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UN PROBLEMA DE ARITMÉTICA

Como en los sueños en que se encuentra una moneda y se siguen en-

contrando indefinidamente hasta cuando se despierta con el puño

apretado y la desolada sensación de haber estado por un segundo en

el paraíso de la fortuna, un niño de la ciudad ha escrito al Niño Dios

pidiéndole, para las Navidades, no uno ni dos, sino trescientos mil

triciclos. Es, en realidad, una cantidad fabulosa, de esas que ya no se

encuentran en el mundo.

Los padres del pequeño, explicablemente inquietos, me han mostrado la

carta. Es una carta concisa, directa, que apenas alcanza a ocupar la parte

superior de la hoja y que dice textualmente: «Mi querido Niño Dios: De-

seo que el veinticinco me pongas trescientos mil (300.000) triciclos. Yo

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me he portado bien durante todo el año».

Lo alarmante es que los padres de esta criatura excepcional, dicen que,

en su opinión, ningún niño merece tanto ser atendido, por su buen

comportamiento, como este que ahora, por lo visto, aspira a ser el más

grande y acreditado comerciante mayoritario de triciclos en la tierra.

Acaba de cumplir los seis años y durante todos los días se ha estado le-

vantando formalmente a las seis, yendo al baño por sus propios pies, la-

vándose los dientes con escrupulosidad, asistiendo a la escuela sin que

haya habido ninguna queja contra él, comiendo todo lo que se le sirve

con ejemplar compostura, elaborando sus tareas sin ayuda de nadie,

hasta las nueve, y retirándose al lecho después de haber dado las más
cordiales buenas noches a sus padres. Un comportamiento francamente

sospechoso. Hijo único de un modesto matrimonio local, éste, en opinión

de sus padres, sufrió, en el transcurso de este año, una apreciable modi-

ficación en su carácter. El anterior pidió para las Navidades precisamen-

te un triciclo. En casa se hicieron esfuerzos casi sobrehumanos, se recu-

rrió a todos los ahorros, pero no fue posible adquirir nada más que un

par de patines. Estratégicamente colocada, se dejó una carta del Niño

Dios que decía: «No te daré el triciclo porque varias veces te has levan-

tado tarde, en otras no has querido bañarte, en otras no menos frecuen-

tes te has quedado jugando a la salida de la escuela. Y sobre todo, el tre-

ce de junio fuiste castigado por no llevar la tarea de aritmética. Pórtate

mejor el año entrante. Por hoy, está bien con ese par de patines».

La cuestión debió surtir el efecto deseado porque el muchacho no volvió

a cometer ninguna de las faltas de que se le acusaba. Su aplicación en

aritmética, como se deduce fácilmente de las cifras que a aprendido a

concebir, ha sido verdaderamente excepcional. Y ahora, después de una

larga y paciente espera, cumplida la dura prueba de los trescientos se-

senta y cinco días rutinarios, se ha sentido lo suficientemente acredi-

tado como para dar ese escalofriante berrencazo: ¡trescientos mil trici-

clos!

¿Pero es que hay en los almacenes del país semejante cantidad de trici-

clos? Sus padres dicen estar en condiciones de adquirir uno y hasta

dos. Pero no encuentran a qué recursos de prestidigitación acudir para

hacerse a los doscientos noventa y nueve mil novecientos noventa y

ocho triciclos restantes. «¡Si siquiera hubiera dejado de lavarse la boca

un día!», ha dicho la madre. «¡Si siquiera me hubiera sido formulada

una queja de la escuela!», ha dicho el padre. Pero el niño, seguro de su


invulnerabilidad, ha calculado y madurado la cifra casi con premeditada

alevosía. Tiene derecho a esperar los trescientos mil triciclos. Y sus pa-

dres lo saben.

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