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La vinculación entre constitucionalismo y protección de los

derechos humanos
Antonio D’Atena
Traducido del italiano por David Fabio Esborraz.

SUMARIO

1.-Los orígenes.
2.-El itinerario de los derechos en la sistemática de los documentos
constitucionales.
3.-La relación ‘constitutiva’ entre Constitución y derechos
fundamentales.
4.-El advenimiento de los derechos sociales y la nueva percepción de la
Constitución.
5.-La internacionalización de la tutela de los derechos humanos y su
incidencia constitucional.

1.-Los orígenes.

Es sabido que el análisis de un argumento a través de su


desenvolvimiento en períodos, evocando así la idea de fracturas en aquellos
casos en los que existe una continuidad de los procesos, ofrece una
representación de las dinámicas históricas fuertemente simplificada; e
incluso, en última instancia, arbitraria.
A esta regla no escapa el período histórico conocido con el nombre de
constitucionalismo. Basta considerar que resulta extremadamente incierto el
momento a partir del cual ella tuvo inicio; es decir, el momento en el que la
metáfora naturalista evocada por la palabra «constitución» pierde su
originario significado descriptivo, para asumir una acepción prescriptiva que
no evocaba ya -como ocurría anteriormente (v.gr., en Montesquieu, cuando
hablaba de la «constitución de Inglaterra»)- un dato de la realidad análogo al
clima, a las particularidades morfológicas de un territorio o a la religión de
sus habitantes, sino un acto normativo con ciertas características típicas.

Al respecto, goza de un consenso muy difundido la opinión según la


cual el primer acto de estas características habría estado constituido por
el Instrument of Government adoptado por Oliver Cromwell en 1653; aun
cuando el mismo, en honor a la verdad, no sólo tuvo una vigencia
extremamente breve, sino que incluso no llegó a ejercer una influencia
considerable sobre la sucesiva historia constitucional inglesa.

Se trata, no obstante, de una opinión que no puede considerarse


pacífica.

En efecto, existen quienes colocan el inicio del constitucionalismo en


una época precedente -exactamente catorce años antes, en 1639-;
individualizando el primer documento constitucional en sentido moderno en
los Fundamental Orders de Connecticut, elaborados por el grupo de colonos
que, entre 1635 y 1636 se trasladaron desde la bahía de Massachussets al
valle de Connecticut, en donde fundaron las ciudades de Windsor, Hardford
y Wethersfield.

Finalmente no faltan hipótesis que proponen una fecha, todavía,


anterior; para la cual invocan las Royal Charters por medio de las cuales la
Corona británica autorizaba la fundación de colonias en el Nuevo mundo y
disciplinaba el ejercicio del poder en las mismas (como la Maryland
Charter de 1632 o -incluso antes- la Viriginia Charter de 1606).

La disputa brevemente recordada confirma lo dicho al inicio respecto


a que los grandes cambios históricos -y el constitucionalismo ciertamente lo
ha sido- no se producen improvisadamente, sino que constituyen el fruto de
procesos de preparación, más o menos prolongados, y que los momentos con
los cuales se los identifican convencionalmente no se encuentran separados
por rígidas fracturas en relación a aquellos que los han precedido.

En relación a nuestro objeto debe destacarse, v.gr., que las apenas


recordadas Royal Charters tenían -si bien parcialmente- su propio
precedente en las Cartas feudales con las cuales el Rey o el Señor feudal
atribuían las tierras a sus súbditos o vasallos. (Se habla de precedente
solamente parcial, en cuanto tales Cartas -a diferencia de las
norteamericanas- tenían el alcance de Grants of Land, no el de Instrument of
Goverment; es decir, atribuían derechos sobre el territorio, pero sin
disciplinar el ejercicio del poder sobre el mismo.)

Finalmente, no debemos olvidar que en materia de derechos


fundamentales los orígenes más remotos pueden encontrarse en la Magna
Charta de 1215.

2.-El itinerario de los derechos en la sistemática de los documentos


constitucionales.

Pese a lo expuesto antes, no se puede negar que el fenómeno que


estamos analizando había alcanzado su punto crítico a fines del siglo XVIII
y había encontrado su manifestación más incontrovertible en las dos
revoluciones que tuvieron lugar en esta época: la revolución americana y la
revolución francesa; a las cuales se debe el nacimiento de dos documentos
fundamentales para la historia del constitucionalismo: la Constitución de los
Estados Unidos de América de 1787 y la Constitución francesa de 1791.

Por otra parte, no es casualidad que comúnmente se haga coincidir con


estos eventos el nacimiento del Estado moderno; el cual se encuentra, de esta
manera, intrínsecamente imbricado con la Constitución, a tal punto que
frecuentemente se lo define como Estado constitucional.

Otro punto que no admite controversias es que las constituciones


modernas (y el constitucionalismo, como movimiento que ha determinado
su difusión) mantienen una relación constitutiva con los derechos
fundamentales; encontrando en la exigencia de la tutela de estos últimos su
más profunda razón de ser.
Sin embargo, en relación a esto último, procede destacar la paradoja
de que las dos constituciones antes recordadas contienen una disciplina
eminentemente organizativa; ocupándose, en consecuencia, de la
reglamentación del poder soberano más que de la tutela de los derechos que
pueden hacerse valer con relación al mismo. A pesar de ello, se trata de una
paradoja solo aparente; sobre todo porque en tales constituciones no estaba
completamente ausente la regulación de los derechos.

Piénsese, en particular, en la Constitución francesa de 1791, que


dedicaba a las libertades el art. 1 del título I, en el cual eran contempladas la
libertad personal, la libertad de circulación, la libertad de manifestación del
pensamiento y la libertad de reunión. A ello debe agregarse que la
reglamentación escrita de los derechos fundamentales, aun cuando no
estuviere integrada formalmente en el texto de la Constitución, estaba
contenida en documentos constitucionales que, de algún modo, formaban
parte de un único cuerpo normativo junto a la ley fundamental.

En Francia esta función la desempeñaba la Declaración de los


derechos del hombre y del ciudadano de 1789, documento éste cuya
distinción de la Constitución propiamente dicha reconocía sus orígenes en
enunciados manifiestamente iusnaturalistas. En efecto, acogiendo el
presupuesto de que los derechos y las libertades correspondían al hombre en
virtud del derecho natural, se llegaba a sostener que su eventual
reglamentación constitucional habría debilitado su disciplina; en atención a
que si los derechos eran creados por la Constitución, podían ser también
modificados o revocados por ella. De ahí se había concluido que, en esta
materia, era oportuno que el Estado se limitase al reconocimiento de los
derechos preexistentes, mediante una especie de catálogo -precisamente, una
«declaración»- con un valor no ya constitutivo sino meramente de
reconocimiento.

Puede ser de utilidad señalar, siquiera someramente, que en Francia


esta sensibilidad iusnaturalista se ha revelado un elemento persistente, como
lo confirman -limitando nuestra atención a los documentos constitucionales
más recientes- los preámbulos de las Constituciones de 1946 y de 1958. En
el segundo -que es el vigente- se lee que «el pueblo francés proclama
solemnemente su fidelidad a los derechos del hombre y a los principios de la
soberanía nacional tal como han sido definidos por la Declaración de 1789,
confirmada e integrada por el preámbulo de la Constitución de 1946»[1].

En el ámbito de la experiencia norteamericana, en cambio, este


discurso es parcialmente diverso; y ello no por la ausencia de “motivos”
iusnaturalistas análogos a los antes reseñados. Piénsese -v.gr.- en la doctrina
de Alexander Hamilton, ilustrada en el n. 84 de los Federalist Papers, donde
se destacaba la peligrosidad de la regulación constitucional de los derechos.
De ahí la idea de que la máxima garantía estuviese representada por el
silencio de la constitución sobre este particular; lo que habría excluido desde
los orígenes, en esta materia, toda pretensión de competencia por parte de
los poderes públicos.

La diferencia entre la sistemática norteamericana y la francesa estaba


sustentada en la estructura del Estado fundado por la Constitución de 1787,
que no era un Estado unitario centralizado sino un Estado federal, es decir,
un Estado compuesto -a su vez- por Estados. En efecto, en este caso, tales
Estados -las 13 ex colonias emancipadas de la madre patria inglesa tras la
guerra de la independencia- no sólo se habían dotado antes de sendas
constituciones, sino que habían dictado a través de éstas una disciplina
bastante detallada en materia de derechos fundamentales. Así, entre 1776 y
1784 ocho de los trece Estados se habían dado su propia carta constitucional,
reglamentando los derechos con normas que anticipaban fuertemente las
sucesivas disciplinas constitucionales. Tal es el caso -v.gr.- de la
Constitución de North Carolina de 1776, en la cual se contenía una
disciplina sobre el «justo proceso» provista de llamativos puntos de contacto
con la introducida en la Constitución italiana, a través de la revisión en 1999
del art. 111. Nos referimos a la norma según la cual: «en los procesos
penales, toda persona tiene el derecho de ser informada de lo que se le acusa
y de confrontar las declaraciones de los acusadores y de los testigos con las
de otros testigos»[2].

La existencia de disciplinas constitucionales locales había contribuido


a la consolidar la idea de que, en un ordenamiento federal, la materia de los
derechos estaba reservada a las Constituciones de los Estados miembros y,
en consecuencia, sustraída a la Constitución federal; de ahí, entre otras
consecuencias, la configuración de esta última como Constitución parcial
(Teilverfassung, según la terminología alemana), destinada a combinarse con
las Constituciones locales y a dar vida -en virtud de tal combinación
sistemática- a una disciplina constitucional completa (resultante de la suma
de ambos niveles constitucionales), que abarca también a la materia de los
derechos fundamentales.

Esta sistemática ha terminado, incluso, por influenciar el


constitucionalismo federal europeo; como lo confirman las Constituciones
federales helvéticas de 1848 y de 1874 y las dos Constituciones federales
alemanas de 1867 y 1871, que se abstenían de disciplinar la materia de los
derechos y libertades; aun cuando, como es sabido, ha sido superada por la
ulterior evolución constitucional en la cual se ha advertido la progresiva
nacionalización de la disciplina de los derechos fundamentales mediante su
incorporación al texto de la Constitución federal. Sin embargo, mientras esto
tuvo lugar en los Estados Unidos de América y en Suiza (hasta la
constitución de 1999) mediante enmiendas introducidas al texto
constitucional base, en Alemania se ha verificado a través del paso de la
Constitución de 1871 (la Constitución bismarckiana) a la Constitución de
Weimar de 1919. Esta última, a diferencia de la primera, contenía una
disciplina orgánica de los derechos.

Si se tiene en cuenta lo expuesto hasta aquí, no puede sorprendernos


que en el mundo contemporáneo, la regulación constitucional de los
derechos fundamentales y de las libertades haya alcanzado tal grado de
difusión que se configure como una constante constitucional. Incluso no
puede sorprendernos que haya influenciado profundamente la misma
arquitectura sistemática de los documentos constitucionales; los cuales
normalmente contienen una sección -con variada denominación (parte,
título, capítulo, etc.)- dedicada específicamente a los derechos reconocidos a
los individuos y a los grupos con relación al Estado (así como también,
generalmente, a los deberes que a ellos incumben).

3.-La relación constitutiva entre Constitución y derechos


fundamentales.

A esta altura de nuestra exposición nos vemos obligados a aclarar, para


evitar equívocos, que el reconocimiento de una relación constitutiva entre la
Constitución y derechos fundamentales no se resuelve simplemente
constatando que entre las materias reguladas por la primera se encuentran los
derechos fundamentales o comprobando que la Constitución se configura
como una técnica de protección de los derechos fundamentales. Con este
reconocimiento se alude a una cuestión mucho más compleja, en cuanto los
derechos fundamentales adquieren el carácter de tales (es decir, de derechos
en sentido jurídico) precisamente en virtud de su disciplina constitucional.

Como prueba de ello basta recordar que la libertad existía con


anterioridad al advenimiento de las primeras constituciones. En efecto, los
súbditos del ancien régime no vivían encadenados o, en otros términos, no
se encontraban materialmente privados de su libertad. Sin embargo, la
libertad de la cual gozaban era una libertad “fáctica”, en cuanto no constituía
el objeto de un derecho reconocido como límite al poder del Estado. Es por
ello que, parafraseando a Alexis de Tocqueville, en el clásico L’ancien
régime et la revolution, puede decirse que era «una especie de libertad
irregular e intermitente (...) ligada a una idea de excepción y de privilegio,
que (...) jamás alcanzaba a conceder a todos los ciudadanos las garantías más
naturales y más elementales». Por lo tanto, este tipo de libertad no tutelaba a
los particulares frente al poder del soberano; que podía hacerla cesar, a su
propio arbitrio, mediante la emisión de una simple orden de traslado a la
Bastilla.

Con las Constituciones, en cambio, las libertades asumieron el rango


de derechos; configurándose como límites a la acción del poder soberano.

3.a. Las técnicas jurídicas

a.1) La vertiente de la cobertura organizativa

En lo concerniente a las técnicas empleadas por el constitucionalismo


para alcanzar este fin, consideramos que el primer elemento a tomarse en
consideración es aquel que podría ser calificado como cobertura
organizativa.

En relación a la misma debemos observar, de manera preliminar, que


ni la Constitución, ni la tutela constitucional de los derechos, se agotan sin
más en un catálogo de derechos (o de libertades). En efecto, el catálogo
adquiere significación por la reglamentación organizativa prevista
contextualmente por el mismo documento constitucional; y sólo en el caso
de que tal disciplina presente ciertos caracteres, cumple con su función
garantizadora. De ahí -incidentalmente- se puede decir que los autores de la
citada Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789
obraban con conocimiento de causa cuando, en el art. 16, afirmaban que para
la existencia de Constitución (entendida, evidentemente, en sentido
ideológico) eran necesarios tanto el reconocimiento de los derechos como la
división de los poderes: «una sociedad en la cual no se asegura la garantía de
los derechos ni se determina la separación de los poderes está privada de
una constitución».

Traduciendo estos enunciados en términos contemporáneos, puede


decirse que las dos partes en las cuales la regulación constitucional puede ser
sistemáticamente descompuesta -la parte sustancial (regulación de los
derechos y de los deberes) y la parte organizativa (disciplina del poder
soberano)- no pueden ser consideradas como variables independientes,
combinables de manera discrecional.

Una confirmación de este tipo de relación nos la ofrecen las


Constituciones de los países socialistas, los cuales -a partir de un
determinado momento (en la URSS desde 1936)- han comenzado a
reconocer los derechos fundamentales; aun cuando sea cierto que en muchos
casos estos derechos estaban estructurados de forma diversa a como lo hacen
en el constitucionalismo occidental, al no ser configurados como derechos
individuales sino como derechos funcionales (es decir, como derecho
reconocidos no en interés del individuo sino en función de la colectividad o
-más exactamente- del régimen). Así, v.gr., prever -como lo hacía el art. 50
de la Constitución de 1977- que la libertad de palabra y de prensa estaban
garantizadas a los ciudadanos de la URSS «a los fines de reforzar y
desarrollar el ordenamiento socialista», significaba garantizar (siempre que
ello pudiera ser llamado garantía) sólo las manifestaciones de pensamiento
que se adecuaban a la ideología del régimen y a la línea dictada por los
aparatos de gobierno. En la práctica ello significaba -como es trágicamente
notorio condenar la cultura del disenso -el Samizdat- a la persecución y a la
clandestinidad.

Sin embargo, debe señalarse que en otros casos esta diferencia


estructural no existía; en cuanto los derechos no eran reconocidos de modo
diferente al empleado por las Constituciones occidentales. De esta manera,
manteniéndonos en el ámbito de la Constitución soviética de 1977, puede
decirse que esta situación tenía lugar tanto en materia de libertad
personal como en lo concerniente al secreto de la correspondencia;
contempladas en los arts. 54 y 56, que preveían -respectivamente- lo
siguiente: «Se garantiza a los ciudadanos de la URSS la inviolabilidad de la
persona. Nadie puede ser arrestado sino mediando sentencia del tribunal o
con la aprobación del procurador»; «La vida privada de los ciudadanos y el
secreto de la correspondencia epistolar, de las conversaciones telefónicas y
de las comunicaciones telegráficas están tuteladas por la ley».

No obstante, siquiera en estos supuestos se alcanzaba una analogía -


en cuanto al goce de los derechos- entre la disciplina soviética y la
occidental, como consecuencia de las diferencias de las respectivas
organizaciones constitucionales. En efecto, es evidente que ciertas garantías
como las de reserva legal y reserva de jurisdicción sólo tienen valor si se dan
ciertas condiciones irrenunciables, tales como la existencia de elecciones
libres y la independencia de los magistrados, condiciones éstas -como es
sabido- que en el sistema soviético no se cumplían.

a.2) La supremacía de la Constitución

El segundo elemento que concurre a determinar la cualidad de la tutela


constitucional de los derechos es de orden formal; puede sintetizarse en la
fórmula de la supremacía de la Constitución.

En esta sede no pretendemos afrontar la cuestión de si las


Constituciones son por su naturaleza rígidas, en cuanto no modificables
mediante una ley (retomando una sugestiva tesis adelantada recientemente
por Alessandro Pace); cuestión ésta que, con referencia a la experiencia
italiana, carece de particular interés práctico en atención a que el Estatuto
albertino fue históricamente considerado un documento constitucional de
tipo flexible (es decir, al que no se le reconocía una jerarquía superior a la de
los actos legislativos ordinarios del Parlamento). Lo que intentamos decir
aquí es que la Constitución, en el momento de su aparición histórica, ha
privado al poder soberano de la absoluta libertad de acción de la que gozaba
originariamente; sometiéndolo a límites de orden jurídico y modificando, de
esta manera, su propia naturaleza.
Asimismo, es sabido que así como la primera gran Constitución -la de
los Estados Unidos de América-, al contemplar un procedimiento de revisión
fuertemente agravado con relación al procedimiento legislativo ordinario,
podía ser calificada -sin lugar a dudas- como una Constitución rígida; desde
finales de la primera guerra mundial la previsión, por parte de las
Constituciones que se fueron sancionando desde entonces, de
procedimientos de reforma del texto constitucional de tipo rígido, se ha
convertido en regla.

Como consecuencia de ello, en el constitucionalismo contemporáneo,


la supremacía de la constitución se configura como una garantía frente a la
misma ley ordinaria; a tal punto que -como ha puesto de manifiesto, entre
otros, Vezio Crisafulli en referencia a la experiencia italiana- el tránsito de
la Constitución flexible (tal como era considerado el Estatuto albertino) a la
Constitución rígida ha transfigurado la posición del legislador ordinario. Así,
por efecto de la mencionada innovación, el dogma de la omnipotencia del
Parlamento (que reconoce sus orígenes en la experiencia inglesa) ha sido
sustituido por la extensión a la actividad legislativa del principio de
legalidad; de tal manera que la legalidad constitucional es para el poder
legislativo lo que la legalidad “legislativa” es para el poder ejecutivo.

Como es sabido, el establecimiento de esta asimilación está


representado por la introducción -acaecida en el continente europeo con la
Constitución austríaca de 1920- del control centralizado de la
constitucionalidad de las leyes. Por efecto de ello, la función legislativa ha
quedado integrada -enteramente- en el molde del Estado de Derecho;
habiéndose extendido a ella tanto el principio de legalidad como la garantía
de la tutela jurisdiccional contra las violaciones (mediante el reconocimiento
al juez del poder de restaurar la legalidad violada).

La consiguiente asimilación -a este respecto- del acto legislativo con


el acto administrativo se evidencia de manera particular en aquellos
ordenamientos que reconocen el recurso constitucional directo de los
ciudadanos por la violación de los derechos fundamentales (en la forma del
juicio de amparo latinoamericano o español, o en
la Verfassungsbeschewerde alemana).

a.3) La autosuficiencia del reconocimiento de los derechos de la libertad


El tercer elemento a tener en cuenta es el de la eficacia de la disciplina
constitucional de los derechos fundamentales, entendida no ya como eficacia
formal del acto que los prevé, sino como capacidad del mismo de hacerlos
concretamente operativos, que puede, por ello, calificarse como eficacia
sustancial.

Ahora bien, con relación a los derechos fundamentales tutelados por


las primeras Constituciones históricas -las libertades “liberales” de la
tradición de los siglos XVIII y XIX- esta eficacia era entendida de manera
particular. Las mencionadas libertades presentaban (y presentan aún hoy) un
contenido fundamentalmente negativo.

Al respecto, son particularmente ilustrativos algunos pasajes de la


lección inaugural del año académico 1957-1958 dictada por Carlo Esposito
en la Università degli Studi di Roma “La Sapienza”, cuando rechazaba la
opinión, acogida en parte por la jurisprudencia ordinaria inmediatamente
después de la entrada en vigor de la Constitución italiana de 1947, según la
cual el art. 21 de la misma (que reconoce la libertad de manifestación del
pensamiento) tenía un carácter meramente programático (y se limitaba, por
lo tanto, a efectuar un mero reenvío al legislador). En sentido contrario, el
autor antes citado destacaba que «el reconocimiento de una libertad jurídica
no requiere de una actividad legislativa específica para su actuación, sino (...)
que las leyes se abstengan de disponer contra tal libertad»; y ello en atención
a que las mismas -continuaba explicando el maestro - «no requieren (...) una
específica regulación, sino una ausencia de regulación».

Es esta la razón por la cual, en materia de derechos y libertades, puede


hablarse de una autosuficiencia del reconocimiento constitucional, el cual
produce la totalidad de sus efectos exclusivamente per se, es decir, con
independencia de toda intervención destinada a hacerlos efectivos. De ahí la
“inmediatez” -empleando la terminología elaborada por Pierfrancesco
Grossi- de los mencionados derechos y libertades.

4.-El advenimiento de los derechos sociales y la nueva percepción de la


Constitución.
Respecto a esta vertiente específica debe destacarse que, en el
constitucionalismo del siglo XX, se ha registrado un cambio destinado -
como veremos- a modificar profundamente no sólo la arquitectura sino la
misma percepción de la Constitución. Con ello se hace referencia al
enriquecimiento de los clásicos catálogos de las libertades, propios de la
tradición de los siglos XVIII y XIX, mediante la incorporación a ellos de los
derechos sociales, tales como -v.gr., en lo concerniente a la Constitución
italiana vigente- el derecho de igualdad sustancial de los ciudadanos (art. 3,
párrafo 3º), el derecho al trabajo (art. 4), el derecho a la salud (art. 32), el
derecho a la previsión social (art. 38), el derecho a una retribución suficiente
(art. 36), el derecho de la madre trabajadora a cumplir con su «esencial
función familiar» (art. 37).

Lo que caracteriza estos nuevos derechos -diferenciándolos de los


derechos de la libertad (de los cuales nos hemos ocupados en el párrafo
precedente)- es que no se traducen en la imposición de una conducta negativa
-o, en otros términos, en una abstención-, sino que se configuran como
derechos a una prestación; requiriendo, en consecuencia, para su realización
una intervención positiva, que, en general, es impuesta al Estado. Piénsese -
v.gr.- en las intervenciones necesarias para garantizar a las madres
trabajadoras las condiciones para cumplir con su función familiar, tales como
la previsión normativa de licencias por maternidad o la creación de
guarderías infantiles en el lugar de trabajo.

La introducción en las Constituciones de derechos de este tipo ha


producido dos consecuencias de gran importancia.

En primer lugar, ha atenuado la relación constitutiva entre la


Constitución y los derechos fundamentales (de la que nos hemos ocupado
supra). En efecto, es evidente que con relación a los derechos sociales la
disciplina constitucional no es autosuficiente, debiendo encontrar su propio
desarrollo en la normativa de desarrollo. Por lo tanto consideramos que, para
esta categoría de derechos, no tiene validez lo que afirmaba Esposito
respecto a la libertad de manifestación del pensamiento; es decir, que su
reconocimiento «no requiere una actividad legislativa específica para su
realización»[3].
La segunda consecuencia de la incorporación de los derechos sociales
a los textos constitucionales puede concretarse en la diversa percepción de
la Constitución. En efecto, esta última tiende a ser considerada como una
reglamentación preliminar, no sólo dependiente -en cuanto a su eficacia
práctica- de la disciplina de desarrollo y del desenvolvimiento de los
derechos por ella reconocidos, sino también abierta a operaciones
de balancing test por parte de las jurisdicciones constitucionales; las cuales,
a la hora de resolver los conflictos axiológicos que puedan suscitarse entre
las normas programáticas contenidos en las Cartas constitucionales (tal como
es el caso de aquellas que reconocen los derechos sociales) tienden a
generalizar una aproximación mediante valores, atenuando de esta manera la
autosuficiencia de las normas constitucionales, aún cuando reconozcan y
regulen derechos y libertades en sentido estricto.

5. La internacionalización de la tutela de los derechos humanos y su


incidencia constitucionale.

Empero, el proceso de atenuación de la relación constitutiva entre


Constitución y derechos fundamentales no se ha detenido en este punto. En
efecto, la fase sucesiva -que es la que se está produciendo en nuestros días-
se desarrolla bajo el símbolo de la internacionalización de los derechos
humanos; los cuales, desde finales de la segunda guerra mundial (más
precisamente desde la Declaración universal de los derechos del hombre de
Naciones Unidas de 10 de diciembre de 1948) son disciplinados, con mayor
frecuencia, a través de instrumentos internacionales. Limitando nuestra
atención a los principales actos de esta naturaleza, podemos citar la
Convención europea para la salvaguardia de los derechos del hombre y de
las libertades fundamentales de 1950 (CEDU), la Carta social europea
(Torino 1961), el Pacto internacional sobre derechos civiles y políticos
(abierto a la ratificación en Nueva York el 16.12.1966), el Pacto
internacional sobre derechos económicos, sociales y culturales (abierto a la
ratificación en Nueva York el 19.12.1966), la Convención americana sobre
derechos humanos (San José de Costa Rica, 22.11.1969), el acto final de la
Conferencia sobre seguridad y cooperación en Europa (Helsinki, 1.8.1975)
y la Carta de Banjul sobre los derechos del hombre y de los pueblos (Nairobi,
26.6.1981).
Las incidencias constitucionales de este proceso no pueden ser
soslayadas. Conlleva la superación de la idea según la cual la tutela de los
derechos fundamentales queda constreñida al interés exclusivo de los
Estados (y debe encontrar, en consecuencia, su sede material exclusiva en
las Constituciones de las que éstos se dotan).

Pero ello no es todo, ya que este nuevo circuito regulativo no solo se


suma al constitucional, sino que -incluso- interactúa con éste. Las
manifestaciones más evidentes de tal interacción están representadas por los
casos en los que los pactos internacionales sobre derechos humanos reciben
un reconocimiento expreso por parte de los documentos constitucionales
(siendo así, en todo o en parte, “constitucionalizados”). Piénsese en la
constitucionalización de la CEDH por parte de Austria, acaecida en 1962, o
a la previsión -contenida en la Constitución portuguesa de 1976 y en la
española de 1978- según la cual las disposiciones sobre derechos
fundamentales deben interpretarse en armonía con los acuerdos
internacionales aprobados en esta materia (o con los documentos
internacionales de otra naturaleza, como la Declaración de San Francisco de
1948).

Sin embargo, este proceso presenta un alcance más amplio,


comprometiendo incluso a aquellos ordenamientos estatales que carecen de
cláusulas constitucionales de este tipo. Así, ocurre que los jueces nacionales
(y, en particular, los órganos con jurisdicción constitucional) usan, cada vez
con mayor frecuencia, los acuerdos internacionales sobre derechos
fundamentales como parámetro hermenéutico, tendiendo a leer las
respectivas Constituciones a la luz de los mismos.

A esta tendencia se debe -v.gr.- la progresiva atenuación de la


diferencia (recogida normalmente en los textos constitucionales) entre los
derechos reconocidos a todos los hombres (Jedermannrechte) y aquellos
reservados sólo a los ciudadanos (Bürgerrechte), por efecto de la extensión
de los segundos (o, más exactamente, de algunos de ellos) también a los
extranjeros. En Italia, una de las primeras manifestaciones de esta
orientación estuvo representada por la sentencia n. 120/1967 de la Corte
constitucional; la cual, sirviéndose -entre otras- de la norma que reserva a la
ley, previo acuerdo internacional, la disciplina de la condición jurídica de los
extranjeros, ha admitido la extensión a estos últimos del principio de
igualdad (que la Constitución reconoce textualmente sólo a los ciudadanos).

En la misma línea, y siguiendo siempre en Italia, cabe recordar las


numerosas decisiones en las cuales la Corte constitucional ha utilizado los
acuerdos internacionales sobre derechos humanos para interpretar el texto
constitucional, en materia de retribución de los trabajadores dependientes, de
adopción, de tutela de las minorías lingüísticas, de sanciones penales a
menores, de protección de las madres trabajadoras, etc.

Sin embargo, no es este el lugar para profundizar sobre este particular.


Lo único que corresponde señalar aquí es que, detrás de estas tendencias, se
viene perfilando un proceso de trascendentes proporciones que afecta el
futuro mismo del Estado (no de este o aquel Estado, sino -si así puede
decirse- de la forma-Estado); lo que afecta al destino del acto normativo que
a partir de la estación histórica a la que hemos hecho referencia al inicio del
presente artículo ha marcado profundamente esa forma, a tal punto de poder
ser considerado su signo distintivo específico: la Constitución.

Pero ésta -como se solía leer en las novelas de un tiempo- es otra


historia...

[1]
Para completar el cuadro es conveniente añadir que, desde su origen, se le ha
reconocido a la Declaración de 1789 un alcance jurídicamente vinculante. En efecto, el
preámbulo del mencionado acto aclaraba que la función del mismo no era sólo la de
“recordar a los miembros del cuerpo social cuáles son sus derechos”, sino también la de
“consentir que los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo sean parangonados,
en cada instancia, a aquéllos”.
[2]
Para comprobar la correspondencia entre aquella disciplina y la introducida en Italia
223 años después mediante la ley constitucional n. 2/1999, es suficiente recordar que esta
última prevé que “en los procesos penales, la ley (asegurará) que la persona acusada de
un delito sea, en el menor tiempo posible, informada de manera reservada sobre la
naturaleza y motivos de la acusación de que haya sido objeto; … (y que la misma) tenga
la posibilidad de interrogar o de hacer interrogar, ante el juez a las personas que declaren
en su contra, que se convoque e interrogue a los testigos en las mismas condiciones de la
acusación, así como la práctica de cualquier otro medio de prueba a su favor”.
[3]
De todas maneras, para evitar equívocos, conviene aclarar que esta “no
autosuficiencia” no debe entenderse en el sentido de que las disposiciones
constitucionales que reconocen derechos de esta naturaleza deban ser consideradas
totalmente ineficaces en el caso de que el legislador no las desarrolle. De lo contrario, no
sería aceptable que tengan la capacidad de producir la invalidez de las normas legales que
entran en colisión con los preceptos de la Constitución (así, v.gr., el caso de una norma
que introdujera el despido por causa de maternidad, sería considerada inconstitucional
por violación del art. 37 de la Constitución italiana); aun cuando para un pleno
desenvolvimiento de estos derechos sea necesario su desarrollo a través de una norma de
actuación. Así es evidente –retomando el ejemplo antes citado- que sin las normas sobre
la licencia de maternidad, el derecho al cumplimiento de las funciones familiares
reconocido a las madres trabajadoras dejaría de producir la mayor parte de los efectos en
función de los que ha sido constitucionalmente reconocido.

La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (DDHC) de 1789, alcanzó el lunes 26
de agosto 224 años de haber sido votada por la Asamblea Nacional de Francia, formada tras la toma
de la Bastilla, en la primera fase de la Revolución Francesa.
Esta declaración, marcó el fin del Antiguo Régimen (Ancien Regime, en francés, que era el término
despectivo para referirse a la monarquía absoluta imperante no solo en Francia, sino en Europa) y se
erigió como documento cumbre del ciclo de las revoluciones liberales que le sucedieron.
La trascendencia de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano es tal que fue el
fundamento de las constituciones de los siglos XIX y XX y de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de 1948, y constituyó el punto referencial de una nueva era de la cultura
occidental en donde la soberanía reside en la voluntad popular. Así lo establece el artículo tercero de
la DDHC al decir que “el origen de toda soberanía reside esencialmente en la Nación”.
En materia de derechos humanos, la Declaración francesa se enarbola como paradigma de un nuevo
desarrollo político y constitucional que coloca al hombre como el elemento principal en la vida de
los estados. Más que una simple enumeración de derechos, es un dogma de principios e ideales
humanos.
Javier Hervada, filósofo del derecho y catedrático de la Universidad de Navarra, España, escribió
que no obstante estar inspirada en los derechos humanos naturales e inalienables dotados de mayor
fuerza y autoridad, el texto se asemeja más a “una declaración política programática de los
revolucionarios franceses, enunciando como derechos su ideario político y reformista.”
Este ideario se erige desde el preámbulo mismo de la Declaración, cuando los asambleístas expresan
que la finalidad de la misma era “exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales,
inalienables y sagrados del hombre, para que esta declaración esté presente constantemente en todos
los miembros del cuerpo social y les recuerde sus derechos y sus deberes”.
Uno de los principios fundamentales de la DDHC de 1789 es el imperio de la ley y la certeza del
derecho. Esto es entendible en el sentido del rompimiento que los revolucionarios buscaban con las
formas de la monarquía absoluta, en la que el rey no actuaba bajo preceptos establecidos y aceptados
por todos, sino más bien amparado en su potestad de hacer y decidir cuánto quisiera, pues en él se
concentraban todos los poderes.
La ley bajo el concepto de los revolucionarios se concebía como la única garantía del respeto de los
derechos del hombre y de la libertad, de lo considerado justo, restringiendo, por vía de consecuencia,
el poder del Estado para evitar abusos contra los ciudadanos. Por esta razón el artículo 6 de la
Declaración establece que “todos los ciudadanos tienen derecho a participar en su elaboración (de la
ley), personalmente o por medio de sus representantes.”
La DDHC fue esencial en el impulso del nuevo Estado Constitucional, propiciando un orden
jurídico, político, social y económico que se centraba en los derechos. En este orden, el artículo 16
de la Declaración establece que las sociedades en las que los derechos no estén garantizados, no hay
Constitución. Sin embargo, no es hasta la nueva ola revolucionaria del constitucionalismo que se
establece la instrumentación de las garantías de los derechos y libertades fundamentales, al entender
que los derechos no tienen un valor per se a través de la vigencia formal que les otorga la
Constitución, sino por las garantías que los protegen y los hacen efectivos. Un elemento importante
de la DDHC respecto de los derechos es que los mismos sólo pueden ser limitados por la voluntad
del legislador.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 establece cuatro derechos
inalienables e imprescriptibles, que son la libertad, la propiedad, la seguridad ciudadana y la
resistencia a la opresión. Consagra otros derechos como la igualdad, el derecho a elegir y ser
elegido, la libertad de pensamiento y opinión, la libertad de imprenta, la libertad religiosa y el
derecho de pedir cuentas a los miembros de la administración pública.
Hoy día, 224 años después de la Declaración de 1789, es incuestionable su relevancia histórica, su
trascendencia mundial y su vinculación estructural con la nueva ola constitucional,
denominada neoconstitucionalismo.
La conmemoración de la Declaración de 1789 y la riqueza de contenido que ha aportado a los
Estados modernos en cuanto a su organización, los principios que los permean y los derechos que
garantizan, la convierten en uno de los documentos más importantes en el desarrollo de la
humanidad. Significó una conquista, no sólo para el pueblo francés, sino que su influencia repercutió
en todos los países de los continentes europeo y americano, al difundir ideas liberales y
revolucionarias de rompimiento con regímenes opresores y colonialistas.
Al reflexionar sobre la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,
analizamos su vigencia efectiva y el impacto que ha tenido en la protección de los derechos
ciudadanos: frente a las injerencias, disminuciones, abusos y conculcaciones que puedan ser
cometidas en su contra. República Dominicana cuenta con una de las Constituciones más modernas
de la región y consagra un amplio catálogo de derechos fundamentales, para los cuales establece
medios de protección a través de sus garantías y medios procesales.
Hacer de nuestra Constitución un instrumento vivo es un deber de todos, tal y como lo hicieron los
revolucionarios franceses que se unieron bajo la consigna de “libertad, fraternidad e igualdad”.

Declaración de los Derechos del hombre y del


ciudadano - 1789 (página 2)
Enviado por Oswaldo Roca A.

Partes: 1, 2

Contenido.
Rompiendo con la legislación y tradición anteriores, la Convención ha establecida la libertad y
la igualdad en derecho de todos los hombres, sin que las distinciones sociales puedan tener otro
fundamento que la utilidad pública, la preservación de la libertad, la seguridad, la propiedad y
la resistencia a la opresión, como el objeto de toda sociedad política, la atribución a la nación de toda
la soberanía, sin que ningún individuoni corporación pueda ejercer autoridad que no emane de aquella, la
facultad de toda persona de hacer todo aquello que no perjudique a otro, por lo que
los derechos naturales de cada uno no tienen más limitación que los que afiancen a los demás miembros
de la sociedad el goce de iguales derechos, no pudiendo determinarse tales límites sino por las leyes, la
expresión de que la ley sólo puede prohibir las accionesnociva a la sociedad, sin que pueda impedirse
hacer lo que la ley no prohíbe ni obligarse a nade a ejecutar lo que la ley no manda, la definición de que la
ley es la expresión de la voluntad general, a cuya formación tienen derecho a contribuir todos los
ciudadanos, sea personalmente o por medio de representantes, el derecho de todos los ciudadano a ser
admitidos en los cargos, dignidades y empleos públicos, según su capacidad y sin más distinciones que
las de la virtud o el mérito, la prohibición de acusar, prender o detener a ningún individuo, salvo en los
casos y en la forma que determinen las leyes, por lo que incurren en responsabilidad quienes violen esa
norma, mientras queda obligado todo ciudadano a obedecer todo llamado o detención legales, la ley no
debe establecer más penas que las necesarias y no puede castigarse a nadie sino en virtud de una ley
establecida y promulgada con anterioridad al delito y legalmente aplicada, la presunción de inocencia a
favor de todo hombre mientras no haya sido declarado culpable, asi como se reprime todo rigor
innecesario para apoderarse de su persona cuando se juzgue indispensable sus prisión, la prohibición de
molestar a nadie por su opiniones aún siendo sediciosas, con tal de qu no turbenel orden público
establecido por la ley, el derecho a la libre comunicación del pensamiento y de las opiniones, como uno
de los más preciosa para el hombre, siendo responsable del abuso de esa libertad en los casos
determinados por la ley, la función de la fuerza pública como necesaria para la custodia de los derechos
del hombre y del ciudadano, por lo que debe ser constituida en provecho de todos y no de para
el servicioparticular de aquellos a quienes ha sido confiada, la obligaci´pon igual para todos los
ciudadanos, según sus facultades, de contribuir al sostenimiento de la fuerza pública y los gastos de
de administración, el derecho de todos los ciudadanos a comprobar por sí mismos o por medio de sus
representantes, la necesidad de la contribución pública, a aprobarla libremente, a continuar su uso, a
determinar su cuota, su métodode cobro y duración, el derecho de la sociedad a pedir a
todo administrador público las cuentas de su administración, la determinación de que no está constituida
la sociedad si no están garantizados los derechos ni fijada la separación de los poderes, la prohibición de
privar a nade de su propiedad, salvo exigencia de necesidad pública, legalmente justificada y previa
indemnización equitativa.

Texto
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (26 de agosto de 1789)
Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea nacional, considerando que la
ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las
calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer, en una declaración
solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración,
constantemente presente para todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos
y sus deberes; a fin de que los actos del poder legislativo y del poder ejecutivo, al poder cotejarse a cada
instante con la finalidad de toda institución política, sean más respetados y para que las reclamaciones de
los ciudadanos, en adelante fundadas en principios simples e indiscutibles, redunden siempre en
beneficio del mantenimiento de la Constitución y de la felicidad de todos.
En consecuencia, la Asamblea nacional reconoce y declara, en presencia del Ser Supremo y bajo sus
auspicios, los siguientes derechos del hombre y del ciudadano:
Artículo primero.- Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones
sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común.
Artículo 2.- La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e
imprescriptibles del hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la
opresión.
Artículo 3.- El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo, ningún
individuo, pueden ejercer una autoridad que no emane expresamente de ella.
Artículo 4.- La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no perjudique a otro: por eso, el ejercicio
de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que garantizan a los demás
miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Tales límites sólo pueden ser determinados
por la ley.
Artículo 5.- La ley sólo tiene derecho a prohibir los actos perjudiciales para la sociedad. Nada que no esté
prohibido por la ley puede ser impedido, y nadie puede ser constreñido a hacer algo que ésta no ordene.
Artículo 6.- La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a
contribuir a su elaboración, personalmente o por medio de sus representantes. Debe ser la misma para
todos, ya sea que proteja o que sancione. Como todos los ciudadanos son iguales ante ella, todos son
igualmente admisibles en toda dignidad, cargo o empleo públicos, según sus capacidades y sin otra
distinción que la de sus virtudes y sus talentos.
Artículo 7.- Ningún hombre puede ser acusado, arrestado o detenido, como no sea en los casos
determinados por la ley y con arreglo a las formas que ésta ha prescrito. Quienes soliciten, cursen,
ejecuten o hagan ejecutar órdenes arbitrarias deberán ser castigados; pero todo ciudadano convocado o
aprehendido en virtud de la ley debe obedecer de inmediato; es culpable si opone resistencia.
Artículo 8.- La ley sólo debe establecer penas estricta y evidentemente necesarias, y nadie puede ser
castigado sino en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito, y aplicada
legalmente.
Artículo 9.- Puesto que todo hombre se presume inocente mientras no sea declarado culpable, si se
juzga indispensable detenerlo, todo rigor que no sea necesario para apoderarse de su persona debe ser
severamente reprimido por la ley.
Artículo 10.- Nadie debe ser incomodado por sus opiniones, inclusive religiosas, a condición de que su
manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley.
Artículo 11.- La libre comunicación de pensamientos y de opiniones es uno de los derechos más
preciosos del hombre; en consecuencia, todo ciudadano puede hablar, escribir e imprimir libremente, a
trueque de responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley.
Artículo 12.- La garantía de los derechos del hombre y del ciudadano necesita de una fuerza pública; por
lo tanto, esta fuerza ha sido instituida en beneficio de todos, y no para el provecho particular de aquellos a
quienes ha sido encomendada.
Artículo 13.- Para el mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de administración, resulta
indispensable una contribución común; ésta debe repartirse equitativamente entre los ciudadanos,
proporcionalmente a su capacidad.
Artículo 14.- Los ciudadanos tienen el derecho de comprobar, por sí mismos o a través de sus
representantes, la necesidad de la contribución pública, de aceptarla libremente, de vigilar su empleo y de
determinar su prorrata, su base, su recaudación y su duración.
Artículo 15.- La sociedad tiene derecho a pedir cuentas de su gestión a todo agente público.
Artículo 16.- Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la
separación de los poderes, carece de Constitución.
Artículo 17.- Siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de ella, salvo
cuando la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exija de modo evidente, y a condición de una
justa y previa indemnización.

Preámbulo para la Constitución de 1791.


Aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente en 1789, la Declaración de los Derechos del hombre y
del ciudadano sirvió de preámbulo a la Constitución de 1791, convirtiéndose en un símbolo, no ya sólo de
la Revolución Francesa, sino también del mundo contemporáneo.
La Asamblea Nacional nombró una comisión encargada de elaborar un proyecto constitucional el 6 de
julio. Este grupo entregó un informe tres días después en el que recomendaba que la nueva constitución
incluyera como preámbulo una exposición general de los principios universales que se pretendían
consagrar en la misma. El marqués de La Fayette, que contó con la colaboración del autor de la
Declaración de Independencia estadounidense, Thomas Jefferson, embajador en París en aquel tiempo,
presentó un borrador el 11 de julio que fue criticado inmediatamente por los reformistas moderados,
quienes consideraban que la naturaleza abstracta de sus principios provocaría la abolición de
la monarquía y el caos social, temor que se extendió durante las siguientes semanas cuando la
intranquilidad del pueblo generó una incontrolable espiral de violencia.
El debate se reanudó a comienzos de agosto, siendo la cuestión prioritaria decidir si el proyecto
constitucional debía ser revisado o bien reemplazado. Los reformistas, influidos por la legislación británica
y las obras de Charles-Louis de Montesquieu, jurista de la primera mitad del siglo XVIII, opinaban que la
declaración debía enumerar los deberes y derechos de los ciudadanos y servir únicamente como una
enmienda a las leyes anteriores. Por su parte, los radicales, defensores de las teorías de Jean-
Jacques Rousseau y del modelo constitucional de Estados Unidos, insistían en que era necesaria una
declaración abstracta de principios con respecto a la cual pudiera ser evaluada y contrastada la nueva
Constitución nacional.
Este debate se decidió finalmente en favor de los radicales, pero provocó una serie de disputas sobre los
mecanismos constitucionales que adoptaría el nuevo orden, en el que "el origen fundamental de toda
soberanía recae en la nación" (artículo 3). La discusión se centró en torno al papel del monarca: los
radicales consiguieron incluir una norma que denegaba a las proclamas reales carácter legislativo, pero la
propuesta central de que la legislación aprobada por la Asamblea no fuera vetada por el poder
ejecutivo quedó mitigada para que el rey pudiera anular determinadas leyes con las que estuviera en
desacuerdo. La Declaración definía los derechos naturales del hombre, entre los que consideraba básicos
la libertad (individual, de pensamiento, de prensa y credo), la igualdad (que debía ser garantizada al
ciudadano por el Estado en los ámbitos legislativo, judicial y fiscal), la seguridad y la resistencia a la
opresión.
Aunque estos principios fundamentales constituyeron la base del liberalismo político del siglo XIX, no
fueron aplicados en la Francia revolucionaria: el monarca no aceptó que sus anteriores súbditos fueran
ahora soberanos, y la Asamblea Legislativa aceptó el veto del rey. Al cabo de tres años, se abolió la
monarquía y se proclamó la República. Otras dos declaraciones de los derechos del hombre y del
ciudadano fueron aprobadas posteriormente durante el transcurso de la Revolución Francesa. La
Declaración de 1793 tuvo un carácter más democrático (defendía el derecho a la sublevación frente a la
tiranía y prohibía la esclavitud) y precedió a la Constitución de 1793. La Declaración de 1795, más
próxima a la de 1789, supuso el preámbulo de la Constitución del año III.

Repercusión.
La Declaración tuvo gran repercusión en España y en la América española y fue uno de los elementos
fundamentales que estimularon la implantación de nuevas ideas.

Conclusión.
Es sin duda ésta declaración una definición de los derechos naturales del hombre, entre los que se
considera básicos la libertad (individual, de pensamiento, de prensa y credo), la igualdad (que debía ser
garantizada al ciudadano por el Estado en los ámbitos legislativo, judicial y fiscal), la seguridad y la
resistencia a la opresión.
La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano adoptada por la Asamblea Nacional francesa
en 1789 fue uno de los logros más constructivos de la Revolución Francesa y un modelo para la
legislaciones de todo el mundo. Garantizaba la protección legal del ciudadano contra el poder del Estado
y el abuso de lo que detentan el poder.
Los derechos establecidos en ésta declaración como los sostiene Ossorio, es muy importante de
recordarla, en cuantas ocasiones sea posible, por cuanto los derecho en ella establecidos son
precisamente los que desconocen los Estados totalitarios, las dictaduras y los gobiernos de facto.
Constituye pues, para el ciudadano un listado de preceptos que favorecen al hombre para ser tratado con
dignidad, en igualdad de condiciones, y que debe ser consultado, y recordado para no permitir que se le
coarten esos derechos establecidos ya en las leyes vigentes, y si algunos son conculcados exigir y buscar
los medios para hacerlos valer.

BIBLIOGRAFÍA
 Microsoft ® Encarta ® 2006. © 1993-2005 Microsoft Corporation. Reservados todos los derechos.
 Diccionario de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales. Manuel Ossorio.
 Diccionario Jurídico Elemental. Guillermo Cabanellas.
 INTERNET. http://www.fmmeducacion.com.ar/Historia/Documentoshist/1789derechos.htm

ALUMNO:
Oswaldo Roca Añez
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA "GABRIEL RENÉ MORENO"
DERECHO
DOCENTE: Dr. Manfredo Menacho
MATERIA: Seguridad Social
CURSO/GRUPO: "4TO./C"
Reg. U.: 51773310
Santa Cruz de la Sierra, BOLIVIA, mayo 2007

Leer más: http://www.monografias.com/trabajos46/declaracion-derechos-hombre/declaracion-derechos-


hombre2.shtml#ixzz583kLbYkD

http://www.monografias.com/trabajos46/declaracion-derechos-hombre/declaracion-
derechos-hombre2.shtml

La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano fue redactada el 26 de agosto


de 1789 por los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente tras el comienzo de la
Revolución francesa. Esta declaración fue un preámbulo a la Constitución de 1791.

Se trata de un texto histórico-jurídico, ya que es un documento con intención de


convertirse en ley y por tanto de obligado cumplimiento en el lugar donde fuera aprobado,
y de connotación sociopolítica. Tiene un lenguaje nada literario y se caracteriza por su
impersonalidad.

Fue publicado en Francia después de que se asaltara la Bastilla y el “Gran Miedo”


provocara la violencia campesina en contra de la nobleza, y la Asamblea Nacional
apartara del poder a Luis XVI y se aboliera el feudalismo.
Este texto jurídico fue elaborado por un conjunto de intelectuales salidos de la Asamblea
Nacional Constituyente, dirigido principalmente por los miembros del Tercer Estado
francés, que se comprometieron a no disolverse hasta redactar una Constitución en
Francia. Está dirigido a todo el pueblo francés. La Asamblea Nacional Constituyente fue,
como su nombre indica, una asamblea constituyente formada a partir de la Asamblea
Nacional el 9 de julio de 1789, en los inicios de la Revolución francesa. La Asamblea
tomó innumerables medidas que cambiaron profundamente la situación política y social
del país. Fue sustituida por la Asamblea Legislativa una vez finalizados los trabajos de
redacción de la Constitución.

Se pretendía constituir una nueva Francia salida de la gran revolución haciendo censura
de la separación estamental, pasando de una sociedad del Antiguo Régimen, y
apoyándose en un sistema político liberal, defendiendo los principios de libertad,
igualdad, y el respeto a la propiedad privada, y el cambio de poder de una monarquía de
derecho divino en el que el poder lo tiene una persona, a una situación liberal en la que
se produce una separación de poderes. Se declaran derechos tan fundamentales como la
libertad de expresión, culto religioso, y siempre bajo el criterio establecido por la ley.

La declaración contaba con 17 artículos con la exposición de los motivos que llevaron a
su sanción. En ella se expresaban como causas de las calamidades públicas y de los
gobiernos corruptos. El artículo primero declaraba la igualdad y libertad de todas las
personas desde que nacían. El segundo declaró como derechos naturales e inalienables a
la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.

En el artículo tercero se establecía la soberanía de la nación o pueblo. En el artículo cuarto


se manifestaba en qué consistía la libertad. Por el artículo sexto se estableció la igualdad
de los ciudadanos ante la ley, todos los ciudadanos tenían la posibilidad de ejercer cargos
públicos. En el artículo séptimo establecía que la ley era la que determinaba los casos en
los que una persona podía ser privada de libertad.

En los artículos décimo y undécimo se establecía la libertad de opinión. En el artículo


decimotercero se decía que para los costos de la fuerza pública y los gastos de la
administración había que fijar unos impuestos comunes que debían repartirse de forma
proporcional a las riquezas de cada individuo.

El artículo decimosexto fijaba como requisitos para que una Constitución merezca esa
designación tenía que garantizar los derechos y separar los poderes del estado.

Finalmente, el artículo decimoséptimo asentaba la inviolabilidad de la propiedad privada,


permitiendo únicamente su expropiación por una causa de necesidad pública.

El grupo social más favorecido en esta Declaración es el Tercer Estado ya que ganó
bastantes privilegios respecto a los que poseía antes, como la posibilidad de acceder a
cargos públicos, más libertades, unos impuestos proporcionales a la riqueza que posea
cada individuo, derecho a la propiedad privada.

La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano marcó el fin del Antiguo
Régimen y el principio de una nueva era.

Es una declaración de derechos prudente en sus cesiones, además de que algunas no las
llevo a cabo porque impuso sufragio censitario de ciudadanos activos y eso va en contra
de los artículos tercero y sexto.

Y desde mi punto de vista, realmente la burguesía tan sólo pretendía asegurar sus intereses
(sus propiedades, al acceso al poder político, etc.) y no pretendía extender más allá de sus
beneficios particulares. Su alianza con el pueblo fue más interesada que solidaria.

En resumen, la Declaración produjo el nacimiento del liberalismo, la separación de


poderes, se mantuvo el régimen de propiedad privada, abolición de privilegios, se
suprimieron las justicias señoriales y unificación de impuestos.

Este documento se ha convertido en modelo de muchas de las declaraciones posteriores


y fuente de inspiración para la mayoría de las constituciones de los siglos XIX y XX.

DECLARACIÓN DE DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO – ANÁLISIS Y COMENTARIO


David Arroyo Octubre 2012 (IES Las Musas), En: https://www.davidstreams.com/mis-
apuntes/declaracion-de-derechos-del-hombre-y-del-ciudadano-analisis-y-comentario/

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