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Que nadie podía creerlo, pero que sí, que era cierto; la noticia la había traído
alguien que había estado por allá, que se lo habían dicho y había que creerlo:
a Federico García Lorca una docena de fascistas lo habían ido a buscar a su
casa y lo habían fusilado.
Los biógrafos del poeta sostienen que el instigador de la muerte fue Horacio
Roldán. Es que los Roldán estaban enfrentados a los García Lorca, tanto
por motivos políticos como económicos. Entre los que fueron a detenerlo
estaba Pepe el Romano, retratado por García Lorca en La Casa de Bernarda
Alba quien, a través de la obra, atacó tanto a los Alba como a los Romano, y
ahí también hay que buscar los motivos de por qué el poeta fue asesinado.
Velasco Cimarro, como integrante de la Guardia Civil, tenía un viejo encono
hacia Lorca, desde que en 1928 publicó El Romancero Gitano, en el que
incluyó El Romance a la Guardia Civil Española, en el que criticaba las
actuaciones de este cuerpo.
Estaba claro que era una venganza. García Lorca no era considerado ni una
amenaza política, y menos armada. Nunca se había querido meter en política,
resistía la afiliación al Partido Comunista, pero sectores reaccionarios no
toleraban sus amistades de izquierda.
Cuando estalló la sublevación, que iniciaría la guerra civil y que abría a largas
décadas de dictadura franquista, García Lorca estaba en Madrid. Asustado, su
primera reacción fue la de tomarse el tren a Granada y quedarse con su familia,
cosa que hizo el 16 de julio. Una semana después fue fusilado su cuñado
Manuel Fernández Montesinos, casado con su hermana Concha. Era el alcalde
local.
Sus amigos no estaban, pero sí la madre de ellos, Esperanza. Ella fue quien
enfrentó a la docena de hombres esa tarde del 16 de agosto. Fue un
descomunal operativo, con la manzana rodeada y tiradores en los techos. El
jefe Ramón Ruiz Alonso, que odiaba al poeta, pidió por él. Estaba acompañado
por Federico Martín Lagos y Juan Luis Trescastro.
La mujer exigió que estuvieran presentes sus hijos. Pero no hubo caso: a
Federico se lo llevaron igual. A los Rosales les advirtieron que no insistieran
con Lorca porque, en definitiva, ellos habían ocultado a un “rojo”, a quien
además acusaban de espía ruso, masón y homosexual.
Quedó encerrado en la sede del gobierno civil, y cuando los hermanos Rosales
lo fueron a buscar con la liberación firmada por el gobernador, ya se lo habían
llevado.
Por lo general los condenados eran enviados a “La colonia”, ubicada a siete
kilómetros de la ciudad de Granada. Durante el gobierno de la República había
sido un sitio de veraneo para estudiantes granadinos y cuando estalló la
sublevación se le cambió el uso. Allí los detenidos llegaban de noche y eran
encerrados. Les daban la oportunidad de confesarse con el cura párroco de
Víznar, José Crovetto Bustamante. Al amanecer, se dirigían al campo y se los
ejecutaba.
Los pelotones de fusilamiento lo integraban voluntarios que los unía las ganas
de matar. Integraban lo que se llamaba la “Escuadra Negra”.
Los cuerpos permanecían en el lugar donde habían caído. Luego venían los
enterradores, que eran prisioneros o individuos que se habían salvado de
terminar en el paredón y realizaban su trabajo.
Se asegura que García Lorca pasó sus últimas horas en ese lugar, que lo llevó
alguien a quien le decían “El panadero”. Que cuando llegaban los prisioneros
para calmarlos les decían que al día siguiente serían llevados a trabajar en
unas fortificaciones, pero horas después les confesaban la verdad, y les daban
la posibilidad de tener la asistencia de un cura o de escribir una carta.
“Se le vio, caminando entre fusiles, / por una calle larga, /salir al campo frío,
/aún con estrellas de la madrugada. /Mataron a Federico /cuando la luz
asomaba.”, escribió Antonio Machado en su poema “El crimen fue en
Granada”.
Dicen que Juan Luis Trescastro fue uno de los que había ido a buscar al poeta,
usando su auto y era uno de los que se jactaba de haber participado en su
ejecución. “Don Gabriel, esta mañana hemos matado a su amigo, el poeta de
cabeza gorda”, le dijo al pintor Gabriel Morcillo. “Yo le metí dos tiros en el culo
por maricón”, según le escuchó decir Angel Saldaña, declaración reproducida
por Ian Gibson en su libro El asesinato de Federico García Lorca.