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de historia
ISBN 978-987-629-345-7
ISBN 978-987-629-345-7
Anexo 273
***
poco poblado, y que los pocos los espacios no ocupados eran aquellos
donde las condiciones ambientales eran tan extremas que hacían im-
posible la vida humana. En segundo lugar, ese análisis nos mostrará la
multiplicidad de adaptaciones creadas por las comunidades humanas,
la variedad de formas económicas, sociales y políticas, y la diversidad y
riqueza de sus manifestaciones culturales.
Dicha heterogeneidad era producto de la historia de los poblado-
res originales, una historia de cerca de veinte milenios, marcada por
profundas y complejas dinámicas. A esa historia dedicaremos ocho
capítulos (del 3 al 10) centrados en los grandes procesos sociales que
se desarrollaron en ambos continentes, desde el poblamiento inicial
hasta el surgimiento de las formas económicas y sociopolíticas más
complejas, expresadas en las dos grandes construcciones políticas en-
contradas por los españoles, los imperios azteca e inca. En tanto, el
epílogo se centra en el impacto de la presencia europea sobre las so-
ciedades aborígenes.
A lo largo de esa historia cambiaron los hombres y las sociedades;
también se transformó el entorno físico con el cual esas sociedades
interactuaban. Insistiremos a menudo sobre esas mutaciones, aunque
recordando siempre que las comunidades humanas no eran receptoras
pasivas de ellas, sino que actuaban sobre el medio y lo transformaban.
Además, es preciso tener en cuenta que la percepción misma de los
medios y paisajes, así como la organización del espacio, eran distintas
de las nuestras.
Lo mismo ocurría con las divisiones de ese espacio. El carácter na-
cionalista de las historiografías latinoamericanas proyectó hacia el pasa-
do (al tiempo que las convertía en atemporales) las grandes divisiones
políticas de su época. Sin embargo, no tiene sentido alguno hablar de
“México”, “Perú” o “Brasil” cuando nos referimos a realidades que se
remontan milenios atrás. Por eso, cuando utilizamos referencias a juris-
dicciones políticas y/o administrativas actuales, sólo queremos facilitar
al lector la ubicación geográfica del acontecimiento referido.
La cronología, esencial en el trabajo del historiador, suele presen-
tar también serios problemas en relación con este tema. Sólo para los
mayas del período clásico disponemos de series de fechas precisas, y
algunos datos de los momentos iniciales de la conquista permiten es-
tablecer algunas dataciones más o menos seguras para los momentos
finales de la época prehispánica. El resto de los fechados descansa so-
bre dataciones radiocarbónicas o Carbono 14, método utilizado desde
mediados del siglo XX.
Presentación 15
***
La diversidad geográfica
Profundos contrastes geográficos caracterizan al continente america-
no. Enorme isla continental que se extiende del Ártico al Antártico,
las aguas de las dos mayores masas oceánicas, el Pacífico y el Atlántico,
bañan sus costas occidentales y orientales; el Ecuador la corta en dos
partes formando grandes franjas climáticas comparables, aunque inver-
tidas, que se extienden hacia el norte y el sur.
De oeste a este el perfil del continente es asimétrico. Al oeste, pa-
ralelo al Pacífico, un enorme sistema cordillerano lo atraviesa desde
Alaska hasta Tierra del Fuego. Geológicamente joven, su estructura es
compleja: coexisten allí elevados cordones montañosos, grandes volca-
nes, valles profundos, altas mesetas y planicies, y las mayores alturas
del continente. En América del Norte, ese sistema es conocido con el
nombre general de Rocallosas; en América del Sur, como Andes. La
angosta franja de tierras de América Central, que articula ambas masas
continentales, está cubierta de montañas. Sobre el litoral del Pacífico
las llanuras son muy estrechas, a veces inexistentes, y las montañas lle-
gan casi hasta la costa misma.
Al oriente de esos grandes sistemas se extienden inmensas llanuras
formadas por extensas cuencas fluviales, como la del Mississippi en el
norte y las del Orinoco, el Amazonas y el Plata en el sur; cerca del litoral
atlántico emergen algunos macizos y cordilleras, menos elevados y geo-
lógicamente antiguos, con formas suaves y redondeadas producto de la
prolongada erosión. En los extremos del continente, dos antiguos ma-
cizos forman extensas planicies, el escudo canádico y la meseta patagó-
nica. Algunos afloramientos rocosos antiguos rompen la uniformidad
de llanuras y planicies, como los sistemas serranos del sur bonaerense
o de la pampa central.
Esos relieves inciden en la dirección de los vientos y la distribución de
las precipitaciones. Las lluvias, abundantes en el Atlántico, disminuyen de
este a oeste hasta encontrarse con las altas cordilleras; en cambio sobre
el Pacífico son excepcionales, salvo en la zona ecuatorial y los extremos
norte y sur. La combinación de estos elementos (relieve, latitud, condi-
ciones climáticas) dio lugar a la formación de una variedad de paisajes,
22 América aborigen
cada uno con sus recursos característicos, que abarcan desde la estepa
polar al bosque tropical, de las extensas praderas templadas a las sabanas
tropicales, de las mesetas desérticas a los fértiles valles montañosos.
Tal diversidad de ambientes incidió en la diversidad cultural, aunque
no en el sentido del determinismo geográfico tradicional. Ante cada am-
biente, las comunidades humanas encontraron obstáculos y posibilidades
y, para sobrevivir y reproducirse, desarrollaron estrategias y tecnologías
específicas, al tiempo que elaboraron múltiples dispositivos culturales y
sociales. Así, desde muy temprano, cada comunidad interactuó con su
ambiente, lo modificó y recreó para aprovechar mejor sus recursos. En
el siglo XV, cuando arribaron los europeos al continente, el paisaje de
algunas regiones, como los Andes centrales y Mesoamérica, había sido
profundamente transformado por comunidades que habían diseñado
complejas estrategias económicas, sociales y políticas para su uso.
Las bandas
Se trata de sociedades pequeñas, compuestas por varias familias vincu-
ladas por el parentesco, cuyo número de miembros, que varía según
los recursos disponibles, rara vez excede algunas decenas. Los matri-
monios se acuerdan entre miembros de distintas bandas (exogamia) y
la nueva pareja suele residir con la banda del varón (virilocalidad). Por
lo general están integradas por varones casados, sus mujeres foráneas
y los hijos solteros. El parentesco, que articula el funcionamiento y la
integración de la banda, regula el lugar de cada individuo, sus derechos
y sus obligaciones.
Cada banda controla un territorio definido, por el que se desplaza
para obtener distintos recursos, en general siguiendo un ritmo esta-
cional anual. En ciertas épocas pueden compartir espacios con otras
bandas, donde obtienen algunos recursos en conjunto. Además, estos
encuentros se utilizan para intercambiar bienes y, en especial, para
acordar intercambios matrimoniales, donde cada banda entrega y reci-
be mujeres, y que contribuyen a establecer alianzas.
Su economía se sostiene en la obtención directa de recursos de la natu-
raleza a través de la caza, la recolección y la pesca, aunque la importancia y
los modos en que se llevan adelante estas prácticas varían según las condi-
ciones particulares del territorio. La producción artesanal, de carácter do-
méstico, se reduce a bienes de fácil transporte (herramientas, artefactos
y utensilios necesarios) y adornos personales. No hay comercio, y los in-
tercambios, regidos por el parentesco, se ajustan a reglas de reciprocidad.
Construir la historia del mundo prehispánico 27
Las tribus
El número de miembros de las tribus, muy variable, depende de cir-
cunstancias particulares y, aunque mayor que el de las bandas, rara vez
excede unos pocos miles de personas. Se trata de sociedades multico-
munitarias, esto es, formadas por distintas comunidades o unidades
sociales de base. Estas unidades se expresan en la presencia de cierta
cantidad de asentamientos, aldeas o caseríos, no mucho mayores que
los de las bandas aunque suelen ser más estables, y son raros los casos
en que toda la población se concentra en una sola aldea.
El problema básico es la integración de esas comunidades en la uni-
dad mayor que es la tribu, proceso en el cual el parentesco juega un pa-
pel central. Si, como en las bandas, cada comunidad forma un grupo de
de parentesco real, este se extiende al conjunto de la tribu por medio
de un sistema ampliado, que se expresa en una genealogía que conecta
a los diferentes grupos o linajes mediante el reconocimiento de un le-
jano ancestro común. Como descendientes de ese ancestro, los linajes
o comunidades son, en principio, iguales. La solidaridad entre los lina-
jes es reforzada por otras instituciones voluntarias, como asociaciones
guerreras, fraternidades religiosas o grupos de edad, que atraviesan de
manera horizontal a las comunidades locales.
Su organización interna también es muy variable. Los jefes de los li-
najes, y a veces también las distintas asociaciones tienen gran peso en la
vida social y política, aunque quienes ejercen ciertas funciones tribales
carecen, en general, de una base económica suficiente y dependen de
su prestigio y habilidades. En algunos casos puede constituirse cierta
jerarquía de jefes tribales, e incluso alguna aldea puede llegar a funcio-
nar como “capital”. Sin embargo, más allá de esto, no se observan roles
ni diferencias sociales hereditarias.
28 América aborigen
Las jefaturas
Las jefaturas (chiefdoms, en inglés) o señoríos eran entidades políticas
regionales que aglutinaban a múltiples comunidades bajo la autoridad
permanente de un jefe. A diferencia de los tipos anteriores, las jefaturas,
que podían alcanzar una población de algunos miles de personas (inclu-
so, a veces, decenas de miles), mostraban algún tipo de jerarquización
social, expresada por la posición o rango elevados que ocupaban ciertos
linajes y comunidades. El parentesco era crucial en la articulación de
esas sociedades: la superioridad de ciertos individuos y linajes, así como
las diferencias que emanaban de ella, estaban justificadas por la mayor o
menor proximidad genealógica al jefe, cuyo linaje ocupaba el lugar más
alto en el sistema de parentesco, y por ende, en la jerarquía social.
La estructura genealógica de cada jefatura, con su organización je-
rárquica de los linajes, derivó de condiciones históricas particulares,
como antigüedad, ubicación, riqueza o prestigio. La superioridad del
linaje del jefe provenía de su mayor cercanía genealógica respecto del
fundador mítico, en especial a partir del principio de primogenitura.
Así, el jefe ocupaba un lugar central en todos los aspectos de la vida
social, y su figura estaba rodeada de complejos rituales y ceremonias.
Se reconocen al menos dos niveles en el ejercicio de la autoridad: los
jefes de las comunidades locales y, por encima de estos, el jefe superior.
El poder de este último dependía, sin duda, de la importancia de su
linaje, pero también de su control sobre la producción y el intercambio
de bienes, de sus capacidades y habilidades personales (incluidas las
referidas a la guerra) y de una ideología útil para legitimar e institucio-
nalizar las desigualdades que se manifestaban en el seno de la sociedad.
También dependía de la fuerza guerrera (su séquito o seguidores) para
defender los recursos de las comunidades bajo su mando. Hacia 1492,
las jefaturas instaladas en distintas regiones del continente mostraban
múltiples formas; sus dimensiones, actividades económicas, patrón de
asentamiento y poderes y atributos de los jefes dependían de circuns-
tancias históricas particulares.
Construir la historia del mundo prehispánico 29
A fines del siglo XV, cuando Cristóbal Colón exploraba las cos-
tas americanas, numerosos pueblos vivían en el continente y
ocupaban la mayoría de los ambientes habitables. Esas pobla-
ciones, presentes allí desde muchos milenios atrás, hablaban
numerosas lenguas y tenían profundas diferencias sociocul-
turales, resultado de las diversas geografías, las respuestas y
estrategias que cada pueblo había elaborado y los complejos
procesos históricos que habían vivido. También se traslada-
ban, migrando en busca de mejores oportunidades a regiones
lejanas o desplazándose en pequeños grupos para comerciar,
buscar materias primas escasas, guerrear o participar en proce-
siones y ceremonias.
los pobladores nativos supieron obtener de ellos los recursos para sobre-
vivir y prosperar. Si consideramos el ambiente natural, los paisajes y las
formas de vida de sus pobladores, se distinguen tres grandes subregiones:
las grandes planicies, la Gran Cuenca y el sudoeste. No obstante, entre
ellas existen cualidades comunes: los hombres migraban con frecuencia
de una a otra y sus pobladores mantenían activos contactos.
George Catlin, Letters and Notes on the North American Indians, editado
por MacDonald Mooney, Nueva York, Gramercy Books, 1975, p. 140.
En este contexto, los paiutes del valle del río Owens fueron una ex-
cepción. Aprovechaban el agua del río para irrigar (mediante peque-
ñas represas, pozos y canales) sus áridas tierras. Inundaban los prados
cercanos, lo cual favorecía el crecimiento de las plantas silvestres y una
recolección más rendidora que, aunque no los libraba del nomadismo,
permitía una residencia más prolongada en el lugar y la construcción
de viviendas más sólidas.
El área intermedia
Hacia 1500, las tierras altas y las llanuras costeras de Ecuador y Colom-
bia y la mayor parte de América Central formaban el área llamada “in-
termedia” debido a su posición, pues lindaba al norte con Mesoamérica
y al sur con los Andes centrales, áreas con las cuales mantuvo contactos
de mutua influencia desde época antigua. El paisaje presenta, sobre
todo en Colombia y Ecuador, una alta complejidad micro-geográfica,
y se escalona en espacios relativamente cercanos, punas o planicies
herbáceas de altura, altos valles andinos e importantes extensiones de
tierras bajas tropicales, tanto sobre el Pacífico como en las pendientes
orientales de los sistemas montañosos. El clima, que por su latitud debe-
ría ser cálido, en cambio es moderado debido a la altura, y oscila entre
las tórridas tierras bajas y los climas más templados y frescos de las tie-
rras altas. Las lluvias son abundantes en toda la región; casi no existen
zonas secas o áridas.
América en el momento de la invasión europea 51
Atahualpa en Cajamarca
Al caer la tarde del 15 de noviembre de 1532, Atahualpa, supremo señor
del Tawantinsuyu, avanzaba con una multitudinaria comitiva hacia Caja-
marca donde lo esperaban extraños desconocidos. Su jefe era Francisco
Pizarro, a quien, durante la marcha, habían visitado altos dignatarios del
imperio. El Inca llegó llevado en sus andas y sentado en su tiana, asiento
América en el momento de la invasión europea 55
con rapidez a lo largo de los ríos y llegaban hasta los contrafuertes an-
dinos para realizar rápidos y violentos ataques contra los asentamientos
fronterizos. Los más violentos, de lengua tupí-guaraní, eran los guerre-
ros ava, a quienes los incas llamaron despectivamente “chiriguanos”,
como veremos luego.
Por último, en el sur, en la región central de Chile, los incas encon-
traron dura oposición en las poblaciones locales, los reche (“la gente
verdadera” o “los verdaderos hombres”) o araucanos, que detuvieron el
avance incaico en el río Maule. La resistencia de los reche se vio favore-
cida por las características de su territorio húmedo y boscoso, extraño
para los incas, así como por sus asentamientos dispersos, su gran movi-
lidad, su organización social laxa, en que los linajes jugaban un papel
central, y la ausencia de un mando político estable y centralizado.
Las tierras bajas de América del Sur, al oriente de los Andes, ocupan
más de dos tercios de su superficie y se extienden desde las costas del
Caribe hasta Tierra del Fuego. Cruzada por la mayoría de las franjas
climáticas, predominan en ellas las extensas llanuras formadas por
cuencas fluviales como las del Orinoco, el Amazonas y el Plata; al sur se
encuentra la vasta meseta patagónica.
Los tupinambáes
Los tupinambáes, literalmente “los más antiguos”, constituían un conjunto
disperso de más de un centenar de aldeas cercanas a la costa atlántica
del actual Brasil. Aunque con estrechos lazos culturales y lingüísticos,
esas aldeas eran independientes y a menudo estaban en guerra unas con
otras. Periódicamente migraban buscando nuevas tierras pues el cultivo
de roza, su principal actividad económica, agotaba los suelos luego de
algunos años.
Las aldeas, como lo muestra el grabado, estaban formadas por grandes
casas rectangulares, regularmente entre cuatro y ocho, construidas con
materiales perecibles −maderas, ramas y paja− ubicadas en torno a una
gran plaza rectangular. Cada casa alojaba a un patrilinaje de hasta treinta
familias nucleares, cada una con su propio compartimento y fogón en el
interior. Como otros agricultores tropicales, fabricaban cerámicas y utiliza-
ban profusamente la madera.
Los viajes de Cristóbal Colón, a fines del siglo XV, y las prime-
ras exploraciones castellanas durante los años posteriores tuvieron un
profundo impacto en las mentes europeas: el universo se amplió más
allá de donde la imaginación medieval podía haber supuesto y, a me-
dida que las nuevas tierras eran conocidas, los europeos tomaron con-
ciencia de que se hallaban ante un mundo nuevo (para ellos). Numero-
sos interrogantes se plantearon entonces. Los mayores y más acuciantes
se referían a los habitantes de esas nuevas tierras. ¿Quiénes eran esos
seres que tanto se asemejaban a hombres y, sin embargo, tenían len-
guas, costumbres y modos de vida tan distintos a los de Europa? ¿Eran
realmente humanos? Si lo eran, ¿qué hacían en ese mundo aislado y
lejano? ¿Cómo y cuándo habían llegado allí?
El problema del origen del hombre americano, aún hoy motivo de aca-
lorados debates, quedaba así planteado. Con el tiempo, participaron
en las discusiones teólogos, juristas, filósofos, científicos o simples cu-
riosos, y a menudo se entremezclaron la religión, la ciencia y la fanta-
64 América aborigen
las aguas de los océanos. Muchas tierras fueron cubiertas por las aguas,
otras quedaron separadas de los continentes, las direcciones de los vien-
tos cambiaron, las franjas climáticas se desplazaron y se acentuaron los
contrastes entre regiones. Los cambios ambientales modificaron los
recursos de caza: los grandes herbívoros se fueron extinguiendo (tam-
bién incidió la sobre explotación de algunas especies) y otros animales
cambiaron de hábitat.
Las comunidades humanas tuvieron entonces que reacomodar sus
actividades económicas y diversificar e intensificar el uso de los recur-
sos disponibles, desarrollando nuevas tecnologías y modificando su mo-
vilidad. Reducidas sus posibilidades, esos cazadores especializados del
Pleistoceno comenzaron a atrapar una mayor variedad de animales de
menor porte y ampliaron la recolección de vegetales. En las áreas más
secas, como la Gran Cuenca en América del Norte o el centro y norte
de la actual Argentina, por ejemplo, donde las grandes piezas de caza se
volvieron escasas, adquirió importancia la recolección de semillas. En
cambio, otras poblaciones, como las que vivían cerca del litoral maríti-
mo, intensificaron la pesca, la recolección de mariscos y moluscos, y la
caza de mamíferos marinos, que complementaron con recursos terres-
tres, como sucedió en parte de la costa del Pacífico.
En síntesis, como había ocurrido en el continente euroasiático, las
economías cazadoras especializadas, esto es, basadas en la caza intensiva
de un número reducido de especies de alto rendimiento, dieron paso a
economías de amplio espectro, que desplegaban múltiples actividades
y explotaban un conjunto variado de recursos animales y vegetales. En
este contexto, algunas comunidades comenzaron a experimentar con
la domesticación de ciertas plantas y, en los Andes centrales y centro-
meridionales, de varios animales. Sin embargo, durante mucho tiempo
plantas y animales domésticos sólo constituyeron el complemento de
una economía que dependía de la caza y la recolección.
Hasta entonces, los pobladores que habitaban las altas planicies (a ve-
ces a más de 4000 metros de altura) todavía eran esencialmente caza-
dores pues, salvo algunos tubérculos, escaseaban los recursos vegetales
comestibles. Allí, la vida humana había dependido de la caza de mamí-
feros salvajes como vicuñas, guanacos y tarucas o ciervos andinos. Tras
varios milenios de convivencia con esa fauna local, los tempranos caza-
dores avanzaron en la domesticación de unas pocas especies, como el
cuy y camélidos del género Lama, llama y vicuña, por lo que finalmente
se convirtieron en pastores. Asimismo, es posible que las tierras altas
meridionales hayan sido también un núcleo independiente de domes-
ticación de esos animales pues, en la vertiente occidental de la Puna,
en el curso medio del río Loa y en sitios ubicados al norte de San Pedro
de Atacama, existen indicios de prácticas de pastoreo y domesticación,
que se ubican entre 5000 y 3000 a.C.
En los valles costeros del Perú, en cambio, las primeras experien-
cias hortícolas tuvieron lugar más tarde que en la sierra, quizá desde
los inicios del cuarto milenio antes de Cristo, y en un contexto de
comunidades centradas en el aprovechamiento de los recursos del
mar. Aldeas de pescadores y recolectores de productos marinos apro-
vechaban las tierras cercanas a los ríos (y la humedad dejada por las
crecidas) para cultivar vegetales que reforzaban la dieta. No obstante,
fueron los productos del mar (peces, moluscos y mariscos, aves y ma-
míferos marinos) los cuales, al brindar una provisión segura, abun-
dante y estable de alimentos, hicieron posible la temprana sedentari-
zación de estas comunidades.
De la llegada al continente al surgimiento de las sociedades aldeanas 77
Las viviendas de la aldea –llegó a tener unas 100– eran simples, redondas
y en forma de cúpula, construidas con haces de juntos sujetos a un mar-
co de cañas o varas curvadas que se unían en la parte superior, a veces
78 América aborigen
Mesoamérica
Tres altas mesetas articulaban las distintas partes de la región. La pri-
mera, la meseta central, fue la de mayor relevancia económica y polí-
tica. Su imagen recuerda las pirámides que construían sus pobladores:
una alta plataforma por encima de los 2100 metros de altura, que
incluía las cuencas de Toluca, México y Puebla, descendía en escalo-
nes y se prolongaba hacia el norte en una inmensa planicie árida. La
cuenca de México, corazón de este bloque central, estaba ocupada
por un gran sistema lacustre que, junto con las tierras vecinas, susten-
taba a una numerosa población. Alrededor, en una menor altitud, la
84 América aborigen
fértil llanura del Bajío, las montañas de Michoacán con sus laderas
cubiertas de pinos, sus lagos y lagunas, las tierras más húmedas y cáli-
das de Jalapa y Orizaba, y las más calientes de Morelos formaban los
escalones que conducían a la franja costera del golfo de México y a la
costa del Pacífico.
Al sur de las cuencas de los ríos Balsas y Papaloapan se encontraba la
meseta del sur de México, en la actual Oaxaca. Con un espacio domi-
nado por montañas áridas y suelos polvorientos que recuerdan paisajes
lunares, sólo el valle de Oaxaca disponía de tierra suficiente para una
agricultura intensiva y para el desarrollo de aglomeraciones urbanas.
Monte Albán, en el centro del valle, fue el núcleo político y cultural de
la región, y uno de los más grandes del mundo prehispánico.
Más allá del istmo de Tehuantepec se encontraban las tierras altas
meridionales. Allí se elevaban las montañas que, con sus laderas cu-
biertas de pinos y sus temperaturas más frescas, atravesaban Chiapas y
Guatemala, encerrando valles regados por arroyos, ríos y abundantes
lluvias invernales, donde nacían algunos grandes ríos como el Motagua
y el Usumacinta, que llevaban sus aguas al Atlántico.
Distintas eran las llanuras costeras. La del golfo, ancha y lluviosa, era
atravesada por ríos lentos y caudalosos, que inundaban las tierras for-
mando pantanos y manglares. La del Pacífico, angosta y seca, estaba
cruzada por ríos torrenciales que provenían de las montañas vecinas.
En el sudeste, las tierras bajas formaron la Península de Yucatán. Su
clima es seco en el noroeste, pero las lluvias aumentan cuando se avan-
za hacia el sudeste; la vegetación de matorral cede el lugar al bosque
tropical húmedo. Hacia el sur, una franja de selva cálida, lluviosa y pan-
tanosa se prolonga hasta las estribaciones de las montañas de Chiapas
y Guatemala.
comunidades obtenían allí agua dulce y tenían acceso a las lomas, don-
de cazaban y recolectaban. En valles serranos y punas, en cambio, el
cultivo a temporal de especies adaptadas a la altura y el frío se combinó
con la cría y pastoreo de camélidos domésticos; en las partes más altas,
persistió la caza especializada de camélidos salvajes. Al mismo tiempo,
se desarrollaron algunos mecanismos de intercambio entre poblacio-
nes de ambas macrorregiones.
Entre c. 3000 y 800 a.C., etapa que suele dividirse en dos períodos,
Precerámico y Cerámico Inicial, varios procesos cambiaron la vida de
los pobladores de la región: se expandió la economía, aumentó la po-
blación, se desarrollaron nuevas tecnologías, se erigieron construccio-
nes monumentales, y se manifestó una mayor complejidad social.
Adaptado de <www.arqueologiadelperu.com.ar/aspero.htm>.
altas. Dos de ellos fueron emblemáticos del fin del milenio: El Paraíso,
en el valle del río Chillón, cerca de Lima, y Kotosh, en la sierra, cerca
de las nacientes del río Huallaga.
El Paraíso fue uno de los más grandes. En su construcción, comen-
zada hacia 2000 a.C., se emplearon cien mil toneladas de piedra can-
teada; fue reconstruido y modificado en varias ocasiones. Ocupado
durante siglos, su población debe haber sido numerosa, dado el gran
tamaño de los basurales encontrados. La alimentación provenía princi-
palmente del mar (en particular, peces pequeños), aunque también se
cultivaba y recolectaba en las riberas del río; en la planicie vecina crecía
el algodón, usado para hacer redes y líneas para pescar, y para confec-
cionar tejidos simples.
La unidad I de El Paraíso
Es el edificio más conocido de este sitio, uno de los mayores de la época.
Está situado al sur de una extensa plaza flanqueada, al este y el oeste,
por dos largos montículos. Se trata de una plataforma pequeña, de cuatro
niveles, excavada y restaurada hace ya tiempo. El acceso a los cuartos
de su cima se realizaba por dos escaleras. La más larga conducía a una
cámara pintada de rojo, con un espacio rectangular hundido en su centro
y cuatro pozos circulares en cada esquina. Estos pozos estaban llenos
con carbón y todo el piso del patio rectangular había sido quemado. Esta
cámara debió estar dedicada a rituales del fuego sagrado, que incluían
la quema de ofrendas. Por sus pequeñas dimensiones, el acceso a esos
rituales debió estar reservado a pocas personas. La ilustración muestra
una vista del piso de la cámara roja, con su patio hundido y sus fogones
circulares.
Ilustración: <www.arqueologiadelperu.com.ar/paraiso.htm>.
Los inicios de un nuevo orden social 91
La frontera meridional
La actual costa sur peruana, menos poblada y con sistemas regionales
menos integrados, constituía también una frontera cuyo modo de vida
está representado en sitios de los valles de Ica y Acari. El poblado de Ha-
cha, en el valle de Acari, estaba formado por pequeños edificios rectan-
gulares de adobe, en su mayoría viviendas. Una modesta construcción
con varias habitaciones fue quizás un santuario dedicado a asegurar el
éxito en la caza, a juzgar por las figuras de camélidos pintadas en las
paredes de uno de los cuartos. El cultivo, concentrado en la cercana
planicie de inundación, era realizado por medio de hoces con hojas de
piedra y, aunque se consumían moluscos y peces, la caza era la fuente
principal de proteína animal, como lo indican las numerosas puntas
halladas.
Para la misma época, en la tierras del altiplano vecinas al lago Titicaca,
beneficiadas por la mejora de las condiciones ambientales como el clima
algo más húmedo y templado, y el ascenso del nivel del lago, se asentaron
pequeñas comunidades aldeanas que combinaban el pastoreo de llamas
y alpacas con la caza de camélidos salvajes, la pesca, la recolección vegetal
y el cultivo de algunos tubérculos y granos de altura (papas y quínoa).
Lentamente, la población creció, se extendió el uso de la cerámica y apa-
recieron las primeras construcciones comunitarias.
Hacia el año 1000 a.C., comenzó a construirse en Chiripa una pla-
taforma en cuya cima se abrieron tumbas y un patio hundido rodeado
de construcciones rectangulares. En las aldeas más grandes, se erigie-
ron estructuras comunitarias en forma de pequeños recintos hundidos,
abiertos a nivel del suelo, que miraban hacia los picos montañosos más
altos, considerados y adorados como el origen de las aguas. Es probable
Los inicios de un nuevo orden social 101
ide C
Pirám
Complejo A
jo C
mple
Co
Michael D. Coe, Mexico, Londres, Thames & Hudson, 1984, p. 72, y Ol-
mecas, Special edition, México DF, Arqueología mexicana, s.f., p. 45.
El sitio de La Venta
La Venta, un importante centro ceremonial claramente planificado,
fue construido sobre una isla o porción de tierra no inundable de unos
2,5 kilómetros cuadrados de superficie, situada en una zona de panta-
nos y manglares. Esa superficie era demasiado pequeña para mantener
a una población numerosa: si, como se calcula, se necesitaron más de
un millón de horas de trabajo para construir los monumentos del sitio,
es preciso asumir que sus dirigentes controlaron los recursos y la fuerza
de trabajo de una zona más amplia, seguramente la que abarcaba las
tierras agrícolas situadas entre los ríos Coatzacoalcos y Tonalá.
El núcleo del centro ceremonial lo forma un conjunto de estructu-
ras, ordenado sobre un eje determinado por el norte magnético, que
El surgimiento de las primeras civilizaciones 115
coincide con la parte más alta de la isla, entre las que se destaca, en
medio de vegetación tropical, una gran pirámide de planta radial con
las esquinas remitidas que remeda un volcán. Las dimensiones de La
Venta, la complejidad de sus edificios y monumentos, su planificación,
el alto nivel arquitectónico y artístico, y su perfección técnica revelan la
profundización de los procesos operados en el período anterior.
A juzgar por el carácter ritual y religioso de los monumentos y repre-
sentaciones, La Venta era esencialmente un centro ceremonial, y sus
ocupantes constituían una minoría de especialistas entre los que se des-
tacaban algunos señores, a quienes solemos llamar “sacerdotes”, cuya
autoridad descansaba en su papel de mediadores entre los hombres y
las divinidades. Estos señores aparecen representados en los grandes
monumentos (enormes cabezas, estelas y los llamados “altares”), a tra-
vés de los cuales mostraban su prestigio y poder. Ejecutores de un ritual
formalizado e intérpretes de un complejo sistema de creencias y valores
religiosos, hicieron de la religión el aspecto integrador y dominante de
sus comunidades.
Sin embargo, a diferencia de lo que se pensó durante mucho tiem-
po, La Venta no fue sólo un centro ceremonial aislado. Su reducida
superficie no podría haber brindado la mano de obra y los recursos
necesarios para la construcción de los monumentos, su mantenimiento
y el de la elite que lo dirigía. Por ende, debe haber controlado los te-
rritorios circundantes, surcados por ríos y canales, donde vivía una im-
portante población campesina. Su producción agrícola y su fuerza de
trabajo hicieron posible la construcción y el mantenimiento del centro,
reconstruido a lo largo de sus cuatro siglos de apogeo, y mantuvieron
al grupo de especialistas que allí vivía, esto es, la elite sacerdotal que
regía sus destinos y los artesanos especializados que produjeron las más
bellas obras del arte olmeca. No conocemos las formas específicas en
que esas comunidades contribuían a sostener al centro ceremonial y su
elite, pero es posible que sobre ellas recayera una serie de tributos y o
trabajos. El prestigio de esa elite, sus funciones de planificación y la po-
tencia de las creencias religiosas deben haber incidido en la aceptación
de esas demandas por parte de las comunidades.
En La Venta se encontraron materiales importados de otras regiones,
en especial minerales para fabricar objetos de uso ritual (ofrendas voti-
vas o funerarias) o de prestigio. Su presencia supone una organización
que incluía especialistas en las actividades de obtención y transporte de
las materias primas, y en la elaboración de los productos. El acceso a los
bienes valiosos, de manera especial los foráneos, era una de las formas
116 América aborigen
Sin embargo, más allá de esos factores, el notable éxito del estilo olme-
ca residió en su amplia aceptación por parte de las elites de las regiones
involucradas en los procesos sociales de esa época. Durante la primera
mitad del primer milenio antes de Cristo, e incluso antes, emergieron
en varias áreas otras jefaturas, vinculadas entre sí y con los pueblos de
la costa del golfo de México por amplios contactos e interacciones, fun-
damentales para la expansión del estilo iconográfico olmeca sobre un
vasto espacio que se extendía desde la actual república de El Salvador
hasta el valle de México.
Las elites de esas jefaturas, algunas poderosas, utilizaban un sistema
común de emblemas y símbolos religiosos para proclamar su posición y
poder, y se relacionaban tanto a través de esas redes comerciales como
de las visitas que los señores o sus emisarios realizaban a otros centros.
Los olmecas de La Venta, en la costa del golfo de México, no eran sino
una de esas jefaturas, sin duda la más compleja y poderosa de su tiem-
po, donde se realizó la síntesis más coherente de esos emblemas y sím-
bolos, tomados de diferentes regiones.
La iconografía de Chavín
En esa iconografía, buen ejemplo de la integración, se destacan los ele-
mentos relacionados con las tierras bajas del oriente, la “montaña”, con
la cual los contactos eran sencillos. Algunos animales de claro origen
selvático, carnívoros y rapaces, jugaron un papel central en las represen-
taciones artístico-religiosas. Sus principales figuras eran saurios o caima-
nes, águilas y, sobre todo, jaguares: animales dominantes vinculados al
agua, el aire y la tierra, respectivamente. Sus figuras, muy estilizadas, o las
representaciones de partes de ellos, como uñas, garras y colmillos, tuvie-
ron fuerte presencia en las esculturas y en múltiples objetos pequeños en
piedra, cerámica, hueso y concha. También son dominantes en algunas
grandes piezas, verdaderas obras maestras por la calidad de su ejecución
y la complejidad iconográfica de las representaciones, como el mencio-
nado Lanzón, el Obelisco Tello, la estela Raimondi, o las lajas talladas
que rodeaban el patio circular hundido del Templo Viejo.
Pero también existen representaciones de elementos marinos, entre
los cuales se destaca el Spondilus, un bivalvo de aguas calientes denomi-
nado “mullu” en quechua, y el caracol Strombus, usado para fabricar una
especie de trompeta de sonido grave y áspero. Ambos estaban ligados a ri-
tuales vinculados con el agua. Al parecer, los movimientos de estos molus-
cos hacia el sur o el norte marcaban el ritmo cálido-frío de las corrientes
marinas, lo cual permitía predecir con alguna anticipación el fenómeno
El surgimiento de las primeras civilizaciones 129
que hoy conocemos como “el Niño”. Por eso, el pronóstico del tiempo
y el conocimiento del calendario estuvieron estrechamente asociados al
desarrollo de los centros ceremoniales y a la consolidación de sus elites.
costa sur del actual Perú. Allí, aldeas de pescadores instaladas sobre la
costa desértica habían desarrollado, hacia 450 a.C., prácticas funerarias
particulares: las tumbas familiares, excavadas en forma de botella (ca-
vernas), no mostraban indicios de diferencias sociales significativas ni
incidencia del estilo de Chavín. Un siglo después aparecen nuevas prác-
ticas funerarias, indicios de diferenciación e influencias, que marcan
una nueva etapa en el desarrollo cultural de Paracas, zona que en los
siglos siguientes tuvo su mayor apogeo y sobrevivió a la caída de Chavín,
como veremos en el próximo capítulo.
En síntesis, los centros vinculados a Chavín, con sus macizas estruc-
turas y la adopción de creencias religiosas, iconografía y estilo artístico
comunes, eran producto de sociedades complejas, con un sistema de
estratificación social definido, elites poderosas e intrincados intercam-
bios. Numerosos elementos de Chavín pueden ser rastreados hasta los
tiempos precerámicos, pero, en otros aspectos, su herencia a la cultura
andina posterior fue novedosa, como ocurrió con el rol de los textiles
como forma elevada de arte, o con la producción de finos objetos de
oro y plata, con alto valor simbólico. Además, varios motivos de su ico-
nografía reaparecieron más tarde en las cerámicas mochicas y en escul-
turas en piedra, textiles y cerámicas de Tiwanaku y Wari; un ejemplo
representativo es el de la figura del dios de los Báculos, que ocupaba el
lugar central en la Puerta del Sol en Tiwanaku.
La declinación de Chavín
En ese contexto, el gran templo de Chavín subsistió algún tiempo más,
hasta que fue abandonado hacia 200 a.C. Poco después, grupos de me-
rodeadores se establecieron entre sus ruinas, ocuparon la plaza circular
hundida y emplearon las lajas esculpidas de sus paredes para construir
casas. Los nuevos pobladores usaban una cerámica distinta, llamada
Huaraz y vinculada a la del cercano Callejón de Huaylas, que pronto re-
emplazó a la de Chavín. Sus piezas, como las de otras cerámicas locales
de la época, estaban decoradas con diseños geométricos de color blan-
co pintados sobre un fondo rojo, que dieron su nombre a este estilo,
“blanco sobre rojo”. La situación era similar en otros sitios, donde, aun-
que se conservaron rasgos artísticos y arquitectónicos que recuerdan a
Chavín, los antiguos templos fueron abandonados, las poblaciones se
aglutinaron en torno a cerros fortificados, y cerámicas locales reempla-
zaron a las vinculadas a ese centro.
La declinación de Chavín, su estilo y su culto marcaron el final del
Horizonte Temprano. Un profundo reordenamiento en el funciona-
miento de las sociedades andinas abrió el camino para un marcado
regionalismo y el florecimiento de culturas caracterizadas por estilos
diferenciados en sus técnicas e iconografía, que se expresaron en la
cerámica, los textiles, la escultura en piedra y la metalurgia. Para nume-
rosos arqueólogos, esta fuerte regionalización exhibe la presencia de
reinos o entidades políticas que controlaban zonas del territorio y que
manifestaban su identidad.
Algún tiempo después, a comienzos del primer milenio de nuestra
era, esos desarrollos culminaron en algunas brillantes civilizaciones re-
gionales, como la Mochica, en los valles de la costa norte, y la Nazca en
la costa sur, sin duda las dos sociedades preincaicas más renombradas
del Perú. Los mochicas fueron famosos por la notable habilidad técni-
ca y la calidad estética de sus artesanos, en particular en metalurgia y
alfarería. Los nazcas, extraordinarios alfareros y tejedores, produjeron
grandes mantos que figuran entre las obras más destacadas del arte
americano. También hubo importantes asentamientos en valles, como
Consolidación de las sociedades urbanas 137
Para esa época, los modelos estéticos de Chavín ejercían aún fuerte
influencia en la región, pero las formas de organización sociopolítica
eran diferentes. No aparecen las características estructuras arquitectó-
nicas piramidales ni hay restos de grandes construcciones que indiquen
la presencia de trabajo organizado a gran escala. Sin embargo, algunos
sitios testimonian diferencias sociales. En Wari Kayan, algunas tumbas
muestran indicadores de distinciones sociales pues los numerosos tex-
tiles que envolvían los cuerpos eran más elaborados y presentaban mo-
tivos vinculados con el arte de Chavín, lo cual exhibe el alto estatus del
personaje enterrado.
Al parecer, los allí enterrados no habrían vivido en la península mis-
ma, cuya aridez dificulta la supervivencia de grupos humanos de cierta
importancia. Además, los escasos restos residenciales encontrados cerca
del cementerio no se corresponden con la cantidad de individuos ente-
rrados, que deben haber sido miembros de la elite, dada la riqueza de
sus ajuares. Para aprovisionarse, es probable que la pequeña población
residente dependiera del cercano valle de Pisco y de los asentamientos
pesqueros de la costa, que aprovechaban los ricos y casi inagotables
recursos del mar. Algunos arqueólogos sugieren que quienes habita-
ban los valles cercanos debían considerar a la península de Paracas un
espacio sagrado, donde enterraban a sus señores. La producción de los
textiles y cerámicas de estilo Paracas se extendió a otros valles, más allá
de la península, donde poco después surgieron aldeas más extensas y
algunos asentamientos con estructuras ceremoniales, como Santa Rosa
en el valle de Chincha, que posee una gran pirámide de casi 25 metros
de alto.
La cultura Nazca, la más conocida, surgió a fines del primer siglo de
nuestra era y tuvo su núcleo central en la cuenca del Río Grande de
Nazca, irrigada por más de una decena de ríos, y el cercano valle de Ica.
Fue definida como tal a partir un estilo cerámico inconfundible, cuyos
principales motivos iconográficos aparecen también en textiles y en los
enormes geoglifos que le dieron fama. La zona había formado parte de
ámbito de Paracas y el estilo nazca, aunque con diferencias, recoge una
fuerte herencia de esa cultura. La relación entre ambas aún es objeto de
debate. La cultura Paracas no fue homogénea en sus manifestaciones
regionales ni a lo largo del tiempo, por lo que se supone que, a partir
de las manifestaciones locales de Paracas, los valles del sur iniciaron un
desarrollo independiente que culminó en Nazca, en tanto los del norte,
como Pisco, mantuvieron durante más tiempo la tradición Paracas. En
los siglos siguientes, la cultura Nazca se convirtió en una de las culturas
Consolidación de las sociedades urbanas 141
La cerámica Pucara
La cerámica Pucara destinada al uso de la elite o a prácticas rituales, muy
elaborada y con un estilo técnicamente sofisticado y audaz, desarrolló
temas y motivos que, más tarde, fueron emblemáticos de Tiwanaku.
Las formas predominantes eran similares: cuencos abiertos de fondo
plano, jarras globulares y keros, vasos altos para libaciones rituales con
Consolidación de las sociedades urbanas 143
los bordes superiores abiertos hacia afuera. Los bordes de las figuras,
que combinaban motivos estilizados y realistas, estaban remarcados
por líneas incisas que también delimitaban áreas de color. Pintadas en
rojo, amarillo y negro, la cocción posterior les daba tonos armoniosos.
Con frecuencia, se modelaban sobre las vasijas cabezas humanas y de
felinos en relieve, con diseños pintados e incisos. También se fabricaron
trompetas de cerámica deliciosamente decoradas para tocar música y
cabezas humanas modeladas en detalle. La ilustración muestra una jarra
que combina pintura, incisión y modelado en la decoración.
cuentra un vasto espacio abierto que pudo haber sido un gran mercado
o un enorme centro de redistribución. Otros edificios cercanos a la
calzada habrían sido palacios o residencias de la elite y basamentos de
templos. La construcción era de mampostería hecha con rocas volcá-
nicas, unidas por mortero, con techos planos de madera. Las paredes
estaban revocadas, enyesadas y, en los edificios destinados a la elite, de-
coradas con magníficos murales policromos (una de las más destacadas
expresiones del arte teotihuacano).
En su mayoría, las antiguas residencias privadas fueron agrupadas
y se convirtieron en apartamentos integrados dentro de grandes con-
juntos residenciales. Algunos, como Xolalpan, estaban destinados a la
elite; otros, como Tlamimilolpa, eran ocupados por familias de estratos
más bajos. Cada conjunto (se identificaron cerca de 2000, aunque po-
cos fueron excavados) estaba rodeado por muros de unos 3 metros de
alto y disponía de un sistema de drenaje subterráneo realizado antes
de su construcción. Cada apartamento tenía su cocina y sus cuartos,
y se abría a un patio interior compartido, donde solía haber un altar
destinado a cultos domésticos. En algunos de estos conjuntos también
existían talleres.
Linda Schele y David Freidel, A Forest of Kings. The Untold Story of the
Ancient Maya, Nueva York, Quill-William Morrow, 1990, pp. 161 y
162-163.
162 América aborigen
de los linajes de cada uno de los cuatro barrios o partes en que se dividía
la ciudad. Ese palacio no parece haber sido la residencia de un gobernan-
te o señor, sino un centro administrativo donde los gobernantes, que se
alojaban en palacios situados en los barrios, se reunían para cumplir sus
funciones. Se trataría de una estructura de gobierno distinta de la de los
estados mayas, donde, como veremos, existía un linaje dominante, cuyo
jefe ocupaba el centro indiscutido de la vida política.
Las expresiones del arte teotihuacano (arquitectura, escultura y re-
lieve, decoración de la cerámica y pintura mural) revelan un notable
avance técnico y ponen en escena un complejo mundo de creencias
y representaciones simbólicas vinculadas, principalmente, al mundo
de la naturaleza, el agua, la fertilidad y la agricultura, pero también al
mundo subterráneo, de las fuerzas divinas. Las figuras de dos divinida-
des, Tláloc y Quetzalcóatl, de gran importancia en el panteón mesoa-
mericano, emergen con fuerza en esa época.
El fin de Teotihuacan
Desde mediados del siglo VII la influencia de Teotihuacan se retrajo y
algunas áreas escaparon a su control. El sistema teotihuacano, centra-
lizado en el templo (tal vez, en la etapa más reciente, en el palacio) y
sustentado en el control de un complejo sistema de intercambios, em-
pezó a dar señales de una crisis que, un siglo después, culminó con el
colapso total de la sociedad teotihuacana. De su grandeza permaneció
el recuerdo: el pensamiento náhuatl posterior ubicaba en Teotihuacan
el lugar donde los dioses se reunieron para crear nuestro mundo. Las
causas de este colapso motivaron acalorados debates y discusiones; sin
embargo, más allá de su especificidad, la crisis teotihuacana debe en-
tenderse en el contexto de la caída general de las sociedades del perío-
do clásico, complejo fenómeno al que aludiremos más adelante.
reinado de Garra de Jaguar I, quien gobernó Tikal entre 320 y 378. Esta
guerra es mencionada en inscripciones provenientes de ambas ciuda-
des. Tikal prosperó y creció: controlaba rutas comerciales, tenía gran
influencia sobre sus vecinos y mantenía sustanciales relaciones con
Teotihuacan. Entre fines del siglo IV y la primera mitad del V, los
gobernantes mayas, que llevaban el título de ahau, adoptaron parte
de la imaginería teotihuacana, quizá para reforzar su prestigio, y la
cerámica y otros artefactos de estilo teotihuacano se volvieron popu-
lares en el sitio.
Un fuerte sostén del poder de Tikal era el control del comercio a
través de los sistemas fluviales San Pedro-Usumacinta y Mopán, que dre-
nan en el golfo de México y el Caribe respectivamente. Ello permitía ar-
ticular el tráfico entre ambas regiones; algunas conquistas, como la de
Río Azul, se vinculaban con ese objetivo. Esta posición, y sus relaciones
con Teotihuacan y con Kaminaljuyú en las tierras altas, la convirtieron
en un gran centro redistribuidor, tanto entre distintas zonas de las tie-
rras bajas centrales como entre éstas y las tierras altas del sur.
Situada sobre una serie de colinas bajas de las cuales se obtenía pe-
dernal, esencial para la confección de herramientas, al Este y al Oes-
te Tikal contaba con dos amplias zonas pantanosas temporarias, quizá
antiguos lagos de poca profundidad, que se conectaban a los sistemas
fluviales mencionados. Estas zonas pantanosas, que facilitaban la defen-
sa del sitio y reforzaban su posición estratégica, se convirtieron en una
destacada fuente de recursos agrícolas cuando algunas partes fueron
utilizadas para construir campos elevados. Importantes obras hidráu-
licas permitieron además utilizar algunas de esas zonas como grandes
reservorios de agua que abastecían a los principales templos y palacios.
Además, Tikal era un centro religioso de relevancia en las tierras bajas,
lo que le brindó un prestigio que no perdió siquiera cuando su fuerza
política comenzó a menguar.
El hiato del Clásico afectó a Tikal. Esta crisis puede haber estado vin-
culada con la retracción del poder teotihuacano, que habría privado a
los señores de Tikal de un importante apoyo político y económico. La
situación se agravó a mediados del siglo VI, cuando los señores de Cara-
col, un belicoso vecino, vencieron a los de Tikal. Sin embargo, ese pre-
dominio duró poco y Tikal emergió otra vez como un poderoso centro.
Aunque existían otros importantes centros mayas, ninguno competía
con Tikal en tamaño, cantidad, calidad y magnificencia de las cons-
trucciones monumentales, o en la belleza de sus esculturas. Copán y
Palenque, que alcanzaron su esplendor en la época tardía, existían en
166 América aborigen
Linda Schele y David Freidel, A Forest of Kings. The Untold Story of the
Anciente Maya, Nueva York, Quill/William Morrow, 1990, p. 141.
El desarrollo de los estados regionales 169
El lejano Norte
Al norte del bloque central mesoamericano comienzan las inmensas
tierras áridas, la estepa sonorense, que se prolongan hasta Arizona y
Nuevo México, en los actuales Estados Unidos. La línea que las sepa-
El desarrollo de los estados regionales 173
La cerámica mochica
La cerámica mochica se caracteriza por el uso de asas en forma de
estribo y por su decoración, que, mediante dibujos realizados con trazos
simples y esquemáticos y escenas modeladas, representa todos los as-
pectos de la vida cotidiana y del mundo social y natural de los mochicas.
Hombres, plantas, animales y objetos fueron inscriptos, a veces con un
gran realismo; en otras ocasiones, figuras fantásticas, mezcla de animales
y hombres, objetos o animales humanizados, se reunían en imaginativas
escenas, como por ejemplo una guerra de objetos humanizados. Los
El desarrollo de los estados regionales 177
En los valles del sur, los nazcas fueron también hábiles ceramistas, pero
las piezas que produjeron, entre las que predominan formas globulares
con asas en forma de puente, vasos altos y cuencos de paredes diver-
gentes, se caracterizan por la policromía de sus figuras, que muestran
el uso de hasta seis o siete colores en una misma pieza, y por el carácter
simbólico de sus representaciones, deidades y seres mitológicos, con
fuerte presencia de elementos felínicos. No obstante, los nazcas fue-
ron, sobre todo, magníficos tejedores. Los grandes mantos conservados
muestran un amplio colorido, una imaginativa mixtura de figuras y di-
178 América aborigen
Un proceso similar estaba teniendo lugar en el vecino valle del Cauca y las
cordilleras adyacentes, donde la metalurgia tuvo un notable desarrollo.
La cultura local, llamada Quimbaya, producía bellísimos trabajos en oro,
como las características botellas o petacas antropomorfas, denominadas
“poporos”, recipientes sin modelar y objetos como cascos, pendientes,
cuentas y otros adornos, realizados con una aleación de oro y cobre deno-
minada “tumbaga”. Adornos pequeños y grandes recipientes se elabora-
ron con la técnica de la fundición a la cera perdida; otros, como cascos y
coronas, fueron hechos por medio del martillado y repujado. Esas piezas
integraban el ajuar que acompañaba a los personajes importantes ente-
rrados en las tumbas, donde también se colocaban urnas y vasijas de ce-
rámica. La influencia quimbaya fue honda y perduró durante centurias.
Hacia el año 600, la población de los Andes centrales superaba los cua-
tro millones de habitantes, la producción agrícola había experimenta-
do una fuerte expansión y se habían consolidado verdaderas ciudades,
probablemente capitales de reinos o estados regionales, que se enfren-
taban entre sí por tierras y recursos alimenticios. Las guerras se genera-
lizaron, lo cual condujo al aumento del poder de los señores. Entonces,
vieron la luz los primeros intentos de constituir organizaciones políticas
de tipo imperial, capaces de controlar extensos territorios. Dos grandes
ciudades de las tierras altas meridionales, Wari y Tiwanaku, fueron cen-
184 América aborigen
El fenómeno Wari
Wari representó un desarrollo más complejo de la vida urbana en los
Andes centrales. El urbanismo, significativo en los siglos anteriores, era
limitado, y la expansión de Wari encontró en las regiones conquistadas
desarrollos sociales desiguales: en los valles costeros, por ejemplo, exis-
tían algunas poderosas formaciones regionales de carácter urbano; en
los valles serranos meridionales, en cambio, predominaban formacio-
nes tribales aldeanas y, quizás, algunas jefaturas.
Sobre esta realidad disímil, Wari extendió del patrón de vida urbano
e integró los desarrollos urbanos anteriores en un gran estado territo-
rial. De ese modo, Wari puso en marcha un proyecto político destinado
a favorecer la reproducción de la vida urbana y de las elites allí domi-
nantes, subordinando los desarrollos rurales autónomos a las necesida-
des de los núcleos urbanos, estimulando la producción de excedentes y
canalizándolos hacia las ciudades. En las zonas agrícolas ricas, como los
valles costeros, las ciudades crecieron con rapidez y se convirtieron en
núcleos de un vasto sistema de intercambios.
Este proyecto político implicó mecanismos para dominar a las comu-
nidades rurales y asegurar el flujo de recursos, fundamentalmente ali-
mentos, hacia los centros urbanos. Wari reclamaba a las comunidades
el aporte de trabajadores para labrar tierras especialmente designadas,
cuyos productos constituían la base de las rentas estatales. El estado,
por su parte, aportaba las semillas y la alimentación de los trabajadores,
tal como lo exigían las antiguas reglas de reciprocidad que regían las
relaciones entre los miembros de las comunidades.
La influencia de Wari se detecta en la iconografía y en el peculiar es-
tilo arquitectónico de sus centros regionales, que deben haber servido
como capitales o centros administrativos provinciales, donde residían
los representantes del poder imperial (gobernadores, funcionarios y
administradores, soldados) responsables de controlar a la población lo-
cal, ejecutar las órdenes que llegaban desde la capital imperial y asegu-
rar el flujo de excedentes hacia el centro del imperio. Por su estructu-
Integraciones regionales y experiencias imperiales 187
Camellones en el Titicaca
La formación de importantes núcleos de población en la elevada y fría
cuenca del Titicaca –uno de los “techos del mundo”− demandó el desarro-
llo de formas de agricultura intensiva, principalmente para cultivo de papas,
base de la alimentación altoandina. La construcción de campos elevados o
camellones, aún hoy usados por los campesinos bolivianos, fue la respues-
ta a esa necesidad: establecidos en las cercanías de Tiwanaku, en zonas
anegadizas vecinas al lago o al río Desaguadero, aprovechaban la crecida
de las aguas producida por el deshielo o las lluvias de verano y presenta-
ban el aspecto de pequeñas “islas” separadas por canales (ilustración).
El renacimiento de Tikal
Hacia fines de los años 600, Tikal emergió una vez más como un pode-
roso centro. En 682, un nuevo gobernante, Ah Cacaw dio comienzo a
un ambicioso programa de construcciones. Durante su gobierno y el de
sus dos sucesores, se erigió la mayor parte de los edificios hoy visibles en
el sitio; por medio de la articulación de alianzas matrimoniales y fuerza
militar, sus gobernantes conformaron otra vez un poder expansionista.
Miembros masculinos de la dinastía gobernante en Tikal fueron insta-
lados como jefes en algunas de las ciudades sometidas, mientras que
mujeres de esa misma familia real eran casadas con miembros de las
dinastías gobernantes en otros centros, para cimentar alianzas políticas
y militares. También se emprendieron guerras contra otras ciudades,
como Naranjo y Calakmul, antigua rival. Finalmente, hacia mediados
del siglo IX, Tikal inició un nuevo período de declinación, del cual ya
no se recobró. El último monumento fechado en la ciudad data del
año 869.
Integraciones regionales y experiencias imperiales 195
El apogeo de Tikal
Tras reponerse de la crisis del largo hiato que siguió al fin del Clásico tem-
prano, Tikal resurgió a fines del siglo VI y se convirtió, durante la centuria
siguiente, en el estado maya más importante de la región de El Petén. Fue
entonces cuando sus señores desarrollaron una intensa actividad cons-
tructiva que le dio el esplendor que, aún hoy, se evidencia en las ruinas
vacías, cubiertas en gran parte por la selva.
Copán
En la actual Honduras, en el sudeste del área maya, Copán se convirtió
en una ciudad importante en el Clásico temprano, aunque la mayoría
de los edificios hoy visibles fue construida durante el Clásico tardío.
Situada en un valle a unos 650 metros sobre el nivel del mar, Copán
fue uno de los pocos centros mayas clásicos fuera de la región de las
tierras altas. Sometido a intensas investigaciones arqueológicas en los
años recientes, los epigrafistas lograron importantes avances en el des-
ciframiento de sus numerosos textos jeroglíficos.
Como en Palenque y Tikal, conocemos las identidades de los gober-
nantes que la llevaron a su grandeza. Durante la mayor parte del siglo
VII, la ciudad fue regida por Smoke-Imix-God K, contemporáneo de Pa-
cal en Palenque y de Ah Cacaw en Tikal, quien extendió el territorio de
Copán colocando bajo su órbita a la vecina Quiriguá y a otros centros.
Su hijo y sucesor, 18 Conejo (695-738), fue responsable de la mayor par-
198 América aborigen
El núcleo de la ciudad estaba formado por una gran plaza con un altar en
el centro, el templo del Sol sobre el lado este, la pirámide C en el ángulo
noreste de la plaza, la Gran Columnata y el Palacio Quemado (ilustración)
en el lado norte. Sobre la plataforma superior de la Pirámide C, gigantes-
cas estatuas de basalto, que representaban guerreros, y pilastras
circulares sostenían el techo. Dos grandes juegos de pelota completaban
el conjunto.
Chichén Itzá
El mundo mesoamericano
El centro de México
A la caída de Tula le siguió una crisis general (demográfica, agrícola
y política) que afectó al valle de México y se prolongó durante casi un
siglo. En sus comienzos, esta crisis estuvo relacionada con un cambio
climático general (con disminución de precipitaciones y mayor seque-
dad) que repercutió sobre la producción agrícola regional y redujo las
posibilidades de supervivencia de los habitantes. Gran parte del valle de
México quedó casi despoblada, muchas tierras de cultivo fueron aban-
donadas, y numerosos pobladores se vieron forzados a emigrar a otras
zonas, como sugieren la arqueología y las tradiciones locales. Poco des-
pués, a fines del siglo XII, nuevos grupos humanos comenzaron a llegar
al valle y se asentaron allí.
En el siglo siguiente se manifestaron indicios de recuperación. Lenta-
mente, la producción agrícola se reactivó, algunas tierras fueron reocupa-
das y se fundaron pequeños centros, muchos de ellos multiétnicos, don-
de convivían grupos o linajes de distinto origen. Pronto se manifestaron
también los signos del surgimiento de un nuevo orden social y político.
los cuales, más allá de su autonomía, se veían afectados por lo que ocu-
rría en otros lugares.
La extrema fragmentación política estaba vinculada con una serie de
acontecimientos que se combinaron en la historia de la región. Cuando
las nuevas poblaciones llegaron al valle encontraron tierras vacías don-
de instalarse: toltecas y agricultores norteños y del oeste se asentaron en
el oeste y en las ricas tierras del sur; los chichimecas nómades tendieron
a hacerlo en el este y el norte; sólo en el sudeste parece haber existido
alguna resistencia por parte de los anteriores pobladores. Unos siglos
después, las fuentes coloniales registran los movimientos de esos gru-
pos que ocuparon las áreas disponibles, construyeron centros urbanos
y comenzaron a cultivar las tierras vecinas.
En un principio el proceso no generó serios conflictos, pues la dis-
ponibilidad de tierras era grande, los grupos eran pequeños (incluso
cuando se juntaban varias bandas, étnicamente distintas, para formar
un estado) y los territorios reclamados por cada altepetl eran reduci-
dos. Pasó bastante tiempo hasta que algunos grupos se vieran forzados
a dispersarse o bien a establecerse como subordinados en tierras ya ocu-
padas; incluso los mexica, que arribaron más tarde, encontraron tierras
para establecerse, aunque marginales.
Por ese motivo, las primeras guerras destinas a conquistar tierras y
controlar a otros altepeme tuvieron lugar recién a mediados del siglo
XIV, dos siglos después de la caída de Tula, tiempo necesario para la re-
cuperación demográfica y económica de la zona. Por entonces se con-
solidaron nuevas y más complejas formas de organización. Cuando esas
guerras comenzaron, estaban dadas las bases materiales e ideológicas
para la perpetuación de los altepeme como unidades semiautónomas.
ralmente “el que habla”, y los cargos de mayor rango. La autoridad del
tlatoani (en plural, tlatoque) reconocía un origen divino por lo que se
entendía que él “hablaba” o “daba órdenes” y castigaba desobediencias
en nombre del dios. Estos individuos y sus linajes constituían el estrato
más alto de la sociedad, los pipiltin (en singular, pilli), y su derecho a
gobernar, hereditario, se legitimaba en el origen y la ascendencia. En
Culhuacan, tal legitimidad estaba garantizada, pues su dinastía era, al
parecer, la única que realmente descendía de la antigua realeza tolteca,
al igual que en otros pocos estados.
Sin embargo, junto a ellos se hallaban poderosos jefes llegados del nor-
te, sin conexión genealógica con los toltecas, cuyo poder se sustenta-
ba en el derecho de conquista, como el gran conquistador chichimeca
Xolótl Tecuanitzin en Texcoco. Para legitimar su situación, estos jefes
requirieron (probablemente por la fuerza) esposas de sangre tolteca,
futuras madres de una generación de pipiltin que formaría un esta-
mento gobernante legitimado, separado del resto de la población en
virtud de su origen noble. También incorporaron tradiciones y prácti-
cas, incluidas reglas de etiqueta, originarias de Tula. La aceptación de
nuevas instituciones sociales y políticas, vinculadas a la adopción de la
vida agrícola y sedentaria, implicó el reconocimiento de la ideología
religiosa tolteca, al menos de aquellos aspectos que sustentaban los de-
rechos de la realeza y la elite.
La complementariedad e interdependencia manifiestas en el sistema
económico tuvieron su correlato político. El desarrollo de los altepeme
y la creciente competencia por tierras y recursos impulsaron conflictos
armados. Dado que los pequeños estados no podían imponerse solos,
se fue formando un complejo y cambiante sistema de alianzas en el
cual los matrimonios entre miembros de linajes gobernantes jugaron
un papel central. El resultado fue la formación de una intrincada red
de parentescos que vinculaba a las elites de los distintos altepeme y so-
bre la cual se estructuraron las relaciones entre los estados.
En este contexto surgieron los clanes mexica. Aunque su historia se
moldeó sobre esos patrones, se vieron favorecidos por la suerte y, tras el
triunfo que junto a Texcoco y Tlacopan obtuvieron sobre Azcapotzalco
y sus aliados, los mexica surgieron como potencia dominante en el valle
de México, que tomó de ellos su nombre.
El lejano norte
En el norte del actual territorio mexicano se desarrolló durante este pe-
ríodo un impresionante asentamiento, Paquimé o Casas Grandes, que
floreció entre 1300 y 1450, cuando se constituyó en un gran centro de
intercambios. En efecto, el hallazgo de una enorme cantidad de conchas
del golfo de California, cerámicas y espejos de pirita de Mesoamérica,
turquesas de Nuevo México y restos de guacamayos o loros de sitios le-
Interregnos: reajustes y nuevos caminos 227
El reino chimú
El gran centro de Chan-Chan, construido junto a la costa del Pacífico,
fue en un principio la capital de un estado local que controlaba el valle
Interregnos: reajustes y nuevos caminos 229
Adriana von Hagen y Graig Morris, The Cities of Ancient Andes, Londres,
Thames & Hudson, 1998, p. 146.
El Tawantinsuyu
Una ambiciosa meta de los incas fue extender la agricultura del maíz,
especialmente en las tierras altas. Allí, las tierras aptas para su cultivo eran
pocas y fue necesario emprender grandes obras: había que ganar
espacio aterrazando las empinadas laderas de los valles y asegurar la
adecuada provisión de agua mediante complejos de regadío, como
ocurrió en el valle del Urubamba (ilustración), entre otros lugares. El Inca
Garcilaso de la Vega describe con admiración esas obras, que conoció
durante su infancia en el Cuzco, su tierra natal. Cuando el Inca conquista-
ba un territorio, “mandaba –nos dice− que se aumentasen las tierras de
labor, que se entiende las que llevaban maíz, para lo cual mandaba traer
los ingenieros de acequias, que los hubo famosísimos, como lo muestran
hoy sus obras, así las que se han destruido, cuyos rastros se ven todavía,
como las que viven. Los maestros sacaban las acequias necesarias,
conforme a las tierras que había de provecho, porque es de saber que
por la mayor parte toda aquella tierra es pobre de tierras de pan, y por
esto procuraban aumentarlas todo lo que les era posible [...]. En los
cerros y laderas que eran de buena tierra hacían andenes para allanarlas,
como hoy se ven en el Cozco y en todo Perú”.
las divinidades locales (las huacas), a los señores étnicos (los curacas),
al sostenimiento de las viudas, huérfanos, ancianos o incapacitados, o
para crear reservas para épocas difíciles. Estas tareas, llevadas a cabo
por grupos o turnos (en un procedimiento denominado “mita”), supo-
nían la reciprocidad, ya que la intervención de las divinidades era esen-
cial para el éxito agrícola, y los curacas representaban a la comunidad y
organizaban el trabajo colectivo.
En tanto conquistadores e hijos del Sol, los incas se proclamaban pro-
pietarios eminentes de las tierras, los rebaños y los recursos mineros.
De este modo, las comunidades, antaño dueñas de sus tierras, se con-
vertían, por un acto de generosidad del Inca conquistador, en usufruc-
tuarias de estas y de sus recursos. Como prestación recíproca, el Inca
les exigía realizar por turnos distintos trabajos o mitas, que incluían,
entre otras actividades, trabajar las tierras y cuidar los rebaños asigna-
dos al Inca, a los linajes cuzqueños, a los grandes señores étnicos, a las
divinidades y los templos; esquilar, hilar y tejer; trabajar en las grandes
obras públicas (obras de riego, andenes, caminos, depósitos, tambos),
contribuir a su conservación y mantenimiento, y participar en el ejérci-
to. Como beneficiario y siguiendo la tradición andina, el Inca aportaba
las materias primas necesarias y proveía alimentos durante los días del
servicio.
Los productos así obtenidos eran concentrados, almacenados y lue-
go redistribuidos según criterios fijados por el estado. Servían para
mantener al Inca, a los linajes nobles cuzqueños, al ejército, los fun-
cionarios y la administración, a los templos y el culto, o para asegu-
rar el funcionamiento del sistema de reciprocidad, por ejemplo, para
alimentar a los trabajadores durante las mitas. El funcionamiento de
este mecanismo de redistribución requería una gran infraestructura
de caminos, depósitos, funcionarios que supervisaran el sistema y lle-
varan el registro de lo que se producía y usaba, etc., que los incas crea-
ron recogiendo y ampliando tradiciones andinas que se remontaban
a Wari, al menos.
Desde mucho tiempo antes, por lo menos desde la época de Tiwa-
naku, la variabilidad ecológica del mundo andino, fundamentalmente
en altura, y la tendencia de las comunidades andinas a la autosuficien-
cia las habían llevado a tratar de disponer de tierras en distintos pisos
ecológicos (por ejemplo, valles cálidos más bajos, costa, los valles serra-
nos y punas), para así tener acceso a una variedad de productos. Las tie-
rras de cada ayllu y de cada grupo étnico semejaban verdaderos archi-
piélagos extendidos por diferentes paisajes. Colonos provenientes del
Los grandes estados imperiales: incas y mexica 247
El mosaico mesoamericano
Tenochtitlan y su entorno
El tributo de Coayxtlahuacan
El Códice Mendoza, un manuscrito pictográfico, seguramente la copia de
un documento prehispánico al cual se agregaron aclaraciones en caste-
llano, permite estimar el monto anual del tributo recibido por los aztecas.
El folio 43 (reverso), en la ilustración, refiere a la provincia de Coayxtlahua-
can, Oaxaca, de lengua mixteca. El glifo de Coayxtlahuacan, cabecera
de la provincia, está pintado arriba, a la izquierda. Debajo, en vertical, son
nombradas las otras ciudades de la provincia.
A la derecha se detalla la cantidad y tipo de productos entregados: los
glifos señalan productos; encima, se indica la cantidad (una pluma = 400;
una bandera flameando = 20). Los cinco glifos superiores representan
mantos y textiles; la pluma sobre cada uno señala que suman dos mil.
Debajo, dos trajes militares con plumas y sus escudos, dos tiras de cuen-
tas de jade, dos fardos de 400 plumas de quetzal cada uno, 40 bolsas de
cochinilla (pigmento para teñir telas), 20 cuencos de calabaza con polvo
de oro y una diadema real de plumas.
Tenochtitlan
A comienzos del siglo XVI, Tenochtitlan, imponente ciudad con varias
decenas de miles de habitantes, era el corazón indiscutido del vasto impe-
rio aunque, pese a su tamaño, riquezas y poder, en sus modos de organi-
zación difería poco de otras unidades políticas de la región. Si bien cada
una conservaba cierta autonomía en el manejo de sus asuntos internos,
tenía su propia historia y mantenía sus tradiciones locales, todas compar-
tían rasgos básicos: una jerarquía social compleja, sistemas de sujeción y
dominación política que incluían obligaciones tributarias y/o laborales,
conflictos y alianzas cambiantes que con frecuencia acababan en guerras
abiertas, una economía variada, basada en la agricultura, pero con una
diversidad de especializaciones, extensas redes de intercambios, una reli-
gión que compartía algunas deidades principales, e impactantes rituales
que legitimaban tanto el gobierno como la guerra.
Los éxitos militares propiciaron que fluyeran hacia Tenochtitlan,
desde todas partes de Mesoamérica, los más variados y ricos productos:
su mercado, como el de Tlatelolco, presentaba un aspecto colorido y
agitado que atrajo la atención de los primeros conquistadores españo-
les. Claro que la economía de Tenochtitlan no descansaba sólo en el
tributo de las provincias lejanas. En el lago vecino, imponentes obras
hidráulicas permitieron ampliar las tierras de cultivo mediante la cons-
trucción de chinampas, cuyos productos, llevados en canoas, abastecían
a la ciudad.
La supervivencia de Tenochtitlan dependía tanto de la agricultura
como del tributo. El Templo Mayor de la ciudad, centro cósmico del
mundo mexica, estaba dedicado a dos divinidades primordiales en el
mundo azteca: Tláloc y Huitzilopochtli. Del primero, vinculado al agua
260 América aborigen
Tzintzuntzan, centro político y religioso del imperio tarasco, tenía unos 30 000
habitantes y cubría una extensión de unos 7 kilómetros cuadrados. Mirando
hacia el lago de Pátzcuaro, y ubicado sobre un gran promontorio natural, se
levantó el principal centro ceremonial tarasco, que se observa en la ilustra-
ción: una enorme plataforma de 440 metros de largo por 260 de ancho
servía de base a cinco yácatas (basamentos que combinaban un cono y una
pirámide truncados) colocados en fila, sobre cada uno de los cuales se
levantaba una capilla. Estos cinco templos estaban dedicados a Curicaueri y
a sus cuatro hermanos, cada uno asociado a un color (amarillo, blanco,
negro y rojo), que sostenían el cielo en los cuatro extremos del mundo. La
asociación de divinidades a los puntos cardinales y a ciertos colores fue muy
común en la religión mesoamericana.
El país maya
El territorio maya conformó otra zona nuclear centrada en Yucatán y
el actual territorio guatemalteco. Hacia 1500, ocupada por pueblos de
lengua y cultura mayas, la zona comprendía numerosos estados o rei-
nos, algunos de los cuales habían formado minúsculos imperios. Dividi-
Los grandes estados imperiales: incas y mexica 265
***
Obras generales
No es fácil presentar una bibliografía destinada a sugerir al lector interesado
textos que le permitan ampliar y profundizar sus conocimientos. La pro-
ducción científica –histórica y arqueológica– es enorme, y su enumeración
superaría los límites de este libro. Sin embargo, se trata fundamentalmente
de artículos altamente especializados en libros colectivos y revistas cientí-
ficas, publicados en su mayor parte en el exterior y en lengua inglesa. Sólo
una pequeña parte de esa producción resulta accesible a alguien ajeno a los
ámbitos académicos y científicos. En ese contexto, son escasas las obras
de síntesis y algunas se encuentran desactualizadas. Recién en el plano
regional podemos encontrar algunas buenas obras de síntesis o estudios
sobre sociedades o períodos particulares, entre las cuales será imprescindi-
ble mencionar algunas en inglés.
Una obra general indispensable como referencia es The Cambridge History
of the Native Peoples of the Americas, publicada en tres volúmenes, dedica-
dos a América del Norte, Mesoamérica y América del Sur, editados, respec-
tivamente, por Bruce G. Trigger y Wilcomb E. Washbum, R. E. W. Adams
y Murdo MacLeod, y Frank Salomon y Stuart B. Schwartz. Cada volumen
se divide en dos tomos, el primero de los cuales está dedicado a la época
prehispánica. La obra reúne artículos de reconocidos especialistas.
Además, como textos generales para la totalidad del período pueden men-
cionarse aquí:
Adams, Richard E. W., Antiguas civilizaciones del Nuevo Mundo, Barcelona,
Crítica, 2004 [1997], una válida síntesis centrada en las altas culturas
americanas.
Bethell, Leslie (ed.), Historia de América Latina, vol. I, América Latina colo-
nial: la América precolombina y la conquista, Barcelona, Crítica, 1990
[ed. orig.: The Cambridge History of Latin América, vol. I, Colonial Latin
América, Cambridge, Cambridge University Press, 1984], con buenas
contribuciones aunque envejecida por el paso del tiempo.
284 América aborigen
Boone, Elizabeth Hill y Gary Urton (eds.), Their Way of Writing. Scripts,
Signs, and Pictographies in Pre-Columbian America, Washington, DC,
Dumbarton Oaks, 2011.
Evans, Susan T. y Joanne Pillsbury (eds.), Palaces of the Ancient New
World, Washington, DC, Dumbarton Oaks, 2008.
Fiedel, Stuart J., Prehistoria de América, Barcelona, Crítica, 1996 [orig.
1992], obra con fuerte énfasis en las etapas más tempranas y en Amé-
rica del Norte, algo desactualizada en su enfoque.
Josephy Jr., Alvin M. (ed.), America in 1492. The World of the Indian Peoples
before the Arrival of Columbus, Nueva York, Vintage Books, 1991.
Rojas Rabiela, Teresa y John V. Murra (dirs.), Historia general de América
Latina, vol. I, Las sociedades originarias, París, Trotta-Unesco, 1999,
obra colectiva con el aporte de especialistas, algunos muy reconocidos,
aunque con desniveles.
Townsend, Richard E. (ed.), La antigua América. El arte de los parajes sa-
grados, México, The Art Group of Chicago-Grupo Azabache, 1993.
Obras generales
Brumfield, Elizabeth y Gary Feinman (eds.), The Aztec World, Nueva York,
Abrams-The Field Museum of Chicago, 2008.
Carmak, Robert, Janine L. Gasco, Gary H. Gossen (eds.), The Legacy of
Mesoamerica. History and Culture of a Native American Civilization, 2ª
ed., Nueva Jersey, Pearson-Prentice Hall, 2007.
Coe, Michael D. y Rex Koontz, Mexico: From the Olmecs to the Aztecs, 5ª
ed., Londres, Thames & Hudson, 2002.
Collier, George A., Renato I. Rosaldo y John D. Wirth (eds.), The Inca and
Aztec States. 1400-1800. Anthropology and History, Nueva York, Acade-
mic Press, 1982.
Fast, William L. y Leonardo López Luján, The Art of Urbanism. How Mesoa-
merican Kingdoms Represented Themselves in Architecture and Imagery,
Washington, DC, Dumbarton Oaks, 2009.
Hendon, Julia A. y Rosemary Joyce (eds.), Mesoamerican Archaeology.
Theory and Practice, Cambridge y Oxford, Blackwell, 2004.
Longhena, María, Grandes civilizaciones del pasado. México antiguo, Barce-
lona, Folio, 2005.
López Austin, Alfredo y Leonardo López Luján, El pasado indígena, 2ª ed.,
México, FCE, 2001 (Fideicomiso Historia de las Américas Series. Sección
de obras de historia. Hacia una nueva historia de México).
Bibliografía breve 285
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versity Press, 1994.
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Keatinge, Richard W., Peruvian Prehistory. An Overview of pre-Inca Society,
Cambridge, Cambridge University Press, 1988.
Lumbreras, Luis Guillermo (ed.), Historia de América Andina, vol. I, Las so-
ciedades aborígenes, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar-Libresa,
1999.
Mosely, Michael E., The Incas and their Ancestors. The Archaeology of Peru,
edición revisada, Nueva York, Thames & Hudson, 2001.
Silverman, Helaine (ed.), Andean Archaeology, Cambridge y Oxford,
Blackwell, 2004.
– y William H. Isbell (eds.), Handbook of South American Archaeology, Nue-
va York, Springer, 2008.
Von Hagen, Adriana y Craig Morris, The Cities of the Ancient Andes, Lon-
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