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“Bajo el árbol del bien y del mal.

Fe y
libertad”: Lectio Magistralis del
Cardenal Gianfranco Ravasi en la UCU

Nec religionis est cogere religionem. Es lapidario Tertuliano, con esta máxima de su escrito
A Escápula (II, 2), cuando reconoce que en el mismo corazón de la fe, donde impera la
gracia divina, late también la libertad humana, por lo que «no es propio de la religión
imponer la religión». Un principio, lamentablemente, no siempre respetado por las
diferentes confesiones religiosas, incluido el cristianismo, a lo largo de su historia secular, y
es significativo que san Juan Pablo II (segundo) en el Jubileo del 2000 (dos mil), pidiese
perdón también por estas prevaricaciones. En nuestro itinerario (que no es sólo teológico,
sino sobre todo de corte cultural general) dentro del horizonte de la fe, debemos
ciertamente celebrar el primado de la gracia divina, pero no podemos ignorar el necesario
contrapunto armónico de la libertad humana. Necesario porque la libertad es estructural a
la antropología bíblica y no solamente a la concepción clásica y moderna de la persona.
No podemos ahora desarrollar este tema siguiendo el entramado de textos bíblicos. Nos
baste evocar dos pasajes. Por un lado, la escena de exordio de las Escrituras: el hombre y la
mujer son colocados en los capítulos 2-3 (dos y tres) del Génesis a la sombra «del árbol del
conocimiento del bien y del mal», un símbolo evidente de la moral, ante el cual la creatura
se encuentra libre de aceptar el valor de aquél, o incluso, arrancando el fruto, decidir por sí
lo que es bien y mal. Por otro lado, citamos un pasaje emblemático de la sabiduría de Israel:
«Al principio Dios hizo al hombre y lo dejó en manos de su propio albedrío. Si tú quieres,
guardarás los mandamientos, para permanecer fiel a su beneplácito. Él te ha puesto delante
fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres la vida está y la
muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará» (Eclesiástico 15,14-17).
La gracia divina, no obstante toda su eficacia, desciende, no al interior de un objeto inerte,
sino a un ser libre que puede acoger o rechazar ese don, puede abrir o dejar cerrada la
puerta de su alma a la que llama el Señor que pasa, por usar la célebre metáfora del
Apocalipsis (3,20). Expresa bien este cruce delicado y fundamental – sobre el que se han
encarnizado durante siglos los teólogos tratando de definir el equilibrio – un religioso
poeta, P. David. M. Turoldo, cuando escribe: «Estoy seguro que Dios me ha descubierto,
pero no estoy seguro si yo he descubierto a Dios. La fe es un don, pero al mismo tiempo es
una conquista». La epifanía divina tiene mil formas de manifestarse y no siempre es
fulgurante como en el camino de Damasco. Sin embargo, no es tan constringente que
conduzca a un asentimiento forzado u obligado. La adhesión debe ser personal, libre,
incluso fatigosa. Somos conscientes, en efecto, que el ejercicio de la libertad no es de
ninguna manera algo simple.
Ser libres, ciertamente, no es una pura y simple reacción instintiva y “libertina”, ni sólo
sustraerse a una opresión o a una imposición, sino que es una elección coherente y
consciente entre opciones diversas para alcanzar una meta. Por eso, el dramaturgo alemán
Georg Büchner en La muerte de Dantón (1834, mil ochocientos treinta y cuatro) afirmaba
que la estatua de la libertad aún no está fundida y es fácil quemarse los dedos. Vivir en la
libertad auténtica, como nos lo recuerda a menudo también san Pablo, es un acto que
compromete, pues implica una existencia rigurosamente consciente, y está siempre al
acecho el riesgo de caer nuevamente en la esclavitud. Como sucede a los perros a los que se
lanza un palo seco o un objeto y te lo regresan de inmediato, así para muchos la libertad es
un elemento inútil que devuelven de inmediato a las manos del poder. Esta es una imagen
de Dostoevskij y del gran novelista deducimos una sugestiva reflexión sobre el nexo entre fe
y libertad.
Él escribía: «Tú no descendiste de la cruz cuando te gritaban: ¡Baja de la cruz y creeremos
que Tú eres! Porque una vez más no quisiste someter al hombre… Necesitabas un amor
libre y no entusiasmos serviles, tenías sed de fe libre, no de la que se funda en el prodigio».
El escritor evocaba la escena del Gólgota con Cristo agonizante, ultrajado por los
viandantes: «Tú que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes, sálvate a ti mismo.
Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz. Ha salvado a otros, pero no puede salvarse a sí
mismo. Es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz y le creeremos» (Mateo 27,39-42).
Como durante su existencia terrena había evitado gestos taumatúrgicos espectaculares,
preocupándose solamente de sanar los sufrimientos humanos, a menudo alejado de las
multitudes e imponiendo el silencio a los beneficiados por sus milagros, así en ese momento
extremo Jesús confía su revelación no al prodigio, sino al escándalo de la cruz. Él no busca
adhesiones interesadas, sino que invita a una fe libre y guiada por el amor, que es por
excelencia un acto de libertad.
Sin esta dimensión, la fe se convierte en parodia, como se intuye en la reconstrucción que
Simone de Beauvoir, la escritora francesa compañera del filósofo Sartre, fallecida en 1986
(mil novecientos ochenta y seis), hace de la crisis juvenil que la hizo abandonar la fe. En sus
Memorias de una joven formal evoca el momento en que el estando en el colegio,
escuchando una predicación del capellán P. Martin sobre la obediencia, se había
encaminado hacia la necesidad de liberarse de la pesadilla de la religión, precisamente
porque ésta – según la visión que en realidad era una deformación de la fe auténtica –
llevaba a eliminar la libertad. Exponía: «Mientras hablaba el sacerdote, una frívola
mano se abatía sobre mi nuca, me hacía inclinar la cabeza, me pegaba el rostro al suelo;
toda la vida me habría obligado a arrastrarme a gatas, cegada por el polvo y las tinieblas;
necesitaba decir adiós para siempre a la verdad, a la libertad, a cualquier alegría».
Por eso es importante un anuncio correcto de la fe que, sin conceder nada a un acuerdo
fácil, a un compromiso genérico y cómodo, no deforme la verdadera alma de la fe,
introduciendo un rostro desfigurado de Dios, lo que Lutero llamaba simia Dei, es decir, el
“remedo de Dios”. El auténtico creer no es esclavitud, sino libertad, no es imposición, sino
búsqueda, no es obligación, sino adhesión, no es ceguera, sino luz, no es tristeza, sino
serenidad, no es negación, sino elección positiva, no es sueño amenazante, sino paz. Como
afirmaba en uno de sus ensayos, Vivir como si Dios existiese, el teólogo alemán Heinz
Zahrnt, «Dios habita solamente donde se le permite entrar». Esta elección conlleva – como
toda opción libre – un aspecto de riesgo. Entra en acción, entonces, un rasgo ulterior que es
la confianza.
Es la famosa fides qua de los teólogos, o sea la fe “con la que” uno se adhiere, confiando, a
Dios y que hace acoger la fides quae, es decir, los contenidos de la Revelación divina que el
creer nos manifiesta. Abraham, que «por la fe, al ser llamado por Dios, obedeció y salió
para el lugar que había de recibir en herencia y salió sin saber a dónde iba» (Hebreos 11,8),
es el sumo ejemplo bíblico. En nuestro itinerario, que es más cultural que específicamente
teológico me confío a los versos de una importante escritora italiana con la que
personalmente tuve un diálogo intenso en los últimos años de su vida, Lalla Romano,
desaparecida en 2001 (dos mil uno): «Fe no es saber / que el otro existe / es vivir / dentro
de él / calor / en sus venas / sueño / en sus pensamientos. / Aquí merodeando / durmiendo
/ en él despertarse». Cierto, la fe es también saber, conocer, comprender, pero no es pura y
simplemente demostración racional de la existencia de Dios. Es mucho más.
El cruce entre fe y libertad es, por tanto, complejo porque supone ante todo el encuentro
entre antropología y teología, es decir, entre la inmanencia y la trascendencia, entre la
creatura y la divinidad, entre el hombre/mujer y Dios. Un encuentro en el cual ninguno de
los dos protagonistas debe predominar sobre el otro. Por un lado, la creatura humana,
dotada de libertad, no puede ignorar al Creador y su palabra y, por consecuencia, debe
realizar una elección libre escuchando o rechazando esa palabra. Dios, por otra parte,
escogió tener frente a sí un interlocutor libre y no una estrella regulada por mecánicas
celestes obligatorias y, por ende, respeta la decisión humana, hasta la negativa, aunque no
quedando indiferente, y aquí entra en escena el tema del juicio moral sobre el bien y sobre
el mal.
Pero el cruce entre fe y libertad supone también una dimensión exquisitamente interna a la
antropología. En la conciencia humana la opción fundamental respecto a Dios y su palabra
involucra razón y fe que son dos caras de la libertad. Existe ante todo la verificación
racional legítima y necesaria; tanto es así que san Agustín no titubea en declarar que «la fe
si no es pensada es nada» porque la persona creyente «pensando cree» y «creyendo
piensa». Naturalmente el límite creatural hace que el misterio trascendente, es decir, la
nous, la “mente” de Dios, como dice s. Pablo, o la ‘esah, el “proyecto” divino, como se
expresa el libro de Job, no pueden ser agotados por la mente y por el proyecto humano.
Aquí puede surgir una doble elección, ya sea de la adhesión o del rechazo.
La adhesión, como decíamos, es la fe que tiene en su interior un doble perfil que no excluye
la razón (la fides quae), sino que exige un ulterior canal de conocimiento, el de la confianza,
del amor, de la confidencia (la fides qua), emblemáticamente expresada en la subida
dramática de Abraham al monte Moria obedeciendo al desconcertante mandato divino del
sacrificio del hijo, un acontecimiento sobre el cual ha escrito páginas memorables el filósofo
del siglo XIX Soeren Kierkegaard en su ensayo Temor y temblor. La persona humana tiene,
en efecto, una conciencia polimorfa, pues implica la vía racional, aunque también la de
amor, el método científico, aunque también la intuición estética, la experimentación
sensorial, aunque también la abstracción intelectual, etcétera. Bajo esta luz se comprende la
función decisiva de la libertad que se confía y se encomienda a Dios. Y es sobre este aspecto
de confianza sobre el que queremos concluir con una reflexión de índole testimonial y
cultural.
La fe en su último estadio es, en efecto, – como, por lo demás, lo enseña la gran mística
(piénsese solamente en Juan de la Cruz) – encuentro, confianza, abrazo, amor; es vivir en
Dios, compartiendo pensamientos, sueños, elecciones. Es dormirse con él para despertarse
también junto a él, como confiesa el salmista: «En paz me acuesto y enseguida me duermo,
porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (Salmo 4,9). Como rezaba otra poetisa
italiana, marcada ésta explícitamente por la fe, Ada Negri: «Tú caminas a mi lado, oh
Señor; huella no deja en tierra tu paso. No te veo: pero siento y respiro tu presencia en cada
hilo de hierba, en cada átomo de aire que me nutre». La confianza tiene su examen de
autenticidad en el tiempo oscuro de la prueba, cuando el rostro de Dios desaparece, su
palabra calla, su presencia se convierte en ausencia. Job envuelto plenamente en las
tinieblas, no deja de creer y de tener confianza: «Él me puede matar, no me lamentaré»
(13,15).
La tradición hebrea escenifica en una parábola a un judío que huía de la Inquisición
española con su mujer y su hijo, y que, durante una tempestad, toca tierra en una isla. Ahí
un rayo mata a la esposa y una ola arrastra al mar al muchacho. Solo, desnudo, flagelado
por la tempestad, aterrorizado, vagabundo en esa isla rocosa, eleva su voz al cielo: «¡Dios de
Israel, estoy acabado! Precisamente ahora, sin embargo, no te puedo servir sino libremente.
Tú hiciste todo para que yo dejara de creer en ti. Bien, te lo digo, Dios mío y de mis padres:
no lo lograrás. ¡Puedes golpearme, puedes tomar mis bienes, lo que más quiero en el
mundo, puedes torturarme a muerte: yo creeré siempre en ti, te amaré siempre, aunque no
te guste!». Evidentemente es la paradoja, pero en esta escena del drama de Job brillan la
total libertad del creyente y su absoluta confianza en Dios.
Una confianza que es exaltada también en la tradición musulmana con altísimos acentos
(muslim significa precisamente “quien tiene confianza y se abandona en Dios”), aunque a
menudo en perjuicio de la libertad humana. El poeta nacional de Pakistán, Muhammad
Iqbal, muerto en 1938 (mil novecientos treinta y ocho), escribió: «Te diré el signo del
creyente: / cuando le llega la muerte, / en sus labios brota una sonrisa». El morir,
efectivamente, en la fe no es arribar al abismo de la nada; tanto es así que en el hablar
popular árabe el camposanto es llamado “la casa del encuentro”. Vivir la fe genera una
confianza que hace florecer, incluso en la crudeza de la agonía, una sonrisa. Concluimos,
entonces, este recorrido temático de corte cultural y religioso con una oración de
agradecimiento irradiada por la confianza. Es una de las Catorce oraciones que compuso
Robert L. Stevenson, el genial autor del siglo XIX inglés de la Isla del tesoro y del Extraño
caso del doctor Jekyll y de Míster Hyde, un verdadero canto de confianza en el Dios que no
abandona jamás a sus creaturas con sus pequeños y grandes dones: «Te damos gracias,
Señor, por este lugar en que habitamos, por el amor que nos mantiene unidos, por la paz
que hoy nos hace concordar, por la esperanza con que esperamos el mañana, por la salud, el
trabajo, el alimento, el cielo claro que llenan nuestra vida de confianza y serenidad».
Card. GIANFRANCO RAVASI

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