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PRÓLOGO A LA CUARTA EDICIÓN

Veinte años han transcurrido desde que se publicó por primera vez Forja de hombres, del
Padre Tomás Morales. En este tiempo, España ha sufrido una profunda transformación. Las
ideas, y aun las palabras, del libro no han sufrido desgaste alguno; al contrario, tienen mayor
vigencia todavía.
Forja de hombres es un libro que ha salido al calor de una experiencia apasionada hecha
objeto de reflexión constante. Es un libro lleno de sugerencias, con el valor de estar enraizadas y
comprobadas en la realidad de la vida. El borboteo de un apostolado realizado en los sitios más
dispares: la empresa, el bar, la calle, con modos de hacer variados: círculos de estudio, misiones
juveniles, marchas y campamentos, ejercicios espirituales, se ordena en «cuatro puntos
cardinales», regulados con palabras de sabor tradicional, mucho más expresivas y penetrantes que
las usadas corrientemente en las producciones afectadamente científicas.
Muchas ideas sugiere cualquier página del libro. Apenas comencé su lectura, una
impresión fue cuajando y cobrando fuerza: se trata de un libro escrito contra corriente. En todas
sus líneas late una Pedagogía cuya finalidad es la de que el joven alcance «la valentía de ser
distinto de los demás para empezar a parecerse a Cristo».
Una Pedagogía de exigencia en un mundo de permisividad; de exigencia «desde dentro»,
cuando todo se hace desde fuera y a través de condicionamientos externos; una «iniciación en el
coraje y en el heroísmo» cuando el «pasotismo» y la llamada desmitificación de ideales se halla a
la orden del día.
Una incitación a la paciencia del educador, condición necesaria para estimular, ayudar y
alentar al joven hacia el esfuerzo «serio y continuo» frente a la prisa que domina en el ambiente y
en la mentalidad del hombre de hoy y más especialmente en la del joven que no sabe lo que
quiere, pero lo quiere muy deprisa.
La mentalidad penetrante y abierta del Padre Morales se pone de relieve en el aprecio,
razonable y ordenado, del hacer y el estudiar. Su estima de la actividad y el menosprecio de la
palabra inútil se manifiesta con claridad a lo largo de todo el libro; pero no se deja caer en el fácil
activismo pragmatista que termina por secar la fuente de los impulsos para una acción espiritual.
El cultivo de la reflexión es uno de los quicios de la vida del cristiano apóstol. Parafraseando un
verso de la Escritura, el Padre Morales dice que «perdida está la juventud porque sus educadores
no la obligan a reflexionar». El hombre de hoy vive más que nunca de impresiones y sensaciones;
de noticias más que de conocimientos arrancados de la realidad, de slogans y consignas
fabricados por otros más que de pensamientos arrancados a su propia reflexión. Pero no se trata
de una reflexión desencarnada. Más bien pide una reflexión enraizada en la vida, de tal suerte que
incluso los errores cometidos pueden ser motivo de enseñanza. Observar y pensar, enjuiciar y
valorar la realidad, son tareas propias de la reflexión que llega a su colmo cuando permite
«descubrir procedimientos para la acción». Porque el pensamiento humano tiene vocación de
realidad y para la realidad; arranca del mundo real y a través de su capacidad constructiva —
participación en la obra creadora de Dios— actúa sobre la realidad modificándola para mejor
servir a los verdaderos fines de la vida humana.
La vinculación pensamiento-realidad, a la cual acabo de aludir, lleva como consecuencia
algo que con sinceridad encantadora dice el Padre Morales que tardó «siete años en empezar a
descubrirlo»: «el trabajo y el estudio, con ansia continua de superación, serán siempre para el
educador el instrumento más adecuado para aclimatar el sentido de la constancia en sus jóvenes».
Trabajo y estudio constante que llegan «a una acción eficaz y permanente a lo largo de la vida a
través de la profesión y sin salir de ella». Idea fecunda en la que el trabajo se humaniza y aun
«diviniza» en el estudio y en la oración, y el estudio se hace eficaz en la vida a través de la obra
bien hecha.
Enraizado el trabajo en el entramado de la vida social vale la pena destacar una
consecuencia de extraordinario valor en estos momentos de confusión doctrinal, nacida
principalmente de la difusión de las ideas marxistas: la cuestión del cambio de las estructuras. En
el marxismo, las estructuras sociales no sólo condicionan sino que determinan el ser y la vida del
hombre individual. Frente a esta idea, el pensamiento del Padre Morales es claro: «una constante
histórica no exenta de ironía aleccionadora. Los hombres que menos hablan, y aparentemente
menos hacen por la reforma de estructuras, y se dedican a hacer y forjar hombres, son los únicos
que en realidad contribuyen con eficacia a cambiarlas».
Para terminar, algo que no se puede soslayar. Por encima de todos los recursos humanos,
círculos de estudios, marchas y campamentos, hogares-escuela, el espíritu que anima a toda la
obra del Padre Morales se puede resumir en el cariño filial a Santa María, en estos tiempos en que
a nuestra Madre se la hace objeto de tantos desvíos, malentendidos, y aun injurias, y la fidelidad a
la Iglesia que tanto sufre también con la deslealtad de algunos que se llaman sus hijos.

Víctor García Hoz


De la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas
PÓRTICO-DEDICATORIA

FORJA DE HOMBRES. Cómo se forjaron unos hombres, cómo pueden forjarse muchos
más. Algo de historia y un poco de programa en esta hora de planificación, en que «sin la acción
y testimonio del laicado, el Evangelio no puede impregnar toda la vida humana y ser llevado a
toda la vida de la sociedad»1.

Algo de historia

Cómo se forjaron unos hombres a lo largo de casi quince años (1946-1960), y cómo se
han seguido forjando durante más de cinco lustros (1960-1986). Hombres y mujeres que inyectan
mística de familia en sus hogares y empresas —mercantiles e industriales—, en escuelas y
universidades, en el ejercicio de las más variadas profesiones. Unos hombres y mujeres que
envuelven en las espirales de su amistad a todos los que integran esas realidades, cristianando así
desde dentro del mundo las estructuras.
De ese Movimiento han surgido distintas obras (hogares, residencias, cooperativas,
viviendas, escuelas) que todavía siguen gracias al impulso troquelador entonces iniciado y hasta
ahora mantenido. Muchos de esos hombres y mujeres, empapados en la mística exigente y
apostólica de nuevos primeros cristianos que el Hogar del Empleado primero, y la
Cruzada-Milicia de la Virgen después, les imprimió, empezaron a vivificar empresas en que
trabajaban, escuelas en que estudiaban o enseñaban, barrios en que vivían, familias de nuevo cuño
que formaban.

Un poco de programa

Es preciso un plan en la formación de los hombres, en la educación de los hijos, en el


apostolado.
Nos movemos en un mundo de contrastes. «Exuberante de riqueza, de energía, de
maravillas, pero tan desorientado respecto del verdadero e insustituible fin que debe alcanzar.
Culto e inteligente, pero atormentado por la duda, y ciego para descubrir el camino de su
felicidad. Orgulloso, pero descontento de sí mismo. Pletórico de experiencias e inquietudes, pero
en el fondo desconfiado y escéptico»2.
Un mundo tan organizado, y tan amenazado por su misma organización. Un mundo
bloqueado por constantes nubarrones que presagian nuevas guerras anunciando un posible ciclón
de holocausto atómico, pues «las armas de muerte que se enfrentan hoy son capaces de destruir
toda la vida humana sobre la tierra»3.
Muchos contemporáneos, a la vista del fracaso estrepitoso, están ya de vuelta de ciertas
«pedagogías». Vuelven la espalda a utopías roussonianas y no hablan ya de «sublimar el instinto»
o de «liberar el subconsciente». Piensan que la hora de la improvisación en el área del
pensamiento y de la educación ha pasado, y empiezan a reaccionar. Admiran, quizá sin advertirlo,
los grandes modelos de forjadores de hombres y mujeres que el catolicismo, al clarear el tercer
milenio, presenta en su historia multisecular.
Transplantar con acierto y flexibilidad una táctica de formación de hombres y mujeres,
ensayada con acierto durante más de cuatro decenios, no será difícil si los forjadores de jóvenes
—padres, maestros, sacerdotes, religiosos, laicos—, están decididos a «ahogar las raíces del
pecado y del yo» que deshacen «nuestros corazones»4, a sembrar amor con profusión en sus
educandos.

1 Juan Pablo II a los Obispos europeos, 11-10-1985, 15.


2 Pablo VI, 30-3-1969.
3 Sda. Congr. para la doctrina de la fe, Libertad cristiana y liberación, 22-3-1986, 15.
4 Juan Pablo II, Mensaje a España, Zaragoza, Avda. de los Pirineos, 10-10-1984,6.
Cumplirán la consigna luminosa de un Concilio si entrenan a la juventud a «luchar contra
todo egoísmo, a no ceder —como algunos de sus mayores— a la seducción de las filosofías del
egoísmo y del placer». Si le enseñan a «edificar un mundo mejor que el de sus antepasados»5.
En cualquier latitud geográfica o estamento social —profesionales, obreros, campesinos,
artistas, estudiantes—, se conseguirán idénticos resultados si el educador se decide a derrochar
más paciencia allí donde las condiciones sociales o temperamentales lo exijan.
No olvidemos la igualdad esencial de la naturaleza humana a pesar de variantes
accidentales. Ni pretendamos escudar nuestra inconsciencia o cobardía tras el parapeto de que en
otras áreas sociales o geográficas son impenetrables técnicas de formación enraizadas en lo más
profundo de la naturaleza humana, en su rica y compleja psicología. Si el educador se lanza a
luchar con tenacidad contra concupiscencias propias o ajenas, si se decide a elevarse sobre la
mediocridad —ambiente que nos circunda— triunfará cualquiera que sea el área social o
climatológica en que se mueva.

Ofrenda

La larga y fecunda experiencia de estos años nos obliga a brindar a todos los formadores
de la juventud, desde el padre de familia, el maestro o educador, desde el sacerdote director de
almas hasta el laico militante, fermento en la masa, unas técnicas extraídas de la cantera viva de la
realidad, del conocimiento de la vida, del bucear hondo en el corazón de tantos jóvenes, del
pensar profundo en muchas horas de silencio y soledad fecunda.
Técnicas ensayadas y rectificadas muchas veces en la actividad incesante de cuatro
decenios que maduran y enriquecen un movimiento. Enseñanzas asimiladas en instantes de
reflexión serena a la luz de la historia, al calor de la oración, cara al mar y a las montañas muchas
veces, muchas más en la cercanía de un sagrario, y siempre bajo la mirada maternal de la Madre
de Dios y de los hombres.
Estas experiencias y enseñanzas son las que ofrecemos con amor fraternal, al acercarse un
Sínodo 1987 que profundizará en la misión del laico en el mundo, a cuantos con Cristo y en
Cristo forman la Iglesia o pueden incorporarse a ella. Las brindamos en especial a cuantos,
conscientes de la urgencia del momento, van cayendo en la cuenta de que la movilización del
laicado con ímpetu misionero es quizá el problema pastoral que más acucia a la Iglesia para la
evangelización valiente y eficaz del mundo.
Con particular cariño confiamos estas enseñanzas a sacerdotes y laicos enrolados en el
apostolado. Y a los que se entregan en Institutos Seculares ofrendando sus vidas en el mundo, sin
salir de él y actuando en él para arrastrarlo hacia Dios, y plasmar en realidad fecunda la
«consecratio mundi» (Pío XII). Dentro de ellos, a los núcleos de jóvenes trabajadores y
estudiantes, que pululan a su sombra. Cada día, en número creciente, van sintiendo la llamada
irresistible a una entrega total y permanente para salvar a la juventud cristianando fábricas y
oficinas, escuelas y universidades, y decididos a que amanezca en un mundo que agoniza en el
egoísmo la «civilización del amor», que plasme en «síntesis nueva y genial lo espiritual y lo
temporal, lo antiguo y lo moderno»6.
Una juventud que quiere ser formada en el heroísmo. Exige que no se la defraude. Pide
un Evangelio íntegro, no adulterado, que le comunique la fuerza sobrenatural para seguir a
«Jesucristo, y Este crucificado» (I Cor 2,2). Está convencida de que «vivir como cristiano
significa con frecuencia ir contra corriente, contra la mentalidad en boga», que «no es fácil ser
coherente con la fe en la sociedad de hoy, saturada de materialismo y permisividad»7.

5 Vaticano II, Mensaje a la juventud, 8-12-1965.


6 Pablo VI, homilía en S. Pedro, 3-7-1964.
7 Juan Pablo II, homilía en Fano, 12-8-1984, 7.
FORJA DE HOMBRES se hace eco de las enseñanzas de un Concilio. Con ambición
misionera pretende que todos los laicos caigan en la cuenta de que «muchos hombres no pueden
escuchar el Evangelio, ni conocer a Cristo, más que por sus hermanos seglares»8. Contribuirá a
barrenar «la mentalidad negativa del cristiano que no quiere complicaciones, que no se ocupa del
bien de los demás»9.
En esta «hora de los laicos», en la coyuntura histórica en que los seglares tienen que
convertirse en «puente entre la Iglesia y la sociedad»10, abrigamos la esperanza de que estas
técnicas de apostolado, avaladas por la experiencia, puedan ayudar a nuestros hermanos de todo
el mundo a injertarlo de nuevo en Cristo. «Hoy que toda la tierra es país de misión» como repetía
Pablo VI; que «ningún cristiano está exento de su responsabilidad evangelizadora, ninguno puede
ser sustituido en las exigencias de su apostolado personal. Cada laico tiene un campo de
apostolado en su experiencia personal»11.
Nos hacemos eco de lo que Juan Pablo II nos seguía diciendo esperanzado en Toledo:
«Así como florecieron magníficos testimonios de santidad en la España del Siglo de Oro por la
reforma católica y el Concilio de Trento, florezcan ahora, en la época de la renovación eclesial del
Vaticano II, nuevos testimonios de santidad, especialmente entre los seglares»12. Sólo así «sobre
las ruinas acumuladas por el odio y la violencia se podrá construir la tan deseada civilización del
amor, el Reino del Corazón de Cristo»13.

8 Vaticano II, Apostolicam actuositatem 13.


9 Pablo VI, 23-3-1966.
10 Ib. 3-1-1964.

11 Juan Pablo II a los seglares. Toledo 4-11-82.

12 Ib.

13 Juan Pablo II, carta a la Compañía de Jesús, Paray-Le-Monial 5-10-1986.


CUATRO PUNTOS CARDINALES

Vivimos clima posconciliar. Lo que se dijo en el Vaticano II es conveniente saberlo. Pero


lo que dijo es imprescindible conocerlo. La mayoría de la gente sabe más de lo primero que de lo
segundo. Algo sabe de lo que se dijo, pero muy poco de lo que dijo. Los medios de
comunicación social prefirieron lo espectacular y novedoso para alimentar la pública curiosidad.
Optaron por halagar gustos, que no siempre coinciden con la verdad. Pero va siendo hora de
poner las cosas en su sitio. La auténtica enseñanza de un Concilio trascendental exige difundirse
en ancha y profunda escala.
Urge dar a conocer lo que el Concilio dijo. Y hay que hacerlo a la luz de la enseñanza
pontificia. Pablo VI y Juan Pablo II trazan de forma nítida el meridiano que ha de cruzar la puesta
al día de la Iglesia en esta hora posconciliar. Esta actualización «hay que concebirla, no para
debilitar el temple moral del católico moderno, sino más bien para aumentar sus energías, para
hacer más consecuentes y operantes los compromisos que una concepción genuina de la vida
cristiana, corroborada por el Magisterio de la Iglesia, propone de nuevo a su espíritu»14.
Este temple moral gravita en cuatro puntos cardinales. Cuatro puntos que dan la clave
para comprender el éxito del Hogar del empleado primero, y de la Cruzada-Milicia de la Virgen
después, en la formación de hombres —las obras que deslumbran a los espíritus superficiales, no
son más que una resultante—: mística de exigencia, espíritu combativo, cultivo de la reflexión,
escuela de constancia.
A esos cuatro puntos debe tender su vista quien pretenda forjar jóvenes para Dios y para
el mundo. Hablando más en cristiano, quien pretenda cumplir con su deber de educador como
padre, maestro, amigo, sacerdote, militante, bautizado. No olvidemos que el objetivo de la
educación cristiana es, en frase de Pío XI: formar al hombre que «piensa, juzga y actúa en todo
momento según la recta razón iluminada por la luz sobrenatural de Cristo, es decir, el verdadero y
cumplido hombre de carácter»15. Reparemos en las palabras finales hombres de carácter. Es lo
importante, lo definitivo. Y cuántas veces se pierde de vista por padres y educadores, aun
religiosos.
Conocemos muchas instituciones educativas en que no falta quien se preocupe de la
formación intelectual, de la disciplina, del cultivo espiritual. En ella falta la pieza más importante:
el forjador de la voluntad de los educandos.
Se dice que no existe porque a ello deben contribuir todos. Es verdad. Pero lo cierto es
que, de hecho, muchas veces, nadie lo hace. Se carece de un plan sistemático y gradual para ir
fortaleciendo la voluntad del alumno. Y así, salen de colegios, institutos, seminarios, centenares
de alumnos desprovistos de voluntad. Muchos, sin la fuerza para vivir habitualmente en gracia de
Dios. Les sobran ideas claras sobre el deber, tienen formación espiritual adecuada, y sin embargo,
una gran mayoría no acierta a vivir según Dios, porque su voluntad no está adiestrada para el
esfuerzo.
El mismo fallo se puede registrar en las organizaciones juveniles, incluso de apostolado, si
sus responsables no caen en la cuenta de la importancia de la formación del carácter y de la
necesidad de orientarse, para conseguirlo, hacia los cuatro puntos cardinales que hemos señalado.
El fallo será de consecuencias desastrosas. A muchas obras de orientación cristiana
dedicadas a hacer viviendas, montar cooperativas o sindicatos, escuelas, clubs..., sucederá lo que
pronosticara Mons. Jenaro M. Prata, Obispo auxiliar de la Paz. Al conmemorar el quinto
aniversario de la fundación de la Asociación para el Desarrollo Internacional, denunciaba el
peligro que entrañaba el programa de la Alianza para el Progreso: «Lo equivocado de este plan
está en que se ocupa demasiado de lo material, de la edificación de escuelas, caminos y cosas
diversas..., mientras los comunistas van al pueblo».

14 Audiencia general, 8-7-1965.


15 Divini illius Magistri, 31-12-1929.
Y advierte: «Si no vamos al pueblo, si no formamos hombres, puede suceder que dentro
de unos años haya maestros comunistas en las escuelas edificadas por la Alianza, y doctores
comunistas en sus hospitales»16.
En un Congreso masónico celebrado en Trouville (Francia) al comienzo de siglo, se
decía: «La Iglesia no podrá ser destruida sino por la escuela sin Dios [...] Por todos los medios
posibles tenemos que llevar nuestra acción a los centros oficiales de enseñanza. Dejemos a los
católicos poner todo su empeño en hacer fundaciones particulares. Nosotros, tarde o temprano,
acabaremos interviniendo en ellas. Gasten ellos en obras, que al fin controlaremos nosotros a
través de los centros oficiales. Nosotros formemos maestros. Así, con un esfuerzo relativamente
pequeño, conseguiremos una penetración más extensa y eficaz».
No olvidemos la consigna del Vaticano II. Se trata de forjar hombres que den «testimonio
de la vida evangélica contra cualquiera de las formas de materialismo»17. No lo darán si carecen
del temple de acero que forja la exigencia constante y reflexiva al servicio de un gran ideal de
lucha y conquista.
Hay todavía otra razón muy urgente. Ahora somos en la tierra unos cinco mil trescientos
cincuenta millones de habitantes. En el año 2.000 seremos alrededor de siete mil millones, según
pronostican las estadísticas. La mitad de esa población será menor de 20 años. ¿Qué será de un
mundo eminentemente de jóvenes, sin gente que los oriente, educadores que los formen, modelos
vivos en quienes puedan ver reflejado un ideal de vida? Sólo hombres auténticamente formados,
educadores sin miedo a exigirse y exigir, con un fuerte ideal en sus corazones que los empuje en
su vida pueden responder a esta inquietante pregunta. Y esos hombres no son sino los jóvenes de
hoy, los jóvenes que nosotros, sus educadores, tenemos que formar para la ingente tarea que les
aguarda.

16 Mundo social, núm. 91. sept. 1962, pág. 243.


17 Apostolicam actuositatem 3.
I

MÍSTICA DE EXIGENCIA

Cuando daba las primeras tandas de Ejercicios espirituales internos a jóvenes empleados
(noviembre-diciembre 1946), cayó en mis manos un libro, Patronatos de juventud18, en que su
autor, Timon David, reseñaba la génesis y actividad de la obra iniciada por un grupo de
sacerdotes con la juventud trabajadora de Marsella. En sus páginas leí una afirmación tajante que
me dejó pensativo: «A los jóvenes, si se les pide poco, no dan nada; si se les pide mucho, dan
más». Me sorprendió la frase. No me la creí del todo.
Han pasado cuarenta años. Hoy puedo afirmar su exactitud matemática. He visto surgir
una obra gracias a entregas totales, más o menos duraderas, y algunas definitivas, absolutamente
desinteresadas de toda compensación humana, económica o de otra índole. Por eso, creo
absolutamente en la afirmación de aquel sacerdote francés.
Hablando con un muchacho que empezaba a descubrir su vocación de entrega a los
demás, me decía:
«En 1956 hice Ejercicios abiertos. Me exigieron, pero poco. Saqué el propósito de
confesar y comulgar todas las semanas, propósito que no cumplí porque no llenaba los grandes
ideales de mis dieciséis años. Llevaba una vida mediocre y no me satisfacía. En 1957 hice un mes
de Ejercicios en el segundo Cursillo de formación de Militantes que el Hogar organizaba en
Comillas. Se me pidió una entrega total y sin dudarlo di el paso. Eso sí que llenaba todas mis
aspiraciones».
Y concluyó con esta frase que hace pensar: «Me ha costado menos consagrar mi vida a
Dios, que ingresar en una organización católica para ir tirando».
Otro militante —sirve actualmente a Dios en el Instituto Secular que nació dentro del
Hogar del Empleado—, contaba en una asamblea el proceso de su propia conversión. «Yo
persevero —decía— porque al terminar la primera tanda de Ejercicios que hacía en mi vida, el
Padre director me exigió mucho. Añadió la comunión, misa, oración, examen y lectura diarios, a
mis raquíticos propósitos de perseverancia. Yo había decidido comulgar cada semana y creía que
hacía algo grande, pues hasta entonces no iba a misa ni los domingos. La verdad es que no hice
caso ni de la oración ni del examen, pero no dejé de asistir a misa y comulgar diariamente.
Aquello fue mi salvación. El Padre me dijo que hiciera todo eso durante un mes. Pasaron los
treinta días, pero ya no lo podía abandonar. Si dejaba de comulgar sentía que faltaba algo en mi
vida».
Y cuando más tarde leí unas palabras de Pío XII, comprendí que Timon David tenía
razón: «Debe pretenderse de los jóvenes todo —decía el Papa—, en la certeza de que se da más
fácilmente mucho que poco».
En realidad empecé a creer en la eficacia de esta exigencia a últimos de noviembre de
1947, es decir, al año de iniciarse el movimiento. En los Ejercicios que por entonces daba, cuatro
días anuales revitalizados con uno al mes de retiro, hablaba a mis jóvenes de entregas totales al
Evangelio para hacer algo grande por Dios, por España, por el mundo. Al decirlo, interiormente
pensaba: entregas totales que se acabarán cuando se echen novia o se casen. Ya es algo, bastante,
¿verdad? Pero el Espíritu Santo iba mucho más lejos.
Al atardecer de uno de esos días, tengo delante de mi mesa a un militante de veinticuatro
años. Es en Santa Teresa 7. Una habitación reducida contigua a la capilla. Empieza la
conversación. Me habla de la transformación que se va operando en su espíritu desde que
conoció el Hogar un año antes. Vibra de entusiasmo.
—No es el Hogar —le dije—, es la Virgen Madre quien te está cambiando.

18 Timon David, Patronatos de juventud. (Edit. Litúrgica. Barcelona 1945).


—Es verdad, Padre. El otro día me encontré con uno de la Telefónica que venía por
primera vez. Le enseñé todo, pasó a la capilla conmigo. En la sala de juegos compartió con los
demás nuestra alegría. Cuando nos despedíamos le pregunté: «¿Qué es lo que más te ha
impresionado?» Me contesta: «Que se nota que es el Hogar de la Madre». «Tienes razón —le
contesté—. Te ha pasado lo mismo que a mí. Ella lo es todo para mí desde que vine al Hogar».
Se hace una pausa. Aprovecho para dejar volar el corazón agradecido al Sagrario tan
próximo, desde donde El escuchaba, mientras la Virgen sonreía en la deliciosa imagen que
alegraba el Hogar naciente. Contemplo a mi interlocutor. En ese instante levanta la cabeza y me
mira. Veo unos ojos humedecidos por lágrimas de emoción y agradecimiento, y dice con voz
firme y decidida:
—Padre, la obra que llevamos entre manos es tan grande, que a mí me gustaría
entregarme a esto para siempre. Tengo novia, como sabe. Me costará mucho dejarla, pero no me
importaría. Quiero mucho a mi madre con quien vivo, pero si Dios me lo pide, estoy dispuesto a
dejarla con mi otro hermano. Además, me doy cuenta que las cosas de la tierra valen para tan
poco, que me gustaría consagrarme a Dios para siempre.
Al oír estas inesperadas palabras quedé sorprendido.
—¿Quieres hacerte religioso o sacerdote?— le pregunto.
—No, Padre, —me dice resueltamente— yo quiero salvar las almas allí donde se pierden,
quiero contribuir a la salvación del mundo sin salir de él.
Recordé en aquel momento unas palabras de Pío XII que había leído unos meses antes, al
promulgarse la Provida Mater Ecclesia,19 creando un nuevo estado jurídico de perfección en la
Iglesia sin salir del mundo.
No tenía entonces la menor idea de que Dios se estuviese valiendo del Hogar para hacer
surgir en la Iglesia un nuevo Instituto Secular para la transformación del mundo del trabajo y del
laicado en general, especialmente de los jóvenes. No percibía que en las palabras de aquel
militante apuntaba la Cruzada de Santa María. Ni se me pasaba por la imaginación la idea de
fundar nada. Por eso, para salir del paso, le dije:
—Haz oración durante seis meses. Si después sigues pensando lo mismo, me lo dices.
Me sentía muy feliz creyendo que se había olvidado, cuando al cumplirse el plazo se
presenta y me vuelve a insistir en su deseo. Decidí darle largas.
—Como la cosa es seria, conviene que hagas más oración. ¿Qué te parece si insistes
delante de Dios durante tres meses más?
Aceptó el nuevo plazo y, transcurrido, me viene a comunicar su resolución de permanecer
en el mundo consagrado a Dios.
Pasan quince días, y en los primeros de octubre de 1948, un militante de veintiún años,
sin haber hablado con el anterior, me dice lo mismo. Así, hasta seis más a lo largo de 1949. Y al
compás de estas confidencias me iba repitiendo: Es verdad que si a los jóvenes se les pide mucho,
dan más. Gracias a ese clima de exigencia que vio nacer el Hogar, apuntaba ya un Instituto
Secular al servicio de la Iglesia universal que empezaría a consolidarse diez años más tarde.
Por aquellos años leía en libros y revistas datos curiosos acerca de la exigencia con que
los marxistas forjan a sus militantes. Procuraba informarme de sus resultados. Y con avidez
escuchaba las impresiones que se me transmitían.
Una vez estaba en el despacho de un ministro. Por tercera vez hablaba con él. Le presenté
la obra del Hogar, con sus células en las empresas. Le hablaba de la mística de exigencia para
troquelar el carácter. Y me contó algo que había sucedido meses antes.
En una ciudad centroeuropea se celebraba una importante reunión política. Asisten
representaciones de cuatro países. Rusia entre ellos. Pocos días después de terminada asamblea se
presenta a nuestro Gobierno un informe redactado por uno de los observadores oficiosos.
Después de indicar la puntualidad, orden y disciplina con que se movía la delegación soviética, en

19 2-2-1947.
contraste con la de las potencias occidentales, acaba: «En resumen: en Ginebra las virtudes
estaban de parte de los comunistas».
Todo lo que iba captando me confirmaba en la táctica. Sólo una juventud troquelada en la
exigencia podrá presentar combate a las fuerzas del mal. Y pensaba en la frase de los obispos
norteamericanos cuando en 1939 conmemoraban el centenario del establecimiento de la Jerarquía
en los Estados Unidos. Aludían, en el documento entonces publicado, al paralelismo entre la
caída del Imperio Romano y la peligrosísima situación del mundo occidental.
Aleccionado por la experiencia, me decidí a despertar esas energías latentes que anidan en
el alma joven, en espera de quien las ponga en marcha. Cuántas veces ellos, y también ellas,
cuando les hablaba con frases de Pío XII o de Pablo VI de la necesidad de entregarse para
construir un mundo mejor, me decían: «Desde hace años estábamos esperando este momento».
No hace mucho hablaba con dos chicas de diecisiete años que preparaban el COU. Se
miraron, interrumpiendo mis palabras, y admiradas y entusiasmadas, se decían:
—¡Cuántas veces hemos hablado entre nosotras de hacer algo de esto!
Una experiencia previa a la del Hogar había hecho ya en este sentido. Encontrándome en
un pueblo del oeste de España tuve ocasión de tratar con un grupo de jóvenes pertenecientes a
una organización parroquial de Acción Católica de la que era consiliario. Al descubrir el temple
magnífico de aquellos extremeños, les repetía y me repetía muchas veces: «En el fondo del
corazón joven duerme un conquistador». Y cuando vine a Madrid, me propuse también despertar
ese conquistador que dormita esperando la voz que lo arranque de su sueño.
Determinado a caminar sin miedo por el camino de la exigencia, me lancé con decisión.
El ambiente de exigencia cristalizó en todas las actuaciones: Ejercicios espirituales, marchas y
campamentos, círculos de estudios. Descubrí la exactitud de la frase de Douglas Hyde: «A una
demanda de heroísmo, responde siempre una respuesta heroica»20.
Muchas veces he comprobado que «la entrega de sí mismo y el espíritu de sacrificio no
son monopolio del marxismo. Nuestros cristianos son también, y en mayor escala, capaces del
heroísmo siempre y en cuantas ocasiones les sea exigido»21. Pero la exigencia debe ser amorosa,
sin dictaduras ni paternalismos, dejando iniciativa, insistiendo en lo eterno, y flexible ante el
ambiente.

Ejercicios Espirituales

Los Ejercicios espirituales empezaron siendo de cuatro días de duración. Como ellos
pedían más, ya en 1948 hubo dos tandas de seis días completos. Y como todavía les parecía
poco, en 1949 empezaron a celebrarse dos tandas anuales de ocho completos. Esta costumbre
duró hasta que en 1956 empecé a dar tandas de mes, siguiendo en todos los detalles el esquema
ignaciano.
En estos Ejercicios se exigía rigurosamente el silencio. Aplicando la consigna de Pablo
VI, se excluían de ellos «actividades propias de la dinámica de grupo: discusión de problemas
religiosos, mesas redondas, encuestas». Todo esto tiene su puesto en la Iglesia, pero «no encaja
en el marco de unos Ejercicios. Lo propio de ellos es que el alma, a solas con Dios, se disponga
generosamente a encontrarse con Él»22.
A los que no eran capaces de guardarlo, se les obligaba, con firmeza y suavidad al mismo
tiempo, a abandonar la tanda. A los que permanecían se les enseñaba a hacer oración y
penitencia, forzándoles suavemente a ello con la insistencia continua y el ambiente de
recogimiento que poco a poco iba conquistando a todos. Se les mantenía en actividad incesante
para que humanamente no pudieran aburrirse. Es verdad que las primeras horas, todo el primer
día, se les hacía cuesta arriba.

20 Lecciones que hemos de aprender de la experiencia comunista, Fomento social, (Madrid 1964), p. 23.
21 Ib.
22 Pablo VI. Conferencia Nac. Cat. de Ejercicios para seglares de los EE.UU. (25-7-1966).
Pero como por amor a la Virgen se les incitaba a perseverar en el esfuerzo, una paz
desconocida les empezaba a inundar a partir del segundo día, y los acababan rabiosamente
contentos, llenos de alegría al tocar a Cristo.
Así me decía uno: «La primera vez que me invitaron a Ejercicios espirituales y escuché
esa palabra dije: NO. La segunda lo mismo. La tercera me derribó la gracia. Llenaron hasta
rebosar las ansias que tenía en mi corazón. Desde ese momento mi vida giró 180 grados.
Comprendí una cosa: esta vida no es la Vida. Me pidieron todo. Lo dejé todo. Y encontré todo».
Los Ejercicios anuales se completaban con el día mensual de Ejercicios. Eso era, más que
un día de retiro. Siempre en una casa de Ejercicios, comenzando el sábado por la tarde para
acabarlo a última hora del domingo con la asamblea que tensa los espíritus para la acción
apostólica.
Conseguirlo no fue fácil. Cuando se me ocurrió la idea de un día de Ejercicios mensual en
lugar de los retirillos corrientes, me dijeron desde muchas partes que eso no se podía hacer, que
jóvenes que están trabajando toda la semana en una empresa, necesitan el domingo para
descansar; que era una crueldad encerrarlos en una casa de Ejercicios haciéndoles renunciar al
fútbol... Estas y parecidas cosas me decían, no sólo los laicos, sino eclesiásticos y religiosos.
Claro es que no era necesario que me lo dijesen desde fuera. Dentro de mí mismo sentía
repugnancia invencible a estar todo el día encerrado, hablando varias veces, y añoraba hacer con
ellos una excursión distraída por parajes desconocidos. Con esta observación empecé a darme
cuenta de una cosa: la última razón para no exigir a los demás, es que uno tiene que empezar
exigiéndose, y esto a nadie le hace gracia, seamos clérigos o laicos. A pesar de todo, me decidí y
empezaron los días mensuales en diciembre de 1946.
Comenzamos la carrera de los retiros con una pequeña derrota inicial, es decir, sin poder
empezar de noche. A última hora, cuando los militantes estaban ya movilizados, se nos comunica
que el retiro no puede iniciarse a las nueve de la noche, como estaba anunciado. ¡Cuántas batallas
para lograr mantener estos días mensuales de Ejercicios con los que acudían, y sobre todo con las
casas de Ejercicios! Es cierto que algunas, al ver la sobriedad y resultados, empezaron a dar
facilidades, siempre que no tuvieran comprometida la fecha para una tanda de Ejercicios.
La guerra que hacía el enemigo a estos días mensuales, demostraba que no le caían en
gracia, y me daba un argumento más para no desertar. Cinco años más tarde, en octubre de 1952,
al acabar una tanda de ocho días, un militante me decía mientras esperaba el tren en Las Navillas:
«Mi entrega a Cristo en el Hogar, más que de los Ejercicios anuales, ha venido de los días de
retiro mensuales».

Marchas y campamentos

Las marchas y campamentos, con su mística de exigencia, tienen el marchamo


inconfundible de algo nuevo, radicalmente distinto como sistema formativo de auténticos
hombres, españoles y cristianos. Los Ejercicios espirituales prolongan así su beneficioso influjo.
Educar es completar hombres por medio de la naturaleza. Es un principio pedagógico del P.
Manjón.
En aquellos campamentos la naturaleza ha esculpido en cada asistente, por medio de
contrastes, un hombre nuevo. Allí comprendí que la «pedagogía campamental se hace en el alma:
fortaleza y suavidad; firmeza y ternura; exigencia y comprensión; iniciativa y docilidad;
responsabilidad y alegría; improvisación y orden; rica personalidad y supeditación al bien común;
espíritu observador y crítico, mas jamás criticista; creativo aunque no secunde el mando nuestras
sugerencias; siempre unidos, nunca disgregados; pacientes siempre y con todos, y más
especialmente con uno mismo; abnegados en todo tiempo y lugar, sin quejas ni murmuraciones;
dándose sin reservas y aceptando todo cuanto llega y se nos da; amor universal y negación al
apegamiento particular; empobrecerse para enriquecer y enriquecerse con la donación del que se
empobrece; sufrir sonriendo y alegrar al que llora en su corazón; reflexivos, pero no cavilosos;
constantes y tenaces, pero nunca tozudos; inspirados y abiertos a la genialidad, mas contrarios al
sentimentalismo y a las imaginaciones desbocadas. Y cerrando toda esta cadena pendiente de
nuevos eslabones que la enriquezcan, autoeducarse sin caer en la autosuficiencia»23.
Juan Pablo II ha constatado personalmente el benéfico influjo, de la naturaleza sobre el
hombre. «Por esto deseo también a vosotros, jóvenes, que nuestro crecimiento 'en edad y
sabiduría' (Lc 2,52) tenga lugar mediante el contacto con la naturaleza. ¡Buscad tiempo para ello!
¡No lo escatiméis! Aceptad también la fatiga y el esfuerzo que este contacto supone a veces,
especialmente cuando deseamos alcanzar objetivos particularmente importantes. Esta fatiga es
creativa, constituye a la vez el elemento de un sano descanso que es necesario, igual que el
estudio y el trabajo»24.
La pedagogía campamental revierte en el hombre íntegramente. Se forma su cuerpo
(deporte, gimnasia, baño) y especialmente sus valores espirituales (inculcándole una nueva forma
de pensar —reflexión—, de querer —voluntad—, de amar —desarrollo armónico de la
afectividad) sin olvidar los sobrenaturales, mediante celebraciones propias que estimulan su
contacto con Dios Padre (oración, etc.)
La formación de los valores humanos absorbe la mayor parte del tiempo del educador.
Desde el primer día una convicción está presente en el ánimo de todos en las reuniones de
responsables: «Es más importante que el acampado salga conociendo su defecto dominante que
viviendo en gracia de Dios». ¿Es esto negar la prioridad de la gracia? Por supuesto que no. Es
reconocer que un joven que salga en gracia de Dios pero sin resortes humanos para mantenerse,
no tardará en volver a caer. En cambio, quien haya forjado un carácter y tenga su voluntad presta
para el servicio no tardará en retornar al Padre. Aquellas palabras, que a algunos podían parecer
teoría, las he visto hechas vida en muchos jóvenes de uno y otro sexo.
La mística de exigencia opera dentro y fuera del campamento. Dentro, haciendo- hacer
continuamente a los jefes de escuadra, que no paran un momento al día y comunican a sus
escuadristas esta movilidad incesante. Ellos se responsabilizan de todo, pero haciendo-hacer a
cada escuadrista, tanto en las marchas como en el campamento a lo largo de sus variadas
actividades.
El jefe de escuadra, para conseguirlo, se reúne diariamente con sus escuadristas en
familia. Allí les trasmite responsabilidades convirtiéndose él en un educador de educadores, un
coordinador de jefes pertenecientes a una familia donde todos colaboran en el perfeccionamiento
de todos.
En lugar de imponer ideas, unifica las que van surgiendo de sus muchachos. Tiene que
hacerles pensar. Es lo que más les cuesta. Debe enseñarles a preocuparse de los demás hermanos.
A eso no están acostumbrados por el egoísmo en que han vivido hasta entonces.
Se ayuda para ello de las ideas surgidas en la asamblea tenida al atardecer. Muchos, no se
atreven a opinar públicamente sobre las diversiones, el carácter, la vocación, la responsabilidad, la
doctrina social, la posición del laico en el mundo. Más en la intimidad, se abren y quizá se inicia
un retorno hacia Dios.
La clave del éxito está en que se les deja hablar, exponer ideas y luego, pacientemente, se
les hace caer en la cuenta de los gravísimos inconvenientes individuales, familiares, sociales, que
se derivan de una moral relajada en que se utiliza a la mujer como juguete o instrumento de
placer. Y, sobre todo, de los inconvenientes de una postura pasiva en la Iglesia, al margen de las
responsabilidades que como bautizados les incumben en el seno de un mundo materializado en
que sólo el 15% son bautizados, pero de este porcentaje (800 millones de habitantes frente a
5.350 que tiene la tierra) muy pocos viven coherentemente su fe. Se les exige que piensen, que
hablen.

23 Abelardo de Armas, Notas de verano (escritos inéditos) 2-6-1985 p.69


24 Carta a los jóvenes 14, (abril 1985).
Y la exigencia la lleva el jefe, con suavidad y constancia, durante todo el día y también en
las marchas: silencio, disciplina, sacrificio por los demás, baño al final aunque la temperatura del
agua no lo haga apetitoso.
Fuera de la marcha, ya en la vida de Madrid, continua la exigencia durante la semana.
Deben estar en tensión: lucha contra la inmoralidad y el materialismo ambiente, reuniones
periódicas, actividades deportivas vespertinas, estudio, etc. Y así hasta la próxima marcha,
exigiendo obligatoriamente participar en todas para desterrar el aburguesamiento comodón de
recurrir a la marcha del fin de semana cuando no hay otro plan más fácil.
Y como en la primera asamblea de la siguiente marcha, al atardecer del sábado, una vez
montado el campamento, hay que dar cuenta de actuaciones y comportamientos semanales, esto
sirve de estímulo para mantener el nivel de exigencia a lo largo de los siete días, y llegar al
siguiente domingo mejor preparado para troquelarse más y con más alegría, consciente de que «la
más sublime actividad del hombre: el trabajo sobre sí mismo, tiene como fin la formación de la
propia humanidad»25.
Sin «fortaleza de alma», dice el Vaticano II, «no puede darse verdadera vida cristiana»26.
Sin ella, no podrán los laicos «asociar sin desmayo la profesión de Fe con la vida de Fe» para
hacerse «valiosos pregoneros» del Evangelio27. Ese temple conciliar de alma se forja en la
exigencia y sólo con ella.

Círculos de estudio

Los círculos de estudio sembraron en animada discusión, durante tres años (1946-1949),
las ideas rectoras del movimiento que marcaría la ruta al Hogar naciente. Los hombres que en
ellos, a una con los Ejercicios y marchas se formaron, no tendrían que hacer otra cosa con los
nuevos militantes que imbuirles la misma mística de esos años iniciales. Aquellos años fueron
decisivos, no sólo porque marcaron la trayectoria del Hogar durante un decenio, 1950-60, sino
también porque a la mística que los definió habría que recurrir para encauzar la peligrosa
desviación iniciada el último de esos años.
Un militante de los tiempos más difíciles y decisivos del Hogar (1946-1954), después de
unos años de ausencia, retorna y visita al núcleo que lo había abandonado en 1960 para formar un
Instituto Secular naciente. Tenía razón al afirmar que el espíritu auténtico y genuino del Hogar,
que él y tantos forjaron con su sacrificio de largos años, se había mantenido en los miembros de
ese Instituto.
Aquellos círculos de estudio fueron el origen de las asambleas sembradoras de criterios,
de las charlas a botones iniciadas por militantes en las empresas, de charlas anuales de actualidad.
Algunos de los asistentes aplicaban el sistema a las reuniones que tenían en la asociación
apostólica a que pertenecían.
Lo original de aquellos círculos era no sólo la valentía y sinceridad con que bullían las
ideas, sino el sistema ideado para llevarlos, muy en contacto con las realidades cotidianas.
Con ello se conseguía mantener el espíritu tenso toda la semana, en observación continua,
para poder aportar al círculo siguiente nuevos datos que sirviesen de base para iluminar las ideas.
Eran una encuesta extendida a lo largo de siete días, pero una encuesta encendida en anhelos de
conquista que atraía al círculo siguiente nuevos elementos. Se hablaba de la mujer, el amor, el
matrimonio, relaciones entre ellos y ellas, educación, hijos, si España era o no católica, etc. Y a
propósito de todo esto, centelleaban unas cuantas ideas luminosas: cumplimiento del deber,
sentido de la responsabilidad, fortaleza de carácter, entrega generosa a los demás. Al principio, en
plan exclusivamente humano. Al final, la idea trascendental de Dios aparecía para iluminar el

25 Juan Pablo II. Homilía en Jasna Gora para seminaristas y sacerdotes.


26 Apostolicam actuositatem 4.
27 Lumen gentium 35.
conjunto. Y todo encaminado a despertar y mantener una ilusión permanente de la conquista en
la familia, en el barrio, en la empresa.
En uno de estos círculos se comenta la vida de los primeros cristianos. Hay que volver al
cristianismo de los orígenes, había dicho Pío XII28. Se buscan las causas de la enorme pujanza
conquistadora de aquellos hombres. Es su fe radical llevada hasta las últimas consecuencias. Fe
alimentada por el constante y profundo conocimiento de Cristo a través de las Sagradas
Escrituras.
Se leen algunas Actas de los mártires con frases como esta de Santa Irene: «Los teníamos
en casa —los escritos del Nuevo Testamento—, pero no nos atrevíamos a sacarlos, por lo que
nos dolíamos muchísimo de no poder dedicarnos a su meditación día y noche, como lo habíamos
tenido por costumbre hasta el año pasado en que los ocultamos»29.
Se busca entre todos la aplicación práctica para sus vidas, para su cristianismo sediento
de autenticidad. Uno lanza la idea: «Debemos conocer más profundamente el Evangelio y hacer
que nuestros compañeros lo conozcan también. Podríamos intentar venderles el Nuevo
Testamento. Da vergüenza decirlo, pero es una realidad que la inmensa mayoría de los españoles
ni siquiera leen el Evangelio. Creo que por ahí se podría empezar». Se acoge la idea con calor. Se
convierte en consigna para la semana siguiente.
Llega nuevamente el sábado. Los militantes se reúnen con expectación. Enseguida
empiezan a contar las experiencias de esos días.
—Yo sólo he podido vender ocho ejemplares.
Había otros más jóvenes que no lograron convencer a ninguno. Se les reían. No les hacían
caso.
—A mí se me ha dado de miedo. —Y se levantó el militante para contar cómo se
desarrolló la venta—. Cerca de cuarenta.
Se limitó a enseñar los textos, aconsejando que los leyesen despacio. Un ordenanza que
antes se «bebía» las novelas, leía ahora con interés el Nuevo Testamento y hacía al militante
algunas consultas. Otro compañero dijo: «Oye, quiero uno, pero que no se enteren mis amigos
del negociado. No quiero que se rían de mí». Se enteraron, pero no hubo risas. Dos de ellos
compraron un ejemplar. De esta forma, el primer día vendió tres. El segundo, cuatro. El tercero,
siete..., hasta cuarenta.
Se comentan algunas actuaciones. Se expone una faceta nueva del ambiente que les
rodea, para acabar con una aplicación práctica que proyecta la acción de la semana.
Al llegar alguna fiesta especial de la Virgen, en algunos negociados de las empresas
madrileñas se trabaja en silencio durante unos minutos, evitando toda conversación innecesaria.
Otras veces esta acción de lucha se llevará a la calle, tratando de eliminar pornografía de
imprenta o el desnudismo en la moda.
Los círculos así concebidos resultaban una auténtica escuela de ciudadanía. No sólo por
las ideas madre que iban iluminando corazones e inteligencias para constituirse en piedras
miliarias de un movimiento, sino por el ambiente educativo que los presidía.
La puntualidad en el comenzar y acabar era la primera norma. A la hora en punto se
cerraba la puerta. Al principio causaba indignación en los que llegaban tarde no poder asistir, y
más en el militante que después de un esfuerzo continuo de siete días consecutivos, había logrado
arrastrar a un compañero de oficina. Pero uno y otro estaban advertidos de la norma, que, por
cierto, se volvía a repetir en cada círculo.
Esta indignación inicial despistaba al militante novel. Creía que el invitado abandonaría, y
él también se tambaleaba. Pero al observar que al sábado siguiente llegaba con unos minutos de
anticipación, renacía su confianza. Al mismo tiempo el neófito adquiría la sensación de que
aquello era algo serio, distinto de todo lo que él había conocido hasta entonces.

28 Radiomensaje al Katholikentag de Friburgo (16-5-1954).


29 Actas de los Mártires. (BAC, Madrid 1967), p. 1.042
A lo largo de varios años pude observar una cosa muy interesante. El joven que tiene
algo por dentro, es decir, deseo de superarse, vuelve a pesar de todas las dificultades que se le
pongan en el camino. Ante ellas se crece, en lugar de desalentarse. El que está vacío, deserta
antes de comenzar a luchar.
Hablaba una tarde con un militante que durante diez años entregaría su juventud a la
Virgen en el Hogar.
—¿Cuál fue tu primer contacto con el movimiento?
—Un círculo de estudios al que llegué tarde.
—¿Cómo es eso?
—Padre, si al llegar aquel sábado 29 de noviembre (no me olvidaré nunca), hubiese
podido entrar a pesar de llegar tarde, a estas horas no estará aquí.
—¿Por qué?
—Sencillamente, me habría parecido una de tantas reuniones, del mismo estilo de las que
ya conocía.
La mística del cumplimiento del deber se inculca por los pequeños detalles. El que no
sabe cuidarlos, jamás será educador ni organizador. No se trata de la preocupación nimia y
reglamentista que achica el espíritu en lugar de dilatarlo. Es la conciencia del deber en todas su
manifestaciones por insignificantes que parezcan, del deber que se cumple con seriedad y alegría
jovial a un tiempo, pero que se cumple a rajatabla aunque se sufra y se haga sufrir.
Entre estos pequeños detalles, uno de los primeros quizá para reeducar a un pueblo es el
de la puntualidad. En amplias zonas España el sentido de la puntualidad está, en gran parte, por
los suelos. Es verdad que se emplean una serie de frases hechas, en la mayoría de los casos
inútiles, para quedar bien. Lo cierto es que gran parte de nuestros conciudadanos no caen en la
cuenta de que el culto a la puntualidad pertenece a la dignidad de la persona, al respeto debido a
los demás.
Esto mismo pensaban aquel presidente del Consejo de Administración de una importante
empresa, y aquel catedrático de la Escuela de Comercio de Madrid cuando asistieron a diferentes
actos que organizaba el Hogar.
El primero llegó unos minutos tarde al acto a que estaba invitado. Se encontró con la
puerta cerrada, como era costumbre. Espera un poco, pero es inútil. Tuvo que marcharse sin
poder entrar. La primera reacción fue de enfado y protesta. Pero más tarde —serenado ya—,
comentaba: «Si en España se actuara siempre así, todo marcharía mejor». En actos sucesivos,
llegaba unos minutos antes de la hora.
El catedrático —hombre muy recto— prometió asistir un domingo a la Santa Misa que se
celebraba en la capilla del Hogar. Después se le explicaría la organización del movimiento y
visitaría las instalaciones. Aquel domingo se retrasó y no pudo entrar en la capilla. Este señor,
que sabía valorar la puntualidad, no mostró ningún enfado. Felicitó a alguno de los dirigentes
porque sabía formar a sus miembros en una virtud tan ausente entre los españoles.
A primera vista resulta un poco chusco que la restauración de unos valores tan
fundamentales como el culto al deber, la conciencia de la propia dignidad, la estima a los demás,
esos valores que constituyen la médula de herencia cristiana vinculada a los mejores días de
nuestra Historia, se deba comenzar por un detalle tan nimio como el que la gente se acostumbre a
cumplir con la palabra empeñada llegando a la hora convenida y no haciendo esperar.

Diversidad de reacciones

Las distintas reacciones que provocaría este clima de exigencia eran fáciles de prever.
Unos, los mejores, se estimulaban más con las dificultades que debían vencer. Con sencillez,
reconocían sus fallos —patrimonio común de todos los hombres— y trataban de superarse.
Sabían que el hombre que triunfa no es el que nunca sufre derrotas, sino el que siempre está en
actitud de ataque. Otros, en cambio, traicionados por la dejadez o el orgullo, volvían grupas
diciendo: «Esto no es para mí», y retornaban a su vida mediocre.
Juan Pablo II en este sentido es terminante: «No hemos de tener miedo a exigir mucho a
los jóvenes. Puede ser que alguno se marche 'entristecido' cuando le parezca que no es capaz de
hacer frente a alguna de estas exigencias; a pesar de todo, una tal tristeza puede ser también
'salvífica'. A veces los jóvenes tienen que abrirse camino a través de tales tristezas salvíficas para
llegar gradualmente a la verdad y a la alegría que la verdad lleva consigo. Por lo demás, los
jóvenes saben que el verdadero bien no puede ser 'fácil' sino que debe 'costar'. Ellos poseen una
especie de sano instinto cuando de valores se trata»30.
Al regreso de un campamento me escribía un universitario de veinte años: «Ayer mismo
llegué a casa de vuelta de Gredos. Ha sido lo que yo esperaba, sin saberlo, desde hacía años. Por
eso me ha entusiasmado. La exigencia y el contacto con la naturaleza hace mucho, pero también
ayuda muchísimo ver el ideal vivido por otros hombres. Me ha dado el campamento además una
unión más íntima con la Virgen. Ella me va a guiar en el perfeccionamiento continuo y en la labor
diaria de apóstol que pretendo ser».
Albergue femenino en el Pirineo. Conviven universitarias y trabajadoras. A una de la
Facultad de Letras —19 años— se la hace responsable. Al frente de una patrulla tiene que
preocuparse de sus cuatro compañeras. Al acabar el Albergue me escribe agradecida: «Me han
hecho el mayor beneficio de mi vida. Tenía que vivir todo el día para las demás. He sido feliz
como nunca en mi vida. Me sentía completa como jamás. ¡Qué alegría me daba exigirme a mí
misma! ¡Me salía tan de dentro! Cada vez que lo hacía me sentía más parecida a la Virgen. No me
hubiera exigido ni la mitad de no haber sido yo la responsable. Tenía que ser la primera en todo».
No podían faltar, como sucede siempre que se actúa con grandes masas humanas, quienes
ni siquiera tenían el valor y decisión de marcharse, sino que se quedaban dentro echando al
sistema la culpa de sus propios fallos. Es un procedimiento muy humano y muy español: encubrir
las propias deficiencias y disculparse del esfuerzo de lucha que exige el tratar de superarlas. Con
colgar el sambenito al que manda: padre, jefe, empresa, Gobierno, etc., lo arreglamos todo y nos
quedamos tranquilos, que es de lo que se trata. No olvidemos que uno de los síntomas de la
época es rehuir el esfuerzo, y como otro es quedar siempre bien, la solución comodísima es
cargarle a otro el mochuelo.
Vivimos en ambiente roussoniano. Somos buenos por naturaleza. Es la sociedad quien
nos pervierte. La sociedad es la responsable de nuestros errores y culpas. Es una tendencia innata
en la psicología del hombre: cargar a los demás con nuestros yerros.
Como este procedimiento es mucho más agradable, algunos empezaron a circular por ese
camino fácil intentando desviar al Hogar de su ruta. Se inicia ya desde el alborear del movimiento
la lucha contra las concupiscencias por parte de los que permanecen dentro. Emprender con
paciencia invicta la reforma del propio carácter, eliminando defectos, encauzando la fuerza de las
pasiones y potenciando virtudes, es demasiado aburrido y monótono. Vamos a entretenernos con
fáciles discusiones acerca de lo que se debería hacer y así, entre tanto, rehuimos el esfuerzo de
hacer algo. ¡Vengan reuniones y más reuniones! Prolonguemos las discusiones divagando a
placer para disimular nuestras ganas de no esforzarnos y quedar bien.
La «verborrea» aguda, síntoma infalible de «vaguitis» —recuérdense algunas
consideraciones de Balmes en El Criterio—, es enfermedad crónica en países latinos. Y así, con
escarceos femeninos que huyen del esfuerzo franco y directo, que siempre persiguen caer en
gracia y agradar, se boicotea un sistema de educación exigente, implantando otro más suave, para
no tener que pasar, ante uno mismo y ante los demás, el bochorno de no ser capaz de superarse,
de salir de la medianía, raíz —como ha dicho alguien— de los siete pecados capitales y de todos
los demás.
Un grupo de disidentes dentro del Hogar comprendió enseguida que nada lograría si no
contagiaba a algunos eclesiásticos. Como entonces no los había en el Hogar, se buscaban fuera de
30 Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 1985, 5.
él, a fin de lograr que, con fuertes presiones o simples consejos, se torciese el rumbo de un
movimiento que nacía plenamente adaptado a las necesidades «gigantescas» de la época presente
para hacer frente a «ese asalto total de las fuerzas del mal»31, y que exigía, por tanto, cristianos de
nuevo cuño. Cristianos que capten la consigna de Pablo VI: «Los tiempos son graves, decisivos.
Es preciso trabajar hoy, porque mañana sería tarde»32.

Necesidad de exigencia

En aquellos años iniciales del Hogar, una frase de Oliveira Salazar leída hacía algún
tiempo brillaba en primer plano. «Los pueblos —afirma el político— son como niños. Para
educarlos, hay que obligarlos suavemente a entrar por el camino de su salvación».
El niño no tomará jamás por propia iniciativa la purga amarga que le liberará del cólico.
Sus padres se la harán tragar a la fuerza. Saben lo que el hijo ignora; si no la toma, sin remisión
muere. Ese crío perecería indefectiblemente, si sus padres no tuviesen la idea clara de que su vida
peligra si no le propinan la purga o, si teniéndola, les traiciona el corazón impidiéndoles hacerle
pasar un mal rato.
La mayoría de los jóvenes, y una gran parte de los hombres que parecen adultos, son
como niños cuando la pasión o el capricho les entenebrece la razón. Y como habitualmente
funcionan dejándose llevar de estos impulsos no controlados, ignoran lo que les conviene para
convivir con sus hermanos, forjarse un carácter, salvar el alma. Son infantiles por muy hombres
que parezcan.
Para educarles, hace falta tener la idea clara de que es necesario contradecirles, no por el
gusto de hacerles sufrir, sino para que experimenten la alegría que brota al triunfar el hombre de
sus instintos, al entregarse generosamente a los demás olvidando sus egoísmos. Debe tenerse la
firme convicción de que hay que forzarles, suavemente, pero forzarles, a que se venzan, a que se
abran a los demás.
Pero la idea clara sola no basta. Es preciso poseer —lo cual es mucho más raro— la
firmeza de carácter necesaria para reducir esa idea a la práctica por encima de desalientos y
contradicciones, de críticas y murmuraciones de familiares y amigos. Es necesario sufrir y hacer
sufrir, que es en definitiva amar y hacer amar. Piénsese que el único camino para que el Amor,
Dios, se apodere del mundo, es enseñar a todos a saber sufrir y amar, viviendo para los demás.
«El hombre se realiza a sí mismo solamente en la medida en que sabe imponerse a sí mismo esas
exigencias»33.
Un destacado marxista convertido, nos dice: «los comunistas piensan que a mayor
exigencia en los ideales del Partido, más se consigue de sus adeptos»34.
Los jóvenes que valen están deseando que se les exija. Y también están conformes en que
la mayoría de sus padres y educadores no lo hacen.
Juan Pablo II confirma esta realidad. «Los jóvenes, con pleno derecho, esperan tener
educadores que sean auténticos maestros, que sepan orientarles hacia ideales elevados y darles
ejemplo de ellos con su vida. Una actitud y un clima de relativismo, alimentados frecuentemente
sobre la pérdida o la erosión de valores espirituales y éticos no han producido ciertamente buenos
frutos y no ayudan al desarrollo de la auténtica personalidad de los jóvenes»35.
Ocurrió al final de un campamento. Se les invita a todos a comparar la mística de
exigencia de esos días con la educación que les dan sus padres. Todos coincidieron en que era
floja, poco exigente y que, en general, tanto los padres como los profesores, carecían de energía
de carácter para imponerse. O no sabían, o no querían, o no podían educarles.
31 Pío XII Summi Pontificatus (20-10-1939)
32 Frascati (1-9-1963).
33 Juan Pablo II. A los jóvenes, París 1-7-1980.

34 Douglas Hyde, Lecciones que hemos de aprender de la experiencia comunista, Fomento social (Madrid 1964)

p. 23.
35 A los educadores reunidos en Barcelona con motivo del Año Internacional de la Juventud (8-15 julio 1985).
Uno dijo: «Es muy fácil echar aquí la culpa de nuestros fallos a los educadores, pero los
culpables somos nosotros porque cuando alguien nos exige nos quejamos, refunfuñamos, no
hacemos lo que se pide, y le hacemos la guerra». Otro atajó rápido: «Todo eso es verdad. Pero si
nuestros padres y maestros no se dejaran abatir por el desaliento, si insistiesen y continuaran
exigiéndonos aunque nos quejáramos, nos harían un gran beneficio. Porque yo soy de los que me
quejo, y así me dejan hacer lo que me da la gana, pero comprendo que si con decisión me
exigieran, les estaría más agradecido».
«Nuestros padres —añadió otro— forman parte de una generación que ha sufrido mucho
por las consecuencias de la guerra. Han pasado hambre, calamidades, y han tenido que padecer
mucho para abrirse paso en la vida. En mi casa mi padre me suele decir: Quiero que disfrutes, que
ya bastantes calamidades tiene de por sí la vida. Ya ha tenido que sufrir tu padre. Tú ahora goza.
Y no se da cuenta de que me hace un gran daño». Alguien preguntó: «¿Cuántos estáis de acuerdo
con lo que acaba de decir éste?» Y levantaron el brazo un gran porcentaje de los acampados.
La alarmante disminución de vocaciones sacerdotales y religiosas es preocupación
universal. Se ha dejado sentir en España. Es frecuente oír que una de las causas es la molicie del
ambiente, el mayor bienestar material que la elevación del nivel de vida lleva consigo. En
cursillos, asambleas o reuniones hay casi unanimidad entre los educadores al señalar esta causa,
unida al consiguiente decrecimiento de la vida de fe que arrastra, como una de las principales.
Pero ¿no se ha hablado ya lo suficiente? ¿No llega el momento de actuar y empezar a exigir a la
juventud que tenemos que educar? Hacer es más difícil que hablar. La falta de acción eficaz
desacredita en gran parte esas reuniones para remediar males que no se remedian. Se impone para
prestigiarlas un reactivo vigoroso: actuar educando con exigencia.
Juan Pablo II nos lo recomienda. «Debemos tener presente que con la disminución de las
exigencias formativas y cualitativas del apóstol, jamás se pondrá en marcha una más eficaz e
intensa acción evangelizadora, sino todo lo contrario»36.
Un religioso me decía: He estado en casa de un alumno del colegio. Su padre está
deseando que su hijo se consagre a Dios. Al ver la casa, el lujo, las facilidades en que vive, pensé:
¡qué difícil es que aquí surja una vocación! Hablando con el padre, llega el hijo. Le pide la llave
del coche y se marcha abandonando el estudio. Entonces le dije al padre: «No se haga ilusiones.
Se necesitaría un milagro para que madurase así una vocación en su hijo». Recuerdo que ese
religioso me añadía algo quizá más sensible: «Claro que muchos religiosos hacemos lo mismo en
nuestros colegios. Al chico no le puede faltar de nada: bebidas, tabaco, cine, televisión... y hasta
fiestas en discotecas o en el propio colegio convertido en una de ellas. Lo rodeamos de todo esto
para que no eche de menos nada».
El Papa confirma esta necesidad de exigencia: «No os ilusionéis con que la perspectiva de
un sacerdocio menos austero en sus exigencias de sacrificio y de renuncia [...] pueda aumentar el
número de quienes pretenden comprometerse en el seguimiento de Cristo. Por el contrario, más
bien es una mentalidad de fe vigorosa y consciente lo que falta [...].
Allí donde el sacrificio cotidiano mantiene despierto el ideal evangélico, y eleva a alto nivel el
amor de Dios, las vocaciones continúan siendo numerosas»37.
Con frecuencia olvidando la psicología profunda de los jóvenes no los entrenamos para
que vivan en clima posconciliar. Más bien los ablandamos para que cedan «a la seducción de las
filosofías del egoísmo o del placer»38, para que no sean capaces de vivir el «coraje de la fe, la
fuerza de la esperanza y el dinamismo de la caridad»39. Nos falta el carisma profético para atisbar
los signos de los tiempos.

36 Maracaná 2-7-1980.
37 Juan Pablo II, a los obispos europeos, 11-10-1985, 15.
38 Vaticano II, Mensaje a la juventud (8-12-1965).
39 Juan Pablo II, Moncton (Canadá) 13-9-1984,1.
Un ideal

He podido comprobar, por otra parte, que la exigencia, a la larga, no puede mantenerse si
no sale de dentro, es decir, de los mismos educandos. Tienen que ir comprendiendo su necesidad.
Hay que alumbrar en ellos una vida nueva, limpia de egoísmos. Es preciso encender en sus
corazones la llama del ideal que todo lo abrase.
Una corriente impetuosa despeja el cauce. No hay que entretenerse en retirar los
obstáculos. La acequia se limpia automáticamente. Al subir la marea quedan sepultadas las rocas.
La juventud tiene necesidad de la exigencia para sentirse plenamente realizada. Si no la
encuentra, se aburre, se va. Típico lo que sucede con la liberación sexual. Al principio resulta
muy atractiva para ellos y ellas. Pero después de poco tiempo acaban bostezando unos al lado de
otros. Antes, a una chica bonita se la conquistaba. Hoy, se la consigue sin esfuerzo. Ya no tiene
más interés que el meramente genital.
En mis tiempos de universitario leí en una encíclica de León XIII una frase que me vino
bien para imprimir con suavidad y energía esta mística de exigencia en la juventud. «La acción
vital —enseña el Pontífice— procede de un principio interno, y con un impulso exterior
fácilmente se destruye». Es una norma elemental de sabiduría política. Para el gobierno de los
hombres, para la formación de la juventud, hay que echar continuamente mano de ella.
¿Cómo logré que en los mismos jóvenes brotase el impulso a ser exigidos? Metiéndoles
un gran ideal en el corazón, haciéndoles amar el sacrificio. Este ideal se hacía para ellos la gran
fuerza, la profunda alegría, la razón de vivir. Ya no hacían oposición a la exigencia, sino que la
pedían ellos mismos. «Más, y más, y más», me parecía que repetían con Francisco Javier cuando
soñaba sufrir por Cristo y sus almas. Por eso, esa fórmula del gran santo español acabó por
convertirse en lema del Hogar, como durante dos años lo había sido ya de la juventud que la
Virgen me encomendó forjar por tierras extremeñas.
Si no se utiliza el resorte del ideal, del amor a Cristo en los demás, la exigencia fracasa
estrepitosamente. El ideal clavado en el corazón de los jóvenes actúa de lubricante suavizando
roces y asperezas del mecanismo. Era el combustible que mantenía en marcha el motor.
El hierro en frío no puede trabajarse. Al salir incandescente de la fragua, se moldea a
placer. Es lo que hice para forjar estos hombres: meterlos en la fragua de un gran ideal. Y
luego, todo les parecía poco. «Por Cristo, por la Virgen, por España, más, más y más» repetían,
encendidos en anhelos de conquistar para Dios, en etapas sucesivas, la juventud de Madrid, de
España, de América, del mundo.
Estos jóvenes a los que educaba comprendieron que «la juventud no es un período de
vida. Es un estado del espíritu, un efecto de la voluntad, una cualidad de la imaginación, una
victoria del valor sobre la timidez, del gusto de la aventura sobre la comodidad. No se hace uno
viejo por haber vivido muchos años; se vuelve viejo uno por haber desertado del ideal. Los años
arrugan la piel. Renunciar a un ideal arruga el alma». Y les continuaba inculcando estos
pensamientos del general MacArthur: «Eres tan joven como lo es tu fe, tan viejo como tu duda,
tan joven como la confianza que tienes en ti mismo, tan viejo como tu abatimiento. Serás joven
mientras seas receptivo a lo que es hermoso, grande, bello. Si un día tu corazón fuese mordido
por el pesimismo o raído por el cinismo ¡Que el Señor se apiade de tu alma de anciano!»
En diciembre ingresa en un hogar un muchacho. Llega Nochevieja. Su hermano que vive
en Madrid le invita a pasar la noche con él. En el hogar se ha organizado una fiesta de familia y
sólo pueden faltar a ella los que salgan de la capital para estar con sus padres en provincias. El
muchacho insiste pidiendo permiso, pero se le niega. Su hermano, y él mismo, critican duramente
esta actitud, sin comprender razones.
Asiste a la fiesta renegando y sin hablar con nadie, pero poco a poco el ambiente de
alegría sana le va ganando y acaba riendo y cantando con todos. Meses más tarde, este muchacho
—hoy sacerdote— comentaba:
«Por primera vez en mi vida, veía a unos jóvenes como yo celebrando la Nochevieja
llenos de verdadera alegría y sinceridad, sin necesidad de las bacanales que a esas mismas horas
tenían lugar en calles y salas de fiesta. Al final de la hora santa en la capilla, algo nuevo había en
mí. Una alegría extraña que nunca había conocido».
Un militante me cuenta: La noche anterior al comienzo de una tanda de Ejercicios llamé a
un antiguo compañero para que se decidiera por fin sobre su asistencia o no. Ante mi sorpresa me
dice que ha hablado con cuatro amigos suyos y que irán los cinco.
Yo temí que se hubieran puesto de acuerdo para pasar cuatro días de jolgorio y a la
mañana siguiente me acerqué al instituto:
—He venido para informaros bien de lo que es una tanda de Ejercicios. Les hablé del
silencio, de actividad constante, de la alegría del vencimiento propio, del encuentro consigo
mismo y con Dios...
—Si los ejercicios son así yo no voy —dijeron enseguida dos—, pero los otros tres se
sintieron atraídos.
Aquella tarde sin embargo se presentaron los cinco. La admiración fue todavía mayor
cuando al terminar la tanda comenzaron a ser apóstoles entre sus compañeros.

Olvido lamentable

Muchos educadores, incluso religiosos, que creen como católicos en la transmisión del
pecado original y de sus funestas consecuencias, se olvidan de que existe cuando tratan de
formar a otros.
Sin darse cuenta, quizá, se han dejado contagiar del ambiente. Creen que el pecado
original es «un mito». Como «hay que barrer el complejo de culpabilidad»40, no se debe tener en
cuenta.
Creen que con discursos, cursillos, charlas, con buenas palabras y consejitos suaves, serán
capaces de forjar una nueva juventud. Olvidan que premio o castigo, recompensa o correctivo,
son con frecuencia el único camino para acostumbrar al joven a discernir prácticamente lo bueno
de lo malo.
Esos educadores deberían recordar una página de Ramiro de Maeztu. «Una buena
educación debe enseñar, sobre todo, a sufrir, como lo enseñaba la de nuestros hidalgos del siglo
XVI, con sus diez o doce horas diarias de latín en los primeros años, a las que seguían otras
tantas en los años de la juventud de ejercicio de las armas. La epopeya española en América es
obra casi exclusiva de los hidalgos y misioneros así educados. Aquella educación era buena [...]
La educación actual es radicalmente mala porque no enseña a sufrir, sino a gozar»41. La espiga
grana tras nieves, tempestades y soles. En la madurez de la vida sólo el hombre troquelado en su
niñez y juventud por educadores conscientes y abnegados entrega a la sociedad espigas repletas y
cuajadas de frutos.
Una maestra nos dice: «Hace unos años yo decía a mis alumnos de parvulario: Niños,
poneos en pie. Todos inmediatamente se ponían en posición firme. Ahora después de un buen
rato, me responden: 'Señorita, estamos cansados'. No es que sean peores, son incluso más
inteligentes, pero es que sus educadores no les forman la voluntad».
Un muchacho de dieciocho años va a un campamento o ingresa en un hogar. Nadie,
como pasa a la mayoría, ha educado hasta entonces su voluntad. Ha carecido de padres o
educadores que sepan y quieran hacerlo.
Pensamos que a menor exigencia, mejor educación, mejores resultados para los ideales
del Cristianismo; y los resultados nos hacen ver que no es así. No escuchamos una voz actual:
«Tened la valentía de proponer a los jóvenes de hoy metas elevadas y pedirles también —
dándoles motivaciones— los sacrificios necesarios para conseguirlas. Esto estimulará las

40 Jacques Maritain, El campesino del Garona, Desclée, (Bilbao 1967), pág.32.


41 Defensa de la Hispanidad, p. 133-35. Fax (Madrid 1952) p.112-113.
energías, a menudo latentes en sus espíritus, que están a la espera de educadores convencidos y
expertos para hacerlas sobresalir y orientarlas de manera creativa»42.
«Hay que forzarle suavemente a que entre por el camino de su salvación». ¿Cómo?
Obligándole, con tacto, pero obligándole, a hacer una serie de cosas que parecen insignificancias,
pero que la experiencia acredita como eficaces: orden en la tienda o habitación, silencio,
puntualidad, obediencia al responsable, saltar de la cama al sonar el despertador, colaboración
con los demás, horario de estudio y trabajo, etc.
Al principio ninguna de estas cosas las entenderá. Su egoísmo, su comodidad, le impiden
darse cuenta de que tiene que educarse en beneficio propio y ajeno para bien de la sociedad en
que vive. Jamás se decidirá a abandonar la concha de su egoísmo, si no se le exige. Es verdad que
es un móvil rastrero: actuar, porque si no me brean. Pero al menos ya nos hemos puesto en
marcha. También es verdad que la hipocresía pulula en seguida: lo hago si me ven, para eludir la
corrección. Pero es el mal menor.
Hace años entró en un hogar un muchacho de diecisiete años. Magnífico corazón,
fortaleza física fuera de serie. Se hizo famoso en las actividades recreativas por sus exhibiciones
de levantamiento de peso y otros alardes de musculatura, en uno de los cuales arrastraba una
furgoneta atada a una maroma de la que él tiraba con los dientes.
Pero sus cualidades intelectuales no acompañaban al vigor físico, y su voluntad flaqueaba.
Como tenía un genio muy fuerte, y era temible por su fuerza física, se le puso en una escuadra en
la que el jefe era un muchacho muy débil, defectuoso de cuerpo, de genio vivaz, inteligente y que
se hacía querer de todos. Empezó el proceso de educación y la mística de los pequeños detalles
con los consiguientes correctivos para sancionar los múltiples fallos del gigante. Más de un día el
pequeño David dejaba a Goliat sin comer, y éste desahogaba su furor dando puñetazos a una
pared que amenazaba derrumbarse. «De ser otro el jefe —decía— lo pulverizaba».
La familia debió juzgar que la estancia en Madrid de este atleta no debía prolongarse.
Decidió sacarlo del hogar y retornarlo al pueblo. El día de su marcha llega el momento de
despedirse del jefe de escuadra. Se agarra a él, le abraza llorando, y le dice: «Adiós, Manolo. Ya
no me tendrás que imponer más correctivos, pero ya no tendré yo nadie que me ayude a ser
mejor. Gracias para siempre».
Estas dos razones, la ruindad del móvil inicial y el peligro de la hipocresía, invitan al
formador a superar este estado previo, indispensable para empezar a educar. El forjador
inteligente cae en la cuenta de que no todos los que componen una familia sea natural, o sea de
acampados, residentes, ejercitantes, alumnos, son susceptibles de ascender al plano superior de
actuar o dejar de hacerlo por móviles más puros que el temor del castigo o la esperanza del
premio. Ellos se quedarán toda su vida, triste condición, en esa fase inicial.
En toda sociedad una gran mayoría se mantiene dentro de la Ley sólo por temor a la
pena. Es inevitable. Y no se nos ocurre, para halagar a los ciudadanos, suprimir la sanción de
nuestros Códigos, como tampoco se le debe ocurrir al forjador de jóvenes aflojar el sistema
educativo, para que todos estén más contentos y procedan con una libertad que degenera en
libertinaje.
En cambio, para los que dentro de esa masa son capaces de evolucionar, el formador de
jóvenes multiplica razones, al mismo tiempo humanas, patrióticas, religiosas, para crear un clima
adecuado en el educando que le permita actuar por móviles superiores. Esto supone una
paciencia invicta en los educadores. Por aquí falla la mayoría.
Exigirles para no defraudarles, para hacerles sentir el gozo de darlo todo. Es lo que
experimentó aquel militante en una misión juvenil:
«Habíamos llegado a un pueblo con un internado de 800 alumnos. A mí me tocó hacerme
cargo de un grupo de 1º de BUP. Debía convivir con ellos durante todo el fin de semana. El
primer encuentro con ellos me demostró lo críos que eran. Después de un buen rato en que no

42 Juan Pablo II, a los educadores reunidos en Barcelona con motivo del Año Internacional de la Juventud (8-15
julio 1985).
paraban de charlar les dije: 'Yo venía a proponeros un plan, pero veo que sois muy inmaduros,
incapaces de seguirlo'.
Se callaron y me pidieron que lo expusiera. Después de motivarles el fin de semana, les
dije lo que tenían que hacer: confesión, visita al pueblo preguntándome cosas, cena, festival,
acostarse pronto para poder madrugar e ir al Rosario de la Aurora (7,30), Misa, desayuno,
partido de fútbol, etc. y lo que no podían hacer: no fumar, no bares, no salas de juego, no tacos,
no sala de TV y cine, no chicas.
Al terminar les dije que no valía elegir, debían aceptarlo todo o dejarlo todo. Les propuse
pensarlo durante unos momentos y después hacer una ronda diciendo cada uno su nombre,
gustos y su SI o NO al plan. El primero dijo que estaba dispuesto a aceptarlo todo, pero que era
incapaz de levantarse a las siete para ir al Rosario. Sin transigencias le dije que todo o nada. Di SI
o NO, sin más. Lo pensó un poco y al final dijo que SI. Uno a uno fueron respondiendo todos. Al
acabar la rueda con algunos indecisos a los que forcé a elegir, el resultado era once síes y cuatro
noes. Para los que siguieron y aceptaron fue, tal como les había prometido, el fin de semana más
maravilloso de su vida».
En esa paciencia exigente estuvo el secreto de un gran forjador de hombres, Giner de los
Ríos. A partir de 1869 inicia propiamente su magisterio oficial como catedrático de Filosofía del
Derecho en la Universidad Central de Madrid. Pretende formar al universitario de nuevo cuño,
distinto de «aquella aristocracia intelectual» española en que él encontraba sólo «sabios y
listos»43. Para lograr su objetivo trata alma a alma con cada discípulo. Uno a uno los va
catequizando. Se apodera no sólo de su cerebro, sino también de su voluntad y corazón. Se pone
en guardia contra el mal endémico de nuestra Universidad: enderezar sus tiros sólo a la
inteligencia. Reacciona virilmente contra la rutina ambiente. Cultiva con paciencia invicta el tú a
tú, el codo a codo, la intimidad familiar con el educando. Así lo vacuna contra esa «evaporación
universal de la vida» que se opera al llegar a la Universidad el nuevo candidato.
Era un educador nato. La conversación individual, alma a alma, fue su instrumento
predilecto. «Administraba el sacramento de la palabra»44. Prolongaba la cátedra más allá de la
Facultad. Continuaba a la salida, en la calle... Seguía los domingos en el campo. El Pardo y
Guadarrama, el contacto con la naturaleza, le brindaban oportunidades únicas. Las aldeas o viejas
ciudades castizas se convertían para él en Universidad ambulante. Entonces, «en la comunidad
apasionada de las almas», su enseñanza de clase se difundía «a la vida afectiva, a la moral, a la
personalidad entera»45. Cuando en 1876 nace la Institución Libre de Enseñanza, su despacho será
«un verdadero confesonario laico» (Rafael Altamira).
Si esa paciencia falla en los educadores, ellos son los primeros muchas veces en
desalentarse. Como no pueden abandonar del todo, están cambiando de línea siempre, cosa que
agrada mucho a los educandos, a quienes revienta precisamente lo que más falta les hace para
forjarse un carácter: la monotonía gris e insípida de un esfuerzo regular y continuo en el trabajo,
en el estudio, en el propio vencimiento.
El educador se apropia las palabras de Juan Pablo II a los jóvenes: «Deseo confirmaros en
esta aspiración a 'algo más' que es implacable en el espíritu juvenil [...] Os exhorto a no dejaros
aplanar por la mediocridad, a que no os acostumbréis a los deseos mundanos, a que no queráis
vivir sólo a medias, con aspiraciones reducidas o, peor aún, atrofiadas. ¡Jóvenes! no 'os dejéis
vivir', sino tomad en vuestras manos vuestras vidas, y decidid hacer de ellas una auténtica y
personal obra maestra»46.

43 Esa aristocracia intelectual que gobernaba España, y que él trataba de superar formando hombres, la retrata en
estos sugestivos términos: «Los unos llegan al cenit por la memoria y la paciencia; los otros, por el ingenio y la
audacia. De aquéllos se hacen los académicos, los eruditos, los actuarios. De éstos los generales, los banqueros, los
políticos» («Enseñanza y Educación», Obras Completas VIII. «Estudio sobre la educación». p. 84).
44 Luis de Zulueta: «Lo que se lleva». Boletín Institución L. de Enseñanza, 1915, pág. 46.

45 L. Palacios, nota preliminar al tomo XII de las O.C. de Giner, p. 10.

46 Génova, 22-9-1985.
En alguna parte de sus escritos dice Balmes que la principal cualidad que debe adornar a
un soberano es la firmeza de carácter. Lo mismo puede decirse del formador de jóvenes, padre,
maestro, sacerdote, militante. Sólo con ella se consigue que los educandos empiecen a jugar con
éxito el gran partido de la vida y de la Eternidad, se acostumbren a hacer lo que deben, no por
huir del correctivo, sino por conciencia del deber.
Un buen entrenador controla y dirige todos los movimientos. Un educador se preocupa
no sólo ni principalmente de que se ejecuten con precisión matemática, sino sobre todo de que se
hagan con espíritu. Ese educador proporcionará a sus jóvenes muchas ocasiones de experimentar
la alegría interior, la paz profunda que se siente al dominar instintos para cumplir con el deber, al
olvidar egoísmos para darse a los demás.
Esto he podido observar en multitud de casos a lo largo de muchos años en turnos de
campamento con esta mística educativa de exigencia. La pieza clave de un turno son los jefes de
escuadra. Ellos serán los que, con tacto y energía al mismo tiempo, harán que todos los
acampados empiecen a descubrir y limar las aristas que les impiden pulir su carácter.

Exigencia con amor

Esta exigencia de la que venimos hablando está siempre en función del hombre, no se
trata de exigir por exigir. Tiene siempre un porqué y, sobre todo, debe ser siempre amorosa. El
educador se ha de persuadir de que «la exigencia sin amor es insoportable, pero el amor sin
exigencia es rechazable, porque no educa. La exigencia exige el amor y el amor exige
generosidad hasta la donación total. El que ama pide heroísmo en sus educandos y lo alcanza.
Pero porque ama nunca exige un heroísmo por encima de las fuerzas del otro»47.
Esta característica de la exigencia se hace hoy más necesaria que nunca por la afectividad
desbordante y con frecuencia descontrolada que ofrece hoy la juventud. Los enamorados ya no
juguetean a escondidas. Desbordamientos afectivos pueden observarse en plena calle, en un
establecimiento público, en el transporte urbano, etc. Cuando esas parejas llegan al matrimonio
transmiten a sus hijos el desborde afectivo. Padre y madre cuidan al niño sin privarle de nada. Lo
crían entre caricias, acceden a sus caprichos.
Por ello el educador deberá en primer lugar cautivar el corazón del educando. Si no lo
logra, se lo robará la calle, la televisión48, el cine, el dinero, el sexo, el ambiente, la profesión, la
blandenguería de su casa. Sólo cuando el educador gane completamente para sí al educando
podrá exigirle todo. Es el ejemplo tantas veces repetido en la vida de S. Juan Bosco ganando a
cientos de birichini para su oratorio.
La prepotencia, el dominio, la imposición coactiva sin más, el 'porque lo digo yo', o 'lo
mando yo' producen siempre actitudes de rechazo, temor y rebeldía. Hay que excluirlas en el
ejercicio de la autoridad.
La autoridad, si se ejerce de modo adecuado, facilita la obediencia. No se considera
entonces servilismo, humillación o esclavitud. Es un señorío de la voluntad que acepta libremente
con responsabilidad e iniciativa, con alegría, el propio deber.
El empleo, sin embargo, por parte del educador de su autoridad para sancionar la
desobediencia no se debe excluir en algunos casos, pues «la autoridad debe apoyarse en la
potestad para reconstruir la justicia perturbada»49.
Vista así la exigencia, con este equilibrio por parte del educador, puede concluirse que a
nadie hace daño y que hablar de traumas es caer en la fácil tentación de dar todo hecho.
47 Abelardo de Armas. Notas de verano 14-6-1980. (Escritos inéditos) p.21-22.
48 En California, p. ej. ha surgido el grupo autodenominado «Couch potatoes». Aseguran que «cuanto más tiempo
se pasa ante la TV mejor se siente uno». Esta secta de fanáticos, para quienes doce horas de un tirón ante el
televisor resulta insignificante, tiene sus orígenes en California. Sus miembros —aseguran superar los 3.000—
pasan el fin de semana recostados en el sofá, viendo todo lo que aparece en la caja tonta por cualquiera de los 32
canales disponibles. ¡Y con el video listo para cualquier emergencia! (v. Nuestro Tiempo 382, abril 1986, p.31).
49 Cf. J. Cadahia, La familia. Palabra (Madrid 1980) p.115-7.
Concluyo con un lema que leí hace años en una tablilla que me regalaron: «El educador
debe unir a la firmeza de un padre, la ternura de una madre, la abnegación de un maestro, el celo
de un sacerdote y la paciencia de un santo». No se trata de ser padre o madre a tiempos, de
ejercer la firmeza o la ternura con un ritmo acompasado, sino de aglutinar en un mismo acto, en
una misma orden, en un mismo golpe de voz los dos elementos. De esta forma nos acercamos a
Aquel que nos hizo a imagen y semejanza suya y que es «maternalmente Padre» (S. Francisco de
Sales) y a quien llamamos ABBA, Padre50.

Pequeños detalles

La paciencia invicta del entrenador, eso es el educador, debe manifestarse sobre todo en
los pequeños detalles. La sujeción a ellos va acostumbrando la voluntad del novel deportista al
cumplimiento del deber en las grandes y decisivas circunstancias de la vida. Por eso, los pequeños
detalles lo son sólo en apariencia.
Alguien ha escrito: el éxito de un organizador, lo que le acredita como tal, es el cultivo de
lo menudo e insignificante. Los grandes organizadores en el área política, económica, religiosa o
deportiva captan siempre la importancia de los pormenores. El educador reflexivo e inteligente
los estima siempre como grandes, pues de la fidelidad a ellos depende el temple de carácter del
hombre del mañana y de la Eternidad. El educador que los olvida revela una visión limitada que le
impiede ver el futuro, o debilidad de voluntad que le hace retroceder ante el sacrificio de estar
siempre encima.
«Desde el principio empecé a observar los pequeños detalles que corregía el jefe de
escuadra. Yo no le daba importancia, pues creía que esas faltas desaparecían solas, cuando los
defectos grandes se hubieran eliminado. Ese fue mi primer error, pues un día o dos después vi
claramente que si lograba eliminar uno de esos pequeños defectos, era más fácil corregir los
grandes». Esto escribía en sus impresiones finales un joven de veinte años que asistía por primera
vez a un campamento.
La pedagogía cristiana ha cultivado en el educando los pequeños detalles desde siempre.
«Quien es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho; y el que en lo poco es infiel, también es
infiel en lo mucho» (Lc 16,10; cf. Lc 19,17). Un don del Espíritu Santo , el de fortaleza, actúa en
nosotros de dos formas distintas, pero igualmente divinas: el heroísmo de pequeñez y el de
grandeza. Santa Teresa de Lisieux, clarividente y genial educadora, formaba a sus novicias en
esta mística de lo pequeño. Solía decirles: «Tener sublimes pensamientos, componer libros,
escribir vidas de santos, no vale tanto como responder cuando os llaman. Lo practico así y siento
la paz que de ello deriva»51.
Grandeza y pequeñez sólo tienen sentido en el lenguaje de los hombres. En Dios no hay
más que inmensidad, y esta resplandece en las cosas pequeñas tanto como en las que llamamos
grandes, porque igualmente desborda las unas y las otras. «No le rehusemos el menor sacrificio
—continúa la santa— ¡Recoger un alfiler por amor puede convertir a un alma! ¡Qué misterio!
Sólo Jesús puede dar tal precio a nuestras acciones. Amémosle, pues, con todas nuestras
fuerzas»52.
Un joven me recuerda su propio caso: «Este curso pasado he estudiado COU en un
instituto. Los resultados de los primeros exámenes me llevaron a creerlo todo perdido (siete
suspensos). Hablé con un educador que me motivó el estudio y me puso un tutor. El 1 de abril
comenzamos la tarea con auténtica ilusión. Disponíamos de veinte días de clase y mes y medio en
total para remontar el curso.

50 ABBA no es sinónimo de Padre. Posee mayor riqueza semántica. Mejor que 'papá' o 'papaíto', como se ha
venido haciendo, sería traducirlo por 'padre y madre'.
51 Proceso apostólico 933.

52 Carta 143 (22-5-1894), a Leonia, O.C. Monte Carmelo, (Burgos 1965), pág. 729.
El tutor se puso serio, pero que muy serio ¡menos mal! Estudio de cuatro a ocho y media,
con un descanso a media tarde. Estudiaríamos juntos. Incluimos deporte tres días a la semana
para luego rendir mejor. Me cortó las visitas y llamadas telefónicas que no fueran urgentes en
tiempo de estudio, para que no acaparara nada mi atención. Me preguntaba, me ponía exámenes,
repasábamos juntos las lecciones [...] El empleo del premio y del castigo también fue muy eficaz.
En tan poco tiempo pude recuperar lo perdido y saqué adelante el curso. Algunos
compañeros y también profesores, notaron enseguida el cambio. Pero lo más importante es que
aprendí a estudiar por cumplir con mi deber, que es en definitiva la voluntad de Dios, fortalecí la
voluntad y ahora tengo un excelente amigo».

Triple estadio

Sólo a base de no tener miedo a exigir mucho, y de no cansarse de estar insistiendo


siempre, se consigue que el joven suba los tres peldaños que supone su educación perfecta.
Primer peldaño: hacer las cosas prescritas estimulado por el premio o por el correctivo.
Segundo: hacerlas por cumplir con el deber. Tercero: hacerlas por amor a Dios, es decir, para
cumplir el fin para el cual el hombre fue creado: alabar, hacer reverencia y servir a Dios.
Acabada la segunda guerra mundial, al cumplirse el primer aniversario de la declaración
de Roma como ciudad abierta, se dirigía Pío XII a la Juventud Católica de Italia y le decía: «La
hora presente exige hombres jóvenes de fe robusta. Nuestro tiempo será sólo de los hombres de
fe fuerte y firmes convicciones: En los grandes conflictos de ideas que hoy agitan a la sociedad,
no hay sitio más que para los espíritus fuertes e irreductibles. Los otros, los que dudan, los
vacilantes, a pesar de toda la inteligencia de que puedan disponer, tienen que resignarse a fracasar
o sucumbir»53.
Ante estas palabras contundentes del Papa, palidecen todas las razones en pro de una
formación lánguida y blandengue. Formación tan en consonancia con el ambiente frívolo de la
calle y con el deseo de agradar, que con tanta facilidad se apodera inconscientemente del cristiano
inmerso en la masa, y del sacerdote que convive con él.
Juan Pablo II marca idéntico criterio para la nueva evangelización que el mundo exige.
«Una condición que no se debe olvidar es alcanzar a valorar, más allá y a pesar del disenso
(doctrinal y moral en el interior de la Iglesia), el auténtico sentido de acoger el Evangelio en su
integridad discriminante respecto del espíritu del mundo, siguiendo la exhortación de San Pablo:
'no queráis asimilaros a este mundo' (Rom 12,2)»54.
Cuando la idea brilla clara, se superan todas las resistencias. Un niño se entretiene con su
sonajero. Alguien ofrece al padre, si se lo entrega, un cheque de cien millones de pesetas. Con
decisión el padre arranca el sonajero de entre las manos del niño, aunque éste lloriquee
pataleando. ¿Por qué es capaz de hacerlo? Porque tiene la idea clara de lo que son cien millones y
de lo que vale un sonajero. Esta idea, que el niño es incapaz de tener, le comunica fuerza al padre
para hacer sufrir al niño. El educador que no hace lo mismo con esos sonajeros que entretienen a
la juventud, no sabe serlo, por carecer de las dos cualidades indispensables para forjar hombres:
ideas claras y firmeza de carácter.

Un hecho, una idea

Y ahora unos consejos para adquirir estas ideas claras y forjarse esa firmeza de carácter.
Se reducen a uno: pensar con frecuencia, practicar la ley del retiro y el retorno.
El reformador, escribe Toynbee, individuo o colectividad, se retira primero, para regresar
luego arrolladoramente sobre la vida. El educador es también un reformador, el más importante

53 A los jóvenes de la A.C. italiana (10-10-1945).


54 A los Obispos europeos, 11-10-1985.
de todos. Si no piensa, se convierte en autómata. Si deja que le esclavice el activismo, está
perdido. Si no se sustrae al ritmo alocado de la acción trepidante, renuncia a formar hombres.
Pensar, pues, con frecuencia en un hecho y en una idea. Un hecho hay pecado original
en el mundo, es decir, pasiones que arrastran y voluntades débiles. Si no las hubiera, el
procedimiento para forjar hombres podría ser el meramente persuasivo. Existiendo, pues, el
pecado original, para educar hay que exigir, suavemente y razonando, pero exigir.
Y además, hay demonio en el mundo, aunque él esté empeñado —siempre lo ha estado,
pero más hoy— en que nadie se percate. El enemigo invisible dentro del propio ejército es el más
peligroso, precisamente porque se ignora su presencia. La Biblia, tan concisa para puntos que nos
parecen muy importantes como la institución de algún Sacramento habla nada menos que unas
cincuenta veces de Satanás, y unas ochenta del demonio, sin contar otros pasajes en que le da
otros nombres: calumniador, tentador, Belzebú, Luzbel, etc.
No aleguemos interpretaciones simbólicas de la Sagrada Escritura no aprobadas por la
Iglesia. «Se sale del cuadro de las enseñanzas bíblicas:
1.) quien se niega a reconocer su existencia,
2.) quien admitiéndola, hace del demonio un ser que existe por sí, y que no tiene como
cualquier otra criatura, un origen en Dios,
3.) quien cree que el demonio es una pseudocreación, una personificación conceptual y
fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias. Es un ser vivo, espiritual, pervertido
y pervertidor»55.
De sobra sabemos que el mundo en que vivimos no cree en el diablo, ni en los ángeles
malos, ni en los buenos naturalmente, esas «supervivencias etéreas de un juego babilónico de
imágenes»56. Pero Dios Verdad nos dice que hay demonio en el mundo. Más aún, afirma que «el
Hijo de Dios apareció para destruir las obras del diablo» (1 Jn 3,8).
Una idea: la caridad evangélica no consiste, como piensan algunos, en no hacer sufrir,
sino en enseñar a amar, para lo cual es necesario a veces hacer sufrir, quitar sonajeros, propinar
purgas. Si la caridad evangélica consistiese en no hacer sufrir, ni Dios Padre la habría tenido con
su Hijo divino, ni con la Virgen, ni con los santos. Si la caridad consistiese en no hacer sufrir,
como pretenden algunos, Dios no haría sufrir en la vida a nadie, cuando en realidad nos hace
sufrir a todos; y más a los que más ama, para que, adquiriendo una cierta semejanza por el dolor
con Jesucristo, en la vida presente, se parezcan a El también por el gozo en la eterna. Así educa
Dios a sus hombres para el Cielo. Así debemos educar a nuestros hermanos para la tierra. El nos
da la pauta. Dejémonos de blandenguerías y condescendencias suicidas.
Dios entiende el cariño de manera distinta a la nuestra. El, enviando cruces. Nosotros,
repartiendo sonrisas y caramelos. El, presentando su doctrina luminosa, deslumbrante de belleza
en sus radicalismos paradójicos a los ojos del mundo. Nosotros desvirtuándola para caer
simpáticos y agradables. El, creándose enemigos con su vida y doctrina. Nosotros, tratando de
servir a dos señores y quedar bien con todos, para que no nos tachen, como hicieron con los
santos, de fanáticos y exagerados. ¿Qué habría sido de nuestra redención si el programa de Cristo
se hubiese condensado en estas frases: no crearse enemigos, agradar?
Entendámonos bien y pongámonos en guardia contra el confusionismo que todo lo
invade. La caridad evangélica consiste en dar la vida por los demás. «Nadie tiene mayor amor
que el que da su vida por los demás». Forjar hombres es dar la vida por ellos, educar con
paciencia, sin dejarse llevar del cansancio, de la incomprensión de los que me rodean, de la
ingratitud de los mismos a quienes se educa. Formar hombres es sufrir, al hacer sufrir al hermano
para educarlo.
En un turno de campamento, un jefe de escuadra me decía: «Padre, cuando tengo que
imponer un correctivo, sufro yo más que ellos. He adaptado una norma, aunque me cueste:
cumplir con ellos el correctivo que les impongo. Me va muy bien. Se lo ofrezco a la Virgen. Me

55 Pablo VI, audiencia general (15-11-1972).


56 Jacques Maritain, El campesino del Garona, Desclée, (Bilbao 1967) p. 31.
he ganado la confianza de ellos, y dos que hacía cinco años que no confesaban, lo han hecho ya.
Y todavía no hemos iniciado la marcha sobre Gredos, que me parece no es tanto para coronar
picos, como para que las almas toquen a Dios». Ese sabía educar. Y la Virgen desde el cielo se
complacía, quizá en aquellos días, inspirándole la idea de una consagración plena a Dios por la
juventud.
Nos ha parecido necesario insistir en este punto por observar que hay una tendencia a
hacer de la palabra «caridad» un uso indebido. Con la tapadera de la caridad —el enemigo
disfrazándose de ángel de luz, diría San Ignacio— se está disimulando la cobardía de muchos
militantes y educadores, aun religiosos, que parecen olvidar las palabras de Pío XII: «Sería error
resignarse con la mediocridad. No todos han aprendido a proponer a nuestros jóvenes metas que
les llenarían de entusiasmo»57. Por eso, la inmensa mayoría, como dice Pablo VI, «continúan
pasivos, olvidadizos, por no decir desertores, de la gran llamada que Dios, con el Cristianismo, ha
lanzado al mundo»58.
Juan Pablo II no tiene miedo de hablar con la misma claridad a los jóvenes: «Vale la pena
aceptar ahora la autodisciplina, que no sólo indica fuerza de carácter de vuestra parte, sino que
ofrece también servicio valioso a las otras [...] Es derecho vuestro o, mejor, deber vuestro tener
altas miras. Vuestras aspiraciones deben ser excelsas; vuestros ideales deben ser altos. Queridos
jóvenes: Esforzaos por formaros un carácter que sea fuerte, rico y coherente, que sea libre y
responsable, sensible a los valores verdaderos»59.

Tres propósitos

El forjador de juventudes, para ser fiel a la consigna de los papas contemporáneos de


formar esos hombres de fe fuerte que necesita el mundo, debe formular tres propósitos muy
concretos de actuación.
Primero: no dejarse llevar nunca de las primeras impresiones que, en la mayoría de los
casos, serán siempre desalentadoras. El general que comienza la batalla en condiciones de
inferioridad, si se deja llevar de las primeras impresiones, la perderá irremisiblemente. Si el
cirujano se alarma al ver la sangre que salta, está perdido. Inversiones rentables a largo plaza son
las que interesan al buen financiero, aunque en los comienzos todo sea desembolsar. Si se deja
llevar de las primeras impresiones, jamás se decidirá a crear una empresa hidroeléctrica.
Lo mismo sucede en el campo de la educación de hombres. Juzgar tácticas formativas por
las reacciones inmediatas que se producen en los acampados, residentes, ejercitantes o alumnos,
sin tener la calma para esperar a que pasen meses, revela a un hombre que, además de carecer de
prudencia elemental, es superficial y, por tanto, está descalificado para forjar esos hombres que el
mundo necesita. Carece de condiciones para ser conductor de otros. No hará nada fecundo, ni en
el campo de la educación, ni en el mundo de los negocios, ni en la estrategia militar, si no posee la
sangre fría necesaria para saber esperar y seguir actuando.
El educador de un hogar universitario nos cuenta: «Llegó a comienzos de curso un joven
para vivir en el hogar. Habíamos hablado por teléfono, pero no habíamos concretado el plan de
formación. Era bastante tarde y me limité a expresarle todo el código formativo haciendo
hincapié a cada momento en que la puntualidad, orden, higiene, silencio, etc. redundarían en
provecho propio. A los dos días hablé con él, se le había echado el mundo encima, aquello le
parecía durísimo y estaba desalentado. Como vi que el muchacho tenía una gran riqueza interior y
buenas posibilidades, lejos de aminorar la exigencia se la incrementé pero motivándola aún más,
haciéndole ver con perspectiva de futuro el bien que le podría hacer y consolándole en la
situación que atravesaba. A los veinte días acudió a unos ejercicios espirituales. Hoy es un

57 A los fieles de la parroquia de San Sabas de Roma (11-1-1953).


58 Frascati, 1-9-1963.
59 A los jóvenes. Manila 18-2-1981.
excelente militante de la Virgen. Si aquellos primeros días hubiera bajado el listón de la exigencia,
hoy aquel universitario sería un mediocre más».
La victoria de Marengo se debió a la serenidad de Desaix. Al presentarse en el campo de
batalla, la victoria era de las tropas austriacas. «Son las tres de la tarde —dijo—. Se ha perdido
una batalla, pero antes de la noche puede ganarse otra». Reorganiza el ejército derrotado, y al
anochecer las tropas napoleónicas obtenían un brillante triunfo. Desaix no se dejaba llevar de las
primeras impresiones.
Hace siglos, un gran forjador de hombres había enunciado ya el mismo principio, clave
para troquelar caracteres cuando se inicia un movimiento o se desarrolla una Obra. Ignacio de
Loyola escribió: «En tiempo de desolación —es decir, cuando todo se pone en contra dentro y
fuera de uno mismo—, NUNCA hacer mudanza, mas estar FIRME Y CONSTANTE»60.
Algunos años después, un alma gemela a la suya escribía en el Camino de Perfección unas
palabras que no deberían olvidar nunca cuantos deseen formar esas minorías selectas que pedía
Pío XI en la Quadragesimo anno para instaurar un orden nuevo en el mundo.
Santa Teresa de Jesús, siguiendo el pensamiento de Ignacio, lo reproduce con otras
palabras. Nos invita a ponerlo en práctica, no sólo para conseguir la perfección individual, sino
también para la ardua e importantísima tarea de forjar hombres que también la alcancen. «Importa
mucho y el todo una muy grande y determinada determinación de no parar hasta llegar al fin,
venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, travájese lo que se travajare, mormure quien
mormurare, siquiera se muera en el camino, [...] siquiera se hunda el mundo»61.
Segundo: Exigirse siempre a sí mismo. Es la única manera de poder crear un clima de
exigencia en la juventud, que ha sido creada «para el heroísmo, no para el placer»62.
Es evidente. Nadie da lo que no tiene, viene diciendo la filosofía y el sentido común desde
hace siglos. Tenemos miedo de exigir a los demás, porque carecemos de valor para
enfrentarnos con nosotros mismos y exigirnos cada día nuevas luchas para superarnos.
Tenemos miedo a exigir a los demás, porque hacerlo supone vivir esclavizados a ellos; por amor
de Dios, pero esclavizados. Se oye hablar con frecuencia de autenticidad, pero se suele quedar en
eso, en pura palabrería. Con el pretexto de autenticidad se echa la culpa de todo a los demás y
nadie se exige a sí mismo nada en serio. Se arregla, o se quiere arreglar todo con asambleas,
reuniones, encuestas, pero muy pocos tienen el coraje de emprender en sí mismos la reforma que
necesita el mundo, la Iglesia, la sociedad.
Se ha dicho que el apóstol es «un expropiado a causa de la utilidad pública». Esto supone
ir a un campamento, no a pasarlo bien, gozando de agradable temperatura en días caniculares, en
grata compañía de una peñita de amiguetes. Supone ir a dar a Dios la mayor gloria, que casi
siempre va unida a la mayor abnegación.
Jesús Palero lo comprendió en aquel retiro del 24-25 de junio de 1950 al contemplar a
Jesús en oración: «Marchas, campamentos, no para pasarlo yo bien. Sí para que muchos jóvenes,
que verán por primera vez un ambiente alegre y cristiano, se den cuenta de la verdad por la
caridad de Cristo. Y yo tengo que ser el engranaje de ese ambiente, una parte de ese todo. Con
oración intensificada, que es vida alegre, ejemplar, sacrificada por los demás»63.
El apóstol es «un expropiado a causa de la utilidad pública». No conviene olvidarlo. Los
jóvenes poseen antenas siempre tensas y muy sensibles. Captan al vuelo la última y secreta razón
de no exigir a otros.
«Yo creo, decía un jefe de escuadra con franqueza maña, que una persona que se limpia
el plato con miga en lugar de bajar al río, que no se lava por la mañana temprano como hacen los
muchachos, y otras cosas por el estilo, no puede entender el porqué de nuestra mística de

60 Libro de los Ejercicios, 5ª regla para discernir espíritus de la primera semana, [318].
61 Camino de Perfección, 21,2 (códice de Valladolid). Obras Completas, BAC (Madrid 1979) p. 260-261.
62 Paul Claudel, carta de contestación a su amigo Jaques Rivière.
63 Retazos de una vida ejemplar. Jesús Palero (1924-1950). (Milicia de Santa María. Valladolid 1979), p.45.
exigencia». Así contestaba a la objeción de los sacerdotes que espiritualmente dirigían aquel
campamento.
Tercero y principal: Llenarse de confianza ilimitada en Dios. «¿No te he dicho que si
crees verás la gloria de Dios?» (Jn 11,40). Si crees, si tienes la paciencia de esperar, verás granar
la semilla al treinta, al sesenta, al ciento por uno. Esa paciencia es expresión evangélica (Lc 8,
15). Lucas añade a la frase de los otros sinópticos in patientia, indicándonos que sólo por ella
puede producirse el milagro de la multiplicación del grano caído en tierra buena.
Cuando Teresa de Jesús se sentía desalentada en 1561, ante la oposición que surgió a su
Reforma, escucha una voz en su corazón que le dice: «Espera un poco, hija, y verás grandes
cosas»64. Y así fue. Un año más tarde funda el primer monasterio..., y así hasta diecisiete, sin que
la incomprensión de los suyos y de los de fuera, dejase de acompañarla durante veinte años.
Para llenarse de esa confianza ilimitada en Dios no hay más que un camino: hundirse en la
oración solo, incomprendido de los hombres que nos rodean. «huyó y subió el solo al monte para
hacer oración, y venida la noche estaba El allí solo» (Mc 6,46-7).

Una objeción

Con esta táctica de exigencia, dirán algunos, no se conquistará la masa. A la corta,


concedo; a la larga, niego, podríamos responder en fraseología escolástica. Con ella, los primeros
cristianos conquistaron el mundo después de trescientos años, es decir, por la paciencia de saber
esperar y por el olvido de sí mismos, dejando cosechar a los que vengan detrás.
Con esta táctica de exigencia unas minorías selectas influyeron poderosamente por la
paciencia de lustros, reformando la sociedad (benedictinos, cluniacenses, cistercienses,
mendicantes...) Con la misma táctica el marxismo inculca su mística en sus militantes y va
apoderándose del mundo. Además, no nos hagamos ilusiones. La masa permanecerá masa
siempre, y el mundo será gobernado por una minoría de selectos que con audacia y decisión
arrastren con su vida a los demás, por lo menos en los momentos en que las pasiones no tiren de
ellos con fuerza.

Realidad indiscutible

Una realidad indiscutible confirma en el mundo de hoy la exactitud axiomática de esta


afirmación tajante.
José María Escrivá de Balaguer comienza su apostolado con intelectuales en Madrid.
Reúne a estudiantes y profesores. Esta actividad la había iniciado muy modestamente en una
salita de la casa de corrección Porta Coeli en que confesaba e instruía a los jóvenes reclusos.
El mismo nos cuenta la primera reunión que tuvo con aquellos universitarios. «No eran
más que tres! ¡Un fracaso completo se pensaría [...]! Muy al contrario, me mantenía optimista.
Tenía la costumbre de exponer el Santísimo en la capilla de las hermanas e impartir a esos tres
estudiantes de Medicina la bendición solemne. A mí me parecía que Jesús, nuestro Maestro y
nuestro Dios, bendecía a centenares, miles, decenas de miles de personas de todo color, blancos,
amarillos, negros [...] De hecho, lo que entonces pensaba, cincuenta años más tarde comenzó a
ser una realidad. ¡Dios es tan generoso por las cosas insignificantes que hacemos por Él!»65
El sueño fue profético. La ilusión se ha convertido en realidad impresionante y
consoladora en bien de la Iglesia y del mundo. La estela de su heroico ejemplo sigue brillando
hoy en más de mil sacerdotes y 70.000 seglares, hombres y mujeres, que «señalan a multitudes
expectantes la senda segura que conduce al Creador»66.

64 Fundaciones I, 8.
65 Salvador Bernal, Apuntes para un perfil del fundador del Opus Dei (Milán 1977), p. 185.
66 Ib.
Logró infundir en los primeros el espíritu que han sabido transmitir a sus seguidores,
persuadidos como él de que «el apostolado del cristiano, hombre o mujer, que vive entre muchos
otros, sin diferenciarse de ellos, es una catequesis permanente. Relaciones personales concretas,
demostraciones de amistad auténtica y desinteresada, pueden despertar en nuestros hermanos el
hambre de Dios. Con una actitud sencilla y natural se les puede ayudar a abrir su espíritu.
Entonces el ejemplo de una vida totalmente vivida en visión de fe y una palabra inspirada por el
amor, les comunicará la fuerza continua en la verdad divina»67.

¿Caridad evangélica?

La segunda objeción que formulan algunos espíritus tímidos es que la táctica de exigencia
es incompatible con la caridad evangélica. En parte está ya resuelta la pega con lo que antes
dijimos.
Es verdad que si esa exigencia se aplica con rigidez, sin cristiana flexibilidad, sin suavidad,
sin tacto y prudencia, puede llegar a ser antievangélica. El militante en período de formación es
una especie de novicio en el ejército de Cristo.
El joven enérgico y poco experimentado que acaba de entregarse a un ideal recién
descubierto, tiende a exageraciones lesivas de la caridad, no se da cuenta de que hay que llenarse
de comprensión y calma para actuar con quienes todavía viven centrados en sí mismos.
De esto no nos debemos extrañar. También el bisturí es un instrumento peligroso si no se
maneja con precisión. Pero no por eso lo arrinconamos. Lo ponemos en manos de un cirujano
hábil y enseñamos a manejarlo al estudiante interno de nuestra clínica. Fórmese a ese militante en
plan de exigencia, hágasele caer en la cuenta de sus fallos —para eso están las reuniones de jefes,
asambleas, entrevistas con el director espiritual, con el forjador del carácter—, e irá eliminando
estridencias. No se pasa de repente de la oscuridad de la noche a la plena luz del mediodía.
Tampoco se puede pretender que se salte en un instante de la vulgaridad de vida en que se
vegeta, a la actuación perfecta al servicio de Cristo.
Un joven con excelentes condiciones naturales asiste a dos turnos de campamento.
Primero actúa de jefe de escuadra y después de jefe de campamento. Era la primera experiencia
de este tipo que hacía en su vida. Influido por su temperamento y por el servicio militar reciente,
es rígido en las órdenes y muy exigente en la disciplina. Algunos acampados se quejan.
El último día de campamento —fiesta de la Virgen— se hace una peregrinación a la
ermita de Hoyos del Espino, pueblecito cercano. Al regresar da una orden tajante: hay que estar
en el campamento a las diez y media. Si alguno llega tarde no podrá desayunar.
En el campamento todo está preparado. Ese día tienen un estupendo chocolate con
picatostes. A la hora en punto distribuye el desayuno a los seis acampados presentes. El resto fue
llegando alegremente y sentándose en el comedor. Primero, sorpresas; después, creen que es
broma. Finalmente, protestas. El jefe se mantiene firme en su decisión. Ni siquiera exceptúa a los
clérigos que acompañan a los muchachos.
En la reunión de mandos, por la tarde, los jefes de escuadra le acusan de haber destruido
con esa decisión el fruto de todo el campamento. Los muchachos estaban muy descontentos. Los
clérigos también le acusan. Por último tomo la palabra: «Creo que no es para tanto. Al fin, qué
cosa mejor para celebrar un día de la Virgen que dar un buen disgusto y llevárselo».
Han pasado los años y también muchas experiencias. Hoy aquel joven —hombre ya—
dirige un Instituto Secular, dedicando a ello su vida por completo. Y en ese movimiento le
secunda alguno de los que aquel día se quedaron sin desayunar.
Aquel jefe se hizo anticipadamente en Gredos eco de las palabras que años adelante
pronunciaría Pablo VI: «Este tiempo nuestro es decisivo. Exige intensos esfuerzos. Se penetra de

67 Es Cristo que pasa, Rialp (Madrid 1974), n. 149.


una vocación de defensa y de renovación. Exige la fidelidad y el sacrificio de los grandes
momentos»68.

Nueva dificultad

Alguien objetará que esta táctica de exigencia es incompatible con la dignidad de la


persona humana, con el culto de la auténtica libertad, tan en consonancia con la mentalidad
moderna y las orientaciones del Vaticano II.
Primera respuesta: Si la exigencia no se hace salir de dentro, sino que se impone desde
fuera, de acuerdo. Al educador que conoce el terreno que pisa, nunca se le ocurre utilizar ese
procedimiento. Encuentra un camino más suave y eficaz para crear este clima de exigencia,
cultiva un ideal en el educando, y entonces será él quien obligue al educador a exigirle. «Pídame
todo —me decía uno—, pero no me imponga nada».
Hay que conseguir que lo den todo, pero si les sale de dentro. Para lograrlo, lo que más
resultado me ha dado es hacerles vivir para los demás, darles una responsabilidad en orden a
ellos. Lo que decía aquella universitaria, jefe de patrulla en su Albergue: «No me hubiera exigido
ni la mitad estando como una acampada más».
Segunda respuesta: Personalidad y libertad ¿no disfrazan muchas veces falta de ambas?
¿No son un engaño para dejarse esclavizar por las pasiones? Comerciar con esas dos palabras
para justificarse ante sí mismo y los demás al dejarse llevar por los instintos ¿no es una tremenda
falta de autenticidad rayana en el cinismo?
Pablo VI, que con tan certera visión captó la realidad del mundo dice: «La moda hace ley
más que la verdad. El culto de la propia personalidad, y de la propia libertad de conciencia, se
reviste del más irresponsable y servil gregarismo»69.

Doble etapa

El forjador de hombres debe proceder por etapas. En la primera debe adiestrar al novel
militante de Cristo a dar disgustos y llevárselos. Esto le costará mucho al educador,
acostumbrado hasta entonces a condescender con todo sin dar la cara por nada ni por nadie.
Y más hoy. «La hora presente se caracteriza —dice Pablo VI— por una gran
incertidumbre de ideales, por un gran cansancio moral. Los ideales están en crisis, las ideas-fuerza
son sustituidas por cálculos utilitarios. El esfuerzo moral no está de moda. La espada del
espíritu parece descansar en la vaina de la duda y del irenismo. Precisamente por esto, el
mensaje de la verdad religiosa debe resonar con mayor vigor»70.
Saber dar disgustos y llevárselos. El responsable de un hogar universitario no permite
que algunos residentes acudan a un partido internacional de fútbol para el que ya han comprado
las entradas, pues sabe bien la hora a que regresarán, trastocando completamente su horario de
estudio y sueño; el orientador de una asociación cultural universitaria tiene que prescindir de
algunos de sus más fieles colaboradores por no ajustarse al espíritu que lleva el grupo; un jefe de
escuadra en campamento indica a un acampado que debe regresar a casa por falta de preparación;
un profesor que no deja entrar en clase por exigir puntualidad y tantos otros ejemplos que
podrían añadirse. Todos ellos tienen un denominador común: dan disgustos y, porque aprecian y
aman al educando, se los llevan. Si el educador lo sabe hacer, el joven a su cargo siempre saldrá
satisfecho. Saber dar disgustos es otra forma de ayudar, orientar y amar al educando.
El joven que hace este descubrimiento queda gratamente sorprendido. Se anima a
vencerse, a sacrificarse por los demás, porque sabe que la resultante final es la alegría más íntima.
Entonces empieza a cumplir con su deber por una fuerza interna que le impulsa, que es la que

68 Mensaje a la Archidiócesis de Milán (11-8-1963).


69 A la Conferencia Episcopal (7-5-1967).
70 Alocución en la audiencia general (12-2-1964).
durará siempre y le mantendrá en línea, cuando desaparecidas las condiciones externas que
rodean el ambiente educativo de su juventud, avance solo por la vida. Sabrá cumplir con el deber
siempre, sobre todo si la idea de Dios se ha enseñoreado de su ser, enseñándole a buscar no el ser
feliz él (que le vendrá por añadidura), sino a hacer en todo, en todos y siempre, la Voluntad
divina. Entonces experimentará plenamente la verdad de una frase escrita en su cuaderno de
ejercicios por Jesús Palero: «Todo está en VENCER la primera repugnancia y después,
GOZAR»71.
Pablo VI marca a este respecto ruta de exigencia. Hay que «expatriarse a sí mismo, si se
es joven, ante la necesidad de ayudar al crecimiento de los países subdesarrollados»72. Esta
imperiosa consigna será papel mojado si los educadores no forman a los jóvenes en clima de
exigencia. Ellos serán los principales responsables. Una encíclica luminosa y salvadora para el
mundo dejará de aplicarse.
En la segunda etapa, que aprenda a dar disgustos con tacto, con prudencia, con caridad.
El educador tiene que llenarse de calma. Si pretende remontar al tiempo los dos escalones
tropezará, no subirá ninguno. Alguna vez quizá lo conseguirá, por excepción. Lo corriente, sin
embargo, será marcar dos pasos. El montañero no se propone escalar todos los picos a la vez.
Un muchacho descubre a Cristo a los veinte años. Trabaja en un Banco de Madrid. Es
algo serio y testarudo. Quiere conquistar a sus compañeros de trabajo. Lucha con los jefes de su
empresa, y su temperamento fuerte le proporciona broncas y poco resultado efectivo. Pero el
primer paso está dado. Ya sabe dar la cara por un ideal. Se ha puesto en marcha. El dar disgustos
y llevárselos le hará reflexionar, examinarse.
Pasan unos años. Van a comenzar las tandas de Ejercicios. Prepara una entrevista con el
jefe de su negociado, compuesto de doscientos hombres. Las experiencias anteriores le han
enseñado que debe proceder con mucho tacto. El mismo me contaba esta entrevista en una
simpática carta.
«Quería que el jefe diera plena libertad para que asistiesen algunos empleados a cada
tanda de Ejercicios. Otros años esto había sido imposible. Para lograrlo pensé exigirle doble.
—Buenos días. Empezamos ya las tandas de Ejercicios, ¿cuándo piensa ir usted?
—Ya veremos, ya veremos. Yo no puedo faltar de aquí. Ya lo sabe usted.
—De que vaya el jefe depende que lo hagan muchos empleados. Ellos se fijan bastante en
esto. Temen que a usted no le guste que ellos falten al trabajo.
El jefe, que estaba deseando librarse del agobio, contestó rápidamente.
—No, no. Usted hábleles. Yo no les negaré el permiso. Al contrario, me agrada.
Pero yo pretendía algo más. Que fueran dos como mínimo a cada tanda. Le propuse dos
cosas. Una absurda y otra lógica, para que se decidiera por la segunda.
—¿Qué le parece mejor? ¿Reunimos a todos los que quieran hacerlos, y que vayan juntos
a una sola tanda veinte o veinticinco por ejemplo, o mejor que vayan dos o tres a cada una?
—No, hombre. Todos juntos, no. Que vayan dos o tres en cada tanda. Mejor dos que
tres. Así se notará menos en el negociado.
—Me parece estupendo. Entonces dos en cada tanda».
Participa en un cursillo de formación un joven que llevaba siete años en el Hogar. «Fue el
ambiente de exigencia lo que me conquistó —decía—. Había conocido antes otras
organizaciones. Pertenecía a una de ellas. Pero sólo al llegar al Hogar me entregué a Cristo».
El educador no debe olvidar que los jóvenes valiosos piden forjadores que estén en línea,
que les exijan. Si no lo hacen, les defraudan, y se irán a buscarlos a otra parte.
En un periódico leí hace tiempo una carta que nos debe invitar a todos los educadores a
pensar. «Soy un joven de 23 años. ¡Sí, soy un joven, no tengáis miedo! Porque efectivamente,
nos tenéis miedo. No os atrevéis a enfrentaros con nuestras inconstancias, caprichos,
arbitrariedades, porque los términos de 'carroza', 'viejos', 'antiguos' os asustan demasiado y en vez

71 Ob. cit. p. 32.


72 Populorum Progessio (26-3-1967).
de ejercer con guante firme vuestra autoridad, tan vital para nosotros, abandonáis la lucha
dejándonos hacer lo que nos viene en gana, con grave perjuicio nuestro.
Sí, mis queridos padres, en numerosos casos es una realidad y, si reflexionáis, lo
reconoceréis. Estáis inmovilizados, sin firmeza y sin carácter, sin ideas claras, sin aplomo y
serenidad, sin alegría e ilusión a la hora de educarnos, de hacer de nosotros hombres hechos y
derechos.
Tal vez, en el fondo, sabéis, que lo estáis haciendo mal y obraríais de otro modo, pero es
tan fuerte la presión del ambiente y de los medios de comunicación que os sentís incapaces de
tomar las riendas de la educación de la juventud.
Hoy los jóvenes somos unos ídolos. Los políticos, los intelectuales, la gente influyente, no
hace más que alabarnos, aplaudir nuestra forma de ser, de pensar, nuestros gustos. Parece como
si quisieran demostrarnos que son muy joviales porque nos comprenden, ¡mentira! Todos éstos
que no hacen más que bailar al son de la música que tocamos, no nos conocen, ni comprenden, ni
por ello nos pueden ayudar. Ni la discoteca es nuestro sueño de fin de semana, ni el sexo nuestra
meta, ni el placer nuestro móvil. En nuestro corazón duerme un héroe, lo que pasa es que no hay
educadores que sepan despertarlo.
Queridísimos padres, no os dejéis influir por ello. Obrad guiados por dos criterios: el
sentido común y el corazón. ¿No es justo que un hijo respete el horario de casa y si no lo hace dé
explicaciones? ¿No es sensato dar al hijo el dinero que necesita, y nunca más del necesario, no se
haga un vicioso despilfarrador? ¿Veis natural que vuestro hijo, cuando llega a casa, se encierre en
su habitación y no diga cuatro palabras, como si fuera un extraño? ¿Veis normal que vuestros
hijos posean moto, tocadiscos, bici, etc. sin que lo merezcan?
Exigidnos, amados padres, que seamos responsables, exigidnos que seamos generosos,
ordenados, veraces. Pero no con la palabra, sino con las obras. Y si no os respondemos
¡castigadnos! Sí, queridos padres, ¡castigadnos! Con un castigo razonado y amoroso, pero que
sea castigo.
Aún resuenan en mi mente las palabras de un chico de 18 años desde la cárcel a su
bondadosa y 'pasota' madre: Mamá, dime, ¿Por qué cuando llegaba tarde a casa nunca me
regañabas? ¿Por qué me concedías siempre el dinero y los caprichos que pedía? Dime, ¿Por qué
no me obligaste a estudiar en verano, cuando no pegaba golpe en el curso? ¿Por qué nunca me
dijiste nada respecto a la pandilla de gamberros con los que iba, y que me conducían al abismo sin
yo saberlo?
Os necesitamos. Tenéis más experiencia, sabéis más de la vida. ¡No os acomplejéis!
¡Ayudadnos! ¡Salid de vuestra comodidad e indolencia, y obrad como auténticos formadores de
hombres! Os confieso un secreto. ¿Sabéis cuáles son las personas que más admiro? No son
artistas, ni políticos, ni triunfadores, aunque los haya admirables. ¡Admiro a aquellos que saben
formar hombres! ¡Admiro a aquellos padres que han puesto como ideal de su vida hacer de sus
hijos auténticos hombres!»73
Un día hablaba Isabel la Católica con Cisneros. Quiere confesar, le invita a que se
arrodille para oír la confesión de su reina. Con firmeza y suavidad al mismo tiempo, el gran
Cardenal le hace caer en la cuenta de que, tratándose de absolver en nombre de Dios, ella debería
arrodillarse y él permanecer en pie. ¿Cuál fue la reacción de la mayor de nuestras reinas? «Este es
el confesor que necesito». Es lo que dice el joven que vale, aunque esté totalmente despistado,
cuando encuentra un director que le exige.
El educador debe aplicar este clima de exigencia a sus educandos desde edades
tempranas. Algunos matrimonios me comentan cómo en Navidad educan a sus hijos en el
desprendimiento llevándoles a orfanatos y motivándoles la entrega de sus propios juguetes a esos
niños sin padres. Otras veces rompen la hucha en favor de necesidades parecidas. Al ofrecer esos
ahorrillos sólo por caridad, Dios les comienza a recompensar ya desde niños con el ciento por
uno, y muchas veces con lágrimas en los ojos.
73 F.B.A. Diario de Burgos, Cartas al director (20-2-1984).
Para acabar, incluyo una anécdota, reveladora de hasta dónde llega el despiste cuando se
pierden las ideas claras o se carece de la energía necesaria para realizarlas.
Termina un campamento juvenil. Se reúnen los responsables (laicos y sacerdotes) que lo
han dirigido: Cuatro o cinco personas.
Se había relajado la disciplina para ver si así salían todos contentos. Se permite fumar,
hablar siempre que les apetece, no se les exige vivir para los demás. Es el último grito de la moda
en materia educativa. Dejar hacer, dejar pasar, como decían hace un par de siglos los partidarios
del Estado-Providencia.
En vista de que se marchan descontentos del campamento, a pesar de que se les ha dejado
hacer lo que han querido, uno de los asistentes propone suprimir los campamentos, pues carecen
de finalidad. Exíjase o no, se marchan siempre descontentos y no volverán; luego, acaba muy
convencido, sobran los campamentos. Esta es la conclusión chusca a que se llega cuando el
ambiente de exigencia se relaja. Sobran campamentos, hogares, Ejercicios, escuelas.
El que así hablaba ignoraba la enseñanza de Pablo VI: «El Cristianismo es una palestra
de energía moral, una escuela de autodominio, una iniciación en el coraje y en el heroísmo,
precisamente porque no teme educar al hombre en la templanza, en el propio control, en la
generosidad, en la renuncia, en el sacrificio. Porque sabe y enseña que el hombre verdadero y
perfecto, el hombre puro y fuerte, el hombre capaz de actuar y de amar, es alumno de la disciplina
de Cristo, de la disciplina de la Cruz»74.
Menos mal que alguno de los asistentes a aquella histórica y pintoresca reunión sacó otra
consecuencia muy distinta: lo que hace falta son campamentos empapados en mística de entrega y
exigencia. Es verdad que algunos pueden salir descontentos y no volverán. Esto es inevitable
mientras la naturaleza humana sea como es, mientras se siga transmitiendo el pecado original, es
decir, siempre. Pero, por lo menos, así se forma una minoría de hombres, la que desean los
últimos papas, para ser los heraldos de un mundo mejor; una minoría que, mientras los impíos
difundan gérmenes de odio, «eleve su canto de amor y de liberación, revestido de firmeza y
coraje en los campos y oficinas, en las fábricas, en las escuelas, en calles y barrios»75.
Lo malo de nuestros tiempos, decía Kierkegaard, no es lo que existe con todos sus
defectos. El mal está en que se aspira a una reforma falsa, una reforma que no tiene por base un
gran espíritu de sacrificio.
Persuadámonos. La única manera que hay de cambiar el mundo, de conquistarlo para
Dios, es transformar el individuo —mediante la renuncia— al calor de un gran ideal. «Para llegar
al bien hay que pasar por la renuncia, el esfuerzo, la lucha, la cruz»76.
Voces de reforma se levantan hoy de los cuatro vientos. Se multiplican reuniones,
asambleas, cursillos, organizaciones. Tememos que muchas de ellas no cuajen en realidades
consoladoras, porque no se utiliza como técnica pedagógica la exigencia y el sacrificio, ardiendo
en el fuego de un bello ideal.
No olvidemos la enseñanza del pasado. Walter Nigg ha podido escribir: «El Cristianismo
se ve con frecuencia obligado a acometer una reforma interior, para hacer frente a la decadencia a
que están sometidas las instituciones por ley de la historia. En casi todos los siglos se ha
presentado el problema de una reforma, pero no ha sido siempre debidamente afrontado [...]
Muchos intentos de reforma fracasaron porque en ellos se buscaba únicamente una reducción de
deberes, de exigencias [...] Una auténtica reforma se distingue de una reforma falsa, en la
exigencia de nuevos y pesados deberes, no en su alivio».
Y concluye, haciendo una advertencia que nunca debe olvidar un educador: «Esta verdad
luminosa —reformarse a sí mismo y no a los demás— no siempre ha sido comprendida en el

74 Audiencia general (12-2-1964).


75 Pío XII, en el XXX aniversario de la Acción Católica italiana (12-10-1952).
76 Juan Pablo II. Lisboa 14-5-1982, 3.
mundo. A muchos les contraría que la verdad sea tan sencilla y rectilínea. Sin embargo, sólo
siguiendo el camino por ella marcado, se puede mejorar el ambiente cristiano»77.
Ignacio de Loyola, con intuición genial, siguió ese camino. A transformar al hombre en
Cristo Dios endereza sus Ejercicios. «Ejercicios espirituales para vencer el hombre a sí mismo, sin
decidirse por afección alguna que desordenada sea»78. Por eso, con Teresa de Ávila, Juan de la
Cruz, Carlos Borromeo y tantos otros, se sitúa en la línea de los grandes forjadores. Y de los
reformadores de la Iglesia en un Posconcilio después de Trento. Ellos, en línea de santidad,
lograron la actualización que la Iglesia entonces necesitaba.
«La coherencia de la vida con la Fe, dice el Vaticano II, convierte al seglar en 'luz del
mundo'79. Pero esta amalgama sólo fragua transformando al hombre, preparándole para 'el nuevo
Pentecostés de la Iglesia', que 'no podrá ser tiempo de mayores facilidades morales, sino, más
bien, de mayor empeño de todos [...] Entrad por la puerta estrecha (...), estrecha es la puerta y
angosto el camino que conduce a la vida»80.

77 W. Nigg, El secreto de los monjes. Dinor (San Sebastián 1956) p. 237-38.


78 Título del Libro de Ejercicios.
79 Apostolicam actuositatem 13.
80 Pablo VI, al Congreso Centro Femenino italiano (12-2-1966).
II

ESPÍRITU COMBATIVO

Es el segundo de los puntos cardinales hacia el que debe dirigir su vista el forjador de
hombres, para no despistarse en su trascendental tarea. Quien no ataca, retrocede. Es principio
universal en la estrategia militar de todos los tiempos. Si al joven no se le incita a luchar, dentro y
fuera de sí, contra sus pasiones y contra el ambiente que le rodea, si no se le enseña a tomar la
ofensiva, será fatalmente derrotado.
El que no nada contra corriente es arrastrado. El educador que renuncia a inculcar este
espíritu combativo se hace cómplice de un ambiente que deshumaniza a nuestros jóvenes, al
tiempo que les arranca los valores de su ser español, educador y cristiano.

Razones

Con ello quedan insinuadas los motivos que aconsejan imprimir en la juventud este
espíritu combativo. En primer lugar para humanizarla, pues renunciar a la lucha es consentir que
permanezcan adormecidas energías latentes que Dios ha puesto en el alma del joven. Y es
también cegar el manantial de las más íntimas alegrías que llenan el corazón del hombre
entregado afanosamente a la acción apostólica.
Los tiempos cambian. Ideologías hasta ahora deslumbrantes se eclipsan en estruendoso
fracaso. «El lema roussoniano del hombre naturalmente bueno ha llevado en el mundo moderno a
destacar la espontaneidad en la educación de los jóvenes y a olvidar que sin esfuerzo ninguna
obra fue hecha, salvo la Creación [...]
El hombre moderno se ha privado de hacer esfuerzo a un precio de sangre: el de su
propia personalidad [...] Vive como en un clima artificial; y de su horizonte psicológico ha
desaparecido la cuesta del esfuerzo personal, de saber por sí mismo, de crear por sí mismo. Por
ello ha perdido su moral, su estilo y su forma»81.
Nuevas rutas hay que alumbrar. Hay que acostumbrar a los jóvenes a la acción valiente y
audaz. Hacerles descubrir el secreto de los gozos más profundos. Más alegría, hay que gritar a
los jóvenes de hoy. Más alegría, que sólo conseguirás cuando luches dentro y fuera de ti.
Acuérdate de que la juventud está hecha para el heroísmo, no para el placer.
Pablo VI captó esta situación de nuestro tiempo con genial intuición: «La sociedad
tecnológica ha podido multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la
alegría, porque la alegría tiene otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la
seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo el tedio, la aflicción, la tristeza forman
parte, por desgracia, de la vida de muchos»82.
La segunda razón es para hacerla auténticamente española. Vive de espaldas a la
Historia el educador que, en España, renuncia a inculcar este espíritu combativo. Ignora que lo
que hizo grande a nuestra Patria en el mundo fue su marcial espíritu, recio y austero. Así se
realiza la gran epopeya de la Hispanidad, que transforma y dilata la Covadonga de las montañas
en la Covadonga de las mesetas primero, y en la de los mares después. Así ilumina España, «país
de eterna cruzada» (M. y Pelayo), tierras y océanos en los siglos más grandes de su Historia.
Así conquista para el Evangelio continentes y forja la unidad moral de todos los hombres,
después de perfilar la unidad geográfica del globo.
Por otra parte, lo que el mundo de hoy espera de España para salvarse son sus valores
morales. A pesar de los progresos técnicos realizados, de la elevación paulatina del nivel de vida,
las naciones todas sienten hoy hambre auténtica de felicidad e intuyen que sólo en Dios puede

81 J.L. López Ibor, Rebeldes, Rialp (Madrid 1969), p.115 y 117.


82 Gaudete in Domino (9-15-1975), 1.
encontrarse. Esto es lo que nuestra Patria debe estar en condiciones de exportar siempre,
haciendo honor a un pasado glorioso.
Renunciar a inculcar este espíritu combativo equivaldría, pues, a diluir los valores patrios
de nuestra juventud. Sería crimen de lesa patria contra España. Acabaríamos por confundirnos
del todo —ya hemos empezado por desgracia a hacerlo— con países de moral indefinida, sin
contornos precisos, sin convicciones firmes sobre los grandes valores espirituales: hombre, mujer,
honor, matrimonio, familia, sociedad, Dios; países faltos de un humanismo cristiano.
Hay que atajar ese suicidio colectivo que nos amenaza y hacia el cual caminamos casi sin
darnos cuenta, imprimiendo en nuestra juventud espíritu de milicia. Hay que hacerla vibrar con el
«grito de alerta» de Pío XII, «ante un mundo que camina sin saberlo por derroteros que llevan al
abismo almas y cuerpos, buenos y malos, civilizaciones y pueblos»83.
No olvidemos las palabras de Antonio Aparisi y Guijarro en su célebre campaña contra
los textos vivos: «El que es dueño de la juventud, es dueño del porvenir».
Un universalismo mal entendido quiere hacernos entender que deben borrarse los rasgos
distintivos de cada pueblo. Es preciso inculcar en todo hombre este amor a su patria, su etnia, su
tradición, su pasado, entendiendo que «aquellos pueblos que olvidan su historia están condenados
irremisiblemente a repetirla».
Espíritu combativo para hacer al hombre más educador. Es la tercera de las razones.
Valor universal porque todo hombre o mujer lleva impreso en su corazón el instinto de una
paternidad / maternidad, sea física o espiritual. Educador no es sólo el profesional de la enseñanza
sino cualquier hombre que transmite vida —no sólo biológica— a aquellos que le rodean, sobre
los que influye y de quienes saca lo mejor que tienen, según su sentido etimológico e- ducere,
«sacar afuera».
Este es el papel, oscuro y glorioso al mismo tiempo, del educador. Un filósofo francés,
Lavelle, ha dicho: «El mayor bien que hacemos a los demás no es comunicarles nuestras riquezas,
sino descubrirles las suyas». Ello supone un educador que sepa eclipsarse, saber ser todo y a la
vez no ser nada.
A veces es lamentable comprobar que quienes deben ser los primeros educadores de un
joven, los padres, abdican de esta responsabilidad inhibiéndose de una tarea que les ha sido
encomendada y cargando todo el peso de la formación de sus hijos en los profesores o, lo que es
peor aún, en la pandilla del barrio.
Educar es algo más que dar unos duros los fines de semana y sembrar de consejitos la
llegada de las notas. «Es frecuente cansarse de las molestias propias de la edad infantil y propinar
droga televisiva, responder con evasiones simplonas a preguntas o actitudes del niño, perder el
pudor verbal ante él con la falsa excusa de que aún es pequeño para entender los dobles sentidos
y la picaresca.
Es fácil condescender con su pereza y sus caprichos, llamar cosas de niños a sus
incipientes desviaciones, estar tan ocupados que no se tenga corazón para oír su llanto o reír sus
gracias. Nada hay más fácil de captar para un niño, a nivel profundo, que el amor de los padres a
sí mismos, el despego de lo fundamental, la frialdad religiosa, la falta de abnegación y el deseo de
vivir cómodos. Frente a esta oscuridad educativa, ¿podrán dar algo de luz las frías
recomendaciones para ir a Misa o catequesis, las exhortaciones repetidas a estudiar más, las
cantinelas frecuentes en que se le compara desfavorablemente con sus amiguitos, los estallidos de
cólera ante faltas leves que nos molestan o las desconcertantes sonrisas ante faltas graves que nos
agradan?»84
La dificultad principal estriba en que queremos educar con bellas palabras, no con el
ejemplo de vida y de esa forma más que educadores, resultamos ser charlatanes, un `sembrador
de palabras' como llamaron los atenienses a Pablo (Act 17,16). Pero el educador debe, ante todo,
transmitir vida. Ha de ir siempre por delante. Es un maestro, un rabino tal como se entendía en la

83 Exhortación a los fieles de Roma (10-2-1952).


84 Estar 74, febrero 1987, editorial.
mentalidad judía. Se enseña y se aprende por ósmosis. Se conserva un texto de la comunidad
judía de Varsovia del siglo XVIII. Se encuentran dos judíos por la calle:
— ¿Adónde vas?
— A la escuela de Rabí Eleazar.
— ¿Qué vas a aprender?
— Voy a ver cómo se pone los zapatos.
Jesucristo, nuestro Maestro y educador, siempre iba por delante. Cuando Pedro le quiere
impedir entregarse a la Pasión, El le tiene que recordar: «quítate de delante, Satanás» (Mt 16,23).
Este ir por delante en lo físico es símbolo de un avanzar, escalones arriba, también en la
perfección. Recordemos al Cura de Ars: «A un sacerdote santo corresponde un pueblo
fervoroso, a un sacerdote fervoroso corresponde un pueblo honrado, a un sacerdote honrado un
pueblo incrédulo». Podríamos sustituir sacerdote por educador para comprender mejor lo que
venimos diciendo.
«El moderno educador inventa continuamente nuevos métodos a cual más sutiles para
contrarrestar los defectos y las flaquezas de la juventud» y olvida que «sólo lo que el educador
conquiste en lucha consigo mismo podrá también conquistarlo de la índole natural de su
educando. Lo que tiene poder decisivo sobre la voluntad del adolescente no son nuestros
discursos durante el día, sino las victorias sobre nosotros mismos logradas en noches de
insomnio, las metas alcanzadas interiormente»85.
Finalmente para hacerla cristiana consecuente. Vivimos en el siglo de la medianía, de la
inconsecuencia. Se dice que se cree, y se vive como si no se creyese. Cristianismo a medias es la
característica más sobresaliente de muchos que se dicen católicos en países occidentales. Sin
embargo, como ha dicho el Cardenal Marcelo González, decir «soy creyente pero no practicante
es imposible»86.
Un ambiente pagano envuelve y rodea la vida en ciudades y campos. Ese ambiente se
resume en una palabra: gozar. Pero gozar de los sentidos, de la materia, olvidando las alegrías
íntimas del espíritu. La materia emerge asfixiando el espíritu en calles, modas, espectáculos,
negocios, profesiones. Si a la juventud no se la lanza a la conquista de este ambiente, será
pervertida por él, como de hecho está sucediendo.
Así lo veía el Papa en el Bernabéu cuando hacía este llamamiento a la juventud: «Cuando
sabéis ser dignamente sencillos en un mundo que paga cualquier precio al poder; cuando sois
limpios de corazón entre quien juzga sólo en términos de sexo, de apariencias o hipocresía;
cuando construís la paz, en un mundo de violencia y de guerra; cuando lucháis por la justicia ante
la explotación del hombre por el hombre o de una nación por la otra; cuando con la misericordia
generosa no buscáis la venganza, sino que llegáis a amar al enemigo; cuando en medio del dolor y
las dificultades no perdéis la esperanza y la constancia en el bien, apoyados en el consuelo y
ejemplo de Cristo y en el amor al hombre hermano, entonces os convertís en transformadores
eficaces y radicales del mundo»87.
A Pío XII le arrancaba este espectáculo un grito de dolor: «Lo que más profundamente
apena es la manera abierta y sistemática con que en espectáculos, películas, novelas y revistas se
inculca el veneno de la corrupción, y con él el de la incredulidad, en las venas del pueblo,
especialmente en la juventud y adolescencia»88.
Si la juventud, si el hombre maduro, no lucha contra modas, criterios, costumbres,
oponiéndose tenazmente a la descristianización progresiva que nos amenaza, acabará pensando
que todo lo que ve es natural, inofensivo, admisible.
En cierta ocasión preguntaron a un misionero —llevaba ya varios años en un difícil
puesto apostólico sin haber conseguido aún ningún fruto— por qué no abandonaba. «Evangelizo

85 Foerster, Temas capitales de la educación. (Herder. Barcelona 1963) p.23.


86 Pastoral 25-5-1986.
87 Juan Pablo II a los jóvenes. Madrid 3-11-82.
88 A los jóvenes de A.C. italiana (10-6-1945).
para que no me evangelicen», se limitó a responder, es decir: o acercamos el mundo al Evangelio,
o somos absorbidos por el espíritu del mundo.
Claro está que nuestra fidelidad al Evangelio nos colocará en oposición con el espíritu de
«este siglo [...] El conflicto entre ciertos valores del mundo y los valores del Evangelio es
patrimonio ineludible de la vida de la Iglesia, al igual que es patrimonio ineludible de la vida de
cada uno de nosotros»89.
Más todavía. Si esa juventud no cae en la cuenta de que su catolicismo es religión
militante, no comprenderá jamás a Jesucristo: «Vine a traer la guerra, no la paz» (Mt 10,34). No
entenderá el Evangelio, aunque lo lea —cosa rara en España para una gran mayoría— de cuando
en cuando. Se escandalizará ante Jesús enarbolando un látigo para arrojar a los que profanan el
templo, es decir, la religión. Se atreverá a aconsejarle más prudencia en sus actividades, para no
exponerse a que le crucifiquen. Incluso le dirá, escandalizado, que esos no son procedimientos,
que falta a la caridad. Y le aconsejará que use moderación en sus invectivas contra los fariseos,
para estar a bien con ellos y no jugarse el tipo.
Es la consigna tajante de Juan Pablo II que nos inmuniza de espejismos ilusorios: «No es
una sorpresa para nosotros que miles de voces engañosas os dicen que hay otro modo de vida,
sin Cristo, lejos de El, sin esfuerzo, más natural, más fácil, más placentero. Hay un estilo de vida
corriente que se opone totalmente a la verdad de Jesucristo. En el mundo y a nuestro alrededor
hay una manera de comportarse que es absolutamente incompatible con la dignidad de cristianos
bautizados [...] El mundo con frecuencia intentará convenceros de que sigáis un camino ajeno al
pensamiento de Cristo. Unos os dirán que los mandamientos de Cristo están pasados de moda
[...] En otros ambientes se os dirá que las enseñanzas de Cristo son un ideal, pero no están
adecuadas a la situación real del mundo de hoy, pero vosotros 'no os conforméis con el
comportamiento del mundo' (Rom 12,2)»90.
En cambio, si esa juventud con sentido militante de la vida —«milicia es la vida del
hombre sobre la tierra» (Job 7,1)—, no llega a persuadirse de que católico no es una manera de
llamarse, sino de SER, de VIVIR, de AMAR a CRISTO y a la Iglesia, no saldrán de ella los
«ardorosos constructores de un mundo mejor»91, que anhelaba Pío XII —y más tarde Juan Pablo
II en Madrid92—, esos laicos que lleven con «el clero la cruz del Señor en medio de la sociedad»
y «prediquen a Cristo, que siempre tiene en su derredor el drama de la contradicción: unos lo
aceptan, otros lo impugnan, otros lo crucifican». Laicos, en una palabra, que «lleven el drama de
la cruz al mundo moderno»93.
Sólo la lucha logra convencer al joven de esta realidad: el catolicismo es una manera de
vivir, el cristianismo es una declaración de guerra, especialmente en el corazón de uno mismo. La
Biblia es «el libro de los combates del Señor para destruir el pecado y la muerte»94. «Lucha por tu
alma y combate hasta la muerte» (Eccl 4,13). «Sé buen soldado de Jesucristo» (II Tim 2,3),
«combate el buen combate» (II Tim 4,7). «Salgan al campo los jóvenes y peleen» (II Reg 2,14),
pues «no es posible conciliar la justicia con la iniquidad, ni luz con tinieblas, ni a Cristo con
Belial» (II Cor 6,15).«Reconocer al Dios único exige declarar guerra sin cuartel a todo lo
demás»95.
La Iglesia, el bautizado, está en medio del mundo. Es un testigo de Cristo que vino a
«sacudir los cimientos de la vida humana»96. Es «un fermento prodigioso de discordia»97. Nuestra

89 Juan Pablo II. Londres 29-5-82.


90 A los jóvenes de Inglaterra y Gales, 23-8-1983.
91 A consiliarios diocesanos de la juventud italiana de A.C. (10-9-1953).
92 A los jóvenes en el S. Bernabéu, 3-11-1982.
93 Pablo VI, Frascati (1-9-1963).
94 Ruperto, De Victoria Verbi Dei c.18.
95 Orígenes, 2ª pet. padrenuestro, In exod. hom. 8, n.4.
96 R. Guardini, La esencia del cristianismo, Guadarrama (Madrid, 1954) p.34.
97 Paul Claudel, Sous le signe du Dragon (1948) p.118.
Iglesia es militante, es «el ejército de Cristo»98, la «milicia del Dios viviente»99, la «milicia del gran
rey»100, en la que Bautismo y Confirmación nos enrolan.
Se van a celebrar unas Jornadas de oración y estudio para militantes. Por carta se invita a
un joven. Responde: «con mucho gusto acudiría con vosotros, pero precisamente en esos días, mi
madre y hermana van a venirse a Valladolid para contemplar la Semana Santa de aquí». A vuelta
de correo se le contesta diciendo: «Aunque quizá lo que voy a decirte te resulte un poco duro,
me atrevo a indicarte que a Jesucristo no se le conoce contemplándole en unos pasos de
procesión, sino siguiéndole e imitándole en los pasos que El dio en aquella primera Semana
Santa. Escribe a tu madre y dile: Esta Semana Santa quiero pasarla a lo Cristo. Me gustaría
muchísimo estar contigo en los días que vas a venir aquí, pero voy a dejarte para asistir a unas
Jornadas. Así yo podré experimentar un poco de lo que sintió Jesús al separarse de su Madre, y
tú también podrás sentir algo de lo que la Virgen padeció con la separación de su Hijo». La
contestación es inmediata: «Tu carta me ha despertado como de un sueño en el que estaba
sumido. Estaré con vosotros en las Jornadas de Burgos». Allí acusa un fuerte impacto.
Comprende que católico no es una manera de llamarse, sino de ser. Se da cuenta de que «sin la
presencia activa de los seglares, el Evangelio no puede penetrar en las conciencias, la vida, el
trabajo»101. Y se entregó a la tarea.
Se va a celebrar un Cursillo de Formación de militantes durante siete meses. Hay que
superar muchas dificultades para asistir: empresa, familia, dinero, etc. Sólo pueden vencerse si se
comprende que Cristo necesita «jóvenes dispuestos al heroísmo, a renunciar a la mediocridad»102.
Un militante siente la llamada, pero no se decide a dar el paso. Quedan pocos días para
comenzar el Cursillo. Su familia no quiere que vaya. Presencia una discusión en la calle de otro
militante con un joven protestante. Una acusación de éste le duele y le hace reaccionar:
«Vosotros, los católicos, sois unos cobardes porque no salís a las calles a predicar a los que se
condenan, porque teniendo todo a vuestro favor no actuáis».
Al día siguiente escribía a su casa comunicando su decisión de asistir al Cursillo, a pesar
de la oposición que le ofrecían.

Inculcar dos ideas

No se conseguirá injertar en el joven esta mística combativa si no se le clavan en la mente


y el corazón dos ideas claras. El educador tiene que estar machacándolas pacientemente años y
años, sin rendirse ante el cansancio. En marchas y campamentos, Ejercicios espirituales, círculos
de estudio, se les acostumbra a reflexionar hasta que se dan cuenta ellos mismos de dos verdades.
Primera: Vivimos en un mundo paganizado. Ellos mismos van aportando datos que les
suministra el contacto diario con miles de compañeros, de personas con quienes se rozan. Y
acaban confesándolo.
En un círculo de estudios, un militante de una Compañía de Seguros que estaba
coronando entonces sus estudios de Profesor Mercantil, nos dijo: «España, aunque nos duela
decirlo y oírlo a todos, es país de misión. En fábricas, oficinas, escuelas, universidades, se
arremolinan masas de jóvenes y hombres que no creen en nada o casi nada. España —concluyó—
es también país de misión». Enseguida intervinieron unos cuantos para aportar datos y corroborar
la idea. Se anticipaban sin darse cuenta a la idea que expuso más adelante Pablo VI: «Hoy todo
país es tierra de misión», y al deseo de Juan Pablo II de que la Iglesia atienda al «cuarto mundo»,
formado por los nuevos pobres de los países de vieja civilización, los grupos marginales de las
naciones económicamente desarrolladas, afligidas por el paro en expansión103.
98 S. Juan Crisóstomo. Diálogo sobre el sacerdocio I, VI (BAC, Madrid 1958).
99 Tertuliano, Ad martyres c.3: PL I 624.
100 S. Cirilo de Jerusalén. Catequesis IV c.3.

101 Vat. II. Ad Gentes, 21.

102 Pío XII, a los consiliarios diocesanos de la juventud italiana de A.C. (10-9-1953).

103 Juan Pablo II, a los miembros de Ayuda del Consejo de Europa, Castelgandolfo 11-9-1985.
En una marcha de fin de semana, al resplandor del fuego del campamento, otro militante
comentaba: «Madrid, en esas masas que acuden en la tarde de un domingo al fútbol, para
diseminarse después en discotecas, entregándose al placer sensual ante la apatía o indiferencia de
unos padres que no saben o no quieren educar, es ciudad pagana».
Fue en un campamento cuando a los diez días de vivir aquel ambiente recio de jovialidad
cristiana, desconocido hasta entonces para él, uno de tantos que empezaba a vivir un auténtico
catolicismo exclamó: «Ahora me empiezo a dar cuenta de una cosa: España no es católica.
Porque el concepto que he tenido hasta ahora de la mujer, el matrimonio, el cine, era pagano. Así
piensan también la casi totalidad de los empleados que trabajan en mi empresa, y por otros
amigos que trabajan en otras, veo que sucede lo mismo».
En aquella noche ante el fuego de campamento, cuando oí unas palabras tan sinceras, me
acordé de la frase del protagonista de una obra de teatro contemporánea. «Soy un español que se
ha convertido al catolicismo»104, exclama, como supremo argumento contra su mujer y su hija,
temblando ante la perspectiva de una restitución de bienes, que obligaría a todos a abandonar un
tren de vida injustamente disfrutado. Y pensé: esta frase debería convertirse en consigna. Hay que
convertir España al catolicismo, para que evangelice al mundo.
Después que ellos han descubierto esta realidad, se les da a conocer el pensamiento de los
Papas acerca del mundo actual. Y se les dice: Pío XI no pensaba de una manera muy distinta a la
vuestra cuando decía: «Nos encontramos con un mundo que ha recaído casi en el
paganismo»105. Pío XII tampoco está lejos de vosotros: «El laicismo ha hecho aparecer cada vez
más claras las señales de un paganismo corrompido y corruptor»106. Juan Pablo II afirma: «Con
frecuencia he hablado de la disminución del respeto de los valores morales fundamentales, que
son esenciales en la vida cristiana [...] Nosotros, cristianos, ¿vamos a estar de acuerdo con tal
estado de cosas? ¿Llamaremos progreso a esto? ¿Vamos a encogernos de hombros y decir que
nada se puede hacer por cambiarlo?»107, y se les recuerda que el Papa es Cristo en la tierra.
Segunda convicción que debe avasallarles: este mundo pagano puede convertirse, si una
minoría de hombres se decide a vivir el Evangelio con todas sus consecuencias.
En unas Jornadas de militantes, a la sombra de las ruinas de un imponente castillo, uno de
ellos contaba cómo después de tres meses de esfuerzo incesante había arrastrado a una Misa en
honor de la Virgen a un compañero hacía años alejado. «Me ha valido mucho —decía— el
ejemplo de la gota de agua que, cayendo siempre, acaba taladrando la roca. He empezado a creer
en el poder de una minoría para transformar el mundo».

Eficacia de una minoría

Y como la idea penetra por el ejemplo, lo pedagógico es estar repitiéndola


continuamente, y cada vez con un ejemplo nuevo que atraiga la atención.
El primer cuadro que les presento para que se persuadan del poder de una minoría es el
de los primeros cristianos. Se les está hablando continuamente de ellos, de la situación del
mundo entonces, tan parecida en muchos aspectos a la actual. Y cuando les invito a pensar en ese
fenómeno histórico, ellos mismos sacan la consecuencia: el procedimiento de conversión del
mundo debe ser el mismo.
Entonces les recuerdo una frase de Pío XII, y la captan enseguida: «En la lucha contra el
materialismo, se ha de lanzar esta consigna obligatoria: volvamos al cristianismo de los orígenes.
Los cristianos de los primeros siglos se opusieron a una civilización pagana y materialista que se
enseñoreaba sin oposición. Se atrevieron a atacarla, y al final, se impusieron, gracias a su
tenacidad constante y mediante gravísimos sacrificios»108.
104 Calvo Sotelo, La muralla.
105 Quadragesimo anno (15-5-1931).
106 Summi Pontificatus (20-10-1939).
107 Londres 29-5-1982.
108 Radiomensaje al Katholikentag de Friburgo (16-5-1954).
Más adelante, sin dejar de insistir en el ejemplo de los primeros cristianos, se les van
presentando otros ejemplos de la Historia, hasta que la idea del poder de la minoría audaz y
combativa se apodera de ellos. Les hablo, por ejemplo, del movimiento de renovación
religioso-social llevado a cabo durante siglos por la minoría acaudillada por Benito de Nursia. Les
demuestro lo que debe Europa a aquellos monjes y les recuerdo la frase de un historiador alemán:
«Si Alemania sabe leer, se lo debe a los monjes benedictinos».
A continuación les explico el papel que juegan en el mundo Cluny y Císter. Les recuerdo
las palabras de Alfonso VII de Castilla a su hermana Sancha: «Los cistercienses están cambiando
Europa. El fin de nuestro siglo será antítesis de su comienzo. Y todo, a causa de unos pocos
hombres que han tenido la osadía de vivir íntegramente sus convicciones»109. Se les entusiasma
después con Asís y Guzmán al frente de sus minorías de mendicantes, introduciéndose en las
ciudades que nacían entonces, fundando allí conventos, penetrando en las universidades,
reformando enérgica y eficazmente las costumbres.
La minoría pasará inadvertida a los espíritus superficiales, pero el historiador captará la
radiación misteriosa de su influjo. Aquel movimiento de espiritualidad profunda que se llamó en
el siglo XV Devotio Moderna, es un ejemplo. Gerardo Brosch, Tomás de Kempis, Cisneros...,
influirán eficazmente en la santidad reformadora del mundo, iniciada en la centuria siguiente.
Es el momento de hacerles vibrar ante el papel en el mundo de dos minorías selectas,
hombres y mujeres, troqueladas por dos españoles, Teresa de Jesús e Ignacio de Loyola,
haciendo así triunfar en el mundo la verdadera Reforma, tan ecuménica como española. No
olvido presentarles a los grandes jefes de minorías selectas del siglo XVII con Vicente de Paúl en
cabeza. Para el siglo XIX, sin excluir a nadie, se les pone en contacto con la figura señera de San
Juan Bosco. Y como muchos de ellos tienen que agradecer a los salesianos la educación religiosa
de su niñez y adolescencia, comprenden que deben permanecer fieles a ese influjo, trabajando en
las empresas con el deseo de ganarlas para Cristo.
Al llegar al siglo XX les hablo de la actividad de los Institutos Seculares, arrancando de la
formación profunda de una minoría militante y audaz, apoyándose en las mismas estructuras
profanas del mundo para transformarlo para Cristo.
Con los ejemplos de la historia eclesiástica se entremezclan los de la civil. Se estudian los
movimientos ideológicos recientes, dirigidos por minorías que acaban adueñándose del país. Les
recuerdo cómo el socialismo y la Institución Libre de Enseñanza eran en España minoría en 1900.
La Institución hacía veinticinco años que pacientemente, con tenacidad, formaba a sus hombres.
Pocos alumnos, «muy pocos», y un puñado de profesores «con sana intención
pedagógica», le bastaron a Giner de los Ríos para formar una célula de regeneración educativa110.
«En aquellos atardeceres, alrededor de los leños llameantes en pequeñas chimeneas, hasta bien
entrada la noche, se agrupaban los alumnos. En atmósfera de sombras, apenas alumbradas por
candelabro solemne y la llama despabilada y efímera de algún tizón encendido», Giner, según nos
cuenta un discípulo, «se abandonaba a sí mismo ante los alumnos embelesados», y se elevaba
«hacia las cimas de la más sustanciosa, precisa y ardorosa elocuencia»111.
El socialismo español, más reciente, trabajaba al lado de la Institución Libre. Esas
minorías iban apoderándose, poco a poco, de los sectores más influyentes de una sociedad: el
intelectual, el trabajador.
Esa doble minoría en 1900, la burguesa heterodoxa de la Institución y la marxista del
socialismo, trabaja sistemáticamente y con tenacidad, lucha contra el sentimiento y la tradición
religiosa de toda la nación.
Una y otra se van, engarzando cada vez con más fuerza, desde la primera década del
siglo. Basta recordar algunos nombres: Besteiro, Fernando de los Ríos, Llopis. Esta

109 M. Raymond, La familia que alcanzó a Cristo. Studium. Madrid 1971, p.362.
110 Obras Completas, II. La Universidad española. Sobre el estado de los estudios jurídicos en nuestras
Universidades, p. 174.
111 L. Palacios. nota preliminar al tomo XII de las O.C. de Giner, p. 10.
aproximación de intelectuales y trabajadores, esta amalgama entre el socialismo y la Institución,
será decisiva. La ideología de ésta —sectaria a pesar de su tan cacareada neutralidad religiosa112,
en la que aún hoy día muchos siguen creyendo—, se trasvasa por el socialismo a las masas
trabajadoras en gran parte ya descristianizadas.
Al llegar aquí les explico también el papel de otras minorías de signo católico aparecidas
por entonces en España. Les recuerdo sin excluir las demás, a alguna de ellas que tuvo parte
decisiva para neutralizar la nefasta labor disolvente del socialismo y de la Institución.
Pensemos en la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, iniciada en 1906 por un
religioso que cae en la cuenta del poder de una minoría, y forma unos hombres que empiezan a
influir, y siguen todavía haciéndolo, en los distintos sectores de la vida nacional. Les aclaro que
esa Asociación fue verdadero movimiento que engranó en vigorosas espirales una serie de obras
inspiradas o vivificadas por él en la Prensa, la Enseñanza, la Sindicación Obrera, la Acción Social
Agraria, la Acción Católica Española, la Política, la Universidad.
La eficacia de una minoría de hombres que se decide a vivir íntegramente el Evangelio se
hace idea luminosa que va penetrando en los militantes. Ellos mismos tienen ocasión de
comprobarlo en su propio ambiente.
Campaña de mayo. En las células de conquista incrustadas en las empresas hay un clima
propicio para arrastrar a todos los compañeros de trabajo a los pies de la Virgen. Se reúnen los
militantes de una gran empresa industrial, media docena más o menos. Disponen de un mes de
plazo hasta el día señalado para la movilización que preparan. Proyectan la campaña, abren
horizontes. Todas las categorías de la empresa quedan encuadradas en sus planes. No se habla de
pegas de estudios, trabajo, familia, etc. Se dan por resueltas.
Cada semana la exigencia crece en intensidad. Faltan quince días. Se intensifica la vida
interior: misa y comunión diarias, penitencias, sacrificios, oración. Se invita a las jerarquías. Se
llega a todos. Se consigue de la empresa un bonito regalo para la Virgen.
Faltan veinticuatro horas. Los militantes, si es día festivo, turnándose de hora en hora, no
abandonan el Sagrario del Hogar. Si es laborable, ofrecen con intensidad las ocho horas de
trabajo. A la noche, duermen mal en las colchonetas del gimnasio del Hogar al que han acudido.
El momento es decisivo. Los militantes responden a la exigencia con entusiasmo. «Cuando se ha
comprendido un deber, no se responde: Lo haré mañana. Es preciso actuar inmediatamente»113.
Al llegar el gran día, la iglesia está llena. La Dirección en pleno, consejeros, directores y
una gran mayoría de empleados. Hay bastantes confesiones después de varios años de
alejamiento. Rendidos los militantes, dan gracias a la Virgen.
Estas concentraciones se repiten cada año en las empresas donde se mueven células
activas de minorías auténticamente cristianas: mes de mayo, campaña de la Inmaculada, misa de
los enfermos...
La influencia de los militantes no se experimenta sólo en el campo religioso. El cristiano
práctico con sentido militante de la vida no es un hombre vulgar encerrado en sus ideas. Es un
líder que influye en la masa. «Si soy cristiano —repite con Pablo VI—, debo aprovechar esta
fortuna y esta vocación»114.
Hace algunos años una orden ministerial establecía que los Jurados de Empresa deberían
elegirse por empleados de igual categoría. En un importante Banco trabajan seis militantes. Se
reúnen para dar comienzo a un plan ante la proximidad de las elecciones. Hay que colocar en
112 Muy exacta es la apreciación de M. Dolores Gómez Molleda: «La palabra neutralidad religiosa significa para
los innovadores —para el propio Giner, aun cuando no se lo confesase a sí mismo—, más que respeto hacia todas
las confesiones, desconfianza fundamental hacia una sola, la Católica» (Los Reformadores de la España
contemporánea, C.S.I.C., Madrid 1966, p. 257-58). Don Pedro Poveda ya los había desenmascarado. En 1910,
desde Covadonga, escribía: «Disfrazaron el ateísmo con careta de neutralidad» (Estudio y presupuesto para una
Residencia de Estudiantes), p. 204. La Institución es una confirmación más de lo que la experiencia nos enseña
desde el Kulturkampf germánico: la cultura neutralista y atea no es más que el disfraz que oculta la guerra a toda
ideología religiosa.
113 Pablo VI, Frascati 1-9-1963.

114 ib. n.4.


esos puestos a hombres que quieran hacer algo por Cristo entre sus compañeros. No es preciso
que sean militantes, con tal de que puedan ser influidos por ellos. Como los marxistas, pero para
sembrar amor y no odio. En cada reunión sucesiva aumenta el número de los «atraídos». Llegan a
veintiocho los que acuden un día, dispuestos a luchar para que salgan elegidos los nombres que
proponen los militantes. Sin ruidos se moviliza a toda la empresa.
Los doce nombres —ninguno de los militantes está entre ellos— circulan por algunos
Negociados haciendo ambiente. Se habla con algún conocido de las sucursales urbanas para que
proponga la candidatura a jefes y compañeros. El día de las elecciones los militantes están junto a
las urnas para informar a los que dudan a última hora. Resultado: entre los doce elegidos, once
son candidatos presentados por esa minoría.

Evangelio radical

La juventud tiene ansias de actualidad permanente. No de cambios arbitrarios, sino de


evolución incesante buscando una meta. Sin darse cuenta quizá quiere, como San Agustín,
moverse en continua peregrinación, creer en un Dios infinito, acercarse a El. Anhela un Evangelio
vivido en su grandiosa integridad.
Quiere el cristianismo auténtico que amalgama fijeza y novedad, que tiende a una
renovación continua de vida, en la firmeza inconmovible de la fe. No quiere un Evangelio
inmovilista, ni tampoco versátil, acomodaticio. Aborrece las medias tintas. Sólo le deslumbran
ideales nítidos. Por eso, se alista a ideologías materialistas si se le propone un cristianismo
truncado, sin mordiente divino, sin cruz, sin entregas totales.
Un Evangelio auténtico la electriza. Es amor irresistible. No olvidemos que la radical
novedad del Evangelio lo hace siempre actual. Nunca pasa de moda si se mantiene fiel a sí
mismo, sin perder su propia identidad, sin confundirse con ideologías o apetencias humanas
siempre cambiantes.
Con demasiada frecuencia, quizá, somos timoratos. Estamos traumatizados, más o
menos, por los tecnócratas del apostolado. Los jóvenes no muerden aspectos periféricos del
Evangelio. Quieren la médula, se dirigen hacia lo que es radical, absoluto. Se tiene demasiado
miedo a comenzar por lo esencial, a hablarles sin eufemismos de «lo único necesario» (Lc 10,42).
Hay que ir derecho al fondo del corazón humano. Contestar a su interrogante
fundamental: el más allá. Lo malo del marxismo es que se da como doctrina única, y olvida que
tras el problema de la vida viene el de la muerte. Con razón Unamuno decía que «del seno mismo
del problema social resuelto (¿se resolverá alguna vez?), surgirá el religioso: la vida ¿merece la
pena ser vivida?»
Encararse con esta realidad, y responder valientemente a ella, es más eficaz que
multiplicar habilidades, estratagemas, aproximaciones, ocultando la aplastante realidad del más
allá, escamoteando su impresionante y perenne actualidad.
Los jóvenes aprecian que se les juegue limpio: «¡Sí, Sí; no, no!» Siempre están atraídos
por una inquietud constante: «¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Tiene un sentido? ¿Es absurdo e
insignificante?» Estas cuestiones, planteadas desde la adolescencia en clima de afecto viril, les
demuestran que se les toma en serio. Así se preparan a acoger la revelación de Cristo con una
respuesta entusiasta y transmitirla a sus hermanos.
En la radicalidad del Evangelio vivido con todas sus consecuencias hay que formarlos con
paciencia y comprensión, pero convencidos de que «sólo una identificación con el Evangelio
íntegro constituye la verdadera fuerza de la evangelización, porque sólo la Palabra de Dios posee
por virtud intrínseca la fuerza salvífica y vivificante»115.
No es fácil comprender hoy este lenguaje. Abunda cierta pastoral de laboratorio que
difunde en catequesis, homilías y publicaciones, consignas prefabricadas. Los jóvenes, sin

115 Juan Pablo II, a los Obispos europeos, (11-10-1985) 17.


embargo, esperan «testigos» que tengan fe firme, segura, que profesen certezas inquebrantables,
fundadas sólidamente, en las que asienten su propia vida.
Actualmente está de moda «dudar de todo», hacerse ateo con los ateos, encontrarse en
perpetua actitud de «búsqueda». Hay que huir de un dogmatismo cerrado que se imponga desde
fuera, dicen. Esto es cierto. El educador paciente y abnegado tiene que cultivar la espontaneidad
del educando, intentando que la acción proceda de él mismo.
Pero ¡atención! «Caminar» con los jóvenes, buscar con ellos a partir de sus ignorancias o
falsos problemas, sin salir de los mismos, a menudo no conduce a nada. Es girar en círculo. Es
laberinto sin salida. ¡Cuántas generosidades por parte de los educadores se esterilizan por este
camino!
No olvidemos nunca, además, que muchos jóvenes se pasan de las Iglesias cristianas,
oficiales, a las sectas o al marxismo porque les ofrecen —según dicen— una doctrina, una fe, una
exigencia, una mística, una disciplina más estructurada que no encuentran en las experiencias
vagas, nebulosas, incoherentes, flojas, de un pseudocristianismo acomodaticio que les infantiliza y
defrauda.
Los católicos tenemos un gran pecado: la incredulidad. No estamos persuadidos de que
Dios habla por nosotros (cf. Lc 12,12 y 21,15; Mc 13,11). Si nos decidiésemos a encararnos con
la juventud presentándole la radicalidad del Evangelio nos sorprenderían los resultados
inesperados, se producirían conversiones al por mayor.
La aparente indiferencia o frialdad de los que nos escuchan no es el principal obstáculo
para la propagación del Evangelio. Es nuestra cobardía, nuestra falta de fe.
Los Legionarios de María que hace años, aprovechando unas vacaciones, llegaron a
Rusia en el verano de 1969, no sabían el idioma. Nos cuentan ellos mismos que llenos de fe se
encontraban, como los cristianos primitivos después del primer Pentecostés, entre millones de
personas que nada conocían del catolicismo. Pensaban que si Dios hubiese tenido allí cristianos
mejores que ellos, resultados más positivos se hubiesen obtenido, pero que entonces sólo a ellos
les quería utilizar.
La mayoría de los contactos con los rusos los tenían por la calle o en los bosques. Unos
legionarios entablan diálogo con tres comunistas. Al final de la discusión sin resultado sobre el
ateísmo, la legionaria les dice: «Me dais mucha lástima. Con toda vuestra educación y la
instrucción recibida en la Universidad, no tenéis el don de la fe que yo tengo. Creed que Dios
existe; os lo digo yo».
Días más tarde estos comunistas acuden a un sacerdote. Le dicen: «¡Esta muchacha tiene
algo que nosotros no tenemos!» Dios había empezado a actuar en sus almas por las palabras de
una cristiana coherente con su fe.

Acción

No bastan ideas claras, las dos que hemos indicado, para imprimir en la juventud aire
combativo, para formar esos hombres que quería Pío XII: «Hombres que en la vida privada y en
la pública, en el ambiente de su profesión como en las filas de sus organizaciones, sepan
mostrarse con el ejemplo y la palabra, apóstoles sin tacha, sin miedo»116. Hay que obligarles a
actuar, enseñarles a luchar, a vencer dificultades, a sufrir persecuciones e injusticias, pues las
ideas no se comprenden hasta que no se empiezan a vivir.
Esto es lo más difícil. Al principio los jóvenes se resisten. El educador tiene que agarrarse
fuerte al principio ignaciano de no hacer mudanza en tiempo de desolación. Si no lo hace, está
perdido. No hará nada eficaz. Esto lo olvidan los que no han actuado nunca, es decir, la mayoría
de los que se dicen católicos.
Saben actuar más y mejor los ateos que nosotros. Muy buenas lecciones hemos recibido
los que pasamos por la Universidad, hace ya años, de los santones laicos de la Institución Libre.
116 A los jóvenes de A.C. italiana (10-6-1945).
Es muy fácil declamar contra el enemigo. Lo difícil es imitar sus virtudes para conquistarle
fraternalmente derrochando audacia y tenacidad, quedando en ridículo muchas veces y no
cansándose de volver al ataque con alegre y santa audacia.
¿Cómo formarlos para la lucha? Muy sencillo: haciéndoles luchar. Preguntaban un día a
San Juan Bosco cómo formaba a sus colaboradores. «Les echo al agua y que empiecen a nadar»,
respondió. Este principio de la pedagogía salesiana, ha dado estupendo resultado para la
formación de los hombres del Hogar. No hay que enseñarlos primero a nadar y luego echarlos al
agua, como exigiría la lógica, sino echarlos al agua para que aprendan a nadar, que es lo que
postula la psicología eficaz. La manera más práctica de aprender a hacer zapatos es empezar a
hacerlos, aunque al principio se desperdicie tiempo y material.
Los caracteres poco decididos dirán: «Eso es una imprudencia. Nos exponemos a que se
ahoguen». En realidad más que una imprudencia, es valentía o confianza en Dios. No hacerlo es
cobardía con careta de prudencia. «El miedo no existe. Lo que hay es falta de fe en Dios», dijo
Juan XXIII. Con todo «la prudencia, no pusilanimidad, del educador evitará arrojar a los que se
sabe que se van a ahogar. Las aventuras heroicas no son para todos»117.
Un militante realiza su primer viaje de prueba en el servicio de Inspección de un Banco.
Va a las órdenes de un inspector de gran prestigio. En las horas de asueto, el inspector desea que
el militante frecuente con él ambientes de mala reputación. El militante se da cuenta de lo que se
juega: el porvenir profesional a trueque de mantener su dignidad de hombre y de cristiano. Llega
el choque, y se enfrenta. Inmediatamente, el inspector manda a su ayudante para Madrid tras
indicar por conferencia que no le sirve. Al llegar a la Central, el jefe general del departamento,
que está al corriente de lo sucedido, admirado de la entereza del militante, lo toma como hombre
de confianza. Aquel militante dio la razón a Juan XXIII: porque tenía fe, carecía de miedo.
Recuerdo las palabras que me dijo un general: «El valor no existe. Estoy convencido. Lo que hay
es falta de miedo».
Campaña de mayo en un gran Banco. Los militantes quieren conseguir un auténtico
ambiente de familia en todas las escalas sociales de la empresa. Para ello han propuesto a la
Dirección un plan de acción más extenso que el acostumbrado en otros años. Se prevé una
bronca. Efectivamente, reciben una llamada de la Dirección pidiendo algunas aclaraciones.
Entre los militantes hay uno más novato y tímido. Se encontró con Cristo en Ejercicios
hace sólo unos meses. A éste precisamente le dice el jefe del núcleo:
— ¿Quieres ir a recibir esta bronca? Te conviene. Nosotros ya estamos acostumbrados.
El novel militante se presenta con gran miedo al director. Los demás están a la
expectativa. Unos minutos, y regresa eufórico. Ha esquivado la bronca..., y el asunto está
resuelto. «Al principio —explica sonriendo—, el director puso muy mala cara, pero se fue
calmando. Después llamó delante de mí al señor X, y quedó solucionado todo».
Un militante visita a su director espiritual. Era inmediata su entrada en la Caja de
Reclutas.
— Padre, todavía estoy a tiempo de librarme de la «mili». Tengo un defecto grave en el
ojo derecho y es fácil que pueda permanecer en servicios auxiliares. Así podré aprovechar más el
tiempo y quizá me libre de un peligro.
— Será mejor que no hagas nada. Te hará mucho bien el servicio militar.
El Padre, que conocía profundamente a este muchacho, se daba cuenta de que a su
temperamento le convenía pasar una temporada enfrentándose con un ambiente difícil.
El militante sigue pensando en las dificultades. Sabe que representa un bache fatal para
muchos jóvenes. Hace una segunda visita al Padre.
— Padre, sigo dando vueltas a esto de la «mili». Al menos podría irme voluntario y
escoger plaza. Esto ya sería una ayuda.
— No te preocupes. La Virgen hará que no te pase nada. Ten confianza.
Llegó el sorteo. Tercera visita.
117 Lebret, Principios para la acción. Ed. popular (Madrid 1961) p.17.
— Padre, me ha tocado África...
— Vaya por Dios, la prueba va a ser más dura. Pero no temas, saldrás adelante. Los
éxitos dependen de nuestra postura inicial ante los acontecimientos. Dios quiere probarte. Te
vendrá muy bien y sacarás muchas experiencias. Gran lima es el sufrimiento, y para mucha luz el
padecer tinieblas, decía Juan de la Cruz. Adelante, pues, y a triunfar. Todo lo puedes en Aquel
que te conforta.
Al año siguiente de licenciarse escribía a un amigo: «Doy gracias al Padre porque tuvo la
visión clara de lo que más me convenía. He tenido ratos muy malos y duros. De verdad, ha sido
una gran experiencia. Pero, sobre todo, doy gracias a la Virgen. Ella fue la que hizo que la 'mili'
fuera para mí un paso gigantesco hacia la santidad. Ella sacó de un cuartel con dos mil quinientos
soldados de toda España, una vocación sacerdotal con ánimos de entrega total». Hoy es un
sacerdote que ha emprendido en Hispanoamérica una obra de gran trascendencia para la Iglesia.
Para muchas personas, aun religiosas, consagradas a la formación de la juventud, la
prudencia consiste en no salirse de carriles previamente trazados, en no buscarse problemas con
superiores, iguales o inferiores. Mejor dicho, la prudencia, para ellos, parece que consiste en no
plantearse un asunto decisivo en el mundo de hoy: la necesidad de formar HOMBRES audaces y
decididos, constantes y abnegados, imbuidos en la mística cristiana. Hombres que vivan en
pleno mundo, inmersos en la vida seglar, reaccionando contra las costumbres paganas que nos
envuelven.
Al hacerlo así, quizá no reparen en que se dejan llevar de la ley del mínimo esfuerzo, de la
comodidad. Recuerden entonces unas palabras de Luis Mª Griñón de Monfort escritas en 1714:
«Hay dos especies de prudencia: la propia de los cristianos que viven en comunidad, y otra que
cuadra más a los misioneros y varones apostólicos. Los primeros, para proceder prudentemente,
no tienen sino que observar las reglas y costumbres de una santa casa. Los otros se ven obligados
con frecuencia a procurar la gloria a Dios con menoscabo de la suya. Estos tienen que lanzarse a
más de una empresa que, de buenas a primeras, choca y aun escandaliza.
No es de extrañar que a los primeros se les deje en paz, y que se arremeta contra los
segundos. Cuando los hombres de acción son bien acogidos por el mundo, es señal de que el
infierno no los teme. Si la prudencia consistiera en no dar que hablar de sí, ni los Apóstoles
hubieran tenido que salir de Jerusalén, ni san Pablo por qué hacer tantos viajes, ni san Pedro por
qué enarbolar la Cruz en el Capitolio. Con una prudencia así, no se hubiese asustado la Sinagoga,
pero tampoco se habría conquistado el mundo»118.
Con una prudencia así, podríamos añadir, ni Teresa hubiese emprendido su Reforma, ni
Ignacio de Loyola habría fundado la Compañía, ni Calasanz y sus colaboradores habrían educado
al pueblo, ni Vicente de Paúl habría infundido espíritu a sus misioneros e Hijas de la Caridad, ni
San Juan Bosco acercado a Cristo a los adolescentes trabajadores.
Enumeremos alguno de los medios de que se ha valido la Milicia de Santa María para
lanzar a actuar a sus jóvenes: misiones juveniles en los pueblos, conquista para Ejercicios,
Campañas de la Virgen (mayo, Inmaculada), Encuentros de Universitarios Católicos, Campaña
pro moralidad.

Misiones juveniles

Estas misiones juveniles nacieron en 1950 en Madrid y han tenido dos fases bien
diferenciadas, aunque ambas surgen de una doble necesidad:
a) es preciso formar líderes cristianos que el día de mañana se enquisten en las estructuras
para ser fermento dentro de ellas y cristianen al conjunto de bautizados —ateos, agnósticos,
descreídos, indiferentes— y no bautizados que les rodean. El fin primordial no está, por
consiguiente, sólo en la evangelización rural sino también en la promoción personal del misionero
que acude al pueblo.
118 San Luis Mª Grignion de Monfort, Carta al Sr. Blain, BAC, (Madrid 1954) p. 51.
b) El laico que vive en su ambiente de lunes a sábado haciendo apostolado y es rechazado
cuando no vituperado, que en apariencia rara vez consigue cosechar frutos apostólicos y más rara
vez aún los ve, necesita descubrir que no es un soñador, que no está loco, que también otros
vibran con sus mismos ideales, que es posible evangelizar las estructuras. Para ello elige un
ambiente más propicio que el suyo: el mundo rural, y dedica un fin de semana a hablar de Dios.
La experiencia le servirá de plataforma para lanzarse de nuevo a impregnar las estructuras de vida
divina.
En la década de los cincuenta los misioneros son empleados de las empresas madrileñas,
acuden durante el domingo al pueblo y llaman a esta actividad trincas, en función de la
distribución interna en el pueblo: de tres en tres. Esta estrategia permite que cada joven tenga una
participación más personal. El plan nos lo cuenta uno de los protagonistas:
«Un camión Pegaso acaba de llegar a la plaza de un pueblo cercano a Madrid. Sus
moradores observan con recelo y extrañeza ese cargamento de voces, música y canciones que
abandonan la capital un domingo —con todos sus atractivos— para pasar el día con la gente del
pueblo.
— ¿Qué vendrán buscando?
Es el ambiente receloso que marca el comienzo de unas trincas. Unos minutos, y la plaza
se llena de curiosos. Cada grupo —cada trinca— charla amistosamente con hombres, mujeres y
jóvenes del pueblo. Hay que superar la frialdad del recibimiento. Se habla del campo, de la fábrica
de ladrillos, se cuentan unos chistes, para acabar asistiendo todos juntos a la misa del pueblo.
Cada trinca procura conservar este primer contacto durante todo el día.
La Misa impresiona a esta gente sencilla. Cantamos virilmente, con entusiasmo.
Comulgamos casi todos. Una exhibición de saltos gimnásticos en la plaza, acaba por ganar el
corazón ya abierto de los del pueblo. A la hora de la comida se exige de todos la superación del
miedo. Cada trinca debe comer en compañía de una familia. Entre la bendición de la mesa y la
frase evangélica que el militante va sembrando, la gente sencilla cuenta sus problemas, y los
muchachos novatos, quizá por primera vez en su vida, descubren un nuevo horizonte.
Unas trincas hacen esto con la familia del alcalde, médico, maestro, etc. A la misma hora,
otras estarán con la familia más humilde del pueblo compartiendo sus bocadillos y a veces su ropa
de abrigo. Más que discursos o artículos sobre la cuestión social, vivimos la maravillosa doctrina
del Evangelio.
La comida ha servido para crear una nueva y sincera amistad. Después jugaremos un
partido de fútbol los mozos contra los forasteros. Un festival organizado por los militantes
sustituye al baile de cada domingo. Chistes, canciones, poesías, música y una arenga final
vibrante, enjundiosa. Nueva ocasión para que el bisoño luchador de Cristo supere el miedo a
hablar en público.
Termina el día con un Rosario pleno, viril. La despedida es emocionante. La gente se
agolpa ante el Pegaso. Es la antítesis del recibimiento. El milagro se ha realizado por la
convivencia cristiana de todo el día. Al regresar a Madrid, en el coche hay enorme alegría. Es una
alegría casi inexplicable, pero llena, rebosante. Militantes y novatos se han vencido, han
enriquecido su capacidad de amistad, han convivido hasta la plena hermandad con personas que
hacía diez horas no conocían».

Nuevo planteamiento

Esta actividad, interrumpida en 1960, fue de nuevo emprendida en 1979 por algunos
universitarios. Después de algunos ensayos comprendieron que debían adaptar aquellas peripecias
misionales. Los jóvenes y los pueblos de los años ochenta no son los de la década de los
cincuenta. La sociedad ha cambiado radicalmente. El pueblo se ha convertido en una ciudad en
pequeño. Ahora sus habitantes no disponen de tantos márgenes de tiempo libre. Radio, cine,
televisión, discotecas, espectáculos culturales y deportivos están a la orden del día en cualquier
pueblo medio e incluso pequeño de nuestra península. Antes la misión rompía el ritmo normal de
vida y el predicador se atraía fácilmente al labriego y a sus hijos. Por ello el mismo Juan Pablo II
ha recalcado que «es necesario reemprender las misiones populares», pero «renovadas con
criterio conforme a la mentalidad moderna».
Nuevas diversiones configuran al joven de hoy. Las discotecas, por desgracia, se han
convertido con frecuencia en centros no ya de sana diversión, sino de desintegración moral. El
culto al alcohol ha hecho su entrada triunfal entre los adolescentes. Los medios de comunicación
social han captado la atención del quinceañero destrozando sus valores humanos: entendimiento
que piensa, voluntad que quiere y corazón que ama. Televisión, cines, periódicos perfectamente
orquestados se han encargado de llevar a cabo la mayor de las revoluciones acaecida en la
historia de la Humanidad: la captura del joven. Una captura integral que se dirige a su
entendimiento: perversión intelectual y a su voluntad: corrupción moral. Todo ello hace que
podamos decir: ¿quién más pobre hoy que un joven? «Excelente mercado por su falta de
discernimiento y resistencia a los reclamos publicitarios, la droga, el consumo arbitrario, la
pornografía se ceban en el joven y lo empobrecen aún más, robándole el germen de grandeza y
enriqueciéndole con basura.
Con las ideas confusas y falto de voluntad yerra en sus peticiones. Reclama libertad
insensata, sin saber que necesita disciplina y trabajo. Clama por sus derechos, sin darse cuenta de
que necesita sobre todo cumplir con sus deberes. Grita en busca de placer cuando necesita
sentido para su vida. Exige reformas en su entorno, ignorando que debe comenzar por la suya.
Todo ello hace que los jóvenes sean los más pobres porque ni ellos mismos se dan cuenta de su
pobreza»119. De esta forma niegan el plan de Dios, ya que «la juventud —puntualiza el Papa—
por sí misma es una riqueza singular del hombre»120.
A esta juventud, riqueza en un mundo pobre, se dirigen principalmente los esfuerzos de
los jóvenes misioneros, porque «los primeros e inmediatos apóstoles de los jóvenes han de ser
otros jóvenes»121. El doble objetivo que impulsaba a aquellos empleados de los años cincuenta
sigue siendo el mismo, pero las formas se han adaptado a las nuevas necesidades de los tiempos.
Inspirados en estos presupuestos se reemprendieron estas misiones que tienen raíces en la
historia cristiana de los tiempos medievales y cuentan con ilustres campeones a lo largo de los
siglos como Vicente Ferrer, Pablo Segneri, Alfonso María de Ligorio, Antonio Maria Claret,
Francisco Tarín, etc. aunque en los últimos años hayan sido «con frecuencia abandonadas
demasiado ligeramente»122. Juan Pablo II, conocedor de los anhelos del pueblo, las ha citado
como medio insustituible «para la renovación periódica y vigorosa de la vida cristiana»123.
La actividad se desarrolla en treinta horas escasas. Parten para el pueblo el sábado
después de comer (a veces por la mañana temprano). El pueblo, preferentemente más agrícola
que industrial, a ser posible con una población que no exceda los cinco mil habitantes, ha sido
convenientemente preparado. Dos semanas antes de la misión dos militantes conectan con el
párroco y acuden al pueblo para una toma de contacto. Debe conectarse con los jóvenes, que
serán los mejores propagandistas de la misión. Los medios de difusión suelen ser: carteles puestos
en los escaparates con una semana de antelación, pancartas en la plaza del pueblo, anuncio por
parte del párroco en las Misas de los fines de semana anteriores, circular a todos los vecinos del
pueblo; una vez llegados al mismo: octavillas por todas las casas, coche altavoz atravesando
todas las calles, rondalla que va entrando en los establecimientos públicos, etc.
Una de las claves del éxito está en la distribución de funciones. Así, el sábado por la
tarde, mientras la rondalla y el coro pasan por el pueblo con guitarras cantando y anunciando las
actividades del domingo, otros se reúnen con los jóvenes y la mayoría visita las casas de dos en
dos llevando la propaganda de los actos del día siguiente y entrando en contacto con las familias.
119 Estar 70, junio 1986, editorial.
120 Juan Pablo II, Carta a los jóvenes (abril 1985) 3.
121 Pío XI, Quadragesimo Anno 15-5-1931.
122 Juan Pablo II, Catechesi Tradendae, 16-10-1979, 47.
123 Discurso al Consejo Generalicio de los Padres Redentoristas, 6-12-1982.
Después de unas cuantas horas viene el momento de recogerse. El pueblo ha cedido un
local que sirve de cuartel general (normalmente unas escuelas, un colegio privado, un garaje, un
gimnasio, una casa abandonada). Cena y cambio de impresiones entre todos. Es preciso que el
joven cuente a los demás las experiencias de la tarde. Ello le servirá para desfogar todo lo que
tiene dentro ya que la tensión se le ha podido acumular. Un último rato de oración pone punto
final al día y abre las esperanzas de un domingo inolvidable.
El domingo se inicia con el Rosario de la Aurora. Es la actividad clave de la misión. Aquí
es donde el pueblo rompe los posibles recelos que pudiera tener contra los considerados
forasteros por unos y seminaristas por otros. La hora del Rosario es variable dependiendo de la
época (Navidad, Cuaresma, Mayo). Los jóvenes misioneros aprovechan los cinco misterios para
hacer comentarios vibrantes, audaces e íntimos. Hablan de viva voz. Exhortan al amor mariano,
al cumplimiento de los deberes cotidianos, a la frecuencia de sacramentos, a la unión con el
párroco, a una aspiración a la santidad. Cuentan anécdotas personales, dejan hablar al corazón, se
ganan el auditorio. Al final otro muchacho invita al testimonio y a la responsabilidad del laico en
pleno mundo.
Al Rosario le sigue la Santa Misa en que los misioneros participan activamente:
moniciones, preces, ofrendas, coro, lecturas e incluso algunas palabras después de la homilía.
Todos los misioneros se introducen entre la gente rezando virilmente y sin rutina. Al final
comulgan todos. Todo ello hace que sea un Misa muy especial.
Sobre las once comienza la visita domiciliaria distribuidos por el pueblo de dos en dos e
incluso individualmente. En estas conversaciones se comienza charlando sobre la actividad que
ejercen en el pueblo y se termina dialogando sobre la Virgen, el Papa, el Magisterio de la Iglesia,
su Doctrina Social, problemas morales de actualidad (aborto, contraceptivos, etc.) sembrando
ideas claras. En muchas ocasiones se suscita una invitación a comer para seguir la conversación
en ese entrañable rato.
Por la tarde tienen lugar los festivales. Uno para adultos, otro para jóvenes. Allí muestran
más claramente lo que a lo largo del día han dejado ver: el rostro alegre del cristiano. Dos partes
tiene cada festival: una cómica y otra a la que se da profundidad, mediante la proyección de algún
audiovisual. El atardecer del domingo, unido al ánimo que ha dejado el festival, produce un
momento psicológico óptimo que es aprovechado por los jóvenes apóstoles en varias reuniones:
Una con matrimonios, otra o varias —según número y edades— con jóvenes. Con el acento
nostálgico de la despedida y tras haberles ganado el corazón se les anima a todos a trabajar en la
parroquia, unirse en un proyecto común, frecuentar sacramentos y, a los que tengan posibilidad,
hacer ejercicios espirituales.
El día, que ha estado pleno de actividad y en el que han visitado a los enfermos, se ha
hecho apostolado por los bares —en ocasiones tratando de mejorar las fotografías que cuelgan de
las paredes— han visitado todas las casas, etc. se termina en la iglesia parroquial con un breve
acto mariano o eucarístico (exposición, etc.) De esta forma se completa la otra cara del militante,
la contemplativa, que ha sido potenciada por los turnos de velas ante el Santísimo realizados
desde la llegada al pueblo pidiendo por el fruto de la misión.
Las características novedosas de estas misiones:
a) Llevadas a cabo exclusivamente por laicos,
b) Los misioneros son jóvenes de edades comprendidas entre los quince y los veinticinco
años.
c) La labor se lleva a cabo durante un fin de semana y
d) el número de componentes oscila sobre los cuarenta.
Hacen que se presente como un método idóneo para la evangelización rural y para la
formación de líderes católicos.

Conquista para Ejercicios


La captación para Ejercicios es el mejor medio que la Milicia ha empleado para formar en
el espíritu de lucha a sus militantes. A lo largo de nueve meses (octubre-junio) es necesario
mantener una constante postura misionera. Treinta ejercitantes de diversas empresas y centros de
estudio deben llenar la tanda que se celebra cada mes. Se recurre a los más diversos
procedimientos para tocar el corazón de los amigos: desde la simple octavilla, hasta la visita a
domicilio.
Hay que superar dificultades de todo género para poder celebrar cada tanda. A veces es
una auténtica batalla contra el reloj. Una fecha «record»: 7 de enero de 1958, año Mariano. Se
celebran unas Jornadas de Oración y Estudio. Casi un centenar de militantes se concentran en Las
Navas de Riofrío durante los días 4, 5 y 6 de enero.
En la última asamblea se habla de la campaña de Ejercicios en el Centenario de las
Apariciones de la Virgen en Lourdes. Es necesario volcarse en entusiasmo por la Virgen. Un
militante se levanta y expone a todos con calor un objetivo inmediato: «Creo que se ha
proyectado celebrar una tanda de Ejercicios precisamente a partir de mañana. Debido a
dificultades originadas por las fiestas pasadas, sólo hay doce inscritos. De nosotros depende que
la primera tanda del Año de la Virgen no sea un fracaso. Es verdad que sólo tenemos un día de
plazo para superar todas las pegas, pero si confiamos plenamente en Ella, la batalla se puede
ganar». La proposición se convierte en consigna. Se da solución a los inconvenientes que algunos
exponen en la asamblea. «Las reuniones de militantes —se había repetido en otras ocasiones—
no son para poner pegas, sino para solucionarlas».
Al día siguiente penetran los militantes en sus oficinas dispuestos a todo con el nombre de
María en el corazón. Un día de tensión en servicio a la Reina. Un militante habla con el jefe de
Personal. Otro visita durante la comida a la familia de un amigo. Muchos aprovechan las
gestiones propias de su trabajo para hablar también de la tanda. Y en todos, oración intensa,
palabras de fuego, voluntad inquebrantable.
Resultado: a las siete y treinta de la tarde arranca el tren que les llevaría a la casa de
Ejercicios con cuarenta muchachos. La Virgen nunca falla.
Y el Evangelio tampoco. En la misa que diariamente hacían los militantes a las ocho de la
mañana, hablé del milagro de Caná. Aquellos criados siguieron al pie de la letra la consigna de
María: «Haced cuanto El os diga» (Jn 2,5). Y Jesús les ordenó una cosa absurda: llenar ánforas
de agua para sacar vino. Sin embargo, hicieron todo lo que Jesús les dijo. Y aquellos criados
pudieron decir a los comensales: nosotros, y Jesús, hemos hecho el milagro.
«Son las ocho y media de la mañana —les comento—. Lo que la Virgen os dice es que
todo el día estéis en tensión luchando por la conquista de ejercitantes aunque parezca que es
imposible. Tened la seguridad de que al final de este día, cuando veáis partir a vuestros
compañeros para la casa de Ejercicios, podréis decir también: nosotros, con Jesús, cumpliendo la
consigna de la Virgen hemos hecho el milagro de que los diez ejercitantes apuntados se
conviertan en cuarenta». Y así fue.
En la captación para Ejercicios, el militante se debe convertir en un solucionador de
dificultades. Pegas que surgen en la dirección de las empresas, en el jefe correspondiente, en los
centros de estudio, en los profesores, en las familias y en el futuro ejercitante.
Un militante plantea los ejercicios a un amigo suyo. Este le dice que no de entrada. Sin
enfrentarse, aquel comienza a contarle que una de las cosas que más le impresionaron a él fueron
la muerte y el infierno. Le va contando todo lo que sabe del tema: la eternidad, el «para siempre,
siempre», etc. hasta que aquel le grita ¡Basta! y se hace un profundo silencio entre los dos.
«Todos tus problemas, continúa el militante, de falta de voluntad, estudios (le habían
suspendido todas), etc. tienen la misma raíz: no vives en paz con Dios. Al fin me abrió el corazón.
Entre otras cosas me dijo que tenía en su casa revistas pornográficas. En cuanto lo supe intenté
convencerlo para que diera el paso de romperlas. El estaba convencido, pero no se sentía capaz.
Busqué una solución, que él fuese a su casa, me las trajera y yo las rompería. Le entró miedo de
que le pudiesen pillar con ellas y no quería, tuve que convencerlo. Al fin volvió con el paquete.
Estaba muchísimo más contento que antes. Cogí las revistas y seguimos hablando. Ahora salió de
él lo de ir a los ejercicios, ya no veía problemas. Le dije que sólo le quedaba una cosa para estar
tranquilo esa noche: confesar. Lo hizo. Al salir estaba más contento que nunca y con ganas de
seguir adelante».
En los primeros años del movimiento se alcanzó una meta de gran importancia para todas
las campañas posteriores de Ejercicios. Después de repetidas gestiones —sostenidas por los
continuos sacrificios que ofrecían los militantes— se consiguió que varias entidades mercantiles
concedieran un permiso especial a los empleados que quisieran ir de Ejercicios.
Más tarde se conquistó una nueva cota. La dificultad económica que presentaban los
empleados también sería solucionada por las empresas. Pero con esto, sólo se había recorrido la
mitad del camino. Quedaba lo más duro, lo que exigía una postura de lucha constante en el
soldado de Cristo incrustado en el mundo del trabajo: superar las continuas pegas que surgen de
todas partes.
Un empleado de una empresa de seguros quiere ir de Ejercicios. Hay dificultades de
permiso en su sección. Se solucionan unas, pero surgen otras. Una llamada de Personal: «Esto no
puede ser. No hay permiso».
Unos minutos más tarde regresa el empleado acompañado del militante que le convenció
para ir a la tanda. Este comenta ante el despacho del jefe: «No te preocupes, que Este lo arregla
todo». Y le muestra un crucifijo que saca del bolsillo. Entra en el despacho.
Enseguida sale sonriente.
— Ya está todo solucionado. Puedes ir.
El trabajo es muchas veces lógico obstáculo para asistir a Ejercicios. Y con frecuencia
una barrera infranqueable, sin salida alguna, que hace ineficaz una conquista difícil.
El militante —atleta invencible de Cristo— debe intentar dar solución a todo. Por eso
alguna vez ha pasado sus días de vacaciones sustituyendo en el trabajo a un compañero, que sólo
de esta forma podría ir de Ejercicios.
Los militantes de una gran empresa se han lanzado dispuestos a acercar a todos sus
compañeros a Cristo. Durante más de seis meses realizan un plan audaz para llevarlos a
Ejercicios.
Dos días a la semana cambian la comida caliente y tranquila de casa por un frío
bocadillo .Así les queda tiempo para realizar su plan. Son siempre más de doce los que se ponen
de acuerdo. En realidad sólo seis o siete son militantes. A veces llegan a treinta. Después de unos
minutos ante el Jefe, Cristo, en una iglesia cercana, marchan de dos en dos a los domicilios de sus
compañeros.
Las visitas son naturalmente inesperadas. Las reacciones muy diversas. Unas veces las
condiciones obligan a conversar delante de los padres y demás familia, y exigen mayor aplomo en
el militante. Otras, el muchacho no está en casa, sino en el bar de la esquina. Allí le encuentran los
dos militantes. En medio de ese ambiente de jolgorio y de amigos, le hablan de Dios. Es frecuente
también una entrevista fría. Han de superar con frecuencia una brusca despedida, con mutuas
palabras de aliento y con una ofrenda de corazón a la Virgen.
Dios bendecía estas actuaciones apostólicas. Cada quince días se internaban en Ejercicios
más de diez empleados de esa empresa. A veces, algunos más.
Los militantes son los primeros beneficiados. Viven su bautismo y se convencen cada día
más de que «la Iglesia entera es misionera» pues «la labor de evangelizar es la obligación
fundamental del pueblo de Dios»124.

Campañas de la Virgen

124 Pablo VI, Evangelii nuntiandi (8-12-1975) 59.


Los militantes hacen dos grandes movilizaciones en sus empresas, en las que la Virgen es
el motor: Mes de Mayo y Fiesta de la Inmaculada. En los primeros balbuceos del movimiento
parecía imposible lograr que, en el ambiente materializado de las oficinas, se formara una
atmósfera de amor a la Virgen. Después de varios años de lucha abriendo camino, cada día de
mayo, centenares de empleados de las diversas empresas, en Madrid primero, y en provincias
después, se van postrando ante la Virgen. «Cada empresa, una familia». Esta es la petición
unánime de los militantes. Hacen cuajar en realidad viva una idea genial de Pío XII: transformar
en familia la empresa.
«En la misa —contaba un militante— fue emocionante el momento de la comunión. Un
consejero se arrodilló en el altar junto a un botones para recibir unidos a Cristo, nuestro Hermano
Mayor».
Pero los militantes no se contentan con este influjo masivo. Se pretende algo más
profundo con estas movilizaciones: un acercamiento a los Sacramentos de los trabajadores de
Madrid y, sobre todo, la formación de nuevos militantes. Ocasiones para ello no faltaban.
En la Campaña de Mayo los militantes deben «pasar la lista» a todos sus compañeros y
jefes para comprar flores o hacer algún obsequio a Santa María. Esto es lo que más cuesta de
toda la Campaña y seguramente, lo más agradable a la Virgen.
Un militante inicia la colecta con el primer fracaso. No localiza al director ni al apoderado
de la oficina. Los empleados no responden muy bien. Se apuntan con cantidades insignificantes.
Deja la oficina y baja al taller de la empresa. Al llegar le advierte un compañero que tenga
cuidado. Entra y ve a todos los obreros «dormidos». Se acerca, los llama. Inútil. Comprende la
tomadura de pelo y se marcha. Humillación que ofrece a la Virgen por sus hermanos y, sobre
todo, cuando vuelve al día siguiente y le reciben igual. Pero no se acobarda. Por la Virgen se hace
todo con gusto.
La tercera vez le reciben con frases y conversaciones obscenas. Después atacan a la
Iglesia. El militante habla, razona, pero —sobre todo— ofrece. Logra que contribuyan algunos,
pero nadie acepta la invitación para la misa. Al día siguiente sólo un empleado le acompaña en el
Santo Sacrificio. No importa. El pide con todo su corazón que pueda ver un día a toda la
empresa reunida... en el cielo.
El fracaso de algunos militantes, ofrecido con amor a la Virgen, hace posible el éxito de
otros. Lo importante es luchar por la Reina.
Media docena de militantes se han propuesto meter el amor a la Virgen en todos los
miembros de la empresa, desde el último botones hasta el presidente del Consejo. Su entusiasmo
no cabe en Madrid y quieren llevarlo también a todas las sucursales de España (más de
quinientas).
Comienzan con una intensa campaña de sacrificios: bocadillos, periódicos, tabaco, horas
de trabajo fielmente cumplidas, no quejarse de nada ni de nadie.
Visitan la Dirección. Hay que conseguir que la empresa ayude a los gastos.
— Siéntese. Usted ha escrito esta carta ¿verdad? (pregunta muy serio el director al
militante que le visita).
— Sí, señor.
— ¿Usted no ha pensado que todo esto es irrealizable?
— Sí, comprendo...
— Claro. Convendría que esta carta no siguiera adelante. Yo me encargaré de decir a la
Dirección que no haga caso de ella. ¿No le parece?
Sin dejarle contestar, despide al militante.
Regresa preocupado al negociado. Cambia impresiones con los otros cinco. Deciden no
volverse atrás. Se insiste en la oración. Nueva visita.
— Vengo a decirle que he pensado lo que antes me dijo, y veo que la carta debe seguir
adelante.
Inesperadamente responde el director:
— Bueno, bueno. Son ustedes terribles. ¿Cuánto dice usted que necesitan?
El primer obstáculo se ha superado. Con espíritu de lucha se van resolviendo los
restantes. Consiguen que una veintena de compañeros les ayuden en el trabajo burocrático que la
extensión del plan requería. Se invita a la Santa Misa y al acto organizado de las flores a todos los
consejeros. Visitan personalmente a los jefes de negociado. Se llega a los empleados de todas las
sucursales de España. El día señalado es emocionante.
Cientos de hombres de esa empresa llenaban a las ocho de la mañana las naves de un gran
templo de Madrid. Un cincuenta por ciento aproximadamente recibió a Cristo en la Eucaristía.
Muchos, después de varios años. Era una bella realidad el lema de la Campaña: «Cada empresa,
una familia». Estaba allí la mayor parte del Consejo de Administración con su presidente. La alta
dirección, casi íntegra. Y abundantes jefes intermedios formaban una gran unidad con empleados
y subalternos de la empresa.
Casi un centenar de sucursales en toda España se reunían el mismo día a la misma hora en
sus localidades respectivas. Otras muchas enviaron telegramas comunicando su participación.
Inteligente acción la de estos militantes que, partiendo de una unidad fortuita y superficial
de hombres, la Empresa, han comenzado a forjar una trabazón más profunda. La que da el
sentirse todos hijos de un mismo Padre en familia eterna.

Vigilia de la Inmaculada

La Vigilia de la Inmaculada es impresionante. Durante cuarenta años los militantes han


llevado a miles de compañeros a los pies de la Virgen. ¡Cuántos hombres han vuelto a los
Sacramentos después de diez, quince, treinta años de ausencia!
Un objetivo general mueve a estos militantes: «Que las almas tengan vida y la tengan en
abundancia» (Jn 10,10). Objetivo que se desglosará en tres particulares: que los templos se llenen
y se produzca en todos una auténtica conversión, que aparezcan nuevos militantes que se
consoliden en las tandas de ejercicios, que los que ya militan den un paso al frente en su entrega a
Jesucristo.
La Virgen, sirviéndose de una minoría, ha movilizado una multitud, ha puesto en contacto
a unos con otros, les ha enseñado a «ayudarse entre sí [...], para lograr una vida más santa [...],
para impregnar al mundo del espíritu de Cristo, para que alcance más eficazmente su fin en la
justicia, la caridad y la paz»125. Antes del Vaticano II, Ella hizo marchar a sus militantes por rutas
conciliares.
Cada militante lucha con toda la fuerza de su generosidad joven. El trabajo, el frío, el
domingo. Todo se lo ofrece a la Virgen, unido a un testimonio ante los hombres de su amor a la
Señora.
A las dos de la tarde se acaba el trabajo en la oficina. Hay dos horas para comer en casa y
regresar. Los militantes se reúnen a la salida. Quedan pocos días para la gran vigilia. Hoy no
marchan a casa. La comida será ligera y en frío. Un bocadillo tomado donde se pueda. Quieren
aprovechar esta hora estratégica para visitar en sus propios domicilios a la alta dirección de la
empresa. Así su invitación a la vigilia será más eficaz.
Varios militantes han acordado levantarse el 6 de diciembre a las cuatro de la mañana.
Salen a la calle, todavía oscura, con centenares de carteles y cubos de engrudo. Ellos mismos los
pegarán por las calles, anunciando la vigilia. El frío agarrota las manos. Algo más que ofrecer a la
Virgen.
Los sábados por la mañana organizan lo que han llamado «operación escaparate». Se
trata de ir tienda por tienda, según unos itinerarios asignados a cada grupo, intentando colocar en
el escaparate el cartel que anuncia el acto. Las reacciones son de lo más variado. Desde el
materialista que no deja ponerlo porque se tapa la mercancía hasta el dueño que dice: «No
permitimos que se coloque ninguno, pero tratándose de la Virgen la cosa cambia».
125 Lumen gentium 36.
Es un domingo próximo a la gran fiesta. Esta vez los militantes han decidido visitar a los
habitantes de barrios extremos de Madrid, invitándoles personalmente a la vigilia. Pasan de puerta
en puerta, durante toda la mañana y las primeras horas de la tarde. Después se reúnen
desbordantes de alegría y cuentan las experiencias más interesantes. Preguntan siempre por el
padre, por el hermano mayor. Consignas para la visita: gran amabilidad, soportar sin inmutarse
los portazos y hablar descaradamente de la Virgen.
Algunos no visitan más de tres familias en las cinco horas. Un tema interesante —Fe,
Sacramentos, Iglesia, etc.—. o un problema que les preocupa —enfermedad, pobreza, vivienda
—. Hace que la gente sencilla se confíe plenamente a los dos militantes que escuchan, orientan y
animan. «Ya es hora de que vengan ustedes a hablarnos de Cristo», comenta uno de los visitados.
«Les echábamos de menos. Otras veces han venido los Testigos de Jehová. Pero no nos hablan
de la Virgen. Les estábamos esperando. Queríamos oírles hablar de Cristo y su Madre».
Los últimos días deben desplegar una gran actividad: cartas a periódicos, emisoras de
radio, televisión, vallas publicitarias, marquesinas de autobuses, cabinas telefónicas, coches
altavoces, etc. Toda una campaña exterior publicitaria que debe costearse y para la que los
militantes deben pegar sablazos sorteando todo tipo de dificultades. Campaña exterior que sólo
puede ser alimentada por una campaña interna de oración y sacrificios.
En la noche del 7 de diciembre, cientos de hombres de ese suburbio de Madrid abarrotan
la parroquia del barrio, una de las muchas que esa misma noche en Madrid, y en casi todas las
provincias de España y diversos puntos de Hispanoamérica, se llena de hombres para acercarse a
Dios por medio de la Virgen. Un jefe de empresa, después de un acto de estos, comentaba: «Esto
me demuestra el caminar lento, pero firme, hacia un gran futuro».
Los militantes se mueven en coordenadas conciliares. Se les deja «libertad y espacio para
actuar». Se les encarga «con confianza una tarea al servicio de la Iglesia». Se hace «uso
gustosamente de sus prudentes consejos»126.
Han pasado cuarenta años en los que no sólo ha querido inculcarse amor a la Virgen, sino
principalmente crear en el joven una inquietud apostólica, un dolor por los compañeros alejados
de Dios, un espíritu combativo que le empuje —como bautizado— a cristianar la estructura
temporal en que se desarrolla. Después de ver la difusión que han tenido puede decirse que las
vigilias de la Inmaculada constituyen una preciosa aportación a la pastoral del siglo XX.
Pero estas vigilias no terminan en sí mismas, sino que se prolongan a lo largo del todo el
año en las Misas de los sábados en honor a la Virgen, para las que estudiantes y trabajadores se
movilizan intentando llenar varios templos a las siete de la mañana.

Rosario Universitario

Una entusiasta campaña de amor mariano es la que en la Universidad se viene realizando


durante estos últimos años. Los Rosarios universitarios, que no son otra cosa que Rosarios de la
Aurora celebrados el 13 de mayo en el campus de la Universidad, nacieron en 1981, precisamente
el día en que Juan Pablo II iba a derramar su sangre en la Plaza del Vaticano. Uno de aquellos
universitarios, militante de la Virgen, ofreció su vida por él y tres años más tarde, siendo ya
sacerdote, moría de leucemia tras un doloroso proceso en que Dios tomó la iniciativa y él supo
estar y aceptar.
Estos Rosarios han dado como principal fruto la unión de los grupos católicos que hay en
la Universidad para trabajar con el fin común de tributar un homenaje a María. Ella ha sido de
nuevo la ocasión para fatigarse por Cristo y acercarle jóvenes. El despliegue de actividades es
sorprendente: carteles por todas las facultades y aulas, miles de octavillas a alumnos entregadas
personalmente, octavillas invitando a profesores distribuidas por departamentos, permisos al
gobierno civil, ayuntamiento y autoridades académicas, cartas a periódicos con la noticia, coches

126 Lumen gentium 37.


con megáfono anunciando el acto y sobre todo muchos sacrificios y horas de oración por parte de
los responsables pidiendo por el fruto del acto.
En algunas Universidades, como la Complutense, son cerca de mil los que se congregan a
las 7,30 h. para cantar a la Virgen dando un testimonio impresionante de fe en medio de un
mundo que no cree en El.

Encuentros de Universitarios Católicos (E.U.C.)

Los Encuentros de Universitarios Católicos han sido durante estos últimos años una
formidable palestra donde en un alegre clima de exigencia se ha fomentado el espíritu combativo
en profesores y alumnos. Tres días en régimen interno son suficientes para tensar los espíritus.
La idea nace de la contemplación de una necesidad: reunir las fuerzas dispersas del
catolicismo ligado a la Universidad, en cualquiera de sus niveles, tanto personal como
asociadamente; y de una convicción: la Universidad puede transformarse si unos cuantos deciden
firmemente reformarla.
Al principio todo son dificultades por parte de las personas con las que se han tomado los
primeros contactos. La primera convocatoria, sin embargo, cita en Javier a 150 profesores y
alumnos de Universidad de distintas procedencias: Barcelona, Valencia, Granada, Madrid,
Sevilla, Málaga, Salamanca, etc.
Allí, entre los sillares del castillo de Javier, advertimos el eco de su voz misionera:
«Muchas veces me mueve pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces como
hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la Universidad de París, diciendo en
Sorbona [...] '¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de
ellos!'»127.
Nos llenamos de esperanza. Ha nacido, sin apenas nadie saberlo, una obra fecunda en la
Iglesia. Nos sentimos espoleados por la firme voz que Pío XII había levantado unos años antes:
«Ningún cristiano tiene derecho a dar señales de estar cansado en la lucha contra la oleada
antirreligiosa de la hora presente [...] A nadie se le podría perdonar que ante ella se quedase con
los brazos cruzados, la cabeza baja y temblándole las piernas»128.
Muchos males brotan en la sociedad, y en concreto en la Universidad española. La
marxistización de la cultura, la politización de la enseñanza, la masificación de las aulas con sus
secuelas: profesorado inexperto, mal preparado, descenso de la calidad de investigación y
docencia. Por parte del sector que podría dar una solución a esas cuestiones, los católicos, surge
la independencia, la falta de compromiso, «la insensibilidad del espíritu, la dejadez de la voluntad,
la frialdad de los corazones»129.
Unir, animar y movilizar al laicado católico ligado a la Universidad era, pues, el primer
objetivo. A la hora de establecer un programa que pudiera completar tres días de actividad, había
que ser consecuentes con las siglas.
En primer lugar, un conjunto de conferencias y mesas redondas en torno a un tema
central vinculado a la fe. Una segunda sigla exigía celebraciones propias para estimular el
sentimiento religioso (meditación, Misa, rosario en común, exposición del Santísimo).
Y, por supuesto, había que dar al Encuentro precisamente eso que lo hace encuentro, y
no congreso, convención, reunión, simposio, etc.: el calor humano. Nuestra vida camina en la
ciudad demasiado aprisa. Apenas hay tiempo para holas y adioses. Andamos en cierta medida
esclavizados por el activismo, que en ocasiones nos lleva al vértigo. El tiempo libre, las
conversaciones tranquilas de pasillo, sentarse despacio a hablar ayudan a concebir la Universidad
«como una forma de convivencia intelectual y no como una mera expedidora de títulos

127 San Francisco Javier, Cartas 15-1-1944, a sus compañeros de Roma. (BAC. Madrid 1968) p. 110-111.
128 Mensaje de Navidad, 1946.
129 Pío XII, 12-2-1952.
profesionales», que diría A. D'Ors. Juntos conviven en un clima acogedor los más eminentes
doctores con los alumnos recién llegados a la enseñanza superior, catedráticos con ayudantes,
mayores con jóvenes.
Conviven y se enriquecen recíprocamente. Los catedráticos en sus convicciones se
sienten respaldados por jóvenes que piensan en cristiano y más aunados para desempeñar sus
cátedras en ambientes hostiles. Los estudiantes, por su parte, ven ejemplos vivos y se animan a
entregarse de lleno a sus especialidades para en su día emular a los que han sabido luchar por
Cristo en las áreas del humanismo y la ciencia en que han estado insertados.
El contacto de distintas generaciones estrecha lazos de amistad y abre horizontes en la
Universidad, y en toda la sociedad, para una más estrecha colaboración en orden al progreso de
la cultura, en el marco de un humanismo cristiano que vivifique todas las realidades temporales
que el laico tiene que evangelizar.
Pero la mayor originalidad de los Encuentros en cuanto a sus actividades son esas puestas
en común de experiencias personales o colectivas, de apostolado universitario. Son pistas de
aterrizaje (exposición de lo realizado) y de despegue (proyectos para el futuro). Son «ese toque»
que hace el alimento más sabroso. Sirven para ver cómo el católico bautizado es «sal de la tierra»
(Mt 5,13), y así, como la sal —que para condimentar tiene que unirse a los alimentos, pero
conservando todo su poder revulsivo, su sabor acre— el universitario se introduce en claustros,
condena publicaciones contra la verdad, la fe o la moral, levanta la voz ante huelgas injustas,
proclama la libertad de cátedra, organiza cursillos y conferencias que sinteticen fe y cultura, une a
los profesores de un mismo departamento, provoca amistades con ateos teóricos o prácticos que
desembocan en la fe, rechaza sueldos ganados injustamente, reconcilia matrimonios separados,
acerca a la Iglesia parejas mal unidas, equilibra psiquismos inestables.
Anécdotas variadas que ponen de relieve que el bautizado es «luz del mundo» (Mt
5,19), fermento en la masa, y que animan a seguir luchando por un mundo mejor.
Hasta ahora se han celebrado uno o dos por año. El primero en octubre, para programar
el curso, y el segundo en Cuaresma para hacer un balance del mismo y afrontar el tercer
trimestre.
Los E.U.C., desarrollados en distintos lugares de nuestra geografía, se sienten gozosos
por la labor realizada. Han visto nacer de su misma entraña numerosos frutos. De ellos han
brotado asociaciones culturales, universitarias y de cariz extrauniversitario; asociaciones de
profesores de enseñanza media; retiros para profesores universitarios; ejercicios espirituales
internos de cuatro días para profesores; peregrinaciones;, ciclos de conferencias sobre
Humanismo y Trascendencia en varias facultades, como alternativa actual a las ya sepultadas
clases de religión en la Universidad; ciclos de conferencias y mesas redondas sobre la
indisolubilidad del matrimonio en una época en que este tema estuvo sobre el tapete; decenas de
artículos en la prensa, escritos por intelectuales alentados en estos E.U.C.; publicación de libros;
movimiento en torno a la reapertura de capillas cerradas, o implantación de ellas en facultades o
institutos de nueva planta; jóvenes que han hallado su vocación y se han entregado a Cristo en la
vida consagrada religiosa, sacerdotal o laica.
Por último cientos de jóvenes y profesores que un día sintieron vergüenza de su actitud al
escuchar a los últimos Papas: «Los deberes de los católicos son de tal urgencia que sería difícil
imaginarla mayor, y habrá que llevar a cabo actos de verdadero heroísmo. No hay tiempo que
perder. El momento de la reflexión y de los proyectos ha pasado. Es el momento de la acción»130.
«¿Estáis dispuestos a poner vuestra formación, vuestras energías, vuestras vidas, al servicio de la
causa misionera? [...] El porvenir del mundo está confiado a vuestro compromiso y a vuestra
coherencia de hoy»131. «Cuando un católico toma conciencia de su fe, se hace misionero»132.

130 Pío XII, a los hombres de acción católica, 1947.


131 Pablo VI, 10-4-1969.
132 Juan Pablo II, a los misioneros y misioneras, Javier 6-11-1982.
Campaña pro Moralidad

«No hay nadie que se preocupe de la suerte de la Humanidad que no sienta viva aprensión
por los jóvenes, pues no es difícil caer en la cuenta de que les esperan emboscadas ladrones y
malhechores, dispuestos a asaltarlos, a robarlos, a herirlos y luego a desaparecer dejándolos
medio muertos en el camino [...]
Recorre nuestras calles como una macabra comitiva de almas muertas o moribundas. En
esta devastación espiritual, perpetrada día tras día, hora tras hora, no hay excepciones para
ninguna categoría, no se repara en gastos, no se perdonan medios por parte de una malvada y
compleja industria del pecado»133.
Los militantes han escuchado las palabras de Pío XII. Se han puesto en marcha. Han
entablado una lucha abierta en defensa del amor, del matrimonio, de la familia, en todos los
ambientes. Saben que la guerra contra «una malvada y compleja industria del pecado», les traerá
disgustos, que muchos no les comprenderán llamándoles exagerados. No importa. Ellos quieren
integrar el bloque de jóvenes que quería Pío XII, dispuestos a todo por amor a Cristo y a su
Iglesia.
En la Iglesia del diálogo, hay que enseñar a los jóvenes a hablar siempre y en todas partes.
¿No dice el Vaticano II que también con la palabra debe actuar el laico? Una obra de misericordia
hay que estar predicando siempre: enseñar al que no sabe. ¡Y cuántos son los que desconocen la
grandeza sublime del amor humano! Y muchos más los que confunden y manchan esta palabra
porque ningún cristiano se acerca a enseñarles, mientras la moda, el cine, la televisión, excitan en
ellos la pasión y ahogan el amor, que es hoy la palabra «más ensuciada» (Chiara Lubich).
Lo más cómodo es inhibirse, pero también lo menos cristiano. «Sabemos cuán difícil es
actuar hoy en defensa de la moralidad. Ni siquiera se quiere oír hablar de ella. Pero nosotros no
podemos permanecer indiferentes y silenciosos. Aquellos que aman la honestidad, la pureza, la
dignidad de la vida, deben de saber que nosotros nos sentimos solidarios con ellos»134.

En la Empresa

Un muchacho de veintiún años ha descubierto a Cristo en una tanda de Ejercicios.


Comienza a dar sus primeros pasos de auténtico cristiano, pero tiene miedo a dar disgustos y
llevárselos cuando la gloria de Dios lo exige. En su oficina oye conversaciones indecentes.
Comprende que debe intervenir, pero el miedo le paraliza.
Un día aparece un botones con una revista pornográfica, que enseguida ojean otros
empleados jóvenes. El militante decide actuar superando el miedo que le invade. Pide la revista, la
guarda, da algunas razones a los muchachos sorprendidos y se la lleva antes de que reaccionen.
Baja al negociado de otro militante para que la guarde.
Cuando llega al departamento, sus compañeros de trabajo ya saben lo ocurrido. Unos le
llaman fanático, otros le chillan. Algunos le amenazan y otros, pocos, apoyan su postura. Unos
minutos más tarde todo el negociado —trescientas personas— comenta el incidente de la revista.
Enseguida llama por teléfono el jefe del botones que la llevó. Dice que es suya. El
militante se mantiene firme. Las protestas continúan. No le dejan en paz. El jefe del negociado ni
amonesta ni defiende al militante. No quiere quedar mal con nadie —postura muy actual—. El
militante sigue aguantando. Llama por teléfono a otro más experto.
—Oye, ¿qué hago? Aquí me linchan.
—No te alteres. Ya verás cómo todo se arregla. Confía en la Virgen.
Se acerca la hora de salir a comer. El negociado es una masa humana alrededor del
militante. Le siguen reclamando de malas formas la revista. Teme algún incidente. Por fin sale a la
calle y no pasa nada. Por la tarde, muy pocos se acuerdan. Después de unos días, todo es normal.

133 Pío XII, a consiliarios diocesanos de la juventud de A.C. (10-9-1953).


134 Pablo VI, a la Conferencia Episcopal italiana (7-4-1967).
En una facultad

La blasfemia y el insulto no pueden estar al mismo nivel que la verdad y el respeto. Ahora
es un militante universitario quien nos cuenta la siguiente anécdota.
«Disponía de dos carteles que anunciaban una proyección de diapositivas para la que
faltaban sólo dos días. Me dirigí con un compañero a una Escuela de Ingeniería. Colocamos sólo
uno al lado del bar, que tiene la ventaja de ser el lugar más transitado y de estar más cerca de la
capilla. Pasamos por la capilla para acompañar durante un momento a ese Jesús que tan solo está
en las capillas universitarias. Salimos con fuerza renovada. Todavía nos sobraba un cartel.
Entramos en una facultad conflictiva. Confieso que con algo de respeto. Ambiente
general de apatía, maravillosamente subrayado por el hormigón sin revestir. 'Pintadas' de una
altura de dos metros. Un grupo observaba, entre risas, un cartelón de 1 x 2 metros. Yo no
distinguía lo que decía, pero ya estaba elegido el sitio para nuestro cartel: lo adaptaríamos junto al
grande, así la atención que suscitaba éste sería aprovechada para el nuestro, más bien pequeño.
Me abrí paso entre las enmarañadas melenas y coloqué el cartel. A mi alrededor,
sonrientes y burlonas miradas. Como medida de seguridad, me quedé un rato por allí, para que no
lo quitaran. Aproveché entre tanto para leer el gran cartelón. Ridiculizaba las apariciones de la
Virgen, a los videntes de Fátima y a la misma Virgen. Groserías, comentarios blasfemos, ideas
sacrílegas. Alusiones al ministerio sacerdotal, a los obispos y al Papa. Claro está, ningún
argumento, simplemente insulto tras insulto. Por último, apología del divorcio y del aborto.
Según iba leyendo, mi corazón aceleraba sus latidos. Mi compañero quería que nos
marchásemos.
—Espera un poco —le dije— que me interesa llegar hasta el final.
Dudaba mucho sobre cómo actuar. Lo que en realidad pasaba es que tenía miedo.
Pidiendo fuerzas interiormente, me lancé al cartel y lo hice un rebujón. Ya iba a tirarlo, cuando un
chico rubio con media melena y barba incipiente se presentó dando voces desesperadas:
—¿Por qué has quitado el cartel? ¿eh? ¿Por qué lo has quitado?
Se formó el consabido corro de mirones. De ellos, algunos le apoyaban a él. A mí, nadie.
—¿Me dejas que te conteste? —le dije a grandes voces y solamente cuando hizo una
pausa—. Lo he quitado porque es antidemocrático y no respeta los sentimientos religiosos de
muchos ciudadanos, ni de muchos alumnos de esta Facultad.
—A ti nadie te ha quitado el tuyo —gritaba, mientras miraba el cartel y se abalanzaba
sobre él—.
—No puede ofender a nadie un cartel que sólo invita a un acto —contesté—.
—Eso es lo que tienes que hacer tú, respetar un cartel, aunque no estés de acuerdo con él
—decía, cuando, tras desdoblar el rebujón que yo había hecho, intentaba colgarlo de nuevo—.
Yo no podía dejar la cosa a medio hacer, le quité el cartel y lo hice trozos para inutilizarlo
totalmente. Se acercaron algunos asustados por sus nuevos improperios. Yo aguantaba con cierta
'tranquilidad', arguyéndole los mismos argumentos contra las mismas preguntas, que se repetían
sin cesar. Por fin, me cogió del brazo.
—Al decanato conmigo, y allí se lo cuentas a quien corresponde.
De momento me resistí porque eso complicaría las cosas y más no siendo yo alumno de la
Facultad. Pero, seguro de la verdad, dejé de oponer fuerza y le seguí aprisa como iba.
—¿Está el decano? Quiero hacer una denuncia formal contra este chico por haber quitado
un cartel.
—Ahora no está.
—¿Y algún otro responsable?
—No, no hay nadie.
—¿Tampoco está Anselmo?
—Sí, está en la Sala de Juntas.
A gran velocidad nos dirigimos a una puerta cerrada. Tan aprisa iba mi acompañante que
entró sin llamar y golpeando la puerta, con lo que hizo un gran ruido. En la sala había unas
veinticinco personas reunidas, que se callaron súbitamente. Su sorprendido silencio nos hizo
enmudecer a nosotros, hasta que, uno que conocía al que me llevó, nos dio pie para hablar.
—Quiero arreglar un asunto con este señor porque ha arrancado un cartel, mientras que a
él no le han quitado el suyo, que es éste. (Entonces les mostró el cartel que yo había llevado para
que lo fueran viendo uno a uno).
—Y ¿por qué lo has quitado?
—Porque no respeta los derechos más elementales de los ciudadanos.
—Tendrías que haber puesto un segundo cartel, condenando el primero —sugirió alguien
—. Así es que vas a pegar el cartel que has quitado.
—Pero si lo ha roto —intervino el otro.
—Pues que haga otro igual y lo coloque.
—Yo no pongo ni hago el cartel, ¡sólo faltaba eso!
—Pero, hombre, eso no son modos. Si lo has quitado tienes que hacer la reposición.
¿Qué es lo que tenía que tanto te ha molestado?
—...
—Bueno —dijo el que parecía presidir la Junta— arregladlo todo entre vosotros. Espero
que no lleguéis a las manos.
—No, por favor, Dios me libre —contesté decididamente—.
Inmediatamente salió de la sala el famoso Anselmo.
—¿Tú crees que en ... (un país extranjero) se quitaría un cartel como ése?
—Creo que no, y así les brilla el pelo, en cuanto a degradación moral.
—Pues yo soy de allí y ten cuidado con lo que dices...
Intenté suavizar la conversación, pero proseguí:
—Ya que te las das de 'liberalote', ¿por qué no te dedicas a quitar los carteles que hay por
ahí ofendiendo a los masones?
—Claro, no tengo otra cosa que hacer. No soy un 'quitacarteles'. Simplemente me he
encontrado con una situación injusta y he hecho lo posible para que dejara de serlo.
Mientras tanto, el que me había llevado al decanato había bajado (yo pensaba que estaría
buscando a unos cuantos para 'aclararme las ideas' de forma más convincente). Como Anselmo
no salía de las mismas, decidí marcharme.
—Bueno, creo que es mejor que lo dejemos así, porque no adelantamos nada y tengo
prisa. Le tendí la mano para demostrarle que le estimaba a pesar de nuestras discrepancias.
Perplejo él, nos saludamos y me despedí.
En las escaleras de bajada estaba el de las melenas y la barba, hablando acaloradamente
con un grupo de amigos. Le miré para saludarle atentamente, pero él no se dio cuenta. Acabamos
de bajar las escaleras con parsimonia; al fondo había cinco o seis que no nos quitaban ojo. Yo me
preguntaba: 'Serán o no serán'. Llegamos a la puerta, la atravesamos... No eran.
Sólo quedaba relajar los nervios, hacer una oración interior por todos aquellos, a los que
no guardábamos ningún odio, y comentar las circunstancias, mientras caminábamos de vuelta a la
Escuela».
Ejemplos parecidos de defensa de la fe podrían incluirse, ocurridos en la oficina, en bares,
calles, medios de transporte, quioscos, cuarteles, etc.
«No será la primera vez en la historia —dice Pablo VI— que la fresca y espontánea
reacción de una juventud sana y fuerte, reclame contra la blanda tolerancia de la sociedad, y
exija la observancia de medios morales, que coinciden con la belleza, el vigor y la bondad de la
vida»135.

135 A la Conferencia Episcopal italiana (7-4-1967).


Al formar a sus hombres con espíritu de lucha, la Milicia no hace otra cosa que cumplir
una consigna de Pío XI: «Hay que forjar una juventud valiente, pura, conquistadora, esperanza
de la Iglesia».
Realiza también el pensamiento de Pío XII: «El tiempo presente exige católicos sin
miedo, para quienes sea la cosa más natural del mundo la abierta confesión de su fe con las
palabras y obras. Verdaderos hombres, íntegros, firmes, intrépidos»136.
Es el «apostolado amoroso y valiente en la sociedad moderna»137 que como el fuego
siempre está incendiando, y como el agua siempre está fecundando. El apostolado incansable que
corazón a corazón los va ganando para Cristo, pues «las almas son salvadas como han sido
hechas: una a una» (San Agustín).

Buscarse colaboradores

Forjar hombres es enseñarles a buscarse colaboradores. Actúan mejor y trabajan más si se


empeñan en encontrarlos. La eficacia del apostolado es directamente proporcional al número y
calidad de los colaboradores. Rehuimos buscarlos y formarlos porque es más fácil trabajar como
diez que hacer trabajar a diez.
Los cristianos de los comienzos se distinguen por su proselitismo. En la primera siembra
del Evangelio en el mundo fueron los laicos tan decisivos e indispensables como los obispos y
sacerdotes. La avasalladora y prodigiosa expansión del cristianismo en los primeros siglos se
debió en gran parte a ellos.
Hay que resucitar en los bautizados el afán apostólico. Los grupos anticristianos se van
apoderando del mundo porque lo cultivan con predilección y constancia. Las sectas que se
divorcian del cristianismo 'oficial' reclutan numerosos adeptos. Viven la mística de conquista que
los primeros cristianos practicaban y que los bautizados de hoy han olvidado.
Forja hombres tenaces en buscarse colaboradores, hombres inasequibles al desaliento,
capaces de echarse encima un montón de preocupaciones fastidiosas: buscar, llamar, invitar...,
elegir el sitio y hora mejor para reunirse, mover a los demás sin coaccionar su libertad e iniciativa.
Invisibles y a la vez omnipresentes, tendrán que disimular su propio cansancio, estar dispuestos a
suplir, tapar huecos, dar facilidades, etc.

Pegas

Hombres, sobre todo, adiestrados por la comprensión y la paciencia a aventar pegas —el
egoísmo es la raíz de todas— que la comodidad y la cobardía acumulan siempre.
Primera. «No valgo» ¡Pero el Señor se sirve precisamente de incapaces para avergonzar a
los sabios! (cf. I Cor 1,26-29). A nosotros toca no oponernos al plan de Dios, que quiere salvar a
todos valiéndose de nosotros. Cristo cuenta con nosotros para atraerse los corazones, como
contó con los sirvientes en Caná para hacer el primer milagro que brotó de su Corazón, «océano
inefable de prodigios» (Santo Tomás).
Nosotros mismos nada podemos, pero el Señor con nosotros lo puede todo. Los cinco
panes de cebada y los dos pececillos de aquel joven (cf. Jn 6,9) eran insignificantes, pero Jesús
los utiliza para alimentar en el desierto a una muchedumbre inmensa. El pincel de un pintor no
sabe pintar, pero en manos del artista realiza filigranas. Así somos nosotros unidos a Dios.
Segunda. «No tengo tiempo». ¡Siempre hay tiempo para lo que interesa! Un chico
encuentra tiempo para la chica de la que está enamorado. El tiempo es elástico. Los menos
comprometidos siempre son los que dicen tener menos tiempo. Cuando nos venga la pega de la
falta de tiempo, pongámonos de rodillas ante el Sagrario y preguntémosle al Señor: «¿Te amo de
verdad?»

136 Exhortación a las Congregaciones Marianas (1-1-1945).


137 Pablo VI, a los Presidentes diocesanos de la A.C. Italiana, (30-7-1963).
Tercera. «No sé cómo hacer» Es una objeción correcta, pero hay que ingeniárselas.
Preguntar a otros, informarme de un grupo que funciona, leer los Hechos de los Apóstoles o la
vida de los Santos, que, a la luz de Espíritu Santo, ponían en marcha recursos apostólicos siempre
nuevos. Es cuestión de proponérselo y al poco tiempo veremos que eso de «no sé cómo hacer»
era, en el fondo, un poco de pereza.
Cuarta. «Lo he intentado sin éxito». Alguna vez esto puede suceder. Es una experiencia
que paraliza. Esta esterilidad se puede deber a una especie de activismo en el que se contaba poco
con la acción de Dios. Se fracasa entonces, o porque creíamos ser nosotros, y no Dios quien
convierte corazones, o porque El nos quiere enseñar que esa no era la verdadera dirección. En
último término lo que importa no es tener éxitos o fracasos, sino saber empezar siempre con
perseverancia.
El secreto de Edison estuvo aquí. Muchas cosas inventó, una de ellas la lámpara de
incandescencia (bombilla eléctrica). Hasta conseguir que una quedara encendida tuvo, con
paciencia, que fundir casi ¡diez mil! Pensemos que fundir una lámpara era perder un nuevo
invento, que —cada vez que empezaba— intentaba corregir un error que él creía causante del
fallo precedente. En cierta ocasión le dijeron: «Tomás, ¿por qué no lo dejas?» «Ahora menos que
nunca —contestó él— ya sé diez mil formas como no debo hacerlo».
Eliminar errores y caminar seguro de ir avanzando en la dirección verdadera. Edison no
se cansaba. La clave de su éxito fue la paciencia. Nosotros ¿en qué lámpara nos hubiéramos
detenido rendidos por el cansancio de estar empezando siempre? El, inventor de más de cien
patentes, decía: «Una obra de arte, un negocio, depende en un 2% del genio, y en un 98% de los
sudores».
Los mismos perros con distintos collares. Cuando no queremos complicarnos la vida,
cuando no nos atrevemos a romper el caparazón de nuestro egoísmo, nos refugiamos en las
mismas pegas —aunque con palabras distintas— de aquellos a quienes Cristo invitaba a seguirle.
«Permíteme primero ir a enterrar a mi Padre, permíteme antes ir a decir el último adiós a los
míos...» (Mt 8,18-22; Lc 9,57-62).

Anudando amistades

Buscar, elegir, formar y utilizar colaboradores no lo conseguirá el educador si ignora el


arte de ganarse amigos. Corazón muy sensible y delicado, y sobre todo totalmente olvidado de sí,
se necesita para abrirse a la amistad fecunda y prometedora. Los latidos del corazón afectuoso
son como el diapasón. Hacen vibrar a otros aunque la distancia los separe. «El mundo será
siempre de quien ame más y lo demuestre mejor» (Cura de Ars).
La cota previa que hay que conquistar antes de entablar la amistad es buscarse
colaboradores. Se encuentran siempre, antes o después, si el forjador, además de cultivar la
cabeza, la voluntad y el corazón del educando, consigue persuadirle de que es «templo del
Espíritu Santo» (I Cor 3,16) y Dios habita en él (Rom 8,9).
El Espíritu lanzaba a los primeros cristianos a abrirse paso por caminos inéditos. Lo hace
también hoy. Un contemporáneo nuestro nos cuenta cómo siendo trabajador en Milán, Turín o
Roma, se las ingeniaba para evangelizar a sus compañeros. El listín telefónico de la Empresa le
servía para llamar a las personas que le parecía más aptas. Les preguntaba: «Perdone, ¿a usted le
interesan los temas religiosos?» Casi todos se quedaban desconcertados, pues nadie esperaba una
llamada así en la oficina, pero entonces les decía que a él sí le interesaban y que le gustaría hacer
un grupo con otros. Unos rechazaban la invitación, pero otros la aceptaban.
En Roma, con motivo del Año Santo 1983, un bautizado que quiso ser coherente con su
fe, se sintió impelido a arrastrar a todos los compañeros de su Empresa a la Basílica de San
Pedro. Se rodea de colaboradores, y en el día y hora prefijados aparecen 150 personas. Toma
nota de todos, y luego les invita uno a uno a formar un grupo para que aquello no se quede en un
acto pasajero. Respondieron ¡sólo cuatro!, pero vinieron a la reunión y se empezó a evangelizar
«desde dentro» la empresa a que pertenecían. Si no les hubiese invitado no habría aparecido
ninguno.
Una vez que han surgido los colaboradores, hace falta señalar un objetivo común (nadie
se reúne con otro para nada), y fomentar la amistad entre los componentes. Esa amistad es el
aglutinante. Es difícil hoy, que los hombres lo hemos inventado todo, ¡hasta la incomunicabilidad
entre unos y otros!, pero es posible.
El animador tiene que estar atento a mil detalles para que se reúnan con frecuencia, comer
juntos, salir al campo un fin de semana cerca de una Iglesia donde se pueda orar. Esa amistad que
los enlaza a todos es el secreto del éxito en el apostolado dentro de una escuela, oficina o fábrica.

Autoexigencia

Un objetivo debe perseguir la educación: desplegar todas las energías latentes en el


hombre para que llegue a ser el misionero que Juan Pablo II desea138, y las realidades temporales
exigen para ser cristianadas. Este espíritu combativo sólo se puede infundir en los demás si se
vive en el propio corazón.
«Ser hombre significa ser luchador», decía Goethe. La batalla por el perfeccionamiento
propio —añadimos nosotros— por la adquisición de un carácter, de una personalidad, es la
principal de sus tareas. «Conviértete en lo que eres», aconsejaba Píndaro. Es preciso educar al
joven en el continuo combate con él mismo. Tiene que vivir inmerso en las estructuras seculares,
pero sin dejarse ablandar por el ambiente comodón, ni aprisionar por la sofisticada red de
estímulos sensoriales que quieren esclavizarle. Espíritu combativo es una actitud interior que
empuja al alma a estar en continua y serena tensión de voluntad, librando constantemente una
gran batalla consigo mismo, pues «siempre andamos en guerra, y hasta alcanzar victoria no ha
de haber descuido» (Santa Teresa).
Debe educarse al joven en el combate contra la pereza, sensualidad, miedo, curiosidad,
vanidad, acuciante deseo de quedar siempre bien, descontrol de la imaginación y sensibilidad... En
una palabra, hay que enseñarle a «autoevangelizarse» para que «evangelice a los demás»139.
Realizará así la divisa bíblica: «Combate por la verdad hasta la muerte, y Yavé guerreará
por ti» (Ecl 4,28). El cristiano es un auténtico atleta de Cristo, le gustaba repetir a San Pablo:
«Vigílate a ti mismo. Insiste en esto, y te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan» (I Tim
4,16). «Combate como atleta, (pues) ninguno de los que militan como soldados se deja enredar
por los negocios de la vida» (2 Tim 2,4-5).
La psicología contemporánea ratifica esta consigna paulina. «El hombre ha de vivir en
tensión continua, perenne. Cuando le falten las dificultades en su contorno, las ha de encontrar en
sí mismo, en esa necesidad vital, entrañable de ser más perfecto que siente todo hombre cuando
no se degrada en la molicie [...] El esfuerzo es, en definitiva, lo heroico en la vida cotidiana [...]
No amamos lo que nos viene arropado en suave comodidad, sino en duro esfuerzo y dolor»140.
La espiritualidad moderna da su voto asimismo a esta exigencia personal, interior, a la
que uno se somete libremente. «¡Cómo quisiera, ante todo, llegar a convenceros a todos y cada
uno en particular de que el estado de lucha interior es un estado normal! Lo que es anormal es la
ausencia de lucha: es a menudo signo de renuncia al esfuerzo requerido para sobreponerse a sí
mismo y al progreso en el amor. En todo caso, el repaso y la calma sólo pueden ser pasajeros. La
paz de que habla Jesús no es la ausencia de lucha, está en el sentimiento del orden que supone,
precisamente, un esfuerzo oneroso y penoso de enderezamiento. Jesús no temió hablar de guerra,
de contradicción. Es muy importante haber comprendido bien esto y haber aceptado, en

138 «Todo bautizado es y debe ser, aunque en diversa medida y manera, misionero». (Mensaje para la Jornada
Mundial de las Misiones, 10-6-1984. Cf. Ad gentes, 36; C.D.C., 781).
139 II Sínodo Extraordinario de Obispos 1985, II.B) a) 2. BAC (Madrid 1985), p.13.

140 J.J. López Ibor, Rebeldes, Rialp, (Madrid 1969), p.120-121.


principio, la lucha como nuestro estado normal hasta la muerte. La lucha no nos disminuye. Nos
realiza plenamente como personas humanas y como hijos de Dios»141.

Engaño sutil

La cobardía para actuar autoexigiéndose y exigiendo a los demás, se atrinchera con


frecuencia en el perfeccionismo. Nos autoengañamos pensando que para actuar hay que estar
preparados. Es preferible no actuar —decimos— a hacerlo mal. La desconfianza se alía con la
timidez, y olvidamos que la mejor manera de entrenarse para actuar con eficacia es actuar
equivocándonos.
En aras de la utopía volamos soñando con idealismos irrealizables, y renunciamos a la
acción inmediata que nos reclama urgente e imperiosa. No nos decidimos a embarcarnos por
miedo a naufragar.
Lo mejor con que soñamos es enemigo de lo bueno que ahora podemos y debemos
hacer. Olvidamos que vale más pájaro en mano que ciento volando. El sentido común y la
prudencia más elemental se pierden cuando el hombre cavila con exceso para no afrontar la
responsabilidad y el gozo del actuar.
El hombre es capacidad de acción siempre progresiva, pero encerrado en coordenadas de
tiempo y espacio que la limitan. Nunca hará nada si aspira a hacerlo todo con perfección angélica.
Obras maestras de la literatura, creaciones geniales del arte, progreso científico o desarrollo
técnico, epopeyas apostólicas de los santos, no brillarían en la historia del mundo si sus
propulsores se hubiesen dejado contagiar del virus perfeccionista.
El abc de la pedagogía es impulsar al joven desde niño a hacer siempre algo, aunque sea
cometiendo errores o deficiencias. La paciencia del forjador está ahí, precisamente para
corregirlos enseñando con amor a subsanarlos. No es un invento de la «escuela moderna» del
siglo pasado. Es la pedagogía activa entrañada en el Evangelio. Sus raíces multiseculares vivifican
aún hoy la obra de los grandes santos educadores y de las familias que alumbraron.
El axioma vale para toda clase de profesiones y oficios, para el apostolado, para la
santidad. La acción se perfecciona en la acción, como el oro se purifica en el crisol. Si
esperamos a estar perfectamente preparados para actuar, nunca empezaremos. El montañero
tiene que escalar aunque su equipo sea deficiente. El aprendiz de zapatero o carpintero sólo
llegará a ser maestro consumado si empieza a hacer zapatos o a serrar madera.
El perfeccionismo, además de arropar con manto de prudencia el miedo y la indecisión,
oculta las más de las veces una formidable dosis de orgullo. Se piensa que si la obra no sale
perfecta se fracasa, se pierde prestigio, se sucumbe ante la opinión ajena —ese «tirano de mil
cabezas» (Guitton)—, se compromete a la Iglesia.
Hay que enseñar a los jóvenes a saber fracasar, a no arredrarse ante el miedo, a no dejarse
bloquear por sus limitaciones. La primera intervención en una asamblea estudiantil o en un mitin
laboral nunca tendrá la elegancia de un discurso ciceroniano, pero un futuro orador que arengará
y cautivará masas está ya en ciernes. Lo mismo puede decirse del escritor, del organizador, del
líder, del apóstol, del santo.
La primera tarea del educador es convencer a los jóvenes de que no son ellos quienes
actúan. Es Cristo quien vive en ellos (cf. Jn 14,20). Hay que persuadirles de que es Otro quien en
ellos «comienza la buena obra y la perfecciona» (Flp 1,6) dando «tanto el querer, como el hacer»
(ib. 2,13), hasta que llegue el día de «la aparición de nuestro Señor Jesucristo, el Bendito y único
Dominador, Rey de reyes y Señor de señores, único inmortal que habita en una luz inaccesible»
(I Tim 6,14-16).

Paternalismo

141 R. Voillaume, En el corazón de las masas. (Studium. Madrid 1964) p.227


El secreto de la educación está en lanzar a los jóvenes a actuar, impulsarlos a la acción
estimulándoles con los premios y correctivos según su particular idiosincrasia.
La afirmación de Rof Carballo vale para todos los educadores. «El adolescente no sólo
quiere amor y atención, sino que también quiere castigo. No ver esto es un error de psicólogos,
pedagogos y jueces demasiado comprensivos. El castigo es una forma peculiar de amor. En
nuestra moderna sociedad abunda en exceso el 'conformismo' contra el que el joven se rebela;
pero también empieza a abundar demasiado la 'comprensión'»142.
Defraudan a la juventud tácticas blandengues inspiradas en el miedo agazapado en
«motivaciones profundas» de conductas anormales, en la necesidad de «sublimar el instinto» o
«liberar el subconsciente». No le interesan palabras rimbombantes ataviadas con ropaje
pseudocientífico. No quiere libertinaje disfrazado de libertad, ni erotismo desenfrenado camuflado
de amor en publicaciones o espectáculos. Aspira a ser realmente libre para amar, y no esclavo
víctima de una ilusoria «liberación de escrúpulos convencionales» (Marcuse).
Los jóvenes prefieren «no sólo que haya lobo, sino que el lobo se coma de verdad a la
abuelita. Un lobo ducho en psicoanálisis no les sirve para nada, y de ahí que se revelan contra
todos los intentos de cuidado psicológico de la juventud»143.

Saber fracasar

Esta batalla debe librarse sobre todo contra el miedo al fracaso. Superar este miedo es
objetivo prioritario en el educador del hombre, pero captar esta realidad exige remontarse sobre
ella mirándola con serenidad. «La mejor escuela es la desgracia. Eleva nuestra alma y da un
temple vigoroso a nuestro espíritu. Nos hace avisados y cautos»144. La grandiosidad del
firmamento se aprecia sólo en la noche. El sol del éxito nos impide ver las estrellas que tachonan
el cielo.
El fracaso en un alma superficial produce apatía, desconfianza, abulia, desaliento. El
educador tendrá que armarse de paciencia para lograr que el educando descubra por sí mismo
que el fracaso es sólo aparente, y le entrena para la lucha que presagia un éxito rotundo.
Huelga fracasada, huelga ganada, repiten los marxistas mientras se van apoderando del
mundo por la pasividad de bautizados que no se atreven a salir de su comodidad, ni se arriesgan a
fracasar. Obtienen triunfos fracasando, pues huelga fracasada es victoria que enardece y troquela
militantes. En cambio huelga solucionada, huelga fracasada, pues los militantes amenguan su
voltaje para la lucha y se paralizan para la acción.
La primera vez que Disraeli habló ante la Cámara de los Lores obtuvo un estrepitoso
fracaso: bostezos, indiferencia, abucheo. Espíritu combativo, pensó: «Algún día esta Cámara me
escuchará en pie». Años después recibía ovaciones de hasta veinte minutos con la Cámara en
pleno. ¿Qué habría sido de este político si, desalentado, hubiese pensado: no sirvo, no tengo
cualidades, esto es para otros...?
Nunca debe un joven extrañarse ante el fracaso; es la divisa del hombre emprendedor.
Está persuadido de que en cualquier actividad que emprenda cosechará incomprensiones,
contrariedades, fracasos a veces estrepitosos, y más aún si vive su bautismo siendo misionero.
Nieves, vientos, tempestades, soles y nubes, acompañan toda vida, pero fecundan la tierra
alumbrando flores y frutos. El apóstol es como el incienso: cuando le queman, perfuma. No te
desconcierte el fracaso. Te tiran piedras porque acercas almas a Dios. ¿No intentaron los judíos
lapidar a Jesús?
Alegrarse en los fracasos, es la segunda actitud indispensable para captar su valor, al
permitirnos descubrir sus verdaderas razones. «Casi siempre se fracasa por culpa propia. El
objetivo se escogió o definió mal, o quizá siendo excelente, los medios empleados fueron

142 Rebelión y futuro, Taurus, Madrid 1970, p.33.


143 Ib.
144 Balmes, carta 7-9-1838, a José Ferrer.
insuficientes o impropios. La acción en estas condiciones no podía conducir a nada». En estos
casos, en vez de lamentarse echando la culpa a otros, «la mejor táctica consiste en cargar sobre sí
toda la responsabilidad del fracaso»145.
El hombre, lejos de desalentarse, debe examinar muy bien las posibles causas del fracaso:
improvisar, trabajar sin método, no prever a tiempo, inconstancia, apresurarse demasiado
queriendo ir más aprisa que Dios, teorizar con exceso, ambicionar éxito espectacular, querer
tener siempre razón o gobernarlo todo, no dejar a los demás amplio margen de responsabilidad e
iniciativa, demoler con la crítica injusta... y, sobre todo, no rezar lo suficiente.
El fracaso, al humillarnos, no sólo nos identifica con el gran fracaso de Cristo en la Cruz,
sino que nos educa y equilibra. «El hombre sencillo saca todo el provecho de sus fracasos. El
orgulloso se empeñará en comenzar siempre mal, pero el humilde rectificará sus errores, sus
propósitos, sus métodos y llegará a ser constructor»146.
¡Cuántas veces un simple fracaso arruina la formación de un hombre o corta su
trayectoria en la vida! La risa burlona de un compañero, una pregunta que no supe responder, el
aparente ridículo, —la mayoría de las veces imaginativo—, el miedo a lo que pensarán de mí, nos
hacen desertar. Olvidamos que el bautizado debe ser como los rosales: cuando se les apedrea
sueltan una lluvia de pétalos.
Un ataque de ira cuando creíamos tenerla dominada, una mirada impura cuando te sentías
ya seguro, una explosión de orgullo o de vanidad..., pueden hacer que el creyente se derrumbe y
comience a cuestionarse para qué sirve la oración, los sacramentos, el apostolado... Es entonces
cuando el educador debe enseñarle a amar «mis queridas miserias» (San Francisco de Sales), a
descubrir que Dios busca almas dóciles que aspiran a la santidad y, por tanto, a un fecundo
apostolado, no a pesar de sus faltas e imperfecciones, sino precisamente por y gracias a ellas.
El espíritu combativo es como una fuente. Brota espontánea hacia fuera si bulle dentro de
mí. Evangelizándome, haré apostolado lo mismo estando paralítico que en plena actividad,
encerrado en un monasterio o en la calle, con ganas o sin ellas, sienta o no lo que haga,
comprenda o no lo que se me mande. Nunca se fracasa a pesar de las apariencias, si sólo se ama
haciendo la voluntad de Dios. El más fecundo apostolado es entonces —y sólo entonces—
cuando se realiza, pues se permanece unido a la Vid (cf. Jn 15,5).

Apostolado = santidad

El apostolado, igual que la santidad, no sólo es deber para todos, sino que está al alcance
de todos. Es una santidad y un apostolado realista. No el de un ángel impecable, sino el de un
hombre lleno de limitaciones que fracasa y triunfa en la derrota volviendo siempre a empezar.
La santidad consiste no en no caer, el apostolado no en no fracasar, sino en no cansarse
nunca de estar empezando siempre aunque aparentemente nunca se consiga el objetivo. El santo,
el apóstol, es un pecador que sigue esforzándose, que no se acobarda ante las caídas y derrotas.
Siempre vuela más alto en aras de la humildad y confianza, sabiendo que los desastres nos ayudan
para «que no se gloríe ante Dios ningún mortal» (I Cor 1,29).
El bautizado conoce bien la definición de Juan Pablo II: «La santidad no consiste en ser
impecables, sino en la lucha por no ceder y por volver a levantarse siempre después de cada
caída; no deriva tanto de la fuerza de voluntad de hombre, sino del esfuerzo por no obstaculizar
nunca la acción de la gracia en la propia alma, sino ser más bien sus humildes colaboradores»147.
La pedagogía contemporánea nos invita a recordar con frecuencia a los jóvenes esta
enseñanza. «En casos al parecer desesperados —por ejemplo— después de un esfuerzo inútil
realizado durante varios años—, hay un pensamiento que conforta el ánimo totalmente abatido, y
estimula a seguir prestando resistencia. Lo esencial no es la victoria, sino la lucha tenaz. No está

145 Lebret: Acción, marcha hacia Dios. Estela. Barcelona 1963, p.81.
146 Ib. p. 82.
147 A los participantes en el Univ. 1983.
vencido el que ha sufrido todas las derrotas que se quiera, sino el que renuncia definitivamente a
la lucha»148.

148 F. Schneider: La educación de sí mismo. Herder, (Barcelona 1967). p.234


III

CULTIVO DE LA REFLEXIÓN

Es el tercero de los puntos cardinales, al que debe mirarse sin descuidar los demás. «Toda
la tierra es desolación porque no hay quien recapacite en su corazón», dice la Sagrada Escritura
(Jer 12,11). Es decir, perdido está el mundo porque no hay quien profundice pensando. Perdida
está la juventud porque sus educadores no la obligan a reflexionar.
Pericles, después de las batallas, pensando en los jóvenes desaparecidos, decía: «El año ha
perdido su primavera». El mundo de hoy la ha perdido también porque la juventud no piensa. Y
la madurez que la prolonga, generalmente tampoco. Acostumbrados en la juventud a la vida
superficial y frívola, siguen en la edad madura rezumando una ligereza que espanta, al evadir
graves responsabilidades familiares o profesionales.
La educación de la reflexión es tanto más necesaria cuanto que toda la vida de hoy
arrastra al joven desde niño, especialmente en las ciudades, a vivir fuera de sí. Cine, televisión,
radio —esas escuelas que influyen más en él que todos los colegios y universidades juntos— le
están enseñando a vivir en continua proyección hacia fuera.
El joven, el hombre maduro, vive hoy —quizá como nunca— de impresiones y
sensaciones. Los inventos modernos y sus aplicaciones contribuyen poderosamente a desarrollar
el ingenio y la reflexión en unos pocos, en los pocos que «se alzan sobre la gusanera de ganavidas
y descontentos» (Papini). En los pocos que no renuncian al esfuerzo viril, a pesar de verse
envueltos en las mallas de una civilización técnica que debilita el carácter si no se lucha.
En cambio, esos inventos, maravillosos en sí, contribuyen de hecho a deshumanizar al
hombre de la calle. Al disminuir su poder de observación —esto requiere esfuerzo, y esto es lo
que se rehuye—, al aminorar su reflexión, le hace superficial, frívolo y, al mismo tiempo, débil de
carácter, blando de voluntad, inconstante, incapaz de un esfuerzo serio.
Obligar a pensar a una juventud que no lo hace, a una juventud que vive a lo loco, como
dicen ellos, es tarea difícil, que requiere un esfuerzo paciente del educador durante largos
decenios. Tendrá que reaccionar enérgicamente contra el desaliento. Mil veces le parecerá que
está perdiendo el tiempo, al comprobar que el ambiente se encarga de borrar las ideas que con
tanto trabajo trata de introducir. Le parecerá que escribe sobre agua. Si resiste a esta tentación,
triunfará, formará los hombres que Dios y el mundo necesitan.
Es la cota que marcaba Pablo VI: «sed no sólo orgullosos de ser jóvenes, sino también
dignos de vuestra fe. Y así será si ella empapa profundamente vuestro modo de pensar y obrar.
El cristianismo no puede alimentarse de jóvenes mediocres, no puede ser vivido de una forma
cualquiera; o se lo vive en plenitud o resulta traicionado. [...] Tememos al pensar en las insidias
que se tienden en vuestro camino, en medio de un mundo tan lleno de escepticismo, de inquietud,
de atracción hacia el placer deshonesto. Pero vosotros, jóvenes queridos, sabed ser fuertes,
reflexivos, maduros»149.
Los hombres del Hogar entonces, y los de la Cruzada-Milicia después, se han formado
insistiendo sin cesar en pocas y muy fundamentales ideas, ilustradas con ejemplos de la historia y
de la actualidad. Estas ideas madres circulaban continuamente en círculos de Estudio, reuniones
de núcleo, asambleas de militantes, marchas, campamentos, Ejercicios espirituales.
Para troquelar esos hombres, recordé al P. Manjón: «Educar es completar hombres,
haciéndolos guías y dueños de sí mismos».

Actualidad

149 11-4-1973, A 5.000 alumnos de las escuelas italianas.


La reflexión nos hace descubrir que vivimos en un mundo en que la filosofía y la praxis
proclaman la muerte de Dios y, por tanto, la del hombre mismo como ser trascendente. La
persona se inmola o al bienestar (capitalismo), o a la estructura avasalladora que dictatorialmente
se impone (marxismo).
La reflexión lleva no sólo a constatar sin ilusionismos la realidad, sino a transformarla con
valentía y decisión. Descubre que la Iglesia, cada uno de los bautizados, «está llamada a dar un
alma a la sociedad moderna, y que esa alma se debe infundir no desde arriba ni desde fuera, sino
desde dentro, acercándose al hombre de hoy»150.
La reflexión hace un nuevo descubrimiento: es imposible que cada bautizado realice esta
tarea sublime sin conocer la psicología de sus contemporáneos y sin estar íntimamente unido a
Dios. «Necesita heraldos del Evangelio, expertos en humanidad que conozcan a fondo el corazón
del hombre de hoy, participen en sus gozos y esperanzas, angustias y tristezas, y al mismo tiempo
sean contemplativos enamorados de Dios. Se necesitan santos»151.

Círculos, Jornadas

La finalidad de todas las actividades: círculos, jornadas, convivencias, campamentos, es


siempre la misma: escuela teórico-práctica para aprender a reflexionar con vistas a la acción
inmediata. Se hace pensar a todos los asistentes mediante la observación directa del ambiente:
familia, empresa, barrio, ciudad. Luego es imprescindible que enjuicien la forma de vivir y pensar
de cuantos les rodean, a la luz de la razón, de la historia de España y del Evangelio. Por último,
se les hace descubrir los procedimientos para transformar la realidad entre sus de compañeros o
familiares.
Aunque ya hemos indicado algo acerca de estos círculos o asambleas, añadamos aquí que
resultan interesantísimos por lo amenos y formativos. Como todos intervienen, como a nadie se le
permite estar pasivo, como entre ellos se mantiene la discusión, vienen a ser una especie de
cooperativa de ideas para la acción. Conferencias o sermones les resultan rollos, porque es otro
el que actúa. Aquí, en cambio, son agentes activos desde el primer momento. El ambiente les
obliga suavemente a pensar, es decir, a hacer lo que nunca quizá han hecho: reflexionar.
Desde un primer momento se les hace caer en la cuenta de que la asamblea soy yo. Debe
atajarse un peligro gravísimo: creer que sólo pueden hablar los más inteligentes, los que poseen
títulos o cualidades oratorias. «Creer que no tengo nada que aportar es un engaño nacido de la
pereza intelectual y de la falsa humildad, es decir, de la soberbia secreta y el miedo a quedar mal».
Todos deben colaborar para convertir la asamblea o círculo en lo que debe ser: «una reunión de
jóvenes enamorados de un gran ideal, que hablan de El con ardor, con calor, con celo de que se
extienda a otros. Una reunión en la que lo que se dice y como se dice determina el éxito o fracaso
de la acción posterior. Una reunión en la que mi aportación enriquece siempre»152.
Para el que dirige estas reuniones, las ventajas son inapreciables:
1. Se coloca en la realidad de la vida. Pensemos que el joven por su inexperiencia o el
sacerdote, la mayoría de las veces, por exigencia ineludible de su vocación, por haber iniciado
quizá su preparación a muy temprana edad, por haber pasado sus mejores años aislado en un
seminario o centro de formación, vive muchas veces fuera de la realidad; y es preciso conocerla
de primera mano, no de segunda o tercera.
2. Le enseñan a descubrir un material humano hasta entonces inédito. El director se da
cuenta de las cualidades de sus muchachos: buen juicio, equilibrio, facilidad para concebir o
expresar ideas, iniciativas, etc. Es verdad que luego se llevará grandes chascos, pues muchos que
disertan a las mil maravillas, y parece que van a tragarse el mundo, resultan casi nulos para la
acción.

150 Juan Pablo II, a los obispos europeos, 11-10-85, 12.


151 ib., 12.
152 Abelardo de Armas, Notas de verano (escritos inéditos) 24-6-1984, p.67-8.
En unas históricas jornadas de militantes en Santa María de Huerta, uno de ellos decía a
los demás: «En las ideas, todos estamos de acuerdo. Lo que hace falta es que nos decidamos a
dar el salto y las llevemos a la vida».
Otros que empezaron a actuar, al ver lo arduo de la lucha, desertaron al poco tiempo. No
importa, quedan siempre algunos que permanecen en la brecha, al servicio de Dios en sus
hermanos.
A la semana siguiente, de nuevo se reúnen el círculo, la asamblea, el núcleo de irradiación
y conquista. Se hace un balance de la actuación. Se computan éxitos y fracasos. Se les enseña a
comprender que los fracasos son sólo aparentes, ya que enseñan a vivir, a actuar en adelante con
más precisión y, sobre todo, alguien se habrá beneficiado. Cuando un niño arroja una piedra, les
decía, en algún sitio cae. Tú no la verás quizá, pero en algún punto alcanza la tierra.
Se presentan hechos acerca de la mentalidad reinante sobre mujer, matrimonio, familia,
hijos, Patria, trabajo, estudio, diversión, religión, etc. Se perfilan las consignas, y durante ocho o
quince días a actuar de nuevo.
Así se han formado centenares de jóvenes que, al casarse, han creado familias de nuevo
cuño. Primero educaron a sus novias para el futuro matrimonio. Y una vez contraído, han
formado una familia nueva, forjando a sus hijos en austeridad y coherencia cristiana.
Fueron pioneros. Se anticiparon al Vaticano II. Contribuyeron a dilatar la Iglesia, «a
hacerla presente y operante en los lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra
sino a través de los laicos»153.
Este dato es muy interesante para los que piensan que el Hogar sólo se limitó a entregar a
la Iglesia numerosos sacerdotes seculares o religiosos en las más diversas Ordenes, o a hacer
surgir un Instituto Secular de personas consagradas a Dios sin salir del mundo.
Así se arrastraron a Ejercicios espirituales internos centenares de empleados, jefes y
consejeros. Así se acercaron a los sacramentos miles de empleados, congregados ante el altar de
la Virgen. Allí volvían a la gracia hombres y jóvenes que desde hacía años vivían alejados.
Muchos hacían la segunda comunión de su vida a los veinte años, y algunos la primera a los
dieciocho.
Así se luchó durante varios veranos por defender la dignidad de la mujer, tratada muchas
veces como objeto de consumo. En círculos de estudio y asambleas se persuadían de la necesidad
de actuar ante el ataque descarado a la mujer, pues cuando esta se profana los hombres pierden el
sentido de su dignidad y la sociedad se derrumba antes o después.
Así se formaban aquellos jóvenes que quería Pío XII: «Jóvenes de fe entera, prontos a
renunciar a la mediocridad, a abandonar el equívoco si han caído en él; jóvenes que quieran la
vida divina y la quieran con abundancia, jóvenes que estudiando o trabajando, hablando,
rezando y sufriendo, tengan en su corazón, como llama que les abrasa, el amor apasionado a
Jesús, el amor a las almas»154.

Pedagogía integral

Una cosa es tratar a los jóvenes con seriedad, y otra considerarlos formados como
adultos. Cierto, son precoces en ciertos aspectos, pero, en conjunto, la prolongación de los
estudios y las facilidades de la vida que hoy encuentran desde niños, les estancan durante muchos
años en cierta inmadurez, les desarman la voluntad, los hacen abúlicos, inconstantes, 'pasotas'.
Es muy corriente, con el pretexto de que «no quieren», dejarse arrastrar por ellos, tomar
su partido, en lugar de excitar su apetito y despertarles el gusto de aprender. Se justifica esta
dejación cómoda con pseudoargumentos pedagógicos, psicológicos, o incluso teológicos.
Son jóvenes, y esto quiere decir que están «aprendiendo» y, por tanto, «recibiendo». El
método no importa mucho: audiovisual, didáctico, intuitivo. Dejarles sin cultivo y maravillarse

153 Lumen gentium 33.


154 A consiliarios diocesanos de la juventud italiana de A.C. (10-9-1953).
ante las yerbas salvajes que despuntan espontáneas en terreno inculto, es una ingenuidad que en el
futuro consideraremos error lamentable.
No hace mucho, los obispos franceses rehabilitaron en Lourdes el recuerdo, hasta ahora
tan despreciado y vilipendiado, de las catequesis oficiales. Muy pronto sucederá lo mismo entre
nosotros con el apostolado y la enseñanza. Triste sino el nuestro. Circular siempre con décadas
de retraso.
Los jóvenes no tienen ciencia infusa. Sienten la necesidad de educadores y maestros.
Piensan que, cuando la cultura profana se desarrolla cada vez más, es insensato abandonar la
cultura religiosa. Quieren, además, que se les eduque la voluntad. Saben quizá lo que deben
hacer, querrían hacerlo, pero no pueden. Les falta voluntad reflexiva y tenaz. Desean adquirirla.
La tarea educativa de padres y educadores no puede centrarse en la inteligencia. Cierto,
es necesario instruir el entendimiento, pero hay que forjar sobre todo la voluntad. Sin educarla,
las ideas nunca calan. Sólo se comprenden si se viven. En cuanto se dejan de vivir se oscurecen,
se hacen incomprensibles, se nos antojan utópicas o absurdas.
Vivimos en un mundo roussoniano. Se tacha de oscurantista, autoritario al padre que
pretende educar la voluntad de su hijo. Muchos cristianos vacilan en este punto. En cambio, el
socialismo marxista, no duda. Con falsa careta de progreso y libertad, troquela voluntades,
disciplina entendimientos en la escuela «única», que ahora el socialismo llama «pública» para que
los ingenuos piquen mejor el anzuelo.

No al gregarismo

El cultivo de la reflexión en la juventud es indispensable para formar hombres que


desarrollen ambiciosamente su personalidad, potencien y enriquezcan ese yo íntimo, peculiar y
característico que Dios da a cada uno.
Menospreciar esta vertiente en la educación es hacer marionetas, no forjar hombres.
Pedagogía que lo pierda de vista es pedagogía fracasada. Fabrica gregarios, no forma hombres.
El lenguaje que el educador debe utilizar es bien sencillo. Decirle al joven: Nunca pierdas
tiempo pensando si eres avanzado o retrógrado, progresista o inmovilista, si te comprenden o no,
si eres actual o estás desfasado. No te preocupes de bizantinismos infantiles. No te entretengas en
disquisiciones pueriles que conducen a la esterilidad. Preocúpate sólo de ser tú mismo. No te
traiciones en nada. Sólo así serás libre, salvarás a los demás, serás fecundo.
LLegar consciente y libremente a ser cristiano, discípulo de Jesús, implica la voluntad de
no ser como todo el mundo. Es aceptar posturas que nos diferencian. Es estar en el mundo, «sin
ser del mundo» (Jn 17,14). Es tener la valentía de ser distinto de los demás para empezar a
parecerse a Cristo.
Hay que liberarse de determinismos y condicionamientos que esclavizan nuestro
dinamismo interior. Provienen de la familia, del ambiente socio-profesional, de la calle, de las
costumbres corrientes. Hay que optar por ser otro, de otra manera. Hay que empezar la vida
nueva de que nos habla San Pablo. Hay que sentirse y ser renacido (cf. Jn 3,3).
Tenemos que infundir en el joven el valor de ser uno mismo, de existir personalmente, de
no ser simple emanación del contorno. El joven, como pasta maleable, se adapta
automáticamente al recipiente que lo contiene. Sin necesidad de que se le hable mucho, se
adaptará al medio en que vive, se dejará asimilar, se fusionará con él. Más bien conviene insistir
en el esfuerzo que debe hacer para adquirir una personalidad, para estructurarla, para darle una
espina dorsal que le permita moverse con facilidad.
Esta es la condición indispensable para llegar a ser capaz de un compromiso responsable.
Comprometerse es justamente lo contrario de alistamiento gregario, de sumisión masiva a las
manipulaciones, de resignación indolente a las leyes del clan o de la tribu. No temamos que esto
sea fariseísmo o despotismo que rompe con el medio, para hacerse un ghetto. Si se hace con
discreción, no lo será. Además, más temible todavía que el ghetto es el aplastamiento por el
número, ese terrible e insípido camaleonismo de muchos cristianos que les hace tomar el color
dominante del mundo en que se mueven.
Inculcar al joven fidelidad inquebrantable a las propias convicciones, es deber de todo
educador. Es el «coraje de la Verdad», convencidos de que «la hora que señala el reloj de la
historia exige de todos los hijos de la Iglesia un gran valor, y muy en particular la valentía de la
Verdad [...] No se trata de un ejercicio deportivo y placentero, sino de una profesión de fidelidad
obligada a Cristo y a su Iglesia. Hoy es, además, un gran servicio al mundo moderno, que espera
de nosotros, acaso más de lo que suponemos, este testimonio»155.
Mantener esta auténtica línea pedagógica enderezada a formar hombres con el prestigio
de una personalidad definida, es exigencia ineludible del momento histórico que nos ha tocado
vivir. Es hacer hombres consecuentes. «Nos encontramos en una fase de laxismo moral
verdaderamente grave, disconforme con la recta interpretación de la Verdad y del sentido
cristiano y humano. Pasividad degradante, hedonismo frívolo y pasional, culto a la violencia [...]
Como católicos, como cristianos, debemos rechazar la fácil condescendencia con el
conformismo ideológico y práctico de la cultura-ambiente, y la cobarde sugerencia de que para
ser moderno es necesario comportarse como los demás»156.
¿Quieres, pues, ser moderno? Decídete a ser lo que eres, tú. Lo que eres, cristiano, pues
el Evangelio, el cristiano que lo vive, siempre está de moda. Para estarlo, para ser siempre actual,
basta que se mantenga fiel a su propia identidad, que tenga «el valor de dejarse vencer por la
Verdad». Eso dijo, al convertirse de la vieja iglesia luterana, Alfredo Härdeling, profesor de la
Universidad de Upsala.

Personalizar

Casarse con formas de pensar, sentir, hablar y actuar de otros es acabar no


diferenciándose de los demás. La presión del ambiente nos esclaviza. Se hace norma de verdad y
de compromiso. Se defiende como un axioma el slogan 'ser como otros'. Esto ¿no es plegarse a
determinismos de la masa? ¿No es inmolar la libertad personal en aras de un colectivismo
totalitario?
La inclusión de la sociología en la pastoral ha sido beneficiosa, pero sólo en un aspecto:
captar realidades concretas que hay que conocer para facilitar la penetración del Evangelio.
Pretender, en cambio, que la sociología se convierta en norma de la fe, criterio de verdad,
sucedáneo de espiritualidad, eso es retroceder a Augusto Comte. Es, por muy nuevo que
parezca, su retorno triunfal. Jamás soñaría él en su siglo con un éxito tan resonante.
La personalidad del joven desaparece hoy sumergida en la impetuosa corriente
colectivista. La vocación personal de cada uno, la inviolabilidad de la conciencia, el carácter
sagrado de la persona, la santa libertad de los hijos de Dios, se volatilizan. La persona, con su
inmensa carga humano-divina, queda pulverizada. Se hace diminuto grano de cemento compacto.
Desaparece en gigantesco hormigón.
El ambiente circundante nos despersonaliza. Ideologías totalitarias en lo político y
cultural. El eurocomunismo, aliado con los intelectuales de izquierda burguesa, está logrando casi
monopolizar en muchos países —incluso en España— prensa, editoriales, sindicatos, cátedras,
televisión, radio. La cultura realmente libre e independiente sólo anida en islotes perdidos de este
océano dictatorial.
Vivimos sometidos a un auténtico despotismo intelectual más temible que las dictaduras
políticas. Sistemático e insinuante, nos asedia a todas horas. Nos tiraniza. Hace jirones nuestra
personalidad. Destroza lo más noble y sagrado que existe en el mundo. Olvida que la persona «es

155 Pablo VI, 22-5-1970.


156 Pablo VI, 14-7-1971.
lo más perfecto que hay en toda la creación visible»157, que es «verdadero microcosmos que vale
por sí solo más que el universo entero»158.
Este despotismo dictatorial reduce la persona a individuo. La hace cosa, la «cosifica». La
convierte en fragmento de materia. La confunde con una partícula microscópica perdida en la
inmensa red de fuerzas físicas, cósmicas, vegetativas o animales. Se atomiza al hombre, que
desaparece absorbido en el anonimato de la masa. Es encarcelarle totalmente en la sociedad
política o cultural que se trata de imponerle, aunque se disfrace con mil caretas: libertad,
democracia, progreso...
En una palabra, es sujetarle a un colectivismo tiránico, destructor de derechos y libertades
individuales, generador del totalitarismo político o cultural. Es lo que testimonia el grito de
Solzhenitsin, Sajarov, y de muchos pensadores y filósofos contemporáneos.
El cultivo de la personalidad del joven, enderezado a que sea él, no excluye, antes al
contrario exige, lanzarlo a una prodigiosa entrega a los demás, a una generosidad sin límites, a
un don de sí total. Hay que hacerle vivir el ejemplo de Cristo y la consecuencia que entraña: «Dio
su vida por nosotros; también nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (I Jn 3,16).
La tentación arrolladora que siente el hombre de hoy es convertir la sociología en
religión, la encuesta en dogma, las oscilantes apetencias humanas en norma moral. Esta tentación
la explota hábilmente una táctica diabólica, poderosa y sutil, que trata de «sustituir una religión
divina por una religión humana; y esto por una transformación casi imperceptible, sin que al
exterior se produzca ningún cambio sensible»159.
La clarividencia de Guitton revela con estas palabras el objetivo que se pretende, y la
táctica que se emplea. Objetivo: integrarnos a todos en una iglesia nueva, distinta de la fundada
por Jesucristo; amoldarnos a una fe cuyo eje es el hombre, no Dios. En otros términos: destruir la
Iglesia, arruinar la Fe.
Una táctica sutil y engañosa para conseguir este objetivo: intoxicación paulatina,
imperceptible, sin que nos demos cuenta. Escape nocturno de gas que asfixia la fe en Dios. Nos
acostamos creyentes, y nos levantamos ateos. Nos dormimos adorando a Dios, y nos
despertamos adorando al hombre.
En el ambiente ideológico en que el joven se mueve, pululan hoy estos gérmenes. Quieren
despersonalizarle, colectivizar su pensamiento, su conducta, su fe. Ese ambiente silencia verdades
de Fe160; falsifica el vocabulario utilizando las mismas palabras (fe, sacramentos, iglesia,
apostolado...) con contenido distinto y, a veces, contrario a lo que realmente significan; inventa
sofismas y fabrica slogans para que, sin advertirlo, se alcance mejor la «madurez en la fe», esa «fe
adulta» de inteligentes y selectos, incompatible con la tradicional y «retardataria» fe
«sociológica», propia de masas gregarias e incultas.
El que por contacto directo conoce a la juventud, sabe que quiere reaccionar ante esta
anarquía que despóticamente se trata de imponerle con el nombre de progreso o desarrollo. Esa
juventud se resiste a ser defraudada. Quiere autenticidad. Grita: «Ayúdame a ser por mi cuenta».
Recuerda con Montessori que eso es lo que un discípulo debe pedir a su maestro. Necesita saber
que la Fe, la Iglesia, «no son un fenómeno histórico o social cualquiera que se pueda modificar
según el propio antojo». Quiere conocer que «la Iglesia es un hecho espiritual y religioso: una fe
que lo engendra, una autoridad que lo dirige y un Espíritu que lo vivifica»161.
Hay que convencer al joven que él es Iglesia, partícula minúscula, pero integrante, vital,
de una Iglesia que no pierde su personalidad, ni esfuma su identidad, plegándose caprichosamente
a las veleidades humanas. Una Iglesia que armoniza progreso y tradición. Una Iglesia en
157 Santo Tomás, Sum. Teol., I,29,3.
158 Pío XI, Mit brennender Sorge, 14-3-1937.
159 Guitton, Lo que yo creo, Acervo, Barcelona 1973, p.46.

160 Se «silencian misterios fundamentales de la Fe», y existe dentro de la Iglesia una «tendencia para construir un

nuevo cristianismo a partir de datos psicológicos y sociológicos». Así, «la vida cristiana estaría desprovista de
elementos religiosos». Pablo VI, 6-12-1970.
161 Pablo VI, 12-10-1969.
permanente y selectiva «función de asimilación» (Newman). Una Iglesia que se enriquece con las
aportaciones de un mundo en expansión, pero sin confundirse con él.
La alegría desborda al joven cuando descubre que es Iglesia, semilla arrojada en el surco
de la historia. Asimila, transforma en alimento, convierte en propia sustancia, los elementos
extraños presentes en su contorno mental. Asimila, pero sin ser asimilada. La Iglesia, sobre sus
eternos cimientos, es edificio en perpetua construcción.
Corre el riesgo de dejarse absorber, pero la fuerza divina que posee, la preserva. Los
veinte siglos precedentes, toda la prehistoria judía prueban este aserto. No se dejó absorber
entonces. Tampoco ahora se dejará, aunque viva inmersa en el mundo del racionalismo científico
de Marx, Freud o Nietzsche.
Así el joven vive lo que es, Iglesia permanente, siempre idéntica a sí misma. Fortalece su
personalidad al comprobar con gozo que «el curso del tiempo, engendrador primero y devorador
después de los grandes fenómenos humanos, no sabe dar razón adecuada del nacimiento y del
vigor de la Iglesia. Ni consigue disolverla en su flujo tremendamente arrollador y disolvente».
Hay que hacerle sentir que es parte viva de una Iglesia que «se manifiesta igual en las
más diversas vicisitudes. Se encuentra en todas las etapas de la historia, no sólo siempre la
misma, sino siempre en vías de rejuvenecimiento y actualización. Y esto, no por la ayuda
temporal de acontecimientos propios o factores externos, sino por la capacidad restauradora de
encontrar en sí misma, como cuerpo que despierta del sueño, más frescor y más vivas energías».
Integrado en esta Iglesia, se fortalece para afirmar su personalidad ante los demás. Se
entusiasma al admirar su estabilidad inconmovible. Ni «se escandaliza de que se enriquezca en su
larga meditación y ardorosa defensa de su patrimonio doctrinal, con nuevos dogmas y
disposiciones que no alteran ni oscurecen su nítida sencillez evangélica; ni se enoja ni desconfía
de que sea siempre la misma y no se doblegue a la moda de los tiempos»162.

Marchas y campamentos

He observado que para educar la reflexión, marchas y campamentos poseen un valor


superior a los círculos o asambleas. La vida campamental ofrece continuas ocasiones para poner
en práctica las lecciones aprendidas. La austeridad, disciplina, sacrificio que lleva consigo,
facilitan la asimilación de las ideas. No olvidemos que el hombre piensa, más que con la cabeza,
con el corazón, es decir, que influyen en su entendimiento las pasiones o sentimientos que
dominan su vida.
Por otra parte, la soledad, la belleza de las montañas acercando a Dios, crean un estado
de ánimo favorable a la reflexión serena. Además, el ambiente fraternal de alegre y cristiana
camaradería facilita la comprensión de las nuevas ideas, sobre todo si el bisoño acampado
encuentra a su lado un militante que las vive, un militante que con la mayor alegría, derrochando
buen humor, renuncia al egoísmo y vive para Dios en los demás.
El campamento enseña a pensar con profundidad, orden y nitidez hasta que el educando
descubre la verdad por sí mismo. Los educadores no se contentan con suministrar conocimientos,
de esa forma atrofiarían el talento de los acampados. Enseñar a pensar es provocar en el
acampado la necesidad y la alegría de encontrar la verdad por sí mismo, como el astrónomo que
¡por fin! descubre una estrella tras largos años de tenaz observación.
Un filósofo contemporáneo ha escrito que el hombre moderno se parece a uno que sale
de su casa, pierde la llave y ya no sabe cómo entrar. Vive fuera de sí. Da vueltas a su derredor,
pero no sabe cómo penetrar. La mayoría de la gente no ha llegado aún a ser persona. Ni sabe lo
que quiere ni quiere lo que sabe. No lo sabe porque no piensa. No lo quiere porque no tiene
voluntad.
La civilización técnica ha acogotado al hombre. Es culto e inteligente pero atormentado
por la duda, ciego para descubrir el camino de su felicidad. Parece como si no tuviera tiempo
162 Pablo VI, Trento y Vaticano II, 8-3-1964.
para pensar. En campamento, sin embargo, hay mucha. Esta reflexión se cultiva diariamente en
tres ámbitos:
a) Individual. Kierkegaard ha escrito: «El mundo, la vida, están enfermos. Si fuera médico
y me pidieran consejo, respondería: callad, haced silencio».
El silencio es obligatorio para todo el campamento en momentos estratégicos del día.
Media hora de aislamiento y soledad sigue siempre a la exposición de un punto evangélico. Bajo
el cielo azul, verticales, erguidos, se alzan los pinos invitando a las almas a despegar de la tierra,
mientras el murmullo de las aguas del río las envuelve en incienso musical de sonoridades
embelesadoras que arrastran a Dios.
Quince minutos por las noches, después del fuego de campamento, contemplando las
estrellas —luminosidad y transparencia en el estío castellano—, hacen sentir a muchos añoranza
de un Dios que, quizás por primera vez a los veinte años de su vida, se presenta cercano y
acogedor.
En esas noches se entregarán a Dios muchos jóvenes. Uno me contaba que le habían
hablado de las marchas compañeros de su Banco. No quería ir. Al insistir ellos por tercera vez, se
decidió. Iba dispuesto a pasar un día más. Al final del fuego de campamento oyó algo que le
impresionó: «Dios te espera más allá de esas estrellas que brillan en la noche. Dios Padre
parpadea para ti a través de los luceros». Al terminar las ideas, el muchacho se levanta, busca un
sitio solitario. A través de los pinos contempla el cielo estrellado y se echa a llorar. Tenía
entonces veinticuatro años. Acababa de licenciarse y regresaba de la «mili» moralmente
deshecho. Año y medio más tarde, en un Cursillo de formación de militantes, dos meses después
de haber hecho el mes de Ejercicios, hablaba conmigo a orillas del Cantábrico. Me contaba su
conversión a Dios aquel sábado de junio en las alturas de Guadarrama, en la soledad acogedora e
impresionante de una noche cuajada de luceros.
Cuando el campamento de estable se transforma en volante, para coronar picos de la
cordillera, el silencio en largas horas de marcha a través de las montañas, bordeando abismos,
atravesando pastizales o pisando rocas, invita a iniciar con Dios un diálogo de consecuencias
eternas, impulsa a orar.
«Los jóvenes acababan hablando con la bicicleta», leí en un periódico francés, aludiendo a
unos cuantos muchachos de dieciocho años, que al acabar sus estudios marchaban durante treinta
días, sin dinero, a través de Europa para despertar sus energías latentes. Se trataba de un
concurso que habían ganado. Era un viaje financiado por una firma comercial con la única
condición de hacerlo en silencio. La soledad de los largos caminos les obligó a hablar con ellos
mismos.
Eso mismo he experimentado que sucede muchas veces en marchas y campamentos. Al
acabar un turno hablaba con uno de los acampados. Tenía diecisiete años y era auxiliar de una
empresa hidroeléctrica. Le pregunté por lo que más le había impresionado del campamento. Sin
dudar, me respondió:
—El silencio.
Fiel a una vieja y calculada costumbre, le pregunté en seguida el porqué.
—Al ir en silencio en las marchas, para no aburrirme, tuve que empezar a hablar conmigo
mismo. Jamás en mi vida lo había hecho. Creo que también entonces empecé a hablar con la
Virgen y a sentirme otro.
Habían transcurrido unos años. Manteniéndose fiel a su programa de entrega, participa en
un Cursillo de militantes. Después de seis meses de cursillo, hablamos en una marcha por los
Picos de Europa. Le recordaba nuestra conversación en Gredos. Me dijo: «Aquellos ratos de
silencio produjeron mi conversión. Si no hubiesen existido, si el campamento hubiese sido uno
más, yo no estaría aquí. Se me obligó a reflexionar. Empecé a hablar conmigo mismo, y empezar
a hacerlo creo que es dar el primer paso para dialogar con Dios».
b) En pequeño grupo. Porque es preciso aprender a pensar, tener una recta capacidad
crítica y un desarrollado espíritu de iniciativa. Dos actividades, reunión de jefes y reunión de
familia fomentan, la reflexión en pequeño grupo.
La reunión diaria con los jefes de campamento y escuadra durante hora y media es una
gran escuela de reflexión. Abriéndose en el apacible silencio de una naturaleza pródiga en
desplegar inagotables encantos, la mirada se hunde en la lejanía avanzando por las tierras
fecundas de Castilla: espigas doradas, azules de cielo, ojivas y almenas, granítico tesón.
Cada jefe tiene que dar cuenta de su actuación, de sus experiencias de novel educador, de
padre de familia en ciernes. Se siente ante los demás responsable de esa familia que se llama
escuadra. Se da cuenta de que el campamento es para la mayoría la primera y quizá la última
ocasión de empezar a hacerse más hombre, español, y cristiano. Y sobre todo, que de su entrega
fiel al papel de padre ejemplar, puede depender la salvación del alma de aquellos escuadristas, que
hasta entonces han peligrado en el ambiente turbulento de la ciudad.
En el campamento se les prepara a ejercer ese «apostolado de igual a igual» que marca el
Concilio a todos los laicos, «en el campo del trabajo, de la profesión, el estudio, el descanso, la
convivencia»163.
Qué bien sonaban en aquellas sesiones las palabras de Pío XII «Hoy más que nunca el
mundo es el campo de batalla de todas las fuerzas del mal, y la juventud es el objetivo predilecto
de estas fuerzas coaligadas. Es necesario tener ideas precisas, convicciones profundas, que
susciten el entusiasmo, la generosidad, la constancia. Con jóvenes distraídos, superficiales,
perezosos, nada o poco es lo que se hace»164.
En aquellas pintorescas reuniones, el novel militante y el veterano aprenden a reflexionar,
a gobernarse a sí mismos, a influir en los demás. La finalidad de estas reuniones es clara: hacer de
la escuadra, del campamento, una familia, trazar con los escuadristas un programa de vida
campamental.
La reunión diaria de la escuadra, en el marco de una marcha radial por la tarde, se
endereza a que cada jefe haga con los suyos lo que con él se ha hecho en la de jefes,
comprometiéndose todos a vivir el plan que ellos mismos se han trazado. Al día siguiente, el
responsable de la escuadra, adiestrado por la reunión de jefes, suavemente y con simpatía, pide en
la nueva sesión cuenta de los fallos. Una vez compulsados, procura que el correctivo salga
espontáneamente del educando. Sólo si él no lo pide, será el jefe, quien con tacto pensará el
correctivo, (la mayoría de las veces lo impondrá en charla personal), asociándose a cumplirlo con
el interesado. En estas reuniones familiares se enseña a pensar, en uno mismo y en los demás, a
descubrir el defecto dominante, a ser más hombre, a conocerse para autoperfeccionarse.
Así, casi sin pretenderlo, iba elaborándose un código de principios educativos, cuyo
artículo más importante era: No cansarse nunca de estar empezando siempre, aunque
aparentemente nada se consiga.
Un año después del campamento un jefe me decía en Ejercicios, después de la meditación
del Rey temporal: «En las reuniones de jefes de Gredos me di cuenta de mi responsabilidad ante
los demás; que pueden salvarse si yo actúo. Allí descubrí que en mi vida —tenía entonces
veintiún años— nadie me había enseñado a pensar con profundidad, y a obrar con tacto y
decisión a la vez. Aquello era genial».
Hace años un joven actuó de jefe de escuadra durante dos turnos consecutivos. Carecía
de condiciones de mando, pero poseía una excelente buena voluntad. Como su escuadra no
funcionaba, en las reuniones de jefes lo pasaba mal. «Era tímido e irreflexivo antes de ir al
campamento. Lo pasé muy mal, pero hoy, después de seis meses, me encuentro transformado. Se
me ha quitado el miedo. Actúo con desparpajo en mi empresa, con frescura inaudita, con 'santa
cara dura'. Todo por aquellas reuniones de jefes en que las pasaba tan mal».

163 Apostolicam Actuositatem 13.


164 10-9-1953.
Algún tiempo después consagró su vida a Dios en una orden religiosa. Al año de
noviciado escucha a un sacerdote que había pasado por Gredos y hablaba de la necesidad de
suavizar las tácticas. Cuando le visité meses después, me dijo:
«Por aquí pasó el P. X. y nos decía: 'Hay que humanizar el campamento, ablandándolo'.
Cuando le oí, me sonreía, al mismo tiempo que decía para mis adentros: si yo caigo en un
campamento así, no estaría ahora en este noviciado».
Le pasaba lo mismo que a aquel otro que vivió en un hogar durante un año, y luego,
convencido por unos compañeros, lo abandonó por estimar que se exigía mucho. Transcurrido un
año ingresa en un noviciado. Y antes de pasar dos años, según me dijo, se dio cuenta de que
gracias a la pedagogía del hogar estaba consagrado a Dios. «Ahora comprendo —me decía—
que aquello fue para mí un magnífico prenoviciado».
Una frase se oye con frecuencia en las reuniones: «El campamento será lo que sea el jefe
de escuadra, y el jefe de escuadra será lo que sean sus quince minutos diarios de silencio».
En el silencio acogedor de la noche, el jefe, a través del firmamento cuajado de luces,
mira a Dios, reflexiona y se prepara, con el corazón puesto en la Virgen, para nuevas hazañas en
su servicio. Al avanzar los días de campamento todos los escuadristas suelen asociarse a este
momento de reflexión del responsable.
Al ver a esos jefes haciendo examen de conciencia comprendí la frase de Napoleón
después de Austerlitz: «Dos cosas llevan a un ejército a la victoria: un mismo corazón en que
vibren oficiales y jefes, y una tropa que reflexione seriamente ante Dios».
c) Reflexión en gran grupo. Sentados en el césped, formando un gran círculo, todos los
acampados se juntan al atardecer en lo que llaman la asamblea. El moderador plantea un tema de
interés: el carácter, los estudios, la responsabilidad, la vocación, la constancia, la castidad, etc. y
los demás van participando y enriqueciéndose intelectualmente.
Acude al campamento un joven de veintidós años. Regresaba de África recién licenciado.
En octubre de ese mismo año, en una tanda de Ejercicios, me decía: «Pasé un año y medio en la
'mili'. Oí muchas cosas, pero nadie me hizo pensar en serio en mis deberes para con la Patria. En
Gredos, aquello de que el campamento era para forjar españoles me entusiasmó. En las
asambleas, cuando se aludía a la historia de España o se contaban anécdotas de la vida de
nuestros grandes hombres, ardía en amor. Y ahora, en Ejercicios, estoy descubriendo que no
puedo amar a España como se merece, si no me entrego del todo a Dios. Ayúdeme, Padre.
Quiero consagrarme a El para salvar nuestra juventud. Pero consagrarme sin ponerme sotana, sin
dejar de ser empleado».

Autocorrectivo

Uno de los puntos claves de este estilo de vida, aprendido y difundido en marchas y
campamentos, es el autocorrectivo. Resulta pieza clave de la pedagogía campamental. Una
derrota no superada predispone para nuevas derrotas. Una derrota autocorregida se transforma
en victoria. El acampado que ha fallado en el plan de vida campamental acordado por la misma
escuadra, se impone a si mismo un detalle de superación personal relacionado con la raíz del fallo
cometido.
Quisiera detenerme en este punto puesto que a lo largo de estos años he comprobado que
muchos, por no hacer uso correcto del método, lo han desvirtuado.
El autocorrectivo —y por lo tanto el correctivo, fase previa en que un educador orienta al
educando hasta que este capta el sistema— no es una simple corrección, ni un castigo, ni siquiera
algo muy costoso que uno hace por los más altos ideales: por Dios, la salvación de los hombres,
etc. Todo esto podrá entrar dentro del campo de los sacrificios, voluntarios o involuntarios, pero
no en la esfera del autocorrectivo.
Aquellos —los sacrificios o renuncias personales— le ayudarán a fortalecer su voluntad e
incluso a unirle a Dios, pero quizás su defecto dominante: irreflexión, iracundia, vanidad, etc.
permanezca al mismo tono después de una buena temporada ejercitándose en ellos.
La eficacia formativa del autocorrectivo se constata con frecuencia:
a) Porque es totalmente personal.
b) No es rutinario.
c) Incide directamente sobre el mal que deseamos extirpar, sobre el defecto dominante de
cada persona.
Con esto quedan apuntados varios de los fallos en que suele incurrir el educador en la
aplicación del correctivo:
1) Imponer el mismo a todo un grupo. Un mismo fallo cometido por cinco educandos
puede deberse a cinco defectos raíz distintos. Requerirá, por lo tanto, corrección personalizada.
De esta forma queda desechado el correctivo colectivo como elemento de un sistema educativo.
El educador aprende en campamento con la práctica que no existen enfermedades sino enfermos.
2) La pereza mental del educador le lleva a sugerir, o hacer que salgan del joven, siempre
los mismos correctivos, por ejemplo prescindir de algún plato en la comida, con lo que pierde en
gran parte su eficacia.
3) Muchas debilidades humanas pueden tener la misma raíz, el mismo defecto de base. Es
un error actuar sobre aquellos, lo acertado es buscar la raíz. Diagnosticar cuál puede ser éste no
será fácil, pero ha de ser el empeño conjunto de educador y educando. A lo largo de los días irán
observando los síntomas (manifestación del fallo raíz) para llegar al diagnóstico (defecto
dominante) y poder aplicar la terapia adecuada (autocorrectivo). Aplicar un correctivo que nada
tenga que ver con el defecto origen no sólo deja este indemne, sino que puede desarrollar más
otro punto negativo de la personalidad del educando
Cuando el autocorrectivo se aplica convenientemente se cortan todos los fallos. Por eso,
varios deslices pueden atajarse con un solo correctivo. Cuando en una casa hay avería y todos los
grifos chorrean, el remedio más eficaz es cerrar la llave de paso.
Las dificultades del autocorrectivo, por lo que tan pronto se abandona, estriban en que
exige un profundo conocimiento de sí mismo y del hombre en general, dominio de las reglas de
discernimiento de espíritus, un estado habitual de silencio interior que permita detectar las más
mínimas manifestaciones de un defecto, y diagnosticar a qué enfermedad se deben esas taras en la
personalidad propia o ajena. Por último agilidad mental que impida autocorrectivos rutinarios o
poco propicios (inadecuados, desproporcionados, etc.)
Resulta un error extendido creer que después de un fallo debe hacerse tan sólo el firme
propósito de no volver a caer. De esa forma no se educa la voluntad, sino simplemente el
entendimiento. Con el tiempo se hará inconscientemente lo que Ovidio escribía: «Veo lo bueno y
lo apruebo, pero sigo las inclinaciones malas». Algo de esto experimentó también San Pablo:
«Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, pero lo que aborrezco, eso
hago» (Rom 7,15).
El correctivo educa la voluntad, ahí está su eficacia. Con el tiempo los buenos propósitos
incumplidos hacen que la conciencia se haga más laxa. Como anota Schneider: «Las pequeñas
faltas contra la ley moral, que cometemos a diario la mayor parte de las personas, encierran el
peligro de que nos acostumbremos a oír las protestas de la voz de la conciencia, y éstas se oigan
cada vez más débiles y exciten cada vez menos el sentimiento de culpabilidad y el deseo de
penitencia»165.
Una mala costumbre bloquea la voluntad. Lo que intenta el autocorrectivo es liberarla de
esa cadena para que pueda seguir actuando. Del mismo modo que en el campo del entendimiento
cualquier falta debe subsanarse cuanto antes, porque su repetición la convertirá en un hábito
difícilmente reversible (pensemos en una errada pronunciación en el aprendizaje de un idioma o
en faltas de ortografía nunca corregidas), así también en el campo de la voluntad es preciso
165 La educación de sí mismo. Herder. Barcelona 1967, p.119.
corregir cuanto antes el fallo cometido. No se trata, por consiguiente, tanto de fortalecer la
voluntad como de desbloquearla del defecto que la tiene atenazada. Cuando un niño tiene los
dientes descolocados se le aplica el aparato corrector no en los riñones, sino en la boca. Del
mismo modo si una persona es irreflexiva o inconstante, ¿qué le soluciona quedarse sin postre o
ponerse dos jerseys en verano?
El correctivo es, de este modo, un medio educativo de innegable eficacia para que el
joven aprenda a autoeducarse, a crecer en humanismo, a pasar de la filosofía del tener a la del
ser.

Premio

Complemento ideal del correctivo es el premio, paso previo del autopremio. Esta técnica,
menos asimilada aún que la del autocorrectivo, no suele ser practicada por el educador. Con
frecuencia se confunde premio con regalo, del mismo modo que se identifica correctivo con
castigo.
El autopremio brinda al educando el equilibrio indispensable que su naturaleza y
psiquismo necesitan. «Premio y correctivo se armonizan y complementan plenamente en la
pedagogía que Cristo dejó en el Evangelio. No se puede mutilar esta pedagogía ni en uno ni en
otro sentido»166. Al educador le costará más premiar que corregir porque supone el ejercicio
heroico de la caridad, del mismo modo que resulta más difícil alegrarse con el éxito de un amigo
que entristecerse con su desgracia, o bien imitar los sentimientos de Cristo en la Resurrección
(«gracia para me alegrar y gozar intensamente...»167 que en la Pasión («dolor con Cristo
doloroso...»168.
El educador se verá siempre tentado de recurrir al fácil regalo, de índole crematística. El
premio, sin embargo, se ajusta a una situación concreta, no tiene por qué ser material o de
contenido económico, puede ser muy variado con lo que evita la rutina. Muchas veces será un
estímulo, una felicitación verbal, unas palabras de ánimo, una alusión a sus seres más queridos, a
sus ideales más nobles, etc. Así toma conciencia de sí mismo y podrá seguir adelante. Todo este
proceso necesita un adecuado conocimiento del educando por parte del educador.
La mayoría de los estudiantes no rinden con plenitud en su estudio porque no saben
descansar. Así también el joven que quiera educarse exclusivamente extirpando defectos y
aplicándose autocorrectivos, puede convertirse en un psicópata, un avaricioso de la propia
perfección que nunca alcanzará. No se trata sólo de arrojar lastre, sino de potenciar virtudes,
recuperarando energías gastadas, confiando en uno mismo, etc.
Una persona formada es la que en todo momento sabe lo que debe hacer. No dudará, por
ello, en incluir en su plan ascético personal no sólo el autocorrectivo, sino el autopremio
equilibrador. El educador debe conocer perfectamente los gustos del educando para saber tocar
en el momento preciso los resortes que le muevan a caminar hacia el bien.
Esta táctica alternante, ensayada durante años en marchas y campamentos, ha ido creando
esos hombres equilibrados, alegres y eficaces que necesita la sociedad actual.

Ejercicios espirituales

Pero la gran escuela troqueladora de hombres han sido los Ejercicios espirituales internos,
completados con el día de Ejercicios mensual. Estos ejercicios han resultado el medio más
adecuado para hacer pensar hondo. He reflexionado mucho en su éxito buscando las razones
humanas que han podido contribuir a ello, para brindarlas a cuantos sacerdotes y laicos quieran
utilizarlas. Ante todo, elección de una buena casa, totalmente fuera de la ciudad. Los primeros

166 Abelardo de Armas, Notas de verano (escritos inéditos), 5-6-1983, p.52.


167 S. Ignacio, Ejercicios espirituales, 4ª semana (221).
168 ib. 3ª semana (203).
meses tuve que acogerme a dos casas en las afueras, pero dentro de la capital. Luego, durante
once años, encontré una casa alejada más de cincuenta kilómetros. La diferencia que observé fue
enorme. Sólo el tener que salir de Madrid alejándose del bullicio, facilita extraordinariamente ese
encuentro con Dios que son los Ejercicios. Si además de esto, al final del viaje se encuentra una
casa acogedora, pero austera, sin comodidades ni detalles que recuerden el ambiente que se ha
dejado, una casa llena de paz con ausencia total de ruidos, la impresión con que se inician los
Ejercicios no puede ser más propicia.
El director aprovecha la primera charla en la capilla, si cae en la cuenta de que este
primer encuentro es decisivo. «Padre —me decía un ejercitante dos años después de haberlos
hecho—, todavía me acuerdo de la plática la noche que llegamos. Todo lo que hice en aquellos
Ejercicios maravillosos que han transformado mi vida, creo que se debió a aquella primera vez
que se nos habló así».
Iniciados los ejercicios, me proponía seguir al pie de la letra el método ignaciano, sin
menospreciar ninguno de sus pormenores, que aunque parezcan intrascendentes, son
indispensables para el fin que se pretende. Siempre que comenzaba una tanda, me acordaba —sin
pretenderlo— del efecto que habían producido en mí unos Ejercicios auténticamente ignacianos
que durante seis días realicé siendo universitario y, sobre todo, cuando practiqué el mes completo
al iniciar mi vida religiosa. Y pensaba: lo que a mí me hizo un bien tan grande, se lo puede hacer a
éstos si aplico el mismo sistema. No tengo que inventar nada, sino enseñarles a practicar lo que
dice Ignacio, como me lo enseñaron a mí. Estos chicos, me decía, son tan de carne y hueso como
yo; luego les producirá el mismo efecto que a mí.
En particular insistía en dos puntos: silencio y actividad. Era inflexible en exigir un
silencio absoluto, despidiendo al que era incapaz de guardarlo y perturbaba a los demás. Esto lo
aprendí en aquella tanda que hice siendo universitario. La misma noche de llegada, el Padre
director, gran forjador de hombres, licenció a dos. En la mañana siguiente hizo abandonar a otros
tres. Fueron seis días deliciosos. Todavía me los recuerdan los participantes, que rodando los
años ocuparían puestos destacados en la política, en las finanzas, en el apostolado seglar.
Yo les hablaba no sólo del silencio de labios, sino del control de sentidos —vista e
imaginación— para conquistar esa soledad interior en la que habla Dios. Y como insistía
continuamente, acababan todos acostumbrándose. Recuerdo que el tercer día de una tanda me
dijo un joven navarro de dieciocho años que trabajaba en un Banco:
—Padre, al venir a los Ejercicios venía asustado.
—¿Cómo es eso? —le pregunté.
—Sí, Padre; me habían dicho que no se podía hablar nada en cuatro días, y como yo soy
tan parlero... Pero ahora resulta que estoy hablando todo el día y a todas horas con la Virgen y
con Jesús.
La actividad era el otro resorte. Aplicando la primera anotación de los Ejercicios, les
invitaba insistentemente a tomar notas mientras oían meditaciones o pláticas. En los tiempos
libres les hacía estar en el cuarto, completando, pasando a limpio notas, leyendo, pensando.
Los tres primeros años en que di Ejercicios, por falta de experiencia, permitía que saliesen
al jardín en todos los tiempos libres. Por aquel entonces oí a un Padre veterano, con ideas muy
claras acerca de la formación de jóvenes. Recomendaba que no se saliese. Me dije: Cuando este
Padre dice esto, por algo será. Vamos a probarlo. Lo hice, y quedé sorprendido del resultado.
Desde entonces sigo esa norma y no pasa nada.
Enseñaba a mis ejercitantes a desplegar esta actividad en dos direcciones: oración y
penitencia. Con mucha paciencia, insistía opportune et importune; siguiendo a San Pablo les
enseñaba a hacer oración. Y a practicar la penitencia exterior en sus diversas formas.
Las palabras luminosas de Pablo VI me sirven de guía: «El Cristianismo es una palestra
de energía moral, una escuela de autodominio, una iniciación en el coraje y en el heroísmo,
precisamente porque no teme educar al hombre en la templanza, en el propio control, en la
generosidad, en la renuncia, en el sacrificio, y porque sabe y enseña que el hombre verdadero y
perfecto, el hombre puro y fuerte, el hombre capaz de actuar y de amar es alumno de la disciplina
de Cristo, la disciplina de la Cruz»169.
Al acabar una tanda, uno me decía:
—Padre, he hecho mis primeros ejercicios. Antes los había oído cuatro veces. No me
habían enseñado a hacer oración y penitencia. Creo que serán unos Ejercicios decisivos en mi
vida.
Han pasado los años y ese militante, consagrado a Dios sin salir de su empresa, sin
abandonar su profesión, sigue viviendo el Evangelio porque continúa haciendo oración y
penitencia. Se ha casado, tiene siete hijos y vive con ellos la mística que aprendió en el Hogar.
Cuando los Ejercicios se dan así, calan hondo, obligan a pensar. No hay que dar muchas
ideas. Al principio pagué la novatada, estaba despistado. Creía que en cuatro días había que
hablar de todo un poquito. Pronto me convencí de que lo único interesante era insistir en la
primera semana de los ejercicios y en el amor a Jesucristo por y con la Virgen.
La variedad y dispersión de ideas, aunque buenísimas, favorece la mentalidad cineasta
que hay que extirpar del ejercitante para que empiece a vivir de realidades y no de engaños. Basta
una sola idea remachada: esta vida no es la vida, por mucho que te lo repita el cine, la calle... Una
idea completada con otra que forma su media naranja, por no decir naranja entera: a Jesucristo
todo se lo debo, vida temporal y vida eterna. Y a Jesucristo sólo puedo encontrarlo en y por
María.
En una tanda de Ejercicios aprovechando la Semana Santa, me reuní con consejeros y
directores generales de grandes empresas. Al caer la tarde del Sábado Santo, en la paz serena de
aquel día, se me acerca emocionado uno de los ejercitantes y me dice:
—Padre, vengo a darle las gracias, porque con su insistencia me ha hecho pensar. He
comprendido por primera vez, tengo ahora cincuenta años, que esta vida no es la vida. Que Dios
se lo pague.
Efectivamente, en los tres días no había hecho otra cosa que remachar la misma idea
desde distintos puntos de vista. Y para remate, en el comedor se les leía un libro de Tihamer
Toth, Creo en la vida perdurable, que es en lo que no creen a fondo la casi totalidad de los que
van a hacer Ejercicios.
He observado que las ideas penetran en los Ejercicios ajustados al sistema ignaciano, con
mucha más profundidad que en los círculos de estudio.
En una marcha me había quedado solo, distanciado de la escuadra a quien acompañaba en
las alturas de la Mira (estribaciones de Gredos). A más de dos mil cuatrocientos metros, divisaba
un imponente panorama. Pensaba, al mismo tiempo que hundía la mirada en el paisaje dilatado. Y
se me ocurrió comparar el impacto formativo de círculos y Ejercicios.
Los círculos, aun siendo necesarios, me parecía que eran como escribir sobre el mar.
Durante una hora se hacían unas letras en el agua, que desaparecían borradas por el ambiente, en
cuanto acababa la reunión. En los Ejercicios, en cambio, creía escribir sobre roca. Y así era,
aunque empecé a observar que pasadas unas cuantas semanas, y a veces sólo unos días, volvían a
la vida anterior arrastrados por el ambiente, coaligados con las propias pasiones.
Se me ocurrió entonces —la Virgen me lo debió inspirar— con gran resultado, un medio
para evitarlo: hacer todos los meses un día de Ejercicios en la forma que arriba comentamos. Al
constatar el efecto, me dije: verdaderamente tenía razón aquel padre jesuita que, siendo rector de
un colegio secundario, afirmaba que para formar a los jóvenes valían más los «muchos pocos»
que los «pocos muchos», es decir, hablarles todos los días brevemente, que hacerlo una vez al
mes durante una hora.
Círculos, campamentos, Ejercicios, tres instrumentos que, manejados con habilidad y
sobre todo con constancia, sin dejarse llevar de las naturales reacciones del momento, sino
mirando al efecto a largo plazo, dan por resultado la formación de hombres, españoles, cristianos,
eso que tanto escasea en nuestra sociedad. Claro es que para conseguir ese objetivo, el educador
169 Audiencia general, 12-2-1964.
tiene que estar persuadido de la verdad de sus palabras. «Los hombres tienen necesidad de creer a
quien se muestra seguro de lo que enseña», ha dicho Pablo VI170.

Tentación fácil

El forjador de jóvenes debe ponerse en guardia contra una tentación que fácilmente asalta
al debutante: cree que tiene que estar diciendo siempre cosas nuevas, tocando temas variados,
para que el interés no decaiga. Dejarse llevar de esta idea, es la gran equivocación que explica la
esterilidad de muchos movimientos, la carencia de vigor de algunos procedimientos educativos.
El joven que vale, el susceptible de ser educado, está esperando que se le ayude a
reformarse. Esto no se conseguirá si no se le repite siempre lo mismo. Cada día habrá que
hacerlo de una manera nueva, es verdad, pero siempre habrá que estar recalcando lo mismo. Esta
insistencia tenaz es la que echa para atrás a muchos educadores que no saben insistir con gracia, y
prepararse cada día con ratos de reflexión y lectura nacional y extranjera, de la vida actual y de la
historia, para decir lo mismo de manera siempre nueva. En definitiva, la ley del mínimo esfuerzo
les lleva a estar continuamente cambiando de tema. Y al cabo de un par de años, se encuentran
defraudados al comprobar que no han formado un solo hombre.
El que siembra simultáneamente muchas ideas se expone a que no grane ninguna. La
cabeza y el corazón del joven son muy pequeños, por listo y capaz que sea. Y como ese corazón
se revuelve bajo hojarasca de pasiones, es muy difícil que penetre la luz si no se está iluminando
con constancia una misma idea.
Hay que escoger una idea fecunda, con variedad de aplicaciones a la vida, y estarla
repitiendo días, meses, años... y siglos si hace falta. Hay que ser realista, partiendo de esta base: el
ambiente está machacando precisamente la idea contraria a la que se trata de inculcar.
Únicamente triunfará ésta si se repite incesantemente.
Un ejemplo. Para inculcarles el desprendimiento y la austeridad de vida, para libertarlos
de la esclavitud del dios-dinero, hay que estar dando golpes hasta que la idea taladre su mente.
Entonces creerán a Pablo VI: «Todo derroche público o privado, todo gasto de ostentación
nacional o personal, se convierte en un escándalo intolerable»171, frente a pueblos enteros que
mueren de hambre o están insuficientemente alimentados.
Recuerdo a un gran educador de la juventud, que hizo escribir en los muros de un centro
de enseñanza: «Repetir, repetir, repetir». En esa palabra cifraba él la educación de la niñez. En
esa misma palabra está la de la juventud.
La habilidad del educador estará en revestir esa idea cada día de un envoltorio distinto:
una anécdota de actualidad, un hecho histórico, la frase afortunada de un gran hombre, etc. Hay
que guisar los mismos manjares con diversidad de condimentos.
En una tanda de Ejercicios inició su marcha ascendente hacia la santidad un muchacho
que hoy entrega su vida a la juventud, sin salir de su ambiente de trabajo, para llevar a Dios a sus
compañeros.
Perdido entre miles de empleados, comienza a trabajar a los diecisiete años. Ha pasado
cinco en un colegio religioso. Tiene una voluntad débil, pero también grandes ansias de ser
alguien. A veces le ilusiona el ideal de vivir sólo para los demás, pero enseguida la decepción:
¡imposible vivir a fondo mi fe!
Cada quince días, durante ocho meses, encuentra invariablemente en su mesa de trabajo
una octavilla, dejada por los militantes que trabajan en su empresa. Cada octavilla es una nueva
invitación para lo mismo: Ejercicios espirituales. «Aquellas octavillas —contaba más tarde— eran
atrevidas y parecían dirigidas a mí. Hablaban claro. Me hacían cisco». Tardó en ir a Ejercicios,
pero al fin no pudo resistir ante la insistencia de una invitación que llegaba dentro.

170 Ib.
171 Populorum progressio (23-3-1967).
Hemos podido comprobar un dato curioso y a primera vista increíble, para el novel
orador que lleno de fuego se presenta ante un auditorio. Él cree colombinamente, que todos están
pendientes de su palabra. Está pagando la novatada. No se da cuenta de que, aunque miran, no
oyen, porque la falta de control interior y el derramamiento al exterior en que habitualmente
viven, les impiden escuchar.
Aun utilizando la forma restringida de círculos de estudio con cincuenta participantes,
sólo una tercera parte, como mucho, se medio entera de lo que se dice. Las otras dos terceras
partes, aunque miran con los ojos muy abiertos, están pensando en la novia o en la que va a serlo,
en el partido del domingo, en el examen de dentro de ocho días, en el genio del jefe, en el mal
carácter de su padre. Escasamente llegan a un tercio los que medio captan la idea en todo su
alcance. Este tanto por ciento tiende a reducirse cada vez más, porque la vida moderna, sobre
todo en la ciudad, acostumbra al joven desde niño a vivir de impresiones, fuera de sí.
En cuanto esa tercera parte sale a la calle y ve ejemplos contrarios a las ideas captadas,
más de la mitad se olvida de lo aprendido. Ese ambiente va a estar actuando sin descanso durante
ocho días consecutivos, y las propias pasiones se encargarán de entenebrecer las ideas por claras
que sean si no agradan. Cuando a la semana te vuelves a reunir con los cincuenta, e insistes en la
misma idea, tú sufres la ilusión de que te repites, de que les vas a contar lo mismo, cuando en
realidad para ellos es casi totalmente nuevo, si tú te preparas con reflexión y lectura para
adobarlo de otra forma.

Coherencia de vida

Mediante el esfuerzo de reflexión en círculos, campamentos, Ejercicios, el educando debe


captar con claridad meridiana una idea firmísima: las convicciones se defienden primero con la
vida ejemplar en el trabajo, estudio, profesión, familia, calle, diversión, etc., viviendo a lo Cristo y
no a lo pagano, haciéndolo todo por amor a Dios Padre, en Quien todos nos reconocemos
hermanos.
Al joven, al hombre, le cuesta menos hablar que hacer. Se muestra ardoroso en hablar de
sus ideas, sobre todo cuando poseyendo un gran corazón se enamora de la visión cristiana de la
vida, del amor, de la mujer, de la familia. Hasta entonces es un militante magnífico. Pero cuando
llega el momento de estudiar o trabajar sin tener ganas, de hacer oración cuando parece que le
están pinchando para salir de la iglesia, de reprimir su genio o ejercitar la paciencia, entonces se
olvida de la hermosura de las ideas que le cautivaron. De militante se convierte en un vulgar
vegetante de la vida fácil. ¡Qué difícil persuadirle de que las ideas hay que defenderlas y
propagarlas, sobre todo con la vida ejemplar!
Puede ayudar para ello el insinuarle, mediante hechos concretos, que los hombres están
hartos de palabras oídas o escritas, y están ansiosos de vidas que encarnen las ideas, porque las
palabras convencen pero los ejemplos arrastran.
Hay que hacerles caer en la cuenta de que ellos son parte de esa Iglesia, a la que alude Pío
XII cuando afirma que «millones y millones de hombres claman por un cambio de ruta y miran a
la Iglesia de Cristo como a poderoso y único timonel que puede ponerse a la cabeza de la gran
empresa de transformar el mundo»172. Y que «el testimonio de vida es uno de los principales
deberes del verdadero cristiano»173.
Esas ideas se defienden y propagan además —después que con el ejemplo— con la
palabra, es decir, con argumentos convincentes. El joven se convence que tiene que robar mucho
tiempo a la diversión frívola, al ocio, incluso a la aparente actividad apostólica, para consagrar
horas a formarse mediante el estudio y la lectura metódica.
Además de perfeccionar su formación técnica y profesional que le capacite para realizar
con responsabilidad servicios en la empresa o en la sociedad, debe adquirir conocimientos de

172 Exhortación a los fieles de Roma (10-2-1952).


173 Pablo VI, Audiencia general (23-10-1963).
Historia y Filosofía, de Religión y de Arte. Debe sumergirse en el conocimiento profundo de la
historia de España en su repercusión en el mundo, leer biografías de grandes hombres, etc. Y
debe sobre todo, leer y estudiar a Cristo en el Evangelio, en la Historia de su Iglesia, en las vidas
de los santos, en los documentos conciliares y pontificios de este siglo, al mismo tiempo que le
contempla alegre en las bellezas de la naturaleza y habla con El íntimamente en la soledad del
Sagrario.
Pero el ejemplo de vida y las palabras no bastan en algunos casos para defender las ideas.
Entonces, cuando el adversario ataca violentamente, algunas veces tendrá que responder incluso
con su misma vida.
Dentro del Evangelio están dos actitudes dibujadas: presentar la otra mejilla, y enarbolar
el látigo, según convenga. El que se asusta de este modo expeditivo de apologética de las ideas;
quien, para ocultar su cobardía, dice que es contraproducente, piense en el ejemplo de Cristo
cantando con crudeza las verdades a aquellos fariseos, «raza de víboras, sepulcros blanqueados»
(Mt 23, 33 y 27)174.
Cierto que éste no será el procedimiento habitual para propagar y defender las ideas. Pero
habrá que emplearlo siempre que haga falta.
Alguien podrá pensar que este método es incompatible con el diálogo amistoso y fraternal
que debe mantenerse con todos los que no piensan como nosotros. Distingamos: si el
contrincante está dispuesto al diálogo leal y sincero, la defensa de las ideas con las palabras es el
único procedimiento cristiano. Pero si el contrincante no sólo no está dispuesto al diálogo, sino
que ataca, no nos vamos a cruzar de brazos y sonreír con placidez. Lo pide la virilidad más
elemental, que no está reñida con el cristianismo auténtico.
Una militante de la Virgen supo hacerlo muy bien. Elementos agitadores declaran una
huelga en la Universidad en que estudiaba. Ella comprendió que tenía que entrar en clase aunque
nadie lo hiciese.
«La cosa está feísima —escribía a una amiga—, hay huelga declarada desde el viernes.
Por lo visto será intermitente: un día clase y dos no. Lo más desconcertante es que la mayoría de
los profesores se muestran partidarios de que la gente no vaya a clase. Lo gordo vendrá mañana
que toca otra vez huelga. Cada vez que lo pienso me da no miedo, sino pánico. Estoy segura de
que la Virgen vendrá conmigo, pero el miedo no hay quien me lo quite. Y me alegro de que sea
así. Es la mejor manera de convencerse de lo birria que soy y de la cantidad de cosas que pueden
hacerse si nos revestimos de la fuerza de Dios [...]
Hoy he pasado todo el día pendiente de un hilo. Ha habido huelga a escala nacional,
como se dijo. Estuve sola en la primera clase. En las otras tres más sola todavía, porque no
fueron ni los profesores. Sólo Dios sabe el miedo que pasé.
Las rodillas me temblaban que daba gusto. Pero todo salió muy bien porque, como
siempre, la Virgen apoyó. El profesor en vez de explicar me puso un ejercicio escrito. Al final se
limitó a decirme que admiraba mi valor y personalidad; no pude por menos que hacerle un guiño
a la Virgen. Y a la salida otra vez me puse a temblar. Así pasé toda la mañana. En el fondo muy
contenta, con esa satisfacción que se siente al servir a un ideal, y también por palpar bien de cerca
lo poco que se puede si no se llena una de la fuerza de Dios».
Estoy en una oficina. Circulan unas fotos inmundas. Yo sé que son bombas que hacen
explotar la pureza y dignidad de quien las mira. Intercepto la circulación escamoteándolas bonita
y valientemente. Para defender el pudor de mi madre, mi hermana, mi novia y las ideas más
nobles que existen en la vida tendré que llegar incluso a dar la vida. Claro está que antes se
requiere haber agotado con paciencia todos los argumentos persuasivos. Y, además, serenarse,
desposeerse de toda pasión desordenada de amor propio o venganza.
La acción directa se impone sin contemplaciones, aunque la mayoría de los circunstantes
no comprendan mi actuación. La comprende Dios, y eso basta. Y la comprenderá también la
minoría que dentro de la masa se destacará para ayudarme. Mi actitud habrá beneficiado a todos,
174 V. especialmente todo el cap. 23 de Mt.
aunque aparentemente, por el momento, no parezca así. Y habrá beneficiado incluso al
provocador de la corrección, quien por primera vez en su vida caerá en la cuenta de que se ha
cruzado con un hombre —que pasado el incidente se convierte para él en el mejor de los amigos
—, no sólo de palabra, sino de hecho.
Una madre de familia me comenta: «Estando yo hace unos días en una pastelería llegó un
hombre como de unos cuarenta años. Como tardaban en atenderle profirió una blasfemia. Le
llamé la atención, a lo que me respondió que era una costumbre. Entonces le contesté: 'sí, pero es
tan fea que sus hijos lo aprenderán y lo dirán también por costumbre'. Entonces con mucho cariño
me miró, me cogió del brazo y me dijo: 'tiene razón, señora, antes de decirlo me acordaré de
usted'. Le di las gracias y me respondió: 'no, yo a usted'».
A los veinte años un neoconvertido comienza a vivir en gracia. Antes, una vida
totalmente apartada de Dios. Sus compañeros de trabajo están sorprendidos. Ahora corta
enérgicamente las conversaciones escabrosas de las que antes era el principal promotor.
Un día aparecen en el negociado unas publicaciones pornográficas. Amonesta en
particular al dueño, pero es inútil. Al intentar hacerse con ellas surge una discusión violenta. Las
voces suben de tono.
Le hace comprender su honor de hombre. Les habla de sus esposas, hermanas, madres.
Desde aquel día no se ve más una publicación de este tipo en el negociado. Después de una
semana no existe ninguna enemistad. Y el dueño de las fotografías asiste a algunos actos
religiosos a que le invita el militante.

Ejemplo imitable

Ahora es un universitario. Surgen disturbios estudiantiles en la Facultad. Un «activista»


pretende lanzar a la huelga política a todo un curso. Lo había logrado en otras clases utilizando la
táctica de siempre: esclavizar a una mayoría coaccionándola por la audacia.
El agitador se ha apoderado del micrófono. El militante disimuladamente se sitúa a su
lado, y convence al delegado de curso para que haga lo mismo. El revolucionario arenga a la
clase. Quiere «despertar la conciencia solidaria universitaria» para que se unan a la huelga.
Entonces el militante le arrebata el micrófono y se lo pasa al delegado de curso. Este, vacilante
todavía, se decide a hablar. Pone las cosas en su punto. Serenados los ánimos se acuerda una
votación. Veinte brazos se levantan en favor de la huelga mientras la inmensa mayoría de la clase
no se mueve. Son las nueve de la mañana. El catedrático entra. El curso no se adhiere a la
revuelta.
Utilizan ahora la socorrida táctica que triunfa siempre que no hay hombres decididos,
militantes audaces en el campo contrario: acogotar la libertad individual y colectiva en nombre de
la misma libertad.
Al terminar la clase dos activistas, amenazando, interpelan al militante. «Nos han dicho
que no has dejado hablar a X». Sereno responde: «Sí le he dejado. Preguntadle. Ahí baja». X
asiente con la cabeza cuando se le interroga si le han permitido hablar.
Pasan dos horas. El militante se dispone a entrar en clase. El «activista» le interpela:
«Oye. Otra vez que hable al curso haz el favor de no interrumpirme. Tú no tenías derecho a
hablar sin permiso. Yo sí». El militante sin alterarse: «Mientras sigas dando mítines políticos
seguiré interviniendo en defensa de la misma libertad que tú patrocinas».
Advirtamos para acabar que círculos, campamentos, Ejercicios, sólo forman hombres
cuando se dirigen sabiamente. No sirven si no se aplican las tácticas que los hacen eficaces. Antes
o después empezarán a darse cuenta espíritus observadores que ya allí no se forjan hombres, a
pesar de haber conservado el nombre de ejercicios, círculos o campamentos, y de que se repita
que todo sigue igual y que nada ha cambiado.
Estos instrumentos sólo forman hombres si se los emplea con optimismo, con la honda
persuasión de que el mundo puede cambiarse, de que el joven materializado por sus pasiones y
por el ambiente puede transformarse. «El santo —dice Pablo VI— se rebela contra la visión
pesimista, contra las conclusiones que autorizan la pereza y la renuncia. El santo ve y descubre.
Ve que es posible, que hay algo escondido y puede ser sacado fuera de esta sicología del hombre
caído, del hombre frágil. Ve que el hombre es redimible, que se le pueda dar nueva forma y
estatura. Ve que eficazmente dirigido puede ser el santo, el héroe, el hombre de la sociedad
nueva y moderna como nosotros la idealizamos. El santo sabe que el seglar puede convertirse en
elemento activo»175.

Santa intransigencia

Sin alharacas, con naturalidad, sonriendo, pero firme cuando lucha por la verdad, se gasta
el cristiano. Da la cara, hace frente, sabiendo que lo que cuenta no es la victoria sino el ánimo con
que luchamos.
Menéndez y Pelayo a los veinticuatro años es un ejemplo. Se celebra la clausura de los
actos del centenario de Calderón. Es el 30 de mayo de 1881. Los profesores españoles ofrecen a
sus colegas extranjeros un banquete. A la hora de los brindis, un francés se permite un
extemporáneo recuerdo a Ferry, autor de la legislación docente laica. Fue la gota de agua que
colmó la paciencia de Menéndez y Pelayo. Ante comensales enteramente hostiles influidos por la
crisis ideológica que atravesaban los países latinos, se levanta a hablar desafiando a todos, sin
excluir a Giner de los Ríos y sus compañeros de la Institución Libre de Enseñanza.
Su intervención fue comentadísima por la prensa y en los círculos intelectuales.
Atacadísimo por todas partes, se defiende con estas palabras en el homenaje que días después
rindió a su valentía intrépida el Círculo de la Unión Católica: «¿No es deber de todo católico
confesar públicamente su fe en viéndola atacada? ¿Quién de vosotros, tomada la palabra, hubiera
dejado de hablar como yo hablé, ensalzando todas las grandes ideas del siglo de Calderón, y
volviendo por la honra del gran poeta que servía de pretexto a tales profanaciones?»
Santa intransigencia como la de S. Pablo con los corintios. Mientras más se considera la
debilidad de estos catecúmenos primerizos, niños todavía en la escuela de Cristo, mejor se admira
la pedagogía del Apóstol: Es paciente y sabe perdonar, pero desde el primer momento es
intransigente.
Tienes que aprender el arte de no plegarte como esos malabaristas de la política o del
buen vivir que todos conocemos. Paulet fue uno de ellos. Con tal de ocupar altos cargos, a todos
trataba de complacer: al inmoral Enrique VIII, al impío Eduardo V, a María Tudor, a Isabel de
Inglaterra. Le preguntaban cómo se las arreglaba. Con cinismo descarado respondía: Siendo
siempre sauce, nunca encina. Tú tienes que ser encina, no sauce. Flexible, sí, pero no voluble. El
ejemplo de Pöe, otro político inglés, tampoco es el tuyo. Le preguntaban cómo mantenerse en el
favor de todos. Respondió: no diciendo nunca que no.
Hay algunos que parecen prudentes porque no hacen imprudencias. En realidad es que
no hacen nada. Otros parece que triunfan en el apostolado, porque con erasmismo
condescendiente con todos coquetean. En realidad, fracasan. Aunque arranquen el aplauso, no
convierten a nadie. No se deciden a morir por la mística locura de reflejar al Cristo del Calvario,
en un martirio lento y solitario.
Toma a Balmes por modelo. Adopta una actitud valiente defendiendo a Pío IX. En 1846,
al subir a la sede de S. Pedro, dicta el Papa normas democráticas para liberalizar el gobierno de
los Estados pontificios. La reacción de los intransigentes absolutistas españoles y la persecución
que entablan contra el gran filósofo fueron tan crueles que amargaron su vida y aceleraron su
muerte a los treinta y seis años, cerrando su vida con su inmortal obra Pío IX.

Audacia

175 Frascati, 1-9-1963.


La mentalidad corriente está fabricada de compromisos. Nos traiciona el deseo de
agradar. Se envidia al que sabe arreglárselas para quedar bien con todos, aunque la verdad
naufrague. Lo importante es no buscarse complicaciones. Hasta se cree que es signo de madurez,
superación del cándido infantilismo de los primeros años. Se piensa que quien no se acomoda,
aunque sea traicionando la verdad, no triunfa en la vida.
No lo creas. Mantén tu fe en el amor por la verdad. Aunque te crucifiquen, mantente
siempre coherente contigo mismo. Sé auténtico. «Señor, que yo sea lógico», fue la oración-divisa
de Ernesto Psicary desde el día de su conversión. Así se mantuvo fiel a Jesús: «Yo soy la verdad»
(Jn 14,6) «para eso vine al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37)
Santa intrepidez es la armadura del cristiano. Una virtud teologal, la esperanza, y otra
cardinal, la fortaleza, le hacen intrépido y audaz. No imprudente, pero sí santamente arriesgado
en sus empresas. Por supuesto, nunca olvides amar al que niega la verdad, pues la verdad sin el
amor es una verdad muerta.
El miedo nos traiciona. Se apresura a calificar de imposible la salvación del mundo. Ceba
el egoísmo, engorda la inactividad y el desinterés por los demás. Hay que educar el sentido del
valor desde la niñez. «Las cosas no son difíciles, se hacen difíciles porque no nos atrevemos»
(Séneca). Es maravilloso el número de cosas imposibles que la gente decidida logra realizar.
Deberíamos apuntarnos en el equipo de los audaces, hacernos hinchas de él.
¿Quieres mantenerte firme en el ataque? Obstínate en creer que, a pesar de las
apariencias, siempres es la hora de la gracia. Convéncete de que no pierdes tiempo cuando
aparentemente fracasas. Atreverse, sigue siendo la mejor manera de alcanzar éxito. Cada nuevo
esfuerzo, animado por el amor, enriquece a toda la Iglesia. Posee valor incalculable.
Antes de arrojarnos al peligro tenemos que preverlo y temerlo, pero cuando nos hemos
metido en él, sólo queda una solución para triunfar: despreciarlo. Uno se atreve a todo cuando el
amor a Dios arde dentro. Es peligroso para un cristiano dormirse pensando que una cosa es
imposible. Le despertaría el ruido que otro hace al realizarla. No debes olvidar que «el momento
no es de las medianías, ni de las transacciones. La Iglesia pide que nos encaremos con el peligro.
Nos invita a creer que es la hora del amor de Dios entre los hombres. Sabe que Dios no deja
nunca de ser Dios, y que la fe, viril y robusta, traducida en actos, le obliga al milagro, hoy como
ayer» (Pablo VI).
La audacia de un cristiano brilla deslumbrante en la noche de las dificultades y
oposiciones. El hombre se descubre cuando se mide con el obstáculo. No se debe pactar con las
dificultades: o las vences, o te derrotan. Toda dificultad debe ser para el hombre un trampolín
para saltar más alto. La alegría te da alas, pero la oposición actúa de espolón. Sé como los
rosales. Se les apedrea y sueltan lluvia de flores, fragancia de perfumes. Fecundarás si viertes tu
propia sangre con generosa plenitud de fuente. Iluminarás si ardes como la llama hasta extinguirte
silenciosamente.
Audacia humilde y confiada a lo Teresa de Jesús. «Bien veo yo, mi Señor, lo poco que
puedo, pero allegada a Vos, subida a esa atalaya donde se ven verdades, no os apartando Vos de
mí, todo lo podré»176.

Doble actuación

Un golpe de audacia nos lo cuenta un universitario de Madrid. «Ocurrió en l982.


Formaba parte del comité de organización del acto del Papa con los jóvenes en el Bernabéu.
Muchos universitarios deseábamos que Juan Pablo II se reuniera con nosotros, pero cuando en
septiembre (un mes antes de su llegada) vimos el programa de los 10 días de su visita
contemplamos con desilusión que faltaba este encuentro. El 10 de octubre (a 21 días de su
llegada) nos enteramos que el Papa se reunirá con los académicos y hombres de ciencia el 3 de
noviembre en el Paraninfo de la Facultad de Derecho.
176 Vida 21,5. Obras Completas. BAC (Madrid 1979) p.97.
Una idea, absurda a los ojos humanos, pasa por la cabeza. ¿Por qué no organizar un acto
con los universitarios a la salida del encuentro con los académicos? Lo comento con algún otro.
La idea gusta, pero ¿cómo variar un programa perfectamente elaborado y confeccionado al
milímetro? Pienso lo de tantas otras actuaciones: si es de Dios saldrá, si no nada tenemos que
perder, puesto que algo aprenderemos.
Empezamos a hacer las gestiones oportunas. Los primeros pasos se dirigen hacia la
jerarquía eclesial española y vaticana pidiendo un hueco en el horario para este encuentro. La otra
línea de actuación se centra en los mismos universitarios. Se trata de la movilización de toda la
Universidad para recibir al Papa. Pasamos por más de 100 aulas de casi todas las facultades,
carreras y especialidades dando un pequeño speak de diez minutos. Lo primero es dar el acto por
hecho: 'Como sabéis, el próximo 3 de noviembre el Papa vendrá a visitarnos a la Universidad...' y
lo segundo motivar la asistencia de los jóvenes. Iniciamos lo que llamamos operación 500
instrumentos. Se trata de conseguir un coro de 500 instrumentos y tantas o más voces para dar la
bienvenida a Juan Pablo II.
Quedan tan sólo diez días cuando se inicia la operación. En una semana está conseguido
el número previsto. Se realizan varios ensayos en aulas de gran capacidad.
Falta una semana y aún no se ha confirmado el acto, pero se han conseguido ya dos
cosas: a) la movilización de los universitarios que han tenido que desarrollar el espíritu
combativo, y b) la unión de los cristianos.
Ahora es cuando empieza a funcionar la audacia. Se envía una carta a todos los
periódicos y a la televisión comunicando que el 3 de noviembre, a la salida del encuentro con los
intelectuales, el Papa se reunirá con los universitarios. La noticia es inmediatamente divulgada,
por lo que el responsable del acto con los jóvenes telefonea a un obispo para cerciorarse del
tema. 'Debe ser cierto, puesto que aparece en todos los periódicos, encárgate de organizarlo'.
El acto es ya oficial. No hay tiempo que perder. Hay que engalanar la Universidad,
organizar el acto caldeando el ambiente y conseguir que vaya gente puesto que no se le ha dado
publicidad. Entre los 500 del coro se compran bastantes metros de bandera blanca y amarilla, se
unen los árboles con cintas, se reviste la explanada donde se le va a recibir, se consigue permiso
del decano para adornar toda la fachada de la facultad con banderas y fotografías gigantes del
Papa, se coloca un retrato de la Virgen de tres metros de altura. Todos entran en jaque acudiendo
incluso todo el domingo.
Se prepara el pre-acto. Hay que alquilar megafonía, conseguir personas que hablen (un
sacerdote, un profesor, un alumno), lograr que acudan la tuna, etc.
Sin saber casi cómo, cuarenta mil universitarios aclaman al Papa en el acto más
espontáneo y sencillo de cuantos tuvo en España. Un discurso improvisado por parte suya y una
impresionante muestra de cariño y adhesión por la nuestra. Aquel deseo que Dios había puesto en
el corazón, El mismo logró llevarlo a término. Lo único que necesitaba era unas personas que
quisieran luchar por que saliese adelante».
Un militante de BUP expone su experiencia en relación a las elecciones en los consejos
escolares. Faltando tan sólo cuatro días para la votación recibe una llamada de un profesor
avisándole de que las únicas candidaturas existentes son marxistas. Programa su acción en dos
frentes: alumnos y padres.
Al llegar a clase habla con los amigos. Estos lo comentan con sus padres. Momentos
antes de cerrarse el plazo de presentación de candidatos aparece este grupo con la consiguiente
sorpresa de la oposición. Está conseguido el primer paso. El segundo será enviar una circular a
todos los padres del centro (unos mil quinientos) exponiendo el proyecto. El tercero será
conseguir votos en la misma mesa electoral ya que muchos, indecisos o ignorantes de la
responsabilidad de su voto, piden allí mismo una orientación. La victoria, conseguida merced a la
audacia de un militante que puso en marcha a otros en tan sólo tres días, y que pasó hablando por
todas las clases, es rotunda.
IV

ESCUELA DE CONSTANCIA

El educador no puede perder de vista que, si descuida la formación de una voluntad


constante en sus educandos, toda su paciente labor caerá por tierra. No basta ilustrar el
entendimiento con las más nobles ideas. No es suficiente desarrollar en el joven su poder de
reflexión. Si no troquela su voluntad endureciéndola con el sacrificio, aquellas ideas quedarán
para siempre sepultadas en la fría región de las disquisiciones especulativas, sin que desciendan
jamás a fecundar la vida.
Pitt, premier inglés, preguntaba una vez a sus amigos cuál era la primera cualidad del
gobernante. La elocuencia, el talento, la capacidad de trabajo, se le respondió. Pitt, tomando la
palabra, dice «La primera cualidad de un premier es la paciencia».
La primera cualidad de un educador es también la paciencia. ¡Cuántas obras fracasadas
por falta de paciencia en sus iniciadores! ¡Cuántas juventudes tronchadas porque falló la
tenacidad de sus conductores!
Se dice que la juventud actual es débil de voluntad, incapaz de un esfuerzo serio y
continuo. Por desgracia, la afirmación en términos generales responde a la realidad. Pero no
echemos toda la culpa a los jóvenes. Pensemos que los principales responsables somos nosotros:
padres, maestros, directores espirituales. Si en nosotros falla la constancia en educarlos, si nos
desalentamos al ver el escaso resultado aparente de nuestros esfuerzos, si no sabemos mantener
una tensa línea de sacrificio viril, y nos doblegamos ante sus caprichos y frente a las exigencias de
la blandenguería-ambiente que nos envuelve, reconozcámonos sinceramente más responsables
que ellos.
Ante el poder arrollador de una voluntad constante, nada se resiste. Un militante quiere
llevar de Ejercicios a un botones de excelentes cualidades humanas. Trabajan en la misma oficina.
En cada tanda le invita personalmente sin resultado. El militante se incorpora al servicio militar.
Desde el Ministerio continúa insistiendo con llamadas telefónicas. Pasan los meses y todo parece
inútil. Por fin, da su palabra: «Iré para que me dejes en paz».
En la soledad descubre una nueva vida y se entusiasma con Cristo. Asiste a las marchas
del verano. El militante sigue acompañándole de cerca. Nuevos Ejercicios, y su entrega es
completa. Deja su familia —es hijo único— y se traslada a un hogar para hacerse más eficaz al
servicio de Dios.
La experiencia de largos años me ha revelado que, efectivamente, ante el poder arrollador
de la voluntad constante, nada se resiste. Ese joven tímido se hará decidido y audaz.
Transformará su carácter en beneficio propio y ajeno. Será un cristiano, es decir, un militante,
porque cristiano y militante son términos equivalentes. Sabrá luchar para defender sus ideas e
influir con ellas en los demás.
El apático acabará convirtiéndose en activo. Carente hasta entonces de iniciativa y
responsabilidad, mediante la acción metódica a que le somete el educador, aguzará su ingenio,
intentará soluciones atrevidas, caerá en la cuenta de su responsabilidad cristiana ante una
sociedad que se disuelve, no tanto por la actuación constante de las fuerzas del mal cuanto por la
pasividad de los que se dicen católicos. Se percatará, utilizando palabras de Pablo VI, de que «es
responsable de nuestro tiempo, de la vida de nuestros hermanos. Responsable ante su conciencia
cristiana, ante Cristo, ante la Iglesia y la Historia, ante la mirada de Dios»177.
Un muchacho de veintiséis años, consagrado por completo al apostolado, contaba en una
convivencia de militantes cómo había superado su defecto dominante. «A los diecisiete años
conocí el Hogar en una tanda de Ejercicios. Era tímido hasta el extremo. El Padre que dio la
tanda —hoy mi director espiritual—, me aconsejó que hiciera la campaña de mayo en mi
177 Frascati, 1-9-1963.
empresa. Tuve que visitar a los jefes, pedir dinero entre los compañeros para arreglar la capilla,
hablar e invitar a los actos a casi todos los trabajadores, unos trescientos.
Fue aquello una lucha a fondo con mi temperamento. Ahora —a ocho años de distancia
— no me explico cómo pude hacerlo yo solo. La lucha de los años siguientes me ha
proporcionado una mayor confianza en mí».
Hace poco este muchacho ha sido jefe de campamento. Estudiantes y trabajadores
jóvenes eran los acampados. Uno de ellos comentaba con gracia en la comida al intentar cortar la
carne: «Este filete es más duro que el jefe de campamento».
La constancia del educador sorprende al joven. No hace mucho me escribía un militante.
Desde hace varios años está consagrado a Cristo en un Instituto Secular. Me decía en su carta:
«Cuando le conocí me maravillaba que todos los días nos dirigiera unas palabras en la Misa. Esto
era de gran provecho para mí, y creo que para todos los que de veras buscaban a Dios, y aun para
los que no tenían esa inquietud».
Muy curioso a este respecto es el comentario de un joven al ver a un militante de
Telefónica que siempre estaba actuando: «Vosotros, siempre tenéis algo entre manos. No nos
dejáis en paz nunca». Meses después, él también se hacía militante, arrastrado por la constancia
de aquel.
Es preciso acostumbrarles a la acción continua en el medio ambiente en que trabajan, en
la calle, en la escuela en que estudian. Y tienen que actuar con desparpajo. Otros —se les dice—,
carecen de vergüenza para decir barbaridades. Tú debes actuar con la misma desenvoltura, pero
al servicio del bien. Esta acción continua crea un clima propicio para el desarrollo de la
constancia.
Esa acción continua no debía cesar nunca. Se les enseñaba a actuar en trenes, autocares...
Vivían en clima conciliar antes del Vaticano II. «No olviden los que viajen por motivo de
negocios, o descanso, o de estudio, que en todas partes son también heraldos viajeros de Cristo, y
deben conducirse como tales»178.
Las incomprensiones que tienen que soportar, incluso por parte de personas que pasan
como católicas, pero que no tienen la valentía de actuar, van forjando la tenacidad de carácter.
Con ello arraiga el ideal de un cristianismo auténticamente vivido.
Se ha dado la consigna en un círculo de estudios de repartir propaganda entre los jóvenes
en la calle, en la empresa, en la academia. Van a celebrarse las charlas de actualidad que cada año
se organizan para los trabajadores más jóvenes.
Un muchacho que asiste al círculo, apenas hace dos meses que ha descubierto a Cristo.
Es tímido, reservado, incapaz de meterse en líos. Al salir pide octavillas. Decide empezar a
luchar.
Monta en el «Metro» y se acerca a un grupo de muchachos. Hay que invitarles a las
charlas. Duda, ora a la Virgen, se vence y habla a cada uno, mientras les entrega la propaganda.
La lucha ha empezado y el futuro militante se crece. Hace lo mismo con otros grupos. «Cuando
terminé las octavillas estaba lleno de alegría —decía él mismo al contar en público su actuación».
Es que había empezado a salir de la vulgaridad, de una vida sin ideales.
«De personas sin experiencia de persecuciones, no se puede esperar cosa grande»,
escribía Javier en 1552 desde el Japón pidiendo a Goa nuevos misioneros templados en la
adversidad. Esas persecuciones, esas adversidades, templan el carácter del joven, desarrollan la
tenacidad, le capacitan para grandes empresas.
Es muy significativa la trayectoria seguida por el núcleo de conquista, enquistado en una
gran empresa de Madrid. En los cinco primeros años abundan las dificultades. Son continuas las
luchas para superar los obstáculos que se oponen a su avance. Es entonces cuando surgen los
militantes y su acción es más potente, llegando a todos los estamentos de la empresa. La
Campaña de Mayo se extiende a las sucursales de provincias. Asiste un promedio de diez
empleados a cada tanda de Ejercicios.
178 Apostolicam actusitatem 14.
En la segunda época hay facilidades. La dirección comprende y anima a los militantes.
Pero la ausencia de lucha crea un clima de inacción, de comodidad. Como consecuencia, algunos
militantes abandonan su plan apostólico.
Recordemos un caso de la reciente historia de España. Hace unos ochenta años, un
hombre clarividente, religioso ejemplar, el P. Ángel Ayala, enseñó a luchar en el difícil ambiente
universitario de entonces a un pequeño grupo de estudiantes. Los adiestró para dar la cara
siempre que era necesario defender a España y a la Iglesia. Afirmaban con valentía sus ideas
cristianas con el ejemplo y la palabra. A veces exponían sus vidas.
Aquel grupo oscilaba entre los diecisiete y los veintidós años. ¿Resultado? De aquella
minoría surgió la Confederación Nacional de Estudiantes Católicos, con Federaciones y
Asociaciones en casi todas las ciudades de España. Allí se troquelaron durante treinta años una
serie de hombres. Algunos de ellos saltaron a la Política y defendieron a España en los días
difíciles de la República y Frente Popular. Algunos ganaron tras oposiciones reñidísimas, cátedras
universitarias o se dedicaron activamente a difundir sus ideas en la Prensa, dirigiendo y
orientando periódicos. Otros consagraron a Dios su vida haciéndose sacerdotes, e inspiraron
movimientos y obras de gran influjo entre universitarios, obreros o empleados.

Una objeción

Pero esta táctica —dirá alguno— es expuesta. Los jóvenes, arrastrados por la fogosidad
de su carácter, desprovistos de experiencia, cometerán imprudencias, injusticias quizá.
Concedido. Pero para esto está el educador: para hacer caer en la cuenta, después de las
actuaciones, de los errores cometidos; mejor, para que los descubra el mismo educando. Pero de
eso no se sigue que no tengan que actuar. Creer que se puede actuar o hacer actuar a otros sin
equivocarse nunca, es ilusión. Esperar a que pase la corriente para cruzar el río, sería ridículo.
Hay que lanzarse a vadearlo, exponiéndose.
Se insiste: pero es que el joven carece del tacto necesario para actuar con discreción. Por
tanto —es la conclusión de los que así piensan—, lo prudente es darlo todo hecho, milimetrado.
Eso es lo prudente para hacer niños a perpetuidad, para condenar a los hombres a ser párvulos de
por vida, o para que, hartos y aburridos, se nos vayan los mejores en busca de quien los forme
como hombres.
Es verdad que la juventud carece de ese tacto. Ya lo adquirirá si actúa. Para eso está el
educador: para enseñarle a adquirirlo, no para incitarle a que no actúe en vista de los peligros que
tiene la acción.
Hablemos con sinceridad. La verdadera razón que impide al educador lanzar a sus
jóvenes a la acción militante y audaz no es esa. La realidad es que esta táctica exige en el forjador
muchos quebraderos de cabeza, muchos malos ratos, muchos momentos de expectativa
anhelante, saber arrostrar el fracaso y no envanecerse en el triunfo, soportar una tempestad de
contradicciones del enemigo y, lo que es más sensible, de amigos, incluso entre eclesiásticos.
Ante esa ofensiva coaligada vale más invocar los cauces trillados y cómodos de una falsa
prudencia y contentarse con seguir incubando niños inoperantes, al margen de las «gigantescas
necesidades de la época actual»179. «Los tiempos son graves y, sin necesidad de que se proclame
con solemnidad, pueden revelarse como decisivos. Guardémonos de ser perezosos, lentos,
indignos hijos del Evangelio y de la Iglesia»180.

Miedo o despiste

El miedo o despiste nos traicionan con frecuencia al tratar de formar a la juventud. Es


natural el despiste. Numerosos sacerdotes y educadores no saben ya por dónde comenzar ni por

179 Pío XII, Summi Pontificatus (20-10-1939).


180 Pablo VI, Frascati 1-9-1963.
dónde seguir. No aciertan a desenvolverse con los jóvenes. Tienen motivo para estar
desconcertados por la multiplicidad y complejidad de cien publicaciones con que nos abruman los
«especialistas» (?). ¡Alquimia de laboratorio nacida quizá del mejor deseo, pero inutilizable sobre
el terreno la mayoría de las veces! Erudición pedante en muchos casos. Envuelve en
psico-pedagogía todo un embrollo de sofismas y slogans de los que no se saca más que
confusión de ideas e indecisión para actuar.
Tengamos la valentía de dejar a un lado sutilezas y resortes complicados: «dinámica de
grupos», «recorrido evangélico», «camino». Vivamos con sencillez evidencias que permanecen
válidas en todos los tiempos. Es más urgente aún en este final del siglo XX, cuando se nos quiere
persuadir de que los jóvenes no son ya jóvenes, que el Evangelio no es ya el Evangelio, y que la
transmisión de la fe es imposible sin mil desvíos, trabajos de aproximación, astucias más o menos
sofisticadas. Volvamos a la realidad. Se explica el miedo si falta la fe, o no se vive, o se vive a
medias. Un obispo holandés, al entrar en su diócesis, decía apenado que habían enseñado a sus
sacerdotes que la mejor fe es la duda. Es, por desgracia, una realidad en áreas dilatadas de
nuestra geografía.
Un militante nos cuenta la siguiente anécdota, muy aleccionadora: «Un párroco me invitó
a su primera reunión de jóvenes. Durante la semana había hecho un llamamiento convocando a
los que quisieran formar un grupo parroquial. Esperaba encontrarme con una pandilla
quinceañera y cuál no fue mi sorpresa cuando veo que acuden de 15 a 20 chicos y chicas, casi
todos universitarios, e incluso un joven matrimonio. El párroco, al tener frente a sí a un grupo
más maduro de lo que pensaba, les habla de entrada de las necesidades más urgentes de la
parroquia, entre ellas la catequesis. Una chica de 3º de Historia recoge el guante y dice:
— Mire, a mí no me importa dar catequesis si son chicos muy pequeños, pero la verdad
es que vengo aquí más para que me den catequesis que para darla yo.
Un murmullo general de aprobación surgió espontáneamente. Un licenciado en Derecho
añadió:
— Yo sé el mismo catecismo que a los 13 años. A mí me gustaría que profundizáramos
para saber al menos en qué creemos exactamente.
— Yo —dijo una chica de COU—, fe sí que tengo, pero siempre en las discusiones me
tapan la boca porque no sé defenderla ni explicarla.
— Bueno —terció el párroco— entonces podemos empezar poniendo en común una
serie de temas que os interesen ¿no?
— Más que poner en común, interrumpió el de Derecho, sería mejor que usted nos
explicara esos temas, porque ya ve que no tenemos demasiada idea.
— Pero eso sería un sermón, dijo el sacerdote. El diálogo siempre enriquece más. Lo
bonito sería sacar un tema y discutirlo entre todos, ver los pros y los contras y dar cada uno su
opinión.
— Pero yo ya estoy harto de 'opinionitis' —el abogado no se rendía—. Si quiere
opinamos al final, pero antes usted podía exponernos los temas con profundidad porque si no,
opinamos por opinar.
— Bastaría con que leyéramos un trozo del Evangelio, sugirió un estudiante de medicina,
o un documento del Papa —nombres no me sé ninguno ¿eh?— y que usted nos fuera
desentrañando y sacando el jugo.
— Bueno —dijo el párroco—, pero eso lo podemos hacer entre todos.
— Ya , pero usted ha estudiado y sabrá más que nosotros ¿no? Si se nos ocurre algo ya
lo diremos también nosotros.
— Está bien —el sacerdote— para el próximo día preparo un tema.
— A mí me gustaría —era una chica de 20 años— que algún día tratáramos sobre la
oración y la confesión. Son dos cosas que me atraen.
El sacerdote observó atinadamente que quizás sería mejor empezar por el fundamento de
todo eso y anunció ya oficialmente que se prepararía un tema sobre Jesucristo.
Por cierto —dijo— a la reunión próxima vendrá más gente y habría que prepararla un
poco. ¿Quién sabe algo de dinámica de grupos?
Silencio y miradas interrogativas.
— ¿Nadie? tú —señalando a una maestra—, tú sí que habrás estudiado dinámica de
grupos ¿no?
— Sí, pero es que eso no sirve para nada.
— ¡Pues claro que sirve! El próximo día leeré una serie de frases y cada uno señalará la
que más se identifique con su manera de pensar y así nos vamos conociendo.
— Eso ¿no es un poco rollo? (la chica de COU).
— Mire, cortó el abogado, los que vengan a la reunión el próximo día los traeremos
nosotros y pensarán como nosotros y no harán falta esas frasecitas. Lo que hace falta es que,
preparado a fondo y con tiempo, el tema pueda formarnos.
— Pero puede venir alguien que no os conozca.
— No se preocupe, que en cinco minutos lo pondremos a tono.
El sacerdote al final zanjó el tema:
— En fin, sois terribles, pero me gusta veros tan decididos. Hasta el martes a las nueve.
Salimos contentos. El abogado me comentó: 'Creo que ha estado bien la cosa, pero como
empecemos con 'opinionitis' no sigo viniendo'.
Nos despedimos, nos dimos algún teléfono y me vine para casa un tanto perplejo. Pensé
en aquellos versos del Cid: '¡Qué buen vasallo, si oviese buen señor!'»
No existe ningún resorte mágico para formar a la juventud. No hay una solución-milagro,
ninguna poción mágica. A un joven le preguntaban si el sacerdote al que se había confiado —era
un gran educador— tenía algún secreto o método que le aseguraba el éxito. El chico respondió
enseguida: «¡No! ¡Simplemente existe y vive lo que enseña!»
Es la calidad de la fe vivida por el educador, su intensidad, profundidad, dinamismo
interno, lo que hace nacer la estrella de la fe en quien se acerca a él. Un cirio alumbra a otro cirio.
Así se transmite la fe, irradiando, por contagio.
En conclusión: para ser apóstol de los jóvenes, lo mejor, lo más indispensable y eficaz es
comenzar a rezar, fortificar la propia vida interior, aumentar la fe personal, y consolidarla con
convicciones vividas. Sin eso, las palabras proferidas sólo son corteza de palabras, algo que se
tira, cáscaras. Lo del célebre personaje de Shakespeare: «Palabras, palabras, palabras». La fe hay
que vivirla con coraje sobrenatural. Sólo viviéndola así se puede transmitir con éxito diciendo a
todos: «No permitáis que ninguna tentación consiga arrebataros esta fe. No toleréis que os la
arranque cualquier afirmación de la mentalidad moderna. No consintáis que el materialismo, en
cualquiera de sus formas, la destruya»181.
No lo consintió aquel joven que acababa de ser destinado como médico a un servicio de
Ginecología. «Ese mismo día, al presentarme al Jefe de Servicio, me invitó a una intervención
quirúrgica. En principio accedí gustoso, pero al enterarme que se trataba de una esterilización, me
quedé dubitativo. El Jefe, dándose cuenta, me preguntó si tenía reparos en esta intervención. Le
respondí afirmativamente, pues para mí no era moralmente aceptable.
Su respuesta fue inmediata: 'Pues váyase y ya hablaremos después'. Así lo hice y al día
siguiente conversamos. El ginecólogo, Jefe del Servicio, era un hombre relativamente joven, y en
parte se quedó sorprendido de que otro más joven pusiera reparos en este tipo de operaciones ya
bastante difundidas. Concluyó diciendo: 'Acepto su objeción de conciencia en esta materia, pero
la considero de mentes estrechas y me parece una postura estúpida'.
Los días siguientes pasaba consulta en el Servicio y al comprobar que se hacían recetas de
anticonceptivos de forma indiscriminada, hablé de nuevo con él.
Sus calificativos anteriores se quedaron cortos cuando oyó mi opinión sobre la
anticoncepción medicamentosa. Le expuse mi desacuerdo en su utilidad como contraaceptivos y
máxime teniendo en cuenta que la gran mayoría de estas sustancias hormonales pueden ocasionar
181 Juan Pablo II, homilía en Fano, 12-8-1984, 8.
abortos precoces (llamados eufemísticamente microabortos). Su respuesta fue, en parte, una
justificación personal:
—Aquí usamos tanto los métodos hormonales como los mecánicos para garantizar la
tranquilidad y felicidad de la pareja. Para mí esta es la moralidad válida.
—No dudo de su buena intención —le dije— pero tengo una concepción de la vida que
rebasa lo puramente material. El acto conyugal no sólo busca como fin el placer, sino la
procreación de nuevas vidas. Usar estos métodos es garantizar en un 99,9% la no concepción.
Sólo sería lícito usar de ellos como terapéutica para enfermedades, pues entonces el fin buscado
no es la anticoncepción, sino que ésta es un efecto indirecto no buscado.
—¡Ya! —contestó— pero hay familias con problemas económicos o de salud, donde un
nuevo embarazo resulta peligroso.
—Existen —le observé— métodos naturales de regulación de la natalidad que, usados
racionalmente y explicándoselos al matrimonio, tienen una gran fiabilidad.
—Sí, claro —añadió— pero se precisa la colaboración de los cónyuges y una abstinencia
periódica. Entonces —concluyó— te niegas a recetar estos anticonceptivos y a colaborar en esas
operaciones ¿no? Pues, para ser consecuente debes abandonar estas consultas, ya que los demás
médicos lo hacemos. Así que dedícate de momento a trasladar enfermos y atender partos y
operaciones que no te comprometan. Respeto tu postura, pero me parece una bobada.
—Creo que puedo pasar consulta sin necesidad de recetar eso.
—¡No! —me cortó— ya está hablado.
Así permanecí unas semanas, haciendo labores de sanitario, subiendo y bajando camillas,
hasta que, poco a poco, mi insistencia y el tiempo lograron que volviera a la consulta
permaneciendo en mi postura.
Los dos mantuvimos nuestras ideas, pero se redujeron distancias y con el tiempo hemos
llegado a la amistad».

Juventud siempre dispuesta

Hoy como ayer, y mañana como hoy, la juventud ambicionará siempre, a pesar de las
apariencias, lo eterno, divino, trascendental.
A veces oímos decir: «Se podía trabajar con los jóvenes así, ¡en otros tiempos!
Actualmente los jóvenes están hastiados, alérgicos a las realidades de la Fe...» Estas palabras me
recuerdan siempre lo que oí en 1949, cuando nacía en Madrid una obra cristiano-social con la
juventud. Algunos comentaban: «Los jóvenes no son ahora como en 1939, al acabar la guerra.
Han pasado diez años, han cambiado mucho, ya no se les puede exigir tanto».
Me acordé entonces, sin querer, de mis años universitarios. Al surgir la Confederación
Nacional de Estudiantes Católicos, del 20 al 30, se decía algo parecido: «Los jóvenes ahora no
son como antes de l919. Es una generación completamente distinta. Son indiferentes a la religión,
inestables, indisciplinados, amorfos, rehuyen, se rebelan contra todo. Cualquier distracción los
absorbe...»
Estos augurios no se realizaron. La vida cristiana en aquella juventud se despertó. Surgió
poderoso un movimiento de cristianización en la Universidad y en los centros laborales. Se formó
a los jóvenes desde dentro, estimulando en ellos el deseo interno de ser más auténticos y
profundos. En el fondo de cada uno de los jóvenes entonces, y ahora, está amaneciendo siempre
un ideal que hay que ayudar a despertar. El apóstol no se detiene en las apariencias. Como Cristo,
con la luz de la gracia, lee en los corazones.
Cierto, los jóvenes hoy viven en un «mundo que los aturde con su ruido, los fatiga con su
perpetua inquietud, los desorienta con su relativismo respecto de la verdad y el error, el bien y el
mal; los encandila con su policromía, los envilece con su vulgaridad, y los encadena con su
lujuria»182. «Golpeados» por la televisión, sometidos a incesantes ruidos explosivos, solicitados
182 Pío XII, 10-9-1953.
con fuerza en todas las direcciones, conservan, sin embargo, profunda capacidad de lo divino.
Son potencialidades que hay que descubrir, purificar, activar.
La juventud tiene necesidad siempre de despertadores. Está deseándolo. Descubrir y
formar a esos jóvenes supone paciencia y valentía para dialogar con ellos, y decirles: «Tengo la
Verdad, tengo lo que te falta y lo que tú esperas. Tengo la fórmula para interpretar tu vida, para
darle belleza, alegría y fuerza, para multiplicar tus recursos y facultades, situándote en la realidad,
en el centro de la gran hipótesis de la existencia humana. Puedo hacerte caer en la cuenta que la
vida es una gracia inmensa que no tiene precio»183.
Un militante de 15 años me contaba su actuación en el instituto: «A mitad de la clase
entra uno de los conserjes con una escalera y un martillo; tras saludarnos correctamente se acerca
a la pared en que está colocado el crucifijo y una estampa de la Virgen María, coloca la escalera y
ayudándose del martillo retira el crucifijo ante la perplejidad de los presentes. Baja de la escalera y
cuando se dirige a la puerta me levanto, me interpongo en el camino y le pregunto:
— ¿Qué va a hacer con el crucifijo?
— Acaba de llegar una orden ministerial por la que deben retirarse los crucifijos de todas
las aulas —responde con cara de pocos amigos—.
En la clase se ha hecho un silencio sepulcral y la misma profesora permanece a la
expectativa.
— Perdone, —le digo—, pero para mí significa más el crucifijo que la supuesta orden
ministerial. Le ruego que vuelva a colocarlo en su sitio.
— ¡Ni hablar!; yo cumplo órdenes.
Entonces —insisto— enséñenos por favor la orden o ese crucifijo no sale de aquí.
Como parecía no existir la orden, me entrega el crucifijo y exclama:
— ¡Toma! Si quieres colocarlo, hazlo tú.
Y mi profesora añade:
— Deja que se marche el bedel.
Puesto que sólo deseaba volver a colocar el crucifijo en su sitio y estaba convencido de
que gran parte de mis compañeros también, tomo la escalera, lo coloco en su sitio y devuelvo la
escalera al bedel, que inmediatamente sale de clase. La mayoría de mis compañeros acuden
entonces a felicitarme, y también la profesora, quien me asegura que ha estado a mi favor durante
la intervención.
Después me enteré de que lo de la orden ministerial era un ardid del bedel para retirar los
crucifijos sin contar con nadie. No intentó retirarlos en ninguna clase más, pues al parecer la mía
fue la primera y tras las dificultades encontradas no se debió sentir con ánimos para proseguir.
En los ejercicios espirituales que había realizado pocos días antes y en la comunión de esa
misma mañana encontré las fuerzas y la gracia de Cristo para defender su presencia bajo un signo
sensible en mi centro de estudios».

Educación en la fe

La fe sobrenatural potencia la constancia natural. El educador cristiano lo sabe y utiliza su


dinamismo arrollador. El padre, maestro o apóstol debe educar, alma por alma, a sus hermanos
en la fe.
«Ahora se habla mucho de fe, pues este término sirve para expresar cien cosas diversas,
pero no todos saben el significado exacto de esta palabra que ocupa el centro de nuestra
religión»184.
Este confusionismo en la noción misma de la fe que denuncia el Papa, se refleja en los
medios para educarla. Se escribe y se habla mucho de ellos, pero ¿se acierta siempre? ¿No se
teoriza en exceso? Hay un hecho real: la fe se transmite, más que en explicaciones verbales o

183 Pablo VI, 10-11-1973.


184 Pablo VI, 3-11-1966.
escritas, por contagio personal. El que arde quema al que se acerca. Si la vida brilla como
relámpago, la palabra retumba como trueno en el alma. Aquí está la clave que descifra la
complicada maraña de nebulosas y tanteos en la pedagogía de la fe.
Fe es una vivencia que transforma a la persona haciéndola «otro Cristo». Sólo mediante el
contacto íntimo, de corazón a corazón, con otra persona, puede transmitirse esa vivencia, esa
entrega de entendimiento y voluntad que el acto de fe entraña. Sólo quien la vive puede irradiarla.
«La doctrina espiritual es estéril si quien la enseña no la vive», decía hace siglos un gran
educador185.
Un clima de fusión íntima, secreta, misteriosa y divina, hace fecunda la transmisión de las
ideas del educador al joven. Sin ese clima, las ideas caen en el alma del oyente como en tierra
ingrata a los afanes del cultivador186.
El despertar de la fe que conduce a una opción decisiva, a una verdadera conversión, no
puede ser más que personal. Exige que el educador, padre, maestro, sacerdote, entre en contacto
personal con el educando. ¡Qué difícil parece esto! Un pasado de viejos hábitos nos atenaza. La
comodidad nos paraliza. La impaciencia nos muerde.
Se critica a veces la pasividad y gregarismo del pueblo cristiano en otros tiempos. Con
facilidad, sin embargo, recaemos en la misma vieja costumbre. Hay que reaccionar contra el
individualismo burgués de finales del siglo pasado y comienzos del nuestro. Pero no vayamos a
caer en el extremo contrario de un nuevo colectivismo en el apostolado, contagiado de ciertos
partidos políticos que disuelven la personalidad en totalitarismos absorbentes.
El diálogo íntimo, alma a alma, con cada joven parece indispensable para despertar su fe y
su adhesión a Jesús. Entablarlo con constancia amorosa exige en el educador vencer la timidez,
soportar con paciencia las molestias que origina, superar el falso pudor que nos bloquea.
Paciencia invicta en contacto incesante con el joven se requiere hasta que se convenza de que «el
gran defecto entre los hombres es querer arreglarlo todo, sin arreglarse a sí mismos» (Bossuet).
Tenemos que decidirnos a mantener un «penetrante e interesante diálogo con nuestros
jóvenes, para que comprendan que su locura no es más que un llanto, un gemido en busca de algo
verdaderamente real, verdaderamente bueno. Es el anhelo íntimo e inconsciente hacia aquel
Cristo que no encuentran y que, si lo encontrasen, les embriagaría de paz, alegría, fuerza,
equilibrio. Serían los dueños del mundo del mañana»187. Hay que decirles con decisión: «Cristo
tiene necesidad de vosotros. Es la llamada que El hace a los fuertes, a los rebeldes contra la
mediocridad y la vileza, contra la vida cómoda e intrascendente»188.
El educador es el primer beneficiado al transmitir vivencialmente la fe a otros mediante el
asiduo contacto personal. Si lo cultiva alma a alma enriquece prodigiosamente su propia fe.
Al iluminar a otros, se clarifica su creencia personal. Eso le sucedió a Bill Daley. A sus
quince años, jugando beisbol, cae lesionado. Conducido al hospital, repuesto de la primera
impresión, acepta su cruz y la ofrece por los demás. Quiere llenarse de fe, y pasar sus días
irradiándola. Con valentía se decide a «dedicar el resto de mi vida a hacer del mundo algo mejor
que lo que conocí».
Diecisiete años, hasta 1947, permanece tendido sobre la espalda. Ni siquiera puede
cambiar de postura por los dolores de la artritis reumática. Estudia onda corta, y en 1935
consigue licencia de radio-operador aficionado. Con su propio equipo de radio conecta desde la
cama con operadores de todo el mundo. Estados Unidos, en 1940, interviene en la guerra
mundial. Bill ofrece sus servicios. El Cuartel General guardacostas los acepta. Desde su lecho
captará cualquier señal enemiga de submarinos o fuerzas de superficie que intenten acercarse a la
costa americana. De su hospital salen miles de cartas y folletos para todo el mundo, admirados
del dinamismo contagioso de la fe de un paralítico.

185 Casiano, Colaciones, 14.


186 Menéndez y Pelayo, Historia de las ideas estéticas, CSIC (Madrid 1974) T.I, p.7.
187 Pablo VI, 10-11-1973.
188 Ib., 9-4-1969.
La fe debe irradiar; si no, se extingue. Al propagarla, arraiga más en nosotros. «La llama
se apaga si no enciende a otros. La verdad se marchita en nuestras manos si no se convierte en
misión» (Guitton).
No basta, pues, con instruir el entendimiento en la fe. Hay que forjar la voluntad para que
la viva. Esto se logra exigiendo al educando que consciente y libremente llegue a ser discípulo de
Cristo.
Saber exigir requiere la presencia, el trato personal e íntimo con cada uno. En ese trato se
transmite la fe, se educa en ella, con mayor eficacia que en múltiples conferencias o cursillos. Se
educa en la fe, más que disertando, conviviendo; es decir, haciendo partícipes a los demás de la
propia vivencia. «La conversión será siempre una cuestión personal» (Congar).
Nadie da lo que no tiene. Imposible contagiar la fe, educar en ella, si no se tiene. Sólo la
vivencia personal de Dios comunica a la palabra esa fuerza que arrebata el corazón del hombre.
Es un privilegio del contemplativo, del testigo que ha visto a Dios en la oración. La experiencia
personal de Dios es la única capaz de oponerse a la materialización de nuestra vida. Nos da
solidez de roca en un mundo en que la fe es, al mismo tiempo, combatida en sus fundamentos
filosóficos y barrenada por la inmoralidad ambiente.
Una vivencia personal y permanente de Dios es la clave de la auténtica evangelización
que hoy el mundo reclama. «Tenemos que volvernos a inspirar en el primerísimo modelo
apostólico fundamental y paradigmático. Lo contemplamos en el Cenáculo. Los Apóstoles,
unidos y perseverantes en la oración con María, esperan recibir el Don del Espíritu. Sólo con la
efusión del Espíritu comienza la evangelización. El Espíritu es el primer motor, el primer soplo de
la genuina evangelización. Es, pues, necesario comenzar la evangelización invocando al Espíritu y
buscando donde Él sopla»189.
El hombre de hoy no se deja fácilmente engañar. No escucha al que habla como profesor,
doctor, si se toma libertades con la fe so pretexto de adaptación, si no la vive con plenitud. Busca
a quien viva a Dios. «El hombre escucha mejor a los testigos que a los maestros. Si escucha a los
maestros, es porque son testigos. Experimenta náuseas con lo que puede aparecer como fachada,
compromiso inauténtico»190.
«No son tiempos de creer sino a los que viereis van conforme a la vida de Cristo», decía
con gracejo castellano Santa Teresa. La juventud sabe que una vida sin palabras vale más que
muchas palabras sin vida que las respalde. Está convencida de que se influye en los demás, no por
lo que se dice, sino por lo que se es. «Nuestra mayor eficacia está en lo que somos, no en lo que
hacemos o decimos» (Huvelin a Carlos de Foucauld el día de su conversión). Es esta una de las
ideas madre de Juan Pablo II: la prevalencia del ser sobre el tener191.
Quiere hombres que eduquen en la fe irradiando a Dios en su vida. A ese Dios a quien el
hombre, para realizarse con plenitud, necesita buscarle sin término, para amarle sin fin (San
Agustín).
Esa vivencia de Dios en San Ambrosio fue la que convirtió a San Agustín, la que le educó
en la fe. «Al llegar a Milán, fui llevado a él sin saberlo, a fin de que por él fuese conducido a Ti»
(Confesiones).
La vivencia de Dios en el educador es la que pide el joven para entusiasmarse. Le exige
santidad, una «casta separación» de lo creado y una «santa unión» (San Bernardo) con Dios que
no se deje seducir y «predique la palabra a tiempo y destiempo, no se desvíe de la verdad [...], y
arrostre trabajos» y persecuciones (2 Tim 4, 2-5).

Granítico tesón

189 Juan Pablo II, a los Obispos europeos, 11-10-1985, 18.


190 Pablo VI, 2-10-1974.
191 Cf. Alba de Tormes, 1-11-1982, 3.
La constancia hace milagros: transmite la fe por encima de los siglos si los laicos, incluso
sin contar con sacerdotes que les animen, se deciden. El 17 de marzo de 1865 el P. Petitjean de
las Misiones Extranjeras de París, recién llegado a Nagasaki, reza el breviario en el pórtico de la
capilla que acaba de inaugurar.
Un grupo de campesinas se acerca. Le preguntan: «¿Dónde está la imagen de nuestra
Señora la Virgen María?» El misionero, sorprendido les dice: «¿Sois, quizá, cristianas? ¿No
sabéis que aquí, en este monte, muchos japoneses, mártires de Cristo, fueron inmolados?» Las
aldeanas no responden, pero siguen suplicando: «¡Enséñanos a la Virgen María!» El Padre las
introduce en la capilla. Caen de rodillas y empiezan a rezar: «Dios te salve, María...». El Padre
misionero vuelve a preguntar: «¿Sois cristianas?» Ellas se sonríen y se retiran sin responder.
Al poco tiempo llega otro grupo de campesinas, pero tampoco contestan a la pregunta.
Un tercer grupo se acerca horas después. El Padre hace la misma pregunta, pero ellas, antes de
responder, le hacen tres preguntas para saber si el sacerdote era misionero de la misma fe que
ellas habían heredado de sus antepasados, evangelizados por San Francisco Javier hacía 300 años.
— ¿Quién os envía? ¿Vuestro Gobierno?
— No. El Vicario de Cristo.
— ¡Ah! ¡Es el jefe de la Gran Doctrina! Nuestros padres nos han hablado de él, y reside
en Roma.
— ¿Adoras a la Virgen María como Madre de Dios?
— No la adoramos, pero la veneramos como Madre de Dios.
— ¡Ah!, es que hay otros padres (aludían a los protestantes) que han llegado al Japón
diciendo ser continuadores de Francisco Javier, que no aman a la Virgen.
— Enséñanos a tus hijos para que los besemos.
— Los sacerdotes católicos no tenemos familia, nuestros hijos son todos los cristianos.
Esta fue la señal decisiva. Todas a una le dicen: «Padre, somos cristianas! Eran las tres
señales que nos habían dejado nuestros antepasados para conoceros»192.

Hogares-Escuela

Una de las realizaciones que mejor resultado han dado para forjar la constancia de los
jóvenes han sido los Hogares, concebidos no como simples fondas cristianas, sino como
auténticas escuelas de formación de hombres, cristianos y educadores españoles.
Esos Hogares-Escuelas tenían las siguientes características:
1. Autogobierno. Jóvenes de dieciséis a veinticinco años son capaces de elaborar, cumplir
y hacer observar un programa formativo de vida de familia, de admitir o expulsar. No necesitan
un clérigo viviendo con ellos. Basta con que desde fuera, mediante una acción orientadora y
teledirigida, se influya. Si el clérigo es quien hace y deshace, quien convive a todas horas con
ellos, automática y fatalmente los jóvenes se inhiben, no actúan, no consideran la obra como suya.
Pasa con el hogar lo que sucede en los centros de enseñanza llevados por religiosos sin
criterio formativo de hombres: los alumnos aprecian quizá ese centro porque profesionalmente les
forma bien, pero se desentienden totalmente de él, porque saben que allí no pintan nada, que se
les trata como infantes, que todo movimiento responde a una armonía preestablecida por los
directores, que prescinde totalmente de los laicos, por estimar apriorísticamente que nada pueden
ni deben aportar al gobierno.
2. Austeridad y orden. Un horario para estudiar, trabajar, levantarse, comer. A esos
Hogares vienen jóvenes que, teniendo familia en la propia capital, comprenden que necesitan ser
educados. Un botones de catorce años me decía: «Padre. Mis padres son muy buenos, pero no
me educan. Quiero venirme al hogar para forjarme».
Me fui a ver al Director General del Banco en que trabajaba. Le propuse la creación, con
motivo del año centenario de esa institución de crédito, de dos becas para botones de cualquier
192 Domenzain, El Japón, su evolución, Mensajero, (Bilbao 1942) p. 242.
sucursal de España que quisieran formarse en el hogar. Hombre inteligente y cristiano, aceptó, y
se crearon las becas.
Como hay que partir de la base de que, salvo excepciones, la familia natural con
frecuencia no educa, sino que positivamente deseduca, es necesario crear una tupida red de
Hogares-Escuela que formen a nuestra juventud.
Austeridad sin detalles de comodidad o lujo que cultive la molicie. Austeridad, con lo
necesario para trabajar, estudiar, convivir familiar y alegremente, pero sin remilgamientos que
enervan la voluntad. Austeridad que troquele caracteres.
Una persona muy destacada en el campo de la investigación me decía una frase, quizá un
poco exagerada, pero que en el fondo contiene una gran dosis de verdad: «Hace unos ochenta
años no teníamos en España un Consejo de Investigaciones Científicas y, sin embargo, había
investigadores: Ramón y Cajal, Torres Quevedo, etc. Hoy que tenemos mayores facilidades, hay
menos investigadores. Y es, Padre, que las muchas facilidades embotan la voluntad. Por eso me
parece magnífico su programa de Hogares-Escuela».
3. Mezcla de clases. La convivencia de empleados, obreros, universitarios, dentro de un
mismo Hogar-Escuela, es indispensable para forjar entre ellos conciencia de verdadera
hermandad cristiana. Sólo así se conocerán, se apreciarán, quedarán vinculados para toda la vida.
Y cuando luego en la misma Empresa se encuentren ingenieros, economistas y abogados con
empleados y obreros, sabrán tratarlos, pondrán en sus relaciones ese calor humano, que es lo que
más echa de menos el trabajador en el seno de nuestras empresas.
Una encuesta interesantísima, realizada por la Asesoría Social del INI entre miles de
trabajadores, delató hace años la falta de ese clima humano. Es verdad que muchas instituciones
en España se están preocupando de divulgar la doctrina social cristiana, pero son muy pocas las
que utilizan el mejor procedimiento para ello: poner en contacto permanente en centros de
enseñanza, Hogares, campamentos, diversiones, etc., a las distintas clases sociales.
La palabra agradecida del jefe hacia el que trabaja a sus órdenes desencadena milagros.
Nada entenderemos de la cuestión social si pensamos que el binomio trabajo-capital se armoniza
sólo con mejoras económicas. Ante todo es problema de relaciones humanas.
El rey Alberto de Bélgica desciende a una mina. Interroga a un minero: «¿Deseas algo
para ti, para tus compañeros de trabajo?» Espontánea y altiva, surge inmediata una respuesta:
«Señor, que se nos respete».
Hay que derrocar una mentalidad de siglos, taladrar un dique de muchos metros de
espesor, enfrentarse con padres de familia cargados de prejuicios burgueses y —¿por qué no
decirlo?— anticristianos. No todos los educadores tienen agallas para lanzarse por este camino.
Camino reclamado a una por el Evangelio, y por el más elemental instinto de conservación, si
queremos extirpar de raíz el odio de clases, que, descontando el inevitable tanto por ciento de
envidia, «raíz de infinitos males y carcoma de virtudes» (Cervantes), procede en gran parte del
mutuo desconocimiento, de la falta de convivencia.
Esta mezcla hay que hacerla, sobre todo al principio, por dosis homeopáticas, eligiendo
muy bien los que han de integrar la familia de residentes. A todos debe unir un ansia de
superación, tomar el estudio y el trabajo como algo más que un medio de vida. Por ósmosis irán
influyéndose unos a otros.
Los universitarios quedarán sorprendidos al encontrar entre empleados y obreros tipos
humanos de valía superior a la suya. Estos, aprenderán de aquéllos todo lo bueno que el ambiente
cultural y universitario comunica, esa mayor abertura y flexibilidad, ese dominar el mundo de las
ideas para lanzarse después con ímpetu arrollador sobre la vida de cada día, tratando de
plasmarla, orientándola, haciéndola fecunda para los demás.
Lo que venimos diciendo no es una teoría. A lo largo de unos siete lustros ha venido
funcionando en Madrid y otras provincias.
En cierta ocasión hablaba con un catedrático de Universidad. Le explicaba la manera de
llevar los Hogares-Escuela. Me decía:
—Padre, ¿por qué no extiende usted esa experiencia al campo universitario?
—Lo he pensado alguna vez, le contesté. Nuestros clásicos Colegios Mayores que se han
pretendido resucitar, hasta ahora sin lograrse, apuntaban precisamente a eso: formar hombres,
españoles, cristianos, educadores. En aquellos Colegios funcionaba el autogobierno, la
austeridad, la mezcla de clases.
Me decidí poco tiempo después y surgieron varios hogares universitarios en diversas
provincias, e incluso alguno para bachilleres, edad en la que empieza a madurar el hombre y se
prepara el futuro universitario. En ellos he seguido las líneas comenzadas con los empleados.
La formación del hombre se concreta en tres virtudes fundamentales: responsabilidad,
reflexión y constancia. La formación cristiana tiene tres características distintivas:
— sigue siempre directrices pontificias.
— es marcadamente laical.
— no se ocupa tanto de multiplicar ritos, cuanto de potenciar una mentalidad de acción.
La formación de educadores mediante una autueducación orientada y dirigida es el tema
más difícil, porque les cuesta mucho aceptar la corrección y más aún la autoeducación.
Un punto muy importante es la personalización de la educación. Es un sueño creer que el
hogar funciona sólo con un ambiente de exigencia (funcionará al 30%). Se observa
inmediatamente:
a) heterogeneidad de caracteres: tantos como personas.
b) diferencia de nivel educativo entre el nuevo y el veterano. De acuerdo con esto, se
deben exigir distintas metas y responsabilidades por diversos caminos.
Esto es lo más bonito, pero lo más costoso porque:
— a veces el educando no se abre y se limita al trámite burocrático. No quiere ser
educado.
— a veces no gana el educador su confianza y no hay motivación sobrenatural.
Estos Hogares-Escuela están montados no con el interés crematístico de albergar varios
centenares para que rinda económicamente, sino con el objetivo de troquelar una minoría en plan
de vida de familia, incompatible con una cifra elevada de residentes. En ellas se consigue educar
la constancia del joven si se aprovechan todos los detalles de la vida diaria, para acostumbrarle a
contrariar gustos y caprichos.
Hay que hacerles romper su concha de egoísmo, sacrificando en aras del bien común del
Hogar-familia sus particularismos. El hogar es una familia, numerosa pero familia. Es una Patria
en pequeño. En ella todos tienen que alumbrar una vida nueva, la vida de comunidad. Esta vida
sólo florecerá si cada uno vive, no para sí, sino para los demás. En otros términos: hay que
hacerles sufrir y gozar al mismo tiempo, para que se acostumbren a experimentar la alegría de
darse a los demás. Cuando no sepan ya prescindir de ella, se hacen constantes en la línea del
cumplimiento del deber en bien de sus hermanos.
Esta vida de familia se fomenta además mediante tertulias diarias (todas las noches se
reúnen durante media hora los componentes del hogar para contarse las incidencias del día y
enriquecerse mutuamente. No más de quince para lograr la intimidad).
Actividades de diversa índole que les hagan salir de su egoísmo potencian la vida de
familia e incrementan la responsabilidad personal: conferencias, liguillas deportivas, mural
universitario, lectura en el comedor, audiciones musicales, visitas culturales, excursiones, visitas a
enfermos y presos.
Así, en estos Hogares, mitad familia, mitad escuela, se han ido forjando esos hombres que
reclama el Vaticano II. De ellos han salido muchos que con «sus obras, preces y proyectos
apostólicos, su vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso de alma y cuerpo, las
molestias de la vida», se han convertido en «hostias aceptables a Dios por Jesucristo»193.

193 Lumen gentium, 34.


Experiencia paralela

Los hogares así llevados han desencadenado esas conversiones. Los residentes se van
transformando, poco a poco, de gente en personas, de niños en hombres, de paganos de la calle
—aunque estén bautizados— en cristianos del Evangelio. En todas las latitudes se constatan los
mismos resultados, si la mística evangélica de exigencia amorosa vivifica esos hogares. Sólo un
ejemplo arrastra.
En Tokio funcionó durante 20 años un hogar de 60 alumnas procedentes de todo el
Japón. La Escuela Universitaria de Farmacia había fundado una residencia femenina. Una seglar,
Reiko Tatebayashi, es designada como directora. Deliberó mucho tiempo antes de aceptar, pues
sabía que su cargo no era nada cómodo, pero consciente de su deber bautismal, acepta dirigir ese
hogar que en abril de 1951 abría las puertas con el nombre Sakiragi Ryo (Pensionado del
Cerezo).
Los comienzos fueron tormentosos. Las jóvenes de la posguerra no eran tan maleables
como las que la directora había conocido como profesora enseñando en diversas Escuelas.
La directora, desde el principio, se mostró como católica convencida. No estaba allí sólo
para dirigir la casa. Una tarea educativa tenía que asumir respecto de cada una sustituyendo a la
madre ausente. La fe católica era todo para ella, pero se abstenía de empujar a nadie al
cristianismo. Amaba a sus hijas como una madre y les hacía comprender a todas con sus consejos,
y más aún con su vida, que sólo el Evangelio podría hacerles descubrir el sentido de la vida para
ser en su día mejores esposas y mejores madres.
Las aptitudes intelectuales de las estudiantes superaban la media, pues no habrían
ingresado en la Facultad de no tenerlas. En el aspecto religioso sus almas parecían un desierto.
Algunas tenían parientes fervorosos budistas, pero la casi totalidad carecía de convicción religiosa
personal. Nada sabían del Evangelio, no tenían el menor interés por informarse sobre una religión
de importación extranjera.
La casi totalidad podían suscribir la afirmación de una, hoy católica fervorosa. «A mi
llegada a la residencia no sabía nada del cristianismo. Me mantenía indiferente, pero la sola
palabra 'religión' evocaba en mí algo triste, taciturno [...] Para mí la religión era algo
anticientífico, un refugio donde los débiles buscaban amparo sin encontrarlo. No sentía necesidad
de ninguna religión».
Los primeros años para la directora que soñaba compartir su fe con sus jóvenes, fueron
crucificantes. Se da cuenta, como nunca antes lo había experimentado, de que el apostolado en
ese ambiente choca con dificultades insuperables para la debilidad humana, pero su fe se
sobrepone. Esboza una pedagogía que precisó en los años sucesivos, pero sus líneas maestras las
mantuvo más de 25 años.
Los puntos clave de su mística educativa fueron: Fe inquebrantable en la omnipotencia de
la oración personal, e importancia del ejemplo de vida antes que las palabras.
Les enseñaba —siendo aún paganas— a hacer oración a su manera, a vivir Evangelio
aunque fuese de manera muy elemental. Los hombres de hoy, y más los jóvenes, son alérgicos a
la teoría. Lo que ellos quieren es lo real y tangible. Si viven una experiencia exultante se dan
cuenta de que su vida adquiere una nueva dimensión. Descubren por experiencia la alegría de
olvidarse de sí para servir a los demás. Reiko se encontró sola entre sesenta estudiantes extrañas
a la fe. Comprendió enseguida que perdería el tiempo tratando de catequizarlas. Con paciencia
infatigable les inculca por todos los medios la humildad, la unión fraterna auténtica, la oración.
En los detalles de la vida es donde se siente misionera que actúa su bautismo. Es muy
exigente, y no teme poner el dedo en las llagas más sensibles. Si una estudiante se muestra egoísta
ante las necesidades de sus compañeras, la corrige con firmeza. Una de ellas, hoy católica, nos
dice: «Nunca en mi vida me habían reprendido con tanta severidad. Entonces lo consideré como
muy duro pero, al evocar ahora ese recuerdo, comprendo que esa corrección estaba inspirada en
el amor».
El esfuerzo de la directora poco a poco va cristalizando en realidades. Residentes aisladas
empiezan a mostrar interés por el cristianismo. Un número mayor se esfuerza por olvidarse de sí
para agradar a las demás. La humildad, la caridad vivida —tienen a sus ojos el ejemplo de Reiko
—, se convierten en el ideal de las mejores. Esas jóvenes que aún no tienen más que ideas muy
vagas acerca de Dios, comienzan a orar a su manera. Una estudiante de cuarto año recibe la
primera el bautismo en la Navidad de 1959. Sus mejores amigas la felicitan y se alegran con ella.
Tres años transcurren y en 1962 tres estudiantes más se bautizan. Cinco lo harán al año
siguiente y ya, en cadena, cuatro o cinco bautismos será la media anual. En la Pascua de 1971 una
alegría inmensa corona los esfuerzos abnegados de Reiko. Seis de sus estudiantes se bautizan en
Tokio.
En una región del Japón, la madre de una antigua alumna fue bautizada en esa misma
Pascua al mismo tiempo que su primer hijo. El padre y la madre de otra —hoy de tres hijos—
también se bautizaron en Nigata.
Nunca se sabe el bien que hacemos cuando renunciamos al egoísmo. Reiko se esforzaba
en mantener contacto con todas cuando abandonaban el hogar. La semilla que sembraba en
aquellas estudiantes germinaba a veces años después. Algunas se convertían antes de casarse, y
tras ellas el marido, el padre, la madre o el hermano.

Marchas y campamentos

Disciplinados, alegres, marciales, con sus himnos y rítmicos movimientos, sus plegarias
entre bosques y montañas, con su vida de escuadra al detalle, las marchas y campamentos obligan
al acampado a ejercitar la constancia venciéndose a sí mismo.
Se multiplican las ocasiones para que el participante, por primera vez en su vida —y quizá
por desgracia también la última—, se encuentre en coyuntura favorable de empezar a ser hombre
y educador cristiano.
A través de los pequeños detalles el acampado descubre que «ser montañero representa
renunciar a una vida cómoda y blanda y afrontar muchas horas de esfuerzo y superación; [...]
significa marcha y ascensión, hacer frente a las asperezas y a las inclemencias del tiempo, pero
también disfrutar de la belleza de los paisajes. Ser montañero [...] es una escuela de vida donde
aprendéis y practicáis generosidad, solidaridad y compañerismo, dominio de vosotros mismos,
sentido de iniciativa y riesgo. Más aún es un modo de descubrir a Dios en las maravillas de su
creación»194.
La educación de la constancia se consigue lentamente, utilizando —entre otros— los
siguientes resortes:
1. Exigir sistemáticamente al acampado una serie de actividades que le saquen de su
egoísmo, poniéndole al servicio de sus hermanos de escuadra.
2. Hacerle capaz de guardar silencio en tiempos determinados (descanso nocturno,
oración y, sobre todo, en las marchas).
3. Aficionarle a rendir culto al detalle: puntualidad, orden (dentro y fuera de la tienda),
disciplina.
4. Persuadir al jefe de campamento de que el criterio para la valoración de las escuadras
sea la regularidad y constancia de los acampados. Claro es que todo ello supone jefes de escuadra
y militantes capaces de olvidarse totalmente de sí mismos, y vivir para los demás. A eso se les
enseña en marchas y campamentos. Al principio obligándoles suavemente, hasta que ellos
mismos, al sentir la alegría del darse a los demás, lo hacen espontáneamente. Así, a lo largo de
unos cuantos años, se han formado multitud de hombres que se han entregado a Dios en vida
religiosa, contemplativa o en la vida consagrada en el mundo, en el sacerdocio o en el
matrimonio, para ser educadores y padres de nuevas generaciones.

194 Juan Pablo II, a los montañeros de Santa Mª, 7-10-1985.


5. Enseñarle a estar y aceptar. «Qué difícil, pero qué maravilloso. Saber estar en las
asambleas, en las formaciones, en los actos litúrgicos, ensayos de canto, reunión de acampados,
deporte, convivencia con la escuadra, en la marcha, baño, comidas, fuegos de campamento,
silencios, oración, servicios humildes de limpieza o cocina, descanso de la noche o aseo de la
mañana, en la ascensión costosa y la bajada alegre. En el detalle pequeño del sombrajo que
construyes, la revista que preparas, el tablón de anuncios o la ropa que lavas. Saber estar
siempre, en todo y con todos.
Y saber aceptar: los cambios bruscos de temperatura, la inclemencia climatológica, los
insectos y sus picaduras molestas, el dormir incómodo, una lesión fortuita, posibles quemaduras
solares o la colitis impertinente, la linterna que no funciona o el calzado húmedo por el relente de
la noche. ¡Cuántas circunstancias y cosas menudas o grandes ejercitándonos en la paciencia! Dios
utiliza todo para construir su santo»195.
Los acampados escuchan con frecuencia una frase de Pío XII: «A una mente rica en ideas
claras debe corresponder en el joven católico una voluntad fuerte y dócil»196. Y la voluntad es
forjada, ante todo, por el esfuerzo constante. La constancia suple muchas cualidades, pero no se
suple con ninguna. Talentos medianos, e incluso ínfimos, llegan lejos si son perseverantes.
Grandes genios se esterilizan en el vacío, si la inconstancia paraliza su desarrollo. Debo, puedo,
luego quiero es el lema del acampado. No hace falta que tenga ideas geniales, pero es
imprescindible que las que tenga las realice. El ambiente enmohece su voluntad. La juventud
actual muere por comprender demasiado y por querer poco. La sociedad que nos rodea está llena
de semivoluntades. La mayoría de las personas querrían, no son capaces de querer. Sin embargo
el 'yo quisiera' no conduce a nada. El 'yo quiero' es lo único eficaz.
Dos graves peligros se ciernen sobre el militante. Juntos pueden no sólo deformar, sino
barrenar el estilo de vida y el sistema educativo difundido en marchas y campamentos. Uno es la
irregularidad en la asistencia. Creer que por acudir a unas cuantas marchas ya estoy formado es
apreciación infantil; y querer llevar a la práctica lo mal aprendido un riesgo. No se puede jugar a
educar personas. La tarea educativa es muy delicada y requiere años de experiencia. Se abandona
el camino por «el cansancio del esfuerzo realizado, las preocupaciones por otros ideales, los
atractivos placeres aparentes, los desencantos por los escasos frutos obtenidos y, sobre todo, por
el peso de la propia miseria o la tentación de la prisa y la impaciencia»197.
El segundo es más sutil. Revista intenciones apostólicas muy dignas, pero en realidad
encubre miedo a exigir, a dar disgustos y llevárselos, a amar en definitiva. El engaño reside en
creer que las marchas y campamentos son de captación y no de formación. Cabe el peligro de
disminuir la exigencia por el deseo de atraer a nuevos jóvenes. Si el militante cae en la trampa
verá en poco tiempo cómo los aparentemente «captados» terminan marchándose porque están
ante algo que no llena sus aspiraciones, los veteranos se aburguesan y finalmente desertan
desencantados y el estilo de vida queda gravemente lesionado. Triple consecuencia de única
causa: querer agradar, complacer, no sentar bases firmes y sólidas desde el principio, etc.
Ante este doble peligro cabe una salida: fidelidad en la asistencia y en la entrega sin
rebajar nunca las cotas.

Trabajo-estudio, el mejor troquel

Por encima de los Hogares-Escuela, de marchas y campamentos, el trabajo y el estudio


con ansia continua de superación, serán siempre para el educador el instrumento más adecuado
para aclimatar el sentido de la constancia en sus jóvenes.
Tengo que confesar que tardé siete años en empezar a descubrirlo. En 1946 me dejé
seducir por una tentación halagadora para el sacerdote recién salido del seminario: tener a los

195 Abelardo de Armas, Estar 72, octubre 86, sección «Agua viva».
196 10-9-1953.
197 Abelardo de Armas, Notas de verano (escritos inéditos) p.57.
jóvenes en movimiento continuo, en constante agitación apostólica. Sin darme cuenta, me dejé
traicionar por la vanidad. Entregado de corazón a la salvación de almas, quería que la obra se
notara al exterior, que hiciera ruido, olvidando que «el bien no hace ruido, y el ruido no hace
bien».
Sin pretenderlo ni quererlo, el sacerdote novel se busca a sí mismo, más que a Dios, en la
redención de sus hermanos, que como toda liberación ha de ser lenta, uno a uno, como la de los
primeros cristianos.
Hace tiempo leí la biografía de José Timon David. Al recordar sus comienzos apostólicos,
termina con una profunda reflexión que me impresionó.
Durante aquellos primeros años, había participado en la obra de otro sacerdote francés,
M. Jullien. Era un apostolado de tipo masivo, descuidando la formación de hombres.
«Allí fue donde comprendí —concluye Timon David— que el centro de juventud debe
abominar del ruido y la bullanga, del renombre prematuro y ficticio, tras del que muchos corren
en cuanto comienzan a trabajar. El principio debe ser de poco volumen y regulado por una
exacta disciplina. De lo contrario, irá perdiendo en profundidad lo que gane en extensión. Mi
triste experiencia de entonces me ha hecho volver de continuo a las fuentes conforme iba
avanzando, porque nuestra pobre naturaleza nos lleva siempre a buscar el brillo externo, y sólo
la gracia nos enseña a ocultarnos»198.
Es cierto que en el primer momento, cuando un joven se convierte a Cristo, para
mantenerlo en su decisión de entrega a El, es necesario en muchos casos lanzarle a la lucha
continua por la conquista de los demás. Haciéndolo, se le enseña a sacrificarse por Cristo
en sus hermanos.
Al sufrir por El le conoce mejor, va entusiasmándose con la tarea redentora. Por otra
parte, en actividad continua se disipan las imaginaciones impuras que antes asediaban, triunfa
fácilmente de sus tentaciones. El novel militante se da cuenta de que así tiene que comenzar la
reeducación de un pagano que se hace neófito para empezar a vivir en cristiano.
Esta actividad le hace caer en la cuenta de que es «responsable», como diría Pablo VI.
«Palabra tremenda, dinámica, inquietante, llena de energía —sigue diciendo el Papa—. Quien la
comprende, no puede quedar indeciso e indiferente. Se da cuenta de que esa palabra cambia el
programa mezquino, burgués acaso, de su propia existencia. Palabra que inyecta un dinamismo
especial en las almas que la comprenden»199.
Todo esto es cierto. Se debe hacer al principio. La tentación consiste en prolongar este
estadio que debe ser transitorio, y convertirlo en definitivo. Ahora lamento haberlo prolongado
durante más de siete años, sin darme cuenta de que para los mejores, para esa minoría que
realmente arrastrará a los demás, la etapa de la acción trepidante es sólo fase previa para derrocar
el egoísmo y empezar a llenar la vida propia de contenido útil para los demás.
El joven que se va entusiasmando con Cristo, encontrado y vivido en la Virgen, que le va
conociendo mejor en la oración y en el sufrimiento, pide algo más. Surge en él un deseo cada vez
más vehemente: consagrar no ya unos años, sino toda su vida a Cristo en los demás.
Y esto quizá sin salir del mundo, sin abandonar la profesión, sin hacerse clérigo, para
salvar más fácilmente a sus hermanos, que quizás huirían de él si fuese sacerdote.
— Tú, que me hablas así —decía uno a un militante que le invitaba a confesar después de
diez años—, ¿por qué no te haces cura?
— Si me hiciera cura, seguramente no podría hablar contigo con la misma libertad.
Una obrera de veintidós años, me decía: «Padre, quiero consagrarme a Dios para salvar al
mundo». Y cuando yo esperaba que me añadiese que quería hacerse monja, dice: «Pero quiero
consagrarme sin tocas ni rejas, sin hábitos, sin clausura. Todo eso lo llevaré en mi corazón, por
dentro, para ser sólo de Jesús y la Virgen. Al exterior, como una de tantas obreras, para poder
conquistarlas a todas para Ella».

198 León Carrouché, Un precursor, José María Timon-David Juan Flors (Barcelona 1961) pág. 63.
199 Frascati 1-9-1963.
Y radiante de alegría me añadió: «Y tengo una amiga de mi misma edad que trabaja en un
Banco y piensa hacer lo mismo que yo».
A veces el joven ni siquiera piensa en una consagración a Dios en un Instituto Secular, sin
dejar de ser laico. Dios le inspira sólo ser cristiano coherente en su profesión. Y entonces exige
que el educador sepa orientarle y no olvide unas palabras de Pío XII: «La Patria y la Iglesia piden
hombres que en el ejercicio de su profesión huyan de la mediocridad y tiendan a aquella
perfección que exige de todos la labor de reconstrucción después de tantos desastres»200.
En todos estos casos el papel del educador es claro: inculcar a los jóvenes una idea, que
al militante le costará mucho asimilar. Entusiasmado por la vida activa que lleva y por los éxitos
de su apostolado, en el fondo más aparentes que reales, no la capta con facilidad.
Esta idea es: la manera más eficaz de influir a la larga en la empresa redentora de Cristo,
es la ejemplaridad alegre en el cumplimiento del deber. Y como esto supone ser competente en
la profesión o trabajo que se realiza, hay que entregarse a fondo a la ardua y monótona tarea de
vivir en catacumbas una serie de años. Hay que capacitarse con el trabajo y el estudio para
asumir responsabilidades en la Política, la Enseñanza, la dirección y mandos intermedios de las
empresas. Así se cubrirá la línea estratégica y decisiva de los hombres que necesitan la sociedad y
la Iglesia, «hombres de fe fuerte y firmes convicciones», pues «en los grandes conflictos de ideas
que hoy agitan la sociedad no hay sitio más que para los espíritus fuertes e irreductibles»201.
Esta idea, repetimos, le cuesta mucho asimilarla al joven militante. No es extraño.
Encandilado por los éxitos, más bien aparentes, de su apostolado activo: halagado por la vanidad
—sin él darse cuenta— del mando, del verse obedecido; zascandileando de una parte para otra en
actividad continua, le cuesta extraordinariamente encerrarse en una vida oculta de trabajo y
estudio, vivir de fe pensando que la redención de los hombres —aunque realizada definitivamente
por Cristo— está vinculada por voluntad de Dios a la inmolación propia, en prolongadas horas
subterráneas de vida gris y monótona.
Un día providencial del verano de 1954, año mariano, Ella, sin duda, iluminó la
experiencia de mis doce años de sacerdocio, empleados en formar jóvenes. Descubrí que muchos,
excelentes y abnegados militantes durante años, fallaban precisamente por inconstancia. Tenían
gran corazón, capacidad extraordinaria de entrega, incluso superabundancia de medios de
santificación.
Entonces pensé: la excesiva actividad exterior con la variación casi continua de
quehaceres, ha producido en estos jóvenes resultados favorables de gran importancia, pero les ha
impedido troquelar su constancia en la cantera fecunda del estudio y del trabajo. Aunque hacían
oración y larga oración, ésta necesariamente era superficial y dispersa, como la variedad de
actividades que a lo largo del día les absorbía, sin dejarles momento de reposo. Comprendí mi
error.
Empecé a enderezar el timón lentamente, como se debe hacer siempre que se impone un
cambio de trayectoria.
Primero apareció el grupo de militantes- estudiantes, es decir, jóvenes cuya milicia al
servicio de la Virgen consistía en estudiar varias horas en las tardes de sábados y domingos. No
todos, engolosinados como estaban con la acción, comprendían cómo pudiesen llamarse
militantes quines a su juicio no militaban, y se entregaban —renunciando a la lucha, según ellos—
a la tarea cómoda de pasarse unas horas ante los libros o resolviendo problemas. Confieso que
me costó mucho ir metiendo esta mentalidad.
Un año después surgió una nueva idea: un cursillo de siete meses fuera de Madrid para
inculcar hábitos de constancia, orden, disciplina. Y sobre todo, para que asimilasen la idea de que
esa vida era más fecunda para la Iglesia que la que llevaban hasta entonces, precisamente porque
en esos meses de Nazaret se buscaban menos a sí mismos y sólo pensaban en imitar a Jesucristo
para agradar a la Virgen.

200 Exhortación a las Congregaciones Marianas (21-1-1945).


201 Pío XII, a los jóvenes de A.C. italiana (10-6-1945).
Creí por un momento que esto iba a solucionar el problema de forjar la constancia que
Cristo y el mundo necesitan en sus hombres. Pero en octubre de 1958, año mariano también, al
acabar el tercer cursillo, me di cuenta de que era necesario prolongar de alguna manera, en la
vida de Madrid, aquella escuela de constancia que se había iniciado cuatrocientos kilómetros al
norte de la capital.
Al llegar la coyuntura oportuna un año después, octubre de 1959, en la residencia
Guadalupe —erigida bajo la advocación de la Reina y Madre de la Hispanidad, e inaugurada dos
años antes, precisamente el día de un gran apóstol, Francisco Javier—, se dio el tercer paso.
Meses más tarde, junio de 1960, se consolidaría ese paso, en trayectoria dolorosa y
gozosa al mismo tiempo, al crearse en Madrid el primer Nazaret para jóvenes trabajadores
deseosos de forjar su voluntad, templándola en el trabajo y estudio, al fuego de la oración,
arropados al calor del manto de la Virgen Madre.
Mi consejo leal a los futuros sacerdotes, a los actuales militantes, a todos los laicos que
qiueran llevar adelante movimientos parecidos en la Iglesia, es que no se desalienten por muchas
dificultades que encuentren entre las personas que educan o en el ambiente que les rodea.
Tendrán que emplear horas y horas en razonar, en dar motivos, pues se trata de formar hombres,
no niños. Pero persuádanse de que las ideas, por geniales que sean, SOLO empiezan a
entenderse cuando se comienzan a VIVIR.
Hay que agarrarse fuerte al principio luminoso de un gran educador: «Educar es
completar hombres, cultivándolos sin interrupción» (A. Manjón).
No lo olvidemos. Las ideas sólo se asimilan si se practican. No se entienden si las
pasiones entenebrecen la inteligencia. Una pedagogía que no forje la voluntad purificando al
hombre de sus instintos, falla por la base. Las ideas educadoras no acabarán de penetrar nunca.
Hasta de los axiomas matemáticos dudaríamos si contradijesen nuestras tendencias. De Leibnitz
es la frase: «Tendríamos como fábulas los mismos teoremas de la Geometría si contrariasen
nuestras pasiones».
Por eso los jóvenes, llegando a este estadio —que se alcanza mucho antes de lo que
parece—, deben vivir la idea de la fecundidad de las preparaciones lentas, de que la vida oculta
en trabajo y estudio es el apostolado más eficaz para quien trata de influir a la larga en la Iglesia
y en el mundo.
En una palabra, que vivan la gran idea evangélica: si el grano de trigo no cae en la tierra y
se pudre en vida oculta, en preparación oscura de largos años, no produce frutos. Sólo así,
viviendo las ideas, aunque quizá con gran repugnancia al principio, empezarán a comprenderlas.
No olvide el educador aquella frase de Pío XI, cuando decía que la Juventud Católica, tan
querida del Pontífice que la llamaba la «niña de sus ojos», era, no el apostolado —lo cual el Papa
reservaba para los hombres y mujeres de Acción Católica—, sino «preparación para el
apostolado».
Y también recuerde que las bienaventuranzas del Evangelio —y la vida oculta del
trabajador y del estudiante las contiene todas— sólo empiezan a comprenderse, cuando uno se
decide a vivirlas y a sentir la felicidad que entrañan.
El Ródano, al llegar a los antiguos confines franco-saboyanos, desaparece en un sepulcro
de rocas. «Río perdido» le llama entonces la gente del pueblo. Ni siquiera se percibe el rumor de
sus aguas. Pero el río no se ha perdido, no está inactivo. Bajo la tierra, va haciendo un trabajo
maravilloso. Con fuerza invencible va pulverizando la roca de granito que le cierra el paso. Y
cuando creemos que la tierra lo ha tragado, salta de su tumba roqueña con bramar victorioso y se
echa a rodar de nuevo bajo la luz del sol.
Como el Ródano, puede parecer perdida a los ojos miopes de los más vulgares esa vida
oculta en trabajo y estudio convertida en oración, en Hostia viva por la juventud, la Iglesia y el
mundo, en que se encierran unos militantes después de años de gran actividad exterior. Perdidos
aparentemente para el apostolado, Dios va realizando en ellos un maravilloso trabajo. Se
pulveriza no ya la roca, sino esa inconstancia de voluntad, esa incapacidad para un esfuerzo serio
y prolongado que la movilidad de un apostolado de agitación continua en distintas direcciones no
ha logrado extirpar.
En el yunque del trabajo-estudio se forja un carácter constante. Creo poder afirmar que lo
que más contribuye a formarlo, después, y con el combate heroico de la castidad, es acostumbrar
al joven a esta vida austera de cumplimiento del deber profesional con afán de superar la
medianía, no por móviles bastardos y terrenos, sino para constituirse en «ardoroso constructor
del mundo mejor, para transformar un mundo, tan inhumano porque se ha hecho tan
anticristiano»202.
Cuando ese joven salte de nuevo a la vida, ocupando en ella el puesto que Dios le depare
para bien del mundo y de la Iglesia, nadie podrá oponerse al paso de ese hombre que, como el
Ródano, bramará victorioso derramando luz en las almas, arrastrándolas a la vida eterna, con el
ejemplo alegre de una conducta intachable al servicio de los demás.
Aconsejo a los futuros educadores de juventud —y todo militante está llamado a serlo
por lo menos como padre de familia—, que no tengan miedo a exigir al joven esta prueba de
catacumba. Háblenles de los primeros cristianos, recuérdenles la Reconquista de ocho siglos,
entusiásmenles con la Historia de España. Sobre todo, repítanles hasta la saciedad —cada vez
con un ejemplo distinto— que Cristo necesita profesionales espléndidos para que la Redención
se cumpla en la plenitud de sus aplicaciones. Y que esos profesionales no se improvisan. Son el
fruto maduro de años de estudio y trabajo, de reflexión y constancia.
Y Cristo los necesita en todas las profesiones, sin exceptuar ninguna; en todas las clases
sociales que conviven dentro y fuera de las empresas. Díganles que el apostolado que pide de
ellos la Iglesia, ese Cristo prolongado por encima de los siglos, consiste en ser competente en la
profesión, no para el mayor lucro personal o satisfacción de la vanidad propia, sino para el más
eficaz servicio de Dios en los demás.
Insístanles en que el mejor apostolado consiste, no en abandonar el puesto de trabajo u
olvidar el estudio para hacer propaganda, sino en servirse del binomio estudio-trabajo para
ofrecerlo a Dios en servicio de todos. Enséñenles que aquel apostolado de principiantes del
mucho bullir de una parte a otra —siempre quizá necesario en una corta etapa inicial—, no puede
ya satisfacerles plenamente, aunque le sea más fácil, sino que debe aspirar a una acción, eficaz y
permanente a lo largo de la vida a través de la profesión y sin salir de ella.
He podido comprobar que jóvenes de grandes cualidades, muy reacios en principio a
abandonar las naturales satisfacciones del apostolado activo, acabaron comprendiendo que su
servicio cabal a Cristo para toda la vida, exigía una preparación lenta y prolongada, cuyos frutos
se cosechan a la larga.
Uno de ellos me escribía: «Mi gran batalla es ahora el trabajo y el estudio. Creo que Dios
me lo pide. Está naciendo en mí un sentido de responsabilidad nuevo, más profundo. Algo que
necesitaba urgentemente. Siento que el Señor tiene preparada para mí una tarea en su viña. Para
cumplirla me va preparando a su manera maravillosamente sabia. Creo que mi parte para no
defraudarle, es explotar al máximo lo que El me ha dado. En el esfuerzo diario y monótono por
hacerlo, va implícita mi auténtica santificación. Sólo eso, el trabajo y el estudio hechos como Dios
quiere, veo que a mí me cristificarán en poco tiempo y me darán un dinamismo apostólico
renovado en fe de día en día».
Si se les sabe presentar la idea de emplear la profesión y el influjo personal para el servicio
de Dios en bien de los hombres, acaba entusiasmando a los jóvenes. Sobre todo cuando se les
hace ver que la casi totalidad la emplean para saciar su egoísmo, para finalidades bastardas
inconfesables, mercantilizando y deshumanizando el mundo de las profesiones que urge poner al
servicio de Dios y de los demás.
Uno de estos jóvenes hace apostolado en su empresa, marchándose continuamente del
negociado y descuidando a veces el trabajo. Es nulo su prestigio profesional. Se le dice que será
más eficaz para la gloria de Dios capacitándose, llegando a ser competente en su profesión, que el
202 Pío XII (10-9-1953).
apostolado más interesante a la larga es el lento de alma a alma, y no el masivo de mucho
moverse y hablar a todos, descuidando su obligación profesional. Coincide este cambio radical de
actuación con el traslado a otro departamento.
Después de tres años hace un balance de su eficacia: superación profesional en la
empresa, transformación total del ambiente. Sin decir apenas nada, ha desaparecido toda
conversación obscena en su departamento. Influye en la mejor organización del trabajo, ofrece
iniciativas, sugiere proyectos, etc. Esto le da un prestigio profesional y un ascendiente entre sus
compañeros, de los que antes carecía totalmente.
Y al mismo tiempo tengo que constatar la triste experiencia de magníficos muchachos, un
día militantes destacados, perdiéndose después para el apostolado. Recuerdo uno. Le conocí a los
pocos meses de iniciarse el Hogar. Era botones en un Banco, con dieciséis años: inteligencia,
simpatía y, sobre todo, gran corazón. Tan grande, que cuatro años más tarde, en 1951, todavía
me decía: «Padre, son tantas las ansias de amor hacia ellos, mis hermanos, que la Virgen pone en
mi corazón, que no pienso en otra cosa. Sueño con ellos».
En cuanto ascendió a auxiliar, intenté que la empresa le becase unos estudios de
capacitación. No lo conseguí. El se entregó a la acción externa de apostolado. De tal manera le
dominaba, que ya no sabía prescindir de su obra apostólica, para poder asistir a unos Ejercicios
espirituales o a un Retiro. Y con esta actividad continua aumentaba su defecto capital, la
inconstancia. Y por aquí vino a fallar. Poco a poco fue dejándolo todo: primero su condición de
militante; después el Hogar, para dedicarse a hacer dinero, resignándose a emplear las grandes
cualidades que poseía, y que tan fecundas habrían sido para la Redención, en enriquecerse. Una
gota de agua a quien Dios había creado con el hermoso y bello destino de confundirse con el mar,
acabó así estancándose y pudriéndose en un charco. ¡Cuántos he conocido!
Hace tiempo iba en el «Metro». Se acercó a saludarme un hombre de unos treinta años.
Al principio no le reconocí, pero él me recordó que cuando tenía diecisiete conoció el Hogar y
fue militante destacado durante tres años. Desde entonces le había perdido de vista. Hablé con él
un largo rato, casi una hora. Me explicó el proceso.
—Trabajé con entusiasmo en el Hogar, después de descubrir a Cristo por la Virgen, en
aquellos ejercicios inolvidables de las Navillas. Más tarde me di cuenta de que tenía que estudiar.
No quería resignarme a ser auxiliar de por vida en un Banco. Empecé Bachillerato. Lo he
acabado. Me marché del Hogar porque allí me daba la impresión de que la única forma de
trabajar apostólicamente era hacer campañas, ir de trincas o campamentos, y yo quería algo más
para entregar mi vida en bien de la Iglesia.
Y me añadió: «Padre, he consagrado mi vida a Dios en un Instituto Secular y trabajo en el
Banco muy en contacto con la Dirección».
Al oírle me confirmé en lo que ya venía pensando. Ese ex-militante, gracias al estudio y al
trabajo regular, sin hacer durante diez años ningún apostolado externo, troqueló su carácter, se
hizo constante y se puso en condiciones de responder a la llamada de Cristo. Gracias a esa
constancia que le dio el estudio y el trabajo, no olvidó «la gran vocación cristiana», en frase de
Pablo VI, «no retornó a sus hábitos temporales, enfangándose en los intereses inmediatos de la
vida material»203.
Mucha altura de miras, mucho desprendimiento del apego al éxito y al natural deseo de
agradar, tan natural incluso en el sacerdote consagrado al apostolado, se requiere para prescindir
de los jóvenes más eficaces en una obra y mantenerlos en aparente inactividad durante años. Hay
que acordarse con frecuencia de Vicente de Paúl, que quería que sus misioneros fuesen antes
«pacientes que actuantes»; y pensar en el largo aprendizaje a que los fundadores de Ordenes
religiosas —los mejores forjadores de hombres— han sujetado a sus novicios. No debe olvidarse
que otros grupos exigen a muchos de sus militantes esta ruda y monótona preparación de largos
años de estudio y trabajo para forjar líderes del ateísmo científico o de la acción directa
revolucionaria.
203 Frascati 1-9-1963.
Así, más que con activismos prematuros y pasajeros, en el troquel del cumplimiento del
deber familiar y profesional con ansia de superación continua, se forjan hombres eficaces a
largo plazo, se lanzan satélites que, incrustándose en las estructuras políticas, sociales y
económicas, las transformarán para Cristo.
Es la urgente necesidad del momento histórico que vivimos. «El mundo actual tiene
necesidad de santos, de nuevos santos, de santos que sean geniales» (S. Weil).
Así se asegura la indispensable presencia cristianizadora del laico en todos los sectores
sociales: Familia, Enseñanza, Empresa, Sindicato, Cultura, Política. Su acción temporal será
entonces plenamente eficaz. Su sola presencia vivificadora y vivificante, vacía totalmente de
egoísmos y llena de amor a Dios en los hermanos, hará humanas y justas las estructuras que hoy
conocemos.

Reforma, ¿de estructuras o del hombre?

No nos dejemos llevar de espejismos. Las estructuras sólo se reforman si se cambia al


hombre. Esto es lo verdaderamente difícil y lo único decisivo a la larga. Sólo se logra con
decenios consagrados pacientemente a la formación de los hombres en lucha constante contra
egoísmos y concupiscencias. Si se consigue clarificar el manantial, las aguas del río se purificarán.
Pero hay que saber esperar y no dejarse llevar de la prisa loca que a todos nos contagia el mundo
de vértigo en que vivimos, ni de la vanidad en lograr éxitos aparatosos que tanto nos halagan al
sentirnos admirados o envidiados por los demás.
Conocidas de todos son las consignas radicalistas de Unamuno, directamente heredadas
de Giner: «No quieras influir en el ambiente, ni en eso que llaman señalar rumbos a la sociedad
[...] Coge a cada uno, si puedes por separado, y a solas en su camarín, inquiétalo por dentro [...]
Sé confesor más que predicador. Comunícate con el alma de cada uno y no con la
colectividad»204. Sabía que, cuando se cambia la estructura de un corazón humano, se cambia un
poco de la estructura del mundo.
El fundador de la Institución Libre de Enseñanza, en quien Unamuno admiraba el modo
como «confesaba» a la juventud, forjó así una serie de hombres que para cambiar las estructuras
saltaron —sin que él lo pudiese evitar y quizá deseándolo en el fondo de su ser—, a todos los
planos de la vida nacional. A Giner de los Ríos no le interesaba ni la revolución desde arriba, ni
desde abajo. Se dedicó durante casi medio siglo (1867-1915) a «hacer hombres». Y con ello
inició una verdadera revolución, un auténtico cambio de estructuras. Una revolución que del área
de la pedagogía y la educación en todos sus grados, irradió triunfante a la calle, de la cátedra pasó
a la política, a la literatura, a la prensa205.
Unamuno o Giner no hacían más que seguir, quizá sin saberlo, la línea de fondo de la
pedagogía cristiana. Al destacar la dignidad de cada persona humana, se aleja de los
colectivismos totalitarios del humanismo ateo, que deseando divinizar al hombre acaban
deshumanizándole. Al mismo tiempo, esa pedagogía descubre en el microcosmos que es el
hombre el santuario de la creación visible, la fuente inagotable de vitalidad para la reforma de la
sociedad.
Giner o Unamuno siguen, sin pretenderlo quizá, las huellas de San Agustín. «No pierdas
tiempo andando fuera de ti. Regresa a ti mismo, pues la verdad vive en el corazón del hombre» 206.
San Benito, padre de Europa, corre por la misma senda. «Vivió solo consigo mismo bajo los ojos
de Quien nos mira desde lo alto»207.
204 Ensayos, 1945, pág. 243.
205 Recortándonos a la parcela política, y prescindiendo de los primeros influjos ginerianos, todo el mundo sabe el
nexo ideológico que vincula a muchos de nuestros políticos con el fundador de la Institución. Canalejas,
Melquiades Álvarez, Santiago Alba, antes de 1933; Álvaro de Albornoz, Fernando de los Ríos, Julián Besteiro,
Rodolfo Llopis y el mismo Manuel Azaña, desde 1931, entre otros.
206 De vera religione 39, 72.

207 San Gregorio Magno, Diálogos, libro II, c.11.


Una constante histórica no exenta de ironía aleccionadora. Los hombres que menos
hablan, y aparentemente menos hacen por la reforma de las estructuras, y se dedican a fondo a
forjar hombres, son los únicos que en realidad contribuyen con eficacia a cambiarlas. Es axioma
de la historia, por lo menos desde los primeros cristianos. Podríamos citar al azar nombres
españoles contemporáneos: Giner de los Ríos, Ángel Ayala, José M. Escrivá, P. Poveda, A.
Manjón, Enrique Ossó, y tantos sacerdotes o laicos que en el mundo de la enseñanza, por
ejemplo, o en el confesonario, han sido verdaderos educadores en sacrificada vida oculta.
Las estructuras temporales no se transforman solas. Es el hombre quien las cambia. La
verdad equidista de los dos extremos: pietismo individualista olvidando los deberes temporales de
un cristiano, y humanismo monopolizante que mata o desprecia los valores del espíritu a fuerza
de querer comprobarlo y contabilizarlo todo.
Hace cuarenta años los marxistas pensaban todavía que bastaba la transformación de
estructuras sociales para cambiar la naturaleza del hombre. Ahora se dan cuenta de que los
problemas del hombre no se han resuelto. Hablan hoy de misterio del hombre, de su
trascendencia. Nosotros, en cambio, siempre a remolque, con un lustro de retraso... Olvidamos
con facilidad la intuición genial de Balmes. «No son las instituciones las que salvan o pierden a
los pueblos, sino los hombres que las encarnan». El lo aplicaba a la fórmula política republicana o
monárquica de gobierno. Pero también es principio válido para la reforma de las estructuras.
A las estructuras se puede también aplicar la frase de Giner: «Leyes, decretos, ¿para qué?
¡Si no tenemos gente para aplicarlos! Hombres, hombres es lo que hace falta»208.
Es más cómodo y menos comprometido hablar de transformar estructuras que decidirnos
a cambiar nuestro corazón. Es más fácil disertar que hacer, hablar que actuar. En asambleas o
encuentros es más cómodo elucubrar sin enfrentarnos con nadie que soportar las
incomprensiones y críticas que acompañan a la acción.
El egoísmo nos impide ser actuales, sintonizar con la hora presente. El miedo aliado con
la comodidad nos hace olvidar unas palabras incisivas y clarividentes pronunciadas casi al acabar
la segunda guerra mundial. «No es este el momento de discutir, de buscar nuevos principios, de
señalar nuevas metas y objetivos. Unos y otros son ya conocidos y determinados y sólo esperan
una cosa: su realización concreta»209.
La epidemia del siglo es la «reunionitis», el asambleísmo. ¿De qué sirve multiplicar los
encuentros para arreglar el mundo si la voluntad de los asistentes está decidida de antemano a no
inmolarse, si el corazón ha resuelto ya encastillarse en su egoísmo?
La axiomática afirmación de Juan Pablo II siempre estará a la orden del día: «No caigáis
en el error de pensar que se puede cambiar la sociedad cambiando sólo las estructuras externas, o
buscando sólo en primer lugar la satisfacción de las necesidades materiales»210.
La sabia y paternal advertencia del Papa es hoy más actual que nunca. «Hay que empezar
por cambiarse a sí mismo, convirtiendo de verdad nuestros corazones al Dios vivo, renovándose
moralmente, ahogando las raíces del pecado y del yo en nuestros corazones. Personas
transformadas contribuyen eficazmente a transformar la sociedad»211.
La consigna es contundente. En vez de gastar pólvora en salvas hablando de la «nueva
evangelización del mundo», sigamos al Sínodo de Obispos que a una con el Papa nos dice: «La
evangelización de los no creyentes presupone la evangelización de los bautizados. La
evangelización se hace por testigos, pero el testigo no sólo da testimonio con las palabras sino
con su vida»212.

208 Pijoán M., D. Francisco Giner, Costa Rica, 1927, pág. 51.
209 Pío XII, Exhortación por un mundo mejor, 10-2-1952, 9.
210 Juan Pablo II en Zaragoza, Avda. de los Pirineos, 10-10-1984, 6.
211 Ib.
212 II Sínodo extraordinario de Obispos, 8-12-1985, II, BAC (Madrid 1985) p.13.
V

CONCLUSIÓN-RESUMEN

Al contemplar Enrique Heine la catedral de Amberes, exclamó: «Aquellos tiempos tenían


dogmas. Nosotros no tenemos más que opiniones. Y con opiniones no se edifican catedrales».
Es muy fácil dejarse contagiar por el ambiente, y más cuando está saturado de sofismas.
Olvidamos entonces que sólo la Iglesia tiene dogmas y levanta catedrales. El intelectualismo
escéptico fabrica dudas y levanta telarañas religiosas213.
Algo de eso sucede hoy a muchos de los que pretenden ser educadores de la juventud.
Les sobran opiniones, pero les faltan dogmas. Dudan, vacilan, no son firmes. Por eso no forman
hombres. Muchos educadores católicos carecen de convicciones sólidas. Incluso se dejan llevar,
como diría Pablo Apóstol, de una parte a otra, por el viento de doctrinas nuevas, que suelen tener
tanto éxito por dar pábulo a la veleidad e inconstancia.
Olvidan que «a la hora de la discusión, la posición más fuerte es la del escéptico, pero a la
hora de actuar la posición más firme es la del creyente» (Ramón y Cajal).
Menosprecian quizá, y reputan anticuado, al auténtico educador cristiano que sabe que el
verdadero carácter es como una catedral gótica. Piedra sobre piedra se va construyendo,
elevándose por encima de los mezquinos intereses egoístas de la tierra, para hundir airosas en el
cielo azul sus afiligranadas agujas, oraciones petrificadas que se elevan a lo alto, arrastrando la
mirada de cuantos las contemplan.
Así, ese educador cristiano va haciendo aflorar «en todas y cada una de las actividades y
profesiones, en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social», hombres y mujeres
«llamados por Dios que, cumpliendo su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico»,
contribuyen «como la levadura, desde dentro, a la santificación del mundo», y «descubren a
Cristo a los demás», brillando ante ellos «con el testimonio de su Fe viva, esperanza y caridad»214.
Es el educador que disipa nubarrones de pesimismo. No cree en procesos irreversibles ni
en secularismos imparables. Cree en el hombre, y sobre todo, cree que sólo Dios satura todas sus
valencias y colma sus aspiraciones más íntimas. Un Dios que inyecta dinamismo sobrenatural en
el hombre frágil, para vivir en el mundo desafiando egoísmos que dividen y sembrando amor que
unifica.
Es el educador realista que capta la oportunidad única que le ofrece el mundo en que
vivimos. Planeando por encima de apariencias engañosas, se da cuenta de que el hombre de hoy
experimenta un «vacío profundo que espera anunciadores creíbles de valores capaces de edificar
una nueva civilización digna de la vocación del hombre»215.
Es el forjador clarividente que pisa fuerte en la tierra y responde audaz al SOS.
angustioso y esperanzado que le lanza una «juventud abandonada a sí misma», en un mundo
desengañado y entristecido, que —perdido— naufraga sin rumbo en «el crepúsculo de las
ideologías, la erosión de la confianza, en la capacidad de las estructuras de responder a los
problemas más graves y a las inquietantes expectativas del hombre, la insatisfacción de una
existencia en lo efímero, en la soledad de las grandes metrópolis masificadas y en el nihilismo»216.

213 Chesterton, Intelectuales p. 41.


214 Lumen gentium 31.
215 Juan Pablo II, a los Obispos europeos, 11-10-1985, 12.
216 Juan Pablo II, ib.

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