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SUSANA BOMBAL

TAPA:
H O R A C IO BUTLER

LOS LAGARES

N? 1130

Q u ed a h e ch o el d ep ósito q u e m arca la ley 11.723

© E D IC IO N E S N O É
Im preso en A rgen tin a — Printed in A rgen tina

Se term in ó de im p rim ir en T a lleres G rá ficos L u m en ,


H en-era 527 - B uenos A ires, en n oviem b re de 1972. EDICIONES NOÉ
A la memoria de mis padres

Indice

Los Lagares — 9

La Torre de Babel
En las ventanillas del coche-comedor, la llu­
via de verano borraba los suburbios de la Capi­
tal que iba quedando atrás. Poco después, el mo­
vimiento tomaba impulso, vaciaba los vasos y
barría los platos y cubiertos fuera de la mesa.
Con el nuevo título de arquitecto y el diplo­
ma de honor poniendo alas a su valija y a su
elocuencia, Jaime Reynal había estado descri­
biendo la novia ideal a dos amigos muy mayo­
res, Roger de Greville, sesentón casado, y Bru­
ce Creighton, soltero de cuarenta años. Imagi­
nación y personalidad, explicó el muchacho,
cierta soltura moderna en la actitud, unidos a
un rasgo especial en la fisonomía, tal vez en los
pómulos o en la boca, más un cuerpo pálido, li­
viano, gracioso que, por pudor, se bañe en ca­
misa.
El escocés estudió el proyecto a través de sus
párpados caídos:
— H ollywood Carmelite inbreeding — concre­
tó, al fin.
Y el francés:
— D ifficile.
Reían al margen de la lluvia diagonal que
golpeaba los vidrios y de las caras torcidas por
el movimiento, o por natural pesimismo, que en­
traban en el comedor, cuando vieron avanzar ti­

ll
midamente. entre respaldos de asientos y me­
exquisitos grabados del siglo X V. A su vez, el
sas que se disputaban sus mutuas posiciones, un
art nouveau, “ divertido capricho de esa raza de
cuerpo pálido, liviano, gracioso.
estetas” (Jaime se inclinó ante Roger de Grevi-
— ¡I faudrait savoir comment elle prend son
oain — dijo Roger. lle ), estaba presente en una ventana en forma
de cometa. En cuanto al modernismo, funcional
Y Bruce:
ante todo, triunfaba en un quitasol de hormigón
— (joshl
sobre una azotea.
Lft envión del tren sobre las vías puso de pie
Jaime apartó de su vista un mechón claro y
a Jaime, luego una pitada estridente lo obligó
se estiró, tropezando bajo la mesa con los mus­
a repetir a la frágil forma tambaleante a su la­
los largos de Bruce.
do, si no quería aquel lugar frente a la venta­
— Menos mal que algunos carolinos enormes
nilla. El color asomó a la palidez de la mucha­ y espesos disimulan ese muestrario. Pero pron­
cha, su boca grande sonrió, muda. Entonces, sin to, con cualquier pretexto, los voltearán — son­
esperar respuesta, él cubrió parte del asiento rió con beatitud y siguió: — Eso sí, según mamá,
con su inseparable chalina de guanaco, la es­ los negocios estarán siempre ahí, con los mismos
tiró dejando caer el fleco adelante. Calma, pen­ dueños y los mismos empleados. Son inmortales.
saba, golpeándose en el filo de la mesa, con cal­ Bruce ponderó una pequeña frutería, con el
ma se ganan las batallas. cuerno de la abundancia pintado en el frente.
Ignoraba que pronto iniciaría una con su con­ Charming. Con timidez, Josefina Díaz disculpó
ciencia. Apenas sentados, en el tiempo de un su ignorancia edilicia; ella pasaba meses en
relámpago lila en las ventanillas, supo que la Cruz Chica.
muchacha era Josefina Díaz, la novia cordobe­ — Me gustan esos caminos curvos, pegados a
sa del Negro Hurtado. Según contó ella, su acom­ la piedra de las 'pircas — dijo Bruce.
pañante venía mareada en el camarote. — Entonces ella se animó a pintarlas.
— La señora de Hurtado me ha invitado a — Ahora en la propiedad de mis padres es­
conocer San Rafael — agregó. tán llenas de margaritas.
Por primera vez celoso del Negro — compa­ Jaime las deshojó. Sí, no. . . Detrás de ella,
drón espléndido, pensó— , el nuevo arquitecto lo imitaban los relámpagos lilas.
pintó la ciudad chata y sin estilo. En la esqui­ — D élicieux!, suspiró Roger, intuyendo un
na del Hotel Rex, punto de cita social, política idilio.
y negociante, dijo, había un palenque con ma­ Cuando la lluvia dejó caer un fabuloso bri­
tungos espantándose las moscas, y enfrente, el llante, junto a los dedos finos apoyados en
pulido zócalo de mármol de una farmacia. Rom­ aquel vidrio, los celos del muchacho calcularon
piendo la unidad de edificios de una planta, con la desproporción entre ese ejemplar y la viña
desmesuradas comisas, surgían algunos de ins­ desprolija de los Hurtado.
piración provinciana francesa; una aguda y ca­ A l día siguiente, el tren corría con el vien­
lada torrecilla imitaba torpemente las de los to que silbaba entre los costillares recostados

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contra el alambrado y las altas matas de jari- dos. Después de unos segundos, Jaime lo des­
lia, retama, yuyo de sapo o brea, entre cardos cubrió en el grupo de cabezas que el movimien­
violáceos y barbas de chivo, o islotes de chaña­ to hacía menear constantemente. Sí, a juzgar por
res de un verde tornasolado. El sol puntano la corbata color sangre, el palillo hostil en la
blanqueaba aquellas osamentas cantoras y la cer­ boca torcida y la mirada evasiva y obscura, era
viz de algún tordillo, hurgando un verde casual. el asesino de Humphrey Middleton. Iba a pre­
Reunidos los cuatro viajeros en la misma mesa, venirlo a su amigo, pero algo inexplicable apa­
tras un silencio, Fina suspiró: gó su humorismo.
— Es d ifícil no equivocar el camino. Poco después, Lina le decía a Roger en tono
¿Q ué querría decir? Aunque Roger y Bruce casual, casi indiferente:
acababan de comentar el estado de los caminos, — Conocí a mi novio el veinticinco de M ayo,
en general, era evidente que ella aludía a uno en el Parque Sarmiento, de Córdoba.
sim bólico. Estaba deprimida. Era com o si un Con su sensibilidad agudizada, Jaime sintió
insomnio infinito y atormentado le hubiera ro­ que una ilusión perdida se desprendía de esas
bado la alegría. En cuanto a Jaime, algo repri­ palabras; entonces, fue com o si ágilmente la re­
mía su impulso de expresarse. Aquella mañana, cogiera y se apropiara de ella. Pero pronto sin­
Bruce y él hablaban poco. El único animado era tió una especie de remordimiento, seguido de
R oger; había descubierto que Fina era hija de un frío en la espalda. ¿Vendría de las ventanas
un antiguo amigo, el doctor Walterio Díaz, y no abiertas detrás? Las m iró; dejaban entrar un
acababa de hacer preguntas. En ese ambiente aire cálido. Luego se volvió a Fina y al vidrio
transcurrió el desayuno. Cuando Bruce dejó de cerrado junto a ella. Le daban una sensación de
masticar la última tostada, sacó de un bolsillo abrigo y de bienestar; nada de malo habría en
de tweed un librito de tapas brillantes y c o lo ­ gozar de ambos. A sí, lleno de respeto por las
res sombríos. Pidió disculpas, pero debía saber novias ajenas, de inocencia, fue viendo cómo
quién había ahorcado a Humphrev M iddleton; aquel recuadro cristalino iba llenándose de ár­
era lo menos — the least— que podía hacer por boles finísim os y civilizados, y pronto, de un
el infeliz. grupo de niñas, prolijamente vestidas; todas ves­
En eso estaban, cuando Fina contó que era la tían abrigo azules y medias blancas basta la ro­
mayor de siete hermanas — y agregó, descar­ dilla. Las contó, eran seis y de distintas alturas.
tando una variante masculina— , de otra que Haciendo girar en alto un molinete con los co­
llegaría -pronto. lores patrios, miraban a través de lentes grue­
— C’ est extraordinaire — d ijo Roger y pidió sos o lucían rulos largos o frenos de oro en las
otro café con leche. bocas que cantaban, felices. De pronto, se les
Las palabras de la muchacha darían origen unió una señora. Pese a su avanzada gravidez,
a una extraña revelación. parecía liviana agitando una banderita argentina.
Mientras tanto, Bruce seguía dando vueltas a La festiva escena, en algún parque o plaza,
las páginas, con el inasible criminal entre los de­ fue borrándose hasta dejar lugar a los áridos

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campos de San Luis. Jaime se tocó la frente, te­
nía mucha fiebre. Entonces, com o desde una ne­
bulosa, oyó que Fina había vuelto al tema de la
fam ilia:
— Son muy ricas pero, claro, algunas están en
la mala edad. Usan anteojos para el estrabismo
o aparatos en los dientes.
Esa experiencia fue el principio de un mun­
do extraordinario en el cual él vivió, en adelan­
te, al margen del verdadero. Mundo de alucina­
ciones venidas del pasado y también del futu­ Casi al fondo y a la derecha del largo y p ol­
ro. La causa de esa anormalidad fue, sin duda, voriento camino de viejos oarolinos, a la entrada
la tifus, cuyos síntomas febriles empezaron de Los Lagares, salía otro, angosto y m ovido co­
aquella mañana del viaje y que habría de man­ mo un arroyo, que giraba entre hileras de uva
tenerlo mucho tiempo alejado de toda actividad.
moscatel y de sultanina, hasta la fila de euca­
liptos frente a la casa principal. Luego, cubier­
to de bullicioso ripio, y entre casuarinas, poco
antes del portón de hierro que abría al gran pa­
tio, el camino doblaba a la izquierda, bajo fo ­
llajes mixtos, y en seguida a la inversa, hasta
pasar el ángulo del edificio. Después de cruzar
treinta metros de césped, con sus canteros de
flores, enfrentaba el rincón que bacía aquella
casa y la del administrador unidas. Ahí, el ca­
mino perdía su aire de arroyo. Súbitamente en­
sanchado, volvía una vez más a la izquierda y
junto a una hilera de grandes olmos, moría en
un portón verde.
Este trozo de parque estaba encuadrado en­
tre las oasas mencionadas y la del tractorista de
la finca, algo lejana y frente al cuarto del en­
fermo. Desde la cama v entre los barrotes de la
ventana, miraba aquella pared chata y larga,
apenas visible bajo la enredadera y, sobre el
hueco ahumado, solía imaginar el ojo en un
triángulo del misal de Luisa, su madre. A los
siete años lo había dibujado junto a soles o lu-
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ñas anaranjadas; ahora, a los veintidós, aquella que chocaban en el aire. “ Cierre la boca, joven,
imagen parecía oponerse a sus sueños con la se le va a caer el termómetro” , le llegaba a Jai­
mujer del prójim o. No, se defendía, la novia. me, de lejos, pese a sonar sobre su cabeza.
Palmira, la enfermera, había trastornado la
Pero se sentía culpable, ya que el Negro era su
amigo. Esta palabra le hacía mal desde su en­ casa. El don de ubicuidad de su delantal alm i­
fermedad. donado le permitía hurgar, a la vez. en galline­
Luisa había prohibido que pasaran coches por ros y en heladeras, en pastos y en ollas. Jamón,
el camino frente a aquel cuarto. H abía que evi­ queso y (huevos frescos eran ipara ella; yuiyos y
tar el ruido y el polv o. De m odo que el m ovi­ caldos insípidos, para el enfermo.
miento se redujo al perfil silencioso de Antonio, De espaldas a la ventana, Luisa oía distraí­
el jardinero, con su ipico al hombro, asomando da en su propio sueño: Bruce. Venía unos minu­
entreverado a todos los verdes y a las flores de tos a preguntar por Jaime. Ajustando el nudo de
canteros y enredaderas; se había limitado al su corbata de punto, la confortaba con sus bue­
vuelo de los pájaros, saliendo o cobijándose en nos ojos azules, se despedía y volvía a con for­
las ramas de los olmos o debajo del alero de ba­ tarla, mejorando al enfermo. rYa tenía otra ca­
rro de esa casa humilde, privilegiada por un ra! ¿O ué hubiera sido de ella sin esas visitas
sím bolo místico. El humo de la chimenea, mari­ cuando, hacía dos años, se quedó viuda, acosada
posas blancas y amarillas, de colores papales por negros remordimientos? “ Cierre la boca, io-
según Luisa, y los árboles guiñando sus verdes ven” , insistía la voz, leiana a la madre y al hi­
sobre el cielo, al fondo, constituían el resto del jo. M ejor oue el termómetro no marque, pen­
movimiento en la ventana. saba él, podré levantarme. Pero si apenas podía
En cuanto al ruido, se volvió discreto con la abrir los oios.
ausencia de los coches. Urracas, benteveos y Y con ellos entornados, volvía a ver la mu­
otras aves chillonas tenían su cuartel general y chacha en el jardín.
sus debates en las palmeras, junto a la gran pi­
leta del patio y en los olmos, pimientos, fresnos
o álamos, dentro y en torno de él. Los debates,
convencionales com o todos, y la graciosa burla Una tarde, en que la lluvia caía silenciosa en
que de ellos hacía alguna calandria, no lograban aquellos barrotes y a Jaime le había bajado la
atravesar la galería, ni los gruesos adobes del fiebre bruscamente, tuvo la segunda visión. No
pasillo, junto al dorm itorio. P or la ventana sólo la imaginó, com o las de Fina; tampoco la soñó,
llegaba algún piar breve y, mitigadas por la dis­ estaba bien despierto. Lo probaban su noción del
tancia, las voces heráldicas o quejosas del ga lli­ ambiente habitual — la cómoda obscura y la chi­
nero o del palomar. A su vez, era apenas audi­ menea esquinada— , la de su madre conversan­
ble la brisa de la mañana. Hora propicia para do en voz baja y de Palmira ordenando remedios
la muchacha del tren; aparecía cortando flores sobre el mármol de la mesa de luz.
— la cara al sol— , mirando dos mariposas Nexo entre la escena real y la fantástica —

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que cabía en el espacio a los pies de la cama de
dorm ía bajo el efecto de la píldora que habia
Jaime— , la lluvia caía, al atardecer, en una ven­
tomado para la fiebre, cuando lo despertó un
tana abierta, por la que se oía el canto de una diálogo en el cuarto. Las voces eran muy ba­
fuente. Unas ramas de heliotropo se enlazaban
jas y desconocidas; la de una mujer joven de­
en la reja, cuyas flechas agudas, círculos y eses
cía suavemente:
enlazadas brillaban bajo el agua. En la pared
-— ¿Q uién hubiera dicho que llovería después
haciendo ángulo, dos ventanas altas, que darían
de esa luna magnífica?
a la calle, estaban entornadas, y cerrados sus
La otra voz, masculina y tierna, comentó:
postigos. Entre ambas, y bajo forros blancos, — Tan inesperada com o tu presencia aquí, a
un gran sofá de sala estaba ocupado por una esta hora. Ya son las dos.
pareja joven. Ella, recostada, a medio vestir, los Jaime m iró el reloj a >la luz de la vela que
hombres semicubiertos por una chalina de gua­ quedaba ¡prendida de noche. Las agujas coinci­
naco v, por una manta, el resto del cuerpo. El, dían con las dos solemnes campanadas que re­
sentado, se inclinaba sobre la cabeza de cabelle­ sonaron entre esas paredes. Entonces recordó la
ra obscura y suelta apoyada en sus rodillas. Su escena que había visto hacía rato y, pensando
barbita rubia le tapaba la cara. que, de algún m odo, seguiría a los pies de la
La visión duró largo rato. Mientras Jaime cama, fijó la vista hacia adelante. Aunque no
respondía al diálogo casual entre la madre y vio nada, confirm ó que el diálogo ocurría ahí.
la enfermera, tuvo tiempo de retener los deta­ — Si alguna vez vas a Florencia, querida, las
lles, fijos com o los de una fotografía: en la pa­ oirás hasta e l infinito. H ay tantas iglesias.
red, un grabado de Tristán e Isolda ascendiendo La respuesta vino en tono lejano.
al cielo en una nube; sobre una mesa, una esta­ — Han de ser tristes, esas ciudades viejas, en
tuilla de bronce y, en el suelo, una blusa blan­ invierno. . .
ca, más a'lgunas hojitas de papel, com o las de — Tal vez, en medio del gozo de contemplar­
los recetarios de los médicos, que manos ner­ las. . .
viosas hubieran ido arrancando. — En verano el turismo las alegrará .
Podría sospecharse que todo aquello era el — Oh, las nostalgias y aún la tristeza también
recuerdo de una ilustración de revista. Pero, có­ veranean en Italia. Flotan durante horas sobre
mo explicar la lluvia en la ventana? Caía, total las bahías azules y sobre los lagos en que se mi­
y mansa, com o esa c a lílle la y, aunque en silen­ ran palacios rosados, con estatuas. Se pegan al
cio, llegaba rompiéndose constantemente en par­ rótulo chillón que, al dejar un hotel, va cubrien­
tículas infinitas. Sin duda, la escena era móvil do nuestras valijas.
v. a juzgar por detalles de indumentaria y de­ — M e gustaría hacer tus valijas — dijo ella— .
coración, había ocurrido hacía muchos años. En A prendí, una vez, mirando a un albañil que p o ­
cuanto a la nuielud de los personajes, sería a nía baldosas en un piso.
callea de ese beso largo. En e9e momento, una súbita tos despertó a
Aquella noche, bacía tres horas que Jaime Palm ira; viéndolo a Jaime con los ojos abier­
ifl
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a la cam a, la otra a la ham aca. E l piar de una
tos, le ofreció agua. Pese a su gesto negativo,
diuca insomne, en e l parque, pronto acom pañó
insistió con preguntas, mientras cam inaba o se la respiración sonora de la enferm era. A l rato,
detenía a mirar, p o r la ventana, la hum edad que cuando ésta y el pájaro chileno habían ca íd o en
había dejado la lluvia. Una gran cosa para las un sueño p a cífico , la pareja invisible se hizo
plantas, repetía. Jaime se im pacientó; estaba o ír, esta vez en tono leve. Era evidente que aque­
deseando escuchar una vez más aquellas voces lla suelta cabellera volvía a caer en las rodillas
misteriosas, cu yo mensaje le llegaba a través del de él, que susurraba:
tiempo y del espa cio; pero en vano aguzó el o í­ — Un sabio me d ijo que esta vueltita ■ — p e r­
do, la charla de Palm ira llenaba aquel ambien­ fecta en tu oreja— fu e lo que más le costó hacer
te. Para librarse de ella, acabó por aceptar una a D ios.
taza de algo que le ofrecía. Cuando Palm ira se Ella reía suavemente, bajo lisonjas y caricias,
fue, oyó otros pasos al pie de la cama y la voz reía com o gozándolas con cierta nostalgia. Sus
de varón, clara y ya fam iliar para él, que decía palabras siguientes le recordaron a Jaime la
gravemente: cadencia final en las preguntas de Luisa.
— D e todas las em presas y sociedades del — ¿C rees qu e papá va a andar b ie n ? . . . ¿Q u e
mundo, e l matrimonio es la única cu yo fracaso no le pasará n a d a ?. . .
es definitivo. ¿P o r qué,, me pregunto, nuestras — Si se cuida, pu ed e vivir muchos años.
leyes y las de la Iglesia no darán más oportuni­ — ¡A h , si sólo pudiera quedarm e para v ig i­
dades? larlo! P ero debo volverm e allá en seguida.
La otra voz no titubeó: Durante el próxim o silencio, en el cual, en un
— Para los católicos, e l matrimonio no es em ­ apasionado recom ienzo del amor, o en una tier­
na y última despedida, los amantes estarían be­
presa ni sociedad, es un sacramento.
sándose, se oyó el m urm ullo de una fuente. Jai­
Los interrumpió la puerta al pasillo del cuar­
me lo recordó en la escena de la tarde, detrás
to de Jaime, que se abrió, según su hábito, con
de la ventana abierta y el heliotropo. Esta era
cautela. La llama ladeada de una vela alumbró
la misma flor que había visto en la terraza de
un rostro del más allá. Tanta mala noche y aho­
los Creighton y, com o Bruce estaba enamorado
ra la trémula luz bajo el mentón daban ese as­
de Luisa, sería el sím bolo del amor. A l menos
pecto a Luisa. Las voces fantasmales callaron para ellas dos. No acababa de concebir esta idea,
cuando, entre suspiros y bostezos, se puso a con­ cuando lo sorprendió otra, inesperada y audaz.
tar el sueño que había tenido.
¿P or qué las dos?
— Y o era una condenada a muerte, que es­
Atónito por la posibilidad de un hecho inad­
peraba en su celda a su verdugo. Oía sus pasos
m isible — que esa mujer fuera su madre en el
lentos y pausados, avanzando en el silencio del
pasado— trató de rechazarla, pero su recuerdo
amanecer. . . Perdón, Jaime, no debí contártelo.
volvió a la blusa que hoy había visto en el sue­
El adivinó que los pasos eran los de Palmira.
lo de la escena. Un moño obscuro, acaso negro,
A la media hora, las dos mujeres volvieron, una

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se destacaba en medio de la manga abultada. de un enfermo; o, en todo caso, en una reali­
Luisa tenía puesta una blusa igual en la foto­ dad muy recóndita, fuera del tiempo.
grafía tomada, poco después de casada, junto al
aljibe del patio en Los Lagares.
Le im pidió seguir buscando pruebas de la Pegada a una veredita bajo la ventana del
odiosa hipótesis un viento repentino que parecía cuarto de Jaime, corría una baranda de hierro,
soplar en la ventana de su propio cuarto; luego cubierta de verbena y de taco de reina. Detrás,
una puerta se golpeó con estrépito y una llave asomaban grupos de zinias. Las mariposas so­
cayó al suelo. A los pocos segundos, oyó una lían libarlas, dejándolas vibrando en el talle y
conversación muy distinta a la anterior — siem­ vacías de néctar. Jaime miraba ese espectáculo
pre silenciosa— , que venía acercándose, tal vez, goloso y leve bajo el sol de las doce, cuando en­
detrás de las ventanas entornadas. Dos hombres tró en el cuarto un hombrecito con botas y em­
apurados baio el vendaval que anunciaba más ponchado, pese al calor.
agua, criticaban al Gobierno. El doctor Zanin, que era ruso, lo atendía des­
— Miren que voltear la torre del reloj, en la de la infancia. “ Es un dios para nosotros” , so­
Plaza Cobo. ¡Q ué gusto de deshacer lo hecho! lía decir Luisa, emocionada. “ Y para todo San
— ¡Un crimen! Rafael” , sonaría un eco en aquel pueblo chato,
de cornisas y zócalos presuntuosos. Hoy el dios
En ese memento, pasó un coche tirado por
fruncía el ceño ante el estado del enfermo. ¿No
dos caballos. Jaime escuchó con extraordinaria
habría tenido un disgusto — miró a la presunta
nitidez las múltiples herraduras que se entre­
culpable— , alguna indiscreción? Ninguna, se de­
cruzaban en el canto rodado o resbalaban en los
baches. Allá iban, sonoras como las llantas del fendió Luisa. Jaime recordó que su padre iró­
coche, irrumpiendo en los amores o en los sue­ nicamente llamaba indiscreción al clásico “ des­
ños detrás de otras ventanas; iban contra el vien­ liz” de una mujer.
to y la lluvia, que empezaba a caer a torrentes. En otras ocasiones, el doctor Zanin hablaba de
Más discreta, el agua tintineaba en los baches. los pioneros de San Rafael, como Rodolfo Iselin.
Entonces, ocurrió lo inesperado. La insen­ Evocaba los almuerzos bajo árboles o parrales,
sible Palmira abrió los ojos y preguntó: en la finca del conde, a los que asistían monse­
— ¿Siente, joven, el olor a heliotropo y a llu­ ñor Benavente, obispo de Cuyo, y Lord Saint-
via? i Davis, que había venido a inaugurar la línea
Sin embargo, no había heliotropo en la casa, del ferrocarril; sonreía a las palabras de ma­
ni en el jardín de Los Lagares; tampoco llovía. dame Iselin cuando, tras la bendición obispal a
Jaime miró los ojos de Palmira a la luz cap­ las fuentes de empanadas, agregaba, solemne:
ciosa de la vela. ¿Eran verdes o grises? En todo Que ce déjeuner soit impeccable.
caso, su cuerpo estaba predispuesto al milagro. El ruso, que hablaba muchos idiomas, imita­
Había perribido intensamente lo que sólo exis­ ba bajo el poncho criollo las distintas apostu­
tía en la atmósfera de la misteriosa alucinación ras, sobrias o presuntuosas de esa gente; o cita­

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ba al general Roca cuando, a caballo y con los
voz femenina: “ Debo volverme allá enseguida” .
pastizales cubriéndole las botas, recorría los
Entonces Jaime pensó que si él hubiera nacido
campos de Cuadro Salas. Eran las tierras del
antes de cierto período, tras aquel viaje de Lui­
porvenir, decía. sa, Sixto Reynal no era su padre. El inmenso
Pero hoy temía cansar al enfermo y pronto
cariño de ese hombre alunado, insoportable,
se despidió, prometiéndole un sedante; lo man­
¿había originado en un encubrimiento conyugal
daría con Bruce. ¿B ruce? Jaime se quedó pen­
o acaso en una gran generosidad de su parte?
sando en sus largos paseos a caballo con Luisa;
Bruce era la única visita que recibían en Los
según contaban, él enseñaba inglés a la ida y
Lagares. Cuando llegó, aquella tarde, sacó va­
ella español a la vuelta. Orden perfecto, pensó.
rios sobrecitos de un bolso de red; semillas de
Y volviéndose a Palmira, le pidió que pasara
parte de su madre ipara Luisa y el medicamen­
los remedios de la mesa de luz a la cóm oda;
to de Zanin. Evitando preguntas inútiles sobre
luego, que trajera del cuarto de su madre aquel
la salud del enferm o, habló del tiempo en Trini­
retrato, tan bonito, en que estaba junto al a lji­
dad, donde vivió algunos años. Era pesado, hú­
be. Quería que distrajera sus insomnios. Luisa,
medo y ¡pegajoso; éste en cambio, una gloria.
presente, sonrió halagada. Entonces él preguntó
Jaime lo escuchó con la mirada fija entre los
si había guardado esa blusa.
huecos de la red y el título de un libro, que no
— Creo que sí — respondió ella— . Ha de es­
lograba distinguir.
tar por ahí, en algún baúl o ropero.
— ¿Q u é está leyendo? — preguntó al fin.
Palmira obedeció a aquel capricho y el re­
— Un nuevo libro sobre los sueños y el tiem­
trato reemplazó, a su m odo romántico, la pre­
po — dijo Bruce— . Este, claro, con mayúscula.
sencia farmacéutica sobre la mesa de luz. Y a
Sonrió cohibido por su aparente petulancia y
solo, Jaime recordó las conjeturas y decisiones
agregó que, salvo algunos diagramas innecesa­
de la noche anterior. Entre éstas, averiguar
rios, era un libro muy interesante. Jaime miró
cuándo, con exactitud, había sido volteada la
detrás del hombre alto del sajón, la caperusa
torre de la Plaza Cobo, en Mendoza. Pero aho­
de la chimenea, frente a la ventana. Mientras
ra decidió que sacaría poco con saberlo, ya que
tanto Bruce se dejó caer en la hamaca y en voz
las voces callejeras, com o muchas en la ciudad,
baja y lenta, com o si contara una historia para
habrían criticado el proyecto meses antes y des­
niños, y sus gestos siguieran las andanzas del
pués que se realizara. Por otro lado, se dijo, si
héroe, explicó la teoría de la cuarta dimensión,
esa mujer fuera mi madre, ¿vivió ese episodio,
“ que no es una línea, sino una manera y se di­
de soltera o de casada? ¡Com o para dudarlo!,
ferencia de las que van de este a oeste, de norte
sería antes de que yo naciera, cuando abuelo
a sur y de arriba a abajo” . Luego pasó a la pre­
Germán tuvo un ataque y ella se fue a verlo.
monición de los sueños.
Papá se había caído del caballo y, si bien no
— El dream-image podría ser el moño de esa
tenía nada serio, estaba demasiado dolorido pa­ antigua blusa de Luisa. Si alguien que no con o­
ra viajar. Claro, eso explicaría la frase de la ciera eíl retrato y, unas horas o días antes de
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Y sonriendo a esa extravagancia, se retiró.
e?a I titul>có) felicidad, hubiera soñado con un
moño igual o parecido, querría decir que se le
había anunciado.
— ¿E l m oño? — se asombró Jaime.
— Sí — dijo Bruce, hamacándose suavemen­ La enfermedad de Jaime siguió el curso y las
alternativas habituales. Su quietud física y las
te— . Estamos rodeados de signos elocuentes, de
imágenes significativas. Ahora, mientras habla­ largas, interminables horas tras una reja lisa,
mos, el sol que pega en la caoba de esa cómoda mirando aquella misma imagen del presente en
la ventana, le fomentaban un ejercicio mental
y el vuelo de un gegén, que roza el cristal de
en otros tiempos; ilusiones por un lado, miedos
mis anteojos, está diciéndome algo que ignoro,
pero que sabré pronto. A propósito, me ha pasa­ por otro. Aunque la aparente inmovilidad del
mundo externo contagiaba la habitación, de no­
do una cosa curiosa. Esta mañana pisé en la te­
che transformaba a ésta una actividad constan­
rraza la manguera con que papá había estado
te y m últiple; se entiende, imaginaria.
regando el heliotropo y el pico perdió agua.
Después de las primeras alucinaciones (en el
— ¿H eliotropo? — preguntó Jaime.
tren, luego en ese cu arto), la escena de amor
Bruce asintió con la cabeza.
que percibió en dos partes (prim ero visible y
— Después de almorzar, cuando salí con mis
apenas sonora, después puramente o ra l), las
padres a la terraza, el agua salitrosa había man­
imágenes que le llegaron fueron casi siempre
chado el piso, mal secado por la criada. ¿Serán
incoloras y mudas. A sí aquella de las dos mu­
siempre torpes las manos que andan entre ma­
jeres vestidas com o a principios de siglo, una
gias y milagros? (Era com o si supiera la re­
mucho mayor, que manoseaban una cantidad de
ciente y extraña conducta de P alm ira). Porque,
largas y agujereadas cortinas de puntilla blan­
mientras bebíamos el café, vi en la baldosa un
ca. Las estiraban, las medían y, finalmente, las
halo de rulos, dos ojos luminosos y unos labie-
repartían en distintos grupos. Si bien los ros­
citos inocentes, entreabiertos. Un niño se me
tros no eran muy claros, la menor podía pare­
anuncia, pensé. Dos horas después, recibimos
cerse a Luisa. Esta escena se repitió varios días,
carta de Bárbara, mi hermana que vive en Hong al anochecer, com o anunciando la tarea que
Kong. Nos cuenta que está feliz, porque espera
abarcaría toda la noche. Tenían algo de m itoló­
fam ilia para septiembre.
gico esas interminables cortinas rotas, cuyo des­
Tras alguna alusión al carácter de los nacidos
tino de ser acortadas, zurcidas o desechadas por
bajo el signo de V irgo, se puso de pie. Pero an­
viejas, no se resolvía nunca. Las mujeres m o­
tes de irse lo detuvo, junto a la ventana, el es­
vían los brazos con gestos que alternaban entre
pectáculo de las mariposas.
aquel orden, que solían repetir o corregir y el
— Las atigradas son voraces — observó— , las del énfasis con que ilustraban su conversación.
blancas, frívolas, superficiales. . . H oy no hay
Más de una vez, la joven se pasó una mano por el
amarillas. Dicen que este color es luto en la
rostro, como si llorara.
China.
29
28
Jaime llamaba a esta visión: la confidencia. Escudado por esa seguridad, Jaime evocó, en
Le recordaba un cuadro de Fader, La Visita, en el frente de la casa de su antigua novia, las cua­
que una muchacha conversa con una pareja de tro columnas bajas, con macetones que figura­
ancianos, junto a una ventana de cortinas blan­ ban tulipanes negros y, dentro del sencillo edi­
cas. Sólo que en el cuadro no hay lágrimas. ficio de principios de siglo, los Hurtado: el pa­
¿N o ? Sin embargo, podría ocultar un drama. dre, la madre, el hijo y la hija. Los cuatro con
Esa muchacha, también parecida a Luisa, sería sendas personalidades mediocres. Entonces, son­
la relatora de una historia obscura, com o un riente, casi feliz, cerró los ojos, y ya en las pri­
callejón sin salida. meras imágenes del sueño, vio, desde un mundo
Al despertarse una tarde después de una cor­ definitivamente liberado del tedio, a la Malvi-
ta siesta, Jaime se enteró de que habían estado nita — que hubo de ser su mujer— meciéndose
en Los Lagares el Negro, Fina y la acompañan­
en una hamaca de mimbre, frente al magro jar­
te. Cuando llegaron, Luisa pasaba detrás del
dín y al camino traficado. Malhumorada por
portón de hierro del patio; la habían visto, tuvo
vestidos de seda o zapatos con hebillas platea­
que recibirlos, explicó y, ajena a la desilusión
das que no podían com prarle, muda, perezosa,
que provocaba, contó que los novios se casaban
haciendo aquel mínim o esfuerzo con la punta
en mayo. Siguió hablando; aquella visita la ha­
del pie, se mantenía sorda a la constante crítica
bía sacudido de la rutina diaria, defl horario
de la madre y del hermano. La actividad de don
exacto de los remedios y de los imprevistos via-
jecitos del mercurio por el termómetro. Luisa Prudencio, el padre, era algo mayor. A l caer la
m ovía las manos ágiles; la luz en un postigo tarde, acaso para olvidar el contraste entre un
rosado, se reflejaba en su cara. Distraído, Jaime pretérito lujoso, com o aquella puesta de sol san-
le oía decir algo de un saco de hilo blanco, ro­ rafaelina, y un presente venido a menos, se po­
ciado con Carnaval de Venecia. Compadrón es­ nía a regar con un jarrito de plata esos mace­
pléndido, se repitió, com o en el tren. Y cuando tones casi vacíos.
Luisa ponderó a la novia, la interrumpió para A los dos o tres días, los renovados altos y
pedirle una taza de té; tenía un gusto amargo bajos de la fiebre le trajeron alucinaciones a
en la boca. Jaime. Eran diálogos o imágenes, algunas repe­
Esa noche podía haber sido mala para el en­ tidas, com o la del llanto de una mujer, que es­
fermo, pero acaso un instinto de defensa lo lie- condía sus lágrimas de bruces sobre una chaise­
vó, no al dolor de la ilusión perdida, sino a la longue. Si bien Jaime no podía explicárselo, sen­
satisfacción de que el equivocado fuera el des­ tía que aquel 'llanto angustioso, sin palabras,
tino, no él. Pensó que ya había aprendido la ocurría en ocasiones y circunstancias diferentes,
lección en una anterior experiencia amorosa con pero siempre por amor. A su vez, la mujer va­
la hermana del Negro Hurtado, y que ahora, riaba de aspecto; delgada, o bastante llenita,
pasara lo que pasara, no volvería a cometer usaba indistintamente un deshabillé oscuro o
errores en ese sentido. Era lo primordial. claro, orlado de algo leve y transparente. De­
30 31
del viejo sauce, junto a la acequia. De pronto,
bido a la postura boca abajo, era d ifíc il definir
abría los labios, pero para cantar. Entonces, la
la época de esas prendas.
trenzada veleta de su novia se detenía y con ella
En cuanto a la chaise-longue, podía ser siem­
en el espacio, aquel lugar privilegiado.
pre la misma o dos casi iguales. Hurgando en
Hasta que un mal día, un vecino, bodeguero
su memoria, Jaime recordó una en casa de los
en escala menor, la empezó a cortejar a Viviana
Cepeda en Vistalba. Estaba en el dorm itorio que
con cajones de espumante, que tentaron los ojos
fue de sus bisabuelos, Lucio Cepeda, legendario
vidriosos del padre. Poco después, Luisa halló
caudillo que, según decían, murió de amor, y
unas monedas bajo el alba de muselina del San
Tránsito G odoy, matrona dignísima aue lo ha­
Antonio de Padua en su dorm itorio. Era una
bía sobrevivido a él y a sus infidelidades, lar­
ofrenda desesperada de la muchacha; su casa­
pos años. ¿Sería ella una de las protagonistas miento con el bodeguero había quedado concer­
de aquella visión, o ambas? tado entre dos copas de espumante.
Un día Jaime le preguntó a su madre el o ri­
gen de la chaise-longue en su cuarto de Los La­
gares. “ Era de abuela Tránsito, de la casa de
Vistalba — dijo Luisa— está infarta” . Entonces Pasó una semana de aquella lenta y maligna
él ya no dudó. Abuela y nieta habían llorado enferm edad; el ilusorio recuerdo del tren fue
sobre aquel respaldo curvo y elegante y sobre el
apagándose y Jaime ya creía que no volvería
estoico tapizado. Y a viudas, ambas habían seca­ a hacerlo feliz o desdichado, cuando una des-
do definitivamente sus lágrimas, pero sus llantos cripoión de Bruce, una tarde que habló de pla­
tenían para él un sentido universal. yas europeas, lo vinculó a éstas y a Fina Díaz.
O curría actualmente en la finca un drama de Durante ese tiempo, la fiebre avanzó, para
amor cuya víctima era Viviana Leverati. Hija después retroceder, discreta. A su vez, ailgunas
de italiano y de criolla, aunque sin el empaque de las alucinaciones sólo habían sido presenti­
silencioso y reconcentrado de la madre, tenía das imágenes, propias del fin de verano de aquel
algo de su físico moreno, sólido y calm o, su mis­ lugar; com o, hundido con la pala en la uva de
ma digna plasticidad y, ya por su cuenta, un un camión, el par de botas negras con los pies
buen humor constante. H acía un tiempo que ser­ en alto.
vía en la finca; su tiara de trenzas, yendo por En cambio, lo que Jaime vio aquella noche no
aquellos corredores de norte a sur y viceversa, pertenecía al presente ni al pasado, tampoco
se había m ovido com o una graciosa veleta rum­ a Los Lagares. Prim ero una luz, tan fuerte que
bo a la felicidad. Estaba enamorada y todo iba hubiera vencido los radiantes soles locales, le
viento en popa. Núñez — el Chamo, le decían al hirió la vista. Fue un placer. ¡A l fin vuelvo a
capataz de la finca— era excelente. De pocas la vid a !, pensó, com o si respirara el aire que
palabras, escuchaba a su novia embelesado y esparcía levemente la desgranada superficie de
haciendo nudos con las ramas finas y trémulas esa luz. Arena, se dijo, después. Nunca la había

32 33
\isto, fuera de los pesados montículos que ocul­
taban las acequias desde los caminos. ¿Sería
ésta una de las playas mencionadas por Bruce?
¿D el Mediterráneo o del Adriático? ¿En Niza
o en Venecia? Interrumpieron su curiosidad
unos chillidos infantiles y un castillito con una
bandera incolora, que flameaba, fugaz, en la
escena. Temiendo que los niños despertaran a
la ahora sensible Palmira, la observó de sosla­
yo, pero dormía plácidamente.
Una risa de mujer joven lo hizo mirar la es­ Entre la mampara y el estudio, Jaime alter­
cena que seguía a los pies de la cama. En un naba su tiempo de convaleciente. Eran dos vistas
caballete con toallas de baño, un salvavidas lu­ distintas, dos conceptos opuestos de la felicidad
cía las letras negras de Préfecture maritime. visual: la quietud, la paz, o el movimiento, la
Francia, sospechó Jaime. Lo distrajo un casca­ vida. Esta tarde la gozaba instalado cerca de la
rudo que avanzaba laboriosamente por los alti­ otra chimenea esquinada, o mirando por los v i­
bajos de la arena. Desde pocos centímetros, ca­ drios de la doble puerta, el atareado camino que
vó rodando al otro lado — liso y húmedo— , don­ iba a la administración. Veía pasar los grandane-
de, sacudiendo el polvo de la caparazón, echó a
ses; Tristán, arlequinado, Isolda, gris obscura. Y,
andar sin desviarse, como atraído por ese ca­
de vez en cuando, perros intrusos. Casuales de for­
mino de letras que decía: Jaime Fina.
ma y de color, pero no de modo, andaban siem­
La risa volvió a hacerse o ír; parecía contener
toda la felicidad del mundo. Entonces Jaime pre apurados y con la cabeza gacha. Jaime oía
con placer un graznido insolente o un piar tími­
vio que su mano en la escena grababa un apos­
do; pero extrañaba el sol del verano y los círcu­
trofe sobre su nombre, luego, ante aquel J’aime
los sin fin de aquellas mariposas color limón,
Finn, ovó su voz de estudiante que recitaba pom­
o blancas como el atado que substituía aún los
posamente: Exegi monumentum aere perennius.
sábados a la tarde, avanzando por el camino ya
Si no bronce, era oro, y del firmamento, aquel
sin tráfico, sobre el hierático perfil de doña Ca­
rp^fio en el agua, que ahora invadía la plava.
silda, la lavandera.
Al reararse la ola, las palabras del amor fue­
Jaime, que en robe de chambre y por corto
ron borrándose y, con ellas, las del orden en el
rato, había empezado a levantarse, advirtió que
cüJvüvidas: se borró el agua, también la arena.
felizmente y una vez por todas desaparecía la
TVrln p] fulgor de aquella hora dorada al borde
perspectiva de su velorio en ese cuarto. No visto,
dpi mar se apaeó, mientras el enfermo ilusiona-
se entiende, como aquellas escenas arrebatadas
río «p nrpauntqba si habría ' isto el futuro.
por la fiebre a otros tiempos, pero sí muchas
veces imaginado, hasta con el llanto rezador y
plañidero de las mujeres de la casa. Cosas del
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miedo, de un miedo ló g ico ; había estado muy de su primo Molina, con los amantes de ese nom­
grave y sólo para la divina locura de los Santos bre. Venderían esas series por toneladas, había
los pasos de la muerte son gratos. dicho Jaime. “ Según mamá, llamó así a la pri­
Los acontecimientos cotidianos ya no parecían mera pareja por un grabado de la colección de
reducirse a uno solo, la enfermedad. Además, abuela Blanche” . El sabio y, en la madurez, pi­
desde otro ángulo — el de la hamaca en que se caresco Ignacio afirm ó que en la finca de Lulun-
instalaba a dos pasos de la cama— , los gestos ta nunca hubo más que retratos de la dueña de
de las plantas fuera de la ventana y los huma­ casa. Exposición monotemática que la mostraba
nos, en el gran espejo de enfrente, eran ahora desde la impúdica infancia, hasta la sobreves­
distintos. Incluían los de Luisa, que ponderaba tida vejez. Y com o Luisa insinuaba que aquel
el lozano semblante del hijo. Tristán e Isolda estaría en algún cuarto de hués­
Llegó un día en que los gestos de Palmira pedes, lo negó. El había dorm ido en los tres;
también exageraron ese levísim o, imperceptible siempre en compañía de esa señora.
matiz. Acababa de vestirlo de pies a cabeza con O lvidando las historias inventadas por Clotita,
ropa harto holgada que, sin embargo, hallaba su difunta mujer — sólo retenía sus magras vir­
elegante. Claro, decía, la percha. Hasta que Jai­ tudes— , Ignacio se había burlado galantemen­
me, ya libre de cargosas lisonjas y desde el si­ te de la imaginación femenina. Mientras tanto,
llón de mimbre en la mampara del corredor, Jaime, sorprendido, creyó reconocer el grabado
gozó las únicas excepciones del silencio, el pá­ que en su primera visión colgaba sobre el sofá
lido contrapunto de hojas que caían mesuradas de los amantes. M olina, se repetía, com o si fue­
V el crisporroteo frenético, com o taconeo fla­ ra el único nombre existente. Era curioso que
menco, que consumía el quebracho de la chim e­ sólo ahora le volviera esa escena a la memoria,
nea. La vida, repetía, la vida. vinculándose a la capciosa revelación del pa­
Detrás de los vidrios, Tristan e Isolda le ha­ sado.
cían guiños amistosos. A quel día, flo jo aún, estuvo ojeando los títu­
A l rato, para distraerse sin esfuerzo, tomó un los en la biblioteca del estudio y, entre las letras
álbum al alcance de la mano. Entre las fotogra­ doradas o negras de Cervantes o de Góngora, le­
fías y en carnavales consecutivos, reconoció a y ó : Molina. Luego escuchó las nueces sobre el
los primeros Tristán e Isolda, montados indis­ zinc del techo, que echaban ahí para secar. Esas
tintamente por un pequeño indio, torero o pa­ corridas furtivas, con algo de ratonil, se unie­
yaso; siempre él, Jaime. Siguió hojeando, vién­ ron al nombre intruso en los libros. Anochecía.
dose crecer con cachorros en los brazos, hasta Con andar inseguro se acercó a los vidrios de
llegar a los grandaneses actuales. Entonces re­ la doble puerta que mostraban los empobrecidos
cordó que, en la última visita desde Mendoza, canteros de flores y, a la derecha, la higuera co­
Ignacio Cepeda, tío y padrino de Luisa, había lando, en sus ventanucas deform es, las luces de
acariciado el pelo manchado de los animalitos la administración. Un último vuelo partió desde
y comentado uno de los grabados wagnerianos la sombría casa de enfrente a la copa de un o l­

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mo. Jaime apoyó la frente en el vidrio. Si un
niño hubiera nacido de la unión de aquellos
amantes — se preguntó— , ¿se llam aría M olina?
Con los días, su pensamiento — único ejerci­
cio que se permitía— fue gastando esas seis
letras hasta el momento en que, ya restablecido,
atribuyó las alucinaciones, que le hicieron tanto
mal, a sus neurosis de enfermo o de adolescen­
te. Mientras tanto, otras imágenes poblaban un
mundo intemporal, sumado al presente. Como el
paisaje de agua o de montaña, entre álamo y Pese a su volumen y a su serenidad griegas,
álamo, que lo acompañaba de soslayo cuando la cariátide era novecentista. Lo decían las mar­
cabalgaba sobre Palom o, el bayo. garitas en las sienes y las encrespadas volutas
que le nacían del escote. Con su compañera, ro­
ta en la dem olición de un palacio italiano en
Buenos Aires, había figurado bajo un balcón
de balaustres; ahora, amurada en ese estudio de
arquitecto, mantenía planos muy leves que, en
el inestable suelo local, levantarían los prim e­
ros edificios de dos plantas.
Jaime tomó de su mesa de dibujo uno de esos
ambiciosos proyectos, lo enrolló y dejó sobre la
cabeza de la cariátide. Colocada junto a la ven­
tana que daba al patio, la indirecta luz realzaba
sus contornos suntuosos, oropelados. Les dio la
espalda y luego, tomando la fusta que colgaba
de la biblioteca, salió al corredor. Iba con la sen­
sación de que era la mano de su difunto padre
la que apretaba, com o antes, ese puño de plata.
No lo vio montar nunca; hacía años, lo había
acobardado un golpe muy fuerte. Pero Sixto
Reynal guardó el gesto, prepotente en él y, por
lo visto imperecedero, de hacer sonar por do­
quier su fusta y sus botas.
Era su manera, Ja misma que, en el pasajero
antojo de construir una bodega, le hizo llamar a
la finca: Los Lagares. Nom bre b íb lico, según de­

38 39
cía con énfasis, bíblico, sí. De aquel sueño bo­ tegra la despedida del alma. Después Luisa, in­
deguero, con reflejos del antiguo testamento, o creíblemente joven junto a ese cuerpo rígido,
del nuevo — Sixto tenía sus dudas— , sólo se le sacó la alianza de oro y se la puso. Si su
veía ahora un galpón, cuyo interior, con su arro­ marido sólo hubiera podido ver el dolor y la
gante cabreada de álamo, era depósito de pas­ ternura de aquellos ojos humedecidos.
tos y de herramientas y, afuera, los lagares, Sólo una vez recordaba en su padre un posi­
sedientos de aquel fruto que ya nunca recibirían. ble gesto de amor o de admiración por su mu­
¿P or qué llamarle así a esa finca, si ya no te­ jer. Fue en ese patio. Las botas caseras golpea­
nía sentido?, había preguntado una vez Luisa. ban el césped (según él, lujo superfluo, alfom ­
Sixto respondió que hay muchos sitios, y aún bra para perros), los ojos permanecían fijos en
personas, cuyos nombres no les corresponden. la escalera de caracol, hasta que, con extrema
Jaime había olvidado aquel diálogo. Aho­ suavidad, dijo que era una espiral de humo. P o ­
ra estaba pensando que tal vez su padre ensaya­ co aficionado a metáforas, ¿la hizo porque esta­
ba a diario ese gesto de jinete altanero para en­ ba fumando? Por otro lado ¿se refería a los
frentar la muerte. Un piar breve, como el de la hierros o a la silueta de Luisa que, detrás, cor­
diuca ausente en esa época, le recordó la que taba las ramas secas del olm o? En este caso, ¿la
había acompañado, hora tras hora, la larga ago­
habría querido, pese a aquellas cosas de hom­
nía de Sixto. Un amplio desprendimiento de la bres, com o calificaba las aventuras de los otros?
vida había sido su única generosidad conocida. ¿Ella conocía las de él? Hacía poco, Jaime ha­
“ Así me muriera mañana por la mañana” , so­ bía sorprendido una frase subrayada en el Evan­
lía clamar entre dientes. Sin embargo, aquel ano­ gelio de su madre: siempre que no sea por adul­
checer, al sentir que la vida se le iba por los la ­ terio. Figuraba en el capítulo X IX de San M a­
bios exangües, el pobre tacaño había hincado teo, único evangelista que cita esa excepción de
las uñas en la sábana de hilo, que ya dejaba de Jesús cuando prohíbe a los hebreos repudiar a
pertenecerle. Y , cuando parecía haber expira­ sus mujeres. Sabiéndose engañada, ¿ella recla­
do, gim ió: “ Hace un frío de los mil demonios” , maba ese derecho?
interrumpiendo el sal alma cristiana de este — ¡Tristán! ¡Isolda! Andarán rondando al­
mundo, del padrecito polaco de Nuestra Seño­ gún gallinero, para que los envenenen. ¡Tris­
ra de Lourdes. tán! ¡Isolda. . .!
Impresionado por esa escena, Jaime se ha­ Nombres que son una tradición, hasta ellos
bía echado a andar por los cuartos obscuros y la tienen, se dijo. Tradición, sí, pero, ¿cóm o voy
vacíos, por economía. Iba inventándole nombres a dejar que el alemán Gullner siga el sistema de
a la muerte, cuando la vio desde el marco de la papá, que nunca se interesó por frutales ni vi­
puerta que daba al dormitorio paterno. Ya se ñedos? La hacienda era su predilecta. Embele­
acercarán los chimangos, sospechó con horror y sado, escuchaba los desgarradores mugidos del
entró en el cuarto. El sacerdote, con la sotana rodeo, mientras, con el índice de uña comba y
embarrada rozando la sábana, pronunciaba ín­ afilada, hacía cálculos sobre la rodilla.

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Aquel día, en iplena avenida Mitre de San Ra­ mían las botas o la punía de los dedos. Pronto
fael, <jl interminable paso de sus animales, nim ­ los dobles colazos lo siguieron por el zaguán del
fondo y, hacia la izquierda, cuando salió afue­
bo a Chile, había interrumpido el tráfico durante
ra, al sol que colm aba los hombros altos de
cuatro horas.
Gullner y el escote exuberante, com o el de la
Tam poco sabía de patios, siguió pensando Jai­
cariátide, de su mujer.
me, de paso a la terraza. Y , sin premura, se de­
tuvo a proyectar, cerca del aljibe, algunos sillo­
nes de hierro y una mesa baja para aperitivos.
Proyectó charlas y risas, risas francas, libres,
Tristán e Isolda no siguieron a Palom o cuan­
no reprimidas por el malhumor del dueño de ca­
do dobló hacia el río, por el ancho camino de
sa. Ahora todo era distinto: tenían otro sentido
los carolinos. Era mucho andar; volvieron ca­
tanto la com pañía com o la soledad. Para disfru­
bizbajos, malhumorados. Ahora el bayo se acer­
tar de ésta plenamente, colgaría una hamaca
caba a la ruta y al Diamante, detrás. Más piedra
paraguaya entre dos olmos. M eciéndose despa­
que agua, ésta corría en silencio: a lo lejos,
cio, vería moverse los cielos cambiantes, entre
raían los pliegues de un pañuelo blanco. El N e­
los huecos de la red. ¡Ah, ir en avión entre aque­
vado. Jaime estaba mirándolo, cuando un ai­
llas montañas blancas y aquellos lagos de luz
re frío le ahogó el silbido en los labios.
azul! ¡V iajar! Pero, ¿de dónde habría sacado
ese impulso andariego? Sus padres habían vi­ Luego, com o en uno de sus discos preferidos,
vido más de veinte años metidos en Los Lagares Le Fiacre, dando con la lengua en el paladar,
sin inmutarse. Es decir, él; en cuanto a ella, Jai­ imitó los vasos que trotaban entre las hileras de
me tenía sus dudas. plátanos. A su vez, los vasos respondían a su
Volviendo a mirar el patio, imaginó unos ge­ imitación y así durante un buen trecho del ca­
ranios colgados de la viga al fondo del corre­ mino. Sólo faltaba Bruce para formar el trío.
dor. Rozaría la cabeza de Luisa cuando, com o ¡Cóm o cantaba! M ejor que Jean Sablón. ¿D ón ­
de estaría en ese momento? ¿D e regreso del
ahora, pasara con ese peinado alto. Qué bien
Continente, cruzando el canal? En su última tar­
hacía al no cortarse melena com o las otras mu­
jeta lo proyectaba para hoy, pero no precisó la
jeres.
hora; tal vez ya estaba en Inglaterra. En todo
Un levísim o galope, batir de palmas y plantas
raninas, se acercaba por la vereda del frente. Ya caso, pronto lo tendrían de vuelta, contando una
Tristán entraba por el portón, alargando la len­ aventura tras otra. Nadie com o él para descri­
gua, izando la cola ufana. El lom o blanco v ne­ bir con humor un grave contratiempo o, con im­
gro súbitamente animó el desteñido patio; de­ pasible seriedad, un hecho humorístico.
trás, gris, pesada y jadeante, entró Isolda. Palom o giró y las inquietas orejas señalaron
el paisaje montañés. Contra un cielo velado, se
— Quietos. . .
Jaime se defendió del asalto, acariciando las recortaba la silueta de La India Dormida. Jaime
orejas blancas y los hocicos húmedos que le la­ miró la viña sobre el camino. Súbitamente nía-

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terialista — inevitable condición del sanrafaeli- leíd o: irritante, exigente, vanidoso, egoísta, in­
no— , se dijo que la nueva Pinot gris sería ex­ fantil, pom poso. Después, reaccionando ante el
cepcionalmente rendidora. Quinientos metros placer de esa coincidencia, se decía: Y yo, en
más adelante, dio la espalda a la montaña y si­ el fondo el hijo más querido del mundo: un
guió por la calle del M onte; la más fresca de la ingrato, un orgulloso, un insolente.
región, porque nacía junto al río y corría entre Durante estas escenas, los ojos maternos ba­
dos canales. A l doblar, había visto la crucesita jaban de las altas vigas del techo a la mesa. Un
rústica, las flores secas y el moño de crespón, in día descubrieron esa cabreada reflejada en una
memorian de dos camioneros. Sintiendo en la nu­ cuchara. Un con ifero perfecto, dijo ella, con el
ca un aire helado, pensó: ¡Pobres infelices! Tras gran tronco y las ramas horizontales. Perfecto,
veinte interminables horas de viaje, estaban a sí. ¡N o lo hubiera dicho! El carcelero vio la
pocos minutos de sus casas, cuando un sueño, en evasión de su presa. Con mano ágil tomó el cu­
apariencia benigno y dulce, los traicionó. bierto y lo arrojó en el aire, haciendo trizas un
Palom o cabeceaba bajo la rienda floja, mien­ vidrio de la única ventana. El resto del invierno,
tras corría feliz desafiando el cuchillo del aire. Jaime imaginó un edicto en aquel postigo cerra­
Ignora la muerte — pensó Jaime, a quien el d o: Por haber intentado rom per sus cadenas, por
recuerdo del accidente volvía a su obsesión— y haberse atrevido a soñar con un árbol de ramas
otras fatalidades del hom bre; entre ellas, el fí­ rectas y escalonadas hasta la cúspide y siem pre
sico: ojos verdes, nariz grande, prepotente, men­ verdes, verdes, se condena a Luisa Cepeda de
tón pobre y cuellito fino, largo, gritón. Ignora Revnal a almorzar a media luz.
los escrúpulos, minuciosa tortura de los sensi­ Desde que tuvo uso de razón había presencia­
bles, com o la que sufro ahora, por haber opues­ do escenas com o esas. ¿H abría nacido en medio
to un silencio terco al gesto de aquel rostro pre­ de una de ellas? H acía poco, en Rama Caída,
destinado. entre los bocinazos de su coche apurando una
“ Ingenuo, confiado, ¡así van a ser las peladas manada, había visto una oveja detenerse y de­
de frente que vas a darte!” , chillaba la voz en la jar caer un bulto en m edio de la calle. Sobre la
áspera garganta. O curría en el com edor. Diges­ tierra se abrían las vetas marmóreas de un l í ­
tivo ideal, se decía Jaime. Y Sixto: “ Ya sé lo quido espeso y sanguinolento. Sacudiéndose, el
que estás pensando, que soy un viejo envenena­ nuevo animalito se había puesto de pie para salir
do. Está bien, ¡pero es m ejor que ser estúpido!” . cojeando detrás de la madre.
Así discutían el rencor con el mutismo, la amar­ ¿M arm óreo, se dijo recién? Sí, fue por eso,
gura con la desilusión. “ Sé de memoria lo que probablemente, que ahora una imagen se plas­
piensas” , insistía uno, y el otro, para sí: Dis­ maba en el camino. Era com o si, en un metro
curso excelente, tonificante. Tanteándose el es­
cuadrado, lloviera plácidamente, borrando el ya
tómago, com o un m édico, envidiaba la libertad desteñido paisaje. A l mismo tiempo, sonaba en
para definir el carácter del enfermo. En un es­ sus oídos la voz masculina y calma que había
tudio sobre la neurosis del egocéntrico había oíd o en el delirio de la fiebre: “ . . .y sobre los
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la gos en q u e se m iran p a la cios rosados con esta­ d e esta ú ltim a el perfu m e q u e p a re cía em anar
tuas” , rep etía . Estatuas, la im agen d e l sueño que d e l c u e r o ? En este ca so, la cortina de llu v ia y
citaba B ru ce, e l d ream -im a ge. A q u ella s fig u ra s la voz q u e h ab la b a de p a la cio s y d e estatuas,
serían d e m á rm ol b la n co , p ero h ab ía bastado la ¿h a b ría tra íd o con sig o el p erfu m e u sado p o r la
pa la b ra m a rm óreo, en la e v o ca ció n d el inusita­ m u jer en la escen a?
d o n acim ien to de un co rd e ro , para sugerirlas en B a jo la esca rch illa q u e le p egaba la ca ra , J a i­
su m em oria . m e vio pasar una bata roja , sacu d ién d ose en el
La visión d e la llu via fu e b orrá n d ose sob re el pescante de una carretela, y en segu ida, una es­
fo n d o gris d e l ca m in o. La v o z y a no se o ía ; só ­ p u ela lu m in osa q u e d isp araba al g a lo p e . La v i­
lo el vien to, co m o un eco insensato. ña se a b ría , in co lo ra y chata, a l trote de P a lo ­
m o. Una sola , una sola , sonaban los vasos. Se r e ­
J a im e no n ecesitó a cortarle la s riendas a P a ­
fe ría n a la pierna saltarina q u e él h ab ía visto
lom in o para detenerlo ante el ran cho d e C lau di-
recién . La com p a ró con e l pa r de pa n torrilla s
110 R ío s . En ese m om ento llega b a d el otro la d o
a firm a d a s a esta m ontura, desd e la cu a l re cib ía
un c u e ip o to r cid o , con la cabeza pajiza y m al
e l sa lu d o d e l c a m p o ; pensó en las ruedas ágiles
tusada. Era la hija d el contratista. C om o el b a ­
q u e a otras horas lo h acían re co rre rlo . Una sola,
y o b loq u ea b a e l puente, la m uchacha a p o y ó su
una sola. P asaba p o r la casa del centenario m a ­
m uleta en tierra y, con la ú nica piern a , saltó so ­
trim on io M oy a n o. A n te el d é b il hum o de la ch i­
b re la a ceq u ia . T ras e l b reve d iá lo g o , d on R io s
m enea, se d ijo que a sí p a ga ría él, en su la rga
señaló con la m a n o cu a d ra d a y contra el cie lo
vejez, los p r iv ile g io s de ese cu erp o q u e ya re­
p á lid o , una n ube “ c o m o una ca b e y e ra ” q u e v e ­
cu peraba su v ig or h abitual Seré co m o ellos, pen ­
n ía d e l sur. V ie n to , sí. H a b ía m en gu a d o el fr ío ,
só, un p o b re fó sil hum ano. P o r eso, en am ora d o
tenía ganas de nevar, d ijo . ¿S ien te la chispita
d e la vid a co m o de una m u jer, ahora d e b o g o ­
q u e está c a y e n d o ? . . .
zarla al m á x im o. R esp iró h on do y , a l g a lo p e ,
D e regreso, J.a In d ia D o rm id a , lejan a y n í­
tragándose los frío s a lfile re s d e l a ire, lle g ó a
tida, se recostaba a la derecha d e l ca m in o. A q u el
la curva que lo lle v a ría a la fin ca . T rasp asan do
gigan tesco p e r fil de la p r e co rd ille r a le traía m e­
el portón a b ierto, P a lo m o pisó la som bra d esh o­
m oria s a J aim e. La frente co m b a , la n ariz ch a­
ja d a d e un ca rolin o.
ta, el p ech o alto y el vientre la rg o de la Chan-
— ¡T rista n isol. . . d a !, — gritó Jaim e.
guita, co m p a ró . T a im a d a , esq u iva , s o lía o fr e ­
cérsele, lu e g o se le negaba. ¿ Q u é se h ab ría h e­ Con un cru jid o de ram as secas, los granda-
d i ó ? A h o ra n o d a ría un pa so p o r ella. neses se a b rieron p a so p o r el a la m b ra d o y una
Q ué cu rio so , la m ontura recién lustrada o lía d o b le espum a ya s a lp ica b a el ca m in o, junto a
a p e rfu m e fra n cés. ¿ E l de F in a, a q u ien aún no las patas d e l b a yo. C u an do el gru p o giraba p o r
h ab ía lo g ra d o d e sa lo ja r de sus su eñ os? Sin em ­ la viñita d e entrada, J a im e ob serv ó el vu elo p a r ­
b a rgo, no record a b a ese deta lle en su aventura d o y a m a rillo d e una pareja de benteveos, qu e
d el tren. C o m o el h e lio tro p o q u e h a b ía p e rcib id o se m etían en los eu ca liptos. R e fu g iá n d ose de la
P a lm ira durante la v isión ajena a ella, ¿v en d ría inm inente n ieve, pen só. En ese m om ento, le l l e ­

46 47
gaba la voz de Le Fiacre desde el tocadismos en
la casa. De pronto supo por qué esa mañana lo
perseguía esa canción. Anoche había soñado con
una victoria que olía a cuero com o esa montu­
ra. Tirada por un solo caballo, del cual él no
veía nada más que las orejas, lo llevaba entre
dos filas de acacios, por una calle de bullicioso
canto rodado. La luna llena volvía sobrenatural
la blancura del encaje que revestía el pescante.

Si, com o Bruce Creighton, pudiéramos desci­


frar los sím bolos, que nos rodean, la vida sería
más simple y, no hay duda, más tediosa, sin la
deliciosa incertidumbre que la com plica, hacién­
donos buscar imposibles. Sabríamos, entre otras
cosas, que lo escrito es imborrable, así esté en
la llama roja o azul de una chimenea, en la or­
la de una cortina o, en ese mismo tul o muselina,
en la profunda arruga que marca una flecha ver­
tical y fatídica; así esté en lo que ilusamente
llamamos aire libre, en la caligrafía de una ra­
ma invernal, o en la nube, puesta en escorzo so­
bre el firmamento y algo desgarrada, que en la
mañana del Viernes Santo asume la form a del
Crucificado.
Sin embargo, pese a su cultura no muy ajena
a esos misterios, la dueña de Los Lagares había
pasado sus días, de la mañana serena a la no­
che sin viento, en una terca lucha contra lo escri­
to entre aauellos muros. ¿C ruel? ¿Salvador? D e­
pende de si, en ese destino miramos la felicidad
o el lento, firm e crecer de un carácter.
Cuando Sixto Reynal llevó a Los Lagares a
su novia de dieciséis años, ella no vio nada es­
pecial en los barrotes de las ventanas, lisas, sin
un anillo siquiera, que luciera la humedad oto­
ñal; nada que disimulara su condición de car­

48 49
celeras. El novio, unos veinte años mayor, vestía hasta los ojos, miraba trabajar a Pereyra, crio­
un traje gris, sobrio, impecable, com o los que llo silencioso, de modales lentos que daban paz.
habían acompañado sus gestos tiernos y sus sus­ — Buenas tardes.
piros, en los discretos apartes bajo el follaje se­ El albañil contestó el saludo. Luisa pensó que
doso y perfumado del verano que acababa de se parecía al padre Pedro, su amigo mercedario
morir. Todo aquel tiempo él supo que Luisa que­ de Mendoza. Siguió mirándolo, mientras alzaba
ría a su primer novio, pero, ¡un santo!, según el gran cristal y, con las manos y el vientre, lo
algunos — un picaro, según otros— insistió en apoyaba en el hueco de la pared. Moreno gran-
consolarla, más que con palabras dulces y con­ dote, con su chambergo negro y su pitillo, Lui­
vencionales, con silencios prudentes, enternece- sa lo vio reflejado en el cristal. Luego ella em­
dores y con ciertas calculadas ausencias. Su co­ pezó a abrir la faja de L’ Ilustration, llegada de
che, suntuoso milord tapizado de azul, con ini­ París con la carta de Bruce. Los restos del pa­
ciales doradas, con blandos y, a la vez, firmes pel caían en el fogón esquinado; una gruesa ta­
elásticos y con caballos fogosos, la recogía a bla de lapacho sostenía la campana de ladrillo
Luisa para llevarla a la retreta de la Alameda, blanqueado. Un santo, ese Pereyra, se dijo, sin­
pero ese día, sentía mucho, él no podía verla. tiendo el calor en las manos. ¿N o le había pedi­
A los pocos meses, el hábil cortejante se con­ do a Jaime, — que ipodía ser su nieto— , que lo tu­
virtió en despótico celador. Guardó en naftalina tea ra ?
los trajes de etiqueta, junto con los modales que Las letras de Madame Luisa Cepeda de Rey-
hacían juego. Y Luisa, que ignoraba el símbolo nal, prolijamente escritas por los franceses, ha­
de las ventanas enrejadas, aceptó su reclusión. bían esquivado el fuego, pero pronto el humo
En esa forma, el signo la dejó del otro lado del que les teñía los bordes fue consumiéndolas.
amor. Excluida, no recluida, dirían en rigor. Junto con el nombre de esta cárcel, observó ella,
Con el tiempo, su hijo Jaime, coleccionista de ^ v o lv ió hacia el resto del lapacho que, a
trastos viejos, multiplicó las rejas. “ Yo, el sol -v tr o Jel suelo, corría cargado de re­
y la luna” , embromaba, viendo doblarse en la íanlo a los vidrios. Una vez más, se sen­
. (ñtíiák, trias pañcrós y sesgados, ios f i e ­ tía prendida como un náufrago de esas maderas.
rros ornados de ¡as nuevas ventanas. La luz, pre­ Habían sido puente de viña. Las quería, com o a
texto de aquellas obras, había entrado del co­ lodo en la finca, aun lo feo, que pronto se trans­
rredor a los almuerzos de Los Lagares. Y , cuan­ formaría. Suspiró con escrúpulos. ¿Sería posi­
do llegara la primavera, visitaría sus tés un sol ble que la muerte, terminante y cruel, abriera
tendido, casi horizontal. Tras él, el patio enorme puertas felices?
v conventual, su séquito de hojas y los guiños La sierra zumbaba en el lejano patio de los
calmos, flá cd o s, del agua en la gran pileta pa­ peones; más cerca, el motor de la luz cargaba
sando el césped. batería. Vlllustration, hoy celeste, estaba fecha­
El día que rejas y cristales quedaron puestos da el veintiuno de junio. París inaugura el
en el comedor, Luisa, enlutada y con un chal verano, decía la carta de Bruce. Describía la

50 51
ciudad atareada y calurosa, bajando toldos y más c e s t beau!, lamentando que sus compatriotas no
toldos anaranjados o verdes, sacando al sol de pudieran verlo. A su vez, Luisa, lectora incan­
los bulevares cientos de mesitas y de sillas y mi­ sable y atenta siempre a las historias de estos
les de sombreros de paja. Luisa los imaginó de extranjeros, se había dicho que tampoco ella ve­
acuerdo a las revistas que recibía. Chatos, con ría las nieblas sobre el Sena, ni los cisnes en
cinta ancha y negra, sobrios, varoniles; o altos, los canales de Brujas, ni mares azules, ni en lo
entubados, coquetos y femeninos. Unos echados alto de la costa sorrentina, una torre medieval.
para atrás, otros encasquetados hasta los ojos, Pero en cambio de todo eso, un niño moribundo,
ambularían por calles y aceras alborotadas y, que por razones ajenas a él parecía 110 tener de­
ya lejos del centro, por el aire calm o y fragante recho a la vida, hoy gozaba de ella.
de la Avenida de las Acacias. ¡A h, esas victorias Triste en invierno, sí, y dramático en verano,
saltarinas!, volaba su imaginación. Según Bru­ pensó ahora. Se refería al invisible zinc del te­
ce, la flo r de esos árboles caía en la funda blan­ cho, viniéndose abajo a golpes y a un sinfín de
ca de la capota recogida y de las orejas, enfun­ bolitas de naftalina, que saltaban moteando el
dadas también, del caballito trotador. (Com o húmedo césped del patio. Según crecían de ta­
tantas imágenes que inconscientemente buscaba, maño y de cantidad — con la furia en las nubes,
ésta la llevó a una calle empedrada del pasado en los árboles y en los techos— los niños del
y a otra victoria, cuya capota levantada iba, en sombrío Gullner jugaban con ellas, lloraban a
cada salto, sacándole tajadas a la luna.) gritos o se unían a la corrida de faldas, detrás
Luisa desenrolló varias veces L’Illustration. de Santa Bárbara en marco negro, y de dos ve­
que volvía a su forma inicial. Después se sentó las nuevas, inclinando sus Mamitas en el aire a l­
ante la mesa de juego. Tenía tiempo para alisar borotado. Imitaban esta actitud las orejas ga­
esas páginas, leerlas, releerlas y, sin alzar la chas de los grandaneses.
vista, preguntar a una sombra que solía pasar A lgo inexplicable le hizo volverse hacia el pa­
por el corredor, si quedaba bastante leña al re­ tio. Copos blancos y sesgados caían silenciosa­
paro; tiempo para coser, hacer solitarios o d ic­ mente, com o sobre el fondo quieto de un decora­
tar un menú a otra som'bra que a su vez asentiría do desteñido. Tenía razón Jaime, esa mañana,
muda, de este lado de la mampara. La discre­ cuando anunció que nevaría.
ción de esta gente no tiene precio, pensaba, go­ — Con esta delicadeza nos invadirán los mar­
zando de su propio silencio y de la tarde perfecta­ cianos — dijo él, entrando del corredor a la
mente ordenada. ¿Com o q u é?. . . Como una v a ­ mampara, que se enfrió en el acto— . Según d i­
lija. dijo un eco antiguo en la lluvia. cen, son puros, no pecaron com o los hombres de
Enseguida, com o suele ocurrirles a los sensi­ este planeta.
bles. otro eco y actual, el de la voz de Roger de — ¿N o pecaron? — -Luisa apoyó la frente en
Greville, se unió al anterior. Hacía poco, es­ el vidrio y cambió de tema: — Hace años, aquí
tático ante ese patio invernal y gris, había excla­ en San R afael, vi caer nieve sobre el velo de un:;
m ado: Mojí Dieu, r.omme c e s t triste, c.omme novia que venía de fotografiarse.

52 53
Jaime salió a los pocos minutos; otro chiflón del corredor ,y la fijó en un rincón obscuro, nido
helado recorrió el cuerpo sensible de su madre, de gorriones o de murciélagos.
haciéndola refugiarse en el sillón de mimbre, Poco después se volvió hacia afuera. Contra
frente al fogón. Gesto que soltó la almohadilla el borde de la pileta vacía y de los corredores,
del respaldo; más tarde la acom odaría, el día la nieve dibujaba límites, a la vez que borraba
se prestaba a minucias caseras. Y de la concien­ el lom o gris de Isolda, que volvía sola, pesada y
cia, pensó, impresionada por la supuesta pureza cabizbaja. Vagando el otro con este tiempo, pen­
de los marcianos. só Luisa. Y recordó el primer Tristán, malhu­
Mirando las llamas, se dijo que había vivido morado y negro, que no quería a nadie más que
años entre ese fuego, imagen de purgatorio o de a ella. Si fuera él, iría a buscarlo a la viña, co­
infierno — que quema y quema la carne sin con­ mo antes y , con la boca nevada, gritaría a gusto
sumirla jamás, según un confesor cuya cara su nombre cargado de mitos y de mentiras.
nunca quiso ver— , y, hacía mucho tiempo, el “ ¡Tristá. . .án! ¡Tristá. . .á n !”
reiterado sine qua non de la absolución del pa­ El eco del salmo redentor había enmudecido.
dre Lorenzo. ¡Destruir enseguida hasta la última Luisa sólo oía su falsa voz del pasado. “ ¿Cóm o
tarjeta! “ Padre, son tan preciosas y él se las se me ocurrió llamarlos así, dices? Por aquel
manda a Jaimecito desde Europa, com o de par­ grabado que había en el cuarto de abuela Blan-
te de una amiga, ¿com prende? Nada más puro, ohe. . . Tienes razón, Sixto, nunca fu ’ ste a la fin­
más inocente” . “ ¡Destruirlas, digo, porque ade­ ca de Lulunta” .
más encierran esa mentira, y la mentira es del Un silbido y el acompasado tranco de unas
dem onio!” La rejilla detl confesionario despedía botas volvían ahora por la sala.
humo. De regreso a Mendoza, aquella vez, su — M ira, Jaime — dijo ella— , Citroen berlina
niño se había enfermado gravemente, y para sal­ para siete personas. Nos vendría bien. Con el
varlo, ella hizo la promesa de recluirse en Los tiempo, la llenarían tus hijos.
Lagares para siempre. Jaime tomó V 1llustration y fue leyendo:
¿En qué pensaba recién ?. . . Ah, sí, que ha­ — En la Exposición de S evilla. . . Puerta del
bía vivido entre un fuego cruel, inquisidor, y, Palacio de la República Argentina, de Martín
para alcanzar el perdón divino, había sufrido N oel. . . Mussolini en la ratificación de Letrán.
los más duros sacrificios. La lluvia blanca que (Un tirano, exacto a Leverati). Divertidos, los
caía del otro lado de los vidrios le trajo a la guardias suizos. . . Mira, las erupciones del V e­
mente unas palabras de su abuela Blanc'he La­ subio coincidieron con nuestro sismo.
tourelle, protestante que recitaba salmos: M e la­ Luego habló de los Creighton, a quienes ilia a
varás y quedaré más blanco que la nieve. Luego, visitar y de las escafandras que Bruce traería
lentamente, Luisa desenrolló el suplemento lite­ de Londres para bucear, las noches claras, en la
rario de L ’ Illustration. Una casualidad, esta vez laguna de Yancanello. El próximo verano, am­
era teatro, con Tristán e Isolda. Entonces, a tra­ bos emprenderían esa aventura. Y , pensando en
vés del vidrio, alzó la vista a las vigas inclinadas voz alta, comentó que sus amigos se habían

54 55
emancipado de las nieblas. L o mismo haría él
con esta tierra soleada. De tanto en tanto, antes
de asfixiarse, se desprendería de su abrazo ma­
ternal para gozar el encanto de otras latitudes y
suelos, de otros aires y temperaturas.
Besó a Luisa en la frente y se fue. Esta vez
ella no sintió el fr ío que entró de afuera. En la
mampara había quedado la imagen, y aún la
sensación física, de un jardín caluroso, lleno de
color. Entre sauces y parrales criollos, surgían
grandes flores rojas com o llam aradas; otras, Era el primer dom ingo de Pascua. Con el
multicolores y diminutas com o mosaicos vene­ gran cirio encendido junto al altar mayor, las
cianos, orillaban caminos y canteros. Semillas palabras del Señor a Tomás vibraban en el aire:
de P icadilly con riego de los Andes. Simpáticos, Felices los que creen sin ver.
los Creighton. Trató de recordar el soneto que En Los Lagares, las hojas que empezaban a
Bruce solía recitar, pero era un idioma im posi­ caer con las brisas otoñales se revestían de co lo ­
ble. Cuánto más fácil y seguro, en estos peligro­ res distintos. Algunas, de dorado, com o los siete
sos y desconcertantes cuarenta y tres años, cuán­ sellos del Evangelista de Palmos, invocado
to más sedante era leer, ante las largas lenguas aquel dom ingo. Los pájaros ya emigraban pero,
blancas que lamían el vid rio: L e ministre de en el patio, se veían los zorzales y sus tres salti-
Trance, M r. Rais, rem et le grand cordon de la tos y otros tres, y otros tres, persiguiéndose en
lesión d'honneur au general Machado, el césped lleno de hojas y hurgando las hierbas
mínimas con sus largos picos. Faltaba un tiempo
aún para que buscaran los gusanos de humedad,
entre las baldosas de la vereda. Era el caviar de
esos refinados.
El camino del Diamante era pesado y todo
zarzas. Montículos de arena, creados por espo­
rádicas limpiezas de la acequia, se turnaban pa­
ra sacudir el Chevrolet. El polvo que filtraba la
vieja carrocería acentuaba la ronquera de Lui­
sa. Se había sacado un guante para protegerse
la garganta y entre uno y otra, pronunciaba un
sofocado y enérgico discurso destinado al padre
de Viviana: “ Leverati, usted es un hombre de
bien” .
Estaba igual a Bruce, cuando recitaba teatval-

56 57
mente: “ Y Bruto es un hombre honorable” . Hoy iban a marearla a Luisa. ¡Qué esperanza!, le en­
pasaba por R ío. ¡qué cerca lo sentía ya! Luisa cantaban los niños.
siguió con los labios activos, pero nadie, ni Re­ — ¿Cuáles son los empachados? No tienen
gino en el volante, hubiera podido oírlos. Tam ­ que abusar de estos caramelos.
poco cuando, azuzada por la metralla que gol­ Enseguida los vio volar para el otro lado del
peaba el coche, amenazó: “ ¡A lgún día, Leverati, rancho, con el paquete que les había dado. D o­
usted tendrá que darle cuenta a D ios!” . Antes ña Carmela se interesaba por su salud. Bien,
de doblar para el río, el sacudido viaje llegó a bien, gracias a Dios. Imposible decirle que el
su térm ino; así el discurso que, de la amenaza doctor Zanin no lograba curarle la afon ía ; se­
divina y terrible com o un rayo en el cielo del ría darle alas a esas curanderas. ¿Y el niño
antiguo testamento, había vuelto a lisonjas hu­ Jaim ecito? Espléndido, gracias al doctor Zanin,
millantes. recalcó Luisa.
La ventanilla del coche, velada por el polvo Llegaba el momento de actuar. La madre de
del camino, encuadraba una pared de adobe y Viviana, muda en los momentos malos, se fue
algunos esqueléticos frutales. Calzándose el adentro, con su larga cara de Virgen de palo y
guante, Luisa bajó y, consciente de su don social, el hacendoso delantal en las manos, a asistir al
sonrió a las calas junto al volcado portoncito de nieto que lloraba a gritos. Lento para nacer, pe­
palos y alambres y a los chocos feroces que la ro qué pulmones, pensó Luisa y, mirando frente
atacaron, dio la mano a los dedos tiesos del ma­ a ella la camiseta roja y ventruda v el rostro
trimonio y la cara al sol del corredor, donde se agrietado y rubicundo com o una careta, dudó
sentó junto a unos geranios en lata. de la com paración de Jaime. En todo caso, es­
— ¿Cóm o hace, doña Carmela, para tener flo ­ taba segura de sentirse más a gusto con el Duse
res en esta época? — preguntó dulcemente, y que con ese ebrio.
Detrás de él, en el paisaje va cío, invprnal, se
agregó:— ¿La fam ilia bien?
desteñían al sol la escuálida viñita y los perales
Doña Carmela era fértil y además maternal.
héticos. La savia abandona más cruelmente las
A los cuarenta y dos años, tenía nueve hijos, dos
fincas pobres, se dijo, enternecida, pero reaccio­
hijastros, otro adoptivo y cinco nietos. El último
nó. Había que empezar el ataque — cosa que de­
parto de la Myriam , dijo, había sido largo y
testaba— ; lo hizo con voz amable, ronca pero
doloroso. La pobrecita — linda siempre, sí, con­
firm e y, sin querer, apropiándose de la célebre
testó a Luisa— aún estaba en cama. A este mal
frase.
rato sumó la pulmonía doble de la Gumersinda,
— Leverati, usted es un hombre honorable.
tan flaca, y los empachos de los chiquitínes del
Además — llevó a la frente la mano enguanta­
Pelado, el mayor de sus hijos. Una médica de
da— , es inteligente. Lo ¡prueba la sana y larga
Salto de las Rosas los había curado de palabra. fam ilia que ha criado, la finquita floreciente.
Sonrió, aliviada y, com o en torno a ella gira­ Tierna, comprensiva, sentimental, prudente,
ban todos, sanos o convalescientes, les dijo que explicó su visita. Poco después, ante el evidente
58 59
fracaso de sus razones y el sentido negativo de grado ese consentim iento, qué m aravilla! R esp i­
las que recib ía , recu rrió a las amenazas. raba h ondo, pese a las calas que le abarrotaban
— O igam e, Leverati, lo que v o y a decirle. El el pecho. P ara la V irg en , b a b ía susurrado doña
m atrim onio por interés es anticristiano. Separar Carm ela, a gradecida. Serían sus prim eras f l o ­
novios inocentes, un crim en y , no digo, com er­ res, le ex p licó Luisa, aún no estaba bendita. L os
cia r con las hijas. T a rd e o tem prano, se pagan invitaría a la prim era misa en el patio, tenían
esos pecad os. Usted cree que basta dorm ir en que ir todos, incluso el niñito. ¿C óm o se llam a­
una alm ohada blanca, pero no es así, señor, está b a ? ¿D on a to? Ah, y doña Carm ela tenía que
eq u ivoca do, ¡h ay que tener la con cien cia lim p ia ! darle la receta del d u lce de tuna, que le b a b ía
B a jo el paso de cientos o de las mismas g a lli­ m andado el otro d ía . R iq u ísim o, una d elicia , un
nas, m onogram as en triángulo iban sellando manjar. Casi le ipidió la dirección de la curan­
aquel serm ón en la tierra lisa. A h ora el hom bre dera.
estaba m udo, ausente, en a parien cia, insensible. E l relato de esa em bajada divirtió al grupito
P o r fin, tras d e so ír veinte alusiones a la con d e­ de los dom ingos. Sobretodo lo de “ un hom bre
na eterna, fijó en Luisa la m irada turbia — in­ h on orable” . C laro, reían, Luisa lo había lla m a ­
teligente, un cab a llero, le había dicho, qué bar­
do Bruto a Leverati y él había ced id o.
b aridad— y despegó los labios. Pero ella estaba
— Lo que se representaba en ese rancho no
lista.
era Julio César — d ijo Jaim e pensativo— sino
— Y a sé lo que va a decirm e. L o sé de m em o­
R om eo y Julieta.
ria. Q ue lo hace por su b ija , que a usted no le
Tres días después, duraba el eco de las risas.
va ni una raja de fó sfo ro s.
Las calas, si bien con labios am arillos y ca íd os,
A p oy a n d o los brazos m ochos v las manazas
llenaban aún el nicho de la V irgen, cuando L u i­
sobre el vientre, Leverati recog ió la alusión. Fue
sa recib ió al Cham o en el nuevo asiento que r o ­
breve. B albuceando, se quejó de las magras en­
deaba el ú ltim o tronco d el patio.
tradas de su finca, de contratiem pos v del tiem­
— La V ivian a co n los abuelos en M alvinas
po en sí, m aledetto aquel verano.
— M a d aró la V iviana a q u el m ocito. — d ijo él— , m i ch oco muerto de un tiro.
L os pasos de una bataraza sellaron el pacto. R ecién afeitado y con tajos en las m ejillas,
El com prom iso había d eja do en el aire un vaho tieso, redondito, vestía el traje y la corbata azu­
a lcoh ólico, resto de los regalos — que se e clip ­ c e s , regalos de Luisa para su casam iento. ¿R en u n ­
saron y a — del candidato alm acenero. V iciosos, cia definitiva a ese proyecto o afán de en n oble­
los hom bres, m editó Luisa, las m ujeres som os cer por unas horas su person alidad h um illada?
otra cosa. Luisa evocó la p u lp e r ía de M alvinas, la acera
Las apariencias la condenaban cuando volvía alta de un m elro, el palenque y las ancas overas
al coch e, haciendo eses entre las fau ces de los o zainas, entibiándose al sol. Adentro, entre el
perros. T a l vez defen diera más las m edias que m ostrador y la estantería con botellas sobre la
los to b illo s; o bailara de felicid a d . ¡H a b er l o ­ pared, recon oció el óvalo pá lid o y fin o de sus

60 61
propios quince años, en la carita triste, carita avanzando hacia el altar. Esa sería Viviana,
de luna obscura, de Viviana Leverati. aquella noche.
Incómoda, nerviosa, cambiando de postura en Para evitar el disgusto y el escándalo del úni­
el banco de material, escuchó los detalles de la co recurso posible, la venia del juez, había re­
traición. Dura la vida de esa niña — y también nunciado a luchar contra el asedio del bodeguero
ese banco— , se decía, tratando a la vez de ani­ y los golpes del padre.
mar al Chamo. Pero si quedaba mucho aún por — ¿Y a se despertó el niño Jaime?
hacer, ¡m ucho! En el último caso, verlo al juez — En este momento llama, señora.
de menores. Ella misma Jo acompañaría, o Jai­ — Hoy es su cumpleaños — dijo Luisa y, pen­
me, o el señor cura, o el doctor Zanin. sativa:— En nuestra casa de Mendoza, en la ca­
El infeliz escuchaba dando vueltas al sombre­ lle R ioja, di negro Charol, que en paz descanse,
ro en las manos. Cuando al rato, empezó a des­ nos llevaba en nuestro día un tazón de chocola­
pedirse, Luisa dejó el asiento con gusto. te en bandeja de plata.
— Ha quedado lindo — comentó él, mirándolo. Marlene se retiró y Luisa se quedó recordan­
— L o llenaré de plantas — d ijo ella resuelta. do a aquel gran señor, Germán Cepeda, cuando,
Y ya que lo veía interesado en las cosas de la en una elegante robe de chambre, saboreaba el
finca, le preguntó: “ ¿Q u é nombres les pondrías invariable rito y decía: “ ¡Qué viejo me estoy p o ­
a las yeguas mellizas que atarán al break?” niendo, Dios m ío, qué viejo, pero qué linda es
— Son tan parecidas, que ver l’ una es ver la vid a !” . Pobre papá, pensó, v mientras se ser­
l’ otra. Creo que se podrían llam ar así, pué. vía el desayuno, siguió el hilo de sus pensamien­
— ¿Cóm o, así? tos. Los días de recibo o los de lluvia — es decir,
— Verfuna y Verlotra. los días bulliciosos, llenos de visitas, o aquellos
íntimos, mirando llover silenciosamente, en el
jardín, detrás de los vidrios— también Charol
Un mes después, desperezándose en la luz ma­ salía a relucir, obscuro y alegre, con su ch oco­
tinal que invadía el dormitorio, Luisa m iró las late. Juntos y parecidos, eran indispensables en
porcelanas francesas, bajo el espejo bordeado de acontecimientos tan opuestos. ¡Los años que ella
fotografías y la repisa con el San Antonio, todo no veía esa casa y la de mamá Tránsito! Con
batistas y puntillas almidonadas, todo frescura aquella araña de velas que, prendidas, doraban
y liviandad. Esbelto, pálido, desdecía las cari­ más aún los oros de la sala, incluso los querubi­
caturas de cuando llenaba y de paso bendecía nes sobre el gran espejo. Según tío Ianació, es­
las callejas de Padua con su volumen inmenso taba todo intacto, \hora él, tan cuidadoso, vivía
y obispal. solo en aquel caserón.
Marlene entró con el desayuno. Mientras se Marlene entró en el cuarto de Jaime con el
acercaba, guardando equilibrio con la bandeja, desayuno. Se conocían desde chicos y se tutea­
Luisa imaginó otra tiara de trenza obscura y ban.
otra mirada baja, cuidando el paso tím ido y — Que los cumplas muy felices.

62 63
— Y tú que llegues a los ciento catorce, com o
fuera bastante, el aceite se había diluido total­
tu bisabuelo Moyano.
mente. Marlene se santiguó, las otras la imita­
Distraído del precioso año de juventud que
ron y la figurita de yeso tambaleó en lo alto de
inauguraban sus bostezos, Jaime fue viendo len­
su torre.
tamente y a contraluz, la espalda de M arlene:
El día fue pasando, sereno, indiferente a los
los tiradores cruzados, la tiara de trenzas y las
malos augurios de Gullner contra el próxim o
caderas firmes. Tras enroscar la estera, la mu­
asado. Sería una noche linda, porfiaba Jaime,
chacha de nombre cinem atoeráfico y hábitos su­
estrellada, apenas fresca, ideal para trasnochar
persticiosos, sujetó el hilo en el marco de ma­
hasta las mil.
dera, en la que clavaba tijeras para ahuyentar
A l anochecer, se acercó al fuego que chispo­
m aleficios y desapareció. Fue com o si la hubie­
rroteaba bajo los olmos, frente a la administra­
ra tragado la luz que llenó la habitación. Jaime
ción y obedecía a los saltos del flaco Regino,
adm iró los malvones en la reja y, vaya uno a
hermano del Chamo. Hecha la brasa, Jaime le
saber por qué, después de tantos días, se figuró,
ayudó a colgar la res.
detrás, la imagen de Fina Díaz. No pensó que
— ¿Le has puesto bastante zalmuera?
pronto pertenecería a otro. Sólo gozó de verla
— Sí, patrón.
moverse ahí, libremente, vital y perenne com o
Jaime observaba las estrellas que iban salien­
esas mariposas de vuelos circulares.
do sobre la cornisa rosada de las casas; luego
Nadie de la finca iría a la fiesta de V iviana;
bajó la vista hacia la grasa que reventaba y caía
no querían celebrar ese crimen, ni saludar al
al fuego. Una llamarada cobriza lamió las patas
dueño de casa. Pero aquella mañana la gran co­
traseras del chivato.
cina de Los Lagares estaba llena del aconteci­
— ¡R áp id o!, ordenó, apuntando a la ceniza,
miento. Se secreteaba que las empanadas y el
para que Regino la echara encima. No acertan­
locro los pondrían los Leverati, los embutidos,
do el muchacho a obedecer, él intervino.
los sandwiches y el vino, el novio, la torta, cla­
— Chambón — rió.
ro, los Reynal. Lo hacían por ella, pobrecita.
El asado se hacía ahora sobre el rescoldo, si­
Cuando estuvo lista, doña R osario, la cocinera,
lencioso com o el corredor de los ausentes G ull­
puso una parejita de novios en el último piso de
ner. Sólo se oía, en los olmos, un alboroto de
la torre blanca. Mientras Marlene preparaba la
alas y de picos que comentarían las novedades
bandeja para Jaime, le susurró que ayer su pri­
del día. Entonces, Jaime preguntó por el casa­
ma Viviana había roto un espejo y, que con el
miento de Viviana. ¿Qué se sabia? 4ntes de oír
trajín — no era para menos— nadie se había
una sola palabra, lo vio todo entre las llamas.
acordado de arroiar un trocito a la acequia, pa­
En la antecocina, la lechuga verdeaba, crespa
ra alejar el m aleficio. Además, estaba “ ojeada” .
y húmeda, junto a tomates y remolachas; sobre
Ambas lo habían com probado, hacía días, ante
el mármol, el cuchillo sonaba picando perejil.
tres gotas de aceite en una copa de agua, que se
Pese a la orden de Luisa de no cargar los bor­
juntaron formando una sola. Luego com o si no
des, las fuentes rebasaban. Minucia que Jaime
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inadvirtió cuando se sirvió un whisky. A l llegar su madre. Visitando a un enferm o o a un desdi­
los invitados, fue a saludarlos al patio. Su ma­ chado, invariablemente había o íd o que les pre­
dre terminaba de disponer unos asientos en el guntaban si estaban cóm odos, si no querían un
corredor y, con las servilletas de papel en la ma­ alm ohadón. Ellos sonreían, no necesitaban nada.
no, salía sencillamente, com o aquellas que aho­ T am poco él ahora. Sólo los rumores del cam po,
ra llenaban la hondura infinita. el buen m otor de la luz, esa chimenea con som ­
Después de com er, las voces de la rueda se brero dhino y esos astros de dudosa identidad.
entremezclaban: ¿V a s a em parejar el terreno? Sonreía lánguidamente, com o aquellos infelices
¡Q ué disparate! ¡Y ! aunque sea para echarle cuya sola postura sería la del dolor. Súbitamen­
tom ate. . . Y o me he gastado m il pesos en el te, viendo caer una estrella en el va cío, la llam ó
puente, pero por el lado del zanjón puede costar suicida.
tres m il. . . ¿En qué va a llegar al cam po, en La madre, distraída de los temas astrales, ta­
h elicóptero?. . . En R ío Negro hay negocio. Uno rareaba antiguos valses franceses. Tristes, se d i­
de estos días me voy y me hago m illonario. jo Jaime, pese a la b elle ép oqu e, y luto, las me­
Alguien com entó el casamiento de Viviana. dias negras del can-can. Com o estaba refrescan­
¿ Y qué hacía el Cham o? D e esas preguntas que do, tom ó su vieja chalina y se la apretó al cuer­
hace la gente, ¿qué puede hacer un infeliz en ese po, decidiendo que algún día se la pondrían de
trance? Jaime se refugió en la atmósfera calma mortaja. Después, cuando alguien la ponderó,
y bienhechora del patio. Lamentó, para sí que Luisa se interrumpió para decir que no recorda­
Bruce no pudiera ver esa chaise-longue ladeada ba de quién había sido. De algún muerto, pen­
só él.
en el firmamento. Era igual a la que, en sus vi­
D espidieron afuera a los amigos. Los coches
siones, recibía aquellos llantos de mujeres. Los
se iban perdiendo detrás de los eucaliptos; la
botones del respaldo eran, por supuesto, es­
viñita dorm ía bajo otras galaxias. En ellas, ¿m i­
trellas.
llones y m illones de seres m orían cada minuto?
De las pocas metáforas luminosas que se le Con esta apocalíptica imagen dramatizando la
ocurrieron esa noche. noche, Jaime se volvió a la casa, apoyado en el
Pronto, los invitados, calm os y echados para hombro materno. Muleta ideal, embromó.
atrás, murmuraban: “ N o se mueve una h o ja ", o Pronto, deprim ido, evocó las que saltaban ace­
“ no dan ganas de irse” . Y no se iban, se queda­ quias y cerró el portón.
ban ahí entre bostezos, discutiendo el cielo. “ No, Se despidió de Luisa previniéndole que iría
¡qué va a ser ésa la Cruz del S u r!” , negaba la en una escapada, a buscar cigarrillos al alma­
dueña de una melena á la gargonne. cén. Cuando quiso poner el motor en marcha, se
Tendido en el césped, Jaime deseó, para la le negó una y otra vez, mientras en el parabrisas
continuidad de esas ruedas nocturnas, persona­ aparecía la escena que, hacía pocas horas, ha­
jes com o esos, con sus propios datos astrológicos bía visto en las llamas del asado, ante los ojos
y, com o apoyo para su cabeza, estas rodillas de esquivos de Regino. Ahora le volvían sus pala­

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de noche” , Jaime vio aquella carita tan fam iliar
bras: “ El Tata no quiere que la señora Luisa lo en Los Lagares, humilde y sonriente aún en la
sepa esta noche” . Contó que Viviana se había muerte. Una sábana cubría su cuerpo herido.
matado ahí no más, mientras todos com ían y be­ Jaime saludó a doña Carmela y tuvo deseos de
bían. “ Se jué pal fondo y se pegó un tiro. Maña­ reprocharle que no hubiera empleado, contra ese
na yega del campo el Chamo. El Tala dice que mal padre, la fuerza con que ella se opuso a que
uslé tendrá que decirle, patrón. El no se anima” . la pobrecita se cortara las trenzas. Sería su des­
El motor arrancó y Jaime recordó una esce­
tino estarse ahí ahora los ojos cerrados y, sobre
na. muy distinta, de dos recién casados que ha­
su palidez de morena, esa tiara negra ya sin
bía visto almorzando en un restaurant de M en­
brillo y sin sil condición de ágil veleta que rum­
doza. Indiferentes o peleados — qué urgencia de
bea la felicidad.
matar el amor— , sólo delataban su reciente con­
En cuanto a Leverati, aparentó no verlo del
dición matrimonial la ropa flamante y el oro pu­
lido de sus alianzas. Ante el collarcito de perlas otro lado del catre. Estaba hecho una uva. Se
sobre la piel blanca de la muchacha y los boca­ sacaba y voívía a ponerse un clavel rojo en la
dos económicos e infinitos que rozaban esos la­ solapa del saco; preguntaba y volvía a pregun­
bios mudos, Jaime se había preguntado: ¿Dónde tar aquello que ya nadie le oiría : ¿Cóm o apren­
irá a parar tanta finura y prudencia? ¿Q ué que­ dió ella a cargar el arma? ¿M a commo, p er Ba­
dará de esa escenografía de luna de m iel? En co ? De tanto en tanto, se acordaba de la M adon­
cambio, pensó ahora, el Cliamo y Viviana, hu­ na. Entonces, sacando de un bolsillo un gran pa­
mildes enamorados, habrían sabido cantar su ñuelo, se sonaba la nariz o se refregaba los ojos
amor toda la vida. enrojecidos. Jaime salió al corredor. ¿Y el no­
Cuando entró en el rancho de Leverati vio, v io?, preguntó. A l desdichado se lo habían lle­
bajo el alero del corredor, la larga y enmante- vado medio loco. A lgo en la mezquina actitud
lada mesa sobre caballetes, ya casi vacía y con de tomar la novia ajena — ignoraba lo cerca que
velas derretidas en el cuello de las botellas; ob ­ tenía otro ejem plo— hizo que no lo com pade­
servó, en tom o, el secreteo chismoso y algún ciera.
abrazo condolido. Desde los cuartos obscuros, lo Una hora después estaba en cama. La trému­
sorprendieron los gritos de una histérica, en ple­ la llama de la vela hacía crecer los muebles de]
no ataque. Quedaba poca gente. Los hombres fu ­ cuarto. De la cóm oda venía la dulzona y sensual
maban entre monosílabos. Dos muchachas, una
fragancia de los junquillos, traídos ayer por V i­
vestida de raso rojo, otra de percal floreado, se
viana. Lo estaba ahogando.
contoneaban de acá para allá sirviendo café. Uno de los teoremas que Bruce y él solían in­
Jaime entró en el cuarto iluminado. En el
ventar era: ¿P or qué las lámparas reflejadas en
centro, sobre un catre, yacía Viviana. A su lado,
los espejos 110 dan doble luz? Respuesta: Porque
en una silla baja y desvencijada, doña Carmela
tienen que iluminar el otro cuarto imaginario.
velaba, con su mutismo de los momentos malos
Sí — pensó, levantándose para sacar las flores al
y los ojos entornados. Bajo la fuerte luz del “ sol
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pasillo— , pero esle perfume sofocante, pegado
al cristal, rebota en él y vuelve enardecido.
Alternando su obsesión de la tragedia, sufría
el escrúpulo de sus múltiples dones, torpemente
simbolizados por las chucherías que los amigos
le habían traído y que ahora se destacaban so­ LA TORRE DE BABEL
bre la cómoda.
Porque era un sensible (110 un marica, como
decía la que hubo de ser sil suegra), porque
sentía el dolor ajeno hasta llegar algunas noches
a soñar con operaciones quirúrgicas, tristes ca­
sos como el de la amputación de una pierna a un
n'ño, tardó en dormirse.
Justo antes, en la semi lucidez de su concien­
cia, alcanzó a ver un accidente de automóvil y
la muerte, no había duda, del que manejaba. Era
el Negro Hurlado.
A l otro día se confirmó la noticia que él ha­
bía creído una (pesadilla. Y pronto, aunque dolo­
rosamente impresionado — como el agua de la
acequia que corre, ilusoria y afanosa, debajo de
la escarcha— no pudo dejar de pensar en la po­
sible y luminosa verdad de aquella playa fran­
cesa, o tal vez belga, en cuyas arenas doradas
se grababan los nombres: Jaime Fina.

70
La nieve había pod a d o severamente los á rb o­
les d el patio. Esto o b lig ó a Jaim e R evnal a lle ­
nar un cla ro frente a la m am para del corred or,
transportando, junto a los otros, un olm o bas­
tante crecid o. Un crim en arriesgarlo, se d ijo , an­
te el enorm e pan de raíces que los peones d e p o ­
sitaron en el pozo. Y a cu b ierto, en la tierra aún
blanda, paró a J-nciano y, con la kodak, lo en­
fo có , ceñudo y p á lid o. El tronco se a fin ó en
contraste con los viejos, entonces, uno de éstos
fue el elegid o. E l lente de la cámara encuadró
la corteza ancha y estriada, el poncho, la b om ­
bacha criolla , las botitas tiesas y la descon fian ­
za del ch iq u ilín .
En la prim avera, aquella planta brotó con las
otras en L os Lagares, incluso con tres nuevos
álam os, detrás del rincón de la tapia. Pasados
algunos años, la gente, por lo general ajena a
m isterios teologales y sus sím b olos, exclam aría
ante esa sola y alta masa verd e o d ora d a : ¡Q u é
lin d o el á la m o!
A h ora Jaim e y Fina, su m ujer, recién lleg a ­
t dos de una gira por el N orte y m unidos de ideas
que solían afirm a r las propias, las realizaban
con prudencia. A brazados, con fu n d ien d o fa c c io ­
nes y manos parecidas, insensibles a cam bios de
tem peratura, se estaban afuera las horas propo-

73
niendo aciertos y dudas. ¿Blanca, toda la casa,
o con molduras y pilares de un rosado obscuro? ubicados sobre los postes del telégrafo en el Di-
Los cactus, a lo largo de la tapia, inclinaban las visadero de las Águilas, en el camino a M endo­
cabezas meditativas y longuiform es. Como era za, habrán visto pasar un camión cargado de re­
noviembre, sus higos florecían. jas. Sus puntas de lanza se deslizaban por los
A todos esos planes se habría opuesto Sixto campos abiertos. En el holgado pescante, iban
Reynal. “ Que Dios lo tenga en la gloria” , repe­ los Cepeda. Él contaba aquellas aves de rapiña
tía Fina, ahora. Y , laboriosamente, le descubría o silbaba óperas, para no dorm irse; ella, boste­
virtudes al suegro. Jaime asentía. Sí, era gene­ zando, preguntaba la hora o leía, a la luz de los
roso a su modo, ¿acaso, cuando ellos se casa­ faros, el nombre de los zanjones, que cruzaban
ron, no consintió que se construyera una pileta? el largo páramo. Es decir, sin saberlo, contaban
“ Bien grande, ya que se hace, pu é. . . ” las formas voraces o los minutos estáticos de la
Ambos se quedaban en paz mirando el cielo, felicidad. Repetían nombres horribles, com o La
com o si Sixto les sonriera desde las nubes que, Hedionda o El agua del Chancho, que no eran si­
a su modo y constantemente, hacían y anulaban no parte de sus vidas privilegiadas. Eso sí, ad­
proyectos m itológicos. Muchos Neptunos, uno quiridas con el precio que pagó otro. Pero tra­
por cada mar de aquellos espacios sin fin y M i­ taban de no acordarse del Negro Hurtado. M iles
nervas y Pallas Ateneas y sus cientos de cascos de cuerpos, de nombres y de minutos favorecían
guerreros, luciendo al sol, más desfiles de ani­ el olvido. Como los motivos de las nuevas ma­
males fabulosos, leones alados, gárgolas y dra­ tras que venían en el camión. Cuando Fina deió
gones, cuyas formas blancas se estiraban amena­ de bostezar, entró en su sueño una sucesión de
zantes hasta diluirse en el alto azul. Si bien fan­ rombos y de zigzags de colores insólitos. La ha­
tasiosos, los Cepeda eran más económicos. “ V a­ bían distraído del anticuo temor de que Jaime,
le la pena el gasto, porque es para toda la vida” , com o el Negro, se quedara dorm ido manejando.
calculaban. Y la vida era muy larga. Y la que se durmió fue ella.
Una tarde, Pereyra, el hombre del chamber­ La estridente radio de Gullner, el administra­
go negro y su ayudante el Rubio dieron fin al dor alemán, la despertó cuando llegaron a Los
nicho para la Virgen. Los gatos lo inauguraron. Lagares. Tras el efusivo recibimiento de los
Sus lomos ágiles y ondulantes suavizaron fugaz­ grandaneses, Fina entrevio en la media luz al ca­
mente la nitidez de la arqueada cornisa, que pataz de la finca, que descargaba bultos. Pobre
pedía una enredadera; luego bajaron rozando muchacho, ya no deberían llam arlo el Chamo,
las imágenes de la Virgen y el Niño. Eran anti­
sino el Triste. Caviló sobre el capricho del desti­
guas y españolas, color almendra. Y sus túnicas,
no, que hacía coincidir sus vidas. Am bos habían
barrocas, con pliegues, buches y, según decían,
milagros. Todo dependía de la fe con que se nacido el mismo día y los mayores de nueve her­
tocaran. manos. P or otra parte, la noche que la novia de
Pasaron unos días. Una noche, los aguiluchos él se casó con otro, para suicidarse enseguida, el

74 75
n o v io de Fina m u rió en un accid en te d e auto­
m entó y del B a ld e ; después, com o reconstituyen­
m óvil.
te, los plan es con tra d ictorios de G ullner. P o d ría
A las dos horas, había o lv id a d o aq u ella s c a ­
en fren tarlos ya, p ero p r e fe ría m ira r los ded os
v ila cion es y a b rió e l bulto d e las m atras, negán­
qu e h ab ía sentido allí a fu era y q u e ahora sacu ­
d o le una a P a lo m o , el b a y o d e Jaim e. N o, todas
d ía n en el aire un cisn e con p olv o. ¿C isn e? Y ,
serían a lfo m b ra s. Se pu so a repartirlas p o r el
furtivam ente, a través de los gestos que ladeaban
piso d e l d o rm ito rio y a con tem pla rla s, b a jo los
la ca pelin a o pein aban los m echones castaños y
pies desn udos, a la par que d escrib ía a L.uisa, su
la cios, J aim e v io unas garzas. ¿E ra idea o h a b ía
suegra, la fiesta de la n oche an terior en V istalba.
unas pintadas p o r F a d cr, en el zaguán de lo de
C u an do p on d eró e l parqu e, L u isa re co rd ó los ce­
M o lin a ?
d ros que su tío Ign a cio C ep ed a h ab ía tra íd o de
D esa p a recid a la visión y la con sigu ien te du da ,
F ran cia. A ú n estaba vien do aq u ella s plantitas,
pen só q u e el sol y la luna tenían, en el firm a m en ­
atadas ju ntas. . . ¡In m en sa s!, rio F in a, en veje­
to, la exacta p r o p o rció n de Fina con ese s om ­
cié n d o la . A g re g ó que, ilu m in a da s, eran de un
b rero. P e r o , ¿ p o r q u é ella , es d e c ir el am or, es
cuento de hadas. Y , co m o si esa rara especie de
taba recién ahí a fu era , junto a unos pilares v er­
h on g o b la n co y enorm e, que h a b ía ven id o con
d e s ? La v io a b rir la có m o d a , sacar un clip , pren ­
e llo s, tuviera ese origen , lo a b rió, sacó d e aden ­
tro una ca pelin a d e p aja y se la puso. d e r lo en el vestido y son reír al esp e jo entre v e ­
— E l vestid o es así — e x p licó , descu briéndose las en cendidas. Q ué bien exa gera d os esos la b ios,
los h om bros. pensó Ja im e. A este e lo g io sigu ió una vaga y m o ­
— ’C óm o te has qu em ado — la a d m iró Luisa, lesta in seguridad, c o m o si despertara tras perd er
d e p lo ra n d o que el trapo que asom aba de una v a ­ una v a lija en e l tren de un sueño. A causa del
lija fu era el fa m o so m o d elo d e su nuera. constante ju e g o de tiem pos en qu e vivía, era d i f í ­
P e ro Jaim e le d e ta lló, c o m o a un cie g o , desde c il u b ica r en ellos sus tem ores. V o lv ió a m ira r a
la ausente punta d e la sandalia hasta los gu an ­ su m u jer. U n p o c o m ás alta, había d ich o Luisa
tes b la n cos q u e usó su m u jer. L u ego se q u ed ó cu ando la co n o c ió , sería estupenda. Y , sin titu­
pensativo. R e co rd a b a q u e, h acía un m om ento, bear, ce lo s o , sí, él la h ab ía p r e fe rid o tal cu a l, n o
cu a n do sa lió a gozar de la n och e y su sem piter­ deslum brante.
no g rillo , b a jo un aire leve y tib io — co m o ded os La m uchacha segu ía con su tem a; detallaba las
fem en in os, h a b ía pen sado— v io , p o r unos instan­ mesas dispuestas en a q u el p a rq u e y sus ra cim os
tes a nsiosos y fe lice s , que los p ila res rosa dos d el d e uvas largas co m o dátiles. J aim e, en rob e de
frente de la casa se v o lv ía n de un verd e h oja . P o ­ ch am bre, se d ir ig ió al p a s illo y desde ahí la lla ­
d ría ju ra rlo . D alton ism o no, ta m p oco sueño, es­
m ó y a L u isa. “ L os hom bres n o toleran q u e uno
taba fre s co co m o una ledhuga, después del b a ­
no los a tien da” , les o y ó secretear. C uando se
ño. Casi p o d ría in icia r el p ró x im o d ía d e tra­
a cerca ron , señaló e l lu ga r don d e iría una de las
b a jo. B ancos p o r la m añana, a la tarde, el técni­
vieja s rejas qu e h a b ía co m p ra d o . E l haz d e luz
c o qu e ven d ría p o r los n uevos pozos del Cam pa-
fo r m ó un c ír c u lo en la p a red en ca lad a . C om o en
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el fo n d o de unos prism áticos, se vio a sí mism o
en vejecid o o acaso sólo dem acrado y abrazando
a un niño vestido de azul. Una pelota am arilla
flotaba en el agua cercana.

. . . Y desnudóse d e los vestidos de viu ­


da y lavó su cu erp o y ungióse con un un­
gü ento p r ecio s o y rep artió en trenzas el
ca b ello d e su cabeza sob re la cual puso
una co fia y atavióse con sus vestidos d e
gala, calzóse sus sandalias, p ú sose los
brazaletes y las sortijas, sin om itir ad or­
no alguno.
L ib ro de Judit, ca p . X

Serían las nueve de la noche cuando Luisa oyó


golpes urgentes en un postigo de la d ob le puerta
que, entre un dorm itorio y otro, servía de co n fe ­
sionario en las m isiones en L os Lagares. La vio
asom arse a Fina.
— Póngase bien linda con el vestido que le
trajim os de Buenos A ires. A sí le mata el punto
a la sorda Carlina, que parece la reina de trébol
— d ijo en una sola respiración— . L legaron los
franceses, los italianos, el escocés Bruce y el
cónsul de Chile, que ha venido de M endoza con
un m inistro o algo p or el estilo.
— Es lo ú nico que faltaba. A vísa le a Ram ón
q u e no toque la cam pana hasta que yo salga y
lu ego que dem ore la segunda. T en go que pen­
sar có m o los siento.

78 79
— Bueno. Ah, me olvidaba. Llegó telegrama rraza, le volvió el insistente eco de la polém ica
de papá. D ice: Completamos decena. Mamá es­ que llevaba en su interior. ¿Canjear? Nunca.
pléndida. Tu arreglo fue con Dios, no con los hombres.
Se fue dejando su perfume donde en otras Voz remota, ancestral, de Blanche, su abuela
ocasiones dejaba sus pecados. ¡Qué d ía !, pen­ materna y protestante. Después imaginó otra voz
só Luisa, calzándose una sandalia. H oy no he hispánica e inflexible, en un antiguo confesiona­
tenido tiempo ni de leer el diario. rio de Loreto, en M endoza; la del padre Loren­
zo. “ Vamos, hija, eso es lo de menos, con tal de
Preocupada por lo tarde que era, culpó a den­
tistas y peluqueros por todo el tiempo perdido que hables. Guardar ese secreto sería engañar
por la humanidad. Después, olvidando tornos y a tu nuevo esposo.” ¡Ah, España, la de Juan
secadores, bajó de una percha — aislada, para no de Dios y de Teresa de Avila, pero también la
ajar el plegado— un vestido casi intangible de de Torquemada, que adentro te llevamos! Y a
tan suave. Le abrió la espalda y leyó el mágico cedía a ella cuando escuchaba su lúcido y desa­
nombre cosido por dentro. Pero debía apurarse. pasionado instinto materno: Hablar sería traicio­
Se vistió y ya en el com edor, levísim a en esa nar a tu hijo, dejarlo como lo que es.
gasa coilor humo, se deslizó entre mimbres y ma­ Las mujeres ignorarían el origen del doble
tras, distinguiendo el azulejo del aljibe y la reu­ beso, pero insistieron en él, diferenciándose así
nión en torno de las bebidas; oyó las voces de de Judas. Los labios de Roger y del conde Ben-
la Torre de Babel, com o llamaba a esa rueda. ci apenas le rozaron la mano. Le llegó más el
Cerca de la mampara, salió afuera por la puer- perfume de sus cabezas, al inclinarse, los tier­
tita de tejido metálico, consciente del primer nos saludos del cónsul y de Bruce Creighton y
paso que daba hacia la libertad. El segundo se­ los elogios que recibía su vestido bajo la indi­
ría menos fácil. Le daba valor el romántico te­ recta luz del corredor. Después, curiosa, ¿del
ma que la perseguía, esos días, de La Noche m inistro?, dijo Fina, m iró a Luciano en piyama
Transfigurada de Schonberg: una muchacha une azul. The Blue Boy, dijo Bruce. Y fue com o si
su voz a la sinfonía nocturna, a medida que le hubiera dado la voz para que la siguieran las
confía a su novio que estaba encinta cuando lo otras en distintos idiomas. On respire ici l’ air
conoció. d’ un chateau d’ avant g u e r r e .. . Bella figura.
Sería una noche com o ésta, con nubes grises, La húmeda hojita del césped lamía los pies
en parte sombrías. Noche de murmullos y semi­ semidesnudos, que dejaban atrás este cumplido
tonos, a la vez que honda, generosa. No, si bien y la ahora voluntaria sordera de Carlina Hur­
postuma, esta confidencia no sería fácil. La tado. M ujeres con el alma torcida, diría tío Ig­
ayudaría él, Bruce, gentil y comprensivo. Lue­ nacio que, con los años de pacífica viudez, ol­
go el curila polaco de Nuestra Señora de Lour­ vidaba por momentos a la d ifícil compañera
des canjearía, por unas pocas misas, el antiguo que le tocó en suerte. Le había mandado decir
voto de su encierro definitivo en Los Lagares. que vendría pronto. Qué placer ofrecerle un
Bajo el crujir de las ramas que techaban la te­ buen cuarto, tantos años que la tacañería de

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Sixto lo alojó mal, pensó Luisa. Pero eso ya pa­ con el tema de sobremesa de la noche anterior.
só, esta noche todo es distinto, la primavera, mi Los Creighton habían comentado la guerra del
vestido, el personaje de nombre y pais im preci­ catorce.
sos, que cae de la luna — hoy tardía y nublada— Sonaba la primera campanada llamando a
y otro, encantador, que pronto en aquel banco la mesa, cuando pisó las lajas de la pileta. Iba
perdonará todo, aun lo increíble, lo inaceptable. por el borde del agua, con la cabeza ladeada co­
Cruzó la zona del césped, apenas iluminada por mo los cactus, escudhando las esclavas de pla­
la luz del lejano nicho, y las lajas del camino. ta de sus muñecas y un timbre en el césped, que
Esquivó el salto blando, patiabierto, del sapo sonaba, mandón. Grillo ministro, lo llam ó Pe­
que la m iró, al huir, con un ojo lateral aterrado. ro, ¿dónde estaría ese señor? Sólo el instante
El sapo era un mito poético en el país de Bru­ de despegar la vista de la mole pardusca de la
ce. Luisa tenía los suyos. Le había dicho a Lu­ vasija de barro, que se doblaba en el agua, y
ciano que, esos días, aquellas pintas del fir­ lo vio.
mamento aliviaban su luto. En ese momento Jai­ Las nubes cubrían o mostraban el cielo. Una
me, en cuclillas, se las mostraba; una pelota de mano anónima, no totalmente dueña de sus ges­
celuloide amarillo flotaba cerca de ellos en la tos — nada esa noche lo fue— , prendió y apa­
pileta. gó un farol del corredor. En torno de los ojos
Qué curioso, ésa era la visión que su hijo le bondadosos y tímidos que la miraban, Luisa re­
había contado. Se había visto mayor, dijo, por­ con oció los detalles exagerados por las imáge­
que eso ocurriría en un futuro lejano. El niño nes de los diarios; la frente crecida, el hundido
de azul sería un nieto. En las casas centenarias, ceño de sabio. Sí, habían acentuado esos ras­
había explicado, los gestos se repiten de una ge­ gos, endureciéndolos. En cambio, la vida, artis­
neración a otra. A yer nomás, él había marcado ta cuando quiere o puede — dependerá de las
una curva para abrir un nicho en el pasillo. Des­ almas con que actúe— , las había dibujado con
pués, tras romper el adobe, el pico de Pereyra dulzura y candor. Los mismos que habían aso­
había tropezado con una madera de exacta for­ mado a las facciones de Jaime niño cuando, con
ma y longitud, dintel de nicho o ventana ante­ labios expectantes, babosos, miraba las hojas que
rior. Pero la pelota amarilla era muy casual. navegaban entre los brujones del agua de la ace­
Aunque, pensándolo bien, com o en el pasado, quia. 0 , com o cuando en la penumbra de la ca­
las habría siempre de color. L o probaban los ma, verdoso por el vaso que tenía presa la lu ­
mosaicos romanos. Y , a través de ellos y de las ciérnaga, estudiaba el m ilagroso liichito.
vías romanas de Lancaster, hacía poco citadas — Luciano quiere saber si Escorpión muerde,
por Bruce, Luisa llegó a otra escena vista por d ijo el personaje.
Jaime hacía dos años; Bruce muerto en un bom ­ Y , olvidando sus títulos universitarios — co­
bardeo. Claro, trataba de convencerse ahora, no mo en honor de un niño habría hecho su colega
sería una visión premonitoria, sin un sueño cap­ Pasteur— , el doctor Em ilio M olina desplegó un
tado en el despertar y compuesto, a su m odo, orden disparatado y aparatoso en aquel patio de

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orden cartesiano. A l pequeño, que lo tuteaba, le nunca expuestas a la luz ni retocadas en el c o ­
decía de usted; llam aba z o o ló g ico al zod ía co y m entario, habían id o destiñéndose y ahora le v o l­
cuevas húm edas, m ohosas, llenas de goteras, de vían de a p o co .
sapos y de culebras a las nubes habitadas p o r el En cam bio él, buen estudioso, era m em oris-
A gu ila , la Osa M a y o r y el León. Consciente de ta. D esde que pisó el patio, sintió el aire fresco
su intrusión en esa casa, el tím id o personaje se d e un am anecer h acía veinte años. Su colega
afirm aba ru gien d o: “ ¿O ís , A v e ? El rey de la ruso, el doctor Sanin, lo había invitado a San
selva — decía Luciano, solem ne, en m ed io del R a fael. Esa tarde lo llev ó para ver en consulta
estruendo; y a su nuevo a m ig o: — ¿Cuántos mi- al niño de los R eyn al. Un caso grave. H abían p a ­
lím etlos, dijiste, desde a q u í...........? ” . E l ín ­ sado la noche junto a él y, vién d olo fuera de pe­
d ice asom ando de la manguita azul señalaba los lig r o , se retiraban. M ientras Luisa recib ía indi­
astros. cacion es d el em ponchado doctor, S ixto, ca p cio­
¿Q u é hubiera hecho su interlocutor sin esta samente, fue llevá n dolo a él al centro d el patio.
preciosa co la b o ra ció n ? T a l vez m urm urar, con En la creciente luz del alba, M ercu rio, mensa­
su voz p rofesion a l de los lunes, m iércoles y vier­ jero de los dioses, anunciaba aquella m ejoría .
nes: “ P erdón , señora, p o r h aberla hecho espe­ Entre ramas tupidas y abiertos tejidos de alam ­
ra r.” (V einte años desde que la vio la última bre, se despertaban pájaros tím id os y ga llos pre­
potentes. Sixto tenía algo d e ambos.
vez.) P ero sus m iradas clandestinas decían :
A l p ica ro — pensaba E m ilio, ahora— , no se
A q u í estoy, Luisa, irru m piendo en tu intim idad.
le h ab ía escapado el m otivo de m i visita a San
N o soy am igo tuyo. Tienen más derecho estos
R a fa e l; tratar de verla a Luisa y a Jaim e. Toda
extranjeros que te están adm irando.
su energía parecía concentrada en ciertas pers­
En todo caso, ella lo habría recon ocid o. Era
picacias. M etido en su buen sobretodo gris, el
el m ism o que jugaba con el ch ico de Cleto, el ja r ­
hom bre m e agradecía co n énfasis, com o d icien ­
dinero de abuela Blanche. Luisa m iró el nicho.
d o : “ M iren que m olestarse, una persona de a fu e­
Un gato overo volaba sobre la m ano en alto del
ra, com o usted. M iren que venirse desde M en ­
N iño. A q u ella mañana, la suya había em pujado
doza para pasar la n oche junto a m i h ijo .” A l­
el pesado portón que, com o un com pás, fu e gra­
zaba la m ano de dedos finos, con uñas com bas
bando un sem icírcu lo en la tierra arenosa. Des­
pués, los abanicos verdes de la viña em pezaron y afiladas, mientras y o leía su m ezquino pen­
a abrirse, mientras el paso de sus alpargatas p er­ t m iento: S í, pero a ella y al niño m e los guar­
seguían una som bra alargada y fina, con dos d o y o.
brazos com o ramas. Escena lím p id a en su m em oria, com o ese am a­
N o sabría d e fin ir p o r qué, exactam ente, pero necer de septiem bre, y oscura en su corazón.
de algún m od o, lo sentía. Ese era el orden que A qu ellas finas garras de Sixto R eyn al se habían
E m ilio venía a defen der. R econ ocía el m od o m etido más de una vez en sus guantes de ciru ­
particular que evitaba el saludo y luego se v o l­ ja n o, paralizándolas.
vía cam biante, sorpresivo. Las viejas im ágenes, A diez m etros de la rueda, oyeron al cónsul

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hablar com o en un altoparlante, a la sorda Car­ ría siempre, entre las tablas diseminadas por el
lina: “ Es el nuevo ministro de Salud Pública suelo, dos cruzadas. . . Era su barco.
en Buenos Aires. Mañana se va para hacerse La brisa plegaba en el agua el reflejo de la
cargo — y com o ella no caía de su asombro— : inmensa vasija. Entre las historias de la casa,
,Está hoy en Los A n des!” . corría la del indio que en el último malón en
D eprimido por el alboroto, Em ilio bajó la Los Lagares habría sido colgado de un algarro­
bo, detrás de la tapia. Solían verlo en las luces
vista. Luego, detrás de él, sonó la voz tímida de
malas de la viña. Era más probable que su cara
Genoveva, la adolescente niñera de Luciano; lo
verdadera fuera este óvalo oscuro y d=sdibu’ a-
invitaba a irse a dormir. Somnoliento y alter­
do. Contrariamente a la vida, la muerte se lo
nando los tiempos com o el padre, respondió:
pasará borrando.
— V oy a echar una siestita y vuelvo.
Sonó la segunda campanada, pero no la oye­
Junto con el solitario grillo de la noche, se oía
ron.
caer un hacha sonora y seca. Ya solo con Luisa,
— Hace unos días — dijo Em ilio— lo operé
Em ilio ponderó al dhiquilín; era muy inteligente.
al padre Lorenzo. Anda bien v más bondadoso,
— Como el padre — dijo ella— . Pero espero
más humano, dentro de su habitual energía. Me
que no tenga su excesiva sensibilidad — y tras
confesó que recién se entera de tu voto. Claro,
una pausa— : El viaje al Norte le ha hecho bien.
tendrá licencia para ciertas mentirillas. Pensará
— Ahí reconozco la uva del lagar — dijo él— .
que te habrás. . . asentado. ¿Com prendes? En
Y o también necesito huir, entre otras cosas de todo caso, dice que es inhumano y que te prohí­
las palabras. No quiero pensar en las que me es­ be seguir recluida.
peran estos días. Para soportarlas, me repetiré
Luisa recordó una antigua visita al padre L o­
otras, enlazadas com o guirnaldas, St. Jean-de-
renzo. “ Qué padre ni madre — le había dicho,
Luz o Donnemarie-en-Montois, que pronuncié salteando sin querer el cuarto mandamiento— .
al borde de pueblitos fugaces, en los que me gri­ ¿D on Germán puede m orirse? Pues yo me en­
taban: Tout droit, m onsieur! — Su voz era leve cargaré de encomendar su alma. Mientras tan­
com o las ínfimas rayas de su traje oscuro cuan­ to, tu deber está junto a Sixto, enyesado debido
do agregó— : Y siempre hay que doblar. a su accidente. Si, ya sé, has pecado una sola
Riendo aún, Luisa le oyó: vez, pero los hombres lo sabrán, se cuentan esas
— Vida y evasión corren parejas, com o alas de prim icias en los clubes — agitado, se sacaba y
pájaro. Nacieron juntas. Jesús en la carpinte­ ponía los lentes que le oprimían el entrecejo— .
ría, oprim ido por aquel pueblo chato, monótono, ¡Y te perseguirán com o buitres!” P oco después,
oriental, con sus chismecitos y la envidia que ya ella se había encerrado, no para cum plir esa
despertaría su cautivante personalidad, ahogado indirecta condena, sino la promesa hecha una
por el aliento de viejas desdentadas, que le llo ­ noche en que velaba a Luciano enfermo y, entre
rarían miserias a su santa madre, y viendo en cabeceos, vio un pequeño ataúd que bajaba es­
una lejanía pura las muchachas de Judea, busca­ calones negros. En todo caso, ya no pudo ceder

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al insistido ruego de casarse por las leyes socia­ peí agitado por la brisa, sobre la mesita de ca­
listas de Francia y vivir allí toda la vida. Ha­ ña. Ante su actitud, el cónsul le sopló:
bía triunfado el argumento de su confesor. — Cásese, linda, está hecha una guagua.
— D io s . . . — murmuró, siguiendo el hilo "Je Am able, sonriente, satisfecho, Jaime venía
su pensamiento. diciéndole a Odette que uno de los hijos de Isol­
— Como antes, te digo, no creo que Él exija da se llamaba Goyco, com o tres de los caciques
del Sur. ¡Q ué lejos estaba de lo que pensaba
algunas cosas, aunque suele pedirlas y es cuan­
ella! Y a en la sala, lo vio a Bruce detrás de
do uno no puede negarse. Son los hombres, hé­
las caladas puertitas de hierro, que daban al
roes en teoría, los exigentes, los mandones — el
estudio. Guardaba algo entre los planos de la
grillo los imitaba y Luisa sonreía— . Tienes que
cariátide. D ios m ío, rogó, que no sea una alha­
volar, Ave, responder al nombre que te da ese
ja de la madre. Las cosas que se le ocurrían,
ángel, si no acabarás com o el filósofo griego, me­
¿para qué iba a dejarla ahí? A lgo calmada,
tida aquí.
sospechó de unos prospectos de viaje por Esco­
Golpeó la vasija y ella sintió que hacía vein­
cia, que le había oído comentar. R oger estaba
te años, aun sin verse, discutían a Dios, los hom­
comparando la chimenea comba y blanca con
bres y las leyes. Su argumento había sido cierta
una capilla griega. Mientras, a través de la hi­
garantía para la oración, que temía perder si de­
guera en la ventana, llegaba la voz hosca de
sobedecía.
Gullner, que volvía del centro con la sumisa mu­
Dssde los claros entre las nubes, las estrellas
jer y los chicos medio dormidos. En la veredita
espiaban el patio. Los ojos en la rueda se fijaban
sonaron las espuelas del Chamo. Caminaba su
en Luisa. ¿Esta noche se les escapaba la prisio­
d olor; antes le había dado hachazos. Leña, mu­
nera de Los Lagares? Más importante era la pre­ cha leña, para el largo invierno, diría cada gol­
gunta que ella se haría en lo sucesivo: La eter- pe. En ese momento lo buscarían los brazos de
n’ dad, esa ambición final del hombre, ¿n o será Viviana, la novia suicida. Cuatro años ya de
otra cosa que nuestra imaginación ya colm ada? aquello y no lo dejaban.
La escalera de caracol giraba con su sombra Luisa le dijo al cónsul que el pequeño San
en la pared, cuando ellos volvían a la terraza. Rafael en la pared era una antigua talla chilena
y pasaron al com edor. Un noble y un cónsul ex­
tranjeros, un ministro del P oder Ejecutivo y una
reina de trébol, ¿cóm o ubicarlos? Intervino F i­
Por la mampara entraba un delicioso olor a na y pronto todos se sonreían a través de los en­
ciénaga; es decir a yuyos mixtos, entre ellos, el cendidos candeleros y del brazo de Ramón, que
hinoio que, recordó Luisa, echaban en las calles bajaba entre los altos respaldos. El cónsul, me­
de Mendoza para los corsos de flores. Con unas nudo y rubio, era encantador, según sus vecinas
rosas extraordinarias, Sixto le había dado este Giovanna v Fina. Sin duda, esa era la solución,
cintillo de brillantes. Pensativa, miraba un pa- pensó Luisa. Y esta, a su lado, el perfil moreno

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y Florentino de Paolo Benci. La luz de las ve­ propio perfil, ve los pómulos firmes que yo tam­
las delineaba su m ejilla flaca y la esbelta curva bién con fu ndí? M iró el otro extremo de la mesa.
del cuello. Con voz de bronce, com o el color de El chileno estaba contando un “ cuenteeito” pi­
su pieL le preguntaba al doctor Molina, enfren­ cante; Bruce sonreía con inocencia. Luisa se
te, ailgo sobre la operación hecha por él aquella preguntó si él le habría dado una dicha más se­
tarde. Un caso com plicado, pero iba a andar rena y libre que Em ilio, tiranizado por su vo­
bien, d ijo el cirujano. Los ojos redondos y bue­ cación.
nos de Odette eran todo admiración. Vous avez Un trémulo bavarois dio fin a la com ida. Las
venu exp rés? Un homme tellem ent important! mujeres pasaron a la sala. Mientras las otras re­
Pronto se impuso el tema local. Aun las mu­ volvían el café, que ella evitaba para no desve­
jeres y Bruce, que hacia números ingleses a me­ larse, Luisa, en el gran sofá, se sumergía en lo
dia voz, trataban de precios bajos o topes, de es­ que llamaba su baño de rosas. Estas eran las del
tadísticas en años buenos o pésimos, y de com ­
chintz, intercaladas con estatuitas de diosas. Más
pensaciones a fin de temporada por la fruta ven­
que gozar de aquel hábito pagano, esta noche
dida al principio, cuando hay competencia. Co­
sufría otro, sin duda creado en el medievo, la so­
mo con los duraznos del Tigre, d ijo Roger. C o­
nocía esas islas com o sus manos prolijas y rosa­ bremesa masculina.
das. Citó el mal de aquella húmeda región: los — Se vuelve en el coche oficial que lo trajo— t
hongos. Giovanna dijo en su media lengua que respondió a las finas extranjeras, que meneaban
los climas secos tenían los suyos. ¡Cuándo le da­ sus prolijas melenas y, con labios en form a de
ba por llover! En San R afael, la peri. . . pere... corazón, sorbían el café.
Peronóspora, la corrigieron. Nerviosa, Carlina — Un homme charmant.
recorría con la mano los negros tréboles de su — Tanto gentile.
vestido. El año pasado el honguito fatal la había P or el postigo entreabierto de la puerta que
dejado sin cosecha. daba al com edor, se oyó la voz baja de Bruce,
Em ilio Muñoz estaba pensando que si opera­ seguida de una múltiple carcajada. No era tan
ba esos cerebros no hallaría más que cifras. In­ inocente el escocés. Bruce. . . Los páramos ne­
dispensables, sin duda, tanto com o el vino, la vados de Escocia, este verano, y el castillo de
fruta, las papas o los tomates para los estó­ M aría Estuardo — pensó ella, luego, con nostal­
magos, en cambio, abrir éstos con un bisturí só­ gia— , en vez de esta retorcida higuera, con el
lo era necesario raras veces. Suavemente y con golpe sordo y casi matemático de sus frutos ca­
destreza hincó el cuchillo en la trucha pescada yendo, unos tras otro. Un viento helado en aque­
llas empinadas callejas, un viento que guarda el
esa tarde por Jaime. Luisa estaba saboreando la
suya, pero la preocupaba el modo con que su eco de crímenes históricos, en lugar del aire cal­
mo, amistoso y un poco ebrio, que recorre estas
h ijo lo miraba a Em ilio. Antes que yo saliera al
cepas cargadas.
patio esta noche, sospechó, ¿habrá recordado su
— A llora, quando suoi figli viaggiano, lei res­
reciente visión? ¿V e ahora el parecido de su
ta sola?
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— No, con mi nieto, el santo día. levantó. Jaime y ella lo acompañarían a la sali­
Escocia con Bruce, siguió pensando, tan me­ da. Tras los saludos de rigor, pasaron junto a
dido en el gesto, en vez de Luciano, hurgando en la mesa redonda, sobre cuyo mármol y en mar­
la uva sulfatada que le prohíbo comer. Bruce co de plata, echado para atrás, sonreía Germán
hablando en un inglés cerrado, com o el de los Cepeda.
afanosos desconocidos que nos codean, en vez del Era un dibujo firm ado por George Scott, he­
fam iliar y lento diálogo de las cosechas: “ ¿C ó­ cho en París en m il novecientos cuatro. El alu­
m o le va yendo, com padre?” “ Lindo” . “ ¿N o lo do chambergo, el bigote y el gesto lánguidos eran
lia visto al G ringo?” “ Aistá, pué. asomando el parte de una exquisita elegancia dém odée. Se­
lo m o . . . . ” Paraguas com o alas de murciélago, gún algún despechado postumo, el padre de Lui­
chorreando el agua gris de las nubes de Edim­ sa sólo había sido medio poeta y medio políti­
burgo, en vez de pañuelos rojos o de pajizos des­ co. El doctor Molina se detuvo un momento ante
flocados, que se tuestan al sol. esa imagen.
— Ma il tramonto. . . ? — dudaba la italiana. — Nunca lo olvidaré — dijo con emoción.
Dejando de com parar, Luisa pensó que, a esa Ya en el corredor, habló animado con Jaime.
hora, corría bajo los carolinos un camión carga­ Absortos en la charla, ambos se detuvieron un
do de muchachas que volvían de cosechar. D ifí­ momento junto al escaño de algarrobo. La luz
cil distinguirlas, bajo el resplandor dorado y el de un farol aclaraba esos rostros que sólo el
mosto oscuro que las enmascaraba. N o, el ocaso tiemipo parecía haber diferenciado. Después, len­
no era triste en ese rincón del mundo, tampoco tamente, todos giraron hacia la casi impercepti­
las chicharras. Et'la solía oírlas en una vuelta del ble salida en el tejido metálico, que translucía
camino, frente al rancho de los centenarios Mo- la presencia de un coche.
yano. La perfecta quietud del antiguo contra­ Una discreta carraspera previno al señor mi­
tista y su mujer, hundidos en desvencijadas si­ nistro que tenían tres horas de viaje. Pero Jai­
llas, fijaba, en cierto m odo, el gesto de su pro­ me, escuchando ávidamente a su interlocutor, y
pia mano, saludándolos. con la mano en el picaporte, no se decidía a
Pero este año, dudó de pronto, cuando caigan abrirlo. Luisa imaginó cómo habría sufrido Six­
las hojas, ¿m e verán? El padre Lorenzo me ha to con esta escena. Y volvió a ver sus besos tier­
dispensado de mi voto. Soy libre para ir con mis nos en la afiebrada y húmeda cabecita de Jaime
hijos a M endoza, a Buenos Aires y ¿p or qué no enfermo. ¡Pobre Sixto, cóm o quiso a esa cria­
más lejos? tura! La carraspera se hizo oír otra vez. La ho­
Se abrió la puerta del com edor y entraron los ja transparente se abrió con lentitud, mientras
descendientes de viñateros y fruteros medievales, ella dudaba si quedaría bien decirle por su nom­
cuyas mujeres habrían h ilado en subalterno bre a quien no conocía.
aparte. Un múltiple aliento impregnado de ta­ — Saludos a tu mujer — dijo al fin.
baco y de cognac llenó el recinto. El más sobrio Los faros del coche atravesaron la penumbra
y pálido del grupo insinuó su partida y Luisa se del patio, revelando un fantástico escenario. En

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el nidho, las fo rm a s santas entre los pilares r o ­ ron el esca lón d el patio y pronto los in va d ió el
sados m o v ía n lo s p liegu es d e sus m a n tos; a c a ­ tem a fru tal. D iscu tien do la ven taja de ven der al
da la d o , lo s cactus se retorcía n , m onstruosos. E l b u lto o el riesgo de la cosech a p o r cuenta p r o p ia ,
g r illo en m u d eció, d eja n d o o ír el m otor en m a r­ prudentes y arriesga dos com entaban, en breves
cha, e l g o lp e de la portezu ela y las últim as p a la ­ paréntesis, e l ja zm ín de o s o rio . N o , de lech e, c o ­
bras. C u an do re tro ce d ió el co ch e , las esclavas rreg ía L u isa . B ru ce, q u e p la tica b a con e lla , p a ­
de plata d e L u isa sonaron nostálgicas. Jaim e
r e cía a sp ira r p rim ero el p erfu m e y lu ego h ablar,
tam bién salud aba. Antes h a b ía e x p lica d o a los
c o m o una con secu en cia . T ras unos m inutos, la
extra n jeros: “ Un pariente d e m am á, q u e h acía
in vitó a acerca rse a la pileta.
m u ch o n o v e ía ” . Con el ú ltim o a d iós de la m ano
E l agua estaba tragándose las vigas d el c o r r e ­
en la ventanilla, los faros g ira ron entre las ca-
d o r v ecin o, los fa ro le s , lo s cactus de la tapia,
suarinas y se p e rd ieron en la viííita. L uisa re­
ahora ca b izb a jos, y otras plantas in d efin ib les en
c o r d ó que h acía u nos d ía s, en las prim era s f i ­
esa p o s ició n . S ó lo n o p a recía n invertirse el a h o­
las, L u cia n o h a b ía añ orad o la plu m a roja de su
d isfra z d e in d io, c a íd a , a sus p ie s : “ ¡O h , se v oló ra a rrin con a d o g lo b o a m a rillo, la fan tasm al va ­
sija y las nubes. Estas p a re cía n enlazadas con
y y o la q u e ría ta n to!”
gu iones, co m o aq u ella s ciu d a d es francesas que
P o r el portón a bierto y el c ie lo n u b la do entra­
algu ien h a b ía n om b ra d o h acía p o co .
ba una hum edad p o c o usual en L os L agares. C o­
E l d o b le apretón d e m an os de B ru ce h in có el
sas d e la p rim a vera , c o m o ciertas brisas, h o y
cin tillo d e brillan tes en la p ie l de L u isa. P ob re
discretas. J aim e d ijo :
— Q u é visita agradable. Sixto, v o lv ió a d ecirse, siem pre en el ca m in o.
Y L u isa : ¿ Y ipobre el q u e estaba m irá n d ola de pies a ca ­
— T a l vez vuelva a llo v e r. b e z a ? P o r cu lpa de ella , p a recía d e cirle , h ab ía
E l la tom ó d e lo s h om bros. esp era d o en vano toda la n oche para h ablarla.
— 'M am á, lo sé, lo vi to d o , a l fin . N o temas, E s cierto, pen só Luisa. P ero d e h ab er c r e íd o en
a l con tra rio . Y Fina n o lo sabrá n unca. M ientras la m agia d e ciertos y u yos lo ca le s , h ab ría p r o ­
tanto, seguirás sien d o el á ngel q u e fuiste junto b a d o tod os: el b e ju co , la sa lvia , el rom ero, el
a m i cuna. Y a h ablarem os. yanten, la m a lva, e l to m illo , la m enta, la d e li­
Estaba tran quilo. E lla se pregun tó si los m u er­ ciosa yei'ba m ota qu e azula esos ca m p os en ve­
tos ten drían esa pa z y tam bién esa ló g ic a . D es­ ran o, la yerb a de sapo y tam bién la con trayerba,
pués, olv id a n d o los a con tecim ientos dram áticos ¡h a b ría id o a la cim a de las m ontañas para bus­
del últim o tiem po, pen só q u e h a cía m uchos años carla y salvar esta esperanza!
no o cu rría nada e xtra ord in a rio en esa casa. B ru ce la in vitó a sa lir a ca b a llo , al d ía si­
D e la terraza ven ían siluetas oscuras y c ig a ­ guiente.
rrillo s en cen d idos. H a cía n gestos ascendentes, — I sh all co m e to L os L agares to se e a fin e la­
q u e e l hum o p ro lo n g a b a en el a ire h úm edo. C á l­ d y u pon a w hite h o rse — ca n tu rreó; se oía n , le ­
cu los fin a n cie ro s, sin du da . J a im e y Luisa b a ja ­ janas, las risas de los tim b eros en la m am para y

94 95
el m u rm ullo n e gocia d or frente al portón—
rings on h er fin gers and b ells on lier t o e s .
W ith
. . H.DUJAN
Luisa no entendió los últim os versos. P ocos
años después, durante la segunda guerra mun­ N* /M O g ;
dia l, a l re cib ir la noticia d e la muerte de B ru­
ce en un bom b a rd eo de Londres (q u e con firm a ­
ba la antigua visión de J a im e ), se preguntaría
si, aparte de la funesta prevención que había
tenido siem pre a ese respecto, el hecho de hablar
distintos idiom as no habría in flu id o levem ente
en su decisión de renunciar a ese m atrim onio.
Si fuera así, si ella era de los ilusos que pre­
tenden la com prensión absoluta con un sem ejan­
te, esa exigen cia la e x p on ía a fáciles desilu sio­
nes. A s í com o antes, en plena juventud y en v ís ­
peras de un v ia je de E m ilio, la decep cion ó cier­
ta aparente traición de su parte y com pa ró su in
diferen cia (q u e no era otra cosa que fatiga, por
exceso de tr a b a jo ), con la dev oción hum ilde,
in con d icion al, de Sixto, ¿ah ora la decepcion aba
la atrayente pero más p á lid a person alidad de
Bruce, com parada con la d el antiguo n o v io ?
L o indudable es que, aquella noche, la pre­
sencia inesperada d el padre de Jaim e la d e ­
v o lv ió a lo que ella sintió era su o rd en ; a la idea
de largas cam inatas tras su p ropia som bra, con ­
tándose, una vez m ás, los porm enores de una
serie de hechos, felices o penosos, y de frases ri­
sueñas o am argas, vinculadas a un solo nom bre,
el de siem pre. ¿P atética costu m bre? N o tanto.
En todo ca so, aceptaba su deslino de am ar con
la m em oria.

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