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Guarida de luna

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Recordó las advertencias sobre ese camino sinuoso y angosto, pero el crujir de
las ruedas lo llenó de brío para explorar esa tierra en la que imaginó oro, plata y
olvido. El aire era seco y polvoso. Entre respiro y respiro un calor áspero se le
metía por la nariz. Observó las moradas. Momentáneamente lo distrajo una
cortina mugrienta de las orillas y que bailaba con el viento evocando cierta
frescura. Esbozó una pequeña mueca similar a una sonrisa cuando el carruaje
se aferró a la tierra anunciando la llegada de Don José de Plata.

Venido desde generosas tierras españolas y con una acumulación de riqueza


respetable, llegó a El Pozal. Era el nuevo dueño de La Celestita, una mina
rústicamente explorada y la principal fuente de trabajo de ese pueblo al que le
sobraba el rencor.

A Casimiro, anterior dueño de la mina, no le quedó más alternativa que venderla


al enterarse del cáncer terminal que padecía. Estaba devastado. Tenía la cara
hinchada de tanto llorar luego de conocer los desalentadores pronósticos en
cuanto a su salud de parte de su médico de cabecera. Cuando escuchó de sus
labios el poco tiempo de vida que le quedaba, se abrazó hincado a las piernas
del doctor, a quien le ofreció parte de su fortuna si lograba salvarlo.

La respuesta fue penosa:

—Aquí no hay manera de atenderlo. Veré qué puedo hacer por usted, pero
tendrá que ser en alguna ciudad donde cuenten con el equipo para su
tratamiento, no aquí. Lamento mucho darle esta noticia tan drástica, pero si me
pide honestidad, le diría lo mismo.

Ante la sentencia de muerte, Casimiro se fue del pueblo corroído en sus


entrañas. A pesar de su enfermedad nunca dejó de ningunear a los habitantes
de El Pozal. La mina era prácticamente la única fuente de trabajo, y de eso se
aprovechó todo el tiempo.

Un olor fétido que traspasaba puertas y ventanas de las opacas casitas del
pueblo, era la marca de su tránsito. Nadie, ni por curiosidad o compasión le
obsequió un gesto de amable de despedida. Rechazaban su pestilencia, su
evaporada gordura y maliciosas miradas. No faltó quien recordara los sudores
copiosos que le brotaban de su pelo abundante y crespo, cuando regañaba
escandalosamente a sus subordinados ante la menor falta.

Fue una partida nauseabunda. Las mujeres del pueblo resistieron los malos
olores más que los hombres. Rezaron y pidieron al creador que pronto muriera.
Ni una mirada compasiva para él, ni siquiera de su servidumbre. Entre murmullos
llenos de resentimiento y saliva espesa, los maldijo por desagradecidos e
ingratos. No tuvo más remedio que refugiarse en el único familiar que le
quedaba, un sobrino al que siempre desdeñó por ser hijo natural de una sirvienta
y su tío. El joven lo atendió con devoción en tanto lo convencía para que le
heredara su fortuna. Conseguido tal propósito le cobró casi de inmediato muy
caro el desdén por haberlo llamado “bastardo” en innumerables ocasiones.
Casimiro falleció a los 49 días de que saliera de El Pozal. En sus últimos suspiros
se le veía retorcido con las manos sobre el pecho, agarrotadas como si estuviera
artrítico. Sus ojos exageradamente abiertos escupían algo parecido al horror.

Cuando en el pueblo se enteraron de su deceso nadie pudo ocultar su


satisfacción, y no era para menos. Lo odiaban porque se empeñó en ahuyentar
cualquier negocio que no fuera la mina, su vasta propiedad. Alguna vez en El
Pozal se tuvieron tierras fértiles. Las familias se mantenían además de una
buena cosecha y de la venta de animales.

Muerto Casimiro no faltó quien quisiera apoderarse a la brava de la mina. Don


José de Plata obstruyó cualquier intento de despojo enviando prontamente a
gente de su confianza para que resguardaran todo y de una buena vez hicieran
la limpieza de La Trinidad, una finca de mal gusto, aunque espaciosa, luminosa
y arbolada, y que también formó parte del trato. La servidumbre se quedó en la
casona para atender al nuevo dueño. Fulgencio el fiel capataz, Jeremías el
jardinero y dos mujeres para la cocina y limpieza: Refugio y Zenaida.

La llegada de Don José de Plata y sus acompañantes tenía nerviosos a los


habitantes del pueblo. Ignoraban qué pasaría con ellos y si podrían conservar su
trabajo. Recibieron órdenes de suspender por cuatro días las labores en la mina.
Sin embargo, no dejaban de merodear por los alrededores con tal de enterarse
de cualquier cosa.

—“Es un extranjero” — se murmuró.

A media tarde y después de nueve días de trayecto, Don José de Plata arribó a
La Trinidad. Estaba sumamente cansado debido al brincoteo del carruaje en el
último tramo del camino. Aun así, sus pensamientos eran claros, viviría
temporalmente en dicho lugar mientras le sacaba toda la ventaja posible a la
mina y enterraba su pasado.

Cada vez más próximo a La Trinidad se mantuvo taciturno. No intercambió


palabra alguna con Fulgencio, el capataz que lo conducía a su nueva morada.

—Soy de fiar patrón. A la orden de lo que uste’ mande.

No respondió, pero le agradó que el hombre de piernas zambas, bigote espeso


y mirada risueña fuera también parco al hablar. A Fulgencio se le notaba
contento. Los ojos se le avivaron, y emocionado condujo a su nuevo patrón hacia
la puerta principal de La Trinidad.

Don José de Plata vestía de negro como casi siempre, sus botas de piel lustrosa
y suave se plantaron firmes en lo que para él era tierra nueva. Ya en la casona,
subió hasta el último escalón y dio media vuelta para observar el paisaje. Otro
mundo: desolación, pobreza, la tierra cuarteada, un sol despiadado. Reparó en
una gran cortina notoriamente sucia en la estancia principal, pero además sintió
la frescura y certeza que intuía de su entorno. Entrecerró sus ojos y luego al
abrirlos pausadamente observó de nuevo el contraste dibujado por una mancha
voluptuosa: las míseras y grises casuchas que divisaba a lo lejos. Después de
reparar en ello por unos segundos, giró para mirar con curiosidad el frontispicio
de la casa y examinarlo con detenimiento. Don José de Plata se encontró con la
servidumbre que parecía deslumbrada por su presencia. Sus cabezas
ligeramente gachas y todos atentos a recibir las primeras órdenes.

—No sabemos en qué plan venga el patrón y si trae sus propios criados. Alisten
sus cosas por si hay que largarse— les había dicho Fulgencio, antes de
aparecerse junto con el ahora dueño de la finca.

Lo primero que admiró el español Don José de Plata al entrar a la primera


estancia fue el piso revestido de finas maderas que desprendían sutiles y
agradables aromas. Generoso entraba el aire por los grandes ventanales,
gracias a lo cual se extendía la fragancia de flores multicolores, mismas que
Jeremías había cortado del jardín para darle la bienvenida, y que colocó
cuidadosamente en el vestíbulo sobre una mesa redonda y lujosa.

El escenario cambió una vez que cruzó la segunda puerta. El exceso de luz
lastimó sus ojos. Estaba en la estancia principal donde relucían magníficos
candelabros dorados. Repentinamente sintió cómo se congregaban sin ninguna
explicación llanto, ruegos, culpas y sufrimiento. Creyó ver a Casimiro suplicante,
arrodillado frente a un altar de imágenes religiosas enmarcadas en oro,
guardianas de fe y milagros. Le sorprendió tener frente a sí una mesa repleta de
velas de gran tamaño, atiborrada de figurillas de santos para él desconocidos.
Recordó las palabras de Don Enrique, su mayordomo, cuando le pidió
investigara todo lo relativo a Casimiro, así como las condiciones en que vivía la
gente del lugar.

—Ese pueblo, Don José, es como si fuera un fantasma. Casimiro será muy
devoto y supersticioso, pero tiene al pueblo sumido en la miseria.

Al recordar estas palabras se sintió algo incómodo. Don José continuó su


recorrido y descubrió la tercera estancia en la que llamaron su atención las
paredes relucientemente blancas y un magnífico comedor de exquisito
ornamento. Las ventanas enmarcaban un horizonte digno de elogio. Caminó
hacia uno de los balcones que le regalaban una preciosa vista. El sol,
exuberante, caía de lleno sobre los árboles de la finca. Destacaban lilas, rosas,
geranios y azucenas que se mecían arrulladoramente con un vientecillo
gratificante. Suspiró complacido.

— ¿Se le ofrece algo al patrón? — preguntó Fulgencio rompiendo el silencio.


Pareció no escucharlo. Su recuerdo se detuvo en una azucena que le evocó a
su mujer muerta tres años atrás. Para sepultarla puso en su cabello un broche
con la figura de esa hermosa flor originaria del Mediterráneo. Su gesto se
endureció. Pidió a Fulgencio que lo llevara a su habitación para descansar y que
por ningún motivo lo molestaran. No quiso cenar, tampoco seguir conociendo el
resto de la casa. Le avisaron que Refugio, la cocinera, se había esmerado en
hacerle un pastel de frutos rojos. No hubo respuesta.

Dos días después entraron a La Trinidad cuatro carruajes. En uno de ellos


venían dos hombres maduros, ambos especialistas que se encargarían de
administrar y mejorar la operación de la mina. Traían consigo planos,
instrumentos de medición, herramientas y una serie de implementos para hacer
el trabajo en condiciones muy distintas a las que se acostumbraba.

Al poco tiempo, en otra caravana, se descargaron muebles finos, cuadros con


estilos muy diversos, cientos de botellas de los mejores vinos europeos, puros y
suficientes libros para llenar el estudio de la casa. Don José hizo de La Trinidad
un homenaje al buen gusto. Todas las paredes se pintaron de blanco, y
elegantes candelabros iluminaron cada una de las amplias habitaciones.

Durante sus primeros días de estancia supervisó cuidadosamente los cambios


previstos a la decoración de La Trinidad. Aún no visitaba La Celestita, pero los
recién llegados ya se estaban haciendo cargo de ella. Confiaba en su gente y
mucho más en su habilidad para generar mayores ganancias.

En tanto, los casi cuatrocientos trabajadores de la mina eran notificados por el


nuevo administrador de que su salario seguiría sin cambio alguno. Les dieron
equipo nuevo y entrenamiento para extraer con menos dificultades los metales
preciosos. Las ganancias se incrementaron en apenas unas cuantas semanas.
Los mineros se mostraron inquietos y recelosos porque esto no se veía reflejado
en su pago. Ninguno de ellos conocía al nuevo dueño de la mina, y a Don José
de Plata parecía no interesarle visitar el yacimiento.
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Los metales preciosos brotaban abundantemente gracias a las nuevas técnicas
de extracción. Más oro, más plata, más cobre, a lo que se sumaba ópalo, granito
y celestita, mineral al que llamaban pedazo de cielo o piedra de luna. Con ésta
decoraban altares dedicados a la Virgen de Guadalupe. Los cuatrocientos
trabajadores se sentían orgullosos de su origen minero.

Escucharon que su nuevo patrón era viudo y que cargaba una honda pena. Los
más jóvenes y curiosos merodearon alguna vez los alrededores de La Trinidad
para intentar conocerlo sin éxito alguno.

La misteriosa vida de Don José de Plata era muy comentada entre los más viejos
del pueblo. Afuera de sus casas, sentados sobre piedras pulidas improvisan
canciones. Algunas de ellas contaban:

De Don José de Plata se dice que vino a olvidar

pero aquí tendrá que peregrinar

con nuestra hambre en su andar

y con la plata por delante pa´ ordenar

Las canciones de los viejos, poesía callejera, hablaba de su esperanzas y


también de sus temores. Ellos temían la llegada de un cacique más violento y
abusivo. Muchos de los pobladores de El Pozal estaban desnutridos, respiraban
con dificultad, su piel mostraba a simple vista las consecuencias de estar
expuestos continuamente al cianuro y a los gases utilizados para extraer de las
profundidades de la tierra los metales preciosos. Algunos de sus compañeros
ya habían fallecido por intoxicación, otros, sobrevivientes como ellos, padecían
de artritis. También había quienes quedaban enterrados vivos a causa de los
derrumbes. El pueblo se fue acostumbrando a las pérdidas. Prendían sus
veladoras con tal devoción que al caer los rayos del sol sobre los vasos de vidrio,
los destellos hacían pensar a la gente que sus seres queridos se transformaban
en refulgentes estrellas.

De esas costumbres no estaba enterado el dueño de la Celestita. Tenía previsto


visitarla hasta que se concluyeran las modificaciones a La Trinidad. Don José
de Plata ordenó que los sueldos de sus mineros no aumentaran hasta que las
ganancias fueran todavía más robustas.
Una mañana Don José se mantenía absorto en una lectura cuando Fulgencio
encarrerado entró sin llamar a la puerta del estudio.

—Patrón, Refugio quedó tendida en la cocina. Se petateó.

Después de un breve silencio, con el que sancionó la interrupción abrupta de su


capataz, el español musitó:

— ¿Qué estás diciendo Fulgencio?

—Eso patrón, que Refugio está tiesa. Nadie sabe qué realmente le pasó. La
encontró Jeremías en el piso. Dijo que intentó revivirla pero de plano no pudo.
Yo mismito la vi. La mujer estaba lacia, lacia.

— ¿De qué Refugio me estás hablando? — preguntó algo extrañado Don José.

— De la cocinera patrón.

—Ve por el médico. ¿Yo qué puedo hacer?

—Es que patrón, le digo que ya no hay remedio con la Refugio. Ya ni tiempo de
ir con el doctorcito, por vida de Dios. Ya está difunta la doña.

Don José de Plata se dirigió a la cocina en donde de inmediato se percató del


cuerpo inerte de la mujer. Arrodillado junto a ella, Jeremías, era un mar de
lágrimas. Su desconsuelo era evidente.

— ¿Qué ha pasado aquí? — inquirió Don José.

—No sé patrón, vi a Refugio muy temprano cuando le estaba preparando el


desayuno a usté, y al rato le quise dar una divisadita y la encontré tirada, así
como la ve, respondió Jeremías todavía incrédulo y sollozante.

Don José de Plata se dio la media vuelta y antes de salir de la cocina, en un tono
áspero le ordenó a Fulgencio que se hiciera cargo del cuerpo de Regina y lo
entregase a su familia. Como eco trepidante daban vueltas en su cabeza
aquellas palabras proferidas sin sentimiento alguno por su patrón.

Jeremías no comprendía el porqué de la muerte tan repentina de Refugio. Ella


era una mujer con poco más de 40 años, aunque aparentaba ser mayor. Nunca,
que él supiera, se quejó de dolencia física que revelara alguna grave
enfermedad. Cuando la vio tirada en el piso de la cocina no observó ninguna
señal que le descubriera que había sido violentada por otra persona. Apenas en
la mañana, muy temprano, la vio muy lozana. Recordó que antes de encontrarla
muerta todos los del servicio se fueron a cumplir con sus deberes: Fulgencio a
hacer una diligencia en La Celestita; Zenaida a la tienda de abarrotes; y él, como
siempre, a regar y podar el jardín. Jeremías tenía claro que la única persona
que se encontraba en la casa a esas horas era Don José de Plata, nadie más.
“Hazte cargo del cuerpo”. Repasó lo dicho por su patrón momentos antes. Esa
orden lo atormentaba. En otro momento, Jeremías recuperó algunos recuerdos
de su amistad con la ya difunta: las risitas mañaneras compartidas cuando ella
preparaba el desayuno. “Pálida y tan bonita ella”, se decía así mismo. Una tímida
luz proveniente de sus claros ojos hacía quererla en silencio.

Fulgencio llevó a Refugio en el lomo de su caballo a la casa de la única hija. Su


madre muerta.

— ¡Qué le han hecho a mi mamacita? ¡— gritó la joven con desesperación.

Fulgencio intentó responder. Antes, levantó sus cejas y se encogió de hombros.

—Naiden sabemos qué pasó, ni cómo pasó.

Se lo dijo de golpe, con Regina inerte ya sostenida entre sus brazos. Se lo dijo
procurando ocultar su miedo a aquellos ojos desorbitados de la muchacha, quien
le arrebató el cuerpo de su progenitora para hincarse junto a ella como queriendo
revivirla con su abrazo. Casi una hora de un llanto intermitente. Algunos vecinos
curiosos salieron de sus casas para rodear y en un silencio morboso dar cuenta
de la pérdida. Refugio era una víctima más, pero ella en condiciones muy
extrañas. La velaron toda la noche en medio de rumores sobre las posibles
causas de su muerte.

—De seguro él la mató, ¿quién más? Qué casualidad que de buenas a primeras
da la orden que se deshagan del cuerpo. ¿A honras de qué, o qué? — vociferó
la hija.

—Mi amá no estaba enferma, ni siquiera tiriciada. El tal Don José quiso que se
deshicieran de ella porque de seguro tuvo que ver con su muerte.

Los comentarios de la hija eran como escupitajos. Como reguero de pólvora la


noticia inundó al pueblo. Para no pocos en Don José de Plata recaía la autoría
del supuesto crimen. Encargar el cuerpo de la occisa a Fulgencio fue más que
suficiente para levantar sospechas. Las exequias fueron un mar de lamentos.
Cuando éstas terminaron, ávidos de chismorreo, algunos pobladores se
agruparon en la placita. Daban por sentado que el español estaba involucrado
en la muerte de Refugio. Las suspicacias crecían cuando reparaban en que su
patrón no había asistido a la misa de funeral.

Al entierro se presentaron más mujeres y uno que otro hombre porque la mayoría
se vio obligado a ir a La Celestita para continuar con el trabajo recientemente
reanudado. De La Trinidad, el único que pudo asistir con permiso de Don José
de Plata fue Jeremías. Allí, la hija de Refugio le inquirió sobre los pormenores de
la muerte de su madre. El jardinero contó lo poco que sabía. Dijo haberla visto
por última vez preparando el desayuno y que al regresar un par de horas
después la halló tirada en el piso de la cocina, ya sin signos de vida. No se le
escapó señalar que Don José de Plata era la única persona que se encontraba
en la casa en el momento en que ocurrió su fallecimiento.

—Es el asesino— aseveró ella plenamente convencida.

Jeremías la escuchó tembloroso y quiso huir lo más pronto de aquellos ojos


grandes y saltones que no dejaron de escudriñarlo durante todo el funeral.

Ante el sorpresivo deceso de Refugio, un halo de misterio se acrecentó sobre la


figura de Don José de Plata. El español no estaba al tanto de lo que rumoraba
la muchedumbre, ni que el acontecimiento fuera detonador de un rencor añejo
sembrado por Casimiro.
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Durante el tercer domingo desde su llegada al pueblo, Don José de Plata decidió
dar un primer paseo para conocer los alrededores.

Infaltable la misa de domingo. El quiosco de la placita principal estaba adornado


con papelitos de colores. Si se corría con suerte llegarían músicos para alegrar
la tarde. Ese día de la semana llegaba a El Pozal gente que provenía de pueblos
cercanos para ofrecer sus mercancías. A las afueras de la parroquia, en
ocasiones especiales como la fiesta patronal, se podía adquirir pan cocido en
hornos de leña que dejaban un sabor a esperanza. Nieve artesanal y golosinas
esperaban compradores.

Convivencia pintoresca en que los ancianos jugaban lotería acompañándose de


un jarro de pulque. El gritón alegre anunciaba las cartas:

— ¡La muerte! La muerte tilica y flaca

— ¡La botella! Alivio del borracho

— ¡El Diablito! Pórtense bien que se los lleva el coloradito.

Los más jóvenes se entretenían repartiendo miradas a las mujeres mientras


caminaban alrededor del quiosco en sentido contrario a las señoritas. Formas
tradicionales del galanteo. El momento cumbre de la conquista era cuando un
hombre elegía a una mujer para regalarle una flor. Si ella la aceptaba se daba
por hecho el permiso para el romance, sin descartar el casorio.

En el pueblo todos se conocían y las opciones para elegir con quien


comprometerse se reducían. Por lo mismo era frecuente el matrimonio entre
primos hermanos o lejanos. Las consecuencias estaban a la vista: niños que
nacían con alteraciones genéticas.

A veces llegaba al pueblo algún forastero que decidía quedarse motivado por un
amorío en ciernes. Muchas mujeres anhelaban la visita de jóvenes de fuera.
Siempre que hubiera oportunidad lucían sus mejores ropas, y a pesar de las
carencias se las ingeniaban para llamar la atención de los caballeros.

Imposible guardar secretos sobre amoríos o cualquiera otro asunto. La gente del
pueblo siempre fue muy curiosa. Corrían una y otra vez de boca en boca
anécdotas. Igualmente se disfrutaban como si fuera la primera vez que se
escucharan. Todos hablaban de la vida de todos. Relatos iban y venían, hasta
que aparecía uno más interesante y atractivo que se contaba hasta el cansancio.
En ese manoseo no era difícil que lo dicho tantas veces fuera discordante con
los hechos.

Los relatos se agrandaban o empequeñecían a capricho de quien los contara.


Verdades a medias y mentiras completas. Empalme de sucesos reales con otros
inventados. El o la afectada por las maledicencias procuraba paliarlo con rezos,
velas y extrañas santiguaciones. Muchos creían en la brujería. Común escuchar
que alguien tuviera mal de ojo.

Ese domingo era distinto, no sólo por ser la fiesta patronal, sino especialmente
porque Don José de Plata acudiría a la plaza principal. Su inminente llegada
mantenía inquieto a más de uno. A excepción de su servidumbre nadie más lo
conocía personalmente. Rumoraban sobre su aspecto físico, que si era flaco, si
tenía cara afilada, si su aspecto era el de una mala persona, si había mandado
a quitar las imágenes religiosas de su casa porque no creía en Dios, que a lo
mejor tenía pensado incrementar el pago del jornal, aunque lo más seguro era
que no, si vivía solo, que no podía vivir con nadie, que no tenía esposa ni hijos,
de seguro nadie lo quería, que era misterioso y poderoso, a quien sólo le
gustaba vestir de negro, casi no hablaba, y no lo hacía porque no le gustaba
codearse con la servidumbre, probablemente venía a cerrar la mina y entonces
todos morirían de hambre. Y cuánto más.

No faltó quien llegara a decir que era el alma de Casimiro ahora encarnada en
ese hombre extraño, que tenía la misión de no dejar vivir en paz a los habitantes
de El Pozal. Pura habladuría emanaba de los comentarios que en algún
momento Jeremías, Refugio, Zenaida y Fulgencio esparcieron sobre su patrón a
unas cuantas personas. El pueblo se encargó de inventar todo lo demás. Lo
definió de tajo como un hombre fuerte, malo, ateo, sin sentimientos y misterioso.

“El patrón es raro. Ni bueno, ni malo. Raro nomás. Tiene ojos que adivinan. Eso
sí, no cree en Dios. Quitó todos los santos y figuras que tenía Casimiro en la
casa. Casi no habla, lo que sí, es que echa unos suspiros rete recios desde la
biblioteca donde pasa las horas. Ve tú a saber qué hace ahí metido”, había dicho
tiempo atrás Refugio a su única hija, a quien le fue fácil desvirtuar lo dicho por
su madre: “Mi amá, me contó que ese hombre es malo. No cree en Dios ni en
los santos y nunca se encomienda al altísimo. Tampoco es de los que saben
agradecer el día. Casi no habla. Sus ojos son diabólicos. Por si fuera poco, me
dijo que se encierra en su cuarto para planear maldades en contra de todos,
como la que le hizo a mi mamacita, matándola nomás por gusto”.

En un pequeño círculo de gente la hija de Refugio soltó esas y otras injurias. Y


remató:

—Les advierto que ese asesino va a cerrar pa’ siempre la mina. Sus verdaderas
intenciones es sacar todo el oro. Nos va a dejar con la pura ansia de vivir.

Nadie la contradijo. Después de todo la hija de Refugio tenía más razón al hablar
de Don José de Plata que cualquier otro de los ahí congregados. Su madre lo
había conocido personalmente. A punta de figuraciones, el español ya era un
personaje enigmático pero también temible.
Su nombre real: José Espinoza. Sus conocidos de España le adjudicaron el mote
de Don José de Plata, por distinguirse como un buscador incansable de minas
y amante de vetas preciosas. Mirada férrea, cejas pobladas, delgado, no de gran
estatura y casi siempre altivo. Como rasgo inequívoco de su personalidad,
clavaba los talones con mesura y de manera firme al caminar. Sus pequeños
ojos negros parecían insondables cuevas de las que no se podía salir. De su
cara delgada y angulosa sobresalían orejas puntiagudas que le daban un
aspecto algo extraño.

Terminó de desayunar y de inmediato salió de La Trinidad alrededor de las once


de la mañana en uno de sus carruajes. Las primeras casas que vio justo después
de la suya eran habitaciones muy pequeñas y humildes. Al adentrarse en el
centro del pueblo se fijó en que los hogares de la zona eran coloridos. La razón
es que meses atrás Casimiro mandó pintar las fachadas alrededor del quiosco,
en donde organizó el festejo de sus sesenta años a la vista de todos. A Don José
le agradaron aquellas casitas desvencijadas y multicolores, muy distintas de las
que se veían a las orillas de El Pozal, invariablemente grises, un tono que todo
lo entristece.

En el trayecto se cruzó con miradas curiosas. Fácilmente se percató del


cuchicheo que provocaba a su paso. Al llegar una vez más a la placita, Fulgencio
bajó del caballo solícito para abrirle la puerta del carruaje. El pie izquierdo del
español, envuelto en la bota negra brillante se apoderó del suelo. ¡Clack! Un
primer crujido. ¡Clack! El otro pie. Hacía mucho tiempo que nadie pisaba con tal
determinación El Pozal.

¡Clack, clack, clack, clack! Su caminar arrogante, pero natural, llamó la atención
de los pueblerinos que se replegaron como si hubieran visto a un fantasma de
grandes dimensiones. Se dispersaron para quedar detrás de los árboles o
protegidos por las bancas. Hubo quienes prefirieron resguardarse dentro de la
única tienda de abarrotes del pueblo, frente a la placita. Sabían de su mirada
fulminante, impenetrable y poderosa. Temían cruzarse con ella.

El español se desconcertó por el comportamiento de los lugareños, pero no


titubeó en su caminar. ¡Clack, clack, clack, clack! Resonaba sobre la plancha
del quiosco.

Dio cuenta de los frondosos cipreses y de las dos altas torres de la parroquia con
campanas de bronce. Un silencio abrumador. Solo se oían sus pasos. Volteó de
reojo para cerciorarse que el mozo seguía ahí, detrás suyo, como debe ser, fiel
y cauteloso.

Don José no se mostró incómodo por las decenas de miradas que seguían su
sonoro andar. La misa había concluido. Entre quienes se despedían afuera de la
iglesia se encontraba Abrahana. Resaltaba entre todas. Ataviada con un vestido
azul opaco contrastante con su piel blanca. Ojos profundos. En un momento, a
poca distancia, sus miradas se cruzaron. Se atrajeron como imanes. Al amparo
de un sol enardecido dos seres acababan de descubrirse uno al otro
deslumbrantes. Ella, con un collar de plata como símbolo de lo inevitable. Él, con
una azucena en la solapa, cuya fragancia era dueña de su pasado.

Abrahana brillaba por su piel tersa y cabellos abundantes, ligeramente


ondulados. Sensualidad natural. Inocente y enigmática a la vez. Don José
aceleró su paso para aproximarse a Abrahana. Extendió su mano para
presentarse y saludar, pero ella titubeó. Entreabrió sus labios turbados y él
atrapó con destreza su aliento. Fue un trozo de intimidad.

Ramiro, su padre y testigo del fortuito encuentro, la tomó del brazo y la forzó a
retirarse. Segundos antes Don José se quitó el sombrero e hizo una pequeña
reverencia de cortesía. Abrahana no pudo decir ni media palabra porque muy a
su pesar era conducida por su padre lejos de aquel hombre que le había llamado
tan poderosamente la atención.

Don José se contuvo para no darse la media vuelta y mirar una vez más a esa
mujer que tan gratamente lo sorprendió. Quedó inmóvil por unos segundos,
luego giró para dirigirse al carruaje, deseoso de encontrarla nuevamente.
Durante su regreso a La Trinidad reflexionó sobre el efecto que su presencia
causaba en el pueblo. Tenía claro que no bien visto por muchos de los que
habitaban El Pozal, pero poco le importó esto porque Abrahana era el centro de
sus pensamientos.

— ¿Quién es esa mujer? —preguntó impaciente a Fulgencio apenas llegó a La


Trinidad.

— ¿Cuál dice usté patrón?

El bigotón ya sabía a quién se refería, pero le encantaba sentirse interesante e


indispensable. El español lo retó con una mirada de urgencia que Fulgencio
entendió a la perfección.

— Se llama Abrahana.

—Y aquel hombre que la acompañaba, ¿quién es?

— Ramiro, el apa´ de la muchacha. Un hombre güeno y muy trabajador.

Don José ya se daría su tiempo para corregir el habla del capataz. Le irritaba la
pobreza de su lenguaje. Ahora estaba más interesado por conocer todo lo
relacionado con Abrahana.

—Dime todo lo que sepas acerca de ella— apresuró a su interlocutor.

—Qué le puedo decir patrón. Pos que tiene mucha hermosura esa mujer, pero
Ramiro no deja que se le acerque naiden. La cuida como a la niña de sus ojos.
Viven en la casa bonita que tiene el pueblo. Él es dueño de la tienda. Es un
hombre de ley. Mandó a arreglar los salones de la escuela pa’ que nos fuera más
fácil aprender a leer y escribir.

— ¿Y qué más? —preguntó Don José, ansioso de conocer más detalles sobre
Abrahana.

— Abrahana era maestra de la escuela, pero los hombres que tomaban clases
con ella nomás iban a mirujearla, con hartas ganas de conseguírsela de novia y
eso no le gustó a Ramiro y la sacó de ahí.

— ¿Y…?

—Ella es buena persona. Mujer de su casa. Sale cuando Ramiro la lleva a misa.
No tiene amá porque se murió de una tos que no hubo poder humano que se la
quitara. Nomás viera, patrón, qué güena era la señora Elena, la mamacita de
ella. No era tan bonita como la señorita, pero tenía lo suyo, yo digo…

En su atropellado relato Fulgencio se perdió en un recuerdo de muchos años


atrás, en el que le pidió a la madre de Abrahana, un beso por única vez. Se había
acercado a aquel matrimonio con el único propósito de conocer a la mujer que lo
cautivó, y que para él era inalcanzable. Siempre se mostró amable y servicial
para ganarse su confianza. Solicitó que le bautizaran a su primer y único hijo y
que para su desgracia fallecería cuatro años después. Durante la fiesta de
bautizo Fulgencio vio la oportunidad de encontrase próximo a su comadre y sin
que se percataran los invitados, y mucho menos Ramiro. Le confesó su amor,
quiso besarla pero ella lo impidió bruscamente. Fue cauta y le ocultó a su marido
el incidente. Tenía la gracia de la prudencia y evitó cualquier contacto con
Fulgencio cuando éste los visitaba con el pretexto del compadrazgo. No lo delató
porque a su esposo le simpatizaba y siempre se expresaba de él como un buen
hombre.

Perdido en ese recuerdo, Fulgencio apenas y escuchó cuando Don José de Plata
le hizo saber su deseo de encontrarse con Abrahana.

—Que venga aquí a La Trinidad lo antes posible.

— ¿Cómo dice patrón?

—No te me duermas e invítalos a cenar de mi parte. A ella y a su padre.

Fulgencio se desconcertó ante la indicación del español y guardó silencio.

— ¿Escuchaste bien? Quiero ver a esa mujer. Que venga aquí. Invítalos a la
finca— insistió.

Azorado, el capataz levantó las cejas. Era una orden que lo inquietaba.
— ¿Y cómo se la traigo patrón? Me la pone difícil. Ya le dije a usté que ella no
sale si no es con Ramiro, y mi compadre no va a querer venir, contimás con ella.
Lo conozco bien—sentenció.

— Una invitación a cenar no es un gesto indecente. Quiero entablar una amistad


con ella y su padre.

— ¡Újule patrón!- Olvídelo. Eso no va a pasar porque le digo que mi compadre


no deja a la Abrahancita ni a sol ni a sombra.

—Podría ayudarme en la casa. Necesito de alguien que organice mi biblioteca.


Sabrá algo de libros. Me dices que fue maestra. Yo no tengo tiempo para eso y
tú estás muy ocupado en otros quehaceres.

—Patrón, sin que me lo tome a mal, la señorita Abrahana no es criada. Con todo
respeto se lo digo. Ella tiene lo suyo, Ramiro le da todo.

—Haz lo que te digo. No pretendo que haga la faena de la servidumbre, pero sí


podría ayudarme a organizar algunas tareas, como las de la biblioteca.

—Mañana me apersono en su casa y pos tendría que hablar primero con Ramiro,
mi compadre, pal permiso.

—Hazlo mañana mismo, Fulgencio, mañana mismo.

Fulgencio se retiró a descansar y el español se quedó pensativo. Entrecerró los


ojos sólo para recordar con mayor nitidez a aquella hermosa mujer. La armoniosa
combinación del collar de plata con su blanca piel lo remitía al instante en que
pudo estar más cerca de ella, una joven atractiva con un olor fresco y dulce con
el que deseaba envolverse.

La determinación de Don José de Plata le dio miedo a Fulgencio. Sus palabras


se traducían como arriesgadas órdenes. Notó la pasión con que le preguntaba
todo lo relacionado con Abrahana. Después de todo, aunque estuviera a su
servicio, no se la pondría tan fácil. Tenía en muy buena estima a su compadre
y se sintió con la obligación de alertarlo del interés que el dueño de la Celestita
mostraba por su hija. Salió de La Trinidad cuando se cercioró que el acaudalado
español dormía en su habitación. Fue a la casa de Ramiro. Había que prevenirlo.

Era casi la medianoche, Ramiro abrió la puerta. Fulgencio se disculpó por la hora
de su llegada y fue directo al grano. Le dijo que cuidara a Abrahana de su patrón,
Don José de Plata, pues éste quiere tenerla para sí.

— ¿Cómo dices? —exclamó con disgusto Ramiro.

—Dios me perdone si soy un traidor. Tú sabes que a los compadres no se les


falla.

— ¿Qué pretende tu patrón con mi hija?


—No nos hagamos tarugos. Vi cómo se le avivaron los ojillos de apipisca que
tiene cuando me preguntó por ella. Quiere que tu hija le ayude en la casa dizque
para organizar sus libros. Yo le dije que era una muchacha decente y que no
tenía ninguna necesidad. Pa’ mí que tiene sus malas intenciones. Cuídala mejor
de lo que ya lo haces.

Ramiro se sumió en un profundo silencio. Recordó la misteriosa muerte de


Refugio, los rumores propalados en torno a la maldad de ese hombre y su sabido
rechazo a Dios y a los santos, sin excepción. Suficiente para inquietarse. Echó
a Fulgencio de la casa y se quedó cavilando sobre el asuntó el resto de la noche.
Sospechó que Fulgencio sabía algo más. Sintió justificado temor de que pudiera
pasarle a su hija en manos de Don José de Plata. Elucubró sobre la posibilidad
de alejarlo de El Pozal.
4
Abrahana estaba inquieta por el recuerdo de esa fugaz mirada que le dedicó a
su persona Don José de Plata. Deambuló por toda la casa donde nació. Intentó
distraerse con un libro que abría en cualquier hoja al azar, sin realmente ponerle
atención, para luego tomar otro título indistintamente y hacer lo mismo. En su
mente sólo tenía cabida recrear ese breve descubrimiento mutuo.

Durante horas evocó lo que para ella era sin duda un mágico instante.
Rememoró sonriente el suave olor del hombre que ahora daba contenido a sus
pensamientos. El mismo a quien no le extendió lo mano en correspondencia a
su saludo. Arrepentida estaba de su indecisión, pero de haberlo hecho sería un
desafío hacia su padre.

Mientras reflexionaba sobre el incidente un ligero viento nocturno la sorprendió


con la vista al cielo estrellado. Fulgor y destellos refrescantes. Abrahana lo
interpretó como una pasión que brotaba en forma tardía. A sus 29 años, sólo
había experimentado unos cuantos besos inexpertos. Conocer a hombres de su
edad o vivir una relación duradera era imposible a la sombra de su padre. Se
entristeció por su aislamiento y falta de amoríos.

Siempre hay memoria para un primer beso. Lo recibió al pie de una puerta azul
desvencijada, en el salón de clases. Era apenas una niña. Su compañero de
pupitre la tomó por sorpresa. Ella tenía entonces nueve años. El chiquillo
temeroso y asombrado de su propia hazaña, alcanzó a darle un mordisco
húmedo en los labios ante la mirada atónita del profesor, quien se reincorporaba
luego de levantar del piso fragmentos de gises blancos.

Los ojos de Abrahana eran grandes y una dulce guarida. Sus labios delicados y
muy bien definidos la hacían sentirse orgullosa de su atractivo. El cabello:
ligeramente ondulado. Sus rasgos no eran los característicos de los habitantes
de El Pozal, donde predominan las mujeres y hombres de piel gruesa y oscura.
De sus antepasados ignora todo. Sus padres llegaron al pueblo hace 32 años.
No tenía más datos porque tocar ese tema se evitaba en casa.

Su madre murió muy joven de tuberculosis. Abrahana no logró superar del todo
la pérdida. Contaba con seis años cuando quedó huérfana. Aún conserva
precisos y entrañables recuerdos de ella, en los que abundaron los besos
amorosos y protectores. En medio de esas reminiscencias trajo a su mente la
figura de su padre.

¿Por qué su padre invadía cualquier recuerdo? Siempre pasaba lo mismo, la


sombra de Ramiro no la dejaba seguir meciéndose a la par de sus nostálgicas
evocaciones. Una y otra vez aparecía entre ella y su progenitora. Y por alguna
extraña razón, en medio de ella y cualquier otra cosa. No importa qué o quién.
Abrahana contaba con una educación refinada para la época, y especialmente
para el lugar donde vivía. Su madre le enseñó cómo bordar y coser. Con ella
fueron sus primeras lecciones de lectura. Fue su maestra de historia y literatura
en la escuela en la que su marido aportó recursos para construir dos aulas, una
vez que lo convenció de hacerlo.

Abrahana era la mujer más hermosa de El Pozal. Su madre se distinguió por ser
prudente y generosa, mientras que el autor de sus días era considerado en el
pueblo un hombre bueno y padre ejemplar. A Abrahana le dolía ser muy distinta
a las mujeres de su edad, la mayoría tienen hijos o han emigrado en busca de
mejor fortuna. No obstante se negaba a ser parte de una historia similar en que
las adolescentes quedan preñadas o se ven comprometidas en matrimonios
arreglados. Anhelaba algo distinto, como lo que se cuenta en algunas historias
que había leído con gozo, o parecido a lo que escuchaba de su madre cuando
le narraba en su habitación poco antes de dormir de la existencia de mundos
nuevos y mejores. Recordaba que gustaba de crearle expectativas y que en un
futuro conocería fuera de El Pozal a un hombre educado y apuesto, con quien
podría casarse y formar una familia. “Un día nos iremos de aquí a donde nunca
debimos haber llegado. Grábate bien esto en la cabeza hija: La gente buena no
sirve para nada”. El hombre perfecto…la gente bondadosa, se dijo así misma.

Abrahana recuperó la imagen de Don José de Plata y comenzó a sentirse un


poco nerviosa. Varias veces revisó si no tendría cerradas todas las ventanas de
su amplia habitación. Se advertía sudorosa.

Un escalofrío recorrió sus pechos redondos y descubrió por primera vez un


vaivén de oleadas placenteras que coronaban sus pezones. Debajo de las
sábanas ahogó algunos gemidos espontáneos. Clímax involuntario. Abrahana
veía claramente el rostro anguloso de “su hombre”. Labios delgados y firmes.
Un fuego interno crecía y se apagaba en ella de manera constante.

A la mañana siguiente, aturdida por la culpa a donde la llevó su deseo, colocó


compresas de agua fría en la parte externa de ese territorio fértil aún no
explorado. Y se excitó de nuevo. Por supuesto que Don José de Plata no tenía
la menor idea de lo que provocaba en Abrahana, pero ahora que la conoció
estaba más que decidido a seguir en El Pozal. Era casi mediodía y Don José se
hallaba en su estudio revisando unos papeles y sin motivo aparente se vio
envuelto en el recuerdo de Leonor, su esposa ya fallecida, y con quien no pudo
procrear el hijo que anhelaba tener.

Se asomó al jardín y en el esplendor de las azucenas reconoció la belleza de su


finada Leonor, quien en un día nublado de junio antes de hacer su acostumbrado
paseo matinal a caballo, y mientras se peinaba frente al espejo, repentinamente
se deslizó desde la silla blanca y lujosa en la que reposaba. En su mano izquierda
sostenía un broche con azucenas, obsequio de su marido, y que no alcanzó a
prender en su cabello. Cuando Don José de Plata la encontró sobre el piso lo
primero que pensó fue que había sufrido un desmayo, como ocurrió en ocasiones
anteriores.

Siempre le pesó no estar junto a ella en su último signo vital. Horas antes de su
muerte la había llenado de besos previo a despertarla con caricias en el cuello y
en el nacimiento de sus senos. Ahora, sin Leonor a su lado, se sentía frustrado,
le ganaba la rabia. Quería desahogar su fuerza viril en una mujer que le diera
consuelo. Pensó en Abrahana y sin más llamó enérgico a su capataz.

— ¡Fulgencio!

—Diga patrón— respondió al instante como si fuera su sombra.

—Deseo encontrarme con Abrahana.

—No creo que lo reciban patrón. El señor Ramiro y su hija no están en casa.

— ¿Sabes de alguna mujer de buen aspecto que quiera pasar conmigo toda la
tarde de hoy, y quizá también la noche?

—De seguro que hay más de una. Le propongo a La Lupona, ella es muy entrona
y de buen ver Esa mujer tiene disposición pa’ lo que usté mande, siempre que
haya de su parte una generosa recompensa.

—Ve por ella, y sé muy discreto Fulgencio. No está de más decírtelo.

Encantado de recibir órdenes de esa naturaleza, Fulgencio acudió a la casa de


La Lupona, la prostituta de El Pozal. Nadie se refería a ella como Guadalupe,
pues les parecía un sacrilegio que esa mujer llevara el nombre de la santísima
virgen.

Años atrás en una noche de fiesta callejera compartía los tragos con un hombre
canoso y obeso que la mimaba mientras la tenía sobre sus regordetas piernas.
“Te vamos a llamar La Lupona, por grandota, Guadalupe. No se te olvide,
mujerzuela. De ahora en adelante eres La Lupona”. Ella asintió: “Soy La Lupona,
muy hembra y muy sola”.

Su cabello era pelirrojo y espeso. Usaba un maquillaje vivaz. A pesar de no tener


buen gusto para vestir y de sus más de cuarenta años, conservaba un aire
sensual inconfundible. Generalmente estaba risueña aunque no tuviera motivos.

—No estoy disponible hoy Fulgencio—Respondió con desgano La Lupona desde


al otro lado de la puerta descarapelada. — Bien sabes que puedo darme el lujo
de estar con quien yo quiera y a la hora que se me dé la gana— remató.

—El patrón quiere verte. No puedo irme sin ti. No me hagas quedar mal— suplicó
Fulgencio— A Don José de Plata le urge verte.

La Lupona abrió apresuradamente la puerta del cuarto en donde se hallaba.


— ¿Me estás hablando del nuevo dueño de La Celestita? —preguntó algo
incrédula.

— ¿Qué comes que adivinas?

—Aguántame tantito. Enseguida estoy contigo y nos vamos para allá—dijo con
celeridad La Lupona que no cabía de gusto.

En menos de quince minutos salió entallada en un vestido verde brillante que


contrastaba con el rojo de su larga cabellera. Esta vez se había maquillado en
tonos azules. El trayecto era corto. Ya en La Celestita, Fulgencio la guió hasta la
estancia principal donde se encontró con Don José de Plata ensimismado en sus
recuerdos. El taconeo de la mujer lo regresó de inmediato al tiempo presente.
Entonces la examinó de pies a cabeza. Demasiados contrastes en su apariencia.
Se le hizo cómico su gesto de reverencia cuando se inclinó para saludarlo. Al
español se le evaporó el deseo sexual que sintió momentos antes al evocar a
Leonor y a Abrahana. No por ello dejó de ser cortés. Sirvió un par de copas y
brindaron. La Lupona empezó a ser provocativa, alzó su vestido para dejarle ver
su par de ligueros negros. Sus piernas eran esbeltas y aún firmes a pesar de la
edad. Sus más de cuarenta se notaban sólo en el cuello y en sus pecosas manos.
Bebió el licor de un trago. Se aproximó contoneándose al español. Entrelazó sus
delgados brazos sobre los hombros de Don José y abrió sus labios sin recato
para besarlo salvajemente. Él la apartó de inmediato.

¿Qué no te gusto o prefieres que me quite antes la ropa? —retó La Lupona.

—Tómate otra copa si quieres, y terminando me haces el favor de irte. Fulgencio


te acompañará hasta tu casa— respondió tajante Don José.

La Lupona no aceptó una segunda copa. Don José puso en sus manos un fajo
de billetes y la despidió enseguida. Desconcertada y rabiosa salió de la casona.
Afuera ya la esperaba Fulgencio.

—A juzgar por la carita que trais creo que no te fue nada bien. No le has de haber
servido al patrón ni pa’ el arranque— insistió.

—Hace mucho que sirvo nada más que para aguantar borrachos como tú, pero
con tu patrón fue distinto.

En el trayecto a su casa le fue imposible no pensar en el rechazo del que fue


objeto, de la humillación por la que había pasado. La Lupona se sentía derrotada.
No conocía otro oficio que la prostitución. Desde que tenía catorce años su padre
la ofrecía con hombres que a cambio le pagaban el trago.” Infeliz” le dijo La
Lupona a quien más bien era su padrote, minutos antes de su muerte.

Al descender del carruaje y despedirse de Fulgencio fue al encuentro de Andrés,


la única persona por la que sentía un amor limpio. Once años, lo quería como a
un hijo. Se encargó de él casi desde que nació, cuando una de las compañeras
de oficio se lo dejó para pelarse con un forastero. Jamás volvió por su “encargo
de dos horas”, como le dijo.

— ¿Qué vas a hacer con ese muchacho Lupona? Tiene que ir a la escuela como
las demás criaturas. Necesita salir de esa casa en donde de seguro ve puras
barbaridades. Te exijo que lo regales a una familia decente—le conminó el cura
Antonio en su última confesión.

— ¿Por qué no se lo queda usted padre? Aquí puedo venir a visitarlo y Andrés
le ayudaría en la parroquia— propuso La Lupona.

—Ya tengo a Domitila y a su hijo aquí en la iglesia como un acto de caridad. No


puedo hacerme cargo de otra boquita que alimentar.

El cura Antonio tomaba sus precauciones para evitar que descubrieran su mayor
secreto, mejor dicho, su peor pecado: un hijo de 12 años con Domitila, su
asistente en la parroquia. El adolescente no conocía la verdad.

En cambio para Andrés, un chico tímido a pesar del entorno singular y rudo en
el que se crió, no era un secreto que lo habían abandonado y que su madre
sustituta era La Lupona.

— ¿Con quién te irás m´ijo?, tu Lupe ya no quiere que estés encerrado nomás
viendo por las rendijas de la puerta— ¿A dónde te llevo?

En los ojos dóciles del niño La Lupona encontró la respuesta.

–Ya sé con quién te vas a ir. No importa lo que tenga que hacer para que te
acepte ese hombre. Prefiero verte de criado que aquí como si estuvieras en
prisión, cumpliendo una condena. Tú mereces otra vida Andrés. Mil veces mejor
que te digan arrimado a hijo de puta.

Para Andrés quedaba claro que no debía retrasar más su salida al mundo,
empezar a jugar con otros niños como él, y no quedarse observándolos tras las
rendijas de la puerta, como hasta ese entonces.

La Lupona tenía pensado ir a primera hora del día para buscar a Don José de
Plata, su cliente fallido, y pedirle que aceptara a Andrés en La Trinidad como su
pequeño mozo.
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La Lupona iba a tratar un asunto serio así que se arregló con sus mejores galas.
Eligió una falda larga negra que combinó con una blusita azul marino con encaje
del mismo color en las orillas. El reflejo de su imagen recatada frente al espejo
le sugirió colgarse un par de collares multicolores. Así su atuendo estaría más
vistoso.

Con Andrés de la mano, atravesó las calles terregosas. El viento sacudía sus
rojizos cabellos. El chiquillo se veía entusiasmado y por momentos temeroso.
Hace mucho tiempo que no andaba tan expuesto al aire libre.

— ¡Esa Lupona! ¿No te da vergüenza? ¿Qué eso de andar pervirtiendo a


menores de edad? —

Eran las provocaciones de un hombre que celebraban con risas cómplices sus
otros cuatro acompañantes desde una esquina, cada uno con una cerveza en la
mano. La Lupona ni se dio por aludida. Ella y Andrés siguieron su camino. Estaba
más concentrada en llegar con Don José de Plata. No iba a distraerse en
tonterías.

Ya frente al portón de La Trinidad, La Lupona anunció su llegada con


aspavientos.

— ¡Abre, Fulgencio! ¿Qué no me oyes? Vengo a devolverle el favor a tu patrón—


dijo envalentonada la mujer.

— ¡Adió! ¿De qué favor me hablas? — preguntó extrañado antes de permitirles


la entrada a los recién llegados

—Por si no lo sabías, tu patrón me dio ayer una buena cantidad de dinero, y eso
que ni siquiera me dio una probadita. Aquí estoy con Andrés. Él le va a ser muy
útil pa’ lo que se ofrezca. Es un muchachito muy leal y bien educado. Te lo puedo
asegurar—recomendó La Lupona.

Dicho esto Fulgencio soltó una sonora carcajada, en tanto se sostenía la hebilla
plateada de su cinturón y echaba hacia atrás su gruesa figura.

— ¿De dónde sacaste a este mocoso? —interrogó medio burlón Fulgencio.

—Cuida ese hocico Fulgencio. Si me das pase con el patrón no te cobro el rato
que quieras pasarla conmigo. ¿Verdá que se puede?

El capataz se sintió atraído por la oferta. Fue directamente hacia Don José de
Plata, quien en compañía de uno de los ingenieros de la mina recorría los
jardines de la casa.

—Patrón, aquí pregunta por usté La Lupona. Dice que quiere verlo.
—Nada tengo que hablar con esa mujer. Acompaña al ingeniero a la mina, él te
va a entregar unos documentos para mí.

Fulgencio acató la orden pero antes solicitó al ingeniero un par de minutos para
despedir a La Lupona, quien ya preveía la negativa de Don José y se le veía algo
desanimada.

—No se pudo. El patrón fue muy tajante, no quiere saber nada de ti — le notificó
Fulgencio apenado.

En un descuido aprovechó que la reja estaba entreabierta, y sujetando


fuertemente a Andrés de una de sus pequeñas manos, corrió hacia el interior de
la casa sin que Fulgencio pudiera hacer algo por detenerla.

— ¡Me lleva la que me trajo! — exclamo atónito Fulgencio.

Ya frente a Don José, La Lupona fue al grano.

— No quiero molestarlo, sólo vengo a devolverle el favor.

— ¿A qué favor te refieres, mujer?

—A la buena paga de ayer, y todo por nada señor. Este chamaco que me
acompaña es Andrés, a él le tengo mucho cariño. Permita que sea su
mandadero. Es muy bueno para eso y otras cosas más. Le juro por la santísima
que no lo va a defraudar.

—No hace falta que pagues ningún favor. Salgan de la casa ahora mismo—
ordenó sin consideración para luego encaminarse a su estudio.

Fulgencio la tomó de los brazos, pero ella se resistía. El ingeniero adentro de


uno de los carruajes seguía detenidamente toda la escena. La Lupona logró
zafarse y de nueva cuenta corrió en dirección a Don José.

— ¡Don José! ¡Se lo suplico! Quédese con Andresito. M´ijo sabrá pagar con
creces toda su bondad señor— dijo con una mirada de ruego.

El español examinó el aspecto del muchacho, casi un adolescente, algo frágil y


temeroso. A Andrés le incomodó sentirse observado. Era notorio su nerviosismo,
lo mismo que su desamparo. Por su cabeza cruzaba la idea de sentirse liberado,
lejos de su casa-prisión, a kilómetros de los gemidos e insultos provenientes de
voces extrañas.

La mirada penetrante del hacendado lo remitió a su enclaustramiento cada vez


que su madre sustituta se ocupaba de atender a los clientes. “Hay cruces que
una no quiere cargar m’ijo, pero no tiene de otra. No salga del ropero hasta que
yo le diga”. Era la voz entrecortada de La Lupona, que él rememoraba como una
sentencia, con resignación.
Andrés salió de su ensimismamiento cuando al borde del llanto La Lupona le
insistía a Don José que le permitiera dejarlo a su servicio.

—Con cierto desgano Don José aprobó que se quedara. Ella lo celebró alzando
los brazos hacia el cielo en señal de triunfo. Quiso abrazarlo pero él la hizo a un
lado bruscamente.

—Deja al chamaco y tú lárgate de aquí, no quiero volver a verte en mis


dominios— sentenció Don José.

Antes de irse La Lupona persignó con fervor a Andrés. Lo llenó de besos y


recordó haberle escogido el nombre.

— Te puse Andrés porque significa hombre fuerte, viril, valiente y ganador. Vas
a ver cómo se cumple tu destino— le dijo con dulzura al oído.

No se retiró sin previamente advertirle que hiciera todo lo que le mandara el


patrón.

—No hables de más ni andes de metiche. Hazle caso también al bueno de


Fulgencio. Hay que mantenerlo contento, y yo por supuesto que voy a colaborar
con eso— dijo con una sonrisa de complicidad.

Fulgencio condujo al niño a una de las bodegas de la casa. De ahora en adelante


ese sería su nuevo hogar. Andrés eligió un rincón, entre las herramientas de
jardinería y costales de granos. Por una de las pequeñas ventanas observó con
asombro las cabellerizas que estaban a un lado. Quedó absorto admirando los
enormes caballos de piel sedosa y crin reluciente que ahí guardaban. Fulgencio
le dejó un par de cobijas, con ellas se protegería del frío desde su primera noche
en un lugar que le habría de deparar muchas sorpresas, empezando por el
mezclado aroma de las flores del jardín que le llegaba hasta su rincón. Andrés
pensó en La Lupona, en su cariñoso adiós. Cinco minutos después quedó
plácidamente dormido.
6
Como todos los viernes Don José se preparaba para recibir a las doce en punto
el informe financiero de La Celestita. Si las ganancias eran lo que él esperaba
podría ir considerando aumentar el salario de los mineros. Casi la una de la
tarde y Fulgencio no aparecía con el informe. Empezó a mostrarse inquieto y de
mal humor. Por fin entró Fulgencio al estudio. Bañado en sudor y algo exhausto
explicó el porqué de su retraso.

— El caballo se me atirició en pleno camino. Antes de quedarse todo tieso


comenzó a retorcerse como si estuviera poseído. Claramente vi cómo se le
inflamó el estómago. Nunca antes había mirado algo así, tan extraño. La verdad
patrón me espanté mucho. Luego ya caído el pobre animal traté de reanimarlo,
pero fue en vano. No entiendo cómo fue que pasó todo esto. Le juro que lo saqué
sano y rozagante de la caballeriza… ahora que me acuerdo el tal Andrés le había
dado de comer muy temprano, a lo mejor…

— Como te gusta meter cizaña Fulgencio. Ve y tráeme aquí al muchacho—


ordenó Don José ya enfadado.

En menos que canta un gallo Andrés ya estaba frente a su patrón, quién empezó
el interrogatorio.

— ¿Les diste de comer a los caballos esta mañana?

— Sí, señor— respondió Andrés titubeante y en un volumen apenas audible.

— ¡Habla más fuerte!

Andrés trago saliva y aclaró su garganta. Procuró responder casi gritando para
evitar se reprendido de nueva cuenta.

— ¡Sí, patrón! Comieron y muy bien. Les di lo que Fulgencio me ordenó.

Andrés no dijo nada acerca de que una vez que terminó de alimentar a los
caballos fue a merodear al jardín y arrancó de unos arbustos pequeños frutos
color cereza, y que estuvo a punto de ingerir. Jeremías le advirtió oportunamente
que no lo hiciera. Eran tóxicos y podrían acarrearle severos malestares
estomacales. Andrés ya no los comió pero guardó varios de ellos en su bolsillo.
Cuando fue a las caballerizas a seguir con sus tareas cayeron accidentalmente
cerca del caballo que ahora ya no tenía signos de vida. El animal se los tragó de
un bocado y Andrés nada pudo hacer para evitarlo.

— ¡Estás mintiendo muchacho! —le increpó Don José.


Andrés retrocedió de espaldas al balcón del estudio. Se sintió amenazado. Don
José no dejaba de hostigarlo. Andrés dio unos pasos más hacia atrás como para
protegerse de su furibundo patrón. Tropezó y cayó estrepitosamente del balcón.
Fulgencio corrió a brindarle ayuda, entre preocupado y burlón.

— ¡Como estarás de zonzo! Mira que dejarte caer del balcón— dijo Fulgencio
haciéndose el gracioso.

Lo llevó en brazos hasta la enfermería que estaba ahí mismo en La Celestita.


Andrés era el primer paciente desde que se abrió para atender a los mineros que
así lo necesitaran, pero hasta ese momento nadie más se había parado por ahí.
Más por desconfianza y por no toparse con el patrón, quien les parecía, aun sin
conocerlo, alguien siniestro. Así que en caso de enfermedad se trataban como
era su costumbre: con rezos y remedios caseros.

Andrés berreaba del dolor. El joven médico que lo atendió lo examinó


pacientemente. Su diagnóstico provocó en Andrés más llanto y temor: fractura
de la rodilla y del tobillo derecho. Lo que seguía era enyesarlo cuidadosamente.
Una hora después ya concluido el procedimiento Fulgencio lo cargó para llevarlo
a descansar a la bodega. Una vez que lo dejó ahí bien arropado, se dispuso ir a
visitar a La Lupona para informarle del accidente y de paso cobrarle el favorcito.
Cuando ella se enteró de lo sucedido lo menos que quería era intimar con
Fulgencio, así que tomó sus cosas y salió presurosa a ver a su vástago. En el
camino no dejaba de echarse la culpa por su mala decisión. Estaba arrepentida
y para enmendar su error se llevaría de nuevo a Andrés a casa. Cuando la
Lupona entró a la bodega acompañada de Fulgencio trató de convencer a su hijo
de que lo mejor era regresarse juntos. La negativa de Andrés fue tajante y su
madre ya no insistió más. La Trinidad era el lugar que anhelaba habitar el
muchacho, y estaba convencido de que ahí encontraría su propio espacio.

La Lupona ya había dejado La Trinidad, no quiso que Fulgencio la acompañara.


Se despidió de él algo cortante y con desgano. Al día siguiente, muy temprano
Don José llamó a Fulgencio para indicarle que en cuanto se recuperara Andrés
lo despidiera. No quería más problemas. Fulgencio abogó con vehemencia por
el más joven de la servidumbre y Don José ya no dijo más.

— Le prometo que le voy a ir quitando lo atarantado a ese chamaco. Le aseguro


que no le dará más molestias, patrón— prometió Fulgencio sin percatarse bien
a bien lo que implicaba tal compromiso.

— Si es así no tenemos nada más que hablar sobre el tema. Continúa con tus
labores. Yo me ocuparé de los míos—dijo Don José previo a encender un puro.

Pasaron tres meses desde el accidente. De nuevo en la enfermería Andrés


esperaba a que el médico le quitará el yeso. Cuando el galeno se lo retiró se dio
cuenta de que algo extrañamente había salido mal, la pierna derecha de Andrés
estaba más corta que la izquierda, lo cual le obligaría a cojear de por vida. En el
pueblo se comentaba a voces que el patrón había sido el causante de la caída
del muchacho, que él lo había aventado desde el balcón, y que el mismo Don
José le había hecho la maldad de dejarlo con las piernas en desnivel. Puras
habladurías, diría Fulgencio.

No faltaba quien le achacará a Don José la paternidad de Andrés, incluso hubo


gente que se atrevió a mencionar que lo maltrataba, que abusaba del menor.
Para no pocos habitantes de El Pozal, Don José de Plata era un avecindado con
el diablo, que sólo llegó a traerles más desgracias.
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Entrado el invierno, un domingo al término de la liturgia, algunos de los
pobladores de El Pozal se juntaron en la placita para conversar más que
animados sobre el percance del menor, y de quién era realmente él. Esperaban
que Fulgencio les despejara algunas dudas al respecto, pero no lo vieron ni en
la misa ni rondando en las cercanías de la iglesia. Don José le había hecho
algunos encargos con el propósito de apartarse de él mientras se encontraba
con Abrahana.

Esa misma mañana durante el desayuno, Abrahana estaba indecisa si


preguntarle a su padre qué tan ciertos eran los rumores que corrían en torno a
Don José y su nuevo inquilino. Desistió de inmediato porque para ella era muy
claro que la animadversión de su padre hacia Don José sólo traería un severo
disgusto familiar. Ese domingo Don Ramiro se quejó de un fuerte dolor de cabeza
por lo que no acompañó a su hija a misa.

Abrahana se embelleció más de lo habitual y luego se dirigió rumbo a la iglesia.


Se sentía liberada, lejos de la sombra que era para ella su padre, pero más
esperanzada en verse y charlar con Don José. Previo a la misa compartió con
sus conocidas los dimes y diretes sobre el dueño de La Trinidad y el menor, que
seguía siendo una incógnita para casi todas ellas. Una de las chicas del grupo
estaba algo más enterada del asunto, dijo haber escuchado que el muchacho se
llamaba Andrés y que era hijo de La Lupona. Muy pocas le creyeron, entre ellas
Abrahana que ya no pudo averiguar más sobre el caso, dado que en ese preciso
momento repiquetearon las campanas como último aviso antes de que
empezara la misa dominical. Abrahana se acomodó en una de las bancas de la
primera fila. Llevaba un velo de encaje negro que le cubría sus finas facciones.

Las firmes y sonoras pisadas de Don José llamaron su atención y de gran parte
de los presentes en la iglesia, quienes no disimulaban sus miradas enjuiciadoras.
Se detuvo junto a Abrahana y sin mediar palabra alguna se sentó muy propio a
su lado. Los dos muy cerca del altar, rozándose con los hombros. Abrahana
quiso levantarse pero Don José se lo impidió tomándola del brazo. Así
permanecieron durante casi toda la misa, disfrutando veladamente de su
proximidad física.

El encanto terminó cuando abruptamente el padre de Abrahana hizo acto de


presencia en la iglesia, un poco antes de que la misa concluyera. Alguien le fue
con el chisme y él ni tardo ni perezoso arribó a todo galope montado en su caballo
de nombre “Alazán”.

Desde la entrada de la iglesia, ubicado en el centro de los dos arcos empotrados,


Ramiro le exigió a Abrahana que abandonara el lugar. Su respuesta fue el
silencio. Entonces sin importarle la vergüenza que pasaría su hija por esta
bochornosa escena, fue hasta donde ella estaba sentada y la levantó de un jalón.
Ahí mismo le advirtió a Don José que lo mejor para él era mantenerse alejado de
Abrahana, porque de no hacerlo lo pagaría muy caro.

Abrahana salió de la iglesia muy a su pesar y bañada en llanto. Vergonzoso fue


para ella el incidente. Ya no sería capaz de mirar de frente a muchos de los que
lo presenciaron.

Don José fue de los últimos en retirarse del recinto. Era seguro de que el tema
principal de las conversaciones entre los pobladores sería lo ocurrido ese
mediodía. Ya de regreso en la Trinidad, Don José le pidió a Fulgencio que esta
vez no fuera a fallarle y le consiguiera una cita con Abrahana sin que su padre
se enterara. De cumplir con la petición le daría una nada despreciable suma de
dinero. Fulgencio ya se frotaba las manos. Ensilló uno de los caballos del patrón
y se enfiló hacia la casa de Ramiro, a quien encontró aún colérico y alterado por
la acción de su hija, a quien calificó de insolente.

Ramiro reparó en la presencia de Fulgencio.

— ¿Y tú qué haces ahí junto a la ventana espiándonos?

— Sólo vengo a saludarte compadre. No tengo otra intención— dijo desenfadado


Fulgencio.

—Que te crea tu madre Fulgencio. Tú vienes por algo más, ¿o me equivoco?

— A ti nada se te escapa Ramiro, eres muy suspicaz. De paso quiero que sepas
que mi patrón es una persona muy decente. Todo lo que se dice por ahí acerca
de él no son más que mentiras, viles y vulgares mentiras. Sinceramente no sé a
quién o a quiénes les convenga diseminarlas por todo el pueblo. Lo que sí te
puedo asegurar es que nada tuvo que ver con la muerte de Refugio, ni tampoco
con la tan mentada caída del chamaco Andrés. A mí me consta.

—Por qué lo defiendes a capa y espada Fulgencio? ¿Pues qué te habrá dado a
cambio? ¿Sabes?, ya no quiero seguir escuchándote, regrésate a La Trinidad
ahora mismo.

—Voy a convencerte Ramiro de que las cosas son muy distintas a como tú y
otros más piensan con respecto a mi patrón. Sólo es cuestión de tiempo Ramiro,
dame tiempo.

Dicho esto Fulgencio le dedicó una fugaz mirada a la hija de su compadre, y


segundos después se alejó pausadamente de la casa. Durante su trayecto de
regreso estaba pensando qué le diría a su patrón para no enfadarlo. Tenía que
ser muy cauteloso.
8
Era principio de semana y Abrahana fue a la tienda de abarrotes a dejarle a su
padre el desayuno. No se había percatado de que un famélico perro hambriento
la seguía desde un par de calles atrás, hasta que éste se abalanzó
sorpresivamente sobre su humanidad para arrebatarle los alimentos que llevaba
en una charola. Fulgencio, que estaba a corta distancia de ahí, se fue contra el
animal y de una fuerte y certera patada en el vientre lo dejó inmóvil y sangrante
sobre la acera.

Abrahana todavía con el susto reflejado en el rostro le dio las gracias a Fulgencio
por su proeza, pero sin dejar de lamentar las consecuencias de su reacción.
Reacomodó los platos y se dispuso a seguir su camino. Fulgencio le propuso
acompañarla.

—No te molestes. Voy con retraso, mi padre me espera y creo que no le


agradaría nada verte junto a mí, sobre todo después de tu última visita a la casa.

Abrahana retomó el trayecto y durante éste recordó la conversación que apenas


el día anterior había tenido con su padre: “Fulgencio ya no es digno de mi
confianza. No quiero que ni le dirijas la palabra. No es más que un criado ladino
y ambicioso. En mala hora lo hice mi compadre”.

Veinte minutos después Abrahana ya había retornado en dirección a su casa.


Fulgencio la seguía de cerca tratando de aproximársele para decirle que su
patrón estaba muy interesado en concertar una cita con ella. Abrahana se dio
cuenta de la presencia de Fulgencio y dio la media vuelta para preguntarle:

¿A qué se debe que mi padre ya no confié en ti como antes?

—No lo sé señorita, no tengo la respuesta.

— ¿Y qué tanto de cierto hay en que Don José de Plata es un hombre


despiadado, sin buenos sentimientos, que sólo está interesado en causarle
desgracias a nuestra gente?

— Muchas cosas se dicen en el pueblo que no son verdad. Se le acusa, entre


otras calamidades, de haber tirado del balcón al tarugo de Andrés. Él mismo se
tropezó señorita. Yo mismo lo vi.

— ¿Y qué hay de la pobre de Refugio? ¿No fue su patrón quien la mató?

—Esas no son más que ideas peregrinas señorita. Don José no será un alma de
Dios, pero le aseguro que tampoco es el demonio. Si usté quisiera conocerlo un
poquito más cambiaría favorablemente su opinión acerca de él. Sólo es cuestión
de que se anime señorita. Si usté quiere yo…

—Háblame del tal Andrés. ¿Qué hace ahí con tu patrón? —cambió de tema
hábilmente Abrahana.
—Es parte de la servidumbre. Ayuda limpiando las cabellerizas y haciendo uno
que otro mandado. Es un chico huérfano— refirió Fulgencio.

—Me encantaría conocerlo ¿Tú crees que pueda visitarlo? Igual y me lo quedo.
Quiero decir que si tu patrón no está a gusto con él, lo podría llevar a mi casa
para que se hiciera cargo de algunos quehaceres. Claro que eso lo debo
consultar primero con mi padre, pero no creo que tenga ningún inconveniente.

—Yo me encargo de comentárselo a mi patrón. De entrada no veo impedimento.


Al contrario, le va a dar mucho gusto saber de sus intenciones, y cuantimás que
se dé una vueltecita por La Trinidad.

A sabiendas de que el primer paso estaba dado, el capataz llegó a La Trinidad y


buscó a su patrón para darle la buena nueva. Don José estaba en el comedor
disfrutando de una suculenta carne de res. Fulgencio esperó a que se levantara
de la mesa. Abajo en el jardín se le acercó para pasarle al pie de la letra los
pormenores de su conversación con Abrahana.

— ¿Tan mala opinión tiene de mí esa preciosidad de mujer? — preguntó Don


José con la intención de que Fulgencio se explayara.

—Ella sólo repite lo que otros dicen: que si usted es el culpable de la muerte de
Refugio y que de que el mocoso de Andrés haya quedado medio cojo. Yo le dije
que eran ideas peregrinas, que no había fundamento en nada de eso.

— ¿Así que Abrahana está convencida de que yo soy el causante de esas


tragedias?

— Lamento decirle que sí. Pero ya habrá tiempo para aclararle las cosas patrón.
Usté pierda cuidado. Lo importante ahora es que la señorita está muy interesada
en hablar con su persona para que le permita llevarse a Andrés pa’ que le ayude
con los quehaceres de la casa. ¿Cómo ve patrón? ¿A poco no es una
oportunidad de oro? Yo digo que sí.

—Dile que estoy en la mejor disposición. Que venga a verme cuando ella lo
desee. Aquí estaré para recibirla como se merece. No dejes pasar mucho tiempo
Fulgencio, me interesa hablar con Abrahana lo más pronto que se pueda.
Hablaremos de Andrés y de otros asuntos más. Será bienvenida a La Trinidad.

En su mirada profunda don José revelaba su anhelo por estar cerca de esa mujer
que ocupaba ya buena parte de sus pensamientos. Por lo pronto le quedaba
claro de que Andrés sería el pretexto para tenerla más a la mano.
9
Fulgencio dedicó un par de horas por las mañanas para estar vigilante y a
prudente distancia de la casa de Ramiro. Trataba de encontrar la oportunidad
para hablar a solas con Abrahana. Le comunicaría el consentimiento de Don
José a su petición. No fue sino hasta el cuarto día que finalmente lo consiguió.

—Dispense señorita. Qué bueno que me la encuentro otra vez de pura


casualidá—fingió Fulgencio—Aprovecho para darle la razón a su solicitud.

— ¿Casualidad? Lo dudo mucho Fulgencio. Sinceramente su comportamiento


me desconcierta. Supongo que no me está siguiendo, ¿o sí?

— De ninguna manera señorita. Simplemente es una coincidencia. Pasaba por


aquí para cumplir un encargo del patrón, y pos ya que la vi quise enterarla de la
respuesta de Don José.

— ¿Qué fue lo que le dijo su patrón?

— Está totalmente de acuerdo en que se quede con el chamaco para su servicio


personal. Sólo le pide que antes platique con Andrés en La Trinidad para que se
vayan conociendo.

— Veo muy difícil poder ir a La Trinidad, mi padre me lo impediría a toda costa.


Mucho le agradecería que usted mismo trajera aquí a mi casa al muchacho. No
creo que su patrón se oponga. Lo espero mañana temprano quince minutos
después de las siete. A esa hora mi padre ya estará en la tienda

—No es que quiera negarme señorita, pero el patrón está empeñado en que
usted sea quien vaya a La Trinidad, y ahí mismo se pongan de acuerdo. Eso es
todo lo que le pide, no más.

—No quiero verme a solas con él. No le tengo todavía la suficiente confianza.

—No hay de qué preocuparse. Don José la tiene en buena estima y sería incapaz
de faltarle al respeto. Yo a usté la conozco desde niña y jamás permitiría que
alguien, así sea mi patrón, le hiciera algún daño señorita Abrahana.

—Si acepto ir a La Trinidad temo que mi padre se entere, y ya sabe usted cómo
se pone de bravo cuando algo no le parece.

—Mire señorita, no hay forma de que Don José le haga daño; y pues yo sólo
sirvo aquí de intermediario.

—Está bien Fulgencio, correré el riesgo. Espero no arrepentirme nunca de esta


decisión. Mañana estoy en La Trinidad un poco antes de las ocho. Dile de mi
parte a Don José que mi interés es únicamente tratar el asunto de Andrés y
ningún otro.
—Así se lo haré saber señorita. Me voy para comunicárselo al patrón que,
aunque no debiera decírselo a usté, está muy ilusionado con verla de nuevo.
Con su permiso, yo me retiro. Hasta mañana por la mañana.

Abrahana de alguna manera también se sentía ilusionada, sin admitirlo del todo.
Era una elección personal por vez primera en muchos años. Eso la motivó a
juguetonamente soltarse el broche de su larga negra cabellera y experimentar
una agradable ligereza. Por la noche recibió a su padre en casa luego de que
regresara de trabajar en la tienda. Como pocas veces se mostró más cariñosa y
atenta a lo que pudiera necesitar su progenitor. Durante la cena Ramiro le
comentó que estaba planeando liderar una huelga en la mina. La idea en el fondo
era que Don José desistiera de quedarse en El Pozal.

—Quiero que se largue de aquí. Me encargaré de movilizar a los mineros en su


contra— le rebeló enérgico a su hija.

— ¿Cómo es que piensas expulsarlo del pueblo? No creo que sea nada sencillo.
Además, recuerda que él es el dueño de la mina. No quiero llevarte la contraria,
pero me parece que hacerlo sería injusto — reclamó Abrahana.

— ¡Injusticia es que un gachupín venga explotar nuestro recursos y se quede


con nuestra riqueza, hija! ¡Esa sí que es una injusticia!

—Sé que no voy a convencerte de que no lo hagas, así que prefiero irme a
acostar. Es posible que Don José de Plata no sea como uno lo piensa. Se dicen
tantas cosas malas sobre él. Quizás sólo sean graves mentiras padre.

— ¡Vaya, vaya! Ahora resulta que te has convertido en defensora de ese


repugnante personaje. Espero que no tengas ningún interés afectivo o afinidad
con ese tipo. Te prometo que lo haré expulsar del pueblo, aun a costa de mi
vida— sentenció.
10
Apenas su padre se marchó al amanecer para ir trabajar a la tienda, Abrahana
salió rumbo a La Trinidad. Llevaba una falda color terracota y unas muy
femeninas medias botas cafés. Acentuaba su cintura un chaleco corto que la
hacía lucir todavía más juvenil. Enmarcaba su escote un delicado encaje que
acariciaba el nacimiento de sus voluptuosos senos. A pesar de la fresca mañana
ella se sentía algo acalorada. Se debía a la emoción que le provocaba
encontrarse en unos instantes más con Don José.

Llegó hasta a la entrada principal, Fulgencio ya la esperaba. La guío hasta la


gran sala de la casona donde el acaudalado español confortablemente sentado
en uno de los sillones más antiguos, se mecía sus cabellos. Sus ojos parecían
más brillantes que el día anterior, dejaba ver una tenue sonrisa. Su expresión
corporal denotaba autosuficiencia y mucha seguridad.

—Buenos días— dijo Don José antes de besar el dorso de la mano derecha de
la recién llegada.

—Es un verdadero placer su visita señorita Abrahana—remató.

—Muchas gracias señor, pero quiero dejar muy claro que mi visita no es de
cortesía. Vine a conocer a Andrés y sólo a eso. ¿Me podría hacer el favor de
llamarlo?

—Enseguida nos los trae Fulgencio. En tanto permítanme ofrecerle una taza de
té. Ahora que si quisiera acompañarme a desayunar, quedaré más que
complacido con que usted aceptara mi invitación.

—Será en otra ocasión Don José. Disculpe la insistencia. Si no tuviera


inconveniente me gustaría platicar con el muchacho Andrés.

—Veo que es prioridad para usted bella dama, así que yo mismo iré a buscarlo,
mientras puede tomar asiento. Enseguida regreso.

Don José de Plata se sintió algo frustrado. Cinco minutos después apareció de
nueva cuenta ante su atractiva visita, en esta ocasión sujetando la mano derecha
de Andrés, quien vestía todo de blanco y sobre la cabeza portaba un sombrero
de paja. Impecable en su presentación. Hasta perfumado estaba. Don José y
Fulgencio lo habían aleccionado previamente para que dijera lo bien que se le
trataba en La Trinidad, y que nada de sus antecedentes familiares fuera a revelar
a la señorita Abrahana.

De entrada a Abrahana le pareció agradable, y conforme lo fue tratando,


simpático.
—Estoy gratamente sorprendida de lo bien que luces y de lo guapo que estás,
pequeño. Te voy a ser sincera, yo esperaba ver a un niño desaliñado y de mirada
triste. Y eres todo lo contrario. Qué bueno que así sea.

Abrahana y Andrés se sentaron frente a frente, Don José se mantuvo de pie.


Fulgencio se quedó a la entrada de la gran sala esperando cualquier indicación
del patrón.

—Supe que te lastimaste una de tus piernas. ¿Qué te pasó? — preguntó


Abrahana con evidente curiosidad.

—No fue nada, señorita. Un descuido mío. No sé ni cómo me fui a tropezar y caí
del balcón. Pero ya estoy bien, señorita. Gracias por preguntar.

— ¿Me estás diciendo la verdad?

—Tiene usted unos ojos muy hermosos señorita.

—No has contestado a mi pregunta Andrés. ¿Hablas con la verdad o algo


ocultas? ¿Te tratan bien aquí en La Trinidad?

Antes de responder, Andrés buscó en su patrón una mirada de aprobación.

—Eso ni lo dude señorita. Aquí estoy mil veces mejor que en mi casa anterior.
Cuido de los caballos, me dan bien de comer, aprendo a leer y a escribir y tengo
mis ratos para descansar. No me quejo. Don José es una muy buena persona
conmigo y también con todos los demás de la servidumbre.

— ¿Nadie te empujó del balcón, Andrés? — preguntó Abrahana, provocando en


el anfitrión cierta molestia.

—De eso puede estar usted segura mi estimada Abrahana—intervino Don José
de Plata.

Ella se sintió algo intimidada con la respuesta, así que prefirió levantarse y dar
por terminada la visita. Don José insistió en que se quedara para compartir los
alimentos. Intentó tomarla de la mano pero ella inmediatamente la hizo a un lado,
más por darle a entender que iba demasiado aprisa que por rechazarlo.

Abrahana agradeció las atenciones y emprendió el regreso de manera discreta.


sin embargo, no pudo pasar desapercibida para uno de los viejos amigos de su
padre. Sospechó que la hija de Ramiro tendría algo que ver con el dueño de la
mina. Eso mismo se lo contó a su esposa horas más tarde, y fue ella quien se
encargó de propalarlo entre sus amistades. A los dos días ya el chisme estaba
en boca hombres y mujeres que se regocijaban con tantos rumores alrededor de
Don José y Abrahana.
Ramiro se habría de enterar hasta el día siguiente de lo que se decía acerca de
su hija y el español, a quien tenía ya en la mira. Por su cabeza pasó la idea de
quemar La Trinidad, plan que para él no era nada descabellado.

Supo por un anciano del pueblo que señalaban a su querida hija Abrahana de
ser amante de su odiado enemigo: Don José de Plata. Suficiente para que
Ramiro arrancara en ira. Estaba dispuesto a confrontarlo, no le daría tregua. Y
si no le dejaba otra opción acabaría con él sin importarle las consecuencias.
11
Trémulo y cegado por el enojo fue hasta la habitación de su hija a quien despertó
bruscamente para echarle en cara su desvergonzado comportamiento.
Abrahana se sintió violentada y ofendida. Se sintió humillada por su padre.
Ramiro recapacitó por un momento y se disculpó torpemente, pero no dejó de
cuestionarla sobre los posibles amoríos con el dueño de la mina. Abrahana lo
negó una y otra vez. Ella no pudo contener las lágrimas.

Cuando todo parecía volver a la calma Ramiro en un arranque de furia golpeó el


rostro de su hija con la mano extendida. Fue un golpe seco e intenso. Le exigió
que no ocultara más el amasiato con el despreciable gachupín, como él
despectivamente lo llamaba.

Abrahana quedó boca abajo en el piso tras recibir el golpe. Su padre aún colérico
se abalanzó sobre ella con el propósito de ahorcarla. Estaba desquiciado. Ella
intentó de muchas maneras zafarse de su agresor pero fue inútil. Ramiro la giró
para estar cara a cara y sujetándola con sus dos manos presionó sus genitales
contra los de ella. Dejaron de forcejear y Ramiro pasó de la violencia a unas muy
sutiles caricias. La sensualidad y el erotismo transformaron la atmósfera de la
habitación.

No era la primera vez que esto ocurría. Cuando Ramiro tenía 32 años y su hija
nueve, él llegó hasta la cama de la pequeña para acurrucarse a su lado. La
tristeza embargaba a ambos. La madre de Abrahana y esposa de Ramiro había
fallecido de leucemia un día antes. Obnubilado por la pérdida se abrazó a su
pequeña hija. El perfume de su consorte era el mismo que su heredera se había
rociado en todo su cuerpecito. Ramiro desvariaba, tenía todos los síntomas de
una fiebre. No pudo evitar una erección. Se sintió irreconocible, miserable.

Abrahana tenía ya veinte años más. Esta vez empujó a su padre para que la
dejara levantarse. Ramiro no opuso resistencia, cayó en cuenta de que estaba
actuando estúpidamente, llevado por un deseo a todas luces reprochable. Salió
llorosa y aturdida de la casa. Afloraba en ella el desagradable recuerdo de su
padre pegado a su cuerpo de niña. Caminó desconsolada a la luz de la luna por
casi una hora. Llegó a un riachuelo y ahí entre sollozos y soportando un frío
intenso que le calaba hasta los huesos, quedó rendida y dormitó agotada, casi
inconsciente.

Menuda sorpresa se llevó cuando a la mañana siguiente se encontró en una de


las habitaciones de La Trinidad. A su lado Don José de Plata pareciera haber
vigilado su sueño. Zenaida, quien ahora se ocupaba de cocinar para el patrón le
llevó hasta sus aposentos abundantes platillos para desayunar.

Don José se esmeró en atender lo mejor posible a su ahora involuntaria huésped.


Abrahana le hizo saber lo agradecida que estaba con él. Se hallaba muy cómoda
en La Trinidad, tanto así que sin decirlo quería adoptar este acogedor sitio como
su nuevo hogar.

Para Don José la presencia cercana de Abrahana era un regalo de Dios. Sentía
curiosidad por conocer que la había llevado hasta el riachuelo a tan altas horas
de la noche, y qué era del paradero de su padre, el señor Ramiro, quien de
buenas a primeras le mostró hacia su persona una incomprensible
animadversión
12
Abrahana encontró en La Trinidad el refugio de sus pesares. Don José se
convirtió para ella en su protector. Con Andrés entabló una relación casi
maternal. Los pocos desacuerdos los tenía con Fulgencio, pero eran por cosas
nimias. Había pasado un mes desde que llegó a convivir con Don José y su
servidumbre, y nada sabía aún del destino de su padre. Tenía sentimientos
encontrados, por un lado quería saber cómo estaba él y adónde había ido, pero
por otro estaba ofendida y lastimada debido a sus ruines actos.

De Abrahana se seguía hablando en el pueblo. Que si era una mujer de cascos


ligeros, que si una sinvergüenza y que si con todos estos embrollos se había
alejado de Dios…

Ella no quería saber más de rumores y chismes. Estaba más ocupada en


enseñarle a leer y a escribir a Andrés, en ayudar con la preparación de los
alimentos y en escuchar lo que Don José quisiera contarle de su día a día.

Don José disfrutaba de esos momentos de conversación, pero le disgustaba que


en ocasiones Abrahana le prestara más atención a Andrés, así que se le ocurrió
que no sería mala idea mandarlo a Burgos en España, donde contaba con muy
buenas amistades que podrían darle cobijo en sus haciendas.

Andrés se enteró de las intenciones de su patrón para con él. Estaría dispuesto
a aceptar el viaje siempre y cuando Don José le prometiera que máximo en tres
meses estaría de vuelta en La Trinidad. A Don José no le fue difícil mentir, se
comprometió a que estaría de regreso a los noventa días de su partida.

Para su acompañante tenía otros planes después de que vendiera sus


propiedades de El Pozal. La mina la conservaría por un tiempo más. Se irían a
Málaga en donde contaba con una preciosa finca en la que pasarían juntos los
mejores años de sus vidas. A Abrahana no le incomodaba la idea. Estaba
preparada para seguir los pasos de Don José. Descubriría un mundo muy
diferente al que ya conocía.

Para Don José, Abrahana era su más preciada joya. Bien sabía que él era objeto
de muchas envidias, pero eso poco o nada le importaba. A su lado estaba la
mujer más hermosa de El Pozal. Por ella se abocaría a dejar todo en orden para
empezar una nueva vida.

En cuestión de días puso en marcha el plan para emigrar al viejo continente.


Antes se propuso hacer algunas mejoras en la seguridad de los trabajadores. Le
convenía disminuir los riesgos. No se le escapaba que con Casimiro se perdieron
muchas vidas precisamente por faltar medidas de seguridad. Cuando adquirió
La Celestita varios mineros sufrían severos daños en la piel y en los pulmones.
El gas emanado de las profundidades de la tierra, los derrumbes y las fallas
técnicas provocaron serios accidentes. Don José quería cambiar las
condiciones, pero hasta ahora no lo había conseguido. Estaba empeñado en
componer la situación antes de irse con Abrahana lejos, muy lejos de la mina.
13
Don José de Plata arregló todo el necesario para enviar a Burgos lo más pronto
posible al hijo de La Lupona. Acordados los detalles de su partida y apoyado por
uno de sus mejores amigos de aquellas latitudes, recibió con gusto a su enviado,
Samuel, un hombre regordete, bizco y de rápido hablar, quien después de un
largo viaje desde el viejo continente había llegado sólo para regresarse de nueva
cuenta a Burgos con Andrés tres días más tarde.

En un principio el trayecto se le hizo algo tedioso, pero en la medida en que iba


descubriendo nuevos paisajes y gente muy diferente entre sí, se interesó en
registrar en un pequeño cuaderno sus experiencias del viaje. Navegar por el
Golfo de México y luego cruzar por el Océano Atlántico fue muy impresionante
para el muchacho. La inmensidad del mar lo sorprendía a la vez que le
provocaba un inexplicable temor.

En un momento el violento golpe de una ola contra la cubierta de la embarcación


lo hizo trastabillar, con dificultades pudo reincorporarse. Más de veinte horas de
viaje en alta mar habían hecho estragos en su condición. Mareos recurrentes y
vómitos. Andrés para sus adentros rogaba que terminara el suplicio. A Samuel
le causaba gracia la palidez del chico, además de que se burlaba abiertamente
de sus quejidos. Le decía que era un cobarde, “poco hombrecito”. El chico se
preguntaba si no estaría mejor en casa con La Lupona. De alguna manera la
extrañaba a pesar del obligado cautiverio que padeció a su lado durante casi
diez años. Recordar brevemente esa extraña convivencia lo confundía, por lo
que enseguida prefirió concentrarse en su nuevo destino, en lo que el futuro le
deparaba a miles de kilómetros de distancia de donde nació. Tenía la esperanza
de que tan drástico cambio en su vida fuera para bien.

De la partida de Andrés a Burgos ni enterada estaba La Lupona. A los pocos


días del accidente de su hijo y resignada a que él decidiera quedarse en definitiva
en La Trinidad, guardó en una bolsa de manta unas cuantas pertenencias suyas
y emprendió un viaje sin retorno. Ni ella misma sabía adónde habría de parar.
Quería una nueva oportunidad, despojarse de su sucio y deprimente pasado. La
Lupona quería renacer.

La travesía había concluido para Andrés y los demás ocupantes de la


embarcación que zarpó casi un mes atrás. Ya en tierra Samuel lo condujo a la
residencia que en Burgos tenía Don José de Plata. Ahí descansó lo suficiente
para recuperarse. Al siguiente día de su llegada Samuel lo acompañó al
internado que sería de ahí en adelante su nuevo hogar. Lo primero que hizo fue
presentarlo al director del colegio, comentándole que el chico provenía de una
familia respetable, que sus padres estaban muy interesados en proveerle una
educación de primer orden y que estarían muy vigilantes de que así fuera.
Samuel dejó sobre el escritorio del director un sobre con dinero extra para le
procuraran a Andrés un buen trato y las mejores atenciones en su educación.
Aquél se comprometió a que cumpliría cabalmente las recomendaciones. Le dijo
a Samuel que no dudara de que al término del primer año en el colegio se verían
cambios sustantivos en el muchacho.

Samuel se despidió de Andrés dándole una palmadita en el hombro. El director


le pidió al nuevo alumno que lo siguiera hasta el salón que le correspondía. Ya
adentro tuvo el primer contacto con sus compañeros de clase. Se sintió cohibido,
procuraba no mostrarse nervioso ni inquieto. Frente a él veinte niños más o
menos de su misma edad, todos ellos con relucientes y bien planchados
trajecitos azul marino y corbata roja de moño, enfundados en lustrosos zapatos
negros.

Andrés se mantuvo callado y correctamente sentado en su pupitre a lo largo de


las horas de clase en ese su primer día de internado. Por la tarde se dirigió al
comedor, al igual que sus demás compañeros. Nadie le hizo plática, tampoco él
se esmeró mucho por iniciar una conversación. Concluido el almuerzo subió a
conocer su habitación. La encontró agradable a pesar de sus pequeñas
dimensiones. La única ventana daba directamente al jardín del colegio. Contaba
con una cama individual con base de madera de cedro, y al lado de ésta una
mesita del mismo material, en donde se apoyaba una lámpara estilo inglés. Al
lado observó una hoja con los horarios de clase. Los leyó detenidamente y casi
los memorizó. Esa noche le fue complicado conciliar el sueño, durmió apenas
tres horas. Todavía no amanecía y él ya se arreglaba para su segundo día en el
internado.

Con Andrés lejos de La Trinidad, Don José de Plata se sentía más cómodo para
conversar a sus anchas con Abrahana. Le reiteró sus planes de irse a vivir juntos
a Málaga. Ella lo escuchó atentamente y le hizo saber que era su deseo que más
adelante se reunieran con el chico, quien ya se había ganado en poco tiempo su
estima y afecto. A Don José no le pareció tal propósito, incluso le molestó. Sugirió
amablemente que se olvidara de la posibilidad de convivir con el muchacho, pues
él estaba haciendo su vida por otro lado, y no valdría la pena interrumpir sus
progresos. Ahora Don José fue más directo, le dijo que ya que su padre no
estaba en El Pozal sería para ella más fácil la decisión de estar a su lado. Él la
quería como su mujer, y no tan sólo como una huésped.

Abrahana dijo estar preocupada por el paradero de su padre. Don José la


tranquilizó, le comentó que nada malo podría pasarle, y que además le había
dejado encargada la casa y la tienda a Fulgencio.

—Ya veo que tanto tú como mi padre confían mucho en Fulgencio, respondió
con ironía.
—No tendríamos porque no hacerlo, querida Abrahana. Fulgencio es una
persona leal. No tengo ningún reclamo que hacerle, ni queja alguna respecto a
su conducta.

—Creo que tienes razón, Fulgencio sabrá cuidar de las propiedades. Lamento
que mi padre se haya ausentado, pero por otra parte considero que es mejor así,
de otra manera sería imposible que tú y yo pudiéramos estar aquí en tu casa
como lo estamos ahora, haciendo planes para vivir juntos. Ya me veo contigo en
Málaga.
14

Don José estaba ansioso por emprender la marcha lo más pronto posible.
Anhelaba tener entre sus brazos a la joven y hermosa mujer que desde un primer
encuentro lo cautivó. La imagino completamente desnuda, entregada a sus
caricias, recostada a su lado, mostrándose sensual y apasionada.

Se cuestionó por qué no ir de una vez a su habitación y sin darle más vueltas al
asunto hacerla suya. Para él ya no tenía sentido aguardar más tiempo. Su
contención había llegado al límite. Deseaba intensamente intimar con Abrahana.
Pensó que durante todo este tiempo desde que la conoció había actuado como
un adolescente. ¿A qué venía tanta timidez de su parte? Le parecía ridículo
seguir aparentando ser alguien muy propio y recatado. Salió de su cuarto con
una pijama verde olivo. Descalzo y presuroso caminó por el pasillo hasta llegar
a donde Abrahana descansaba. Una vez frente a su puerta tocó ligeramente para
hacerse anunciar.

Suplicó que le permitiera entrar. Abrahana dudó por unos instantes y luego se
levantó de su cama para darle acceso. Una vez que la tuvo a corta distancia de
él recorrió con la mirada su atractiva figura, apenas cubierta por un camisón de
seda blanco que dejaba entrever sus firmes y voluptuosos pechos. Abrahana se
sintió acosada. Estuvo a punto de cerrarle la puerta en las narices cuando Don
José se le adelantó para tomarla de la cintura y besarla por primera vez con una
intensidad memorable, como deseando en ese beso hallar alguna certidumbre.

Resistirse era en vano. La urgencia de Don José fue avasallante. Las caricias
empezaron a ser recíprocas. Abrahana temblaba. Los besos del intruso y la
lengua de éste que exploraba su boca la estremecían como nunca antes. Sin
percatarse, los pasos de Abrahana eran conducidos al interior de la habitación.
La noche ofrecía a ambos un encuentro audaz y vital. La luz de la luna que
atravesaba la ventana iluminaba sus siluetas estrechamente cercanas.

Él, con delicadeza, desató los finos listones del camisón blanco ahora empapado
en sudor. Fue ella quien finalmente se despojó con gracia de la ligera y casi
transparente vestimenta. La entrega fue acompasada, los aromas de uno y otro
erotizaba sus emociones. El íntimo sabor que compartían los llevaba a desatar
sus instintos amorosos. Fue un sensual hallazgo entre gemidos.

Ya exhaustos y sonrientes repararon en la mancha escarlata sobre la sábana.


Abrahana no pudo evitar sentirse deshonrada. Pesaba en ella como un dique la
conservadora y católica educación que recibió desde su infancia. En cambio Don
José estaba orgulloso de su conquista, de haber desflorado a la joven risueña
que tanto pretendían muchos hombres.

Amaneció y sintieron alegría de verse juntos y desnudos en el mismo lecho. Él


le preguntó si tenía algún remordimiento o estaba arrepentida por lo acontecido
durante la noche anterior. Abrahana guardó silencio por un momento, lo que
desconcertó a su acompañante. Don José le reiteró su claro propósito de llevarla
con él a Málaga, donde contraerían nupcias. Eso tranquilizó a la mujer y la motivó
a abrazarse aún más a quien dentro de poco tiempo sería su esposo: el
hacendado Don José de Plata, un hombre injustificadamente odiado por la
mayoría de los pobladores de El Pozal, pero a quien prácticamente nadie
conocía en realidad.

Abrahana le pidió con dulzura que evitara visitarla en su habitación las siguientes
noches. Don José se comprometió a no perturbarla. No habría más intromisiones
nocturnas, ni tampoco diurnas a su habitación de La Trinidad con la intención de
hacer el amor.

El español se ocupó de registrar las cuentas de la mina. Se llevaría consigo la


mayor parte de las ganancias hasta entonces acumuladas, y dejaría en manos
de los dos ingenieros la administración de la misma. En breve les comunicó que
en un par de semanas saldría para Málaga, que no era su interés retornar a El
Pozal, por lo que los dejaba a cargo de todos los asuntos que tuvieran que ver
con el yacimiento de minerales. Ambos se extrañaron por la noticia; sin embargo,
quedaron formalmente en colaborar con Don José, e incluso lo ayudarían a
empacar todo su equipaje.

Por un momento pensó en heredar parte de su fortuna a sus propios trabajadores


de la mina, luego desechó la idea por considerarla como una imprudencia. Se
dijo a sí mismo que no valía la pena ser generoso con las personas que sólo
envenenaban la atmosfera sembrando rumores y sospechas.

A los ingenieros les encargó que a su partida entregaran a Zenaida y a Jeremías


unas monedas de oro en recompensa por sus servicios. A Fulgencio le dejaría
sus caballos pura sangre, más que suficiente para él, quien ahora gozaba del
usufructo de la casa y tienda de Ramiro, luego de que éste abandonara
misteriosamente El Pozal, sin conocerse nada de su paradero. Era un hecho de
que a Fulgencio no le caería nada bien tal decisión, pero de acuerdo a su patrón
beneficiarlo con más cosas no sería más que incrementar su ambición.

Don José estaba entusiasmado con los preparativos, y aún más la mujer que lo
había llevado a hacer un giro de 180 grados en su vida. Pensaba que junto a
Abrahana viviría atardeceres sosegados, y que el amor que le profesaba sería
suficiente para iluminar de nuevo su existencia, tan apagada desde que falleciera
su esposa Leonor.

Unos días antes de que salieran rumbo a Europa, Abrahana se hizo de valor
para confesarle a su prometido de los abusos que con ella cometió su padre. Le
dijo que su apariencia de hombre decente y virtuoso no era más que hipocresía.
Reconoció que nunca pudo superar la muerte de su querida madre, y que todo
esto acumulado la atormentaba desde años atrás. Don José no se explicaba
cómo es que ella había perdido su virginidad con él recientemente, si decía que
de pequeña su padre la mancilló. Lo más seguro es que hubiera una
tergiversación de los hechos o un mal entendido. No quiso ahondar en esto. Su
prioridad era protegerla, brindarle una vida disipada, sin preocupaciones. Se
preguntaba si Abrahana quería lo mismo.
15
Fulgencio entró sin llamar a la puerta, como otras veces que le ganaba el
entusiasmo. Era evidente su ansia por presenciar el asombro y aprobación de
Don José, una vez que le mostrara a éste el carruaje que había estacionado a
un costado de la entrada principal de la residencia, y que serviría para
transportarlo junto con Abrahana al puerto, en donde habrían de embarcarse
luego rumbo a Málaga.

Don José se levantó del sillón de su escritorio y abrió la puerta del estudio. Se
detuvo bajo su marco y desde ahí admiró con regocijo la fastuosa berlina en la
que transitaría por última vez El Pozal, en compañía de la mujer que desde un
primer contacto lo había hechizado con sus encantos.

El carruaje de caoba y hierro desprendía luminosos destellos por efecto del sol
que de lleno caía sobre las cuatro linternas de los costados superiores,
recubiertas en oro y plata. La caja de los lacayos estaba revestida de grueso
terciopelo azul, lo cual le imprimía un aire de donosura. Dos de sus caballos
preferidos pura sangre, color dorado, tirarían del mismo.

Fulgencio permaneció callado a su lado en tanto él escudriñaba el carruaje.


Pensó que a bordo de ese ostentoso vehículo iniciaría un trayecto que no tendría
retorno. Por su cabeza pasaron situaciones y diálogos que ahora lo empujaban
a salir de El Pozal. Entre otras conversaciones recordó la tarde en que Abrahana
le reveló estar dolida por todo lo que de ella se decía con malicia en el pueblo.
“Son cosas que hieren. Son voces que se meten por mi piel y me debilitan”, tenía
muy claro que le dijo ella sollozando.

Don José salió de su ensimismamiento sólo para dirigirse a Fulgencio y tratar de


prevenirlo: “Las habladurías destruyen todo, incluyendo a las almas buenas”.
Fulgencio no supo qué contestar, estaba extrañado de lo dicho por su patrón.
¿A cuentas de qué venía tan inesperada afirmación?, se preguntaba Fulgencio.
Finalmente, prefirió no reparar en el comentario y saber de su parecer sobre
cómo había quedado el carruaje, sí era de su agrado o tendría que hacerle
todavía algunos arreglos más. Don José se limitó a recomendarle que estuviera
al pendiente de los caballos, que los alimentara bien y los dejara listos para el
viaje que harían en un par de días. Fulgencio no esperaba que la salida de su
patrón y Abrahana fuera tan pronto.

— ¿En un par de días ya patrón?

— Sí. ¿Algún pendiente, Fulgencio?

—Me va usté a disculpar pero ¿cómo vamos a quedar entre nosotros antes de
que se vaya, patrón?

— ¿Cómo vamos a quedar en qué?


—Siempre he sido su hombre de confianza. Supongo que me va a dejar
encargadas La Celestita y La Trinidad.

—Eso pensé hacerlo en un primer momento, pero luego me dije: Fulgencio tiene
ya muchas responsabilidades, apenas si puede con administrar la casa y la
tienda de Ramiro, para qué darle más ocupaciones. Tampoco soy un
desagradecido Fulgencio, tendrás tu debida recompensa. Cuenta con ello.

Fulgencio quedó conforme con la promesa de su patrón. Esperaba una buena


cantidad de dinero que le permitiera vivir holgadamente el resto de sus días.
Estaba convencido de merecerlo. Más adelante se desengañaría cuando los
ingenieros le informaran de cómo había ordenado Don José la repartición de sus
bienes.

Llegó el día en que la pareja habría de partir. Para la ocasión Don José vestía
sus mejores galas, portaba además un sombrero de copa alta que acentuaba su
señorío. Como sus lacayos se ofrecieron los dos ingenieros que quedaban a
buen resguardo de la mina y de La Trinidad.

Para Abrahana era muy significativo este viaje. Estaba segura de que daría a su
vida un vuelco muy importante. Al igual que Don José, lució uno de sus mejores
atuendos. Eligió un vestido de seda ligera y vaporosa. En el dedo medio de su
mano derecha llevaba un anillo de esmeraldas, el más reciente obsequio de su
protector. Ya arriba del carruaje ella le regaló una sonrisa serena.

Fulgencio quiso darles el último adiós, seguro de que nunca más volvería a
verlos. Se sintió relegado por Don José, quien se concretó a darle una ligera
palmada en la espalda antes de subir al carruaje. Abrahana fue igualmente
sobria, sólo atinó a decirle que se cuidara. La berlina cruzó el portal de hierro de
La Trinidad, y ya que avanzaba Fulgencio alcanzó a recordarle a su patrón lo
promesa que le hizo dos días antes. No obtuvo respuesta.

Se sintió ofendido. No estaba dispuesto a quedarse con las manos vacías.


Presuroso fue a la caballeriza para montar uno de los caballos y a todo galope
llegar a la placita del pueblo. Ahí, azuzó a los que quisieron prestarle atención.
No pocos. Con vehemencia les anunció que Don José de Plata había partido
clandestinamente con una gran cantidad de lingotes de oro, que quería timarlos
y que su patrón era el verdadero culpable de la muerte de Refugio. “Este crimen
no debe quedar impune”, dijo colérico Fulgencio. Las reacciones no se hicieron
esperar. Empezaron a gritar improperios en contra del que ahora consideraban
justificadamente su enemigo. Conminó a los destinatarios de su arenga a tomar
venganza: “Don José es el demonio, apenas se puso en marcha el carruaje que
los lleva a ambos, el suelo de La Trinidad empezó a cuartearse. Yo mismo lo vi
con mis propios ojos”, les mintió una vez más un intrigante y desmesuradamente
ambicioso Fulgencio.
En tanto eso acontecía en el centro de El Pozal, Don José y Abrahana seguían
su camino sin sospechar nada grave en su trayecto. Para ellos el tiempo fluía
entre besos y caricias. Su sorpresa fue mayúscula cuando vieron que hacia el
carruaje se aproximaba una veintena de hombres y mujeres con la intención de
cerrarles el paso. Don José dio la orden de enfilarse rápidamente por una ruta
alterna. Los corceles dorados titubearon el trote y los lacayos intentaron
calmarlos. Se irguieron sobre sus patas traseras para luego afianzarse a la tierra
y cambiar de dirección.

Los agresores no pudieron alcanzarlos. Al parecer Don José y Abrahana habían


quedado a salvo de un posible linchamiento. El carruaje se fue alejando
velozmente. Atrás quedaban algunos pobladores frustrados y maledicentes.
Ambos sabían que al irse de El Pozal las culpas de las desgracias que a uno y
a otro les atribuían gente ignorante y perversa, acabarían en el pozo del olvido.
El carruaje se perdió en el horizonte.
16
— ¿Qué les pasó cabrones? ¿Cómo dejaron ir así tan fácil a ese par de
engañabobos? Que tan rápido se les olvida las condiciones tan jodidas en que
el gachupín los tenía a todos ustedes— vociferó Fulgencio—Vénganse cuatro de
ustedes conmigo. Pasamos por unos caballos aquí a La Trinidad. Tenemos que
darle alcance a esos traidores. No pueden salirse con la suya—advirtió.

Fulgencio presionó para que los demás se dirigieran a tomar posesión de la


mina, e impidieran que regresando los ingenieros se quedaran con el control de
la misma. Una vez ya en La Trinidad se hicieron de los caballos que montarían
para emparejárseles a los autoexiliados. Jeremías y Zenaida se dieron cuenta
de la llegada de Fulgencio y preocupados le cuestionaron si el patrón no había
tenido algún accidente.

—No, pero quién sabe si más adelante…— contestó provocador Fulgencio.

Dos de sus acompañantes entraron a sus anchas a la cocina para servirse sin
mediar autorización alguna de víveres y agua. Fulgencio les llamó la atención.

—Ya nos hacían circo las tripas, patrón. Usté sabrá disculparnos— dijo uno de
ellos.

Fulgencio quedó complacido de escuchar cómo se referían a él: patrón. Pensó


que no estaría nada mal empezar a acostumbrarse, pues veía muy cerca el día
en que se convertiría en el nuevo mandamás de El Pozal. No le cabía la menor
duda.

Ya montados en los corceles a Fulgencio no se le quitaba la idea de eliminar a


Don José y quedarse con Abrahana para hacerla su legítima mujer. Pasaron por
dos rancherías contiguas, allí se toparon con mujeres y niños en total desolación,
sus cuerpos extremadamente delgados daban cuenta de sus penurias y hambre.
Para los improvisados jinetes eso era parte del paisaje y nada más.

Caía la noche, un viento fresco llegaba a sus rostros marcados por incipientes
arrugas. Ya involucrados en la aventura estaban dispuestos a sacarle el mejor
provecho. Querían una buena recompensa por sus favores.

— Cuando tenga de frente al tal Don José le voy a romper toda su jeta. ¿Eso es
lo que usté desea que hagamos, patrón? —preguntó el menos viejo del grupo.

—Mire patroncito, qué chulada de escopeta me traje De La Trinidad. Ahí estaba


a la mano y cómo iba yo a desperdiciar esa oportunidad ¿verdá que no? — dijo
el más alto de todos ellos.

Fulgencio se sentía realmente apoyado para cobrárselas a Don José. Y es que


nunca le reconoció sus buenos oficios para cumplirle sus caprichos: llevarle a
casa a una ardiente y madura mujer con el propósito de que desahogara sus
necesidades carnales; cuidar de Andrés; y lo más importante: ponerle en bandeja
de plata a la Abrahana para su propio consuelo. “De que es un malagradecido,
es un malagradecido, pensó.

Imprimieron más velocidad a su marcha. Al cabo de una hora se encontraron de


nuevo con el carruaje. Fulgencio les advirtió que a la señorita no le tocaran ni un
pelo, y que él mismo se encargaría de Don José.

Los dos ingenieros se percataron de que se les perseguía y dieron cuenta de


ello a Don José, quien ordenó virar de prisa para alejarse del peligro. Abrahana
sintió un temor que le endurecía las articulaciones. Sus lágrimas eran motivo de
preocupación para Don José, quien ya no sabía cómo tranquilizarla, pues estaba
más al pendiente en perderse de la vista de los malhechores. Eso no iba a ocurrir,
pues Fulgencio y sus hombres estaban a punto de darle alcance, justamente a
la entrada de La Celestita, la mina a la que obligadamente habían retornado para
refugiarse. El vigilante que resguardaba la entrada principal abrió presuroso la
cerca de madera al divisar que se aproximaba muy de prisa el carruaje de su
patrón.

— ¡Cierra!, gritó uno de los lacayos apenas entraron a la Celestita, pero el


vigilante dudó en hacerlo una vez que reconoció que detrás de ellos venía
Fulgencio, quien le ordenó lo contrario. Don José de Plata exasperó:

— ¡Que cierres, carajo!

Seis metros antes de la cerca, Fulgencio y su cuadrilla detuvieron en seco sus


caballos. Se bajaron de ellos casi simultáneamente y apuntándole con la
escopeta forzaron al vigilante a que les abriera.

Adentro, Don José, su prometida y los dos ingenieros se desplazaban por las
laberínticas cuevas, a fin de esconderse y salvaguardar sus vidas. Afuera se iban
congregando más hombres y mujeres alertadas por los gritos. Fulgencio les pidió
a los recién llegados que estuvieran atentos a que no se escapará ninguna de
sus presas, y que les reiteró que a Abrahana la respetaran, porque de otro modo
lo iban a lamentar toda su existencia. Le ofrecieron refuerzos, pero él se negó
terminantemente. Dijo que era suficiente con él y su tropa de cuatro para dar con
los susodichos. “Aquí se me quedan. Hagan una valla para que estos tipos no
tengan escapatoria”, dijo Fulgencio con nuevos aires de mandamás.

A Fulgencio le preocupaba la seguridad de Abrahana, así como evitar que luego


se desencadenara la rapiña en La Celestita.

Don José y Abrahana eran conducidos hábilmente por los dos ingenieros que
conocían palmo a palmo la mina. Llegaron hasta una cueva saturada de espadas
de selenita. Daba la impresión de ser alimentadas por leche maternal. Eran
columnas filosas y de formas irregulares, nacidas desde el techo de la cueva. Se
habían guarecido en un sitio sagrado al que llamaban Piedra de Luna. En El
Pozal, se decía que aquél que entrara ahí se vería reflejado en una de las
espadas de luna, y sus propios fantasmas oscurecerían eternamente su alma.
Eso se decía.
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Don José de Plata y la joven Abrahana se adentraron en Piedra de Luna. Los
dos ingenieros se quedaron atrás para resguardar el acceso, aunque estaban
seguros de que ninguno de sus persecutores se atrevería a cruzar el umbral. A
poca distancia se hallaba Fulgencio y quienes se aventuraron con él para acabar
con la vida del dueño de la mina. Iban armados de palos, machetes y una
escopeta. Suficiente para ellos. El rencor y la ambición los hacía envalentonarse
sin tomar mayores precauciones. Los cuatro acompañantes de Fulgencio
buscaban congraciarse con éste y hacer méritos que luego les fueran
recompensados

Cada vez más próximos a dar con sus presas, lograron distinguir las siluetas de
dos hombres. Supusieron que se trataba de los ingenieros, y efectivamente así
era. Fulgencio dio la orden de avanzar sigilosamente hacia ellos para
sorprenderlos y tomarlos como sus prisioneros. Estaban a unos cinco metros de
Piedra de Luna. El miedo se apoderó de los cómplices de Fulgencio, pero él
insistió en no detenerse. “Si llegamos hasta ahí, nuestras almas quedarán
atrapadas y júrelo que nos volveremos locos”, le decía uno de sus
acompañantes. La respuesta del capataz fue contundente:

— ¡No sean cobardes! Ya estamos aquí, ahora nada de echarse pa’ tras.

Renuente a continuar el camino, el más joven de ellos decidió separarse del


grupo y retornar a casa. Fulgencio no cambió de parecer pese a la reciente
deserción de uno de sus hombres. No estaba dispuesto a fallar en su propósito,
así que decidió portar él mismo la única escopeta que llevaban. Más próximos a
la entrada de Piedra de Luna observaron cómo los ingenieros se retiraban al
interior de la cueva. Esperaron un momento antes de seguir sus pasos.
Conforme se internaban por el angosto túnel la visibilidad disminuía
considerablemente. La poca iluminación provenía de dos antorchas que
sostenían unos pasos más adelante los espontáneos guardianes de Don José y
Abrahana, que se escabullían al amparo de cristales que semejaban espadas y
brotaban de las profundidades de la tierra.

Uno de los ingenieros gritó para advertir a sus protegidos que los enemigos se
encontraban ya a corta distancia. Apenas anunciada la alerta, Fulgencio se
movilizó con mayor rapidez para tener a la vista a los empleados de su ex patrón,
y disparar sobre ellos. Ninguno de los ingenieros pudo accionar oportunamente
sus armas para defenderse. Las detonaciones acabaron con sus vidas.
Fulgencio recogió del suelo las pistolas calibre 45 que llevaban los acribillados,
y las dejó en manos de dos de sus compinches.

Eliminados los obstáculos para llegar a su objetivo, Fulgencio y los tres restantes
partícipes de la emboscada buscaron con cautela la entrada a la Piedra de Luna.
El recorrido fue tenso, el nerviosismo, inocultable. Una vez que hallaron el
acceso su asombro fue mayúsculo. Quedaron impactados por el enigmático
juego de luces que presenciaban. Aún con el registro de los destellos en sus
ojos, siguieron su camino. Fulgencio no iba a retroceder por ningún motivo, pese
a que se le enteró de la maldición que pesaba sobre todo aquél que se atreviese
a penetrar la Piedra de Luna. Más fuerte era su ambición de poder. Esa misma
tarde acabaría con la existencia de Don José y se apropiaría de sus riquezas. La
joya de la corona sería quedarse con Abrahana.

Tenía todas las de ganar: Don José estaba indefenso. Sus hombres de confianza
habían sido abatidos, y afuera una muchedumbre estaba atenta a que no se les
fugara el español.

Fulgencio ya no reparó en los cristales que emergían de las paredes y techo de


la gruta. Evitó fijarse en ellas, estaba temeroso de ser víctima de alguna
maldición irreparable. No necesitaba expresarlo, pues su actitud así lo mostraba.
Este temor era compartido por sus cómplices.

Don José de Plata y Abrahana estaban atrapados en su propio escondite. No


había, por lo pronto, salida para ellos. Abrahana estaba inquieta, acongojada por
la situación en que ambos se encontraban. Todo esto le parecía un calvario. Don
José trataba de consolarle y ofrecerle palabras de aliento. En cierto modo se
sentía responsable de haberla expuesto al peligro. Ella sollozaba y buscaba el
abrazo de Don José. Se sentía muy vulnerable y, en el fondo, agradecida por la
protección de quien se había arriesgado a hacer con ella una larga travesía, con
tal de llevar juntos una nueva vida.

Fulgencio y sus secuaces dieron con el escondite. Apenas alcanzó Don José a
obligar a Abrahana a emprender la huida antes de que él enfrentara al traidor
que ahora lo amenazaba de muerte. Los dos hombres se miraron fijamente y un
silencio penetrante fue antesala a la tragedia.

El que fuera su capataz quedó repentinamente inmovilizado al imaginar que los


cristales en forma de espadas se le clavaban por todo el cuerpo. La maldición se
había concretado, a decir del propio Fulgencio. Se le entumecieron piernas y
brazos. Su cuerpo comenzaba a desfigurarse. Al percatarse de esto quienes
todavía lo acompañaban empalidecieron y optaron por salir inmediatamente del
lugar. Fulgencio arremetía:

— ¡Muere gachupín! ¡Muere! ¡Estás sentenciado a muerte! ¡No tienes


escapatoria!

Fulgencio, en un arrebato de furia, levantó su escopeta para tratar de romper con


ella algunos de los largos cristales que perturbaban su raciocinio. Don José
aprovechó el instante para desaparecer de la vista de su enloquecido agresor.
Su prioridad era reunirse con Abrahana.

La búsqueda parecía infructuosa, más aún cuando la total oscuridad ganaba


terreno. La desesperación se adueñaba de él, sabía que entre más tiempo
pasara le sería prácticamente imposible hallarla. Cada minuto que avanzaba se
convertía en una eternidad. De repente alcanzó a escuchar unos apagados
quejidos. Aguzó más el sentido del oído para ubicar su procedencia. Dos metros
más adelante notó sobre el suelo el cuerpo desfalleciente de su querida
Abrahana. Sangraba profusamente, atravesaba su pecho uno de los cristales de
espada. Horrorizado por la escena Don José se llevó las manos al rostro en señal
de incredulidad. Después de un largo suspiro se aproximó a ella. Se inclinó para
levantarle ligeramente su cabeza, y sin poder contener el llanto se despidió de
Abrahana. Antes de que exhalara su último aliento pudo decirle que él buscaría
la manera de inmortalizarla. De una de las grietas el rayo de luna iluminó el rostro
doliente de la joven.

Don José se afanó en sacar la cuchilla que había segado la vida de Abrahana.
Cuando finalmente lo consiguió cargó su cuerpo para hacerlo reposar junto al
remanso de un manantial, justo al lado de un conjunto de piedras lunares
semejantes a pétalos de flor. En ese sitio un tanto fantasmal, beso
pausadamente la frente y labios de quien fuera su obsesión. Permaneció junto a
ella un tiempo no preciso, como si estuviera a la espera de una milagrosa
resurrección. Abrahana y Don José compartían su guarida de luna.

Afuera de la mina algunos expectantes pobladores de El Pozal seguían atentos


a la salida de la pareja, lo que ya no habría de ocurrir. La Piedra de Luna se los
tragó. Se cumplió la maldición.

De Fulgencio nada más se supo. Si algo se hablaba acerca de él era para


comentar el embrujo del cual fue víctima.

La Trinidad y La Celestita fueron adquiridas por otro forastero. A Andrés le llegó


la noticia a Burgos semanas después de la desaparición de su patrón y de la
señorita Abrahana. Se sintió vacío y lo lamentó. Se dijo: “otra vez solo”.

Don José de Plata y Abrahana habrían de reencontrarse en la intangibilidad de


la muerte.

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