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Oliverio Castañeda PDF
Oliverio Castañeda PDF
serie de León
Oliverio Castañeda enamoró a la sociedad leonesa a inicios de los años 30. Un
caballero. Un farsante. Un asesino.
Oliverio Castañeda caminando por las calles del León. LA PRENSA / Dibujo de Luis
González Sevilla.
Oliverio Castañeda Palacios. “El mata perros”. “El envenenador”. “El que mató a
los Gurdián”. Así lo recuerdan en León. Hay quienes incluso recitan una pequeña
biografía: “Él era guatemalteco, llegó con su esposa, vino a terminar su carrera
de Derecho en la UNAN”.
Ninguno de quienes hablan lo conoció. Él murió en 1933. Sin embargo, todos
tienen algo que decir de él. “Era un tipo inteligente, tanto que se defendió solo
en el juicio por asesinato”, dice un muchacho en el parque central de la ciudad.
“Era un hombre guapo. La mitad de las leonesas ricachonas andaban detrás de
él y la otra mitad ya había pasado por sus manos”, contesta la morena hermosa
que despacha en un comedor del centro. Suelta una risotada pícara, habla de él
como si ella también hubiera estado en su lista de enamoradas. En León, el
espíritu de Castañeda se pasea con la misma elegancia y cinismo con que lo
hacía en vida. La historia trágica del asesinato de su esposa y dos miembros de
la familia Gurdián permanece en el subconsciente colectivo de los leoneses 84
años después.
Hace unos ocho años “apareció” esta placa sobre la tumba de Castañeda, cuenta
Pablo Núñez, administrador del cementerio de Guadalupe.
Llegaron en el tren de la tarde. Una fila de maletas pasó por la puerta principal
del hotel La Esfinge. La mujer bajita, curvilínea y bien vestida entró de la mano
de un flaco anteojudo vestido de luto. Oliverio Castañeda y su esposa Martha
Jerez llegaron a León en 1932. Ella lo acompañaba para terminar sus estudios
de Derecho. Se instalaron en el cuarto con mejor vista del segundo piso, justo
en la esquina que daba al cruce en cruz de la calle. Una vista privilegiada desde
donde se divisaba el centro de la ciudad. El recorrido del ojo empezaba en el
corredor del caserón esquina opuesta al hotel.
Aun cuando las diferentes ramas de esta familia parecen haber jurado silencio
eterno en lo que respecta a la historia o se declaran lejanas a los protagonistas
de la tragedia, en León la versión incómoda es un secreto a voces. Luego de
enviudar súbitamente por la muerte de Martha a causa de misteriosos y fuertes
dolores estomacales, Castañeda se hospedó como invitado en la casa de la
familia de don Enrique Gurdián, empresario y administrador de la empresa
aguadora de León. Ahí empezó el culebrón. Que si Enna Gurdián, la hija,
sucumbió ante el encanto de Castañeda, que si su prima se convirtió en su
primer rival y que luego otras mujeres dentro y fuera de la familia estarían en la
lista de conquistas del Casanova guatemalteco. Escándalo.
Martha murió en febrero de ese año, Enna a inicio de noviembre y don Enrique
una semana después que su hija. Según las autopsias y los reportes de
toxicología que recoge el documento “Proceso Castañeda”, los tres murieron por
envenenamiento con estricnina. No faltaron hipótesis del mecanismo con el cual
habría matado cada uno; que si a la esposa la envenenó a través de los
medicamentos, que si a Enna le espolvoreó con estricnina la comida o que si
mató a don Enrique al estilo “ruleta rusa”, con las cápsulas que le daba. Tragedia.
Él era el único sospechoso de las tres muertes. A inicios de ese año había
liderado una purga de perros callejeros en León, utilizando estricnina en trozos
de carne cruda como señuelo. Los dedos acusadores de la élite leonesa
apuntaban hacia él, mientras el resto del pueblo empezó a verlo con
conmiseración. Las causas de los crímenes se debatían entre dinero, pasión o
simple patología criminal. Misterio.
CASTIGO DIVINO
Fresia Vanegas y su hijo David Sampson Vanegas. Ella es nieta de Juan de Dios
Vanegas, abogado acusador en el proceso de Castañeda.
A doña Fresia Vanegas no le cae muy bien el escritor Sergio Ramírez Mercado.
Lo respeta, dice, pero no lo quiere. “Ese señor escribió cosas que no eran en su
libro. Puso cosas que mi padre nunca hubiera dicho, que no hizo. Pero bueno, él
tiene derecho a escribir y yo tengo derecho a estar molesta”, rezonga Vanegas,
hija del abogado Alí Vanegas y nieta del doctor Juan de Dios Vanegas, abogado
acusador de Oliverio Castañeda, contratado por la familia Gurdián.
Ochenta y un años después “La banca maldita” del parque La Merced, que en la
novela de Ramírez es una mesa de la Casa Prío, se confunde entre las bancas
que de día son oasis para los caminantes que buscan aplacar la fatiga del
caluroso León, las que en las tardes sirven de nido de las parejas en arrumacos,
las mismas que por la madrugada se convierten en camas para indigentes.
Cuando ocurrió el suceso ella no había nacido, pero Vanegas recuerda que aún
años después de aquel juicio, su padre, Alí Vanegas, a veces entraba a la casa
como un torbellino arreado por los diablos, seguido a paso pasmoso por su
abuelo el doctor Juan de Dios Vanegas, el viejecillo manso y sabio.
Luego de la sentencia, Castañeda fue trasladado de nuevo a su celda en La 21.
Ahí un grupo de guardias lo ayudó a salir, pero antes de que lograra correr, ellos
mismos le dispararon bajo la premisa de la Ley Fuga. LA PRENSA / Cortesía de
Sergio Ramírez.
“A ellos les gritaban de todo en la calle, pero mi abuelo era leña verde, no se
encendía con nada, en cambio mi papá se peleaba con la gente que atacaba a
mi abuelo por haber defendido a los Gurdián”, comenta. A Juan de Dios Vanegas
no le perturbaba la carga haber sido el abogado contratado por la familia Gurdián
para acusar al “protegido” del pueblo que fue condenado culpable y luego
purgado por la Guardia Nacional.
“No hay arma más sutil que el veneno, eso revela parte de su personalidad. Era
un tipo astuto, sigiloso y mitómano, a base de mentiras y misterio fue creando
una fama de interesante e irresistible. Su arma era reptar hasta sus víctimas”,
explica el escritor.
Doña Fresia Vanegas lo define en una palabra: seductor. “Él sedujo a hombres
y mujeres por igual. A ella las enamoraba con su aspecto de galán y a ellos con
su porte intelectual. Era locuaz y sabía manejarse en los círculos de la alta
sociedad”, comenta Vanegas. Aunque fue este mismo círculo el que lo condenó
cuando se destapó la olla podrida que mezclaba las tres muertes.
Él se defendió hasta el final aduciendo su inocencia. “Yo nunca le di medicinas
ni a Enna, ni al señor Enrique. No hay pruebas de eso”, “¿quién en su sano juicio
comería una pierna de pollo que sabe amargo?”, “¿cómo no van a encontrar
sustancias tóxicas en un cuerpo que está en descomposición?”, refutaba
Castañeda en su autodefensa.
“Yo sí creo que Oliverio era culpable”, sentencia el doctor Ramírez. “Aunque no
hubo unanimidad para dictar pena de muerte, fue condenado por asesinato atroz.
Un envenenamiento tiene todos los agravantes de la premeditación y alevosía”.
“Somoza era arribista, se había casado con una mujer de la alta sociedad
leonesa y quería quedar bien con el círculo. Le aplicaron la Ley Fuga. Quería
congraciarse, demostrar el poder absoluto que tenía”, agrega.
A pesar del final trágico de la historia real, Ramírez admira la sagacidad del
personaje y no deja de sorprenderle el refinamiento de la técnica criminal para
llevar a cabo los asesinatos. “Leyendo y leyendo los archivos es interesante ver
cómo él refutaba cada hipótesis que lo acusaba. A pesar de que él con toda
razón les explicó que no había forma de comer algo que tuviera aunque sea un
poco de estricnina, por su sabor a hiel, igual lo condenaron. Yo encontré la clave.
Él usaba el procedimiento de la ruleta rusa por medio de las cápsulas, ni él ni las
víctimas sabían en qué momento ocurriría la muerte”, expone el escritor.
El escritor Sergio Ramírez Mercado se topó con el caso de Oliverio en los años
60, cuando era estudiante de Derecho en la UNAN. Fue hasta 1983 que empezó
a escribir “Castigo divino”, publicada en 1988.
“Desde que leí el caso supe que estaba frente a un personaje de novela. Había
dos folletos impresos por la familia Gurdián donde contaban el caso, pero cuando
analizabas te dabas cuenta que hacía falta un montón de información. Si tenés
el cómo o el cuándo, tenés que buscar el porqué. Sin el porqué no hay crónica,
no hay novela. Lo que el documento callaba uno fácilmente lo escuchaba en las
calles, en las comiderías. La gente hablaba de las intrigas, de los celos, de lo
turbio que había en esa historia y así empecé a
buscar lo que estaba escondido”, comenta Ramírez Mercado.
Una puerta, una ventana en lo alto y una suerte de baño donde por el mismo
agujero que se iba el agua al bañarse, corrían las excretas de los cinco o seis
reos que cabían en el lugar. Es la primera celda a la izquierda, entrando por el
único portón de acceso a “La 21”, la famosa cárcel leonesa que desde 1921
hasta finales de los 70 fue fortaleza de castigos y torturas a los reos comunes y
presos políticos. Oliverio Castañeda estuvo en este cuarto oscuro.
“Esta era la celda de los asesinos, había una para los violadores y otra para los
reos comunes. Según la información que hemos recopilado, él solo pudo haber
estado aquí y en la de reos comunes por un tiempo”, expone Frank Rivera,
administrador del Museo de Mitos y Leyendas de León.
Por una ventanita diminuta que se abre en la puerta de metal, entraban los aliños
de comida que recibía Castañeda. Aliños perfumados, aliños con cartas, aliños
con la solidaridad de la gente que lo convirtió en el inocente del pueblo que era
condenado por los poderosos de la ciudad.
“Se dice que sus enamoradas venían aquí a visitarlo, le traían comida, cosas
para mantenerse, pero lo que querían era verlo”, comenta Rivera. Todavía hay
quienes llegan buscando la historia del paso de Oliverio en diciembre del 33 por
esta cárcel. Visitantes nacionales o turistas extranjeros que han leído Castigo
divino, hasta solicitan un muñeco de Castañeda para exponerlo en el lugar. “Es
algo que estamos valorando, aunque él no es un personaje de leyenda, que es
en lo que nos enfocamos aquí”.
De aquí Oliverio salió por sus propios pies. La misma Guardia Nacional que lo
había arrestado semanas antes, le ofrece en la celda un uniforme militar como
camufle para escapar en un jeep y luego le tocaría correr por su cuenta. Cuando
estaba listo para correr los militares le dispararon. “Lo llevaron a tirar allá en el
muro del cementerio San Felipe”, dijo Agustín “El Capi” Prío Largaespada en una
entrevista concedida a La Prensa en octubre de 2005.
Don Róger Sáenz Centeno, leonés de 83 años, respalda esta versión. “Yo
conocía a Alfonso Jirón, él era guardia y fue el carcelero que estuvo en La 21
con Oliverio. Él iba en el vehículo que lo sacó, me contó que lo llevaron por una
bajada de piedra allá por el cementerio de San Felipe. Ni tiempo le dio de correr
lejos. Tenían órdenes de disparar”, cuenta Sáenz quien también conoció al
doctor Derbyshire y otros personajes de la historia real, además de haber leído
la novela de Sergio Ramírez Mercado.
Le aplicaron la Ley Fuga. “Somoza se inventó la famosa ‘Ley Fuga’, así purgaban
a los presos políticos o los prisioneros que representaran un riesgo para él. ‘Se
le fusiló en intento de fuga’, decían cuando aparecían los muertos”, explicó en
una entrevista a Magazine, Roberto Sánchez Ramírez, periodista e historiador,
al referirse a la pena de muerte y al emblemático caso del abogado
guatemalteco.
84 años después de aquel suceso todavía se habla de él. Aún sin parientes en
Nicaragua, la tumba de este guatemalteco que llegó a Nicaragua para terminar
sus estudios en Derecho no solo está en buenas condiciones, es una de las más
buscadas por los visitantes extranjeros que llegan a la ciudad. Quieren saber
dónde fue enterrado el envenenador de Castigo divino.
“Aquí viene gente de todos lados a preguntar por la tumba del señor Castañeda”,
cuenta Pablo Núñez, administrador del Cementerio de Guadalupe. “Llevo más
de diez años escuchando a los trabajadores de una mujer de blanco que llega a
arreglar la tumba. Los 2 o 3 de noviembre el lugar aparece limpio, pintado de gris
y enflorado, con una veladora encendida al centro”, cuenta Núñez, quien
recuerda también que hace cinco años “apareció” esa placa de cobre sobre la
lápida.