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Taller de Filosofía De Platón a Borges

17 GV.08
Sócrates

Tema

Hemos considerado hasta aquí el surgimiento de la filosofía occidental en la Antigua Grecia.


Ésta comenzó como cosmología y continuó como antropología hasta unificarse en el pensamiento de Platón y
de Aristóteles. Y, tal como lo hemos considerado muy brevemente, en ambas vertientes hubo antecedentes
prefilosóficos muy importantes, por cierto integrados y relativamente inseparables.
Con respecto al siglo V A.C., momento en que la filosofía en general pasa a tener su centro en Atenas, se da
la coexistencia de pensadores “cosmológicos”, los pluralistas, y de los “antropológicos”, Sócrates y los sofistas.
Este modo de presentación, como ya se aclaró, pretende distinguir y clarificar las áreas de interés de
aquellos pensadores, pero sabemos que es más esquemática que real, dado que el pensamiento no podía ni puede
diferenciarse tan nítidamente.
Presentamos ahora la tan famosa figura de Sócrates, el principal maestro e ídolo de Platón.

Sócrates nació en Atenas en 470/469 A.C. y murió obligado a beber la cicuta en 399 A.C., condenado por
impiedad y por corrupción de los jóvenes de su ciudad: no creía en los dioses públicos y así se lo hacía saber a los
demás. Naturalmente, en esa condena hubo también resentimientos personales y razones políticas, ya que el
gobierno democrático ateniense lo consideró su enemigo por su negativa a avalar ciertos hechos cívicos, en su
opinión injustificables.
Fue hijo de un escultor y de una partera. No fundó una escuela; se constituyó en una suerte de predicador laico
que dialogaba en los lugares públicos, como las plazas y los gimnasios.
Tuvo influencias de Arquelao de Atenas, un seguidor de Diógenes de Apolonia, quien había creído,
eclécticamente, que la inteligencia cósmica -el nous de Anaxágoras- era el aire -el arjé de Anaxímenes- y, salvo
esto, en buena medida compartió la crítica sofista (que habremos de ver) al supuesto conocimiento cosmológico de
los antiguos. No creía en las fabulaciones de los que hoy llamamos presocráticos del siglo VI y V A.C.

El no saber

Sócrates no entendió la docencia como un medio de vida, como los sofistas, sino como una verdadera misión
religiosa. El oráculo de Delfos había afirmado que Sócrates era el más sabio de Grecia. Y eso sólo podía entenderse
como una misión: mostrarle a los hombres que debían imitarlo, precisamente porque Sócrates era el que
comprendía que nada sabía, y eso era lo que los hombres también debían comprender.
Sócrates descree de su propia sabiduría (sólo sé que no sé nada), y adoptando el antiguo apotegma consagrado
por los sabios en el templo de Delfos, conócete a ti mismo, proclama la necesidad de desterrar el pseudosaber
superficial y retórico y acceder al saber verdadero, aquél que él supone que se oculta en el fondo del alma de cada
hombre.

El método

Su enseñanza no es otra cosa que un examen exhaustivo de las opiniones, con el fin de, como él decía, hacer
con los hombres lo que su madre hacía con las mujeres. La madre de Sócrates era partera; el hijo pretendía hacer
nacer del fondo de cada alma ese saber oculto.
Para ello recurría a un método interrogativo que se desarrollaba en dos etapas: la de la refutación, durante la
cual se va demoliendo cada respuesta débil o superficial a una pregunta inicial por él planteada, y la de la
mayéutica o arte de la partera, donde se busca en diálogo con su interlocutor aquél saber verdadero tan estimado.
Sócrates finge continuamente querer aprender del interrogado, pero en realidad se convierte en su maestro.
Y pese a que afirma no saber nada, y ello es rigurosamente cierto en materia cosmológica, resulta evidente
que no es así en las cuestiones humanas, donde parece seguir un hilo premeditado por el que lleva a su víctima a
reconocer su ignorancia y su superficialidad, pese a su previa presunción sofística de sabiduría, y a acompañarlo
luego en la búsqueda de la respuesta correcta.
Por cierto que Sócrates se rebela contra el supuesto saber de los naturalistas, contra el de los sofistas, y contra
el de los políticos y artistas, pero es bien claro que cree poseer un importante saber antropológico, aunque simule
no poseerlo.
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Sócrates busca con el interrogado una respuesta; sin embargo, esa respuesta nunca se alcanza.
El método socrático, a veces conocido como el de la ironía, más que producir respuestas, muestra un camino
de búsqueda, siempre inconclusa.
Es un método basado en el diálogo, el único que Sócrates consideraba válido, ya que no creía en la escritura (y
por ello no escribió nada, salvo algún pequeño poema), puesto que, según sostenía, cuando se lee no está presente
el autor para confrontar con él sus opiniones.
Este diálogo con otros será recreado principalmente en los diálogos escritos de Platón, quien, por otra parte,
entendería que la práctica de la filosofía es siempre un diálogo, aun a solas: el del alma consigo misma.

Saber y virtud

Sócrates comparte con los sofistas su escepticismo en materia de conocimiento natural. En parte por ello y en
parte por su método dialógico, fue a veces considerado como un sofista.
También comparte con ellos una visión antitradicionalista, abogando por la autonomía individual en las
decisiones, alejada de toda sujeción a preceptos y costumbres.
Pero considera que el saber y la actitud racional son imprescindibles en las cuestiones de la vida individual y
colectiva. Más aun; este saber racional, según su visión de lo moral, que podría calificarse de intelectualista, lleva
necesariamente a la virtud, y la virtud conduce al placer y a la felicidad.
Según Sócrates, nadie peca voluntariamente. Quien esté en posesión del saber sobre lo bueno, no puede dejar
de obrar bien.
Sócrates no entiende que un hombre, como diría Aristóteles, incontinente, actúe mal pese a saber que lo hace,
simplemente por no poder o no querer evitarlo. El papel de la voluntad no aparece en Sócrates con el carácter
fundamental que adquiriría más tarde.
Es obvio que si la vida virtuosa depende del saber, es decir, del conocimiento de la verdad, el lema del sofista
Protágoras del hombre como medida de todas las cosas, será diametralmente opuesto a la posición socrática. Frente
al relativismo y al utilitarismo de los primeros sofistas, Sócrates defenderá una concepción absolutista de la verdad
y del bien.
El conocimiento racional de lo bueno lleva, a través de la acción necesariamente virtuosa, a la felicidad. Pero
¿qué es lo bueno? Aquí es donde surgen graves problemas en la interpretación del pensamiento socrático por parte
de sus discípulos y seguidores.
Jenofonte, un discípulo y comentarista menor, entendió que lo bueno era siempre lo bueno para algo, es decir
lo útil, y que eso era lo que había que encontrar en cada caso. Así, la ética socrática aparecía como un definido
utilitarismo, lo que no parece expresar el pensamiento ni las características de la propia vida de Sócrates.
Por otra parte, tampoco quedó claro para quién lo bueno es bueno. Porque, tal como luego se entendería, algo
puede ser bueno para el que ejerce la acción, pero no para otros. Sin embargo, Sócrates creía que si algo no es
bueno para todos, tampoco puede serlo para el agente de la acción.
La cuestión de lo bueno no tuvo una solución clara. El mismo concepto de virtud es circular, puesto que si, por
una parte, el saber racional de lo bueno lleva a la virtud, la virtud no se define de otro modo mejor que como el
ejercicio de lo bueno.
Todo esto hizo que los representantes de las escuelas socrático-sofistas posteriores, incluyendo a Platón,
habiendo sido discípulos de los mismos maestros, fuesen tan divergentes en las cuestiones de la virtud y del bien.

La ley

Sócrates no acepta el relativismo jurídico ni el moral de los sofistas.


La ley positiva puede ser convencional, pero si es cierto que produce beneficios a la comunidad, entonces
deberá ser aceptada aun en los casos en que no resulte conveniente a los intereses personales. Y Sócrates se negó
personalmente a eludir la ley, sea mediante el indulto o la fuga de su prisión, una vez que hubo sido condenado a
muerte por el Estado ateniense.
Por lo demás, entendió que es siempre un mal menor recibir injusticia que cometerla, aun cuando la injusticia
particular provenga de la misma aplicación de la ley. Y esto es así porque puede demostrarse que el injusto es
infeliz, mientras que el justo, aun sufriendo la injusticia, es el más virtuoso y por ello el más feliz de los hombres.
Vivir bien es hacer el bien, no sólo a sí mismo, sino a los otros. Y la acción desinteresada e inspirada en el
amor encuentra la más alta satisfacción interior, y la mayor aproximación a lo divino.
Su condena a muerte no lo atemoriza; cree en la inmortalidad del alma y en una Divinidad o Inteligencia
Suprema que todo lo gobierna, como el alma gobierna al cuerpo, y cree en una bienaventuranza ultraterrena y
definitiva para los que han sido justos y virtuosos entre los mortales.
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El alma humana

Sócrates dice oír la voz de su duende personal, su daimon, o demonio -se pronuncia démon- quien le prohíbe
hacer lo que no debe hacer; algo así como una conciencia interior. Más de una vez lo retrata Platón en estados de
intensa concentración, extático, vuelto totalmente hacia su interioridad. Es interesante mencionar que, en griego,
felicidad se dice eudaimonía, que significaba tener un daimon propio bueno, el que ayudaba a una vida próspera y
placentera.
La antigua virtud aristocrática, la areté, era la del hombre eficaz en su papel social; en general la del guerrero
o la del gobernante.
Con Sócrates, pese a las dificultades para la definición de su noción de virtud, queda claro que ella no es la del
antiguo héroe homérico, y que está directamente vinculada con la de la autosuficiencia del hombre sabio, aquél que
es capaz de alcanzar la autonomía, libre de compromisos sociales y políticos, despectivo de toda violencia, incapaz
de padecer ningún mal ni en la vida ni en la muerte, ya que sólo la bienaventuranza podrá esperarlo en el más allá.
Y esa virtud no es una más de la lista de las posibles virtudes individuales, tal como en el tiempo de Sócrates
ya comenzaban a definirse: prudencia, templanza, coraje, etc.
La virtud es una sola; y no puede provenir del dinero, ni de la fama, ni del poder, bienes que no suelen
depender de la persona sino de otros, o de las circunstancias.
La persona, el hombre, es esencialmente su alma, su espíritu. El cuerpo suele ser un impedimento para el alma,
para que ésta alcance la plenitud del saber y, a partir de él, de la vida virtuosa.
El cuerpo es fuente de dispersión, sea desde el dolor o desde el placer. Y la forma de conocimiento que el
cuerpo provee, la de los sentidos, es pobre y engañosa. Sólo el alma, con su razón, permite el verdadero saber. Por
ello la muerte es liberación del cuerpo por parte del alma. Y el alma del sabio, de aquel que supo ser virtuoso en
esta vida, no puede esperar otra cosa que la recompensa en la ultratumba.

El concepto

Las preguntas que Sócrates hace en sus diálogos se dirigen siempre a esclarecer la naturaleza de algún valor:
¿qué es la justicia?, ¿qué es la belleza?, ¿qué es el bien?
Sócrates no acepta ejemplos particulares como respuestas finales; lo que le interesa es el concepto y su
definición. Aristóteles entendería que, en este sentido, Sócrates es uno de los iniciadores de la lógica (Parménides
fue el padre de ella), por ser, precisamente, el descubridor del concepto y del método inductivo, por el que lo
general se encuentra partiendo de lo particular.
Pero en todo caso ese papel no fue consciente en Sócrates, pues su preocupación no era teorética, sino
práctica. Encontrar en el diálogo el saber conceptual (nunca del todo logrado) era su intento de hacer posible la
virtud más allá del relativismo sofista.
Quien estuviese en posesión del conocimiento verdadero obraría correctamente; porque nadie peca
voluntariamente; toda culpa proviene de la ignorancia; el vicio es una consecuencia del error.
Esto será tema de profundos debates en los diálogos platónicos, donde Sócrates confrontará sus opiniones con
sofistas y discípulos. Y será luego parcialmente refutado por la ética aristotélica

La libertad y la búsqueda de sí

Es importante observar que hay en Sócrates un concepto de libertad en tanto libertad moral: la libertad no es
la de la libre elección frente a lo bueno y a lo malo, frente a lo virtuoso y a lo vicioso, sino la de un estado de
liberación.
Hay algo así como un automatismo de la elección: el conocimiento de lo bueno produce una elección virtuosa,
y esto no podría ocurrir de otro modo. No hay libertad de la voluntad en el sentido del ejercicio pleno de la opción
entre el bien y el mal; el hombre es libre en la medida en que está posibilitado de elegir virtuosamente.
Diríamos que el hombre libre es aquél que su saber lo ha liberado del vicio. La libertad socrática será un
estado de liberación del mal, como luego ocurriría en el cristianismo con San Agustín, por ejemplo. Habría que
esperar a Aristóteles para revisar este planteo.
Como ya había sido anticipada por Heráclito, la búsqueda de sí mismo es acaso el gran legado de Sócrates a la
posteridad, y ello como ejemplo del espíritu griego de investigación libre y autónoma. Y en ese empeño metódico
puso Sócrates lo que entendió como el valor más alto de la personalidad humana: el anhelo de una bondad
entendida como tal para sí y para los otros hombres, alcanzable a través del saber racional.
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En esto radica la identificación socrática entre ciencia y virtud, más allá de todo intelectualismo que pueda
adjudicársele. Momentos antes de morir, según nos cuenta Platón en su inmortal Fedón, Sócrates no deja de insistir
a sus discípulos en la importancia de sostener la actitud investigativa:
Si os cuidáis de vosotros mismos, cualquier cosa que hagáis [cuando yo no esté vivo] me será grata, a los
míos y a vosotros, aunque ahora no os comprometáis a nada. Pero, si por el contrario, no os preocupáis de
vosotros mismos, y no queréis vivir de manera conforme con lo que ahora y antes os he dicho, hacerme ahora
muchas y solemnes promesas no serviría de nada.

El legado socrático

Las imprecisiones en las enseñanzas de Sócrates, así como las limitaciones de sus intereses a lo estrictamente
humano, darían lugar a muy distintas interpretaciones y actitudes en los postsocráticos.
Quedarían muchos aspectos por resolver, como por ejemplo, el misterio por el cual se supone que el alma está
preñada de un saber que necesita de un partero para que salga a la luz. ¿Qué o quién ha fecundado el alma de los
hombres, acaso antes de su nacimiento? ¿Cómo es posible que sepamos lo esencial sobre la vida humana, y no
sepamos que lo sabemos?
Las llamadas escuelas socráticas, herederas también del pensamiento sofista, tratarían de aislar o de
parcializar ciertos aspectos de su doctrina, presentando interpretaciones aun contradictorias. Y Platón intentaría una
ampliación de la misma, tomando la vida y el pensamiento de Sócrates como un paradigma orientador de su propia
obra. Con ello, fundaría definitivamente la metafísica en la filosofía occidental.

La muerte del maestro

La muerte de Sócrates ha sido narrada por su mayor discípulo, Platón, en el Fedón.


Es la última tarde del maestro. Antes de que el sol caiga detrás de los montes, Sócrates está reunido con sus
discípulos y amigos en la celda de su prisión. No está angustiado. Contrastando con el dolor y la tristeza de sus
alumnos, se muestra listo para entrar en la nueva vida que le aguarda, y en la que tiene esperanzas.
Y mientras espera su final, discute con ellos acerca de la posible inmortalidad del alma, en la que él cree,
expresando entusiasmo cada vez que sus discípulos intentan rebatir sus argumentos, señal de que utilizan su razón
como él siempre los ha instado a hacer. En todo caso, y en un momento como ése, vale la pena correr el riesgo de
creer cierta la perduración del alma en el más allá.
Su discípulo Critón había querido ofrecer a los jueces, en el momento del juicio, una garantía de que Sócrates
no se iría de Atenas, y que por lo tanto no hacía falta su encarcelamiento. Ahora Sócrates quiere garantizar a Critón
que él sí se irá de Atenas, que sólo su cuerpo quedará, pero no él, es decir, su alma.
Asclepio o Esculapio era el dios de la Medicina, al que solían ofrecerse sacrificios de animales. Acaso por
ironía, teniendo en cuenta la situación, o porque la muerte es para Sócrates curación de todos los males humanos, o
para mostrar que el impiadoso Sócrates no deja de respetar los cultos tradicionales, éstas son las últimas palabras
que Platón pone en boca de Sócrates, ya cuando el veneno ha hecho su efecto:
Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides.

17 GV.15

Platón (I)

Tema: Comenzamos el análisis global de la obra de Platón

Vida de Platón

Platón nació en Atenas en 428 o 427 A.C. y murió allí, a los ochenta y un años, en 347.
Su patria estaba en el momento de su nacimiento embarcada en la guerra del Peloponeso (431-404) y hacía
poco más de un año que Pericles había fallecido, habiendo sido reemplazado en el arcontado por Diotimo. Su
familia, aristocrática, se encontraba distante de las políticas que Pericles había implementado.
Su padre, Aristón, hijo de Aristocles, descendía del rey Codro, y su madre, Perictíone, pertenecía a la familia
de Solón. Perictíone era hermana de Cármides y prima de Critias, uno de los Treinta Tiranos que asumieron el
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poder en Atenas al término de la guerra contra Esparta, régimen que duró menos de un año, entre 404 y 403. Estos
antecedentes biográficos tienen alguna importancia para comprender, al menos en parte, los ideales políticos de
Platón.
Aristón y su esposa tuvieron cuatro hijos: Aristocles, luego llamado Platón, Adimanto, Glaucón y la niña
Potone -quien en el futuro sería la madre de Espeusipo, el sobrino que sucedería a Platón al frente de la Academia-.
Perictíone enviudó y volvió a casarse con Pirilampes, un rico ciudadano que había pertenecido al círculo de
Pericles. Con él tuvo otro hijo: Antifonte.
La educación del joven Platón fue la de las clases ricas de Atenas. Según parece, se dedicó en sus primeros
años a la composición de poemas y de tragedias, y sintió precozmente interés por la filosofía, lo que lo llevó a
conectarse con Crátilo, discípulo de Heráclito.
Fue discípulo de Sócrates desde los veinte años hasta la muerte del maestro, en 399 A.C. Al parecer, su tío
Cármides se hallaba en relación con Sócrates desde mucho tiempo atrás. Y fue por cierto muy conocedor de los
sofistas de su tiempo. Su acercamiento a Sócrates y a los sofistas se debió, según parece evidente, a su intención de
prepararse para participar de la vida política de su patria.
Platón tuvo contacto por primera vez con la política concreta en 404/403 A.C. cuando la aristocracia tomó el
poder en Atenas. Cármides y Critias estimularon a Platón para que participase en el régimen de los Treinta, pero
éste se desempeñó de un modo tan sectario y violento que generó la primera gran desilusión del joven Platón.
En 403 se restauró la democracia merced a las acciones encabezadas por Trasíbulo, de las que participó uno de
los que serían acusadores de Sócrates: Anito. Y pese a que la tradición familiar de Platón no lo inclinaba a la
democracia, se abrió en ese momento para él la esperanza de una mejor organización política. Pero cuando en 399
se produjo la condena a muerte de Sócrates, esto convenció a Platón de que debía abandonar la militancia política
en su Polis. Después de ese año nefasto se dirigió a Mégara con otros socráticos, donde residió por un tiempo en
casa de Euclides, seguramente para evitar posibles persecuciones. Allí tomó contacto con el dueño de casa, el
fundador de la escuela megárica.
En su Carta VII, la única de las trece cartas que habría escrito Platón que puede considerarse plenamente
auténtica, comentaría Platón:
Vi que el género humano no llegaría nunca a liberarse del mal si, primeramente, no alcanzaban el poder los
verdaderos filósofos, o si los rectores del Estado no se convertían por azar divino en filósofos.
De Mégara regresó a Atenas, y entre 395 y 394 debió participar de la guerra contra Corinto; por esa misma
fecha, aparentemente, comenzó a escribir sus primeras obras filosóficas.
Viajó posiblemente por Egipto o por Cirene, la ciudad de Aristipo, al norte de África, donde pudo haberse
contactado con la antigua sabiduría egipcia, aunque esto no ha sido demostrado. En 388 se dirigió confirmadamente
a la Magna Grecia, al sur de Italia, donde se contactó con personalidades del lugar e incorporó los conocimientos
de los pitagóricos como Arquitas de Tarento, y acaso de los eleatas. Arquitas no sólo era filósofo, sino que fue
estratego de Tarento, y su papel político en la ciudad pudo ser comparable al de Pericles.
Allí fue invitado a Sicilia por Dionisio I, llamado el Viejo, tirano de Siracusa, quien pudo sentirse honrado por
tener a un filósofo ateniense en su corte. Platón intentó llevar allí a la práctica sus ideales políticos, lo que terminó
en un rotundo fracaso debido a la absoluta intolerancia del monarca. Al parecer, Dionisio hizo vender a Platón
como esclavo en la isla de Egina, que se hallaba entonces en guerra con Atenas, pero Platón fue rescatado por un
tal Aniceris, un conocido suyo de Cirene, gracias a quien pudo regresar a su patria.

A su regreso a Atenas, en 387, fundó su escuela, la Academia, cerca del gimnasio de Academos, la que pudo
nacer, más que como escuela, como asociación libre de filósofos y eruditos, probablemente inspirada en el contacto
que Platón había tenido con los pitagóricos, y en la cual transcurriría la actividad filosófica de Platón durante
cuarenta años, hasta el final de su vida.
Antes de su segundo viaje a Sicilia, en 367, ya Platón había estructurado claramente su pensamiento político,
plasmado en lo que acaso constituya su obra principal: República.
En 367, tras la muerte de Dionisio I, le sucedió en el gobierno de Siracusa su hijo homónimo. El tío de
Dionisio el Joven, Dión, creyó que la inmadurez de su sobrino era propicia para poder implementar en su tierra los
ideales políticos que Platón había planteado un su República, si bien Platón entendía perfectamente que Siracusa no
era el lugar más adecuado para dicha implementación. De hecho, Dionisio envió a Dión al exilio a poco de la
llegada de Platón, quien tuvo que permanecer en la corte en una suerte de arresto domiciliario, aunque pudo por fin
volver a Atenas sin percances y sin romper sus relaciones con Dionisio.
En 361 Platón intentó de nuevo construir un Estado en Siracusa según sus ideas, estimulado por Dionisio, de
nuevo interesado aparentemente por la filosofía, tanto como por Dión, quien esperaba que Platón mediase en su
favor frente a Dionisio. Pero las inquietudes de Dionisio se esfumaron rápidamente, sus relaciones con Platón
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concluyeron, y los bienes de Dión fueron incautados. Platón pudo volver a Atenas en 360 gracias a la intervención
personal de Arquitas de Tarento.
Así, salvo sus viajes y sus frustrados intentos políticos, cargados de peripecias, Platón dedicó su vida a la
enseñanza en la Academia y a la composición de sus obras, hasta su muerte en 347 A.C., a los ochenta y un años de
edad, siete años después que su discípulo y amigo Dión muriese asesinado en Siracusa.
Pero su proyecto político tuvo, pese a los fracasos personales, cierto éxito en su propio tiempo. Dos discípulos
suyos, Erasto y Corisco, fueron solicitados por Hermias, tirano de Atarneo, en el norte del Egeo, para que
elaborasen una constitución para su patria. Ésta fue puesta en vigor con las simpatías del pueblo y aun de otros
pueblos vecinos que se sometieron a Hermias espontáneamente. El monarca honró a sus amigos cediéndoles la
ciudad de Assos, donde se constituyó una comunidad filosófica de clara inspiración platónica.
Cuando Platón murió, Aristóteles, su mayor discípulo, se dirigió precisamente a Assos, donde junto con Erasto
y Corisco inició su actividad docente.
Un papiro de Herculano descubierto en el siglo XX ofrece la descripción de las últimas horas del filósofo.
La última visita que recibió fue la de un caldeo. Una mujer tracia estaba tocando un instrumento musical y se
equivocó en el tiempo. Platón, en estado febril, hizo al huésped una señal de disculpa con su mano. El caldeo
observó cortésmente que sólo los griegos entendían de medida y de ritmo. Por la noche la fiebre se agravó. El viejo
maestro murió hacia la madrugada.

La obra

Todas las obras platónicas están escritas en forma de diálogos, menos la Apología de Sócrates y las Cartas.
Sócrates consideraba que el discurso escrito no comunica la sabiduría sino la presunción de la sabiduría, pues
no permite al lector interrogar al escritor y obligarlo a defender sus posiciones. Platón reproduce este modo de
pensar en sus textos, apelando al diálogo y, por otra parte, tal como en su momento comentamos, entiende que la
filosofía también puede ser el diálogo íntimo del alma consigo misma.
Se han planteado difíciles problemas de exégesis respecto de la autenticidad de las obras supuestamente platónicas, las

que en la mayoría se consideran hoy auténticas, y también respecto de su cronología, en la que se distinguieron finalmente

cuatro etapas, pero respecto de las cuales no se han puesto de acuerdo los distintos historiadores.

Una posible clasificación distingue las siguientes fases: una primera de escritos juveniles, socráticos, que incluye la

Apología, Critón, Ión, Laques, Lisis, Cármides y Eutifrón; una segunda, de transición: Eutidemo, Hipias menor, Crátilo,

Hipias mayor, Menexeno, Gorgias, República I, Protágoras, Menón; una tercera, la de los escritos de madurez: Fedón,

Banquete, República II-X, Fedro; y una cuarta, la de los escritos de vejez: Parménides, Sofista Teetetos, Político, Filebo,

Timeo, Critias, Leyes.

Es muy verosímil que las obras del tercer período hayan sido compuestas entre sus dos primeros viajes a Sicilia, que

los escritos del cuarto período sean posteriores al segundo viaje, y que algunas obras, como Critias y Leyes, sean

posteriores aun al tercero. Sus cartas VI y VII se manifiestan por su contenido como posteriores a la muerte de Dión.

Las etapas de la obra platónica, sin dejar de ser reales, son un tanto arbitrarias si se las toma rigurosamente; la obra

muestra una evolución en la que no hay apartamientos notorios del núcleo del pensamiento de Sócrates ni arrepentimientos

esenciales respecto de las opiniones juveniles; se presenta más bien como una búsqueda superadora e integradora, con

flexibilizaciones no exentas de autocrítica, pero respetuosa del incentivo inicial: interpretar de modo sistemático la

personalidad filosófica y la metodología de Sócrates.


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Los textos suelen afirmarse, cada uno, sobre un tema central; pero hay una visión de conjunto que puebla en
general la organización de los diálogos, visión que, como dijimos, sufre una clara evolución.
Y así van surgiendo: la ilustración del método de enseñanza socrático y la defensa de la persona y de la
actividad del maestro, la polémica contra los sofistas, el problema del aprendizaje, la naturaleza del amor, la índole,
función y posibilidad de la justicia, la organización del Estado, las características del alma humana, la naturaleza
del lenguaje, la crítica y la condena del arte imitativo, el problema del destino y de la libertad de elección, la
metafísica de las Ideas y la cuestión del Bien, la dialéctica como ciencia de las Ideas, la creación y organización de
la naturaleza, la interpretación de la historia.
Es sabido que, junto a su obra escrita, hubo lecciones orales de Platón no volcadas a un texto. No obstante,
aunque esto es controvertido, no se supone que lo fundamental de su doctrina no haya quedado contenido en los
diálogos llegados hasta nosotros. Sin embargo, el mismo Platón habla en sus cartas de doctrinas que no desea
expresar en forma escrita.
Otro tema de disputa sigue siendo hasta qué punto es posible distinguir entre el pensamiento de Sócrates y el
de Platón en la obra del discípulo. Pero ya Hegel consideró que la vida concreta y la prédica de Sócrates y su
transposición al plano teorético por parte de Platón mantienen una continuidad tal que hace irrelevante toda
distinción.
Las miradas sobre Platón fueron cambiando con el tiempo. Hasta el siglo XII, sólo se conoció una de sus
obras, si bien esencial: Timeo, donde se narra la organización del mundo por parte de un dios-artesano, el
Demiurgo, sobre la base de una suerte de espacio-materia preexistente. Dicha obra fue notablemente inspiradora
para filósofos religiosos, tanto judíos como cristianos.
Pero los seguidores inmediatos de Platón tendieron a verlo como un pensador interesado por la metafísica y la
gnoseología. Y el neoplatonismo helenístico lo interpretó como un pensador esencialmente religioso y aun místico.
Estas dos miradas, combinadamente, constituyeron la imagen básica del Platón que marcó el pensamiento
occidental, hasta prácticamente el siglo XX. Pero hoy se tiene, sin descartar lo anterior, una predominante
perspectiva pedagógico-política de su pensamiento.
Esta multiplicidad de aspectos de su obra, evidentemente entretejidos, la enorme influencia histórica que ha
tenido y que sigue teniendo, y un estilo absolutamente personal, son los elementos que contribuyen en parte a
explicar la fascinación que produce la obra del maestro ateniense.

El filosofar

Aristóteles sostendría que la filosofía es, prioritariamente, un ámbito específico de conocimiento, si bien el
más importante, que puede y debe acompañarse por una vida virtuosa. No había sido ésa la mirada de Platón, como
no la había sido para Sócrates. Para Sócrates y Platón, la filosofía es esencialmente actividad, actividad
purificadora; es, obviamente, cognoscitiva, pero el saber acompaña de suyo a la virtud y a la felicidad.
No sólo no abandona Platón a su maestro, sino que intenta completar su método de enseñanza y de búsqueda con una

justificación ontológica. Pero supera la limitación socrática de un saber restringido al ámbito humano; como Demócrito y

como más tarde Aristóteles, ningún tema escapó a su interés, pues todos forman parte, o deben formar parte de un sistema

comprehensivo y coherente.

No obstante, pareciera que Platón, como Sócrates, considera que hay una cuestión básica, sin cuya resolución
todo saber carecería de sentido: la del valor que el filosofar mismo tiene para el hombre, y la del modo y el
contexto correctos para realizar ese filosofar, desde la metodología personal de aprendizaje, hasta el ámbito social
necesario para su concreción.
En su intento de convencer a Dionisio de Siracusa para que organizase un Estado tal como él soñaba, dio una lección

al tirano sobre la filosofía y sus alcances; después de haber recibido una sola lección, Dionisio compuso como obra propia

un escrito donde repetía lo que su visitante le había enseñado. Y otros que lo habían oído, hicieron también propias sus

opiniones, obviamente falseadas, aunque sin escribirlas.

En la Carta VII, comenta Platón:


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Puedo decir de todos cuantos han escrito o escriban con la pretensión de exponer el significado de mi
investigación, tanto si lo han oído de mí o de otros, como si lo han hallado por sí mismos que, por lo menos a mi
entender, no han comprendido nada de lo que en verdad es.
De mí, por lo menos, no hay y no habrá nunca un escrito recapitulativo sobre estos problemas, ya que no se
pueden reducir a fórmulas, como los demás.
Antes bien, sólo después de haberse acercado a estas cuestiones durante mucho tiempo, y después de haber
vivido y discutido en común, y con benevolencia, su verdadero significado se enciende de improviso en el alma,
como la lumbre que nace de una chispa, y crece después por sí sola.

La impronta platónica

El saber surge al calor del diálogo filosófico, sin vanidades ni agresividad, con benevolencia, pero surge
lentamente, se revela de pronto en el alma de los que dialogan como una epifanía, en la medida en que sea posible
dejar de lado todo convencionalismo, todo intento de aferrarse a supuestos no criticables, a fórmulas.
La experiencia filosófica es, por encima de todo, enaltecimiento personal compartido, sólo posible en un
ámbito de belleza, que no es sino el indispensable entorno amoroso de entusiasmo y de libertad de pensamiento.
Más allá del acuerdo que podamos manifestar con respecto al sistema platónico, particularmente en lo que se

relaciona con sus aspectos religiosos y con sus connotaciones ideológicas, más allá de las enormes y perdurables

consecuencias históricas de su doctrina, la que no dejó por cierto de sufrir todo tipo de transformaciones o restricciones,

más allá de su discurso mítico-poético, que podemos disfrutar o rechazar cuando llega el momento de intentar comprender

desde la razón, caben pocas dudas de que el concepto platónico del filosofar como actividad humana primordial, heredero

de la práctica de Sócrates, probablemente alcanza, por su amplitud y por su altura, el punto culminante en la historia del

pensamiento occidental.

Platón (II)

Tema

Analizaremos brevemente los rasgos esenciales de la obra de Platón

La metafísica

De las enseñanzas de Crátilo y de los sofistas como Protágoras, quedaba claro para Platón que de los
fenómenos, siempre cambiantes, y de las sensaciones que los aprehenden, no pueden surgir ni un conocimiento
estable ni un criterio seguro de verdad. Pero la crítica socrática insistía en la necesidad de superar esa situación y no
aceptarla como un resultado final.
Sócrates creía que el diálogo filosófico era el camino de búsqueda de los conceptos; y que ellos eran la base de
un saber cierto y, fundamentalmente, como vimos, el sustento cognoscitivo de la virtud moral. Veremos que Platón
extrae de esta teoría elemental del conocimiento, que es también una ética, una teoría del ser, es decir, una
ontología o una metafísica, términos que es necesario aclarar antes de abordar en concreto el modelo platónico.

Ente y ser

¿Qué es un ente? Decimos de un ente que es aquello que es. Ejemplos de entes son: una piedra, un hombre, un
triángulo. Todos ellos son entes puesto que son. No importa saber qué sean, cuál sea su naturaleza, en qué difieren
uno de otro; basta saber que son, y que por ello se los define como entes.
9

Ahora bien: como dirá Aristóteles, el ente se dice de muchos modos; no hay una única manera de concebir los
entes. Pero resulta entonces evidente que, si esto es así, hay algo que todos los entes tienen en común; el hecho de
ser.
Pero, ¿en qué consiste su ser?, ¿en qué consiste el hecho de poder ser calificados como entes,
independientemente del tipo de ente que cada uno sea? Preguntarse esto es preguntarse por el ser del ente,
preguntarse por aquello que hace que el ente sea.
Se acostumbra distinguir lo concerniente al ente de lo concerniente al ser del ente. Cuando nos referimos a los
entes dados acostumbramos decir contemporáneamente que hablamos en términos ónticos; cuando nos referimos al
ser de los entes decimos que hablamos en términos ontológicos. Preguntarse, por ejemplo, por el tipo de ente que se
presenta frente a nosotros, es hacerse una pregunta desde el punto de vista óntico. Preguntarse en qué consiste el
ser de dicho ente es hacerse una pregunta desde el punto de vista ontológico.

Ontología y metafísica

Tal como hemos dicho, lo ontológico se refiere al ser del ente. La ontología es, por tanto, la ciencia del ser del
ente. Rigurosamente, ontología significaría ciencia del ente, pero nuestra diferenciación lingüística entre los planos
óntico y ontológico nos obliga a entenderla de la primera manera. La palabra metafísica tiene origen
posaristotélico; se refiere a una expresión aplicada a los escritos de Aristóteles en los que éste discutía cuestiones
que trataban de lo que está más allá de lo físico, y que él denominaba filosofía primera.
En un primer momento, Aristóteles identificó la filosofía primera, lo que en el futuro sería la metafísica, como
la ciencia del fundamento divino de la existencia, con lo que la filosofía primera no era otra cosa que la teología;
pero más tarde, aunque sin desligarla de lo teológico, Aristóteles precisó la filosofía primera como la ciencia del
ente en tanto ente. Es decir: mientras que la metafísica fue tomada al principio por Aristóteles como sinónimo de la
teología, a partir de un segundo momento fue tomada como sinónimo de lo que nosotros definimos antes como
ontología.
¿Por qué la ciencia del ente en tanto ente es la ontología? Porque ciencia del ente en tanto ente significa un
conocimiento acerca del ente que se desinteresa por el tipo de ente del que se trate, y que sólo se preocupa por el
ente en cuanto a que ese ente es un ente, es decir, desde el ser del ente; no entonces desde lo óntico, sino desde lo
ontológico.

La filosofía occidental entendió así la metafísica, en los comienzos, desde dos puntos de vista: como teología o
como ontología en el sentido antes convenido. Como hemos comentado, se dice a veces que Platón es el fundador
de la metafísica occidental. Esto no es rigurosamente así, puesto que la metafísica como ontología, o más
rigurosamente, como onto-teología, ya estaba en los presocráticos. Pero es cierto que la mirada platónica sobre la
problemática del ser es decididamente renovadora.

La teoría del conocimiento platónica y la inquietud pedagógica

Sócrates había intentado una investigación, una búsqueda del conocimiento supuestamente verdadero, a través del

método inductivo y de la definición conceptual. Platón amplía la mayéutica socrática, pero agrega supuestos ontológicos o

metafísicos que no estaban en Sócrates.

El maestro entendía que el saber cierto, el que se aprehende mediante conceptos, estaba en el alma, escondido, y que

era necesario despejar previamente el seudosaber para alcanzarlo. Y el concepto no era el resultado de un mero acuerdo o

convención humana que había que descubrir en la interioridad; era el correlato de una verdad objetiva, independiente de los

hombres. De otro modo, nociones fundamentales como las de bondad o virtud hubiesen quedado expuestas al relativismo

sofista. El concepto debe tener una referencia objetiva.


10

El discípulo acepta decididamente esto, pero intenta justificar metafísicamente ese saber escondido; intenta dar cuenta

de la referencia objetiva de los conceptos.

Si es verdad que al calor del diálogo filosófico surge un saber que ya se poseía, pero que no se sabía que se lo poseía,

entonces aprender no puede consistir en un agregado de información; se deduce -con una expresión de Platón que habría de

perdurar en el tiempo- que aprender es recordar. El concepto socrático tiene y debe tener un correlato objetivo, real; y eso

es aquello que se recuerda.

¿Pero qué es eso que se recuerda y en qué consiste su objetividad? Por otra parte, ese concepto estaba en el alma desde

antes de la interrogación, acaso desde siempre, pero ¿cómo puede ser posible que ello ocurra; en qué momento el alma

conoció esas objetividades y por qué las olvidó?

Habrá que admitir que de alguna manera el alma conoció las fuentes del saber, que luego sobrevino el olvido,
la amnesis (amnesia), y que la posterior visión de las cosas sensibles, o el diálogo filosófico con el maestro, son
capaces de despertar progresivamente el recuerdo dormido: se produce entonces la reminiscencia o anámnesis; se
descubre en la profundidad del alma lo que siempre se supo.
Como es habitual en Platón, el relato mítico recogido de antiguos misterios, en este caso órfico-pitagóricos,
suple poéticamente, en algunos textos, una explicación técnica. Platón nos explica, apelando al mito, que el alma
conoció los Arquetipos o Ideas, fuentes ultramundanas de todo saber, en el momento en que hizo su pasaje celestial
de un cuerpo a otro en su trasmigración, y que luego surgieron el olvido y la posterior reminiscencia lograda en el
proceso educativo.
Siendo el cuerpo del hombre la cárcel de su alma, en la cual permanece como en una oscura caverna,
contemplando un mundo de sombras, sólo es posible elevarse al saber verdadero a través de la educación, que no es
sino, desde esta mirada mítica, el trabajoso recuerdo de la visión perdida. Pero sólo el filósofo, el que busca y ama
el saber, posee un alma capaz de enfrentar ese ascenso. La mayoría de los hombres, como el alma en el cuerpo,
están encerrados en la caverna del seudosaber de su tiempo, y no están dispuestos a admitirlo, aunque podrían
hacerlo con la ayuda adecuada.
Platón utiliza como discurso tanto el mito, de origen histórico-popular, y la alegoría, creación metafórica
personal, como el logos, discurso racional. Y por ello la educación también puede ser vista, no como un recordar,
sino como una técnica del volverse hacia lo que verdaderamente debe ser aprendido, con la correspondiente ayuda
del maestro y guía, apartándose de lo efímero y superficial.
Todos los hombres poseen la capacidad innata de aprender, la visión como función propia del alma. No se
trata de dotar externamente de visión al ojo ni de capacidad de aprender a la razón; ya existen ambas por sí solas; se
trata de enseñar a dirigir la mirada hacia el verdadero saber, y para ello es indispensable el maestro, aquél que ya
pudo contemplar la verdad y que está dispuesto a comunicarla a sus discípulos.

Las Ideas

En Platón, las Ideas (con mayúscula) no son ideas (con minúscula), meras entidades psíquicas, meros
conceptos. Las Ideas son los modelos eternos, los Paradigmas o Arquetipos, instancias metafísicas, es decir,
suprasensibles. Las Ideas representan, de un modo que habrá que comprender, el fundamento último de los entes
mundanos. Los conceptos, las ideas en la mente de los hombres aluden a las Ideas, no son las Ideas. Las Ideas no
son pensamientos, sino lo que logra pensar el pensamiento por conceptos, y cuando es capaz de liberarse de la
esclavitud de lo sensible.
Ya los pitagóricos, a quienes tanto debe Platón, afirmaban que los números eran -al menos en una versión de
su doctrina-, modelos del mundo. Del mismo modo, según Platón, las cosas participan de las Ideas por imitación o
por semejanza; las Ideas están por ello de algún modo presentes en las cosas, pero sólo en el sentido de que existe
una suerte de parentesco entre ambas. Hay diversas interpretaciones acerca de lo que sea una Idea platónica. No
entraremos en la consideración de las inacabables discusiones entre los eruditos. Nos limitaremos a comentar las
grandes líneas del entredicho.
11

Las Ideas como esencias ultramundanas

Según parece, Aristóteles fue el primero en entender definidamente las Ideas platónicas como entes reales
ubicados en un ultramundo. Entendiendo el discurso mítico platónico de modo literal, y tal como Platón explica
míticamente el conocimiento humano, cabe ciertamente pensar en las Ideas como realidades ónticas ultramundanas.
Y siguiendo ciertos aspectos lingüísticos del discurso platónico, Aristóteles entendió también que las Ideas son
para Platón las esencias de las cosas, aquello que constituye lo que todos los entes de un mismo tipo poseen en
común, el conjunto de las características que hacen que un ente sea el tipo de ente que es.
Así por ejemplo, todas las rosas son rosas en la medida en que coinciden en algunas características sin las
cuales ya no serían rosas. El conjunto de dichas características definitorias es lo que constituye la esencia rosa, la
esencia de todas las rosas.
Lo que Aristóteles entendió es que, para Platón, las Ideas son las esencias de los entes mundanos ubicadas
fuera de este mundo. De acuerdo con esta interpretación de Platón, una rosa individual sería una rosa porque
participa de su esencia, de la Idea Rosa. Habría así un doble mundo; el Mundo Inteligible o mundo de las Ideas,
mundo de las esencias de los entes ubicadas misteriosamente fuera de los entes, y de las que los entes, también
misteriosamente, participan, y el Mundo Sensible o de las cosas cotidianas y de sus imágenes sensoriales.
Aristóteles rechazó ese doble mundo supuestamente platónico. Entendió correctamente que las esencias de las
cosas no pueden estar separadas de las cosas mismas, y afirmó que, por ejemplo, la esencia de todas las rosas está
en cada una de las rosas. Se acostumbra decir por esto que Aristóteles hizo del doble mundo platónico un solo
mundo. Pero cabe hacerse dos preguntas: ¿Es cierto que las Ideas son entes ultramundanos según el pensamiento de
Platón? ¿Es cierto que las Ideas son las esencias de las cosas?

Las Ideas como modelos de perfección

Con respecto a la primera pregunta, ha sido posible interpretar las Ideas de Platón de otras maneras.
Según algunos pensadores, las Ideas no deben ser vistas en sentido estrictamente óntico, en tanto entidades
reales, si bien ultramundanas, sino que serían instancias referidas al ser de las cosas mundanas, instancias
ontológicas de las cosas de este mundo. Lo que hace difícil aceptar esta mirada es que, al quitarles a las Ideas su
carácter de entes reales, no es para nada sencillo ubicar las Ideas en algún ámbito, sea físico o metafísico, que no
sea el de nuestra propia subjetividad, lo que reduciría las ideas de Platón a meros conceptos humanos, postura que
fue claramente rechazada por Platón. De modo que entenderemos decididamente las Ideas platónicas como
entidades ultramundanas.
Y con respecto a la segunda pregunta, según otros pensadores, sin abandonar la mirada óntica aristotélica
sobre las Ideas, lo que debe hacerse es no interpretarlas como esencias de los entes, sino como sus modelos, sus
perfecciones o sus aspiraciones ideales y, como tales aspiraciones o perfecciones, sentidos de los entes.
Nosotros adoptaremos esta segunda interpretación respecto del pensamiento metafísico de Platón. Es cierto
que las Ideas no son en ningún caso entidades físicas, y en ese sentido son siempre metafísicas, ultrasensibles; pero
no sería cierto que, aun siendo entes ultramundanos, sean esencias de las cosas de este mundo, sino, si se prefiere
decirlo así, sentidos de los entes mundanos. Constituirían el fundamento último del ser de los entes mundanos
pensando el ser del ente como su sentido, como aquello que sirve al ente como su justificación, su condición de
posibilidad de existencia, su modelo, su perfección o su completitud.
Es necesario no confundir esencia con perfección: la esencia de un ente es lo que hace que pueda definirse a
dicho ente como el ente que es, y que todo otro ente del mismo tipo comparte. Todos los pájaros son esencialmente
pájaros; más allá de sus particularidades, todos comparten su esencia. Todos los hombres comparten también su
esencia: son animales racionales, según Aristóteles. Pero ningún pájaro ni ningún hombre de este mundo es ni
puede ser perfecto, según Platón; su perfección -no su esencia- es la Idea ultramundana correspondiente.
La Idea Rosa, así entendida, aunque vista como un ente ultramundano, no sería su esencia, pensada como lo
que tienen de común todas las rosas mundanas, sino la plenitud de todas las rosas, la aspiración ideal o la
perfección de toda rosa individual y concreta, jamás alcanzable en este mundo: la Rosa-en-sí.
Ahora bien: Platón ubicó en el ámbito de las Ideas, no sólo modelos o ejemplares de cosas -lo que luego, a
partir de su Parménides, dejó de admitir, dada la dificultad de entender qué significa la perfección de una cosa-
sino también modelos de valores, como la Justicia-en-sí o la Belleza-en-sí.
En esos casos se ve más claramente aun la condición no esencial de las Ideas: la Justicia-en-sí, la Idea
arquetípica de Justicia, no podía ser para Platón la esencia de todos los actos jurídicos de este mundo, ni aun, de
entre ellos, la de los que pudieran ser calificados de justos, ya que de ninguna manera eran, tal como Platón los
entendía, plenamente justos. La Justicia-en-sí no es lo que tienen de común los actos jurídicos humanos.
12

Pero lo que es cierto, es que la Justicia-en-sí como modelo, como aspiración ideal, es el ser de los actos
jurídicos de este mundo, entendido dicho ser como su sentido, aquél que hace que de algún modo sean justos,
aunque sólo puedan, en su inevitable imperfección, participar de la Justicia.
De este modo, tal como se ejemplifica con la Justicia o con la Belleza, las Ideas serían también las instancias
ejemplares que sirven como criterios de valoración de la realidad mundana. Y desde este punto de vista, no sólo
las cosas, como las rosas -en una primera etapa del pensamiento de Platón- sino también los actos, como los
jurídicos (los que también son entes, puesto que los actos son), tienen su ser, no en sí mismos, sino más allá de sí,
entendido ese ser no como esencia, sino como perfección o como sentido del ente correspondiente.
Con relación al tema, es posible entender que un cierto ente es, por ejemplo, más bello que otro, porque
participa más que el otro de la Belleza. Y lo mismo ocurre con todo lo atinente a los valores.
Pero, ¿qué significado tendría decir que una mesa participa más que otra de la perfección en mesas, de la
mesidad? Recordemos la crítica de Antístenes: veo el caballo, pero no la caballidad…
Hoy podemos no creer en el Mundo de las Ideas en su sentido óntico y sobrenatural inicial; sin embargo: ¿no
podríamos resignificar ese Mundo sobrenatural platónico como un ámbito del pensamiento humano, donde los
arquetipos no fuesen otra cosa que nuestras aspiraciones de valores ideales: el ideal de belleza, el ideal de
justicia…?

Platón (III)

Tema

Antes de continuar con Platón…

Algunos comentarios sobre el acceso al pensamiento filosófico

Hemos comenzado el estudio del pensamiento de Platón. Resulta conveniente hacer antes algunas
consideraciones generales que habrán de servirnos para su abordaje, y para toda oportunidad en la que debamos
encarar la obra de un gran filósofo, o al menos de un pensador que nos obligue a revisar nuestras concepciones
previas de un modo importante.
Platón construyó una formidable doctrina guiado por el interés de interpretar y ampliar el pensamiento de su
maestro. Pero paradójicamente, así como Sócrates había dejado abierta la interpretación acerca de lo que entendía
por bien y por virtud, lo mismo ocurrió con su gran discípulo en relación con lo que él entendió por Bien y por
Ideas, cuestiones de las que habremos de ocuparnos ¿No será esta relativa indefinición o ambivalencia una
situación normal en la filosofía y en el pensamiento humano en general?
Esta apertura -o dificultad- interpretativa de la filosofía, por cierto constitutiva de ella, nos obliga, en el
momento de enfrentarla, a modificar nuestros paradigmas cognoscitivos en forma casi continua.
El problema en que nos encontramos en ese momento es el de no poder o no saber cómo utilizar un paradigma
previo, aquél al que personalmente hemos adherido quizás desde mucho tiempo atrás, para poder interpretar el
nuevo paradigma, precisamente porque éste se resiste en general, aunque no siempre, a ese sostén anterior.
Pero ocurre que ése es el recurso que siempre hemos utilizado, el que estamos acostumbrados a utilizar, ya que
decimos que entendemos algo nuevo cuando ubicamos ese conocimiento nuevo en un marco interpretativo ya
admitido por nosotros como válido. ¿Qué hacer entonces?
Lo único que aparentemente podemos hacer es familiarizarnos progresivamente con las nuevas propuestas del pensar,

apelando, si es necesario y posible, y tal como nos enseñará Platón, a metáforas u otros recursos comparativos que pudieran

servirnos como apoyos.

Suele ocurrir que, poco a poco, lo nuevo se hace conocido y, para nuestra sorpresa, comienza a parecernos

comprensible y hasta evidente en muchos casos. (...Su verdadero significado se enciende de improviso en el alma, como la

lumbre que nace de una chispa, y crece después por sí sola.)


13

Naturalmente, entender un pensamiento no implica aceptarlo, compartir ese pensamiento. Éste es un punto que

frecuentemente da lugar a polémicas y confusiones. Se puede estar de acuerdo o no con determinadas posturas, y esa

distinción puede ser importante en muchos casos, aunque no siempre es así. Por cierto que lo es en relación con la práctica

concreta, y aun puede serlo en ciertas situaciones de índole teorética; sin embargo, no suele ser lo que interesa

primariamente en el abordaje de la filosofía.

De todos modos, antes de decidir si compartimos o no un cierto pensamiento -y aunque parezca una obviedad

señalarlo- debiéramos estar más o menos seguros de haberlo entendido o de haber intentado entenderlo. Es

sorprendentemente frecuente observar con qué rapidez se aceptan o se rechazan determinadas ideas novedosas sin haberse

siquiera intentado comprenderlas lo más claramente posible.

Pero el problema que se presenta a veces es que, pese a todos nuestros esfuerzos por comprender, y pese a nuestra

buena voluntad para dejarnos familiarizar con las nuevas doctrinas, no logramos un entendimiento satisfactorio, muchas

veces por la misma oscuridad del texto, sea en sus significados o en su exposición. En esa situación no quedará otra

alternativa que resignarnos a tomar lo que podamos tomar -que en un caso como el de Platón, por ejemplo, no será por

cierto poco- y dejar para investigaciones futuras el intento de completar esa comprensión, accediendo por el momento a una

primera mirada general y provisoria.

La comprensión filosófica es progresiva; se alcanza sólo después de haberse acercado a estas cuestiones durante

mucho tiempo... Es un proceso lento que necesita volver muchas veces al pensamiento de los filósofos, comparándolos

entre sí, retomando el diálogo con ellos, profundizándolos, jugando con sus textos y con nuestro pensamiento sobre esos

textos. Como quería Nietzsche, habrá que aprender a rumiar esos pensamientos.

Por otra parte, y aunque parezca extraño y aun contradictorio, nos daremos cuenta de que lo que verdaderamente nos

importa en nuestro estudio de la filosofía no es tanto saber si compartimos o no una determinada postura filosófica -

suponiendo que la hayamos entendido- ya que esa aceptación siempre es efímera, o al menos no tiene garantía firme de

sostenerse para siempre en nosotros.

Y acaso ni siquiera nos interese sentirnos ligados para siempre a postura alguna. Lo que verdaderamente importa es,

por así decirlo, convivir con cada pensador, con sus ideas, las compartamos o no. Y no tanto por el mero afán informativo

de conocerlo, sino por su contribución a la filosofía en general, es decir, por la impronta y la vigencia de su pensamiento en

esa construcción colectiva que se llama filosofía.

Difícilmente encontraremos pensadores perfectos para nosotros, aunque algunos serán inevitablemente nuestros

preferidos. Y entre los preferidos podrán encontrarse aquéllos con los que nos es posible discrepar en muchos aspectos, o

aquellos otros que supieron reconocer que no estaban muy seguros de sus propias opiniones.
14

Pero por el contacto con todos ellos, y gracias a ellos, lograremos sostener aquello que los griegos entendieron por

filosofía: el amor por la sabiduría, esa búsqueda interminable cuyo logro final es imposible, pero que tanto bien nos hace.

La cuestión de la metafísica

Suele decirse que Platón es el padre de la metafísica occidental. Y es posible que lo sea.

Pero esto no sólo implica entender de qué se habla cuando se habla de la metafísica, sino, más comprometidamente,

decidir si esa caracterización es un mérito o un demérito para Platón. Por supuesto, y como era de imaginar, no hubo ni hay

acuerdo entre los filósofos en este punto.

Provisoriamente, antes de encarar más profundamente la cuestión, podríamos decir que la metafísica es aquel ámbito

de la filosofía que se ocupa de caracterizar la realidad independientemente de lo estrictamente empírico, aunque no lo

descarte en sus análisis.

Este relativo distanciamiento de la experiencia más o menos inmediata hace que la metafísica sea altamente

especulativa, que confíe casi siempre en la pura creación intelectual, que muy habitualmente -aunque no necesariamente-

coloque a la razón por encima de los sentidos en su capacidad cognoscitiva, que tenga fuertes parentescos con la teología -

aunque de hecho existan posturas metafísicas antiteológicas- y que no pueda dejar de ser motivo de fuertes debates,

cargados de connotaciones ideológicas y emocionales.

La historia de la filosofía nos muestra grandes oscilaciones e innumerables matices en cuanto a las posturas respecto

de la metafísica y de su valor. Así por ejemplo, el último párrafo de la Investigación sobre el conocimiento humano, obra

del pensador escocés del siglo XVIII, David Hume, acaso el más brillante de los pensadores británicos, dice:

Si exploramos las bibliotecas, convencidos de estos principios, ¡qué estragos provocaremos!

Si tomamos en nuestras manos cualquier volumen de teología o de metafísica de las escuelas, por ejemplo, hemos de

preguntar: “¿Contiene algún razonamiento abstracto referente a la cantidad o al número?”. No. “¿Contiene algún

razonamiento referente a cuestiones de hecho y existencia?”. No. Arrójese entonces a las llamas, ya que no puede contener

más que sofistería e ilusión.

La línea antimetafísica de Hume es la que adoptaría a comienzos del siglo XX la muy influyente corriente filosófica

conocida como positivismo lógico o neopositivismo, resueltamente adversaria de las corrientes metafísicas contemporáneas.

Inmediatamente después de Hume, hacia fines del siglo XVIII, uno de los cuatro o cinco mayores filósofos de

Occidente, Immanuel Kant, confesaba haber sido despertado de su sueño dogmático por su gran precursor escocés.
15

De hecho, Kant intentó superar las posturas escépticas de Hume. Pero no recuperó la metafísica como un saber

legítimo, sino que trató de mostrar por qué la metafísica no puede serlo; por qué la metafísica no puede ser una ciencia

como lo son la matemática o la física. Podría pensarse que, siendo ésa su posición, Kant hubiese también recomendado

arrojar los textos sobre metafísica a las llamas; sin embargo, ya en una de sus primeras obras confesaba tener el sino de

estar enamorado de la metafísica. Y en uno de los prólogos a su monumental Crítica de la Razón Pura, afirma:

La metafísica, conocimiento especulativo de la razón, completamente aislado, que se levanta enteramente por encima

de lo que enseña la experiencia, con meros conceptos...donde, por tanto, la razón ha de ser discípula de sí misma, no ha

tenido hasta ahora la suerte de poder tomar el camino seguro de la ciencia.

Y ello a pesar de ser más antigua que todas las demás y de que seguiría existiendo aunque éstas desaparecieran

totalmente en el abismo de una barbarie que lo aniquilara todo.

Sorprendente declaración la de Kant: la metafísica no es una ciencia, no es un saber legítimo, pero es el único saber

que nos gustaría pensarlo como inmortal. ¿Por qué esa imperiosa necesidad humana de la metafísica, de un saber que no

parece ser un verdadero saber?

La metafísica presume de no necesitar de la experiencia para construir sus sistemas; le alcanza con los meros

conceptos. Pero acaso le ocurre lo que Kant nos dice en su Introducción a la Crítica:

La ligera paloma, que siente la resistencia del aire que surca al volar libremente, podría imaginarse que volaría

mucho mejor aun en un espacio vacío. De esta forma abandonó Platón el mundo de los sentidos, por [entender que los

sentidos se caracterizan por] imponer límites muy estrechos al entendimiento.

Platón se atrevió a ir más allá de ellos, volando en el espacio vacío de la razón pura por medio de las alas de las

ideas. No se dio cuenta de que, con todos sus esfuerzos, no avanzaba nada, ya que no tenía punto de apoyo, por así decirlo,

no tenía base donde sostenerse y donde aplicar sus fuerzas para hacer mover el entendimiento.

Kant critica de este modo, poéticamente, al maestro de Atenas. Pero, ¿pudo Kant prescindir de la metafísica para

construir su propio sistema filosófico? No, no pudo. Ya veremos por qué. Y Kant sería criticado en los comienzos del siglo

XIX por su gran continuador y a la vez adversario: Georg W. F. Hegel, el pensador que supo crear el sistema filosófico más

formidable y complejo de la humanidad.

Pero Hegel no criticó a Kant por no saber invalidar la metafísica sino, contrariamente, por haberse quedado a mitad de

camino en lo que Hegel entendía que era la necesaria generalización universal de la misma. Hegel llamó a Kant filósofo de

la resignación.
16

Y bien; esta historia de adhesiones y rechazos comenzó en Grecia con los presocráticos. Eran metafísicas, como

vimos, las especulaciones de los milesios, de Heráclito, de Parménides, de los pitagóricos, de los pluralistas...Pero acaso

por la trascendencia histórica de su pensamiento, o por su profundidad y complejidad, suele decirse que la metafísica ha

nacido con Platón.

Abordando concretamente la metafísica platónica nos enfrentamos con ciertas concepciones que pueden parecernos

extrañas, acaso perturbadoras, y que en parte comentamos; por ejemplo:

Hay realidades más auténticamente reales que otras, y lo más real es siempre lo menos material.

Hay realidades plenamente reales, los Arquetipos o Ideas, modelos de perfección e ideales de todo lo mundano.

Las Ideas son ultramundanas; existen con la mayor realidad concebible, pero no son de este mundo, sino del Mundo

Inteligible, aquél al que sólo la razón educada puede acceder, nunca los sentidos.

Seguiremos viendo de qué se trata todo esto pero, mientras tanto, conviene prepararse para abordar un planteo muy

poco habitual salvo, como pudiera notarse, para aquéllos que están familiarizados con las diversas posturas teológicas

trascendentalistas, a los que les resulta natural, por ejemplo, afirmar la existencia de un Dios sobrenatural, que existe en

otro mundo, fuera del tiempo, y que representa la plenitud de toda perfección posible.

¿Lograremos entender a Platón? ¿Estaremos de acuerdo con él en algún sentido, aun discrepando en otros? ¿Creemos

que nos servirá personalmente conocerlo, leerlo, intentar comprenderlo? ¿Qué sentimientos, qué nociones nuevas será

capaz de generar en nosotros?

¿Estamos realmente dispuestos a dejar de lado, o al menos a intentar suspender en la medida de lo posible nuestras

concepciones previas y nuestros prejuicios, para poder entregarnos al esfuerzo y al goce de su contacto?

Logos, mito y alegoría

La filosofía surgió en Grecia, en gran medida, y así lo hemos comentado, como distanciamiento del mito;
suele a veces tipificarse esa situación como la del pasaje del mito al logos. Pero Platón, el mayor filósofo de Grecia
junto con Aristóteles, retorna al discurso parcialmente mítico. Y esto resulta paradójico.
Hegel consideró que ese retorno es una prueba de que la filosofía no había alcanzado en Platón su madurez
discursiva, lo que sí habría ocurrido a partir de Aristóteles. Otros pensadores, como es el caso de Heidegger y sus
continuadores, entendieron, por el contrario, que el recurso al discurso mítico es una superación integradora del
puro discurso racional, del logos, incorporando con él una dimensión intuitiva y emotiva que de otro modo no sería
posible incorporar.
Y es verdad que el mito en Platón no tiene las connotaciones casi excluyentemente fantásticas que hay en el
mito tradicional. Hay, incluso, una desmitificación del mito en el propio relato mítico, así como una incorporación
del logos en una trama muchas veces difícil de deslindar. Más que una exaltación de la fantasía imaginativa, el mito
o la alegoría platónicos se presentan como un ejercicio de comprensión más profundo, no limitado al discurso
racional.
17

El logos es un tipo de discurso donde se intenta poner de relieve la referencia a una realidad supuestamente
objetiva, en general no inmediatamente fenoménica, apelando a un lenguaje definidamente proposicional y
lógicamente coherente.
En el mito, en cambio, desde el punto de vista formal, si bien se utiliza un lenguaje proposicional
sintácticamente correcto, hay una mayor libertad en los enunciados, de modo tal que ni las estructuras conceptuales
son precisas ni las cadenas argumentativas son lógicamente coherentes. Y en cuanto a los contenidos, fuertemente
imaginativos, el mito se refiere casi siempre a las creencias de la tradición popular mucho más que a un
pensamiento individualmente elaborado, tradición que puede o no referirse a una realidad transfenoménica.
Pero a veces aparece un tercer tipo de discurso, el de la alegoría, que comparte elementos de los dos tipos
anteriores. En la alegoría no se apela tanto a lo tradicional como a la creación individual de los contenidos. Y si
bien, como en el mito, dichos contenidos son definidamente imaginativos, hay una clara intención argumentativa
entretejida en el relato, característica del discurso racional.
Platón utiliza tanto mitos como alegorías. Los mitos suelen aparecer al final de los pasajes dialogados, cuando
las argumentaciones racionales ya han sido hechas. Las alegorías forman parte de las argumentaciones mismas, en
pleno diálogo, posiblemente buscando un modo de comprensión que supere las limitaciones del logos.
Acaso Platón entendió que sus estructuras conceptuales disponibles no eran suficientes para una explicación acabada

de lo que quería decir, o que el público receptor necesitaba de una vehiculización por imágenes para aprehender no sólo

conceptos muy complejos, sino también las vivencias altamente emotivas experimentadas por él mismo en el acto de

pretender transmitir su pensamiento.

Uno de los pasajes más famosos de la literatura filosófica de Occidente es la alegoría de la caverna, de la
República. Y uno de los mitos más importantes de Platón es el del final del Fedón, donde se narra la suerte de las
almas que viajan al más allá después de la muerte. Concluido el relato mítico, Platón no deja de recordarnos que el
relato es sólo un mito y que, como aclara Sócrates en el Fedón: afirmar que las cosas sean verdaderamente así, tal
como las he expuesto, no es propio de un hombre sensato, pero que vale la pena hechizarnos a nosotros mismos
con esas visiones, lo que justifica el riesgo de creerlas, ya que es hermoso el riesgo.

Platón (IV)

Tema

Antes de comentar los aspectos prometidos más importantes de la metafísica de Platón, algunas cuestiones
previas necesarias; la cuestión de la verdad y la de la causalidad

La verdad

Hay otro modo de considerar las Ideas, en relación con lo que se entiende por verdad.
La verdad puede ser pensada, en principio, de dos modos diferentes: como una propiedad de lo real, o como
una propiedad del discurso humano acerca de lo real.
En la primera interpretación, la verdad es la realidad auténtica, la que no es mera apariencia ilusoria; es lo que
los griegos denominaron alétheia.
En la segunda interpretación, la verdad es la capacidad de un pensamiento o de una expresión lingüística de
poder ser fidedignos en cuanto a la objetividad de aquello que manifiestan; es lo que los latinos denominarían
veritas.
Así por ejemplo: un objeto de oro verdadero es un objeto que no está hecho -acaso para engañar- de una
aleación de oro y otro metal. En dicho objeto la verdad, su condición de realidad auténtica, se presenta como
alétheia. Pero si alguien dice la verdad respecto de un suceso dado, como afirmar aquí y ahora está lloviendo, esa
verdad acontecerá como veritas en tanto y en cuanto esté lloviendo en el lugar y el momento de los que se hable.
Santo Tomás diría que el veritas es la adecuación del intelecto y la cosa. Es decir, la verdad como
correspondencia es la adecuación entre lo que se piensa o se dice respecto de la realidad objetiva y dicha realidad.
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Tomás entendió esa adecuación como veritas, como la del discurso “a” la realidad, pero también podría
entendérsela en sentido inverso, como la de la realidad “al” discurso -dado que en la definición misma se habla de
la adecuación del intelecto “y” la cosa y no “a” la cosa- y eso no sería otra cosa que la verdad como alétheia, ya
que en ese caso, cuando se juzga por ejemplo que tal oro es verdadero, lo que se está suponiendo es que dicho
material cumple con las condiciones que un determinado discurso establece como criterio de verdad -adecuación de
la cosa “al” discurso-
De modo que alétheia y veritas, lejos de ser muy distintas, y ateniéndonos estrictamente a la definición
tomista, son las dos formas complementarias de entender la verdad como correspondencia o adecuación entre
realidad y discurso.
Platón entendió la verdad en ambos sentidos.
Las Ideas son realidades y, como tales, auténticas, carentes de todas las imperfecciones propias de las
realidades de este mundo. Su perfección es la de aquello que nada tiene de aparente o de ilusorio. Su plenitud de
realidad es también, por ello, su plenitud de verdad, su condición de alétheia.
Esta plenitud, tal como Platón la entiende, no se presenta juzgada como tal por el discurso humano; es, por así
decirlo, absoluta; pero hoy nosotros podríamos decir que lo que hace de esa plenitud un absoluto no es otra cosa
que el propio discurso de Platón que la legitima como tal -cosa que el maestro, por supuesto, no nos aceptaría de
ninguna manera-.
Por otra parte, según Platón, el conocimiento humano de las cosas de este mundo no puede nunca ser cabal,
adecuado, en la medida en que no pueda estar orientado por su referencia a las Ideas, por los modelos o ideales de
todo lo existente. De modo que para que el hombre pueda adecuar su pensamiento a la realidad en general, para que
haya veritas en sus conceptos y en sus palabras, deberá poder contar con la comprensión de lo que es plenamente
real y verdadero.
La verdad del discurso humano como veritas depende de este modo de su comprensión de la verdad de lo real
como alétheia.
Así, quien haya podido acceder a la aprehensión racional de la Justicia-en-sí, podrá sentirse guiado a la hora de
juzgar adecuadamente acerca de la justicia o de la injusticia de un determinado acto jurídico.
Las Ideas son también, por este motivo, las entidades metafísicas que constituyen los referentes del
conocimiento racional, aquellas instancias dotadas de plenitud de realidad, de verdad como alétheia, que a su vez
permiten al hombre alcanzar la culminación de su saber verdadero, de su veritas.

La causalidad

A veces se habla del sentido de un ente (de una cosa o de un hecho) como de su causa. Pero conviene
distinguir de qué tipo de causa se habla.
Un proceso físico suele ser pensado en general como sometido a una causalidad mecánica, es decir, a una
sucesión de causas y efectos, donde una o más causas anteceden a todo efecto y donde todo efecto es consecuencia
regular y necesaria de dicha(s) causa(s).
Este tipo de causa, en la que se supone que existe una conexión necesaria entre causa y efecto, y en la que la
causa antecede regularmente al efecto en el tiempo, sería llamado por Aristóteles causa eficiente o motora.
Pero hay causalidades pensadas como fines u objetivos. Por ejemplo, aquéllos que un hombre considera que se
fija a sí mismo en su vida práctica. Los fines -que son posteriores en el tiempo a su causa- fueron llamados causas
finales por Aristóteles.
En ambos casos habría una causa entendida como sentido explicativo o justificativo de las circunstancias en
juego. Pero lo que no resulta fácil es decidir qué tipo de causas son las que verdaderamente existen, ya que puede
pensarse que un tipo de ellas sea real y el otro meramente aparente.
Y aun puede distinguirse si hay o no causas motoras o finales según se trate del mundo humano, del de la vida
en general, aunque no humana, o del mundo inerte.
Un determinismo riguroso no sólo supone que la causalidad mecánica rige al mundo físico y biológico en
general, sino también al humano, negando así toda libertad de la voluntad.
Un teleologismo riguroso supone que el universo en su conjunto, incluyendo hombres y cosas, está regido por
fines, y que las causas motoras no son más que condiciones de los acontecimientos, pero no sus causas verdaderas.
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Y una mirada que distinga entre lo físico y lo humano, podrá sostener que en lo físico rige el determinismo,
pero que en lo humano, además de lo mecánico, rige la finalidad.
Platón comenzó aceptando un teleologismo general, como puede leerse, por ejemplo, en Fedón, pero en sus
últimos años, en Timeo, se inclinó a distinguir al menos en parte entre lo físico y lo humano. De cualquier modo,
fue el primero en aclarar la diferencia entre causa y condición.
Es así que Sócrates aclara en el Fedón que se equivocaría seriamente aquél que considerase que la causa por la
que él está esa última tarde conversando con sus amigos y paseándose por la celda mientras conversa, es el hecho
de tener un aparato respiratorio, una garganta y una lengua, además de huesos, cartílagos y músculos. Ésa no es de
ningún modo la causa de su estado; es sólo una condición para poder pasearse y hablar.
La verdadera causa de dicho estado -la causa eficiente- es el no haber aceptado la posibilidad de huir de la
prisión. Pero a su vez, esa actitud suya tiene a su vez su propia causa final, su propio sentido, ya de índole superior:
la Justicia-en sí. Es la Justicia como Idea la que ha podido guiar su pensamiento para conocer lo justo en su caso y
para poder proceder adecuadamente, y la que también constituye la finalidad última de su muerte.
Por lo tanto, puesto que la causa final opera como sentido y por tanto como justificación o como aspiración de los

acontecimientos de este mundo, podemos también entender las Ideas como fines últimos. Así por ejemplo, la Justicia-en-sí

sería en general el ser de los actos jurídicos en tanto su sentido, no sólo entendido como aquello que constituye su modelo,

su perfección, sino también su finalidad.

Las Ideas serían también de este modo las causas finales de las cosas y de los hechos de este mundo, y no sólo en lo que

hace a la vida de los hombres, sino más en general, en todo lo que concierne a la evolución de la existencia.

Sintetizando la problemática de las Ideas, podríamos decir lo siguiente:

Platón no dejó aclarada su doctrina de las Ideas, al menos en su obra escrita, pese a haberse referido a ellas en varios textos,

fundamentalmente en el Fedón.

Podríamos respetar la mirada aristotélica, dada su larga convivencia con su maestro, en lo que hace a su interpretación

óntica de las Ideas, consideradas de este modo como instancias reales ultramundanas pero, no obstante, no compartir su

interpretación en cuanto a ver en las Ideas las esencias de los entes de este mundo, sino, según lo anteriormente aclarado,

como perfecciones o ideales de todo lo existente, como criterios últimos de toda valoración, como referentes plenos para

todo conocimiento humano verdadero, y como causas finales de toda acción.

Aristóteles no dejaría de recuperar las posturas platónicas ni de someterlas a duras críticas. Es famosa su
expresión: Amo a Platón, pero más a la verdad. En particular, la doctrina de la causalidad sería discutida y
perfeccionada por Aristóteles partiendo de las enseñanzas de su maestro, y sería uno de los principales soportes de
su doctrina metafísica.

Platón (V)

Tema

Completaremos con este apunte, y con la lectura en clase que le sigue, un panorama general del pensamiento metafísico de

Platón.
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Por razones de brevedad no nos ocuparemos de mucho de lo que Platón pensó y escribió y nos contentaremos
con haber tratado lo esencial de su metafísica, fundamental desde el punto de vista de la historia de la filosofía.
Pero es importante tener en cuenta que entre sus inquietudes se destacaron la de la necesidad del
conocimiento válido y de la imprescindible educación idónea y sistemática de los hombres y las mujeres con
posibilidades de acceder al manejo de lo público, la preocupación por la supuesta influencia negativa del arte y de
la retórica, la inquietud por la conformación de la estructura política capaz de lograr la organización ideal del
Estado, la de la naturaleza del ser humano, de su alma y su cuerpo, de sus pasiones, de su razón, del amor…
Veamos ahora algo más sobre su metafísica.
Sabemos que Platón utiliza un triple discurso en sus escritos: el lógico, el mítico y el alegórico. En República
se presentan tres alegorías fundamentales: la del Sol, la de la línea y la de la caverna. Comentaremos aquí las dos
primeras y daremos un esquema que ayude a su interpretación. La tercera será leída en clase.

La alegoría del Sol

Platón intenta explicar la naturaleza del Bien, aquél del que Sócrates hablaba, pero que nunca definió con
claridad. Y para ello distingue dos ámbitos o mundos: el mundo visible y el mundo inteligible. El primero es el
mundo nuestro tal como lo conocemos; un mundo de cosas que existen materialmente y que pueden ser vistas, es
decir, contempladas sensorialmente.
El segundo es un mundo arquetípico, el mundo de las Ideas, entendidas como entes ultramundanos que están
efectivamente allí, y que de alguna manera conforman ontológicamente el ser de los entes mundanos, tal como fue
discutido antes. También las Ideas existen y pueden ser aprehendidas por el hombre, pero no con la mirada de los
sentidos, sino con la de la razón.
Ahora bien: en nuestro mundo visible existe el Sol, el que dota de verdad a las cosas de este mundo, entendido el término

verdad como alétheia, es decir, como sinónimo de realidad o existencia auténtica.

El Sol permite por ello que las cosas nazcan, vivan y se reproduzcan. Pero además, dota a las cosas de visibilidad mediante

la luz, por la que el ojo humano, provisto de visión, es capaz de ver, de conocer verdaderamente (veritas), aunque de un

modo visual, dicho mundo visible.

Del mismo modo, en el mundo inteligible, ámbito metafísico de las Ideas, hay un equivalente superior de
nuestro Sol, capaz de permitir la existencia misma de las Ideas, su realidad como tal, y de hacerlas inteligibles,
visibles a los ojos de la razón humana, ya que no a los sentidos: es el Bien, aquel indefinido Bien de Sócrates que
fue diversamente interpretado por las diversas escuelas derivadas de Sócrates y de los sofistas.
El Bien es entonces, según Platón, la fuente última de las Ideas mismas, de su existencia y de su
aprehensibilidad racional por parte del hombre.
Y si las Ideas, entes ultramundanos, fundamentan el ser de los entes mundanos, el Bien puede ser entendido
como aquello que a su vez fundamenta el ser de las Ideas.
(Obviamente, aunque así no lo afirma Platón y muy probablemente no lo haya pensado nunca, muchos han
visto en el Bien de Platón a la pura divinidad. Y aun se ha propuesto una imagen politeísta: el Bien sería el dios
supremo de un panteón de divinidades representadas por las Ideas).

El paradigma de la línea

El así llamado paradigma de la línea es una representación esquemática que Platón expresa con palabras (sin
dibujos) que tiene por finalidad describir su modelo metafísico de un modo integral. Resulta coherente con la
alegoría del Sol y con la de la caverna, tal como el mismo Platón lo dice en su República.
Tomemos un segmento (vertical) y dividámoslo en dos partes desiguales (ver el esquema de más abajo).
Dividamos luego cada una de esas partes en dos partes también desiguales, pero de modo que los cuatro segmentos
resultantes tengan longitudes proporcionales y progresivamente crecientes.

A un lado del segmento inicial, que llamaremos línea, ubiquemos un ámbito óntico. Correlativamente, al otro
lado de la línea, ubiquemos un ámbito cognoscitivo. Resultarán así las siguientes cuatro zonas: al mundo inteligible
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o de las Ideas le corresponderá un saber pleno, una ciencia en sentido amplio: una episteme; al mundo sensible, un
saber inferior, una opinión: una doxa.
Y resultarán asimismo ocho subzonas: al mundo de las imágenes, como el de las sombras, de los reflejos o de
los sueños, le corresponderá un conocimiento mínimo: el de la imaginación (eikasía); al mundo de las cosas le
corresponderá un saber mayor, pero que sólo será una creencia (pistis); al ámbito de la matemática, ámbito de ideas
(con minúscula) abstractas y de prácticas discursivas preparatorias para la filosofía, le corresponderá un saber aún
mayor, el del conocimiento o de la razón discursiva (diánoia); finalmente, al ámbito de la dialéctica (filosofía), el
de las Ideas metafísicas, le corresponderá el saber más alto, el de la inteligencia o razón intuitiva (nóesis).
Naturalmente, más allá del ámbito de las Ideas, gobernando tanto lo óntico u ontológico como lo cognoscitivo,
deberá encontrarse el Bien. Y aunque no existe en Platón el Mal como contrapartida del Bien, de alguna manera
debería quedar ubicado en el otro extremo, en el límite óntico del no-ente o de la nada, o en el límite ontológico de
la absoluta falta de sentidos, así como en el correspondiente límite de la ignorancia absoluta.
Veamos una aplicación del esquema:
Una mesa particular es una cosa sensible, de la que se tiene una opinión fuerte, una creencia.
Si observamos su imagen en un espejo, o un cuadro donde hay una mesa pintada, tendremos de esas imágenes
una opinión débil, una imaginación.
Aceptando que pueda existir una mesa ideal, lo que podríamos considerar como la perfección o la finalidad en
mesas, la mesidad misma -que, como ya hemos discutido, no debiera confundirse con la esencia mesa- y que
otorgaría como modelo el ser de toda mesa individual, ella debería pertenecer al ámbito de la dialéctica, al de las
Ideas metafísicas, y de ella tendríamos un saber fuerte, una inteligencia.
(Recordemos que las Ideas de cosas fueron luego desestimadas por Platón).
Platón rechazó el arte (técnica) imitativa. Si un pintor nos muestra una pintura de una mesa estaremos lejos de
un conocimiento cierto; será una mera conjetura imaginativa.
Ya que la mesa concreta apenas participa de su modelo ideal, la copia de ella en el cuadro será tan sólo la
copia de una copia, indigna de mostrarnos lo verdadero entendido como lo real.
Y si acaso nos parece un cuadro bello, la belleza del mismo no es más que la sombra de la belleza de la mesa
que el pintor utilizó para hacer su cuadro, cuya belleza, si la posee, es, a su vez, una simple participación de la
Belleza-en-sí. Lo plenamente bello, como lo plenamente justo o lo plenamente bueno, siempre está más allá.
Queda claro, aceptando a Platón, que si las Ideas constituyen los entes supremos que otorgan el ser a los entes
inferiores, su grado de realidad debe ser de alguna manera superior al de todo ente de este mundo.
Pero acaso podría preguntarse cómo es posible concebir un mayor nivel de realidad para una idea matemática
que para una cosa. ¿Por qué podría ser para Platón más real el número 25 que una silla, por ejemplo?
Si pensamos que lo real, lo existente, lo que es, puede ser caracterizado, tal como se lo entendió casi desde un
principio, por su permanencia, ya que el devenir implica el dejar de ser para pasar a ser otra cosa, entonces no cabe
duda de que la permanencia de un número o de un ente matemático en general no está sometida a los avatares de
ningún objeto, cualquiera sea, de nuestro mundo visible.
Esto justifica que el ámbito de lo matemático tenga en Platón un nivel de realidad superior al del mundo
visible, intermedio entre éste y el del ámbito de la dialéctica.
El ámbito de la matemática forma parte del mundo o campo inteligible.
Según la interpretación que nos parece más válida, aunque por cierto no es la única, ese ámbito sería un
mundo inteligible pero de ideas abstractas, humanas, no de Ideas, por cierto encadenadas de un modo que la razón
lógica puede comprender.
De modo que el mundo inteligible platónico abarcaría, al menos en la alegoría de la línea, lo plenamente
metafísico, el campo de las Ideas, y lo inteligible humano, lo conceptual, el campo de las ideas matemáticas.
(También podría hablarse de este último campo como de un ámbito intermedio entre lo inteligible y lo sensible,
aunque esto no resulte muy claro, aunque por cierto comprensible).
Éste último es un ámbito cuya aprehensión mediante la razón discursiva o conocimiento, es decir, mediante la
práctica del razonamiento matemático, permite la más difícil práctica de la dialéctica, de la filosofía, la que trata
con Ideas metafísicas. Y de allí la enorme importancia educativa que Platón asignó a la matemática.
La matemática es una ciencia conceptual que si bien no prescinde de las intuiciones racionales, opera
principalmente con razonamientos, y que además necesita de las imágenes para apoyar sus demostraciones y sus
discursos en general.
Por ello es preparatoria para el trabajo que la razón intuitiva debe realizar en el ámbito de la dialéctica, el de
las Ideas metafísicas, donde ya no se utilizan imágenes, y donde preferentemente se apela a la intuición racional.
En las demostraciones matemáticas su utilizan imágenes, tales como dibujos o modelos, y se hacen los
razonamientos ayudándose con ellas, pero sólo como representaciones de ideas estrictamente abstractas.
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Lo que se demuestra vale en general, puesto que no hay nada en las imágenes utilizadas que haga que lo
demostrado valga sólo para esas imágenes particulares. Por otra parte, se asumen ciertos enunciados o conceptos de
partida, sean axiomas o teoremas ya demostrados, para deducir conclusiones a partir de ellos, descendiendo de lo
más a lo menos general.
Según entiende Platón, en la dialéctica se parte también de ciertas hipótesis, pero no pensados como
fundamentos iniciales asumidos como verdades, como en el caso de la matemática, sino tan sólo entendidos como
puntos de inicio de un encadenamiento racional, y sin apoyatura alguna en imágenes se asciende por la pura razón
abstracta en busca de los primeros principios, es decir, de las Ideas más generales, para luego recorrer el camino
inverso a fin de completar un proceso comprensivo totalizador. Esto hace que el ámbito de lo matemático sea
preparatorio para el del análisis filosófico.
Se advierte entonces en general que en el modelo platónico, a mayor nivel de realidad, mayor nivel de
conocimiento de dicha realidad. Y a mayor transición desde lo concreto hacia lo abstracto y lo ideal, mayor
cercanía respecto del Bien. Se trata entonces de elevarse siempre desde lo sensorial a lo racional, desde lo corporal
a lo espiritual, desde lo inmediato a lo distante e ideal.
Ése es, para Platón y para toda la tradición que lo ha tomado como referencia, el auténtico camino de la
sabiduría y de la virtud.

Ideas y entes Facultades de


conocimiento

BIEN

Ámbito de la dialéctica Nóesis (inteligencia)


-razón intuitiva-

MUNDO
INTELIGIBLE EPISTEME

(Ideas e ideas) (Ciencia)


Ámbito de la matemática Diánoia (conocimiento)
-razón discursiva-

---------------------------------- ----------------------------------

Cosas sensibles Pistis (creencia)

MUNDO SENSIBLE DOXA (Opinión)


Imágenes Eikasía (imaginación)
NO-ENTE IGNORANCIA ABSOLUTA

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