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33 razones para leer...

y más
Para vivir más
Para detener el tiempo
Para saber que estamos vivos
Para saber que no estamos solos
Para saber
Para aprender
Para aprender a pensar
Para descubrir el mundo
Para conocer otros mundos
Para conocer a los otros
Para conocernos a nosotros mismos
Para compartir un legado común
Para crear un mundo propio
Para reír
Para llorar
Para consolarnos
Para desterrar la melancolía
Para ser lo que no somos
Para no ser lo que somos
Para dudar
Para negar
Para afirmar
Para huir del ruido
Para combatir la fealdad
Para refugiarnos
Para evadirnos
Para imaginar
Para explorar
Para jugar
Para pasarlo bien
Para soñar
Para crecer
¿Se te ocurre alguna otra? Envíanosla y la incluiremos
Victoria Fernández
Directora de la revista CLIJ
Que buen idioma el mío..

"Que buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los


conquistadores torvos.. Éstos andaban a zancadas por las tremendas
cordilleras, por las Américas encrespadas buscando patatas, butifarras,
frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz
que nunca más se ha visto en el mundo...Todo se lo tragaban, con
religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en
sus grandes bolsas...Por donde pasaban quedaba arrasada la
tierra...Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de
los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas las palabras luminosas
que se quedaron aquí resplandecientes...el idioma. Salimos
perdiendo...Salimos ganando...Se llevaron el oro y nos dejaron el
oro...Se lo llevaron todo y nos dejaron todo...Nos dejaron las palabras.

"Confieso que he vivido"


Pablo Neruda

"Yo quiero vivir en un mundo sin excomulgados. No excomulgaré a


nadie. Quiero vivir en un mundo en que los seres sean solamente
humanos, sin más títulos que ése, sin darse en la cabeza con una regla,
con una palabra, con una etiqueta. No quiero que nadie sea perseguido.
Quiero que la gran mayoría, la única mayoría, todos, puedan hablar,
leer, escuchar, florecer. No entendí nunca la lucha sino para que ésta
termine. No entendí nunca el rigor, sino para que el rigor no exista. He
tomado un camino porque creo que ese camino nos lleva a todos a esa
amabilidad duradera. Lucho por esa bondad oblicua, extensa,
inexhaustible. Me queda sin embargo una fe absoluta en el destino
humano, una convicción cada vez más consciente de que nos acercamos
a una gran ternura. Escribo conociendo que sobre nuestras cabezas,
sobre todas las cabezas, existe el peligro de la bomba, de la catástrofe,
pero esto no altera mi esperanza. En este minuto crítico, en este
parpadeo de agonía, sabemos que entrará la luz definitiva por los ojos
entreabiertos. Nos entenderemos todos. Progresaremos juntos. Y esta
esperanza es irrevocable".

"Confieso que he vivido"


Pablo Neruda
ELOGIO DE LA LECTURA

Joaquín Leguina
“¡Lee para vivir!”
(G. Flaubert en carta a Louise Collet)

Todas las artes se nutren de la misma materia, persiguen una misma


ilusión, pues pretenden trasladar emociones, bellamente expresadas,
pero sólo hablaré aquí del libro, de la literatura. Y no le viene mal al
libro que se le haga un elogio, que será también la exaltación de la
memoria, de toda la memoria de este mundo. Un homenaje pertinente
en un país, como el nuestro, en el cual más de la mitad de los adultos
que pueden hacerlo (apenas existen ya analfabetos en España) declaran
no leer jamás un libro.

A la información se llega hoy fácilmente. Al menos, a eso que llamamos


“información”. Una información, generalmente manipulada, que con
frecuencia nos abruma y hasta martiriza. Sin embargo, ¿cómo llegamos
a la sabiduría? Para eso, entre otras cosas, están los libros. Además,
leer, y leer bien, es uno de los más grandes placeres que puede darnos
la soledad. El más saludable desde el punto de vista espiritual.

Leemos porque nos es imposible conocer a toda la gente a la que


desearíamos poder escuchar. También, porque la amistad es vulnerable
y puede desaparecer a manos de la incomprensión y de la muerte.

El deseo de leer consiste en preferir. Amar, a fin de cuentas, es regalar


nuestras preferencias a quienes preferimos y estos sutiles repartos
pueblan nuestra libertad. A menudo, lo único que nos habita son los
amigos y los libros.

He dicho que la lectura es un placer profundo y solitario, pero también


nos permite conocer “al otro” y conocernos a nosotros mismos. Al fin y
al cabo, como dejó escrito Emerson, los libros “nos llevan a la convicción
de que la naturaleza que los escribió es la misma que aquélla que los
lee”. En el libro vamos a sentirnos próximos a nosotros mismos. Es él
quien nos va a convencer de que compartimos una naturaleza única, por
encima del tiempo.

Desde la niñez, que se pasa delante del televisor, se accede hoy a la


adolescencia frente al ordenador, y a la universidad que, quizá, reciba a
un estudiante difícilmente dotado para admitir la idea según la cual es
preciso soportar, tanto el haber nacido, como el destino mortal que nos
aguarda. Es ésta una visión pesimista, pero, en todo caso, no deseo, no
quiero, caer en un tópico, el que asegura que “todo tiempo pasado fue
mejor”, pues sigue siendo cierto, como escribió Franz Kafka hace ya
más de un siglo: “jamás le haremos entender a un muchacho, que por
la noche está metido en una historia cautivadora, que debe interrumpir
su lectura y acostarse”.

El poeta francés Georges Perros era profesor de literatura en Rennes y


leía a sus alumnos. Una de ellos, una muchacha, recordaba aquellas
lecturas con añoranza: “Él (Perros) llegaba al instituto los martes por la
mañana, desgreñado por el viento y por el frío, en su moto azul y
oxidada. Encorvado, con un chaquetón de marinero, la pipa en la mano.
Vaciaba una bolsa de libros sobre la mesa, se ponía a leer y era la vida…
No había más luminosa explicación del texto que el sonido de su voz.
Nos hablaba de todo, nos leía todo. Todo estaba allí pletórico de vida.
Perros resucitaba a los autores, que acudían a nuestra clase
completamente vivos, como si salieran de Chez Michou, el café de
enfrente”.

No hay nada milagroso en esta narración, el mérito del profesor es


prácticamente nulo en esta historia. El placer de leer estaba allí,
secuestrado por un miedo adolescente y secreto: el miedo a no
entender.

Si al encanto del estilo se une la gracia de la narración, cuando


lleguemos a la última página y cerremos el libro, nos seguirá
acompañando el eco de su voz: “Muchos años después, frente al pelotón
de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella
tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”.

Leer, leer… pero ¿de dónde sacar tiempo para leer? El tiempo para leer,
como el tiempo para amar, siempre es tiempo robado. ¿Robado a qué?
Robado al deber de vivir, pero, dichosamente, el tiempo para leer, igual
que el tiempo para amar, dilata el tiempo de vivir. La lectura no
depende de la organización del tiempo social, es, al igual que el amor,
una manera de ser. Basta una condición para la reconciliación con la
lectura: no pedir nada a cambio.

La reina Victoria llevaba trece años reinando cuando nació Stevenson,


que murió siete años antes que ella. La reina Victoria reinó sobre su
imperio sesenta y cuatro años y dentro de dos siglos pocos sabrán quién
fue y, sin embargo, la mayor parte de nuestros tataranietos seguirán
navegando en la Hispaniola hacia “La isla del tesoro”.
Dios o la naturaleza, según se mire, ejercen el derecho a exigir nuestra
muerte, pero nadie, tampoco ellos, reclama de nosotros la mediocridad.
Leemos para huir de ella. Nos acercamos a Shakespeare, a Cervantes o
a Galdós porque la vida que nos trasladan es de un tamaño mayor del
natural. En verdad, su escritura es una bendición en un sentido estricto:
“la vida plena en un tiempo sin límites”.

Leer es un goce, aunque resulte, a veces, un placer difícil. Pero esa


dificultad placentera llega, y no en pocas ocasiones, a lo sublime.
Además, otorga una versión de lo sublime para cada lector. Se lee para
iluminarse uno mismo, y aunque no sea posible encender la vela que
alumbre al vecino, se le puede indicar dónde está la candela.

La literatura pretende un objetivo que parece inalcanzable: trasladar al


lector la emoción de la vida en toda su complejidad. El milagro reside en
la capacidad del escritor para conseguirlo. Un milagro que, por suerte,
se repite con alguna frecuencia. Un milagro estético, que no depende de
la ideología, de la metafísica o la filosofía del autor, sino de su talento.
Un talento que se reclama del alma solitaria, del ser profundo, de
nuestra recóndita interioridad.

Su memoria, la del creador, es, también, nuestra memoria. Una buena


novela, una obra de teatro o un poema están contagiados de todos los
trastornos de la Humanidad, incluido el miedo a la muerte, que el arte
pretende transmutar en una ilusión, la de ser inmortal a través de la
propia obra.

“Toda mala poesía es sincera” escribió Oscar Wilde, pero no se trata de


eso, no es la sinceridad la que maltrata una obra, sino la espontaneidad.
Lo espontáneo se produce sin cultivo, sin el sumo cuidado que el
creador ha de poner siempre en su hacer. Un trabajo hercúleo, que el
lector ha de percibir con la sencillez y naturalidad con las que se
contempla lo bello.

Un elogio de la lectura exige dedicar algún tiempo, por muy corto que
sea, a El Quijote, la primera novela y, para muchos, la mejor. Un libro
placentero en el que pasa todo lo que puede pasar.

Destacaré, dentro de esta obra magna, aquello que, a mi juicio (y al de


tantos críticos), destaca por encima de todo: las relaciones entre el
caballero y Sancho Panza. Ustedes pueden abrir la segunda parte del
libro al azar y lo más probable será que se encuentren a Don Quijote y
su escudero hablando, un intercambio, probablemente, malhumorado o
burlón, pero en cuyo fondo aparece el respeto afectuoso que las
personas debieran tenerse entre sí. Se escuchan y el escuchar los
cambia. Hamlet se escucha tan sólo a sí mismo e igual le ocurre al
capitán Ahab de “Moby Dick”, la novela de Melville; también a la
quijotesca Emma Bovary, que muere de tanto escucharse a sí misma.
Por el contrario, Alonso Quijano y su escudero, de tanto oírse, acaban
por parecerse el uno al otro, aunque mantengan intactas su coherencia
e identidad individuales.

Sancho y Don Quijote son un dúo amalgamado por el afecto y las riñas,
pero existe entre ellos algo más que cariño y respeto mutuos. Son
compañeros de juego, y el juego es todo un mundo con sus propias
normas y su propia realidad. En efecto, lo cómico o ridículo guarda
estrecha relación con lo necio, pero el juego no es necio, está más allá
de la estupidez o de la necedad. Don Quijote no es un loco o un necio,
sino un jugador, alguien que juega a ser caballero andante. Él se ha
inventado un tiempo y un lugar ideales y en ellos se mantiene fiel a su
propia libertad. Al fin es derrotado, abandona el juego, regresa a la
“cordura” y muere.

Existen críticos cervantinos que persisten en colocarle a Don Quijote el


sambenito de necio y loco y que señalan la supuesta intención de
Cervantes en satirizar el “indisciplinado egocentrismo de su héroe”. Mas,
si eso fuera cierto, no habría libro, porque ¿quién querría leer los hechos
de Alonso Quijano? Herman Melville, y él sabía muy bien por qué, dijo
que Don Quijote era “el sabio más sabio que jamás ha vivido”.
Cervantes, con su obra, divierte a todo tipo de lectores, pero el lector
activo, al cabalgar junto a los dos aventureros, llegará a compartir con
ellos la conciencia de que son personajes de una historia. Una historia
inmortal.

En esta incitación a la lectura, que aquí intento, me es obligado hacer


mención a la poesía. La poesía es la culminación de la literatura, porque
es una forma profética, donde la lucha desigual entre el creador y las
palabras llega a ser titánica. Aunque en los tiempos actuales, en los que
reina la trivialidad, no se quiera saber nada de profetas y hasta se tome
como verdad revelada la gran sandez, según la cual “una imagen vale
más que mil palabras”, un buen poema, lo lea poca o mucha gente,
sigue siendo una culminación, un homenaje a la palabra, al origen del
ser humano, a aquello que nos hace diferentes de la naturaleza, de la
animalidad, porque, como es sabido, el hombre piensa con palabras y
sólo ellas permiten la comunicación entre las personas.

Leer poesía es, ante todo, una llamada a la atención. En efecto, un


poema bueno se distingue de otro malo, porque aquél soporta con éxito
la lectura atenta y vigilante. El poeta valioso manifiesta su creatividad
abarcando mucho en breve espacio. Al fin y al cabo, el buen poeta es un
visionario, capaz de mostrarnos objetos, sentimiento y seres con una
intensidad desmesurada, llena, además, de connotaciones espirituales.

La poesía, además, es capaz de ayudarnos a construir ese


imprescindible diálogo interior que Machado describió al confesar:
“converso con el hombre que siempre va conmigo”.

Porque necesariamente hablamos con esa alteridad que nos acompaña,


conviene que ese diálogo nos haga algo mejores y en ese proceso, al
que la lectura nos impulsa y ayuda, podemos descubrir que somos más
profundos y extraños de lo que creíamos.

Voy a leerles a este propósito unos versos de Luis Cernuda, en


homenaje a su memoria en el centenario de su nacimiento, que se
cumple en septiembre de 2002. Como ustedes saben, Luis Cernuda salió
de España hacia el exilio en Inglaterra en febrero de 1938. Stanley
Richardson, un amigo inglés que habría de morir en Londres durante un
bombardeo en 1940, lo sacó de España en la citada fecha para que
Cernuda diera unas conferencias en la Inglaterra inmediatamente
anterior al acuerdo de Munich con los nazis y que, según el entonces
Primer Ministro, Neville Chamberlain, iba a significar “la paz de nuestro
tiempo”.

Muchos años después escribió Cernuda: “Al comienzo de la aquélla [la


guerra civil] estuve en la ignorancia de la persecución y matanza de
tantos compatriotas míos (los españoles no han podido deshacerse de
una obsesión secular: que dentro del territorio nacional hay enemigos a
los que deben exterminar o echar del mismo), mas luego adquirí una
consciencia tal de esos sucesos, que enturbiaba mi vida diaria; hasta el
punto de que, fuera de mi tierra, tuve durante años cierta pesadilla
recurrente: me veía allá, buscado y perseguido. Sufrir de tal sueño es
cosa que, simbólicamente, me enseñó bastante respecto a mi relación
subconsciente con España”.

El poema que les voy a leer lo escribió Cernuda a los pocos años de salir
de España y les “sonará” a ustedes, entre otras razones, porque Paco
Ibáñez lo usó en una hermosa canción. También yo estoy en deuda con
este poema, pues a sus versos se debe el título de una de mis novelas,
“Tu nombre envenena mis sueños”, novela que Pilar Miró llevó al cine en
la que fue su última película.

El poema se titula “Un español habla de su tierra” y pertenece a la


sección “Las nubes” de su poemario continuamente renovado “La
realidad y el deseo”.
Las playas, parameras
Al rubio sol durmiendo,
Los oteros, las vegas
En paz, a solas, lejos;

Los castillos, ermitas,


Cortijos y conventos,
La vida con la historia,
Tan dulces al recuerdo.

Ellos los vencedores


Caínes sempiternos,
De todo me arrancaron.
Me dejan el destierro.

Una mano divina


Tu tierra alzó en mi cuerpo
Y allí la voz dispuso
Que hablase tu silencio.

Contigo solo estaba,


En ti sola creyendo;
Pensar tu nombre ahora
Envenena mis sueños.

Amargos son los días


De la vida, viviendo
Sólo una larga espera
A fuerza de recuerdos.

Un día, tú ya libre
De la mentira de ellos,
Me buscarás. Entonces
¿Qué ha de decir un muerto?

El trallazo final, esos últimos, terribles y premonitorios cuatro versos


resumen la amargura de la ausencia, el dolorido sentir del maltratado
con el destierro, lejos de la “madrastra de sus hijos verdaderos”, esa
España perdida a la que, sin nombrarla, se dirige el poema para,
primero, describirla y para reprocharle sus perversidades después,
cuando los vencedores, los “caínes sempiternos” que de todo lo
arrancaron, le dejaron tan sólo el recuerdo de un nombre que envenena
sus sueños.
Los versos de Luis Cernuda nos llegan con todo el dolor de la nostalgia.
En el sentido más literal de esa palabra, que en griego significa
precisamente “el dolor del regreso”. Un regreso que resultó imposible,
un viaje que, sin embargo, este hombre emprendió cada día, como
Ulises, durante el resto de su atormentada vida de exiliado.

“La existencia en Mount Holyoke, (Massachussets)-lugar de los Estados


Unidos donde Cernuda vivió impartiendo clases durante algunos años-,
se me hizo imposible: los largos meses de invierno, la falta de sol (un
poco de luz puede consolarme de tantas cosas), la nieve, que encuentro
detestable, exacerbaban mi malestar”, escribiría en 1958. Se le
negaban, en efecto, “la vida con la historia, tan dulces al recuerdo”.

El paso del tiempo le va a traer a Cernuda, a sus versos, la amarga


indiferencia, o el rechazo, que aparece, sincera o sólo
despechadamente, en uno de sus últimos poemas, cuyo título, “Es
lástima que fuera mi tierra”, resulta bien significativo:

Soy español sin ganas


Que vive como puede bien lejos de su tierra
Sin pesar ni nostalgia. He aprendido
El oficio de hombre duramente,
Por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero
No volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser la mía,
Cuyas maneras rara vez me fueron propias,
Cuyo recuerdo tan hostil se me ha vuelto
Y de la cual ausencia y tiempo me extrañaron.

La vida y la historia de España, “tan dulces al recuerdo”, con el paso de


los años se le han inundado de desesperanza. Una tierra ya lejana, “la
tierra de los muertos, adonde ahora todo nace muerto… en medio del
silencio”, como escribió Luis Cernuda en este mismo poema, cuyo
fragmento les acabo de leer.

Quizá los versos de Luis Cernuda expliquen mejor que cualquier tratado
de Historia el profundísimo desgarro moral que significaron la
persecución y la matanza que comenzaron en España un luminoso día
de julio en 1936 y que el retorno de la democracia, con la deriva
amnésica que acompañó a la reconciliación, no ha conseguido restañar.
Recordar a Cernuda en su centenario no puede quedarse en la glosa de
sus hermosos versos, porque en ellos late en carne viva la tragedia de
España.
Para concluir les glosaré otro poema, que siempre me emociona y que
escribió el poeta de Alejandría, Constantino Cavafis. Un poeta que,
aparentemente, nos habla en tono menor, tratando oblicuamente los
grandes acontecimientos de la Historia. “Muchos poetas son
exclusivamente poetas –dijo en una ocasión Cavafis-. Yo soy un
historiador/poeta”. En efecto, muchos poemas de Cavafis están
construidos con el material de la Historia. Pero no con la brillante
cartulina de la evocación épico-histórica usual. Por el contrario, Cavafis
se ejercita una y otra vez en iluminar ese difícil punto de intersección en
el que por un momento coinciden, tantas veces en sentidos opuestos, el
destino personal y el de la Historia misma. Su mundo no es el de la
Historia heroica, no es el del triunfador Octavio, sino el del derrotado
Antonio, que, perdida la batalla de Anzio, está a punto de perderlo todo,
incluida su vida.

Quizá, para Cavafis, la única, definitiva victoria, sea la capacidad de


asumir, en un acto supremo de la voluntad, el propio destino, aun
cuando comprobemos que el ideal perseguido no existe o cuando,
existiendo, se aleja definitivamente de nosotros como ocurre en el
poema “El dios abandona a Antonio”, que es el que les voy a leer, en la
versión que de él hizo en lengua castellana el inolvidable José Ángel
Valente. Dice así:

Cuando, de pronto, a media noche oigas


pasar una invisible compañía
con exquisitas músicas y voces,
no lamentes en vano tu fortuna
que cede al fin, tus obras fracasadas,
los ilusorios planes de tu vida.
Como dispuesto de hace tiempo, como valiente, dile adiós a Alejandría
que se aleja.
Y sobre todo no te engañes: en ningún caso pienses
que es un sueño tal vez o que miente tu oído.
A tan vana esperanza no desciendas.
Como dispuesto de hace tiempo, como valiente, como quien digno ha
sido de tal ciudad, acércate
a la ventana. Y ten firmeza. Oye
con emoción, mas nunca
con el lamento y quejas del cobarde,
goza por vez final los sones,
la música exquisita de la tropa divina,
despide a Alejandría que así pierdes.

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