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Magisterio Papas Fatima
Magisterio Papas Fatima
13 de mayo de 1991
13 de mayo de 2000
«Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol», dice el vidente de Patmos en
el Apocalipsis (12,1), señalando además que ella estaba a punto de dar a luz a un hijo. Después, en
el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús le dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27).
Tenemos una Madre, una «Señora muy bella», comentaban entre ellos los videntes de Fátima
mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta
no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: «Hoy he visto a la Virgen». Habían visto a la
Madre del cielo. En la estela de luz que seguían con sus ojos, se posaron los ojos de muchos, pero…
estos no la vieron. La Virgen Madre no vino aquí para que nosotros la viéramos: para esto
tendremos toda la eternidad, a condición de que vayamos al cielo, por supuesto.
Pero ella, previendo y advirtiéndonos sobre el peligro del infierno al que nos lleva una vida
―a menudo propuesta e impuesta― sin Dios y que profana a Dios en sus criaturas, vino a
recordarnos la Luz de Dios que mora en nosotros y nos cubre, porque, como hemos escuchado en la
primera lectura, «fue arrebatado su hijo junto a Dios» (Ap 12,5). Y, según las palabras de Lucía, los
tres privilegiados se encontraban dentro de la Luz de Dios que la Virgen irradiaba. Ella los rodeaba
con el manto de Luz que Dios le había dado. Según el creer y el sentir de muchos peregrinos —por
no decir de todos—, Fátima es sobre todo este manto de Luz que nos cubre, tanto aquí como en
cualquier otra parte de la tierra, cuando nos refugiamos bajo la protección de la Virgen Madre para
pedirle, como enseña la Salve Regina, «muéstranos a Jesús».
Queridos Peregrinos, tenemos una Madre, tenemos una Madre! Aferrándonos a ella como
hijos, vivamos de la esperanza que se apoya en Jesús, porque, como hemos escuchado en la segunda
lectura, «los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a
uno solo, Jesucristo» (Rm 5,17). Cuando Jesús subió al cielo, llevó junto al Padre celeste a la
humanidad ―nuestra humanidad― que había asumido en el seno de la Virgen Madre, y que nunca
dejará. Como un ancla, fijemos nuestra esperanza en esa humanidad colocada en el cielo a la
derecha del Padre (cf. Ef 2,6). Que esta esperanza sea el impulso de nuestra vida. Una esperanza
que nos sostenga siempre, hasta el último suspiro.
Con esta esperanza, nos hemos reunido aquí para dar gracias por las innumerables
bendiciones que el Cielo ha derramado en estos cien años, y que han transcurrido bajo el manto de
Luz que la Virgen, desde este Portugal rico en esperanza, ha extendido hasta los cuatro ángulos de
la tierra. Como un ejemplo para nosotros, tenemos ante los ojos a san Francisco Marto y a santa
Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo
adoraran. De ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La
presencia divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas, como se manifiesta
claramente en la insistente oración por los pecadores y en el deseo permanente de estar junto a
«Jesús oculto» en el Sagrario.
En sus Memorias (III, n.6), sor Lucía da la palabra a Jacinta, que había recibido una visión:
«¿No ves muchas carreteras, muchos caminos y campos llenos de gente que lloran de hambre por
no tener nada para comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia, rezando delante del Inmaculado
Corazón de María? ¿Y tanta gente rezando con él?». Gracias por haberme acompañado. No podía
dejar de venir aquí para venerar a la Virgen Madre, y para confiarle a sus hijos e hijas. Bajo su
manto, no se pierden; de sus brazos vendrá la esperanza y la paz que necesitan y que yo suplico para
todos mis hermanos en el bautismo y en la humanidad, en particular para los enfermos y los
discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los pobres y los abandonados. Queridos
hermanos: pidamos a Dios, con la esperanza de que nos escuchen los hombres, y dirijámonos a los
hombres, con la certeza de que Dios nos ayuda.
En efecto, él nos ha creado como una esperanza para los demás, una esperanza real y
realizable en el estado de vida de cada uno. Al «pedir» y «exigir» de cada uno de nosotros el
cumplimiento de los compromisos del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de 1943), el
cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa indiferencia que nos enfría
el corazón y agrava nuestra miopía. No queremos ser una esperanza abortada. La vida sólo puede
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sobrevivir gracias a la generosidad de otra vida. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere,
queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24): lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que
siempre nos precede. Cuando pasamos por alguna cruz, él ya ha pasado antes. De este modo, no
subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino que ha sido él el que se ha humillado y ha bajado
hasta la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y llevarnos a
la luz.
Que, con la protección de María, seamos en el mundo centinelas que sepan contemplar el
verdadero rostro de Jesús Salvador, que brilla en la Pascua, y descubramos de nuevo el rostro joven
y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de
medios y rica de amor.
Oración
Estribillo...
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PAPA FRANCISCO. ACTO DE CONSAGRACIÓN A MARÍA 13 de octubre de 2013
Amén.
Queridos peregrinos
“Su estirpe será célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que bendijo el Señor” (Is 61,9). Así
comenzaba la primera lectura de esta Eucaristía, cuyas palabras encuentran un admirable
cumplimiento en esta asamblea recogida con devoción a los pies de la Virgen de Fátima. Hermanas
y hermanos amadísimos, también yo he venido como peregrino, a esta “casa” que María ha elegido
para hablarnos en estos tiempos modernos. He venido a Fátima para gozar de la presencia de María
y de su protección materna. He venido a Fátima, porque hoy converge hacia este lugar la Iglesia
peregrina, querida por su Hijo como instrumento de evangelización y sacramento de salvación. He
venido a Fátima a rezar, con María y con tantos peregrinos, por nuestra humanidad afligida por
tantas miserias y sufrimientos. En definitiva, he venido a Fátima, con los mismos sentimientos de
los Beatos Francisco y Jacinta y de la Sierva de Dios Lucía, para hacer ante la Virgen una profunda
confesión de que “amo”, de que la Iglesia y los sacerdotes “aman” a Jesús y desean fijar sus ojos en
Él, mientras concluye este Año Sacerdotal, y para poner bajo la protección materna de María a los
sacerdotes, consagrados y consagradas, misioneros y todos los que trabajan por el bien y que hacen
de la Casa de Dios un lugar acogedor y benéfico.
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Ellos son la estirpe que el Señor ha bendecido... Estirpe que el Señor ha bendecido eres tú, amada
diócesis de Leiría-Fátima, con tu Pastor, Mons. Antonio Marto, al que agradezco el saludo que me
ha dirigido al inicio y que me ha colmado de atenciones, a través también de sus colaboradores,
durante mi estancia en este santuario. Saludo al Señor Presidente de la República y a las demás
autoridades que sirven a esta gloriosa Nación. Envío un abrazo a todas las diócesis de Portugal,
representadas aquí por sus obispos, y confío al cielo a todos los pueblos y naciones de la tierra. En
Dios, abrazo de corazón a sus hijos e hijas, en particular a los que padecen cualquier tribulación o
abandono, deseando transmitirles la gran esperanza que arde en mi corazón y que aquí, en Fátima,
se hace más palpable. Nuestra gran esperanza hunde sus raíces en la vida de cada uno de vosotros,
queridos peregrinos presentes aquí, y también en la de los que se unen a nosotros a través de los
medios de comunicación social.
Sí, el Señor, nuestra gran esperanza, está con nosotros; en su amor misericordioso, ofrece un futuro
a su pueblo: un futuro de comunión con él. Tras haber experimentado la misericordia y el consuelo
de Dios, que no lo había abandonado a lo largo del duro camino de vuelta del exilio de Babilonia, el
pueblo de Dios exclama: “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios” (Is 61,10). La
Virgen Madre de Nazaret es la hija excelsa de este pueblo, la cual, revestida de la gracia y
sorprendida dulcemente por la gestación de Dios en su seno, hace suya esta alegría y esta esperanza
en el cántico del Magnificat: “Mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador”. Pero ella no se ve como una
privilegiada en medio de un pueblo estéril, sino que más bien profetiza para ellos la entrañable
alegría de una maternidad prodigiosa de Dios, porque “su misericordia llega a sus fieles de
generación en generación” (Lc 1, 47. 50).
Este bendito lugar es prueba de ello. Dentro de siete años volveréis aquí para celebrar el centenario
de la primera visita de la Señora “venida del Cielo”, como Maestra que introduce a los pequeños
videntes en el conocimiento íntimo del Amor trinitario y los conduce a saborear al mismo Dios
como el hecho más hermoso de la existencia humana. Una experiencia de gracia que los ha
enamorado de Dios en Jesús, hasta el punto de que Jacinta exclamaba: “Me gusta mucho decirle a
Jesús que lo amo. Cuando se lo digo muchas veces, parece que tengo un fuego en el pecho, pero no
me quema”. Y Francisco decía: “Lo que más me ha gustado de todo, fue ver a Nuestro Señor en
aquella luz que Nuestra Madre puso en nuestro pecho. Quiero muchísimo a Dios”. (Memórias da
Irmā Lúcia, I, 40 e 127).
Hermanos, al escuchar estas revelaciones místicas tan inocentes y profundas de los Pastorcillos,
alguno podría mirarlos con una cierta envidia porque ellos han visto, o con la desalentada
resignación de quien no ha tenido la misma suerte, a pesar de querer ver. A estas personas, el Papa
les dice lo mismo que Jesús: “Estáis equivocados, porque no entendéis la Escritura ni el poder de
Dios” (Mc 12,24). Las Escrituras nos invitan a creer: “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn
20,29), pero Dios —más íntimo a mí de cuanto lo sea yo mismo (cf. S. Agustín, Confesiones, III, 6,
11)— tiene el poder para llegar a nosotros, en particular mediante los sentidos interiores, de manera
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que el alma es tocada suavemente por una realidad que va más allá de lo sensible y que nos capacita
para alcanzar lo no sensible, lo invisible a los sentidos. Por esta razón, se pide una vigilancia
interior del corazón que muchas veces no tenemos debido a las fuertes presiones de las realidades
externas y de las imágenes y preocupaciones que llenan el alma (cf. Comentario teológico del
Mensaje de Fátima, 2000). Sí, Dios nos puede alcanzar, ofreciéndose a nuestra mirada interior.
Más aún, aquella Luz presente en la interioridad de los Pastorcillos, que proviene del futuro de
Dios, es la misma que se ha manifestado en la plenitud de los tiempos y que ha venido para todos:
el Hijo de Dios hecho hombre. Que Él tiene poder para inflamar los corazones más fríos y tristes, lo
vemos en el pasaje de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,32). Por lo tanto, nuestra esperanza tiene
un fundamento real, se basa en un evento que se sitúa en la historia a la vez que la supera: es Jesús
de Nazaret. Y el entusiasmo que suscitaba su sabiduría y su poder salvador en la gente de su tiempo
era tal que una mujer en medio de la multitud —como hemos oído en el Evangelio— exclamó:
“¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!”. A lo que Jesús respondió: “Mejor:
¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!” (Lc 11, 27.28). Pero, ¿quién tiene
tiempo para escuchar su palabra y dejarse fascinar por su amor? ¿Quién permanece, en la noche de
las dudas y de las incertidumbres, con el corazón vigilante en oración? ¿Quién espera el alba de un
nuevo día, teniendo encendida la llama de la fe? La fe en Dios abre al hombre un horizonte de una
esperanza firme que no defrauda; indica un sólido fundamento sobre el cual apoyar, sin miedos, la
propia vida; pide el abandono, lleno de confianza, en las manos del Amor que sostiene el mundo.
“Su estirpe será célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que bendijo el Señor” (Is 61,9), con
una esperanza inquebrantable y que fructifica en un amor que se sacrifica por los otros, pero que no
sacrifica a los otros; más aún —como hemos escuchado en la segunda lectura—, “todo lo disculpa,
todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13,7). Los Pastorcillos son un ejemplo de esto;
han hecho de su vida una ofrenda a Dios y un compartir con los otros por amor de Dios. La Virgen
los ha ayudado a abrir el corazón a la universalidad del amor. En particular, la beata Jacinta se
mostraba incansable en su generosidad con los pobres y en el sacrificio por la conversión de los
pecadores. Sólo con este amor fraterno y generoso lograremos edificar la civilización del Amor y de
la Paz.
Se equivoca quien piensa que la misión profética de Fátima está acabada. Aquí resurge aquel plan
de Dios que interpela a la humanidad desde sus inicios: “¿Dónde está Abel, tu hermano? [...] La
sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra” (Gn 4,9). El hombre ha sido capaz de
desencadenar una corriente de muerte y de terror, que no logra interrumpirla... En la Sagrada
Escritura se muestra a menudo que Dios se pone a buscar a los justos para salvar la ciudad de los
hombres y lo mismo hace aquí, en Fátima, cuando Nuestra Señora pregunta: “¿Queréis ofreceros a
Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera mandaros, como acto de reparación por los
pecados por los cuales Él es ofendido, y como súplica por la conversión de los pecadores?”
(Memórias da Irmā Lúcia, I, 162).
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Con la familia humana dispuesta a sacrificar sus lazos más sagrados en el altar de los mezquinos
egoísmos de nación, raza, ideología, grupo, individuo, nuestra Madre bendita ha venido desde el
Cielo ofreciendo la posibilidad de sembrar en el corazón de todos los que se acogen a ella el Amor
de Dios que arde en el suyo. Al principio fueron sólo tres, pero el ejemplo de sus vidas se ha
difundido y multiplicado en numerosos grupos por toda la faz de la tierra, dedicados a la causa de la
solidaridad fraterna, en especial al paso de la Virgen Peregrina. Que estos siete años que nos
separan del centenario de las Apariciones impulsen el anunciado triunfo del Corazón Inmaculado de
María para gloria de la Santísima Trinidad.
Antes de acercarme hasta vosotros, llevando en las manos la custodia con Jesús Eucaristía, quisiera
dirigiros unas palabras de aliento y de esperanza, que hago extensivas a todos los enfermos que nos
acompañan a través de la radio y la televisión y a quienes, aun sin tener esa posibilidad, se unen a
nosotros mediante los vínculos más profundos del espíritu, es decir, mediante la fe y la oración.
Hermano mío y hermana mía, tú tienes “un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para
poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos
manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que
comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del
amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza” (Enc. Spe salvi, 39). Con esta
esperanza en el corazón, podrás salir de las arenas movedizas de la enfermedad y de la muerte, y
permanecer de pie sobre la roca firme del amor divino. En otras palabras, podrás superar la
sensación de la inutilidad del sufrimiento que consume interiormente a las personas y las hace
sentirse un peso para los otros, cuando, en realidad, vivido con Jesús, el sufrimiento sirve para la
salvación de los hermanos.
¿Cómo es posible esto? Las fuentes de la fuerza divina manan precisamente en medio de la
debilidad humana. Es la paradoja del Evangelio. Por eso, el divino Maestro, más que detenerse en
explicar las razones del sufrimiento, prefirió llamar a cada uno a seguirlo con estas palabras: “El
que quiera venirse conmigo… que cargue con su cruz y me siga” (cf. Mc 8, 34). Ven conmigo.
Participa con tu sufrimiento en esta obra de la salvación del mundo, que se realiza mediante mi
sufrimiento, por medio de mi Cruz. A medida que abraces tu cruz, uniéndote espiritualmente a la
mía, se desvelará a tus ojos el significado salvífico del sufrimiento. Encontrarás en medio del
sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual.
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Queridos enfermos, acoged esta llamada de Jesús que pasará junto a vosotros en el Santísimo
Sacramento y confiadle todas las contrariedades y penas que afrontáis, para que se conviertan —
según sus designios— en medio de redención para todo el mundo. Vosotros seréis redentores en el
Redentor, como sois hijos en el Hijo. Junto a la cruz… está la Madre de Jesús, nuestra Madre.
Oración a la Virgen
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Nosotros te cantamos y aclamamos, María
(v.2)
Santo Padre:
Cantores y asamblea:
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San Juan Pablo II
artistas y periodistas,
niños y adultos,
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rogándote que nos acompañes en nuestro camino.
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como en la primera comunidad de Jerusalén,
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por los siglos de los siglos. Amén.
1. "Yo te bendigo, Padre, (...) porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se
las has revelado a los pequeños" (Mt 11, 25). Con estas palabras, amados hermanos y hermanas,
Jesús alaba los designios del Padre celestial; sabe que nadie puede ir a él si el Padre no lo atrae (cf.
Jn 6, 44), por eso alaba este designio y lo acepta filialmente: "Sí, Padre, pues tal ha sido tu
beneplácito" (Mt 11, 26). Has querido abrir el Reino a los pequeños.
Por designio divino, "una mujer vestida del sol" (Ap 12, 1) vino del cielo a esta tierra en
búsqueda de los pequeños privilegiados del Padre. Les habla con voz y corazón de madre: los invita
a ofrecerse como víctimas de reparación, mostrándose dispuesta a guiarlos con seguridad hasta
Dios. Entonces, de sus manos maternas salió una luz que los penetró íntimamente, y se sintieron
sumergidos en Dios, como cuando una persona -explican ellos- se contempla en un espejo.
Más tarde, Francisco, uno de los tres privilegiados, explicaba: "Estábamos ardiendo en esa
luz que es Dios y no nos quemábamos. ¿Cómo es Dios? No se puede decir. Esto sí que la gente no
puede decirlo". Dios: una luz que arde, pero no quema. Moisés tuvo esa misma sensación cuando
vio a Dios en la zarza ardiente; allí oyó a Dios hablar, preocupado por la esclavitud de su pueblo y
decidido a liberarlo por medio de él: "Yo estaré contigo" (cf. Ex 3, 2-12). Cuantos acogen esta
presencia se convierten en morada y, por consiguiente, en "zarza ardiente" del Altísimo.
2. Lo que más impresionaba y absorbía al beato Francisco era Dios en esa luz inmensa que
había penetrado en lo más íntimo de los tres. Además sólo a él Dios se dio a conocer "muy triste",
como decía. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo le respondió:
"Pensaba en Jesús, que está muy triste a causa de los pecados que se cometen contra él". Vive
movido por el único deseo -que expresa muy bien el modo de pensar de los niños- de "consolar y
dar alegría a Jesús".
En su vida se produce una transformación que podríamos llamar radical; una transformación
ciertamente no común en los niños de su edad. Se entrega a una vida espiritual intensa, que se
traduce en una oración asidua y ferviente y llega a una verdadera forma de unión mística con el
Señor. Esto mismo lo lleva a una progresiva purificación del espíritu, a través de la renuncia a los
propios gustos e incluso a los juegos inocentes de los niños.
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Soportó los grandes sufrimientos de la enfermedad que lo llevó a la muerte, sin quejarse
nunca. Todo le parecía poco para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los labios. En el
pequeño Francisco era grande el deseo de reparar las ofensas de los pecadores, esforzándose por ser
bueno y ofreciendo sacrificios y oraciones. Y Jacinta, su hermana, casi dos años menor que él, vivía
animada por los mismos sentimientos.
3. "Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón" (Ap 12, 3). Estas palabras de la
primera lectura de la misa nos hacen pensar en la gran lucha que se libra entre el bien y el mal,
pudiendo constatar cómo el hombre, al alejarse de Dios, no puede hallar la felicidad, sino que acaba
por destruirse a sí mismo.
¡Cuántas víctimas durante el último siglo del segundo milenio! Vienen a la memoria los
horrores de las dos guerras mundiales y de otras muchas en diversas partes del mundo, los campos
de concentración y exterminio, los gulag, las limpiezas étnicas y las persecuciones, el terrorismo,
los secuestros de personas, la droga y los atentados contra los hijos por nacer y contra la familia.
Dios quiere que nadie se pierda; por eso, hace dos mil años, envió a la tierra a su Hijo, "a
buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 10). Él nos ha salvado con su muerte en la cruz; ¡que
nadie haga vana esa cruz! Jesús murió y resucitó para ser "el primogénito entre muchos hermanos"
(Rm 8, 29).
Con su solicitud materna, la santísima Virgen vino aquí, a Fátima, a pedir a los hombres que
"no ofendieran más a Dios, nuestro Señor, que ya ha sido muy ofendido". Su dolor de madre la
impulsa a hablar; está en juego el destino de sus hijos. Por eso pedía a los pastorcitos: "Rezad, rezad
mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay
quien se sacrifique y pida por ellas".
4. La pequeña Jacinta sintió y vivió como suya esta aflicción de la Virgen, ofreciéndose
heroicamente como víctima por los pecadores. Un día -cuando tanto ella como Francisco ya habían
contraído la enfermedad que los obligaba a estar en cama- la Virgen María fue a visitarlos a su casa,
como cuenta la pequeña: "Nuestra Señora vino a vernos, y dijo que muy pronto volvería a buscar a
Francisco para llevarlo al cielo. Y a mí me preguntó si aún quería convertir a más pecadores. Le dije
que sí". Y, al acercarse el momento de la muerte de Francisco, Jacinta le recomienda: "Da muchos
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saludos de mi parte a nuestro Señor y a nuestra Señora, y diles que estoy dispuesta a sufrir todo lo
que quieran con tal de convertir a los pecadores". Jacinta se había quedado tan impresionada con la
visión del infierno, durante la aparición del 13 de julio, que todas las mortificaciones y penitencias
le parecían pocas con tal de salvar a los pecadores.
Jacinta bien podía exclamar con san Pablo: "Ahora me alegro por los padecimientos que
soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de
su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). El domingo pasado, en el Coliseo de Roma,
conmemoramos a numerosos testigos de la fe del siglo XX, recordando las tribulaciones que
sufrieron, mediante algunos significativos testimonios que nos han dejado. Una multitud
incalculable de valientes testigos de la fe nos ha legado una herencia valiosa, que debe permanecer
viva en el tercer milenio. Aquí, en Fátima, donde se anunciaron estos tiempos de tribulación y
nuestra Señora pidió oración y penitencia para abreviarlos, quiero hoy dar gracias al cielo por la
fuerza del testimonio que se manifestó en todas esas vidas. Y deseo, una vez más, celebrar la
bondad que el Señor tuvo conmigo, cuando, herido gravemente aquel 13 de mayo de 1981, fui
salvado de la muerte. Expreso mi gratitud también a la beata Jacinta por los sacrificios y oraciones
que ofreció por el Santo Padre, a quien había visto en gran sufrimiento.
5. "Yo te bendigo, Padre, porque has revelado estas verdades a los pequeños". La alabanza
de Jesús reviste hoy la forma solemne de la beatificación de los pastorcitos Francisco y Jacinta. Con
este rito, la Iglesia quiere poner en el candelero estas dos velas que Dios encendió para iluminar a la
humanidad en sus horas sombrías e inquietas. Quiera Dios que brillen sobre el camino de esta
multitud inmensa de peregrinos y de cuantos nos acompañan a través de la radio y la televisión.
Que sean una luz amiga para iluminar a todo Portugal y, de modo especial, a esta diócesis de
Leiría-Fátima.
Agradezco a monseñor Serafim, obispo de esta ilustre Iglesia particular, sus palabras de
bienvenida, y con gran alegría saludo a todo el Episcopado portugués y a sus diócesis, a las que amo
mucho y exhorto a imitar a sus santos. Dirijo un saludo fraterno a los cardenales y obispos
presentes, en particular a los pastores de la comunidad de países de lengua portuguesa: que la
Virgen María obtenga la reconciliación del pueblo angoleño; consuele a los damnificados de
Mozambique; vele por los pasos de Timor Lorosae, Guinea-Bissau, Cabo Verde, Santo Tomé y
Príncipe; y conserve en la unidad de la fe a sus hijos e hijas de Brasil.
Saludo con deferencia al señor presidente de la República y demás autoridades que han
querido participar en esta celebración; y aprovecho esta ocasión para expresar, en su persona, mi
agradecimiento a todos por la colaboración que ha hecho posible mi peregrinación. Abrazo con
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cordialidad y bendigo de modo particular a la parroquia y a la ciudad de Fátima, que hoy se alegra
por sus hijos elevados al honor de los altares.
6.Mis últimas palabras son para los niños: queridos niños y niñas, veo que muchos de
vosotros estáis vestidos como Francisco y Jacinta. ¡Estáis muy bien! Pero luego, o mañana, dejaréis
esos vestidos y... los pastorcitos desaparecerán. ¿No os parece que no deberían desaparecer? La
Virgen tiene mucha necesidad de todos vosotros para consolar a Jesús, triste por los pecados que se
cometen; tiene necesidad de vuestras oraciones y sacrificios por los pecadores.
Pedid a vuestros padres y educadores que os inscriban a la "escuela" de Nuestra Señora, para
que os enseñe a ser como los pastorcitos, que procuraban hacer todo lo que ella les pedía. Os digo
que "se avanza más en poco tiempo de sumisión y dependencia de María, que en años enteros de
iniciativas personales, apoyándose sólo en sí mismos" (san Luis María Grignion de Montfort,
Tratado sobre la verdadera devoción a la santísima Virgen, n. 155). Fue así como los pastorcitos
rápidamente alcanzaron la santidad. Una mujer que acogió a Jacinta en Lisboa, al oír algunos
consejos muy buenos y acertados que daba la pequeña, le preguntó quién se los había enseñado:
"Fue Nuestra Señora", le respondió. Jacinta y Francisco, entregándose con total generosidad a la
dirección de tan buena Maestra, alcanzaron en poco tiempo las cumbres de la perfección.
7."Yo te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las
has revelado a los pequeños".
Yo te bendigo, Padre, por todos tus pequeños, comenzando por la Virgen María, tu humilde
sierva, hasta los pastorcitos Francisco y Jacinta.
La liturgia pone delante de nuestros ojos, un vasto horizonte de la historia del hombre y del
mundo. Las palabras del Génesis nos llevan a meditar sobre el origen del universo, la obra de la
creación, desde el primer libro vamos al último, el Apocalipsis, para contemplar con los ojos de la
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fe ‘un nuevo cielo y una nueva tierra, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado’ (Ap 21,
1). Tenemos, pues, el principio y el fin; el Alfa y la Omega (cfr. Ap 21, 6). Pero el final es un nuevo
principio, porque constituye la plena realización de todo en Dios: “la morada de Dios con los
hombres” (Ap 21, 3)
Así, entre el principio y este nuevo inicio, discurre la historia del hombre creado por Dios “a
su imagen”, como enseña la Palabra del Señor: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de
Dios lo creó, varón y mujer los creó”. (Gn 1, 27)
2.- En el centro de esta historia del hombre y del mundo se levanta la Cruz de Cristo sobre el
Gólgota. El hombre, creado hombre y mujer, encuentra en esta Cruz la profundidad exacta de su
misterio, que se manifiesta en las palabras del hombre de dolores a su Madre, que estaba junto a la
Cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y después, dirigiéndose al discípulo al que amaba: “Ahí tienes a
tu Madre” (Jn 19, 26-27)
“Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando
sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies…¿Qué es el hombre para que te
acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?” (Sal 8, 6-7; 5)
¿Qué es el hombre?
La pregunta del salmista suena con un asombro todavía mayor delante de este misterio que
encuentra su vértice en el Gólgota. ¿Qué es el hombre, si el Verbo, el Hijo consustancial al Padre,
se ha hecho hombre, Hijo del hombre nacido de la Virgen María por obra del Espíritu Santo?
¿Qué es el hombre… si el Hijo de Dios, al mismo tiempo verdadero hombre, ha cargado con
los pecados de todos los hombres y los ha llevado como varón de dolores, como cordero de Dios
que quita los pecados del mundo, en el altar de la Cruz?
¿Qué es el hombre?
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El asombro del salmista ante la presencia de la misteriosa grandeza del hombre, tal como
aparece en la obra de la creación, se hace todavía mayor en la contemplación de la obra de la
Redención. ¿Qué es el hombre?
3. Desde el inicio, ha sido constituido señor de la tierra, señor del mundo visible. Pero su
grandeza no se manifiesta sólo en el hecho de cultivar y dominar la tierra (cfr. Gn 1, 28). La
dimensión misma de su grandeza es la gloria de Dios: como escribió san Irineo, “la gloria de Dios
es el hombre viviente, pero la vida del hombre es la contemplación de Dios” (San Irineo, contra los
herejes, IV, 20, 7). El hombre ha sido colocado en el centro de las criaturas visibles e invisibles,
todas repletas de la gloria del Creador: proclaman su gloria.
Y así a través de la historia del cosmos visible (e invisible) se levanta, como un Templo
inmenso, un esbozo del eterno Reino de Dios. El hombre –hombre y mujer- ha sido puesto en el
centro de este Templo. El mismo ha llegado a ser el centro, y la verdadera “morada de Dios con los
hombres”, ya que, Dios ha entrado en el mundo creado, por amor al hombre.
Queridos hermanos, “la morada de Dios con los hombres” ha alcanzado su cumbre en
Cristo. Él es la “nueva Jerusalén” (cfr. Ap 21, 2) de todos los hombres y de todos los pueblos,
porque en Él todos son elegidos para un destino eterno en Dios. Y también el inicio del eterno
Reino eterno de Dios en la historia del hombre, y este Reino –en Él y por Él- es la realidad
definitiva del cielo y de la tierra. Es un nuevo cielo y una nueva tierra, en la cual “el primer cielo y
la primera tierra” encontrarán su pleno cumplimiento.
¿No es esta la verdad de toda la historia? ¿Acaso no es confirmada esta verdad –de modo
particular-en nuestro siglo, ya próximo a su fin, junto al segundo milenio de la historia después de
Cristo?
5. ¡La Cruz de Cristo no cesa de testimoniarlo! Entre otros caminos, sólo ella –esta Cruz de
Cristo-, permanece a través de la historia del hombre, como signo de la certeza de la Redención.
21
A través de la Cruz de su Hijo, Dios repite de generación en generación la verdad de la
creación: “Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5). El primer cielo y la primera tierra siguen
pasando… Delante de ellas permanece Cristo indefenso, privado de todo en el tormento de muerte,
Hijo del Hombre crucificado. Y, mientras tanto, El no cesa de ser el signo de la victoriosa certeza
de la vida. A través de su muerte, ha sido sembrada en el seno de la tierra, el poder invencible de la
nueva vida: su muerte es principio de Resurrección:
¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? (1 Cor 15, 55)
6.- Con el corazón profundamente conmovido y asombrado ante el plan creador y salvador
de Dios para llevar a cabo la plenitud a la cual nos ha llamado, yo, peregrino con vosotros de esta
nueva Jerusalén os exhorto a acoger la gracia y la llamada que en este lugar se descubre de modo
más tangible y penetrante, para adecuar nuestros caminos a los de Dios.[…]
Finalmente, movido por la Palabra de Dios en esta celebración eucarística –hombre y mujer
los creó- (Gn 1, 27) me da alegría saludar a las familias implorando la bendición de Dios para
vuestros hogares, vuestros hijos y vuestra vida familiar. Vuestro deber fundar es realizar a través de
la historia la originaria bendición de Dios Creador -“sed fecundos, multiplicaos” (Gn 1, 28) -,
transmitiendo la “imagen divina” por medio de la generación de nuevos hijos.
Queridas familias, vuestro servicio generoso y respetuoso a la vida será hoy posible, como
lo ha sido siempre, se sois fuertes en la contemplación de la dignidad humana y sobrenatural de los
hijos que engendréis: cada hombre es objeto del amor infinito de Dios que ha rescatado. Las
familias que no debilitan el deber respecto a la procreación, en el ámbito de un oportuno sentido de
la paternidad responsable y de confianza en la Providencia de Dios, dan al mundo un insustituible
testimonio de valores más altos. Representan un desafío a la imperante mentalidad antinatalista, y
una justa condena de tal mentalidad, que niega de tal modo la vida que la sacrifica, en muchos casos
en el seno materno por medio del aborto, crimen execrable, como declara el Concilio Vaticano II
(GS 27). Os pido, queridas familias este generoso servicio a la vida. Contra el pesimismo y el
egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida: y en cada vida humana sabe
descubrir el esplendor de aquel «Sí», de aquel «Amén» que es Cristo mismo. Al «no» que invade y
aflige al mundo, contrapone este «Sí» viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de
cuantos acechan y rebajan la vida. (Familiaris Consortio 30)
22
7. “Mujer, aquí tienes a tu Hijo” “Aquí tienes a tu Madre”
María, que está junto a Jesús, ha aceptado una vez más la voluntad de Cristo, Hijo de Dios.
Mientras en el Gólgota el Hijo le indicaba sólo a un hombre, el discípulo al que amaba, aquí Ella ha
tenido que acoger a todos. Todos nosotros, los hombres de este siglo y de su difícil y dramática
historia.
En los hombres del siglo XX, se ha manifestado con igual intensidad su capacidad de
someter la tierra, como su libertad de transgredir el mandamiento de Dios y negarlo, como heredad
del pecado. La heredad del pecado se revela como una fuerte inspiración a construir el mundo –un
mundo creado por el hombre- “como si Dios no existiese”. Y también como si no existiese la Cruz
sobre el Gólgota, en la cual “Muerte y Vida” lucharon en singular batalla (secuencia Pascual), para
manifestar que el amor es más fuerte que la muerte y que la gloria de Dios es el hombre viviente.
Por segunda vez he venido a tu Santuario, para besar tus manos, porque estás firme junto a
la Cruz de tu Hijo, que es la cruz de toda la historia del hombre también en nuestro siglo.
Permaneces y permanecerás, dirigiendo tu mirada sobre los corazones de estos hijos e hijas
que pertenecen, ya, al tercer milenio. Permaneces y permanecerás, vigilando con delicada atención
de madre, y defendiendo, con tu poderosa intercesión, el nacimiento de la luz de Cristo en los
pueblos y naciones.
Permaneces y permanecerás, porque el Hijo Unigénito de Dios, tu Hijo, se confió a todos los
hombres cuando, al morir en la cruz, nos introdujo en el nuevo principio de cuanto existe.
23
Tu maternidad universal, oh Virgen María, es el ancla segura de la salvación de la
humanidad entera.
«¡Santa Madre del Redentor, Puerta del cielo, Estrella del mar, socorre a tu pueblo que
anhela levantarse!»
Una vez más nos dirigimos a ti, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, arrodillados a tus
pies aquí, en Cova da Iria, para agradecerte todo cuanto has hecho, en estos años difíciles para la
Iglesia, por cada uno de nosotros y por toda la humanidad.
Y hoy aquí estamos para darte las gracias porque siempre nos has escuchado.
24
Tú te has mostrado Madre:
Madre de la Iglesia, misionera por los caminos de la tierra, que se prepara para el tercer
milenio cristiano.
Madre de los hombres, por tu constante protección, que nos ha librado de tragedias y
destrucciones irreparables, y ha favorecido el progreso y las conquistas sociales de nuestros días.
Madre de las naciones, por los cambios inesperados que han devuelto la confianza a pueblos
durante mucho tiempo oprimidos y humillados.
Madre de la vida, por los múltiples signos con que nos has acompañado, defendiéndonos del
mal y del poder de la muerte.
Mi tierna Madre desde siempre, pero en especial aquel 13 de mayo de 1981 en que sentí
junto a mí tu presencia salvadora.
Sigue mostrándote Madre para todos, porque el mundo tiene necesidad de ti.
25
Las nuevas situaciones de los pueblos y de la Iglesia son todavía precarias e inestables.
Existe el peligro de sustituir el marxismo con otra forma de ateísmo que, adulando la
libertad, tiende a destruir las raíces de la moral humana y cristiana.
Camina con el hombre de este final de siglo, con el hombre de cualquier raza y cultura, de
cualquier edad y condición.
Camina con los pueblos hacia la solidaridad y el amor; camina con los jóvenes,
protagonistas de futuros días de paz.
Tienen necesidad de ti las naciones que recientemente han recuperado su espacio vital de
libertad y ahora se esfuerzan por reconstruir su futuro.
Tiene necesidad de ti la Europa que, desde el Este hasta el Oeste, no puede volver a
encontrar su verdadera identidad sin redescubrir sus raíces cristianas comunes.
Tiene necesidad de ti el mundo para resolver los numerosos y violentos conflictos que aún lo
amenazan.
Muestra que eres Madre de los pobres, de quien muere a causa del hambre o de la
enfermedad, de quien sufre injusticias y afrentas, de quien no encuentra trabajo, casa ni refugio, de
quien está oprimido y explotado, de quien se desespera o en vano procura el descanso lejos de Dios.
26
Muéstrate Madre de unidad y paz.
¡Que cesen en todas partes la violencia y la injusticia, que crezcan en las familias la
concordia y la unidad, y entre los pueblos el respeto y el diálogo!
Que los pueblos no abran nuevos abismos de odio y venganza; que el mundo no ceda a la
ilusión de un falso bienestar que envilece la dignidad de la persona y compromete para siempre los
recursos de la creación.
Vela por los hombres y por las nuevas situaciones de los pueblos aún amenazados por
peligros de guerra.
Vela por los responsables de las naciones y por todos los que rigen los destinos de la
humanidad.
Vela, en particular, por la próxima Asamblea especial del Sínodo de los obispos, importante
etapa en el camino de la nueva evangelización en Europa.
Vela por mi ministerio petrino, al servicio del Evangelio y del hombre hacia las nuevas
metas de acción misionera de la Iglesia.
27
Totus tuus!
En unidad colegial con los pastores y en comunión con todo el pueblo de Dios, esparcido
por todos los rincones de la tierra, también hoy te renuevo la consagración filial del género humano.
Tú, oh María, Madre del Redentor, sigue mostrándonos que eres Madre para todos.
1. "Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios". ¡Oh Madre de los hombres y
de los pueblos!, tú que "conoces todos sus sufrimientos y esperanzas", tú que sientes
maternalmente todas las luchas entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas que invaden el
mundo contemporáneo, acoge nuestro grito que, como movidos por el Espíritu Santo, elevamos
directamente a tu corazón y abraza, con el amor de la Madre y de la Sierva, este nuestro mundo
28
humano, que ponemos bajo tu confianza y te consagramos, llenos de inquietud por la suerte
terrena y eterna de los hombres y de los pueblos.
¡No deseches!
2. "Tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él
no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 16).
Precisamente este amor hizo que el Hijo de Dios se consagrara a Sí mismo: "Yo por ellos me
santifico, para que ellos sean santificados en la verdad" (Jn 17, 19).
En virtud de esta consagración, los discípulos de todos los tiempos están llamados a
entregarse por la salvación del mundo, a añadir algo a los sufrimientos de Cristo en favor de su
Cuerpo que es la Iglesia (cf. 2 Cor 12, 15; Col 1, 24).
Ante ti, Madre de Cristo, delante de tu Corazón inmaculado, yo deseo en este día,
juntamente con toda la Iglesia, unirme con nuestro Redentor en esta su consagración por el
mundo y por los hombres, la única que en su Corazón divino tiene el poder de conseguir el perdón
y procurar la reparación.
29
La fuerza de esta consagración dura para siempre y abarca a todos los hombres, pueblos y
naciones, y supera todo el mal, que el espíritu de las tinieblas es capaz de despertar en el corazón
del hombre y en su historia y que, de hecho, ha despertado en nuestros tiempos.
¡Oh, cuánto nos duele, por tanto, todo lo que en la Iglesia y en cada uno de nosotros se
opone a la santidad y a la consagración! ¡Cuánto nos duele que la invitación a la penitencia, a la
conversión y a la oración no haya encontrado aquella acogida que debía!
¡Cuánto nos duele que muchos participen tan fríamente en la Obra de la redención de
Cristo! ¡Que se complete tan insuficientemente en nuestra carne "lo que falta a las tribulaciones
de Cristo"!
¡Dichosas, pues, todas las almas que obedecen la llamada del Amor eterno! Dichosos
aquellos que, día a día, con generosidad inagotable acogen tu invitación, oh Madre, a realizar lo
que dice tu Jesús y dan a la Iglesia y al mundo un testimonio sereno de vida inspirada en el
Evangelio.
¡Dichosa por encima de todas las criaturas Tú, Sierva del Señor, que de la manera más
plena obedeces a esta Divina llamada!
¡Te saludamos a Ti, que estás totalmente unida a la consagración redentora de tu Hijo!
¡Madre de la Iglesia, ilumina al Pueblo de Dios por los caminos de la fe, la esperanza y la
caridad! ¡Ayúdanos a vivir, con toda la verdad de la consagración de Cristo, en favor de toda la
familia humana, en el mundo contemporáneo!
30
3. Al poner bajo tu confianza, Madre, el mundo, todos los hombres y todos los pueblos, te
confiamos también la misma consagración en favor del mundo, poniéndola en tu corazón
maternal.
¡Corazón Inmaculado, ayúdanos a vencer la amenaza del mal, que tan fácilmente se arraiga
en los corazones de los hombres de hoy y que sus efectos inconmensurables pesa ya sobre
nuestra época y da la impresión de cerrar el camino, hacia el futuro!
¡De los pecados contra la vida del hombre desde sus primeros instantes, líbranos!
¡Acoge, Madre de Cristo, este grito cargado del sufrimiento de todos los hombres, cargado
del dolor de la sociedad entera!
¡Se manifieste, una vez más, en la historia del mundo el infinito poder del Amor
misericordioso! ¡Que este amor detenga el mal! ¡Que transforme las conciencias! ¡En tu Corazón
Inmaculado se revele a todos la luz de la Esperanza!
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Amén.
1. Con estas palabras termina el Evangelio de la Liturgia de hoy, aquí en Fátima. El nombre
del discípulo era Juan. Precisamente él, Juan, hijo de Zebedeu, apóstol y evangelista, oyó desde lo
alto de la Cruz las palabras de Cristo: "He aquí a tu Madre". Anteriormente, Jesús había dicho a la
propia Madre: "Señora, He aquí a Tu hijo".
Al dejar este mundo, Cristo dio a Su Madre un hombre que fuese para Ella como un hijo:
Juan. A Ella lo confió. Y, en consecuencia de esta donación y de este acto de entrega, María se
tornó madre de Juan. La Madre de Dios se tornó Madre del hombre.
Y, a partir de aquel momento, Juan "la recibió en su casa". Juan se tornó también en amparo
terrenal de la Madre de su Maestro; es derecho y deber de los hijos, efectivamente, asumir el
cuidado de la madre. Pero por encima de todo, Juan se tornó por voluntad de Cristo, en el hijo de la
Madre de Dios. Y, en Juan, todos y cada uno de los hombres se tornaron hijos de Ella.
Una manifestación particular de la maternidad de María en relación a los hombres, son los
lugares en que Ella se encuentra con ellos; las casas donde Ella habita; casas donde se siente una
presencia toda particular de la Madre.
Estos lugares y estas casas son numerosísimos y de una gran variedad: desde los oratorios en
las casas y los nichos a lo largo de los caminos, donde sobresale luminosa la imagen de la Santa
Madre de Dios, hasta las capillas y las iglesias construidas en Su honra. Hay sin embargo, algunos
lugares, en los cuales los hombres sienten particularmente viva la presencia de la Madre. No raro,
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estos sitios irradian ampliamente su luz y atraen a sí personas de lejos. Su círculo de irradiación
puede extenderse al ámbito de una diócesis, a una nación entera, a veces a varios países y hasta los
diversos continentes. Estos lugares son los Santuarios Marianos.
En todos ellos se realiza de manera admirable aquel testamento singular del Señor
Crucificado: allí el hombre se siente entregado y confiado a María y viene para estar con Ella, como
se está con la propia Madre. Le abre su corazón y le habla de todo: "La recibe en su casa", dentro de
todos sus problemas, a veces difíciles. Problemas propios y de otros. Problemas de las familias, de
las sociedades, de las naciones, de la humanidad entera.
3. ¿No sucede así, por ventura, en el santuario de Lourdes en Francia? ¿No es igualmente
así, en Jasna Góra en tierras polacas, en el santuario de mi País, que este año celebra su jubileo de
los seiscientos años?
Parece que también allá, como en tantos otros santuarios marianos esparcidos por el mundo,
con una fuerza de autenticidad particular, resuenan estas palabras de la Liturgia del día de hoy: "Tu
eres la honra de nuestro pueblo" (Judit, 15-10); y también aquellas otras:2.
"Ante la humillación de nuestra gente", "... aliviaste nuestro abatimiento, con tu rectitud, en
la presencia de nuestro Dios"(Judt. 13-20).
Estas palabras resuenan aquí en Fátima casi como eco particular de las experiencias vividas
no sólo por la Nación portuguesa, sino también por tantas otras naciones y pueblos que se
encuentran sobre la faz de la tierra; o mejor, ellas son el eco de las experiencias de toda la
humanidad contemporánea, de toda la familia humana.
4. Vengo hoy aquí, porque exactamente en este mismo día del mes, el año pasado, se daba,
en la Plaza de San Pedro, en Roma, el atentado a la vida del Papa, que misteriosamente coincidía
con el aniversario de la primera aparición en Fátima, la cual se verificó el 13 de Mayo de 1917.
Estas fechas se encontraron entre sí de tal manera, que me pareció reconocer en eso un
llamado especial para venir aquí. Y es donde hoy estoy. Vine para agradecer a la Divina
Providencia, en este lugar, que la Madre de Dios parece haber escogido de modo tan particular.
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"Misericordiae Domini, quia non sumus consumpti" - Fue gracias al Señor que no fuimos
aniquilados (Lam. 3- 22) - repito una vez más con el Profeta.
Vine, efectivamente, sobre todo para proclamar aquí la gloria del mismo Dios:
"Bendito sea el Señor Dios, Creador del Cielo y de la Tierra", quiero repetir con las palabras
de la Liturgia de hoy (Judt. 13-18).
Y al Creador del Cielo y de la Tierra elevo también aquel especial himno de gloria, que es
Ella propia: la Madre Inmaculada del Verbo Encarnado:
"Bendita seas, hija mía, por el Dios Altísimo / Más que todas las mujeres sobre la Tierra... /
La confianza que tuviste no será olvidada por los hombres, / Y ellos han de recordar siempre el
poder de Dios. / Así Dios te enaltezca eternamente" (Ibid. 13, 18-20).
En base a este canto de alabanza, que la Iglesia entona con alegría, aquí como en tantos
lugares de la tierra, está la incomparable elección de una hija del género humano para ser Madre de
Dios.
Y por eso sea sobre todo adorado Dios: Padre, Hijo, y Espíritu Santo.
5. A partir de aquel momento en que Jesús, al morir en la Cruz, dijo a Juan: "He aquí a tu
Madre", y a partir del momento en que el discípulo "La recibió en su casa", el misterio de la
maternidad espiritual de María tuvo su realización en la historia con una amplitud sin límites.
Maternidad quiere decir solicitud por la vida del hijo. Ora sí, María es madre de todos los hombres,
su desvelo por la vida del hombre se reviste de un alcance universal. La dedicación de cualquier
madre abarca al hombre todo. La maternidad de María tiene su inicio en los cuidados maternos con
Cristo.
En Cristo, a los pies de la Cruz, Ella aceptó a Juan y, en él, aceptó a todos los hombres y al
hombre totalmente. María abraza a todos, con una solicitud particular, en el Espíritu Santo. Es Él,
efectivamente, "Aquel que da la vida", como profesamos en el Credo. Y Él que da la plenitud de la
vida, con apertura para la eternidad.
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3. La maternidad espiritual de María es, pues, participación en el poder del Espíritu Santo,
en el poder de Aquel "que da la vida". Y es al mismo tiempo, el servicio humilde de Aquella que
dice de sí misma: "He aquí la sierva del Señor" (Luc. 1-38).
6. La Iglesia enseñó siempre, y continúa en proclamar, que la revelación de Dios fue llevada
a la consumación en Jesucristo, que es la plenitud de la misma, y que "no se ha de esperar ninguna
otra revelación pública, antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo " (Dei
Verbum, 4). La misma Iglesia aprecia y juzga las revelaciones privadas según el criterio de su
conformidad con aquella única Revelación pública.
Así, si la Iglesia aceptó el mensaje de Fátima, es sobre todo porque contiene una verdad y un
llamado que, en su contenido fundamental, son la verdad y el llamado del propio Evangelio.
"Convertíos (haced penitencia), y creed en la Buena Nueva (Mc. 1-15): son estas las
primeras palabras del Mesías dirigidas a la humanidad. Y el mensaje de Fátima, en su núcleo
fundamental, es el llamado a la conversión y a la penitencia, como en el Evangelio. Este llamado
fue hecho en los inicios del siglo veinte y, por lo tanto, fue dirigido, de un modo particular a este
mismo siglo. La Señora del mensaje parecía leer, con una perspicacia especial, las "señales de los
tiempos", las señales de nuestro tiempo.
Las palabras del mensaje fueron dirigidas a niños, cuya edad iba de los siete a los diez años.
Los niños, como Bernadette de Lourdes, son particularmente privilegiados en estas apariciones de
la Madre de Dios. De aquí deriva el hecho también de la simplicidad de su mensaje, de acuerdo con
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la capacidad de comprensión infantil. Los niñitos de Fátima se tornaron en los interlocutores de la
Señora del mensaje y también sus colaboradores. Uno de ellos todavía está vivo.
7. Cuando Jesús dijo desde lo alto de la Cruz: "Señora, he aquí a Tu hijo" (Io. 19, 26), abrió,
de manera nueva, el Corazón de Su Madre, el corazón Inmaculado, y le reveló la nueva dimensión
del amor y el nuevo alcance del amor al que Ella fuera llamada, en el Espíritu Santo, en virtud del
sacrificio de la Cruz.
En las palabras del mensaje de Fátima nos parece encontrar precisamente esta dimensión del
amor materno, el cual con su amplitud, abarca todos los caminos del hombre en dirección a Dios:
tanto aquellos que siguen sobre la tierra, como aquellos que, a través del Purgatorio, llevan más allá
de la tierra. La solicitud de la Madre del Salvador, se identifica con la solicitud por la obra de la
salvación: la obra de Su Hijo. Es solicitud por la salvación, por la eterna salvación de todos los
hombres. Al completarse sesenta y cinco años, después de aquel día 13 de Mayo de 1917, es difícil
no descubrir cómo este amor salvador de la Madre abraza en su amplitud, de un modo particular,
nuestro siglo.
A la luz del amor materno, nosotros comprendemos todo el mensaje de Nuestra Señora de
Fátima.
Aquello que se opone más directamente al caminar del hombre en dirección a Dios es el
pecado, el perseverar en el pecado, en fin, la negación de Dios. El apartar el nombre de Dios del
mundo y del pensamiento humano. La separación de Él de toda la actividad terrenal del hombre. El
rechazo de Dios por parte del hombre.
¿Podrá la Madre, que desea la salvación de todos los hombres, con toda la fuerza de su amor
que alimenta en el Espíritu Santo, podrá Ella quedarse callada acerca de aquello que mina las
propias bases de esta salvación? No, no puede!
Por eso, el mensaje de Nuestra Señora de Fátima, tan maternal, se presenta al mismo tiempo
tan fuerte y decidido. Hasta parece severo. Es como si hablase Juan Bautista en las márgenes del río
Jordán. Exhorta a la penitencia. Advierte. Llama a la oración. Recomienda el rosario.5.
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Este mensaje es dirigido a todos los hombres. El amor de la Madre del Salvador llega hasta
donde quiere que se extienda la obra de la salvación. Y objeto de Su desvelo son todos los hombres
de nuestra época y, al mismo tiempo, las sociedades, las naciones y los pueblos. Las sociedades
amenazadas por la apostasía, amenazadas por la degradación moral. La derrocada de la moralidad
trae consigo la derrocada de las sociedades.
8. Cristo dijo desde lo alto de la Cruz: "Señora, he aquí a Tu hijo". Y, con tales palabras,
abrió, de un modo nuevo, el Corazón de Su Madre.
Poco después, la lanza del soldado romano traspasó el costado del Crucificado. Aquel
corazón traspasado se tornó en la señal de la redención, realizada mediante la muerte del Cordero de
Dios.
El Corazón Inmaculado de María abierto por las palabras - "Señora, He aquí a Tu Hijo" - se
encuentra espiritualmente con el Corazón del Hijo traspasado por la lanza del soldado. El Corazón
de María fue abierto por el mismo amor para el hombre y para el mundo conque Cristo amó,
ofreciéndose a Sí mismo por ellos, sobre la Cruz, hasta aquel golpe de la lanza del soldado.
El Corazón de la Madre está consciente de eso, como ningún otro corazón en todo el
cosmos, visible e invisible.
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Llama no solamente a la conversión. Nos llama a que nos dejemos auxiliar por Ella, como
Madre, para volvernos nuevamente a la fuente de la Redención.
La Madre de Cristo nos llama y nos exhorta a unirnos a la Iglesia del Dios vivo, en esta
consagración del mundo, en este acto de entrega mediante el cual el mismo mundo, la humanidad,
las naciones y todos y cada uno de los hombres son ofrecidos al Eterno Padre, envueltos con la
virtud de la Redención de Cristo. Son ofrecidos en el Corazón del Redentor traspasado en la Cruz.
La Madre del Redentor nos llama, nos invita y nos ayuda para unirnos a esta consagración, a
este acto de entrega del mundo. Entonces nos encontraremos, de hecho, lo más próximo posible del
Corazón de Cristo traspasado en la Cruz.
10. El contenido del llamado de Nuestra Señora de Fátima está tan profundamente radicado
en el Evangelio y en toda la Tradición, que la Iglesia se siente interpelada por ese mensaje.
Ella respondió a la interpelación mediante el Siervo de Dios Pío XII (cuya ordenación
episcopal se realizara precisamente el 13 de Mayo de 1917), el cual quiso consagrar al Inmaculado
Corazón de María el género humano y especialmente los Pueblos de Rusia. ¿Con esa consagración
no habrá él, por ventura, correspondido a la elocuencia evangélica del llamado de Fátima?
De este modo, fue todavía más profundizada la comprensión del sentido de la entrega, que la
Iglesia es llamada a efectuar, recurriendo al auxilio del Corazón de la Madre de Cristo y nuestra
Madre.
11. ¿Y cómo es que se presenta hoy delante de la Santa Madre que engendró al Hijo de
Dios, en su Santuario de Fátima, Juan Pablo II, sucesor de Pedro y continuador de la obra de Pío, de
Juan y de Pablo y particular heredero del Concilio Vaticano II?
El sucesor de Pedro se presenta aquí también como testimonio de los inmensos sufrimientos
del hombre, como testimonio de las amenazas casi apocalípticas, que pesan sobre las naciones y
sobre la humanidad. Y busca abrazar estos sufrimientos con su débil corazón humano, al mismo
tiempo que se pone bien delante del misterio del Corazón: del Corazón de la Madre, del Corazón
Inmaculado de María.
En virtud de esos sufrimientos, con la consciencia del mal que deambula por el mundo y
amenaza al hombre, a las naciones y a la humanidad, el sucesor de Pedro se presenta aquí con una
fe mayor en la redención del mundo: fe en aquel Amor salvador que es siempre mayor, siempre más
fuerte que todos los males.
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6. Así, si por un lado el corazón se oprime, por el sentido del pecado del mundo, como
resultado de la serie de amenazas que aumentan en el mundo, por otro lado, el mismo corazón
humano se siente dilatar con la esperanza, al poner en práctica una vez más aquello que mis
Predecesores ya hicieron: entregar y confiar el mundo al Corazón de la Madre, confiarle
especialmente aquellos pueblos, que, de modo particular, tengan necesidad de ello. Este acto
equivale a entregar y a confiar el mundo a Aquel que es Santidad infinita. Esta Santidad significa
redención, significa amor más fuerte que el mal. Jamás algún "pecado del mundo" podrá superar
este Amor.
Una vez más. Efectivamente, el llamado de María no es para una sola vez. Él continúa
abierto para las generaciones que se renuevan, para ser correspondido de acuerdo con las "señales
de los tiempos" siempre nuevas. A Él se debe volver incesantemente. Hay que retomarlo siempre de
nuevo.
"Vi después la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del Cielo, de la presencia de
Dios, lista como novia adornada para su esposo. Y, del trono, oí una voz potente que decía: He aquí
la morada de Dios entre los hombres. Dios ha de vivir entre ellos: ellos mismos serán Su pueblo y
Él propio - Dios-con-ellos - será Su Dios" (Apoc. 21- 2ss).
El Pueblo de Dios es peregrino por los caminos de este mundo en dirección escatológica.
Está en peregrinación para la eterna Jerusalén, para la "morada de Dios entre los hombres".
Allá, donde Dios "ha de secarles todas las lágrimas de los ojos; la muerte dejará de existir, y
no habrá más luto, ni clamor, ni fatiga. Lo que había anteriormente desapareció" (Cfr. Apoc. 21-4).
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Pero "lo que había anteriormente" todavía perdura. Y es eso precisamente lo que constituye
el espacio temporal de nuestra peregrinación.
Por eso, miremos para "Aquel que está sentado en el trono" que dice: "Voy a renovar todas
las cosas" (Cfr. Ibid. 21, 5).
Y juntamente con el Evangelista y Apóstol, busquemos ver con los ojos de la fe "el nuevo
cielo y la nueva tierra", porque el "primer cielo y la primera tierra" ya pasaron...
Entre tanto, hasta ahora, "el primer cielo y la primera tierra" continúan, estando siempre a
nuestro alrededor y dentro de nosotros. No podemos ignorarlo. Eso nos permite, sin embargo,
reconocer qué gracia inmensa fue concedida al hombre cuando en medio de este peregrinar, en el
horizonte de la fe de nuestros tiempos, se encendió esa "Señal grandiosa: una Mujer"!
Sí, verdaderamente podemos repetir: "Bendita seas, hija, por el Dios altísimo, más que todas
las mujeres sobre la Tierra!
Sí, aquí y en toda la Iglesia, en el corazón de cada uno de los hombres y en el mundo entero:
sea bendita oh María, nuestra Madre dulcísima!
[…]
Conocéis cuáles son las intenciones especiales que caracterizan esta peregrinación. Las recordamos
para que den voz a nuestra oración y sean luz para cuantos nos escuchan.
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Por una Iglesia viva, verdadera, unida y santa
Nuestra primera intención es por la Iglesia: la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Queremos
orar por su paz interior. El Concilio Ecuménico [que se había clausurado hacía sólo un año y medio] ha
despertado una gran cantidad de energía en el seno de la Iglesia, ha abierto visiones más amplias en el
ámbito de su doctrina, ha llamado a todos sus hijos a tener un conocimiento más claro, una más íntima
colaboración y un apostolado más enérgico. A Nos, nos preocupa que tanto beneficio y tanta renovación se
conserven y crezcan más. ¡Cuanto daño se haría si una interpretación arbitraria y no autorizada por el
magisterio de la Iglesia transformase este renacimiento espiritual en una inquietud que disolviese su
estructura tradicional y constitucional, que substituyese la teología de los verdaderos y grandes maestros
por ideologías nuevas y particulares diseñadas para eliminar de la norma de la fe todo aquello que el
pensamiento moderno, muchas veces falto de luz racional, no comprende o no acepta, y que cambiase el
ansia aspotólica de caridad redentora, en aquiescencia ante las formas negativas de la mentalidad profana
y de las costumbres del mundo! ¡Cuánta decepción causaría nuestro esfuerzo de aproximación universal, si
no ofreciésemos a los hermanos cristianos, todavía separados de nosotros, y a los hombres que no poseen
nuestra fe el partimonio de verdad y de caridad del que la Iglesia es depositaria y distribuidora, en su
sincera autenticidad y en su original belleza, de la que la Iglesia es depositaria y dispensadora.
Queremos pedir a María una Iglesia viva, verdadera, unida, y santa. Queremos orar para que las
esperanzas y energías, suscitadas por el Concilio, puedan traernos, en larguísima medida, los frutos del
Espíritu Santo, que la Iglesia celebra el día de Pentecostés y del cual proviene la verdadera vida cristiana;
esos frutos enumerados por el apóstol Pablo: caridad, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza (Gálatas 5, 22 ). Queremos orar para que el culto y la adoración a Dios, hoy y
siempre, conserven su prioridad en el mundo, y su ley dé forma consciente a las costumbres del hombre
moderno. La fe en Dios es la luz suprema de la humanidad; y esta luz no sólo no debe apagarse en el
corazón de los hombres, sino al contrario, debe re-encenderse en mitad de ellos, para el estímulo de su
ciencia y su progreso.
Nuestra oración, nos conduce en este momento a recordar a todos aquellos países en los cuales la
libertad religiosa es prácticamente oprimida, y donde la negación de Dios es promovida como si fue la
verdad de los tiempos nuevos y la liberación de los pueblos, aunque no sea así. Rezamos por esos países;
rezamos por los hermanos creyentes de esas naciones, para que les sostenga la ayuda de Dios y les sea
concedida la verdadera libertad.
La segunda intención de nuestra peregrinación llena nuestro corazón: el mundo, la paz del mundo.
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Conocéis que la conciencia de la misión del Iglesia en el mundo, una misión de amor y de servicio,
es hoy, después del Concilio, especialmente vigiliante y operativa. Sabéis como el mundo está en proceso
de grandes transformaciones a causa del enorme progreso en conocimiento y conquista de las riquezas de
la tierra y del universo. Pero sabed y ved que el mundo no es feliz, no está tranquilo; y la primera causa de
esta inquietud es la dificultad de la concordia, la dificultad de la paz. Todo parece impulsar el mundo a la
fraternidad, a la unidad; y en cambio en el seno de la humanidad encontramos todavía continuos y
tremendos conflictos. Dos motivos principales hacen grave esta situación histórica de la humanidad: la
presencia de armas terriblemente mortales; y que no progresado en el campo moral como lo ha hecho en
el campo científico y técnico. Además, una gran parte de la humanidad está todavía en estado de necesidad
y de hambre, mientras que se ha despertado en ella el conocimiento de sus necesidades y el bienestar de
los demás. Por todo esto el mundo está en peligro. Por eso hemos venido a postrarnos a los pies de la Reina
de la paz a pedirle como don, que sólo Dios puede dar, la paz
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