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Jesús Huertas Sánchez

Didáctica de la Lengua T7
COMO UNA NOVELA
Daniel Pennac

Daniel Pennac (Casablanca, 1944) es el seudónimo del escritor francés, nacido en


Marruecos, Daniel Penacchioni. Pennac ha sido profesor de enseñanza media, y
como escritor, se dio a conocer con su serie de novelas negras de la saga de los
Malaussène, ambientadas en el multicultural barrio parisino de Belleville, donde
actualmente reside. Su preocupación por temas educativos se refleja en sus libros
infantiles, en el célebre ensayo Como una novela (1992) o en su último libro
publicado, Mal de escuela (Premio Renaudot 2007).

“El verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el
verbo “amar”…, el verbo “soñar”…”
Así comienza Como una novela, con este párrafo que constituye una declaración de
principios del autor y a la vez una perfecta síntesis de todo lo que vendrá a
continuación.
Y no es baladí que aparezcan desde un primer momento verbos como “amar” o “soñar”.
Aunque Pennac quiere dejar claro que Como una novela no es un libro de reflexión
sobre la lectura (que lo es, vaya que sí) sino una tentativa de reconciliación con el libro
(que también), yo añadiría algo que el autor, en su modestia, no puede decir, y es que
esta deliciosa obrita un tanto inclasificable es un acto de amor hacia los libros y hacia la
lectura.
No, no he sufrido un fulminante ataque de cursilería mientras escribo estas líneas, el
mismo Pennac considera el leer el mismo cuento cada noche a un niño “una prueba
siempre nueva de un amor infatigable”, o nos regala perlas como “las cosas más
hermosas que hemos leído se las debemos siempre a un ser querido”, o directamente,
aunque en boca de una alumna, compara el leer en voz alta con un acto de amor.
Como una novela es un ensayo que no parece un ensayo, no hay ni el mínimo rastro de
jerga y pedantería, y sí de entusiasmo y ganas de comunicarse y llegar a todo el mundo.
Como podemos leer en la contraportada de su edición española (Anagrama, 1993):
“Como una novela se lee realmente como una novela”. No creo que se pueda decir algo
mejor sobre este libro (o sobre cualquier otro).
Escrito en forma de monólogo, está dividido en cuatro partes que a su vez están
subdivididas en muchos capítulos cortos que se leen en un suspiro. Tres o cuatro viajes
en metro y… liquidado. Como una novela se lee con mucha facilidad, pero cuidado, no
por ello debemos caer en el error de menospreciar o pasar por alto su carga de
profundidad. El mérito es sin duda del autor, hábil contador de historias siempre con un
punto de ternura y mucho sentido del humor, y con un especial talento para electrizar su
prosa con pequeños chispazos de poesía. Pennac conoce el arte de hacer fácil lo no tan
fácil.
En la primera parte, Nacimiento del alquimista, Pennac apela al narrador/libro que todos
podemos ser (escribe, como padre, en un significativo “nosotros”) el que inventa o lee
historias a sus hijos por las noches y no exige nada a cambio. ¿Cuántos tuvieron la
suerte de compartir esos momentos de intimidad, casi religiosos, con sus padres, que les
leían en voz alta una y otra vez la misma historia como un regalo? Y sin hacer
preguntas, sin preocuparse de si el niño lo comprendía todo o no, totalmente gratis.
Porque qué más da si algo no se entendía: ¡había palabras bonitas y emoción!

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Luego llegó la escuela, el niño aprendía a leer, y los padres lo dejaron solo, delante de
un libro hostil. Y empezaron a preguntar sobre el contenido de lo leído (“éramos su
cuentista, nos hemos convertido en su contable”), incluso a castigar al niño sin
televisión. De este modo, y Pennac ahí lo clava, la televisión se eleva a la dignidad de
recompensa y la lectura es lamentablemente rebajada al papel de tarea.
Pennac hace suyas estas palabras de Rousseau: “suele conseguirse con gran seguridad
y premura aquello que no se tiene prisa por conseguir”, y apuesta, para recuperar el
placer y el deseo de aprender, por volver a leer al niño por las noches, en voz alta,
gratuitamente. Y más tarde, el niño empezará a hacer preguntas, y finalmente leerá solo.
Y leyendo en voz alta, quizás “duerma” a su padre.
En la segunda parte, Hay que leer (el dogma), el autor, que en la primera parte nos
habló sobre todo desde su papel de padre, adopta la perspectiva del profesor. Lo hace en
tercera persona para quitarse, con elegancia, un poquito de en medio, y posiblemente
para refundir en un solo personaje su amplia experiencia profesional con la de otros
compañeros de la docencia. Lo mismo hará en la tercera parte del libro, narrada también
desde el punto de vista del profesor.
A lo largo de los años el profesor escucha tantas y tantas historias, tantas opiniones
sobre tantos temas… Y uno en especial en el que se produce una gran unanimidad: la
absoluta necesidad de leer. Hay que leer. El dogma. Y es que hasta los alumnos en sus
ejercicios dan mil razones para leer, “cuando cada una de sus frases demuestra que no
leen jamás”.
Esta parte contiene momentos muy divertidos a la vez que realistas. Todos, en algún
momento de nuestras vidas, podemos reconocernos en el adolescente encerrado en su
cuarto, luchando contra el sueño y el aburrimiento (eso sí, conectado a su walkman)
atascado en la página 50 (de casi 500) del, por otra parte, maravilloso Madame Bovary.
Le queda una noche para terminarlo y debe entregar la correspondiente ficha, que a
buen seguro copiará.
También tiene miga la parodia que realiza Pennac sobre el papel de los padres de
alumnos que no leen (casi todos) porque la culpa la tienen la televisión, los videojuegos,
y cómo no, la escuela. Nada de televisión pero, faltaría más, múltiples actividades
extraescolares para que el niño no se aburra. Pero lo que en el fondo desean los padres
es que sus hijos aprueben, algo que, como la mujer del profesor reconoce con tino, no
está tan lejos de lo que quieren los profesores: que hagan las fichas, “interpreten” los
poemas, resuman los textos…
Pennac se hace eco de una bonita historia que le contó una ex-alumna del poeta
Georges Perros. Perros leía a sus alumnos en voz alta y les inculcó el ansia por leer. Una
hora por semana, por la que desfilaron Shakespeare, Proust, Kafka, Molière, Beckett,
Cervantes, Cioran, Chéjov… Todos ellos vivos, bien vivos. Porque “Perros resucitaba
los autores. Levántate y anda”.
Una vez más, Pennac destaca la importancia de leer en voz alta para los demás, dejando
en este caso que la inteligencia del texto hable por nuestra boca y no, como sucede casi
siempre, que sea nuestra “inteligencia” (en forma de fichas, interpretaciones…) la que
hable del texto. Hablamos demasiado.
En Dar que leer, la tercera parte de Como una novela, Pennac vuelve a meterse en la
piel del profesor de literatura en una clase llena de adolescentes “fracasados”, rebotados
de otros institutos y caídos, ni ellos saben cómo, delante suyo. “Y, evidentemente, no les
gusta leer”…“Bien, como no os gusta leer… soy yo quien os leerá los libros”.
Y les empieza a leer El perfume de Patrick Süskind. Y “Chupa de cuero sin moto”,
“Joven viuda siciliana”, “Burlington”, “Tupé y camperas” y el resto de alumnos, al
principio escépticos, entran en el juego. ¿Y por qué no iban a hacerlo? Todos tenemos

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sed de narración, lo que pasa es que estos chicos, como la mayoría, habían delegado en
la televisión, que produce fast-food que sacia pero no aprovecha el cuerpo.
Después de Süskind, llegaron para quedarse García Márquez, Calvino, Stevenson,
Dostoievsky… y ni uno solo de los treinta y cinco refractarios a la lectura esperó a que
el profe llegara al final de uno de sus libros para terminarlo antes que él. Y poco a poco,
empezaron a hacer preguntas sobre el autor y análisis y juicios críticos. Porque con
estos autores, a diferencia de lo que les ofrecen las series de televisión, los culebrones,
etc., además de una historia, se encontraron con una voz, con un estilo.
Pennac insiste en que basta una condición para esta reconciliación con la lectura: no
pedir nada a cambio. Absolutamente nada. Ni conocimientos preliminares, ni preguntas,
ni indicaciones biográficas… El único contexto que interesa es el de esta clase.
Pero claro, Pennac es profesor y lo sabe, más tarde el programa será tratado, y llegarán
las técnicas de redacción, los análisis de textos y los resúmenes. Seamos realistas, hay
algo que se llama examen, oposición, trabajo… Por ello debemos insistir en la
comprensión lectora; es trágico que chavales sin aptitudes tácticas de estudio confundan
escolaridad con cultura. Dejados de lado por la escuela, estos chicos se privan de libros
durante toda su vida porque consideran el acto de leer como algo elitista. A fin de
cuentas, cuando eran niños no entendían lo que leían y no supieron hablar de libros
cuando se les preguntaba.
La cuarta y última parte del libro, El cómo se leerá (o los derechos imprescriptibles del
lector) es un decálogo de los derechos, que no deberes, del lector. Merece la pena
detenerse un poco en este apartado, que colocado al final del libro viene a ser el best of,
el greatest hits del mismo. Si dispones de poco tiempo o pocas ganas de leer, y aquí le
tomo la palabra a Pennac, puedes elegir entre leerte el ya citado primer párrafo del libro
(¿tres, cuatro segundos?) o esta cuarta parte (un trayecto no demasiado largo en metro).
1. El derecho a no leer
Porque como cualquier otro derecho, tenemos el derecho a no utilizarlo.
Y sí, la lectura “humaniza al hombre”, pero hay personas que no leen que son tan
“humanas” como las que leen.
Debemos enseñar a los niños a leer, iniciarles en la literatura, darles medios de juzgar
libremente si sienten “la necesidad de los libros”. “Porque si bien se puede admitir
perfectamente que un individuo rechace la lectura, es intolerable que sea –o se crea-
rechazado por ella”.
2. El derecho a saltarse las páginas
Porque si los niños no lo hacen, otros, usando las “tijeras de la imbecilidad”, lo harán
en su lugar. Y Moby Dick, Los miserables, y claro, los niños, no se lo merecen.
Y ya de mayores… ¿a quién le importa si nos saltamos las páginas? Eso, como en el
fútbol, queda en la cancha; es algo sólo entre el libro y nosotros.
3. El derecho a no terminar un libro
Porque hay 36.0000 motivos para abandonar antes del final: la historia no nos engancha,
no nos convence el estilo del autor, nos duele una muela, un seísmo amoroso petrifica
nuestra cabeza…
Los buenos libros, como los buenos vinos, no envejecen, y nos esperarán en las
estanterías hasta que estemos “maduros” para leerlos. Y si eso no sucede nunca, o si
volvemos a abandonar, ¡Pues no pasa nada!
4. El derecho a releer
Sobre todo, por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros…Como el niño
que fuimos que decía: “más, más…”
5. El derecho a leer cualquier cosa
Porque los niños, al principio deben leer (y leen) de todo, pero a buen seguro acabarán
decantándose por los “buenos” libros.

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Por cierto, ¿se puede hablar de buenas y de malas novelas? Pues sí, en palabras de
Pennac (que suscribo, no podría estar más de acuerdo con él) hay una “literatura
industrial” que reproduce los mismos relatos, despacha estereotipos, comercia con
buenos sentimientos y sensaciones fuertes, entregándose a estudios de mercado y
coyunturas… En fin, son malas novelas porque no crean, reproducen formas
preestablecidas, porque son empresas de simplificación (es decir, de mentira), cuando la
novela es el arte de la verdad, porque adormecen nuestra curiosidad al apelar a nuestro
automatismo, y sobre todo, porque el autor no se encuentra en ellas. Por poner algún
ejemplo: ¿se puede siquiera comparar alguno de los ladrillos de Dan Brown y sus
pésimos imitadores, o de Noah Gordon, o los últimos de Stephen King, que parecen
fabricados al peso, con El Quijote, Madame Bovary, o por poner ejemplos más
recientes (aunque algo más modestos) La carretera de Cormac McCarthy o En el café
de la juventud perdida de Patrick Modiano?
Esta polémica, por supuesto, no es nueva; ya que hemos citado El Quijote y Madame
Bovary, deberíamos recordar que son dos hermosos ejemplos de reacción a las novelas
de caballerías y a la peor novela romántica.
En definitiva, el “pedagogo” debe autorizar todas las lecturas. Una de sus alegrías será
cuando el niño abandone la fábrica best-seller “para subir a respirar a casa del amigo
Balzac”.
6. El derecho al bovarismo (enfermedad de transmisión textual)
El “bovarismo”, palabro que obviamente procede de la inmortal Madame Bovary de
Flaubert, es la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones, hasta tal
punto de que vivimos tan intensamente lo leído que podemos llegar a confundir lo
cotidiano con lo novelesco. Será pues reconciliarnos con nuestra adolescencia (¡Dios,
qué cosas leíamos! ¡Pero cómo leíamos!) y con los actuales adolescentes, víctimas
propiciatorias de esta deliciosa enfermedad.
7. El derecho a leer en cualquier lugar
Pennac nos cuenta dos divertidos ejemplos, un tanto escatológicos. El primero, el caso
de un soldado que se presentaba de forma sistemática para la ingrata “faena de letrinas”.
¿Por qué? Porque cambiaba con gusto un cuarto de hora de bayeta por una mañana con
Gogol. El segundo ejemplo es el del soldado Clemenceau, que daba gracias a su
estreñimiento crónico, sin el cual, no habría podido leer las Memorias de Saint-Simon.
8. El derecho a hojear
Porque “cuando no se dispone ni del tiempo ni de los medios para regalarse con una
semana en Venecia, ¿por qué negarse el derecho a pasar allí cinco minutos?”
9. El derecho a leer en voz alta
Porque que nos lean en voz alta es un acto de amor. Porque tenemos el derecho a
meternos las palabras en la boca antes de clavárnoslas en la cabeza. Porque las palabras
son música y son sabor. Porque “la comprensión de un texto pasa por el sonido de las
palabras”.
10. El derecho a callarnos
Porque “nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir.
Y nadie tiene poderes para pedirnos cuentas sobre esa intimidad”.
Borrémonos delante de los libros que damos a leer, no preguntemos constantemente si
se entendieron o no. Abandonemos de puntillas el escenario: el protagonista es el libro.

Y ya que toca callarse, me callaré de una vez. Pero antes, una pequeña traición al amigo
Pennac (sé que no le dolerá demasiado): “HAY QUE LEER ESTE LIBRO”. Los buenos
libros, como los buenos detergentes, hay que recomendarlos.

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