Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Deseos de Ultratumba - Francisco N. Rojas (1)
Deseos de Ultratumba - Francisco N. Rojas (1)
ULTRATUMBA
A
pesar de que abrimos todas las celdas y despachos del
CEM, sin contar que fuimos también hasta su mansión —
misma que parecía abandonada—, nos fue imposible
localizar a nuestro objetivo. Recorrimos todos los lugares que solía
frecuentar: los restaurantes, la universidad e inclusive las casas de
citas; y sin embargo, parecía que se lo había tragado la tierra. Pedimos
refuerzos al departamento para que rastrearan su auto, el cual, no
estaba ni en sus áreas de trabajo ni en su hogar. Estábamos bastante
ansiosos por encontrarlo, ya que su fuga sólo lo incriminaba más. Para
nuestra suerte, como se trataba de un auto cuantioso, la agencia nos
auxilió y nos proporcionó las coordenadas del GPS; y cuando las vimos
en nuestros teléfonos, nos quedamos atónitos al saber la ubicación.
—Está de camino hacia el Distrito de la Catedral —dijo Valverde.
—¿La misma en donde está el Templo de la Expiación? —pregunté
yo.
—Exacto. ¿Y sabes qué se está celebrando ahí ahora mismo? Las
exequias de Ofelia.
Temiendo que fuera a ocurrir una desgracia, nos desplazamos con
celeridad hacia la iglesia. Informamos a todas las unidades para que nos
alcanzaran ahí lo más pronto posible; y que si lograban toparse con
Clouthier en el trayecto, no dudaran en detenerlo. En cuanto llegamos,
logré identificar el número de placa del fugitivo en un convertible
negro, y más allá, sobre los escalones de acceso, el doctor se movió
rápido pero con dificultad poco después de hacer notar nuestra
presencia. La fachada enteramente gótica del oratorio, la música de
órgano y el coro gregoriano que se escuchaban hasta la calle lo hacían
todo lúgubre.
A pesar de su corpulencia, Pedro logró irrumpir en la ceremonia y
he de admitir, con cierta vergüenza, que aun no entiendo cómo fue que
se nos escurrió de entre las manos. La melodía sacra cesó abruptamente
y Jorge se volvió hacia su adversario dando la impresión de que estaba
esperándolo desde hace ya mucho tiempo.
—¡Veo que esos ridículos detectives no cumplieron con su
promesa! —Rugió el joven—. Bueno, si ellos no son capaces de ejercerte
un castigo digno, entonces no tengo más remedio que hacerlo yo
mismo.
Y justo en ese momento, desde el interior de su chaqueta, vimos
el resplandor inconfundible que solamente el acabado cromado de un
arma puede ofrecer. Sin que lo pudiéramos evitar, apuntó hacia el
filósofo con indiferencia; y como si el tiempo no existiera, escuchamos
la detonación del proyectil a la par que vimos caer a esa decrépita mole
atiborrada por la lujuria. Luego del silencio, los gritos de la audiencia
reverberaron más que un lamento en el averno, y por consiguiente, no
tuvimos más remedio que arrestar a los dos dolientes.
De regreso a La Ratonera, se me asignó la tarea de interrogar a
Jorge mientras que Maxim haría lo mismo con Clouthier; por suerte
ésta había sobrevivido y únicamente tenía un rasguño en la cara. Por su
parte, el muchacho estaba turbado en extremo; su cabeza se haya
apoyada sobre la mesa y no parecía escuchar razones de nadie.
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté.
—Porque ustedes no hicieron nada al respecto. Faltaron a su
palabra.
—Estábamos ahí, persiguiéndolo. Teníamos muchas pruebas para
condenarlo. Todo lo que teníamos que hacer era ponerle las esposas y le
habríamos dado conclusión al dilema. Lo arruinaste, o mejor dicho, te
arruinaste a ti mismo dada tu ansiedad. Ahora tienes un cargo por
intento de homicidio con varios testigos oculares de por medio
incluidos el sacerdote y el resto de la congregación.
—¿Y cree que eso me importa? Ya no me queda nada. Mis padres
se hallan pagando una condena por un fraude que no cometieron, no
tengo solvencia económica y ambos sabemos el final que tuvo mi
hermana. Sinceramente me da igual si me encarcelan o si me quito la
vida si es que puedo llegar a esa desolación a la que llamo hogar.
¡Procésenme! ¡No tengo miedo en admitir mi culpa!
Acto seguido, rompió en llanto y me pidió que lo dejara solo. Sentí
lástima por él; tanto, que no me da vergüenza admitir el esfuerzo que
hice por contenerme. Su abogado dijo que iba a trabajar muy duro para
que, por lo menos, el jurado lo sentenciara una temporada en el CEM
dada su nula capacidad de razón. Hoy en día, las personas que admiten
sus fechorías suelen salir libres o tener condenas más cortas gracias a
estos preceptos. A decir verdad, desconozco si todo ello es mera
corrupción o algo bueno para casos como el de Jorge.
Caminé silencioso hasta la otra habitación. Ahí, en la misma
posición, y ejecutando la misma interpretación —aunque mucho más
sombría—, estaba Valverde junto a Clouthier. Ni la capitana Andrea ni
Gael estaban supervisando el interrogatorio, porque según esto,
confiaban demasiado en mi compañero gracias a su buen historial; no
obstante, para mí, en cierto modo, significaba que abusaban de su
autoridad. Sea como fuere, a mí sí que me surgieron fuertes dudas al
respecto debido a los cambios de humor que presencié en él mientras
trabajábamos, por lo que de manera discreta activé el altavoz, y poco
sería decir que me quedé pasmado por las palabras que de ahí salieron:
—Vamos, responda a mi pregunta. Yo no soy un individuo
brillante; usted es el profesor. ¿Cree en las coincidencias? —preguntó
Maxim oculto en las sombras.
—Tanto como que aquellos que afirman que Dios envió a su único
hijo a morir por nuestros pecados —respondió el otro a manera de
escarnio.
—Muy bien cretino, ¿entonces eres de esos sabelotodo que se basa
únicamente en los hechos? Nosotros no distamos mucho de tu forma de
pensar; de hecho, nuestras pruebas nos dicen que te estás muy
relacionado con la violación, la tortura y el asesinato de tu esposa.
—Este es un país libre y tengo derecho a explorar mi sexualidad y
la sexualidad de mi conyugue como se me dé en gana. Sus anticuados
dogmas únicamente nos limitan a nosotros, los genios, de lo que
verdaderamente importa en este mundo: el placer en todas sus formas.
Yo practico el mismo concepto de tortura-satisfacción que está diluido
en una lucha interna de superación: primero hay que caminar por las
filosas espinas para ser capaces de llegar hasta el triunfo, que en este
caso, es el éxtasis.
—No quisiera ser alguno de sus alumnos de filosofía. Mis oídos no
aguantarían tantas necedades. Al menos por lo que acaba de decir,
admite que creía tener el poder sobre Ofelia.
—Sí, y no lo oculto; sin embargo, yo no la maté —dijo el rechoncho
riendo.
Instantáneamente, dejando ver una fracción de su rostro gracias a
la lámpara que colgaba del techo, el agente dio un fuerte golpe sobre la
mesa el cual nos hizo sobresaltar al custodio y a mí.
—¡Escúchame bien, degenerado! ¡No puedes ocultarte detrás de tu
deslumbrante intelecto! ¡Eres mucho más que un simple asqueroso que
se excita abusando de mujeres! Seguramente supones que soy un
estúpido por haber relacionado tu crimen con un ritual religioso. ¡Ya
dímelo! ¿Para quién trabajas?
—¿Trabajar yo para alguien? —dijo el otro tartamudeando.
—Hasta un retrasado hubiese comprendido la pregunta. ¿Dime de
una maldita vez para quien trabajas?
—Ya te dije que no sé a qué te refieres.
De inmediato, el detective tomó una fotografía en donde se podía
apreciar el símbolo que estaba sobre Ofelia; y acto seguido, la restregó
con fuerza sobre la cara de Clouthier mientras decía una y otra vez:
—¿Ahora lo recuerdas?
La actitud del recluso luego de la agresión me sorprendió
bastante, pues no esperaba que se pusiera a llorar de forma
desconsolada. De hecho, si lo medito con más detalle, creo que yo
hubiese actuado igual, puesto que ese estado de Valverde podría haber
atemorizado a cualquiera.
—Eres patético —dijo Maxim mientras se aproximaba a la salida—.
Te haces acreedor al poder; sin embargo, ignoras la verdadera fuerza
que yace sobre tu cabeza. Llamarte marioneta sería un honor para ti;
más bien, eres como una mosca de lo podrido que revolotea alrededor
del fuego que todo lo quema. Espero que encuentres consuelo; es lo
único que te queda.
En cuanto nos reencontramos, Valverde me dijo que me
apresurara a terminar con mis deberes, porque teníamos que ir lo más
pronto posible a visitar a la vieja Maldonado. No tuve tiempo para
objetarle ya que me dijo que me quería en el automóvil en cinco
minutos; y justo en ese momento comprendí —con base también en lo
que había escuchado detrás del cristal—, que cualquiera que estuviese
relacionado con ese símbolo era el verdadero homicida.
Ll
egados hasta este punto, seguramente habrán notado
que mi historia no dista mucho de ser una más de
porte detectivesco: entrevistar personas, recabar
evidencia, hacer más entrevistas, ir de aquí para allá para atar los cabos
sueltos; y por supuesto, nada de tiroteos ni de esas cosas espectaculares
que solemos ver en el cine o la televisión. Lo cierto es que, a pesar de la
falta de acción bélica, sí se presentó un hecho bastante extraordinario;
uno que hasta la fecha dudo que haya pasado en realidad.
Esa noche, la citadina luz de las lámparas nos desveló nuestro
nuevo destino: una pequeña casa ubicada en los barrios pobres, con una
fachada hartamente desarreglada y con señales de humedad por todas
partes. Y es que de hecho, cuando los turistas suelen venir para
maravillarse con los ornamentos barrocos de las calles Walpole,
Ducasse, Allan, Blackwood y Ashton —y de muchas otras que no
mencioné—, ignoran la forma tan miserable en la que viven los
verdaderos ciudadanos de San Sebastián; siempre a puerta cerrada, con
basura en todas partes y con la inconfundible fragancia del perfume
metropolitano entre sus narices. Sea como fuere, no había ni una sola
alma por los alrededores; la sombría soledad y el maligno silencio
abrazaban las decadentes aceras de adoquín. La Luna y Saturno estaban
en su punto más lleno y el influjo de sus fuerzas cósmicas podrían
principiar otra muerte, pues los sacerdotes y los brujos de la
antigüedad lo sabían a la perfección. Una puerta oxidada de acero se
abrió ante nosotros, y acto seguido, apareció detrás del umbral la
persona que tan ansiosamente quería confrontar: Maldonado, la criada
de confianza.
—Me alegro que hayan venido. He de confesar que lo que voy a
revelarles por poco y me consume por completo y ya no podía soportar
ni un minuto más el estar así —dijo la mujer.
—Espero que tu testimonio sirva para condenar a tu exjefe por el
asesinato de tu Señora. Bien podrá pudrirse en una celda por muchas
otras atrocidades; empero, en lo que respecta al caso de Ofelia, los
hechos siguen siendo circunstanciales.
—Lo entiendo a la perfección.
—¿Entiende también que no bastará con que lo diga aquí? —tercié
yo—. Tiene que ir a declarar a la estación.
—Eso también lo comprendo —dijo ella.
—Pues adelante. La escuchamos.
En ese preciso momento, Valverde solicitó permiso para poder
utilizar el baño. Maldonado se lo concedió cortésmente y sin titubear,
quedándome yo a merced de mi huésped. En realidad, aquello no era
más que una vil maniobra, ya que antes de ingresar, mi compañero y yo
acordamos en que íbamos a separarnos para ser capaces de
empaparnos con más pistas o datos que no nos quisieran desvelar.
Después de todo ello, la vieja por fin habló:
—En realidad, supongo que lo que más ha entorpecido su
investigación se debe a que mi señora no contaba con un diario o algún
documento de esa índole; sin embargo, al ser yo la que atendía todas
sus necesidades, podría decirse que me consideraba como un libro en
blanco con el cual se podía desahogar. Nunca dejaba elementos de su
vida privada regados por doquier; era más bien, una mujer retacada y
silenciosa.
»Como quizás habrán descubierto ya, ella estaba casada a la
fuerza con mi patrón. Una cara de agonía se dibujaba siempre en su
cara; y de sus cuencas marchitas, se escapaba una mirada incierta llena
de lamentaciones. Era infeliz, y eso era evidente.
—¿Abusaba de ella? —pregunté yo.
—Por supuesto. En varias ocasiones creí que la mataría ya que ella
se negaba a complacerlo. El señor Pedro es un hombre autoritario de
fuertes convicciones; siempre la obligaba a realizar actos bastantes
denigrantes siendo la gran mayoría fetiches y parafilias que
destrozaban el límite humano y que iban más allá de la sodomía, las
bestiales golpizas y la dominación por medio del forcejeo.
—No creí que usted supiera de eso.
—Vamos detective, soy humilde pero no ignorante. Estoy
consciente que para él todo eso era un alimento invisible que satisfacía
su libido morboso; un teatro demoníaco que siempre complacía su ego
hambriento de maldad y de dolor.
—¿Entonces usted supone que las circunstancias en las que
encontramos a Ofelia no fue más que una fantasía que se salió de
control?
—Es muy posible. Les sugiero que vayan de nuevo a la mansión y
registren una habitación del ala oeste. Ahí seguramente encontrarán las
cosas que no se llevaron la vez anterior. ¿Quiere tomar algo detective?
Puedo ofrecerle un café de olla o un té.
—Es usted muy amable. Creo que un café me vendría bien.
En cuanto me quedé solo, comencé a inspeccionar
meticulosamente el entorno con la finalidad de descubrir alguna otra
pista. Maxim me había hecho dudar sobre el hecho de que Maldonado
sabía más de lo que aparentaba; y en cierta forma, yo mismo comencé a
apoyar dicha idea. A decir verdad, mi mano que ahora escribe estas
memorias no me dejará mentir sobre el temor inconmensurable que
sentí poco después de haber ingresado a esa casa; una sensación de
incomodidad inaguantable se retorcía dentro de mi tal cual vórtice
demoníaco. Tal vez sería mucho exagerar si digo que la mujer ansiaba
retenernos; a estas alturas, cualquier malinterpretación del lenguaje
corporal me ponía en un estado de alerta.
Poco después de hurgar entre sus pertenencias, un desarreglado
ropero de maderas quebradizas captó mi atención, porque sobre él, se
hallaba un artefacto muy inusual; y en cuanto lo sostuve, mi corazón se
detuvo al percatarme que se trataba de la misma herramienta con la
que habían marcado la espalda de Ofelia. Estaba hecha de una extraña
aleación metálica y su punta era ese asqueroso y repugnante símbolo.
¡Dios mío! ¡En verdad era como tener un atizador para ganado entre los
dedos!
De pronto, un desmedido escalofrío me recorrió por completo la
espina dorsal, e inmediatamente, sentí el abrazo del filo del acero
introducirse en mi abdomen. Alguien obstruía mi boca con su mano,
motivo por el que me fue imposible gritar; y en cuanto sentí que mi
sangre salía a borbotones por mi herida, comprendí que el fin estaba
cerca.
—¿Por qué siguió interviniendo en los asuntos de los dioses,
detective? —Alcancé a distinguir la voz de Maldonado—. Ofelia quiso
entregarse a ellos con todo fervor, ansió que su carne fuese tomada y
deseó que la liberáramos de su sufrimiento. ¡Debería haber visto su
cara de éxtasis y escuchado sus gemidos de placer mientras la
despojábamos de su disfraz terrenal! ¡Parecía que la matábamos,
parecía que la mutilábamos, pero en realidad, la estábamos salvando!
Espero que comprenda porque no puedo dejarlo ir; usted y su
compañero representan una amenaza para nosotros. Será una muy
buena ofrenda para Su Majestad, ya lo verá, a pesar de que no se haya
ofrecido como voluntario.
Instantáneamente, sentí cómo la mujer introducía con más pasión
el cuchillo dentro de mí. Algunos expertos dicen que un asesinato
cometido con un arma blanca suele ser mucho más vehemente y
personal; y en efecto, esta no era la excepción. Poco a poco todo se fue
nublando. Las cosas perdían su color y su forma y pronto me quedé sin
fuerzas. Me derrumbé sobre el piso de concreto y mis manos no
paraban de tocar la lesión. Me espantó el hecho de que, entre toda la
viscosidad, pude distinguir algunas de mis entrañas como el hígado y
los intestinos; sinceramente, aquello me hizo recordar una ocasión en
la que auxilié a los miembros de una pandilla que también habían sido
apuñalados bajo circunstancias equiparables. Irónicamente, jamás
pensé que yo iba a terminar igual.
De la nada, un bulto en llamas salió disparado desde la otra
habitación, dando la impresión de que alguien, con una fuerza
desmedida, lo había arrojado con facilidad. El estruendo que se generó
luego de que éste se estrellara contra los muros fue lo que detuvo mi
agonía, y siendo honesto, yo mismo estaba expectante ante lo sucedido;
tanto, como para olvidarme de mi propia muerte. Lo último que miré
antes de cerrar los ojos fue a Valverde saliendo de la habitación
ostentando un paso y una actitud de altanería; exactamente ahí, el
distintivo de monarca que le había adjudicado al inicio de esta historia
tomó más relevancia. Habiéndome abandonado para ir a echarle un
vistazo al enorme brasa —cuya misteriosa identidad revelaré pronto—,
Maldonado giró y contempló con horror al detective.
—¡Tú… Tú… Tienes esa horrenda cicatriz! ¡La reconocería en
cualquier lado! —Gritó ella con desesperación—. Me dijeron que me
cuidara del hombre que poseyera un rostro como el tuyo ¡Cómo no me
di cuenta antes que eras descendiente de aquél legendario sacerdote
que logró sobrevivir a La Corrupción!
—Porque eres un pedazo de mierda cuya sed bestial no te permitió
ver más allá —dijo Maxim—. Ahora dime, ¿dónde están tus hermanos
del Rito de La Primavera?
En ese preciso momento —y juro por Dios que jamás lo olvidaré—,
admiré la manera tan espectacular en la que el cuerpo de mi compañero
fue rodeado por un resplandeciente manto de flamas, al mismo tiempo
que se acercaba de forma amenazante hacia la bruja. Y como si el
destino hubiese deseado vetar el hecho que posiblemente habría
aclarado todas mis dudas, el aliento comenzó a faltarme casi al instante
y un sopor eterno se fue adueñando de mí. Después de eso, no recuerdo
nada más, salvo la vaga sensación de que alguien me tomaba entre sus
brazos y me decía: «Por favor, resiste… ¡Resiste!».
7
-D
e nuevo nos encontramos aquí —dijo Maxim parado
al pie de mi lecho al mismo tiempo que yo
recobraba mis estímulos—.
—¿Estoy muerto? —pregunté con una mirada vacua dirigida hacia
el techo de una habitación que no reconocía.
—No. Estás a salvo en mi apartamento.
—¿Qué fue todo eso Maxim? Las flamas, la sangre y yo siendo
acribillado por Maldonado.
Tras unos segundos de silencio, mi compañero contestó:
—Siento haberte involucrado en todo esto, Horacio. Esta es una
lucha muy personal, muy mía; pero se ha salido de control gracias a
toda la inmundicia que existe allá afuera. Quizás algún día lo
comprendas todo con más claridad. La humanidad tarde o temprano
tendrá que saberlo.
—¿Y Maldonado?
—En la cárcel. Confesó haber sido la autora del homicidio de
Ofelia en compañía de ese criado lunático.
—Supongo que también está pagando por ello.
—No. Le fue… imposible sobrevivir… Lo encontraron carbonizado
en… bueno, tú ya sabes dónde. Considero que lo viste chocar contra la
pared mientras todavía ardía.
En cuanto reparé que mi abdomen no tenía ni un sólo rasguño,
rápidamente me sentí embargado por una sensación de asombro; ni
una marca o cicatriz podía advertirse siquiera. Olía mucho a incienso y
un puñado de veladoras de distintos colores se consumían a mí
alrededor.
—No me preguntes qué fue lo que hice. Agradece a Dios el que
tienes una nueva oportunidad de seguir en este mundo —dijo mi
centinela—.
Cuando creí que por fin todo había concluido, un teléfono celular
sonó con desesperación; y tras la sacrílega exclamación de «¡Cómo!»
por parte de mi compañero y salvador, emprendimos el último viaje de
nuestra singular aventura.
Epílogo