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ANTOLOGÍA DE CUENTOS DE TERROR

Esta foto de Autor desconocido

Selección de relatos a cargo de las profesoras:

Virginia Pardo Analía Carrizo

Rocío Rodríguez Maia Gorostegui

Estudiante: ………………………………………….
Año y división: …………………………………….
1
Índice

El escuerzo, de Leopoldo Lugones ………………………………………………………………………………… 3

La gallina degollada, de Horacio Quiroga ……………………………………………………………………… 7

El tonel de amontillado, de Edgar Allan Poe………………………………………………………………… 13

La pata de mono, de W. W. Jacobs…………………………………………………………………................ 19

La ventana clausurada, de Ambrose Bierce ………………………………………............................. 27

Las ratas del cementerio, de Henry Kuttner …………………………………………………….............. 31

There are more things, de Jorge Luis Borges ………………………………………………………………. 37

¡No mires para atrás!, de Frederic Brown …………………………………………………………………….42

La casa del juez, de Bram Stoker ………………………………………………..................................... 53

Manos, de Elsa Bornemann ……………………………………………………………………………………..…. 64

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Tarea: identificar cada una de las fotografías que aprecen, consignar nombre y apellido de los

autores; su fecha de nacimiento y muerte.


Faltan cuatro: ¿quiénes son? Indica fecha de nacimiento y muerte de cada escritor/a ausente.

2
El escuerzo

Leopoldo Lugones

Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño
sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente
bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así es que
el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbira los golpes de mis piedras. Como todos los
muchachos criados en la vida semi- campestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio
en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual
contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles, para
que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapito me era enteramente
desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución del
caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis primeras empresas de cazador.
Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer
estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato
con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube empezado, la vi levantarse
apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo.
–¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! –exclamó con muestras de la mayor alegría–
. En este mismo instante vamos a quemarlo.
–Quemarlo? –dije yo–; pero qué va a hacer, si ya está muerto...
–¿No sabes que es un escuerzo –replicó en tono misterioso mi interlocutora– y que esteanimalito
resucita si no lo queman? ¡Quién te mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar el fin con tus pedradas!
Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.
Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso elcadáver del
escuerzo.
¡Un escuerzo! decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso; un escuerzo! Y sacudía los
dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle
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la médula a un hombre de barba entera.
–¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía? –interrumpió aquí Julia con el
amable desenfado de su coquetería de treinta años.
–De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado. Julia sonrió.
–No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla...
–Será usted complacida, tanto más cuanto que tengo le pretensión de vengarme con ella de su
sonrisa. Así, pues –proseguí–, mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, la vieja criada hilvanó su
narración que es como sigue:
Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una casita
muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando madera en el
vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día volvió, como
de costumbre, por la tarde, para tomar sumate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y
mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un
escuerzo, al cual nole valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha.
La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharlo, pidiéndole que por favor la acompañara al sitio,
para quemar el cadáver del animal.
–Has de saber –le dijo– que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman,
resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que pueda hacer con él otro tanto.
El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando convencer a la pobre vieja de que
aquello era una paparruchada buena para asustar chicos molestos, pero indignade preocupar a una
persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara a quemar los restos del
animal.
Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante delsitio, sobre el daño que podíacausarle,
siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir y él tuvo que
decidirse a acompañarla.
No era tan distante; unas seis cuadras a lo más. Fácilmente dieron con el árbol recién cortado,
pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no
apareció.
–¿No te lo dije? –exclamó ella echándose a llorar–; ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto.
¡Mi padre San Antonio te ampare!
–Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas o lo comería algún
zorro hambriento. ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo! Lo mejor es volver, que ya viene
anocheciendo y la humedad de los pastos es dañosa.
Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llorosa, él procurando distraerla con detallessobre el
maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo; hasta volver de nuevoa las bromas y risas en
presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un registro
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minucioso por todos los rincones, que excitó de nuevola risa del muchacho, comieron en el patio,
silenciosamente, a la luz de la luna, y ya se disponía él a tenderse sobre su montura para dormir,
cuando Antonia le suplicó que poraquella noche siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una
caja de madera que poseía y dormir allí.
La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda.
¡A quién se le ocurría pensar en hacerlo dormir, con aquel calor, dentro de una caja que
seguramente estaría llena de sabandijas!
Pero tales fueron las súplicas de la anciana que, como el muchacho la quería tanto, decidió
acceder a semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido,no estaría del todo
mal. Con gran solicitud fue arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro, y la triste viuda tomó
asiento al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor
señal de peligro.
Calculaba ella que sería la medianoche, pues la luna muy baja empezaba a bañar con su luz el
aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel de la puerta
que no se había cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia.
Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un plan.
¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna,
se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero, si no era más que
uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en busca de insectos? Un
momento respiró, sostenida por esta idea. Mas el escuerzo dio de pronto un saltito, después otro,
en dirección a la caja. Su intención era manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera seguro de
su presa. Antonia miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño,
respirando acompasadamente.
Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no
se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeóla pausadamente, se detuvo en uno
de los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa.
Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentradoen sus ojos.
La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó
a hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar suvolumen.
Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los
ahogos de la muerte. Después fue reduciéndose, reduciéndose hastarecobrar su primitiva forma,
saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse entre las hierbas.
Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de par
en par la caja. Lo que sintió fue de tal modo horrible, que a los pocos mesesmurió víctima del espanto
que le produjo.
Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste luz en
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que la luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de
escarcha.

6
La gallina degollada

Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio
Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca
abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a
cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras
el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio,
poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma
hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los
ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo,
alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y
pasaban todo el día, sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta
absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de
casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia
un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada
consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que
es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron
cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el
vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía
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más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente
buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia,
el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso,
colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que
le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre,
hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala
examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota
que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida
en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su
salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las
convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos!
¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba
a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito;
¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de
una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto se repitió
el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus
cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el
instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a
caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban
mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores
brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de
frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años
desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera
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aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su
infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le
correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención
ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar
a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la
atmósfera se cargaba.
—Me parece —le dijo una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que
podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
— Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, ¿no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —
murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¿Qué? Si alguien tiene la culpa, no soy yo, ¡entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas
se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro
desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la
pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del
todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a
cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado
a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los
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rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no
quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto
emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con
cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por
la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía
mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los
vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban
todo el día, sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita
cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente
imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota,
tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un
padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de
delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico
quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, ¡víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como
pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez
siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva, cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala
noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró
desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
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A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la
sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta
degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre
este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella.
Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la
operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y
felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más
intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por
las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente.
Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya
el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas
paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta.
Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba.
Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble,
con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente
dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre
sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas.
No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando
cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado
calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de
la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde,
pero sintióse arrancada y cayó.
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—Mamá, ¡ay! Ma… —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles
como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa
mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida, segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y
mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible
presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en
el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el
grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se
interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y
hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
En: Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917.

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El tonel de amontillado

Esta foto de Autor desconocido Edgar Allan Poe

Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto,
pero cuando se atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis
harto bien mi alma, no pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba
definitivamente decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo
debía castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al
reparador, y tampocoes reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha
ofendido.
Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado motivo a Fortunato para
dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se
diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la ideade su inmolación.
Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetary aun de
temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de vinos. Pocos italianos poseen la
capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se adapta al
momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios ingleses y austriacos. En pintura y en
alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos
procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas,
compraba con largueza todos los vinos que podía.
Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema, cuando
encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estadobebiendo en demasía.
Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de
cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me parecióque no terminaría nunca de estrechar su
mano.

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-Mi querido Fortunato -le dije-, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes!
Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.
- ¿Cómo?,-exclamó Fortunato-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval…!
-Tengo mis dudas -insistí-, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sinconsultarte
antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.
- ¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
- ¡Amontillado!
-Y quiero salir de ellas.
- ¡Amontillado!
-Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, esél. Me dirá
que…
-Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.
-Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.
- ¡Ven! ¡Vamos!
- ¿Adónde?
-A tu bodega.
-No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi…
-No tengo nada que hacer; vamos.
-No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro.Las criptas
son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.
-Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a
Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y,
ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.
No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegrementeel carnaval.
Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándolesórdenes expresas de no
moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas
les hube vuelto la espalda.
Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a travésde múltiples
habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de
caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo
y pisamos juntos el húmedo suelo de lascatacumbas de los Montresors.
Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro.
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-El tonel -dijo,
-Está más delante -contesté-, pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de
estas cavernas.
Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su
embriaguez.
- ¿Salitre? -preguntó, después de un momento.
-Salitre -repuse-. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos.
-No es nada -dijo por fin.
-Vamos -declaré con decisión-. Volvámonos; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado,admirado,
querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería lamentada, cosa que no
ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te enfermarás y no quiero tener esa
responsabilidad. Además, está Lucresi, que…
- ¡Basta! -dijo Fortunato-. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de tos.
-Ciertamente que no -repuse-. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de esteMedoc nos
protegerá de la humedad.
Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clasecolocada en
el suelo.
-Bebe -agregué, presentándole el vino.
Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto familiar,
mientras tintineaban sus cascabeles.
-Brindo -dijo- por los enterrados que reposan en torno de nosotros.
-Y yo brindo por que tengas una larga vida.
Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.
-Estas criptas son enormes -observó Fortunato.
-Los Montresors -repliqué- fueron una distinguida y numerosa familia.
-He olvidado vuestras armas.
-Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas
garras se hunden en el talón.
- ¿Y el lema?
–Nemo me impune lacessit.
- ¡Muy bien! -dijo Fortunato.
Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimuladotambién mi
fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre

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los cuales aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las
catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima
del codo.
- ¡Mira cómo el salitre va en aumento! -dije-. Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo
del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos… Ven,volvámonos antes de que sea
demasiado tarde. La tos…
-No es nada -dijo Fortunato-. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc.
Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciólo de un trago y sus ojos se llenaron
de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulandoen una forma que no entendí.
Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
- ¿No comprendes?
-No -repuse.
-Entonces no eres de la hermandad.
- ¿Cómo?
-No eres un masón.
- ¡Oh, sí! -exclamé-. ¡Sí lo soy!
- ¿Tú, un masón? ¡Imposible!
- Un masón -insistí.
- Haz un signo -dijo él-. Un signo.
- Mira -repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una pala de albañil.
-Te estás burlando -exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos-. Pero vamos a ver ese
amontillado.
- Puesto que lo quieres -dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato,
que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo
una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos
a una profunda cripta, donde el aire estabatan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y
apenas alumbraban.
En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían
apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas
de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los
huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un
amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos
otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de
tres y sualto de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún propósito especial, ya quesólo
16
constituía el intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba
su parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba.
Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del nicho. La
débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.
- Continúa -dije-. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi…
- Es un ignorante -interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado
a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la rocainterrumpía su marcha, se
detuvo como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca
dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una
cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron
apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la
llave y salí del nicho.
-Pasa tu mano por la pared -dije- y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una
vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendréque dejarte. Pero antes he
de ofrecerte todos mis servicios.
- ¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.
- Es cierto -repliqué-. El amontillado.
Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a
un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales
y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez deFortunato
se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de
lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largoy obstinado silencio. Puse la segunda
hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios
minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me
senté sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y
terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el
pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles
rayos sobre la figura allí encerrada.
Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella
forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé.
Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida
reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí
satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco,
lo ayudé, lo sobrepujé en volumen yen fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.
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Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la
décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba porcolocar y fijar una sola
piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición.Pero entonces brotó desde el nicho
una risa apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó
reconocer la del noble Fortunato.
- ¡Ja, ja… ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto… una excelente broma…! ¡Cómo vamos a reírnos
en el palazzo… ja, ja… mientras bebamos… ja, ja!
- ¡El amontillado! -dije.
- ¡Ja, ja…! ¡Sí… el amontillado…! Pero… ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estaránesperando en
el palazzo… mi esposa y los demás? ¡Vámonos!
-Sí-dije-. Vámonos.
- ¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-. Por el amor de Dios.
Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:
- ¡Fortunato!
Silencio. Llamé otra vez.
- ¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto
un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad de las
catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el
mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo,
ningún mortal los ha perturbado.
¡Requiescat in pace!

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La pata de mono

W. W. Jacobs

I
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban
cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primerotenía ideas personales
sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario
de la vieja señora que tejía plácidamente junto ala chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo
advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-De
todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay
sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las
palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban.Su padre
se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolersecon el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la

19
mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casatraía whisky
y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés aese forastero
que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era
apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando
levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Quéfue, Morris,
lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algopor el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
- ¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copavacía a los
labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento
mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
- ¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo...Quería
demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele
impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White. El sargento lo miró con
tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
- ¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
- ¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por
eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
20
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-.
¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Yaha causado
bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento
de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo
que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
- ¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe
temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa- ¿No le parece
que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del
sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante
la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharonnuevos relatos de la vida del
sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el
forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, noconseguiremos gran
cosa.
- ¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo,pero lo
obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar, tienes
que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

21
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo quedeseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole lamano sobre
el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert pusouna cara
solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo
corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi manocomo una
víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre lamesa-.
Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte
que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio
inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaronpara ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al
darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando
estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas.La última era
tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de
agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer,tocó la pata de mono; se estremeció, limpió
la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus
temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata
de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas
tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras,
¿qué mal podrían hacerte?

22
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijoel padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la
mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del
comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la
cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la
casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que
tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvotres veces
en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la
silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía
disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó
cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no traemalas
noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y
vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró
a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo
silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
23
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en lasuya, como
en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.El otro se levantó y se acercó a la
ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida
-dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y queobedezco
las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el
accidente -prosiguió el otro-, pero en consideración a los serviciosprestados por su hijo, le remiten
una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios
secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, comoun ciego,
y se desplomó, desmayado.

III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su
muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra
cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación,
esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque
no tenían nada que decirse; sus días eraninterminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y
se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama
para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y susojos pesados
de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono. El señor White se incorporó

24
alarmado.
- ¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?Llorando y riendo se
inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
- ¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
- ¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestrohijo vuelva
a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si
ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
- ¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño quehe criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajeraa su hijo
hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largode la pared
y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estabaansiosa y
blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
- ¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando,se dejó
caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió
25
de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La
vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras
vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto
después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva;el señor
White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro;
simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe.Huyó a su
cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
- ¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.La mujer se incorporó. Un fuerte
golpe retumbó en toda la casa.
- ¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido laalcanzó.
- ¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
- ¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidadode que el
cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
- ¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó,mientras
bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego,la voz de la mujer,
anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla;
oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró lapata de mono y, frenéticamente,
balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir
la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsoladoalarido de su mujer le dio
valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

26
La ventana clausurada

Esta foto de Autor desconocido


Ambrose Bierce

En 1830, a solo unas pocas millas de donde hoy se levanta la gran ciudad de Cincinatti,se extendía
un inmenso e impenetrable bosque. La región entera fue poblada por gente de la frontera,
incansables almas que, tan pronto como construyeron hogares habitables fuera de la naturaleza
salvaje y algún grado de prosperidad que hoy llamaríamos indigencia, impelidos por algún
misterioso impulso de su naturaleza, abandonaron todo y se dirigieron hacia el oeste lejano para
encontrar nuevos peligros y privaciones en unesfuerzo por lograr de nuevo las exiguas comodidades
a las que habían renunciado voluntariamente. Muchos de ellos habían dejado ya esa región de los
antiguos asentamientos, pero entre aquellos que permanecieron hubo uno que había sido de los
primeros en llegar. Él vivía solo en una cabaña de troncos rodeada por todas partes porel bosque, de
cuya lobreguez y silencio pareció ser parte, ya que nadie jamás le vio sonreír o decir una palabra

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innecesaria. Sus simples necesidades fueron suplidas por laventa o el trueque de pieles de animales
salvajes del río, pero no por cosas que él hizosobre la tierra, que si hubiera sido necesario, podría
haber reclamado como propias porderecho. Hubo evidencias de "mejoras", unos pocos acres de
terreno a un lado de la casa en el que se habían talado algunos de sus árboles; los deteriorados
tocones cubiertos a medias por los nuevos brotes que nacían a pesar de la destrucción producidapor
el hacha. El entusiasmo del hombre por la agricultura había aparentemente ardido con una lánguida
llama, expirando en penitenciales cenizas.
La pequeña cabaña, con su chimenea de troncos, su techo de tejas arqueadas,atravesadas por
maderos y sellados con barro, tenía una sola puerta y, opuesta a la misma, una sola ventana, que
estaba tapiada. Nadie podía recordar un tiempo en que no lo estuviera, y nadie nunca supo el
porqué; ciertamente no por el desagrado del ocupante hacia la luz y el aire. En aquellas raras
ocasiones en que un cazador había pasado por aquel solitario lugar, el recluso comúnmente era
visto tomando sol en la puerta, si es que el cielo le proveía con sus rayos. Yo creo que unas pocas
personas quedan con vida que conocen el secreto de esta ventana, y soy uno de ellos, como ustedes
podrán verlo.
El nombre del hombre se decía que era Murlock. Aparentaba setenta años, pero realmente tenía
unos cincuenta. Algo que no eran los años había influido en su envejecimiento. Su pelo y su larga
barba eran blancas, y sus ojos, grises, como sin lustre, hundidos; su rostro excepcionalmente
mostraba arrugas que parecían formar parte de dos sistemas que se cruzaban. Su figura era alta y
parca, y tenía los hombrosun poco encorvados, como si estuviera cargando algo. Yo nunca lo vi, sino
que supe todo esto a través del relato del abuelo, quien me contó la historia cuando era niño; él lo
había conocido cuando vivía cerca de allí, en aquellos años.
Un día Murlock fue encontrado en su cabaña, muerto. No era el momento ni el lugar para jueces
de instrucción y periódicos, y supongo que todos asumieron que había muerto por causas naturales
ya que, de no ser así, me lo habrían dicho y debería recordarlo. Sólo se que con lo que
probablemente fuera un sentido de idoneidad, el
cuerpo fue enterrado cerca de la cabaña, junto a la tumba de su esposa, quien le habíaprecedido
por tantos años que la tradición local casi no recordaba su existencia. Esto finaliza el último capítulo
de esta historia real, exceptuando el hecho de que muchos años después, con un parecido espíritu
intrépido, yo entré en ese lugar y me acerqué losuficiente a la cabaña en ruinas como para lanzar una
piedra sobre ella, y entonces corríhuyendo del fantasma que todo chico bien informado sabía que
habitaba el lugar. Peroexiste un capítulo anterior contado por mi abuelo.
Cuando Murlock construía su cabaña empezó decididamente a conformar la granja trabajando
con su hacha, sirviéndose del rifle como un apoyo, él era joven, fuerte y llenode esperanza. Se había
casado en aquel país del Este de donde procedía, como era costumbre, con una joven devota y
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honesta que compartía con él los peligros y las privaciones de rigor siempre con un espíritu alegre.
No se recuerda su nombre; la tradición guarda silencio en cuanto a sus encantos personales, aunque
la duda se mantiene; ¡pero Dios prohibe que yo la comparta! De su afecto y felicidad hay evidentes
muestras en todos y cada uno de los días de viudedad vividos por el hombre; ¿qué sinoel magnetismo
de unos benditos recuerdos podría haber encadenado un espírituaventurero a un lugar como ese?
Un día Murlock regresó de una cacería en un lugar distante del bosque y encontró a su mujer
postrada con fiebre y delirando. No había médico en millas, no había vecinos, tampoco ella estaba
en condición de carecer de atención. Así que él ejerció también la tarea de atenderla y curarla, pero
al tercer día entró en coma y falleció, aparentementesin jamás regresar a su sano juicio.
Por lo que yo sé de una naturaleza como la de él, podemos aventurar algunos detalles del perfil
dibujado por mi abuelo. Cuando se convenció que ella estaba muerta, Murlock tuvo aún sentido
como para recordar que la muerte debe ser seguida por el entierro. Enpreparativos para su sacra
labor, cometió un error tras otro, haciendo algunas cosas demanera incorrecta y otras que había
hecho correctamente, las volvió a hacer una y otravez. Sus fallas ocasionales en llevar a término
cosas simples y ordinarias lo llenaron deestupor como el de un borracho que se cuestiona por la
suspensión de las leyes familiares naturales. También se sorprendió por no llorar - sorprendido y un
poco avergonzado -; seguro que no es bueno no llorar por los muertos. "Mañana", dijo en vozalta,
"tengo que hacer el ataúd y enterrarla, y entonces la echaré de menos, cuando nola vea más; pero
ahora, ella está muerta, por supuesto, pero todo está bien; de alguna manera debe ser así. Las cosas
no pueden ser tan malas como parecen"
Él permaneció sobre el cadáver por la noche, ajustando el cabello y dándole los últimos,haciéndolo
de manera muy mecánica, con un cuidado casi desalmado, y con un sentidode convicción en su
mente de que todo aquello estaba bien, como si la fuera a tener denuevo consigo, y todo fuera
explicado. Nunca había experimentado el dolor; su capacidad de sentirlo no había sido utilizada
jamás, ni su corazón ni su mente podían concebirlo. No sabía lo que era un golpe bajo; este
conocimiento vendría después y jamás se marcharía. El dolor es un artista de poderes tan variados
como los instrumentos con los que interpreta sus cantos fúnebres hacia los muertos, evocando
desde las más agudas y finas notas hasta los acordes más graves y bajos que pulsan el lento y
recurrente latido de un tambor distante. Algunos se asustan, otros se quedan pasmados. Para este
viene como un flechazo certero, punzando toda la sensibilidad deuna vida entusiasta; para el otro
como el golpe de una maza, que aplasta todo e inmoviliza todo. Vamos a concebir que Murlock se
vio afectado de esta manera, por (y aquí estamos en un campo de no mayor seguridad que la de la
mera conjetura) que ni bien terminó su pía labor, se sentó en una silla a un lado de la mesa en la
que yacía el cuerpo, y depositó sus brazos en el borde de la mesa, dejando caer su cara en ellos, sin
lágrimas y en exceso cansado. En ese momento provino desde la ventana abierta un sonido como
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de aullido de un chico perdido en las lejanías del oscuro bosque. Pero el hombre no se movió. De
nuevo, y más cercano que antes, sonó el aullido sobrenatural.Quizás era una bestia salvaje; quizás
era un sueño. Para Murlock estaba dormida.
Algunas horas después, como luego se supo, el desgraciado vigía se despertó y deslizósu cabeza de
los brazos, intentando escuchar sin saber por qué. Allí en la negra oscuridad al lado de la muerte,
recordando todo sin asustarse, forzó la vista para ver mejor, no sabía el qué. Todos sus sentidos
estaban alertas, su respiración se suspendió,la sangre se le detuvo en las venas como respaldando al
silencio. ¿Quién o qué lo habíadespertado, y dónde estaba?
Súbitamente la mesa crujió bajo sus brazos, y al mismo tiempo escuchó, o creyó escuchar, un
ligero, un paso suave, otro; ¡sonaba como si fuera de un pie desnudo sobreel suelo!
Estaba aterrorizado, paralizado, sin poder gritar o moverse. Necesariamente esperó, esperó allí
en la oscuridad lo que parecieron siglos de un espanto tal que, hasta dondesabemos, nadie ha vivido
nunca para contarlo. Trató en vano de pronunciar el nombre de la mujer muerta, también en vano
su mano se estiró y palpó la mesa, para ver si ellaestaba allí. Su garganta estaba atenazada y sus
brazos y manos eran como plomo. Entonces ocurrió lo más espeluznante. Un cuerpo pesado pareció
ser arrojado violentamente contra la mesa, con un tal ímpetu que lo empujó contra su pecho tan
fuertemente como para tumbarlo. Al mismo tiempo oyó y sintió el impacto de algo sobreel piso, algo
que chocó con tanta violencia que la casa entera se movió por el impacto. Siguió una reyerta, y una
sucesión de sonidos imposibles de describir. Murlock se levantó. El miedo excesivo pasó a tomar
control de sus facultades. Pasó su mano sobrela mesa. ¡No había nada ahí!
Hay un punto en que el terror puede conducir a la locura, y la locura incita a la acción. Sin ninguna
intención definida, sin ningún motivo, pero con el obstinado impulso de un loco, Murlock pegó un
brinco hacia la pared, donde estaba su arma cargada, y la descargó sin apuntar a ningún sitio
concreto. Con el relámpago que iluminó la estancia,vio una enorme pantera arrastrando el cadáver
de su mujer a través de la ventana, los dientes clavados en su garganta. Luego hubo una oscuridad
más negra que la de antesy silencio; y cuando regresó a la consciencia, el sol brillaba y los pájaros
cantaban en los árboles del bosque.
El cuerpo quedó cerca de la ventana, donde la bestia lo dejó antes de partir asustada por el
fogonazo y la detonación del rifle. Las ropas estaban despedazadas, el largo cabello desordenado,
las piernas quedaron desparramadas. Desde la garganta, horriblemente lacerada, había un
manchón sanguinolento que todavía no había coagulado. La cinta con la que había vendado las
muñecas estaba rota; las manos fuertemente crispadas. Entre los dientes tenía un fragmento de la
oreja del animal.

Tarea: representar este cuento con un pequeño dibujo, aquí

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Las ratas del cementerio

Henry Kuttner

El anciano Masson, guardián de uno de los más antiguos cementerios de Salem, mantenía una
verdadera guerra con las ratas. Varias generaciones atrás, se había instalado en el cementerio una
colonia de ratas enormes procedentes de los muelles. Cuando Masson asumió su cargo, tras la
inexplicable desaparición del guardián anterior,decidió aniquilarlas. Al principio colocaba trampas y
veneno cerca de sus madrigueras;más tarde, intentó exterminarlas a tiros. Pero todo fue inútil. Las
ratas seguían allí.
Sus hordas voraces se multiplicaban, infestando el cementerio. Eran grandes, aun tratándose de
la especie mus decumanus, cuyos ejemplares llegan a los treinta y cincocentímetros de largo sin
contar la cola, pelada y gris. Masson las había visto grandes como gatos; y cuando los sepultureros
descubrían alguna madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas pútridas cavernas
cabía tranquilamente el cuerpo de un hombre. Al parecer, los barcos que antaño atracaban en los
ruinosos muelles de Salemdebieron de transportar cargamentos muy extraños.
Masson se asombraba a veces de las proporciones enormes de estas madrigueras. Recordaba
ciertos relatos fantásticos que había oído al llegar a la decrépita y embrujadaciudad de Salem. Eran
relatos que hablaban de una vida embrionaria que persistía en la muerte, oculta en las perdidas
madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los tiemposen que Cotton Mather exterminara los cultos
perversos y los ritos orgiásticos celebradosen honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater. Pero
todavía se alzaban las tenebrosas mansiones de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y
leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos y se celebraban
ritos que desafiaban tanto a la

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ley como a la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban
que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas peores que gusanos y ratas.
En cuanto a estos roedores, Masson les tenía asco y respeto. Sabía el peligro que acechaba en sus
dientes agudos y brillantes. Pero no comprendía el horror que los viejos sentían por las casas vacías,
infestadas de ratas. Había escuchado rumores sobre criaturas espantosas que moraban en lo
profundo, y que tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados.
Según afirmaban los viejos, las ratas eran mensajeras entre este mundo y las cuevas que se abrían
en las entrañas de la tierra. Y aún se decía que algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas
con el fin de celebrar festines subterráneos. El mito del flautista de Hamelín era una leyenda que
ocultaba, en forma alegórica, un horror impío; y según ellos, los negros abismos habían parido
abortos infernales que jamás salieron a la luz del día.
Masson no hacía caso de estos relatos. No tenía trato con sus vecinos y, de hecho, hacía lo posible
por mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el problema tal vez iniciasen una
investigación, en cuyo caso tendrían que abrir muchas tumbas. Ciertamente hallarían ataúdes
perforados y vacíos que atribuirían a la voracidadde las ratas. Pero descubrirían también algunos
cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Masson.
Los dientes postizos suelen hacerse de oro, y no se los extraen a uno cuando muere. La ropa,
naturalmente, es diferente, porque la empresa de pompas fúnebres suele un traje de paño
sencillo, perfectamente reconocible después. Pero el oro no lo es. Además, Masson negociaba
también con algunos estudiantes de medicina y médicos poco escrupulosos que necesitaban
cadáveres sin importarles demasiado su procedencia. Hasta ese momento, Masson se las había
arreglado para que no haya investigaciones. Negaba tajantemente la existencia de las ratas, aun
cuando éstas le hubiesen arrebatado el botín. A Masson no le preocupaba lo que pudiera suceder
con los cuerpos, después de haberlos saqueado, pero las ratas solían arrastrar el cadáver entero por
un boquete que ellas mismas roían en el ataúd. El tamaño de aquellos agujeros lo asombraba.
Curiosamente, las ratas horadaban siempre los ataúdes por unode los extremos, y no por los lados.
Parecía como si trabajasen bajo la dirección de algodotado de inteligencia.
Ahora se encontraba ante una sepultura abierta. Acababa de quitar la última palada de tierra
húmeda, y de arrojarla al montón que había formado a un lado. Desde hacía semanas no paraba de
caer una llovizna fría y constante. El cementerio era un lodazal pegajoso, del que surgían las mojadas
lápidas en formaciones irregulares. Las ratas se habían retirado a sus cubiles; no se veía ni una. Pero
el rostro flaco de Masson reflejabauna sombra de inquietud. Había terminado de descubrir la tapa
de un ataúd de madera.Hacía varios días que lo habían enterrado, pero Masson no se había atrevido
a desenterrarlo antes. Los parientes del muerto aún visitaban su tumba, aun lloviendo. Pero a estas
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horas de la noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena que sintiesen. Y con este
pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un lado la pala.
Desde la colina donde estaba el cementerio, se veían parpadear apenas las luces de Salem a través
de la lluvia. Sacó la linterna del bolsillo. Apartó la pata y se inclinó a revisar los cierres de la caja. De
repente, se quedó rígido. Bajo sus pies había notado un murmullo inquieto, como si algo arañara o
se revolviera dentro. Por un momento, sintió una punzada de terror supersticioso, que pronto dio
paso a una ira insensata, al comprender el significado de aquellos ruidos. ¡Las ratas se le habían
adelantado otra vez!
En un rapto de cólera, arrancó los candados del ataúd, insertó la pala bajo la tapa e hizopalanca,
hasta que pudo levantarla con las manos. Encendió la linterna y enfocó el interior del ataúd. La lluvia
salpicaba el blanco tapizado de raso: estaba vacío. Masson percibió un movimiento furtivo en la
cabecera de la caja y dirigió hacia allí la luz. El extremo del sarcófago había sido perforado, y el
agujero comunicaba con una galería, aparentemente, pues en aquel momento desaparecía por allí
un pie fláccido, inerte, enfundado en su correspondiente zapato. Masson comprendió que las ratas
se le habíanadelantado sólo unos instantes. Se agachó y agarró el zapato con todas sus fuerzas. La
linterna cayó dentro del ataúd y se apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue arrancado de las
manos en medio de una algarabía de chillidos agudos y excitados. Un momento después, había
recuperado la linterna y la enfocaba por el agujero.
Era enorme. Tenía que serlo; de lo contrario, no habrían podido arrastrar el cadáver. Masson
intentó imaginarse el tamaño de aquellas ratas capaces de tirar del cuerpo de un hombre. Llevaba
su revólver cargado en el bolsillo, y esto le tranquilizaba. De haberse tratado del cadáver de una
persona ordinaria, Masson habría abandonado su presa a las ratas, antes de aventurarse por aquella
estrecha madriguera; pero recordó los gemelos de sus puños y el alfiler de su corbata, cuya perla
debía ser indudablementeauténtica, y, sin pensarlo más, se enganchó la linterna al cinturón y se
introdujo por el boquete. El acceso era angosto. Delante de sí, a la luz de la linterna, podía ver cómo
las suelas de los zapatos seguían siendo arrastradas hacia el fondo del túnel. Trató de arrastrarse lo
más rápido posible, pero había momentos en que apenas era capaz de avanzar, aprisionado entre
aquellas estrechas paredes de tierra.
El aire se hacía irrespirable por el hedor del cadáver. Masson decidió que, si no lo alcanzaba en un
minuto, regresaría. El terror empieza a agitarse en su imaginación, aunque la codicia le instaba a
proseguir. Y prosiguió, cruzando varias bocas de túneles adyacentes. Las paredes de la madriguera
estaban húmedas y pegajosas. Dos veces oyó a sus espaldas pequeños desprendimientos de tierra.
El segundo de éstos le hizo volver la cabeza. No vio nada, naturalmente, hasta que enfocó la linterna
en esa dirección. Entonces observó que el barro casi obstruía la galería que acababa de recorrer. El
peligro de su situación se le reveló en toda su espantosa realidad. El corazónle latía con fuerza sólo de
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pensar en la posibilidad de un hundimiento. Decidió abandonar su persecución, a pesar de que casi
había alcanzado el cadáver y las criaturas invisibles que lo arrastraban. Pero había algo más, en lo
que tampoco había pensado: el túnel era demasiado estrecho para dar la vuelta.
El pánico se apoderó de él, por un segundo, pero recordó la boca lateral que acababa de pasar, y
retrocedió dificultosamente hasta allí. Introdujo las piernas, hasta que pudo dar la vuelta. Luego,
comenzó a avanzar desesperadamente hacia la salida, pese al dolor de sus rodillas. De repente, una
puntada le traspasó la pierna. Sintió que unos dientes afilados se le hundían en la carne, y pateó
frenéticamente para librarse de sus agresores. Oyó un chillido penetrante, y el rumor presuroso de
una multitud de patas que se escabullían.
Al enfocar la linterna hacia atrás, lanzó un gemido de horror: una docena de enormes ratas lo
observaban atentamente, y sus ojos malignos parpadeaban bajo la luz. Eran deformes, grandes
como gatos. Tras ellos vislumbró una forma negruzca que desapareció en la oscuridad. Se
estremeció ante las increíbles proporciones de aquellasombra. La luz contuvo a las ratas durante un
momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente.
Al resplandor de la linterna, sus dientes parecían teñidos de carmesí. Masson forcejeó con su
pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y apuntó cuidadosamente. Estaba en una posición difícil.
Procuró pegar los pies a las mojadas paredes de la madriguera para noherirse. El estruendo lo dejó
sordo durante unos instantes. Después, una vez disipado el humo, vio que las ratas habían
desaparecido. Guardó la pistola y comenzó a reptar velozmente a lo largo del túnel. Pero no tardó
en oír de nuevo las carreras de las ratas,que se le echaron encima otra vez. Se le amontonaron sobre
las piernas, mordiéndole y chillando de manera enloquecedora. Masson empezó a gritar mientras
echaba mano a la pistola. Disparó sin apuntar, y no se hirió de milagro. Esta vez las ratas no se
alejaron tanto.
Masson aprovechó la tregua para reptar lo más rápido que pudo, dispuesto a hacer fuego a la
primera señal de un nuevo ataque. Oyó movimientos de patas y alumbró haciaatrás con la linterna.
Una enorme rata gris se paró en seco y se quedó mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y
moviendo de un lado a otro, muy despacio, su cola áspera y pelada. Masson disparó y la rata echó
a correr.
Continuó arrastrándose. Se había detenido un momento a descansar, junto a la negra abertura de
un túnel lateral, cuando descubrió un bulto informe sobre la tierra mojada, un poco más adelante.
Lo tomó por un montón de tierra desprendido del techo; luego vio que era un cuerpo humano. Se
trataba de una momia negra y arrugada, y vio, presode un pánico sin límites, que se movía.
Aquella cosa monstruosa avanzaba hacia él y, a la luz de la linterna, vio su rostro horriblea poca
distancia del suyo. Era una calavera descarnada, la faz de un cadáver que ya llevaba años enterrado,
pero animada de una vida infernal. Tenía los ojos vidriosos, hinchados, que delataban su ceguera, y,
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al avanzar hacia Masson, lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus labios pustulosos, desgarrados
en una mueca de hambre espantosa. Masson sintió que se le helaba la sangre. Cuando aquel horror
estaba ya apunto de rozarle. Masson se precipitó frenéticamente por la abertura lateral. Oyó arañar
en la tierra, a sus pies, y el confuso gruñido de la criatura que le seguía de cerca. Massonmiró por
encima del hombro, gritó y trató de avanzar desesperadamente por la estrechagalería. Reptaba con
torpeza; las piedras afiladas le herían las manos y las rodillas. El barro le salpicaba en los ojos, pero
no se atrevió a detenerse ni un segundo. Continuó avanzando a gatas, jadeando, rezando y
maldiciendo histéricamente.
Con chillidos triunfales, las ratas se precipitaron de nuevo sobre él con la voracidad pintada en sus
ojos. Masson estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró desembarazarse de ellas: el
pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo
pegó sobre una cápsula vacía. Pero había rechazado las ratas. Observó entonces que se hallaba bajo
una piedra grande, encajadaen la parte superior de la galería, que le oprimía cruelmente la espalda.
Al tratar de avanzar notó que la piedra se movía, y se le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla caer,
de forma que obstruyese el túnel!
La tierra estaba empapada por la lluvia. Se enderezó y empezó a quitar el barro que sujetaba la
piedra. Las ratas se aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de la linterna. Siguió cavando,
frenético. La piedra cedía. Tiró de ella y la movió de sus cimientos. Se acercaban las ratas… Era el
enorme ejemplar que había visto antes. Gris,leprosa, repugnante, avanzaba enseñando sus dientes
anaranjados. Masson dio un último tirón de la piedra, y la sintió resbalar hacia abajo. Entonces
reanudó su camino arastras por el túnel. La piedra se derrumbó tras él, y oyó un repentino alarido de
agonía.Sobre sus piernas se desplomaron algunos terrones mojados. Más adelante, le atrapó los
pies un desprendimiento considerable, del que logró desembarazarse con dificultad.
¡El túnel entero se estaba desmoronando!
Jadeando de terror, avanzaba mientras la tierra se desprendía. El túnel seguía estrechándose,
hasta que llegó un momento en que apenas pudo hacer uso de sus manos y piernas para avanzar.
Se retorció como una anguila hasta que, de pronto, notóun jirón de raso bajo sus dedos crispados; y
luego su cabeza chocó contra algo que le impedía continuar. Movió las piernas y pudo comprobar
que no las tenía apresadas porla tierra desprendida. Estaba boca abajo. Al tratar de incorporarse, se
encontró con que el techo del túnel estaba a escasos centímetros de su espalda. El terror le
descompuso.Al salirle al paso aquel ser espantoso y ciego, se había desviado por un túnel lateral, por
un túnel que no tenía salida. ¡Se encontraba en un ataúd, en un ataúd vacío, al que había entrado
por el agujero que las ratas habían practicado en su extremo!
Intentó ponerse boca arriba, pero no pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente
inmóvil. Tomó aliento, e hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y aun si lograse escapar del
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sarcófago, ¿cómo podría excavar una salida a través del metro y medio de tierra que tenía encima?
Respiraba con dificultad. Hacía un calor sofocante y el hedor era irresistible. En un paroxismo de
terror, desgarró y arañó el forro acolchado hasta destrozarlo. Hizo un inútilintento por cavar con los
pies en la tierra desprendida que le impedía la retirada. Si lograse solamente cambiar de postura,
podría excavar con las uñas una salida hacia elaire… hacia el aire…
Una agonía candente penetró en su pecho; el pulso le dolía en los globos oculares. Parecía como
si la cabeza se le fuera hinchando, a punto de estallar. De pronto, oyó lostriunfales chillidos de las
ratas. Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlasesta vez. Durante un momento, se
revolvió histéricamente en su estrecha prisión, y luego se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró
los ojos, sacó su lengua ennegrecida,y se hundió en la negrura de la muerte, con los locos chillidos
de las ratas taladrándolelos oídos.

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There Are More Things

Jorge Luis Borges


A la memoria de Howard P. Lovecraft

A punto de rendir el último examen en la Universidad de Texas, en Austin, supe que mi tío Edwin
Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín remoto del Continente. Sentí lo que sentimos
cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado haber sido más
buenos. El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos. La materia que yo cursaba
era filosofía; recordé que mi tío, sin invocar un solo nombre propio, me había revelado sus hermosas
perplejidades, allá en la Casa Colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue su
instrumento para iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para las
paradojas eleáticas. Años después me prestaría los tratados de Hinton, que quiere demostrar la
realidad de una cuarta dimensión del espacio, que el lector puede intuir mediante complicados
ejercicios con cubos de colores. No olvidaré los prismas y pirámides que erigimos en el piso del
escritorio.
Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el Ferrocarril decidió establecerse en
Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi agreste y de la cercanía de Buenos Aires.
Nada más previsible que el arquitecto fuera su íntimo amigo Alexander Muir. Este hombre rígido
profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío, a la manera de casi todos los señores de su época, era
librepensador, o, mejor dicho, agnóstico, pero le interesaba la teología, como le interesaban los
falaces cubos de Hinton o las bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban los perros;
tenía un gran ovejero al que le había puesto el apodo de Samuel Johnson en memoria de Lichfield,
su lejano pueblo natal.
La Casa Colorada estaba en un alto, cercad a hacia el poniente por terrenos anegadizos.Del otro lado
de la verja, las araucarias no mitigaban su aire de pesadez. En lugar de azoteas había tejados de
pizarra a dos aguas y una torre cuadrada con un reloj, que parecían oprimir las paredes y las parcas
ventanas. De chico, yo aceptaba esasfealdades como se aceptan esas cosas incompatibles que sólo
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por razón de coexistir llevan el nombre de universo.
Regresé a la patria en 1921. Para evitar litigios habían rematado la casa; la adquirió un forastero,
Max Preetorius, que abonó el doble de la suma ofrecida por el mejor postor.
Firmada la escritura, llegó al atardecer con dos asistentes y tiraron a un vaciadero, no lejos del
Camino de las Tropas, todos los muebles, todos los libros y todos los enseresde la casa. (Recordé
con tristeza los diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran esfera terráquea.) Al otro día, fue a
conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones, que éste rechazó con indignación.
Ulteriormente, una empresa de la Capital se encargóde la obra. Los carpinteros de la localidad se
negaron a amueblar de nuevo la casa; untal Mariani, de Glew, aceptó al fin las condiciones que le
impuso Preetorius. Durante una quincena, tuvo que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue
asimismo de noche quese instaló en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las ventanas ya no se
abrieron, peroen la oscuridad se divisaban grietas de luz. El lechero dio una mañana con el ovejero
muerto en la acera, decapitado y mutilado. En el invierno talaron las araucarias. Nadie volvió a ver
a Preetorius, que, según parece, no tardó en dejar el país.
Tales noticias, como es de suponer, me inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio es la curiosidad
que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí, sólo para saber quién era
y cómo era, a practicar (sin resultado apreciable) el uso del láudano, a explorar los números
transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy areferir. Fatalmente decidí indagar el asunto.
Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una flacura que
no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida barbaera gris. Me recibió en su
casa de Temperley, que previsiblemente se parecía a la de mitío, ya que las dos correspondían a las
sólidas normas del buen poeta y mal constructorWilliam Morris.
El diálogo fue parco; no en vano el símbolo de Escocia es el cardo. Intuí, no obstante, que el
cargado té de Ceylán y la equitativa fuente de scones (que mi huésped partía y enmantecaba como
si yo aún fuera un niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista, dedicado al sobrino de su amigo.
Sus controversias teológicas con mi tío habían sido unlargo ajedrez, que exigía de cada jugador la
colaboración del contrario.
Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y Muir habló.
—Muchacho (Young man) —dijo—, usted no se ha costeado hasta aquí para que hablemos de
Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo que le quita el sueño es la venta de la
Casa Colorada y ese curioso comprador. A mí, también. Francamente, la historia me desagrada, pero
le diré lo que pueda. No será mucho. Al rato, prosiguió sin premura:
—Antes que Edwin muriera, el intendente me citó en su despacho. Estaba con el cura párroco.
Me propusieron que trazara los planos para una capilla católica. Remuneraríanbien mi trabajo. Les
contesté en el acto que no. Soy un servidor del Señor y no puedo cometer la abominación de erigir
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altares para ídolos.
Aquí se detuvo.
—¿Eso es todo? —me atreví a preguntar.
—No. El juez no ese de Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en su lugar pergeñara
una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas.
Pronunció estas palabras con gravedad y se puso de pie.
Al doblar la esquina se me acercó Daniel Iberra. Nos conocíamos como la gente se conoce en los
pueblos. Me propuso que volviéramos caminando.
Nunca me interesaronlos malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos de almacén más o menos
apócrifosy brutales, pero me resigné y acepté. Era casi de noche. Al divisar desde unas cuadras la
Casa Colorada en el alto, Iberra se desvió. Le pregunté por qué. Su respuesta no fue la que yo
esperaba.
—Soy el brazo derecho de don Felipe. Nadie me ha dicho flojo. Te acordarás de aquel mozo Urgoiti
que se costeó a buscarme de Merlo y de cómo le fue. Mirá. Noches pasadas, yo venía de una farra.
A unas cien varas de la quinta, vi algo. El tubiano se meespantó y si no me le afirmo y lo hago tomar
por el callejón, tal vez no cuento el cuento.Lo que vi no era para menos.
Muy enojado, agregó una mala palabra.
Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de Piranesi, que no había
visto nunca o que había visto y olvidado, y que representaba el laberinto.Era un anfiteatro de piedra,
cercado de cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No había ni puertas ni ventanas, pero
sí una hilera infinita de hendijas verticales y angostas. Con un vidrio de aumento yo trataba de ver
el minotauro. Al fin lopercibí. Era el monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que de bisonte
y, tendidoen la tierra el cuerpo humano, parecía dormir y soñar. ¿Soñar con qué o con quién?
Esa tarde pasé frente a la Casa. El portón de la verja estaba cerrado y unos barrotes retorcidos. Lo
que antes fue jardín era maleza. A la derecha había una zanja de escasahondura y los bordes estaban
pisoteados.
Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no sólo por sentirla del todovana, sino
porque me arrastraría a la inevitable, a la última.
Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso y rosado, ya
entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me bastó verlo para descartar las estratagemas que
había urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta, que deletreó pomposamente en voz alta, con algún
tropezón reverencial al llegar a doctor. Le dije que me interesaba el moblaje fabricado por él para
la propiedad que fue de mi tío, en Turdera. El hombre habló y habló. No tratar é de transcribir sus
muchas y gesticuladas palabras, pero me declaró que su lema era satisfacer todas las exigencias del
cliente, por estrafalarias que fueran, y que él había ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de
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hurgar en varios cajones, me mostró unos papeles que no entendí, firmados por el elusivo
Preetorius. (Sin duda me tomó por un abogado.) Al despedirnos, me confió que por todo el oro del
mundo no volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa. Agregó que el cliente es sagrado,
pero que, en su humilde opinión, el señor Preetorius estaba loco. Luego se calló, arrepentido. Nada
más pude sonsacarle.
Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.
Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre delayer, del
hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas profundas reflexionesresultaron inútiles; tras de
consagrar la tarde al estudio de Schopenhauer o de Royce, yo rondaba, noche tras noche, por los
caminos de tierra que cercan la Casa Colorada. Algunas veces divisé arriba una luz muy blanca; otras
creí oír un gemido. Así hasta el diecinueve de enero.
Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre se siente no sólo maltratadoy ultrajado
por el verano, sino hasta envilecido. Serían las once de la noche cuando sedesplomó la tormenta.
Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando un árbol. A la brusca luz de un
relámpago me hallé a unos pasos de la verja.
No sé si con temor o con esperanza probé el portón. Inesperadamente, cedió. Avancé empujado
por la tormenta. El cielo y la tierra me conminaban. También la puerta de la casa estaba a medio
abrir. Una racha de lluvia me azotó la cara y entré.
Adentro habían levantado las baldosas y pisé pasto desgreñado. Un olor dulce y nauseabundo
penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no sé muy bien, tropecé con una rampa de piedra.
Apresuradamente subí. Casi sin proponérmelo hice girar la llave de la luz.
El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared medianera, una sola gran
pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos,porque no estoy seguro
de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que
comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano sus articulaciones y partes; las tijeras, el
acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del
misionero; el pasajerono ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el
universo,tal vez lo entenderíamos.
Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura humana o a
un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los ángulos descubríuna escalera vertical, que
daba al otro piso. Entre los anchos tramos de hierro, que no pasarían de diez, había huecos
irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies,era comprensible y de algún modo me alivió.
Apagué la luz y aguardé un tiempo en la oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las
cosas incomprensibles me perturbaba. Al fin me decidí.

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Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La pesadilla que
prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el último. Había muchos objetoso unos pocos
objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria,muy alta, en forma de
U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya
monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su
sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y olvidada, vino a mi boca la palabra
anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por cierto lo que verían luego mis ojos. Asimismo,
recuerdo una V de espejos que se perdíaen la tiniebla superior.
¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que él
para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué antiguo
y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y esta precisa
noche?
Me sentí un intruso en el caos. Afuera había cesado la lluvia. Miré el reloj y vi con asombro que
eran casi las dos. Dejé la luz prendida y acometí cautelosamente el descenso. Bajar por donde
había subido no era imposible. Bajar antes que el habitante volviera. Conjeturé que no había
cerrado las dos puertas porque no sabía hacerlo.
Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía porla rampa,
opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos.
En: El libro de arena, de Jorge Luis Borges

Esta foto de Autor desconocido está bajo licencia CC BY-SA-NC

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¡No mires para atrás!

Frederic Brown

Y ahora, acomódate en tu sillón y ponte a gusto. Procura disfrutarlo; ésta será la última novela
que leerás en tu vida, o casi la última. En cuanto la hayas acabado puedes, si quieres, sentarte y
haraganear durante un rato, puedes buscar todas las excusas que se te ocurran para dar vueltas
por tu casa, por tu habitación, o por tu oficina, sea donde fuere que estuvieses leyendo esto;
pero, más pronto o más tarde, tendrás que levantarte de tu sillón y salir. Y aquí es donde yo te
estaré esperando; fuera. O quizás incluso más cerca. Quizás en tu misma habitación.
Naturalmente, estás pensando que todo eso es broma. Crees que esto es sólo un cuento más
del libro y que rio me refiero expresamente a ti. Continúa pensándolo. Pero sé honrado; admite
que yo estoy jugando limpio contigo.
Harley apostó conmigo que yo no sería capaz de hacerlo. Apostó en ello un diamante del que
ya me había hablado, un diamante tan grande como su cabeza. Así, pues, ya comprenderás
porqué me veo obligado a matarte. Y la razón por la que tengo que contarte el cómo, el porqué
y todo lo demás por anticipado. Es parte de la apuesta. Es la clase de idea que sólo se le podía
haber ocurrido a Harley.
Pero primero te hablaré de Harley. Es alto y bien parecido, suave y cosmopolita. Es un tipo como
Ronald Colman, sólo que más alto. Viste como un millonario, pero si no lo hiciese así tampoco
importaría; quiero decir que, de todos modos, parecería distinguido. Existe algo mágico en Harley,
algo mágico y burlón en la forma en que te mira; algo que te hace pensar en palacios, en países
lejanos y en músicas alegres.
Fue en Springfield, Ohio, donde conoció a Justin Dean. Justin era un grotesco hombrecillo cuyo
oficio era sólo e! de impresor. Trabajaba para la «Atlas Printing & Engraving Company». Era un
tipo pequeño y ordinario, precisamente el polo opuesto de Harley; no se podrían encontrar dos

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personas más diferentes. Sólo tenía treinta y cinco años, pero ya casi era completamente calvo y,
además, tenía que usar unas gafas muy gruesas pues se había destrozado la vista con la impresión
y el grabado, Era un buen impresor y grabador; tengo que reconocerlo.
Nunca se me ocurrió preguntar a Harley el motivo por el que tuvo que presentarse en
Springfield, pero la cuestión es que, el día en que llegó allí, después de haber reservado habitación
en el hotel Castel, se dirigió a la casa Atlas para encargar unas tarjetas de visita profesionales. Y
sucedió que sólo se encontraba en la tienda Justin Dean en aquel momento, por lo que fue él
quien tomó nota del encargo de Harley; Harley las quería grabadas, de la mejor calidad. Harley
siempre quería, en todas sus cosas, lo mejor.
Probablemente, Harley ni siquiera se dio cuenta de la presencia de Justin; no había ninguna
razón para que sucediera lo contrario. Sin embargo, Justin sí se dio cuenta de quien tenía delante,
y vio en él todo aquello que él siempre había deseado tener y que nunca llegaría a poseer, pues
la mayor parte de los atributos que Harley lucía han de ser forzosamente innatos.
Y Justin fue quien se ocupó personalmente de grabar las planchas y de imprimir las tarjetas, e
hizo un verdadero trabajo de artesanía... algo que pensó estaría a la altura de una persona como
Harley Prentice. Pues ése era el nombre que imprimió en la tarjeta. Únicamente eso, y nada más,
tal como todos los hombres importantes se hacen grabar sus tarjetas.
Hizo un trabajo magnífico, un grabado a mano en letra cursiva, y empleando en ello todo el arte
de que era capaz. Y no fue trabajo en vano pues, al día siguiente, cuando
Harley se presentó para recoger las tarjetas, tomó una en sus manos y estuvo mirándola
durante un buen rato, y luego miró a Justin, viéndole entonces por primera vez.
—¿Quién ha hecho esto? —le preguntó.
Y el pequeño Justin le explicó orgulloso quien habla sido el que lo había hecho, después de lo
cual Nancy le sonrió, le dijo que era una verdadera obra de artista, y le invitó a cenar con él, en
cuanto acabase el trabajo por la noche, en la Sala Azul del hotel Castel.
Así fue como Harley y Justin se conocieron; sin embargo, Harley siempre pisó terreno firme.
Aún esperó un poco, antes de preguntarle a Justin si podría o no hacer unas planchas de diez y
de cinco dólares, hasta conocerle a fondo. Harley tenía ya los contactos; podía comerciar en
cantidad aquellos billetes entre hombres especializados en hacerlos correr y, lo principal, sabía
dónde poder encontrar el papel con mezcla de seda, aquel papel que no era el genuino pero que
se le parecía lo suficiente como para pasar con éxito cualquier inspección, mientras no fuera la
de un experto.
Así pues, Justin se despidió de la casa Atlas, y él y Harley se encaminaron hacia Nueva York,
donde pusieron en marcha una pequeña imprenta que les serviría de pantalla, en plena Avenida
Ámsterdam y al sur de la plaza Sherman, comenzando a fabricar los billetes. Justin trabajó duro,

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más duro de lo que nunca en su vida había trabajado, ya que además de dedicar sus horas a las
planchas del dinero, también se ayudaba a cubrir sus gastos encargándose de los encargos
legítimos que llegaban a su tienda.
Durante casi un año trabajo día y noche, grabando una plancha tras otra, y cada una de ellas
resultaba siempre mejor que la anterior, hasta que finalmente consiguió unas que Harley
consideró suficientemente buenas. Aquella noche cenaron en el Waldorf Astonia para celebrarlo
y, acabada la cena, recorrieron los mejores clubs nocturnos de la ciudad, todo lo cual debió
costarle a Nancy una pequeña fortuna, cosa que ya no tenía ninguna importancia puesto que iban
a ser ricos.

Bebieron champaña, siendo esta la primera vez que Justin lo probaba, por lo que
desgraciadamente acabó emborrachándose y haciendo alguna que otra tontería. Más tarde sería
Harley quien se lo contase, aunque Harley no se lo reprochó. Lo llevó hasta su habitación y lo
acostó, después de lo cual Justin tuvo que quedarse en cama durante un par de días. Pero todo
eso no importaba tampoco ya que iban a ser ricos.
Luego Justin comenzó a imprimir billetes con aquellas planchas, y se hicieron ricos. Después,
Justin ya no tuvo que trabajar tanto, ya que devolvía la mayor parte de los encargos alegando que
tenía un exceso de trabajo y que no podía hacerse cargo de ellos. Solamente se quedó con
algunos, por la cuestión de la fachada. Y detrás de aquella fachada continuaba imprimiendo
billetes de cinco y diez dólares, por lo que él y Harley se hicieron ricos.
Llegó a conocer a gente que Harley conocía. Tomó contacto con BuIl Mallon, quien se ocupaba
de la distribución final. Bull Mallon parecía un toro, y ésa era la razón de que
le llamasen Bull. Tenía una cara que ni por un momento sonrió o cambió de expresión mientras
se dedicaba a quemar cerillas bajo las desnudas plantas de los pies de Justin. Pero eso no era por
entonces; eso tuvo lugar más tarde, cuando quiso obligar a Justin a decir dónde se encontraban
las planchas. Y también conoció al capitán John Willys del Departamento de Policía; un amigo de
Harley, al que Harley habla dado un poco del dinero que él hacía, sin que esto les importase
demasiado ya que tenían todo el que querían; y así todos se hicieron ricos.
Conoció a un amigo de Harley que era una gran figura de las tablas, y a otro que era el dueño
de un importante diario de Nueva York. También conoció a otras personas de la misma
importancia, aunque por medios menos respetables.
Harley, eso ya lo sabía Justin, también metía sus narices en otros negocios además de aquella
pequeña casa de la moneda de la Avenida Ámsterdam. Alguno de ellos le obligaba a salir de la
ciudad, generalmente durante los fines de semana. Y Justin nunca llegó a saber exactamente lo
ocurrido durante el fin de semana en que Harley fue asesinado, excepción de que Harley se había

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marchado y que ya no regresó. Claro está que supo que habla sido asesinado, pues la policía
encontró su cuerpo con tres agujeros de bala en la bien planchada camisa, en la suite más cara
del mejor hotel de Albany. Incluso al elegir el lugar en que tenía que morir, Harley Prentice había
encontrado lo mejor.
Todo lo que Justin llegó a saber fue la llamada telefónica que llegó al hotel donde residía, la
noche en que Harley fue asesinado. Y eso debió ocurrir al cabo de pocos minutos, desde luego,
antes de la hora en que los diarios aseguraban que Harley había muerto.
Era la voz de Harley la que pudo escuchar por el teléfono, una voz cortés y apacible, como
siempre. Sin embargo, le dijo:
—¿Justín? Ve a la tienda y despréndete de las planchas, del papel, y de todo lo demás. Te lo
explicaré cuando nos veamos.
Sólo esperó hasta oír como Justin decía:
—De acuerdo, Harley.
Y ya no dijo más que adiós antes de colgar.
Justin corrió hacia la tienda y se hizo con las planchas, el papel y unos pocos miles de dólares
que estaban a mano. Hizo un paquete con el papel y los billetes y otro con las planchas, algo
menor, dejando la tienda sin ninguna prueba de que allí hubiese habido antes una casa de la
moneda en miniatura.
Demostró mucha inteligencia a la hora de deshacerse de los paquetes. El mayor de los dos lo
facturó bajo nombre falso, con la dirección de un gran hotel en el que ni él ni Harley habían estado
anteriormente; únicamente para tener la oportunidad de poder echarlo allí en la caldera.
Como se trataba de papel, ardería sin dejar rastro. Y antes de arrojarlo a la caldera tuvo mucho
cuidado en fijarse si ésta estaba encendida o no.
Las planchas ya eran otra cosa. Estas no arderían, bien lo sabía él, por lo que hizo un viajecito
hasta las islas Staten y, en el ferry de vuelta y en un lugar cualquiera en el centro de la bahía,
lanzó el paquete por la borda y dejó que se hundiera en el agua.
Luego, una vez cumplido lo que Harley le había encomendado y habiéndolo hecho bien y a
conciencia, volvió al hotel, no al que había mandado el papel y los billetes, y se acostó.
A la mañana siguiente se enteró por los diarios de que Harley había sido asesinado, cosa que le
dejó pasmado. Parecía imposible. No podía creerlo; se trataba de una broma que alguien le estaba
gastando. Harley volvería, eso lo sabía él perfectamente. Y estaba en lo cierto; Harley volvió,
aunque ese acatamiento tuvo lugar más tarde, en el pantano.
De todas formas, Justin tenía que asegurarse de ello, por lo que subió al primer tren que salía
para Albany. Debía encontrarse aún en el tren cuando la policía fue a su hotel, y debió de ser allí
donde supieron que había estado preguntando los horarios de trenes hacia Albany, pues ya le

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estaban esperando cuando bajó en aquella ciudad.
Lo llevaron a una comisaría y allí lo tuvieron durante mucho, mucho tiempo, días y días,
interrogándole. Al fin descubrieron que no podía haber sido él quien mató a Harley, ya que él se
encontraba en Nueva York a la hora en que Harley había sido asesinado en Albany; sin embargo,
se enteraron de que él y Harley habían estado explotando la pequeña casa de moneda y pensaron
que debió ser otro falsificador quien había cometido el asesinato, por lo que también se
interesaron en la cuestión de los billetes, quizás incluso más que el propio crimen.
Interrogaron a Justin una y otra vez, y de nuevo otra, pero como él no sabía contestar lo que le
preguntaron, se limitó a guardar silencio. Le tuvieron despierto sin dejarle dormir durante días y
días, preguntando y volviendo a preguntar. Al parecer, lo que más les interesaba era averiguar
dónde se encontraban las planchas. Él hubiera deseado poder confesar que ya estaban en lugar
seguro, donde nadie podría ya hacer uso de ellas, pero como eso equivalía a admitir que él y
Harley habían estado falsificando moneda, no pudo hacerlo.
Registraron la imprenta de la calle Ámsterdam, pero no pudieron encontrar ni la más leve
prueba; en realidad, no tenían ninguna prueba que les permitiese retener a Justin, pero tampoco
él lo sabía ni se le había ocurrido el solicitar la ayuda de un abogado.
Continuaba deseando poder ver a Harley, pero ellos no se lo permitían; luego, cuando se dieron
cuenta de que él no creía que Harley pudiera estar muerto, le ensefiaron un cadáver que dijeron
era Harley, y él creyó que lo era, a pesar de que Harley tenía una pinta diferente una vez muerto.
Ya no parecía tan extraordinario, muerto. Y entonces Justin creyó, aunque no demasiado
convencido. Después enmudeció del todo, y ya no quiso decir ni una sola palabra, incluso después
de tenerlo despierto días y días bajo un brillante foco ante sus ojos, y de abofetearlo
continuamente para que no se durmiera. No emplearon con él los palos ni las porras de goma,
sino que se limitaron a darle bofetadas un millón de veces y a no dejarle descansar. Al cabo de un
tiempo perdió la noción de las cosas, y ya no hubiese podido contestar a sus preguntas aunque
hubiera querido hacerlo.
Algo más tarde, se encontró en la cama de una habitación pintada de blanco, y todo lo que
podía recordar era que había sufrido pesadillas, que había estado llamando a Harley, y una
horrible confusión en su cerebro sobre si Harley estaría o no muerto. Poco a poco fue recobrando
la memoria y se dio cuenta de que ya no deseaba pasar ni un minuto más en aquella blanca
habitación; deseaba salir para encontrar a Harley, Y si Harley estaba muerto, quería matar a
quienquiera que lo hubiese asesinado, ya que Harley hubiera hecho lo mismo por él.
Así pues comenzó a pensar y a actuar muy sabiamente, tal como parecía que los doctores y las
enfermeras esperaban que actuase, y gracias a ello, al cabo de poco le devolvieron sus vestidos y
le dejaron marchar.

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Entonces, su inteligencia se agudizó. Pensó: ¿qué querría ahora Harley que hiciera yo? Y pensó
que intentarían seguirle para ver si los conducía hacia las planchas, ignorando que se encontraban
en el fondo de la bahía, por lo que les dio esquinazo ya antes de salir de Albany, y luego se dirigió
a Boston, y de allí en barco hacia Nueva York, en vez de ir por el camino más corto.
Primero fue a la tienda, entrando por la puerta trasera después de pasar mucho rato
comprobando que el lugar no estaba vigilado. Aquello era un verdadero revoltijo; debieron de
haber estado buscando las planchas a conciencia.
Harley no se encontraba allí, desde luego. Justin salió de la tienda y, desde una cabina telefónica
situada en un bar, llamó al hotel preguntando por Harley, y le respondieron que éste ya no vivía
allí; y para obrar con astucia e impedir que adivinasen quién era el que había telefoneado, se
apresuró a preguntar también por Justin Dean, contestándole que tampoco
Justin Dean vivía ya en aquel hotel.
De allí se encaminó hacia otro bar y desde éste decidió llamar a algunos amigos de Harley,
telefoneando en primer lugar a Bull Mallon, y ya que éste era un buen amigo le confesó quién era
él y le preguntó dónde se encontraba Harley.
Bull Mallon no pareció hacer mucho caso de sus preguntas; parecía estar nervioso, un poco
excitado, mientras le preguntaba:
—¿Han encontrado las planchas los polis, Dean?
Justin le contestó que no, que no había confesado, y volvió a preguntar por el paradero de
Harley.
—¿Estás loco o me tomas el pelo? —le preguntó BuIl.
Pero Justin se limitó a preguntárselo de nuevo, con lo cual BuIl cambió el tono de su voz y le
preguntó a su vez:
—¿Dónde estás tú ahora? Justin se lo dijo.
—Harley está aquí —le dijo BulI—. Está escondido, pero se encuentra bien, Dean. Espera aquí
mismo, en el bar, hasta que vengamos a recogerte.
Vinieron a buscar a Justin; Bull Mallon y un par de individuos más, en un coche, diciéndole que
Harley se encontraba escondido en el interior, cerca de Nueva Jersey, y que entonces iban hacia
allí. Así pues, se fue con ellos y se sentó en la parte trasera del coche, entre dos hombres que no
conocía de nada, mientras Bull Mallon conducía. Ya era entrada la tarde cuando le recogieron, y
Bull condujo la mayor parte de la noche y a mucha velocidad, por lo que debían haber rebasado
Nueva Jersey, llegando por lo menos hasta
Virginia o quizá más lejos, hacia las Carolinas.
El firmamento se comenzaba a colorear de gris con la primera aurora cuando se detuvieron en
una rústica cabaña que parecía haber sido empleada como albergue de caza. Estaba a muchas

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millas de todas partes, ni siquiera había ninguna carretera que llevase allí; tan sólo un sendero
que había sido nivelado lo suficiente como para hacerlo transitable.
Metieron a Justin en la cabaña y lo ataron a una silla, diciéndole que Harley no se encontraba
allí, pero que él les había dicho que Justin les indicaría donde se encontraban las planchas y que
no podría salir de allí hasta que se lo dijese.
Justin no los creyó; comprendió entonces que le habían engañado en lo referente a Harley,
aunque esto no tenía ninguna importancia. En cuanto a lo que las planchas se refería, ya no
importaba que lo supieran; puesto que no conseguirían recuperarlas, ni tampoco se lo dirían a la
policía. Así pues, se lo confesó de buena gana.
Pero entonces fueron ellos los que no le creyeron. Le contestaron que él las había escondido, y
que les estaba mintiendo. Lo torturaron para conseguir que hablase. Lo golpearon, le hicieron
cortes con un cuchillo, le quemaron los pies con cerillas encendidas y con las brasas de sus
cigarros, y le clavaron agujas bajo las uñas. Le dejaron descansar durante un rato, le hicieron más
preguntas, y le dijeron que si podía hablar contara la verdad, y después de un rato siguieron
torturándole.
Eso continuó durante días y semanas, Justin no sabría decir durante cuánto tiempo; sin
embargo, fue mucho tiempo. En una ocasión se fueron por varios días, dejándole atado a la silla
y sin nada para comer ni beber. Volvieron y comenzaron de nuevo. Y durante todo el tiempo él
deseó que Harley viniese a ayudarle, pero Harley no lo hizo, por lo menos aquella vez.
Al cabo de un tiempo, todo lo de la cabaña terminó, o al menos él ya no supo más de ello.
Debieron de pensar que habla muerto; quizás estaban en lo cierto, y desde luego no muy lejos
de la verdad.
Lo primero que recuerdo es el pantano. Flotaba en aguas poco profundas, cerca de otras que
lo eran más. Su rostro permanecía fuera del agua; eso fue lo que le despertó al volver la cara y
hundirla en el pantano. Debieron de creerle muerto y lo arrojaron al agua, pero cayó en un lugar
poco profundo y un último soplo de vida consciente le hizo dar la vuelta sobre la espalda y sacar
la cara fuera.
No recuerdo demasiadas cosas sobre Justin mientras éste se encontraba en el pantano; fue
durante mucho tiempo, pero sólo puedo acordarme de algunos ramalazos. Al principio no podía
moverme; tan sólo permanecí en el agua con la cara fuera. Oscureció y tuve frío, lo recuerdo, y
al fin pude mover un poco los brazos y salir del agua, tendiéndome en el Fango con sólo los pies
dentro de ella. Dormí o perdí el conocimiento otra vez y cuando desperté ya amanecía, y fue
entonces cuando llegó Harley. Creo que estuve llamándole y que debió oírme.
Permaneció de pie frente a mí, tan inmaculada y perfectamente vestido como siempre, y se
reía de mí por ser tan débil y por estar echado allí, en el barro, como si fuera un tronco, con medio

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cuerpo en el lodo y el otro medio dentro del agua. Me levanté sin que me doliese ya nada.
Nos dimos las manos y me dijo:
—Vamos Justin, te sacaremos de aquí.
Y yo estaba tan contento de que hubiera venido que hasta grité un poquito. Se rió de mí por
hacer eso y me dijo que me apoyase en él y que me ayudaría a caminar, pero yo no quise hacerlo,
ya que estaba cubierta de lodo y porquería del pantano y él vestía tan impecable y perfectamente
con su traje blanco de lino que parecía un figurín de unos almacenes. Y durante todo el tiempo
que tardamos en salir del pantano, durante todas las noches y días que pasamos en este intento,
nunca pude verle una sola brizna de fango en el dobladillo de sus pantalones, ni pude verle
despeinado.
Le pedí que me guiase y así lo hizo, colocándose delante mío, volviéndose a veces, riendo y
hablándome y animándome también. Alguna vez debí caer, pero no permití que me ayudase.
Sin embargo, me esperaba pacientemente hasta que yo podía levantarme. Algunas veces tuve
que arrastrarme en vez de caminar, cuando ya no me era posible sostenerme sobre los pies.
Tuve que atravesar nadando algún río, que él había saltado antes con toda suavidad.
Y pasaron días y noches, y más días y más noches, y alguna vez debí dormirme y veía pasar cosas
frente a mí. Y agarré algunas de ellas para comerlas, aunque quizá eso lo soñase. Puedo recordar
algún detalle más de cuando estaba en el pantano, como aquel órgano que tocaba sin cesar y
también aquellos ángeles en el aire y los diablos en el agua que se me aparecían, aunque imagino
que todo eso eran delirios.
—Un poco más, Justin —me decía Harley—; lo lograremos. Y les daremos su merecido a todos,
a todos ellos.
Y lo conseguimos. Llegamos a terreno firme, a unos campos cultivados con maíz, aunque no
pude encontrar es ellos ni una mazorca para comer. Llegamos luego a un riachuelo, un limpio
riachuelo sin las malolientes aguas del pantano, y Harley me dijo que me lavara yo y las ropas. Así
lo hice, a pesar de mis deseos de correr hacia donde pudiese encontrar comida.
Aún tenía mala facha; mis ropas estaban limpias de lodo y porquería, pero estaban húmedas y
arrugadas y que yo no podía esperar a que se secasen, y además tenía una espesa barba y andaba
descalzo.
Pero continuamos y al fin llegamos a una pequeña granja, una cabaña de sólo dos habitaciones,
cuyo interior olía pan recién sacado del horno, y corrí los últimos metros para llamar a la puerta.
Una mujer, una horrible mujer me abrió y, al verme, volvió a cerrar la puerta antes de que yo
pudiese decir una sola palabra.
Las fuerzas me llegaron de alguna parte, quizá de Harley, a pesar de que no puedo recordar que
estuviera a mi lado en aquellos momentos. Al lado de la puerta podía verse una pila de leños para

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el fuego. Recogí uno de ellos como si no pesara más que una escoba y derribé la puerta, matando
luego a la mujer. Gritó una barbaridad, pero la maté. Y luego me comí aquel pan aún caliente.
Mientras comía, no dejaba de vigilar a través de la ventana, y pude ver a un hombre corriendo
a través de los campos en dirección a la casa. Encontré un cuchillo y lo maté en cuanto pasó por
la puerta. Era mucho mejor matar con el cuchillo; resultaba más agradable.
Comí más pan y continué vigilando desde todas las ventanas; pero ya no vino nadie más.
Luego comenzó a dolerme el estómago a causa del pan tierno que había comido, y tuve que
echarme con el cuerpo doblado hasta que desapareció el dolor, y entonces me dormí.
Fue Harley quien me despertó, y ya era de noche.
—Vámonos; debes estar lejos de aquí cuando amanezca —me dijo.
Sabía que tenía razón, pero no me di mucha prisa. Me estaba volviendo, por aquel entonces,
muy astuto. Sabía que había otras cosas que debía hacer primero. Encontré cerillas y una lámpara,
y la encendí. Luego busqué por la cabaña y me hice con todo lo que pudiera serme de utilidad.
Hallé trajes de hombres que no me caían demasiado mal, exceptuando que tuve que doblarme
los puños de la camisa y los extremos de los pantalones. Los zapatos me venían grandes, aunque
casi lo prefería a causa de las ampollas de mis pies.
Encontré una navaja y me afeité; empleé en ello mucho tiempo pues mi pulso no era firme,
pero tuve cuidado y apenas me corté.
Tuve que buscar mucho más hasta encontrar el dinero, pero al fin lo logré. Había sesenta
dólares.
Y después de afilarlo, me guardé el cuchillo. No es que sea muy bonito; sólo se trata de un
cuchillo de cocina con mango de hueso, pero el acero es bueno. Ya te lo enseñare dentro de poco.
Me ha servido de mucho.
Salimos de allí y fue Harley quien me recomendó que me apartase de las carreteras y que
buscase las vías del ferrocarril. Eso fue fácil ya que pudimos escuchar en la noche el silbido lejano
de un tren y determinar con ello la situación de las vías. A partir de entonces, con la ayuda de
Harley, todo ha sido fácil.
No hace falta que te cuente con todo detalle todo lo que ocurrió a partir de aquel momento.
Me refiero a lo del guardafrenos, a lo del vagabundo dormido que encontramos en aquel vagón
vacío, y al asunto que tuve con el policía de Richmond. Aprendí mucho con todo eso; aprendí que
no debía hablarle a Harley cuando no había nadie más a mi lado para escucharme. Él se esconde
cuando ve a alguien; tiene un truco y, gracias a ello, la gente no se da cuenta de su presencia por
lo que piensan que estoy algo loco si charlo con él. Pero en Richmond me compré ropas mejores
y me corté el cabello. Un hombre a quien maté tenía cuarenta dólares en la cartera, por lo que
ya vuelvo a tener dinero. Desde entonces he viajado mucho. Si te paras a pensar sabrás dónde

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me encuentro en estos momentos.
Estoy buscando a Bull MalIon y a los dos hombres que le ayudaron. Sus nombres son Harry y
Carl. Voy a matarlos en cuanto los encuentre. Harley no para de decirme que esto va a costarme
mucho y que aún no estoy preparado, sin embargo, puedo seguir buscando mientras me preparo
y, por lo tanto, continúo moviéndome. Algunas veces me quedo en algún sitio durante el tiempo
suficiente para conseguir algún trabajo como impresor, He aprendido muchas cosas. Puedo
conseguir un empleo sin que la gente crea que soy demasiado raro; ya no se asustan cuando los
miro, como lo hacían unos pocos meses atrás. Y he aprendido a no hablarle a Harley excepto en
nuestra habitación, y sólo en voz muy baja para que los vecinos no crean que hablo solo.
Y he continuado practicando con mi cuchillo. He matado a mucha gente con él, en general por
la calle y de noche.
Algunas veces porque parecían tener dinero, pero las más sólo para practicar y porque ya he
empezado a tomarle el gusto. En estos momentos soy realmente hábil manejando el cuchillo.
Apenas lo sentirás.
Pero Harley me dice que estas muertes son muy sencillas y que es muy distinto el matar a una
persona que está en guardia, como lo están Bull, Harry y Carl.
Y ésta es la conversación que condujo a la apuesta de la que ya he hablado. Aposté con Harley
que, ahora mismo, podría advertir a un hombre que pensaba matarle, e incluso indicarle
aproximadamente cuándo pensaba hacerlo y el porqué, y que, a pesar de todo, aún lograría
matarlo. Apostó conmigo que yo no sería capaz, y está a punto de perder.
Está a punto de perder, ya que estoy avisándote ahora mismo y tú no vas a creerme. Me jugaría
la cabeza a que crees que ésta es simplemente otra novela más del libro. Que tú no crees que
éste es el único ejemplar del libro que contiene esta historia, y que lo que en ella se cuenta es
cierto. Incluso cuando te cuente cómo ha sido hecho, no pienso que tú vayas a creerme.
Ya comprenderás cómo voy a ganarle la apuesta a un Harley que no cree que lo consiga, a base
de que tú tampoco me creas. Él nunca pensó, y tampoco tú te darás cuenta de ello, en lo fácil
que puede resultarle a un buen impresor, que además ha sido falsificador, introducir una nueva
novela en un libro. Nunca será tan difícil como falsificar un billete de cinco dólares.
Tenía que escoger un libro de historias cortas, y elegí precisamente éste al darme cuenta de
que la última historia del libro se titulaba No mires hacia atrás, y que ése sería un buen título para
lo mío. En unos minutos comprenderás a lo que me refiero.
He tenido la suerte de que en la imprenta donde ahora trabajo se dediquen a los libros y de que
empleen unos tipos que son idénticos a los del resto de esta novela. Me ha resultado un poco
difícil el conseguir un papel exacto, pero al final lo he encontrado y ya lo tengo a punto mientras
escribo esto. Estoy escribiendo directamente en una linotipia, ya entrada la noche y en la

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imprenta donde trabajo estos días. Incluso tengo permiso del jefe. Le he dicho que quería
imprimir una historia que había escrito un amigo mío para darle una sorpresa, y que, en cuanto
consiguiera una buena copia, volvería a fundir el metal de los tipos.
En cuanto acabe de escribir esto, compondré los tipos en páginas que encajen con el resto del
libro y lo imprimiré en el papel que ya tengo preparado. Cortaré las nuevas páginas al mismo
tamaño y las coseré; no serás capaz de encontrar ninguna diferencia, ni siquiera si la más leve
sospecha te obliga a mirarlo detenidamente. No olvides que he falsificado billetes de cinco y diez
dólares que tú no habrías podido diferenciar de los auténticos, y eso es un trabajo de parvulario
en comparación con aquel otro. Y he trabajado lo suficiente como encuadernador como para
conseguir quitar la última novela y colocar estas páginas en su lugar, sin que tú seas capaz de
notar la diferencia por más que lo mires. Pienso hacer un trabajo perfecto, aunque ello me ocupe
toda la noche.
Y mañana iré a alguna librería o quizás a algún quiosco, o incluso a algún bar donde vendan
libros y tengan otros ejemplares de éste, ejemplares normales, y lo colocaré entre ellos.
Buscaré algún lugar desde el cual pueda vigilar, y estaré mirándote mientras lo compres.
El resto siento no poder contártelo porque depende en gran manera de muchas circunstancias,
de si tú vas directamente a tu casa con el libro, o de lo que hagas. No lo sabré hasta que te haya
seguido y te haya visto leerlo... Hasta que haya visto que has leído la última novela del libro.
Si estás en casa mientras lees esto, quizá yo también esté contigo en estos momentos. Quizá
esté en tu misma habitación, escondido, esperando a que termines la historia. Quizá esté
mirándote a través de una ventana. O tal vez esté sentado cerca de ti en el tranvía o en el tren, si
es ahí donde lees. Quizá estoy en la escalera de escape en el exterior de la habitación de tu hotel,
Pero, sea donde fuere que estés leyendo, me encuentro cerca de ti vigilándote y esperando a que
termines. Cuenta con ello.
Ahora ya estás muy cerca del final. Habrás acabado dentro de unos segundos y, entonces,
cerrarás el libro aún sin creerme. O, si no has leído las historias por su orden, quizá volverás atrás
para comenzar otra. Si lo haces, nunca la terminarás.
Pero no mires a tu alrededor; serás más afortunado si no lo sabes, si no ves llegar el cuchillo.
Cuando yo mato a alguien por la espalda no parece importarle demasiado.
Continúa, sólo por unos segundos o unos minutos más, pensando que ésta es sólo una historia
más. No mires a tu espalda. No creas lo que te digo... hasta que sientas el cuchillo en tus carnes.

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La casa del juez

Bram Stoker

Corría el mes de abril y John Moore se preparaba para un examen muy importante. Cuando la
fecha se acercaba, decidió buscar algún lugar en el que poder estudiar tranquilamente. Quería
evitar las playas, por temor al exceso de entretenimientos, y tampoco quería ir a la montaña. Más
bien quería un lugar apacible, una pequeña localidad en la que poder trabajar sin ser molestado.
Así que preparó sus maletas, buscó en un horario de trenes una ciudad que no conociese y
compró un billete. No dijo a nadie adónde iba.
Así es como Moore llegó a Benchurch. Era una pequeña ciudad que celebraba un mercado una

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vez a la semana. Ese era el único día que se animaba. El resto de la semana era un lugar muy
tranquilo, incluso aburrido.
Moore pasó la primera noche en el único hotel que había en la ciudad. La patrona era muy
amable y atenta, pero el hotel no le ofrecía la calma que él necesitaba, así que, al día siguiente a
su llegada, comenzó a buscar una casa para alquilar.
Solamente una casa le gustó. Era más que tranquila -estaba abandonada y solitaria-. Databa del
s. XVII, era grande y vieja. Las ventanas eran pequeñas, como las de una prisión, y estaba rodeada
por un muro alto de ladrillo. Lo cierto es que resultaba difícil encontrar una casa más inhóspita.
Pero a Moore le pareció perfecta, así que fue en busca del abogado del pueblo, el señor Carnford,
que era el encargado de alquilarla.
Al conocer las intenciones de Moore se mostró satisfecho de poder alquilar al fin la casa.
-Me gustaría poder dejársela gratis -dijo- sólo para que esté habitada después de todos estos
años. Lleva tanto tiempo vacía, que la gente ha creado en torno a ella una leyenda absurda. Pero
podrá comprobar que esas historias no son reales.
Moore no juzgó necesario pedir al abogado más detalles sobre la leyenda en cuestión. Así que
pagó la renta y salió de la oficina del abogado con las llaves de la casa en el bolsillo. El señor
Carnford también le proporcionó el nombre de una vieja criada, para que se ocupara de las tareas
cotidianas. En el camino, fue a ver a la señora Wood, la patrona del hotel.
-He alquilado una casa para instalarme en ella unas semanas -le dijo-. ¿Podría recomendarme
lo que voy a necesitar, para ir a comprarlo? La verdad es que en cosas del hogar soy un completo
ignorante.
-¿Dónde se va a hospedar, señor? -preguntó la señora Wood. Cuando Moore se lo dijo,
palideció y, horrorizada, exclamó:
-¡No, por favor, La Casa del Juez, no! Moore le pidió que le hablara sobre la casa.
-¿Por qué la llaman La Casa del Juez? ¿Y por qué nadie quiere vivir en ella?
-Pues bien, señor -contestó la señora-. Hace un tiempo, no sé cuánto exactamente, vivió allí un
juez. Era un hombre muy despiadado y cruel. Pocos reos se libraban de ser ejecutados. No sentía
compasión por ninguno. Pero, por lo que se refiere a la casa, en sí misma, lo cierto es que no
podría decirle, porque, aunque he preguntado por ello muchas veces, la verdad es que nadie me
ha dado detalles... -le costaba explicarse-. La sensación que impera en el pueblo es la de que hay
algo raro allí. Por mi parte, señor -dijo-, ¡no me quedaría en esa casa ni por todo el dinero del
mundo!
Pero, inmediatamente se disculpó con Moore:
-Siento preocuparlo, señor. Pero si usted fuera mi hijo, no le dejaría pasar allí ni una sola noche.
-¡Cuánto le agradezco que se preocupe por mí, señora Wood! -replicó Moore-. Pero esté

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tranquila. Tengo mucho que estudiar y no tengo tiempo para horrores ni misterios.
La señora le prometió hacer la compra por él. Moore fue entonces a ver a la señora Dempster,
la vieja criada que le había recomendado el señor Carnford, la cual mostró una magnífica
disposición de trabajar para él.
Cuando, dos horas después, Moore y la señora Carnford llegaron a La Casa del Juez,
encontraron a la señora Wood esperándolos en la puerta. Había venido con varios hombres que
traían paquetes, e incluso una cama.
- ¡Pero si hay camas en la casa! -exclamó Moore.
- ¡Sí, pero nadie ha dormido en ellas desde hace cincuenta años o más! No, señor, no le dejaré
poner en peligro su salud con una cama vieja y húmeda.
La señora tenía mucha curiosidad por ver el interior de la casa, pero, al mismo tiempo, estaba
aterrada. Al menor ruido, se aferraba nerviosa al brazo del joven. Exploraron la casa juntos. Tras
su visita, Moore decidió vivir en el salón. Era lo suficientemente grande para trabajar y dormir.
Las dos mujeres se pusieron enseguida manos a la obra. Pronto los paquetes estaban deshechos,
y Moore pudo comprobar que la pobre señora Wood había traído muchas cosas de su propia
cocina. Antes de irse, se volvió y le dijo:
-Espero que esté bien, señor. Yo jamás podría dormir aquí, con esos fantasmas. Cuando se fue,
la señora Dempster se rió:
- ¡Fantasmas! -dijo- ¡No hay fantasmas! Hay ratas e insectos y puertas que necesitan que
alguien las engrase. Hay ventanas que se abren con el viento. Mire los viejos muros de roble de
esta habitación, señor. ¡Son viejos! ¡Tienen cientos de años! ¿No cree que habrá ratas e insectos
tras la madera? Sí, señor, aquí verá muchas ratas, pero no verá ningún fantasma -estoy segura-.
Ahora, váyase y dé un agradable paseo. Y cuando vuelva, le tendré preparada esta habitación.
Y cumplió su promesa. Así, cuando Moore volvió, encontró la habitación limpia y fresca. El fuego
ardía en la antigua chimenea. Le había encendido la lámpara y preparado la cena, que tenía lista
sobre la mesa.
-Buenas noches, señor -se despidió-. Ahora tengo que irme y prepararle la cena a mi marido. Le
veré por la mañana.
«¡Esto es una maravilla!» -se decía Moore mientras degustaba la excelente cena de la señora
Dempster. Cuando hubo acabado, empujó los platos al otro extremo de la mesa. Puso más leña
en el fuego y empezó a estudiar.
Moore trabajó sin descanso hasta cerca de las once. Entonces, se preparó un té y añadió leña
al fuego. Estaba disfrutando mucho. El fuego brillaba. Su luz bailaba en los viejos muros de roble
y arrojaba extrañas sombras por toda la habitación. El té era excelente y nadie le molestaba. Y
entonces, por primera vez, se dio cuenta del ruido que hacían las ratas.

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«¿Hacían tanto ruido mientras estaba estudiando?» -se preguntó-. «No, no creo. Quizá al
principio estaban asustadas de mí. Ahora se han envalentonado y corretean por aquí, como de
costumbre».
¡Qué ocupadas estaban! ¡Y qué ruidosas eran! Corrían arriba y abajo, tras los viejos muros de
roble, por el techo y bajo el suelo. Moore recordó las palabras de la señora Dempster: «Verá
muchas ratas, pero nada de fantasmas». Tenía razón, ¡sí que hay ratas!
Cogió la lámpara y miró por toda la habitación. «Qué raro -se dijo-. ¿Por qué nadie querrá vivir
en esta casa tan hermosa?» Las paredes de roble eran elegantes y estaban cubiertas de cuadros
muy viejos, pero tan sucios que no permitían ver lo que representaban. Aquí y allá afloraban
pequeños agujeros en las paredes. De vez en cuando, una rata miraba con curiosidad. Entonces,
con un chillido, desparecía.
Lo que más llamaba su atención, sin embargo, era la cuerda de la campana de alarma del tejado.
Esta colgaba en una esquina de la habitación, en el lado derecho de la chimenea. Encontró una
vieja silla de roble vieja y de respaldo alto y la acercó al lado del fuego. Se sentó allí y bebió su
última taza de té. De nuevo alimentó el fuego y se sentó en la mesa de nuevo con sus libros.
Durante un rato, las ratas le molestaron con sus ruidos, pero pronto se acostumbró a ellos y lo
olvidó todo, concentrado, como estaba, en su trabajo.
De repente miró hacia arriba. Algo le había alterado, pero no sabía lo que era. Se levantó y
escuchó. «¡Ya lo sabía! ¡La habitación estaba demasiado silenciosa!»
El ruido de las ratas había cesado. Miró alrededor, recorriendo con la mirada toda la habitación
hasta que vio una enorme rata. Estaba sentada en la gran silla donde un rato antes se había
sentado él y le observaba con odio en sus pequeños ojos rojos. Moore cogió un libro y amenazó
con arrojárselo. Pero la rata no se movió. Mostraba sus grandes dientes blancos con ira y sus
crueles ojos brillaban sin compasión a la luz de la lámpara.
- ¡Vaya hombre! -se lamentó Moore. Cogió el atizador de la chimenea y lo levantó. Antes de
que pudiera golpear a la rata, sin embargo, ésta saltó al suelo dando un chillido. Corrió por la
cuerda de la campana de la alarma y desapareció en la oscuridad. Curiosamente, los ruidos de las
ratas en los muros empezaron otra vez.
A estas alturas, Moore no pudo estudiar más. Afuera, los pájaros cantaban: pronto sería de día.
Se acostó y se durmió inmediatamente.
Durmió tan profundamente que no oyó a la señora Dempster entrar. Limpió la habitación y le
preparó el desayuno. Entonces, lo despertó con una taza de té.
Tras el desayuno, puso un libro en su bolsillo y salió a dar un paseo. En el camino, compró unos
bocadillos. «Así no tendré que parar para comer» -se dijo. Encontró un parque agradable y
tranquilo y pasó allí la mayor parte del día, estudiando. De camino a casa, se pasó por el hotel

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para agradecer a la señora Wood su amabilidad. Ella le miró, escrutadora.
-No debe trabajar tanto, señor. Está usted pálido. No es bueno estudiar demasiado. Pero,
cuénteme, ¿ha dormido bien? La señora Dempster me contó que seguía dormido cuando entró
esta mañana.
- ¡Oh! He estado muy bien -dijo Moore sonriendo-. Los fantasmas no me han molestado
todavía. ¡Pero las ratas estuvieron de fiesta anoche! Había una vieja diablesa con los ojos rojos.
Se sentó en la silla cerca del fuego. No se movió hasta que cogí el atizador. Entonces subió por la
cuerda de la alarma. No pude ver adónde se fue. Estaba demasiado oscuro.
- ¡Dios mío! -se lamentó la señora Wood- ¡Un viejo diablo sentado al fuego! ¡Tenga cuidado,
señor, se lo ruego!
- ¿Qué quiere decir? -preguntó Moore, sorprendido.
- ¡Un viejo diablo! ¡El viejo diablo, quizá! Moore empezó a reír.
-Por favor, perdóneme, señora Wood -dijo al fin-. No he podido evitar reírme ante la idea del
mismísimo diablo sentado junto a mi fuego...
Moore se marchó a su casa a cenar, conteniendo la risa con dificultad.
Esa noche, el ruido de las ratas empezó antes. Después de cenar, se sentó junto al fuego y bebió
su té. Entonces, volvió a la mesa y se puso a trabajar de nuevo.
Las ratas le molestaron más que la noche anterior. Chillaban y arañaban y correteaban y le
miraban desde los agujeros que había en las paredes. Sus ojos brillaban como pequeñas lámparas
a la luz del fuego. Pero Moore se estaba acostumbrando a ellas. Parecían más juguetonas que
agresivas. A veces, las ratas más valientes corrían por el suelo y por encima de los cuadros. Una y
otra vez, cuando le molestaban, Moore sacudía sus papeles hacia ellas. Enseguida corrían a sus
agujeros. Y así, la primera parte de la noche pasó muy tranquila.
El joven continuó trabajando durante varias horas. De repente, le sobresaltó un repentino
silencio. No se oían carreras, ni arañazos ni chillidos. La enorme habitación estaba silenciosa como
una tumba. Moore recordaba la noche anterior. Miró hacia la silla que había al lado del fuego y
recibió un impacto tremendo. Allí, en la gran silla de roble, estaba sentada otra vez la enorme
rata, mirándolo con odio.
Sin pensárselo, Moore cogió el libro que tenía más a mano y se lo arrojó. Pasó de largo, así que
la rata ni se inmutó. Entonces, el animal se escabulló por la cuerda de la alarma. Y de nuevo, las
otras ratas comenzaron su particular concierto. Moore no conseguía ver por dónde se había ido
la rata, ya que la luz de la lámpara no llegaba hasta el techo, que era muy alto y la intensidad del
fuego había descendido, y con ella la luz que emanaba.
Moore miró el reloj. Era casi medianoche. Añadió más leña al fuego y preparó más té. Después
se sentó en la vieja silla de roble que había junto al fuego, para poder disfrutarlo.

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«¿Adónde se habrá ido esa vieja rata? -pensó-. Mañana compraré una trampa». Encendió otra
lámpara y la colocó de manera que iluminase la esquina del lado derecho de la chimenea. Preparó
varios libros para arrojar a la criatura. Por último, levantó la cuerda de la alarma. La colocó en la
mesa y puso el cabo bajo la lámpara.
Al manejar la cuerda, se percató de lo fácil de doblar que era. «Se podría colgar a una persona
con ella» -pensó-. Luego dio unos pasos atrás para comprobar los preparativos que había hecho.
- ¡Eh, amiga! -dijo en voz alta-. Creo que esta vez voy a conocer tu secreto. Empezó a trabajar
otra vez y enseguida se concentró en sus estudios.
Pero, una vez más fue interrumpido por un silencio repentino. Entonces, la soga se movió un
poco y la lámpara que había sobre ella. También Moore se aseguró de tener a mano sus libros
para arrojárselos. Miró hacia la cuerda. Mientras estaba mirando, la enorme rata cayó de la
cuerda directa al viejo sillón de roble. Se sentó en él mientras le miraba airada. El cogió un libro y
amenazó a la rata con tirárselo. La criatura saltó astutamente a un lado. Moore le arrojó otro
libro, pero sin éxito. Entonces, la rata, al ver al joven dispuesto a seguir arrojándole libros y más
libros, dio un chillido y pareció asustarse. Una de las veces, consiguió alcanzarla, golpeándola en
un costado.
En aquel momento, con un grito de dolor y mirando a Moore con ojos de odio, la rata saltó al
respaldo del sillón y de ahí a la cuerda de la alarma. Subió por ella como un rayo, mientras la
lámpara se agitaba por su desesperada carrera. Moore la observaba atentamente. A la luz de la
segunda lámpara, la vio desaparecer a través de un agujero que había en uno de los grandes
cuadros de la pared.
«Por la mañana comprobaré la casa de mi desagradable visitante» -se dijo Moore, mientras
recogía los libros del suelo-. «El tercer cuadro desde la chimenea: no lo olvidaré». Examinó sus
libros.
Cogió el último que le había arrojado. «Este es el que le ha dado» -se dijo-. Entonces palideció.
«Pero ¡si es la vieja Biblia de mi madre! ¡Qué curioso!» Se sentó a trabajar otra vez y de nuevo las
ratas de la pared empezaron a hacer ruido. Esto no le preocupaba. Comparadas con la horrible
rata, aquéllas eran casi amistosas. Pero no logró concentrarse. Finalmente, cerró los libros y se
acostó. La primera luz del amanecer brillaba en la ventana cuando él cerraba los ojos.
Durmió profundamente, aunque algo inquieto, y tuvo sueños desagradables. La señora
Dempster le despertó como siempre con una taza de té y esto le hizo sentirse mucho mejor. Pero
su primera petición sorprendió mucho a la anciana sirvienta.
-Señora Dempster, mientras esté fuera, ¿podría, por favor, limpiar esos cuadros? Sobretodo el
tercero desde la chimenea. Quiero ver qué representan.
Una vez más, Moore pasó la mayor parte del día estudiando feliz en el parque. De camino a

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casa, pasó a saludar nuevamente a la señora Wood en el hotel. En su confortable salita, había un
visitante.
-Señor Moore -dijo la patrona-, le presento al doctor Thornhill. Apenas fueron presentados, el
doctor empezó a interrogar a Moore.
«Estoy seguro -se dijo Moore- de que el buen doctor no está aquí por casualidad». Se dirigió al
doctor Thornhill:
-Doctor, con gusto contestaré a todas sus preguntas, si usted antes me contesta a mí a otra.
El doctor se quedó sorprendido, pero enseguida aceptó.
- ¿Ha sido la señora Wood quien le ha pedido que venga a aconsejarme? -preguntó Moore.
La señora Wood enrojeció y miró hacia otro lado. Pero el doctor era un hombre honesto y
cordial, y contestó inmediatamente:
-Así es, pero no quería que usted lo supiera. Está muy preocupada. No le gusta que se quede
allí solo y además cree que estudia demasiado y bebe demasiado té. Me pidió que le aconsejara.
Yo también fui estudiante y sé de lo que le hablo.
Moore sonrió y le dio la mano al doctor.
-Gracias por su amabilidad. Y también a usted, señora Wood. Les prometo no tomar tanto té y
acostarme sobre la una. ¿Se quedan más tranquilos así?
-Mucho más -dijo el doctor Thornhill-. Ahora, por favor, cuéntenos todo sobre la casa.
Moore les contó todo lo que había sucedido las noches anteriores. Cuando le dijo que había
arrojado la Biblia, la señora Wood dio un grito. Cuando Moore acabó su historia, el doctor
Thornhill estaba muy serio.
-Y... dígame, ¿la rata siempre sube corriendo por la cuerda de la alarma? -preguntó.
-Siempre.
-Supongo que sabrá -dijo el doctor- qué es esa cuerda, ¿no?
-No, no lo sé -contestó Moore.
-Es la soga del ahorcado -dijo el doctor-. Cuando el juez condenaba a algún reo a muerte, el
infortunado era colgado con esa soga.
La señora Wood ahogó otro grito. El doctor fue a traerle un vaso de agua. Cuando regresó, miró
seriamente a Moore.
-Escuche, joven -le dijo, mirándolo con inquietud-. Si algo le sucede esta noche, por favor, no
dude en hacer sonar la alarma. También yo trabajaré hasta tarde hoy y estaré alerta. ¡No lo olvide!
Moore se rió.
- ¡Estoy seguro de que nada de eso será necesario! -dijo, y se fue a casa a cenar.
-No me gusta la historia de ese joven -dijo el doctor Thornhill cuando Moore se marchó. Tal vez
él imaginó la mayor parte de las cosas que ha contado. En cualquier caso, estaré pendiente de la

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alarma. Quizá llegue a tiempo de ayudarle.
Cuando Moore llegó a casa, la señora Dempster ya se había marchado. Pero le había dejado la
cena preparada. La lámpara ardía y había un buen fuego en la chimenea. La tarde era fría y
ventosa, pero la habitación resultaba cálida y confortable.
Al principio, las ratas permanecieron tranquilas. Pero, tal y como solían hacer, pronto se
acostumbraron a su presencia y empezaron con sus ruidos. A Moore le agradaba oírlas. Sabía
que, cuando la gran rata aparecía, se quedaban muy calladas. Pronto se olvidó de ellas. Se sentó
a cenar con optimismo. Después de la cena, abrió sus libros, dispuesto a trabajar de firme.
Durante dos horas trabajó intensamente. Entonces, comenzó a perder concentración y miró
hacia arriba. Era una noche tormentosa. Toda la casa parecía temblar y el viento silbaba por la
chimenea con un sonido extraño y sobrenatural. De pronto, sacudida por el viento, la campana
se movió, agitando la cuerda, que se levantó y cayó, golpeando con su extremo el suelo de roble,
y provocando un sonido duro y hueco.
Mientras Moore miraba la soga, recordó las palabras del doctor: «Es la soga del ahorcado». Se
dirigió a la esquina de la chimenea y tomó la cuerda en sus manos. La miró fijamente,
preguntándose cuánta gente habría muerto con ella. Mientras la sostenía, la campana del tejado
tiraba de ella una y otra vez, con su balanceo insistente. Entonces sintió un movimiento nuevo.
La soga pareció temblar, como si algo se moviera sobre ella. Al mismo tiempo, el ruido de las ratas
cesó.
El joven miró hacia arriba y vio a la gran rata bajar por la cuerda hacia él. Le miraba fijamente y
con odio. Moore soltó la soga y saltó hacia atrás con un grito. La rata se volvió, subió corriendo
por la cuerda y desapareció. Entonces, Moore se percató de que el ruido de las otras ratas había
empezado de nuevo.
«Muy bien, amiga -pensó Moore-, vamos a investigar tu escondite.»
Encendió la otra lámpara. Recordaba que la rata había desaparecido por el tercer cuadro de la
derecha. Cogió la lámpara y recorrió el cuadro, iluminándolo.
Entonces, un estremecimiento estuvo a punto de hacerle caer la lámpara. Instintivamente, se
echó hacia atrás mientras empezaba a sudar y a palidecer de miedo. Las rodillas le fallaron. Todo
su cuerpo temblaba como una hoja. Pero era un joven valiente y se adelantó otra vez con la
lámpara. La señora Dempster había limpiado el cuadro y por ello Moore podía ahora verlo con
claridad.
Representaba a un juez. Su expresión era cruel, astuta y despiadada. Tenía una gran nariz
aguileña y los ojos eran brillantes y de mirada dura. Al mirarlo a los ojos, se dio cuenta de que
había visto esa mirada antes, en los ojos de la gran rata. Era exactamente igual. Los dos
transmitían la misma sensación de odio y crueldad. Entonces, el ruido de las ratas cesó de nuevo

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y Moore sintió dos ojos que le taladraban. La gran rata le observaba desde un agujero que había
en la esquina del cuadro. Pero el joven no se dio cuenta y siguió examinando la pintura.
El juez estaba sentado en un gran sillón, de alto respaldo, al lado derecho de la gran chimenea.
En una esquina, una cuerda colgaba desde el techo. Con una horrible sensación, Moore reconoció
la habitación en la que ahora se encontraba. Miró en torno suyo, como si esperase encontrar otra
presencia allí. Al dirigir la mirada hacia la chimenea... se quedó helado y la lámpara cayó de su
mano temblorosa.
Y allí, en la silla del juez, estaba sentada la rata. La soga colgaba detrás, exactamente igual que
en el cuadro. La rata miraba a Moore con la misma impiedad con que el juez se mostraba en la
pintura. Pero había un aire de triunfo en aquellos ojos rojos. Todo estaba en silencio, excepto por
la tormenta que se desarrollaba afuera.
«¡La lámpara!» -pensó Moore desesperadamente. Por suerte, era de metal y su caída no había
causado fuego.
Mientras cogía la lámpara, pensó:
«No puedo seguir así. El doctor tenía razón. Dormir poco y tomar mucho té no es bueno. Me
altera los nervios.»
Respiró hondo y se sintió mejor. Después, se preparó una taza de leche caliente y se sentó a
trabajar.
Apenas una hora después, un silencio súbito le perturbó otra vez. Afuera, la tormenta silbaba y
rugía más fuerte que nunca. La lluvia golpeaba los cristales. Pero dentro de la casa, todo estaba
tan tranquilo como una tumba. Moore escuchó con atención, hasta que oyó un extraño chirrido.
Venía del extremo de la habitación en que colgaba la soga. Al principio pensó que el ruido venía
de la cuerda, golpeada por el aire. Pero, al mirar hacia arriba, vio a la gran rata. Estaba masticando
la cuerda con sus horribles dientes amarillos. La había mordisqueado casi totalmente, de forma
que cuando el joven miró, la cuerda cayó al suelo casi simultáneamente. Solo quedaba atado a la
campana un pequeño trocito, y de ese extremo colgaba la rata. La soga empezó a moverse de un
lado a otro. Moore sintió temor. «Ahora ya no podré utilizar la alarma»
-pensó-. Entonces se enfadó de verdad. Cogió el libro que estaba leyendo y se lo tiró
violentamente a la rata. Apuntó bien. Pero antes de que el libro pudiera golpear a la criatura, ésta
saltó de la cuerda al suelo. Moore la persiguió, pero la rata escapó y desapareció en las sombras.
«Vamos a ir de cacería antes de acostarnos» -se dijo el joven. Cogió la lámpara, pero... estuvo
a punto de dejarla caer otra vez.
La imagen del juez había desaparecido del cuadro. La silla y los detalles de la habitación estaban
aún ahí. Pero él se había ido. Paralizado por el horror, Moore se giró lentamente. Empezó a
temblar. Las fuerzas le abandonaron y era incapaz de mover un músculo. Sólo podía ver y oír.

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Allí, en el gran sillón de roble junto al fuego, estaba sentado el juez. Sus crueles ojos miraban
fijamente al joven. Había una sonrisa triunfal en su boca cruel. Lentamente levantó un sombrero
negro. El corazón de Moore latía violentamente y los oídos le pitaban. Afuera, el viento soplaba
más salvaje que nunca. Entonces, por encima de los lamentos del viento, oyó el gran reloj de la
plaza del mercado dando la hora. Se paró y escuchó, petrificado. El triunfo aumentó en la cara
del juez. Cuando el reloj dio las doce, se puso el sombrero negro. Lenta y deliberadamente, se
levantó de su silla y tomó el trozo de cuerda del suelo. Lo dobló meticulosamente. Despacio y con
mucho cuidado, preparó un lazo con la soga y lo comprobó con el pie. Tiró de él hasta que le
satisfizo por completo. Entonces empezó a moverse lentamente al lado de la mesa, en la parte
opuesta al joven. Entonces, con un rápido movimiento, se colocó delante de la puerta.
¡Moore estaba atrapado! Durante todo este rato, los ojos del juez no se apartaron jamás de los
suyos.
Entonces empezó a moverse lentamente al lado de la mesa, en la parte opuesta al joven.
Entonces, con un rápido movimiento, se colocó delante de la puerta. ¡Moore estaba atrapado!
Durante todo este rato, los ojos del juez no se apartaron jamás de los suyos.
Moore miró fijamente los ojos azules del juez, como un pájaro mira a un gato antes de ser
cazado. Vio al juez acercarse con el lazo y arrojárselo. Desesperado, se echó a un lado, haciendo
que la soga cayera inerte al suelo. De nuevo el juez cogió el lazo y trató de alcanzarlo. Probó una
y otra vez. Y todo el tiempo miraba con crueldad al estudiante. «Sólo está jugando conmigo —
pensaba Moore—, pero pronto me cogerá… y me colgará.»
De vez en cuando, el joven miraba tras de sí con angustia. Cientos de ratas le observaban y sus
ojillos brillaban en la oscuridad con ansiedad. Entonces vio que la soga de la alarma estaba
cubierta de ratas. Mientras estaba mirando, cientos de ellas llegaban por el agujero que llevaba
a la alarma y se enganchaban a la cuerda. Las ratas colgaban de ella y había tantas que la soga
comenzó a moverse hacia delante y atrás.
La campana comenzó a sonar, suavemente al principio, con más fuerza después. Al oírla, el juez
elevó la vista. Una ira demoníaca afloró a su cara. Los ojos le ardían como rubíes. Afuera sonó el
fuerte crujido de un trueno. El juez cogió el lazo otra vez, mientras las ratas corrían
desesperadamente arriba y abajo de la cuerda de la alarma.
Esta vez, en lugar de arrojar la soga, el juez se acercó a Moore, manteniendo abierto el lazo.
Moore era incapaz de moverse. Estaba paralizado, como si fuera una estatua de piedra. Sintió los
dedos helados del juez y la soga contra su cuello. El joven sintió el lazo que apretaba su garganta.
Entonces, el juez tomó el cuerpo petrificado del estudiante en sus brazos. Lo llevó a la gran silla
de roble y lo depositó en ella. Luego, se subió en la silla para alcanzar la cuerda de la alarma. Al
tocarla, las ratas huyeron, gritando horrorizadas y desaparecieron por el agujero del techo.

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Entonces, cogió el cabo del lazo que tenía Moore alrededor del cuello. Lo ató a la soga que aún
colgaba de la alarma. Luego se bajó y empujó la silla.
Cuando la alarma de la casa del juez empezó a sonar, una multitud vino corriendo con antorchas
y linternas y pronto eran cientos de personas que se dirigían a la casa. Llamaron con fuerza, pero
no obtuvieron respuesta. Entonces, echaron la puerta abajo y entraron abruptamente en el gran
salón. El doctor fue el primero que localizó a Moore. Pero ya era tarde.
Allí, al final de la cuerda, colgaba el cuerpo inerte del estudiante. El juez volvía a estar en su
cuadro. Pero en su rostro se dibujaba ahora una sonrisa triunfal.

63
Manos

Elsa Bornemann

Montones de veces, y a mi pedido, mi inolvidable tío Tomás me contó esta historia «de
miedo» cuando yo era chica y lo acompañaba a pescar ciertas noches de verano.
Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En
Pergamino o Junín o Santa Lucía... No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió
tal acontecimiento y, lamentablemente, hace años que él ya no está para aclararme las dudas. Lo
que sí recuerdo es que, de entre todos los que el tío solía narrarme mientras sostenía la caña
sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas, este relato era uno de mis preferidos.
—¡Te pone los pelos de punta y sin embargo encantada de escucharlo! ¿Quién entiende
a esta sobrina?
—me decía el tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento
otra vez a cambio de tu promesa...
Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el secreto, que mi madre no iba a
enterarse de que él había vuelto a narrármelo, que iba a aguantarme sin llamarla si no podía
dormir más tarde cuando de regreso a casa me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto.
Siempre cumplí con mis promesas. Por eso, esta historia de manos como tantas otras que
sospecho eran inventadas por el tío o recordadas desde su propia infancia, me fue contada una
y otra vez.
Y una y otra vez la conté yo misma, años después, a mis propios «sobrinhijos», así como
ahora me dispongo a contártela: como si también fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo
y me pidieras:
—¡Dale, tía; dale, mami, ¡un cuento «de miedo»!
Y bien. Aquí va:
Martina, Camila y Oriana eran amigas

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amiguísimas. No sólo concurrían a la misma escuela, sino que también se encontraban fuera de
los horarios de las clases. Unas veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para
estar juntas.
De otoño a primavera, las tres solían pasar algunos fines de semana en la casa de campo
que la familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad. ¡Cómo se divertían entonces! Tantos
juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al anochecer...
Aquel sábado de pleno invierno, por ejemplo, lo habían disfrutado por completo, y la
alegría de las tres nenas se prolongaba aún durante la cena en el comedor de la casa de campo
porque la abuela Odilia les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar unos
pasos de zapateo americano, al compás de viejos discos que había traído especialmente para esa
ocasión.
Adorable la abuela de Martina. No aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámica,
coqueta, de buen humor, conversadora. Había sido una excelente bailarina de tap. Las chicas lo
sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas.
—¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita?, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar.
Además, la abuela no paró un minuto en todo el día. Debe de estar agotada.
La mamá de Martina trató en vano de convencerlas para que se fueran a dormir a las
cuatro y no solo a las niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada
sin la anunciada sesión de baile. Así fue como al rato y mientras los padres, los perros y la gata se
ubicaban en la sala de estar a manera de público, la abuela y las tres nenas se preparaban para la
función casera de zapateo americano.
Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad
entre los árboles. Arriba, bien arriba, el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos
nubarrones.
La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como
para que Martina, Camila y Oriana aprendieran entre risas algunos pasos de tap y la abuela se
quedara exhausta y muy acalorada.
Pronto, todos se retiraron a sus cuartos.
Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que habían usado
para la función.
Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada
oportunidad que pasaban en esa casa. Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía
ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse
el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un
enorme poncho cubriéndolo todo). En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en

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forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de luz. En la cama de la izquierda, Martina,
porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el
sitio al lado de la ventana. En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía que así se
sentía protegida por sus amigas. Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó de repente
la voz del padre. Terminaba de vestirse, nuevamente y de prisa, a la par que les decía:
—La abuela se descompuso. Nada grave, creemos, pero vamos a llevarla hasta el hospital
del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá
que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego. ¿Dormir?
¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no, al menos, preocupadas como se
quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de que
oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó
el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que finalmente había decidido desmelenarse
sobre la noche. Truenos y rayos que conmovían el corazón. Relámpagos, como gigantescas y
electrizadas luciérnagas. El viento, volcándose como pocas veces antes.
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente. Las otras dos también lo
tenían, pero permanecían calladas, tragándose la inquietud. Martina trató de calmar a su amiguita
(y de calmarse, por qué negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo. La cama de Oriana
fue entonces la más iluminada de las tres ya que al estar en el medio de las otras recibía la luz
directa de dos veladores.
—No pasa nada. La tormenta empeora la situación, eso es todo —decía Martina,
dándose ánimo ella también con sus propios argumentos.
—Enseguida van a volver con la abuela. Seguro —opinaba Camila.
Y así, entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de las amigas más
corajudas, transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos los relojes. Cuando el de la sala,
grande y de péndulo, marcó las doce con sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían logrado
tranquilizarse bastante, a pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable. Las luces
se apagaron de golpe.
—¡No me hagan bromas pesadas! —chilló Oriana—¡Enciendan los veladores otra vez,
malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para encontrar las perillas. Solo
encontró las manos de sus amigas, haciendo lo propio.
—¡Yo no pagué nada, boba! —protestó Camila.
—¡Se habrá cortado la luz! —supuso Martina.
Y así era nomás. Demasiada electricidad haciendo travesuras en el cielo y nada allí en la
casa donde tanto se la necesitaba en esos momentos… Oriana se echó a llorar, desconsolada.

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—¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos
y velas! ¡O una linterna!
—» ¡Hay que!» «¡Hay que!» ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién? —se enojó
Camila—. Yo, ¡ni loca!
—¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soy la Superniña, pero no.
Yo también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos recomendó que no nos
levantáramos, ¿recuerdan?
Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada.
—Buaaaah… ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor, bajen a buscar
velas… Sean buenitas… Buaaah…
Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía más
chiquita y se comportaba como tal. Se compadeció y actuó entonces cual si fuera una hermana
mayor.
—Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila… Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer
una cosa para no tener más miedo, ¿sí?
—¿Q–ué..? —balbuceó Oriana.
—¿Qué cosa? —Camila también se mostró interesada, lógico (aunque seguía sin quejarse,
el temor la hacía temblar).
Martina continuó con su explicación:
—Nos tapamos bien —cada una en su cama— y estiramos los brazos, bien estirados hacia
afuera, hasta darnos las manos.
Enseguida, lo hicieron. Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada: al estar en
el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos.
—¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila. —Desde tu cama se recibe compañía de
los dos lados…
—En cambio, nosotras… —completó Martina— solo con una mano…
Y así —de manos fuertemente entrelazadas— las tres niñas lograron vencer buena parte
de sus miedos. Al rato, todas dormían. Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.
___Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien__ les contó la madre al amanecer del día
siguiente, en cuanto retornaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso
para ver cómo estaban las chicas__. Fue sólo un susto.
Como a su regreso las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la
encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!

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—Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la abuela las besó y les prometió
servirles el desayuno en la cama, para mimarlas un poco, después de la noche de nervios que
habían pasado.
—No tan valientes, señora… Al menos, yo no… —susurró Oriana, algo avergonzada por su
comportamiento de la víspera__. Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos…
Tras esta confesión de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían hecho para no
asustarse demasiado. Entonces, las tres amiguitas les contaron:
—Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora…
—Estirarnos los brazos así, como ahora…
—Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora… ¡Qué impresión les causó lo que
comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni la
abuela. Resulta que por más que se esforzaron estirando los brazos a más no poder, sus manos
infantiles no se llegaban a rozar siquiera. ¡Y había que correr las camas laterales unos diez
centímetros hacia la del medio para que las chicas pudieran tocarse apenas las puntas de los
dedos! Sin embargo, las tres habían realmente sentido que sus manos les eran estrechadas por
otras, no bien llevaron a la acción la propuesta de Martina.
—¿Las manos de quién? —exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de
disimular sus propios sentimientos de horror.
—¿De quiénes? —corrigió Oriana, con una mueca de espanto. ¡Ella había sido tomada de
ambas manos! Manos. Cuatro manos más aparte de las seis de las niñas, moviéndose en la
oscuridad de aquella noche al encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí. Manos humanas.
Manos espectrales. (Acaso a veces, de tanto en tanto, los fantasmas también tengan miedo… y
nos necesiten…)

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Enlace a audiolibro:
https://www.youtube.com/watch?v=JDg54xMqjC4

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