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Homilía Juan Pablo II.

Fátima 13 de mayo de 1991

1.- Ahí a tu Madre! (Jn 19, 27)

La liturgia pone delante de nuestros ojos, un vasto horizonte de la historia del hombre y del
mundo. Las palabras del Génesis nos llevan a meditar sobre el origen del universo, la obra de la
creación, desde el primer libro vamos al último, el Apocalipsis, para contemplar con los ojos de la
fe ‘un nuevo cielo y una nueva tierra, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado’ (Ap 21,
1). Tenemos, pues, el principio y el fin; el Alfa y la Omega (cfr. Ap 21, 6). Pero el final es un nuevo
principio, porque constituye la plena realización de todo en Dios: “la morada de Dios con los
hombres” (Ap 21, 3)

Así, entre el principio y este nuevo inicio, discurre la historia del hombre creado por Dios “a
su imagen”, como enseña la Palabra del Señor: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de
Dios lo creó, varón y mujer los creó”. (Gn 1, 27)

2.- En el centro de esta historia del hombre y del mundo se levanta la Cruz de Cristo sobre el
Gólgota. El hombre, creado hombre y mujer, encuentra en esta Cruz la profundidad exacta de su
misterio, que se manifiesta en las palabras del hombre de dolores a su Madre, que estaba junto a la
Cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y después, dirigiéndose al discípulo al que amaba: “Ahí tienes a
tu Madre” (Jn 19, 26-27)

El hombre, creado a imagen de Dios, es la coronación de toda la creación. Confuso ante su


grandeza exclama el salmista:

“Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando
sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies…¿Qué es el hombre para que te
acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?” (Sal 8, 6-7; 5)

¿Qué es el hombre?

La pregunta del salmista suena con un asombro todavía mayor delante de este misterio que
encuentra su vértice en el Gólgota. ¿Qué es el hombre, si el Verbo, el Hijo consustancial al Padre,
se ha hecho hombre, Hijo del hombre nacido de la Virgen María por obra del Espíritu Santo?
¿Qué es el hombre… si el Hijo de Dios, al mismo tiempo verdadero hombre, ha cargado con
los pecados de todos los hombres y los ha llevado como varón de dolores, como cordero de Dios
que quita los pecados del mundo, en el altar de la Cruz?

¿Qué es el hombre?

El asombro del salmista ante la presencia de la misteriosa grandeza del hombre, tal como
aparece en la obra de la creación, se hace todavía mayor en la contemplación de la obra de la
Redención. ¿Qué es el hombre?

3. Desde el inicio, ha sido constituido señor de la tierra, señor del mundo visible. Pero su
grandeza no se manifiesta sólo en el hecho de cultivar y dominar la tierra (cfr. Gn 1, 28). La
dimensión misma de su grandeza es la gloria de Dios: como escribió san Irineo, “la gloria de Dios
es el hombre viviente, pero la vida del hombre es la contemplación de Dios” (San Irineo, contra los
herejes, IV, 20, 7). El hombre ha sido colocado en el centro de las criaturas visibles e invisibles,
todas repletas de la gloria del Creador: proclaman su gloria.

Y así a través de la historia del cosmos visible (e invisible) se levanta, como un Templo
inmenso, un esbozo del eterno Reino de Dios. El hombre –hombre y mujer- ha sido puesto en el
centro de este Templo. El mismo ha llegado a ser el centro, y la verdadera “morada de Dios con los
hombres”, ya que, Dios ha entrado en el mundo creado, por amor al hombre.

Queridos hermanos, “la morada de Dios con los hombres” ha alcanzado su cumbre en
Cristo. Él es la “nueva Jerusalén” (cfr. Ap 21, 2) de todos los hombres y de todos los pueblos,
porque en Él todos son elegidos para un destino eterno en Dios. Y también el inicio del eterno
Reino eterno de Dios en la historia del hombre, y este Reino –en Él y por Él- es la realidad
definitiva del cielo y de la tierra. Es un nuevo cielo y una nueva tierra, en la cual “el primer cielo y
la primera tierra” encontrarán su pleno cumplimiento.

4. Lo atestigua la Cruz del Gólgota, que es la Cruz de nuestra Redención. En la Cruz se


manifiesta toda la historia del hombre, que es al mismo tiempo la historia del pecado y del
sufrimiento. Está marcada por las lágrimas y la muerte como señala el Libro del Apocalipsis:
cuántas lágrimas en los ojos del los hombres, cuanto luto y lamento, cuántas contrariedades (cfr. Ap
21, 4). Y, al final de la existencia humana, la muerte. Que constituye a progresiva desaparición “del
primer cielo y de la primera tierra”, marcados por el pecado.

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¿No es esta la verdad de toda la historia? ¿Acaso no es confirmada esta verdad –de modo
particular-en nuestro siglo, ya próximo a su fin, junto al segundo milenio de la historia después de
Cristo?

5. ¡La Cruz de Cristo no cesa de testimoniarlo! Entre otros caminos, sólo ella –esta Cruz de
Cristo-, permanece a través de la historia del hombre, como signo de la certeza de la Redención.

A través de la Cruz de su Hijo, Dios repite de generación en generación la verdad de la


creación: “Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5). El primer cielo y la primera tierra siguen
pasando… Delante de ellas permanece Cristo indefenso, privado de todo en el tormento de muerte,
Hijo del Hombre crucificado. Y, mientras tanto, El no cesa de ser el signo de la victoriosa certeza
de la vida. A través de su muerte, ha sido sembrada en el seno de la tierra, el poder invencible de la
nueva vida: su muerte es principio de Resurrección:

¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? (1 Cor 15, 55)

A través de la Cruz del Gólgota, desciende desde la presencia de Dios, en la historia de la


humanidad, en la historia de cada siglo, “la ciudad santa, la nueva Jerusalén…como una esposa
adornada para su esposo” (Ap 21, 2)

6.- Con el corazón profundamente conmovido y asombrado ante el plan creador y salvador
de Dios para llevar a cabo la plenitud a la cual nos ha llamado, yo, peregrino con vosotros de esta
nueva Jerusalén os exhorto a acoger la gracia y la llamada que en este lugar se descubre de modo
más tangible y penetrante, para adecuar nuestros caminos a los de Dios.[…]

Finalmente, movido por la Palabra de Dios en esta celebración eucarística –hombre y mujer
los creó- (Gn 1, 27) me da alegría saludar a las familias implorando la bendición de Dios para
vuestros hogares, vuestros hijos y vuestra vida familiar. Vuestro deber fundar es realizar a través de
la historia la originaria bendición de Dios Creador -“sed fecundos, multiplicaos” (Gn 1, 28) -,
transmitiendo la “imagen divina” por medio de la generación de nuevos hijos.

Queridas familias, vuestro servicio generoso y respetuoso a la vida será hoy posible, como
lo ha sido siempre, se sois fuertes en la contemplación de la dignidad humana y sobrenatural de los
hijos que engendréis: cada hombre es objeto del amor infinito de Dios que ha rescatado. Las
familias que no debilitan el deber respecto a la procreación, en el ámbito de un oportuno sentido de
la paternidad responsable y de confianza en la Providencia de Dios, dan al mundo un insustituible
testimonio de valores más altos. Representan un desafío a la imperante mentalidad antinatalista, y
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una justa condena de tal mentalidad, que niega de tal modo la vida que la sacrifica, en muchos casos
en el seno materno por medio del aborto, crimen execrable, como declara el Concilio Vaticano II
(GS 27). Os pido, queridas familias este generoso servicio a la vida. Contra el pesimismo y el
egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida: y en cada vida humana sabe
descubrir el esplendor de aquel «Sí», de aquel «Amén» que es Cristo mismo. Al «no» que invade y
aflige al mundo, contrapone este «Sí» viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de
cuantos acechan y rebajan la vida. (Familiaris Consortio 30)

7. “Mujer, aquí tienes a tu Hijo” “Aquí tienes a tu Madre”

El Santuario de Fátima es un lugar privilegiado, dotado de un valor especial: tiene un


mensaje importante para la época que estamos viviendo. Es como si, al inicio de nuestro siglo,
resonasen, con un nuevo eco, las palabras del Gólgota.

María, que está junto a Jesús, ha aceptado una vez más la voluntad de Cristo, Hijo de Dios.
Mientras en el Gólgota el Hijo le indicaba sólo a un hombre, el discípulo al que amaba, aquí Ella ha
tenido que acoger a todos. Todos nosotros, los hombres de este siglo y de su difícil y dramática
historia.

En los hombres del siglo XX, se ha manifestado con igual intensidad su capacidad de
someter la tierra, como su libertad de transgredir el mandamiento de Dios y negarlo, como heredad
del pecado. La heredad del pecado se revela como una fuerte inspiración a construir el mundo –un
mundo creado por el hombre- “como si Dios no existiese”. Y también como si no existiese la Cruz
sobre el Gólgota, en la cual “Muerte y Vida” lucharon en singular batalla (secuencia Pascual), para
manifestar que el amor es más fuerte que la muerte y que la gloria de Dios es el hombre viviente.

¡Madre del Redentor!

¡Madre de nuestro siglo!

Por segunda vez he venido a tu Santuario, para besar tus manos, porque estás firme junto a
la Cruz de tu Hijo, que es la cruz de toda la historia del hombre también en nuestro siglo.

Permaneces y permanecerás, dirigiendo tu mirada sobre los corazones de estos hijos e hijas
que pertenecen, ya, al tercer milenio. Permaneces y permanecerás, vigilando con delicada atención

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de madre, y defendiendo, con tu poderosa intercesión, el nacimiento de la luz de Cristo en los
pueblos y naciones.

Permaneces y permanecerás, porque el Hijo Unigénito de Dios, tu Hijo, se confió a todos los
hombres cuando, al morir en la cruz, nos introdujo en el nuevo principio de cuanto existe.

Tu maternidad universal, oh Virgen María, es el ancla segura de la salvación de la


humanidad entera.

¡Madre del Redentor! ¡Llena de gracia!

¡Te saludo, Madre de la confianza de todas las generaciones humanas!

Oración. En Fátima, Portugal, 13-V-1991

• Te has mostrado Madre.

• El mundo tiene necesidad de ti.

• Haz que veamos, llenos de alegría, a tu Hijo en el cielo.

«¡Santa Madre del Redentor, Puerta del cielo, Estrella del mar, socorre a tu pueblo que
anhela levantarse!»

Una vez más nos dirigimos a ti, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, arrodillados a tus
pies aquí, en Cova da Iria, para agradecerte todo cuanto has hecho, en estos años difíciles para la
Iglesia, por cada uno de nosotros y por toda la humanidad.

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«Monstra te esse Matrem!»

¡Cuántas veces te hemos invocado!

Y hoy aquí estamos para darte las gracias porque siempre nos has escuchado.

Tú te has mostrado Madre:

Madre de la Iglesia, misionera por los caminos de la tierra, que se prepara para el tercer
milenio cristiano.

Madre de los hombres, por tu constante protección, que nos ha librado de tragedias y
destrucciones irreparables, y ha favorecido el progreso y las conquistas sociales de nuestros días.

Madre de las naciones, por los cambios inesperados que han devuelto la confianza a pueblos
durante mucho tiempo oprimidos y humillados.

Madre de la vida, por los múltiples signos con que nos has acompañado, defendiéndonos del
mal y del poder de la muerte.

Mi tierna Madre desde siempre, pero en especial aquel 13 de mayo de 1981 en que sentí
junto a mí tu presencia salvadora.

Madre de todo hombre que lucha por la vida inmortal.

Madre de la humanidad rescatada por la sangre de Cristo.

Madre del amor perfecto, de la esperanza y de la paz.

Santa Madre del Redentor.

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«Monstra te esse Matrem!»

Sigue mostrándote Madre para todos, porque el mundo tiene necesidad de ti.

Las nuevas situaciones de los pueblos y de la Iglesia son todavía precarias e inestables.

Existe el peligro de sustituir el marxismo con otra forma de ateísmo que, adulando la
libertad, tiende a destruir las raíces de la moral humana y cristiana.

¡Madre de la esperanza, camina con nosotros!

Camina con el hombre de este final de siglo, con el hombre de cualquier raza y cultura, de
cualquier edad y condición.

Camina con los pueblos hacia la solidaridad y el amor; camina con los jóvenes,
protagonistas de futuros días de paz.

Tienen necesidad de ti las naciones que recientemente han recuperado su espacio vital de
libertad y ahora se esfuerzan por reconstruir su futuro.

Tiene necesidad de ti la Europa que, desde el Este hasta el Oeste, no puede volver a
encontrar su verdadera identidad sin redescubrir sus raíces cristianas comunes.

Tiene necesidad de ti el mundo para resolver los numerosos y violentos conflictos que aún lo
amenazan.

«Monstra te esse Matrem!»

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Muestra que eres Madre de los pobres, de quien muere a causa del hambre o de la
enfermedad, de quien sufre injusticias y afrentas, de quien no encuentra trabajo, casa ni refugio, de
quien está oprimido y explotado, de quien se desespera o en vano procura el descanso lejos de Dios.

Ayúdanos a defender la vida, reflejo del amor divino.

Ayúdanos a defenderla siempre, desde su inicio hasta su ocaso natural.

Muéstrate Madre de unidad y paz.

¡Que cesen en todas partes la violencia y la injusticia, que crezcan en las familias la
concordia y la unidad, y entre los pueblos el respeto y el diálogo!

¡Que reine sobre la tierra la paz, la paz verdadera!

¡Oh Virgen María, regala al mundo a Cristo, nuestra paz!

Que los pueblos no abran nuevos abismos de odio y venganza; que el mundo no ceda a la
ilusión de un falso bienestar que envilece la dignidad de la persona y compromete para siempre los
recursos de la creación.

¡Muéstrate Madre de la esperanza!

Vela por nosotros en el camino que aún nos espera.

Vela por los hombres y por las nuevas situaciones de los pueblos aún amenazados por
peligros de guerra.

Vela por los responsables de las naciones y por todos los que rigen los destinos de la
humanidad.

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Vela por la Iglesia, siempre tentada por el espíritu del mundo.

Vela, en particular, por la próxima Asamblea especial del Sínodo de los obispos, importante
etapa en el camino de la nueva evangelización en Europa.

Vela por mi ministerio petrino, al servicio del Evangelio y del hombre hacia las nuevas
metas de acción misionera de la Iglesia.

Totus tuus!

En unidad colegial con los pastores y en comunión con todo el pueblo de Dios, esparcido
por todos los rincones de la tierra, también hoy te renuevo la consagración filial del género humano.

Todos nos consagramos a ti, con confianza.

Contigo queremos seguir a Cristo, Redentor del hombre.

Que el cansancio no nos abata, ni la fatiga nos desaliente.

Que las dificultades no extingan la valentía y la tristeza no ahogue la alegría en el corazón.

Tú, oh María, Madre del Redentor, sigue mostrándonos que eres Madre para todos.

Vela por nosotros en nuestro camino.

Haz que veamos, llenos de alegría, a tu Hijo en el cielo. ¡Amén!

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