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Universidad Nacional de Mar del Plata

Facultad de Humanidades

Departamento de Filosofía

Pensamiento Argentino y Latinoamericano

Alumno: Ernesto Manuel Román

Matrícula: 17171

Año: 2017
Una política emancipadora más allá del clasismo: hegemonía, pueblo y
sujetos políticos en la obra de Enresto Laclau

Introducción.

El pensamiento de Ernesto Laclau ha llegado a ser un paso obligado en la


multiplicidad de sendas que recorre la reflexión política contemporánea: no solo es una
de las figuras centrales del llamado pensamiento “post marxista” y ha participado de
numerosas discusiones con algunos filósofos clave de nuestra época (tales como Buttler
o Zizek) sino que ha devenido un referente crucial para diversos movimientos políticos
concretos, fundamentalmente para el kirchnerismo en Argentina –aunque su influencia
ha irradiando también al resto de Suramérica. En sus obras ha intentado renovar el
repertorio categorial con el cual la filosofía intenta aprehender los fenómenos políticos,
a la vez que propone nuevas vías teóricas para pensar y desarrollar las posibilidades
emancipadoras del presente. Ante la crisis del pensamiento marxista y su
conceptualidad histórico-política, intenta incorporar los desarrollos de diversos campos
de las ciencias sociales y la reflexión filosófica post-estructuralista forjando nuevos
conceptos que pudieran superar el anquilosamiento y el determinismo que llevo al
marxismo a dicha crisis. Uno de los más importantes de estos conceptos es sin duda el
de hegemonía, que el filósofo argentino desarrolla junto a la pensadora belga Chantal
Mouffe, ampliando elementos ya presentes en la socialdemocracia rusa y en los trabajos
de Antonio Gramsi. En la presente monografía intentaremos realizar un análisis crítico
de este concepto, partiendo de una de las principales obras de la pareja de pensadores:
Hegemonía y estrategia socialista. Para esto, sin embargo, será necesario realizar un
doble rodeo, en primer lugar deberemos seguir el análisis que los pensadores realizan de
la crisis del marxismo, ya que es en este contexto donde aparecerá y encontrará su
primer horizonte de sentido el concepto que nos ocupa; en segundo lugar, deberemos
adentrarnos en las teorías de lo social y lo político que los autores elaboran en la
mencionada obra, ya que es solo a partir de la comprensión de los aspectos
fundamentales de estas teorías que el concepto de hegemonía alcanza su inteligibilidad
propia. Por último intentaremos expandir el análisis mas allá de Hegemonía y estrategia
socialista, hacia otra de las grandes obras de Lacau, a saber, La razón populista, para
indagar en la relación entre la nueva teorización de la hegemonía y la revalorización y
reconceptualización del fenómeno populista (y de la categoría política de pueblo); esto
nos dará también el puntapié inicial para realizar una crítica de la teoria de la hegemonía
y sus posibilidades en términos de concepto-clave de una nueva política emancipadora.

Hegemonía y crisis del marxismo.

Según Laclau y Mouffe el concepto de hegemonía no aparece en la teoría


marxista como una instancia positiva, un momento autónomo y coherente con el
desarrollo de la misma, sino que es el síntoma de una crisis. 1Es por esto que un análisis
genealógico capaz de reconstruir el pensamiento de lo hegemónico en la teoría marxista
a partir de la segunda internacional es necesariamente el estudio de una grieta y su
sutura, de un vacio de sentido que paulatinamente se instala entre las categorías
marxistas y las zapa desde su interior; así pues, la genealogía de este concepto es en un
primer sentido (tal como la llaman los autores retomando una expresión de Foucault) la
“arqueología de un silencio”:
El concepto de hegemonía no surgió para definir un nuevo tipo de relación en su
identidad específica, sino para llenar un hiato que se había abierto en la cadena de la
necesidad histórica. «Hegemonía» hará alusión a una totalidad ausente y a los diversos
intentos de recomposición y rearticulación que, superando esta ausencia originaria,
permitieran dar un sentido a las luchas y dotar a las fuerzas históricas de una positividad
plena. Los contextos de aparición del concepto serán los contextos de una falla (en el
sentido geológico), de una grieta que era necesario colmar, de una contingencia que era
necesario superar. La «hegemonía» no será el despliegue majestuoso de una identidad,
sino la respuesta a una crisis. P 31

¿Pero que es esta “necesidad histórica” cuya falla determina la crisis del
marxismo? Consiste en postular a la historia como un sistema integrado, cuyo
funcionamiento es puramente “endógeno”, pues fija los elementos que la componen
dentro de un conjunto de relaciones estructurales, cerrando así el sentido de cada uno
de ellos, es decir, determinando su identidad y sus relaciones de forma definitiva. La

1
Desde los albores del siglo XX y las luchas revolucionarias que lo encieron, las categorías clásicas del
marxismo se muestran impotentes a la hora de ser operativas en una realidad social que se les vuelve cada
vez más inasimilable y opaca. La inevitabilidad de la revolución, credo incuestionable del pensamiento de
la segunda internacional, parece ponerse en entredicho. Así mismo, las formas de la lucha revolucionaria
se alejan cada vez más de las predicciones marxistas, dado que cuando la revolución irrumpe, no lo hace
en los centros industriales, como sostenían las predicciones del marxismo, sino en lugares atrasados,
feudales, como el caso paradigmático de Rusia. Ante este desacople de las categorías clásicas con los
sucesos históricos en marcha, el marxismo responderá de modo múltiple, pero siempre teniendo que
sosegar, en parte, el determinismo economicista que lo caracteriza, aunque solo sea justamente para poder
no abandonarlo nunca del todo, sumando hipótesis suplementarias que permitan explicar los desajustes
entre la teoría y los acontecimientos. Uno de estos ad hoc será la noción de hegemonía que, a partir de la
socialdemocracia rusa, comienza a perfilarse como un concepto clave, capaz de volver inteligible
practicas políticas de clase que posean efectividad a la hora de intervenir en el escenario político.
historia y su devenir, la política y sus avatares, solo son inteligibles a partir de la acción
ciertas fuerzas que, como las parcas en la cultura antigua, tejen los acontecimientos a
partir de sus arcanos designios, hilvanando todo cambio dentro de su propio desarrollo y
despliegue; estas fuerzas son las relaciones económicas en las que el capitalismo como
teodicea de la totalidad deja sentir el rigor de sus marchas forzadas. La economía,
dominio totalizado, orgánico y regido por leyes objetivas, será la grilla de
inteligibilidad (por usar otro concepto de Foucault) con la cual el marxismo cribe la
política y la historia. Por tanto la lucha política se fundamenta en el desarrollo de las
fuerzas económicas, hado infalible que late bajo sus pies. La teoría marxista lograría
develar el misterio de la economía, de forma tal que le permitiese establecer la
estrategia justa en cualquier contexto de lucha política en base a su comprensión de la
marcha necesaria de la historia del capitalismo. 2
Ante su crisis, el marxismo no tuvo una respuesta univoca, sino más bien, según
las coyunturas y los posicionamientos, se dio una amplia gama de estrategias para
soldar los eslabones rotos de la necesidad histórica. La primera respuesta la constituye
la formación de una ortodoxia marxista. El problema fundamental a afrontar aquí es la
unidad de la clase obrera. El pensamiento marxista previo a la crisis afirmaba la
existencia de una simplificación de las relaciones de clase. Se daría una pauperización
creciente del proletariado, un empobrecimiento de los estratos medios y una
concentración monopólica del capital, que solo podrían reforzar la unidad de la clase.
Sin embargo, las primeras décadas del siglo XX vieron una situación más compleja,
pues la clase, lejos de reforzar su unidad, tendía a fragmentarse en todo tipo de
diferencias internas: entre obreros cualificados y proletarios no cualificados y entre los
distintos sectores cada vez más complejos de la producción .Ante esta situación, la
ortodoxia se sitúa en este desacople de la teoría y la praxis, pero solo para postular que

2
Los escritos del socialdemócrata austriaco Karl Kautsky son el ejemplo más claro de esta vertiente
economicista y determinista del marxismo. Los autores sostienen que el co-fundador del partido
socialdemócrata alemán: “…simplifica el significado de todo elemento o antagonismo social al reducirlo
a una localización estructural especifica, fijada de antemano por la lógica del modo de producción
capitalista. La historia del capitalismo [según Kautsky] consiste, así, en puras relaciones de interioridad.
Podemos pasar de la clase obrera a los capitalistas, de la esfera económica a la esfera política, de la
manufactura al capitalismo monopolista, sin que necesitemos apartarnos un instante de la racionalidad e
intelegibilidad internas de un sistema cerrado. El capitalismo nos es presentado, ciertamente, como
actuando sobre una realidad social exterior a sí mismo, pero el papel de esta última se limita a disolverse
al entrar en contacto con aquél. El capitalismo cambia, pero ese cambio no es sino el despliegue de sus
tendencias y contradicciones internas. Aquí la lógica de la necesidad no es limitada por nada…” 42
dicho desacople es pasajero y aparente, viendo nuevamente en las leyes del desarrollo
económico el tegumento que volverá a unirlas.3
El concepto de hegemonía aparece por primera vez en la socialdemocracia rusa, para
intentar sacar provecho del supuesto retraso del país y de sus clases dirigentes. En
efecto, Rusia era un país escasamente industrializado y que poseía una estructura
política arcaica. En síntesis, la revolución burguesa, realizada en Europa, no había
tenido lugar, la burguesía como clase no había cumplido con sus tareas históricas
(dentro de la gran narrativa de la historia universal que supone el marxismo). Es en este
anacronismo, sin embargo, en el cual la socialdemocracia rusa ve la puerta de entrada a
la historia de la clase obrera, quien debe apropiarse de la misión característica de su

3
“La ortodoxia marxista, tal como se constituye en Kautsky y Plejanov, no es la simple continuación del
marxismo clásico. Es una inflexión muy particular de este último, caracterizada por el nuevo papel que se
le asigna a la teoria. Esta ya no cumple –como en el texto kautskiano de 1892- la función de sistematizar
tendencias históricas observables, sino la de erigirse en garantía de una futura coincidencia entre estas
tendencias y el tipo de articulación social postulado por el paradigma marxista. Es decir que el campo de
constitución de la ortodoxia es el campo de una escisión creciente entre teoría marxista y práctica política
de la socialdemocracia(…)Esta escisión encuentra el terreno de superación, para la ortodoxia, en las leyes
de movimiento de la infraestructura, que aseguran a la vez el carácter pasajero de las tendencias presentes
y la futura reconstitución revolucionaria del a clase obrera –y que son garantizadas por la ciencia
marxista.”
Una actitud alternativa a la ortodoxia la constituye, dentro del espectro de pensamiento socialdemócrata,
el espontaneismo de Rosa de Luxemburgo y el revisionismo de Berstein. Ambas tendencias, por más que
diverjan en torno a los objetivos y medios de lo que sería la tarea de la política emancipadora (el
espontaneismo ligado a una noción nueva y radical de revolución, el revisionismo orbitando en torno a la
lucha sindical y un programa reformista) comparten la idea de que el sentido de los acontecimientos
políticos no se encuentra determinado de ante mano por los movimientos de la infraestructura. Ambas
tendencias, a su manera, abren la política al plano de lo contingente y de una praxis que no es ya mera
representación de intereses3 (fraguados en la forja determinista de la economía), sino articulación en el
seno de relaciones de fuerza inestables.
El espontaneismo, según Laclau y Mouffe, parte de la concepción de que las distintas luchas no se agotan
en su sentido literal, en la reivindicación parcial de la que surgen (en el caso de una huelga en una
fábrica, por ejemplo, la suba de salarios por la que se hace la huelga), sino que son capaces de generar
efectos expansivos, de prolongar sus ecos más allá de sí mismas, de recapitular y evocar otras luchas.
Poseen entonces, además de su sentido literal, un sentido simbólico, donde el conflicto particular es
elevado, por medio de su equivalencia con otros conflictos, al estatuto de símbolo mismo de la
revolución. Por tanto la unidad de la clase es simbolica –no es ya un mero supuesto externo a la
construcción política-, es articulada y producida en el proceso revolucionario mismo, que hace resonar en
un solo clamor a la heterogeneidad de las luchas particulares. Por su parte, el revisionismo aporta una
concepción de la política donde esta no es reducida a mero reflejo de los procesos económicos
subyacentes: se llega aquí la idea fundamental de la autonomía de lo político. La unidad de clase (en el
análisis de Laclau y Mouffe de la obra de Bernstein) no puede darse directamente a nivel infraestructural,
pues la fragmentación es un rasgo característico de la misma dentro del proceso económico; la unidad de
la clase solo puede darse en la construcción política del partido de clase.
Ambas lecturas comparten una puesta en entre dicho de la lógica de la necesidad, que dominaba el
discurso de la ortodoxia. Comienza a nacer entonces una lógica de la espontaneidad, de la contingencia,
que contrarresta fracaso de la necesidad. Pero, si en principio, esta lógica de la contingencia no surge sino
para volver a hacer de la clase obrera el agente necesario de la revolución (fe incuestionable del
“clasismo”), tiende progresivamente, sin embargo, a socavar el sustrato determinista donde se establecía.
Es en la descomposición de la lógica de la necesidad, en la pluralidad de posiciones a las que da pie,
donde se halla la constelación propia del pensamiento hegemónico, y de donde puede surgir una visión no
clasista del a política emancipadora.
clase antagonista y realizar ella misma la revolución que la burguesía misma dejaba
incumplida. La clase obrera debe hegemonizar dicha tarea. Pero el vinculo entre la tarea
hegemonizada y la clase hegemonizante, clave de la práctica política de la
socialdemocracia rusa, es un vinculo que se dirime en lo in-esencial, en lo no fijado, en
la contingencia del error anacrónico del caso ruso. Por eso de entrada, plantea un
contexto donde las categorías deterministas son inaplicables: deberá buscarse una nueva
forma de praxis política cuya cifra no es otra que el concepto de hegemonía. Este se
aplica en contextos articulatorios, construye lasos no predefinidos por identidades
esenciales.
Sin embargo es en el contexto de la teorización gramsiana donde el concepto de
hegemonía desplegara en su máximo potencial sus efectos deconstructivos, pues esta
teoría da un rol fundamental a los aspectos culturales y morales a la hora de concebir el
desarrollo de la historia, mitigando así el peso del determinismo económico propio del
ámbito marxista de reflexión. La noción de bloque histórico será de importancia
decisiva en este sentido, pues pone de relieve que las formaciones históricas son un
entramado complejo de creencias, ideologías y prácticas culturales que se articulan en
procesos que no son el despliegue inmanente de una necesidad, sino el resultado de de
negociaciones, alianzas, enfrentamientos, de luchas, son el resultado agonal de
posiciones tácticas y estratégicas donde elementos heterogéneos en su naturaleza se
componen y descomponen. La ideología, tildada de falsa conciencia por el marxismo
ortodoxo, será recuperada como terreno de disputa, la cultura no será ya solo el trofeo
de las clases dominantes sino otro de los tantos campos de batalla, el estado y las
instituciones no son meros instrumentos al servicio de la burguesía sino el escenario
táctico de una guerra de posiciones. También en Gramsi la categoría de pueblo, con su
carga de indeterminación, su sentido abierto y no fijado, será revalorizada como un
concepto a incorporar en la lucha. Se trata, para Gramsi, de construir hegemonía, es
decir, de disputar sentidos y de resinificar practicas, conceptos e instituciones, de
articular sectores que no son desde el vamos revolucionarios o contrarrevolucionarios,
sino que llegan a serlo al fragor de los procesos antagónicos, según de qué lado (de
forma parcial y no definitiva) se sitúen en la contienda. Sin embargo todo el potencial
teórico de las reflexiones es frenado en seco nuevamente, también en Gramsi, por el
gran escollo del economicismo, pues finalmente toda lucha debe subordinarse a los
intereses de clase, todo debe nuevamente ser reconducido al plano de la última
instancia: la economía. El proletariado, portador de sus intereses de clase sigue siendo el
héroe fundamental de la epopeya histórica de la lucha de clases; para superar esta traba
y que la teoría de la hegemonía encuentre su propia superficie discursiva debemos salir
finalmente de esta última frontera del marxismo, hacia una teoría que se desembarace de
esta jaula determinista.

La sociedad imposible y necesaria

Según Laclau y Mouffe para entender a la modernidad en la fuerza y el impacto


histórico de sus transformaciones y consecuencias tenemos que pensar ante nada que
esta implica la experiencia de la fragmentación. La sociedad antigua y medieval había
sido caracterizada por la fijeza y durabilidad de los roles y repartos sociales. En ellas
encontrábamos estamentos claramente delimitados y enlazados en una totalidad
orgánica: pero desde la irrupción de la modernidad dieseochesca con el capitalismo y la
revolución francesa, esta totalidad se descompone en una serie de procesos
desenfrenados de especialización cuya lógica ya no está sometida a un orden dado de
antemano. Esta misma fragmentación fue la que, según los autores dio lugar al
romanticismo y al anhelo de recomposición de la totalidad natural perdida. Este anhelo
encontró su forma más desarrollada de expresión en la filosofía hegeliana, donde la
totalidad se rencuentra “a sí misma en su propio desgarramiento”. El peso de este
modelo romántico hegeliano en la teoría social es para los autores un lastre a desechar,
pues no permite hacer justicia a la realidad de los procesos sociales.4

Para hace inteligible el presente y poder realizar un análisis de la realidad social capaz
de marcar los caminos posibles de una política emancipatoria, será preciso, en la senda
que introducen estos cambios, hacer un doble desplazamiento: por una parte abandonar
cualquier modelo esencialista en la determinación de los elementos sociales, por el otro
despojarse del fantasma de la sociedad como totalidad cerrada y definitiva. Los
elementos sociales, no poseen una esencia intrínseca y determinada independientemente
de las relaciones que establecen con los demás, sino que se constituyen de forma
relacional, en redes de tenciones, de distancias, en la posición que los separan y acercan
los unos a los otros. Tampoco hay un significado último de los elementos, estos no
tienen una forma específica que determine su sustancia, sino que se co-construyen en la
trama de sus afectaciones mutuas y pueden siempre devenir otras, cambiar de sentido.

4
Los actores sociales, están siempre sobredeterminados5, nunca desplegados desde una
literalidad última sino compuestos en el plexo de sus relaciones diferenciales. De la
misma manera la sociedad como tal, el momento de la totalidad, está vacío. Es
imposible que exista un “conjunto de todos los conjuntos”6 sociales, el lugar del todo es
el de una falta, el de una herida imposible de suturar. Pero si la totalidad es el espacio de
una falta, esto no implica que ella no exista de modo simple, sino que existe como
demanda, como imperativo de totalización. Lo que permite a los elementos relacionarse
son los procesos de totalización parciales, los intentos de superar el terreno multiforme
y sin contorno de las relaciones diferenciales en una lógica distinta, que posteriormente
llamaran lógica de la equivalencia.

I Articulación y antagonismo

Es entre estos dos polos donde se perfila un concepto clave para la teoría de la
hegemonía, el de articulación. A diferencia de la mediación, lo articulado no es un
momento necesario del desarrollo de una totalidad, sino una construcción siempre
parcial y precaria de un proceso de totalización, el cual nunca llega a concluirse, sino
que permanece siempre irrevocablemente abierto y sobredeterminado. La articulación es
una práctica, un proceso en curso, inestable por definición, que intenta integrar
elementos inconexos en una trama de relaciones diferenciales precisas. Cuando los
elementos se integran se forma una estructura, los elementos se transforman en
momentos, posiciones relacionales en una formación discursiva. Tomada en préstamo
de la caja de herramientas conceptual de Foucault, la categoría de discurso es pensada
por Laclau y Mouffe en un sentido estructuralista, como una regularidad en la
dispersión, como sistema de relaciones diferenciales donde las identidades de los
términos en juego se definen exclusivamente de forma exterior, por sus diferencias
contrastivas con las demás. El ejemplo paradigmático del estructuralismo es el lenguaje:
todos los elementos constitutivos del mismo, los fonemas, los morfemas y los sintagmas
se encuentran definidos exclusivamente por la relación que guardan con los otros,
dotando así al todo de las relaciones de una consistencia estructural fija. La totalidad ya
no es más una unidad apriorística, o la posición de un sujeto privilegiado, sino que
consiste en la mera trama de las relaciones, pero en esta trama cristaliza en una
estructura que determina la naturaleza de los términos. Pero es justamente en este punto

5
6
donde los autores lanzan su crítica al estructuralismo considerando que esta
determinación estructural es en “última instancia” imposible: las formaciones
discursivas son siempre precarias, nunca terminan de afianzarse en una malla fija de
relaciones diferenciales; su acción estructurante naufraga de forma irreversible en la
polisemia, en la sobreabundacia significante. la polisemia y la sobreabundacia son
constitutivas del lenguaje en tanto tal. Nunca fijables en momentos del todo, sino en
estado perpetuo de integración/desintegración en el ceno de una formación discursiva,
los elementos del discurso son significantes inestables que la practica articulatoria busca
estabilizar en relaciones diferenciales. El discurso es precario, la polisemia, constitutiva.
Hay un campo de la discursividad que excede y subvierte a todo discurso, que lo deja
irremediablemente irresuelto. Vista desde esta noción de discurso, la articulación es “la
construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido; y el carácter parcial de
esa fijación procede de la apertura de lo social, resultante a su vez del constante
desbordamiento de todo discurso por la infinitud del campo de la discursividad”.7 Así es
que:
Lo social es articulación en la medida en que lo social no tiene esencia —es decir,
en la medida en que la «sociedad» es imposible. Decíamos antes que, en lo que se
refiere a lo social la necesidad sólo existe como esfuerzo parcial por limitar la
contingencia.194

Esta contingencia infranqueable es experimentada como antagonismo. El concepto de


antagonismo se diferencia tanto de la contradicción, que es una relación de mutua
negación entre conceptos, como de la oposición real, que es también una negación pero
entre “objetos reales”. Ambos, contradicción y oposición real, suponen en efecto
identidades ya constituidas que se niegan, pero el antagonismo es más bien el límite de
la autoconstitución de toda identidad8: “la presencia del «Otro» me impide ser
totalmente yo mismo”9. El antagonismo es entonces algo así como un borde interno de
lo social y del lenguaje, pues no separa a estos de de algo distinto, no les aporta una
frontera delimitable y cartografiable, sino que en cada intento por fijar la identidad de

7
193
8
lo social sólo existe como esfuerzo parcial por instituir la sociedad -esto es, un sistema objetivo y
cerrado de diferencias- el antagonismo, como testigo de la imposibilidad de una sutura última, es la
«experiencia» del límite de lo social 215-216
9
214
las practicas sociales y los juegos del lenguaje10 actúa con su trabajo de zapador para
minar las identidades desde su interior:
El límite de lo social debe darse en el interior mismo de lo social como algo que
lo subvierte, es decir, como algo que destruye su aspiración a constituir una
presencia plena. La sociedad no llega a ser totalmente sociedad porque todo en
ella está penetrado por sus límites que le impiden constituirse como realidad
objetiva.11217

Populismo hegemonia

Significante vacio y sinécdoque

¿es el populismo una vía a la emancipación?

Aboy carle

Bibliografía

- Aboy Carlés, Gerardo, “La democratización beligerante del populismo”,


disponible en: http://historiapolitica.com/datos/biblioteca/aboycarles.pdf

- Laclau, Ernesto, “Consideraciones sobre el populismo latinoamericano” en:


Cuadernos del Cendes, Año 23, nº62, Tercera Época, Mayo-Agosto, 2006.

La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2013.

- Marchart, Oliver, El pensamiento político posfundacional. La diferencia política


en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2009.

10
El antagonismo escapa a la posibilidad de ser aprehendido por el lenguaje, en la medida en que el
lenguaje sólo existe como intento de fijar aquello que el antagonismo subvierte.
El antagonismo, por tanto, lejos de ser una relación objetiva, es una relación en la que se muestran -en el
sentido en que Wittgenstein decía que lo que no se puede decir se puede mostrar- los límites de toda
objetividad.

11
alfonsina.guardia@gmail.com

ni vivos ni muertos. Hay aquí una pequeña enumeración de dos términos, la vida y la muerte que por la
conjunción pasan a ser equivalentes. para que algo pueda estar en esta condición, debe inaugurarse una
nueva superficie discursiva y ontológica, la tierra de nadie entre los muertos y los vivos.

Esta dimensión es la existencia propiamente infernal de un estar siempre muriendo, no terminar de morir,
de aquello en lo que coinciden de forma negativa la vida y la muerte.

Por eso su existencia es especulativa, es un supuesto de ser sin más confirmación que su mero
concepto. Pero particularmente, los desaparecidos son nombres, el nombre se indeterminada entre la
vida y la muerte, y actua como un elemento inestable, corrosivo, de cualquier trama discursiva en el que
pudiera insertarse. De esta manera pasa a ser un significante maldito. Hay un desvanecimiento metafísico
del nombre que es el correlato del tormento del cuerpo.

No dejándolos morir ni volver a la vida, el poder soberano se aplica de forma espectral, se apodera de un
vivir puro que trasciende incluso la muerte como una incógnita. El discurso del Soberano se apodera de
los nombres excluyéndolos a la vez del ser y del no ser

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