocurre que Dios sigue
estando ausente y el problema que dio origen al nacimiento del Romanticismo es tan real como
entonces. Dios tenía, por otro lado, mayor poder de otorgar sentido que Coca-Cola o que Elvis y, por
hermosa que fuese Marilyn Monroe, es más que dudoso que su talla sea equiparable a la de la madre
de Dios. La diferencia entre prerromanticismo y posromanticismo radica en la naturaleza del capital
simbólico al que tiene acceso el usuario de dichos símbolos. El arte de Warhol fue degradándose
paulatinamente y su obra fue perdiendo calidad cada año, a partir de mediados de los sesenta, en la
misma medida en que también perdían fuerza los símbolos que él utilizaba. Lo único que queda
entonces es vacío y tedio.

«A veces me gusta estar aburrido, otras veces no: depende de mi estado de ánimo. Todo el mundo lo
sabe, hay días en que uno puede pasar horas y horas sentado mirando por la ventana y días en que no
somos capaces de quedamos quietos ni un solo segundo.

»Se han citado mucho mis palabras: "Me gustan las cosas aburridas”. Bueno, cuando lo dije lo
pensaba. Pero eso no quiere decir que esas cosas no me aburran. Claro que lo que a mí me parece
aburrido no tiene por qué serlo para otros pues, por ejemplo, yo sería incapaz de sentarme a ver
cualquiera de los programas de acción de la televisión, programas que en esencia, tienen todos las
mismas intrigas, los mismos planos y los mismos montajes repetidos una y otra vez. Al parecer, a la
mayoría de la gente le gusta ver básicamente lo mismo con tal de que los detalles sean diferentes.
Pero a mí me ocurre lo contrario: si he de sentarme a ver lo mismo que la noche anterior, no quiero
que sea esencialmente lo mismo; quiero que sea exactamente lo mismo. Porque, cuanto más observas
la misma cosa exactamente, más sentido pierde y mejor y más vacío te sientes.»

Para Warhol, el tedio es un destino con el que él pretende hacer lo mismo que el heterónimo de
Fernando Pessoa, Bernardo Soares, es decir, «sentir la apatía de la vida de un modo que no duela».
La renuncia al sentido personal, la renuncia a toda ambición de que es posible alcanzar algo parecido
al sentido, la renuncia a la existencia de tal sentido, esta renuncia no condujo a nuestro hombre al
otro lado del tedio. Antes al contrario, Warhol vivió el tedio en toda su intensidad. Aquel que una vez
se contaminó de Romanticismo no podrá jamás desembarazarse de él por completo. No se puede ser
virgen por segunda vez. Y, ¿cuál es, pues, el resultado? «La aburrida languidez, la decadente
palidez... el glamour que arranca de la desesperación, el descuido de la auto-admiración, la
perfeccionada otredad...» Al sustraerse por completo a los sentimientos y, entre ellos, al tedio, éstos
deberían llegar a cesar, por qué no, en beneficio de una profunda paz de espíritu, un concepto muy
próximo a la ataraxia de los antiguos. «Pienso que una vez que consideras las emociones desde cierto
punto de vista, jamás puedes volver a considerarlas como reales. Eso es más o menos lo que me
sucedió a mí.» Sin embargo, aquel que ha experimentado sentimientos, no puede olvidar cómo se
sentía al sentir. Siempre perdurará el deseo o la nostalgia del sentido personal, de aquello que, de
hecho, significa algo. «El sexo es nostalgia del sexo.» La sexualidad no es sino la añoranza del
tiempo en que aquélla tenía algún significado, con lo que la ambición de Warhol es reducir esta
añoranza más aún, de modo que ya no contenga nada que recuerde a algo que pueda llamarse
auténtico, sino que resulte en algo totalmente mecánico.

El objetivo es, pues, erradicar la nostalgia y renunciar al sueño de lo portador de sentido. «Las
fantasías son las que le crean problemas a la gente. Si no tuvieras fantasías, no tendrías problemas,
porque aceptarías lo que tienes ante ti.» Al convertirse en puro reflejo del entorno, al renunciar a
todo sueño romántico de algo más, al olvidar todo lo precedente, al quedar reducido a puro momento
presente, Warhol esperaba verse libre de los sufrimientos y las decepciones de la vida. Pero un
presente efímero no puede resultar otra cosa que tedioso. Warhol cree que el olvido erradicará el
tedio, pues el olvido hará que todo sea nuevo: «No tengo memoria. Para mí cada día es un nuevo día
porque no recuerdo el día anterior». «No me aburrí porque ya lo había olvidado.» Warhol tiene la
creencia de que es la duración como tal lo que hace tediosa la existencia, y que lo duradero sólo
puede superarse mediante lo nuevo. Pero lo nuevo no tarda en volverse rutina y, por consiguiente,
también acaba resultando tedioso. En este sentido, Adorno observa con acierto que: «La categoría de
lo nuevo es una negación abstracta de lo perdurable y, como se ha visto, termina por coincidir con
ello: la invariable es la debilidad que caracteriza a ambos».

Warhol tenía una receta siempre válida para los momentos en que la existencia estaba a punto de
derrumbarse. No hay más que decir: «¿Y qué?». Una de las expresiones más claras de ello son,
probablemente, las imágenes clínicas de suicidios, donde el momento de la muerte se registra sin el
menor indicio de fascinación mórbida ni de tristeza. Son, simplemente, un único y enorme: «¿Y
qué?». A Warhol le gustaba John F. Kennedy porque era «guapo, joven, listo», pero lo único que lo
contrarió de su asesinato fue el hecho de que todos fueron «programados» para estar tristes por ese
motivo. Son contadas las ocasiones en que da muestras de una cualidad estoica pero, de
reconocérsela, estaríamos confundiendo estoicismo con cinismo. Warhol es, ante todo, un voyeur
cuando, rodeado de droga, promiscuidad y desesperación en el centro artístico The Factory, se
dedica sólo a observar; y se aburre mortalmente ante el espectáculo. En la medida en que él
emprende la transgresión, se trata siempre de la transgresión de un voyeur.

El artista pop es quizá también quien más lejos va en la aplicación del programa decadente de
Baudelaire, Huysmans y Wilde. En efecto, sabe obtener el mayor beneficio del hecho de exhibir su
propio tedio, de lucirlo como si de una valiosa joya se tratase. En cierto sentido, su figura hace
pensar en el personaje de Paul Valéry, Monsieur Teste, un ser vacío de contenido, casi una no-
existencia en estado puro. Teste no padece ni melancolía ni depresión, tan sólo un tedio profundo. En
el tedio, tanto el mundo como la personalidad quedan eliminados, lo que ilustra, con claridad
insólita, la figura de Teste. Éste es, de hecho, con su conformidad incondicional, un mejor Warhol que
Warhol mismo, pues Teste logra renunciar a toda distinción entre el interior y el exterior y se entrega
de pleno a la pura funcionalidad en relación con el mundo que lo rodea. Teste es una nada. Se diría
que eligió este tedio. ¿Por qué? Tal vez para protegerse a sí mismo del mundo en el preciso momento
en que lo pierde. Sin embargo, aquel que ha probado el mundo en alguna ocasión, no puede ya vivir
inconsciente con su ausencia.

Yo no creo que podamos superar la concepción romántica del mundo y de nosotros mismos, tal y
como Warhol pretendió hacer. Aunque sí opino que podemos modificarla e intentar alcanzar una
especie de serenidad ante ese tedio que, necesariamente, nos abatirá siempre. Y ése será el propósito
de la última parte de este ensayo.
La fenomenología del tedio

El análisis fenomenológico del tedio más notable de cuantos existen es, de forma incontestable, el
que hallamos en los cursos que Martin Heidegger impartió entre 1929 y 1930 acerca de los tres
conceptos básicos de la metafísica: el mundo, la finitud y la soledad, que yo me inclino a considerar
como la obra capital del filósofo. Mi principal objetivo al presentar aquí el análisis del tedio de
Heidegger no es tanto explicar su filosofía como utilizar sus análisis para obtener una aproximación a
la comprensión del modo en que el tedio se manifiesta e impregna la experiencia como un todo. A
través de estas investigaciones fenomenológicas, estableceré además una serie de premisas útiles
para la última parte del ensayo, «La moral del tedio».

Sobre los temples de ánimo

En el Tractatus Logico-Philosophicus, Ludwig Wittgenstein escribe: «El mundo del hombre feliz es
otro que el del infeliz», formulación que había desarrollado más ampliamente en los diarios de 1914-
1916, donde finaliza con la cuestión: «¿Puede, pues, darse un mundo que no es feliz ni
desgraciado?». Tal pregunta carece, no obstante, de una respuesta fácil, ya que ésta dependerá de lo
que uno entienda por «feliz» o «infeliz», así como de si éstas son, de hecho, las únicas alternativas.
Existen, en efecto, muchas otras afecciones que no pueden entenderse como variaciones de felicidad
o infelicidad. Cabe reformular la pregunta del siguiente modo: «¿Puede existir un mundo que no esté
sujeto a una afección?». En tal caso, me siento inclinado a afirmar que la respuesta es un no
incondicionado.

Los sentimientos y las afecciones no han recibido en filosofía un trato digno. Ello se debe en parte a
la distinción tradicional entre las cualidades primarias y las secundarias de la percepción sensorial,
donde las primeras, como la extensión y el peso, se consideran objetivas, en tanto que las
secundarias, como el color y el gusto, se adscriben al conjunto de las subjetivas. Los sentimientos,
prácticamente sin excepción, han sido clasificados como cualidades secundarias, e incluso terciarias,
de la percepción sensorial. Por otro lado, el interés que se les ha prestado ha tenido su manifestación
en los ámbitos de la ética y la estética en tanto que, en términos generales, han estado ausentes de la
epistemología. Si los sentimientos y las afecciones son susceptibles, no sin razón, de ser clasificados
como fenómenos puramente subjetivos, tal vez resulte lógico excluirlos por completo de la
epistemología. No obstante, es dudoso que se sostenga la dicotomía tradicional sujeto-objeto y, con
ella, la distinción entre cualidades sensoriales primarias y secundarias.

¿Acaso podemos distinguir con claridad en qué medida algo es tedioso o más bien lo vivimos como
tal? El tedio no se deja clasificar de forma unívoca en el polo del sujeto o en el del objeto y, así, es
evidente que podemos tener tanta razón en afirmar que el objeto en sí (un libro, una persona, una
fiesta, etcétera) es tedioso, como en asegurar que es tedioso para mí. La característica de «tedioso»
se relaciona tanto con el sujeto como con el objeto. Lo cual es aplicable, en general, a toda otra
característica, si se las considera desde el punto de vista fenomenológico pues, cuando digo que
«este coche es malo», estoy emitiendo un juicio a todas luces subjetivo. Dicho juicio puede, pese a
todo, reformularse en otros términos más objetivos, como por ejemplo «este coche se deteriora con
gran rapidez»; éste no es, sin embargo, un juicio menos condicionado por el sujeto, pues no puede
tener otra motivación que el uso que yo desee hacer del coche.
No es necesariamente menos «objetivo» decir que un libro es tedioso que decir que es rectangular y
de color marrón. El tedio es tan real como los protones y los libros, por más que se trate de un
fenómeno histórico. Hilary Putnam ha esgrimido argumentos más que suficientes para convencemos
de la conveniencia de abandonar toda distinción entre lo que en verdad existe en el mundo y todo
aquello que nosotros proyectamos en él. Resulta, en efecto, imposible, establecer una distinción clara
entre estos dos extremos. A tal afirmación suelen enfrentarse voces que la atribuyen a un idealismo
inadmisible; sin embargo, tales acusaciones responden, a su vez, a un realismo no más admisible. En
cualquier caso, una discusión profunda de este punto ocuparía aquí demasiado espacio, de modo que
me contentaré con sostener que no es posible la distinción fenomenológica de estos dos aspectos. Por
otro lado, es más problemático pretender emitir un juicio «objetivo» acerca del mundo como un todo,
por el simple hecho de que el mundo no es un objeto en la acepción general del término, sino más
bien la línea que representa nuestro horizonte de sentido.

El que un observador, en un contexto dado, presente mayor ausencia de sentimientos en comparación


con otro que se implique más no significa que este último sea menos objetivo. Cuando adoptamos una
postura teórica ante los objetos, es decir, cuando intentamos ser «objetivos», el mundo se nos
presenta como algo carente de sentido, lo que no se debe sino al hecho de que intentamos reducir lo
que existe entre nosotros y las cosas, es decir, su sentido, para alcanzar el objeto en sí de forma más
directa. Ésta es, lógicamente, una aproximación como cualquier otra, pues contemplar un objeto de
forma «objetiva» no es más que verlo como un tipo determinado de objeto. En el tedio, adoptamos
una mirada que bien puede recordar a la mirada objetivada de una percepción aparentemente pura,
donde la música no es otra cosa que una sucesión de sonidos y la pintura una serie de manchas de
color. En el tedio, los sucesos y los objetos se nos presentan como siempre, con la nada despreciable
diferencia de que se les ha arrebatado el sentido. La diferencia fundamental entre tedio y objetividad
considerados desde esta perspectiva es que el primero incluye una pérdida de sentido involuntaria,
en tanto que en la segunda, dicha pérdida es producto de la reflexión.

Conviene evitar la reducción de las afecciones a fenómenos puramente psicológicos pues, si las
consideramos de este modo, no darán cuenta del mundo, sino sólo de nuestra propia vida mental.
Heidegger asegura que el simple hecho de que estemos sometidos a nuestras afecciones es la
evidencia del hecho de que éstas no sean puros estados interiores que se proyectan sobre un mundo
sin sentido. De hecho, no nos es dado determinar si una afección es algo «interior» o «exterior»,
puesto que las afecciones no se dejan reducir a tal esquema interior-exlerior y deben considerarse en
cambio como característica fundamental de nuestro ser-en-el-mundo. Asimismo, un cambio en el
temple de ánimo debe considerarse también como un cambio en el mundo, cuando el mundo se
considera como algo que puede tener sentido o carecer de él, dado que no disponemos de ningún
mundo no caracterizado por las afecciones, un mundo que no se vea afectado por ellas, con el que
establecer comparación alguna.

Cuando estamos de buen humor, todo se nos antoja lleno de vida y de color y, al contrario, todo
aparece como muerto y falto de interés cuando estamos desanimados. Una afección posee siempre un
carácter general y afecta al mundo como un todo. En cambio los sentimientos no están provistos de
ese carácter general. Mi fobia a los arácnidos es, por ejemplo, de naturaleza bastante específica,
pues se orienta a un solo tipo de objetos, a saber, las arañas. Cuando estamos enojados, lo estamos
por lo general contra una persona concreta. No obstante, los límites fluctúan bastante y la mayor parte
de nosotros hemos experimentado un estado de enojo contra el mundo entero, persuadidos de que no
nos ha tratado bien. También en términos generales, una afección tendrá una vigencia más prolongada
en el tiempo que una sensación. Éstas, además, suelen poder vincularse a una parte determinada del
cuerpo, en tanto que las afecciones no poseen tal característica. Por ejemplo, ¿en qué parte del
cuerpo podríamos decir que sentimos el tedio? Si la sensación no puede adscribirse a una parte
determinada del cuerpo, sí que puede relacionarse con un objeto determinado. En lo que a mi fobia
se refiere, no me es posible señalar ninguna parte del cuerpo, sino las arañas que desencadenan mi
miedo. A grandes rasgos, podemos decir que la sensación tiene, por lo general, un objeto intensional,
en tanto que la afección carece de objeto y más bien afecta a la totalidad de los objetos, es decir, al
mundo. E.M. Cioran escribe: «Pero el dolor está localizado, mientras que el tedio evoca un mal sin
asidero, sin soporte, sin nada salvo esa nada identificable que nos erosiona». En mi opinión, el tedio
puede ser una sensación, pero también una afección. Es una sensación cuando uno se aburre por algo
concreto, y es una afección cuando uno siente hastío del mundo. En consecuencia, podemos afirmar
que el tedio situacional suele ser una sensación, en tanto que el existencial siempre es una afección.
Y es al último al que, fundamentalmente, haré referencia en estas páginas.

No sería especialmente controvertido sostener que todo conocimiento está condicionado por su
contexto o situación, pero una situación también precisa de un temple de ánimo para ser reconocida.
En efecto, una situación puede presentarse como peligrosa tan sólo si el observador está afectado por
una afección tal que el peligro sea susceptible de manifestarse. En la base de todo conocimiento se
halla una serie de intereses, los cuales a su vez deben comprenderse a la luz de las afecciones. Tal
vez sea más acertado decir que reconocemos una situación en virtud de la afección en que se nos da.
La afección no es algo puramente subjetivo en el ser humano, ni tampoco algo puramente objetivo,
sino la polaridad misma que existe entre el ser humano y el entorno. En efecto, nos relacionamos con
el entorno básicamente a través de las afecciones.

La posesión de un temple de ánimo concreto no es sólo una de nuestras determinaciones


existenciales, sino que constituye asimismo una determinación de nuestra capacidad de conocimiento
para que las cosas puedan ser portadoras de sentido de distintas maneras. Un temple de ánimo
posibilita ciertas experiencias y excluye otras. Y determina el modo en que se nos presenta el mundo
y, por ende, el modo en que se nos presentan las cosas y los sucesos que éste contiene. Otto Friedrich
Bollnow escribe: «La afección es lo original y solamente en su marco, y determinada por ella, se
produce la percepción de toda cosa individual». Es posible que conduzca a equívoco abordar el tema
de las afecciones sin antes haber aludido al concepto de los entes concretos, pues la afección viene
dada precisamente con el conocimiento de estos entes. Por otro lado, no cabe duda de que la
afección resulta decisiva como determinante del modo en que estos entes se perciben. El carácter de
la afección como anterior a la percepción se desprende del hecho de que ésta es indicio de una
existencia previa en el mundo, es decir, de una facticidad que, no obstante, se manifiesta a través de
la experiencia de los entes individuales. La afección goza de prioridad puesto que el conocimiento
presupone la existencia de un interés que lo oriente y propicia un marco fundamental de comprensión
y experiencia. Afecciones distintas nos proporcionan diversas percepciones del tiempo, pero también
percepciones del espacio diferentes puesto que todo espacio en que nos encontremos estará
determinado por una afección. El tiempo y el espacio están íntimamente unidos y, en el tedio, el
horror vacui temporal se convierte también en un horror loci, espacial, en el que el vacío del lugar
me causa tormento. Del mismo modo que en el tedio situacional uno desea que el presente se esfume,
también deseamos esfumamos del lugar en que nos hallamos. Y, así como el tiempo literalmente hace
implosión en el tedio existencial hacia una especie de presente eterno y opaco, también cuanto nos
rodea se toma sin fuerza, y la capacidad de diferenciar entre lo próximo y lo lejano fracasa.

No somos capaces de obligamos a experimentar todas las vivencias y experiencias; por ejemplo, las
experiencias estéticas o la de amar a alguien. El mal humor constituye también una afección y, cuando
estoy de mal humor, me irritan incluso las cosas que habitualmente me divierten. En tales situaciones,
de poco sirve acudir al auditorio pues, con independencia de lo bueno que sea el concierto, es poco
probable que yo pueda disfrutar de su experiencia. La afección es una condición de posibilidad del
conocimiento, al abrirnos el mundo como un todo. Conviene aquí evocar lo que, en uno de sus
primeros escritos, Beckett califica de «tristeza trascendental», pues la tristeza es trascendental o, al
menos, cuasi trascendental, en la medida en que posibilita un modo de experiencia determinado. Las
experiencias son posibles en virtud de las afecciones apropiadas. Ciertas afecciones nos abren a las
relaciones sociales (por ejemplo, la felicidad), otras, por el contrario, nos abocan a la soledad
(como el tedio). Imaginen la situación de un buen amigo que se ve afectado por algún pesar y
empieza a alejarse. Deja de participar como solía en el grupo de amigos y, por más que no resulte
posible determinar con exactitud qué es lo que ha cambiado, nos parece que la relación misma de
amistad haya sufrido una modificación, pues el muro de una afección diferente ha venido a
interponerse. En general, puede decirse que no experimentamos las afecciones exclusivamente en
solitario, sino que también solemos compartirlas hasta el punto de que parece justificado creer que
la existencia de cualquier esfera social depende de la participación en las afecciones. Por otro lado,
me inclino a pensar que cuanto mayor sea el grado de participación en una afección por parte de un
grupo o de toda una sociedad, tanto menos evidente será éste para los individuos que se hallan
inmersos en él. Hay afecciones que promueven la actividad, mientras que otras la impiden. Cuando
uno se encuentra en un temple de ánimo particular, el mundo se presenta como un campo concreto de
posibilidades, y el tedio se distingue de la mayor parte de las demás afecciones por el hecho de que
las posibilidades se reducen.

Por lo general, uno no es consciente de estar afectado por un temple de ánimo en concreto, de modo
que es posible padecer el tedio sin tener conciencia de ello. Cioran describe el tedio como una
«erosión pura, cuyo efecto no es perceptible y que nos metamorfosea lentamente en una ruina que
pasa desapercibida para los demás, y prácticamente también para uno mismo». Sin embargo, sí que
podemos recobrar una afección, como Marcel, el personaje de Proust, cuando, en un pasaje de En
busca del tiempo perdido, moja la magdalena en el té, o cuando percibimos un olor concreto que
coincide, por ejemplo, con el que caracterizaba un aula de nuestra niñez y nos percatamos de que
cuantas vivencias experimentamos en aquella aula estaban envueltas en una afección inconfundible.
Conviene hacer notar, no obstante, que no somos capaces de recrear una afección que pertenece a un
tiempo pretérito mediante un acto de voluntad. En este sentido, Proust escribe:

«Y así sucede también con nuestro pasado. Es trabajo perdido intentar evocarlo, todos los esfuerzos
de nuestra inteligencia resultan inútiles. Está oculto fuera de su dominio y de su ámbito, en algún
objeto material (en la impresión sensorial que dicho objeto podría proporcionamos) que ni siquiera
sospechamos. El que encontremos o no dicho objeto antes de morir, depende del azar».

Así, sin previo aviso, mediante una evocación involuntaria, una afección del pasado puede despertar
en nosotros.

En lo sustancial, somos seres pasivos en relación con las afecciones, pero podemos aprender a
comprenderlas, al menos en cierta medida y, de este modo, ganar una suerte de independencia en
relación con ellas. Al igual que podemos intentar dominar las afecciones contrarias. Es éste un tema
ya antiguo en la filosofía. Spinoza describió cómo el hombre puede pasar de estar sometido a
sentimientos pasivos a desarrollar otros activos. Una afección concreta puede verse reemplazada por
otra, pero resulta imposible abandonar el estado de disposición afectiva, cualquiera que sea éste. La
mayor proximidad que podemos experimentar a una situación de ausencia de afección es el tedio
profundo.

El concepto que Heidegger propone para el ente que es el hombre es el de Dasein, en traducción
literal, «ser-ahí». Es decir, que nosotros pertenecemos a ese tipo de entes que están ahí, en el mundo.
No han sido pocas las propuestas de traducción para el término «Dasein», pero yo, en consonancia
con la tradición interpretativa en general, me decanto aquí por conservar el vocablo alemán. Lo que
caracteriza al Dasein como un ente es el hecho de que su ser es un tema para el Dasein en su ser. En
efecto, pertenece a la naturaleza de nuestro ser el hecho de que tengamos una relación con él; al
contrario de lo que les ocurre a los animales y a las piedras, el Dasein comporta siempre un grado de
comprensión de sí mismo. Exponemos a continuación una de las maneras en que puede describirse el
concepto de Dasein: el Dasein es algo que tiene una relación de comprensión de sí mismo en su ser.

La afección define el ahí del Dasein en razón de que abre el espacio en cuyo interior el Dasein puede
hallarse a sí mismo. La afección va más allá de la diferencia entre lo interior y lo exterior. Yo me
encuentro en una afección, aunque también podemos decir que la afección viene del mundo hacia mí.
En contraposición con las concepciones empiristas y racionalistas, donde la afección sólo puede
apuntar a algo interior, en Heidegger pueden también apuntar a una superficie, a la exposición del
Dasein en el mundo. «La afección no es sino el modo fundamental en que nosotros estamos fuera de
nuestro ser.»

Mediante un análisis de las afecciones, intentamos descubrir la situación fundamental de la existencia


humana, en qué consiste el hallarse en este mundo. La existencia es un aspecto pasivo en el
descubrimiento que el Dasein hace del mundo y de sí mismo; un aspecto que, por otro lado, se
encuentra, en lo esencial, fuera de su control. Pero es importante subrayar el significado de esta
existencia, pues a través de ella, el Dasein puede interpretar los entes como significativos o
indiferentes. La existencia se nos revela a través de los temples de ánimo, y un temple de ánimo
revela, a su vez, que algún aspecto del mundo o el mundo como un todo tiene un significado concreto
para el Dasein. En la existencia se demuestra que el Dasein está abierto al mundo, que se deja afectar
y que tal afección es una condición de posibilidad del conocimiento. La existencia consiste en el
hecho de que el Dasein siempre se encuentre a sí mismo como situado, y dicha situacionalidad es la
que permite la concepción de proyectos.

Heidegger afirma: «La filosofía siempre se produce en un temple de ánimo determinado». La


afección es la condición y el medio necesario para el pensamiento y la acción. Es el factor que pone
en marcha el pensamiento como una condición impuesta por el ser. Según Ser y tiempo, El Dasein no
ve sus propios proyectos más que a través de las afecciones. Son ellas las que ponen al Dasein en
contacto con el mundo, cuando una percepción «pura» nos mantendría a distancia. Estar en un temple
de ánimo es ver el mundo desde un aspecto y el mundo no puede ser visto más que en un aspecto. La
afección primigenia es más fundamental que su representación. Ésta no es una totalidad discursiva,
sino más bien aquello que hace que el mundo se nos muestre como una totalidad. Sin embargo, la
filosofía ha presentado una tendencia a reducir al mínimo las afeccciones, e incluso en la vida
cotidiana, éstas se ven normalmente suprimidas. La consecuencia es que, en situaciones de
precariedad, estallan de forma aún más atronadora.

Lo más irritante del hecho de que adscribamos tal importancia a las afecciones es precisamente que
nos vemos obligados a renunciar a gran parte de la autonomía del pensamiento. El pensamiento se
presenta como articulación y respuesta a lo que nos es dado con un temple de ánimo concreto. Existe
un momento pasivo en el cambio a otro tiempo distinto del que se vive en una situación dada, así
como en la apertura a la reflexión. La disponibilidad de tiempo no puede desearse, sin más, sino que
ha de sernos dada. La filosofía no puede, simplemente, obligarse a acceder a un fenómeno, sino que
debe aguardar la «temporalización de la disponibilidad». Al despertar a la afección del tedio nos
situamos, según Heidegger, en una posición más idónea para tener acceso al tiempo y al sentido del
ser. Para Heidegger, el tedio es una afección fundamental privilegiada, puesto que nos introduce con
la misma profundidad en la problemática del ser y del tiempo.

Ontología: la hermenéutica del tedio

Heidegger es mucho más conocido por su análisis de la angustia que por el que hiciera del tedio.
Otto Friedrich Bollnow le critica el haber basado toda la ontología fundamental en una única
afección, esto es, la angustia. Dicha crítica resulta interesante, puesto que Heidegger analiza una
serie de diversas afecciones, en tanto que Bollnow, por su parte, prácticamente deja de lado el tedio.
Por mi parte, he de admitir que jamás he logrado adoptar una postura digna de tal nombre respecto al
análisis heideggeriano de la angustia, por la sencilla razón de que no poseo experiencia significativa
de la angustia. Es algo que, además, noto cuando explico a Heidegger en el aula. La angustia parece
ser un fenómeno más o menos desconocido para los alumnos. En el caso del tedio, en cambio, la
situación en bien distinta. El tedio es, por lo que parece, un fenómeno mucho más actual que la
angustia. Es decir, que ya no nos angustiamos tanto, sino que nos aburrimos tanto más. O, en
expresión heideggeriana: la angustia ha dejado de angustiarse tanto, pero el tedio se aburre tanto más.

Heidegger habla de la necesidad de despertar una afección fundamental que propicie el filosofar y,
algo que debe ser despertado está presente, pero adormecido. Se trata, pues, de estar despierto para
una afección fundamental que lo propicie. Por tanto, más que permitir que el tedio pase adormecido
por distintas formas de entretenimiento, Heidegger pretende despertarlo. Puede parecer, sin duda, una
ambición singular, puesto que solemos tender a combatir el tedio de modo que, si éste «duerme»,
deberíamos sentimos tranquilos. La razón por la que Heidegger desea despertar el tedio es que, a su
juicio, en la vida real, nosotros también «dormimos» en el transcurso de las distintas formas de pasar
el tiempo a que nos entregamos y que esto es una forma de sueño en extremo perniciosa, puesto que
nos oculta las posibilidades reales de que disponemos. El problema de la vida real es que no nos
facilita el acceso al fundamento de la existencia, puesto que dicha vida real es una vida que «huye de
lo principal». «Vivir es un desasosiego que se acentúa en la proclividad a facilitarse-las-cosas-a-
uno-mismo, a la huida.» El mundo desasosegado me oculta ante mí mismo. Y Heidegger no pretende
sino provocar «el que el Dasein esté despierto ante sí mismo».29 Ciertas situaciones existenciales
como la angustia y el tedio propician determinadas reacciones, puesto que el Dasein, en tales
situaciones, no puede ya diluirse en el mundo, sino que se ve brutalmente arrojado hacia sí mismo.

Hemos de hacer notar que, para Heidegger, existen varias formas de tedio, desde las más
superficiales hasta aquellas otras que afectan a lo más hondo del ser. En su opinión, el tedio
superficial tiene un potencial en sí mismo, puesto que es capaz de remitimos al tedio profundo. «Este
tedio superficial nos abocará al tedio profundo o, para ser exactos: el tedio superficial se revelará
como un tedio profundo que nos dejará marcados en lo más hondo del ser. Este tedio pasajero,
efímero, contingente, debe convertirse en esencial.» No hemos de realizar un gran esfuerzo para estar
en disposición de observar el tedio más de cerca. En efecto, basta con no rebelarse contra ese tedio
que ya existe y procurarle el espacio que necesita para actuar sobre nosotros. Sin embargo, no es ésta
una tarea fácil de llevar a cabo, pese a lo sencilla que en apariencia resulta la recomendación. Lo
más práctico será partir de lo que solemos hacer cuando intentamos sustraernos al tedio, es decir, de
nuestra entrega a hacer pasar el tiempo.

Hacer pasar el tiempo es intentar hacer pasar el tedio por uno u otro medio, cualquier cosa que, en
principio, sea susceptible de atraer nuestra atención. Cuando nos aburrimos, solemos mirar el reloj y
la actitud de mirar el reloj se diferencia de la de removerse en la silla o de la de dejar vagar la
mirada por la habitación, puesto que el hecho de mirar el reloj no funciona, en modo alguno, como
una manera de hacer pasar el tiempo. Antes al contrario, constituye más bien «tan sólo un indicio de
que queremos que pase el tiempo o, mejor aún: de que no logramos hacer que pase el tiempo, de que
el tedio nos tortura cada vez más». El hecho de que miremos el reloj indica que el tedio está
creciendo. En efecto, miramos su esfera con la esperanza de que el tiempo haya pasado, de que haya
avanzado más deprisa de lo que lo hemos sentido pasar, de que la clase termine pronto, de que el tren
llegue por fin, etcétera. Ahora bien, en la mayoría de las ocasiones, sentimos una decepción. A la vez
conviene señalar que la duración objetivamente mensurable del tiempo, la medición del tiempo por
el reloj, apenas si guarda relación con el tedio pues, de hecho, no es la duración del tiempo, sino su
ritmo, lo que nos interesa. Y el tiempo del reloj discurre siempre al mismo ritmo. Es, pues, evidente,
que los aspectos puramente cuantitativos del tiempo no son decisivos para el tedio y que, por ende, el
hecho de mirar el reloj debería ser un acto irrelevante. En el tedio, el tiempo se comporta de un
modo perezoso y, en virtud de dicha pereza, tomamos conciencia de que no lo tenemos en nuestro
poder, sino que somos nosotros sus subordinados. Y, haciendo que pase el tiempo, intentamos
sustraernos a tal poder. Dejamos vagar la mirada, sin buscar nada en concreto, sino cualquier cosa
que llene nuestra mirada. Ernst Jtinger escribió sobre el tedio durante el tiempo que pasó en un
hospital de campaña, en el que ingresó herido: «Cuando uno se aburre en la cama, busca entretenerse
de muy diversas maneras. Por ejemplo, en una ocasión, yo intenté pasar el tiempo contando mis
heridas», escribe en Tempestades de acero. Si tenemos en cuenta cuántas veces resultó herido Jünger,
deberíamos deducir que halló entretenimiento en tal menester bastante tiempo. Aunque seguro que
también se dedicó a contar las bombillas del techo, por poner un ejemplo. En realidad, es
relativamente irrelevante lo que contemos u observemos. El entretenimiento no tiene, en cierto
sentido, ningún objeto, puesto que lo que nos ocupa no es ni la actividad ni el objeto en que nos
entretenemos, sino la ocupación en sí. Buscamos dicha ocupación porque nos libera del vacío del
tedio y, cuando conseguimos mantenernos totalmente ocupados, el tiempo desaparece como tal en
beneficio de aquello que lo ocupa.
Pero ¿qué queremos significar al decir que el tiempo está vacío? El tiempo posee siempre, pese a
todo, un contenido, por «menguado» que éste sea, y puede suceder que nos veamos profundamente
absorbidos por algo insignificante. Es decir, que la cuestión sería más bien cuál es la relación que
mantenemos con el contenido del tiempo. Ni el tiempo en sí ni aquello que lo llena pueden explicar
la causa del tedio. Heidegger escribe: «Una cosa que pertenece a una situación tediosa, es tediosa».
Esta formulación en apariencia tautológica y carente de sentido no es tan absurda como pudiera
parecer a primera vista. En efecto, resulta fundamental el hecho de que se incorpore el concepto de
situación. No es el tiempo mismo, ni las cosas mismas, sino la situación en la que se incluyen, la que
puede originar el tedio. En ciertas situaciones las cosas no parecen, simplemente, tener nada que
ofrecernos pero, por otro lado, ¿qué es, exactamente, lo que habría de darnos el entorno? Mientras
esperamos en un aeropuerto, se nos proporciona información sobre las llegadas y salidas de los
vuelos, podemos tomar algo y podemos leer un periódico. ¿Por qué, pues, suelen ser los aeropuertos
tan mortalmente aburridos cuando, de hecho, nos ofrecen todas estas posibilidades? La respuesta es,
con total probabilidad, que suelen negarnos precisamente la posibilidad que deseamos, a saber, la de
sentarnos en un avión a la hora establecida de modo que podamos abandonarlo. Los aeropuertos
existen para marcharse de ellos. Cuando se produce un retraso, nuestra situación global en el
aeropuerto en nada se parece a la situación en que nos hallamos cuando todos los vuelos están dentro
de programa; dicho cambio de situación es el responsable de que tengamos otra experiencia del
tiempo. «El tedio es posible tan sólo porque cada cosa, como suele decirse, tiene su tiempo. Si cada
cosa no tuviese su tiempo, el tedio no existiría.» Podría, pues, concluirse que el tedio nace cuando se
produce un desequilibrio entre el tiempo propio de las cosas y el tiempo en que las encontramos.
Éste podría considerarse un intento de responder a la cuestión de la naturaleza del tedio.

Heidegger se plantea la cuestión de un tedio más profundo para poder abordar el fenómeno desde sus
raíces. Él establece, en efecto, una diferencia entre el aburrirse de algo (Gelangweiltwerden von
etwas) y aburrirse junto a algo (Sichlangweilen bei etwas), donde esta última es, desde luego, una
forma de tedio más profunda. De hecho, en la primera de estas variantes del tedio, sabemos qué es lo
que nos aburre, por ejemplo, el aeropuerto o la clase. Se trata de lo que antes he llamado tedio
situacional, donde lo tedioso es fácilmente identificable. Más complejo resulta hallar un buen
ejemplo del otro tipo de tedio, por la sencilla razón de que lo tedioso no es aquí tan fácil de definir.
Heidegger se sirve de un ejemplo en el que nos invitan a una cena donde la comida es buena, al igual
que la música, y donde uno conversa y se divierte. Sin que nos percatemos de ello, se hace tarde y
llega la hora de marcharse a casa. Una vez allí, caemos en la cuenta de que, en el fondo, nos hemos
aburrido en aquella velada. La mayoría de nosotros ha vivido esta experiencia en alguna ocasión. Lo
extraordinario de este tedio es que no somos capaces de decir con exactitud qué fue lo que lo
produjo. De hecho, no hemos realizado ningún esfuerzo por hacer que pase el tiempo en el transcurso
de la cena; antes al contrario, dejamos que el tiempo transcurriese libremente. Y, aun así, fue un modo
de pasar el tiempo. Toda la velada fue un pasatiempo. El tedio y el pasar el tiempo convergen en una
sola y misma cosa. El pasatiempo no se produce en el interior de una situación, sino que la situación
misma constituye un pasatiempo. De ahí que el pasatiempo resulte menos evidente y se produzca, por
lo general, sin que nos apercibamos de que lo que nos tenía ocupados era, principalmente, una forma
de pasatiempo. Esta conciencia de tedio que en determinadas ocasiones se manifiesta a posteriori, ha
de entenderse como la conciencia de un vacío. Aunque la velada transcurrió de forma agradable, nos
dejó una sensación de vacío. No pasamos el tiempo mirando el reloj ni estuvimos pendientes de su
fin, sino que asumimos por completo el papel social de participantes, de «amantes del acto social»
sin dirigir nuestra atención hacia ninguna otra cosa. ¿Qué es, pues, ese vacío que se manifiesta
después? Según Heidegger, el vacío que presenta la forma más profunda de tedio es el espacio vacío
que deja «nuestro verdadero yo». Pese a que el tiempo estuvo lleno en todo momento, surge un vacío,
es decir, que aquello con lo que nos ocupamos, no nos llenó. Podríamos, en consecuencia, decir que
la situación estaba vacía de sentido. Es decir, la idea que de improviso nos asalta es la de que
deberíamos hacer de nuestra vida algo más que simplemente pasarla en veladas mundanas.

Durante la cena, nos absorbió por completo cuanto sucedía a nuestro alrededor en todo momento y,
en tal contemporaneidad, quedamos seccionados de nuestro propio pasado y también de nuestro
futuro, para situarnos en un presente que abarcó la totalidad de nuestro horizonte temporal. Habrá
quienes opinen que vivir en el presente es algo positivo, pero la relación que mantenemos con el
presente puede ser de diversa índole, a saber, esencial o no esencial. Para que la relación sea
esencial, es decir, para que sea expresión de quiénes somos en verdad, debe estar vinculada a
nuestro pasado y a nuestro futuro, a los sujetos que éramos cuando nos vimos arrojados al mundo y a
lo que proyectamos ser en el futuro. Por otro lado, también podemos fundirnos con el momento
presente de modo que nos veamos a nosotros mismos casi de forma exclusiva a la luz de aquello que
nos rodea en una situación dada. La situación como un todo nos define. El tedio profundo se
caracteriza por el hecho de que la situación en sí constituye un pasatiempo; de ahí que el tedio no
pueda entenderse como resultado de algo que existe en dicha situación. En consecuencia, habrá que
admitir más bien que el tedio nace del Dasein mismo: «El tedio surge de la temporalidad del
Dasein». Lo que es tanto como afirmar que nace de la temporalización de la propia temporalidad, es
decir, de cómo la temporalidad del Dasein desarrolla su propio ser. He aquí, a mi juicio, una
debilidad en el análisis de Heidegger pues, por más que el tedio no surja de nada específico existente
en una única situación dada, no es menos cierto que puede tener su origen en las circunstancias
entendidas como un contexto más amplio y no es por ello absolutamente necesario recurrir a la
propia temporalidad del Dasein en ese punto del análisis. No obstante, obviaré la mencionada
objeción a favor de la argumentación.

Heidegger procede así avanzando desde este punto hacia una tercera forma de tedio, el
auténticamente profundo, y sostiene que, cuanto más profundo es el tedio, tanto más profundamente
enraizado está en la temporalidad que somos. En efecto, en el tedio profundo, es el propio tedio el
que nos aburre o, lo que es lo mismo, estamos transidos de la afección del tedio. «El tedio profundo
nos afecta cuando decimos o, mejor aún, cuando, en silencio, sabemos: Es aburrido para uno mismo
(es ist einem Langeweilig) .» Pero ¿a quién alude aquí ese «es», cuál es el sujeto que es aburrido
para nosotros? Podríamos comparar la construcción con la que hallamos en «es de día», «es de
noche», etcétera. Si alguien nos pregunta «qué» es lo que es de día o lo que es de noche, no
sabríamos qué responder, pues se trata de un sujeto desconocido o inespecífico. Claro que siempre
podemos recurrir a sustantivaciones y decir «el día es de día», «la noche es de noche», con lo que
obtenemos una tautología. Ésta es la variante que Heidegger utiliza, tanto aquí como en otros muchos
pasajes de su obra. Asimismo, afirma que la fenomenología es, en esencia, tautológica. Su respuesta
a la cuestión de qué es lo que nos aburre es: lo aburriente (das Langweilende). No soy yo quien se
aburre, ni tú quien te aburres, sino que es lo aburriente lo que lo aburre a uno. Para un tedio de tal
naturaleza, factores como la edad, el sexo, la profesión y otras características personales resultan
irrelevantes. Se trata, en efecto, de un tedio que se halla por encima de todo ello. En el tedio
superficial, uno se siente vacío de las cosas que lo rodean. En el tedio profundo, uno se siente vacío
de todo, incluso de uno mismo. Heidegger no halla ningún ejemplo de este tipo de tedio, por el
simple motivo de que no guarda relación con ninguna situación determinada, como sí ocurre con las
formas de tedio antes mencionadas. Más aun, para este tipo de tedio, tampoco existe forma alguna
posible de pasatiempo. La razón de la ausencia de dicha posibilidad de pasatiempo es que nos
vemos, en cierto sentido, impotentes ante este tedio. Se trata, por tanto, de entenderlo en su
«supremacía» en la medida en que «nos pone de manifiesto cuál es nuestro estado»:

«En tanto que nuestro afán, en la primera forma de tedio, consiste en apagar el grito del tedio
mediante el pasatiempo, para así eliminar la necesidad de escucharlo, y en tanto que lo característico
de la segunda forma es que no deseamos escuchar en absoluto, nos vemos en este tercer caso en la
obligación de escuchar, y el imperativo se impone en ese sentido de obligación que, de hecho,
domina en todo Dasein, una obligación relacionada con la más íntima libertad...».

Cierto que, en un primer momento, puede parecer extraño el vínculo entre obligación y libertad
interior, tal y como aquí lo establece Heidegger, pero lo interesante es que nos vemos obligados a
reflexionar sobre la propia libertad, en lugar de malgastarla de forma activa o de intentar olvidarla.

¿De qué modo nos obliga a ello el tedio? Muy sencillo: nos lo arrebata todo haciéndonoslo
indiferente, de tal suerte que no hallamos ya apoyo en ninguna parte. No es que los objetos, uno tras
otro, pierdan su significado, sino más bien que todo se derrumba y queda reducido a una única
indiferencia.

«El ente se convierte en indiferente como totalidad, y nosotros, en tanto que personas diferentes, no
constituimos ninguna excepción. Ya no nos erigimos como sujetos y, como tales, opuestos a estos
entes, sino que nos encontramos en medio de ellos como totalidad o, lo que es lo mismo, nos
encontramos en medio de la totalidad de esta indiferencia. Ahora bien, el ente como totalidad no
desaparece, sino que se manifiesta simplemente como tal en su indiferencia. »

El Dasein queda entregado a una totalidad de entes que se retiran, lo que, por negación, apunta a las
posibilidades reales del Dasein, ciertamente menguadas en el estado de tedio. El ente resulta, en su
falta de sentido, tanto indiferente como impositivo. Dicha indiferencia afecta también al yo, que se ve
reducido a un «nadie» vacío susceptible de ser experimentado en su vacío. En cierto sentido, sería
correcto decir que es nadie quien se aburre, o que es el tedio quien se aburre. Se abre aquí para
Heidegger la posibilidad de un cambio radical, puesto que el yo se enfrenta desnudo a un encuentro
consigo mismo. «Esta posibilidad primera y última posibilita todas las posibilidades para el
Dasein.» No se trata aquí de una posibilidad vinculada a mi persona como tal, es decir, a mis
determinaciones ónticas que, por otro lado, han pasado a ser indiferentes en el tedio, sino de una
apelación procedente de la capacidad de posibilidades que existen en el yo.

En el tedio, el Dasein cae prisionero del tiempo pero, como tal, también puede liberarse, lo que
puede lograr abriéndose a sí mismo. El Dasein consigue abrirse a sí mismo haciendo acopio de todas
sus posibilidades y concentrando el tiempo en un punto: el instante (der Augenblick). «El instante no
es sino una mirada de determinación en que la situación completa de una acción se abre y se mantiene
abierta.» En el instante, el tiempo posibilita las cosas. Se abre un canal con el tiempo del tedio. El
pensador de Messkirch recurre aquí al concepto de instante de Kierkegaard, tal y como hace, por otra
parte, en Ser y tiempo. Pero conviene señalar que Heidegger rechaza el concepto del colega danés en
tanto que basado en una concepción vulgar de tiempo y, a mi juicio, resulta más fructífero servirse
aquí del concepto paulino de «kairós», que Heidegger también traduce como «Augenblick». San
Pablo gusta de servirse de la metáfora de la vigilia y el sueño. Nos permitimos aquí mencionar tres
ejemplos típicos: «No vamos a morir sino a transformarnos, en un instante, en un abrir y cerrar de
ojos» «Y lo haremos cuando sintamos que ha llegado el momento de despertar del sueño; pues
estaremos entonces más próximos a la salvación que cuando teníamos fe.» «No estemos dormidos,
pues, como los otros, sino despiertos y sobrios.» Para Heidegger, ese «nosotros» al que se alude en
los citados pasajes representa a los verdaderos pensadores, mientras que «los otros» son todos
aquellos que aún no han alcanzado la lucidez filosófica. Pero la buena compañía está, en principio,
abierta a todos. Heidegger desea recuperar las experiencias cristianas originales y esa «plenitud del
tiempo» a que se hace referencia en la carta a los gálatas, pero sustituyendo a Cristo por la noción de
temporalidad. «La experiencia cristiana vive el tiempo mismo.» Para san Pablo, la parousía, la
segunda venida de Cristo, significa un acontecimiento que ha de esperarse en un instante de vigilia
(kairós). Los primeros cristianos rechazaron el calendario mundano (kronos) en favor del instante,
donde tienen lugar el conocimiento y la revelación, lo que les permitió experimentar la situación
histórica específica. Kairós y parousía son para Heidegger una misma cosa; el objetivo es una
vigilia con respecto a uno mismo. La vigilia, donde kairós, y no el tiempo del reloj (kronos), es el
tiempo, viene definida en cuanto que es propia de la cosa. Kairós está vinculado a crisis, la decisión
o la determinación de apartarse de kronos para dirigirse a kairós. La parousía halla su expresión
más genuina en una experiencia del ente en tanto que temporalidad original en el instante, donde el
Dasein elige sus propias posibilidades. En Ser y tiempo, Heidegger escribe sobre una «alegría
sosegada» y una «angustia lúcida» como características intrínsecas del Dasein. Habida cuenta de que
el análisis del tedio se halla tan próximo, en términos generales, al de la angustia, cabe creer que
dicha característica intrínseca tendrá también el carácter de un «tedio lúcido» y una alegría sosegada.
Pero el camino hacia tal estado ha de ser arduo. Estas reflexiones del pensador alemán nos
recuerdan unas líneas de un poema de Federico García Lorca:

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.

No duerme nadie.

Pero si alguien cierra los ojos,

¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!

Haya un panorama de ojos abiertos y amargas llagas encendidas.

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.

Heidegger se considera a sí mismo como nuestro salvador -o, al menos, como un mensajero de
salvación-, como aquel que, primero, nos conducirá y después nos rescatará a latigazos de un tedio
tan profundo que nos abrirá los ojos a las auténticas posibilidades del ser. El análisis de Heidegger
tiene por objeto cambiar al lector actualizando una dimensión esencial de la existencia a partir de lo
oculto.

Ésta es, en cierto sentido, la última estación de la fenomenología heideggeriana del tedio, un punto en
que el tedio se ha radicalizado de tal modo que es susceptible de provocar un cambio hacia un modo
de ser intrínseco. El Dasein ex-siste (ek-stasis, estar fuera), pues, en un campo de posibilidades
reales. Es probable que la exposición haya podido dar la impresión, hasta el momento, de que el
tedio es un fenómeno ahistórico que pertenece al ser del Dasein. Y, ciertamente, pertenece al ser del
Dasein como posibilidad -puesto que el Dasein es tiempo y el tedio una de las posibilidades de
expresión del mismo-, pero Heidegger considera asimismo que el tedio como afección fundamental
es especialmente característico del hombre de nuestro tiempo. ¿Por qué razón habría de ser así?
Porque el Dasein no tiene ya obligación alguna a nada en absoluto. Heidegger escribe:

«La ausencia de constricción fundamental (Bedrangnis) del Dasein es el vacío como totalidad, de
modo que nadie goza de unidad cimentada de actuación esencial en comunidad con ninguna otra
persona. Todos y cada uno de nosotros somos los instrumentos de un reclamo, partidarios de un
programa, pero nadie administra el orgullo íntimo del Dasein ni sus condiciones necesarias. Este
abandono en el vacío (Leergelassenheit) deja finalmente su huella en nuestro Dasein, dado que el
vacío es la ausencia de una urgencia fundamental. A nuestro Dasein le falta el secreto y, con él, falta
también ese terror íntimo que comporta todo secreto y que otorga al Dasein su grandeza».

Lo que Heidegger pretende aquí es demostrar que todos nos hemos convertido en individuos
atomizados sometidos a parámetros del todo abstractos, que no sentimos ya la necesidad imperiosa
de nada en absoluto, que no hay urgencia alguna por hacer nada esencial, que la vida se ha vuelto, en
cierto sentido, demasiado fácil. Y en esta facilidad se encuentra el origen del tedio y se convierte en
un almohadón sobre el que reposar, de modo que el Dasein renuncia al esfuerzo de llegar a ser él
mismo. En Ser y tiempo, el filósofo alemán se propone claramente demostrar que la angustia nos abre
a la posibilidad de una relación más libre y esencial con uno mismo. También el tedio profundo
ofrece tal oportunidad, pero no es infundado suponer que éste exige una aportación personal más
importante para que podamos utilizar las posibilidades que oculta. Uno puede adormecerse en el
tedio, pero desde luego, no en la angustia. De ahí que para Heidegger resulte decisivo despertar el
tedio, mostrar su radicalidad, hacer que la existencia resulte más difícil. «Sólo aquel que en verdad
puede procurarse a sí mismo una carga es libre.» Una posible carga es el filosofar. Porque la
filosofía tiene lugar en «la afección fundamental de la melancolía».

Heidegger subraya en varios pasajes de su obra que las cuestiones metafísicas sólo pueden nacer de
una afección fundamental. Es preciso despertar una afección para abrirse a una cuestión metafísica
que revele al yo como sujeto metafísico en el mundo. Y el tedio puede funcionar como una iniciación
a la metafísica. En el tedio se hallan los dos polos de la metafísica, el mundo como un todo y lo
individual, vinculados ambos por su relación con una misma nada. La filosofía nace en la nada del
tedio. El tedio pone de manifiesto un vacío, una falta de sentido donde las cosas se diluyen en una
indiferencia que todo lo abarca. El tedio crece de la atención a la cotidianidad de las cosas. La vida
no esencial «carece de tiempo», porque el desplazamiento fundamental de esta vida hacia el mundo
elimina el tiempo. El tiempo está tan lleno, que desaparece en pura transparencia. La temporalidad
de lo cotidiano propicia la indiferencia en el mundo en el que se manifiesta, originando así el tedio.
En la cotidianidad, las cosas se nos aproximan «en una extraña carencia de diferencias». Esta
afirmación no ha de interpretarse en el sentido de que no seamos capaces de establecer distinciones
entre las cosas; pero no cesamos de buscar algo nuevo y distinto. La falta de distinción debe
entenderse más bien como una especie de superficialidad, es decir, que ya no vemos las cosas como
esenciales. O, para expresarlo con Heidegger, el Dasein no ve ya el mundo, sino sólo las cosas.

De este modo, el Dasein echa raíces en la cotidianidad y se entumece en el mundo. El tedio debe
hacer patente este entumecimiento. En el tedio, nos vemos atrapados en una espiral de inmanencia en
la que el Dasein no puede ya entenderse como genuinamente extático, es decir, como trascendente. El
tedio recuerda la eternidad allí donde no existe trascendencia alguna. El tiempo queda desmembrado
y su implosión estalla en un presente sin contenido. Por lo general, el tiempo es invisible para
nosotros. No nos percatamos de él y no nos parece que sea algo. Pero en el tedio, donde nos
enfrentamos a una nada en la que el tiempo no está lleno de nada que nos proporcione un soporte que
otorgue sentido al hecho de que seamos conscientes, adquirimos conciencia del tiempo como tiempo.
En palabras de Joseph Brodsky, el tedio representa «tiempo puro y sin mezcla en toda su grandeza
repetitiva, superabundante, uniforme». En el tedio, el tiempo se vuelve «desobediente», pues se niega
a transcurrir como suele hacer, y ésta es la razón de que podamos experimentar la realidad del
tiempo. El sentido de la vida humana se derrumba. La relación del Dasein con el mundo se desdibuja,
en cierto modo, y lo que permanece es una nada, una carencia que lo engloba todo. El Dasein es
prisionero del tiempo, queda abandonado en un vacío que parece imposible llenar. El Dasein se
aburre porque la vida carece de objetivo y de sentido y el cometido del tedio es obligarnos a tomar
conciencia precisamente de eso.

El tedio surte un efecto deshumanizante al arrebatarle a la vida humana el sentido en virtud del cual
ésta es, en verdad, una vida. Apenas si podemos imaginar el mundo de los animales más que como
emparentado con el del hombre, sólo que más pobre, como un mundo con menos sentido. En el tedio
se produce una pérdida de sentido. El Dasein se vuelve pobre de mundo (Weltarm). Desde este punto
de vista, el hombre, en el tedio, se aproxima al mundo animal, pero ¿acaso pueden aburrirse los
animales? Parece innegable que los perros, por ejemplo, pueden aburrirse por causas muy concretas
pero, por lo general, eso no es sino una atribución con base antropomórfica. Para que uno se aburra,
ha de tener conciencia de la ausencia de sentido o de significado o, al menos en un estadio posterior,
estar en condiciones de tomar conciencia de que se aburre por la razón de que la situación en la que
se halla carece de sentido. En cualquier caso, la analogía entre el tedio humano y la vida animal falla
en un punto decisivo, a saber: los animales no pueden experimentar la pérdida de experiencia, puesto
que es algo que jamás adquieren. De ahí que resulte más que equívoco abordar la comparación entre
el tedio y la animalidad, debido al «abismo» existente entre estas dos constituciones del ser. ¿Es la
conciencia de la pérdida de sentido (o del olvido del ser) lo que convierte al Dasein en tal, lo que lo
diferencia del simple animal? Así expresado, resulta algo impreciso, considerando que el Dasein se
define fundamentalmente en virtud de su comprensión del ser, por oscuro que éste pueda ser. El
animal carece de la «estructura del como» (en el sentido de comparativo de igualdad) en la
experiencia. El animal no es capaz de ver una cosa como otra, sino que se encuentra en una
continuidad inmediata con el entorno.

Los seres humanos, en cambio, se constituyen gracias a un ser-en-el-mundo articulado en la polaridad


entre el hombre y el entorno. El ser-en-el-mundo implica o es una polaridad de esta índole entre
sujeto y objeto. Algunos fieles seguidores de la doctrina heideggariana consideran haber superado la
dicotomía sujeto-objeto pero, claro está, no es más que una concepción de tal dicotomía la que ha
quedado relegada. Lo interesante es que la relación entre sujeto y objeto no ha de entenderse sin la
coexistencia de una zona intermedia. En esa polaridad, en esa zona intermedia, es donde surge el
sentido. Puesto que las afecciones afectan a la relación con el entorno, no tiene sentido hablar de
tales afecciones hasta que nos veamos separados del mundo y tomemos conciencia de nuestra
particularidad. Otto Friedrich Bollnow califica de quebrada la afección de la angustia y la
desesperación. Sin duda que el atributo también es aplicable al tedio, huérfano de la polaridad que
otorga el sentido. El tedio es una afección que sugiere la ausencia de disposición afectiva y, dado que
la afección concierne a nuestra relación con las cosas y que el tedio es una especie de no-estado,
también nuestra relación con las cosas se convierte en una suerte de no-relación.

Hay en el Dasein una atracción hacia el mundo, una tendencia a permitir que la vida se disuelva en
pasatiempos no esenciales. Heidegger aspira a hallar aquello que nos provoca terror. El terror ha de
despertamos al permitir que el tedio despierte en nosotros. En el estado del tedio, el Dasein no
encuentra acogida en el mundo. El mundo se convierte en un no-hogar, es decir, ya no es un hogar
sino una amenaza. En el tedio experimentamos la nada de la realidad, o la realidad de la nada. Las
cosas se nos escapan y la relación que normalmente mantenemos con ellas se desvanece. La nada del
tedio se erige, en última instancia, en el único fenómeno que nos parece pertinente. El tedio arrebata
a las cosas una porción de su sentido y las hace aparecer como vacías y efímeras. Y, en tal situación,
¿qué es lo que nos queda? Nada menos que el ser. Aun rodeado de la nada, el Dasein sigue siendo, y
el ser puede así manifestarse al Dasein. Los modos de ser no esenciales ocultan la verdadera
naturaleza del propio ser. Al arruinar una relación no esencial fluida del yo con el mundo, se nos
abrirán los ojos a la relación esencial. La vida fáctica no se desarrolla nunca como soberana sobre sí
misma, pero puede gozar de mayor libertad que en la medianía de la cotidianidad. Al colapsar el
sentido, el Dasein se verá libre de su dependencia de los entes.

Ahora bien, ¿acaso no plantea un problema en la teoría de Heidegger la cuestión de cómo puede uno
pasar de un estado prefilosófico (no esencial) a otro filosófico (esencial)? Según nuestro autor, la
filosofía puede contrarrestar la caída a la que el Dasein se ve necesariamente sometido. Pero, si la
atracción hacia el mundo y la degradación son tan fuertes, incluso esenciales al Dasein, ¿cómo es
entonces posible el análisis de Heidegger? ¿No presupone acaso la realización de tal análisis que
otro movimiento, un movimiento de contracorrupción (Gegenruinanz) se ha puesto ya en marcha? Y,
de ser así, ¿cuál podría ser la fuente de un movimiento de contracorrupción de tal índole?

Si bien el tedio nos cierra tanto a nosotros mismos como al mundo, en su forma más radical podrá, no
obstante, conducir a un cambio que nos permita deshacernos del vacío. Pero ¿de dónde extrae el
Dasein los recursos necesarios para ello? ¿No estará Heidegger postulando aquí, en el fondo, una
voluntad nietzscheana, un resto cartesiano de sustancialidad, un punto estable del que, en realidad, no
existe evidencia fenomenológica alguna? ¿Podemos creer en el Dasein potencial de Heidegger?
Aunque el Dasein pierda todo apoyo de la totalidad de los entes, parece tener recursos en sí mismo
para resurgir. Y, ¿qué es esto, sino permanecer en un paradigma romántico? El tedio alberga la
urgencia o la añoranza de otro tiempo que, en Heidegger, se identifica con el kairós. ¿Habrá
emprendido el filósofo alemán un viaje en busca de un tiempo perdido o no se trata más que de una
afirmación? Resulta llamativo que Heidegger jamás llevase a buen puerto su análisis del tiempo,
donde los tres parámetros (extasis) del pasado, el presente y el futuro quedarían acogidos en una
única temporalidad. En cierto sentido, el Tiempo permanece, en su concepción, quieto; como un
punto utópico, como la promesa de una posibilidad.
Heidegger sostiene que «el tedio nace de la profundidad». O sea, que ese tedio es «profundo». Ahora
bien, ¿qué tiene el tedio que es tan «profundo»? ¿No cae aquí Heidegger en una dudosa sublimación
del tedio? Un rasgo recurrente en su pensamiento es el hecho de que todo lo que es bajo, sucio,
doloroso y malo viene caracterizado desde la perspectiva de grandeza, o lo que es lo mismo, como
expresión del ser. ¿Por qué es tan importante para nuestro pensador demostrar sobradamente la
grandiosidad del tedio? Sin duda se debe a su convicción de que los grandes hombres se ven
afectados por grandes afecciones, mientras que los hombres insignificantes presentan afecciones o
talantes de humor también insignificantes. Un tedio normal y corriente, un tedio «bajo», se
considerará como demasiado insignificante para soportar la gran carga filosófica que Heidegger
pretende encomendarle. Se resiste a aceptar la simplicidad de la vida humana, lo que lo lleva a
perder la perspectiva óntica (del ente) en beneficio de la ontológica (del ser).

La razón por la que el análisis del tedio heideggeriano sigue esta dirección no es otra que el hecho de
que toda otra cuestión queda, en su doctrina, subordinada a la cuestión del ser o del «sentido del
ser». A medida que he ido profundizando en la filosofía de Heidegger, he llegado a la conclusión de
que la cuestión sobre el ser no es una cuestión genuina, de que no existe nada que podamos llamar «el
ser en sí»; de ahí que el proyecto de Heidegger se viese abocado al fracaso. Si renunciamos a la idea
del «ser en sí», nos hallamos de nuevo ante la multiplicidad de significados «del hecho de ser». El
hecho de ser en el tedio constituye un modo de ser entre tantos otros que, a su vez, propicia el
nacimiento de diversos fenómenos. Precisamente porque no existe el «ser en sí», no podemos elevar
el tedio ni tampoco reducirlo a la condición de expresión del ser, sino que habremos de reconocerlo
como un fenómeno independiente. Cierto que se halla vinculado a una serie de otros fenómenos,
todos ellos, no obstante, coordinados, más que supraordinados o subordinados. El tedio forma parte
de la existencia, como fenómeno constituyente de ella, en tanto que Heidegger construye un tedio
monumental cuya misión será orientamos hacia el gran sentido total de la existencia humana y
conducimos al giro hacia un modo de ser esencial. Sólo una afección grandiosa, un tedio de
profundidad abisal será susceptible de desempeñar este papel. Sin embargo, Heidegger pierde con
ello la perspectiva de la vida humana tal como es de hecho, aunque era precisamente esta vida
fáctica la que se propuso investigar en un principio.

Heidegger cree que el tedio puede superarse y ahí radica, precisamente, su error: que permanece en
el ámbito de la lógica de la transgresión. Comprende que el tedio remite al deber que tenemos en
relación con el modo en que vivimos nuestras vidas, pero cree que este deber sólo puede resolverse
con la superación de todo ese modo de vida. Yo quisiera, no obstante, señalar que dicho deber lo es
en relación con la vida que vivimos aquí y ahora. Se trata de un deber para con lo concreto, no para
con el ser. Y tal deber implica asimismo la aceptación del tedio, más que la ambición de superarlo.

Para Heidegger, es el ser lo que hace «profundo» al tedio, aunque el tedio en sí no es demasiado
«profundo» o, al menos, no en el sentido en que él lo entiende. En la siguiente parte de este ensayo,
abordaré la exposición de los argumentos que, en mi opinión, avalan la postura de que el tedio puede
ser, de hecho, una fuente de conocimiento, ya que crea un espacio para la reflexión sobre uno mismo,
por más que dicho conocimiento no lleve aparejadas unas implicaciones ontológicas tan amplias
como sostiene Heidegger. El tedio no nos conduce a ningún tipo de comprensión total del «sentido
del ser», pero sí puede ofrecernos alguna que otra indicación sobre cómo vivimos de hecho. Es
posible que esto resulte demasiado insignificante para Heidegger, pero no cabe esperar más del
fenómeno.
La moral del tedio

Quisiera hacer notar que el título de este capítulo puede inducir a error. En efecto, parece apuntar a
que lo que aquí me propongo es exponer una serie de normas prácticas que nos ayuden a adoptar una
postura ante el tedio. Nada más lejos de mi intención. El problema del tedio no tiene solución alguna;
y eso es, precisamente, lo que lo convierte en un problema. No obstante, también podría interpretarse
como expresión de mi creencia de que el tedio comporta una moral propia, lo que se aproxima más a
la verdad. No es que crea que el tedio como fenómeno ofrezca una plataforma para la elaboración de
una filosofía moral sustancial, pero sí que puede revelamos algún que otro dato sobre nuestro modo
de vivir. A partir de ahí, corresponde a cada uno de nosotros adoptar una u otra actitud ante ello.

¿Qué es un yo?

Yo soy la suma de todas mis superaciones, es decir, de todo cuanto hago. En efecto, lo que yo hago
no es algo externo con respecto a quién soy; antes bien, podría afirmarse que es la expresión más
explícita de quién soy. En tanto en cuanto dichas superaciones funcionan de modo satisfactorio, yo no
consisto más que en eso, en lo que a mí concierne. Cuando consigo hallar una combinación en la que
me es posible vivir, no intentaré apartarme de ella mientras las condiciones externas se mantengan
más o menos idénticas. Si la combinación, en cambio, es insatisfactoria o si las condiciones externas
sufren una modificación sensible, me lanzaré a la búsqueda de nuevas superaciones. En estas
circunstancias, la vida se convierte en una caza en pos de experiencias siempre nuevas y, en la
actualidad, la oferta es prácticamente ilimitada en este sentido. Sin embargo, puede suceder que
encuentre algo insatisfactorio en la propia perspectiva de superación, de modo que llegue a
preguntarme por qué hago lo que hago.

En virtud de ese «¿por qué?», entablo un nuevo tipo de relación conmigo mismo. ¿Por qué busqué
precisamente esas superaciones? ¿Por qué son éstas las que se han dispuesto en una constelación
concreta? Estas cuestiones ponen de manifiesto el hecho de que lo que pretendo es buscar el
fundamento de por qué soy el que soy. Quiere esto decir que presupongo la existencia de un
fundamento del que puedo derivar todas las superaciones. Pero, simplemente, no consigo encontrar
tal fundamento. Lo más verosímil es que, ante la decepción de no hallar fundamento alguno regrese a
la superación. Existe, no obstante, otra posibilidad: también puedo permanecer en la reflexión en
torno al fundamento o, para ser exactos, a su ausencia. Y lo que encuentro entonces no es un
fundamento, sino un sentimiento indefinido que se presenta como algo que siempre ha estado
conmigo; como si ese sentimiento fuese yo. Si me detengo a reflexionar, caigo en la cuenta de que, en
realidad, yo he sido siempre consciente de este sentimiento y de que parece ofrecerme una
perspectiva de quién soy distinta de la que me brindaba la perspectiva de la superación. Sin
embargo, esta otra perspectiva tampoco me proporciona ningún fundamento sobre el que asentarme.
Se trata más bien de una experiencia de mí mismo como fundamentado en algo sin fundamento, algo
que me indica que el fundamento que en un principio buscaba para todas las superaciones es, más que
un fundamento, un abismo. Lo fundamental es más contingente que lo fundamentado. No existe ningún
fundamento original que defina quién soy yo «en esencia» y que, en consecuencia, pueda darme una
respuesta clara de cómo debo vivir.

Es evidente que este «viaje de estudios» no nos proporciona el resultado deseado. ¿Qué hacer, pues?
Nada, salvo proseguir. Regresar al día a día, seguir como siempre lo hemos hecho. Continuar
avanzando, por más que nos cueste. Persistir en nuestro tiempo, en el que ni pasado ni futuro parecen
poder ofrecer ningún punto de apoyo para saber cómo deberíamos caminar. Seguir sin historia (o sin
fundamento) que nos indique una dirección clara o un sentido superior. Seguir en una
contemporaneidad sin principio ni fin.

Tedio e historia

Es posible que sea radicalmente erróneo servirse del tedio como fenómeno privilegiado para
comprendernos a nosotros mismos y a nuestro tiempo. Tal vez nos encontremos más allá del tedio.
Tal vez el tiempo pase de forma tan acelerada ante nosotros que engulla el tedio o nos lo haga
imperceptible. Tal y como Milan Kundera lo expresa en La lentitud: «La velocidad es la forma de
éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre». Y, en esa velocidad, podemos olvidamos
de nosotros mismos, quizás incluso olvidar que hayamos vivido: «El grado de lentitud es
directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente
proporcional a la intensidad del olvido». Quienes se convierten en filósofos son, probablemente,
aquellos que son algo lentos, aquellos que no tienen facilidad para olvidar, que lo recuerdan todo
demasiado bien o, al menos, así lo creen ellos mismos. Wittgenstein establece una relación parecida
cuando afirma: «En la carrera de la filosofía gana el que puede correr más despacio. O aquel que
alcanza el último la meta».

Nuestros conceptos de realidad y experiencia son difusos porque los hemos definido de forma
negativa, a partir de una representación también difusa de una carencia. Pero ¿en verdad hemos
perdido algo? ¿Se nos ha escapado algo esencial, ya sea que hagamos alusión a lo perdido como un
tiempo o como una experiencia que, en el fondo, son una misma cosa? Es innegable que la conciencia
de una pérdida decisiva se erige en tema central de la filosofía del siglo xx (por ejemplo, en Adorno,
en Heidegger y en Wittgenstein) y para muchos de nosotros fue precisamente esa conciencia de
pérdida la que nos llevó a dedicamos a la filosofía; lo cual desvela una confianza sin duda
conmovedora en esta disciplina. Aunque me pregunto si no somos los menos los que seguimos
creyendo que la filosofía está en condiciones de ofrecer alguna solución...

La deseada presencia en el mundo se ve pospuesta de forma constante; de ahí que se transforme,


paulatinamente, en una ausencia. Es como si toda la reflexión naciese de una mirada sentimental
reflejada en un nostálgico espejo retrovisor. Semejante a un mesianismo en el sentido judaico o
cristiano, en el que se espera la primera o la segunda llegada del Mesías, con la única diferencia de
que hemos sustituido al Mesías por dimensiones más seculares, como la experiencia o el tiempo. Una
esperanza exagerada, tal vez; de ahí que dé lugar a esa ausencia, a ese vacío. Anticipamos un duelo
metafísico que está basado en una ausencia que quizá demos por supuesta. El sentido que buscamos
en la ausencia de sentido, la experiencia que buscamos en la ausencia de experiencia y el tiempo en
la ausencia de tiempo, ¿no serán sólo ilusiones? La conciencia de una pérdida no garantiza que
hayamos perdido algo y, por tanto, tampoco habría nada, ni un tiempo, ni un sentido ni una
experiencia, que recuperar. El título de la obra capital de Proust, En busca del tiempo perdido,
presupone que hubo otro tiempo pero, claro está, bien podría ser que el autor estuviese engañándose
a sí mismo.

Tomemos como ejemplo un concepto como el de alienación, del que ya apenas se habla. Un concepto
de esa índole sólo tiene sentido en la medida en que puede contrastarse con una situación de
participación, de identificación o de unidad, pues el propio concepto de alienación no expresa nada
más que la ausencia de dicha situación. Ahora bien, ¿por qué la alienación ha dejado de ser tema de
debate? Existen dos respuestas posibles: 1 ,a La alienación ha dejado de existir y, en consecuencia, el
concepto ha caído en desuso; 2.a La alienación ha llegado a extenderse hasta tal punto que ya no
disponemos de ninguna situación con la que comparar el concepto, es decir, la ausencia de lo ausente
es ya total. No es fácil decidir cuál será la correcta. En cambio, sí parece claro que una comunidad
que carece de sustancia social, en sentido hegeliano, no es una comunidad en la que uno pueda
alienarse. ¿Nos hemos quedado sin alienación y sin historia?

No me atreveré a sostener aquí que la historia ha llegado definitivamente a su fin, puesto que, a
intervalos regulares, parece detenerse para recomenzar en otro lugar. Sin embargo, no se trata ya de
una gran historia susceptible de brindamos un sentido monumental en el que insertar nuestras vidas.
Si la Historia parece haberse acabado, se debe al hecho de que ésta, al igual que nuestras vidas
individuales, tampoco da la impresión de perseguir ninguna meta. Pensamos que si el mundo tuviese
algún objetivo, éste ya debería haberse alcanzado, por más que ignoremos en qué habría de consistir
dicho objetivo. La modernidad se liberó con éxito del «peso muerto» de la tradición y, con ello, el
presente dejó de estar vinculado al pasado. Sin embargo, esta liberación no tuvo como contrapartida
el que pudiésemos dirigir la mirada al futuro con libertad sino que, antes al contrario, nos condujo a
la añoranza de un pasado ausente, a la experiencia de una pérdida que no se reconoce más que como
eso, como una pérdida. El presente vino a sustituir a la Historia como fuente de sentido, pero una
contemporaneidad pura sin conexión con pasado y futuro no es capaz de ofrecer mucho sentido.
Puesto que no podemos recuperar el pasado en tanto que pasado ni el futuro en tanto que futuro,
nuestra misión consiste en intentar establecer una relación lo más sustancial posible con el presente.

El tiempo del nihilismo coincidió con la época de apogeo de la filosofía moderna. El nihilismo le
ofreció a la filosofía la mejor posibilidad de crear un mundo o, mejor, de salvar un mundo en
descomposición. Fue precisamente el vacío creado por esta corriente de pensamiento el que brindó
al filósofo un espacio que llenar. En una entrevista celebrada en 1993, Ernst Jünger afirmaba que él
consideraba que el nihilismo estaba acabado. Es muy posible que tuviese razón; lo cual no implica,
no obstante, que la filosofía lo haya superado. Más bien podría decirse que el nihilismo se ha
superado a sí mismo, sin la llegada de nuevos dioses. La situación presente no puede calificarse de
«feliz Apocalipsis», palabras con las que Hermann Broch expresó su diagnóstico sobre la Viena de
fin de siglo. De hecho, no se trata de ningún Apocalipsis en absoluto, sino de un «nuevo mundo
maravilloso»: una «utopía» hecha realidad. En el fondo, no pueden inventarse nuevas utopías pues,
en la medida en que podemos imaginarlas, debería suponerse que ya están parcialmente realizadas.
Una utopía no puede, por definición, contener tedio, pero la «utopía» en la que vivimos es tediosa.
En El hombre y la técnica Oswald Spengler llegó al extremo de afirmar que el tedio, en una utopía
que sólo se hiciese realidad parcialmente, tendría tal poder que podría «conducir al genocidio y al
suicidio colectivo». Si nos detenemos a considerarlo, todas las utopías parecen ser mortalmente
aburridas, pues sólo aquello que es defectivo resulta interesante. Tal y como señala Pascal en sus
Pensamientos: «No es bueno ver satisfechas todas las necesidades». La utopía en la que vivimos
puede satisfacerlas prácticamente todas. En otras palabras, se trata de una utopía a la que no le falta
nada, salvo sentido. Cuando nos ponemos a buscar ese sentido, la utopía empieza a resquebrajarse.
En una novela un tanto extraña, Julien Gracq describe la descomposición de una pequeña comunidad
que permanece estática a la espera de emprender el camino hacia una guerra, lo que explica en los
siguientes términos: «Ese hastío de la vida que le sobreviene a todo cuanto hemos esperado
demasiado tiempo...». El tedio constituye un límite para la utopía. Una utopía no puede, jamás, verse
totalmente realizada, pues la realización total es sinónimo de tedio; y el tedio terminará por devorar
cualquier utopía desde dentro.

La experiencia del tedio

Un remedio que suele recomendarse contra el tedio es establecer una relación con Dios, como vimos
con especial claridad en Pascal. No obstante, ya los monjes de la Antigüedad pudieron comprobar
que no se trata de un remedio infalible, puesto que el precedente premoderno del tedio, la acedía,
atacaba muy en particular, como es sabido, a los monjes que habían dedicado su vida a Dios. Por
otro lado, hace ya mucho tiempo que Dios fue reemplazado como instancia susceptible de otorgar
sentido, en especial por la Ilustración, que pretendía que adquiriésemos la mayoría de edad y
contribuyó con ello a que llevásemos a término lo que Adán y Eva iniciaron al comer el fruto del
árbol de la ciencia. No quisiera aquí negar por principio la posibilidad de que se den revelaciones
religiosas, aunque tampoco puedo expresarme de forma positiva sobre ellas, y la mayor parte de las
nuevas religiones que nos inundan en la actualidad son, a mi juicio, poco fiables.

Para nosotros, los románticos, el trabajo también se presenta como una fuente de tedio, más que como
un remedio y hemos de tener en cuenta que el deseo de aventura romántico fue, ante todo, una
reacción contra la monotonía del mundo burgués y su moral del trabajo. Esta circunstancia se
evidencia con notable claridad en la novela de Friedrich Schlegel Lucinda, una obra aparecida en
1799. En el capítulo titulado «Idilio sobre la ociosidad», Schlegel toma partido por el ocio, pues
«toda esa actividad vacua e inquieta no reporta más que tedio, tanto el propio como el ajeno». Este
ideal de la ociosidad puede parecer contrario a la aspiración romántica, pero ha de notarse que en
realidad alude a la mecanización del ser humano en la sociedad moderna y burguesa, ante la que
Schlegel presenta el ocio como alternativa. En cualquier caso, lleva su propuesta hasta el extremo de
afirmar que «La vida más elevada y perfecta sería, por tanto, la entregada a un puro vegetar». Esto
puede conducirnos a pensar en el deseo expresado por Warhol de convertirse en una máquina, pues ni
las máquinas ni los vegetales se ven expuestos a sufrir la molestia que lleva aparejada la vida
espiritual, pero esto no es más que una impresión. El ocio de Schlegel tiene una meta: la de hallar el
sosiego en un estado de deseo superior; un deseo que, en ese sosiego, se renueve cada vez que se vea
cumplido. Se trata, claro está, del amor. En el amor, el mundo volverá a verse dotado de espíritu y de
sustancia. Schlegel subraya en Lucinda que la ambición romántica necesita un objetivo, que una
ambición abstracta e infinita es insuficiente. Tan sólo el amor ofrece un mundo dotado de sentido a
los protagonistas, Julio y Lucinda, un mundo más allá del tedio. El problema es que una eternidad
encarnada, en el caso que nos ocupa, en la persona de Lucinda, no deja de ser una eternidad. Lucinda
se convierte en un punto utópico en virtud del cual Julio pueda reconciliarse con el mundo pero, en
ese caso, Lucinda se convierte en un sucedáneo de Dios y, en consecuencia, el amor se convierte en
algo tan inalcanzable como Dios. Por otro lado, cabe preguntarse si convertir al ser amado, ya sea
mujer u hombre, en el sustituto de Dios en nuestras vidas no es cometer una grave injusticia para con
esa mujer o ese hombre. De hecho, es tanto como atribuirles un papel que están condenados a no
poder cumplir. Asimismo, implica una huida de la propia responsabilidad ante el tedio, un intento de
cargar a otro con dicha responsabilidad. Resulta, pues, complicado, hallar en el amor absorbente una
respuesta plausible al problema del tedio, dado que el amor verdadero no será nunca capaz de
soportar solo toda una vida. El amor puede parecer suficiente cuando no se tiene pero, una vez
conseguido, terminará por resultar insuficiente.

Para Schopenhauer, la solución se encuentra en la renuncia al yo individual a través de la experiencia


estética y, sobre todo, en la experiencia musical. Puesto que esta renuncia al yo es, sin duda, de
difícil realización para la mayoría de nosotros y, desde luego, también lo era para el propio
Schopenhauer, deberíamos, en su opinión, minimizar las expectativas y desistir de imponer
demasiadas exigencias al grado de satisfacción. Asimismo, el gozo estético siempre es pasajero, algo
de lo que Schopenhauer tenía plena conciencia. Por otro lado, dudo mucho de que una revelación
estética sea, en última instancia, esencialmente distinta de una no estética, sino química, por ejemplo.
El efecto de los narcóticos siempre es limitado, como también lo es, nótese, el de la música. Un
interesante ejemplo de este extremo en la música pop de nuestros días es el caso del grupo Pet Shop
Boys. La música pop se basa en las banalidades de la vida cotidiana, que el pop intenta reescribir de
modo que ello permita la ruptura con el tedio del día a día. En la música pop hallamos, de hecho, la
formulación de una esperanza: que esas vacuidades lleguen a convertirse en algo más; que sea
posible un amor capaz de, por ejemplo, liberamos de las cargas pesadas de la vida o de su gravosa
liviandad. Y, a falta de este elemento liberador, la música pop puede apartarnos ligeramente de este
tiempo superfluo, pues «aún queda tiempo que matar» (Up against it). Mientras dura la música,
escapamos al tedio, pero la música siempre acaba parándose. En la carencia de sentido, las
discotecas se convierten en un refugio y, en el baile, arropado por la música, experimentamos una
degustación de la eternidad conforme a la lógica del kairós: «Cuando bailas conmigo, bailamos por
siempre» (Hit music). Sin embargo, también los Pet Shop Boys son conscientes de que esto no es, en
última instancia, sino escapismo: «Vive una mentira, baila eternamente». Es un consuelo, pero no una
solución. La revelación estética es, a semejanza de la no estética, extremadamente efímera. Otro
disco de Pet Shop Boys, Bilingual, se abre, desde la primera canción, titulada Discoteca, con una
pregunta: «¿Hay alguna discoteca por aquí cerca?», hasta que, ya en el último tema, Saturday Night
Forever, entramos en ella. Pero, tal y como ahí mismo se nos recuerda: «Ya sé que esto no va a durar
eternamente». Puede decirse que la música les inspira una confianza schopenhaueriana pero que,
como el propio Schopenhauer, también ellos son conscientes de que no perdurará de forma
indefinida. La música debería continuar sonando, pero no puede hacerlo. Al igual que la voz de
Beckett debería continuar sonando y tampoco puede hacerlo. Cuando abandonamos la discoteca, no
nos queda más que seguir intentando vivir una vida normal y corriente, sumidos en el tedio y la
espera, aunque con esperanza. En otras palabras, la música, o cualquier otro recurso de la dimensión
estética, tampoco es ninguna solución en sí misma.

Robert M. Pirsig recomienda simplemente el sueño como remedio contra el tedio; un recurso que, sin
duda, surte efecto aunque, por desgracia, éste sea de naturaleza transitoria y apenas aplicable a otro
tipo de tedio que el situacional. Si nos aburrimos durante una clase, hallaremos tanto alivio en
dejamos vencer por el sueño como cuando leemos un libro aburrido. Pero es evidente que no
podemos dormir a todas horas.

Amold Gehlen sostiene que el único remedio contra el tedio es la realidad. No es ésta, en verdad,
una propuesta desdeñable en sí, pero, hacerse con una porción de realidad no es tan simple como
pudiera parecer. En efecto, el problema del tedio radica, precisamente y entre otras cosas, en que
«perdemos» la realidad. La propuesta de Gehlen puede, pues, interpretarse como una solución que
presupone que el problema ya está resuelto. Ahora bien, experimentar el tedio es experimentar una
porción de realidad. Más que el hallazgo inmediato de un antídoto contra el tedio, puede resultar útil
detenerse en él hallando así, tal vez, una especie de sentido en el tedio mismo. Sustraerse por
completo al tedio, o a cualquier otra afección, es inviable, pero sí podemos elegir entre admitirlo o
inhibirlo. Bertrand Russell afirma, en La conquista de la felicidad, que «una generación que no sea
capaz de soportar el tedio será una generación de hombres sin grandeza». Y yo creo que tiene razón,
pues sin la capacidad de soportar cierto grado de tedio, viviríamos una vida miserable, como una
huida constante lejos del tedio. Por esta razón, los niños deberían aprender a aburrirse. Mantenerlos
activos en todo momento es tanto como obviar un aspecto importante de su educación.

Por último, es Joseph Brodsky quien ofrece la receta que parece más convincente: «Cuando el tedio
haga presa en ti, sumérgete en él. Deja que te presione, que te arrastre hasta el fondo» Se trata sin
duda de un buen consejo, aunque difícil de seguir, pues cada fibra de nuestro cuerpo se resiste a
negarse a intentar al menos desprenderse de las garras del tedio. Sin embargo, el tedio tiene un
potencial en virtud del vacío que genera; el vacío puede implicar la eventualidad de una recepción
que, no obstante, no tiene por qué darse. El tedio arranca las cosas de su contexto habitual, con lo que
puede abrirlas a una nueva configuración y, por ende, a un nuevo sentido, puesto que ya las ha
despojado de todo sentido. El tedio alberga, en virtud de su negatividad, la posibilidad de un cambio
positivo. Como ya se ha mencionado, es una afección que nos permite contemplar la misma
existencia desde una perspectiva que nos hace conscientes de nuestra propia insignificancia en el
contexto y, en palabras de Brodsky:

«Pues el tedio es la invasión del tiempo en tu sistema de valores. Pone tu existencia en perspectiva y
el resultado neto es precisamente el conocimiento y la humildad. De lo primero deriva, tomemos
nota, lo segundo. Cuanto más aprendes de tu relevancia, tanto más humilde y condescendiente para
con tus semejantes, para con las motas de polvo que pululan a la luz del sol o las que, inmóviles,
adviertes ya posadas sobre la mesa».

El problema del romántico es su incapacidad para reconocer su propia grandeza y desea ser más
grande que todo lo demás, superar todos los límites y comerse el mundo. He ahí la razón por la que
el Romanticismo se convierte en barbarie. Y son los límites los que hacen que las cosas sean
importantes. Según apunta E.M. Cioran: «Sólo podemos concebir la eternidad eliminando todo lo
perecedero, todo lo que cuenta para nosotros». Si fuéramos inmortales, la existencia carecería de
sentido. El tedio es tedioso porque se nos antoja infinito, pero es un infinito al que hemos de hacer
frente en esta vida, con lo que se nos revela nuestra propia finitud. Las elecciones son importantes
porque no existen en un número infinito. Cuantas más posibilidades de elección tengamos, menos
significativa será la que hagamos. Al vemos rodeados de una selección infinita de objetos
«interesantes» entre los que elegir y algunos de los cuales deberemos dejar de lado, nada tendrá ya
valor alguno. Ésta es la razón por la que la inmortalidad sería infinitamente aburrida, porque
permitiría una serie infinita de posibilidades de elección.

Toda vida contiene cierta fragmentación, de tal modo que apenas si podemos imaginar una vida
integrada por completo. Sin embargo, una vida puede verse tan fragmentada que deje de ser una vida,
ya que para serlo, ha de presentar cierto grado de unidad, una especie de hilo narrativo. Por otro
lado, parece evidente que, durante ciertos periodos de la vida, somos más fragmentarios que en
otros. No faltan razones para pensar que la fragmentación se ha incrementado en la modernidad y que
seguirá haciéndolo. La identidad del yo es indisociable de la identidad del entorno hasta el punto de
que la fragmentación de la una conduce a la fragmentación de la otra. La soledad ofrece una
posibilidad de reconstruir el yo. Ahora bien, también puede resultar destructiva. El aislamiento es un
castigo terrible y la soledad puede actuar como una fuerza que, más que integrar, desintegre. Cuando
la soledad crece, uno se aferra a cualquier cosa o persona que pueda sacamos de ella. Es como si
intentásemos acallar esa voz interior que nos dice que la vida no funciona. Pero la voz sigue ahí,
cuando el medio que empleemos para acallarla deje de actuar.

No quisiera decir que estoy en condiciones de dar instrucciones precisas sobre cómo crear un yo
genuino y, por supuesto, la reflexión sobre uno mismo es una labor que debe realizarse por cuenta
propia, sin seguir un manual redactado por otros. La filosofía es, para mí, no tanto la denominación
de una ciencia como el término con que aludir a la labor de reflexión. Una ciencia puede enseñarse,
en tanto que la reflexión es algo que cada uno debe hacer por sí mismo. Como apunta Wittgenstein:
«El trabajo filosófico [...] consiste, fundamentalmente, en trabajar sobre uno mismo. En la propia
comprensión. En la manera de ver las cosas. (Y en lo que uno exige de ellas)». Y delegar el trabajo
de reflexión sobre sí en otros sería un error fundamental.

Tal y como yo lo veo, Pascal tenía razón al decir que el tedio comportaba cierto conocimiento de uno
mismo o, más bien, la posibilidad de tal conocimiento. Para decirlo con Nietzsche: «Aquel que se
guarda del tedio por completo, se guarda también de sí mismo». En el tedio nos encontramos solos,
pues no hallamos nada a lo que aferramos al margen de nosotros mismos y, en el tedio profundo, ni
siquiera ahí. Desde el punto de vista histórico, la soledad ha sido a menudo valorada de forma
positiva, por ser un estado propicio para llegar a Dios, para las consideraciones intelectuales y el
examen de conciencia. En cambio, en la actualidad son los menos quienes la tienen en buena
consideración. ¿Puede ello deberse, como observa Odo Marquard, al hecho de que hemos perdido
por completo «la facultad de la soledad»? En lugar de a la soledad, nos entregamos a centramos en
nosotros mismos, lo que nos hace dependientes de la mirada de los otros al intentar ocupar todo su
campo visual para, de este modo, poder afirmamos a nosotros mismos. El egocéntrico no tiene nunca
tiempo para sí mismo, sino sólo para el reflejo que de su persona puede hallar en los demás. El
egocéntrico no halla sosiego en la relación con su propio yo insignificante que se desvanece, sino
que se ve impelido a dotar a su yo externo de unas proporciones enormes, un yo gigantesco con el
que el propio creador cada vez tiene más dificultades para mantener una relación. Paradójicamente,
el egocéntrico sufre una soledad mayor que aquel que acepta la soledad, pues el primero no se ve
rodeado más que de espejismos, en tanto que el segundo es capaz de encontrar espacio para otro ser
genuino. El egocéntrico sólo puede pensar: «no es fácil ser yo», mientras que el solitario es capaz de
comprender que, en verdad, no es fácil ser alguien.

Es obvio que la soledad no es un bien en sí misma. Antes al contrario, solemos experimentarla como
una carga que, pese a todo, contiene un potencial. Todos los seres humanos están solos, unos más que
otros, pero nadie se ve libre de la soledad. Lo decisivo es cómo acogerla, si como una carencia
acuciante o como una posibilidad de sosiego. Olaf Bull habla del «espíritu dulce y solícito de la
soledad». Hay en la soledad una posibilidad de reposo en uno mismo, en lugar de reposar sobre las
cosas y las personas, cuya velocidad de cambio es tan acelerada que se nos escapan sin cesar.
Es probable que la sensación de pérdida a la que antes aludía se entienda como una sensación de
conciencia, como una sensación del compromiso que tenemos de vivir una vida con más sustancia. Y
pudiera ser que el tedio nos revele que estamos malgastando la vida. En el tedio, la vida se siente
como una nada porque así es como se vive. Nuestro concepto de conciencia se corresponde con el
alemán Gewissen, que es una traducción del término latino conscientia, el cual, a su vez, es sinónimo
del griego syneidesis. Todas esas palabras presentan un rasgo común expresado en los prefijos: con-,
ge-, con- y syn- (otro tanto puede decirse del vocablo noruego samvittighet, donde el prefijo sam-
equivale a estos cuatro). Todos esos términos tienen como referente un con-saber un conocimiento de
uno mismo. Se trata de que nos observemos a nosotros mismos y de que juzguemos nuestras acciones.
La conciencia forma parte de la soledad pues, en última instancia, siempre soy yo el culpable.

Por más que la soledad sea la suerte de todos los hombres, es también algo personal. Me concierne a
mí y, en ocasiones, incluso es yo. Y al igual que soledad y conciencia son mías, también el tedio es
mi tedio. Un tedio del que yo soy responsable.

La conciencia invita a una reflexión sobre la vida que llevamos, una empresa que requiere tiempo. En
la época que vivimos, cuando la palabra «eficacia» se ha convertido en una de las grandes
protagonistas de la escala de valores, preferimos que todo se haga rápido, pero no son así las cosas
con el tipo de reflexión que aborda lo más hondo de nuestro ser: tal reflexión debe llevamos tiempo.
De lo contrario, nos faltará algo esencial. Las condiciones externas rara vez son propicias para
detenerse en el tedio pues, para la experiencia de éste, hemos de tomamos un tiempo. Pero, en lugar
de tomamos ese tiempo, optamos por hacerlo pasar. Ahora bien, todos esos placeres, las vacaciones,
la televisión, la bebida, la droga, la promiscuidad... ¿nos hacen felices? En absoluto, por más que la
mayoría de nosotros seamos, siquiera por un instante, algo menos infelices gracias a ellos. En
cualquier caso, nos preguntamos: ¿qué valor tienen todos esos placeres, más allá del tiempo que
duran? ¿Tienen, de hecho, algún valor, salvo el de hacemos pasar el tiempo? Imaginemos que
pudiésemos mantener el centro de apetitos del cerebro constantemente estimulado, de modo que la
vida fuese un único viaje de placer desde el nacimiento hasta la muerte; una vida tal nos parecería
demasiado indigna. Renunciar al dolor de estar vivo es tanto como deshumanizarse a sí mismo.
Sentimos la necesidad de justificar nuestra existencia, y una serie de experiencias aisladas sin
profundidad alguna serían, simplemente, insuficientes. Incluso aunque pudiésemos justificar cada una
de nuestras acciones de forma individual, subsiste el problema de justificar la totalidad de dichas
acciones, o lo que es lo mismo, la vida que llevamos. Es nuestro deber llevar una vida que nos
incomode y, al mismo tiempo, esta vida está siempre, en palabras de Kundera, en otra parte. El deber
de vivir la vida nos conduce inexorablemente al tedio. Surge, pues, una suerte de moral del tedio:
debemos mantenernos en él, pues el tedio contiene el eco de una promesa de una vida mejor.

En sus primeros diarios, Wittgenstein asegura: «El ser humano puede hacerse feliz a sí mismo sin
más». El contenido de tal afirmación está ligado, para él, con la idea schopenhaueriana de que
podemos renunciar a influir sobre lo que sucede en el mundo. Sin embargo, yo me resisto a compartir
esa creencia. En efecto, yo no creo que, por nosotros mismos, merced a un esfuerzo voluntario
positivo o negativo, podamos ponemos a nosotros mismos en situación de ser felices, ni que otros
puedan hacerlo por nosotros. Treinta años más tarde, Wittgenstein escribía:

«La solución a los problemas que ves en tu vida es vivir de tal forma que desaparezca lo
problemático. »Decir que la vida es problemática significa que tu vida no se ajusta a la forma de la
vida. En consecuencia, debes cambiar tu vida y, si se ajusta a la forma, desaparece lo problemático.

»Pero ¿acaso no sentimos que quien no ve allí un problema está ciego ante algo importante? ¿No me
gustaría acaso decir que ese tal vive precisamente ciego, como un topo, y que si pudiera ver, vería el
problema?

»O no debo decir que quien vive correctamente no experimenta el problema como tristeza, es decir,
como algo problemático, sino más bien como una alegría; por así decirlo, como un ligero éter en
tomo a su vida y no como un trasfondo dudoso».

Ahora bien, ¿cómo conducirse para conseguir vivir de tal modo que desaparezcan los problemas de
la vida? Es obvio que no existe una receta universal para ello. Y, ¿cómo sería posible vivir una vida
que no fuese problemática, en general? Lo importante aquí es hallar una perspectiva que nos permita
vivir con los problemas, sin llegar a convertirse en un «miserabilista», en lugar de vivir para ellos.
Afirmar, como los filósofos desde Schopenhauer a Zapffe, que la vida es necesariamente trágica o sin
sentido, o que la felicidad no es más que una ilusión, como no se cansa de recordarnos Leopardi es,
en mi opinión, ir demasiado lejos. Hay personas que sí encuentran sentido a la vida y no creo que sea
la misión de los filósofos ni de nadie señalar que sus vidas «en realidad» son un «sinsentido». El
Eclesiastés nos advierte: «Porque donde hay mucha sabiduría, mucha será la pena y aquel que crezca
en conocimiento, verá crecer el dolor». Por más que Salomón fuese un hombre sensato, yo me inclino
a creer que él, junto con el autor de Hávamál y muchos otros, comete un error al afirmar que existe
un vínculo entre la inteligencia y el espíritu melancólico. Cierto que el melancólico puede hallar un
consuelo relativo imaginando que su propia vida espiritual goza de una profundidad extraordinaria
pero, por lo general, éste suele resultar un falso consuelo. Uno puede ser feliz sin por ello ser una
persona superficial. En cambio, está más extendida la combinación de ser infeliz y superficial. Por
otro lado, me gustaría subrayar que tampoco constituye una misión de la filosofía advertirles a las
personas que su melancolía es ilusoria. Jamás he podido soportar a aquellos que, a cualquier precio,
pretenden encender la luz tan pronto como yo maldigo la oscuridad. Esto no es, a mi juicio, sino una
falta de respeto por la oscuridad que rodea la existencia de muchas personas. La oscuridad es
también, por otro lado, una experiencia genuina, pero yo me inclino a creer que T.S. Eliot hace bien
en explicar, por boca del invitado desconocido de The Cocktail Party, que no existe otro motivo
para permanecer en la oscuridad que, en última instancia, reconciliarse con la idea de haber gozado,
alguna vez, de la luz.

Puede que la felicidad esté próxima pero, tal y como Hólderlin advierte en «Der Ister»;

Pues nadie puede, sin alas, tocar lo más cercano sin más

y alcanzar la otra orilla.

No existe, a todas luces, posibilidad alguna para el ser humano de escapar al tedio por medio de la
voluntad, y es sintomático, por ejemplo, que sea el estallido de la guerra y no un acto de su voluntad
lo que arranque a Hans Castorp de sus siete años de adormecimiento en el tedio en La montaña
mágica, de Thomas Mann. El tedio no puede superarse con un simple gesto, pero tampoco estamos
irremisiblemente condenados a él. Podemos aprender a vivir con él. Todo intento de eludir el tedio
de forma directa lo hará, a todas luces, más intenso a la larga y toda receta contra el tedio del tipo
hágalo-usted-mismo debe acogerse con el mayor escepticismo. En realidad, todas las curas que se
recomiendan como apropiadas para combatir el tedio, como el arte, el amor o la relación con Dios,
hemos de hallarlas por nosotros mismos y no merecen quedar reducidas a un simple medio para huir
del tedio.

Tedio y madurez

En este ensayo no he dedicado muchas líneas al tedio de los niños, pese a la importancia del asunto.
Sin embargo, considero que hay quienes están más documentados que yo sobre ese tema. Lo más
probable es que también guarde relación con mi propio esfuerzo por adquirir la madurez adulta. En
efecto, aunque tengo ya casi treinta años, estoy aún lejos de ser adulto. En realidad, puede decirse
que soy como la mayoría de los que han leído estas páginas: no llegamos a ser adultos. Pese a que me
había propuesto no ofrecer al lector ninguna «introducción al arte de la vida», pues no quisiera
proponerme a mí mismo como ejemplo que seguir, quizá merezca la pena detenerse a considerar qué
es intentar ser adulto.

La niñez no es algo que haya existido siempre, sino que, como señala Philippe Aries, sólo tiene
trescientos años. Fue entonces, sin duda, cuando se descubrió que un niño no era un «adulto
pequeño», sino algo distinto, a saber, un niño. Y es posible que fuese un descubrimiento de terribles
consecuencias. Por otro lado, en lo que a nuestro tema concierne, resulta desconcertante el hecho de
que la niñez y el tedio surgiesen en tomo a la misma época. No pretendo con ello afirmar que exista
ninguna relación entre el crecimiento de ambos fenómenos, pero se trata, a mi juicio, de una
coincidencia notable. Con el Romanticismo y como prolongación de las teorías de Rousseau, la niñez
se convierte en un ideal y el niño, en el ser humano auténtico, aún intacto por los estragos de la
civilización. De modo que, según la perspectiva romántica, el hecho de hacerse adulto ha de
entenderse como una suerte de deshumanización. Hacerse mayor es, por así decirlo, un atentado
contra nuestra identidad personal y la juventud eterna se convierte en el mayor de los deseos. «La
juventud» es una construcción aún más reciente que la del «niño» y podría decirse que, en nuestros
días, constituye un ideal todavía más anhelado que el del «niño». Por otro lado, observamos que se
produce un cambio en la moda hacia finales del siglo xvii, época en que su principal misión consistía
en hacer que las personas pareciesen más jóvenes y no más adultos. Hoy, prácticamente toda la
publicidad va dirigida a los jóvenes y, si el público al que se destina es algo mayor, el mensaje
incluye la oferta de un producto que les ayudará a rejuvenecer.

Tengo la sospecha de que gran parte de nuestro duelo metafísico, la experiencia de pérdida sobre la
que me expresé en la introducción de este ensayo, es un duelo por la infancia perdida. Es, cuando
menos, una forma plausible de ver las cosas. Como señala Kierkegaard: «Mi descontento con el
presente nace de mis celos por el pasado». Pero no menos plausible sería interpretar esa añoranza de
la infancia como una añoranza de los valores, es decir, que la experiencia de pérdida en relación con
la niñez sería un síntoma de la pérdida de valores. En la confusión de ambas pérdidas exigimos,
como los niños, que se nos entretenga, que nuestra atención pueda centrarse en todo momento en algo
«interesante». Nos negamos a aceptar que, de forma paulatina, hemos de ir abandonando el mágico
mundo de la niñez, lleno de cosas nuevas y emocionantes. Quedamos suspendidos en un estadio
intermedio entre la niñez y la madurez, en una pubertad sin fin; y la pubertad está llena de tedio. Pero,
puesto que la pérdida de la niñez es irrevocable, hemos de pensar que resulta más prometedor tender
a la madurez.

Es Kant quien, de forma explícita, establece un vínculo entre madurez e Ilustración, al definir la
madurez como un paso lejos de una minoría de edad de la que somos los únicos responsables.
Resulta tentador señalar aquí que la Ilustración eligió los términos de su discurso a partir de un verso
de Shakespeare: «Todo consiste en estar preparado». Desde un punto de vista hegeliano, la madurez
ha de entenderse como la realización del yo en una comunidad ética preexistente, pero la
fragmentación de la modernidad ha minado la fe en la posibilidad de la existencia de tal comunidad
ética. La madurez se presentaría, por ende, como una meta imposible de alcanzar. La cuestión es si
podremos crear otra concepción de madurez. Nietzsche alude a su doctrina del eterno retorno como
la «nueva Ilustración», dejando así bien clara su intención de establecer una nueva concepción de lo
que es la madurez. Asegura que la madurez personal depende de la capacidad de «[...] haber
reencontrado la seriedad que de niño se tenía al jugar». En este sentido, Nietzsche se presenta como
continuador del proyecto romántico. Su conciencia le dice una sola cosa: «Has de convertirte en el
que eres». Y a decir de Nietzsche somos, en realidad, niños: niños grandes capaces de convertir la
vida en un juego estético y de afirmamos a nosotros mismos por tiempo ilimitado. La madurez
consiste en establecer un yo, lo que para él es lo mismo que «conferir un estilo al propio carácter».
Según él: «La existencia sólo nos es soportable como fenómeno estético». Pero la concepción de
madurez de Nietzsche, con su amor fati, es extrema, demasiado extrema para nosotros los humanos.
Bien está que aceptemos el destino; muy distinto es que, además, nos complazca.

La concepción de madurez de Foucault es mucho más humana, aunque está construida sobre el mismo
esteticismo que hallamos en Nietzsche. El proyecto de la Ilustración, tal y como lo definió Kant y
como ya hemos mencionado, consistía en conducir al ser humano hacia la mayoría de edad o
madurez. Foucault se suma a este proyecto, no sin hacer notar al mismo tiempo que la Ilustración no
nos abocó, de hecho, a ningún tipo de madurez y expresa su escepticismo ante la idea de que, en
realidad, seamos capaces de llegar a ser maduros. Y hasta ahí, he de decir que estoy de acuerdo con
él aunque, en mi opinión, el esteticismo transgresor que propone es parte del problema, más que su
solución. Allí donde el proyecto crítico de Kant se centra en la cuestión de cuáles son los límites que
el conocimiento no puede transgredir, la crítica de Foucault se convierte en un análisis práctico de
las diversas posibilidades de transgresión. El ideal, y el único deber ético, se convierte en un deber
estético: «Crearse a sí mismo como una obra de arte».

El propio Foucault es un yo que debe superarse a sí mismo constantemente. De hecho, nos recuerda
la pequeña fábula de Kafka en la que un hombre le pide a su sirviente que le ensille el caballo y,
cuando el sirviente le pregunta adonde piensa ir, él contesta: «Lejos de aquí, ése es mi objetivo».
Foucault no logra hallar el sosiego. No existe un proceso de liberación absoluta -pues el sujeto desea
estar siempre vinculado a su situación histórica- sino un proceso de liberación constante. Se diría
que Foucault persigue una mimesis de las palabras de Holderlin cuando el poeta asegura que la
grandeza del hombre consiste en la circunstancia de que nunca se encuentra satisfecho. El aspecto no
romántico en el caso de Foucault es el hecho de que él reconoce la realidad de los límites, él admite
que el sujeto no puede establecerlos y eliminarlos a placer y que las distintas situaciones históricas
propician transgresiones también distintas. Él mismo no lo confía todo a una esperanza mesiánica,
sino que se ve envuelto y se involucra en su situación histórica concreta.
Pese a que, de forma explícita, se sitúa en el marco del proyecto crítico de Kant y pese a ser mucho
mejor intérprete de su pensamiento de lo que la mayoría cree, hemos de admitir que su
transformación del etbos crítico de Kant es una romantización y, como tal, una infantilización. El
sujeto de Foucault no madurará jamás, pues toda madurez le resulta tediosa, sin los momentos de
intensidad y sin las transgresiones que exige el sujeto romántico. En efecto, la madurez requiere
constancia, que el yo permanezca sustancialmente el mismo de forma meditada, lo que, para el
romántico, no puede ser más que mortalmente aburrido. No obstante, permanecer siendo el mismo es
tanto como crear un fragmento de, como mínimo, una historia. Por nuestra parte, apenas si podemos
hacer otra cosa que mantener el presente. Se trata de una variante atenuada del amor fati de
Nietzsche, la aceptación de lo dado, la constatación de la existencia de límites, con el claro objetivo
de no transgredirlos. Hacerse adulto significa aceptar que la vida no puede mantenerse en la magia
de la infancia, que es, en cierta medida, tediosa; pero también supone comprender que eso no impide
que merezca la pena vivirla. Cierto que esto no soluciona nada, pero no es menos cierto que modifica
el problema.

Epílogo

En la introducción a este libro anuncié que sus páginas se sucederían como una serie de bocetos, más
que como una argumentación sólida que condujese a una conclusión. Pues, de hecho, ¿cuál sería
dicha conclusión? ¿Que la vida es tediosa, tal vez? Pues sí, la vida es, sin duda, bien tediosa con no
poca frecuencia. El tedio afecta a distintas personas de diversas maneras y en distinto grado, pero
podemos afirmar que, tarde o temprano, resulta inevitable padecerlo. Si el tedio es grave, nos vemos
indiscutiblemente abocados a una situación existencial límite en la que nos planteamos toda nuestra
existencia.

El hecho de que el ensayo se haya centrado en el tedio como fenómeno propio de la modernidad
puede inducir al lector a pensar que era mi intención narrar aquí la historia de una decadencia; nada
más lejos de mi propósito. De hecho, no es factible, a mi juicio, comparar varias épocas históricas
para después calificar las unas como mejores o peores que las otras. Mi objetivo era, en cambio,
presentar el tedio como un problema capital de la edad moderna. No hemos de olvidar que el tedio
se extiende cuando las estructuras de sentido tradicionales se derrumban. En la modernidad, el sujeto
se ve liberado de la tradición, con lo que se ve impelido a buscar el sentido por sí mismo. El sujeto
moderno busca el sentido a través de transgresiones de diversa índole, pero cada nueva transgresión
lo devuelve más empobrecido a la realidad, tal y como quedó ejemplificado en los análisis de
William Lovell, American Psycho y Crash. Tedio y falta de sentido resultan, en última instancia,
coincidentes; y el sujeto moderno cree que puede adquirir ese sentido a través de diversas
transgresiones del yo, convirtiendo en suyo cualquier otro sentido disponible.

El sentido personal, entendido como un sentido único para mí, algo que, por sí solo, puede conferir
sentido a mi vida, resulta ser irrealizable. Podemos, si así lo queremos, esperar la llegada de ese
sentido durante toda una vida, pero jamás vendrá: ése es el problema de Beckett. Por su parte,
Warhol nos mostró la imposibilidad de anular la necesidad de tal sentido. Parecemos haber quedado
abandonados a una situación en la que nos vemos irremediablemente abocados al tedio, como si sólo
existiese la posibilidad de elegir entre el tedio y una serie de «interesantes» sustitutos que, en último
término, no harán sino devolvernos al mismo tedio. No obstante, conviene tener presente que el tedio
no es más que un aspecto de la existencia. Y que todo lo demás no merece quedar reducido a
representar o bien lo tedioso, o bien lo interesante.

Por otro lado, el tedio tampoco nos conduce, según propone Heidegger, a un gran sentido oculto.
Cierto que nace de la falta de sentido, pero tal vacío no garantiza que exista nada capaz de llenarlo.
Desde el punto de vista de Heidegger, el tedio mismo adquiere sentido porque, con tal de que sea lo
suficientemente profundo, provocará un cambio hacia un modo de existencia, hacia otro tiempo: el
Instante. Tal y como demuestra Beckett, el Instante está permanentemente diferido. El Instante, el
Sentido mismo de la vida, se presenta sólo en forma negativa en el aspecto de una carencia, y los
instantes particulares, los que surgen en el amor, en el arte, en la embriaguez, jamás perduran. El
problema consiste, al parecer, ante todo, en aceptar que no se nos dan más que instantes particulares
y que la vida se basa en una importante cantidad de tedio distribuida entre uno y otro de estos
instantes. Pues la existencia no se compone en lo esencial de instantes, sino de tiempo. Pese a todo,
la ausencia del gran Sentido no implica la anulación de todo otro sentido. Concentrar la atención de
forma unilateral en la ausencia de Sentido puede velar la existencia de otros sentidos y, en tal caso,
es normal que tengamos la impresión de que el mundo se desmorona a nuestro alrededor. Una fuente
común del tedio es el hecho de que nos empeñemos en usar la mayúscula allí donde deberíamos
contentamos con las minúsculas. Aunque no se nos otorgue Sentido, no deja de haber un sentido; y
también tedio. El tedio ha de aceptarse como un hecho insoslayable, como la fuerza de gravedad de
la propia vida. No es una solución grandiosa, pero es que el problema del tedio no tiene solución.

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