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Forja de Hombres Tomás Morales
Forja de Hombres Tomás Morales
Veinte años han transcurrido desde que se publicó por primera vez Forja de hombres, del
Padre Tomás Morales. En este tiempo, España ha sufrido una profunda transformación. Las
ideas, y aun las palabras, del libro no han sufrido desgaste alguno; al contrario, tienen mayor
vigencia todavía.
Forja de hombres es un libro que ha salido al calor de una experiencia apasionada hecha
objeto de reflexión constante. Es un libro lleno de sugerencias, con el valor de estar enraizadas y
comprobadas en la realidad de la vida. El borboteo de un apostolado realizado en los sitios más
dispares: la empresa, el bar, la calle, con modos de hacer variados: círculos de estudio, misiones
juveniles, marchas y campamentos, ejercicios espirituales, se ordena en «cuatro puntos
cardinales», regulados con palabras de sabor tradicional, mucho más expresivas y penetrantes que
las usadas corrientemente en las producciones afectadamente científicas.
Muchas ideas sugiere cualquier página del libro. Apenas comencé su lectura, una
impresión fue cuajando y cobrando fuerza: se trata de un libro escrito contra corriente. En todas
sus líneas late una Pedagogía cuya finalidad es la de que el joven alcance «la valentía de ser
distinto de los demás para empezar a parecerse a Cristo».
Una Pedagogía de exigencia en un mundo de permisividad; de exigencia «desde dentro»,
cuando todo se hace desde fuera y a través de condicionamientos externos; una «iniciación en el
coraje y en el heroísmo» cuando el «pasotismo» y la llamada desmitificación de ideales se halla a
la orden del día.
Una incitación a la paciencia del educador, condición necesaria para estimular, ayudar y
alentar al joven hacia el esfuerzo «serio y continuo» frente a la prisa que domina en el ambiente y
en la mentalidad del hombre de hoy y más especialmente en la del joven que no sabe lo que
quiere, pero lo quiere muy deprisa.
La mentalidad penetrante y abierta del Padre Morales se pone de relieve en el aprecio,
razonable y ordenado, del hacer y el estudiar. Su estima de la actividad y el menosprecio de la
palabra inútil se manifiesta con claridad a lo largo de todo el libro; pero no se deja caer en el fácil
activismo pragmatista que termina por secar la fuente de los impulsos para una acción espiritual.
El cultivo de la reflexión es uno de los quicios de la vida del cristiano apóstol. Parafraseando un
verso de la Escritura, el Padre Morales dice que «perdida está la juventud porque sus educadores
no la obligan a reflexionar». El hombre de hoy vive más que nunca de impresiones y sensaciones;
de noticias más que de conocimientos arrancados de la realidad, de slogans y consignas
fabricados por otros más que de pensamientos arrancados a su propia reflexión. Pero no se trata
de una reflexión desencarnada. Más bien pide una reflexión enraizada en la vida, de tal suerte que
incluso los errores cometidos pueden ser motivo de enseñanza. Observar y pensar, enjuiciar y
valorar la realidad, son tareas propias de la reflexión que llega a su colmo cuando permite
«descubrir procedimientos para la acción». Porque el pensamiento humano tiene vocación de
realidad y para la realidad; arranca del mundo real y a través de su capacidad constructiva —
participación en la obra creadora de Dios— actúa sobre la realidad modificándola para mejor
servir a los verdaderos fines de la vida humana.
La vinculación pensamiento-realidad, a la cual acabo de aludir, lleva como consecuencia
algo que con sinceridad encantadora dice el Padre Morales que tardó «siete años en empezar a
descubrirlo»: «el trabajo y el estudio, con ansia continua de superación, serán siempre para el
educador el instrumento más adecuado para aclimatar el sentido de la constancia en sus jóvenes».
Trabajo y estudio constante que llegan «a una acción eficaz y permanente a lo largo de la vida a
través de la profesión y sin salir de ella». Idea fecunda en la que el trabajo se humaniza y aun
«diviniza» en el estudio y en la oración, y el estudio se hace eficaz en la vida a través de la obra
bien hecha.
Enraizado el trabajo en el entramado de la vida social vale la pena destacar una
consecuencia de extraordinario valor en estos momentos de confusión doctrinal, nacida
principalmente de la difusión de las ideas marxistas: la cuestión del cambio de las estructuras. En
el marxismo, las estructuras sociales no sólo condicionan sino que determinan el ser y la vida del
hombre individual. Frente a esta idea, el pensamiento del Padre Morales es claro: «una constante
histórica no exenta de ironía aleccionadora. Los hombres que menos hablan, y aparentemente
menos hacen por la reforma de estructuras, y se dedican a hacer y forjar hombres, son los únicos
que en realidad contribuyen con eficacia a cambiarlas».
Para terminar, algo que no se puede soslayar. Por encima de todos los recursos humanos,
círculos de estudios, marchas y campamentos, hogares-escuela, el espíritu que anima a toda la
obra del Padre Morales se puede resumir en el cariño filial a Santa María, en estos tiempos en que
a nuestra Madre se la hace objeto de tantos desvíos, malentendidos, y aun injurias, y la fidelidad a
la Iglesia que tanto sufre también con la deslealtad de algunos que se llaman sus hijos.
FORJA DE HOMBRES. Cómo se forjaron unos hombres, cómo pueden forjarse muchos
más. Algo de historia y un poco de programa en esta hora de planificación, en que «sin la acción
y testimonio del laicado, el Evangelio no puede impregnar toda la vida humana y ser llevado a
toda la vida de la sociedad»1.
Algo de historia
Cómo se forjaron unos hombres a lo largo de casi quince años (1946-1960), y cómo se
han seguido forjando durante más de cinco lustros (1960-1986). Hombres y mujeres que inyectan
mística de familia en sus hogares y empresas —mercantiles e industriales—, en escuelas y
universidades, en el ejercicio de las más variadas profesiones. Unos hombres y mujeres que
envuelven en las espirales de su amistad a todos los que integran esas realidades, cristianando así
desde dentro del mundo las estructuras.
De ese Movimiento han surgido distintas obras (hogares, residencias, cooperativas,
viviendas, escuelas) que todavía siguen gracias al impulso troquelador entonces iniciado y hasta
ahora mantenido. Muchos de esos hombres y mujeres, empapados en la mística exigente y
apostólica de nuevos primeros cristianos que el Hogar del Empleado primero, y la
Cruzada-Milicia de la Virgen después, les imprimió, empezaron a vivificar empresas en que
trabajaban, escuelas en que estudiaban o enseñaban, barrios en que vivían, familias de nuevo cuño
que formaban.
Un poco de programa
Ofrenda
La larga y fecunda experiencia de estos años nos obliga a brindar a todos los formadores
de la juventud, desde el padre de familia, el maestro o educador, desde el sacerdote director de
almas hasta el laico militante, fermento en la masa, unas técnicas extraídas de la cantera viva de la
realidad, del conocimiento de la vida, del bucear hondo en el corazón de tantos jóvenes, del
pensar profundo en muchas horas de silencio y soledad fecunda.
Técnicas ensayadas y rectificadas muchas veces en la actividad incesante de cuatro
decenios que maduran y enriquecen un movimiento. Enseñanzas asimiladas en instantes de
reflexión serena a la luz de la historia, al calor de la oración, cara al mar y a las montañas muchas
veces, muchas más en la cercanía de un sagrario, y siempre bajo la mirada maternal de la Madre
de Dios y de los hombres.
Estas experiencias y enseñanzas son las que ofrecemos con amor fraternal, al acercarse un
Sínodo 1987 que profundizará en la misión del laico en el mundo, a cuantos con Cristo y en
Cristo forman la Iglesia o pueden incorporarse a ella. Las brindamos en especial a cuantos,
conscientes de la urgencia del momento, van cayendo en la cuenta de que la movilización del
laicado con ímpetu misionero es quizá el problema pastoral que más acucia a la Iglesia para la
evangelización valiente y eficaz del mundo.
Con particular cariño confiamos estas enseñanzas a sacerdotes y laicos enrolados en el
apostolado. Y a los que se entregan en Institutos Seculares ofrendando sus vidas en el mundo, sin
salir de él y actuando en él para arrastrarlo hacia Dios, y plasmar en realidad fecunda la
«consecratio mundi» (Pío XII). Dentro de ellos, a los núcleos de jóvenes trabajadores y
estudiantes, que pululan a su sombra. Cada día, en número creciente, van sintiendo la llamada
irresistible a una entrega total y permanente para salvar a la juventud cristianando fábricas y
oficinas, escuelas y universidades, y decididos a que amanezca en un mundo que agoniza en el
egoísmo la «civilización del amor», que plasme en «síntesis nueva y genial lo espiritual y lo
temporal, lo antiguo y lo moderno»6.
Una juventud que quiere ser formada en el heroísmo. Exige que no se la defraude. Pide
un Evangelio íntegro, no adulterado, que le comunique la fuerza sobrenatural para seguir a
«Jesucristo, y Este crucificado» (I Cor 2,2). Está convencida de que «vivir como cristiano
significa con frecuencia ir contra corriente, contra la mentalidad en boga», que «no es fácil ser
coherente con la fe en la sociedad de hoy, saturada de materialismo y permisividad»7.
12 Ib.
MÍSTICA DE EXIGENCIA
Cuando daba las primeras tandas de Ejercicios espirituales internos a jóvenes empleados
(noviembre-diciembre 1946), cayó en mis manos un libro, Patronatos de juventud18, en que su
autor, Timon David, reseñaba la génesis y actividad de la obra iniciada por un grupo de
sacerdotes con la juventud trabajadora de Marsella. En sus páginas leí una afirmación tajante que
me dejó pensativo: «A los jóvenes, si se les pide poco, no dan nada; si se les pide mucho, dan
más». Me sorprendió la frase. No me la creí del todo.
Han pasado cuarenta años. Hoy puedo afirmar su exactitud matemática. He visto surgir
una obra gracias a entregas totales, más o menos duraderas, y algunas definitivas, absolutamente
desinteresadas de toda compensación humana, económica o de otra índole. Por eso, creo
absolutamente en la afirmación de aquel sacerdote francés.
Hablando con un muchacho que empezaba a descubrir su vocación de entrega a los
demás, me decía:
«En 1956 hice Ejercicios abiertos. Me exigieron, pero poco. Saqué el propósito de
confesar y comulgar todas las semanas, propósito que no cumplí porque no llenaba los grandes
ideales de mis dieciséis años. Llevaba una vida mediocre y no me satisfacía. En 1957 hice un mes
de Ejercicios en el segundo Cursillo de formación de Militantes que el Hogar organizaba en
Comillas. Se me pidió una entrega total y sin dudarlo di el paso. Eso sí que llenaba todas mis
aspiraciones».
Y concluyó con esta frase que hace pensar: «Me ha costado menos consagrar mi vida a
Dios, que ingresar en una organización católica para ir tirando».
Otro militante —sirve actualmente a Dios en el Instituto Secular que nació dentro del
Hogar del Empleado—, contaba en una asamblea el proceso de su propia conversión. «Yo
persevero —decía— porque al terminar la primera tanda de Ejercicios que hacía en mi vida, el
Padre director me exigió mucho. Añadió la comunión, misa, oración, examen y lectura diarios, a
mis raquíticos propósitos de perseverancia. Yo había decidido comulgar cada semana y creía que
hacía algo grande, pues hasta entonces no iba a misa ni los domingos. La verdad es que no hice
caso ni de la oración ni del examen, pero no dejé de asistir a misa y comulgar diariamente.
Aquello fue mi salvación. El Padre me dijo que hiciera todo eso durante un mes. Pasaron los
treinta días, pero ya no lo podía abandonar. Si dejaba de comulgar sentía que faltaba algo en mi
vida».
Y cuando más tarde leí unas palabras de Pío XII, comprendí que Timon David tenía
razón: «Debe pretenderse de los jóvenes todo —decía el Papa—, en la certeza de que se da más
fácilmente mucho que poco».
En realidad empecé a creer en la eficacia de esta exigencia a últimos de noviembre de
1947, es decir, al año de iniciarse el movimiento. En los Ejercicios que por entonces daba, cuatro
días anuales revitalizados con uno al mes de retiro, hablaba a mis jóvenes de entregas totales al
Evangelio para hacer algo grande por Dios, por España, por el mundo. Al decirlo, interiormente
pensaba: entregas totales que se acabarán cuando se echen novia o se casen. Ya es algo, bastante,
¿verdad? Pero el Espíritu Santo iba mucho más lejos.
Al atardecer de uno de esos días, tengo delante de mi mesa a un militante de veinticuatro
años. Es en Santa Teresa 7. Una habitación reducida contigua a la capilla. Empieza la
conversación. Me habla de la transformación que se va operando en su espíritu desde que
conoció el Hogar un año antes. Vibra de entusiasmo.
—No es el Hogar —le dije—, es la Virgen Madre quien te está cambiando.
19 2-2-1947.
contraste con la de las potencias occidentales, acaba: «En resumen: en Ginebra las virtudes
estaban de parte de los comunistas».
Todo lo que iba captando me confirmaba en la táctica. Sólo una juventud troquelada en la
exigencia podrá presentar combate a las fuerzas del mal. Y pensaba en la frase de los obispos
norteamericanos cuando en 1939 conmemoraban el centenario del establecimiento de la Jerarquía
en los Estados Unidos. Aludían, en el documento entonces publicado, al paralelismo entre la
caída del Imperio Romano y la peligrosísima situación del mundo occidental.
Aleccionado por la experiencia, me decidí a despertar esas energías latentes que anidan en
el alma joven, en espera de quien las ponga en marcha. Cuántas veces ellos, y también ellas,
cuando les hablaba con frases de Pío XII o de Pablo VI de la necesidad de entregarse para
construir un mundo mejor, me decían: «Desde hace años estábamos esperando este momento».
No hace mucho hablaba con dos chicas de diecisiete años que preparaban el COU. Se
miraron, interrumpiendo mis palabras, y admiradas y entusiasmadas, se decían:
—¡Cuántas veces hemos hablado entre nosotras de hacer algo de esto!
Una experiencia previa a la del Hogar había hecho ya en este sentido. Encontrándome en
un pueblo del oeste de España tuve ocasión de tratar con un grupo de jóvenes pertenecientes a
una organización parroquial de Acción Católica de la que era consiliario. Al descubrir el temple
magnífico de aquellos extremeños, les repetía y me repetía muchas veces: «En el fondo del
corazón joven duerme un conquistador». Y cuando vine a Madrid, me propuse también despertar
ese conquistador que dormita esperando la voz que lo arranque de su sueño.
Determinado a caminar sin miedo por el camino de la exigencia, me lancé con decisión.
El ambiente de exigencia cristalizó en todas las actuaciones: Ejercicios espirituales, marchas y
campamentos, círculos de estudios. Descubrí la exactitud de la frase de Douglas Hyde: «A una
demanda de heroísmo, responde siempre una respuesta heroica»20.
Muchas veces he comprobado que «la entrega de sí mismo y el espíritu de sacrificio no
son monopolio del marxismo. Nuestros cristianos son también, y en mayor escala, capaces del
heroísmo siempre y en cuantas ocasiones les sea exigido»21. Pero la exigencia debe ser amorosa,
sin dictaduras ni paternalismos, dejando iniciativa, insistiendo en lo eterno, y flexible ante el
ambiente.
Ejercicios Espirituales
Los Ejercicios espirituales empezaron siendo de cuatro días de duración. Como ellos
pedían más, ya en 1948 hubo dos tandas de seis días completos. Y como todavía les parecía
poco, en 1949 empezaron a celebrarse dos tandas anuales de ocho completos. Esta costumbre
duró hasta que en 1956 empecé a dar tandas de mes, siguiendo en todos los detalles el esquema
ignaciano.
En estos Ejercicios se exigía rigurosamente el silencio. Aplicando la consigna de Pablo
VI, se excluían de ellos «actividades propias de la dinámica de grupo: discusión de problemas
religiosos, mesas redondas, encuestas». Todo esto tiene su puesto en la Iglesia, pero «no encaja
en el marco de unos Ejercicios. Lo propio de ellos es que el alma, a solas con Dios, se disponga
generosamente a encontrarse con Él»22.
A los que no eran capaces de guardarlo, se les obligaba, con firmeza y suavidad al mismo
tiempo, a abandonar la tanda. A los que permanecían se les enseñaba a hacer oración y
penitencia, forzándoles suavemente a ello con la insistencia continua y el ambiente de
recogimiento que poco a poco iba conquistando a todos. Se les mantenía en actividad incesante
para que humanamente no pudieran aburrirse. Es verdad que las primeras horas, todo el primer
día, se les hacía cuesta arriba.
20 Lecciones que hemos de aprender de la experiencia comunista, Fomento social, (Madrid 1964), p. 23.
21 Ib.
22 Pablo VI. Conferencia Nac. Cat. de Ejercicios para seglares de los EE.UU. (25-7-1966).
Pero como por amor a la Virgen se les incitaba a perseverar en el esfuerzo, una paz
desconocida les empezaba a inundar a partir del segundo día, y los acababan rabiosamente
contentos, llenos de alegría al tocar a Cristo.
Así me decía uno: «La primera vez que me invitaron a Ejercicios espirituales y escuché
esa palabra dije: NO. La segunda lo mismo. La tercera me derribó la gracia. Llenaron hasta
rebosar las ansias que tenía en mi corazón. Desde ese momento mi vida giró 180 grados.
Comprendí una cosa: esta vida no es la Vida. Me pidieron todo. Lo dejé todo. Y encontré todo».
Los Ejercicios anuales se completaban con el día mensual de Ejercicios. Eso era, más que
un día de retiro. Siempre en una casa de Ejercicios, comenzando el sábado por la tarde para
acabarlo a última hora del domingo con la asamblea que tensa los espíritus para la acción
apostólica.
Conseguirlo no fue fácil. Cuando se me ocurrió la idea de un día de Ejercicios mensual en
lugar de los retirillos corrientes, me dijeron desde muchas partes que eso no se podía hacer, que
jóvenes que están trabajando toda la semana en una empresa, necesitan el domingo para
descansar; que era una crueldad encerrarlos en una casa de Ejercicios haciéndoles renunciar al
fútbol... Estas y parecidas cosas me decían, no sólo los laicos, sino eclesiásticos y religiosos.
Claro es que no era necesario que me lo dijesen desde fuera. Dentro de mí mismo sentía
repugnancia invencible a estar todo el día encerrado, hablando varias veces, y añoraba hacer con
ellos una excursión distraída por parajes desconocidos. Con esta observación empecé a darme
cuenta de una cosa: la última razón para no exigir a los demás, es que uno tiene que empezar
exigiéndose, y esto a nadie le hace gracia, seamos clérigos o laicos. A pesar de todo, me decidí y
empezaron los días mensuales en diciembre de 1946.
Comenzamos la carrera de los retiros con una pequeña derrota inicial, es decir, sin poder
empezar de noche. A última hora, cuando los militantes estaban ya movilizados, se nos comunica
que el retiro no puede iniciarse a las nueve de la noche, como estaba anunciado. ¡Cuántas batallas
para lograr mantener estos días mensuales de Ejercicios con los que acudían, y sobre todo con las
casas de Ejercicios! Es cierto que algunas, al ver la sobriedad y resultados, empezaron a dar
facilidades, siempre que no tuvieran comprometida la fecha para una tanda de Ejercicios.
La guerra que hacía el enemigo a estos días mensuales, demostraba que no le caían en
gracia, y me daba un argumento más para no desertar. Cinco años más tarde, en octubre de 1952,
al acabar una tanda de ocho días, un militante me decía mientras esperaba el tren en Las Navillas:
«Mi entrega a Cristo en el Hogar, más que de los Ejercicios anuales, ha venido de los días de
retiro mensuales».
Marchas y campamentos
Círculos de estudio
Los círculos de estudio sembraron en animada discusión, durante tres años (1946-1949),
las ideas rectoras del movimiento que marcaría la ruta al Hogar naciente. Los hombres que en
ellos, a una con los Ejercicios y marchas se formaron, no tendrían que hacer otra cosa con los
nuevos militantes que imbuirles la misma mística de esos años iniciales. Aquellos años fueron
decisivos, no sólo porque marcaron la trayectoria del Hogar durante un decenio, 1950-60, sino
también porque a la mística que los definió habría que recurrir para encauzar la peligrosa
desviación iniciada el último de esos años.
Un militante de los tiempos más difíciles y decisivos del Hogar (1946-1954), después de
unos años de ausencia, retorna y visita al núcleo que lo había abandonado en 1960 para formar un
Instituto Secular naciente. Tenía razón al afirmar que el espíritu auténtico y genuino del Hogar,
que él y tantos forjaron con su sacrificio de largos años, se había mantenido en los miembros de
ese Instituto.
Aquellos círculos de estudio fueron el origen de las asambleas sembradoras de criterios,
de las charlas a botones iniciadas por militantes en las empresas, de charlas anuales de actualidad.
Algunos de los asistentes aplicaban el sistema a las reuniones que tenían en la asociación
apostólica a que pertenecían.
Lo original de aquellos círculos era no sólo la valentía y sinceridad con que bullían las
ideas, sino el sistema ideado para llevarlos, muy en contacto con las realidades cotidianas.
Con ello se conseguía mantener el espíritu tenso toda la semana, en observación continua,
para poder aportar al círculo siguiente nuevos datos que sirviesen de base para iluminar las ideas.
Eran una encuesta extendida a lo largo de siete días, pero una encuesta encendida en anhelos de
conquista que atraía al círculo siguiente nuevos elementos. Se hablaba de la mujer, el amor, el
matrimonio, relaciones entre ellos y ellas, educación, hijos, si España era o no católica, etc. Y a
propósito de todo esto, centelleaban unas cuantas ideas luminosas: cumplimiento del deber,
sentido de la responsabilidad, fortaleza de carácter, entrega generosa a los demás. Al principio, en
plan exclusivamente humano. Al final, la idea trascendental de Dios aparecía para iluminar el
Diversidad de reacciones
Las distintas reacciones que provocaría este clima de exigencia eran fáciles de prever.
Unos, los mejores, se estimulaban más con las dificultades que debían vencer. Con sencillez,
reconocían sus fallos —patrimonio común de todos los hombres— y trataban de superarse.
Sabían que el hombre que triunfa no es el que nunca sufre derrotas, sino el que siempre está en
actitud de ataque. Otros, en cambio, traicionados por la dejadez o el orgullo, volvían grupas
diciendo: «Esto no es para mí», y retornaban a su vida mediocre.
Juan Pablo II en este sentido es terminante: «No hemos de tener miedo a exigir mucho a
los jóvenes. Puede ser que alguno se marche 'entristecido' cuando le parezca que no es capaz de
hacer frente a alguna de estas exigencias; a pesar de todo, una tal tristeza puede ser también
'salvífica'. A veces los jóvenes tienen que abrirse camino a través de tales tristezas salvíficas para
llegar gradualmente a la verdad y a la alegría que la verdad lleva consigo. Por lo demás, los
jóvenes saben que el verdadero bien no puede ser 'fácil' sino que debe 'costar'. Ellos poseen una
especie de sano instinto cuando de valores se trata»30.
Al regreso de un campamento me escribía un universitario de veinte años: «Ayer mismo
llegué a casa de vuelta de Gredos. Ha sido lo que yo esperaba, sin saberlo, desde hacía años. Por
eso me ha entusiasmado. La exigencia y el contacto con la naturaleza hace mucho, pero también
ayuda muchísimo ver el ideal vivido por otros hombres. Me ha dado el campamento además una
unión más íntima con la Virgen. Ella me va a guiar en el perfeccionamiento continuo y en la labor
diaria de apóstol que pretendo ser».
Albergue femenino en el Pirineo. Conviven universitarias y trabajadoras. A una de la
Facultad de Letras —19 años— se la hace responsable. Al frente de una patrulla tiene que
preocuparse de sus cuatro compañeras. Al acabar el Albergue me escribe agradecida: «Me han
hecho el mayor beneficio de mi vida. Tenía que vivir todo el día para las demás. He sido feliz
como nunca en mi vida. Me sentía completa como jamás. ¡Qué alegría me daba exigirme a mí
misma! ¡Me salía tan de dentro! Cada vez que lo hacía me sentía más parecida a la Virgen. No me
hubiera exigido ni la mitad de no haber sido yo la responsable. Tenía que ser la primera en todo».
No podían faltar, como sucede siempre que se actúa con grandes masas humanas, quienes
ni siquiera tenían el valor y decisión de marcharse, sino que se quedaban dentro echando al
sistema la culpa de sus propios fallos. Es un procedimiento muy humano y muy español: encubrir
las propias deficiencias y disculparse del esfuerzo de lucha que exige el tratar de superarlas. Con
colgar el sambenito al que manda: padre, jefe, empresa, Gobierno, etc., lo arreglamos todo y nos
quedamos tranquilos, que es de lo que se trata. No olvidemos que uno de los síntomas de la
época es rehuir el esfuerzo, y como otro es quedar siempre bien, la solución comodísima es
cargarle a otro el mochuelo.
Vivimos en ambiente roussoniano. Somos buenos por naturaleza. Es la sociedad quien
nos pervierte. La sociedad es la responsable de nuestros errores y culpas. Es una tendencia innata
en la psicología del hombre: cargar a los demás con nuestros yerros.
Como este procedimiento es mucho más agradable, algunos empezaron a circular por ese
camino fácil intentando desviar al Hogar de su ruta. Se inicia ya desde el alborear del movimiento
la lucha contra las concupiscencias por parte de los que permanecen dentro. Emprender con
paciencia invicta la reforma del propio carácter, eliminando defectos, encauzando la fuerza de las
pasiones y potenciando virtudes, es demasiado aburrido y monótono. Vamos a entretenernos con
fáciles discusiones acerca de lo que se debería hacer y así, entre tanto, rehuimos el esfuerzo de
hacer algo. ¡Vengan reuniones y más reuniones! Prolonguemos las discusiones divagando a
placer para disimular nuestras ganas de no esforzarnos y quedar bien.
La «verborrea» aguda, síntoma infalible de «vaguitis» —recuérdense algunas
consideraciones de Balmes en El Criterio—, es enfermedad crónica en países latinos. Y así, con
escarceos femeninos que huyen del esfuerzo franco y directo, que siempre persiguen caer en
gracia y agradar, se boicotea un sistema de educación exigente, implantando otro más suave, para
no tener que pasar, ante uno mismo y ante los demás, el bochorno de no ser capaz de superarse,
de salir de la medianía, raíz —como ha dicho alguien— de los siete pecados capitales y de todos
los demás.
Un grupo de disidentes dentro del Hogar comprendió enseguida que nada lograría si no
contagiaba a algunos eclesiásticos. Como entonces no los había en el Hogar, se buscaban fuera de
30 Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 1985, 5.
él, a fin de lograr que, con fuertes presiones o simples consejos, se torciese el rumbo de un
movimiento que nacía plenamente adaptado a las necesidades «gigantescas» de la época presente
para hacer frente a «ese asalto total de las fuerzas del mal»31, y que exigía, por tanto, cristianos de
nuevo cuño. Cristianos que capten la consigna de Pablo VI: «Los tiempos son graves, decisivos.
Es preciso trabajar hoy, porque mañana sería tarde»32.
Necesidad de exigencia
En aquellos años iniciales del Hogar, una frase de Oliveira Salazar leída hacía algún
tiempo brillaba en primer plano. «Los pueblos —afirma el político— son como niños. Para
educarlos, hay que obligarlos suavemente a entrar por el camino de su salvación».
El niño no tomará jamás por propia iniciativa la purga amarga que le liberará del cólico.
Sus padres se la harán tragar a la fuerza. Saben lo que el hijo ignora; si no la toma, sin remisión
muere. Ese crío perecería indefectiblemente, si sus padres no tuviesen la idea clara de que su vida
peligra si no le propinan la purga o, si teniéndola, les traiciona el corazón impidiéndoles hacerle
pasar un mal rato.
La mayoría de los jóvenes, y una gran parte de los hombres que parecen adultos, son
como niños cuando la pasión o el capricho les entenebrece la razón. Y como habitualmente
funcionan dejándose llevar de estos impulsos no controlados, ignoran lo que les conviene para
convivir con sus hermanos, forjarse un carácter, salvar el alma. Son infantiles por muy hombres
que parezcan.
Para educarles, hace falta tener la idea clara de que es necesario contradecirles, no por el
gusto de hacerles sufrir, sino para que experimenten la alegría que brota al triunfar el hombre de
sus instintos, al entregarse generosamente a los demás olvidando sus egoísmos. Debe tenerse la
firme convicción de que hay que forzarles, suavemente, pero forzarles, a que se venzan, a que se
abran a los demás.
Pero la idea clara sola no basta. Es preciso poseer —lo cual es mucho más raro— la
firmeza de carácter necesaria para reducir esa idea a la práctica por encima de desalientos y
contradicciones, de críticas y murmuraciones de familiares y amigos. Es necesario sufrir y hacer
sufrir, que es en definitiva amar y hacer amar. Piénsese que el único camino para que el Amor,
Dios, se apodere del mundo, es enseñar a todos a saber sufrir y amar, viviendo para los demás.
«El hombre se realiza a sí mismo solamente en la medida en que sabe imponerse a sí mismo esas
exigencias»33.
Un destacado marxista convertido, nos dice: «los comunistas piensan que a mayor
exigencia en los ideales del Partido, más se consigue de sus adeptos»34.
Los jóvenes que valen están deseando que se les exija. Y también están conformes en que
la mayoría de sus padres y educadores no lo hacen.
Juan Pablo II confirma esta realidad. «Los jóvenes, con pleno derecho, esperan tener
educadores que sean auténticos maestros, que sepan orientarles hacia ideales elevados y darles
ejemplo de ellos con su vida. Una actitud y un clima de relativismo, alimentados frecuentemente
sobre la pérdida o la erosión de valores espirituales y éticos no han producido ciertamente buenos
frutos y no ayudan al desarrollo de la auténtica personalidad de los jóvenes»35.
Ocurrió al final de un campamento. Se les invita a todos a comparar la mística de
exigencia de esos días con la educación que les dan sus padres. Todos coincidieron en que era
floja, poco exigente y que, en general, tanto los padres como los profesores, carecían de energía
de carácter para imponerse. O no sabían, o no querían, o no podían educarles.
31 Pío XII Summi Pontificatus (20-10-1939)
32 Frascati (1-9-1963).
33 Juan Pablo II. A los jóvenes, París 1-7-1980.
34 Douglas Hyde, Lecciones que hemos de aprender de la experiencia comunista, Fomento social (Madrid 1964)
p. 23.
35 A los educadores reunidos en Barcelona con motivo del Año Internacional de la Juventud (8-15 julio 1985).
Uno dijo: «Es muy fácil echar aquí la culpa de nuestros fallos a los educadores, pero los
culpables somos nosotros porque cuando alguien nos exige nos quejamos, refunfuñamos, no
hacemos lo que se pide, y le hacemos la guerra». Otro atajó rápido: «Todo eso es verdad. Pero si
nuestros padres y maestros no se dejaran abatir por el desaliento, si insistiesen y continuaran
exigiéndonos aunque nos quejáramos, nos harían un gran beneficio. Porque yo soy de los que me
quejo, y así me dejan hacer lo que me da la gana, pero comprendo que si con decisión me
exigieran, les estaría más agradecido».
«Nuestros padres —añadió otro— forman parte de una generación que ha sufrido mucho
por las consecuencias de la guerra. Han pasado hambre, calamidades, y han tenido que padecer
mucho para abrirse paso en la vida. En mi casa mi padre me suele decir: Quiero que disfrutes, que
ya bastantes calamidades tiene de por sí la vida. Ya ha tenido que sufrir tu padre. Tú ahora goza.
Y no se da cuenta de que me hace un gran daño». Alguien preguntó: «¿Cuántos estáis de acuerdo
con lo que acaba de decir éste?» Y levantaron el brazo un gran porcentaje de los acampados.
La alarmante disminución de vocaciones sacerdotales y religiosas es preocupación
universal. Se ha dejado sentir en España. Es frecuente oír que una de las causas es la molicie del
ambiente, el mayor bienestar material que la elevación del nivel de vida lleva consigo. En
cursillos, asambleas o reuniones hay casi unanimidad entre los educadores al señalar esta causa,
unida al consiguiente decrecimiento de la vida de fe que arrastra, como una de las principales.
Pero ¿no se ha hablado ya lo suficiente? ¿No llega el momento de actuar y empezar a exigir a la
juventud que tenemos que educar? Hacer es más difícil que hablar. La falta de acción eficaz
desacredita en gran parte esas reuniones para remediar males que no se remedian. Se impone para
prestigiarlas un reactivo vigoroso: actuar educando con exigencia.
Juan Pablo II nos lo recomienda. «Debemos tener presente que con la disminución de las
exigencias formativas y cualitativas del apóstol, jamás se pondrá en marcha una más eficaz e
intensa acción evangelizadora, sino todo lo contrario»36.
Un religioso me decía: He estado en casa de un alumno del colegio. Su padre está
deseando que su hijo se consagre a Dios. Al ver la casa, el lujo, las facilidades en que vive, pensé:
¡qué difícil es que aquí surja una vocación! Hablando con el padre, llega el hijo. Le pide la llave
del coche y se marcha abandonando el estudio. Entonces le dije al padre: «No se haga ilusiones.
Se necesitaría un milagro para que madurase así una vocación en su hijo». Recuerdo que ese
religioso me añadía algo quizá más sensible: «Claro que muchos religiosos hacemos lo mismo en
nuestros colegios. Al chico no le puede faltar de nada: bebidas, tabaco, cine, televisión... y hasta
fiestas en discotecas o en el propio colegio convertido en una de ellas. Lo rodeamos de todo esto
para que no eche de menos nada».
El Papa confirma esta necesidad de exigencia: «No os ilusionéis con que la perspectiva de
un sacerdocio menos austero en sus exigencias de sacrificio y de renuncia [...] pueda aumentar el
número de quienes pretenden comprometerse en el seguimiento de Cristo. Por el contrario, más
bien es una mentalidad de fe vigorosa y consciente lo que falta [...].
Allí donde el sacrificio cotidiano mantiene despierto el ideal evangélico, y eleva a alto nivel el
amor de Dios, las vocaciones continúan siendo numerosas»37.
Con frecuencia olvidando la psicología profunda de los jóvenes no los entrenamos para
que vivan en clima posconciliar. Más bien los ablandamos para que cedan «a la seducción de las
filosofías del egoísmo o del placer»38, para que no sean capaces de vivir el «coraje de la fe, la
fuerza de la esperanza y el dinamismo de la caridad»39. Nos falta el carisma profético para atisbar
los signos de los tiempos.
36 Maracaná 2-7-1980.
37 Juan Pablo II, a los obispos europeos, 11-10-1985, 15.
38 Vaticano II, Mensaje a la juventud (8-12-1965).
39 Juan Pablo II, Moncton (Canadá) 13-9-1984,1.
Un ideal
He podido comprobar, por otra parte, que la exigencia, a la larga, no puede mantenerse si
no sale de dentro, es decir, de los mismos educandos. Tienen que ir comprendiendo su necesidad.
Hay que alumbrar en ellos una vida nueva, limpia de egoísmos. Es preciso encender en sus
corazones la llama del ideal que todo lo abrase.
Una corriente impetuosa despeja el cauce. No hay que entretenerse en retirar los
obstáculos. La acequia se limpia automáticamente. Al subir la marea quedan sepultadas las rocas.
La juventud tiene necesidad de la exigencia para sentirse plenamente realizada. Si no la
encuentra, se aburre, se va. Típico lo que sucede con la liberación sexual. Al principio resulta
muy atractiva para ellos y ellas. Pero después de poco tiempo acaban bostezando unos al lado de
otros. Antes, a una chica bonita se la conquistaba. Hoy, se la consigue sin esfuerzo. Ya no tiene
más interés que el meramente genital.
En mis tiempos de universitario leí en una encíclica de León XIII una frase que me vino
bien para imprimir con suavidad y energía esta mística de exigencia en la juventud. «La acción
vital —enseña el Pontífice— procede de un principio interno, y con un impulso exterior
fácilmente se destruye». Es una norma elemental de sabiduría política. Para el gobierno de los
hombres, para la formación de la juventud, hay que echar continuamente mano de ella.
¿Cómo logré que en los mismos jóvenes brotase el impulso a ser exigidos? Metiéndoles
un gran ideal en el corazón, haciéndoles amar el sacrificio. Este ideal se hacía para ellos la gran
fuerza, la profunda alegría, la razón de vivir. Ya no hacían oposición a la exigencia, sino que la
pedían ellos mismos. «Más, y más, y más», me parecía que repetían con Francisco Javier cuando
soñaba sufrir por Cristo y sus almas. Por eso, esa fórmula del gran santo español acabó por
convertirse en lema del Hogar, como durante dos años lo había sido ya de la juventud que la
Virgen me encomendó forjar por tierras extremeñas.
Si no se utiliza el resorte del ideal, del amor a Cristo en los demás, la exigencia fracasa
estrepitosamente. El ideal clavado en el corazón de los jóvenes actúa de lubricante suavizando
roces y asperezas del mecanismo. Era el combustible que mantenía en marcha el motor.
El hierro en frío no puede trabajarse. Al salir incandescente de la fragua, se moldea a
placer. Es lo que hice para forjar estos hombres: meterlos en la fragua de un gran ideal. Y
luego, todo les parecía poco. «Por Cristo, por la Virgen, por España, más, más y más» repetían,
encendidos en anhelos de conquistar para Dios, en etapas sucesivas, la juventud de Madrid, de
España, de América, del mundo.
Estos jóvenes a los que educaba comprendieron que «la juventud no es un período de
vida. Es un estado del espíritu, un efecto de la voluntad, una cualidad de la imaginación, una
victoria del valor sobre la timidez, del gusto de la aventura sobre la comodidad. No se hace uno
viejo por haber vivido muchos años; se vuelve viejo uno por haber desertado del ideal. Los años
arrugan la piel. Renunciar a un ideal arruga el alma». Y les continuaba inculcando estos
pensamientos del general MacArthur: «Eres tan joven como lo es tu fe, tan viejo como tu duda,
tan joven como la confianza que tienes en ti mismo, tan viejo como tu abatimiento. Serás joven
mientras seas receptivo a lo que es hermoso, grande, bello. Si un día tu corazón fuese mordido
por el pesimismo o raído por el cinismo ¡Que el Señor se apiade de tu alma de anciano!»
En diciembre ingresa en un hogar un muchacho. Llega Nochevieja. Su hermano que vive
en Madrid le invita a pasar la noche con él. En el hogar se ha organizado una fiesta de familia y
sólo pueden faltar a ella los que salgan de la capital para estar con sus padres en provincias. El
muchacho insiste pidiendo permiso, pero se le niega. Su hermano, y él mismo, critican duramente
esta actitud, sin comprender razones.
Asiste a la fiesta renegando y sin hablar con nadie, pero poco a poco el ambiente de
alegría sana le va ganando y acaba riendo y cantando con todos. Meses más tarde, este muchacho
—hoy sacerdote— comentaba:
«Por primera vez en mi vida, veía a unos jóvenes como yo celebrando la Nochevieja
llenos de verdadera alegría y sinceridad, sin necesidad de las bacanales que a esas mismas horas
tenían lugar en calles y salas de fiesta. Al final de la hora santa en la capilla, algo nuevo había en
mí. Una alegría extraña que nunca había conocido».
Un militante me cuenta: La noche anterior al comienzo de una tanda de Ejercicios llamé a
un antiguo compañero para que se decidiera por fin sobre su asistencia o no. Ante mi sorpresa me
dice que ha hablado con cuatro amigos suyos y que irán los cinco.
Yo temí que se hubieran puesto de acuerdo para pasar cuatro días de jolgorio y a la
mañana siguiente me acerqué al instituto:
—He venido para informaros bien de lo que es una tanda de Ejercicios. Les hablé del
silencio, de actividad constante, de la alegría del vencimiento propio, del encuentro consigo
mismo y con Dios...
—Si los ejercicios son así yo no voy —dijeron enseguida dos—, pero los otros tres se
sintieron atraídos.
Aquella tarde sin embargo se presentaron los cinco. La admiración fue todavía mayor
cuando al terminar la tanda comenzaron a ser apóstoles entre sus compañeros.
Olvido lamentable
Muchos educadores, incluso religiosos, que creen como católicos en la transmisión del
pecado original y de sus funestas consecuencias, se olvidan de que existe cuando tratan de
formar a otros.
Sin darse cuenta, quizá, se han dejado contagiar del ambiente. Creen que el pecado
original es «un mito». Como «hay que barrer el complejo de culpabilidad»40, no se debe tener en
cuenta.
Creen que con discursos, cursillos, charlas, con buenas palabras y consejitos suaves, serán
capaces de forjar una nueva juventud. Olvidan que premio o castigo, recompensa o correctivo,
son con frecuencia el único camino para acostumbrar al joven a discernir prácticamente lo bueno
de lo malo.
Esos educadores deberían recordar una página de Ramiro de Maeztu. «Una buena
educación debe enseñar, sobre todo, a sufrir, como lo enseñaba la de nuestros hidalgos del siglo
XVI, con sus diez o doce horas diarias de latín en los primeros años, a las que seguían otras
tantas en los años de la juventud de ejercicio de las armas. La epopeya española en América es
obra casi exclusiva de los hidalgos y misioneros así educados. Aquella educación era buena [...]
La educación actual es radicalmente mala porque no enseña a sufrir, sino a gozar»41. La espiga
grana tras nieves, tempestades y soles. En la madurez de la vida sólo el hombre troquelado en su
niñez y juventud por educadores conscientes y abnegados entrega a la sociedad espigas repletas y
cuajadas de frutos.
Una maestra nos dice: «Hace unos años yo decía a mis alumnos de parvulario: Niños,
poneos en pie. Todos inmediatamente se ponían en posición firme. Ahora después de un buen
rato, me responden: 'Señorita, estamos cansados'. No es que sean peores, son incluso más
inteligentes, pero es que sus educadores no les forman la voluntad».
Un muchacho de dieciocho años va a un campamento o ingresa en un hogar. Nadie,
como pasa a la mayoría, ha educado hasta entonces su voluntad. Ha carecido de padres o
educadores que sepan y quieran hacerlo.
Pensamos que a menor exigencia, mejor educación, mejores resultados para los ideales
del Cristianismo; y los resultados nos hacen ver que no es así. No escuchamos una voz actual:
«Tened la valentía de proponer a los jóvenes de hoy metas elevadas y pedirles también —
dándoles motivaciones— los sacrificios necesarios para conseguirlas. Esto estimulará las
42 Juan Pablo II, a los educadores reunidos en Barcelona con motivo del Año Internacional de la Juventud (8-15
julio 1985).
paraban de charlar les dije: 'Yo venía a proponeros un plan, pero veo que sois muy inmaduros,
incapaces de seguirlo'.
Se callaron y me pidieron que lo expusiera. Después de motivarles el fin de semana, les
dije lo que tenían que hacer: confesión, visita al pueblo preguntándome cosas, cena, festival,
acostarse pronto para poder madrugar e ir al Rosario de la Aurora (7,30), Misa, desayuno,
partido de fútbol, etc. y lo que no podían hacer: no fumar, no bares, no salas de juego, no tacos,
no sala de TV y cine, no chicas.
Al terminar les dije que no valía elegir, debían aceptarlo todo o dejarlo todo. Les propuse
pensarlo durante unos momentos y después hacer una ronda diciendo cada uno su nombre,
gustos y su SI o NO al plan. El primero dijo que estaba dispuesto a aceptarlo todo, pero que era
incapaz de levantarse a las siete para ir al Rosario. Sin transigencias le dije que todo o nada. Di SI
o NO, sin más. Lo pensó un poco y al final dijo que SI. Uno a uno fueron respondiendo todos. Al
acabar la rueda con algunos indecisos a los que forcé a elegir, el resultado era once síes y cuatro
noes. Para los que siguieron y aceptaron fue, tal como les había prometido, el fin de semana más
maravilloso de su vida».
En esa paciencia exigente estuvo el secreto de un gran forjador de hombres, Giner de los
Ríos. A partir de 1869 inicia propiamente su magisterio oficial como catedrático de Filosofía del
Derecho en la Universidad Central de Madrid. Pretende formar al universitario de nuevo cuño,
distinto de «aquella aristocracia intelectual» española en que él encontraba sólo «sabios y
listos»43. Para lograr su objetivo trata alma a alma con cada discípulo. Uno a uno los va
catequizando. Se apodera no sólo de su cerebro, sino también de su voluntad y corazón. Se pone
en guardia contra el mal endémico de nuestra Universidad: enderezar sus tiros sólo a la
inteligencia. Reacciona virilmente contra la rutina ambiente. Cultiva con paciencia invicta el tú a
tú, el codo a codo, la intimidad familiar con el educando. Así lo vacuna contra esa «evaporación
universal de la vida» que se opera al llegar a la Universidad el nuevo candidato.
Era un educador nato. La conversación individual, alma a alma, fue su instrumento
predilecto. «Administraba el sacramento de la palabra»44. Prolongaba la cátedra más allá de la
Facultad. Continuaba a la salida, en la calle... Seguía los domingos en el campo. El Pardo y
Guadarrama, el contacto con la naturaleza, le brindaban oportunidades únicas. Las aldeas o viejas
ciudades castizas se convertían para él en Universidad ambulante. Entonces, «en la comunidad
apasionada de las almas», su enseñanza de clase se difundía «a la vida afectiva, a la moral, a la
personalidad entera»45. Cuando en 1876 nace la Institución Libre de Enseñanza, su despacho será
«un verdadero confesonario laico» (Rafael Altamira).
Si esa paciencia falla en los educadores, ellos son los primeros muchas veces en
desalentarse. Como no pueden abandonar del todo, están cambiando de línea siempre, cosa que
agrada mucho a los educandos, a quienes revienta precisamente lo que más falta les hace para
forjarse un carácter: la monotonía gris e insípida de un esfuerzo regular y continuo en el trabajo,
en el estudio, en el propio vencimiento.
El educador se apropia las palabras de Juan Pablo II a los jóvenes: «Deseo confirmaros en
esta aspiración a 'algo más' que es implacable en el espíritu juvenil [...] Os exhorto a no dejaros
aplanar por la mediocridad, a que no os acostumbréis a los deseos mundanos, a que no queráis
vivir sólo a medias, con aspiraciones reducidas o, peor aún, atrofiadas. ¡Jóvenes! no 'os dejéis
vivir', sino tomad en vuestras manos vuestras vidas, y decidid hacer de ellas una auténtica y
personal obra maestra»46.
43 Esa aristocracia intelectual que gobernaba España, y que él trataba de superar formando hombres, la retrata en
estos sugestivos términos: «Los unos llegan al cenit por la memoria y la paciencia; los otros, por el ingenio y la
audacia. De aquéllos se hacen los académicos, los eruditos, los actuarios. De éstos los generales, los banqueros, los
políticos» («Enseñanza y Educación», Obras Completas VIII. «Estudio sobre la educación». p. 84).
44 Luis de Zulueta: «Lo que se lleva». Boletín Institución L. de Enseñanza, 1915, pág. 46.
46 Génova, 22-9-1985.
En alguna parte de sus escritos dice Balmes que la principal cualidad que debe adornar a
un soberano es la firmeza de carácter. Lo mismo puede decirse del formador de jóvenes, padre,
maestro, sacerdote, militante. Sólo con ella se consigue que los educandos empiecen a jugar con
éxito el gran partido de la vida y de la Eternidad, se acostumbren a hacer lo que deben, no por
huir del correctivo, sino por conciencia del deber.
Un buen entrenador controla y dirige todos los movimientos. Un educador se preocupa
no sólo ni principalmente de que se ejecuten con precisión matemática, sino sobre todo de que se
hagan con espíritu. Ese educador proporcionará a sus jóvenes muchas ocasiones de experimentar
la alegría interior, la paz profunda que se siente al dominar instintos para cumplir con el deber, al
olvidar egoísmos para darse a los demás.
Esto he podido observar en multitud de casos a lo largo de muchos años en turnos de
campamento con esta mística educativa de exigencia. La pieza clave de un turno son los jefes de
escuadra. Ellos serán los que, con tacto y energía al mismo tiempo, harán que todos los
acampados empiecen a descubrir y limar las aristas que les impiden pulir su carácter.
Esta exigencia de la que venimos hablando está siempre en función del hombre, no se
trata de exigir por exigir. Tiene siempre un porqué y, sobre todo, debe ser siempre amorosa. El
educador se ha de persuadir de que «la exigencia sin amor es insoportable, pero el amor sin
exigencia es rechazable, porque no educa. La exigencia exige el amor y el amor exige
generosidad hasta la donación total. El que ama pide heroísmo en sus educandos y lo alcanza.
Pero porque ama nunca exige un heroísmo por encima de las fuerzas del otro»47.
Esta característica de la exigencia se hace hoy más necesaria que nunca por la afectividad
desbordante y con frecuencia descontrolada que ofrece hoy la juventud. Los enamorados ya no
juguetean a escondidas. Desbordamientos afectivos pueden observarse en plena calle, en un
establecimiento público, en el transporte urbano, etc. Cuando esas parejas llegan al matrimonio
transmiten a sus hijos el desborde afectivo. Padre y madre cuidan al niño sin privarle de nada. Lo
crían entre caricias, acceden a sus caprichos.
Por ello el educador deberá en primer lugar cautivar el corazón del educando. Si no lo
logra, se lo robará la calle, la televisión48, el cine, el dinero, el sexo, el ambiente, la profesión, la
blandenguería de su casa. Sólo cuando el educador gane completamente para sí al educando
podrá exigirle todo. Es el ejemplo tantas veces repetido en la vida de S. Juan Bosco ganando a
cientos de birichini para su oratorio.
La prepotencia, el dominio, la imposición coactiva sin más, el 'porque lo digo yo', o 'lo
mando yo' producen siempre actitudes de rechazo, temor y rebeldía. Hay que excluirlas en el
ejercicio de la autoridad.
La autoridad, si se ejerce de modo adecuado, facilita la obediencia. No se considera
entonces servilismo, humillación o esclavitud. Es un señorío de la voluntad que acepta libremente
con responsabilidad e iniciativa, con alegría, el propio deber.
El empleo, sin embargo, por parte del educador de su autoridad para sancionar la
desobediencia no se debe excluir en algunos casos, pues «la autoridad debe apoyarse en la
potestad para reconstruir la justicia perturbada»49.
Vista así la exigencia, con este equilibrio por parte del educador, puede concluirse que a
nadie hace daño y que hablar de traumas es caer en la fácil tentación de dar todo hecho.
47 Abelardo de Armas. Notas de verano 14-6-1980. (Escritos inéditos) p.21-22.
48 En California, p. ej. ha surgido el grupo autodenominado «Couch potatoes». Aseguran que «cuanto más tiempo
se pasa ante la TV mejor se siente uno». Esta secta de fanáticos, para quienes doce horas de un tirón ante el
televisor resulta insignificante, tiene sus orígenes en California. Sus miembros —aseguran superar los 3.000—
pasan el fin de semana recostados en el sofá, viendo todo lo que aparece en la caja tonta por cualquiera de los 32
canales disponibles. ¡Y con el video listo para cualquier emergencia! (v. Nuestro Tiempo 382, abril 1986, p.31).
49 Cf. J. Cadahia, La familia. Palabra (Madrid 1980) p.115-7.
Concluyo con un lema que leí hace años en una tablilla que me regalaron: «El educador
debe unir a la firmeza de un padre, la ternura de una madre, la abnegación de un maestro, el celo
de un sacerdote y la paciencia de un santo». No se trata de ser padre o madre a tiempos, de
ejercer la firmeza o la ternura con un ritmo acompasado, sino de aglutinar en un mismo acto, en
una misma orden, en un mismo golpe de voz los dos elementos. De esta forma nos acercamos a
Aquel que nos hizo a imagen y semejanza suya y que es «maternalmente Padre» (S. Francisco de
Sales) y a quien llamamos ABBA, Padre50.
Pequeños detalles
La paciencia invicta del entrenador, eso es el educador, debe manifestarse sobre todo en
los pequeños detalles. La sujeción a ellos va acostumbrando la voluntad del novel deportista al
cumplimiento del deber en las grandes y decisivas circunstancias de la vida. Por eso, los pequeños
detalles lo son sólo en apariencia.
Alguien ha escrito: el éxito de un organizador, lo que le acredita como tal, es el cultivo de
lo menudo e insignificante. Los grandes organizadores en el área política, económica, religiosa o
deportiva captan siempre la importancia de los pormenores. El educador reflexivo e inteligente
los estima siempre como grandes, pues de la fidelidad a ellos depende el temple de carácter del
hombre del mañana y de la Eternidad. El educador que los olvida revela una visión limitada que le
impiede ver el futuro, o debilidad de voluntad que le hace retroceder ante el sacrificio de estar
siempre encima.
«Desde el principio empecé a observar los pequeños detalles que corregía el jefe de
escuadra. Yo no le daba importancia, pues creía que esas faltas desaparecían solas, cuando los
defectos grandes se hubieran eliminado. Ese fue mi primer error, pues un día o dos después vi
claramente que si lograba eliminar uno de esos pequeños defectos, era más fácil corregir los
grandes». Esto escribía en sus impresiones finales un joven de veinte años que asistía por primera
vez a un campamento.
La pedagogía cristiana ha cultivado en el educando los pequeños detalles desde siempre.
«Quien es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho; y el que en lo poco es infiel, también es
infiel en lo mucho» (Lc 16,10; cf. Lc 19,17). Un don del Espíritu Santo , el de fortaleza, actúa en
nosotros de dos formas distintas, pero igualmente divinas: el heroísmo de pequeñez y el de
grandeza. Santa Teresa de Lisieux, clarividente y genial educadora, formaba a sus novicias en
esta mística de lo pequeño. Solía decirles: «Tener sublimes pensamientos, componer libros,
escribir vidas de santos, no vale tanto como responder cuando os llaman. Lo practico así y siento
la paz que de ello deriva»51.
Grandeza y pequeñez sólo tienen sentido en el lenguaje de los hombres. En Dios no hay
más que inmensidad, y esta resplandece en las cosas pequeñas tanto como en las que llamamos
grandes, porque igualmente desborda las unas y las otras. «No le rehusemos el menor sacrificio
—continúa la santa— ¡Recoger un alfiler por amor puede convertir a un alma! ¡Qué misterio!
Sólo Jesús puede dar tal precio a nuestras acciones. Amémosle, pues, con todas nuestras
fuerzas»52.
Un joven me recuerda su propio caso: «Este curso pasado he estudiado COU en un
instituto. Los resultados de los primeros exámenes me llevaron a creerlo todo perdido (siete
suspensos). Hablé con un educador que me motivó el estudio y me puso un tutor. El 1 de abril
comenzamos la tarea con auténtica ilusión. Disponíamos de veinte días de clase y mes y medio en
total para remontar el curso.
50 ABBA no es sinónimo de Padre. Posee mayor riqueza semántica. Mejor que 'papá' o 'papaíto', como se ha
venido haciendo, sería traducirlo por 'padre y madre'.
51 Proceso apostólico 933.
52 Carta 143 (22-5-1894), a Leonia, O.C. Monte Carmelo, (Burgos 1965), pág. 729.
El tutor se puso serio, pero que muy serio ¡menos mal! Estudio de cuatro a ocho y media,
con un descanso a media tarde. Estudiaríamos juntos. Incluimos deporte tres días a la semana
para luego rendir mejor. Me cortó las visitas y llamadas telefónicas que no fueran urgentes en
tiempo de estudio, para que no acaparara nada mi atención. Me preguntaba, me ponía exámenes,
repasábamos juntos las lecciones [...] El empleo del premio y del castigo también fue muy eficaz.
En tan poco tiempo pude recuperar lo perdido y saqué adelante el curso. Algunos
compañeros y también profesores, notaron enseguida el cambio. Pero lo más importante es que
aprendí a estudiar por cumplir con mi deber, que es en definitiva la voluntad de Dios, fortalecí la
voluntad y ahora tengo un excelente amigo».
Triple estadio
Y ahora unos consejos para adquirir estas ideas claras y forjarse esa firmeza de carácter.
Se reducen a uno: pensar con frecuencia, practicar la ley del retiro y el retorno.
El reformador, escribe Toynbee, individuo o colectividad, se retira primero, para regresar
luego arrolladoramente sobre la vida. El educador es también un reformador, el más importante
Tres propósitos
60 Libro de los Ejercicios, 5ª regla para discernir espíritus de la primera semana, [318].
61 Camino de Perfección, 21,2 (códice de Valladolid). Obras Completas, BAC (Madrid 1979) p. 260-261.
62 Paul Claudel, carta de contestación a su amigo Jaques Rivière.
63 Retazos de una vida ejemplar. Jesús Palero (1924-1950). (Milicia de Santa María. Valladolid 1979), p.45.
exigencia». Así contestaba a la objeción de los sacerdotes que espiritualmente dirigían aquel
campamento.
Tercero y principal: Llenarse de confianza ilimitada en Dios. «¿No te he dicho que si
crees verás la gloria de Dios?» (Jn 11,40). Si crees, si tienes la paciencia de esperar, verás granar
la semilla al treinta, al sesenta, al ciento por uno. Esa paciencia es expresión evangélica (Lc 8,
15). Lucas añade a la frase de los otros sinópticos in patientia, indicándonos que sólo por ella
puede producirse el milagro de la multiplicación del grano caído en tierra buena.
Cuando Teresa de Jesús se sentía desalentada en 1561, ante la oposición que surgió a su
Reforma, escucha una voz en su corazón que le dice: «Espera un poco, hija, y verás grandes
cosas»64. Y así fue. Un año más tarde funda el primer monasterio..., y así hasta diecisiete, sin que
la incomprensión de los suyos y de los de fuera, dejase de acompañarla durante veinte años.
Para llenarse de esa confianza ilimitada en Dios no hay más que un camino: hundirse en la
oración solo, incomprendido de los hombres que nos rodean. «huyó y subió el solo al monte para
hacer oración, y venida la noche estaba El allí solo» (Mc 6,46-7).
Una objeción
Realidad indiscutible
64 Fundaciones I, 8.
65 Salvador Bernal, Apuntes para un perfil del fundador del Opus Dei (Milán 1977), p. 185.
66 Ib.
Logró infundir en los primeros el espíritu que han sabido transmitir a sus seguidores,
persuadidos como él de que «el apostolado del cristiano, hombre o mujer, que vive entre muchos
otros, sin diferenciarse de ellos, es una catequesis permanente. Relaciones personales concretas,
demostraciones de amistad auténtica y desinteresada, pueden despertar en nuestros hermanos el
hambre de Dios. Con una actitud sencilla y natural se les puede ayudar a abrir su espíritu.
Entonces el ejemplo de una vida totalmente vivida en visión de fe y una palabra inspirada por el
amor, les comunicará la fuerza continua en la verdad divina»67.
¿Caridad evangélica?
La segunda objeción que formulan algunos espíritus tímidos es que la táctica de exigencia
es incompatible con la caridad evangélica. En parte está ya resuelta la pega con lo que antes
dijimos.
Es verdad que si esa exigencia se aplica con rigidez, sin cristiana flexibilidad, sin suavidad,
sin tacto y prudencia, puede llegar a ser antievangélica. El militante en período de formación es
una especie de novicio en el ejército de Cristo.
El joven enérgico y poco experimentado que acaba de entregarse a un ideal recién
descubierto, tiende a exageraciones lesivas de la caridad, no se da cuenta de que hay que llenarse
de comprensión y calma para actuar con quienes todavía viven centrados en sí mismos.
De esto no nos debemos extrañar. También el bisturí es un instrumento peligroso si no se
maneja con precisión. Pero no por eso lo arrinconamos. Lo ponemos en manos de un cirujano
hábil y enseñamos a manejarlo al estudiante interno de nuestra clínica. Fórmese a ese militante en
plan de exigencia, hágasele caer en la cuenta de sus fallos —para eso están las reuniones de jefes,
asambleas, entrevistas con el director espiritual, con el forjador del carácter—, e irá eliminando
estridencias. No se pasa de repente de la oscuridad de la noche a la plena luz del mediodía.
Tampoco se puede pretender que se salte en un instante de la vulgaridad de vida en que se
vegeta, a la actuación perfecta al servicio de Cristo.
Un joven con excelentes condiciones naturales asiste a dos turnos de campamento.
Primero actúa de jefe de escuadra y después de jefe de campamento. Era la primera experiencia
de este tipo que hacía en su vida. Influido por su temperamento y por el servicio militar reciente,
es rígido en las órdenes y muy exigente en la disciplina. Algunos acampados se quejan.
El último día de campamento —fiesta de la Virgen— se hace una peregrinación a la
ermita de Hoyos del Espino, pueblecito cercano. Al regresar da una orden tajante: hay que estar
en el campamento a las diez y media. Si alguno llega tarde no podrá desayunar.
En el campamento todo está preparado. Ese día tienen un estupendo chocolate con
picatostes. A la hora en punto distribuye el desayuno a los seis acampados presentes. El resto fue
llegando alegremente y sentándose en el comedor. Primero, sorpresas; después, creen que es
broma. Finalmente, protestas. El jefe se mantiene firme en su decisión. Ni siquiera exceptúa a los
clérigos que acompañan a los muchachos.
En la reunión de mandos, por la tarde, los jefes de escuadra le acusan de haber destruido
con esa decisión el fruto de todo el campamento. Los muchachos estaban muy descontentos. Los
clérigos también le acusan. Por último tomo la palabra: «Creo que no es para tanto. Al fin, qué
cosa mejor para celebrar un día de la Virgen que dar un buen disgusto y llevárselo».
Han pasado los años y también muchas experiencias. Hoy aquel joven —hombre ya—
dirige un Instituto Secular, dedicando a ello su vida por completo. Y en ese movimiento le
secunda alguno de los que aquel día se quedaron sin desayunar.
Aquel jefe se hizo anticipadamente en Gredos eco de las palabras que años adelante
pronunciaría Pablo VI: «Este tiempo nuestro es decisivo. Exige intensos esfuerzos. Se penetra de
Nueva dificultad
Doble etapa
El forjador de hombres debe proceder por etapas. En la primera debe adiestrar al novel
militante de Cristo a dar disgustos y llevárselos. Esto le costará mucho al educador,
acostumbrado hasta entonces a condescender con todo sin dar la cara por nada ni por nadie.
Y más hoy. «La hora presente se caracteriza —dice Pablo VI— por una gran
incertidumbre de ideales, por un gran cansancio moral. Los ideales están en crisis, las ideas-fuerza
son sustituidas por cálculos utilitarios. El esfuerzo moral no está de moda. La espada del
espíritu parece descansar en la vaina de la duda y del irenismo. Precisamente por esto, el
mensaje de la verdad religiosa debe resonar con mayor vigor»70.
Saber dar disgustos y llevárselos. El responsable de un hogar universitario no permite
que algunos residentes acudan a un partido internacional de fútbol para el que ya han comprado
las entradas, pues sabe bien la hora a que regresarán, trastocando completamente su horario de
estudio y sueño; el orientador de una asociación cultural universitaria tiene que prescindir de
algunos de sus más fieles colaboradores por no ajustarse al espíritu que lleva el grupo; un jefe de
escuadra en campamento indica a un acampado que debe regresar a casa por falta de preparación;
un profesor que no deja entrar en clase por exigir puntualidad y tantos otros ejemplos que
podrían añadirse. Todos ellos tienen un denominador común: dan disgustos y, porque aprecian y
aman al educando, se los llevan. Si el educador lo sabe hacer, el joven a su cargo siempre saldrá
satisfecho. Saber dar disgustos es otra forma de ayudar, orientar y amar al educando.
El joven que hace este descubrimiento queda gratamente sorprendido. Se anima a
vencerse, a sacrificarse por los demás, porque sabe que la resultante final es la alegría más íntima.
Entonces empieza a cumplir con su deber por una fuerza interna que le impulsa, que es la que
ESPÍRITU COMBATIVO
Es el segundo de los puntos cardinales hacia el que debe dirigir su vista el forjador de
hombres, para no despistarse en su trascendental tarea. Quien no ataca, retrocede. Es principio
universal en la estrategia militar de todos los tiempos. Si al joven no se le incita a luchar, dentro y
fuera de sí, contra sus pasiones y contra el ambiente que le rodea, si no se le enseña a tomar la
ofensiva, será fatalmente derrotado.
El que no nada contra corriente es arrastrado. El educador que renuncia a inculcar este
espíritu combativo se hace cómplice de un ambiente que deshumaniza a nuestros jóvenes, al
tiempo que les arranca los valores de su ser español, educador y cristiano.
Razones
Con ello quedan insinuadas los motivos que aconsejan imprimir en la juventud este
espíritu combativo. En primer lugar para humanizarla, pues renunciar a la lucha es consentir que
permanezcan adormecidas energías latentes que Dios ha puesto en el alma del joven. Y es
también cegar el manantial de las más íntimas alegrías que llenan el corazón del hombre
entregado afanosamente a la acción apostólica.
Los tiempos cambian. Ideologías hasta ahora deslumbrantes se eclipsan en estruendoso
fracaso. «El lema roussoniano del hombre naturalmente bueno ha llevado en el mundo moderno a
destacar la espontaneidad en la educación de los jóvenes y a olvidar que sin esfuerzo ninguna
obra fue hecha, salvo la Creación [...]
El hombre moderno se ha privado de hacer esfuerzo a un precio de sangre: el de su
propia personalidad [...] Vive como en un clima artificial; y de su horizonte psicológico ha
desaparecido la cuesta del esfuerzo personal, de saber por sí mismo, de crear por sí mismo. Por
ello ha perdido su moral, su estilo y su forma»81.
Nuevas rutas hay que alumbrar. Hay que acostumbrar a los jóvenes a la acción valiente y
audaz. Hacerles descubrir el secreto de los gozos más profundos. Más alegría, hay que gritar a
los jóvenes de hoy. Más alegría, que sólo conseguirás cuando luches dentro y fuera de ti.
Acuérdate de que la juventud está hecha para el heroísmo, no para el placer.
Pablo VI captó esta situación de nuestro tiempo con genial intuición: «La sociedad
tecnológica ha podido multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la
alegría, porque la alegría tiene otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la
seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo el tedio, la aflicción, la tristeza forman
parte, por desgracia, de la vida de muchos»82.
La segunda razón es para hacerla auténticamente española. Vive de espaldas a la
Historia el educador que, en España, renuncia a inculcar este espíritu combativo. Ignora que lo
que hizo grande a nuestra Patria en el mundo fue su marcial espíritu, recio y austero. Así se
realiza la gran epopeya de la Hispanidad, que transforma y dilata la Covadonga de las montañas
en la Covadonga de las mesetas primero, y en la de los mares después. Así ilumina España, «país
de eterna cruzada» (M. y Pelayo), tierras y océanos en los siglos más grandes de su Historia.
Así conquista para el Evangelio continentes y forja la unidad moral de todos los hombres,
después de perfilar la unidad geográfica del globo.
Por otra parte, lo que el mundo de hoy espera de España para salvarse son sus valores
morales. A pesar de los progresos técnicos realizados, de la elevación paulatina del nivel de vida,
las naciones todas sienten hoy hambre auténtica de felicidad e intuyen que sólo en Dios puede
102 Pío XII, a los consiliarios diocesanos de la juventud italiana de A.C. (10-9-1953).
103 Juan Pablo II, a los miembros de Ayuda del Consejo de Europa, Castelgandolfo 11-9-1985.
En una marcha de fin de semana, al resplandor del fuego del campamento, otro militante
comentaba: «Madrid, en esas masas que acuden en la tarde de un domingo al fútbol, para
diseminarse después en discotecas, entregándose al placer sensual ante la apatía o indiferencia de
unos padres que no saben o no quieren educar, es ciudad pagana».
Fue en un campamento cuando a los diez días de vivir aquel ambiente recio de jovialidad
cristiana, desconocido hasta entonces para él, uno de tantos que empezaba a vivir un auténtico
catolicismo exclamó: «Ahora me empiezo a dar cuenta de una cosa: España no es católica.
Porque el concepto que he tenido hasta ahora de la mujer, el matrimonio, el cine, era pagano. Así
piensan también la casi totalidad de los empleados que trabajan en mi empresa, y por otros
amigos que trabajan en otras, veo que sucede lo mismo».
En aquella noche ante el fuego de campamento, cuando oí unas palabras tan sinceras, me
acordé de la frase del protagonista de una obra de teatro contemporánea. «Soy un español que se
ha convertido al catolicismo»104, exclama, como supremo argumento contra su mujer y su hija,
temblando ante la perspectiva de una restitución de bienes, que obligaría a todos a abandonar un
tren de vida injustamente disfrutado. Y pensé: esta frase debería convertirse en consigna. Hay que
convertir España al catolicismo, para que evangelice al mundo.
Después que ellos han descubierto esta realidad, se les da a conocer el pensamiento de los
Papas acerca del mundo actual. Y se les dice: Pío XI no pensaba de una manera muy distinta a la
vuestra cuando decía: «Nos encontramos con un mundo que ha recaído casi en el
paganismo»105. Pío XII tampoco está lejos de vosotros: «El laicismo ha hecho aparecer cada vez
más claras las señales de un paganismo corrompido y corruptor»106. Juan Pablo II afirma: «Con
frecuencia he hablado de la disminución del respeto de los valores morales fundamentales, que
son esenciales en la vida cristiana [...] Nosotros, cristianos, ¿vamos a estar de acuerdo con tal
estado de cosas? ¿Llamaremos progreso a esto? ¿Vamos a encogernos de hombros y decir que
nada se puede hacer por cambiarlo?»107, y se les recuerda que el Papa es Cristo en la tierra.
Segunda convicción que debe avasallarles: este mundo pagano puede convertirse, si una
minoría de hombres se decide a vivir el Evangelio con todas sus consecuencias.
En unas Jornadas de militantes, a la sombra de las ruinas de un imponente castillo, uno de
ellos contaba cómo después de tres meses de esfuerzo incesante había arrastrado a una Misa en
honor de la Virgen a un compañero hacía años alejado. «Me ha valido mucho —decía— el
ejemplo de la gota de agua que, cayendo siempre, acaba taladrando la roca. He empezado a creer
en el poder de una minoría para transformar el mundo».
109 M. Raymond, La familia que alcanzó a Cristo. Studium. Madrid 1971, p.362.
110 Obras Completas, II. La Universidad española. Sobre el estado de los estudios jurídicos en nuestras
Universidades, p. 174.
111 L. Palacios. nota preliminar al tomo XII de las O.C. de Giner, p. 10.
aproximación de intelectuales y trabajadores, esta amalgama entre el socialismo y la Institución,
será decisiva. La ideología de ésta —sectaria a pesar de su tan cacareada neutralidad religiosa112,
en la que aún hoy día muchos siguen creyendo—, se trasvasa por el socialismo a las masas
trabajadoras en gran parte ya descristianizadas.
Al llegar aquí les explico también el papel de otras minorías de signo católico aparecidas
por entonces en España. Les recuerdo sin excluir las demás, a alguna de ellas que tuvo parte
decisiva para neutralizar la nefasta labor disolvente del socialismo y de la Institución.
Pensemos en la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, iniciada en 1906 por un
religioso que cae en la cuenta del poder de una minoría, y forma unos hombres que empiezan a
influir, y siguen todavía haciéndolo, en los distintos sectores de la vida nacional. Les aclaro que
esa Asociación fue verdadero movimiento que engranó en vigorosas espirales una serie de obras
inspiradas o vivificadas por él en la Prensa, la Enseñanza, la Sindicación Obrera, la Acción Social
Agraria, la Acción Católica Española, la Política, la Universidad.
La eficacia de una minoría de hombres que se decide a vivir íntegramente el Evangelio se
hace idea luminosa que va penetrando en los militantes. Ellos mismos tienen ocasión de
comprobarlo en su propio ambiente.
Campaña de mayo. En las células de conquista incrustadas en las empresas hay un clima
propicio para arrastrar a todos los compañeros de trabajo a los pies de la Virgen. Se reúnen los
militantes de una gran empresa industrial, media docena más o menos. Disponen de un mes de
plazo hasta el día señalado para la movilización que preparan. Proyectan la campaña, abren
horizontes. Todas las categorías de la empresa quedan encuadradas en sus planes. No se habla de
pegas de estudios, trabajo, familia, etc. Se dan por resueltas.
Cada semana la exigencia crece en intensidad. Faltan quince días. Se intensifica la vida
interior: misa y comunión diarias, penitencias, sacrificios, oración. Se invita a las jerarquías. Se
llega a todos. Se consigue de la empresa un bonito regalo para la Virgen.
Faltan veinticuatro horas. Los militantes, si es día festivo, turnándose de hora en hora, no
abandonan el Sagrario del Hogar. Si es laborable, ofrecen con intensidad las ocho horas de
trabajo. A la noche, duermen mal en las colchonetas del gimnasio del Hogar al que han acudido.
El momento es decisivo. Los militantes responden a la exigencia con entusiasmo. «Cuando se ha
comprendido un deber, no se responde: Lo haré mañana. Es preciso actuar inmediatamente»113.
Al llegar el gran día, la iglesia está llena. La Dirección en pleno, consejeros, directores y
una gran mayoría de empleados. Hay bastantes confesiones después de varios años de
alejamiento. Rendidos los militantes, dan gracias a la Virgen.
Estas concentraciones se repiten cada año en las empresas donde se mueven células
activas de minorías auténticamente cristianas: mes de mayo, campaña de la Inmaculada, misa de
los enfermos...
La influencia de los militantes no se experimenta sólo en el campo religioso. El cristiano
práctico con sentido militante de la vida no es un hombre vulgar encerrado en sus ideas. Es un
líder que influye en la masa. «Si soy cristiano —repite con Pablo VI—, debo aprovechar esta
fortuna y esta vocación»114.
Hace algunos años una orden ministerial establecía que los Jurados de Empresa deberían
elegirse por empleados de igual categoría. En un importante Banco trabajan seis militantes. Se
reúnen para dar comienzo a un plan ante la proximidad de las elecciones. Hay que colocar en
112 Muy exacta es la apreciación de M. Dolores Gómez Molleda: «La palabra neutralidad religiosa significa para
los innovadores —para el propio Giner, aun cuando no se lo confesase a sí mismo—, más que respeto hacia todas
las confesiones, desconfianza fundamental hacia una sola, la Católica» (Los Reformadores de la España
contemporánea, C.S.I.C., Madrid 1966, p. 257-58). Don Pedro Poveda ya los había desenmascarado. En 1910,
desde Covadonga, escribía: «Disfrazaron el ateísmo con careta de neutralidad» (Estudio y presupuesto para una
Residencia de Estudiantes), p. 204. La Institución es una confirmación más de lo que la experiencia nos enseña
desde el Kulturkampf germánico: la cultura neutralista y atea no es más que el disfraz que oculta la guerra a toda
ideología religiosa.
113 Pablo VI, Frascati 1-9-1963.
Evangelio radical
Acción
No bastan ideas claras, las dos que hemos indicado, para imprimir en la juventud aire
combativo, para formar esos hombres que quería Pío XII: «Hombres que en la vida privada y en
la pública, en el ambiente de su profesión como en las filas de sus organizaciones, sepan
mostrarse con el ejemplo y la palabra, apóstoles sin tacha, sin miedo»116. Hay que obligarles a
actuar, enseñarles a luchar, a vencer dificultades, a sufrir persecuciones e injusticias, pues las
ideas no se comprenden hasta que no se empiezan a vivir.
Esto es lo más difícil. Al principio los jóvenes se resisten. El educador tiene que agarrarse
fuerte al principio ignaciano de no hacer mudanza en tiempo de desolación. Si no lo hace, está
perdido. No hará nada eficaz. Esto lo olvidan los que no han actuado nunca, es decir, la mayoría
de los que se dicen católicos.
Saben actuar más y mejor los ateos que nosotros. Muy buenas lecciones hemos recibido
los que pasamos por la Universidad, hace ya años, de los santones laicos de la Institución Libre.
116 A los jóvenes de A.C. italiana (10-6-1945).
Es muy fácil declamar contra el enemigo. Lo difícil es imitar sus virtudes para conquistarle
fraternalmente derrochando audacia y tenacidad, quedando en ridículo muchas veces y no
cansándose de volver al ataque con alegre y santa audacia.
¿Cómo formarlos para la lucha? Muy sencillo: haciéndoles luchar. Preguntaban un día a
San Juan Bosco cómo formaba a sus colaboradores. «Les echo al agua y que empiecen a nadar»,
respondió. Este principio de la pedagogía salesiana, ha dado estupendo resultado para la
formación de los hombres del Hogar. No hay que enseñarlos primero a nadar y luego echarlos al
agua, como exigiría la lógica, sino echarlos al agua para que aprendan a nadar, que es lo que
postula la psicología eficaz. La manera más práctica de aprender a hacer zapatos es empezar a
hacerlos, aunque al principio se desperdicie tiempo y material.
Los caracteres poco decididos dirán: «Eso es una imprudencia. Nos exponemos a que se
ahoguen». En realidad más que una imprudencia, es valentía o confianza en Dios. No hacerlo es
cobardía con careta de prudencia. «El miedo no existe. Lo que hay es falta de fe en Dios», dijo
Juan XXIII. Con todo «la prudencia, no pusilanimidad, del educador evitará arrojar a los que se
sabe que se van a ahogar. Las aventuras heroicas no son para todos»117.
Un militante realiza su primer viaje de prueba en el servicio de Inspección de un Banco.
Va a las órdenes de un inspector de gran prestigio. En las horas de asueto, el inspector desea que
el militante frecuente con él ambientes de mala reputación. El militante se da cuenta de lo que se
juega: el porvenir profesional a trueque de mantener su dignidad de hombre y de cristiano. Llega
el choque, y se enfrenta. Inmediatamente, el inspector manda a su ayudante para Madrid tras
indicar por conferencia que no le sirve. Al llegar a la Central, el jefe general del departamento,
que está al corriente de lo sucedido, admirado de la entereza del militante, lo toma como hombre
de confianza. Aquel militante dio la razón a Juan XXIII: porque tenía fe, carecía de miedo.
Recuerdo las palabras que me dijo un general: «El valor no existe. Estoy convencido. Lo que hay
es falta de miedo».
Campaña de mayo en un gran Banco. Los militantes quieren conseguir un auténtico
ambiente de familia en todas las escalas sociales de la empresa. Para ello han propuesto a la
Dirección un plan de acción más extenso que el acostumbrado en otros años. Se prevé una
bronca. Efectivamente, reciben una llamada de la Dirección pidiendo algunas aclaraciones.
Entre los militantes hay uno más novato y tímido. Se encontró con Cristo en Ejercicios
hace sólo unos meses. A éste precisamente le dice el jefe del núcleo:
— ¿Quieres ir a recibir esta bronca? Te conviene. Nosotros ya estamos acostumbrados.
El novel militante se presenta con gran miedo al director. Los demás están a la
expectativa. Unos minutos, y regresa eufórico. Ha esquivado la bronca..., y el asunto está
resuelto. «Al principio —explica sonriendo—, el director puso muy mala cara, pero se fue
calmando. Después llamó delante de mí al señor X, y quedó solucionado todo».
Un militante visita a su director espiritual. Era inmediata su entrada en la Caja de
Reclutas.
— Padre, todavía estoy a tiempo de librarme de la «mili». Tengo un defecto grave en el
ojo derecho y es fácil que pueda permanecer en servicios auxiliares. Así podré aprovechar más el
tiempo y quizá me libre de un peligro.
— Será mejor que no hagas nada. Te hará mucho bien el servicio militar.
El Padre, que conocía profundamente a este muchacho, se daba cuenta de que a su
temperamento le convenía pasar una temporada enfrentándose con un ambiente difícil.
El militante sigue pensando en las dificultades. Sabe que representa un bache fatal para
muchos jóvenes. Hace una segunda visita al Padre.
— Padre, sigo dando vueltas a esto de la «mili». Al menos podría irme voluntario y
escoger plaza. Esto ya sería una ayuda.
— No te preocupes. La Virgen hará que no te pase nada. Ten confianza.
Llegó el sorteo. Tercera visita.
117 Lebret, Principios para la acción. Ed. popular (Madrid 1961) p.17.
— Padre, me ha tocado África...
— Vaya por Dios, la prueba va a ser más dura. Pero no temas, saldrás adelante. Los
éxitos dependen de nuestra postura inicial ante los acontecimientos. Dios quiere probarte. Te
vendrá muy bien y sacarás muchas experiencias. Gran lima es el sufrimiento, y para mucha luz el
padecer tinieblas, decía Juan de la Cruz. Adelante, pues, y a triunfar. Todo lo puedes en Aquel
que te conforta.
Al año siguiente de licenciarse escribía a un amigo: «Doy gracias al Padre porque tuvo la
visión clara de lo que más me convenía. He tenido ratos muy malos y duros. De verdad, ha sido
una gran experiencia. Pero, sobre todo, doy gracias a la Virgen. Ella fue la que hizo que la 'mili'
fuera para mí un paso gigantesco hacia la santidad. Ella sacó de un cuartel con dos mil quinientos
soldados de toda España, una vocación sacerdotal con ánimos de entrega total». Hoy es un
sacerdote que ha emprendido en Hispanoamérica una obra de gran trascendencia para la Iglesia.
Para muchas personas, aun religiosas, consagradas a la formación de la juventud, la
prudencia consiste en no salirse de carriles previamente trazados, en no buscarse problemas con
superiores, iguales o inferiores. Mejor dicho, la prudencia, para ellos, parece que consiste en no
plantearse un asunto decisivo en el mundo de hoy: la necesidad de formar HOMBRES audaces y
decididos, constantes y abnegados, imbuidos en la mística cristiana. Hombres que vivan en
pleno mundo, inmersos en la vida seglar, reaccionando contra las costumbres paganas que nos
envuelven.
Al hacerlo así, quizá no reparen en que se dejan llevar de la ley del mínimo esfuerzo, de la
comodidad. Recuerden entonces unas palabras de Luis Mª Griñón de Monfort escritas en 1714:
«Hay dos especies de prudencia: la propia de los cristianos que viven en comunidad, y otra que
cuadra más a los misioneros y varones apostólicos. Los primeros, para proceder prudentemente,
no tienen sino que observar las reglas y costumbres de una santa casa. Los otros se ven obligados
con frecuencia a procurar la gloria a Dios con menoscabo de la suya. Estos tienen que lanzarse a
más de una empresa que, de buenas a primeras, choca y aun escandaliza.
No es de extrañar que a los primeros se les deje en paz, y que se arremeta contra los
segundos. Cuando los hombres de acción son bien acogidos por el mundo, es señal de que el
infierno no los teme. Si la prudencia consistiera en no dar que hablar de sí, ni los Apóstoles
hubieran tenido que salir de Jerusalén, ni san Pablo por qué hacer tantos viajes, ni san Pedro por
qué enarbolar la Cruz en el Capitolio. Con una prudencia así, no se hubiese asustado la Sinagoga,
pero tampoco se habría conquistado el mundo»118.
Con una prudencia así, podríamos añadir, ni Teresa hubiese emprendido su Reforma, ni
Ignacio de Loyola habría fundado la Compañía, ni Calasanz y sus colaboradores habrían educado
al pueblo, ni Vicente de Paúl habría infundido espíritu a sus misioneros e Hijas de la Caridad, ni
San Juan Bosco acercado a Cristo a los adolescentes trabajadores.
Enumeremos alguno de los medios de que se ha valido la Milicia de Santa María para
lanzar a actuar a sus jóvenes: misiones juveniles en los pueblos, conquista para Ejercicios,
Campañas de la Virgen (mayo, Inmaculada), Encuentros de Universitarios Católicos, Campaña
pro moralidad.
Misiones juveniles
Estas misiones juveniles nacieron en 1950 en Madrid y han tenido dos fases bien
diferenciadas, aunque ambas surgen de una doble necesidad:
a) es preciso formar líderes cristianos que el día de mañana se enquisten en las estructuras
para ser fermento dentro de ellas y cristianen al conjunto de bautizados —ateos, agnósticos,
descreídos, indiferentes— y no bautizados que les rodean. El fin primordial no está, por
consiguiente, sólo en la evangelización rural sino también en la promoción personal del misionero
que acude al pueblo.
118 San Luis Mª Grignion de Monfort, Carta al Sr. Blain, BAC, (Madrid 1954) p. 51.
b) El laico que vive en su ambiente de lunes a sábado haciendo apostolado y es rechazado
cuando no vituperado, que en apariencia rara vez consigue cosechar frutos apostólicos y más rara
vez aún los ve, necesita descubrir que no es un soñador, que no está loco, que también otros
vibran con sus mismos ideales, que es posible evangelizar las estructuras. Para ello elige un
ambiente más propicio que el suyo: el mundo rural, y dedica un fin de semana a hablar de Dios.
La experiencia le servirá de plataforma para lanzarse de nuevo a impregnar las estructuras de vida
divina.
En la década de los cincuenta los misioneros son empleados de las empresas madrileñas,
acuden durante el domingo al pueblo y llaman a esta actividad trincas, en función de la
distribución interna en el pueblo: de tres en tres. Esta estrategia permite que cada joven tenga una
participación más personal. El plan nos lo cuenta uno de los protagonistas:
«Un camión Pegaso acaba de llegar a la plaza de un pueblo cercano a Madrid. Sus
moradores observan con recelo y extrañeza ese cargamento de voces, música y canciones que
abandonan la capital un domingo —con todos sus atractivos— para pasar el día con la gente del
pueblo.
— ¿Qué vendrán buscando?
Es el ambiente receloso que marca el comienzo de unas trincas. Unos minutos, y la plaza
se llena de curiosos. Cada grupo —cada trinca— charla amistosamente con hombres, mujeres y
jóvenes del pueblo. Hay que superar la frialdad del recibimiento. Se habla del campo, de la fábrica
de ladrillos, se cuentan unos chistes, para acabar asistiendo todos juntos a la misa del pueblo.
Cada trinca procura conservar este primer contacto durante todo el día.
La Misa impresiona a esta gente sencilla. Cantamos virilmente, con entusiasmo.
Comulgamos casi todos. Una exhibición de saltos gimnásticos en la plaza, acaba por ganar el
corazón ya abierto de los del pueblo. A la hora de la comida se exige de todos la superación del
miedo. Cada trinca debe comer en compañía de una familia. Entre la bendición de la mesa y la
frase evangélica que el militante va sembrando, la gente sencilla cuenta sus problemas, y los
muchachos novatos, quizá por primera vez en su vida, descubren un nuevo horizonte.
Unas trincas hacen esto con la familia del alcalde, médico, maestro, etc. A la misma hora,
otras estarán con la familia más humilde del pueblo compartiendo sus bocadillos y a veces su ropa
de abrigo. Más que discursos o artículos sobre la cuestión social, vivimos la maravillosa doctrina
del Evangelio.
La comida ha servido para crear una nueva y sincera amistad. Después jugaremos un
partido de fútbol los mozos contra los forasteros. Un festival organizado por los militantes
sustituye al baile de cada domingo. Chistes, canciones, poesías, música y una arenga final
vibrante, enjundiosa. Nueva ocasión para que el bisoño luchador de Cristo supere el miedo a
hablar en público.
Termina el día con un Rosario pleno, viril. La despedida es emocionante. La gente se
agolpa ante el Pegaso. Es la antítesis del recibimiento. El milagro se ha realizado por la
convivencia cristiana de todo el día. Al regresar a Madrid, en el coche hay enorme alegría. Es una
alegría casi inexplicable, pero llena, rebosante. Militantes y novatos se han vencido, han
enriquecido su capacidad de amistad, han convivido hasta la plena hermandad con personas que
hacía diez horas no conocían».
Nuevo planteamiento
Esta actividad, interrumpida en 1960, fue de nuevo emprendida en 1979 por algunos
universitarios. Después de algunos ensayos comprendieron que debían adaptar aquellas peripecias
misionales. Los jóvenes y los pueblos de los años ochenta no son los de la década de los
cincuenta. La sociedad ha cambiado radicalmente. El pueblo se ha convertido en una ciudad en
pequeño. Ahora sus habitantes no disponen de tantos márgenes de tiempo libre. Radio, cine,
televisión, discotecas, espectáculos culturales y deportivos están a la orden del día en cualquier
pueblo medio e incluso pequeño de nuestra península. Antes la misión rompía el ritmo normal de
vida y el predicador se atraía fácilmente al labriego y a sus hijos. Por ello el mismo Juan Pablo II
ha recalcado que «es necesario reemprender las misiones populares», pero «renovadas con
criterio conforme a la mentalidad moderna».
Nuevas diversiones configuran al joven de hoy. Las discotecas, por desgracia, se han
convertido con frecuencia en centros no ya de sana diversión, sino de desintegración moral. El
culto al alcohol ha hecho su entrada triunfal entre los adolescentes. Los medios de comunicación
social han captado la atención del quinceañero destrozando sus valores humanos: entendimiento
que piensa, voluntad que quiere y corazón que ama. Televisión, cines, periódicos perfectamente
orquestados se han encargado de llevar a cabo la mayor de las revoluciones acaecida en la
historia de la Humanidad: la captura del joven. Una captura integral que se dirige a su
entendimiento: perversión intelectual y a su voluntad: corrupción moral. Todo ello hace que
podamos decir: ¿quién más pobre hoy que un joven? «Excelente mercado por su falta de
discernimiento y resistencia a los reclamos publicitarios, la droga, el consumo arbitrario, la
pornografía se ceban en el joven y lo empobrecen aún más, robándole el germen de grandeza y
enriqueciéndole con basura.
Con las ideas confusas y falto de voluntad yerra en sus peticiones. Reclama libertad
insensata, sin saber que necesita disciplina y trabajo. Clama por sus derechos, sin darse cuenta de
que necesita sobre todo cumplir con sus deberes. Grita en busca de placer cuando necesita
sentido para su vida. Exige reformas en su entorno, ignorando que debe comenzar por la suya.
Todo ello hace que los jóvenes sean los más pobres porque ni ellos mismos se dan cuenta de su
pobreza»119. De esta forma niegan el plan de Dios, ya que «la juventud —puntualiza el Papa—
por sí misma es una riqueza singular del hombre»120.
A esta juventud, riqueza en un mundo pobre, se dirigen principalmente los esfuerzos de
los jóvenes misioneros, porque «los primeros e inmediatos apóstoles de los jóvenes han de ser
otros jóvenes»121. El doble objetivo que impulsaba a aquellos empleados de los años cincuenta
sigue siendo el mismo, pero las formas se han adaptado a las nuevas necesidades de los tiempos.
Inspirados en estos presupuestos se reemprendieron estas misiones que tienen raíces en la
historia cristiana de los tiempos medievales y cuentan con ilustres campeones a lo largo de los
siglos como Vicente Ferrer, Pablo Segneri, Alfonso María de Ligorio, Antonio Maria Claret,
Francisco Tarín, etc. aunque en los últimos años hayan sido «con frecuencia abandonadas
demasiado ligeramente»122. Juan Pablo II, conocedor de los anhelos del pueblo, las ha citado
como medio insustituible «para la renovación periódica y vigorosa de la vida cristiana»123.
La actividad se desarrolla en treinta horas escasas. Parten para el pueblo el sábado
después de comer (a veces por la mañana temprano). El pueblo, preferentemente más agrícola
que industrial, a ser posible con una población que no exceda los cinco mil habitantes, ha sido
convenientemente preparado. Dos semanas antes de la misión dos militantes conectan con el
párroco y acuden al pueblo para una toma de contacto. Debe conectarse con los jóvenes, que
serán los mejores propagandistas de la misión. Los medios de difusión suelen ser: carteles puestos
en los escaparates con una semana de antelación, pancartas en la plaza del pueblo, anuncio por
parte del párroco en las Misas de los fines de semana anteriores, circular a todos los vecinos del
pueblo; una vez llegados al mismo: octavillas por todas las casas, coche altavoz atravesando
todas las calles, rondalla que va entrando en los establecimientos públicos, etc.
Una de las claves del éxito está en la distribución de funciones. Así, el sábado por la
tarde, mientras la rondalla y el coro pasan por el pueblo con guitarras cantando y anunciando las
actividades del domingo, otros se reúnen con los jóvenes y la mayoría visita las casas de dos en
dos llevando la propaganda de los actos del día siguiente y entrando en contacto con las familias.
119 Estar 70, junio 1986, editorial.
120 Juan Pablo II, Carta a los jóvenes (abril 1985) 3.
121 Pío XI, Quadragesimo Anno 15-5-1931.
122 Juan Pablo II, Catechesi Tradendae, 16-10-1979, 47.
123 Discurso al Consejo Generalicio de los Padres Redentoristas, 6-12-1982.
Después de unas cuantas horas viene el momento de recogerse. El pueblo ha cedido un
local que sirve de cuartel general (normalmente unas escuelas, un colegio privado, un garaje, un
gimnasio, una casa abandonada). Cena y cambio de impresiones entre todos. Es preciso que el
joven cuente a los demás las experiencias de la tarde. Ello le servirá para desfogar todo lo que
tiene dentro ya que la tensión se le ha podido acumular. Un último rato de oración pone punto
final al día y abre las esperanzas de un domingo inolvidable.
El domingo se inicia con el Rosario de la Aurora. Es la actividad clave de la misión. Aquí
es donde el pueblo rompe los posibles recelos que pudiera tener contra los considerados
forasteros por unos y seminaristas por otros. La hora del Rosario es variable dependiendo de la
época (Navidad, Cuaresma, Mayo). Los jóvenes misioneros aprovechan los cinco misterios para
hacer comentarios vibrantes, audaces e íntimos. Hablan de viva voz. Exhortan al amor mariano,
al cumplimiento de los deberes cotidianos, a la frecuencia de sacramentos, a la unión con el
párroco, a una aspiración a la santidad. Cuentan anécdotas personales, dejan hablar al corazón, se
ganan el auditorio. Al final otro muchacho invita al testimonio y a la responsabilidad del laico en
pleno mundo.
Al Rosario le sigue la Santa Misa en que los misioneros participan activamente:
moniciones, preces, ofrendas, coro, lecturas e incluso algunas palabras después de la homilía.
Todos los misioneros se introducen entre la gente rezando virilmente y sin rutina. Al final
comulgan todos. Todo ello hace que sea un Misa muy especial.
Sobre las once comienza la visita domiciliaria distribuidos por el pueblo de dos en dos e
incluso individualmente. En estas conversaciones se comienza charlando sobre la actividad que
ejercen en el pueblo y se termina dialogando sobre la Virgen, el Papa, el Magisterio de la Iglesia,
su Doctrina Social, problemas morales de actualidad (aborto, contraceptivos, etc.) sembrando
ideas claras. En muchas ocasiones se suscita una invitación a comer para seguir la conversación
en ese entrañable rato.
Por la tarde tienen lugar los festivales. Uno para adultos, otro para jóvenes. Allí muestran
más claramente lo que a lo largo del día han dejado ver: el rostro alegre del cristiano. Dos partes
tiene cada festival: una cómica y otra a la que se da profundidad, mediante la proyección de algún
audiovisual. El atardecer del domingo, unido al ánimo que ha dejado el festival, produce un
momento psicológico óptimo que es aprovechado por los jóvenes apóstoles en varias reuniones:
Una con matrimonios, otra o varias —según número y edades— con jóvenes. Con el acento
nostálgico de la despedida y tras haberles ganado el corazón se les anima a todos a trabajar en la
parroquia, unirse en un proyecto común, frecuentar sacramentos y, a los que tengan posibilidad,
hacer ejercicios espirituales.
El día, que ha estado pleno de actividad y en el que han visitado a los enfermos, se ha
hecho apostolado por los bares —en ocasiones tratando de mejorar las fotografías que cuelgan de
las paredes— han visitado todas las casas, etc. se termina en la iglesia parroquial con un breve
acto mariano o eucarístico (exposición, etc.) De esta forma se completa la otra cara del militante,
la contemplativa, que ha sido potenciada por los turnos de velas ante el Santísimo realizados
desde la llegada al pueblo pidiendo por el fruto de la misión.
Las características novedosas de estas misiones:
a) Llevadas a cabo exclusivamente por laicos,
b) Los misioneros son jóvenes de edades comprendidas entre los quince y los veinticinco
años.
c) La labor se lleva a cabo durante un fin de semana y
d) el número de componentes oscila sobre los cuarenta.
Hacen que se presente como un método idóneo para la evangelización rural y para la
formación de líderes católicos.
Campañas de la Virgen
Vigilia de la Inmaculada
Rosario Universitario
Los Encuentros de Universitarios Católicos han sido durante estos últimos años una
formidable palestra donde en un alegre clima de exigencia se ha fomentado el espíritu combativo
en profesores y alumnos. Tres días en régimen interno son suficientes para tensar los espíritus.
La idea nace de la contemplación de una necesidad: reunir las fuerzas dispersas del
catolicismo ligado a la Universidad, en cualquiera de sus niveles, tanto personal como
asociadamente; y de una convicción: la Universidad puede transformarse si unos cuantos deciden
firmemente reformarla.
Al principio todo son dificultades por parte de las personas con las que se han tomado los
primeros contactos. La primera convocatoria, sin embargo, cita en Javier a 150 profesores y
alumnos de Universidad de distintas procedencias: Barcelona, Valencia, Granada, Madrid,
Sevilla, Málaga, Salamanca, etc.
Allí, entre los sillares del castillo de Javier, advertimos el eco de su voz misionera:
«Muchas veces me mueve pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces como
hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la Universidad de París, diciendo en
Sorbona [...] '¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de
ellos!'»127.
Nos llenamos de esperanza. Ha nacido, sin apenas nadie saberlo, una obra fecunda en la
Iglesia. Nos sentimos espoleados por la firme voz que Pío XII había levantado unos años antes:
«Ningún cristiano tiene derecho a dar señales de estar cansado en la lucha contra la oleada
antirreligiosa de la hora presente [...] A nadie se le podría perdonar que ante ella se quedase con
los brazos cruzados, la cabeza baja y temblándole las piernas»128.
Muchos males brotan en la sociedad, y en concreto en la Universidad española. La
marxistización de la cultura, la politización de la enseñanza, la masificación de las aulas con sus
secuelas: profesorado inexperto, mal preparado, descenso de la calidad de investigación y
docencia. Por parte del sector que podría dar una solución a esas cuestiones, los católicos, surge
la independencia, la falta de compromiso, «la insensibilidad del espíritu, la dejadez de la voluntad,
la frialdad de los corazones»129.
Unir, animar y movilizar al laicado católico ligado a la Universidad era, pues, el primer
objetivo. A la hora de establecer un programa que pudiera completar tres días de actividad, había
que ser consecuentes con las siglas.
En primer lugar, un conjunto de conferencias y mesas redondas en torno a un tema
central vinculado a la fe. Una segunda sigla exigía celebraciones propias para estimular el
sentimiento religioso (meditación, Misa, rosario en común, exposición del Santísimo).
Y, por supuesto, había que dar al Encuentro precisamente eso que lo hace encuentro, y
no congreso, convención, reunión, simposio, etc.: el calor humano. Nuestra vida camina en la
ciudad demasiado aprisa. Apenas hay tiempo para holas y adioses. Andamos en cierta medida
esclavizados por el activismo, que en ocasiones nos lleva al vértigo. El tiempo libre, las
conversaciones tranquilas de pasillo, sentarse despacio a hablar ayudan a concebir la Universidad
«como una forma de convivencia intelectual y no como una mera expedidora de títulos
127 San Francisco Javier, Cartas 15-1-1944, a sus compañeros de Roma. (BAC. Madrid 1968) p. 110-111.
128 Mensaje de Navidad, 1946.
129 Pío XII, 12-2-1952.
profesionales», que diría A. D'Ors. Juntos conviven en un clima acogedor los más eminentes
doctores con los alumnos recién llegados a la enseñanza superior, catedráticos con ayudantes,
mayores con jóvenes.
Conviven y se enriquecen recíprocamente. Los catedráticos en sus convicciones se
sienten respaldados por jóvenes que piensan en cristiano y más aunados para desempeñar sus
cátedras en ambientes hostiles. Los estudiantes, por su parte, ven ejemplos vivos y se animan a
entregarse de lleno a sus especialidades para en su día emular a los que han sabido luchar por
Cristo en las áreas del humanismo y la ciencia en que han estado insertados.
El contacto de distintas generaciones estrecha lazos de amistad y abre horizontes en la
Universidad, y en toda la sociedad, para una más estrecha colaboración en orden al progreso de
la cultura, en el marco de un humanismo cristiano que vivifique todas las realidades temporales
que el laico tiene que evangelizar.
Pero la mayor originalidad de los Encuentros en cuanto a sus actividades son esas puestas
en común de experiencias personales o colectivas, de apostolado universitario. Son pistas de
aterrizaje (exposición de lo realizado) y de despegue (proyectos para el futuro). Son «ese toque»
que hace el alimento más sabroso. Sirven para ver cómo el católico bautizado es «sal de la tierra»
(Mt 5,13), y así, como la sal —que para condimentar tiene que unirse a los alimentos, pero
conservando todo su poder revulsivo, su sabor acre— el universitario se introduce en claustros,
condena publicaciones contra la verdad, la fe o la moral, levanta la voz ante huelgas injustas,
proclama la libertad de cátedra, organiza cursillos y conferencias que sinteticen fe y cultura, une a
los profesores de un mismo departamento, provoca amistades con ateos teóricos o prácticos que
desembocan en la fe, rechaza sueldos ganados injustamente, reconcilia matrimonios separados,
acerca a la Iglesia parejas mal unidas, equilibra psiquismos inestables.
Anécdotas variadas que ponen de relieve que el bautizado es «luz del mundo» (Mt
5,19), fermento en la masa, y que animan a seguir luchando por un mundo mejor.
Hasta ahora se han celebrado uno o dos por año. El primero en octubre, para programar
el curso, y el segundo en Cuaresma para hacer un balance del mismo y afrontar el tercer
trimestre.
Los E.U.C., desarrollados en distintos lugares de nuestra geografía, se sienten gozosos
por la labor realizada. Han visto nacer de su misma entraña numerosos frutos. De ellos han
brotado asociaciones culturales, universitarias y de cariz extrauniversitario; asociaciones de
profesores de enseñanza media; retiros para profesores universitarios; ejercicios espirituales
internos de cuatro días para profesores; peregrinaciones;, ciclos de conferencias sobre
Humanismo y Trascendencia en varias facultades, como alternativa actual a las ya sepultadas
clases de religión en la Universidad; ciclos de conferencias y mesas redondas sobre la
indisolubilidad del matrimonio en una época en que este tema estuvo sobre el tapete; decenas de
artículos en la prensa, escritos por intelectuales alentados en estos E.U.C.; publicación de libros;
movimiento en torno a la reapertura de capillas cerradas, o implantación de ellas en facultades o
institutos de nueva planta; jóvenes que han hallado su vocación y se han entregado a Cristo en la
vida consagrada religiosa, sacerdotal o laica.
Por último cientos de jóvenes y profesores que un día sintieron vergüenza de su actitud al
escuchar a los últimos Papas: «Los deberes de los católicos son de tal urgencia que sería difícil
imaginarla mayor, y habrá que llevar a cabo actos de verdadero heroísmo. No hay tiempo que
perder. El momento de la reflexión y de los proyectos ha pasado. Es el momento de la acción»130.
«¿Estáis dispuestos a poner vuestra formación, vuestras energías, vuestras vidas, al servicio de la
causa misionera? [...] El porvenir del mundo está confiado a vuestro compromiso y a vuestra
coherencia de hoy»131. «Cuando un católico toma conciencia de su fe, se hace misionero»132.
«No hay nadie que se preocupe de la suerte de la Humanidad que no sienta viva aprensión
por los jóvenes, pues no es difícil caer en la cuenta de que les esperan emboscadas ladrones y
malhechores, dispuestos a asaltarlos, a robarlos, a herirlos y luego a desaparecer dejándolos
medio muertos en el camino [...]
Recorre nuestras calles como una macabra comitiva de almas muertas o moribundas. En
esta devastación espiritual, perpetrada día tras día, hora tras hora, no hay excepciones para
ninguna categoría, no se repara en gastos, no se perdonan medios por parte de una malvada y
compleja industria del pecado»133.
Los militantes han escuchado las palabras de Pío XII. Se han puesto en marcha. Han
entablado una lucha abierta en defensa del amor, del matrimonio, de la familia, en todos los
ambientes. Saben que la guerra contra «una malvada y compleja industria del pecado», les traerá
disgustos, que muchos no les comprenderán llamándoles exagerados. No importa. Ellos quieren
integrar el bloque de jóvenes que quería Pío XII, dispuestos a todo por amor a Cristo y a su
Iglesia.
En la Iglesia del diálogo, hay que enseñar a los jóvenes a hablar siempre y en todas partes.
¿No dice el Vaticano II que también con la palabra debe actuar el laico? Una obra de misericordia
hay que estar predicando siempre: enseñar al que no sabe. ¡Y cuántos son los que desconocen la
grandeza sublime del amor humano! Y muchos más los que confunden y manchan esta palabra
porque ningún cristiano se acerca a enseñarles, mientras la moda, el cine, la televisión, excitan en
ellos la pasión y ahogan el amor, que es hoy la palabra «más ensuciada» (Chiara Lubich).
Lo más cómodo es inhibirse, pero también lo menos cristiano. «Sabemos cuán difícil es
actuar hoy en defensa de la moralidad. Ni siquiera se quiere oír hablar de ella. Pero nosotros no
podemos permanecer indiferentes y silenciosos. Aquellos que aman la honestidad, la pureza, la
dignidad de la vida, deben de saber que nosotros nos sentimos solidarios con ellos»134.
En la Empresa
La blasfemia y el insulto no pueden estar al mismo nivel que la verdad y el respeto. Ahora
es un militante universitario quien nos cuenta la siguiente anécdota.
«Disponía de dos carteles que anunciaban una proyección de diapositivas para la que
faltaban sólo dos días. Me dirigí con un compañero a una Escuela de Ingeniería. Colocamos sólo
uno al lado del bar, que tiene la ventaja de ser el lugar más transitado y de estar más cerca de la
capilla. Pasamos por la capilla para acompañar durante un momento a ese Jesús que tan solo está
en las capillas universitarias. Salimos con fuerza renovada. Todavía nos sobraba un cartel.
Entramos en una facultad conflictiva. Confieso que con algo de respeto. Ambiente
general de apatía, maravillosamente subrayado por el hormigón sin revestir. 'Pintadas' de una
altura de dos metros. Un grupo observaba, entre risas, un cartelón de 1 x 2 metros. Yo no
distinguía lo que decía, pero ya estaba elegido el sitio para nuestro cartel: lo adaptaríamos junto al
grande, así la atención que suscitaba éste sería aprovechada para el nuestro, más bien pequeño.
Me abrí paso entre las enmarañadas melenas y coloqué el cartel. A mi alrededor,
sonrientes y burlonas miradas. Como medida de seguridad, me quedé un rato por allí, para que no
lo quitaran. Aproveché entre tanto para leer el gran cartelón. Ridiculizaba las apariciones de la
Virgen, a los videntes de Fátima y a la misma Virgen. Groserías, comentarios blasfemos, ideas
sacrílegas. Alusiones al ministerio sacerdotal, a los obispos y al Papa. Claro está, ningún
argumento, simplemente insulto tras insulto. Por último, apología del divorcio y del aborto.
Según iba leyendo, mi corazón aceleraba sus latidos. Mi compañero quería que nos
marchásemos.
—Espera un poco —le dije— que me interesa llegar hasta el final.
Dudaba mucho sobre cómo actuar. Lo que en realidad pasaba es que tenía miedo.
Pidiendo fuerzas interiormente, me lancé al cartel y lo hice un rebujón. Ya iba a tirarlo, cuando un
chico rubio con media melena y barba incipiente se presentó dando voces desesperadas:
—¿Por qué has quitado el cartel? ¿eh? ¿Por qué lo has quitado?
Se formó el consabido corro de mirones. De ellos, algunos le apoyaban a él. A mí, nadie.
—¿Me dejas que te conteste? —le dije a grandes voces y solamente cuando hizo una
pausa—. Lo he quitado porque es antidemocrático y no respeta los sentimientos religiosos de
muchos ciudadanos, ni de muchos alumnos de esta Facultad.
—A ti nadie te ha quitado el tuyo —gritaba, mientras miraba el cartel y se abalanzaba
sobre él—.
—No puede ofender a nadie un cartel que sólo invita a un acto —contesté—.
—Eso es lo que tienes que hacer tú, respetar un cartel, aunque no estés de acuerdo con él
—decía, cuando, tras desdoblar el rebujón que yo había hecho, intentaba colgarlo de nuevo—.
Yo no podía dejar la cosa a medio hacer, le quité el cartel y lo hice trozos para inutilizarlo
totalmente. Se acercaron algunos asustados por sus nuevos improperios. Yo aguantaba con cierta
'tranquilidad', arguyéndole los mismos argumentos contra las mismas preguntas, que se repetían
sin cesar. Por fin, me cogió del brazo.
—Al decanato conmigo, y allí se lo cuentas a quien corresponde.
De momento me resistí porque eso complicaría las cosas y más no siendo yo alumno de la
Facultad. Pero, seguro de la verdad, dejé de oponer fuerza y le seguí aprisa como iba.
—¿Está el decano? Quiero hacer una denuncia formal contra este chico por haber quitado
un cartel.
—Ahora no está.
—¿Y algún otro responsable?
—No, no hay nadie.
—¿Tampoco está Anselmo?
—Sí, está en la Sala de Juntas.
A gran velocidad nos dirigimos a una puerta cerrada. Tan aprisa iba mi acompañante que
entró sin llamar y golpeando la puerta, con lo que hizo un gran ruido. En la sala había unas
veinticinco personas reunidas, que se callaron súbitamente. Su sorprendido silencio nos hizo
enmudecer a nosotros, hasta que, uno que conocía al que me llevó, nos dio pie para hablar.
—Quiero arreglar un asunto con este señor porque ha arrancado un cartel, mientras que a
él no le han quitado el suyo, que es éste. (Entonces les mostró el cartel que yo había llevado para
que lo fueran viendo uno a uno).
—Y ¿por qué lo has quitado?
—Porque no respeta los derechos más elementales de los ciudadanos.
—Tendrías que haber puesto un segundo cartel, condenando el primero —sugirió alguien
—. Así es que vas a pegar el cartel que has quitado.
—Pero si lo ha roto —intervino el otro.
—Pues que haga otro igual y lo coloque.
—Yo no pongo ni hago el cartel, ¡sólo faltaba eso!
—Pero, hombre, eso no son modos. Si lo has quitado tienes que hacer la reposición.
¿Qué es lo que tenía que tanto te ha molestado?
—...
—Bueno —dijo el que parecía presidir la Junta— arregladlo todo entre vosotros. Espero
que no lleguéis a las manos.
—No, por favor, Dios me libre —contesté decididamente—.
Inmediatamente salió de la sala el famoso Anselmo.
—¿Tú crees que en ... (un país extranjero) se quitaría un cartel como ése?
—Creo que no, y así les brilla el pelo, en cuanto a degradación moral.
—Pues yo soy de allí y ten cuidado con lo que dices...
Intenté suavizar la conversación, pero proseguí:
—Ya que te las das de 'liberalote', ¿por qué no te dedicas a quitar los carteles que hay por
ahí ofendiendo a los masones?
—Claro, no tengo otra cosa que hacer. No soy un 'quitacarteles'. Simplemente me he
encontrado con una situación injusta y he hecho lo posible para que dejara de serlo.
Mientras tanto, el que me había llevado al decanato había bajado (yo pensaba que estaría
buscando a unos cuantos para 'aclararme las ideas' de forma más convincente). Como Anselmo
no salía de las mismas, decidí marcharme.
—Bueno, creo que es mejor que lo dejemos así, porque no adelantamos nada y tengo
prisa. Le tendí la mano para demostrarle que le estimaba a pesar de nuestras discrepancias.
Perplejo él, nos saludamos y me despedí.
En las escaleras de bajada estaba el de las melenas y la barba, hablando acaloradamente
con un grupo de amigos. Le miré para saludarle atentamente, pero él no se dio cuenta. Acabamos
de bajar las escaleras con parsimonia; al fondo había cinco o seis que no nos quitaban ojo. Yo me
preguntaba: 'Serán o no serán'. Llegamos a la puerta, la atravesamos... No eran.
Sólo quedaba relajar los nervios, hacer una oración interior por todos aquellos, a los que
no guardábamos ningún odio, y comentar las circunstancias, mientras caminábamos de vuelta a la
Escuela».
Ejemplos parecidos de defensa de la fe podrían incluirse, ocurridos en la oficina, en bares,
calles, medios de transporte, quioscos, cuarteles, etc.
«No será la primera vez en la historia —dice Pablo VI— que la fresca y espontánea
reacción de una juventud sana y fuerte, reclame contra la blanda tolerancia de la sociedad, y
exija la observancia de medios morales, que coinciden con la belleza, el vigor y la bondad de la
vida»135.
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Pegas
Hombres, sobre todo, adiestrados por la comprensión y la paciencia a aventar pegas —el
egoísmo es la raíz de todas— que la comodidad y la cobardía acumulan siempre.
Primera. «No valgo» ¡Pero el Señor se sirve precisamente de incapaces para avergonzar a
los sabios! (cf. I Cor 1,26-29). A nosotros toca no oponernos al plan de Dios, que quiere salvar a
todos valiéndose de nosotros. Cristo cuenta con nosotros para atraerse los corazones, como
contó con los sirvientes en Caná para hacer el primer milagro que brotó de su Corazón, «océano
inefable de prodigios» (Santo Tomás).
Nosotros mismos nada podemos, pero el Señor con nosotros lo puede todo. Los cinco
panes de cebada y los dos pececillos de aquel joven (cf. Jn 6,9) eran insignificantes, pero Jesús
los utiliza para alimentar en el desierto a una muchedumbre inmensa. El pincel de un pintor no
sabe pintar, pero en manos del artista realiza filigranas. Así somos nosotros unidos a Dios.
Segunda. «No tengo tiempo». ¡Siempre hay tiempo para lo que interesa! Un chico
encuentra tiempo para la chica de la que está enamorado. El tiempo es elástico. Los menos
comprometidos siempre son los que dicen tener menos tiempo. Cuando nos venga la pega de la
falta de tiempo, pongámonos de rodillas ante el Sagrario y preguntémosle al Señor: «¿Te amo de
verdad?»
Anudando amistades
Autoexigencia
138 «Todo bautizado es y debe ser, aunque en diversa medida y manera, misionero». (Mensaje para la Jornada
Mundial de las Misiones, 10-6-1984. Cf. Ad gentes, 36; C.D.C., 781).
139 II Sínodo Extraordinario de Obispos 1985, II.B) a) 2. BAC (Madrid 1985), p.13.
Engaño sutil
Paternalismo
Saber fracasar
Esta batalla debe librarse sobre todo contra el miedo al fracaso. Superar este miedo es
objetivo prioritario en el educador del hombre, pero captar esta realidad exige remontarse sobre
ella mirándola con serenidad. «La mejor escuela es la desgracia. Eleva nuestra alma y da un
temple vigoroso a nuestro espíritu. Nos hace avisados y cautos»144. La grandiosidad del
firmamento se aprecia sólo en la noche. El sol del éxito nos impide ver las estrellas que tachonan
el cielo.
El fracaso en un alma superficial produce apatía, desconfianza, abulia, desaliento. El
educador tendrá que armarse de paciencia para lograr que el educando descubra por sí mismo
que el fracaso es sólo aparente, y le entrena para la lucha que presagia un éxito rotundo.
Huelga fracasada, huelga ganada, repiten los marxistas mientras se van apoderando del
mundo por la pasividad de bautizados que no se atreven a salir de su comodidad, ni se arriesgan a
fracasar. Obtienen triunfos fracasando, pues huelga fracasada es victoria que enardece y troquela
militantes. En cambio huelga solucionada, huelga fracasada, pues los militantes amenguan su
voltaje para la lucha y se paralizan para la acción.
La primera vez que Disraeli habló ante la Cámara de los Lores obtuvo un estrepitoso
fracaso: bostezos, indiferencia, abucheo. Espíritu combativo, pensó: «Algún día esta Cámara me
escuchará en pie». Años después recibía ovaciones de hasta veinte minutos con la Cámara en
pleno. ¿Qué habría sido de este político si, desalentado, hubiese pensado: no sirvo, no tengo
cualidades, esto es para otros...?
Nunca debe un joven extrañarse ante el fracaso; es la divisa del hombre emprendedor.
Está persuadido de que en cualquier actividad que emprenda cosechará incomprensiones,
contrariedades, fracasos a veces estrepitosos, y más aún si vive su bautismo siendo misionero.
Nieves, vientos, tempestades, soles y nubes, acompañan toda vida, pero fecundan la tierra
alumbrando flores y frutos. El apóstol es como el incienso: cuando le queman, perfuma. No te
desconcierte el fracaso. Te tiran piedras porque acercas almas a Dios. ¿No intentaron los judíos
lapidar a Jesús?
Alegrarse en los fracasos, es la segunda actitud indispensable para captar su valor, al
permitirnos descubrir sus verdaderas razones. «Casi siempre se fracasa por culpa propia. El
objetivo se escogió o definió mal, o quizá siendo excelente, los medios empleados fueron
Apostolado = santidad
El apostolado, igual que la santidad, no sólo es deber para todos, sino que está al alcance
de todos. Es una santidad y un apostolado realista. No el de un ángel impecable, sino el de un
hombre lleno de limitaciones que fracasa y triunfa en la derrota volviendo siempre a empezar.
La santidad consiste no en no caer, el apostolado no en no fracasar, sino en no cansarse
nunca de estar empezando siempre aunque aparentemente nunca se consiga el objetivo. El santo,
el apóstol, es un pecador que sigue esforzándose, que no se acobarda ante las caídas y derrotas.
Siempre vuela más alto en aras de la humildad y confianza, sabiendo que los desastres nos ayudan
para «que no se gloríe ante Dios ningún mortal» (I Cor 1,29).
El bautizado conoce bien la definición de Juan Pablo II: «La santidad no consiste en ser
impecables, sino en la lucha por no ceder y por volver a levantarse siempre después de cada
caída; no deriva tanto de la fuerza de voluntad de hombre, sino del esfuerzo por no obstaculizar
nunca la acción de la gracia en la propia alma, sino ser más bien sus humildes colaboradores»147.
La pedagogía contemporánea nos invita a recordar con frecuencia a los jóvenes esta
enseñanza. «En casos al parecer desesperados —por ejemplo— después de un esfuerzo inútil
realizado durante varios años—, hay un pensamiento que conforta el ánimo totalmente abatido, y
estimula a seguir prestando resistencia. Lo esencial no es la victoria, sino la lucha tenaz. No está
145 Lebret: Acción, marcha hacia Dios. Estela. Barcelona 1963, p.81.
146 Ib. p. 82.
147 A los participantes en el Univ. 1983.
vencido el que ha sufrido todas las derrotas que se quiera, sino el que renuncia definitivamente a
la lucha»148.
CULTIVO DE LA REFLEXIÓN
Es el tercero de los puntos cardinales, al que debe mirarse sin descuidar los demás. «Toda
la tierra es desolación porque no hay quien recapacite en su corazón», dice la Sagrada Escritura
(Jer 12,11). Es decir, perdido está el mundo porque no hay quien profundice pensando. Perdida
está la juventud porque sus educadores no la obligan a reflexionar.
Pericles, después de las batallas, pensando en los jóvenes desaparecidos, decía: «El año ha
perdido su primavera». El mundo de hoy la ha perdido también porque la juventud no piensa. Y
la madurez que la prolonga, generalmente tampoco. Acostumbrados en la juventud a la vida
superficial y frívola, siguen en la edad madura rezumando una ligereza que espanta, al evadir
graves responsabilidades familiares o profesionales.
La educación de la reflexión es tanto más necesaria cuanto que toda la vida de hoy
arrastra al joven desde niño, especialmente en las ciudades, a vivir fuera de sí. Cine, televisión,
radio —esas escuelas que influyen más en él que todos los colegios y universidades juntos— le
están enseñando a vivir en continua proyección hacia fuera.
El joven, el hombre maduro, vive hoy —quizá como nunca— de impresiones y
sensaciones. Los inventos modernos y sus aplicaciones contribuyen poderosamente a desarrollar
el ingenio y la reflexión en unos pocos, en los pocos que «se alzan sobre la gusanera de ganavidas
y descontentos» (Papini). En los pocos que no renuncian al esfuerzo viril, a pesar de verse
envueltos en las mallas de una civilización técnica que debilita el carácter si no se lucha.
En cambio, esos inventos, maravillosos en sí, contribuyen de hecho a deshumanizar al
hombre de la calle. Al disminuir su poder de observación —esto requiere esfuerzo, y esto es lo
que se rehuye—, al aminorar su reflexión, le hace superficial, frívolo y, al mismo tiempo, débil de
carácter, blando de voluntad, inconstante, incapaz de un esfuerzo serio.
Obligar a pensar a una juventud que no lo hace, a una juventud que vive a lo loco, como
dicen ellos, es tarea difícil, que requiere un esfuerzo paciente del educador durante largos
decenios. Tendrá que reaccionar enérgicamente contra el desaliento. Mil veces le parecerá que
está perdiendo el tiempo, al comprobar que el ambiente se encarga de borrar las ideas que con
tanto trabajo trata de introducir. Le parecerá que escribe sobre agua. Si resiste a esta tentación,
triunfará, formará los hombres que Dios y el mundo necesitan.
Es la cota que marcaba Pablo VI: «sed no sólo orgullosos de ser jóvenes, sino también
dignos de vuestra fe. Y así será si ella empapa profundamente vuestro modo de pensar y obrar.
El cristianismo no puede alimentarse de jóvenes mediocres, no puede ser vivido de una forma
cualquiera; o se lo vive en plenitud o resulta traicionado. [...] Tememos al pensar en las insidias
que se tienden en vuestro camino, en medio de un mundo tan lleno de escepticismo, de inquietud,
de atracción hacia el placer deshonesto. Pero vosotros, jóvenes queridos, sabed ser fuertes,
reflexivos, maduros»149.
Los hombres del Hogar entonces, y los de la Cruzada-Milicia después, se han formado
insistiendo sin cesar en pocas y muy fundamentales ideas, ilustradas con ejemplos de la historia y
de la actualidad. Estas ideas madres circulaban continuamente en círculos de Estudio, reuniones
de núcleo, asambleas de militantes, marchas, campamentos, Ejercicios espirituales.
Para troquelar esos hombres, recordé al P. Manjón: «Educar es completar hombres,
haciéndolos guías y dueños de sí mismos».
Actualidad
Círculos, Jornadas
Pedagogía integral
Una cosa es tratar a los jóvenes con seriedad, y otra considerarlos formados como
adultos. Cierto, son precoces en ciertos aspectos, pero, en conjunto, la prolongación de los
estudios y las facilidades de la vida que hoy encuentran desde niños, les estancan durante muchos
años en cierta inmadurez, les desarman la voluntad, los hacen abúlicos, inconstantes, 'pasotas'.
Es muy corriente, con el pretexto de que «no quieren», dejarse arrastrar por ellos, tomar
su partido, en lugar de excitar su apetito y despertarles el gusto de aprender. Se justifica esta
dejación cómoda con pseudoargumentos pedagógicos, psicológicos, o incluso teológicos.
Son jóvenes, y esto quiere decir que están «aprendiendo» y, por tanto, «recibiendo». El
método no importa mucho: audiovisual, didáctico, intuitivo. Dejarles sin cultivo y maravillarse
No al gregarismo
Personalizar
160 Se «silencian misterios fundamentales de la Fe», y existe dentro de la Iglesia una «tendencia para construir un
nuevo cristianismo a partir de datos psicológicos y sociológicos». Así, «la vida cristiana estaría desprovista de
elementos religiosos». Pablo VI, 6-12-1970.
161 Pablo VI, 12-10-1969.
permanente y selectiva «función de asimilación» (Newman). Una Iglesia que se enriquece con las
aportaciones de un mundo en expansión, pero sin confundirse con él.
La alegría desborda al joven cuando descubre que es Iglesia, semilla arrojada en el surco
de la historia. Asimila, transforma en alimento, convierte en propia sustancia, los elementos
extraños presentes en su contorno mental. Asimila, pero sin ser asimilada. La Iglesia, sobre sus
eternos cimientos, es edificio en perpetua construcción.
Corre el riesgo de dejarse absorber, pero la fuerza divina que posee, la preserva. Los
veinte siglos precedentes, toda la prehistoria judía prueban este aserto. No se dejó absorber
entonces. Tampoco ahora se dejará, aunque viva inmersa en el mundo del racionalismo científico
de Marx, Freud o Nietzsche.
Así el joven vive lo que es, Iglesia permanente, siempre idéntica a sí misma. Fortalece su
personalidad al comprobar con gozo que «el curso del tiempo, engendrador primero y devorador
después de los grandes fenómenos humanos, no sabe dar razón adecuada del nacimiento y del
vigor de la Iglesia. Ni consigue disolverla en su flujo tremendamente arrollador y disolvente».
Hay que hacerle sentir que es parte viva de una Iglesia que «se manifiesta igual en las
más diversas vicisitudes. Se encuentra en todas las etapas de la historia, no sólo siempre la
misma, sino siempre en vías de rejuvenecimiento y actualización. Y esto, no por la ayuda
temporal de acontecimientos propios o factores externos, sino por la capacidad restauradora de
encontrar en sí misma, como cuerpo que despierta del sueño, más frescor y más vivas energías».
Integrado en esta Iglesia, se fortalece para afirmar su personalidad ante los demás. Se
entusiasma al admirar su estabilidad inconmovible. Ni «se escandaliza de que se enriquezca en su
larga meditación y ardorosa defensa de su patrimonio doctrinal, con nuevos dogmas y
disposiciones que no alteran ni oscurecen su nítida sencillez evangélica; ni se enoja ni desconfía
de que sea siempre la misma y no se doblegue a la moda de los tiempos»162.
Marchas y campamentos
Autocorrectivo
Uno de los puntos claves de este estilo de vida, aprendido y difundido en marchas y
campamentos, es el autocorrectivo. Resulta pieza clave de la pedagogía campamental. Una
derrota no superada predispone para nuevas derrotas. Una derrota autocorregida se transforma
en victoria. El acampado que ha fallado en el plan de vida campamental acordado por la misma
escuadra, se impone a si mismo un detalle de superación personal relacionado con la raíz del fallo
cometido.
Quisiera detenerme en este punto puesto que a lo largo de estos años he comprobado que
muchos, por no hacer uso correcto del método, lo han desvirtuado.
El autocorrectivo —y por lo tanto el correctivo, fase previa en que un educador orienta al
educando hasta que este capta el sistema— no es una simple corrección, ni un castigo, ni siquiera
algo muy costoso que uno hace por los más altos ideales: por Dios, la salvación de los hombres,
etc. Todo esto podrá entrar dentro del campo de los sacrificios, voluntarios o involuntarios, pero
no en la esfera del autocorrectivo.
Aquellos —los sacrificios o renuncias personales— le ayudarán a fortalecer su voluntad e
incluso a unirle a Dios, pero quizás su defecto dominante: irreflexión, iracundia, vanidad, etc.
permanezca al mismo tono después de una buena temporada ejercitándose en ellos.
La eficacia formativa del autocorrectivo se constata con frecuencia:
a) Porque es totalmente personal.
b) No es rutinario.
c) Incide directamente sobre el mal que deseamos extirpar, sobre el defecto dominante de
cada persona.
Con esto quedan apuntados varios de los fallos en que suele incurrir el educador en la
aplicación del correctivo:
1) Imponer el mismo a todo un grupo. Un mismo fallo cometido por cinco educandos
puede deberse a cinco defectos raíz distintos. Requerirá, por lo tanto, corrección personalizada.
De esta forma queda desechado el correctivo colectivo como elemento de un sistema educativo.
El educador aprende en campamento con la práctica que no existen enfermedades sino enfermos.
2) La pereza mental del educador le lleva a sugerir, o hacer que salgan del joven, siempre
los mismos correctivos, por ejemplo prescindir de algún plato en la comida, con lo que pierde en
gran parte su eficacia.
3) Muchas debilidades humanas pueden tener la misma raíz, el mismo defecto de base. Es
un error actuar sobre aquellos, lo acertado es buscar la raíz. Diagnosticar cuál puede ser éste no
será fácil, pero ha de ser el empeño conjunto de educador y educando. A lo largo de los días irán
observando los síntomas (manifestación del fallo raíz) para llegar al diagnóstico (defecto
dominante) y poder aplicar la terapia adecuada (autocorrectivo). Aplicar un correctivo que nada
tenga que ver con el defecto origen no sólo deja este indemne, sino que puede desarrollar más
otro punto negativo de la personalidad del educando
Cuando el autocorrectivo se aplica convenientemente se cortan todos los fallos. Por eso,
varios deslices pueden atajarse con un solo correctivo. Cuando en una casa hay avería y todos los
grifos chorrean, el remedio más eficaz es cerrar la llave de paso.
Las dificultades del autocorrectivo, por lo que tan pronto se abandona, estriban en que
exige un profundo conocimiento de sí mismo y del hombre en general, dominio de las reglas de
discernimiento de espíritus, un estado habitual de silencio interior que permita detectar las más
mínimas manifestaciones de un defecto, y diagnosticar a qué enfermedad se deben esas taras en la
personalidad propia o ajena. Por último agilidad mental que impida autocorrectivos rutinarios o
poco propicios (inadecuados, desproporcionados, etc.)
Resulta un error extendido creer que después de un fallo debe hacerse tan sólo el firme
propósito de no volver a caer. De esa forma no se educa la voluntad, sino simplemente el
entendimiento. Con el tiempo se hará inconscientemente lo que Ovidio escribía: «Veo lo bueno y
lo apruebo, pero sigo las inclinaciones malas». Algo de esto experimentó también San Pablo:
«Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, pero lo que aborrezco, eso
hago» (Rom 7,15).
El correctivo educa la voluntad, ahí está su eficacia. Con el tiempo los buenos propósitos
incumplidos hacen que la conciencia se haga más laxa. Como anota Schneider: «Las pequeñas
faltas contra la ley moral, que cometemos a diario la mayor parte de las personas, encierran el
peligro de que nos acostumbremos a oír las protestas de la voz de la conciencia, y éstas se oigan
cada vez más débiles y exciten cada vez menos el sentimiento de culpabilidad y el deseo de
penitencia»165.
Una mala costumbre bloquea la voluntad. Lo que intenta el autocorrectivo es liberarla de
esa cadena para que pueda seguir actuando. Del mismo modo que en el campo del entendimiento
cualquier falta debe subsanarse cuanto antes, porque su repetición la convertirá en un hábito
difícilmente reversible (pensemos en una errada pronunciación en el aprendizaje de un idioma o
en faltas de ortografía nunca corregidas), así también en el campo de la voluntad es preciso
165 La educación de sí mismo. Herder. Barcelona 1967, p.119.
corregir cuanto antes el fallo cometido. No se trata, por consiguiente, tanto de fortalecer la
voluntad como de desbloquearla del defecto que la tiene atenazada. Cuando un niño tiene los
dientes descolocados se le aplica el aparato corrector no en los riñones, sino en la boca. Del
mismo modo si una persona es irreflexiva o inconstante, ¿qué le soluciona quedarse sin postre o
ponerse dos jerseys en verano?
El correctivo es, de este modo, un medio educativo de innegable eficacia para que el
joven aprenda a autoeducarse, a crecer en humanismo, a pasar de la filosofía del tener a la del
ser.
Premio
Complemento ideal del correctivo es el premio, paso previo del autopremio. Esta técnica,
menos asimilada aún que la del autocorrectivo, no suele ser practicada por el educador. Con
frecuencia se confunde premio con regalo, del mismo modo que se identifica correctivo con
castigo.
El autopremio brinda al educando el equilibrio indispensable que su naturaleza y
psiquismo necesitan. «Premio y correctivo se armonizan y complementan plenamente en la
pedagogía que Cristo dejó en el Evangelio. No se puede mutilar esta pedagogía ni en uno ni en
otro sentido»166. Al educador le costará más premiar que corregir porque supone el ejercicio
heroico de la caridad, del mismo modo que resulta más difícil alegrarse con el éxito de un amigo
que entristecerse con su desgracia, o bien imitar los sentimientos de Cristo en la Resurrección
(«gracia para me alegrar y gozar intensamente...»167 que en la Pasión («dolor con Cristo
doloroso...»168.
El educador se verá siempre tentado de recurrir al fácil regalo, de índole crematística. El
premio, sin embargo, se ajusta a una situación concreta, no tiene por qué ser material o de
contenido económico, puede ser muy variado con lo que evita la rutina. Muchas veces será un
estímulo, una felicitación verbal, unas palabras de ánimo, una alusión a sus seres más queridos, a
sus ideales más nobles, etc. Así toma conciencia de sí mismo y podrá seguir adelante. Todo este
proceso necesita un adecuado conocimiento del educando por parte del educador.
La mayoría de los estudiantes no rinden con plenitud en su estudio porque no saben
descansar. Así también el joven que quiera educarse exclusivamente extirpando defectos y
aplicándose autocorrectivos, puede convertirse en un psicópata, un avaricioso de la propia
perfección que nunca alcanzará. No se trata sólo de arrojar lastre, sino de potenciar virtudes,
recuperarando energías gastadas, confiando en uno mismo, etc.
Una persona formada es la que en todo momento sabe lo que debe hacer. No dudará, por
ello, en incluir en su plan ascético personal no sólo el autocorrectivo, sino el autopremio
equilibrador. El educador debe conocer perfectamente los gustos del educando para saber tocar
en el momento preciso los resortes que le muevan a caminar hacia el bien.
Esta táctica alternante, ensayada durante años en marchas y campamentos, ha ido creando
esos hombres equilibrados, alegres y eficaces que necesita la sociedad actual.
Ejercicios espirituales
Pero la gran escuela troqueladora de hombres han sido los Ejercicios espirituales internos,
completados con el día de Ejercicios mensual. Estos ejercicios han resultado el medio más
adecuado para hacer pensar hondo. He reflexionado mucho en su éxito buscando las razones
humanas que han podido contribuir a ello, para brindarlas a cuantos sacerdotes y laicos quieran
utilizarlas. Ante todo, elección de una buena casa, totalmente fuera de la ciudad. Los primeros
Tentación fácil
El forjador de jóvenes debe ponerse en guardia contra una tentación que fácilmente asalta
al debutante: cree que tiene que estar diciendo siempre cosas nuevas, tocando temas variados,
para que el interés no decaiga. Dejarse llevar de esta idea, es la gran equivocación que explica la
esterilidad de muchos movimientos, la carencia de vigor de algunos procedimientos educativos.
El joven que vale, el susceptible de ser educado, está esperando que se le ayude a
reformarse. Esto no se conseguirá si no se le repite siempre lo mismo. Cada día habrá que
hacerlo de una manera nueva, es verdad, pero siempre habrá que estar recalcando lo mismo. Esta
insistencia tenaz es la que echa para atrás a muchos educadores que no saben insistir con gracia, y
prepararse cada día con ratos de reflexión y lectura nacional y extranjera, de la vida actual y de la
historia, para decir lo mismo de manera siempre nueva. En definitiva, la ley del mínimo esfuerzo
les lleva a estar continuamente cambiando de tema. Y al cabo de un par de años, se encuentran
defraudados al comprobar que no han formado un solo hombre.
El que siembra simultáneamente muchas ideas se expone a que no grane ninguna. La
cabeza y el corazón del joven son muy pequeños, por listo y capaz que sea. Y como ese corazón
se revuelve bajo hojarasca de pasiones, es muy difícil que penetre la luz si no se está iluminando
con constancia una misma idea.
Hay que escoger una idea fecunda, con variedad de aplicaciones a la vida, y estarla
repitiendo días, meses, años... y siglos si hace falta. Hay que ser realista, partiendo de esta base: el
ambiente está machacando precisamente la idea contraria a la que se trata de inculcar.
Únicamente triunfará ésta si se repite incesantemente.
Un ejemplo. Para inculcarles el desprendimiento y la austeridad de vida, para libertarlos
de la esclavitud del dios-dinero, hay que estar dando golpes hasta que la idea taladre su mente.
Entonces creerán a Pablo VI: «Todo derroche público o privado, todo gasto de ostentación
nacional o personal, se convierte en un escándalo intolerable»171, frente a pueblos enteros que
mueren de hambre o están insuficientemente alimentados.
Recuerdo a un gran educador de la juventud, que hizo escribir en los muros de un centro
de enseñanza: «Repetir, repetir, repetir». En esa palabra cifraba él la educación de la niñez. En
esa misma palabra está la de la juventud.
La habilidad del educador estará en revestir esa idea cada día de un envoltorio distinto:
una anécdota de actualidad, un hecho histórico, la frase afortunada de un gran hombre, etc. Hay
que guisar los mismos manjares con diversidad de condimentos.
En una tanda de Ejercicios inició su marcha ascendente hacia la santidad un muchacho
que hoy entrega su vida a la juventud, sin salir de su ambiente de trabajo, para llevar a Dios a sus
compañeros.
Perdido entre miles de empleados, comienza a trabajar a los diecisiete años. Ha pasado
cinco en un colegio religioso. Tiene una voluntad débil, pero también grandes ansias de ser
alguien. A veces le ilusiona el ideal de vivir sólo para los demás, pero enseguida la decepción:
¡imposible vivir a fondo mi fe!
Cada quince días, durante ocho meses, encuentra invariablemente en su mesa de trabajo
una octavilla, dejada por los militantes que trabajan en su empresa. Cada octavilla es una nueva
invitación para lo mismo: Ejercicios espirituales. «Aquellas octavillas —contaba más tarde— eran
atrevidas y parecían dirigidas a mí. Hablaban claro. Me hacían cisco». Tardó en ir a Ejercicios,
pero al fin no pudo resistir ante la insistencia de una invitación que llegaba dentro.
170 Ib.
171 Populorum progressio (23-3-1967).
Hemos podido comprobar un dato curioso y a primera vista increíble, para el novel
orador que lleno de fuego se presenta ante un auditorio. Él cree colombinamente, que todos están
pendientes de su palabra. Está pagando la novatada. No se da cuenta de que, aunque miran, no
oyen, porque la falta de control interior y el derramamiento al exterior en que habitualmente
viven, les impiden escuchar.
Aun utilizando la forma restringida de círculos de estudio con cincuenta participantes,
sólo una tercera parte, como mucho, se medio entera de lo que se dice. Las otras dos terceras
partes, aunque miran con los ojos muy abiertos, están pensando en la novia o en la que va a serlo,
en el partido del domingo, en el examen de dentro de ocho días, en el genio del jefe, en el mal
carácter de su padre. Escasamente llegan a un tercio los que medio captan la idea en todo su
alcance. Este tanto por ciento tiende a reducirse cada vez más, porque la vida moderna, sobre
todo en la ciudad, acostumbra al joven desde niño a vivir de impresiones, fuera de sí.
En cuanto esa tercera parte sale a la calle y ve ejemplos contrarios a las ideas captadas,
más de la mitad se olvida de lo aprendido. Ese ambiente va a estar actuando sin descanso durante
ocho días consecutivos, y las propias pasiones se encargarán de entenebrecer las ideas por claras
que sean si no agradan. Cuando a la semana te vuelves a reunir con los cincuenta, e insistes en la
misma idea, tú sufres la ilusión de que te repites, de que les vas a contar lo mismo, cuando en
realidad para ellos es casi totalmente nuevo, si tú te preparas con reflexión y lectura para
adobarlo de otra forma.
Coherencia de vida
Ejemplo imitable
Santa intransigencia
Sin alharacas, con naturalidad, sonriendo, pero firme cuando lucha por la verdad, se gasta
el cristiano. Da la cara, hace frente, sabiendo que lo que cuenta no es la victoria sino el ánimo con
que luchamos.
Menéndez y Pelayo a los veinticuatro años es un ejemplo. Se celebra la clausura de los
actos del centenario de Calderón. Es el 30 de mayo de 1881. Los profesores españoles ofrecen a
sus colegas extranjeros un banquete. A la hora de los brindis, un francés se permite un
extemporáneo recuerdo a Ferry, autor de la legislación docente laica. Fue la gota de agua que
colmó la paciencia de Menéndez y Pelayo. Ante comensales enteramente hostiles influidos por la
crisis ideológica que atravesaban los países latinos, se levanta a hablar desafiando a todos, sin
excluir a Giner de los Ríos y sus compañeros de la Institución Libre de Enseñanza.
Su intervención fue comentadísima por la prensa y en los círculos intelectuales.
Atacadísimo por todas partes, se defiende con estas palabras en el homenaje que días después
rindió a su valentía intrépida el Círculo de la Unión Católica: «¿No es deber de todo católico
confesar públicamente su fe en viéndola atacada? ¿Quién de vosotros, tomada la palabra, hubiera
dejado de hablar como yo hablé, ensalzando todas las grandes ideas del siglo de Calderón, y
volviendo por la honra del gran poeta que servía de pretexto a tales profanaciones?»
Santa intransigencia como la de S. Pablo con los corintios. Mientras más se considera la
debilidad de estos catecúmenos primerizos, niños todavía en la escuela de Cristo, mejor se admira
la pedagogía del Apóstol: Es paciente y sabe perdonar, pero desde el primer momento es
intransigente.
Tienes que aprender el arte de no plegarte como esos malabaristas de la política o del
buen vivir que todos conocemos. Paulet fue uno de ellos. Con tal de ocupar altos cargos, a todos
trataba de complacer: al inmoral Enrique VIII, al impío Eduardo V, a María Tudor, a Isabel de
Inglaterra. Le preguntaban cómo se las arreglaba. Con cinismo descarado respondía: Siendo
siempre sauce, nunca encina. Tú tienes que ser encina, no sauce. Flexible, sí, pero no voluble. El
ejemplo de Pöe, otro político inglés, tampoco es el tuyo. Le preguntaban cómo mantenerse en el
favor de todos. Respondió: no diciendo nunca que no.
Hay algunos que parecen prudentes porque no hacen imprudencias. En realidad es que
no hacen nada. Otros parece que triunfan en el apostolado, porque con erasmismo
condescendiente con todos coquetean. En realidad, fracasan. Aunque arranquen el aplauso, no
convierten a nadie. No se deciden a morir por la mística locura de reflejar al Cristo del Calvario,
en un martirio lento y solitario.
Toma a Balmes por modelo. Adopta una actitud valiente defendiendo a Pío IX. En 1846,
al subir a la sede de S. Pedro, dicta el Papa normas democráticas para liberalizar el gobierno de
los Estados pontificios. La reacción de los intransigentes absolutistas españoles y la persecución
que entablan contra el gran filósofo fueron tan crueles que amargaron su vida y aceleraron su
muerte a los treinta y seis años, cerrando su vida con su inmortal obra Pío IX.
Audacia
Doble actuación
ESCUELA DE CONSTANCIA
Una objeción
Pero esta táctica —dirá alguno— es expuesta. Los jóvenes, arrastrados por la fogosidad
de su carácter, desprovistos de experiencia, cometerán imprudencias, injusticias quizá.
Concedido. Pero para esto está el educador: para hacer caer en la cuenta, después de las
actuaciones, de los errores cometidos; mejor, para que los descubra el mismo educando. Pero de
eso no se sigue que no tengan que actuar. Creer que se puede actuar o hacer actuar a otros sin
equivocarse nunca, es ilusión. Esperar a que pase la corriente para cruzar el río, sería ridículo.
Hay que lanzarse a vadearlo, exponiéndose.
Se insiste: pero es que el joven carece del tacto necesario para actuar con discreción. Por
tanto —es la conclusión de los que así piensan—, lo prudente es darlo todo hecho, milimetrado.
Eso es lo prudente para hacer niños a perpetuidad, para condenar a los hombres a ser párvulos de
por vida, o para que, hartos y aburridos, se nos vayan los mejores en busca de quien los forme
como hombres.
Es verdad que la juventud carece de ese tacto. Ya lo adquirirá si actúa. Para eso está el
educador: para enseñarle a adquirirlo, no para incitarle a que no actúe en vista de los peligros que
tiene la acción.
Hablemos con sinceridad. La verdadera razón que impide al educador lanzar a sus
jóvenes a la acción militante y audaz no es esa. La realidad es que esta táctica exige en el forjador
muchos quebraderos de cabeza, muchos malos ratos, muchos momentos de expectativa
anhelante, saber arrostrar el fracaso y no envanecerse en el triunfo, soportar una tempestad de
contradicciones del enemigo y, lo que es más sensible, de amigos, incluso entre eclesiásticos.
Ante esa ofensiva coaligada vale más invocar los cauces trillados y cómodos de una falsa
prudencia y contentarse con seguir incubando niños inoperantes, al margen de las «gigantescas
necesidades de la época actual»179. «Los tiempos son graves y, sin necesidad de que se proclame
con solemnidad, pueden revelarse como decisivos. Guardémonos de ser perezosos, lentos,
indignos hijos del Evangelio y de la Iglesia»180.
Miedo o despiste
Hoy como ayer, y mañana como hoy, la juventud ambicionará siempre, a pesar de las
apariencias, lo eterno, divino, trascendental.
A veces oímos decir: «Se podía trabajar con los jóvenes así, ¡en otros tiempos!
Actualmente los jóvenes están hastiados, alérgicos a las realidades de la Fe...» Estas palabras me
recuerdan siempre lo que oí en 1949, cuando nacía en Madrid una obra cristiano-social con la
juventud. Algunos comentaban: «Los jóvenes no son ahora como en 1939, al acabar la guerra.
Han pasado diez años, han cambiado mucho, ya no se les puede exigir tanto».
Me acordé entonces, sin querer, de mis años universitarios. Al surgir la Confederación
Nacional de Estudiantes Católicos, del 20 al 30, se decía algo parecido: «Los jóvenes ahora no
son como antes de l919. Es una generación completamente distinta. Son indiferentes a la religión,
inestables, indisciplinados, amorfos, rehuyen, se rebelan contra todo. Cualquier distracción los
absorbe...»
Estos augurios no se realizaron. La vida cristiana en aquella juventud se despertó. Surgió
poderoso un movimiento de cristianización en la Universidad y en los centros laborales. Se formó
a los jóvenes desde dentro, estimulando en ellos el deseo interno de ser más auténticos y
profundos. En el fondo de cada uno de los jóvenes entonces, y ahora, está amaneciendo siempre
un ideal que hay que ayudar a despertar. El apóstol no se detiene en las apariencias. Como Cristo,
con la luz de la gracia, lee en los corazones.
Cierto, los jóvenes hoy viven en un «mundo que los aturde con su ruido, los fatiga con su
perpetua inquietud, los desorienta con su relativismo respecto de la verdad y el error, el bien y el
mal; los encandila con su policromía, los envilece con su vulgaridad, y los encadena con su
lujuria»182. «Golpeados» por la televisión, sometidos a incesantes ruidos explosivos, solicitados
182 Pío XII, 10-9-1953.
con fuerza en todas las direcciones, conservan, sin embargo, profunda capacidad de lo divino.
Son potencialidades que hay que descubrir, purificar, activar.
La juventud tiene necesidad siempre de despertadores. Está deseándolo. Descubrir y
formar a esos jóvenes supone paciencia y valentía para dialogar con ellos, y decirles: «Tengo la
Verdad, tengo lo que te falta y lo que tú esperas. Tengo la fórmula para interpretar tu vida, para
darle belleza, alegría y fuerza, para multiplicar tus recursos y facultades, situándote en la realidad,
en el centro de la gran hipótesis de la existencia humana. Puedo hacerte caer en la cuenta que la
vida es una gracia inmensa que no tiene precio»183.
Un militante de 15 años me contaba su actuación en el instituto: «A mitad de la clase
entra uno de los conserjes con una escalera y un martillo; tras saludarnos correctamente se acerca
a la pared en que está colocado el crucifijo y una estampa de la Virgen María, coloca la escalera y
ayudándose del martillo retira el crucifijo ante la perplejidad de los presentes. Baja de la escalera y
cuando se dirige a la puerta me levanto, me interpongo en el camino y le pregunto:
— ¿Qué va a hacer con el crucifijo?
— Acaba de llegar una orden ministerial por la que deben retirarse los crucifijos de todas
las aulas —responde con cara de pocos amigos—.
En la clase se ha hecho un silencio sepulcral y la misma profesora permanece a la
expectativa.
— Perdone, —le digo—, pero para mí significa más el crucifijo que la supuesta orden
ministerial. Le ruego que vuelva a colocarlo en su sitio.
— ¡Ni hablar!; yo cumplo órdenes.
Entonces —insisto— enséñenos por favor la orden o ese crucifijo no sale de aquí.
Como parecía no existir la orden, me entrega el crucifijo y exclama:
— ¡Toma! Si quieres colocarlo, hazlo tú.
Y mi profesora añade:
— Deja que se marche el bedel.
Puesto que sólo deseaba volver a colocar el crucifijo en su sitio y estaba convencido de
que gran parte de mis compañeros también, tomo la escalera, lo coloco en su sitio y devuelvo la
escalera al bedel, que inmediatamente sale de clase. La mayoría de mis compañeros acuden
entonces a felicitarme, y también la profesora, quien me asegura que ha estado a mi favor durante
la intervención.
Después me enteré de que lo de la orden ministerial era un ardid del bedel para retirar los
crucifijos sin contar con nadie. No intentó retirarlos en ninguna clase más, pues al parecer la mía
fue la primera y tras las dificultades encontradas no se debió sentir con ánimos para proseguir.
En los ejercicios espirituales que había realizado pocos días antes y en la comunión de esa
misma mañana encontré las fuerzas y la gracia de Cristo para defender su presencia bajo un signo
sensible en mi centro de estudios».
Educación en la fe
Granítico tesón
Hogares-Escuela
Una de las realizaciones que mejor resultado han dado para forjar la constancia de los
jóvenes han sido los Hogares, concebidos no como simples fondas cristianas, sino como
auténticas escuelas de formación de hombres, cristianos y educadores españoles.
Esos Hogares-Escuelas tenían las siguientes características:
1. Autogobierno. Jóvenes de dieciséis a veinticinco años son capaces de elaborar, cumplir
y hacer observar un programa formativo de vida de familia, de admitir o expulsar. No necesitan
un clérigo viviendo con ellos. Basta con que desde fuera, mediante una acción orientadora y
teledirigida, se influya. Si el clérigo es quien hace y deshace, quien convive a todas horas con
ellos, automática y fatalmente los jóvenes se inhiben, no actúan, no consideran la obra como suya.
Pasa con el hogar lo que sucede en los centros de enseñanza llevados por religiosos sin
criterio formativo de hombres: los alumnos aprecian quizá ese centro porque profesionalmente les
forma bien, pero se desentienden totalmente de él, porque saben que allí no pintan nada, que se
les trata como infantes, que todo movimiento responde a una armonía preestablecida por los
directores, que prescinde totalmente de los laicos, por estimar apriorísticamente que nada pueden
ni deben aportar al gobierno.
2. Austeridad y orden. Un horario para estudiar, trabajar, levantarse, comer. A esos
Hogares vienen jóvenes que, teniendo familia en la propia capital, comprenden que necesitan ser
educados. Un botones de catorce años me decía: «Padre. Mis padres son muy buenos, pero no
me educan. Quiero venirme al hogar para forjarme».
Me fui a ver al Director General del Banco en que trabajaba. Le propuse la creación, con
motivo del año centenario de esa institución de crédito, de dos becas para botones de cualquier
192 Domenzain, El Japón, su evolución, Mensajero, (Bilbao 1942) p. 242.
sucursal de España que quisieran formarse en el hogar. Hombre inteligente y cristiano, aceptó, y
se crearon las becas.
Como hay que partir de la base de que, salvo excepciones, la familia natural con
frecuencia no educa, sino que positivamente deseduca, es necesario crear una tupida red de
Hogares-Escuela que formen a nuestra juventud.
Austeridad sin detalles de comodidad o lujo que cultive la molicie. Austeridad, con lo
necesario para trabajar, estudiar, convivir familiar y alegremente, pero sin remilgamientos que
enervan la voluntad. Austeridad que troquele caracteres.
Una persona muy destacada en el campo de la investigación me decía una frase, quizá un
poco exagerada, pero que en el fondo contiene una gran dosis de verdad: «Hace unos ochenta
años no teníamos en España un Consejo de Investigaciones Científicas y, sin embargo, había
investigadores: Ramón y Cajal, Torres Quevedo, etc. Hoy que tenemos mayores facilidades, hay
menos investigadores. Y es, Padre, que las muchas facilidades embotan la voluntad. Por eso me
parece magnífico su programa de Hogares-Escuela».
3. Mezcla de clases. La convivencia de empleados, obreros, universitarios, dentro de un
mismo Hogar-Escuela, es indispensable para forjar entre ellos conciencia de verdadera
hermandad cristiana. Sólo así se conocerán, se apreciarán, quedarán vinculados para toda la vida.
Y cuando luego en la misma Empresa se encuentren ingenieros, economistas y abogados con
empleados y obreros, sabrán tratarlos, pondrán en sus relaciones ese calor humano, que es lo que
más echa de menos el trabajador en el seno de nuestras empresas.
Una encuesta interesantísima, realizada por la Asesoría Social del INI entre miles de
trabajadores, delató hace años la falta de ese clima humano. Es verdad que muchas instituciones
en España se están preocupando de divulgar la doctrina social cristiana, pero son muy pocas las
que utilizan el mejor procedimiento para ello: poner en contacto permanente en centros de
enseñanza, Hogares, campamentos, diversiones, etc., a las distintas clases sociales.
La palabra agradecida del jefe hacia el que trabaja a sus órdenes desencadena milagros.
Nada entenderemos de la cuestión social si pensamos que el binomio trabajo-capital se armoniza
sólo con mejoras económicas. Ante todo es problema de relaciones humanas.
El rey Alberto de Bélgica desciende a una mina. Interroga a un minero: «¿Deseas algo
para ti, para tus compañeros de trabajo?» Espontánea y altiva, surge inmediata una respuesta:
«Señor, que se nos respete».
Hay que derrocar una mentalidad de siglos, taladrar un dique de muchos metros de
espesor, enfrentarse con padres de familia cargados de prejuicios burgueses y —¿por qué no
decirlo?— anticristianos. No todos los educadores tienen agallas para lanzarse por este camino.
Camino reclamado a una por el Evangelio, y por el más elemental instinto de conservación, si
queremos extirpar de raíz el odio de clases, que, descontando el inevitable tanto por ciento de
envidia, «raíz de infinitos males y carcoma de virtudes» (Cervantes), procede en gran parte del
mutuo desconocimiento, de la falta de convivencia.
Esta mezcla hay que hacerla, sobre todo al principio, por dosis homeopáticas, eligiendo
muy bien los que han de integrar la familia de residentes. A todos debe unir un ansia de
superación, tomar el estudio y el trabajo como algo más que un medio de vida. Por ósmosis irán
influyéndose unos a otros.
Los universitarios quedarán sorprendidos al encontrar entre empleados y obreros tipos
humanos de valía superior a la suya. Estos, aprenderán de aquéllos todo lo bueno que el ambiente
cultural y universitario comunica, esa mayor abertura y flexibilidad, ese dominar el mundo de las
ideas para lanzarse después con ímpetu arrollador sobre la vida de cada día, tratando de
plasmarla, orientándola, haciéndola fecunda para los demás.
Lo que venimos diciendo no es una teoría. A lo largo de unos siete lustros ha venido
funcionando en Madrid y otras provincias.
En cierta ocasión hablaba con un catedrático de Universidad. Le explicaba la manera de
llevar los Hogares-Escuela. Me decía:
—Padre, ¿por qué no extiende usted esa experiencia al campo universitario?
—Lo he pensado alguna vez, le contesté. Nuestros clásicos Colegios Mayores que se han
pretendido resucitar, hasta ahora sin lograrse, apuntaban precisamente a eso: formar hombres,
españoles, cristianos, educadores. En aquellos Colegios funcionaba el autogobierno, la
austeridad, la mezcla de clases.
Me decidí poco tiempo después y surgieron varios hogares universitarios en diversas
provincias, e incluso alguno para bachilleres, edad en la que empieza a madurar el hombre y se
prepara el futuro universitario. En ellos he seguido las líneas comenzadas con los empleados.
La formación del hombre se concreta en tres virtudes fundamentales: responsabilidad,
reflexión y constancia. La formación cristiana tiene tres características distintivas:
— sigue siempre directrices pontificias.
— es marcadamente laical.
— no se ocupa tanto de multiplicar ritos, cuanto de potenciar una mentalidad de acción.
La formación de educadores mediante una autueducación orientada y dirigida es el tema
más difícil, porque les cuesta mucho aceptar la corrección y más aún la autoeducación.
Un punto muy importante es la personalización de la educación. Es un sueño creer que el
hogar funciona sólo con un ambiente de exigencia (funcionará al 30%). Se observa
inmediatamente:
a) heterogeneidad de caracteres: tantos como personas.
b) diferencia de nivel educativo entre el nuevo y el veterano. De acuerdo con esto, se
deben exigir distintas metas y responsabilidades por diversos caminos.
Esto es lo más bonito, pero lo más costoso porque:
— a veces el educando no se abre y se limita al trámite burocrático. No quiere ser
educado.
— a veces no gana el educador su confianza y no hay motivación sobrenatural.
Estos Hogares-Escuela están montados no con el interés crematístico de albergar varios
centenares para que rinda económicamente, sino con el objetivo de troquelar una minoría en plan
de vida de familia, incompatible con una cifra elevada de residentes. En ellas se consigue educar
la constancia del joven si se aprovechan todos los detalles de la vida diaria, para acostumbrarle a
contrariar gustos y caprichos.
Hay que hacerles romper su concha de egoísmo, sacrificando en aras del bien común del
Hogar-familia sus particularismos. El hogar es una familia, numerosa pero familia. Es una Patria
en pequeño. En ella todos tienen que alumbrar una vida nueva, la vida de comunidad. Esta vida
sólo florecerá si cada uno vive, no para sí, sino para los demás. En otros términos: hay que
hacerles sufrir y gozar al mismo tiempo, para que se acostumbren a experimentar la alegría de
darse a los demás. Cuando no sepan ya prescindir de ella, se hacen constantes en la línea del
cumplimiento del deber en bien de sus hermanos.
Esta vida de familia se fomenta además mediante tertulias diarias (todas las noches se
reúnen durante media hora los componentes del hogar para contarse las incidencias del día y
enriquecerse mutuamente. No más de quince para lograr la intimidad).
Actividades de diversa índole que les hagan salir de su egoísmo potencian la vida de
familia e incrementan la responsabilidad personal: conferencias, liguillas deportivas, mural
universitario, lectura en el comedor, audiciones musicales, visitas culturales, excursiones, visitas a
enfermos y presos.
Así, en estos Hogares, mitad familia, mitad escuela, se han ido forjando esos hombres que
reclama el Vaticano II. De ellos han salido muchos que con «sus obras, preces y proyectos
apostólicos, su vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso de alma y cuerpo, las
molestias de la vida», se han convertido en «hostias aceptables a Dios por Jesucristo»193.
Los hogares así llevados han desencadenado esas conversiones. Los residentes se van
transformando, poco a poco, de gente en personas, de niños en hombres, de paganos de la calle
—aunque estén bautizados— en cristianos del Evangelio. En todas las latitudes se constatan los
mismos resultados, si la mística evangélica de exigencia amorosa vivifica esos hogares. Sólo un
ejemplo arrastra.
En Tokio funcionó durante 20 años un hogar de 60 alumnas procedentes de todo el
Japón. La Escuela Universitaria de Farmacia había fundado una residencia femenina. Una seglar,
Reiko Tatebayashi, es designada como directora. Deliberó mucho tiempo antes de aceptar, pues
sabía que su cargo no era nada cómodo, pero consciente de su deber bautismal, acepta dirigir ese
hogar que en abril de 1951 abría las puertas con el nombre Sakiragi Ryo (Pensionado del
Cerezo).
Los comienzos fueron tormentosos. Las jóvenes de la posguerra no eran tan maleables
como las que la directora había conocido como profesora enseñando en diversas Escuelas.
La directora, desde el principio, se mostró como católica convencida. No estaba allí sólo
para dirigir la casa. Una tarea educativa tenía que asumir respecto de cada una sustituyendo a la
madre ausente. La fe católica era todo para ella, pero se abstenía de empujar a nadie al
cristianismo. Amaba a sus hijas como una madre y les hacía comprender a todas con sus consejos,
y más aún con su vida, que sólo el Evangelio podría hacerles descubrir el sentido de la vida para
ser en su día mejores esposas y mejores madres.
Las aptitudes intelectuales de las estudiantes superaban la media, pues no habrían
ingresado en la Facultad de no tenerlas. En el aspecto religioso sus almas parecían un desierto.
Algunas tenían parientes fervorosos budistas, pero la casi totalidad carecía de convicción religiosa
personal. Nada sabían del Evangelio, no tenían el menor interés por informarse sobre una religión
de importación extranjera.
La casi totalidad podían suscribir la afirmación de una, hoy católica fervorosa. «A mi
llegada a la residencia no sabía nada del cristianismo. Me mantenía indiferente, pero la sola
palabra 'religión' evocaba en mí algo triste, taciturno [...] Para mí la religión era algo
anticientífico, un refugio donde los débiles buscaban amparo sin encontrarlo. No sentía necesidad
de ninguna religión».
Los primeros años para la directora que soñaba compartir su fe con sus jóvenes, fueron
crucificantes. Se da cuenta, como nunca antes lo había experimentado, de que el apostolado en
ese ambiente choca con dificultades insuperables para la debilidad humana, pero su fe se
sobrepone. Esboza una pedagogía que precisó en los años sucesivos, pero sus líneas maestras las
mantuvo más de 25 años.
Los puntos clave de su mística educativa fueron: Fe inquebrantable en la omnipotencia de
la oración personal, e importancia del ejemplo de vida antes que las palabras.
Les enseñaba —siendo aún paganas— a hacer oración a su manera, a vivir Evangelio
aunque fuese de manera muy elemental. Los hombres de hoy, y más los jóvenes, son alérgicos a
la teoría. Lo que ellos quieren es lo real y tangible. Si viven una experiencia exultante se dan
cuenta de que su vida adquiere una nueva dimensión. Descubren por experiencia la alegría de
olvidarse de sí para servir a los demás. Reiko se encontró sola entre sesenta estudiantes extrañas
a la fe. Comprendió enseguida que perdería el tiempo tratando de catequizarlas. Con paciencia
infatigable les inculca por todos los medios la humildad, la unión fraterna auténtica, la oración.
En los detalles de la vida es donde se siente misionera que actúa su bautismo. Es muy
exigente, y no teme poner el dedo en las llagas más sensibles. Si una estudiante se muestra egoísta
ante las necesidades de sus compañeras, la corrige con firmeza. Una de ellas, hoy católica, nos
dice: «Nunca en mi vida me habían reprendido con tanta severidad. Entonces lo consideré como
muy duro pero, al evocar ahora ese recuerdo, comprendo que esa corrección estaba inspirada en
el amor».
El esfuerzo de la directora poco a poco va cristalizando en realidades. Residentes aisladas
empiezan a mostrar interés por el cristianismo. Un número mayor se esfuerza por olvidarse de sí
para agradar a las demás. La humildad, la caridad vivida —tienen a sus ojos el ejemplo de Reiko
—, se convierten en el ideal de las mejores. Esas jóvenes que aún no tienen más que ideas muy
vagas acerca de Dios, comienzan a orar a su manera. Una estudiante de cuarto año recibe la
primera el bautismo en la Navidad de 1959. Sus mejores amigas la felicitan y se alegran con ella.
Tres años transcurren y en 1962 tres estudiantes más se bautizan. Cinco lo harán al año
siguiente y ya, en cadena, cuatro o cinco bautismos será la media anual. En la Pascua de 1971 una
alegría inmensa corona los esfuerzos abnegados de Reiko. Seis de sus estudiantes se bautizan en
Tokio.
En una región del Japón, la madre de una antigua alumna fue bautizada en esa misma
Pascua al mismo tiempo que su primer hijo. El padre y la madre de otra —hoy de tres hijos—
también se bautizaron en Nigata.
Nunca se sabe el bien que hacemos cuando renunciamos al egoísmo. Reiko se esforzaba
en mantener contacto con todas cuando abandonaban el hogar. La semilla que sembraba en
aquellas estudiantes germinaba a veces años después. Algunas se convertían antes de casarse, y
tras ellas el marido, el padre, la madre o el hermano.
Marchas y campamentos
Disciplinados, alegres, marciales, con sus himnos y rítmicos movimientos, sus plegarias
entre bosques y montañas, con su vida de escuadra al detalle, las marchas y campamentos obligan
al acampado a ejercitar la constancia venciéndose a sí mismo.
Se multiplican las ocasiones para que el participante, por primera vez en su vida —y quizá
por desgracia también la última—, se encuentre en coyuntura favorable de empezar a ser hombre
y educador cristiano.
A través de los pequeños detalles el acampado descubre que «ser montañero representa
renunciar a una vida cómoda y blanda y afrontar muchas horas de esfuerzo y superación; [...]
significa marcha y ascensión, hacer frente a las asperezas y a las inclemencias del tiempo, pero
también disfrutar de la belleza de los paisajes. Ser montañero [...] es una escuela de vida donde
aprendéis y practicáis generosidad, solidaridad y compañerismo, dominio de vosotros mismos,
sentido de iniciativa y riesgo. Más aún es un modo de descubrir a Dios en las maravillas de su
creación»194.
La educación de la constancia se consigue lentamente, utilizando —entre otros— los
siguientes resortes:
1. Exigir sistemáticamente al acampado una serie de actividades que le saquen de su
egoísmo, poniéndole al servicio de sus hermanos de escuadra.
2. Hacerle capaz de guardar silencio en tiempos determinados (descanso nocturno,
oración y, sobre todo, en las marchas).
3. Aficionarle a rendir culto al detalle: puntualidad, orden (dentro y fuera de la tienda),
disciplina.
4. Persuadir al jefe de campamento de que el criterio para la valoración de las escuadras
sea la regularidad y constancia de los acampados. Claro es que todo ello supone jefes de escuadra
y militantes capaces de olvidarse totalmente de sí mismos, y vivir para los demás. A eso se les
enseña en marchas y campamentos. Al principio obligándoles suavemente, hasta que ellos
mismos, al sentir la alegría del darse a los demás, lo hacen espontáneamente. Así, a lo largo de
unos cuantos años, se han formado multitud de hombres que se han entregado a Dios en vida
religiosa, contemplativa o en la vida consagrada en el mundo, en el sacerdocio o en el
matrimonio, para ser educadores y padres de nuevas generaciones.
195 Abelardo de Armas, Estar 72, octubre 86, sección «Agua viva».
196 10-9-1953.
197 Abelardo de Armas, Notas de verano (escritos inéditos) p.57.
jóvenes en movimiento continuo, en constante agitación apostólica. Sin darme cuenta, me dejé
traicionar por la vanidad. Entregado de corazón a la salvación de almas, quería que la obra se
notara al exterior, que hiciera ruido, olvidando que «el bien no hace ruido, y el ruido no hace
bien».
Sin pretenderlo ni quererlo, el sacerdote novel se busca a sí mismo, más que a Dios, en la
redención de sus hermanos, que como toda liberación ha de ser lenta, uno a uno, como la de los
primeros cristianos.
Hace tiempo leí la biografía de José Timon David. Al recordar sus comienzos apostólicos,
termina con una profunda reflexión que me impresionó.
Durante aquellos primeros años, había participado en la obra de otro sacerdote francés,
M. Jullien. Era un apostolado de tipo masivo, descuidando la formación de hombres.
«Allí fue donde comprendí —concluye Timon David— que el centro de juventud debe
abominar del ruido y la bullanga, del renombre prematuro y ficticio, tras del que muchos corren
en cuanto comienzan a trabajar. El principio debe ser de poco volumen y regulado por una
exacta disciplina. De lo contrario, irá perdiendo en profundidad lo que gane en extensión. Mi
triste experiencia de entonces me ha hecho volver de continuo a las fuentes conforme iba
avanzando, porque nuestra pobre naturaleza nos lleva siempre a buscar el brillo externo, y sólo
la gracia nos enseña a ocultarnos»198.
Es cierto que en el primer momento, cuando un joven se convierte a Cristo, para
mantenerlo en su decisión de entrega a El, es necesario en muchos casos lanzarle a la lucha
continua por la conquista de los demás. Haciéndolo, se le enseña a sacrificarse por Cristo
en sus hermanos.
Al sufrir por El le conoce mejor, va entusiasmándose con la tarea redentora. Por otra
parte, en actividad continua se disipan las imaginaciones impuras que antes asediaban, triunfa
fácilmente de sus tentaciones. El novel militante se da cuenta de que así tiene que comenzar la
reeducación de un pagano que se hace neófito para empezar a vivir en cristiano.
Esta actividad le hace caer en la cuenta de que es «responsable», como diría Pablo VI.
«Palabra tremenda, dinámica, inquietante, llena de energía —sigue diciendo el Papa—. Quien la
comprende, no puede quedar indeciso e indiferente. Se da cuenta de que esa palabra cambia el
programa mezquino, burgués acaso, de su propia existencia. Palabra que inyecta un dinamismo
especial en las almas que la comprenden»199.
Todo esto es cierto. Se debe hacer al principio. La tentación consiste en prolongar este
estadio que debe ser transitorio, y convertirlo en definitivo. Ahora lamento haberlo prolongado
durante más de siete años, sin darme cuenta de que para los mejores, para esa minoría que
realmente arrastrará a los demás, la etapa de la acción trepidante es sólo fase previa para derrocar
el egoísmo y empezar a llenar la vida propia de contenido útil para los demás.
El joven que se va entusiasmando con Cristo, encontrado y vivido en la Virgen, que le va
conociendo mejor en la oración y en el sufrimiento, pide algo más. Surge en él un deseo cada vez
más vehemente: consagrar no ya unos años, sino toda su vida a Cristo en los demás.
Y esto quizá sin salir del mundo, sin abandonar la profesión, sin hacerse clérigo, para
salvar más fácilmente a sus hermanos, que quizás huirían de él si fuese sacerdote.
— Tú, que me hablas así —decía uno a un militante que le invitaba a confesar después de
diez años—, ¿por qué no te haces cura?
— Si me hiciera cura, seguramente no podría hablar contigo con la misma libertad.
Una obrera de veintidós años, me decía: «Padre, quiero consagrarme a Dios para salvar al
mundo». Y cuando yo esperaba que me añadiese que quería hacerse monja, dice: «Pero quiero
consagrarme sin tocas ni rejas, sin hábitos, sin clausura. Todo eso lo llevaré en mi corazón, por
dentro, para ser sólo de Jesús y la Virgen. Al exterior, como una de tantas obreras, para poder
conquistarlas a todas para Ella».
198 León Carrouché, Un precursor, José María Timon-David Juan Flors (Barcelona 1961) pág. 63.
199 Frascati 1-9-1963.
Y radiante de alegría me añadió: «Y tengo una amiga de mi misma edad que trabaja en un
Banco y piensa hacer lo mismo que yo».
A veces el joven ni siquiera piensa en una consagración a Dios en un Instituto Secular, sin
dejar de ser laico. Dios le inspira sólo ser cristiano coherente en su profesión. Y entonces exige
que el educador sepa orientarle y no olvide unas palabras de Pío XII: «La Patria y la Iglesia piden
hombres que en el ejercicio de su profesión huyan de la mediocridad y tiendan a aquella
perfección que exige de todos la labor de reconstrucción después de tantos desastres»200.
En todos estos casos el papel del educador es claro: inculcar a los jóvenes una idea, que
al militante le costará mucho asimilar. Entusiasmado por la vida activa que lleva y por los éxitos
de su apostolado, en el fondo más aparentes que reales, no la capta con facilidad.
Esta idea es: la manera más eficaz de influir a la larga en la empresa redentora de Cristo,
es la ejemplaridad alegre en el cumplimiento del deber. Y como esto supone ser competente en
la profesión o trabajo que se realiza, hay que entregarse a fondo a la ardua y monótona tarea de
vivir en catacumbas una serie de años. Hay que capacitarse con el trabajo y el estudio para
asumir responsabilidades en la Política, la Enseñanza, la dirección y mandos intermedios de las
empresas. Así se cubrirá la línea estratégica y decisiva de los hombres que necesitan la sociedad y
la Iglesia, «hombres de fe fuerte y firmes convicciones», pues «en los grandes conflictos de ideas
que hoy agitan la sociedad no hay sitio más que para los espíritus fuertes e irreductibles»201.
Esta idea, repetimos, le cuesta mucho asimilarla al joven militante. No es extraño.
Encandilado por los éxitos, más bien aparentes, de su apostolado activo: halagado por la vanidad
—sin él darse cuenta— del mando, del verse obedecido; zascandileando de una parte para otra en
actividad continua, le cuesta extraordinariamente encerrarse en una vida oculta de trabajo y
estudio, vivir de fe pensando que la redención de los hombres —aunque realizada definitivamente
por Cristo— está vinculada por voluntad de Dios a la inmolación propia, en prolongadas horas
subterráneas de vida gris y monótona.
Un día providencial del verano de 1954, año mariano, Ella, sin duda, iluminó la
experiencia de mis doce años de sacerdocio, empleados en formar jóvenes. Descubrí que muchos,
excelentes y abnegados militantes durante años, fallaban precisamente por inconstancia. Tenían
gran corazón, capacidad extraordinaria de entrega, incluso superabundancia de medios de
santificación.
Entonces pensé: la excesiva actividad exterior con la variación casi continua de
quehaceres, ha producido en estos jóvenes resultados favorables de gran importancia, pero les ha
impedido troquelar su constancia en la cantera fecunda del estudio y del trabajo. Aunque hacían
oración y larga oración, ésta necesariamente era superficial y dispersa, como la variedad de
actividades que a lo largo del día les absorbía, sin dejarles momento de reposo. Comprendí mi
error.
Empecé a enderezar el timón lentamente, como se debe hacer siempre que se impone un
cambio de trayectoria.
Primero apareció el grupo de militantes- estudiantes, es decir, jóvenes cuya milicia al
servicio de la Virgen consistía en estudiar varias horas en las tardes de sábados y domingos. No
todos, engolosinados como estaban con la acción, comprendían cómo pudiesen llamarse
militantes quines a su juicio no militaban, y se entregaban —renunciando a la lucha, según ellos—
a la tarea cómoda de pasarse unas horas ante los libros o resolviendo problemas. Confieso que
me costó mucho ir metiendo esta mentalidad.
Un año después surgió una nueva idea: un cursillo de siete meses fuera de Madrid para
inculcar hábitos de constancia, orden, disciplina. Y sobre todo, para que asimilasen la idea de que
esa vida era más fecunda para la Iglesia que la que llevaban hasta entonces, precisamente porque
en esos meses de Nazaret se buscaban menos a sí mismos y sólo pensaban en imitar a Jesucristo
para agradar a la Virgen.
208 Pijoán M., D. Francisco Giner, Costa Rica, 1927, pág. 51.
209 Pío XII, Exhortación por un mundo mejor, 10-2-1952, 9.
210 Juan Pablo II en Zaragoza, Avda. de los Pirineos, 10-10-1984, 6.
211 Ib.
212 II Sínodo extraordinario de Obispos, 8-12-1985, II, BAC (Madrid 1985) p.13.
V
CONCLUSIÓN-RESUMEN