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¿Cómo pudieron equivocarse tanto los economistas?
I. CONFUNDIR LA BELLEZA CON LA VERDAD
Es difícil de creer ahora, pero no hace mucho los economistas se felicitaban entre sí por
el éxito de su campo teórico. Esos éxitos (o así lo creían ellos) eran tanto teóricos como
prácticos y condujeron a una era dorada para la profesión. Por el lado teórico, pensaban
que habían resuelto sus disputas internas. Así, en un artículo de 2008 titulado “The
State of Macro” [El estado de la Macro, n. de. t.] (esto es, macroeconomía, el estudio de
los asuntos del cuadro general, como las recesiones), Oliver Blanchard, del M.I.T.,
ahora economista jefe del Fondo Monetario Internacional, declaraba que “el estado de
la macro está bien”. Las batallas de años pasados, decía, habían terminado, y había
habido una “amplia convergencia en la visión”. Y en el mundo real, los economistas
creían que tenían las cosas bajo control: el “problema central de la prevención de la
depresión ha sido resuelto”, declaró Robert Lucas, de la Universidad de Chicago, en su
discurso presidencial de 2003 ante la Asociación Económica Estadounidense. En 2004,
Ben Bernanke, ex profesor de Princeton que ahora es presidente del directorio de la
Reserva Federal, celebró la Gran Moderación en el desempeño económico de las
últimas dos décadas, que él atribuía en parte a una elaboración mejorada de las
políticas económicas.
Pocos economistas vieron venir nuestra actual crisis, pero esta falla en la predicción fue
el menos importante de los problemas en el campo de la profesión económica. Más
importante fue la ceguera de la profesión ante la posibilidad misma de fallas
catastróficas en una economía de mercado. Durante los años dorados, los economistas
financieros llegaron a creer que los mercados eran inherentemente estables; en
realidad, que las acciones y otros activos eran siempre avaluados de manera correcta.
No había nada en los modelos prevalecientes que sugiriera la posibilidad del tipo de
colapso que sucedió el año pasado. Mientras, los macroeconomistas tenían puntos de
vista divididos. La principal división, sin embargo, era entre aquellos que insistían en
que las economías de libre mercado nunca se extravían y aquellos que creían que las
economías podían extraviarse de vez en cuando, pero que cualquier gran desviación del
camino de la prosperidad podía ser corregida, y lo sería, por una Banca Central Federal
todopoderosa. Ninguno de los lados estaba preparado para lidiar con una economía que
se descarrilara a pesar de los mejores esfuerzos de la banca central.
Como lo veo, la profesión económica se extravió porque los economistas, como grupo,
confundieron a la belleza, vestida de una matemática impresionante, con la verdad.
Hasta la Gran Depresión, la mayoría de los economistas se aferraron a una visión del
capitalismo como un sistema perfecto o casi perfecto. Esa visión no era sostenible en
vista del desempleo masivo, pero a medida que los recuerdos de la Depresión se
desvanecieron, los economistas volvieron a enamorarse de la vieja e idealizada visión
de una economía en la que individuos racionales interactúan en mercados perfectos,
visión emperifollada esta vez con ecuaciones de fantasía. El renovado romance con el
mercado idealizado fue sin duda parcialmente una respuesta a los cambiantes vientos
políticos, y parcialmente una respuesta a los incentivos financieros. Con todo, aunque
los años sabáticos de la [conservadora] Hoover Institution y las oportunidades
laborales en Wall Street no son nada despreciables, la causa central de la falla de la
profesión fue el deseo de llegar a un enfoque que abarcara todo, que fuera
intelectualmente elegante, y que también les diera a los economistas una oportunidad
para ostentar sus destrezas matemáticas.
Es mucho más difícil decir en qué dirección irá la economía desde el punto actual. Sin
embargo, lo que es casi cierto es que los economistas tendrán que aprender a vivir con
el desorden. Esto es, que ellos tendrán que reconocer la importancia del
comportamiento irracional y a veces impredecible, enfrentar las a menudo
idiosincrásicas imperfecciones de los mercados y aceptar que una elegante “teoría de
todo” económica está demasiado lejos. En términos prácticos, esto se traducirá en más
cautos consejos de política y en una reducida disposición a desmantelar las
salvaguardas económicas con la de de que los mercados resolverán todos los
problemas.
Esta fe fue, sin embargo, destrozada por la Gran Depresión. En realidad, inclusive ante
el colapso total algunos economistas insistían en que cualquier cosa que sucediera en
una economía de mercado estaba bien: “Las depresiones no son simplemente males”,
declaró Schumpeter en 1934 (¡1934!). Ellas son, añadió, “las formas de algo que debe
ser hecho”. No obstante, muchos de los economistas, y finalmente la mayoría, volvieron
sus ideas a John Maynard Keynes, tanto en búsqueda de una explicación a lo que había
sucedido como de una solución para futuras depresiones.
Es importante entender que Keynes hizo mucho más que expresar afirmaciones
resueltas. La Teoría general es un trabajo de muy profundo análisis, un análisis que
persuadió a los mejores economistas jóvenes de la época. Con todo, la historia de la
economía durante el pasado medio siglo es, en gran medida, la historia de una retirada
del keynesianismo y un retorno del neoclasicismo. El reavivamiento neoclásico estuvo
inicialmente conducido por Milton Friedman, de la Universidad de Chicago, quien
afirmó en fecha tan temprana como 1953 que la economía neoclásica funciona
suficientemente bien como una descripción de la manera en que la economía funciona
realmente, para ser “tanto extremadamente fructífera y merecedora de mucha
confianza”. ¿Y qué con las depresiones?
Por supuesto, hubo excepciones a esas reglas: unos pocos economistas desafiaron el
supuesto del comportamiento racional, cuestionaron la creencia de que se puede
confiar en los mercados financieros y señalaron la larga historia de crisis financieras
que habían tenido devastadoras consecuencias económicas. No obstante, ellos nadaban
contra la marea, incapaces de ganar el paso contra una complacencia omnipresente y,
retrospectivamente, tonta.
En los años 30 los mercados financieros, por obvias razones, no recibían mucho
respeto. Keynes los comparaba con “esas competencias de los periódicos en las que los
competidores tienen que elegir las seis caras más bonitas entre cien fotografías,
dándosele el premio luego al competidor cuya elección corresponde más cercanamente
a las preferencias promedio de los competidores como grupo, de modo que cada
competidor tiene que elegir, no aquellos rostros que él mismo encuentra como los más
bonitos sino aquellos que él piensa que más probablemente agradarán a los otros
competidores”.
Y Keynes consideraba una mala muy idea dejar tales mercados, en los que los
especuladores pasaban su tiempo persiguiéndose la cola unos a otros, dictar las
decisiones importantes de los negocios: “cuando el desarrollo del capital de un país se
convierte en un producto secundario de las actividades de un casino, es probable que el
trabajo sea mal hecho”.
Alrededor de 1970, sin embargo, el estudio de los mercados financieros parecía haber
sido tomado por el Dr. Pangloss de Voltaire, quien insistía en que vivimos en el mejor
de los mundos posibles. Las discusiones sobre la irracionalidad del inversor, sobre las
burbujas, la especulación destructiva, habían virtualmente desaparecido del discurso
académico. El campo estaba dominado por la “hipótesis del mercado eficiente”
promulgada por Eugene Fama, de la Universidad de Chicago, quien afirma que los
mercados financieros establecen el precio de los activos precisamente en su valor
intrínseco, dada toda la información disponible públicamente (el precio de las acciones
de una compañía, por ejemplo, siempre refleja exactamente el valor de la compañía,
dada la información disponible sobre los ingresos de la compañía, sus perspectivas de
negocios y así por el estilo). Y hacia los años 80, economistas financieros, notablemente
Michael Jenses de Harvard Business School, estaban sosteniendo que debido a que los
mercados financieros siempre establecen los precios correctamente, la mejor cosa que
los jefes corporativos pueden hacer, no solo para sí mismos sino en nombre de la
economía, es maximizar los precios de sus acciones. En otras palabras, los economistas
financieros creían que deberíamos poner el desarrollo del capital de la nación en las
manos de lo que Keynes había llamado un “casino”.
Es difícil argumentar que esta transformación en la profesión haya sido impulsada por
los acontecimientos. En verdad, la memoria de 1929 estaba gradualmente
desapareciendo, pero continuaban existiendo los mercados al alza, con difundidas
historias de exceso especulativo, seguidos por mercados a la baja. En 1973-4, por
ejemplo, las acciones perdieron 48 por ciento de su valor. Y el crac de las acciones de
1987, cuando el índice Dow se sumergió casi 23 por ciento en un día sin razones claras,
debería haber producido al menos unas pocas dudas acerca de la racionalidad del
mercado.
Estos eventos, sin embargo, que Keynes habría considerado evidencias de la falta de
confiabilidad en los mercados, hicieron poco para debilitar la fuerza de una hermosa
idea. El modelo teórico que los economistas financieros desarrollaron al asumir que
todo inversionista racionalmente equilibra el riesgo y la recompensa (el llamado CAPM,
Modelo de Valuación de Activos de Capital) es maravillosamente elegante. Y si uno
acepta sus premisas es también extremadamente útil. El CAPM no solo dice cómo
escoger un portafolio; más importantemente, le dice a uno cómo ponerle un precio a los
derivados financieros, afirmaciones sobre afirmaciones. La elegancia y aparente
utilidad de esta nueva teoría condujo a una serie de premios Nobel para sus creadores,
y muchos de los adeptos de la nueva teoría también recibieron recompensas más
mundanas: armados de sus nuevos modelos y de formidables habilidades matemáticas
(los usos más arcanos del CAPM requieren de computaciones del nivel de las de un
físico), profesores de modales suaves de las escuelas de negocios pudieron convertirse y
se convirtieron en científicos de Wall Street que ganaban salarios de Wall Street.
Para ser justo, los teóricos de las finanzas no aceptaron la hipótesis del mercado
eficiente solamente porque fuera elegante, conveniente y lucrativa. También
produjeron muchas evidencias estadísticas que al inicio parecían apoyar fuertemente
sus ideas. Pero estas evidencias tenían una forma extrañamente limitada. Los
economistas financieros raramente preguntaban por la aparentemente obvia (aunque
no fácil de responder) pregunta de si los precios de los activos tenían sentido dados
algunos principios básicos del mundo real, como los ingresos. Más bien, preguntaban
solo si los precios de los activos tenían sentido dados los precios de otros activos. Larry
Summers, ahora el principal asesor económico en la administración de Obama, se burló
una vez de los profesores de finanzas con una parábola acerca de los “economistas
ketchup” que “han mostrado que las botellas de ketchup de un litro invariablemente se
venden exactamente por dos veces el precio de las botellas de medio litro” y concluyen
de esto que el mercado de ketchup es perfectamente eficiente.
Sin embargo, ni esta burla ni las más educadas críticas de economistas como Robert
Shiller, de Yale, tuvieron mucho efecto. Los teóricos financieros continuaron creyendo
que sus modelos eran esencialmente correctos, y así lo hicieron muchos de los que
tomaban decisiones en el mundo real. Entre éstos, y no poco importante, estuvo Alan
Greenspan, quien era entonces el presidente de la Reserva Federal y por largo tiempo
fue defensor de la desregulación financiera, alguien cuyo rechazo a los llamados a
refrenar los préstamos subprime o a tratar el tema de la siempre creciente burbuja de la
vivienda, se basaba en gran parte en la creencia de que los economistas financieros
modernos tenían todo bajo control. Hubo un momento revelador en 2005, en una
conferencia en honor de la presidencia de la Reserva Federal por parte de Greenspan.
Un valiente expositor, Raghuram Rajan (de la Universidad de Chicago,
sorprendentemente), presentó un artículo advirtiendo que el sistema financiero estaba
asumiendo niveles de riesgo potencialmente peligrosos. Casi todos los presentes se
burlaron de él, incluido, dicho sea de paso, Larry Summers, quien desechó sus
advertencias como “equivocadas”.
Hacia octubre del año pasado, sin embargo, Greenspan estaba admitiendo que él estaba
en un estado de “aturdida incredulidad” porque “el edificio intelectual entero” había
“colapsado”. Desde que este colapso del edificio intelectual era también el colapso de
los mercados del mundo real, el resultado fue una severa recesión, la peor desde donde
se la mire, desde la Gran Depresión. ¿Qué deberían hacer quienes elaboran las
políticas? Desafortunadamente, la macroeconomía, que debería haber estado
ofreciendo una guía clara acerca de cómo tratar una economía en caída, estaba en su
propio estado de confusión.
¿Por qué fue tan atrayente al inicio el diagnóstico de Keynes de la Gran Depresión como
un “enredo colosal”? ¿Y por qué la economía, alrededor de 1975, se dividió en campos
opuestos sobre el valor de las ideas de Keynes?
Me gusta explicar la esencia de la economía keynesiana con una historia verdadera que
también sirve como una parábola, una versión en pequeña escala de los desórdenes que
pueden afligir a economías enteras. Considérese los afanes de la Cooperativa de
Niñeros de Capitol Hill.
Bien, ¿qué piensa usted de esta historia? No la deseche por tonta y trivial: los
economistas han usado ejemplos de pequeña escala para echar luz sobre cuestiones
desde que Adam Smith viera las raíces del progreso económico en una fábrica de
alfileres, y hacen bien. La cuestión es si este ejemplo particular, en el que la recesión es
un problema de demanda inadecuada (no hay suficiente demanda de niñeros como
para ofrecer trabajos a todo el que quiera uno), llega a la esencia de lo que sucede en
una recesión.
Hace cuarenta años la mayoría de los economistas habría estado de acuerdo con esta
interpretación. Pero desde entonces, la macroeconomía se ha dividido en dos grandes
facciones: economistas de “agua salada” (principalmente en las universidades
estadounidenses costeras), que tienen una visión más o menos keynesiana de en qué
consiste una recesión; y economistas de “agua dulce” (principalmente en escuelas del
interior), que consideran a esa visión como una tontería.
Los economistas de agua dulce son, esencialmente, puristas neoclásicos. Creen que
todos los análisis económicos que valen la pena, comienzan con la premisa de que la
gente es racional y que los mercados trabajan, una premisa violada por la historia de la
cooperativa de niñeros. Así como ellos ven las cosas, no es posible que se dé una falta
general de demanda suficiente, porque los precios siempre se moverán para igualar la
oferta y la demanda. Si la gente quiere más cupones de niñero, el valor de esos cupones
se elevará, de modo que uno de ellos valga, por decir, 40 minutos más que solo media
hora; o, equivalentemente, el costo de cuidar niños por una hora caería de dos cupones
a 1.5. Y eso solucionaría el problema: el poder de compra de los cupones en circulación
se habría elevado y así la gente no sentiría ninguna necesidad de acumular más, y no
habría recesión.
¿Pero no se parecen las recesiones a los periodos en los que simplemente no hay
suficientemente demanda para emplear a todo aquel dispuesto a trabajar? Las
apariencias pueden ser engañadoras, dicen los teóricos de agua dulce. Una teoría
económica sensata, desde su punto de vista, dice que las fallas generales en la demanda
no pueden ocurrir, y eso significa que no ocurren. Se ha “demostrado” que la economía
keynesiana es “falsa”, dice Cochrane, de la Universidad de Chicago.
Pero las recesiones ocurren. ¿Por qué? En los años 70, el principal economista de agua
dulce, el Nobel Robert Lucas, sostenía que las recesiones eran causadas por una
confusión temporal: los trabajadores y las compañías tenían problemas distinguiendo
entre los cambios generales en el nivel de precios debido a la inflación o a la deflación, y
los cambios en la situación particular de sus negocios. Y Lucas advirtió que cualquier
intento de combatir el ciclo de los negocios sería contraproducente: las políticas
activistas, sostenía, solo aumentarían la confusión.
Hacia los años 80, sin embargo, inclusive esta aceptación severamente limitada de la
idea de que las recesiones son cosas malas, había sido rechazada por muchos
economistas de agua dulce. Más bien, los nuevos líderes del movimiento, especialmente
Edward Prescott, quien por entonces estaba en la Universidad de Minnesota (ya se
puede ver de dónde viene el nombre de “agua dulce”), sostenía que las fluctuaciones de
los precios y los cambios en la demanda realmente no tenían nada que ver con el ciclo
de los negocios. Más bien, el ciclo de los negocios refleja fluctuaciones en la tasa del
progreso tecnológico, que son amplificadas por la respuesta racional de los
trabajadores, quienes voluntariamente trabajan más cuando el medio es favorable y
menos cuando es desfavorable. El desempleo es una decisión deliberada de los
trabajadores para tomarse el tiempo libre.
Puesta peladamente de esa manera, esa teoría suena como una tontería: ¿fue la Gran
Depresión en realidad la Gran Vacación? Para ser honesto, pienso que es tonta. Pero la
premisa básica de la teoría del “ciclo real de los negocios” estaba incrustada en modelos
matemáticos ingeniosamente construidos que eran proyectados sobre datos reales
usando sofisticadas técnicas estadísticas, y la teoría vino a dominar la enseñanza de la
macroeconomía en muchos departamentos de economía de muchas universidades. En
2004, en un reflejo de la influencia de la teoría, Prescott compartió el Premio Nobel con
Finn Kydland, de la Universidad Carnegie Mellon.
Mientras, los economistas de agua salada se quedaron en sus trece. Donde los
economistas de agua dulce eran puristas, los de agua salada eran pragmáticos. Aunque
economistas como N. Gregory Mankiw, de Harvard; Olivier Blanchard, de M.I.T., y
David Romer, de la Universidad de California (Berkeley) reconocían que era difícil
reconciliar una visión keynesiana de las recesiones desde el lado de la demanda con la
teoría neoclásica, ellos encontraron que la evidencia de que las recesiones son, en
realidad, impulsadas por la demanda, era algo demasiado atrayente como para
rechazar. De modo que estaban dispuestos a desviarse del supuesto de los mercados
perfectos o la racionalidad perfecta, o de ambos, añadiendo suficientes imperfecciones
como para permitir una visión más o menos keynesiana de las recesiones. Y, en la
opinión de los de agua salada, la política activa para combatir las recesiones
permanecía deseable.
Inclusive así, se podría haber pensado que las diferentes visiones del mundo de los
economistas de agua dulce y de agua salada los habrían puesto constantemente en
pugna con respecto a la política económica. De manera sorpresiva, sin embargo, entre
más o menos 1985 y 2007 las disputas entre los economistas de agua dulce y los de
agua salada giraron principalmente acerca de la teoría, no de la acción. La razón, creo,
es que los neokeynesianos, a diferencia de los keynesianos originales, no pensaban que
la política fiscal (cambios en el gasto del gobierno o los impuestos) fuera necesaria para
combatir las recesiones. Creían que la política monetaria, administrada por los
tecnócratas de la Reserva Federal, podía ofrecer cualesquiera remedios que la economía
necesitara. En la celebración del 90.º cumpleaños de Milton Friedman, Ben Bernanke,
un ex profesor de Princeton más o menos neokeynesiano y por entonces miembro del
directorio de la Reserva Federal, declaró sobre la Gran Depresión: “Usted tiene razón.
Nosotros la hicimos. Lo sentimos mucho. Pero gracias a usted, no volverá a suceder”. El
mensaje claro fue que todo lo que se necesitaba para evitar las depresiones era un
Reserva Federal más inteligente.
Y mientras la política macroeconómica fue dejada en manos del maestro Greenspan,
sin programas de estímulo del tipo keynesiano, los economistas de agua dulce
encontraron poco de qué quejarse (no creían que la política monetaria hiciera ningún
bien, pero tampoco creían que hiciera ningún mal).
Tomaría una crisis revelar, a la vez, cuán poco terreno común había y en cuán
panglossianos se habían convertido incluso los economista neokeynesianos.
Por ejemplo, los precipitados auge y caída de los precios del sector vivienda. Algunos
economistas, notablemente Robert Shiller, sí identificaron la burbuja y advirtieron de
sus dolorosas consecuencias si llegaba a estallar. Pese a ello, algunos claves diseñadores
de políticas dejaron de ver lo obvio. En 2004, Alan Greenspan descartaba las
conversaciones sobre una burbuja inmobiliaria: “una severa distorsión nacional de
precios”, declaró, era “de lo más improbable”. Los incrementos en el precio de las
viviendas familiares, dijo Ben Bernanke en 2005, “en gran medida reflejan los fuertes
cimientos económicos”.
¿Cómo dejaron pasar la burbuja? Para ser justos, las tasas de interés eran inusualmente
bajas, y posiblemente explicaban el alza de precios. Puede ser que Greenspan y
Bernanke también quisieran celebrar el éxito de la Reserva Federal en sacar a la
economía de la recesión de 2001; conceder que mucho de ese éxito se debía a la
creación de una monstruosa burbuja habría sido echarle agua a los festejos.
No obstante, algo más estaba pasando: se estaba dando una creencia general en que las
burbujas simplemente no ocurren. Lo que es sorprendente, cuando se relee las
garantías que daba Greenspan, es que no estaban basadas en evidencias; estaban
basadas en la afirmación a priori de que una burbuja en la vivienda simplemente no
podía existir. Y los teóricos financieros eran inclusive más firmes en este punto. En una
entrevista de 2007, Eugene Fama, el padre de la hipótesis del mercado eficiente,
declaró que “la palabra ‘burbuja’ me enoja”, y continuó explicando por qué podemos
confiar en el mercado de vivienda: “Los mercados de vivienda son menos líquidos, pero
la gente es muy cuidadosa cuando compra casas. Típicamente es la inversión más
grande que va a hacer, de modo que mira muy cuidadosamente y compara precios. El
proceso de plantear precios es muy detallado”.
Entre 1985 y 2007, una falsa paz se estableció sobre el campo de la macroeconomía. No
había habido ninguna convergencia real de puntos de vista entre las facciones de agua
dulce y agua salada. No obstante, estos fueron los años de la Gran Moderación, un
período prolongado durante el cual la inflación fue controlada y las recesiones fueron
relativamente suaves. Los economistas de agua salada creían que la Reserva Federal
tenía todo bajo control. Los economistas de agua dulce no pensaban que las acciones de
la Reserva fueran realmente benéficas, pero estaban dispuestos a dejar que las cosas
quedaran ahí.
La crisis, sin embargo, terminó con esta falsa paz. Repentinamente las políticas
estrechas, tecnocráticas, que ambos lados estaban dispuestos a aceptar dejaron de ser
suficientes, y la necesidad de más amplias políticas de respuesta sacaron a la luz los
viejos conflictos, más fieros que nunca.
Durante una recesión normal la Reserva Federal responde comprando letras del Tesoro
(una deuda de corto plazo del gobierno) a los bancos. Esto reduce las tasas de interés
sobre la deuda del gobierno; los inversionistas que buscan una tasa más alta de retorno
se trasladan hacia otros activos, haciendo reducirse también otras tasas de interés; y
normalmente estas tasas de interés más bajas finalmente llevan a un rebote de la
economía a su posición anterior. La Reserva Federal trató la recesión que comenzó en
1990 haciendo caer las tasas de interés de corto plazo de 9 por ciento a 3 por ciento.
Trató la recesión que comenzó en 2001 llevando las tasas de 6.5 por ciento a 1 por
ciento. E intentó tratar la actual recesión impulsando las tasas hacia abajo, de 5.25 por
ciento a cero.
Cero, sin embargo, resultó no ser suficiente para terminar con esta recesión. Y la
Reserva no puede empujar las tasas por debajo de cero, desde que a tasas cercanas a
cero, los inversionistas simplemente acumulan el efectivo más que darlo en préstamo.
Así, hacia fines de 2008, con las tasas de interés básicamente en lo que los
macroeconomistas llaman la “restricción de no negatividad” [zero lower bound, n. del
t.], inclusive cuando la recesión continuaba profundizándose la política monetaria
convencional había perdido todo su poder de arrastre.
¿Y ahora qué? Esta es la segunda vez que Estados Unidos ha estado contra el piso de la
tasa de interés cero, siendo la ocasión previa la Gran Depresión. Y fue precisamente la
observación de que hay un límite inferior a las tasas de interés lo que condujo a Keynes
a defender un mayor gasto del gobierno: cuando la política monetaria es inefectiva y el
sector privado no puede ser persuadido de gastar más, el sector público debe tomar su
lugar para apoyar la economía. El estímulo fiscal es la respuesta keynesiana a la clase
de situación económica tipo depresión en que actualmente estamos.
Así también, Cochrane, de Chiacago, indignado ante la idea de que el gasto del gobierno
podría mitigar la última recesión, declaró: “No es parte de lo que todos los estudiantes
de posgrado han aprendido desde los años 60. Ellas [las ideas keynesianas] son cuentos
de hadas que han demostrado ser falsos. Es muy cómodo en tiempos de tensión
regresar a los cuentos de hadas que escuchamos de niños, pero eso no los hace menos
falsos” (una marca de cuán profunda es la división entre agua dulce y agua salada es
que Cochrane crea que “nadie” enseñe ideas que son, en realidad, enseñadas en lugares
como Princeton, M.I.T. y Harvard).
Mientras, los economistas de agua salada, quienes se habían consolado con la creencia
de que la gran división en la macroeconomía estaba estrechándose, estaban aturdidos
al darse cuanta de que los economistas de agua dulce no habían estado escuchando
nada. Los economistas de agua dulce que lanzaron invectivas contra al estímulo
[económico propuesto por la administración de Obama. N. del t.] no sonaban como
investigadores que hubieran sopesado los argumentos keynesianos y los hubieran
encontrado deficientes. Más bien, sonaban como gente que no tenía idea de en qué
consistía la economía keynesiana, gente que estaba resucitando falacias de antes de
1930 en la creencia de que estaban diciendo algo nuevo y profundo.
Y no era solo Keynes, cuyas ideas parecían haber sido olvidadas. Como Brad DeLong de
la Universidad de California (Berkeley) ha señalado en sus lamentos acerca del colapso
intelectual de la escuela de Chicago, la posición actual de la escuela equivale también a
un rechazo total de las ideas de Milton Friedman. Friedman creía que la política de la
Reserva Federal y no los cambios en el gasto del gobierno deberían ser utilizados para
estabilizar la economía, pero nunca afirmó que un incremento en el gasto del gobierno
no pudiera, bajo ninguna circunstancia, incrementar el empleo. En realidad, al releer el
resumen de las ideas de Friedman que publicó en 1970, “A Theoretical Framework for
Monetary Analysis,” [Un esquema teórico para el análisis monetario], lo que es
sorprendente es cuán keynesiano parece.
Personalmente, pienso que esto es una locura. ¿Por qué debiera necesitarse del
desempleo masivo en la nación entera para hacer que los carpinteros se muden fuera de
Nevada? ¿Alguien seriamente puede afirmar que hemos perdido 6.7 millones de
puestos de trabajo porque menos estadounidenses quieren trabajar? No obstante, era
inevitable que los economistas de agua dulce se encontraran atrapados en este callejón
sin salida: si se comienza con el supuesto de que la gente es perfectamente racional y
que los mercados son perfectamente eficientes, se tiene que concluir que el desempleo
es voluntario y que las recesiones son deseables.
Con todo, si la crisis ha empujado a los economistas de agua dulce hacia lo absurdo,
también ha creado mucha inseguridad e inquietud entre los economistas de agua
salada. Su esquema de trabajo, a diferencia del de la Escuela de Chicago, permite a la
vez la posibilidad del desempleo involuntario y el considerarlo algo malo. Pero los
modelos neokeynesianos que han llegado a dominar la enseñanza y la investigación
asumen que la gente es perfectamente racional y que los mercados financieros son
perfectamente eficientes. Para hacer caber en sus modelos cualquier cosa que se
parezca a la presente recesión, los neokeynesianos son obligados a introducir algún tipo
de factor inventado que, por razones no especificadas, deprime temporalmente el gasto
privado (yo he hecho exactamente lo mismo en parte mi propio trabajo). Y si el análisis
del lugar donde nos hallamos ahora depende de ese factor inventado, ¿cuánta confianza
podemos tener en las predicciones de los modelos acerca de adónde nos dirigimos?
Ya hay un bastante bien desarrollado ejemplo del tipo de teoría económica que tengo en
mente: la escuela de pensamiento conocida como finanzas conductuales. Quienes
practican este enfoque enfatizan dos cosas. Primero, muchos inversionistas del mundo
real se parecen poco a los fríos calculadores de la teoría del mercado eficiente: están
demasiado sujetos al comportamiento de manada, a ataques de exhuberancia irracional
y a un pánico injustificado. Segundo, inclusive aquellos que intentan basar sus
decisiones sobre el cálculo frío, a menudo encuentran que no pueden hacerlo y que los
problemas de confianza, credibilidad y aval limitado los fuerzan a correr con la
manada.
Sobre el primer punto: inclusive durante los años de auge de la hipótesis del mercado
eficiente, parecía obvio que muchos inversionistas del mundo real no son tan racionales
como asumían los modelos prevalecientes. Larry Summers comenzó una vez un
artículo sobre finanzas declarando: “LOS IDIOTAS EXISTEN. Miren alrededor”. ¿Pero
de qué clase de idiotas (el término preferido en la literatura académica, actualmente, es
“negociantes de lo irrelevante” [noise traders]) estamos hablando? La economía
financiera conductual, basándose en el más amplio movimiento conocido como
economía conductual, intenta responder esa pregunta relacionando la aparente
irracionalidad de los inversionistas con sesgos conocidos de la cognición humana, como
la tendencia a preocuparse más acerca de las pérdidas pequeñas que de las ganancias
pequeñas, o la tendencia a extrapolar demasiado fácilmente a partir de muestras
pequeñas (p. ej., asumir que porque los precios de las casas se elevaron en los años
pasados recientes, ellos seguirán creciendo).
Hasta que vino la crisis, los defensores del mercado eficiente como Eugene Fama
desecharon las evidencias producidas en favor de la economía financiera conductual,
calificándolas como una colección de “curiosidades” de ninguna importancia real. Esa
es una posición mucho más difícil de mantener ahora que el colapso de una vasta
burbuja (una burbuja correctamente diagnosticada por economistas conductuales
como Robert Shiller, de Yale, quien la relacionó con episodios pasados de
“exhuberancia irracional”) ha puesto al mundo de rodillas.
Sobre el segundo punto: supóngase que, efectivamente, existen los idiotas. ¿Cuánto
importan? No mucho, sostuvo Milton Friedman en un influyente artículo de 1953: los
inversores inteligentes harán dinero comprando cuando los idiotas vendan y vendiendo
cuando éstos compren, y estabilizarán los mercados en el proceso. Pero el segundo tipo
de teoría económica financiera conductual dice que Friedman estaba equivocado, que
los mercados financieros son a veces altamente inestables, y en este mismo momento
ese punto de vista parece difícil de rechazar.
Probablemente el artículo más influyente en esta vena fue una publicación de 1997 de
Andrei Shlewifer, de Harvard, y Robert Vishny, de Chicago, que equivalió a una
formalización de la vieja frase de que “el mercado puede seguir irracional por mayor
tiempo del que puedes permanecer solvente”. Como ellos señalaron, los “arbitradores”,
la gente que se supone compra barato para vender caro, necesitan capital para hacer su
trabajo. Y una severa caída en los precios de los activos, inclusive si no tiene sentido en
términos de lo fundamental de la economía, tiende a agotar ese capital. Como
resultado, el dinero inteligente es obligado a salir del mercado y los precios pueden irse
en una espiral hacia abajo.
Mientras, ¿qué pasa con la teoría macroeconómica? Los acontecimientos recientes han
muy decisivamente refutado la idea de que las recesiones son una respuesta óptima
ante las fluctuaciones en la tasa del progreso tecnológico; una visión más o menos
keynesiana es la única posibilidad existente. Con todo, los modelos neokeynesianos
estándares no dejan espacio para una crisis como la que estamos teniendo, porque esos
modelos generalmente aceptaban la idea del mercado eficiente en el sector financiero.
Hubo algunas excepciones. Una línea de trabajo, iniciada por nadie menos que Ben
Bernanke trabajando con Mark Gertler de New York University, enfatizaba la manera
en que la carencia de suficientes avales puede obstaculizar la capacidad de los negocios
de reunir fondos y buscar oportunidades de inversión. Una línea de trabajo
relacionada, en gran medida establecida por mi colega de Princeton Nobuhiro Kiyotaki
y John Moore de la London School of Economics, sostenía que los precios de los activos
tales como la propiedad inmueble pueden sufrir de una retroalimentación hacia abajo
que a su vez deprime la economía como un todo. Pero hasta ahora el impacto de las
finanzas disfuncionales no ha estado ni siquiera al centro de la economía keynesiana.
Claramente, eso tiene que cambiar.
Así que esto es lo que pienso tienen que hacer los economistas. Primero, deben
enfrentar la inconveniente realidad de que los mercados financieros están lejos de la
perfección, que están sujetos a delusiones extraordinarias y a la locura de las
multitudes. Segundo, tienen que admitir (y esto será muy difícil para la gente que se
reía entre dientes de keynes y susurraba sobre él) que la economía keynesiana
permanece siendo el mejor esquema que tenemos para darle sentido a las recesiones y
las depresiones. Tercero, tendrán que hacer lo mejor que puedan para incorporar las
realidades de las finanzas en su teoría macroeconómica.
Cuando se trata del demasiado humano problema de las recesiones y las depresiones,
los economistas necesitan abandonar la limpia pero errada solución de asumir que
todos son racionales y que los mercados funcionan perfectamente. La visión que
emerge a medida que la profesión vuelve a pensar en sus cimientos, puede ser que no
sea tan clara; ciertamente no será pulcra; pero podemos esperar que tendrá la virtud de
ser al menos parcialmente correcta.
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COMO PUDERAM OS ECONOMISTAS ERRAR TANTO?
Este – suposto – sucesso era tanto teórico quanto prático, proporcionando à profissão
uma era dourada.
Do ponto de vista teórico, eles pensaram ter resolvido suas disputas internas. Assim,
num estudo publicado em 2008 intitulado “O estado da macro” (ou seja, a
macroeconomia, o estudo de questões econômicas mais amplas, como as recessões por
exemplo), Olivier Blanchard do MIT, atual economista-chefe do Fundo Monetário
Internacional, declarou que teríamos chegado a uma “ampla convergência de visões”.
O que houve com a profissão dos economistas? E para onde ela vai a partir do ponto
atual?
2. De Smith até Keynes, voltando ao princípio
Esta fé foi, no entanto, esmagada pela Grande Depressão. Ao final, a maioria dos
economistas se voltou para as propostas de John Maynard Keynes, tanto para explicar
o que acontecera quanto para encontrar uma solução para as depressões futuras.
Apesar do que dizem alguns, Keynes não queria que o governo administrasse a
economia. Ele descreveu como “moderadamente conservador em suas implicações” o
raciocínio publicado em 1936 na sua obra-prima, Teoria geral do emprego, do juro e da
moeda. Keynes queria consertar o capitalismo, e não substituí-lo. Mas ele de fato
desafiou a ideia de que as economias de livre mercado possam funcionar na ausência de
um zelador. E ele defendeu uma intervenção governamental ativa – imprimir mais
dinheiro e, caso necessário, gastar muito com obras públicas – para combater o
desemprego durante os períodos de declínio.
Na década de 1930, os mercados financeiros, por motivos óbvios, não eram muito
respeitados. Keynes considerava péssima ideia permitir que tais mercados – nos quais
os investidores gastavam seu tempo correndo uns atrás do rabo dos outros – ditassem
importantes decisões de negócios: “Quando o desenvolvimento do capital de um país se
torna o subproduto das atividades de um cassino, é provável que o serviço resulte mal
feito”.
Somos obrigados a reconhecer que os teóricos das finanças produziram boa quantidade
de provas estatísticas, o que, de início, pareceu ser uma sólida base de apoio para suas
hipóteses. Mas tais provas eram curiosamente limitadas. Os economistas financeiros
raramente fizeram a pergunta, aparentemente óbvia (e de resposta difícil), de se os
preços dos ativos faziam sentido quando eram levados em consideração fundamentos
econômicos do mundo real, como a renda. Em vez disso, eles perguntavam apenas se o
preço dos ativos fazia sentido em relação ao preço de outros ativos
Mas os teóricos das finanças continuaram acreditando que seus modelos estavam
essencialmente corretos, e o mesmo pensaram muitas pessoas que tomavam decisões
no mundo real. Entre estas pessoas estava Alan Greenspan, que na época era
presidente do Fed e defensor de longa data da desregulamentação financeira, cuja
rejeição dos apelos por um maior controle sobre os empréstimos subprime ou por
medidas para combater o inchaço da bolha imobiliária se deveu principalmente à
crença de que a ciência econômica financeira moderna tinha tudo sob controle.
Tomemos como exemplo a aguda alta e queda no preço dos imóveis. Alguns
economistas, principalmente Robert Shiller, de fato identificaram a bolha e alertaram
para as dolorosas consequências do seu estouro. Ainda assim, em 2004 Alan
Greenspan rejeitou comentários sugerindo que uma bolha imobiliária estivesse em
formação: a existência de “uma aguda distorção nacional dos preços”, declarou ele, era
“muito improvável”. O aumento no preço dos imóveis, segundo disse Bernanke em
2005, “reflete principalmente a solidez dos fundamentos econômicos”.
Como puderam eles deixar de reparar na bolha? É verdade que as taxas de juros
estavam abaixo do normal, o que possivelmente explicaria parte do aumento nos
preços. Pode ser também que Greenspan e Bernanke quisessem comemorar o sucesso
do Fed em tirar a economia da recessão de 2001; admitir que boa parte deste sucesso se
deveu à criação de uma monstruosa bolha teria esfriado as festividades.
Mas havia algo mais acontecendo: uma crença generalizada no princípio de que as
bolhas simplesmente não se formam. O mais chocante, ao relermos as garantias de
Greenspan, é que elas não foram feitas com base em provas – elas tinham como base a
suposição, a priori, de que simplesmente não pode haver uma bolha no mercado
imobiliário.
5. A querela do estímulo
Durante uma recessão normal, o Fed responde por meio da compra de notas do
Tesouro – títulos de curto prazo da dívida do governo – que estejam em poder dos
bancos. Isto provoca uma redução nas taxas de juros sobre a dívida do governo;
investidores em busca de uma maior proporção de retorno procuram outros ativos,
provocando uma redução nas demais taxas de juros ; e normalmente estas taxas de
juros mais baixas provocam, afinal, uma reversão no declínio econômico. O Fed
combateu a recessão que teve início em 1990 derrubando de 9% para 3% as taxas de
juros para os títulos de curto prazo. Combateu a recessão que teve início em 2001
cortando as taxas de juros de 6,5% para 1%. E tentou lidar com a recessão atual
baixando as taxas de 5,25% para zero.
Mas a taxa zero revelou-se alta demais para pôr fim à recessão. E o Fed não pode
reduzir as taxas de juros para menos do que zero já que, com mais taxas próximas do
zero, os investidores simplesmente açambarcam o dinheiro em vez de emprestá-lo.
Assim, perto do fim de 2008, com as taxas de juros basicamente definidas como aquilo
que os macroeconomistas chamam de “patamar menor ou igual a zero” enquanto a
recessão continuava a se aprofundar, a política monetária convencional tinha perdido
todo o seu poder de tração.
E agora? Esta é a segunda vez que os EUA enfrentam juros menores ou iguais a zero,
sendo que a primeira vez foi a Grande Depressão. E foi precisamente a observação de
que existe um limite inferior para as taxas de juros o que levou Keynes a defender um
maior gasto governamental: quando a política monetária é ineficaz e o setor privado
não pode ser convencido a gastar mais, o setor público deve assumir seu lugar no apoio
à economia. O estímulo fiscal é a resposta keynesiana para o tipo de situação econômica
semelhante a uma depressão – como a que vivemos atualmente.
Tal pensamento keynesiano forma a base das medidas econômicas do governo Obama.
Cochrane, da Escola de Chicago, indignado diante da ideia de que os gastos
governamentais pudessem aliviar a mais recente recessão, declarou: “Isto não faz parte
daquilo que se ensina aos estudantes de economia desde 1960. Elas (ideias
keynesianas) são contos de fadas que já foram desacreditadas pelas provas. Em tempos
de crise, é muito confortável voltar aos contos de fadas que ouvíamos quando crianças,
mas isto não faz deles menos falsos”.
Ainda assim, Casey Mulligan, da Escola de Chicago, sugere que o desemprego esteja tão
alto porque muitos trabalhadores tem optado por não aceitar empregos. Ele sugeriu,
em especial, que os trabalhadores estejam optando por permanecerem desempregados
porque isto melhora suas chances de receber a concessão de alívios para suas hipotecas.
E Cochrane declara que o alto desemprego é, na verdade, algo positivo: “Precisamos de
uma recessão. Pessoas que passam suas vidas martelando pregos em Nevada precisam
de algo diferente para fazer.” Particularmente, acho que isto é loucura. Por que seria
necessário o desemprego maciço em todo o país para tirar os carpinteiros de Nevada?
Será que alguém é capaz de afirmar com seriedade que perdemos 6,7 milhões de
empregos porque um número menor de americanos deseja trabalhar? Mas se partirmos
do princípio que as pessoas são perfeitamente racionais e os mercados, perfeitamente
eficientes, temos de concluir que o desemprego é voluntário e as recessões são
desejáveis.
6. Falhas e atritos
Uma linha de pesquisas, cujos pioneiros foram o próprio Ben Bernanke e seu colega
Mark Gertler, da Universidade de Nova York, enfatizava a maneira pela qual a falta de
garantias reais suficientes pode prejudicar a capacidade das empresas de arrecadar
fundos e buscar oportunidades de investimento. Uma linha de pesquisas parecida, em
boa parte estabelecida por meu colega de Princeton, Nobuhiro Kiyotaki, em parceria
com John Moore, da London School of Economics, argumenta que os preços de ativos
como propriedades imobiliárias podem sofrer declínios autoacentuantes que, por sua
vez, provocam uma depressão na economia como um todo. Mas até o momento, o
impacto das finanças disfuncionais não esteve no centro nem mesmo da ciência
econômica keynesiana. Isto, claramente, precisa mudar.
7. Recuperando Keynes
Eis o que acho que os economistas precisam fazer. Primeiro, eles precisam enfrentar a
inconveniente realidade de que os mercados financeiros estão muito aquém da
perfeição; que eles estão sujeitos a extraordinários delírios e à loucura das multidões.
Segundo, eles precisam admitir que a ciência econômica keynesiana ainda é o melhor
arcabouço teórico de que dispomos para compreender as recessões e depressões.
Terceiro, eles terão de se esforçar ao máximo para incorporar as realidades das finanças
à macroeconomia.
A visão que deve emergir conforme a profissão repensa seus fundamentos pode não ser
muito clara; certamente não será arrumada; mas temos de manter a esperança de que
ela terá a virtude de estar, ao menos, parcialmente correta.