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Sobre​ ​Una​ ​vista​ ​del​ ​bosque​,​ ​de​ ​Flannery​ ​O’Connor

Miguel​ ​A.​ ​Carmona​ ​del​ ​Barco

Siempre me imagino a Flannery subiendo al estrado de aquella famosa convención de


escritores sureños, apoyándose en su bastón, tranquila y a la vez decepcionada porque
aquel puñado de hombres pretendiera ser acaso el futuro del cuento norteamericano.
Tranquila porque no le darían ningún problema: carecían del intelecto suficiente para ello. Y
decepcionada porque de verdad le hubiera gustado que alguno de los textos que le habían
enviado​ ​unos​ ​días​ ​atrás​ ​hubiera​ ​tenido​ ​algo,​ ​no​ ​ya​ ​de​ ​sureño,​ ​sino​ ​de​ ​cuento.
Leyendo este discurso convertido después en ensayo bajo el nombre de ​Para escribir
cuentos conocí a Flannery antes que a su obra. Así que la compré y la absorbí sin tregua
hasta llegar al relato que he escogido: ​Una vista del bosque​. Cuando lo terminé, cerré el
libro y me despedí de Flannery por un tiempo. Algo me había crujido dentro. Pensaba una y
otra vez en el cuento, lo repasaba, me detenía en cada detalle, en cada frase que se
intercambian abuelo y nieta, intentaba entender qué había ocurrido entre ellos, cuándo la
fatalidad se había convertido en el sino de esa historia de amor entre las ruinas del mal. Es,
sin​ ​duda​ ​el​ ​cuento​ ​más​ ​terrible​ ​y​ ​más​ ​bello​ ​que​ ​he​ ​leído​ ​nunca.
La necesidad de volver a pasar el cuento por mi cabeza mil veces, como si fuera una
película muda, estribaba en el hecho de que los personajes y sus acciones constituyen una
fuente inagotable de información; en que, como decía Flannery, “​un cuento compromete, de
modo dramático, el misterio de la personalidad humana​”, y ese misterio jamás termina de
desentrañarse.
Maldecía al abuelo por obligar a la nieta a ir con ella a hablar con el comprador al que
quiere venderle ese pedazo de tierra que es la manzana de la discordia, maldecía a la niña
por negar el maltrato de su padre, los maldecía a los dos por encarnar de una manera tan
perfecta la derrota del amor ante la ignorancia supina, que supone ser incapaz de expresar
los​ ​propios​ ​sentimientos.
Y a la vez los amaba por ser capaces de amarse ahí, delante de mí, en esas páginas
violentas y con olor al polvo de la tierra seca y al humo de los coches que pasaban por la
carretera; amarse de espaldas y a ciegas; a pesar de todo amarse y, sin embargo, perderse
en lo insignificante, que era todo menos el bosque, oculto tras los árboles de sus
respectivos​ ​orgullos.

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