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ANTONIO PRIANTE
NUEVAS AVENTURAS
DE
FAUSTO
Y
MEFISTO
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MEFISTO SE EXPLICA
Estimado público, hace tiempo que os deleité - a los más despiertos de vosotros - con
algunas muestras de mi inventiva y de mi arte. Pocos me lo han agradecido, como era
de esperar. Y ya no me refiero a los conspicuos exponentes de la industria editorial o
a los críticos más o menos eminentes, de quienes ya es sabido que se puede esperar
cualquier cosa excepto lo que propiamente cabría esperar. Me refiero a vosotros, a los
que formáis la tropa – y sin embargo tan sabios, algunos – de los lectores ávidos,
aplicados e inteligentes. Pero no me quejo. El que recibe los beneficios poco suele
acordarse del benefactor. Y además yo soy la persona – por llamarme de alguna
manera – menos adecuada para presumir de benefactora de nadie.
Bueno, lo que quería decir – y espero decirlo antes de que pierda el hilo
definitivamente – es que, visto el éxito presunto de las aventuras que di a internet, he
pensado que sería interesante continuar con otras nuevas. Lo malo de este
pensamiento es que no funciona por sí sólo, quiero decir que, una vez lo has tenido y
comunicado, tienes que ponerlo en práctica.
Bien, no hay que agobiarse. La obra está ahí, aguardándome en el futuro. Sólo se trata
de llegar hasta ella. Para empezar, habré de dar con mi socio. Hace tiempo que no sé
nada de él. Espero no encontrármelo convertido en una estrella del cine. En serio, me
conformaría con que hubiese madurado un poco.
Veremos.
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JORNADA PRIMERA
LECCIONES DE FILOSOFÍA
Con cierta preocupación, muy comprensible, Mefisto advierte que Fausto flojea
ostensiblemente en disciplina tan fundamental. Para corregir el déficit, lo envía al
corazón de Europa, donde conocerá a dos lumbreras del género.
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más de lo que hubieses conseguido por tus propios medios. ¿Quién hubiese sido
capaz de pasearte por toda clase de época y lugares? ¿Con quién hubieses tenido
ocasión de conocer a tantas grandes figuras de la historia reciente? ¿Quién te habría
llevado, como yo lo he hecho, al estrellato del arte cinematográfico?...
FAUSTO.- Ya puedes decir lo que quieras, pero sigo estando en el mismo punto en
que estaba.
MEFISTO.- ¡Esta sí que es buena! ¿Soy yo el responsable de tu inmovilidad? ¿de tu
parálisis? Además, en este preciso punto donde te encuentras, en este lugar, quiero
decir, nunca habías estado antes.
FAUSTO.- ¿Y qué tiene de particular este lugar?
MEFISTO.- ¿No lo sabes? Ante un panorama como éste el Demonio del Evangelio
dijo al Jesús de la misma historia: Haec omnia tibi dabo si cadens adoraveris me. De
ahí el nombre.
FAUSTO. - ¿Qué nombre?
MEFISTO.- El de este lugar. Tibidabo. Tibi dabo, ¿captas? Te daré. “Todo esto te
daré si, prostrado, me adorares.”
FAUSTO.- ¿Y se lo dijo en latín?
MEFISTO.- No, seguro que no. Por aquellas latitudes aún no estaban suficientemente
globalizados. Pero sí cuando se difundió el mensaje.
FAUSTO.- ¿Qué mensaje?
MEFISTO.- El Evangelio... Oye, socio, todo esto es muy extraño. No creo que mi
misión en este mundo, ni en el otro, sea la de dar clases de religión. Pero, claro, lo
que pasa es que tu ignorancia es tan extensa que... no sé cómo se compagina eso con
tu supuesta sed insaciable de conocimiento.
FAUSTO. - El conocimiento que me interesa es el que ayuda a entender y gozar la
vida.
MEFISTO.- Pareja imposible, te lo advierto. La vida, o se la entiende o se la goza. De
todos modos te he de decir que ese conocimiento utilitario nunca te enseñará nada
que no sea el funcionamiento de una máquina. El verdadero conocimiento, el que de
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Frankfurt del Main. 1858. Es mediodía de un día soleado de otoño. Fausto camina
entre los puestos del mercado instalados en la gran plaza. Se detiene ante uno que
tiene expuestos libros viejos. Se fija en un título: Historia del doctor Johann Faustus.
Lo toma para hojearlo.
LIBRERO.- (con tono seco) Tenga cuidado. Es muy antiguo y muy valioso.
FAUSTO.- Lo conozco. Hace tiempo que tuve en mis manos un ejemplar aún más
antiguo que éste.
LIBRERO.- Imposible. No hay ninguna edición más antigua.
FAUSTO.- No, ahora no.
LIBRERO. - Bueno, ¿le interesa o no? O deje ya de manosearlo.
FAUSTO.- No, no me interesa. Conozco la historia... demasiado bien.
LIBRERO. - Demasiado bien...Vaya con el sabio.
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Salón comedor del Hotel Inglaterra. La table d'hôte (en el sentido propio o francés
del término) está ya rodeada de comensales esperando el primer plato. Fausto ve un
sitio vacío y va a ocuparlo. Saluda a los comensales próximos y se sienta. Observa
con disimulo a un lado y otro. A su derecha, un oficial del ejército, no mayor de
treinta años. A su izquierda, un hombre de unos setenta años, de aspecto muy pulido,
calvicie incipiente, largas patillas y ojos azules de mirada viva y penetrante. Un
camarero empieza a servir la sopa. El hombre de setenta años, llamado Arthur, la
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COMERCIANTE.- Parece que nuestro sabio ha encontrado otro párvulo con quien
desfogarse.
TENIENTE.- Sí, el último todavía se debe estar ordenando las ideas.
ARTHUR.- Haga como yo, Johann, como si no los oyese. Si queremos hablar con
calma de cosas serias habremos de buscar otro lugar. Aquí sólo se sabe hablar de
caballos y de mujeres.
FAUSTO.- No son temas despreciables...
ARTHUR.- Por supuesto que no...siempre que no se hable de los caballos como si
fuesen mujeres y de las mujeres como si fuesen caballos. (le da una tarjeta) Le
espero hoy en mi casa a las seis en punto. (mirando al plato que le acaban de servir)
Y ahora ocupémonos de esta carne con su salsa roja, que promete mucho, la verdad.
como si nunca hubiese existido. ¿Hay derecho a eso? ¡Es injusto, totalmente injusto!
ARTHUR.- Habla usted como un adolescente impetuoso e irreflexivo. Comprender el
misterio de la existencia requiere tener los sentidos muy despiertos y, sobre todo, gran
capacidad para relacionar y reflexionar. Los exabruptos y los ayes no sirven para
nada.
FAUSTO.- ¿Acaso ha comprendido usted el misterio de la existencia?
ARTHUR.- Yo he comprendido y he explicado todo lo que se puede comprender y
explicar. Pero, llegado a cierto punto, ya no hay más explicación posible. O quizá sí
la hay, pero debe de ser de tal naturaleza que, aunque un ser sobrehumano se
esforzase por comunicárnosla, no entenderíamos nada, de eso estoy seguro. Lo que
usted debería hacer, Johann, es leerse mi obra fundamental El mundo como voluntad
y representación. Ahí encontrará todo lo que se puede saber. El resto es silencio.
FAUSTO. - ¿Silencio? Resignación, querrá decir. Pero yo no me resigno. Mi carácter
me impide aceptar la humillación y la derrota.
ARTHUR.- ¿De qué humillación y de qué derrota me está hablando, hombre?
Comprender la naturaleza y el mecanismo del universo, hallar la fórmula para
destruir las falsas ideas que una fuerza interior absurda y ciega nos hace concebir,
descubrir en fin la vana ilusión que es la existencia, y sin embargo, mientras se vive,
hacerlo con la mayor sabiduría posible, pensando en evitar el dolor antes que en
gozar de un placer siempre tramposo... ¿a todo eso lo llama usted humillación y
derrota?... ¿Le apetece un café? Supongo que también le puedo ofrecer té, si lo
prefiere.
FAUSTO.- Café ya me va bien, gracias.
que las que cualquier ser humano puede esperar. Porque le digo una cosa, y
escúcheme bien, si supiésemos prescindir de las solicitudes del deseo, de las
urgencias de una voluntad subterránea que continuamente nos engaña para que nos
lancemos en pos de metas ilusorias, si supiésemos hacerlo, la vida no sería un mal
lugar. Dedicados al conocimiento desinteresado, a la contemplación, agotaríamos
plácidamente el tiempo que nos ha sido concedido.
FAUSTO.- Eso del conocimiento desinteresado me lo ha mencionado hace poco un
conocido mío. Pero no acabo de entenderlo. Conocer y actuar son para mí dos
aspectos de lo mismo.
ARTHUR.- Eso es una ilusión, amigo, una ilusión, nacida de la ignorancia y la
soberbia del ser humano. En la naturaleza todo, absolutamente todo, incluido lo que
llamamos materia inerte, ha estado actuando y actúa sin cesar, y sin embargo el
conocimiento no ha aparecido hasta hace poco con el hombre. Y ahí está el gran
peligro, porque si el conocimiento se aplica a la acción para intentar satisfacer los
deseos de esa voluntad subterránea de que le he hablado, estamos perdidos, ya no
habrá manera de escapar de la eterna rueda. En cambio, si se limita a la
contemplación desinteresada, se le revelará la futilidad de todo y la forma segura de
liberarse.
ARTHUR.- ¡Por todos los demonios! (a Fausto) ¿Cómo quiere que polemice con
alguien que dice haber aprendido de Hegel? (a Karl). Mire, hágame un favor: váyase,
señor Marx, repito, váyase, señor Marx, y no vuelva a aparecer por aquí.
KARL.- Me voy, claro que me voy, pero no sin antes cumplir con mi misión. (a
Fausto) Mire, señor... como se llame, he venido sólo para advertirle: todo lo que oiga
de boca de ese anciano no tiene nada que ver con la realidad objetiva del mundo; es
pura ideología.
FAUSTO.- ¿Ideología?
KARL.- Sí, ideología, una construcción teórica que no se corresponde con la realidad
que dice interpretar, sino que responde a los intereses de clase del “ideólogo”, un
artefacto presuntamente neutral o científico, pero que en realidad está destinado a
justificar y mantener la supremacía de la clase burguesa dominante Y lo más triste es
que esos ideólogos ni siquiera son conscientes de su papel, y es que el hecho de
pertenecer a la clase dominante determina su conciencia de presuntos pensadores. Es
decir, creen interpretar el mundo cuando no hacen otra cosa que justificar y apuntalar
el actual modelo de relaciones de producción, basado en la explotación del hombre
por el hombre.
FAUSTO.- No sé si le he entendido bien...
ARTHUR. - No se preocupe, Johann. Nadie puede entender a un discípulo de Hegel.
KARL.- Oigame, Johann. Cuando hablo de transformar el mundo, me refiero a
sustituir las actuales relaciones de las fuerzas productivas, basadas en la explotación
de los asalariados, en la acumulación de plusvalía, en la alienación de la persona, que
ve cómo el producto de su trabajo, de su actividad de ser humano, va a engrosar las
arcas del capital...
ARTHUR.- Acabe y váyase por favor.
KARL. - Sustituir esta sociedad brutal, en la que tanto explotadores como explotados
no pueden desarrollarse como las personas que deberían ser, por una sociedad sin
clases, de seres humanos libres y felices, porque finalmente se habrá eliminado la
fuente de todos los conflictos y ni siquiera será necesario el gobierno de los hombres
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Se abre la puerta y aparece una mujer, joven, esbelta, elegante. Va vestida de negro,
excepto por el blanco cuello plisado, que asoma por el vestido. Todos se quedan
como petrificados; ella misma duda un momento en hablar.
Fausto y Mefisto caminan por la calle, en la oscuridad apenas rasgada por la tenue
luz de algunas farolas de gas.