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Cuadernillo de

Literatura

5°Año - 2023

Nombre y Apellido:
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Pilgrims' College
Mario Vargas Llosa:
Elogio de la lectura y la ficción
Discurso Nobel [fragmentos]
7 diciembre de 2010

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en


el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante
que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez
cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció
mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome
viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar
junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan
a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las
entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de
Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al
alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi
madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones
de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería
enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida
haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía,
maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación
y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y
llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también
el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos,
y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir,
aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus
cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y
alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin
duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena
parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una
vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo
extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo,
eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
[...]
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo
algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son
innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me
hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y
horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los
animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las
peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque
fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos
lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era
privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas
nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en
aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi
tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en
una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la
prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario,
gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos
que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella
fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de
cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas.
Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos,
más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor
del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra
las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice,
sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos
basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición
humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir
de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas
disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la
libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte
cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes
dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y
la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué
todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos
de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura
para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores
independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la
imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las
ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en
ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo
real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias,
propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la
vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa
comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los
ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes
quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven
más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y,
haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las
lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando
la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el
corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando
Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián
Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan
Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de
un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de
Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector
que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y
corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad
dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre
hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas
y la estupidez.
[...]
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un
mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de
tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de
colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la
Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos,
sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa
tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba
la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino,
el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un
señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi
velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana
piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me
reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día
nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces,
todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida
adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme
en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra,
donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a
escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfesable, a una pasión
prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de
resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo
intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las
circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la
desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha
sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al
náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y,
como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía
de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme
los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar,
esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se
volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un
proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de
fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert.
Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego
chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta
amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de
presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito
voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias.
Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación,
cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con
personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y
consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una
conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia
pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando
como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la
mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
[...]
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo,
nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que
nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y
frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos,
al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran
mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más
dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la
trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el
sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en
que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién
nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las
cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –
rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas.
Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de
seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la
civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos
llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la
ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la
naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas.
Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez
como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y
peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser
un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién
vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los
elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad,
a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de
estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres
embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio
revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una
lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las
vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba
constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la
escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y
alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que
repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la
ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que
aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad
imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y
conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos
a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo
de los especialistas que ven las cosas en profundidad, pero ignoran lo que
las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las
máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un
mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un
mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de
veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en
otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción
masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las
ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas,
impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al
ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud,
removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que
añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las
grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos
dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros,
los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la
ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería
que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos,
acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos
sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros
espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las
hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones
humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra
será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que
seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos
encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la
carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.

Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.


Literatura 91

Tanto la Revolución cubana de 1959 que derrocó la


dictadura de Batista, aliado incondicional de los
Estados Unidos, como el Mayo francés de 1968,
junto con la teoría de la liberación de los oprimidos
a través de la educación que propuso el brasileño
Paulo Freire, promovieron en América Latina una
serie de expectativas de cambio de la sociedad en
pos de un mundo más libre, justo y equitativo. En
este contexto, la década del sesenta tuvo como ca-
Primera plana del diario La Opinión del 25 de mayo de 1973. racterística la participación de una juventud que
apostó con entusiasmo y esperanza a lograr un
mundo mejor. La Revolución cubana, con sus ideas antiimperialistas de liberación,
propulsó una conciencia crítica en la región. Durante toda esta etapa se instaló con
fuerza la idea de que el trabajo con las palabras formaba parte activa de la política.
En 1959, se fundó en Cuba la agencia internacional de noticias Prensa Latina, ins-
talando por primera vez en la región un proyecto comunicacional de alcance interna-
cional, que proponía una mirada de la realidad diferente a la propuesta por los mono-
polios mediáticos de ese momento.
La transformación de la sociedad a través de la palabra se volvió el eje de la lucha de
los intelectuales, junto a la noción de que la educación del pueblo era la clave para la li-
beración de la opresión y la esclavitud ideológica del capitalismo. Fue un momento par-
ticular en que se generaron múltiples proyectos culturales, como periódicos, editoriales
no comerciales, revistas literarias, centros culturales, es decir, todo un conjunto de he-
rramientas de difusión de conocimientos e ideas, debates, intercambio y participación.
La necesidad de una profunda transformación social fue central en los años sesen-
ta y setenta, en toda Latinoamérica, pero luego se iría frustrando con las sucesivas dic-
taduras militares en toda la región, impulsadas y promovidas por intereses políticos y
económicos de Estados Unidos, junto con aliados locales.
En la Argentina, a partir de 1930 se habían sucedido una serie de gobiernos ele-
gidos democráticamente (aunque con restricciones), con gobiernos de facto; un sello
distintivo de la época fue la tensión permanente entre los intereses de los sectores
populares y el establishment. La muerte de Perón, en 1974, provocó serios enfrenta-
mientos por el control del gobierno. La presidencia de su esposa, vicepresidenta en
el momento del fallecimiento de Perón, profundizó los conflictos, sobre todo, entre la
juventud revolucionaria combativa y las fuerzas policiales, militares y paramilitares
estatales. Con el golpe cívico-militar de 1976 se llevó a cabo una feroz represión que
dejaría como saldo la desaparición de 30.000 personas, el exilio y la persecución, al
mismo tiempo que se aplicaba un modelo económico neoliberal que cerraba fuentes
de trabajo, y endeudaba severamente al país.

• Identifiquen los acontecimientos históricos que influyeron notoriamente en este período.


• ¿Quiénes fueron los protagonistas de ese momento y cuáles eran los objetivos que los movilizaban?
• Reflexionen acerca de la importancia que se le dio al poder de la palabra y la educación.
• Expliquen qué fue Prensa Latina y qué importancia tuvo en Latinoamérica su creación.

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La difusión de la cultura nacional

La década de 1960 y los primeros años de la de 1970 se caracterizaron por un gran


desarrollo de empresas culturales. Surgieron muchas publicaciones ligadas a la
cultura y comprometidas con el cambio y la renovación. La difusión masiva de
ideas y discusiones, y de la “alta” literatura y el arte en general, así como el deba-
te, fueron características sobresalientes de esta época.
En la Argentina, se mantenía una tensión entre las producciones culturales
y los sucesivos gobiernos de facto que gobernaban el país. Por ejemplo, entre los
años 1964 y 1966 se publicó la revista La Rosa Blindada, que reunía a historiado-
res, pintores, poetas, narradores, cineastas y periodistas, pero fue clausurada por
el gobierno de facto de Onganía.
También aparecieron múltiples editoriales, como el Centro Edi-
tor de América Latina, que durante ese período publicó libros y
fascículos a precios populares, o la editorial de la Universidad de
Buenos Aires, Eudeba, un modelo del proyecto cultural de la época,
que trasladó el libro de los ámbitos académicos y lo instaló en los
quioscos, vendiendo entre 1959 y 1966 diez millones de ejemplares.
Otro modelo de esa etapa es la revista Crisis, dirigida por el escritor
uruguayo Eduardo Galeano y el poeta argentino Juan Gelman, entre
otros escritores. Se convirtió en un producto masivo, y en un ícono de la
época, con tiradas que llegaban a decenas de miles de ejemplares. Esta
revista desarrollaba, desde una perspectiva peronista de izquierda, las
ideas, la literatura y el arte que se oponían a los de la clase dominante.
Dos textos símbolo de este período fueron: Las venas abiertas
de América latina, de Eduardo Galeano, y Para leer al pato Donald,
de Ariel Dorfman y Armand Mattelart. Ambos libros se convirtie-
ron en una especie de lectura necesaria para comprender cómo
actuaba el imperialismo norteamericano sobre Latinoamérica.
Tanto el desarrollo de empresas culturales como la ampliación
del público lector fueron un proyecto y un esfuerzo programados
para unir el arte y la política con un objetivo común, colectivo y re-
volucionario. Rodolfo Walsh participó activa y comprometidamente
en ese doble frente, ya que por un lado estaba su militancia política
y su compromiso con la necesidad de transformar la realidad, y por
otro lado su fecunda actividad literaria ligada tanto al género poli-
cial, del que fue cultor, como al periodismo de investigación.

• Identifiquen las características y objetivos del desarrollo cultural de ese período.


• Expliquen qué pasó con la difusión del conocimiento de la literatura y las artes en ese momento.
• Identifiquen el factor común que tenían las producciones culturales.

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Literatura 93

La non fiction

La non fiction o non fiction novel, también denominada literatura documental o


testimonial por algunos críticos, está asociada al nuevo periodismo o periodismo
literario, y consiste en la reconstrucción y narración de hechos reales, con procedi-
mientos propios de la ficción narrativa.
Según Beatriz Sarlo, la non fiction “es la expansión de la crónica periodística por
medios tradicionalmente literarios. Un género de mezcla. Hoy ese uso de tecnología
literaria se ha difundido. No hay noticia, ni denuncia, ni opinión, sin relato. Esa maña-
na el mayor X no sabía que iba a encontrar a quienes, poco después, le revelarían... etc.
etc. Ese género periodístico, enormemente expansivo porque toma zonas que ocupó el
ensayo, la historia, la reflexión cultural, la política, la biografía, tiene una capacidad
para escuchar a los testigos de los hechos. El non fiction es un género de voces”.
Otro aspecto que caracteriza este género literario es la inmediatez de los aconte-
cimientos narrados; por ejemplo, Operación Masacre fue escrito a meses de ocurri-
dos los fusilamientos en 1956 y el libro salió publicado por primera vez en 1957.
Rodolfo Walsh inventó este nuevo género que redefine las fronteras entre el ejer-
cicio periodístico y la narración literaria, incorporando en Operación Masacre las
técnicas y recursos de la investigación periodística y los procedimientos del género
policial, como la utilización del suspenso y el enigma, al mismo tiempo que incluye
la intención política.
Un poco después, durante la década del sesenta, los escritores norteamericanos
Truman Capote, con A sangre fría, y Norman Mailer, con La canción del
verdugo, dan la forma definitiva al nuevo género. En la novela de Capo-
te se relata minuciosamente un crimen verdadero cometido en un pe-
queño pueblo de Kansas, y se basa en archivos oficiales y entrevistas a
personas vinculadas con los asesinatos. También la obra de Mailer es
un relato basado en cientos de entrevistas con testigos presenciales de
los hechos y se centra en los nueve meses que empiezan el día en que
Gary Gilmore sale de la prisión con libertad condicional.
Existe una relación estrecha entre la non fiction y el género po-
licial, y es que ambos están atravesados por la búsqueda de una
verdad. En un caso el detective y en otro el periodista, serán los “hé-
roes” encargados de desenmascarar esa verdad y darla a conocer.
Otro punto en común es la existencia de un conflicto asociado al
delito (en particular al asesinato), un enigma y una investigación. El
escritor y crítico literario Ricardo Piglia señaló que ya en los cuentos
policiales de Edgar Allan Poe, creador del género policial en el si-
glo XIX, como es el caso del cuento “El misterio de Marie Rogêt” se
presentan dos aspectos: por un lado están los hechos reales, y por
otro, la deducción analítica que abre paso a la narración como cons-
trucción. Piglia dice que, en ese cuento, la ficción va a trabajar sobre
la realidad como huella, como rastro, ya que se incluyen noticias
periodísticas que son la base de la trama.

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94 La literatura, el periodismo y la historia

Operación Masacre

Operación Masacre narra los fusilamientos ilegales ocurridos en junio de 1956 en el


basural de José León Suárez, durante el gobierno de facto del general Aramburu.
A seis meses de ocurrido el hecho, Walsh escuchó la frase “Hay un fusilado que
vive”, y su vida personal y profesional no volvería a ser la misma. El mismo autor
dijo: “Operación Masacre cambió mi vida. Haciéndola descubrí que, además de mis
perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior”. Durante los meses
siguientes investigó y descubrió que los sobrevivientes eran siete; los contactó, re-
construyó los hechos y acumuló, ya en forma clandestina, porque era un período
dictatorial y los que estaban en el poder eran los responsables de la matanza, la
contundente evidencia que luego se transformó en Operación Masacre.
El modelo de esta clase de narración es el relato policial: hay una verdad que
está oculta, y la trama consiste en la búsqueda e investigación de esa verdad. La
base narrativa de Walsh es el relato policial, que escribió en muchas ocasiones,
tradujo en otras, y que también adaptó y leyó. A esta matriz se suma su condición
de periodista profesional que le aporta las herramientas y recursos de los proce-
dimientos de la investigación periodística.
Aun cuando en 1957 dio por terminada la investigación, en cada edición poste-
rior y durante los quince años siguientes Walsh lo escribió y reescribió incorporando
nuevos elementos, corrigiendo otros y variando su reflexión e interpretación hasta
llegar a su forma definitiva. Como señala el escritor Juan Sasturain, probablemen-
te no haya ningún otro caso en la literatura argentina equivalente al de Operación
Masacre, que fue un libro que no nació como tal, y que se fue construyendo y encon-
trando su público a través de sucesivos soportes. Walsh le fue agregando diferentes
prólogos, que quedaron como un testimonio de sus relecturas del texto y que, al
mismo tiempo, dejaron evidencia de su propia evolución como escritor, periodista y
militante. Sasturain sostiene que “como en muy pocos casos, con coherencia seme-
jante, vida y escritura van juntas, se citan y alimentan mutuamente hasta el final”.
Luego de la publicación del libro, los fusilamientos quedaron probados, pero im-
punes. Sin embargo, la investigación cumplió su cometido histórico al enfrentar y
dejar en evidencia la falsedad y ocultamiento de la versión oficial de cómo ocurrie-
ron los hechos. Según el crítico Ricardo Piglia, aparece, otra vez, el intelectual, el
escritor, que enfrenta al Estado, haciendo ver que el Estado construye un relato falso
de los hechos. Y para construir esa contrarrealidad, Walsh registra las versiones an-
tagónicas, y sale a buscar la verdad en otras versiones, en otras voces. Por un lado,
queda evidenciado cómo ese relato estatal oculta, manipula y falsifica, y, por otro
lado, sale a la luz la verdad en la versión del testigo que ha visto y ha sobrevivido.

La estructura de Operación Masacre


La obra está estructurada en tres partes, más un prólogo y varios apéndices. En la
primera parte, cada título esclarece un “caso”, que es al mismo tiempo político y
literario. La división consiste en:
• Prólogo: Refiere cómo el autor se enteró de la existencia de los sobrevivientes.
• Primera parte: Las personas. Se describen las historias de vida de cada personaje que

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Literatura 95

será “fusilado”, incluyendo sus aspiraciones, sus condiciones de vida y su historia


personal. Todo lo referido a cada personaje es contado hasta el momento mismo en
que se reúnen en la casa de un vecino para escuchar por radio la transmisión de una
pelea de box, ajenos a los hechos políticos que están sucediendo en el país.
• Segunda parte: Los hechos. Se narra cómo se llevaron a cada uno de los perso-
najes al departamento de policía y el traslado al lugar del fusilamiento. Todos
los acontecimientos son contados en un ritmo vertiginoso, contrastado con el
ritmo descriptivo y apacible de la primera parte.
• Tercera parte: La evidencia. Consiste en la reproducción del expediente for-
mado por la denuncia de algunas de las víctimas, las declaraciones de los
implicados y el fallo final.
• Apéndices. Aparecen diferentes textos que acompañaron a lo largo de las dife-
rentes ediciones la publicación del libro: el primer Prólogo, una Introducción
a la primera edición, etcétera.

Tanto en la primera como en la segunda parte, los personajes y los hechos apa-
recen presentados de manera novelada, lo cual favorece la eficacia persuasiva.

Las voces del relato


En Operación Masacre aparecen las voces tanto de las víctimas como de los ase-
sinos, los jueces, los vecinos que acercan una información, y también se hace
presente la voz del mismo autor. En ningún momento hay ocultamiento de la voz
del autor. En ciertos casos debe preservar las fuentes y las deja en el anonimato,
pero los personajes no quedan desdibujados.
El narrador no es omnisciente, se podría decir que es un narrador testigo-
detective que da cuenta de sus fracasos y sus dudas. Algunos críticos han visto
en esta posición una estrategia persuasiva de parte del escritor y una postura
política del militante.
El crítico y escritor Ricardo Piglia señala que “[Operación Masacre] va de una
voz a otra, de un relato a otro y esa historia es paralela a la desarticulación del
relato estatario. Esos obreros peronistas de la resistencia que han vivido esa ex-
periencia brutal y le dan al escritor fragmentos de la realidad, son los testigos que
en la noche han visto el horror de la historia. El narrador es el que sabe transcribir
esas voces”. Las voces de las víctimas, la oralidad define en muchos casos el uso
del lenguaje que aparece en Operación Masacre.

• En grupo, analicen y comenten la siguiente afirmación del escritor argentino Ricardo Piglia. “(…) la ver-
dad está en el relato y ese relato es parcial, modifica, transforma, altera, a veces deforma los hechos.
Hay que construir una red de historias alternativas para reconstruir la trama perdida”.
• Determinen cuál es la relación que puede establecerse con Operación Masacre.
• ¿Puede relacionarse esta afirmación, de algún modo, con la vida real? ¿Qué reflexión les sugiere?

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96 La literatura, el periodismo y la historia

El periodismo
y la denuncia social

En el mundo del periodismo, Operación Masacre también signifi-


có un antes y un después ya que fue un ejemplo del compromiso
con la investigación periodística, al mismo tiempo que funcionó
como una denuncia política en un tiempo de persecuciones y
asesinatos políticos.
Está considerada como una obra literaria de denuncia por-
que persigue un objetivo social que queda explícitamente plan-
teado en el Prólogo a la primera edición, cuando el autor señala
que la meta social de su libro consiste en “el aniquilamiento a
corto plazo de los asesinos impunes, de los torturadores, de los
‘técnicos’ de la picana que permanecen a pesar de los cambios
Monumento levantado en Jo-
de gobierno, del hampa armada y uniformada”. Y además apun- sé León Suárez, en memoria
ta que con la revelación de cómo sucedieron los hechos se logre de las víctimas y en repudio
cierto efecto de lectura vinculado con que el conocimiento de la a la violencia y la ilegalidad
política.
verdad de los sucesos: “inspiren espanto, para que no puedan
jamás volver a repetirse”.
Como señala el escritor Juan Sasturain, los primeros repor-
tajes y lo que luego se convertiría en libro “no encontró vías de
publicación en los grandes medios –diarios y revistas de la épo-
ca– y solo Mayoría y otros periódicos opositores le prestaron sus
páginas. El periodista que creía en la Justicia independiente y
en el Cuarto Poder iba a descubrir las falacias de la libertad de
prensa, el verdadero rostro de una dictadura revanchista y ase-
sina. Así, cuando llegue al libro, el texto pasará de la investiga-
ción a la denuncia; y el autor, de periodista a fugitivo”.
El historiador argentino Osvaldo Bayer recuerda a Rodolfo
Walsh como referencia de periodismo y señala: “Su voz de repor-
tero iba descubriendo uno a uno los crímenes de una burguesía
ávida y sin escrúpulos, las traiciones de esa misma burguesía al
país, a la condición humana. Era un reportero que revolvía todo
El género de la investigación
para encontrar la verdad, pero a la vez era el cronista que volca- periodística y la denuncia inte-
ba su investigación en crónicas para el pueblo. Fue el escritor de resó también al cine. El direc-
los rezagados, de los más humildes”. tor Jorge Cedrón realizó la versión
cinematográfica de la novela de
Rodolfo Walsh sale de la pura literatura, intentando provo-
Walsh en 1972, totalmente fil-
car un efecto sobre la realidad. Por eso incorpora en el relato mada en la clandestinidad.
a la víctima, al “otro social”, e incluye diálogos testimoniales e
investigaciones paralelas; muestra la realidad y da espacio a la
reflexión sobre ella. Walsh “borroneó”, en cierta forma, la línea
ortodoxa que separaba el periodismo de la literatura.

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Literatura 97

En momentos en que la lengua se ha vuelto opaca y homogénea, el trabajo detallado, míni-


mo, microscópico de la literatura es una respuesta vital: la práctica de Walsh, para volver
a él, ha sido siempre una lucha contra los estereotipos y las formas cristalizadas de la
lengua social. En ese marco definió su estilo, un estilo ágil y conciso, muy eficaz, siempre
directo, uno de los estilos más notables de la literatura actual. “Ser absolutamente diáfa-
no” es la consigna que Walsh anota en su Diario como horizonte de su escritura.
La claridad sería entonces la otra propuesta para el futuro que quizás podemos inferir,
como las anteriores, de esa experiencia con el lenguaje que es la literatura. La claridad
como virtud. No porque las cosas sean simples, eso es la retórica del periodismo: hay que
simplificar, la gente tiene que entender, todo tiene que ser sencillo. No se trata de eso, se
trata de enfrentar una oscuridad deliberada, una jerga mundial. Una dificultad de compren-
sión de la verdad que podríamos llamar social, cierta retórica establecida que hace difícil
la claridad. “A un hombre riguroso le resulta cada año más difícil decir cualquier cosa sin
abrigar la sospecha de que miente o se equivoca”, escribía Walsh. Consciente de esa difi-
cultad y de sus condiciones sociales, Walsh produjo un estilo único, flexible e inimitable
que circula por todos sus textos y por ese estilo lo recordamos. Un estilo hecho con los
matices del habla y la sintaxis oral, con gran capacidad de concentración y de concisión.
Walsh fue capaz “de decir instantáneamente lo que quería decir en su forma óptima”, para
decirlo con las palabras con las que definía la perfección del estilo.
El trabajo con el lenguaje de Walsh, su conciencia del estilo, nos acerca, y lo acerca, a
las reflexiones de Brecht. En Cinco dificultades para escribir la verdad, Brecht define algu-
nos de los problemas que yo he tratado de discutir con ustedes. Y las resume en cinco tesis
referidas a las posibilidades de transmitir la verdad. Hay que tener, decía Brecht, el valor
de escribirla, la perspicacia de descubrirla, el arte de hacerla manejable, la inteligencia de
saber elegir a los destinatarios. Y sobre todo la astucia de saber difundirla.

Ricardo Piglia, “¿Qué va a ser de ti?”, Radar, Página/12, 23 de diciembre de 2001.


(Fragmento de conferencia dada en La Habana en el año 2000.)

• Identifiquen cuáles son los términos que se usan para designar el género literario al que pertenece Ope-
ración Masacre.
• Reconozcan qué aspectos de este género literario se asocian con el periodismo y cuáles, con la literatura.
• Consignen con qué género literario se asocia la non fiction y expliquen por qué. Justifiquen con citas del
prólogo leído.
• Expliquen oralmente las características de la non fiction, y debatan por qué se incluye Operación Ma-
sacre dentro de esta tipología. Ejemplifiquen con citas del prólogo leído.
• Reflexionen entre ustedes acerca del papel del escritor que, según Piglia, queda planteado a partir de
una obra como Operación Masacre.
• Expliquen la relación que plantea Piglia entre las reflexiones de Brecht y la obra de Walsh. Justifiquen
con ejemplos.

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98 La literatura, el periodismo y la historia

El tiempo en el relato

El desarrollo del tiempo en una narración ficcional puede plantearse de manera


cronológica y lineal, es decir, el relato avanza desde el primer hecho señalado
temporalmente, sin retroceder hacia el pasado ni anticipar el futuro. También
puede plantearse de un modo no cronológico y no lineal, lo que equivale a decir
que el tiempo retrocede hacia el pasado o salta hacia el futuro de la historia.
El análisis del tiempo en una narración literaria se realiza a partir de las rela-
ciones que se establecen entre historia y discurso. En todos los relatos se puede ob-
servar una doble presencia del tiempo: por un lado está el tiempo que corresponde
a los hechos referidos, en el plano de la historia, y por otro lado, el que se vincula
con el discurso o enunciado por medio del cual esos hechos son contados.
En el relato clásico, los hechos son contados de manera cronológica y causal. En
cambio, en la narrativa actual, se altera la sucesión cronológica, no coincidiendo la
historia y el discurso.
Se denomina tiempo del relato al tiempo del discurso y tiempo de la historia al
tiempo correspondiente a los sucesos narrados. Entre estas dos temporalidades
se establecen diversas relaciones de orden, duración y frecuencia.

Orden
El estudio de este aspecto se relaciona con cómo se presentan los hechos del rela-
to, ya que pueden presentarse en forma cronológica y causal o no, con variantes
dentro de las posibles alteraciones temporales.
En el prólogo de Operación Masacre, por ejemplo, se reconoce con claridad la
diferencia entre historia y discurso. Mientras en la historia los hechos suceden
de manera cronológica, el discurso distribuye de una forma no cronológica los
hechos sucedidos. Por ejemplo:
• Historia: El narrador está jugando al ajedrez y un tiroteo los hace salir corriendo
a todos. Seis meses después escucha la frase “Hay un fusilado que vive”.
• Discurso: Escucha la frase “Hay un fusilado que vive”. Salen corriendo por-
que escuchan un tiroteo.
En este caso, se produjo una alteración en el orden, los hechos no se cuentan en el
orden en que fueron sucediendo, cronológicamente, sino que hay saltos temporales.
El orden temporal en que aparecen los hechos puede ser:
• Cronológico: los hechos son contados tal como sucedieron. Historia y discur-
so coinciden.
• Anacronía narrativa: discordancia entre el orden de la historia y del relato.
Estas anacronías pueden ser:
- retrospectivas, cuando se produce un salto temporal hacia el pasado, es decir, se
cuenta después lo que pasó antes. Pueden tener la forma de racconto, relato orga-
nizado de lo que pasó antes, introducido por algún conector temporal (“unos días
antes”, “durante su niñez”, entre otros); o flashback, pantallazo repentino que
interrumpe el hilo narrativo para introducir una escena o secuencia del pasado.

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Literatura 99

- anticipatorias, cuando se produce con respecto al futuro, se narra primero


lo que pasa después. El recurso se llama flash forward y es un pantallazo
que anticipa lo que pasará después.
El manejo del tiempo cumple siempre una función estética, ideológica o retó-
rica ya que forma parte de la estrategia global de una narración.

Duración
La duración temporal se determina por la relación que hay entre lo que dura la
historia (diez años, un mes, un día, una hora) y la longitud del enunciado narra-
tivo que la refiere, medida en palabras, líneas y páginas. Las acciones pueden
describirse, resumirse o ser presentadas en forma de diálogo, estableciendo dife-
rentes “velocidades” o ritmos del relato.
En algunas narraciones, por ejemplo, se relatan en tres líneas hechos que su-
cedieron durante veinte años, o por el contrario, momentos muy breves se cuen-
tan en varias páginas. Los recursos narrativos son:
• Elipsis: es la omisión de un hecho o lagunas cronológicas. Hay supresión de
información, el tiempo del relato es cero, el tiempo de la historia es mayor que
el del relato. En el prólogo leído aparece una elipsis cuando dice: “Seis meses
antes...”, en esta cita se hace referencia a determinado transcurso de tiempo
que pasó en la historia y que ha sido suprimido. Este recurso imprime una
máxima velocidad al relato.
• Pausa descriptiva: es el detenimiento temporal que implica una descripción,
otorgándole una velocidad mínima al relato. El tiempo de la historia es cero,
el tiempo del relato es mayor que el de la historia. No todas las pausas son
descriptivas (comentarios externos a la historia, intervenciones del narrador)
ni todas las descripciones son pausas.
• Escena dialogada y relato sumario: en estos recursos, el tiempo de la historia y
el del relato son iguales. Imprimen una velocidad intermedia en la narración. El
relato sumario es un resumen en el que el tiempo de la historia es mayor que el
del relato; se sintetizan hechos ocurridos en días, meses o años en pocas líneas.
La escena dialogada son los diálogos entre los personajes. En el prólogo leído, el
diálogo que hay entre el narrador y la niña que aparece cuando van a buscar a Di
Chiano y a quien se la nombra como “Casandra” es un ejemplo de este recurso.

• Expliquen por qué se considera que Operación Masacre es una obra literaria de denuncia.
• Reflexionen acerca de la relación de Rodolfo Walsh y su obra con los grandes medios y con la libertad de
prensa.
• Según Bayer, ¿cuál era el objetivo fundamental para Walsh periodista y para quiénes escribía?
• ¿Cómo está conformada la estructura de Operación Masacre?
• Identifiquen las voces que aparecen en el relato y expliquen cuál es el tipo de narrador.
• Rastreen en el prólogo leído alguna retrospección y una anticipación. Clasifíquenlas en la carpeta y
determinen cuál es la función de cada una.
• Subrayen en el prólogo leído el relato sumario que aparece y determinen cuál es la función que cumple.

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DIECISIETE HAIKU [selección]
Jorge Luis Borges

2 12
La vasta noche Bajo el alero
no es ahora otra cosa el espejo no copia
que una fragancia. más que la luna.

4 13
Callan las cuerdas. Bajo la luna
La música sabía la sombra que se alarga
lo que yo siento. es una sola.

7 15
Desde aquel día La luna nueva
no he movido las piezas ella también la mira
en el tablero. desde otro puerto.

9 17
La ociosa espada La vieja mano
sueña con sus batallas. sigue trazando versos
Otro es mi sueño. para el olvido.

11
Ésta es la mano
que alguna vez tocaba
tu cabellera.

En La cifra, 1981.
ARTE POÉTICA
Vicente Huidobro

Que el verso sea como una llave


Que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
Cuanto miren los ojos creado sea,
Y el alma del oyente quede temblando.

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;


El adjetivo, cuando no da vida, mata.

Estamos en el ciclo de los nervios.


El músculo cuelga,
Como recuerdo, en los museos;
Mas no por eso tenemos menos fuerza:
El vigor verdadero
Reside en la cabeza.

Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!


Hacedla florecer en el poema;

Sólo para nosotros


Viven todas las cosas bajo el Sol.

El Poeta es un pequeño Dios.

En El espejo de agua, 1916.


POÉTICA
Joaquín Giannuzzi

La poesía no nace.
Está allí, al alcance
de toda boca
para ser doblada, repetida, citada
total y textualmente.
Usted, al despertar esta mañana,
vio cosas, aquí y allá,
objetos, por ejemplo.
Sobre su mesa de luz
digamos que vio una lámpara,
una radio portátil, una taza azul.
Vio cada cosa solitaria
y vio su conjunto.
Todo eso ya tenía nombre.
Lo hubiera escrito así.
¿Necesitaba otro lenguaje,
otra mano, otro par de ojos, otra flauta?
No agregue. No distorsione.
No cambie
la música de lugar.
Poesía
es la que se está viendo.

En Señales de una causa personal, 1977.


FÁBULA
Joaquín Giannuzzi

En la pálida pista de una rodilla


el aterrizaje instantáneo de una mosca:
magnífico el efecto visual
de ese rápido negro sobre blanco,
La mosca se frota las manos
y mide la consistencia de la luz
regocijados sus ojos ante la posibilidad
de dibujar un autorretrato que la sobreviva.
Pero un cosquilleo en la piel
estremece la rótula
y el terremoto espanta a la mosca.
La tela queda en blanco y a la espera
de otro artista dispuesto
a correr el riesgo que supone
el acto creativo
con su terror ante el desierto.

En ¿Hay alguien ahí?, 2003.


POEMA 12
Oliverio Girondo

Se miran, se presienten, se desean,


se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, se despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden, y se entregan.

En Espantapájaros, 1932
LA ALMOHADA
Eugenio Mandrini

En mi almohada hay un tigre.

Me lava la cabeza con su aliento de fósforo,


me cuenta la selva en el oído, el matorral
donde acechan las voces del terror o el susurro, el
arte del sigilo que apaga el gemir
de las hojas secas.

En mi almohada hay un tigre.


El resplandor donde los ciegos tambalean.
La sangre de la luz que envidia el fuego.

Si duerme –raras noches–


lo hace con la cola enroscada en mi cuello
como un látigo que espera.
Si está alerta –tantas noches–
me habla. Me dice: –Escribe,
con el asombro del color que soy
con el hambre de las entrañas que soy
con el brillo de la oscuridad de la mirada que soy.

En mi almohada hay un tigre.


Todo tigre es un poema feroz.

En Conejos en la nieve, 2009


LOS CASTILLOS DE ARENA
Eugenio Mandrini

Un hombre y una mujer que se han mirado a los ojos


por un instante
para siempre
las manos apretadas como aferrando a un enigma,
entran a una habitación sabiendo que toda habitación
es una fuga al infinito,
y antes de que la pasión sus húmedos desórdenes y vagas
ternuras, fueran a trinar o dar estallidos,
pacientemente, como quien modela un bosque con una
pluma caída de una jaula,
cierran la puerta, la ventana, las hendijas más
invisibles y aun las mismas grietas que perduran
en los sueños (muros todos para que el viento –bestia de rencor–
no derribe los castillos de arena)
y solo entonces vuelven a mirarse a los ojos
para siempre
en un instante,
y hechizados por la inminencia de lo sobrenatural,
se quitan las ropas, las sombras,
los vacíos vividos, las piedras no arrojadas,
ansiando que esa vez, espléndido y extraño
brille el sol –remoto mar–
en la noche, por un instante
para siempre.

En Conejos en la nieve, 2009


TEORÍA DEL AULLIDO
Eugenio Mandrini

La luna se ha hecho la difunta para los hombres, pero está


viva y radiante para los perros. desde su alzada distancia
los conmueve, los hechiza, les promete que en cada uno de
sus cráteres, escarbando apenas, un yacimiento de huesos
tibios y robustos los aguarda. El día que la invadan, es
decir, que sea poseída por los perros, estos ya no serán
más los mejores amigos del hombre. defenderán el paraíso
alcanzado contra toda intrusión terrestre, formando huestes
de jaurías, veloces y libres como el polvo en el viento e
invencibles como este. Perderán el don humano, indecoroso
y servil, de la melancolía, y no habrá perdón, sino condena
para los reminiscentes que persistan en aullar a una luz
en la noche. Y en especial recordarán las pedradas en la
pelambre, los terrores de la escarcha en los baldíos, el
estruendo del mar en las playas desoladas, el amor medroso
que idearon a cambio de un hueso sin alma roído bajo
las mesas sobre las cuales el festín humeante no tenía término;
recordarán el instinto castrado, los puntapiés, los gritos,
la cadena. Y después de recordarlo todo, se reunirán porque
los perros –como los dioses imaginados– no olvidan la
desdicha; a ciertas horas irreprimibles de cada día, se
reunirán, apretujados como en una conjura, e irán
[descargando
la lluvia de sus orines dorados sobre la tierra, que desde
entonces tendrá para ellos la apariencia de un árbol. Por
eso la luna se ha hecho la difunta para los hombres, y se
deja aullar por los perros, mientras fríamente los espera.

En Conejos en la nieve, 2009


A MI HERMANO MIGUEL
César Vallejo
In memoriam

Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,


donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: «Pero, hijos…»

Ahora yo me escondo,
como antes, todas estas oraciones
vespertinas, y espero que tú no des conmigo.
Por la sala, el zaguán, los corredores,
después, te ocultas tú, y yo no doy contigo.
Me acuerdo que nos hacíamos llorar,
hermano, en aquel juego.

Miguel, tú te escondiste
una noche de agosto, al alborear;
pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste.
Y tu gemelo corazón de esas tardes
extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya
cae sombra en el alma.

Oye, hermano, no tardes


en salir. Bueno? Puede inquietarse mamá.

En Los heraldos negros, 1919.


ODA AL ÁTOMO
Pablo Neruda

Pequeñísima
estrella,
parecías
para siempre
enterrada
en el metal: oculto,
tu diabólico
fuego.
Un día
golpearon
en la puerta
minúscula:
era el hombre.
Con una
descarga
te desencadenaron,
viste el mundo,
saliste
por el día,
recorriste
ciudades,
tu gran fulgor llegaba
a iluminar las vidas,
eras
una fruta terrible,
de eléctrica hermosura,
venías
a apresurar las llamas
del estío,
y entonces
llegó
armado
con anteojos de tigre
y armadura,
con camisa cuadrada,
sulfúricos bigotes,
cola de puerco espín,
llegó el guerrero
y te sedujo:
duerme,
te dijo,
enróllate,
átomo, te pareces
a un dios griego,
a una primaveral
modista de París,
acuéstate
en mi uña,
entra en esta cajita,
y entonces
el guerrero
te guardó en su chaleco
como si fueras sólo
píldora
norteamericana,
y viajó por el mundo
dejándote caer
en Hiroshima.

Despertamos.

La aurora
se había consumido.
Todos los pájaros
cayeron calcinados.
Un olor
de ataúd,
gas de las tumbas,
tronó por los espacios.
Subió horrenda
la forma del castigo
sobrehumano,
hongo sangriento, cúpula,
humareda,
espada
del infierno.
Subió quemante el aire
y se esparció la muerte
en ondas paralelas,
alcanzando
a la madre dormida
con su niño,
al pescador del río
y a los peces,
a la panadería
y a los panes,
al ingeniero
y a sus edificios,
todo
fue polvo
que mordía,
aire
asesino.

La ciudad
desmoronó sus últimos alvéolos,
cayó, cayó de pronto,
derribada,
podrida,
los hombres
fueron súbitos leprosos,
tomaban
la mano de sus hijos
y la pequeña mano
se quedaba en sus manos.
Así, de tu refugio
del secreto
manto de piedra
en que el fuego dormía
te sacaron,
chispa enceguecedora,
luz rabiosa,
a destruir vidas,
a perseguir lejanas existencias,
bajo el mar,
en el aire,
en las arenas,
en el último
recodo de los puertos,
a borrar
las semillas,
a asesinar los gérmenes,
a impedir la corola,
te destinaron, átomo,
a dejar arrasadas
las naciones,
a convertir el amor en negra póstula,
a quemar amontonados corazones
y aniquilar la sangre.
Oh chispa loca,
vuelve
a tu mortaja,
entiérrate
en tus manos minerales,
vuelve a ser piedra ciega,
desoye a los bandidos,
colabora
tú, con la vida, con la agricultura,
suplanta los motores,
eleva la energía,
fecunda los planetas.
Ya no tienes
secreto,
camina
entre los hombres
sin máscara
terrible,
apresurando el paso
y extendiendo
los pasos de los frutos,
separando
montañas,
enderezando ríos,
fecundando,
átomo,
desbordada
copa
cósmica,
vuelve
a la paz del racimo,
a la velocidad de la alegría,
vuelve al recinto
de la naturaleza,
ponte a nuestro servicio,
y en vez de las cenizas
mortales
de tu máscara,
en vez de los infiernos desatados
de tu cólera,
en vez de la amenaza
de tu terrible claridad, entréganos
tu sobrecogedora
rebeldía
para los cereales,
tu magnetismo desencadenado
para fundar la paz entre los hombres,
y así no será infierno
tu luz deslumbradora,
sino felicidad,
matutina esperanza,
contribución terrestre.

En Odas elementales, 1954.


HACE APENAS DÍAS
Hugo Mujica

Hace apenas días murió mi padre,


hace apenas tanto.

Cayó sin peso,


como los párpados al llegar
la noche o una hoja
cuando el viento no arranca, acuna.

Hoy no es como otras lluvias


hoy llueve por vez primera
sobre el mármol de su tumba.

Bajo cada lluvia


podría ser yo quien yace, ahora lo sé,
ahora que he muerto en otro.

En Poesía completa, 2005.


CANCIÓN PARA MI MUERTE
Charly García

Hubo un tiempo que fui hermoso


Y fui libre de verdad
Guardaba todos mis sueños
En castillos de cristal

Poco a poco fuí creciendo


Y mis fábulas de amor
Se fueron desvaneciendo
Como pompas de jabón

Te encontrare una mañana


Dentro de mi habitación
Y prepararás la cama para dos

Es larga la carretera
Cuando uno mira atrás
Vas cruzando las fronteras
Sin darte cuenta quizás

Tómate del pasamanos


Porque antes de llegar
Se aferraron mil ancianos
Pero se fueron igual

Te encontraré una mañana


Dentro de mi habitación
Y prepararás la cama para dos

Quisiera saber tu nombre


Tu lugar, tu dirección
Y si te han puesto teléfono
También tu numeración

Te suplico qué me avises


Si me vienes a buscar
No es porque te tenga miedo
Solo me quiero arreglar

Te encontrare una mañana


Dentro de mi habitación
Y prepararás la cama para dos

En Vida de Sui Generis, 1973.


CACTUS
Gustavo Cerati

Cactus suaviza mis yemas con su piel


Tiene cien años, solo florece una vez

En tu nombre, en tu nombre

Y tiene un veneno, más amargo que la hiel


Con solo invocarte, voy a convertirlo en miel

En tu nombre, en tu nombre

Cuando te busco
No hay sitio en donde no estés

Y los médanos, serán témpanos


En el vértigo, de la eternidad
Y los pájaros, serán árboles
En lo idéntico, de la soledad

En tu nombre, en tu nombre

Y cuando te busco
No hay sitio en donde no estés

Y los médanos, serán témpanos


En el vértigo, de la eternidad
Y los pájaros, serán árboles
En lo idéntico, de la soledad

En tu nombre, en tu nombre

En Fuerza natural, 2009.


EL RETRATO OVAL
Edgar Allan Poe
(Traducción Julio Cortázar)

El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la


fuerza antes de permitir que, gravemente herido como estaba,
pasara yo la noche al aire libre, era una de esas construcciones
en las que se mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante
largo tiempo se han alzado cejijuntas en los Apeninos, tan
ciertas en la realidad como en la imaginación de Mrs. Radcliffe.
Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado,
aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los
aposentos más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una
apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero
ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que
engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así
como un número insólitamente grande de vivaces pinturas
modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas,
no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en
diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía,
despertaron profundamente mi interés, quizá a causa de mi
incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las
pesadas persianas del aposento —pues era ya de noche—, que
encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la
cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las orladas
cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama. Al hacerlo
así deseaba entregarme, si no al sueño, por lo menos a la

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alternada contemplación de las pinturas y al examen de un
pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada
y que contenía la descripción y la crítica de aquéllas.

Mucho mucho leí... e intensa, intensamente miré. Rápidas y


brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda
medianoche. La posición del candelabro me molestaba, pero,
para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con
dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera
directamente sobre el libro.

El cambio, empero, produjo un efecto por completo


inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eran
muchas) cayeron en un nicho del aposento que una de las
columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la
más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura
que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven
que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato,
y cerré los ojos. Al principio no alcancé a comprender por qué
lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban
cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un
movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para
asegurarme de que mi visión no me había engañado, para
calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más
serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente
la pintura.

Ya no podía ni quería dudar de que estaba viendo bien,


puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela

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había disipado la soñolienta modorra que pesaba sobre mis
sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.

Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven.


Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera
que técnicamente se denomina vignette, y que se parece mucho
al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los brazos, el seno y
hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban
imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que
formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente
dorado y afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte,
nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo que
me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era
la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos
aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de un semisueño,
hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona
viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño,
de la vignette y del marco tenían que haber repelido semejante
idea, impidiendo incluso que persistiera un solo instante.
Pensando intensamente en todo eso, quedéme tal vez una hora,
a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el
retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto,
me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el
hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en
su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por
confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y
reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición
anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación,

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busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y
su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato
oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:

"Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora


como alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y desposó al
pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una
prometida en el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y
tan encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa
como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo
al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los
pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban
de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa
terrible fue oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero
era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó
dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde
sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el
pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba hora a hora y día
a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se
perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz
que entraba, lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la
vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos,
salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo, sin exhalar queja
alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta,
trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y
día para pintar a aquella que tanto le amaba y que, sin
embargo, seguía cada vez más desanimada y débil. Y, en
verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz

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baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una
prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo
amor por aquélla a quien representaba de manera tan
insuperable. Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba
a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el
pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si
apartaba los ojos de la tela, incluso para mirar el rostro de su
esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran
extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y
cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer,
salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu
de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la
lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz,
y durante un momento el pintor quedó en trance frente a la
obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y
tembló mientras gritaba:

“¡Ciertamente, ésta es la Vida misma!”,

y volvióse de improviso para mirar a su amada...

¡Estaba muerta!"

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El tren
Santiago Dabove

El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible
al paisaje.
Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre. Era suave el momento, como
si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más
antiguo, el primero de mi vida. El tren retardaba tanto que encontré en mi memoria
un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera parada:
Haedo. Después recordé mis juegos pueriles, y ya iba hacia la adolescencia cuando
Ramos Mejía me ofreció una calle sombrosa y romántica, con su niña dispuesta al
noviazgo. Allí mismo me casé, después de visitar y conocer a sus padres y el patio de
su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí tocar la campana;
el tren proseguía el viaje. Me despedí, y como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a
Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de
resucitar en el recuerdo.
El jefe de estación, que era mi amigo, acudió para decirme que aguardara
buenas nuevas, pues mi esposa enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por
encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche
calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante
en tiempo presente, que ofrece el F. C.O., pude ser alcanzado por mi esposa, que traía
los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y en una de las resplandecientes
tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard pero elegantes, y también
de buenas carteras de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que
íbamos y que se había demorado mucho, porque antes había otro tren descargando
leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero yo en el tren, gustaba de ver a mis hijos tan
floridos y robustos, hablando de fútbol y haciendo los chistes que la juventud cree
inaugurar. Pero en Flores me aguardaba lo inconcebible: una demora por un choque
con vagones y un accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación de Liniers, que me
conocía, se puso en comunicación telegráfica con el de Flores. Me anunciaron malas
noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar el tren que
estaba detenido en esta última estación. Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada
a mis hijos, a quienes había mandado adelante para que bajaran en Caballito, donde
estaba la escuela.
En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el
cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su
detención invisible. Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos
acompañara en tan felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes
políticos y, pensando en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como
un sonámbulo a la “Compañía de Seguros” donde trabajaba. No encontré el lugar.
Preguntando a los más ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían
demolido hacía tiempo la casa de la “Compañía de Seguros”. En su lugar se erigía un
edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un Ministerio donde todo era
inseguridad, desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor, y ya en el
piso veinticinco, busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fui a dar al follaje
de un árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya
se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi
cuerpo, llegó hasta mi madre. “A que no recordaste lo que te encargué”, dijo mi madre,
al tiempo que hacía un ademán de amenaza cómica. “Tienes cabeza de pájaro.”
Casa tomada
Julio Cortázar

N
os gustaba la casa porque aparte de espaciosa y an-
tigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más
ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba
los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno,
nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo
que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho
personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la ma-
ñana, levantándonos a la siete, y a eso de las once yo le
dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me
iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre pun-
tuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos
platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en
la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para
mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la
que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes
sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther an-

1
tes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los
cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro,
simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesa-
ria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos
en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y
esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían
al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos;
o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente
antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie.
Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día
tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tan-
to, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en
esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era
así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno,
medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces
tejía un chaleco y después lo destejía en un momento por-
que algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el
montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma
de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle
lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores
y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas
salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar va-
namente si había novedades en literatura francesa. Desde
1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y
de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto
qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer

2
un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se
puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de
abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas,
verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una
mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pen-
saba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida,
todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero
aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido,
mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las
horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas
yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde
se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa.


El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres
dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada,
la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasi-
llo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del
ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros
dormitorios y el living central, al cual comunicaban los
dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un za-
guán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De
manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y
pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros
dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte
más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la
puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa,
o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la

3
puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la
cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía
uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión
de un departamento de los que se edifican ahora, apenas
para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de
la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble,
salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se
junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciu-
dad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra
cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una
ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y
entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo
sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles
y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple


y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su
dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me
ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo
hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuel-
ta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el
comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo,
como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado
susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo
o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía des-
de aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta
antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apo-

4
yando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro
lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de
vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
–Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado
la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos
cansados.
–¿Estás seguro?
Asentí.
–Entonces –dijo recogiendo las agujas– tendremos
que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tar-
dó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un
chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos ha-


bíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que que-
ríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, esta-
ban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas,
un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo
sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una bo-
tella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero
esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún
cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
–No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido
al otro lado de la casa.

5
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se sim-
plificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve
y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos
de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a
la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pen-
samos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el
almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de no-
che. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener
que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a
cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio
de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo
para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los li-
bros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar
la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para
matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en
sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene
que era más cómodo. A veces Irene decía:
–Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un
dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un
cuadradito de papel para que viese el mérito de algún se-
llo de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco
empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba


enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua
o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la gar-

6
ganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes
sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche
se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respi-
rar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave
del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día
eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agu-
jas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filaté-
lico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza.
En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte
tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene
cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasia-
do ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrum-
pan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio,
pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living,
entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta
pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo
que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a
soñar en alta voz, me desvelaba enseguida).

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De


noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que
iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la
puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal
vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del
pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi
brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir

7
palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando
claramente que eran de este lado de la puerta de roble,
en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde em-
pezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la
hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos
hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre
sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y
nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
–Han tomado esta parte –dijo Irene. El tejido le col-
gaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se
perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían que-
dado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
–¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? –le pregunté
inútilmente.
–No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil
pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las
once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene
(yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle.
Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de
entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a
algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en
la casa, a esa hora y con la casa tomada.

8
El sentimiento de lo
fantástico
Julio Cortázar

Yo he sido siempre y primordialmente considerado como un prosista. La


poesía es un poco mi juego secreto, la guardo casi enteramente para mí y me
conmueve que esta noche dos personas diferentes hayan aludido a lo que yo he
podido hacer en el campo de la poesía. (…) He pensado que me gustaría
hablarles concretamente de literatura, de una forma de literatura: el cuento
fantástico.
Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los
cuales la inmensa mayoría son cuentos de tipo fantástico. El problema, como
siempre, está en saber qué es lo fantástico. Es inútil ir al diccionario, yo no me
molestaría en hacerlo, habrá una definición, que será aparentemente impecable,
pero una vez que la hayamos leído los elementos imponderables de lo
fantástico, tanto en la literatura como en la realidad, se escaparán de esa
definición.
Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la
poesía, que la poesía es eso que se queda afuera, cuando hemos terminado de
definir la poesía. Creo que esa misma definición podría aplicarse a lo fantástico,
de modo que, en vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo
fantástico, en la literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno
de ustedes, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundo interior, sus
propias vivencias, y se plantee personalmente el problema de esas situaciones,
de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra
inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que
obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de
una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.
Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo
que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me
acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes,
mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como
pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi
siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que
parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales,
para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con
leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la
inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos,
podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede
suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en
cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el
ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños
paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese
tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras
palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa
excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese
sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en
cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la
lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia
acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve
bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior,
que los desplaza y que los hace cambiar.
Jorge Luis Borges escribió un cuento que se llama “Funes el memorioso”,
es un cuento fantástico, en el sentido de que el personaje Funes, a diferencia de
todos nosotros, es un hombre que posee una memoria que no ha olvidado nada,
y cada vez que Funes ha mirado un árbol a lo largo de su vida, su memoria ha
guardado el recuerdo de cada una de las hojas de ese árbol, de cada una de las
irisaciones de las gotas de agua en el mar, la acumulación de todas las
sensaciones y de todas las experiencias de la vida están presentes en la memoria
de ese hombre. Curiosamente en nuestro caso es posible, es posible que todos
nosotros seamos como Funes, pero esa acumulación en la memoria de todas
nuestras experiencias pertenecen a la memoria pasiva, y esa memoria solamente
nos entrega lo que ella quiere.
Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes imaginaciones
del cine, de la literatura, los cuentos y las novelas. Está presente en nosotros
mismos, en eso que es nuestra psiquis y que ni la ciencia, ni la filosofía
consiguen explicar más que de una manera primaria y rudimentaria.
Ahora bien, si de ahí, ya en una forma un poco más concreta, nos
pasamos a la literatura, yo creo que ustedes están en general de acuerdo que el
cuento, como género literario, es un poco la casa, la habitación de lo fantástico.
Hay novelas con elementos fantásticos, pero son siempre un tanto subsidiarios,
el cuento en cambio, como un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso
para mí, le ofrece una casa a lo fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad
de instalarse en un cuento y eso quedó demostrado para siempre en la obra de
un hombre que es el creador del cuento moderno y que se llamó Edgar Allan
Poe. A partir del día en que Poe escribió la serie genial de su cuento fantástico,
esa casa de lo fantástico, que es el cuento, se multiplicó en las literaturas de todo
el mundo y además sucedió una cosa muy curiosa y es que América Latina, que
no parecía particularmente preparada para el cuento fantástico, ha resultado ser
una de las zonas culturales del planeta, donde el cuento fantástico ha alcanzado
sus exponentes, algunos de sus exponentes más altos. Piensen, los que se
preocupan en especial de literatura, piensen en el panorama de un país como
Francia, Italia o España, el cuento fantástico no existe o existe muy poco y no
interesa, ni a autores, ni a lectores; mientras que, en América Latina, sobre todo
en algunos países del cono sur: en el Uruguay , en la Argentina… ha habido esa
presencia de lo fantástico que los escritores han traducido a través del cuento.
Cómo es posible que en un plazo de treinta años el Uruguay y la Argentina
hayan dado tres de los mayores cuentistas de literatura fantástica de la literatura
moderna. Estoy naturalmente citando a Horacio Quiroga, a Jorge Luis Borges y
al uruguayo Felisberto Hernández, todavía, injustamente, mucho menos
conocido.
En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el
cuento y entonces, a mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido
siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo real no había límites
precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi
natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.
Cómo definir lo fantástico
Mucho se ha escrito acerca de la condición de lo fantástico, y de
las experiencias y sensaciones que ha suscitado y suscita en el hombre.
Sin embargo, quizá a causa del carácter indeterminado, casi inasible de
sus componentes, la mayoría de esas reflexiones resultaron poco
rigurosas y, en algunos casos, inconscientes.

Una introducción a la literatura fantástica

El búlgaro Tzvetan Todorov -uno de los intelectuales más activos y


reconocidos del siglo XX- desarrolló uno de los primeros estudios
sistemáticos sobre los mecanismos del género, acaso el más
significativo hasta el momento. En su Introducción a la literatura
fantástica (1970), señaló los puntos débiles de muchas de las
teorizaciones precedentes y exploró los elementos que determinan que
un relato pueda ser considerado fantástico.

Primeras aproximaciones

En Introducción a la literatura fantástica, Todorov señala tres


errores básicos en las definiciones y los estudios sobre los textos
fantásticos:
● El género fantástico no puede definirse simplemente por la
presencia de hechos o seres sobrenaturales, porque sería
demasiado amplio: “Es imposible concebir un género capaz de
agrupar todas las obras en las cuales interviene lo sobrenatural y
que, por este motivo, tendría que comprender tanto a Homero
como a Shakespeare, a Cervantes como a Goethe” señala el
intelectual búlgaro en su libro.
● Lo que define el fantástico no es el sentimiento que experimenta el
lector. Todorov critica la postura de H. P. Lovecraft, autor
estadounidense de numerosos relatos fantásticos, quien
desarrolló sus ideas en torno a este tipo de relatos en su libro El
horror sobrenatural en la literatura. Lovecraft sostiene que el relato
debería generar miedo en el lector para ser considerado
fantástico. Todorov invalida también esta tesis, ya que, de acuerdo
con ella, “el género de una obra depende de la sangre fría del
lector”. Si nos basáramos en esta idea, un mismo relato podría ser
fantástico para algunas personas y no para otras. “El temor -aclara
Todorov- se relaciona a menudo con lo fantástico, pero no es una
de sus condiciones necesarias”.
● Todorov objeta finalmente ciertas posturas que definieron lo
fantástico “como opuesto a la reproducción fiel de la realidad, al
naturalismo”. Según esta idea, podría calificarse de fantástica una
enorme cantidad de textos que no participan de esa condición
como los cuentos de hadas del estilo Blancanieves o Cenicienta,
en los que aparecen elementos irreales.

Justamente, en su libro, Todorov propondrá un nuevo modo de


pensar la literatura fantástica, apartándose de la clásica oposición entre
lo real y lo fantástico, y estableciendo relaciones entre este género y
otros cercanos.

Lo extraño, lo maravilloso y lo fantástico

En Introducción a la literatura fantástica, Todorov sostiene: “Un


género se define siempre con relación a los géneros que le son
próximos”. Distingue, así, lo fantástico de lo extraño y maravilloso. En
los tres casos se presentan elementos sobrenaturales.
Sin embargo, en los relatos extraños, los hechos narrados
encuentran, hacia el final, una explicación racional que niega la
condición de sobrenatural de lo acontecido. Aquello que, en un principio,
parecía escapar a las leyes de la razón se revela finalmente como un
error de percepción por parte de los personajes o del narrador. Por
ejemplo, esto sucede en algunos cuentos policiales de Edgar Allan Poe.
En los textos maravillosos, por el contrario, en ningún momento se
intenta dar una explicación de los hechos que se apartan de la realidad,
porque todo responde a una lógica distinta. Los cuentos de hadas, por
ejemplo, responden a estas características.
Lo fantástico se ubicaría, precisamente, en un espacio
intermedio. Incluso, Todorov indica que lo “fantástico puro” es muchas
veces difícil de encontrar o, con más exactitud, es “un género siempre
evanescente”.
La condición de lo fantástico según Todorov

La experiencia de lo fantástico nunca tiene lugar desde el


comienzo del texto. El mundo que se muestra en un principio es el
mismo que aquel en el que se mueve el lector: responde a las leyes de
la razón, y los personajes y acontecimientos que allí se desarrollan no
presentan características fuera de lo común. En un momento, sin
embargo, se produce un hecho que no puede explicarse por las leyes
de ese mundo familiar.
Esa irrupción de lo fantástico en un universo que, hasta un
instante antes, era perfectamente reconocible produce en quien lo
percibe una sensación de incertidumbre. Esa sensación surge de no
saber qué explicación dar a lo que acaba de suceder: si considerarlo
una ilusión de los sentidos o aceptar que el hecho en verdad ocurrió, y,
por lo tanto, las leyes que rigen la realidad son diferentes de las que se
pensaban y resultan desconocidas.
Para Todorov, la sensación de incertidumbre o vacilación es lo
que define el género fantástico. Es más, lo fantástico “ocupa el tiempo
de esa incertidumbre. En cuanto se elige una de las dos respuestas, se
deja el terreno de lo fantástico para entrar en un género vecino: lo
extraño o lo maravilloso”.

El lector vacilante

Ahora bien, ¿quién experimenta esa vacilación? En la mayor parte


de los textos, el personaje que se enfrenta al hecho sobrenatural
evidencia signos de duda ante lo que ve y debe optar entre las dos
explicaciones (considerarlo producto de su imaginación o parte de una
realidad regida por leyes nuevas). Pero el lector también debe
identificarse con ese sentimiento. Porque el fantástico implica una
“manera de leer”; se demanda determinada actitud del lector, que tiene
que entrar en el juego de integrarse en el mundo de los personajes. Un
lector que no cumpla con este pacto de lectura corta de inmediato la
condición de lo fantástico. La teoría de Todorov recibió algunas críticas.
Una de ellas plantea que la definición propuesta restringe enormemente
la cantidad de textos que pertenecen al género fantástico.
Literatura y subversión: otra lectura del fantástico

La propuesta de Rosemary Jackson, otra teórica literaria, retoma


algunas de las ideas de Tzvetan Todorov, aunque introduce ciertas
modificaciones. Como otros, Jackson advierte el alcance restringido de
aquella definición y afirma que existen numerosas obras que no se
ciñen a todas esas características, pero que sí comparten muchos
elementos generales vinculados a lo fantástico. En su libro “Fantasy.
Literatura y subversión” (1981), la autora propone referirse al fantástico
como un “modo”, más que como un género.
El concepto de modo es más amplio que el de género y puede
asumir distintas formas genéricas. Una de las formas genéricas que
asumiría lo que Jackson denomina “modo fantasy” es el fantástico
“propiamente dicho”. Pero en esta categoría, también puede inscribirse
un número importante de textos escritos en el siglo XX que no se
ajustan a todos los elementos descritos por Todorov.

Lo fantástico y lo real

En su análisis, Jackson parte del vínculo que lo fantástico


establece con la realidad. Sin embargo, también en este punto propone
un ajuste de las ideas de Todorov, ya que objeta el hecho de que, en su
definición se mezclan categorías literarias (las de lo fantástico y
maravilloso) con otras que no lo son (lo extraño).
En lugar de esta última categoría, Jackson emplea la de lo
“mimético”, que equivale a “realista” (la idea de “mímesis” alude a una
“copia de la realidad”). Plantea, entonces, que, en principio, el fantástico
se vale de elementos miméticos para establecer su “realidad”, pero que
luego utiliza medios “no-realistas”. Por lo tanto, el mundo imaginario de
lo fantástico no es completamente “real” ni “irreal”, “pero se localiza en
alguna parte indeterminada entre ambos”.

Subvertir la realidad

Una de las características centrales que, según Jackson, posee el


modo fantasy radica en la amenaza del fantástico hacia la realidad: la
subversión de la realidad. “Se disuelven todos los sistemas de orden
temporal, espacial y filosófico; se quiebran las nociones unificadas del
personaje; el lenguaje y la sintaxis se vuelven incoherentes. A través de
este desgobierno [el fantasy] permite un cuestionamiento fundamental al
orden social”.
Todas las categorías realistas se subvierten en el fantástico: lo
real se vuelve irreal; lo conocido, desconocido; lo visible, invisible. El
fantástico viola, lo que, en general, se acepta como posible y lo vuelve
imposible. Por lo tanto, este género perturba las representaciones de
lo real.
Jackson sostiene que “a diferencia de los mundos secundarios de
lo maravilloso, que construyen realidades alternativas, los mundos
sombríos de lo fantástico no construyen nada. Son vacíos, vaciantes,
disolventes. (…) lejos de satisfacer el deseo, estos espacios lo
perpetúan porque insisten sobre la ausencia, la falta, lo no-visto, lo
invisible”.

Cuando lo inquietante se vuelve familiar

La literatura fantástica ha sido abordada también desde distintas


perspectivas psicoanalíticas. Uno de los teóricos que se ocupó del tema
fue Sigmund Freud, quien, en 1919, publicó su trabajo “Lo siniestro”.
‘Siniestro’ es el término español con que suelen traducirse la
palabra inglesa uncanny y el vocablo alemán unheimlich. A este último
(y a su antónimo, heimlich) debemos remitirnos para comprender el
sentido inquietante, perturbador que -según Freud-posee lo siniestro
para el ser humano.
En alemán. ‘Heim’ significa 'hogar’, y de allí derivan los adjetivos
‘heimlich’ y ‘heimisch’, que remiten a lo íntimo. familiar o ‘confortable’.
Ahora bien, Freud señala que existe otro nivel de significado para este
término: ‘íntimo’ es también ‘secreto’, ‘misterioso’, ‘oculto’. Así, ‘heimlich’
puede aludir a aquello que busca mantenerse en secreto, oculto a la
mirada de los otros. Por lo tanto, su antónimo unheimlich (siniestro)
refiere a algo inquietante o espeluznante «que afecta las cosas
conocidas y familiares» y «que provoca un terror atroz»

Lo siniestro, entonces, perturba al transformar lo familiar en


desconocido, pero también al revelar ciertas zonas de la realidad que
deberían permanecer fuera de la vista. En la interpretación
psicoanalítica de Freud, esto se relaciona con lo que en una sociedad
se encuentra reprimido y, por lo tanto, constituye un tabú.
Recuerdo del 2030

Pedro Mairal

En esa época yo vivía en Maradona al 500, en Greenland, cerca de la vieja


frontera con Brasil, una zona que alguna vez había sido un barrio cerrado, después
había sido lo que se llamó barrio blindado, y finalmente había desembocado en un
barrio abierto en los tiempos del hipercontrol. Andábamos todos con el seguchip
metido dentro del omóplato derecho y la máquina lectora de posicionamiento global
sabía dónde estabas parado y cuál era tu informe exacto: tu ingreso, tus gustos de
consumo, tu situación impositiva, tu correspondencia, tus amistades, tu conducta,
tus vínculos y todos tus movimientos a lo largo del día. Había un impuesto que se
llamaba IOC (Impuesto del Organismo Central), pero lo llamábamos Impuesto del
Ojo Cerrado, porque había que pagar mensualmente para poder tener unos minutos
diarios sin la cámara personal encendida. Yo pagaba 40 sures por mes y eso me daba
sólo diez minutos diarios de privacidad. Había gente que pagaba mucho más y podía
incluso desactivar su localizador.

Si te atrasabas con algún impuesto te anulaban actividades. A los nostálgicos


que todavía íbamos al cine de sala con pantalla y sonido a veces nos frenaban al
ingresar porque teníamos algún impuesto impago y no te dejaban entrar hasta que
no pagaras. Te hacían lo mismo a la salida del subte, o en restoranes de comida
rápida. Antes de darte la bandeja, los empleados te decían con una sonrisa «¿Quiere
regularizar su situación?». Pero no era una pregunta, era el aviso de que si no lo
hacías, no podías comer ahí. Ni hablar de cuando ibas a visitar a un familiar al
Centro.

En el Centro vivía el 45% de la población. Eran cárceles en realidad, pero las


quisieron disfrazar con ese nombre pomposo de Centro de Reinserción
Sociocultural. Yo tenía un hermano ahí dentro y lo iba a visitar el primer domingo
de cada mes. Y si no tenía todo pago no podía ir porque me dejaban ahí un rato sin
poder salir, para darme un susto. Con mi hermano tomábamos mate bajo el alero de
su barraca, mirando las plantaciones verdes del lado del Curiche. Cuando me
alcanzaba el mate, a veces me rozaba su mano áspera de trabajar en los campos.
Estaba muy abrasilerado y a veces tenía que pedirle que me hablara despacio para
entenderle. Me preguntaba mucho por mis hijas. Yo le contaba que estaban bien, que
estaban siempre igual.

Nunca le conté que mis hijas en esa época estaban adictas al Float. Cada una
tenía su flotario de agua densa, todas entubadas, para expulsar y recibir líquidos y
comida sin necesidad de moverse. Vivían conectadas a la red constantemente en su
cápsula sin días ni noches. Me mandaban mensajes de imagen donde se las veía a
cada una en su mejor momento. Las dos habían elegido su imagen de ese verano que
pasamos en San Bernardino. Yo podía hablar con ellas y esa imagen en la pantalla
me contestaba. Siempre decían que estaban bien y me hablaban con ese fondo de un
atardecer de enero del 2015 que a veces fallaba y se pixelaba o se ligaba con otros
mensajes anteriores. A mí me salía 600 sures por mes cada mantenimiento del Float.
Y ellas no hacían otra cosa. Nunca le conté a mi hermano que un día las fui a sacar,
que deambulé por los pabellones oscuros repletos de flotarios uno al lado del otro.
No le conté que cuando abrí sus cápsulas mi hija mayor pesaba ciento treinta kilos y
la menor ciento cuarenta, que casi no se podían mover, que las llevé a una de esas
Granjas del Movimiento donde hacían rehabilitación para adictos al Float, y que
cuando pudieron se escaparon. En la granja dijeron que por políticas internas no me
habían podido avisar. Yo me di cuenta recién cuando en mi resumen de gastos
reaparecieron los consumos del Float.

Era difícil hablar con mi hermano, no quería contarle que las cosas afuera del
Centro no eran tan buenas como las pintaban. Y a la vez no podíamos hablar mal de
Suárez porque en el Centro se registraba todo. Afuera del Centro, en voz baja se
podía hablar mal del Organismo y de Suárez, pero ahí dentro era suicida, sobre todo
para él. Suárez ganaba las elecciones cada dos años, y sin fraude. Fue inamovible
durante esas dos décadas. Los presos en el Centro no podían votar, pero los que
estaban libres votaban y no paraban de elegirlo a Suárez a lo largo de todos los
alcances del Organismo que llegaba del viejo México hasta la Patagonia. A la
oposición le decían la Zeraus porque era el mismo Organismo pero ordenado
distinto.

Yo me salí la vez que me mandaron a dar una clase en Ciudad del Este donde
estaba una parte de la frontera blanda. Nos escapamos con otro profesor, que después
lo mataron en San Pombo. Durante el almuerzo me robé un cuchillo de serrucho y
antes de las clases de la tarde nos fuimos caminando por el fondo del parque y no
paramos más. Donde nadie nos veía cada uno le sacó con el cuchillo al otro el
seguchip que estaba metido casi dentro del hueso. Nunca nada me dolió tanto, pero
la felicidad de sacármelo valió la pena. Estuvimos casi una semana cruzando la selva,
temiendo que nos localizara el Organismo, pero después encontramos gente. Yo
estuve en varios campamentos. De mi hermano y mis hijas no supe nada más. No sé
si soy más feliz pero a veces cuando me rasco la espalda y me encuentro el agujero
donde estaba el chip en el omóplato por lo menos me siento libre.
CRONICAS
MARCIANAS
Ray Bradbury

1
ABRIL DE 2000: LA TERCERA EXPEDICIÓN

La nave vino del espacio. Vino de las estrellas, y las velocidades negras,
y los movimientos brillantes, y los silenciosos abismos del espacio. Era
una nave nueva, con fuego en las entrañas y hombres en las celdas de
metal, y se movía en un silencio limpio, vehemente y cálido. Llevaba
diecisiete hombres, incluyendo un capitán. En la pista de Ohio la muche-
dumbre había gritado agitando las manos a la luz del sol, y el cohete había
florecido en ardientes capullos de color y había escapado alejándose en el
espacio ¡en el tercer viaje a Marte!
Ahora estaba desacelerando con una eficiencia metálica en las atmósfe-
ras superiores de Marte. Era todavía hermoso y fuerte. Había avanzado
como un pálido leviatán marino por las aguas de medianoche del espacio;
había dejado atrás la luna antigua y se había precipitado al interior de una
nada que seguía a otra nada. Los hombres de la tripulación se habían
golpeado, enfermado y curado, alternadamente. Uno había muerto, pero
los dieciséis sobrevivientes, con los ojos claros y las caras apretadas contra
las ventanas de gruesos vidrios, observaban ahora cómo Marte oscilaba
subiendo debajo de ellos.
–¡Marte! –exclamó el navegante Lustig.
–¡El viejo y simpático Marte! –dijo Samuel Hinkston, arqueólogo.
–Bien –dijo el capitán John Black.
El cohete se posó en un prado verde. Afuera, en el prado, había un
ciervo de hierro. Más allá, se alzaba una alta casa victoriana, silenciosa a la
luz del sol, toda cubierta de volutas y molduras rococó, con ventanas de
vidrios coloreados: azules y rosas y verdes y amarillos. En el porche cre-
cían unos geranios, y una vieja hamaca colgaba del techo y se balanceaba,

36
hacia atrás, hacia delante, hacia atrás, hacia delante, mecida por la brisa. La
casa estaba coronada por una cúpula, con ventanas de vidrios rectangula-
res y un techo de caperuza. Por la ventana se podía ver una pieza de músi-
ca titulada Hermoso Ohio, en un atril.
Alrededor del cohete y en las cuatro direcciones se extendía el pueblo,
verde y tranquilo bajo el cielo primaveral de Marte. Había casas blancas y
de ladrillos rojos, y álamos altos que se movían en el viento, y arces y
castaños, todos altos. En el campanario de la iglesia dormían unas campa-
nas doradas.
Los hombres del cohete miraron fuera y vieron todo esto. Luego se
miraron unos a otros y miraron otra vez fuera, pálidos, tomándose de los
codos, como si no pudieran respirar.
–Demonios –dijo Lustig en voz baja, frotándose torpemente los ojos–.
Demonios.
–No puede ser –dijo Samuel Hinkston.
Se oyó la voz del químico.
–Atmósfera enrarecida, señor, pero segura. Hay suficiente oxígeno.
–Entonces saldremos –dijo Lustig.
–Esperen –replicó el capitán John Black–. ¿Qué es esto en realidad?
–Es un pueblo, con aire enrarecido, pero respirable, señor.
–Y es un pueblo idéntico a los pueblos de la Tierra –dijo Hinkston el
arqueólogo–. Increíble. No puede ser, pero es.
El capitán John Black lo miró inexpresivamente.
–¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y
evolucionen de la misma manera, Hinkston?
–Nunca lo hubiera pensado, capitán.
El capitán se acercó a la ventana.
–Miren. Geranios. Una planta de cultivo. Esa variedad específica se
conoce en la Tierra sólo desde hace cincuenta años. Piensen cómo evolu-
cionan las plantas, durante miles de años. Y luego díganme si es lógico que
los marcianos tengan: primero, ventanas con vidrios emplomados; segun-
do, cúpulas; tercero, columpios en los porches; cuarto, un instrumento
que parece un piano y que probablemente es un piano; y quinto, si miran
ustedes detenidamente por la lente telescópica, ¿es lógico que un composi-
tor marciano haya compuesto una pieza de música titulada, aunque parez-
ca mentira, Hermoso Ohio? ¡Esto querría decir que hay un río Ohio en
Marte!
–¡El capitán Williams, por supuesto! –exclamó Hinkston.
–¿Qué?

37
–El capitán Williams y su tripulación de tres hombres. O Nathaniel
York y su compañero. ¡Eso lo explicaría todo!
–Eso no explicaría nada. Según parece, el cohete de York estalló el día
que llegó a Marte, y York y su compañero murieron. En cuanto a Williams
y sus tres hombres, el cohete fue destruido al día siguiente de haber llega-
do. Al menos las pulsaciones de los transmisores cesaron entonces. Si
hubieran sobrevivido, se habrían comunicado con nosotros. De todos
modos, desde la expedición de York sólo ha pasado un año, y el capitán
Williams y sus hombres llegaron aquí en el mes de agosto. Suponiendo
que estén vivos, ¿hubieran podido construir un pueblo como éste y enve-
jecerlo en tan poco tiempo, aun con la ayuda de una brillante raza marcia-
na? Miren el pueblo; está ahí desde hace por lo menos setenta años. Miren
la madera de ese porche; miren esos árboles, ¡todos centenarios! No, esto
no es obra de York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta. Y no saldré
de la nave antes de aclararlo.
–Además –dijo Lustig–, Williams y sus hombres, y también York, des-
cendieron en el lado opuesto de Marte. Nosotros hemos tenido la precau-
ción de descender en este lado.
–Excelente argumento. Como es posible que una tribu marciana hostil
haya matado a York y a Williams, nos ordenaron que descendiéramos en
una región alejada, para evitar otro desastre. Estamos por lo tanto, o así
parece, en un lugar que Williams y York no conocieron.
–Maldita sea –dijo Hinkston–. Yo quiero ir al pueblo, capitán, con el
permiso de usted. Es posible que en todos los planetas de nuestro sistema
solar haya pautas similares de ideas, diagramas de civilización. ¡Quizás
estemos en el umbral del descubrimiento psicológico y metafísico más
importante de nuestra época!
–Yo quisiera esperar un rato –dijo el capitán John Black.
–Es posible, señor, que estemos en presencia de un fenómeno que
demuestra por primera vez, y plenamente, la existencia de Dios, señor.
–Muchos buenos creyentes no han necesitado esa prueba, señor
Hinkston.
–Yo soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que un pueblo como
éste no puede existir sin intervención divina. ¡Esos detalles! No sé si reír o
llorar.
–No haga ni una cosa ni otra, por lo menos hasta saber con qué nos
enfrentamos.
–¿Con qué nos enfrentamos? –dijo Lustig–. Con nada, capitán. Es un
pueblo agradable, verde y tranquilo, un poco anticuado como el pueblo
donde nací. Me gusta el aspecto que tiene.

38
–¿Cuándo nació usted, Lustig?
–En mil novecientos cincuenta.
–¿Y usted, Hinkston?
–En mil novecientos cincuenta y cinco. En Grinnell, Iowa. Y este pue-
blo se parece al mío.
–Hinkston, Lustig, yo podría ser el padre de cualquiera de ustedes.
Tengo ochenta años cumplidos. Nací en mil novecientos veinte, en Illi-
nois, y con la ayuda de Dios y de la ciencia, que en los últimos cincuenta
años ha logrado rejuvenecer a los viejos, aquí estoy, en Marte, no más
cansado que los demás, pero infinitamente más receloso. Este pueblo,
quizá pacífico y acogedor, se parece tanto a Green Bluff, Illinois, que me
espanta. Se parece demasiado a Green Bluff. –Y volviéndose hacia el
radiotelegrafista, añadió–: Comuníquese con la Tierra. Dígales que hemos
llegado. Nada más. Dígales que mañana enviaremos un informe completo.
–Bien, capitán.
El capitán acercó al ojo de buey una cara que tenía que haber sido la de
un octogenario, pero que parecía la de un hombre de unos cuarenta años.
–Le diré lo que vamos a hacer, Lustig. Usted, Hinkston y yo daremos
una vuelta por el pueblo. Los demás se quedan a bordo. Si ocurre algo, se
irán en seguida. Es mejor perder tres hombres que toda una nave. Si
ocurre algo malo, nuestra tripulación puede avisar al próximo cohete.
Creo que será el del capitán Wilder, que saldrá en la próxima Navidad. Si
en Marte hay algo hostil queremos que el próximo cohete venga bien
armado.
–También lo estamos nosotros. Disponemos de un verdadero arsenal.
–Entonces, dígale a los hombres que se queden al pie del cañón. Va-
mos, Lustig, Hinkston.
Los tres hombres salieron juntos por las rampas de la nave.
Era un hermoso día de primavera. Un petirrojo posado en un manzano
en flor cantaba continuamente. Cuando el viento rozaba las ramas verdes,
caía una lluvia de pétalos de nieve, y el aroma de los capullos flotaba en el
aire. En alguna parte del pueblo alguien tocaba el piano, y la música iba y
venía e iba, dulcemente, lánguidamente. La canción era Hermosa soñado-
ra. En alguna otra parte, en un gramófono, chirriante y apagado, siseaba
un disco de Vagando al anochecer, cantado por Harry Lauder.
Los tres hombres estaban fuera del cohete. Jadearon aspirando el aire
enrarecido, y luego echaron a andar, lentamente, como para no fatigarse.
Ahora el disco del gramófono cantaba:
Oh, dame una noche de junio,
la luz de la luna y tú

39
Lustig se echó a temblar. Samuel Hinkston hizo lo mismo.
El cielo estaba sereno y tranquilo, y en alguna parte corría un arroyo, a
la sombra de un barranco con árboles. En alguna parte trotó un caballo, y
traqueteó una carreta.
–Señor –dijo Samuel Hinkston–, tiene que ser, no puede ser de otro
modo, ¡los viajes a Marte empezaron antes de la Primera Guerra Mundial!
–No.
–¿De qué otro modo puede usted explicar esas casas, el ciervo de hie-
rro, los pianos, la música? –Y Hinkston tomó persuasivamente de un codo
al capitán y lo miró a los ojos–. Si usted admite que en mil novecientos
cinco había gente que odiaba la guerra, y que uniéndose en secreto con
algunos hombres de ciencia construyeron un cohete y vinieron a Marte...
–No, no, Hinkston.
–¿Por qué no? El mundo era muy distinto en mil novecientos cinco.
Era fácil guardar un secreto.
–Pero algo tan complicado como un cohete no, no se puede ocultar.
–Y vinieron a vivir aquí, y naturalmente, las casas que construyeron
fueron similares a las casas de la Tierra, pues junto con ellos trajeron la
civilización terrestre.
–¿Y han vivido aquí todos estos años? –preguntó el capitán.
–En paz y tranquilidad, sí. Quizás hicieron unos pocos viajes, bastantes
como para traer aquí a la gente de un pueblo pequeño, y luego no volvie-
ron a viajar, pues no querían que los descubrieran. Por eso este pueblo
parece tan anticuado. No veo aquí nada posterior a mil novecientos veinti-
siete, ¿no es cierto? –Es posible, también, que los viajes en cohete sean
aún más antiguos de lo que pensamos. Quizá comenzaron hace siglos en
alguna parte del mundo, y las pocas personas que vinieron a Marte y
viajaron de vez en cuando a la Tierra supieron guardar el secreto.
–Tal como usted lo dice, parece razonable.
–Lo es. Tenemos la prueba ante nosotros; sólo nos falta encontrar a
alguien y verificarlo.
La hierba verde y espesa apagaba el sonido de las botas. En el aire ha-
bía un olor a césped recién cortado. A pesar de sí mismo, el capitán John
Black se sintió inundado por una gran paz. Durante los últimos treinta
años no había estado nunca en un pueblo pequeño, y el zumbido de las
abejas primaverales lo acunaba y tranquilizaba, y el aspecto fresco de las
cosas era como un bálsamo para él.
Los tres hombres entraron en el porche y fueron hacia la puerta de tela
de alambre. Los pasos resonaron en las tablas del piso. En el interior de la

40
casa se veía una araña de cristal, una cortina de abalorios que colgaba a la
entrada del vestíbulo, y en una pared, sobre un cómodo sillón Morris, un
cuadro de Maxfield Parrish. La casa olía a desván, a vieja, e infinitamente
cómoda. Se alcanzaba a oír el tintineo de unos trozos de hielo en una jarra
de limonada. Hacía mucho calor, y en la cocina distante alguien preparaba
un almuerzo frío. Alguien tarareaba entre dientes, con una voz dulce y
aguda.
El capitán John Black hizo sonar la campanilla.
Unas pisadas leves y rápidas se acercaron por el vestíbulo, y una señora
de unos cuarenta años, de cara bondadosa, vestida a la moda que se podía
esperar en 1909, asomó la cabeza y los miró.
–¿Puedo ayudarlos? –preguntó.
–Disculpe –dijo el capitán, indeciso–, pero buscamos... es decir, deseá-
bamos...
La mujer lo miró con ojos oscuros y perplejos.
–Si venden algo...
–No, espere. ¿Qué pueblo es éste?
La mujer lo miró de arriba abajo.
–¿Cómo qué pueblo es éste? ¿Cómo pueden estar en un pueblo y no
saber cómo se llama?
El capitán tenía el aspecto de querer ir a sentarse debajo de un árbol, a
la sombra.
–Somos forasteros. Queremos saber cómo llegó este pueblo aquí y
cómo usted llegó aquí.
–¿Son ustedes del censo?
–No.
–Todo el mundo sabe –dijo la mujer– que este pueblo fue construido
en mil ochocientos sesenta y ocho. ¿Se trata de un juego?.
–No, no es un juego –exclamó el capitán–. Venimos de la Tierra.
–¿Quiere decir de debajo de la tierra?
–No. Venimos del tercer planeta, la Tierra, en una nave. Y hemos des-
cendido aquí, en el cuarto planeta, Marte...
–Esto –explicó la mujer como si le hablara a un niño– es Green Bluff,
Illinois, en el continente americano, entre el océano Pacífico y el océano
Atlántico, en un lugar llamado el mundo y a veces la Tierra. Ahora, váyan-
se. Adiós.
La mujer trotó vestíbulo abajo, pasando los dedos por entre las corti-
nas de abalorios.
Los tres hombres se miraron.
–Propongo que rompamos la puerta de alambre –dijo Lustig.

41
–No podemos hacerlo. Es propiedad privada. ¡Dios santo!
Fueron a sentarse en el escalón del porche.
––Se le ha ocurrido pensar, Hinkston, que quizá nos salimos de la tra-
yectoria, de alguna manera, y por accidente descendimos en la Tierra?
–¿Y cómo lo hicimos?
–No lo sé, no lo sé. Déjeme pensar, por Dios.
–Comprobamos cada kilómetro de la trayectoria –dijo Hinkston–.
Nuestros cronómetros dijeron tantos kilómetros. Dejamos atrás la Luna y
salimos al espacio, y aquí estamos. Estoy seguro de que estamos en Marte.
–¿Y si por accidente nos hubiésemos perdido en las dimensiones del
espacio y el tiempo, y hubiéramos aterrizado en una Tierra de hace treinta
o cuarenta años?
–¡Oh, por favor, Lustig!
Lustig se acercó a la puerta, hizo sonar la campanilla y gritó a las habi-
taciones frescas y oscuras:
–¿En qué año estamos?
–En mil novecientos veintiséis, por supuesto –contestó la mujer, sen-
tada en una mecedora, tomando un sorbo de limonada.
Lustig se volvió muy excitado.
–¿Lo oyeron? Mil novecientos veintiséis. ¡Hemos retrocedido en el
tiempo! ¡Estamos en la Tierra!
Lustig se sentó, y los tres hombres se abandonaron al asombro y al te-
rror, acariciándose de vez en cuando las rodillas.
–Nunca esperé nada semejante –dijo el capitán–. Confieso que tengo
un susto de todos los diablos. ¿Cómo puede ocurrir una cosa así? ojalá
hubiéramos traído a Einstein con nosotros.
–¿Nos creerá alguien en este pueblo? –preguntó Hinkston–¿Estaremos
jugando con algo peligroso? Me refiero al tiempo. ¿No tendríamos que
elevarnos simplemente y volver a la Tierra?
–No. No hasta probar en otra casa.
Pasaron por delante de tres casas hasta un pequeño cottage blanco, de-
bajo de un roble.
–Me gusta ser lógico Y quisiera atenerme a la lógica –dijo el capitán–.
Y no creo que hayamos puesto el dedo en la llaga. Admitamos, Hinkston,
como usted sugirió antes, que se viaje en cohete desde hace muchos años.
Y que los terrestres, después de vivir aquí algunos años, comenzaron a
sentir nostalgias de la Tierra. Primero una leve neurosis, después una
psicosis, y por fin la amenaza de la locura. ¿Qué haría usted, como psi-
quiatra, frente a un problema de esas dimensiones?
Hinkston reflexionó.

42
–Bueno, pienso que reordenaría la civilización de Marte, de modo que
se pareciera, cada día más, a la de la Tierra. Si fuese posible reproducir las
plantas, las carreteras, los lagos, y aun los océanos, los reproduciría. Lue-
go, mediante una vasta hipnosis colectiva, convencería a todos en un
pueblo de este tamaño que esto era realmente la Tierra, y no Marte.
–Bien pensado, Hinkston. Creo que estamos en la pista correcta. La
mujer de aquella casa piensa que vive en la Tierra. Ese pensamiento prote-
ge su cordura. Ella y los demás de este pueblo son los sujetos del mayor
experimento en migración e hipnosis que hayamos podido encontrar.
–¡Eso es! –exclamó Lustig.
–Tiene razón –dijo Hinkston.
El capitán suspiró.
–Bien. Hemos llegado a alguna parte. Me siento mejor. Todo es un po-
co más lógico. Ese asunto de las dimensiones, de ir hacia atrás y hacia
delante viajando por el tiempo, me revuelve el estómago. Pero de esta
manera... –El capitán sonrió–: Bien, bien, parece que seremos bastante
populares aquí.
–¿Cree usted? –dijo Lustig–. Al fin y al cabo, esta gente vino para huir
de la Tierra, como los Peregrinos. Quizá vernos no los haga demasiado
felices. Quizás intenten echarnos o matamos.
–Tenemos mejores armas. Ahora a la casa siguiente. ¡Andando!
Apenas habían cruzado el césped de la acera, cuando Lustig se detuvo
y miró a lo largo de la calle que atravesaba el pueblo en la soñadora paz de
la tarde.
–Señor –dijo.
–¿Qué pasa, Lustig?
–Capitán, capitán, lo que veo...
Lustig se echó a llorar. Alzó unos dedos que se le retorcían y tembla-
ban, y en su cara hubo asombro, incredulidad y dicha. Parecía como si en
cualquier momento fuese a enloquecer de alegría. Miró calle abajo y em-
pezó a correr, tropezando torpemente, cayéndose y levantándose, y co-
rriendo otra vez.
–¡Miren! ¡Miren!
–¡No dejen que se vaya! –El capitán echó también a correr.
Lustig se alejaba rápidamente, gritando. Cruzó uno de los jardines que
bordeaban la calle sombreada y entró de un salto en el porche de una gran
casa verde con un gallo de hierro en el tejado.
Gritaba y lloraba golpeando la puerta cuando Hinkston y el capitán lle-
garon corriendo detrás de él. Todos jadeaban y resoplaban, extenuados
por la carrera y el aire enrarecido.

43
–¡Abuelo! ¡Abuela! –gritaba Lustig.
Dos ancianos, un hombre y una mujer, estaban de pie en el porche.
–¡David! –exclamaron con voz aflautada y se apresuraron a abrazarlo y
a palmearle la espalda, moviéndose alrededor–. ¡Oh, David, David, han
pasado tantos años! ¡Cuánto has crecido, muchacho! Oh, David, mucha-
cho, ¿cómo te encuentras?
–¡Abuelo! ¡Abuela! –sollozaba David Lustig–. ¡Qué buena cara tenéis!
Retrocedió, los hizo girar, los besó, los abrazó, lloró sobre ellos Y vol-
vió a retroceder mirándolos con ojos parpadeantes. El sol brillaba en el
cielo, el viento soplaba, el césped era verde, las puertas de tela de alambre
estaban abiertas de par en par.
–Entra, muchacho, entra. Hay té helado, mucho té.
–Estoy con unos amigos. –Lustig se dio vuelta e hizo señas al capitán,
excitado, riéndose–. Capitán, suban.
–¿Cómo están ustedes? –dijeron los viejos–. Pasen. Los amigos de Da-
vid son también nuestros amigos. ¡No se queden ahí!
La sala de la vieja casa era muy fresca, y se oía el sonoro tictac de un
reloj de abuelo, alto y largo, de molduras de bronce. Había almohadones
blandos sobre largos divanes y paredes cubiertas de libros y una gruesa
alfombra de arabescos rosados, y las manos sudorosas sostenían los vasos
de té, helado y fresco en las bocas sedientas.
–Salud. –La abuela se llevó el vaso a los dientes de porcelana.
–¿Desde cuándo estáis aquí, abuela? –preguntó Lustig.
–Desde que nos morimos –replicó la mujer.
El capitán John Black puso el vaso en la mesa.
–¿Desde cuándo?
–Ah, sí. –Lustig asintió–. Murieron hace treinta años.
–¡Y usted ahí tan tranquilo! –gritó el capitán.
–Silencio. –La vieja guiñó un ojo brillante–. ¿Quién es usted para dis-
cutir lo que pasa? Aquí estamos. ¿Qué es la vida, de todos modos? ¿Quién
decide por qué, para qué o dónde? Sólo sabemos que estamos aquí, vivos
otra vez, y no hacemos preguntas. Una segunda oportunidad. –Se inclinó y
mostró una muñeca delgada–. Toque. –El capitán tocó–. Sólida, ¿eh? –El
capitán asintió–. Bueno, entonces –concluyó con aire de triunfo–, ¿para
qué hacer preguntas?
–Bueno –replicó el capitán–, nunca imaginamos que encontraríamos
una cosa como ésta en Marte.
–Pues la han encontrado. Me atrevería a decirle que hay muchas cosas
en todos los planetas que le revelarían los infinitos designios de Dios.
–¿Esto es el cielo? –preguntó Hinkston.

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–Tonterías, no. Es un mundo y tenemos aquí una segunda oportuni-
dad. Nadie nos dijo por qué. Pero tampoco nadie nos dijo por qué está-
bamos en la Tierra. Me refiero a la otra Tierra, esa de donde vienen uste-
des. ¿Cómo sabemos que no había todavía otra además de ésa?
–Buena pregunta –dijo el capitán.
Lustig no dejaba de sonreír mirando a sus abuelos.
–Qué alegría veros, qué alegría.
El capitán se incorporó y se palmeó una pierna con aire de descuido.
–Tenemos que irnos. Muchas gracias por las bebidas.
–Volverán, por supuesto –dijeron los viejos–. Vengan esta noche a ce-
nar.
–Trataremos de venir, gracias. Hay mucho que hacer. Mis hombres me
esperan en el cohete y...
Se interrumpió. Se volvió hacia la puerta, sobresaltado.
Muy lejos a la luz del sol había un sonido de voces y grandes gritos de
bienvenida.
–¿Qué pasa? –preguntó Hinkston.
–Pronto lo sabremos.
El capitán John Black cruzó abruptamente la puerta, corrió por la hier-
ba verde y salió a la calle del pueblo marciano.
Se detuvo mirando el cohete. Las portezuelas estaban abiertas y la tri-
pulación salía y saludaba, y se mezclaba con la muchedumbre que se había
reunido, hablando, riendo, estrechando manos. La gente bailaba alrededor.
La gente se arremolinaba. El cohete yacía vacío y abandonado.
Una banda de música rompió a tocar a la luz del sol, lanzando una ale-
gre melodía desde tubas y trompetas que apuntaban al cielo. Hubo un
redoble de tambores y un chillido de gaitas. Niñas de cabellos de oro
saltaban sobre la hierba. Niños gritaban: «¡Hurra!». Hombres gordos
repartían cigarros. El alcalde del pueblo pronunció un discurso. Luego, los
miembros de la tripulación, dando un brazo a una madre, y el otro a un
padre o una hermana, se fueron muy animados calle abajo y entraron en
casas pequeñas y en grandes mansiones.
Las puertas se cerraron de golpe.
El calor creció en el claro cielo de primavera, y todo quedó en silencio.
La banda de música desapareció detrás de una esquina, alejándose del
cohete, que brillaba y centelleaba a la luz del sol.
–¡Deténganse! –gritó el capitán Black.
–¡Lo han abandonado! –dijo el capitán–. ¡Han abandonado la nave!
¡Les arrancaría la piel! ¡Tenían órdenes precisas!

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–Capitán, no sea duro con ellos –dijo Lustig–. Se han encontrado con
parientes y amigos.
–¡No es una excusa!
–Piense en lo que habrán sentido con todas esas caras familiares alre-
dedor de la nave –dijo Lustig.
–Tenían órdenes, maldita sea.
–¿Qué hubiera sentido usted, capitán?
–Hubiera cumplido las órdenes... –comenzó a decir el capitán, y se
quedó boquiabierto.
Por la acera, bajo el sol de Marte, venía caminando un joven de unos
veintiséis años, alto, sonriente, de ojos asombrosamente claros y azules.
–¡John! –gritó el joven, y trotó hacia ellos.
–¿Qué? –El capitán Black se tambaleó.
El joven llegó corriendo, le tomó la mano y le palmeó la espalda.
–¡John, bandido!
–Eres tú –dijo el capitán John Black.
–¡Claro que soy yo! ¿Quién creías que era?
–¡Edward!
El capitán, reteniendo la mano del joven desconocido, se volvió a Lus-
tig y a Hinkston.
–Éste es mi hermano Edward. Ed, te presento a mis hombres: Lustig,
Hinkston. ¡Mi hermano!
John y Edward se daban la mano y se apretaban los brazos. Al fin se
abrazaron.
–¡Ed!
–¡John, sinvergüenza!
–Tienes muy buena cara, Ed, pero ¿cómo? No has cambiado nada en
todo este tiempo. Moriste, recuerdo, cuando tenías veintiséis años y yo
diecinueve. ¡Dios mío! Hace tanto tiempo, y aquí estás. Señor, ¿qué pasa
aquí?
–Mamá está esperándonos –dijo Edward Black sonriendo.
–¿Mamá?
–Y papá también.
–¿Papá?
El capitán casi cayó al suelo como si lo hubieran golpeado con un arma
poderosa. Echó a caminar rígidamente, con pasos desmañados.
–¿Papá y mamá vivos? ¿Dónde están?
–En la vieja casa de Oak Knoll Avenue.
–¡En la vieja casa! –El capitán miraba fijamente con un deleitado
asombro–. ¿Han oído ustedes, Lustig, Hinkston?

46
Hinkston se había ido. Había visto su propia casa en el fondo de la ca-
lle y corría hacia ella. Lustig se reía.
–¿Ve usted, capitán, qué les ha ocurrido a los del cohete? No han po-
dido evitarlo.
–Sí, sí. –El capitán cerró los ojos–. Cuando vuelva a mirar habrás des-
aparecido. –Parpadeó–. Todavía estás aquí. Oh, Dios, ¡pero qué buen
aspecto tienes, Ed!
–Vamos, nos espera el almuerzo. Ya he avisado a mamá.
Lustig dijo:
–Señor, estaré en casa de mis abuelos si me necesita.
–¿Qué? Ah, muy bien, Lustig. Nos veremos más tarde.
Edward tomó de un brazo al capitán.
–Ahí está la casa. ¿La recuerdas?
–¡Claro que la recuerdo! Vamos. A ver quién llega primero al porche.
Corrieron. Los árboles rugieron sobre la cabeza del capitán Black; el
suelo rugió bajo sus pies. Delante de él, en un asombroso sueño real, veía
la figura dorada de Edward Black y la vieja casa, que se precipitaba hacia
ellos, con las puertas de tela de alambre abiertas de par en par.
–¡Te he ganado! –exclamó Edward.
–Soy un hombre viejo –jadeó el capitán– y tú eres joven todavía. Ade-
más siempre me ganabas, me acuerdo muy bien.
En el umbral, mamá, sonrosada, rolliza y alegre. Detrás, papá, con ca-
nas amarillas y la pipa en la mano.
–¡Mamá! ¡Papá!
El capitán subió las escaleras corriendo como un niño.
Fue una hermosa y larga tarde de primavera. Después de una prolon-
gada sobremesa se sentaron en la sala y el capitán les habló del cohete, y
ellos asintieron y mamá no había cambiado nada y papá cortó con los
dientes la punta de un cigarro y lo encendió pensativamente como acos-
tumbraba antes. A la noche comieron un gran pavo y el tiempo fue pasan-
do. Cuando los huesos quedaron tan limpios como palillos de tambor, el
capitán se echó hacia atrás en su silla y suspiró satisfecho. La noche estaba
en todos los árboles y coloreaba el cielo, y las lámparas eran aureolas de
luz rosada en la casa tranquila. De todas las otras casas, a lo largo de la
calle, venían sonidos de músicas, de pianos, y de puertas que se cerraban.
Mamá puso un disco en el gramófono y bailó con el capitán John
Black. Llevaba el mismo perfume de aquel verano, cuando ella y papá
murieron en el accidente de tren. El capitán la sintió muy real entre los
brazos, mientras bailaban con pasos ligeros.
–No todos los días se vuelve a vivir –dijo ella.

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–Me despertaré por la mañana –replicó el capitán–, y me encontraré en
el cohete, en el espacio, y todo esto habrá desaparecido.
–No, no pienses eso –lloró ella dulcemente–. No dudes. Dios es bueno
con nosotros. Seamos felices.
–Perdón, mamá.
El disco terminó con un siseo circular.
–Estás cansado, hijo mío –le dijo papá señalándolo con la pipa–. Tu
antiguo dormitorio te espera; con la cama de bronce y, todas tus cosas.
–Pero tendría que llamar a mis hombres.
–¿Por qué?
–¿Por qué? Bueno, no lo sé. En realidad, creo que no hay ninguna ra-
zón. No, ninguna. Estarán comiendo o en cama. Una buena noche de
descanso no les hará daño.
–Buenas noches, hijo. –Mamá le besó la mejilla–. Qué bueno es tenerte
en casa.
–Es bueno estar en casa.
El capitán dejó aquel país de humo de cigarros y perfume y libros y luz
suave y subió las escaleras charlando, charlando con Edward. Edward
abrió una puerta, y allí estaba la cama de bronce amarillo, y los viejos
banderines de la universidad, y un muy gastado abrigo de castor que el
capitán acarició cariñosamente, en silencio.
–No puedo más, de veras –murmuró–. Estoy entumecido y cansado.
Hoy han ocurrido demasiadas cosas. Me siento como si hubiera pasado
cuarenta y ocho horas bajo una lluvia torrencial, sin paraguas ni im-
permeable. Estoy empapado hasta los huesos de emoción.
Edward estiró con una mano las sábanas de nieve y ahuecó las al-
mohadas. Levantó un poco la ventana y el aroma nocturno del jazmín
entró flotando en la habitación. Había luna y sonidos de músicas y voces
distantes.
–De modo que esto es Marte –dijo el capitán, desnudándose.
–Así es.
Edward se desvistió con movimientos perezosos y lentos, sacándose la
camisa por la cabeza y descubriendo unos hombros dorados y un cuello
fuerte y musculoso.
Habían apagado las luces, y ahora estaban en cama, uno al lado del
otro, como ¿hacía cuántos años? El aroma de jazmín que empujaba las
cortinas de encaje hacia el aire oscuro del dormitorio acunó y alimentó al
capitán. Entre los árboles, sobre el césped, alguien había dado cuerda a un
gramófono portátil que ahora susurraba una canción: Siempre.
Se acordó de Marilyn.

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–¿Está Marilyn aquí?
Edward, estirado allí a la luz de la luna, esperó unos instantes y luego
contestó:
–Sí. No está en el pueblo, pero volverá por la mañana.
El capitán cerró los ojos:
–Tengo muchas ganas de verla.
En la habitación rectangular y silenciosa, sólo se oía la respiración de
los dos hombres.
–Buenas noches, Ed.
Una pausa.
–Buenas noches, John.
El capitán permaneció tendido y en paz, abandonándose a sus propios
pensamientos. Por primera vez consiguió hacer a un lado las tensiones del
día, y ahora podía pensar lógicamente. Todo había sido emocionante: las
bandas de música, las caras familiares. Pero ahora...
«¿Cómo? –se preguntó–. ¿Cómo se hizo todo esto? ¿Y por qué? ¿Con
qué propósito? ¿Por la mera bondad de alguna intervención divina? ¿En-
tonces Dios se preocupa realmente por sus criaturas? ¿Cómo y por qué y
para qué?»
Consideró las distintas teorías que habían adelantado Hinkston y Lus-
tig en el primer calor de la tarde. Dejó que otras muchas teorías nuevas le
bajaran a través de la mente como perezosos guijarros que giraban echan-
do alrededor unas luces mortecinas. Mamá. Papá. Edward. Tierra. Marte.
Marcianos.
«¿Quién había vivido aquí hacía mil años en Marte? ¿Marcianos? ¿O
había sido siempre como ahora?»
Marcianos. El capitán repitió la palabra ociosamente, interiormente.
Casi se echó a reír en voz alta. De pronto se le había ocurrido la más
ridícula de las teorías. Se estremeció. Por supuesto, no tenía ningún senti-
do. Era muy improbable. Estúpida. «Olvídala. Es ridícula.»
»Sin embargo –pensó–, supongamos... Supongamos que Marte esté
habitado por marcianos que vieron llegar nuestra nave y nos vieron dentro
y nos odiaron. Supongamos ahora, sólo como algo terrible, que quisieran
destruir a esos invasores indeseables, y del modo más inteligente, tomán-
donos desprevenidos. Bien, ¿qué arma podrían usar los marcianos contra
las armas atómicas de los terrestres?
»La respuesta era interesante. Telepatía, hipnosis, memoria e imagina-
ción.
»Supongamos que ninguna de estas casas sea real, que esta cama no sea
real sino un invento de mi propia imaginación, materializada por los pode-

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res telepáticos e hipnóticos de los marcianos –pensó el capitán John
Black–. Supongamos que estas casas tengan realmente otra forma, una
forma marciana, y que conociendo mis deseos y mis anhelos, estos mar-
cianos hayan hecho que se parezcan a mi viejo pueblo y mi vieja casa, para
que yo no sospeche. ¿Qué mejor modo de engañar a un hombre que
utilizar a sus padres como cebo?
»Y este pueblo, tan antiguo, del año mil novecientos veintiséis, muy an-
terior al nacimiento de mis hombres... Yo tenía seis años entonces, y había
discos de Harry Lauder, y cortinas de abalorios, y Hermoso Ohio, y cua-
dros de Maxfield Parrish que colgaban todavía de las paredes, y arquitectu-
ra de principios de siglo. ¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo
de los recuerdos de mi mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los
más claros. Y después de construir el pueblo, sacándolo de mi mente, ¡lo
poblaron con las gentes más queridas, sacándolas de las mentes de los
tripulantes!
»Y supongamos que esa pareja que duerme en la habitación contigua
no sea mi padre y mi madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y
capaces de mantenerme todo el tiempo en un sueño hipnótico.
»¿Y aquella banda de música? ¡Qué plan más sorprendente y admirable!
Primero, engañar a Lustig, después a Hinkston, y después reunir una
muchedumbre; y todos los hombres del cohete, como es natural, desobe-
decen las órdenes y abandonan la nave al ver a madres, tías, tíos y novias,
muertos hace diez, veinte años. ¿Qué más natural? ¿Qué más inocente?
¿Qué más sencillo? Un hombre no hace muchas preguntas cuando su
madre vuelve de pronto a la vida. Está demasiado contento. Y aquí esta-
mos todos esta noche, en distintas casas, distintas camas, sin armas que
nos protejan. Y el cohete vacío a la luz de la luna. ¿Y no sería espantoso y
terrible descubrir que todo esto es parte de un inteligente plan de los
marcianos para dividirnos y vencernos, y matarnos? En algún momento
de esta noche, quizá, mi hermano, que está en esta cama, cambiará de
forma, se fundirá y se transformará en otra cosa, en una cosa terrible, un
marciano. Sería tan fácil para él volverse en la cama y clavarme un cuchillo
en el corazón... Y en todas esas casas, a lo largo de la calle, una docena de
otros hermanos o padres fundiéndose de pronto y sacando cuchillos, se
abalanzarán sobre los confiados y dormidos terrestres.»
Le temblaban las manos bajo las mantas. Tenía el cuerpo helado. De
pronto la teoría no fue una teoría. De pronto tuvo mucho miedo.
Se incorporó en la cama y escuchó. Todo estaba en silencio. La música
había cesado. El viento había muerto. Su hermano dormía junto a él.

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Levantó con mucho cuidado las mantas y salió de la cama. Había dado
unos pocos pasos por el cuarto cuando oyó la voz de su hermano.
–¿Adónde vas?
–¿Qué?
La voz de su hermano sonó otra vez fríamente:
–He dicho que adónde piensas que vas.
–A beber un trago de agua.
–Pero no tienes sed.
–Sí, sí, tengo sed.
–No, no tienes sed.
El capitán John Black echó a correr por el cuarto. Gritó, gritó dos ve-
ces.
Nunca llegó a la puerta.
A la mañana siguiente, la banda de música tocó una marcha fúnebre.
De todas las casas de la calle salieron solemnes y reducidos cortejos lle-
vando largos cajones, y por la calle soleada, llorando, marcharon las abue-
las, las madres, las hermanas, los hermanos, los tíos y los padres, y camina-
ron hasta el cementerio, donde había fosas nuevas recién abiertas y nuevas
lápidas instaladas. Dieciséis fosas en total, y dieciséis lápidas.
El alcalde pronunció un discurso breve y triste, con una cara que a ve-
ces parecía la cara del alcalde y a veces alguna otra cosa.
El padre y la madre del capitán John Black estaban allí, con el hermano
Edward, llorando, y sus caras antes familiares, se fundieron y transforma-
ron en alguna otra cosa.
El abuelo y la abuela de Lustig estaban allí, sollozando, y sus caras bri-
llantes, con ese brillo que tienen las cosas en los días de calor, se derritie-
ron como la cera.
Bajaron los ataúdes. Alguien habló de «la inesperada muerte durante la
noche de dieciséis hombres dignos...».
La tierra golpeó las tapas de los cajones.
La banda de música volvió de prisa al pueblo, con paso marcial, tocan-
do Columbia, la perla del océano, y ya nadie trabajó ese día.

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192

La ciencia ficción

La ciencia ficción suele tratar temas tales como el dominio de las máquinas y los ro-
bots, el fin del mundo y la soledad y angustia de los sobrevivientes, la descripción
de mundos alternativos con características culturales absolutamente diferentes a las
del mundo actual, entre otras. Según el crítico y escritor Daniel Link en el prólogo
de Escalera al cielo, utopía y ciencia ficción, la ciencia ficción es “el relato del futuro
puesto en pasado”, a diferencia de la utopía, que mostraría el futuro en el presente, o
la futurología, que no sería otra cosa que un discurso profético o de predicción.
Los relatos de este tipo tienen su origen en la literatura de género fantástico, y
algunos temas pueden ser los mismos, pero su forma de organización es a partir
de una lógica de tono científico que crea la ilusión de verosimilitud. Es decir, no
es que los hechos o leyes internos de este género de ficción deban ser demostra-
dos como reales por la ciencia, sino que los universos de estas historias deben
mostrar cierta compatibilidad con la lógica del discurso científico. También se
diferencia de lo fantástico porque el mundo presentado en los relatos de ciencia
ficción no es familiar ni reconocible para el lector, y los hechos narrados suelen
estar ubicados en un marco asociado al futuro. Pero no son los viajes en el tiempo
o las batallas intergalácticas el elemento definitorio de este género. En general,
en esta literatura se presenta un sentimiento humano de destrucción y pérdida,
relacionado con la creciente deshumanización que implica el avance vertiginoso
de los descubrimientos tecnológicos y científicos.
Hay varias vertientes de la ciencia ficción:
• la llamada ciencia ficción contrautópica o distopía presenta un tono sombrío y
pesimista acerca del futuro de la humanidad y se postula como una forma de
advertencia.
• la denominada ciencia ficción utópica plantea los beneficios y ventajas que pue-
den producir la ciencia y la tecnología al servicio de la liberación del hombre.
• la ciencia ficción ucrónica o ucronía plantea el desarrollo alternativo de un hecho
histórico. ¿Qué hubiese pasado si el resultado de una batalla hubiese sido diferente?
¿Qué hubiese sucedido si tal o cual personaje hubiese muerto antes o después?
El cuento El árbol de la buena muerte podría encuadrarse dentro de la ciencia fic-
ción utópica. Gracias a los avances tecnológicos, la humanidad ha podido migrar a
otros planetas en los que se puede empezar una nueva vida, es decir, la ciencia aparece
al servicio de un futuro mejor. Sin embargo, esto también podría leerse como algo nega-
tivo, de tono sombrío y pesimista con respecto al presente del planeta Tierra.

• Identifiquen los temas que suele trata la ciencia ficción.


• Discutan entre ustedes con qué otra tipología se relaciona la ciencia ficción y por qué. Expliquen en
qué se diferencian esos dos géneros literarios y justifiquen con ejemplos de los cuentos leídos.
• Expliquen de qué manera se relaciona la literatura de ciencia ficción con el discurso científico.

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Literatura 193

La construcción de mundos y las hipótesis científicas


No se trata de que los hechos relatados en historias de ciencia ficción puedan
comprobarse científicamente o no, sino que se trata de pensar este género como
una narrativa que hace conjeturas o plantea hipótesis, generalmente sobre el fu-
turo. En este sentido, podría decirse que funciona como los relatos mitológicos,
tratando de explicar fenómenos de los que todavía no se tienen certezas. O tam-
bién, podría postularse que la ciencia ficción opera de un modo muy similar a la
ciencia, al parecerse al modo en que esta última aventura conjeturas científicas.
Esto es lo que plantea Umberto Eco cuando dice que “toda operación científica (…)
se origina en un profundo juego de ciencia ficción”. También plantea Eco que no
se trata de experimentar con conjeturas de las ciencias físicas únicamente, tam-
bién es el caso de tomar ideas de las ciencias humanísticas, como la sociología,
la psicología, la historia o la lingüística. Un ejemplo claro de esto último son los
innumerables relatos que tratan sobre realidades o “dimensiones” paralelas, que
no serían otra cosa que un juego de postulados sociológicos sobre la realidad como
construcción, tema que será analizado más adelante en este mismo capítulo.
Si se analiza el género desde su comienzo, se observa que los autores siempre
se dedicaron a inventar situaciones que intentaban explicar fenómenos inexpli-
cables por la ciencia, en ese momento, o artefactos tecnológicos impensables en
su tiempo. En este sentido, la novedad parece ser un requisito para la construc-
ción de estos mundos futuristas. Y este requisito estaría basado en la necesidad
de sorprender, de llevar al lector a un espacio que se aleje de situaciones y objetos
cotidianos, naturalizados o demasiado familiares.
Pero ese futuro diseñado con verosimilitud científica un día se hace presen-
te, y así algunos textos se ganan el calificativo de proféticos, mientras que otros
pierden valor convirtiéndose en meras historias de fantasía. Un ejemplo de esto
último es el caso de la gran cantidad de literatura sobre habitantes de Marte o
marcianos. Miles de historias que presentaron habitantes de Marte, o colonias
de terrícolas en dicho planeta, quedaron sin sustento luego de que las misiones
marcianas Mariner de la NASA (fines de 1960 y comienzo de 1970) determinaron
por medio de fotografías que el planeta carecía de agua, elemento fundamental
para el desarrollo de la vida.

• Identifiquen cómo es el uso del tiempo y el espacio en “El árbol de la buena muerte”. Justifiquen
con citas.
• A partir del cuento leído de Oesterheld, debatan entre ustedes si se podría considerar a uno de
los personajes como héroe o heroína. ¿Cuál sería y por qué?
• Relacionen el cuento de Oesterheld con los avances científicos. Si este cuento se escribiera
hoy, ¿a qué género podría decirse que pertenece?

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194 La ciencia ficción en la literatura argentina

El uso del tiempo y el espacio en la ciencia ficción


Los viajes espaciales, la conquista y colonización de nuevos plane-
tas, así como también los viajes en el tiempo (hacia el pasado o hacia
el futuro) no son los únicos temas de la ciencia ficción; sin embargo,
son exclusivos del género, a tal punto que lo identifican.
Tradicionalmente, la ciencia física pensó el espacio en tres
dimensiones y el tiempo como cuarta dimensión, pero a comien-
zos del siglo xx, el físico suizo-alemán Albert Einstein cambió
para siempre los conceptos tradicionales de tiempo y espacio a
partir de su teoría de la relatividad. El espacio y el tiempo de-
jaron de ser categorías independientes para convertirse en una
única: el espacio-tiempo. Este cambio de paradigma abrió el jue-
go para imaginar los viajes en el tiempo, a través de máquinas, y
apareció la idea de cuarta dimensión como la posible existencia El túnel del tiempo (1967) fue
una exitosa serie televisiva de
de dimensiones o realidades paralelas.
ciencia ficción.
La literatura vio en estos temas el recurso para la creación
de fascinantes aventuras hacia lo desconocido. Así comenzaron
a plantearse como posibles, aunque fuera en el marco de la ficción, situaciones
que hasta ese momento habían sido impensables. Arthur C. Clarke y Ray Brad-
bury, así como Isaac Asimov y Philip K. Dick, todos ellos grandes maestros de la
ciencia ficción, sumaron a su imaginación toda la información científica que se
fue generando durante la segunda mitad del siglo xx, lo que dio como resultado
una producción de textos considerable, que atrapó el interés de gran cantidad de
público.
Por otro lado, explorar el espacio ha sido uno de los sueños más anhelados
del hombre. Ya en el siglo xix, Julio Verne imaginó el primer viaje a la luna; en
el siglo xx, Arthur C. Clarke escribió sobre estaciones espaciales y computadoras
sensibles antes de que estas existieran, y Ray Bradbury, sobre civilizaciones ex-
traterrestres en Marte, muchos años antes de que la NASA explorara este plane-
ta. Estas historias espaciales, conocidas como space operas, reflejaron en cierta
manera las experiencias de colonización y dominación de las grandes potencias
europeas en África y Asia, en muchos casos cuestionando temas como el racismo,
la explotación del hombre por el hombre (en estos relatos, del extraterrestre por
el terrestre o viceversa). En otros casos, en la literatura norteamericana, fue “el
espacio” el que vino a la Tierra, produciendo historias de invasión alienígena, en
consonancia con la Guerra Fría y el miedo a la invasión del “diferente”, que no era
otro que el comunismo.
El cine tomó muchas de estas historias para sus realizaciones, así como la te-
levisión, que se encontraba en pleno crecimiento y generó varias series centradas
en estos temas.

• Escriban una definición de ciencia ficción que sintetice todo lo estudiado, incluyendo el uso del
espacio y el tiempo en las obras del género.

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196 La ciencia ficción en la literatura argentina

Es muy difícil definir la ciencia ficción, y en esta tarea se han gastado toneladas de papel y
cientos de ensayos. Vamos a referirnos solo brevemente al tema pues encararlo en su to-
talidad sería imposible en tan breve espacio. El problema de toda definición de un género
literario (y en general de toda definición) es el alcance que se le asigna. Si decimos que la
ciencia-ficción es un “relato de ficción con elementos científicos”, corremos el riesgo de dejar
afuera obras fundamentales del género y a la mayor parte de los autores de la década del 60
y de los últimos años. Si decimos “que es la literatura de la imaginación disciplinada” (Judith
Merrill), es muy probable que estemos definiendo a toda la literatura contemporánea. Es por
eso que usaremos el término ciencia-ficción, o mejor su sigla cf (versión castellana de SF:
Science Fiction) como un mero rótulo o nombre, sin pretender definirla.
En forma didáctica se podría decir que es una rama de la literatura fantástica con algunas
características propias, la más importante de las cuales debería ser el rigor y la verosimili-
tud: lo que sucede debería ser posible, o en un futuro lejano, o en una tierra paralela, o en
otra galaxia, o en otra dimensión de la mente. Damon Knight denominó “capacidad de asom-
bro” (Sense of Wonder) al efecto provocado por la cf en el lector, quien suspende sus juicios
llevado por la coherencia de la trama.
Los orígenes de la cf pueden ser rastreados a lo largo de toda la historia de la literatura.
En general se pueden encontrar elementos de ella en las obras satíricas (La historia verda-
dera, de Luciano de Samosata, o El viaje a la luna, de Cyrano de Bergerac) o en las utopías
(Tomás Moro, Campanella, Bacon): Sin embargo podemos decir que recién aparece en su
forma actual en 1818, con la publicación de Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary W.
Shelley. El “monstruo” es un ser animado científicamente por el hombre, a despecho de El
Golem (de G. Meyrink), a quien se da vida por medio de la magia. En estas dos obras pueden
encontrarse las diferencias básicas entre la cf y la fantasía.
Pero recién con la llegada del siglo xix y la Revolución Industrial aparecen los dos gran-
des precursores: Julio Verne y H. G. Wells, sin desdeñar la influencia de Edgar Allan Poe.
En Verne y Wells encontramos las dos vertientes básicas de la cf: la escuela cientificista
y la imaginativa. La obra del primero está determinada, en general, por un afán de divul-
gación optimista de la ciencia y sus bondades. (…) Wells, en cambio, a pesar de algunas
ingenuidades, crea obras más perdurables, más densas, verdaderas “pesadillas”, al decir
de Borges. La máquina del tiempo (1895) y La isla del doctor Moreau (1896) revelan su falta
de fe en el hombre, su desesperanza del futuro. Esta visión pesimista define muy bien a la cf
anglosajona, obsesionada por la complejidad del mundo, por los problemas ecológicos, por
el psicoanálisis.

Jorge A. Sánchez, “Nota preliminar”, en Clarke, Arthur et al. El cuento de ciencia ficción,
Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1978.

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