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ANÓNIMO
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Librodot La Historia de Simbad el Marino 1 Anónimo 2
En tiempos del califa Harun al Rashid vivía en Bagdad un hombre pobre, llamado
Simbad el Porteador, que transportaba fardos en su cabeza de un extremo al otro de la ciudad
a cambio de una paga. Un día que hacía mucho calor Simbad llevaba un fardo muy pesado,
con el que debía recorrer un largo camino, y sus rodillas empezaron a flaquear bajo el peso
cuando atravesaba una calle umbría. Al pasar ante una gran casa dejó el fardo en el suelo y se
sentó para descansar un poco. Habían barrido y regado los adoquines con agua de rosas; el
lugar estaba rodeado de altos árboles, y el viento jugueteaba con las sombras de las hojas y los
rayos del sol. El pobre hombre sintió que recobraba las fuerzas.
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Allí sentado, oyó un concierto que provenía de aquella casa con la puerta entornada.
Alguien tocaba la flauta mientras una voz de mujer cantaba una preciosa melodía acompañada
de pinzones y estorninos, de mirlos, tordos y ruiseñores. Por la ventana abierta salía. el aroma
de los alimentos condimentados con azafrán. Simbad se acercó y, a través de la puerta en-
tornada, vio un hermoso patio interior lleno de flores que parecía el jardín del Edén. A pesar
de que su vida era pobre y dura, se sentía maravillado por lo que sus ojos vieron en la casa y
pronunció estos versos:
Cuando Simbad terminó de recitar estos versos, recogió su fardo con intención de
marcharse. Pero entonces salió de la casa un sirviente bien alimentado y vestido con
terciopelo y seda, que le tomó la mano y dijo:
-Ven y sígueme. Mi amo desea hablar contigo.
El porteador, temeroso, no supo cómo negarse. El sirviente lo condujo a un alto
vestíbulo de marfil y alabastro. Había surtidores por los que trepaban exuberantes rosas
silvestres, y alrededor de una espléndida mesa estaban sentados sobre cojines de terciopelo
unos distinguidos señores. El señor de la casa, un hombre de barba canosa y aspecto
corpulento y digno, ocupaba el centro. Simbad no había visto semejante lujo en toda su vida.
Se postró de rodillas y besó el suelo ante el dueño de la casa y sus huéspedes, y pensó: «¡Oh,
Alá, en tu clemencia me has permitido ver el paraíso!»
Los distinguidos señores lo saludaron cordialmente y le dieron la bienvenida. El dueño
de la casa lo invitó con palabras amables a que tomara asiento a su lado y le preguntó quién
era y qué hacía.
-Debes saber, gran señor, que me llamo Simbad y me gano la vida llevando los fardos
de la gente de un lugar a otro -respondió el porteador.
-¡Sé bienvenido una vez más, porteador! -dijo el dueño de la casa-. Debes saber que me
llamo Simbad y que soy Simbad el Marino. Así pues, somos hermanos de nombre. -Entonces
le tendió la comida con su propia mano y le escanció vino tinto en un vaso de oro.
Después de que el porteador se saciara con los ricos alimentos que su nariz jamás había
olido ni su lengua probado, Simbad el Marino le dijo:
-Satisface un deseo que tengo, hermano de nombre. Repite los versos que has recitado
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junto a mi ventana.
-De modo que has oído mis palabras? -replicó el porteador, avergonzado-. Era la voz del
pobre que disputaba con Alá. ¡Perdóname por repetirlas!
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