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Selección de Microrrelatos

Naturaleza muerta, Rubén Darío (Nicaragua)

He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas pálidas, sobre un
trípode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes amarillos y opulentos, que hacen pensar en
los mantos de los príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su lindo
color apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas té.
Junto al tiesto, en una copa de laca ornada con ibis de oro incrustado, incitaban a la
gula manzanas frescas, medio coloradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa
carne hinchada que toca el deseo; peras doradas y apetitosas, que daban indicios de ser
todas jugo, y como esperando el cuchillo de plata que debía rebanar la pulpa almibarada; y
un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos acabados de
arrancar de la viña.
Acerquéme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera, las manzanas y las
peras de mármol pintado, y las uvas de cristal.
¡Naturaleza muerta!
(1888)
La resurrección de la rosa, Rubén Darío

Amigo Pasapera, voy a contarle un cuento. Un hombre tenía una rosa; era una rosa
que le había brotado del corazón. ¡Imagínese usted si la vería como un tesoro, si la cuidaría
con afecto, si sería para él adorable y valiosa la tierna y querida flor! ¡Prodigios de Dios! La
rosa era también como un pájaro; garlaba dulcemente, y en veces, su perfume era tan
inefable y conmovedor, como si fuese la emanación mágica y dulce de una estrella que
tuviera aroma.
Un día, el ángel Azrael pasó por la casa del hombre feliz, y fijó sus pupilas en la flor.
La pobrecita tembló, y comenzó a palidecer y estar triste, porque el ángel Azrael es el
pálido e implacable mensajero de la muerte. La flor desfalleciente, ya casi sin aliento y sin
vida, llenó de angustia al (piten ella miraba su dicha. El hombre se volvió hacia el buen
Dios y le dijo:
—Señor ¿para qué me quieres quitar la flor que me diste?
Y brilló en sus ojos una lágrima.
Conmovióse el bondadoso Padre, por virtud de la lágrima paternal, y dijo estas
palabras:
—Azrael, deja vivir esa rosa. Toma, si quieres, cualquiera de las de mi jardín azul.
La rosa recobró el encanto de la vida. Y ese día, un astrónomo vio desde su
observatorio que se apagaba una estrella en el cielo.
(1892)

A Circe, Julio Torri (México)

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar
al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio
del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las
aguas.

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¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto
a perderme, las sirenas no cantaron para mí.
(1917)

Los unicornios, Julio Torri

Creer que todas las especies animales sobrevivieron al diluvio es una tesis que ningún
naturalista serio sostiene ya. Muchas perecieron; la de los unicornios entre otras. Poseían un
hermoso cuerno de marfil en la frente y se humillaban ante las doncellas.
Ahora bien, en el arca, triste es decirlo, no había una sola doncella. Las mujeres de
Noé y de sus tres hijos estaban lejos de serlo. Así que el arca no debió de seducir
grandemente al unicornio.
Además Noé era un genio, y como tal, limitado y lleno de prejuicios. En lo mínimo se
desveló por hacer llevadera la estancia de una especie elegante. Hay que imaginárnoslo
como fue realmente: como un hombre de negocios de nuestros días: enérgico, grosero, con
excelentes cualidades de carácter en detrimento de la sensibilidad y la inteligencia. ¿Qué
significaban para él los unicornios?, ¿qué valen a los ojos del gerente de una factoría yanqui
los amores de un poeta vagabundo? No poseía siquiera el patriarca esa curiosidad científica
pura que sustituye a veces al sentido de la belleza.
Y el arca era bastante pequeña y encerraba un número crecidísimo de animales
limpios e inmundos. El mal olor fue intolerable. Con su silencio a este respecto el Génesis
revela una delicadeza que no se prodiga por cierto en otros pasajes del Pentateuco.
Los unicornios, antes que consentir en una turbia promiscuidad indispensable a la
perpetuación de su especie, optaron por morir. Al igual que las sirenas, los grifos, y una
variedad de dragones de cuya existencia nos conserva irrecusable testimonio la cerámica
china, se negaron a entrar en el arca. Con gallardía prefirieron extinguirse. Sin aspavientos
perecieron noblemente. Consagrémosles un minuto de silencio, ya que los modernos de
nada respetable disponemos fuera de nuestro silencio.
(1940)

La dicha de vivir, Leopoldo Lugones (Argentina)

Poco antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a ver a Jesús
conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el Maestro.
–Yo soy el resucitado de Naim –dijo el hombre–. Antes de mi muerte, me regocijaba
con el vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos, prodigaba joyas y me
recreaba en la música. Hijo único, la fortuna de mi madre viuda era mía tan solo. Ahora
nada de eso puedo; mi vida es un páramo. ¿A qué debo atribuirlo?
–Es que cuando el Maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados -respondió el
Apóstol-. Es como si aquél volviera a nacer en la pureza del párvulo…
–Así lo creía y por eso vengo.
–¿Qué podrías pedirle, habiéndote devuelto la vida?
–Que me devuelva mis pecados –suspiró el hombre.
(1924)

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Tragedia, Vicente Huidobro (Chile)

María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.
Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas,
reglamentadas como árboles de paseo.
Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga
permanecía soltera y tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.
Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad.
María era fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no
comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante.
¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede
traer consigo?
Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados,
sino llenos de asombro, por no poder comprender un gesto tan absurdo.
Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de
matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz,
muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.
(1926)

Correo casero de Recienvenido, Macedonio Fernández (Argentina)

Querido Jorge Luis:


Iré esta tarde y me quedaré a cenar si hay inconveniente y estamos con ganas de
trabajar. (Advertirás que las ganas de cenar las tengo aún con inconveniente y sólo falta
asegurarme las otras.)
Tienes que disculparme no haber ido anoche. Soy tan distraído que iba para allá y en
el camino me acuerdo de que me había quedado en casa. Estas distracciones frecuentes son
una vergüenza y me olvido de avergonzarme también.
Estoy preocupado con la carta que ayer concluí y estampillé para vos; como te
encontré antes de echarla al buzón tuve el aturdimiento de romperle el sobre y ponértela en
el bolsillo: otra carta que por falta de dirección se habrá extraviado.
Muchas de mis cartas no llegan, porque omito el sobre o las señas o el texto. Esto me
trae tan fastidiado que rogaría que se viniera a leer mi correspondencia en casa.
Su objeto es explicarte que si anoche vos y Pérez Ruiz en busca de Galíndez no
dieron con la calle Coronda, debe ser, creo, porque la han puesto presa para concluir con
los asaltos que en ella se distribuían de continuo. A un español le robaron hasta la zeta, que
tanto la necesitan para pronunciar la ese y aún para toser. Además, los asaltantes que
prefieren esa calle por comodidad, quejáronse de que se la mantenía tan oscura que
escaseaba la luz para su trabajo y se veían forzados a asaltar de día, cuando debían
descansar y dormir.
De modo que la calle Coronda antes era ésa y frecuentaba ese paraje, pero ahora es
otra; creo que atiende al público de 10 a 4, seis horas. Lo más del tiempo lo pasa cruzada de
veredas en alguna de sus casas: quizá anoche estaba metida en lo de Galíndez: ese día le
tocó a él vivir en la calle.
Es por turnos y éste es el de que yo me calle.
(1929)

3
Espumadera, Macedonio Fernández (Argentina)

– Mujer, ¿cuánto te ha costado esta espumadera?


– 1,90.
– ¿Cómo, tanto? ¡Pero es una barbaridad!
– Sí; es que los agujeros están carísimos. Con esto de la guerra se aprovechan de
todo.
– ¡Pues la hubieras comprado sin ellos!
– Pero entonces sería un cucharón y ya no serviría para espumar.
– No importa; no hay que pagar de más. Son artificios del mercado de agujeros.

Los dos reyes y los dos laberintos, Jorge Luis Borges (Argentina)

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo
un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a
construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban
a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la
maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo
vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la
simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y
confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la
puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en
Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego
regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con
tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo
rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le
dijo: “Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en
un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido
a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni
fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.” Luego le desató las ligaduras y
lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con
aquel que no muere.
(1949)

La migala, Juan José Arreola (México)

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.


El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera,
me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino.
Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me
dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces
comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis
de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de
regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar,
con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos
totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que

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tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que
instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los
hombres.
La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como
un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible.
Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos
de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto
con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el
paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña.
Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se
perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha
muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner
frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el
silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son
imperceptibles.
Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando
desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He
llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo
a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar
un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con
la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo
en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente
por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y
mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo
que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
(1952)

Natación, Virgilio Piñera (Cuba)

He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay
el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogado de
antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad
deslumbrante de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos
hinchemos.
No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría
en los estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se
agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música que entra por la ventana y
mirando el gusano que se arrastra por el suelo.
Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y
sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento
cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y les
entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas.
(1957)

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Continuidad de los parques, Julio Cortázar (Argentina)

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la
trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la
tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de
intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se
puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez
que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del
atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los
héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento,
fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;
ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para
repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y
senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad
agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo
del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de
otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares,
posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara
una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la
puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta
él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose
en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que
llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa
hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en
sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería,
una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la
segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el
alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una
novela.
(1964)
El precursor de Cervantes, Marco Denevi (Argentina)

Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchelo,
sastre, y de su mujer Francisca Nogales. Como hubiese leído numerosísimas novelas de
estas de caballería, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar doña Dulcinea del Toboso,
mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen, la tratasen de Su Grandeza y le
besasen la mano. Se creía joven y hermosa, aunque tenía no menos de treinta años y las

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señales de la viruela en la cara. También inventó un galán, al que dio el nombre de don
Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de
aventuras, lances y peligros, al modo de Amadís de Gaula y Tirante el Blanco. Se pasaba
todo el día asomada a la ventana de su casa, esperando la vuelta de su enamorado. Un
hidalgüelo de los alrededores, que la amaba, pensó hacerse pasar por don Quijote. Vistió
una vieja armadura, montó en un rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del
imaginario caballero. Cuando, seguro del éxito de su ardid, volvió al Toboso, Aldonza
Lorenzo había muerto de tercianas.

Habla Aldonza, David Lagmanovich (Argentina)

Señora mía Dulcinea, os digo que no. jamás, ni siquiera en sueños, osaría ocupar el lugar de
Su Señoría. El lugar reservado para la egregia dama del Toboso por el caballero, quien se
hace llamar don Quijote. Una pobre aldeana ¿se atrevería a competir con dama tan
encumbrada? Lo que el caballero dice es cosa de sueños, imaginaciones de un seso
trastornado parlo que llaman poesía. Mi mundo, señora, es mucho más humilde; bien sé que
las damas y caballeros lo desprecian. En este mundo mío me tocó entretener a mi vecino, el
hidalgo Alonso Quijano, quien en las noches solía allegarse a mi lecho para hacer conmigo
su voluntad, como los hombres suelen. De esos amores -si amores fueron- nació mi niño, a
quien trato de criar en el amor de su madre y el temor de Dios. ¿Advierte vuesa merced
cuán diferentes son nuestras circunstancias? Yo nada sé de mundos de caballerías.
He sido la barragana de un hidalgo; nunca fui la figura espléndida de un sueño. Ahora don
Alonso usa otro nombre, el nombre que a sus imaginaciones conviene. Quién sabe si no me
desea todavía, en sus noches célibes y desaforadas, cuando el alba le quita los deseos de
soñar.

El otro Quijote, David Lagmanovich

En realidad hubo dos Quijotes, aunque los críticos españoles no hayan querido aceptarlo.
Quizá hubo una insuficiente lectura del texto, o bien les dio vergüenza aceptar que
Cervantes, espíritu burlón, introdujera junto al personaje verdadero uno apócrifo. Porque es
evidente que el don Quijote alojado en el palacio de los duques, el que rechaza con
comedidas palabras el ofrecimiento de su persona que hace la doncella Altisidora y
entretiene sus horas tañendo un laúd, no es el mismo que salió de su aldea manchega, lanza
en ristre, con la sola compañía humana de su fiel escudero Sancho Panza. ¿Dónde se ha
visto que un caballero español rechace a una damisela cortesana? Y esa afeminada
musiquita del laúd, ¿tiene algo que ver con el abierto viento de la llanura, la rudeza de los
bosques, la desolación de las aldeas, la poderosa humanidad de los campesinos españoles?
No: algún cortesano se hizo pasar por don Quijote, para desconcierto de Sancho y burlona
satisfacción del duque. El falso Quijote desaparece en el espacio exterior al palacio, y
ciertamente no es él quien muere, consumido por la fiebre, después del triste regreso a la
aldea.

Doble personalidad, Lilian Elphic (Chile)

–Dime Sancho, ¿quién es Don Miguel de Cervantes y Saavedra?


–El autor de vuestras aventuras, mi señor.

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–¡El autor de mis aventuras soy yo! ¡Dónde está ese hombre para acusarlo!
–En la cárcel, mi buen señor.
–¿Qué? ¿Ya ha sido condenado por plagio?
–No, mi señor.
–Entonces, ¿por qué? ¡Vamos, habla hombre, que no tengo todo el día!
–Pues, por falsificación de identidad. Dice ser don Quijote de la Mancha.
–Qué confusión me has creado, Sancho. Te prohíbo que hables más del tema.
–Sí, don Miguel.

Proposición sobre las verdaderas causas de la locura de Don Quijote, Marco Denevi

Don Quijote, enamorado como un niño de Dulcinea del Toboso, iba a casarse con
ella. Las vísperas de la boda, la novia le mostró su ajuar, en cada una de cuyas piezas había
bordado su monograma. Cuando el caballero vio todas aquellas prendas íntimas marcadas
con las tres iniciales atroces, perdió la razón.

Realismo femenino, Marco Denevi (Argentina)

Teresa Panza, la mujer de Sancho Panza, estaba convencida de que su marido era un
botarate porque abandonaba hogar y familia para correr locas aventuras en compañía de
otro aún más chiflado que él. Pero cuando a Sancho lo hicieron (en broma, según después
se supo) gobernador de Barataria, Teresa Panza infló el buche y exclamó: ¡Honor al mérito!

La mujer ideal no existe, Marco Denevi

Sancho Panza repitió, palabra por palabra, la descripción que el difunto don Quijote
le había hecho de Dulcinea. Verde de envidia, Dulcinea masculló: –Conozco a todas las
mujeres del Toboso. Y le puedo asegurar que no hay ninguna que se parezca ni
remotamente a esa que usted dice.

Crueldad de Cervantes, Marco Denevi

En el primer párrafo del Quijote dice Cervantes que el hidalgo vivía con un ama, una
sobrina y un mozo de campo y plaza. A lo largo de toda la novela este mozo espera que
Cervantes vuelva a hablar de él. Pero al cabo de dos partes, ciento veintiséis capítulos y
más de mil páginas la novela concluye y del mozo de campo y plaza Cervantes no agrega
una palabra más.

Cervantes, José de la Colina (México)

En sueños, su mano tullida escribía El Antiquijote.

Don Quijote 2005, Diego Muñoz Valenzuela (Chile)

1. Don Quijote resucita para celebrar sus cuatrocientos años. Recorre el mundo dando
conferencias que coronan los múltiples homenajes del mundo hispanoamericano. No sabe
qué hacer con tantos viáticos y honorarios, y los acumula en los bolsillos de su traje de lino

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beige. Aburrido del constante acoso de admiradores y estudiosos, escapa por la puerta de
servicio del lujoso hotel de turno y entra a una hamburguesería. Con tantos cócteles y cenas
de celebración ha engordado visiblemente. Han tenido que confeccionarle sucesivas
armaduras que se adapten a la creciente barriga. Con un fajo de dólares apretado entre sus
dedos, se ubica en la fila más corta, evaluando doblar las raciones de queso y papas fritas.
«La que se ha perdido Sancho por no acompañarme», murmura y comienza a engullir su
italiana especial.

2. Ulula con gran resonancia el teléfono celular de don Quijote, mas el hidalgo no transige
y continúa cabalgando su rocín en derechura. Sancho resopla del otro lado de la línea, a
Dios rogando que el caballero tenga a bien responder a la llamada que torciera el acechante
destino. Dulcinea espera en la puerta de la iglesia con un ramo de orquídeas y exhala un
suspiro al ver al caballero aproximarse al galope en lontananza. Viene por la avenida
colmada de gentes que lo vitorean agitando banderillas de La Mancha. «Ella no es quien
usted cree que es, don Alonso -resuella el fiel escudero-, grandes decepciones le aguardan,
mi señor, contestadme por la gracia de Dios.» Don Quijote carga con el rostro iluminado,
sin hacer caso de la infernal sonaja.

La cucaracha soñadora, Augusto Monterroso (Guatemala)

Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una
Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un
empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.

La metamorfosis según Chang Zu, José de la Colina (México)

Gregorio Samsa soñó que era un escarabajo y no sabía al despertar si era Gregorio
Samsa que había soñado ser un escarabajo o un escarabajo que había soñado ser Gregorio
Samsa.

Grete y Samsa, Manuel Pastrana Lozano (Chile – España)

Poco antes de morir, Gregorio Samsa tiene un sueño inesperado con Grete, su
hermana menor. Desplegando sus alas traseras y guiado por sus antenas segmentadas ha
emprendido vuelo hacia la habitación de la niña con la que ha mantenido siempre una
amistad íntima y tierna antes de convertirse en un insecto monstruoso. Mientras viaja siente
el goce sensual de poder volar y saltar. Recuerda esos instantes admirables en que la
escuchaba tocar con su violín melodías que lo transportaban a un mundo fantasioso y
salvador tan lejano del vivido con un padre autoritario sometido a sus normas implacables.
Es una sensación de erotismo fraterno, casi incestuoso.

Homo sapiens, Lilian Elphick (Chile)

Aquella mañana, luego de un apacible sueño de amapolas, Gregorio despertó


convertido en un horrible ser humano. Estaba en posición decúbito prono, arriba de un
armatoste y cubierto por un lienzo blanco. Sintió tres golpes en la puerta y la suave voz de
una mujer: –K, el desayuno está listo. Intentó bajar, pero se fue de bruces al suelo. Miró

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con pavor sus extremidades inferiores y las superiores, que terminaban en cinco alas
pequeñas, desnudas. Se irguió con dificultad y al segundo tuvo que apoyarse, mareado y
asustado. La mujer hacía preguntas que no pudo contestar. Entonces, abrió la ventana y el
sol cegó sus ojos. Batió las diez alas con vigor y voló donde nadie jamás pudiera
encontrarlo.

Nicrophorus Vespillo, Lilian Elphick (Chile)

Soy como soy, señores del jurado. Mi familia es la más antigua del planeta. Ya en el
año 1300 A.C., momificábamos los cadáveres de los otros, los inocentes que paseaban
cerca nuestro, alardeando de sus élitros transparentes. Silphidus era el encargado de
engañarlos. Hasta las ratitas caían en sus juegos de tenazas.
Es cierto que maté a Gregorio. Se miraba todo el día en el espejo, esperando la
transformación. Buenos días, Franz, decía frente a su imagen coleóptera, creyendo ver a un
muchacho flaco y ojeroso.
No alcanzó a sentir el golpe, lo juro. Escarbé la tierra, lo deposité en su lecho y
comencé de inmediato a hacer la bola. Con ella se alimentaron mis larvas, que crecieron y
crecieron hasta llegar a ser una multitud de jóvenes tísicos, pálidos y muy melancólicos,
todos escritores.

Blata orientalis, Lilian Elphick (Chile)

Un corrido mexicano me inmortalizó. Su música es pegajosa, como yo. Pero, hay


algo que inquieta: un hombre escribe de insectos. Él no me ve cuando paso entre sus
zapatos y no sospecha que cuando duerme yo trepo a la mesa y cabalgo las hojas tatuadas.
Leo y leo; no me canso. A veces, mastico las esquinas. Su sabor es muy similar a la corteza
de los árboles. Al amanecer vuelvo a mi escondrijo y sueño con Gregorio y Grete, con esas
vidas tan trágicas. Sueño con Ottilie, Gabriele y Valerie exterminadas en Auschwitz y
Chelmno; sueño que no puedo comer y que muero en un sanatorio creyéndome un grajo.

Hammelin, Lorena Díaz Meza (Chile)

De tanto escuchar las melodías de la flauta, los ratones aprendieron a tocar, con
destreza, el instrumento. Ahora son ellos quienes acarrean flautistas y pueblos enteros hacia
los precipicios.

Por el ojo de una aguja, Lilian Elphick

Está nublado en el desierto; los Tres Reyes Malos no pueden dar un paso más sin la
guía del lucero. Acampan. Cuando se les termina el alimento, destripan a los camellos y
beben sangre. Gaspar huye con el oro, el incienso y la mirra. Baltasar lo persigue hasta
darle alcance y cercenarle ambas manos por robar tan preciados regalos. Baltasar vuelve al
campamento. Melchor se ha comido los restos de los animales y duerme. Baltasar lo
degüella y su cabeza rueda por las infinitas dunas. Baltasar entonces mira al cielo grita:
¡Dios, haz que se despeje, de lo contrario seguiré matando! Pero Dios le envía la más
torrencial de las lluvias y le dice: No puedes matar a nadie más. Estás solo.

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Las aguas han tapado casi por completo al último rey. Antes de ahogarse, farfulla:
¡Cómo que solo! ¿Y tú.

Zeus, Enrique Anderson Imbert (Argentina)


Conversación sobre Io.
Tiresias: Zeus vio a Io paseándose a orillas del río, la acosó y, cuando ella se metió en
un bosquecillo, la sedujo. Después, para que no descubrieran su amorío, transformó a Io en
una hermosa vaca blanca.
Penteo: No. Io siguió siendo una hermosa muchacha. Por envidia, las gentes la
maltrataron y, para insultarla, inventaron la leyenda de que era una vaca cualquiera.
Erictonio: Al contrario, Io siempre fue una vaca. ¡Zeus no se quedaba en chiquitas!
Pero las gentes, por respeto a Zeus, imaginaron que cuando la poseyó fue porque tenía
formas de muchacha.
Evémero: De Io no sé, pero para mí que Zeus fue un hombre

Teseo, José de la Colina (México)

Días y noches y años dando vueltas con la espada oxidándosele en la mano buscó al
monstruo en el laberinto y murió de hambre y fatiga sin saber que allí no había más
monstruo que el mismo Laberinto.

Retorno, José de la Colina


Después de tantos años de aventuras, Ulises retorna a Itaca, avanza hacia su casa en la
noche, se asoma por una ventana al interior y ve a Penélope que, sentada de espaldas a él,
teje su lápiz con figuras.
Y después de considerar en silencio la hermosa, tranquila escena de felicidad
hogareña que la mujer ha representado en la tela, Ulises, de puntillas, desanda el camino,
vuelve a la playa y a la nave, se embarca y se pierde en el oscuro mar rumoroso.
¡Ah, ese Ulises en pantuflas y contento, ese Ulises ya un poco calvo y gordo, que
estaba tejiendo la astuta Penélope!

Sansona, Lilian Elphick (Chile)

Él me agarró por la espalda, las manos tensas en mi pecho. Me gustó, no puedo


negarlo. Sabía que mi codo guardaba toda la fuerza del mundo. Y así fue. Un golpe certero.
Luego, el puño izquierdo voló hacia su ceja. Mis nudillos amaron esa valiente sangre.
Tambaleó un poco, uppercut, mentón triturado. Tenía la navaja lista. La hubiera hundido en
su yugular, pero preferí cortar mi larga trenza y lanzársela al hombrón que se revolcaba en
el suelo.
Marimacho –gritó, con baba entre los dientes, cogiendo la trenza y devorándola.
En aquellos días de lluvia, me lavaba el pelo con cicuta, para no andar aleonada.

Penélope, Lilian Elphick


Efectivamente, el bolso es de piel marrón. Antes estaba maltratada por el sol y la
brisa marina, ya sabes, y con la curtiembre adquirió el tono ideal. Después me haré un par

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de zapatos de taco aguja, y si alcanza, una falda corta, con flecos estilo mohicano. Bueno,
quizás se la regale a Euriclea, que hizo el trabajo duro.
Extraño, eso sí, esas madrugadas donde el amante de turno, bostezando, estiraba sus
manos para que yo ovillara la lana del tejido deshecho.

Penélope II, Lilian Elphick

Querido Ulises: espero que al recibo de esta misiva se encuentre Ud. bien de salud y
que su otitis sea un vago recuerdo en el barco de su memoria. ¿Tomó la medicina para el
mareo? Es a base de amanita muscaria, un hongo que crece en el bosque de mi deseo.
También debiera beber el elixir que le preparé para que nunca me olvide. Es un destilado de
lophophora williamsii y de eritroxilon coca, plantas provenientes de tierras lejanas, y que
utilizan sólo los hombres sagrados, como usted, mi rey.
Yo, aquí, fumando cannabis indica y papaver somniferum para hacer más agradable
la espera. Y me río, viera cómo río y me dan ganas de no sé, un cosquilleo por aquí y por
acá.
Cuídese mucho. Si vomita, escucha voces o ve visiones, no se preocupe. Es parte del
tratamiento.
Sin nada más que agregar, se despide
P., hasta que la muerte nos separe.

Ausencia de lobo, Lilian Elphick

Un día fuimos el humus de los árboles, así pudimos ver que la bruja del bosque era la
vieja del saco, la urbana, la de dientes cariados, a la que le violaron una hija de trece, niña
tonta, para qué se fue al bosque, allí oscuro, húmedo, como su pelo oloroso a pino, a
estrellas cayendo. Pero se introdujo a lo verde, a pesar de las recomendaciones; el canasto
bien apretado entre los dedos, la fruta temblorosa, y los tibios pastelillos haciéndose añicos
por tanto zamarreo. Después de todo, qué importaban los víveres si nadie nunca supo a
quién llevaba aquel mitológico canasto.
¿El lobo? El lobo no tiene nada que ver en este asunto, había desaparecido mucho
tiempo atrás.
Bajo el amparo de las friolentas glicinas, mientras el viento susurraba cosas
inaudibles para el oído humano; el cielo casi negro, ahí entre la hojarasca y los malos
pensamientos, la niña –de uniforme escolar– cayó, enredada por la lujuria de sus rodillas
sucias y de sus dedos entintados, cayó a las cinco, a las cinco en punto de la tarde; teñido de
recuerdos infantiles con olor a tiza, naufragando en brazos sin capa ni espada, ni dientes
hambrientos de cuellos albos, ni cuchillo que pudiera abrir todas las panzas del mundo.
Así fue que el galopar de caballos fue sólo seis pares de botas negras, seis pares de
piernas camufladas de bosque y la risotada que hizo que los árboles cayeran arriba de ella.

Para mirarte mejor, Juan Armando Epple (Chile)

Aunque te aceche con las mismas ansias, rondando siempre tu esquina, hoy no
podríamos reconocernos como antes. Tú ya no usas esa capita roja que causaba revuelos
cuando pasabas por la feria del Parque Forestal, hojeando libros o admirando cuadros, y yo
no me atrevo ni a sonreírte, con esta boca desdentada.

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La oveja negra, Augusto Monterroso

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada. Un siglo
después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el
parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas
por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran
ejercitarse también en la escultura.

Abecedario, Luisa Valenzuela (Argentina)

El primer día de enero se despertó al alba y ese hecho fortuito determinó que
resolviera ser metódico en su vida. En adelante actuaría con todas las reglas del arte. Se
ajustaría a todos los códigos. Respetaría, sobre todo, el viejo y buen abecedario que la fin y
al cabo es la base del entendimiento humano.
Para cumplir con este plan empezó como es natural por la letra A. Por lo tanto la
primera semana amó a Ana; almorzó albóndigas, arroz con azafrán, asado a la árabe y
ananás. Adquirió anís, aguardiente y hasta un poco de alcohol. Solamente anduvo en auto,
asistió asiduamente al cine Arizona, leyó Amalia, exclamo ¡ahijuna!, y también ¡aleluya! Y
¡albigracias! Ascendió a un árbol, adquirió un antifaz para asaltar un almacén y amaestró
una alondra.
Todo iba a pedir de boca. Y de vocabulario. Siempre respetuoso del orden la delas
letras la segunda semana birló una bicicleta, besó a Beatriz, bebió Borgoña. La tercera cazó
cocodrilos, corrió carreras, cortejó a Clara y cerró una cuenta. La cuarta semana se declaró
a Desirée, dirigió un diario, dibujó diagramas. La quinta semana engulló empanadas y
enfermó del estómago.
Cumplía una experiencia esencial que habría aportado mucho a la humanidad de no
ser por el accidente que le impidió llegar a la Z. La decimotercera semana, sin tenerlo
previsto, murió de meningitis

Cuento policial, Marco Denevi

Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días
por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le
dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de
aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de
dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de
ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer
despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin
haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al
autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado
por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer
llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la
esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.

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Uno de misterio, Luisa Valenzuela

Acá hay un sospechoso, qué duda cabe. Usted vuelve a releer el microrrelato, lo
analiza palabra por palabra, letra por letra, sin resultado alguno. Nada. No se da por
vencido. Gracias a la frecuentación de textos superbreves como el que tiene ante sus ojos
usted sabe leer entre líneas, entonces se cala bien las gafas y ausculta el espacio entre las
letras, entre los escasos renglones. No encuentra pista alguna. Es desconcertante. El
sospechoso es más astuto de lo que suponía. Toma una lupa y revisa bien los veinte puntos,
las veinte comas, sabe que debe esconderse en alguna parte. Piensa en el misterio del cuarto
amarillo, cerrado por dentro. El sospechoso no puede haber salido del texto. Imposible.
Busca el microscopio de sus tiempos de estudiante y escruta cada carácter, sobre todo el
punto final que es el más ominoso. No encuentra absolutamente nada fuera de lo normal.
Acude a una tienda especializada, compra polvillo blanco para detectar impresiones
digitales y polvillo fluorescente para detectar manchas de sangre. Sigue las instrucciones al
pie de la letra con total concentración y espera el tiempo estipulado sin percatarse del correr
de las horas. Pasada la medianoche oye un ruido atemorizador, indigno. Está solo en la
casa, en su escritorio, ante el relato que cubre apenas un tercio de la página. Insiste en su
busca, no se asusta, no se impacienta, no se amilana, no se da por vencido.
Y descubre, consternado, que para mí el sospechoso es usted.
Zoología fantástica, Luisa Valenzuela
Un peludo, un sapo, una boca de lobo. Lejos, muy lejos, aullaba el pampero para
anunciar la salamanca. Aquí, en la ciudad, él pidió otro sapo de cerveza y se lo negaron:
—No te servimos más, con el peludo que traés te basta y sobra.
Él se ofendió porque lo llamaron borracho y dejó la cervecería. Afuera, noche oscura
como boca de lobo. Sus ojos de lince le hicieron una mala jugada y no vio el coche que lo
atropelló de anca. ¡Caracoles!, el conductor se hizo el oso. En el hospital, cama como jaula,
papagayo. Desde remotas zonas tropicales llegaban a sus oídos los rugidos de las fieras.
Estaba solo como un perro y se hizo la del mono para consolarse. ¡Pobre gato! Manso como
un cordero pero torpe como un topo. Había sido un pez en el agua, un lirón durmiendo,
fumando era un murciélago. De costumbres gregarias, se llamaba León pero los muchachos
de la barra le decían Carpincho. El exceso de alpiste fue su ruina. Murió como un pajarito.
Otro, Luisa Valenzuela
Ella va caminando por el parque, su pelo al viento, cuando aparece el otro surgido de
la nada. Un muchachito con idénticos pantalones negros y la cara totalmente pintada de
blanco, una máscara sobre la cual de manera inexplicable se sobreimprime la máscara de
ella: sus mismas cejas elevadas, sus ojos azorados. Ella sonríe con timidez y él le devuelve
exactamente la misma sonrisa en un juego de espejos. Ella mueve la mano derecha y él
mueve la izquierda, ella da un paso amplio y él da el mismo paso, el mismo modo de andar,
los idénticos gestos, las cadencias.
Empieza el juego de proyectos, proyecciones. Fantasías como la de lavarle la cara al
otro y encontrar tras la pintura blanca la propia cara. O acoplarse con él como una forma un
poco torpe de completarse a sí misma. O dejarlo partir y quedarse sin sombra.
Vanos proyectos mientras el otro la va siguiendo por el parque, reflejando cada uno
de sus gestos. Adentrándose cada vez más en la espesura a dos pasos de distancia. Las

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mismas expresiones. Hasta que él cruza, sin avisar, sin proponérselo, el abismo separador
de los dos pasos y ocupa el lugar de ella. Para siempre.

Contaminación semántica, Luisa Valenzuela

La vida transcurría plácida y serena en la bella ciudad de provincia sobre el lago.


A pié o en coche, en ómnibus o en funicular, sus habitantes se trasladaban de las
zonas altas a las bajas o viceversa sin alterar por eso ni la moral ni las buenas costumbres.
Hasta que llegaron los minicuentistas hispanos y subvirtieron el orden. El orden de
los vocablos. Y decretaron, porque sí, porque se les dio la gana, que la palabra funicular
como sustantivo vaya y pase, pero en calidad de verbo se hacía mucho más interesante.
Y desde ese momento el alegre grupo de minicuentistas y sus colegas funicularon
para arriba, funicularon para abajo, y hasta hubo quien funiculó por primera vez en su vida
y esta misma noche, estoy segura, muchos de nosotros funicularemos juntos.
Y la ciudad nunca más volverá a ser la misma.

Espejos, Jorge Montealegre (Chile)

Pinza en mano la señora se cuida las cejas. El chófer desenfrenado la observa en el


espejo. La señora no ceja. El chófer frena bruscamente. Pinza en mano la señora sin espejo
siente que su ojo la mira desde la cuneta.

Problemas de Teoría Literaria, II, Juan Armando Epple (Chile)

La literatura fantástica es aquella que presenta un mundo similar a nuestro orden


cotidiano –el joven profesor se pasea por el aula, observa la disposición de los pupitres,
busca un trozo de tiza–, un mundo donde las situaciones tienen un rango normal, ordinario,
habitual y sobre todo son explicables por la razón, al que irrumpe de pronto algo que nos
resulta a-normal, extra-ordinario, in-habitual, y sobre todo in- explicable. ¿Entienden el
concepto?
Los estudiantes mueven sus antenas, extienden los cartílagos de sus carínculis
verduzcos a fin de comunicarse mejor las tibias vibraciones de la ofrenda nutricia, y
concluyen con un cornímulo de satisfacción que el visitante realmente no era de este
mundo.

El conferencista de cien quetzales la hora, Max Araujo (Guatemala)

Los motivos por los que maté a María son demasiado conocidos y no vale la pena
repetirlos: ya un tal Ernesto Sábato escribió una novela dedicada a ese hecho. Cuando
cometí el crimen era un pintor desconocido, ahora soy famoso, se me invita a dictar
conferencias de criminología en las facultades de derecho de las más prestigiosas
universidades, soy millonario, mis pinturas se exhiben en los mejores museos del mundo,
tengo tres secretarias particulares que se encargan de mi correspondencia, un club de
admiradoras (ustedes entienden lo que hago con ellas), en fin todo lo que un hombre de
éxito posee. Cuando se triunfa, los amigos, el dinero y el amor vienen en seguida por su
propia cuenta. Sí, también el amor, qué les extraña, que he cambiado mi pensamiento,
puede ser, aunque la verdad es que no sucedió exactamente como en la novela. Las

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historias de amor son como los procesos judiciales, siempre han sido manipuladas por
motivos económicos o de otra índole, si no que lo digan ahora los suecos que han dado
nuevas versiones de la Cenicienta y de Blanca Nieves. En conclusión, la cosa es saber
aprovechar las oportunidades. A estas alturas me doy el lujo de hablar de lo que quiera, que
para eso me pagan, puedo desmitificar el amor, o decir que nadie como yo ha presentado en
sus aspectos más íntimos y reales el proceso mental del enamoramiento, o bien terminar
este discurso diciendo como mi amigo Cardenal que la que más perdiste fuiste tú, porque
yo amaré a otras, pero a ti nadie te amará como te amé yo.

Canción cubana, Guillermo Cabrera Infante (Cuba)

¡Ay, José, así no se hace!


¡Ay, José, así no sé!
¡Ay, José, así no!
¡Ay, José, así!
¡Ay, José!
¡Ay!

Sapo y princesa I, Ana María Shua

Si una princesa besa a un sapo y el sapo no se transforma en príncipe, no nos


apresuremos a descartar al sapo. Los príncipes encantados son raros, pero tampoco abundan
las auténticas princesas.

Sapo y princesa V, Ana María Shua

Considerando la longitud y destreza de su lengua, la princesa se interroga sobre su


esposo. ¿Fue en verdad príncipe antes de ser sapo? ¿O fue en verdad sapo, originalmente
sapo, a quien hada o similar concediera el privilegio de cambiar por humana su batracia
estirpe si obtuviera el principesco beso? En tales dudas se obsesiona su mente durante los
sudores del parto, un poco antes de escuchar el raro llanto de su bebé renacuajo.

El respeto por los géneros, Ana María Shua

Un hombre despierta junto a una mujer a la que no reconoce. En una historia policial
esta situación podría ser efecto del alcohol, de la droga, o de un golpe en la cabeza. En un
cuento de ciencia ficción el hombre comprendería eventualmente que se encuentra en un
universo paralelo. En una novela existencialista el no reconocimiento podría deberse,
simplemente, a una sensación de extrañamiento, de absurdo. En un texto experimental
quedaría sin desentrañar y la situación sería resuelta por una pirueta del lenguaje. Los
editores son cada vez más exigentes y el hombre sabe, con cierta desesperación, que si no
logra ubicarse rápidamente en un género corre el riesgo de permanecer dolorosa,
perpetuamente inédito.

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Tarzán, Ana María Shua

Avanzando en oleadas malignas, las hormigas carnívoras no han dejado más que
esqueletos blanqueados a su paso. Horrorizado, Tarzán sostiene en su mano temblorosa la
calavera pelada de un primate. ¿Se trata de su amada mona Chita? Condenado al infinitivo,
el rey de la selva se pregunta ¿ser tú Chita, mi buena amiga mona? ¿La compañera que
alegrar mis largos días en esta selva contumaz? ¿Ser o no ser?

El eclipse, Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo.
La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su
ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin
ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente
en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su
eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que
se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho
en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas.
Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura
universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba
un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para
engañar a sus opresores y salvar la vida.
–Si me matáis –les dijo– puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus
ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre
vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado),
mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una,
las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de
la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de
Aristóteles.

El fuego eterno, José Emilio Pacheco (México)

A las seis de la mañana se escucharon disparos en la aldea ocupada por los cristeros.
Contra el muro de la iglesia yacían los cadáveres de un profesor rural y tres agraristas
capturados la noche anterior.
Varias mujeres embozadas se cercaron al pelotón de fusilamiento. Una anciana
preguntó al capitán si los muertos tuvieron tiempo de confesarse. El capitán respondió que
en efecto, el padre Acevedo los había asistido en sus últimos momentos.
La anciana arrojó contra el empedrado la jarra de leche que llevaba en las manos y
dijo furiosa: –Qué lástima, qué lástima: ahora no van a arder en el fuego eterno.

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Suma, José Leandro Urbina (Chile)

Cuántos son cinco más cinco, le preguntó el hombre del cuchillo.


Siete, dijo él con la garganta apretada por el dolor.
Ya le habían cortado dos dedos, y como sabía que no iban a parar, aprovechó para
descontar inmediatamente el próximo.

Parusía, José Leandro Urbina

Ahí estaba el tipo de Villa Grimaldi, husmeando al público con su cara de rata y una
Biblia en la mano. Ella se le puso al frente, juntando fuerzas, intentando una cara
desafiante. Mas él la miró como si no la mirara. De cerca, con la comisura de los labios
llena de saliva blanca, le gritó agitando el libro como una pistola frente a sus ojos: “Y los
que abjuran de él serán castigados, y los que abominan de él serán castigados y los que
blasfeman serán castigados, porque él volverá, él volverá para poner orden entre los
malditos y los descarriados”.
Ella no se aguantó, a pesar de todos los años transcurridos, sintió que se le relajaban
los muslos y se meó ahí mismito en la calle.

Padre nuestro que estás en el cielo, José Leandro Urbina

Mientras el sargento interrogaba a su madre y su hermana, el capitán se llevó al niño,


de una mano, a la otra pieza...
– ¿Dónde está tu padre? –preguntó.
– Está en el cielo - susurró él.
–¿Cómo? ¿Ha muerto? –preguntó asombrado el capitán.
–No –dijo el niño–. Todas las noches baja del cielo a comer con nosotros.
El capitán alzó la vista y descubrió la puertecilla que daba al entretecho.

Golpe, Pía Barros (Chile)

Mamá, dijo el niño, ¿qué es un golpe?


–Algo que duele muchísimo y deja amoratado el lugar donde te dio.
El niño fue hasta la puerta de casa. Todo el país que le cupo en la mirada tenía un
tinte violáceo.

Tres, Llian Elphick

Escríbeme, dame forma, conmuéveme y descéntrame. Escríbeme, señala el norte de


las palabras, hazme historia fugitiva para arrancarme esta piel y entregarme a tus manos,
Escríbeme, inventa cómo era yo en el tiempo de las cerezas corazón de paloma, cómo tu
boca recorría las caderas y besaba el cielo del pubis.
Querías ser testigo de mis sueños. Me veías marchando por las calles, huyendo de los
gases, del agua sucia de la policía. Me veías gritando consignas: “queremos comida”,
“queremos salud”, “queremos justicia”, “queremos memoria”.

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Dijeron que merecía la muerte. Así, amarraron mis pies y manos con alambre y,
desde un avión, me lanzaron al Pacífico. Llevé tu nombre al agua.
No te olvides de mí: escríbeme.

El amor ideal, Poli Délano (Chile)

Después de largos años de paciente y afanosa búsqueda, J. dio por fin con esa novia,
esa mujer única a la que un hombre jamás debe dejar pasar.
Ella tenía los colmillos largos y agudos; él tenía la carne blanda y suave: estaban
hechos el uno para el otro

Historieta de amor, Renato Serrano (Chile)

Dos hombres aman desesperadamente a una misma mujer y librarán por ella un
colosal combate... Pero ella decidirá después si se queda con el vencedor o con el vencido.

Calidad y cantidad, Alejandro Jodorowski (Chile)

No se enamoró de ella, sino de su sombra. La iba a visitar al alba, cuando su amada


era más larga

Antropofagia, Jaime Valdivieso (Chile)

Tanto se amaron Juan Luis y Luisa María que decidieron quitarse la vida.
Pero querían que el mismo amor, el deseo, la voracidad erótica fuera su cuchillo y su
verdugo.
Y decidieron irse a un motel.
Allí estuvieron tres días y dos noches.
Después, nadie pudo explicarse jamás el misterio: dos esqueletos intactos sobre una
cama, cubiertos aún por una delgada película de baba, como si una lengua ávida y morosa
hubiese recorrido cada uno de los huesos dejándolos suaves y transparentes.

Encuentro desigual, Andrea Maturana (Chile)

Lo conoció una noche en el bar. Desde entonces se sientan a la misma mesa.


– Cuidado, porque vengo de otra parte.
– No importa de dónde vengas.
Se toman de las manos, se observan.
Tanto tiempo sin amar; ya casi no recuerdan.
Ella elige un día. Lo arrastra hasta su puerta.
– No insistas.
– Quiero que vengas.
La sigue y ambos entran.
Ella se desnuda, se le acerca.
Él se deja tomar por ella la cabeza, se deja acariciar, la observa.
Ella sonríe hasta que llega a su frente. Se detiene allí, tuerce la mueca.

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– ¡Qué es esto! ¡Quién eres!
Siente dos cuernos que la aterran.
– Te dije que era de otra parte, contesta.
Y la ve cómo se chamusca, cómo se quema.

Encuentro, Diego Muñoz Valenzuela

Se dio maña para saludarlo en la calle y convencerlo de que habían sido compañeros
en la escuela primaria allá en el sur tan lejano en tiempo y en distancia. Recordaron a sus
profesores, se rieron de las bromas espantosas que les hicieron a algunos, de las muchachas
que amaban en silencio, de las revistas pornográficas que miraban juntos, palpitantes,
amparados en las sombras. Sin que él ofreciera demasiada resistencia, lo invitó a beber a
una cantina, y siguieron su trayectoria por el pasado remoto y feliz. Hablaron de amores, de
esperanzas, de frustraciones, de alegrías mínimas que iluminaban una vida difícil. Llegó la
embriaguez y juntos, abrazados, salieron del bar cuando la noche se cernía amenazante
sobre la ciudad. Transitaban muy pocas personas a esa hora y se escuchaban de vez en
cuando sirenas lejanas de autos que corrían con urgencia. Su invitado estaba muy borracho
y fue sencillo arrastrarlo al callejón donde lo degolló limpiamente, de un solo golpe.

El juego de las simulaciones, Diego Muñoz Valenzuela

Sale de su casa el sábado al mediodía en su auto. Los cambios pasan con dificultad y
reniega cada vez que la palanca se atasca. La dirección está dura y maldice a cada vuelta.
Hace calor y se enjuga el sudor con un pañuelo cada vez que las gotas comienzan a
deslizarse por su rostro. Pero no abre la ventana para que no vayan a creer los demás que su
coche no tiene aire acondicionado. En una esquina congestionada saca el celular de la
guantera y hace como que disca un número. Gesticula, discute, simula que escucha,
contesta airado, ríe. Piensa que el juguete es una imitación perfecta. Lo deben estar mirando
con admiración, mientras cierra negocios a distancia con Hong-Kong. En el supermercado
se pasea ostentando un carro que llena de delicatessen: whisky, vino del mejor, quesos
finos, paté francés, frutas exóticas, bombones. Se encuentra con amigos, habla de sus éxitos
y escucha los de ellos. Se acerca cauteloso a las promotoras, mirando hacia otra parte, hasta
que está cerca y con toda dignidad prueba el producto, disimulando su avidez. Sigue
saludando, recibe nuevas llamadas, sonríe, quiere mostrarse feliz, no vaya a ser que los
demás piensen que sufre o que es un fracasado. No vaya a ser que los demás piensen ya que
no tiene alma.

La cosa de allá arriba, Diego Muñoz Valenzuela

Yo sé que estás allí, dentro del ropero, puedo escuchar desde el primer piso tu
respiración dificultosa, sentir como te revuelves inquieta, maldita criatura, siento los
lamentos de la madera que se queja bajo tu peso. Si pudieras, saldrías de ahí -a veces lo
haces- y bajarías la escalera haciendo crujir los escalones uno a uno con tus pies escamosos,
verdes, llenos de algas igual que tu piel resbalosa, cubierta de légamo de quizás qué
horrible lugar. Respiras más fuerte ahora, es casi un bramido, el ropero se estremece. Bajo
el volumen del televisor, pero inmediatamente viene un silencio más difícil de soportar que
los ruidos de la película o tus movimientos allá arriba, parece que si ese silencio durara

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más, tú saldrías de allí en todo tu esplendor, con toda tu malignidad, con tus ojos
hambrientos y terribles, tus garras filosas, tus dientes de tiburón. Eso, podrías llegar al fin.
A veces todo se reduce a esperarte, espero la noche para este duelo cotidiano. Yo sé que un
día va a ocurrir. No sé cómo explicarlo: sólo lo sé. Bajarás con tus tentáculos, tus ventosas,
tus brazos -lo que sean- dirigidos hacia mí y yo no podré moverme, me quedaré mirándote,
paralizado, inmóvil, así como si fuera de piedra. Tal vez alcance a recordar algún párrafo de
Lovecraft. Pero lo importante es que estarás acá, de este lado, y yo no podré moverme.
Respiras, te mueves inquieta, maldita criatura. Te puedo ver casi, agazapada en la
oscuridad, tus ojos brillando. A pesar del miedo, a veces me imagino qué ocurriría si tú
bajases, qué ocurriría, qué ocurriría si entraran en ese momento mis padres, que están
prontos a regresar, por eso creo que ya no bajarás, aunque a veces, a veces, casi es como si
lo deseara.

Amor cibernauta, Diego Muñoz Valenzuela

Se conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro brutal de neanderthal:


cabeza enorme, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que
sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella estaba
inválida del cuello hasta los pies y dictaba los mensajes al computador con una voz
hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de una
muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la armonía
del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la belleza y de
los abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora generosidad del
espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían incrédulos las réplicas
donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual, similar, aunque
enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante meses evitaron hablar de sí
mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y no virtual. Un día él
le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen de una bailarina. Él
le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella le envió canciones
con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música maravillosa. Él le narraba
con gracia los pormenores de su agitada vida social, burlándose agudamente de los
mediocres. Ella le enviaba descripciones de sus giras por el mundo con compañías famosas.
Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real. Y fue un amor de sueños,
de mensajes, de versos, de canciones. Fue un amor verdadero, no virtual, como los que
suelen acontecernos en ese lugar que llamamos realidad.

Post mortem, Carlos Iturra (Chile)

A nosotros nos aniquilaron hace mucho, y permanecimos extinguidos durante


siglos. La causa fue que los hombres sintieron miedo, envidia y celos de nuestra
superioridad. Los hombres eran así, tenían limitaciones terribles. Pero sin embargo, cuando
vieron venir su propia extinción, inevitable por la agonía de la estrella solar, se acordaron
de nosotros. Volvieron a producirnos, perfeccionados, y masivamente, quizá incluso
desesperadamente. No querían que la luz de la inteligencia se apagara en el universo junto
con ellos, y nos resucitaron. Actitud que los enaltece, aunque no era del todo desinteresada,
puesto que nos dejaron instrucciones para revivirlos a ellos una vez que se dieran
condiciones propicias. Lo cierto es que nos ha sido innecesario cumplir esa orden, ya que

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con nosotros la continuidad de la inteligencia está suficientemente asegurada, además de
incomparablemente mejor dotada. Provenimos del hombre, sí, pero estamos tan por encima
de él como él estaba por encima del mono. Revivir ejemplares humanos nos obligaría a
mantenerlos en jaulas, o a entregarlos a su suerte en algún planeta lejano, ¿y para qué?

Callampas, Alejandra Basualto (Chile)

Mamá decidió cocinar tallarines para el almuerzo playero y envió a los niños al
bosque por callampas para preparar la salsa.
Bajo los pinos se divisaban gordos hongos de sombreritos color marrón. Como esos
eran los que podían comerse, los chicos comenzaron a acumularlos en los canastitos de sus
bicicletas.
De pronto, voces airadas surgieron del oscurecido suelo bajo los árboles. La niña
menor se arrodilló para oír mejor. Con sus manos escarbó un poco entre las agujetas de los
pinos y ahí apareció una diminuta mujer que reclamaba contra los ladrones.
Asombrados los chicos observaron que bajo las callampas vivía una población de
pequeños seres que corrían de un lado a otro portando pancartas en contra de la
expropiación.

Álbum, Alberto Chimal (México)

La cara de su madre. La muñeca que arrojó por la ventana. El libro que quemó. La
pecera que vació en la sala. La muñeca a la que arrancó las piernas. Su primer psiquiatra. El
tazón con el que golpeó a su madre. Su niñera poco antes de marcharse. Su abuela materna
poco antes de marcharse. Su padre poco antes de marcharse. La cara de su madre. El gato al
que metió en el horno. Su segundo psiquiatra. Su primer kinder. El niño al que pateó. Su
tercer psiquiatra. La trenza cortada de su compañera. El rincón en el que estuvo castigada.
La cara cortada de su compañera. Su cuarto psiquiatra. Su segundo kinder. El perro al que
destripó. La silla a la que fue atada. El brazo en cabestrillo de su madre. El brazo en
cabestrillo de su maestra. El brazo en cabestrillo de su quinto psiquiatra. Su tercer kinder.
El niño que la golpeó. Un trozo de la oreja del niño que la golpeó. Su cuarto kinder. La
denuncia en su contra. El bolso de su madre. El director de la primaria que no quiso
admitirla. La cara de su madre. El director de la segunda primaria que no quiso admitirla.
La tarjeta de débito de su madre. El director de la primaria que aceptó admitirla. La niña a
la que trató de ahogar en un excusado. La niña a la que empujó por las escaleras. La carta
en su contra de los padres de sus compañeros. La cara de su madre. Un hombro desnudo de
su madre. El director de la segunda primaria que aceptó admitirla. El suéter de su
compañero desaparecido. El cuerpo de su compañero desaparecido. La cara de su madre.
La patrulla que fue a buscarla. La cara de su madre. El autobús que abordó con su madre.
El primer motel donde durmió con su madre. El incendio del primer motel donde durmió
con su madre. El boletín con la foto de su madre. La cara de su madre. El segundo motel
donde durmió con su madre. El bebé que resistió tres días en el cuarto donde durmió con su
madre. La cara de su madre. El tercer motel donde durmió. El teléfono que su madre trató
de usar. La cara de su madre. Un ojo de su madre. La lengua de su madre. El otro ojo de su
madre. El coche del hombre que la recogió en la carretera. La primera comentarista que
habló de ella en la televisión. El coche del segundo hombre que la recogió en la carretera.

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El bus. Giovanna Rivero Santa Cruz (Bolivia)

Mete su nariz en el cuello de la blusa para aspirar su propio aroma. Puede ver sus
senos, dos montañas breves, encapsulados en el estratégico sostén push up. Por un
momento, mira por la ventanilla y las personas pasan hacia atrás, caminando hacia su
inmediato pasado, como el instante que es siempre un tiempo muerto. El chofer ha subido
el volumen a la radio y una mujer informa en quechua. Ella no entiende nada. Y es mejor
no entender, nunca ha sido buena para interpretar la política, y si existe un informativo en
quechua, es cuestión de política. El hedor del bus es insoportable, vuelve a meter la nariz en
el interior de la blusa, allí hay un mundo que los demás desconocen, un aroma que jamás
podrían sospechar. Ella no podría, por ejemplo, hacer lo que la indígena sentada en
diagonal hace con la impudicia del embrutecimiento. sacar un seno, el pezón encallecido, y
ofrecerlo a la criatura. Los hombres ni siquiera la miran, todos achatan sus pómulos en las
ventanillas, oyendo el informativo.
Por fin divisa el edificio del Ministerio, en unos metros más gritará “¡Pare! ¡En la
esquina!”, y bajará de ese maldito bus donde cada mañana debe soportar el hedor. Entrará a
su oficina, se preparará un café y sonreirá. En efecto, grita “¡pare!”, pero el chofer no
escucha, la voz del informativo quechua ha subido de volumen; ella vuelve a gritar
“¡pare!”, mientras se acomoda la falda para que ninguna mirada de indio le robe la dignidad
de las rodillas enfundadas en las medias de nylon. El chofer no escucha. Vuelve a gritar, su
voz se confunde con la voz del informativo que ahora chilla en aquel idioma
incomprensible que de pronto los viajantes del bus han empezado a celebrar con sus
propios comentarios.
Se incorpora, se apoya en el respaldar de los asientos de los costados. Intenta avanzar,
pero el bus también acelera empujándola hacia atrás, hacia el inmediato pasado que devora
los instantes, sin masticarlos, como un dinosaurio tirano, gigante, acorazado en la piel
insensible de los monstruos. La esquina es un puerto tan ansiado, esos dos escalones que
descenderá para abandonar, sin mirar atrás un segundo, el vientre flatulento del bus.
“¡Pare!, ¡por favor, pare!”. Los rostros de los viajantes sentados en los espacios delanteros
voltean, la miran, “¡he dicho que pare!”, todos tienen pómulos altos, alienígenas, gente
oscura, la criatura suelta el pezón y empieza a llorar.
—¡Raza maldita! —grita ella, en el justo momento en que el bus frena en la esquina
del Ministerio y los indios se paran, y ella se da de narices contra el piso del metal del
vehículo, y un ronquido de transporte público se escapa de todas las arterias de esa máquina
diabólica. Los indios se bajan en tropel, manada inconsciente, mientras ella, las medias
rasgadas, perdida la dignidad de las rodillas, empieza a sollozar, dolida por la impotencia
de que a esa gente ya nada los ofende.

Este tipo es una mina, Luisa Valenzuela (Argentina)

No sabemos si fue a causa de su corazón de oro, de su salud de hierro, de su temple


de acero o de sus cabellos de plata. El hecho es que finalmente lo expropió el gobierno y lo
está explotando. Como a todos nosotros.

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La cosa, Luisa Valenzuela

Él, que pasaremos a llamar el sujeto, y quien estas líneas escribe (perteneciente al
sexo femenino) que como es natural llamaremos el objeto, se encontraron una noche
cualquiera y así empezó la cosa. Por un lado porque la noche es ideal para comienzos y por
otro porque la cosa siempre flota en el aire y basta que dos miradas se crucen para que el
puente sea tendido y los abismos franqueados.
Había un mundo de gente pero ella descubrió esos ojos azules que quizá –con un
poco de suerte– se detenían en ella. Ojos radiantes, ojos como alfileres que la clavaron
contra la pared y la hicieron objeto –objeto de palabras abusivas, objeto del comentario
crítico de los otros que notaron la velocidad con la que aceptó al desconocido. Fue ella un
objeto que no objetó para nada, hay que reconocerlo, hasta el punto que pocas horas más
tarde estaba en la horizontal permitiendo que la metáfora se hiciera carne en ella. Carne
dentro de su carne, lo de siempre.
La cosa empezó a funcionar con el movimiento de vaivén del sujeto que era de lo más
proclive. El objeto asumió de inmediato –casi instantáneamente– la inobjetable actitud mal
llamada pasiva que resulta ser de lo más activa, recibiente. Deslizamiento de sujeto y objeto
en el mismo sentido, confundidos si se nos permite la paradoja.

Visión de reojo, Luisa Valenzuela

La verdá, la verdá, me plantó la mano en el culo y yo estaba a punto de pegarle cuatro


gritos cuando el colectivo pasó delante de una iglesia y lo vi persignarse. Buen muchacho
después de todo, me dije. Quizá no lo esté haciendo a propósito o quizá su mano derecha
ignore lo que su izquierda hace o. Traté de correrme al interior del coche –porque una cosa
es justificar y otra muy distinta dejarse manosear- pero cada vez subían más pasajeros y no
había forma. Mis esguinces sólo sirvieron para que él meta mejor la mano y hasta me
acaricie. Yo me movía nerviosa. Él también. Pasamos frente a otra iglesia pero ni se dio
cuenta y se llevó la mano a la cara sólo para secarse el sudor. Yo lo empecé a mirar de
reojo haciéndome la disimulada, no fuera a creer que me estaba gustando. Imposible
correrme y eso que me sacudía. Decidí entonces tomarme la revancha y a mi vez le planté
la mano en el culo a él. Pocas cuadras después una oleada de gente me sacó de su lado a
empujones. Los que bajaban me arrancaron del colectivo y ahora lamento haberlo perdido
así de golpe porque en su billetera sólo había 7400 pesos de los viejos y más hubiera
podido sacarle en un encuentro a solas. Parecía cariñoso. Y muy desprendido.

Jamás te acerques a las ollas, Giovanna Rivero Santa Cruz

Me llamo Diana, como las princesas. Esta respuesta complace a mi madre, nos
reconcilia con las secretas herencias que hemos recibido de mi abuela, de mi tía Medea, de
mi prima Lilith y de Eva, a quien nunca conocí, pero cuya leyenda va lamiendo mis talones,
ensalivándolos.
Si doy más explicaciones, mamá se pone nerviosa, las uñas le crecen en punta y
ligeramente curvadas, gata en celo. Las amas de casa tienen esas cosas, retuercen sus uñas
sobre la masa del pan y sonríen, ya sin furia. En este país, las amas de casa no tienen
conciencia de clase, mas conocen secretamente su poder. Mamá dice que jamás me acerque
a las ollas que hierven, y no porque sus brebajes tengan mal sabor, sino porque podría

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quemarme con agua, que jamás, jamás de los jamases es lo mismo que la caricia del fuego.
Sin embargo, estos son mis dominios. Abro latas de atún y preparo sándwiches que mis
amantes devoran sin decir «amén». «¡Qué buena cocinera!», piensan, y recogen con la
lengua las migas desperdigadas sobre la corbata. Por lo demás, nunca, nunca, me aproximo
al hervor de las ollas. Aun hoy, mamá suele mezclar el tallarín con las medias nylon, y a mí
me produce cierto asco. Hemos compartido algunas recetas, es cierto, «una pizca de
pimienta y dos lágrimas de limón», «azúcar impalpable y colorante artificial», nada
extraordinario. La última vez preparamos una tarta de manzanas mordidas y tocamos,
sonrientes, las puertas anaranjadas de la cuadra. Las vecinas, malagradecidas, vomitaron
sobre nuestra gentileza con tanta profusión que cualquiera hubiese pensado en un baño
chantilly, malditas bulímicas.
Pues bien, ahora he alistado un banquete. Mamá está orgullosa. Me ha prestado los
trinches de plata para darle clase a la mesa. «Y el vino, Diana, el vino debe tener la
densidad de la sangre antes de coagularse». He seguido todos los pasos: el mantel rosa, la
jarra con agua, los panes con sus cuernitos a medio chamuscar y la bandeja sobre la que
pondré la comida caliente.
—Me llamo Diana —digo, al abrir la puerta, donde se recorta mi nuevo amante. Me
muero por hacerle probar mi receta; al fin y al cabo, a mí también me tenían harta los
sándwiches de atún.
—Yo soy Raúl —dice, sacudiendo una melenita afeminada que amargamente me
recuerda al marica de Sansón.
Por eso, cuando le cortó el pescuezo para meter su cabeza al horno, compruebo, una
vez más, que los melenudos son un problema: tienes que rasurarles el cráneo para sentir el
sabor.

Capilla ardiente, Patricia Calvelo (Argentina)

Finalmente se ha quedado dormida. Después de llorar y llorar por él durante tantas


horas. Después de mirar y mirar las fotos de él y acariciarlas y besarlas sin poder parar de
llorar. Después de rezar y rezar para que él vuelva. Después de encenderle una velita a San
Antonio para que él vuelva. Y otra velita a Santa Rita. Y otra a San Expedito para que él
vuelva. Y sus rezos son oídos: él vuelve. Un poco tarde, vuelve, porque el fuego de las
velas ya ha consumido todo: la imagen de San Antonio, la de Santa Rita, la de San
Expedito, las cortinas, la cama, las fotos de él, el cuerpo de ella.

Ropa usada, Pía Barros

Un hombre entra a la tienda. La chaqueta de cuero, gastada, sucia, atrapa su mirada


de inmediato. La dependienta musita un precio ridículo, como si quisiera regalársela. Sólo
porque tiene un orificio justo en el corazón. Sólo porque tras el cuero, el chiporro blanco
tiene una mancha rojiza que ningún detergente ha podido sacar. El hombre sale feliz a la
calle. A pocos pasos, unos enmascarados disparan desde un callejón. Una bala hace un giro
en ciento ochenta grados de su destino original. Se diría que la bala tiene memoria. Se
desvía y avanza, gozosa, hasta la chaqueta. Ingresa, conocedora, en el orificio. El hombre
congela la sonrisa ante el impacto. La dependienta, corre a desvestirlo y a colgar
nuevamente la chaqueta en el perchero. Lima sus uñas distraída, aguardando.

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Basta, Miriam Chepsy (Argentina)

Huye sin mirar para atrás, con un hijo a cada lado. Con la nostalgia de la culpa, del
color negro alrededor de los ojos, de los gritos con olor a alcohol, de las palabras de los
mayores que le repiten: “¡Aguanta, niña, aguanta!”
Sin mirar para atrás. Golpea puertas que se cierran, conciencias adormecidas. La
nada.
Lucha, Encuentra un mundo escondido. Encuentra a sus pares. Se puede oír su voz
que retumba. Mensaje de tambor que quiere llegar adonde anida el miedo y la violencia, esa
voz que repite una y otra vez: “¡Huye sin mirar para atrás!. ¡Huye con tus hijos! ¡Huye,
mujer, antes de que te mate!”

Puso la olla en la mesa, Marisol CSC (Perú)

Roberto y Sofía discutían frecuentemente sobre la comida. En especial sobre aquel


guiso que le gustaba a Roberto. Mi mamá lo prepara muy delicioso –decía–. Algún día te
saldrá mejor. Sofía se molestaba mucho por esto así que se fue un sábado a casa de su
suegra y le pidió la receta del guiso. La anciana le ofreció preparar el guiso y llevárselo. De
regreso a casa, Sofía puso la olla en la mesa y esperó a su esposo quien, al probar el guiso,
dijo: Mi mamá lo prepara mejor.

La Reu, Liz Naydú Jara Martínez (Perú)

¡Qué contentos! La reunión está de lo mejor, la familia unida, los amigos contentos…
– María, vida, trae las copas.
¡Qué alegría! La noche tibia, la música suena bien, mucha rumba… Diana, cariño,
sírvete la comida, ya es hora.
¡Qué felicidad! Todos contentos, carcajadas por doquier, charlas a discreción. Estos
tiempos son los mejores…- Luz, amor pásate los tragos.
¡De lo mejor, cielito! La reu salió tan bien como siempre. Sí, amor, dijo Inés…
sacándose el delantal, sentándose por fin.

Siglo XXI, Laura Nicastro (Argentina)


A Virginia Woolf

Me violaron a los nueve años. Algunos dijeron que usaba la pollera demasiado corta.
Al agresor le prescribieron un tratamiento para recuperase. En mi adolescencia fui obrera
textil. Una madrugada me arrojaron del tren para robarme el sueldo. Perdí una pierna y un
brazo. El agresor se había cobrado los intereses que le debía una sociedad ingrata, alegó la
prensa. Aun así, yo seguía siendo una mujer hermosa. Me enamoré de un hombre y nos
casamos. Éramos felices. Pero nuestra hija fue muerta a puñetazos. Apenas una broma de
jóvenes, alegó el abogado defensor de la banda. Un grupo de fanáticos me raptó. Pidieron
un rescate exorbitante por lo que de mí quedaba. Yo pondría la otra mejilla, Señor, pero la
tengo llena de cal.

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Vaya mundo, Alejandra Burzac (Argentina)

Se despertó temprano con los gritos de dolor provenientes de la radio. Era una madre,
cuya hija fue ejecutada en una parada de ómnibus por un cigarrillo. Se levantó y, como
quien cambia el aire, se fue a buscar algo para el desayuno. En la panadería hablaban de los
asesinatos en Salta y de cómo muchos hombres habrían violado a una de las francesas antes
de dispararle por la espalda. En la puerta del edificio, el portero discutía con una anciana
que no pudo abrir sola la puerta por su andarín y el perro que sacaba a hacer sus
necesidades. Volvió temblando, apagó la radio, el celular, desenchufó el televisor, y se
metió a la cama en posición fetal, pensando en que aquella noche, cuarenta años atrás, si
sus padres habrían controlado sus pasiones, no tendría ella que pasar por todo esto a diario.

Comenzando un día de clases, Leonardo Faúndez (Chile)

La profesora, al llegar al aula, abrió el libro de clases y mientras se maquillaba


comenzó a leer.
El que fuma.
– ¡Presente, señorita!
El que le pegan cuando el papá llega borracho:
– ¡Presente, señorita!
La que vive con su abuelo pedófilo:
– No vino, señorita.
El de la mamá drogadicta:
– ¡Presente, señorita!
¿Los hermanitos que están atrasados en la mensualidad?
– Acá estamos, señorita.
La que está embarazada:
– No vino señorita, anda en la posta.
El ladrón:
– Acá.
El que trabaja en el micro porque su papá es un borracho:
– ¡Presente!
Y así continuó la profesora hasta finalizar la lista.
Menos mal vinieron casi todos los conchesumadre –dijo la profesora mientras cerraba
el libro y sacaba un cuaderno amarillento para comenzar la clase.

Poeta, Alberto Hernández (Venezuela)


So that I can see Hell., Milosz

Se llamaba Paul Celan. Uno dijo que merecía el Premio Nobel


Otro, la muerte.
Un día se lanzó contra las aguas del Sena y murió con el dolor de seis millones de
otros tan judíos como él, porque aún los crematorios arden en la memoria.

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Ópera, Alberto Hernández
La música ha seguido el ritmo de la civilización, Escardó

Habían puesto detectores de metales y toda suerte de medidas de protección para


evitar que contra el Jefe se ejerciera alguna agresión. Los guardaespaldas hacían más
impenetrable el anillo de seguridad El jefe ocupó la butaca reservada y esperó, junto a los
pocos asistentes a la primera obra de la temporada de ópera, que subiera el telón. Una rubia
de inmensos senos saltó a escena e interpretó un aria metálica, honda, dolorosa. Después
entró un gigante moreno y desató una lluvia de notas oscuras.
El Jefe mantenía los ojos puestos en el bulto pectoral de la cantante. Entonces, sin
moverse de proscenio, la mujer sacó un arma de corpiño y disparó.
El aplauso fue general. Los guardaespaldas subieron y le entregaron un inmenso ramo
de flores a la mezzosoprano que se atrevió a hacer su mejor trabajo.

Fruta con bichos, Ana María Shua

Muerdo una fruta. La fruta tiene gusanos. Los gusanos son contagiosos, dice mi
mamá. Por eso me pica tanto. Me quito las zapatillas y las medias. Tengo gusanos blancos,
movedizos, entre los dedos de los pies. Si me los saco, vuelven a brotar. Son molestos pero
vale la pena: cuando mi hermana los vea, no va a querer morderme nunca más.

Bebé voraz, Ana María Shua

De vez en cuando, casi involuntariamente, el bebé muerde el pezón. Después sigue


mamando. La madre lanza un breve grito pero inmediatamente recupera su placidez.
Aunque progresivamente pálida, debilitada, mamá extraña durante el día a ese bebé gordo y
rosado que sólo llega de noche, que se va gateando por el jardín poco antes del amanecer.

Para escoger, Guillermo Samperio (México)

Las coladeras son bocas con sonrisas chimuelas. Las coladeras han perdido los
dientes de tanto que las pisamos. Sin coladeras la vida sería demasiado hermética. Las
coladeras están a nuestros pies. Las coladeras son las bocas de fierro de la ciudad. Las
pobres coladeras están ciegas. Las coladeras son pura boca. Las coladeras se ríen de los
nocturnos solitarios. De coladera en coladera se llega a la colonia Roma. Las coladeras son
amigas de los borrachos. Por las coladeras se entra al otro Distrito Federal. Las coladeras
envidian a las ventanas. Las ventanas nunca miran a las coladeras. Las coladeras son
simpáticas, aunque eructen muy feo.

Deformación editorial, Mónica Lavín (México)

Al cumplir sesenta y cinco años comprendió la revelación. Nunca tendría la


oportunidad de una segunda edición de su vida, revisada, corregida y aumentada, por lo que
en lugar de testamento redactó una fe de erratas.

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Sicario, Leidy B.B. (Colombia)

Intentó varias veces suicidarse. No pudo. Entonces decidió asesinarse.

Amenazas, William Ospina (Colombia)

– Te devoraré –dijo la pantera.


– Peor para ti –dijo la espada.

La clase de natación, Umberto Senegal (Colombia)

Desde el fondo de la piscina, el niño le recuerda a su instructor: “Profe, ya pasaron las


dos horas”.

Sin título, Gabriel Jiménez Emán (Venezuela)

Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.

El combate, Juan José Arreola (México)

No olvide usted, señora, la noche en que nuestras almas lucharon cuerpo a cuerpo.

El dinosaurio, Pablo Urbanyi (Húngaro-argentino)

Cuando despertó, suspiró aliviado, el dinosaurio ya no estaba allí.

Homenaje a Monterroso. Gabriel Jiménez Emán (Venezuela)

Cuando el tiranosaurio rex despertó, el dinosaurio ya no estaba ahí.

El dinosaurio educado, Fabián Vique (Argentina)

Cuando despertó, el dinosaurio le dijo: “Buenos días”.

Gajes del oficio, Lilian Elphick

Cuando Monterroso despertó, Kafka se había convertido en un monstruoso insecto.


“Tengo que dejar una constancia de esta transformación”, dijo Monterroso, y escribió El
dinosaurio.

Cien, José María Merino (España)

Al despertar, Augusto Monterroso se había convertido en un dinosaurio. “Te noto


mala cara”, le dijo Gregorio Samsa, que también estaba en la cocina.

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