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Tuvieron que pasar nada más y nada menos que seiscientos años para que el
cristianismo diera otro gran filósofo. Anselmo de Canterbury
(canonizado como San Anselmo en el año 1494) se empeñó en demostrar la
existencia de Dios de manera argumentada. Planteó una ingeniosa manera de
conseguirlo. Sólo hace falta aceptar dos premisas (fácilmente aceptables): que
Dios, de existir, es un ser superior a todos los demás, que no hay nada más
grande; la otra premisa es que la existencia es superior a la no existencia, es
decir, aquello que existe es más importante que lo que no existe.
Se inclinó al estudio y lectura de los clásicos escritos en latín, así como
también a la búsqueda de una vida espiritual de adentro hacia afuera.
Martín Lutero (1483-1546) Martín Lutero estaba harto de la corrupción y del
funcionamiento de la Iglesia como institución, y demandó
regresar a las enseñanzas originales de la Biblia. Encontró
muchos seguidores. Su filosofía se basaba en ideas
revolucionarias que rompían con 1400 años de tradición
cristiana, como por ejemplo que la salvación era un regalo
otorgado por la gracia de Dios (la doctrina del cristianismo oficial
defendía que todos los hombres serían salvados), o que la figura
del papa no tenía ningún tipo de relación con Dios. Tampoco
creía en el libre albedrío de los individuos. Su obra fue examinada
400 años después por Max Weber, que relacionó el pensamiento
del protestantismo con el desarrollo del capitalismo.
Hegel fue el primer gran filósofo del siglo XIX. Muy influenciado
por Kant, fue un idealista que defendió que la realidad no es
material, sino espiritual. Es importante por plantear muchas
reflexiones, pero especialmente por introducir el concepto
de dialéctica. La dialéctica hegeliana asegura que «toda noción
-o tesis– contiene en sí misma una contradicción –antítesis-, que
únicamente se supera con el surgir de una nueva noción, más rica,
llamada síntesis, a partir de la noción original».