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El Escuerzo. Leopoldo Lugones PDF
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El escuerzo
Leopoldo Lugones
Ilustración del libro Wild life of the world vol. 2, Londres, 1916
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confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía
yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de con el hijo único que había tenido de él, en una casita
interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como muy pobre, distante de toda población. El muchacho
de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo trabajaba para ambos, cortando maderas en el vecino
esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la
benevolencia, cuando apenas hube comenzado la vi jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre,
levantarse apresuradamente y arrebatarme de las ma- por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso,
nos el despanzurrado animalejo. con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió
—¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! —excla- a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo
mó con muestras de la mayor alegría—, en este mismo había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron
instante vamos a quemarlo. hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el
—¿Quemarlo? —dije yo—; pero qué va a hacer, ojo de su hacha.
si ya está muerto... La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharla,
—¿No sabes lo que es un escuerzo —replicó en pidiéndole que por favor la acompañara al sitio, para
tono misterioso mi interlocutora— y que este anima- quemar el cadáver del animal.
lito resucita si no lo queman? ¡Quién mandó matarlo! —Has de saber —le dijo— que el escuerzo no per-
¡Eso habías de sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy dona jamás al que lo ofende. Si no lo queman, resucita,
a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que
Antonia, que en paz descanse. pueda hacer con él otro tanto.
Mientras hablaba, había recogido y encendido El buen muchacho rio grandemente del cuento,
algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del intentando convencer a la pobre vieja que aquello era
escuerzo. una paparrucha buena para asustar chicos molestos,
¡Un escuerzo!, decía yo, aterrado bajo mi piel de pero indigna de preocupar a una persona de cierta re-
muchacho travieso: ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos flexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara
como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. a quemar los restos del animal.
¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo
hombre de barba entera. distante del sitio, sobre el daño que podía causarle,
—¿Pero usted piensa contarnos una nueva batra- siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de no-
comiomaquia? —interrumpió aquí Julia con el amable viembre. A toda costa quiso ir, y él tuvo que decidirse
desenfado de su coquetería de treinta años. a acompañarla.
—De ningún modo, señorita. Es una historia que No era tan distante, unas seis cuadras a lo más.
ha pasado. Fácilmente dieron con el árbol recién cortado, pero
Julia sonrió. por más que hurgaron entre las astillas y las ramas
—No puede usted figurarse cuánto deseo cono- desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció.
cerla... —¿No te dije? —exclamó ella echándose a llorar—.
—Será usted complacida, tanto más cuando que Ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre
tengo la pretensión de vengarme con ella de su sonrisa. San Antonio te ampare!
Así, pues, proseguí, mientras se asaba mi fatídica —Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán lleva-
pieza de caza, la vieja criada hilvanó su narración, que do las hormigas o lo comería algún zorro hambriento.
es como sigue: ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo! Lo
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