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Resumo brevemente la idea.

La democracia delegativa es democrática porque tiene legitimidad de origen, es

decir, se trata de gobiernos que surgen de elecciones limpias y competitivas. Y es democrática porque se

mantienen vigentes ciertas libertades políticas básicas, como las de expresión, reunión, prensa y asociación

(aunque en algunos casos amenazadas). Sin embargo, es una democracia menos liberal y republicana que la

democracia representativa, ya que tiende a no reconocer los límites constitucionales y legales de los poderes

del Estado.

La concepción básica es que la elección da al presidente el derecho, y la obligación, de tomar las decisiones

que mejor le parecen para el país, sujeto sólo al resultado de futuras elecciones. La consecuencia de esta

autoconcepción es considerar un estorbo la “interferencia” de las instituciones de control sobre el Poder

Ejecutivo, incluyendo a los otros dos grandes poderes del Estado (Legislativo y Judicial), así como las diversas

instituciones de accountability horizontal (auditorías, fiscalías, etc.). Esto lleva, a la larga, a esfuerzos por anular

esos controles.

En este tipo de democracias, las políticas públicas suelen implementarse de manera abrupta e inconsulta. Por

supuesto, el Gobierno debe inevitablemente enfrentar diversas relaciones fácticas de poder, pero esos

encuentros suelen realizarse mediante relaciones nula o escasamente mediadas institucionalmente. El

Presidente se considera la encarnación, o al menos el más autorizado intérprete, de los grandes intereses de la

nación. En consecuencia, se siente por encima de las diversas partes de la sociedad (incluyendo a los partidos)

y no cree necesario rendir cuentas, salvo en las elecciones.

En la segunda parte de su artículo, O’Donnell traza una “evolución típica” de las democracias delegativas. En

general, dice, son producto de graves crisis. Sus líderes emprenden una gran causa, la salvación de la patria, y

en la medida en que superan (o alivian significativamente) la crisis logran amplios apoyos. En ésos, sus

momentos de gloria, pueden decidir como mejor les parece, y el fuerte respaldo popular les demuestra que ellos

son quienes realmente saben qué hacer con el país. Aupados en sus éxitos, los líderes avanzan entonces en su

propósito de doblegar a las instituciones de control mediante la concesión de poderes extraordinarios (leyes de

emergencia económica, superpoderes) y el abuso de instrumentos de legislación ejecutiva (decretos).

O’Donnell sostiene que, en las democracias delegativas, los presidentes siguen viviendo constantemente de la

crisis que les dio origen. Incluso cuando la sensación de crisis ha disminuido, intentan reavivarla, con la

advertencia de que si se abandona el camino que proponen ella resurgirá, renovada. El problema es que, una

vez que los peores aspectos de la crisis han pasado, aparecen viejos y nuevos problemas, casi siempre de

resolución mucho más compleja que los anteriores. Esto requiere políticas estatales complejas, para lo cual es

importante contar con instancias de consulta e intermediación. Pero este camino se obstruye, en parte porque el

Presidente se ha encargado de corroer esas instituciones y en parte también por un conocido problema

psicológico: ser víctima del propio éxito. El líder se aferra a seguir haciendo lo mismo que hasta no hace tanto

tiempo funcionaba razonablemente bien. De esta manera, en su negativa a convocar a auténticos aliados e

interlocutores, el líder se va encerrando en un grupo de colaboradores cada vez más estrecho. El líder

delegativo es un líder solitario.


Hace unos 15 años, al tratar de entender los gobiernos de Menem; de Collor, en Brasil, y la
primera presidencia de Alan García, en Perú, argumenté que estaba surgiendo un nuevo tipo de
democracia, a la que llamé delegativa para diferenciarla de la que está ampliamente estudiada: la
democracia representativa. Se trata de una concepción y una práctica del poder político que es
democrática porque surge de elecciones razonablemente libres y competitivas; también lo es
porque mantiene, aunque a veces a regañadientes, ciertas importantes libertades, como las de
expresión, asociación, reunión y acceso a medios de información no censurados por el Estado o
monopolizados.

Este tipo de democracia, como la que vive hoy la Argentina, tiene sus riesgos: los líderes
delegativos suelen pasar, rápidamente, de una alta popularidad a una generalizada impopularidad.

Los líderes delegativos suelen surgir de una profunda crisis, pero no toda crisis produce
democracias delegativas; para ello también hacen falta líderes portadores de esa concepción y
sectores de opinión pública que la compartan. La esencia de esa concepción es que quienes son
elegidos creen tener el derecho ?y la obligación? de decidir como mejor les parezca qué es bueno
para el país, sujetos sólo al juicio de los votantes en las siguientes elecciones. Creen que éstos les
delegan plenamente esa autoridad durante ese lapso. Dado esto, todo tipo de control institucional
es considerado una injustificada traba; por eso los líderes delegativos intentan subordinar,
suprimir o cooptar esas instituciones.

Democracia clásica y democracia delegativa


Según el politólogo Guillermo O’Donnell, el concepto de “democracia delegativa” teorizado por él a fines de la década
del ochenta sigue teniendo vigencia como categoría teórica, a la hora de interpretar los acontecimientos del siglo XXI
en América Latina. Para O’Donnell, la “democracia delegativa” se opone a las democracias representativas porque
concentra la soberanía en el Ejecutivo y desconoce la división de poderes y toda mediación institucional.
No obstante ello, la democracia delegativa es, en primer lugar, una democracia porque la fuente de legitimidad es el
voto popular y respeta las libertades públicas, entre otras cosas porque no puede dejar de hacerlo. Y es “delegativa”
porque se supone que los ciudadanos delegan su voluntad en el líder para que los represente y “desde arriba” haga lo
que mejor le parezca. Como se podrá apreciar, el concepto se relaciona con la visión “decisionista” del poder teorizada
por Carl Schmitt y es funcional a las visiones populistas en América Latina.
En las “democracias delegativas” el presidente reduce a su mínima expresión las mediaciones propias de una república
democrática. El Parlamento se transforma en una suerte de escribanía del poder, la Justicia se limita a legalizar sus
actos y, en ese contexto, la prensa suele ser considerada la enemiga principal, en tanto se le atribuye un poder que
pone en discusión al Ejecutivo.
Para O’Donnell, en la Argentina los regímenes menemista y kirchnerista son ejemplos emblemáticos de “democracia
delegativa”. Sin desconocer las diferencias entre un gobierno y el otro -diferencias en el discurso y las apoyaturas
sociales-, estima que tienen en común una similar visión del poder y su ejercicio. Kirchner -como Menem- descreen de
las virtudes de las democracias representativas y del sistema de división de poderes. Y no faltan teóricos del populismo
que avalan esta concepción, sosteniendo que las instituciones cristalizan privilegios y que la manera adecuada de
gobernar y promover transformaciones es desconociéndolas y fortaleciendo el rol del líder.
Las democracias delegativas existen en sistemas políticos quebrados, con partidos debilitados o en crisis y en
sociedades desencantadas o derrotadas. En determinadas circunstancias logran resolver problemas prácticos y la
popularidad que de allí deviene es el factor que las legitima para seguir concentrando el poder y aspirando a la
perpetuidad.
Sin mediaciones institucionales, las gestiones “delegativas” suelen ser vulnerables a las crisis, porque así como los
méritos de gestión les permiten consolidarse en el poder, los vicios y errores las transforman en víctimas propiciatorias
de la opinión pública. Los ejemplos de Menem y Kirchner en la Argentina se asimilan a los de Chávez en Venezuela o
Morales en Bolivia y, aunque parezca contradictorio, Uribe en Colombia. Por el contrario, los modelos clásicos de
democracias representativas con sistemas de partidos políticos saludables están representadas por Chile, Uruguay,
Costa Rica y Brasil.

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