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Para que Emilia sepa cómo estamos.

Juan Solá
Mi abuela, que no era mujer y vieja de balde, me dijo una vez:
-M'hija, si usted supiera que la felicidad vive en una de las casas del pueblo, pero no supiera en cuál, ¿qué
haría?
Yo habré tenido diecisiete y me acuerdo que me quedé pensando un momento largo. Cuando abrí la
boca para contestar, ella me ganó de mano. Era ansiosa Emilia.
-Iría a tocar timbre casa por casa, hasta encontrarla, ¿o no?
-Mhm, y sí-, respondí y se me escapó una carcajada. Siempre me habían parecido fabulosas las cosas con las
que me salía la vieja. Le palmeé el brazo y le dije tomá el café, abuela. Después le sonreí un ¿querés un pan
con manteca? y comencé a preparárselo antes de que respondiera.
-Y dígame una cosa, m'hija, ¿hace cuánto que está tocando timbre en la misma casa y no la atienden?
Me acuerdo que después de eso, hizo silencio y siguió tomando el café con leche y fue como si todos los
vecinos del monoblock se hubiesen tomado el café con leche al mismo tiempo, porque no escuché más nada,
como si se hubiera apagado el barrio.
Emilia sabía que yo no quería ser maestra y que no tenía idea de cómo decírselo sin que el corazón se
le extinguiera un poco. También sabía que ella no había querido ser muchas cosas cuando tenía mi edad y eso
la había llevado lejos de su casa, por eso me dejó ir. Y como ambas odiábamos las despedidas, esa fue la
última vez que nos vimos.
Hoy pensé en escribirle una carta para contarle cómo estábamos porque anduve vendiendo las
enciclopedias por el Santa Rita hasta tarde.
Quería contarle que hoy, Andrea cumple quince y que Julio fue a ver si don Acosta quería que le corte
el pasto, como para juntar algo, como para hacerle una tortita, por lo menos. Para salir del paso, como dice él.
Le hubiese escrito sobre el atardecer en el Santa Rita. Las casitas, que son todas verdes, se van
encendiendo de a una, como las luciérnagas entre los yuyos. Yo iba por las vereditas, volviendo de no vender
nada, pensando en que ni para la torta le había podido juntar a la gorda y en que ojalá don Acosta haya
necesitado que Julio le cortara el pasto.
Me mordía los labios para no llorar, no pude ni decirle buenas noches al chofer del colectivo. Le puse
las monedas en la mano y fui a sentarme en el último asiento, apretando el boleto con la misma rabia que sentí
cuando el padre de dos nenas que me habían abierto la puerta me dijo que me compraba un librito si le chupaba
la pija. Su mujer estaba ahí y no dijo nada, pero me miró y con los ojos me dijo que me escape.
Te juro que toqué todos los timbres, Emilia, pero la felicidad no estaba en ninguna casa. Yo no sé (y
quisiera que me cuentes) qué te imaginaste cuando pensaste en la felicidad, la tarde que nos vimos por última
vez. Para mí, en este momento, la felicidad tiene forma de una torta de cumpleaños que no pude comprar.
El colectivo me dejó a seis cuadras, pero a esta hora las cuadras son kilómetros oscuros de este lado
de la ciudad. Lo único que quiero es llegar a casa, prepararme un mate y ponerme el vestido más lindo que
tengo para que la nena no se olvide que hoy es su cumpleaños, aunque no haya torta.
Entré y vi a Julio sentado en el sillón con Andrea y Lucas, esperándome a mí, que no sabía dónde poner mis
manos que no traían nada.
Los nenes hicieron la cena, me dijo él, mientras tus nietos me besaban. A Andrea la abracé un poco
más y cuando ellos se fueron para la cocina, con Julio nos miramos. Él también tenía ganas de llorar. No
estaba don Acosta, me dijo como pudo, y puso los ojos en la tele.
Me maquillé y me puse un vestido que era de mamá y lo mandé a Julio a peinarse y prendí velas y
lucecitas de Navidad. A los chicos les encantó y enseguida nos acordamos de la Navidad que te quedaste
encerrada en el baño de atrás como una hora y nadie se animaba a ir a golpear la puerta porque pensamos que
te había caído mal el vitel toné. Nos cagamos de risa, Emilia. Tu nieta es una guacha, se puso a imitarte cuando
saliste re caliente, ¿te acordás? Nos empezaste a echar a todos y el Agustín, que estaba re mamado, te abrazaba
y te decía ¡perdón, abuela, mirá si te nos ibas! Julio se quedó sin aire de tanto reírse. Después, Lucas se acordó
de cuando lo agarraste tirando huevos por el balcón para ver si salía un pollito y le dijiste que aparte de
castigarlo por romper los huevos, lo castigabas por boludo, porque si llegaba a salir un pollito se iba a hacer
sorete contra el suelo. Aproveché tanta carcajada para soltar todas las lágrimas.
Hoy me hiciste falta, Emilia.
Cuando nos terminamos los fideos al pesto que hicieron los chicos, brindamos por Andrea y también
brindamos por vos y después yo pedí perdón, porque ni para la torta había conseguido. Entonces, Andrea
apagó las luces y salió corriendo para la cocina. ¡Casi me infarto de la risa, Emilia! Volvió cantando el feliz
cumpleaños, sosteniendo un racimo de bananas con las manos en bandeja, ¡y encima de las bananas había
clavado una velita! Los varones cantaron con ella, pero yo no pude, porque no podía parar de reírme. Me
levanté y la llené de besos y lágrimas y la abracé fuerte, muy fuerte. La abracé por las dos.
Ella pidió tres deseos, apagó la vela y nos dio una banana a cada uno. Te juro que ninguna torta podía
ser más rica que esa banana, Emilia. La puta que hoy me hiciste falta, che. Hoy me hubiese encantado hacerte
un café con leche. Hoy me hubiese gustado poder contarte que por fin encontré la casa donde vive la felicidad
y que no tengo que tocar el timbre para que me abra la puerta.

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