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editorial roneo

M A R KU S GABRI E L
EL PODER DEL ARTE

t r a d uc c ió n y p r ó lo g o d e
j e a n -paul g r as s e t

septiembre de 2019 - santiago de chile

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el poder del arte

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¿Quién, si gritara yo, me escucharía
en los celestes coros? Y si un ángel
inopinadamente me ciñera
contra su corazón, la fuerza de su ser
me borraría; porque la belleza no es
sino el nacimiento de lo terrible; un algo
que nosotros podemos admirar y soportar
tan solo en la medida en que se aviene,
desdeñoso, a existir sin destruirnos.
Todo ángel es terrible. Así yo, ahora
sepulto, como oscuros sollozos en mi pecho
mi grito de socorro. ¿A quién podremos recurrir?
Ni a los hombres ni a los ángeles.
¡Ay! Incluso las bestias, astutas, se percatan
de que es torpe, inseguro, nuestro paso
que yerra por un mundo interpretado.

Rainer Maria Rilke, Elegías de Duino

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Vivimos una época estética. Las obras de arte están pre-


sentes en todas partes. Hoy en día, en particular, se está
volviendo cada vez más difícil distinguir el arte del dise-
ño. Al fusionarse, las obras de arte y los objetos de diseño
cambian de forma y de aspecto, y aparecen allí donde no
se les espera. Por supuesto, siempre se pueden admirar
las obras en el museo, escuchar un concierto o ver una
película. Pero basta con caminar por una ciudad que tenga
algo de historia para estar en presencia de la arquitectura,
que también es una forma de arte. Recorrer las tiendas
de lujo en las grandes capitales nos expone a artículos
de moda únicos, que están moldeados por el poder que
tiene el arte para hacer destacar los objetos. Cualquiera
que haya visitado Japón, habrá notado que allí la alimen-
tación también es una forma de arte; cosa que, por ejem-
plo, no es obvia en un contexto de consumo de fast-food.
Sin embargo, incluso McDonald’s, cuya comida no tiene
aparentemente nada de estético, utiliza con gran fuerza el

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arte y el estetismo1 para enmascarar la mediocridad de los
alimentos que ofrece. De hecho, la oferta de alimentos en
las sociedades modernas no se limita a proporcionar los
ingredientes bioquímicos indispensables para la vida. Nos
enfrentamos con objetos gastronómicos, impregnados de
mitos y relatos imaginados, con el propósito de crear co-
munidades de consumidores. Es por eso que Ronald Mc-
Donald (la figura del fundador de la marca encarnada por
un actor) se invita a sí mismo a las fiestas de cumpleaños
organizadas para los niños en los locales de McDonald’s.
Esta aparición tiene el objetivo de transformar la expe-
riencia desagradable, que consiste en consumir una ali-
mentación mediocre, en una experiencia estética, gracias
al encuentro con un mito. El arte tiene múltiples usos, no
es un valor en sí mismo. En nuestro mundo de diseño, es
la nariz postiza la ficción que esconde el aspecto detesta-
ble de nuestros hábitos de consumo.
Finalmente, en esta era digital, estamos constantemen-
te en presencia de obras de arte bajo la forma de diseño,
ya sea material –Apple es un caso típico en cuanto a este
tema– o de la gráfica de las páginas de Internet y de la
publicidad en línea.
Ante esta omnipresencia del arte, lidiaré en este ensa-
yo con la siguiente pregunta: ¿cómo es que el arte se ha
vuelto tan poderoso que ni siquiera podamos imaginar
una realidad que no esté gobernada por sus parámetros?
En el mundo de los objetos que nos rodean, el arte se
ha convertido en la regla y ya no en la excepción, al punto
que algunas personas se preguntan si el arte no es la expre-
sión de algo más poderoso, algo que avanzaría oculto bajo
la máscara del arte. Una hipótesis querría que esta fuerza

1 N. del T.: Esthétisme, en el original.

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contemporánea que dirige subrepticiamente al mundo del
arte sea el capital(ismo), en el sentido marxista de acu-
mulación de riquezas producidas por las estructuras de
explotación. Estas estructuras solo pueden funcionar al
hacerse invisibles; entonces, la función del arte sería, pre-
cisamente, enmascarar las condiciones de producción de
los bienes materiales, haciéndolos bellos. Si se verificara
esta hipótesis, entonces habría que impugnar al arte en su
totalidad y rechazarlo en todas sus formas, como señal de
resistencia a las fechorías del régimen sociopolítico y eco-
lógico de nuestra época.
Yo refuto formalmente esta hipótesis. El arte, como de-
mostraré a continuación, no está controlado por ninguna
fuerza desconocida ni alienante que se expresa bajo su cu-
bierta. El arte es, ciertamente, incontrolable. Nadie, ni si-
quiera el artista, está en posición de gobernar su historia.
Iría aún más lejos: el arte nos controla sin mostrar ningún
interés particular; es aquella superinteligencia temida por
numerosos críticos de las tecnologías digitales.2 El arte ha
tomado posesión del espíritu humano desde las pinturas
de las cuevas de Lascaux, de Altamira, etc. Se ejecuta en
nuestro ser, como un programa en un computador. Más
aún, es gracias al surgimiento del arte que nos hemos con-
vertido en seres humanos, es decir, en seres que condu-
cen su vida de acuerdo a una imagen del ser humano y al
lugar que ocupa entre sus congéneres, la fauna, la flora

2 Ver Nick Bostrom: Superintelligence, tr. Françoise Parot, Dunod, Pa-


rís, 2017 [ed. esp.: Superinteligencia: caminos, peligros, estrategias, tr.
Marcos Alonso, Teell, Zaragoza, 2016] que hace explícitas las ideas
filosóficas popularizadas por Ray Kurzweil: Humanité 2.0: la bible du
changement, M21 Editions, París, 2007 [ed. esp.: La singularidad está
cerca. Cuando los humanos trascendamos la biología, tr. Carlos García
Hernández, Lola Books, Berlín, 2012].

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y las estrellas.3 Me explico. Antes de que la ciencia les
ayudase a entender su lugar en el universo, los modernos
pensaban que ocupaban en la Tierra un lugar especial en
el orden de las cosas. Este estatuto específico descansa-
ba en el concepto de dioses, y luego de un Dios único.
Sin embargo, incluso después de la “muerte de Dios”, en
el sentido posmoderno, donde este ya no juega un papel
central en nuestro concepto de ser humano (para un cier-
to número de personas, al menos), permanece una huella
de esta época mítica: la idea de que algo nos distingue; en
este caso, es nuestra facultad de pensarnos distintos. Nin-
gún otro animal, hasta donde sabemos, concibió teorías
del universo. Es por eso que nosotros, los posmodernos,
tenemos razones para perpetuar el humanismo de nues-
tros ancestros. Los seres humanos son distintos, pues con
ellos tuvo lugar un acontecimiento que provocó el co-
mienzo de la historia del espíritu humano. Pero no son
los dioses quienes nos hicieron humanos. En este ensayo,
defenderé la idea de que el arte es aquello que está en el
origen de la humanidad, de nuestra concepción de noso-
tros como animales diferenciados.
No es una casualidad, en efecto, que la expresión mis-
ma de “inteligencia artificial” contenga la idea de arte. Sin
embargo, el hecho de que nosotros, los seres humanos,
seamos una inteligencia artificial ha pasado desapercibido
hasta aquí. El pensamiento humano ha sido formado por
las producciones de nuestros ancestros (herramientas,

3 N. del T.: Para esta concepción del ser humano, ver Markus Gabriel:
Ich ist nicht Gehirn: Philosophie des Geistes für das 21. Jahrhundert,
Ulstein, Berlín, 2015 [ed. esp.: Yo no soy mi cerebro. Filosofía de la
mente para el siglo xxi, tr. Juanmari Madariaga, Pasado & Presente,
Barcelona, 2016].

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pinturas, joyas, tatuajes y vestimentas); estos objetos se
han apoderado de la imaginación humana, que luego uti-
liza para transformar.
La Historia es fundamentalmente la historia del arte, y
esta historia es más poderosa que cualquier actor o insti-
tución que haya tratado de controlarla. Aquello que tiene
poder sobre nuestra imaginación tiene poder absoluto
sobre nosotros. De ahí el poder siempre actual de Dios.
En efecto, importa poco si Dios existe (o no) fuera de la
imaginación de los seres humanos. Si Dios no existe fuera
de la imaginación humana, como dicen los ateos, aun así
la idea de Dios impregna a los espíritus. Las ideas pueden
ser muy poderosas, aunque no representen nada en la rea-
lidad material del espacio-tiempo. Consideremos los nú-
meros o los souvenirs, por ejemplo. En ninguna parte del
universo vemos cifras. El número 3 no reside en ninguna
parte. Lo mismo aplica a los souvenirs: no tienen nada que
ver con fotografías realistas. Sin embargo, sin números ni
souvenirs, no habría sociedad humana.
Por consiguiente, la historia de la imaginación no es
una pura historia de errores. Imaginar una cosa no es co-
meter un error. La imaginación no es una nada. Su fun-
ción no es, como lo creía Jean-Paul Sartre, materializar
la nada.4 La imaginación no trasciende la realidad; solo
puede transformarla desde el interior. Lo que imaginamos
es real, en la medida que lo imaginamos; de lo contrario,
al soñar, saldríamos de la realidad. Nuestros sueños, fan-
tasías y experiencias estéticas provocadas por las obras de

4 Jean-Paul Sartre: L’imaginaire. Psycologie phénomenologique de l’ima-


gination, Gallimard, París, 1940 [ed. esp.: Lo Imaginario: psicología
fenomenológica de la imaginación, tr. Manuel Lamana, Losada, Bue-
nos Aires, 2005].

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arte, nos ponen decididamente en relación con algo real,
porque las obras de arte o los recuerdos modificados en
los sueños se suman a la realidad; no le quitan nada.
La imaginación es, en sí misma, un compartimento de
la realidad. Por eso, al igual que los marxistas y neoateos
como Richard Dawkins o Daniel Dennett, insistir en el
hecho de que Dios es un producto de la imaginación es
apenas útil contra la religión, pues Dios perfectamente
podría ser el nombre de la idea más poderosa que exista:
la del núcleo duro del corazón de la imaginación. Esto es,
evidentemente, lo que piensan los creyentes. Sin embar-
go, sabemos bien que, en números absolutos, la Tierra ja-
más ha tenido tantos creyentes como hoy en día.
Nunca olviden esto: todos los monoteísmos enseñan
que el ser humano ha sido creado a imagen de Dios, es
decir, como una inteligencia artificial, un modo de ser im-
plementado en un cuerpo, al igual que un software en una
computadora. Entonces, la idea de ser humano es la de
una inteligencia artificial, y, por lo tanto, la del arte.
Nosotros, seres humanos posmodernos, somos testigos
de un reciente proceso de creciente estetización de nues-
tros objetos cotidianos. Obviamente, no compramos auto-
móviles, viviendas y smartphones solo por su valor de uso.
La alianza estratégica entre el diseño, el arte y la belleza
invita a convertirnos en consumidores de productos de
lujo. Simultáneamente, en función de un proceso de rápi-
da aceleración desde los años sesenta, el arte mismo, in-
cluso en su forma más pura, se transforma en un producto
cuyo exorbitante valor de cambio es proporcional a un
mercado en constante crecimiento.5 Este mercado del arte

5 Ver Michael Findlay: The Value of Art. Money, Power, Beauty, Prestel,
Nueva York, 2014.

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desborda ampliamente la antigua asociación tradicional
entre el arte y el poder. En su forma clásica en la moder-
nidad, el arte ha contribuido, en efecto, a la manifestación
del poder y a la estructuración del orden simbólico de
la esfera pública. De los mecenas del Renacimiento a las
Cortes de Francia y hasta el museo democrático abierto a
todos los ciudadanos, todos estos agentes han intentado
instrumentalizar al arte en un contexto que desbordaba
la estructura autónoma interna de la obra. El teórico del
arte Wolfgang Ullrich6 incluso sostiene que el arte mo-
derno –habiendo estado siempre sometido al poder y a la
política–, nunca puede, en consecuencia, ser puramente
entendido como arte por el arte. Según él, el contexto en
que se crea y se expone el arte es más poderoso que el arte
mismo, y este no tiene ninguna esencia autónoma. Pienso
que se equivoca; el arte tiene una esencia, y esta esencia
está en permanente conflicto con otras fuerzas.
No obstante, los hiperricos han formado últimamente
una nueva élite de coleccionistas y comerciantes. Este
fenómeno actualiza y agudiza una pregunta muy antigua:
¿cuál es la relación que mantienen el arte y el poder? ¿Las
fuerzas en sí mismas, estéticamente neutras, controlan al
arte? Dicho de otro modo, ¿es el arte autónomo, o bien de-
pende tanto su propia existencia como su contenido esté-
tico de fuerzas brutas que, bajo una apariencia ideológica,
se expresan por intermedio de las obras de arte?
Defiendo aquí la tesis, un poco sorprendente, de que el
arte controla al poder. La obra de arte es autónoma por
naturaleza, a tal grado, que lo que uno llama “el mun-
do del arte” jamás podrá dominarla. Para comprender

6 Ver Wolfgang Ulrich: Siegerkunst. Neuer Adel, teure Lust, Wagen-


bach, Berlín, 2016.

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esto, se necesita poner patas arriba a la filosofía del arte
que hoy en día es comúnmente practicada. Esto implica
abandonar un postulado que es culpable de un error fun-
damental en nuestra manera de considerar al arte y su
relación con el poder.
Este postulado nace de la idea de que el valor del arte
reside en el ojo del observador. Nombrémoslo antes de
desmontarlo: se trata del constructivismo estético. El cons-
tructivismo estético, es la creencia según la cual las obras
de arte son llevadas a la existencia por fuerzas que, en sí
mismas, no son en absoluto estéticas ni artísticas.
En “The Artworld”, un artículo que tuvo una gran in-
fluencia,7 el filósofo americano Arthur C. Danto (1923-
2013) señala que las obras de arte, por esencia, son parte
integral del mundo del arte. El mundo del arte compren-
de a los artistas, los críticos de artes, los museos, los co-
merciantes de arte, los historiadores del arte, incluso a
los productores de las materias primas que son transfor-
madas por los artistas en obras de arte. Arthur C. Danto
piensa que no existe obra de arte fuera del mundo del
arte. Es el mundo del arte el que transforma las obras
de arte en lo que ellas son. Tomemos un ejemplo sim-
ple. Imagínense frente al Cuadrado negro de Malévich
en la galería Tretiakov en Moscú. Luego, cambiemos de
contexto: imagínense en una fábrica ante una serie de
objetos que son muy parecidos al Cuadrado negro de Ma-
lévich, con la salvedad de que, lejos de ser concebidos

7 Arthur C. Danto: “The Artworld”, en The Journal of Philosophy, Vol.


61, N°19, American Philosophical Association Eastern Division,
Sixty-First Annual Meeting, 1964, pp. 571-84 [ed. esp.: “El mundo
del arte”, tr. Jorge Roaro, en Disputatio. Philosophical Research Bulle-
tin 3 (2013), pp. 53-71].

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para funcionar como obras de arte, son parte de la fabri-
cación de un arma nueva. Mediante simples experiencias
de pensamiento de este tipo, Arthur C. Danto demuestra
su idea fundamental, según la cual un objeto que tiene
la apariencia de una obra de arte solo la tiene según el
contexto en que aparece. Esto implica que el contexto, es
decir, el mundo del arte, decide en definitiva cuál objeto
perceptible, como la pintura de un Cuadrado negro, es en
efecto una obra de arte.
Antes de oponer una alternativa a este razonamiento,
examinemos otro célebre ejemplo que parece afianzarlo:
La fuente (urinario) de Marcel Duchamp. Una vez más,
la interpretación corriente de la obra se deriva de la ob-
servación de que un objet trouvé,8 como un urinario, solo
deviene como una obra de arte en el contexto del mundo
del arte. La diferencia entre el urinario del baño de un
museo y el de la exposición Duchamp no está en el mate-
rial. A este nivel, los dos urinarios producidos en la misma
fábrica y para el mismo uso, serían imposibles de distin-
guir el uno del otro. Según el constructivismo estético,
es el hecho de que uno de los urinarios sea expuesto en
el museo Maillol, por ejemplo, mientras que el otro esté
disponible en la tienda, lo que decide el estatus de obra de
arte del primero.
Hoy en día esta concepción del arte es casi evidente. Se
entiende comúnmente que el arte contemporáneo es en
apariencia fácil de producir, y que solo gana su estatuto
especial (así como su valor en el mercado) en cuanto es

8 N. del T.: En el original francés, el autor marca con cursivas la ex-


presión objet trouvé. Esta expresión se refiere a un “objeto encontra-
do” o, en inglés, un “ready-made” o “found object”. En adelante, he
optado por dejar la expresión original en francés.

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expuesto, admirado, interpretado, comprado, producido o
vendido para personas e instituciones ad hoc. En otras pa-
labras, el arte en sí mismo tendría valor solo en su contexto.
Se trata, evidentemente, de una declinación de la teoría
del valor económico, igualmente célebre y falsa, según la
cual la tasa de cambio de una divisa no sería sino una fun-
ción del proceso de negociación. Un billete de cinco euros
no vale en sí mismo cinco euros. El valor del papel, de la
tinta, etc., que entra en su fabricación, no asciende a cinco
euros. Lo que puedes comprar por cinco euros –lo que vale
tu billete– se deriva de una tasa de cambio y de valores más
o menos arbitrarios, asociados a los tipos de bienes por los
cuales puedes canjear tu billete. Ese es, sustancialmente,
el razonamiento que conduce a la famosa distinción mar-
xista entre valor de uso y valor de cambio. Si tienes ham-
bre, puedes utilizar el alimento comprado por cinco euros,
pero comer el billete de cinco euros no te saciará. El valor
de cambio evoluciona según la ley de la oferta y la deman-
da. Sin embargo, el dinero solo tiene valor de cambio en
el contexto de la economía.9 Aquello es así porque un nú-
mero suficiente de personas e instituciones poderosas nos
convence que el dinero tiene algún valor, y saben que no
podemos ver lo que haríamos con esta montaña de papel
moneda, de chatarra y de tarjetas de crédito de plástico, si
dejásemos de creer que tienen un valor de cambio.

9 Para una introducción clara a la idea fundamental de una teoría


general de la sociedad, ver John R. Searle: La construction de la
réalité sociale, tr. Claudine Tiercelin, Gallimard, París, 1998 y Ma-
king the Social World. The Structure of Human Civilization, Oxford
University Press, Oxford, 2010 [ed. esp.: La construcción de la rea-
lidad social. La estructura de la civilización humana, tr. Antoni Do-
ménech, Paidós, Barcelona, 1997 y Creando el mundo social, tr. Juan
Bostelmann, Paidós, Barcelona, 2017].

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