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DESEOS DE

ULTRATUMBA

FRANCISCO NEGRETE ROJAS


PROYECTO XL
DESEOS DE ULTRATUMBA

O LA FATALIDAD DEL EROTISMO

Francisco Negrete Rojas

A mi amigo y mentor el poeta


Jorge Seba Camacho.

A menudo es un error nacer; nunca lo es morir.


(Madame Putifar - Petrus Borel).

E ra mi primer día como detective en el Departamento de


Policía de San Sebastián —o como muchos prefieren
decirle, La ratonera de San Sebastián—, y me encontraba
recorriendo junto a mi jefa, la capitana Andrea Aguilera, el nuevo
edificio en donde se supone que yo tendría que laborar. Recién había
sido promovido a dicho cargo tras varios años de ser un oficial de
policía y tras haber aprobado el examen de promoción; y aun cuando
me sintiese un tanto inseguro sobre si podría brindar un buen
desempeño, mis ansias por seguir aprendiendo y por ejercer mi
profesión opacaban totalmente ese mal aspecto.
Fue también durante el trascurso de ese mismo día en el que
conocí a mi futuro compañero: Maximiliano Valverde, el detective
mayor del departamento. Estaba bastante emocionado por hacer equipo
con tan célebre personaje, pues se escuchaban hazañas asombrosas
sobre él. Solía encargarse de los casos más grotescos y repulsivos; de
esos con los que nadie quería involucrarse. Algunos eran de índole
amoral, mientras que otros, rozaban con lo sobrenatural y lo
inexplicable. Podría decirse que se trataba de un campeón de la era
moderna; de un ser humano bondadoso que solía enfrentarse al mal
personificado.
Describir a Maxim (siendo éste su apodo), puede ser una tarea un
tanto complicada, pues a menudo, se comprometía demasiado con su
trabajo y nunca era posible charlar con él sobre alguna trivialidad,
además de ser exageradamente reservado y rudo pese a su amabilidad y
modales finísimos. Era un individuo de talla mediana, de unos 35 años
de edad, de complexión fornida, con una negra cabellera abundante y
con un tinte de piel más o menos níveo. Vestía un enorme abrigo negro,
una camisa y un pantalón del mismo tono oscuro y una vieja corbata de
pigmentación rojiza; su sombrero ennegrecido de fedora le confería una
apariencia elegante propia de los gánsteres de la década de 1930. Era
un sujeto bastante peculiar; y no lo digo solamente por sus vestiduras,
sino por una cicatriz que yacía muy cerca de su barbilla.
Cuando me lo topé a las afueras del despacho de mi jefa para
poder llevar a cabo nuestro primer caso —el cual era verdaderamente
antinatural—, se presentó ante mí con tanta cortesía y modestia, que
por instantes, parecía que estaba entablando una conversación con
alguna clase de rey antiguo. ¡Yo mismo reconozco que suena ridícula la
idea de un rey en esta parte del mundo! No obstante, creo que
cualquiera que haya tenido el mismo privilegio que yo comprenderá lo
que digo. No por nada era respetado por todos.
—¿Y bien agente Horacio Valdez? —dijo el investigador—, ¿todo
listo para marcharnos?
—Eso creo señor —respondí entusiasmado y nervioso a la vez—.
¿Cuál es nuestra misión en sí? Como sabe, soy nuevo y me han lanzado
a la guerra así sin más.
—Vamos, vamos… No me digas «señor» —replicó él tras una
breve risa—, puedes llamarme Maxim, si gustas. Y bueno, en relación a
tu pregunta, te comento que debemos encontrar a una joven
desaparecida desde hace cuatro días. Uno de sus parientes está
desesperado y ha ejercido mucha presión sobre nosotros para que la
encontremos.
—¿Cuál es su identidad? —inquirí yo.
—Se llama Ofelia Herrera: es hija de uno de los hacendados más
prósperos de toda la provincia de Las Profundidades. Toma, he aquí una
foto de ella.
Tras examinar el retrato, me quedé absorto ante la espléndida
hermosura de aquella mujer. Me importaba poco si dichos rasgos
entraban o no dentro de los cánones ideales de «belleza» según lo
consideran todos esos defensores de lo políticamente correcto; para mí,
esos rizos dorados, esa piel extremadamente clara y esos sensuales ojos
azulados no tenían comparación. Con base en ello, mil preguntas
surgieron a la vez dentro de mi cabeza, las cuales se centraban en
comprender cómo y por qué alguien osaría en dañar a dicha criatura.
Parecía tener alrededor de 24 años de edad, hecho que por supuesto,
ensombrecía más el asunto.
—Sí, lo sé —comentó Valverde tras notar que por fin me había
liberado de los efectos de la impresión—. Al resto de los policías les
pasó exactamente lo mismo que a ti en cuanto observaron la imagen,
aunque estoy seguro que las reflexiones de todos ustedes convergen
más en «cómo alguien se atrevería a perjudicar a esa hermosa joven» y
no en «cómo alguien se atrevería a perjudicar a un ser humano». No
olvides esto que voy a decirte Horacio: nuestro trabajo es proteger y
servir a cualquier persona, ya sea rica, pobre, con apariencia escultural
o con rasgos deformes. Eso es lo que diferencia a un buen agente de
uno mediocre.
Tras escuchar aquellas palabras tan duras, no negaré que
rápidamente me sentí apenado por mi manera de pensar tan
predecible; no obstante, Valverde me dijo que no me preocupara tanto
por ello, pues conforme me fuese involucrando más en el trabajo, iría
puliendo esos pequeños detalles. A final de cuentas, son los detalles los
que le dan sabor a la existencia.
En fin, como nuestra labor se enfocaba más en la investigación de
campo, la primera parada que hicimos fue en el hogar de la
desaparecida. Tal y como había imaginado, la residencia se encontraba
dentro de la zona de la gente acaudalada. Era un fraccionamiento
privado, embellecido por unas largas y espesas fracciones de bosque;
había un pequeño estanque en donde moraban algunos patos y cuervos;
y un portón de cantera rosa, de estilo clásico, se fusionaba con la caseta
del guardia de seguridad. Un enorme cerro estaba justo detrás, y de él,
provenía un riachuelo que desembocaba en el estanque, mientras que
en la cúspide se alzaba la iglesia de San Lucas. Algunas mansiones, las
cuales podían verse desde fuera, eran galantes y enormes. Las personas
de la clase media, ni en sus sueños más lúcidos, podrían obtener algo
parecido debido a la desigualdad social. Triste pero real situación.
Una vez en la puerta principal, le comunicamos nuestro cargo al
criado que nos recibió así como nuestras intenciones de entrevistar a su
jefe: Pedro Clouthier. Basándonos en lo poco que sabíamos, Clouthier
era un médico y caballero respetable, además de conocer ciertos temas
de filosofía en general. Con una edad aproximada a los 60 años, era un
socio distinguido de la alta sociedad; un obeso burgués de alta cuna al
que siempre buscaban en todas las reuniones. Como quizás habrán de
suponer, el filósofo era también el esposo de Ofelia; y al ser una
persona tan estrechamente ligada a ella, era obligatorio que le
interrogáramos. Curiosamente, él no había denunciado la desaparición;
más bien, había sido el hermano de la víctima luego de no tener noticias
sobre ella. Todo aquello me hacía suponer en que Pedro era el principal
sospechoso; y no lo dudaba en lo absoluto, pues la violencia
interfamiliar era muy común dentro del país.
—¿Quién es? ¡Sea quién sea mándalo a la chingada! —Dijo una
potente voz que venía desde el interior de la casa—. ¡Te dije que hoy no
recibía a nadie!
—Pe… Pero señor Clouthier, son unos detectives que vienen a
hacer algunas preguntas.
Al cabo de esas palabras, todo a nuestro alrededor enmudeció y
los rasgos vulgares de aquella voz inmediatamente se transformaron en
una dicción plagada por la elocuencia al invitarnos a pasar.
—Vaya, pero que tipo más hipócrita —dijo Maxim.
—Hmmm… Ni que lo digas —respondí yo.
Nos hicieron ingresar en un enorme salón embellecido por
muebles estilo Luis XV —todavía conservo el beneficio de la duda sobre
sí eran antiguos o no—, mientras El concierto para violín en La menor,
opus 3, número 6, primer movimiento, salía de los parlantes del equipo
de sonido que estaba instalado en la estancia. Conocía bien esa pieza;
soy un gran fanático de la música del maestro Vivaldi. De cualquier
forma, el lenguaje chocante de nuestro anfitrión ocasionaba que todo
aquello perdiese su gracia; y hasta cierto punto, eso me molestó. Por
más intelectual y educado que quisiera parecer ante nosotros, yo ya le
había cogido aversión.
—¿Y qué es lo que los trae por aquí, agentes? –dijo el filósofo un
tanto altanero.
−Venimos por la desaparición de su mujer —respondí yo
ásperamente—. Dígame señor Clouthier, ¿por qué no reportó la
desaparición de su esposa si ella vive bajo el mismo techo que usted? Se
me hace bastante raro que no notara su ausencia.
—Tengo mucho trabajo y paso muy poco tiempo en casa. Debo de
ocuparme diariamente de mis pacientes en el Centro de Enfermedades
Mentales de San Sebastián e impartir un par de cursos sobre Platón los
sábados por la mañana en la Universidad de Las Profundidades. Cuando
regresé aquí, ella… ella ya no estaba.
—¿Pero cuando regresó? Y si su agenda está tan apretada, ¿por
qué lo encontramos aquí esta mañana? —Terció Maxim—. Según
entiendo, usted tendría que estar en estos momentos llevando a cabo su
rutina en el CEM, ¿o me equivoco?
—¡Regresé porque necesitaba un documento urgente que dejé
aquí! —dijo molesto el médico—. Y escúcheme bien detective: si va a
venir a mi casa a incriminarme por algo que obviamente no hice,
entonces daré por concluido el interrogatorio.
Acto seguido, y sin que Valverde pudiese explicar mejor su
pregunta, Pedro salió abruptamente de la habitación y ordenó a su
criado, con la misma tiranía de antes, que nos acompañara hasta la
entrada. Un portazo agresivo en nuestras narices concluyó la escena, al
mismo tiempo que mi mente no dejaba de catalogar al ricachón como el
mismísimo culpable. Una vez fuera, Valverde comentó:
—Le hiciste una buena pregunta a Clouthier.
—Muchas gracias amigo. Es que es lógico. ¿Cómo diablos alguien
no va a saber cuándo uno de sus familiares ha desaparecido? O nuestro
burgués es un completo imbécil o su servidumbre es tan incompetente
que es incapaz de comunicarle lo que pasa a su alrededor. Nada de lo
que se nos dijo suena coherente.
—¿Crees que es culpable?
—Existe una gran posibilidad.
—Si así lo piensas, entonces lo más conveniente es encontrar más
argumentos en su contra –replicó Valverde−. Hasta ahora todo es muy
vago.
De este modo, regresamos nuevamente a La Ratonera para
levantar el informe y planear nuestra próxima jugada en compañía de
la jefa. Una vez ahí, Andrea nos preguntó qué tanto habíamos
progresado en la investigación. Nos cuestionó sobre si habíamos
encontrado a Ofelia, o al menos, si sabíamos a dónde podría haber ido.
Tras la negativa, le comunicamos nuestra agradable experiencia con
Clouthier, razón por la que nos sugirió que instaláramos el equipo de
vigilancia para ver si ocurría algo extraño.
—¿El pariente que notificó la ausencia de Ofelia ha declarado algo
más relevante? —pregunté de manera abierta.
—No del todo. De hecho, tenía pensado ir con esta persona para
interrogarle —respondió Valverde—. Como te decía, precisamente voy a
dejar esta camarita para que vigile a nuestro principal sospechoso
mientras nosotros agilizamos la pesquisa desde otro ángulo, o en su
defecto, mientras conseguimos una orden para revisar su mansión. No
te preocupes, tengo a un par de agentes buscando a la mujer por toda la
ciudad; y si llegasen a encontrar algo, nos lo harán saber enseguida.
—¿Tendremos que ir al mismo fraccionamiento privado para
hablar con la familia de Ofelia?
—No; esta vez nos dirigiremos hasta los límites de la ciudad.
Observa —me dijo mi compañero apuntando al mapa electrónico que
estaba en la computadora—: esta es la zona colonial, al occidente, en
donde vive la gente trabajadora; aquí, al oriente, está la zona industrial
y el fraccionamiento en donde vive Clouthier; y todavía más hacia esa
dirección, cerca de la carretera que conecta al estado de Jalisco con el
de Las Profundidades, está la hacienda de los Herrera. Primero
ocultaremos la cámara y después nos trasladaremos hasta allá. Suena
fácil, pero siempre hay que ir preparados.
Mientras abordábamos nuestro automóvil, una extraña sensación
me embargó de manera imprevista; era como si alguien me
contemplara furtivamente. Y al creerme asechado, inmediatamente me
puse en modo de alerta
—¿Qué te sucede Horacio? —me preguntó Maxim.
—Llámame loco, pero creo que alguien nos está observando —le
respondí desconcertado.
Luego de esas palabras, mi compañero permaneció en silencio y
me miró fijamente. Me agarró por el hombro con el fin de brindarme
algo de seguridad, y después, con harta seriedad, me dijo:
—Yo… yo también.

-E xcelente historia, Jorge! —exclamó Valverde luego de


escuchar, por boca del hermano de Ofelia, el pasado
de la familia—. No obstante, quisiera que ahora me
contaras cómo fue que tu hermana y Clouthier contrajeron nupcias.
—Oh… claro… El evento que significó la desdicha para mi pobre
hermanita. Casarse con ese cerdo fue sin duda su fin —dijo el muchacho
con un semblante entre molesto y triste—. Nunca estuve de acuerdo
con esa idea estúpida del matrimonio. Pedro le llevaba casi 40 años y
ustedes bien saben que cuando eso sucede hay intereses de otro tipo de
por medio.
—¿Económicos por ejemplo? —pregunté intrigado.
—Sí, y bastantes serios. La fortuna de la familia se encontraba en
declive; nadie quería invertir en nuestros negocios y eso significaba un
golpe muy duro; bueno, al menos para mis padres. Cuando se tiene un
estilo de vida como el de nosotros es muy difícil dejarlo ir. Te
acostumbras a los lujos y a todas esas cosas exquisita que, cuando ya no
están, pareciera como si el fin del mundo fuese un vulgar chiste de
salón. Mi madre, por ejemplo, no podía vivir ni un solo día sin su
automóvil; se hizo tan dependiente de él, que prefería pagarle a un
conductor privado antes que tomar el autobús. ¡Tan sólo vean cómo se
está cayendo este maldito lugar, por el amor de Dios! Su esplendor
añejo casi se ha esfumado al igual que nosotros. Ya no tenemos bosque
ni campos para el cultivo; mi morada está rodeada por un desierto
infértil que seguramente vieron al llegar.
Luego de tranquilizarse un poco, el joven continuó:
—El asunto es que, de la nada, Pedro se ofreció a ser uno de
nuestros principales accionistas; empero, a cambio de ello, pidió la
mano de Ofelia. No me esperaba nada menos de ese malnacido, pues en
varias ocasiones noté la forma tan lujuriosa en la que la miraba. El
ingenuo de mi padre accedió gustoso sin siquiera consultarlo entre
nosotros; únicamente nos dio la fecha en la que se celebraría la misa y
la recepción. De este modo, el uno obtendría una acompañante de
carácter meramente venusino, mientras que el otro, incrementaría su
fortuna de manera exponencial gracias a las futuras relaciones que
aquello le generaría.
—¿Y no te opusiste a ello? —pregunté absorto por lo que acaba de
escuchar.
—Sí, pero nadie me hizo caso. Al contrario, calificaron mi
propuesta como algo meramente incestuoso, pues Ofelia y yo éramos
muy unidos.
—Creo recordar que quien reportó la desaparición fuiste tú,
¿verdad? —dijo Valverde.
—Correcto —contestó él.
—¿Y quién fue el que te acusó de incesto?
—Adivínenlo —dijo él con cierta ironía.
—Por cierto, ¿cómo supiste que tu hermana había desaparecido?
—inquirí yo imprevistamente.
—Nos comunicábamos todos los días por medio de mensajes
electrónicos; no existía noche en la que no me contestara. Me
desconcertó mucho que, días antes de su desaparición, fuese algo
distante conmigo; cortó todas mis conversaciones de manera abrupta y
ni siquiera se molestó en despedirse. Hablaba algo sobre una liberación
o algo así, aspecto que hasta la fecha sigo sin entender. Intenté
contactarla en varias ocasiones, buscarla en su casa, pero jamás la
localicé.
—¿Nos permitirías revisar tu teléfono para verificar las
conversaciones?
En cuanto dije eso, una mirada congelante salió de los ojos de
Jorge; era como si le hubiese pedido algo prohibido. Al enterarse que
me había dado cuenta de su reacción, volteó a ver hacia otro lado y dijo:
—No puedo. Es privado. Confórmense con lo que les he dicho.
Después de eso, salimos de ahí más confundidos que antes. ¿Qué
estaba ocultando Jorge? ¿Qué tenían esos mensajes como para negarnos
su inspección? ¿Cómo era la relación marital entre Ofelia y Clouthier? Y
lo más importante, ¿qué era eso de la liberación? Estaba comenzado a
oscurecer y debíamos volver a la estación a revisar el estatus financiero
de ambas familias para corroborar si no había algo truculento que se
nos estuviera ocultando. El suelo estéril que se extendía sobre la sierra
intensificaba todavía más la melancolía que ahí se sentía.
Luego de pasarle el ojo a los pocos documentos que pudimos
conseguir —y a las tomas de la inútil cámara—, el resto de los agentes
de La Ratonera y yo corroboramos que, en efecto, la familia Herrera se
había declarado en bancarrota en más de cinco ocasiones; y que de
hecho, el banco estaba a punto de embargarles sus propiedades Todo
esto sucedió algunos meses antes de que Ofelia y Pedro se casaran, por
lo que la versión de Jorge iba tomando cierta veracidad. También
descubrimos que Pedro, además de ser profesor de filosofía y director
del CEM de San Sebastián, era propietario de algunas farmacéuticas de
medicamentos genéricos, donde sospechosamente, algunas de sus
ganancias no concordaban con sus inversiones, eso sin contar que fue
precisamente ese negocio el que arrastró a los Herrera hasta su trágico
final.
Unos minutos más tarde llegó Gael Ortega, el asistente del fiscal,
y se acercó hasta el despacho de Valverde para decirle que no había
podido conseguir la orden que nos permitiría ingresar de manera legal
a la casa de Clouthier, según esto, porque faltaba evidencia sólida:
—Tengan mucho cuidado con ese tal Clouthier muchachos —
comentó con precaución Gael—. Es una persona con bastante renombre
y es muy influyente. Cuando le solicité la orden al juez, éste me la negó
con bastante desdén. Ustedes saben que aquí todos se conocen y se
pagan favores entre sí. No quisiera verlos sin empleo.
—Descuida camarada. Por más poder político que posea un
hombre existen otros factores que escapan a su entendimiento y a los
que nunca podrá hacerles frente.
—Pues no comprendo del todo tu resolución Maxim; sin embargo,
confío en que harás lo correcto. Siempre lo haces.
De pronto, una llamada al teléfono celular de mi compañero
interrumpió la conversación; era del escuadrón de búsqueda diciendo
que por fin habían encontrado a Ofelia, aunque por supuesto, muerta.
Hablando de manera muy personal, he de decir que en la mayoría de
este tipo de sucesos siempre espero que la persona se localice viva, o en
el mejor de los casos, ilesa; y cuando se presenta todo lo contrario, una
inmensa agitación y una sutil depresión comienzan a abrumarme. Aquí
el asunto se intensificó más por ser mi primer caso de esta naturaleza;
y cuando Valverde se percató de ello, inmediatamente me aconsejó que
me calmara pasara lo que pasara.
—Trata de involucrarte únicamente en la investigación para que
no sobrepases ese límite; de lo contrario, podría traerte serias…
consecuencias…
Cuando llegamos a la escena del crimen, las estrellas ya se habían
acurrucado en el cielo y la refulgencia de la Luna emanaba una cierta
melancolía indescriptible; no era una noche romántica, más bien, era
opresiva. El clima estaba húmedo y varias nubes grises surcaban hacia
el norte. Una pútrida brisa atenuaba el maligno valle, al mismo tiempo
que atestaba a los presentes con fragancias poco paradisiacas y visiones
funerales. Sobre nosotros estaba el puente gótico del Río Acémila: una
vieja construcción que separaba la zona industrial de la colonial; y justo
en uno de los tantos acueductos que constituyen el sistema de drenaje,
se hallaba el cadáver —según nos informaron—, que en tantos líos nos
había metido. El uniformado que había encontrado el cuerpo optó por
separarse del lugar, como si se hallara sumido en un horror inenarrable
del que más tarde yo también formaría parte.
En la escena del crimen había una piedra sesgada con forma
ovalada que se suspendía gracias a otras de su misma especie; aquello
se asemejaba en demasía a un tipo de altar o mesa de la antigüedad, la
cual, resaltaba truculentamente debido a los barrotes que había detrás
y al acabado de mampostería colonial del túnel. Sobre la superficie
plana de dicha ara se encontraba un bulto amorfo recubierto por varias
capas de bolsas negras; y cuando éstas fueron retiradas, todos los
presentes sentimos cómo se nos helaba la sangre. ¡Ofelia se hallaba
completamente desnuda y desmembrada! ¡Su cabeza, sus brazos y sus
piernas estaban desprendidos de sus respectivos lugares!
Nadie pudo soportar aquella sanguinolenta visión; ni siquiera los
policías más curtidos del departamento. Cada uno de los fragmentos de
la víctima estaba seccionado con cortes tan singularmente desaliñados
que daba la impresión que la habían tratado como a un insignificante
trozo de carne. Todas las partes se veían machacadas, roídas y sin piel
en el peor de los casos. La bolsa que las resguardaba estaba empezando
a transpirar y a derramar fluidos humanos para nada agradables.
¡Fluidos de fragancia miasmática que goteaban y se distribuían
viscosamente por el piso!
Cuando creí que ya había tenido suficiente, vi pasar a Maxim y a
un par de oficiales que ayudaban al forense a trasladar a su transporte
lo poco que quedaba de Ofelia; primero distinguí una mano, luego otra,
después el torso, luego un brazo y así hasta llegar a la cabeza. Aún
puedo recordar —aunque preferiría no hacerlo—, esos ojos cerrados que
lloraban sangre; esa boca entreabierta como si de ella proliferara una
exclamación; esas heridas que eran más evidentes gracias a su palidez;
y ese enjambre de moscas y larvas, que impacientes, ansiaban
devorarla.
Como un cobarde, salí corriendo de ahí y me incliné sobre el piso
agachando la cabeza lo más que pude. Comencé a vomitar como un
enfermo hasta que mi elegante traje quedó manchado por la suciedad.
Al poco rato, fui presa de una agresiva jaqueca y de un dolor abdominal
sin precedentes; desconozco si las lágrimas que en esos instantes
resbalaban por mis mejillas eran por el esfuerzo que hice al expulsar mi
almuerzo o por la pena de aquella chica. Si todo esto les resulta cómico,
déjenme decirles que no son más que unos viles bastardos de mierda.
Nadie se merece ser maltratado así… ¡Nadie! En todos mis años de ser
un oficial de policía, y de arrestar a drogadictos en las calles, jamás
pensé que llegaría a ver algo como aquella carnicería. La naturaleza
humana es… abominable. Lo último que recuerdo antes de que me
tumbara sobre mi inmundicia —dado que me mareé—, fue que Valverde
me llevó hasta nuestro vehículo mientras me ayudaba a retirarme la
ropa sucia. Después me quedé dormido y al final todo se tornó más
oscuro.
3

H oracio! ¡Horacio! ¡Vamos despierta! —Me decía Valverde


en voz alta.
—¿Qué pasó? —dije yo, entre dientes.
—Nada en especial. Únicamente celebraste con tus fluidos
corporales a lo grande y ahora estás aquí imitando a uno de esos
cachondos que solemos arrestar por exhibicionistas.
Luego de esa broma reímos un poco; y en seguida, muy
seriamente, me dijo:
—Sabes, estuve charlando un poco con Andrea y llegamos a la
conclusión de que posiblemente te iría mejor en otro departamento.
—¿Lo dices por lo que pasó ayer en la noche? —respondí
avergonzado.
—Dime, ¿qué te parece seguir un caso de contrabando que se
suscitó en el aeropuerto hace un par de horas? Ahí también hay mucha
acción —me respondió tratando de evadir mi pregunta.
—¡No, por favor! ¡Déjame seguir en esto! —exclamé alterado—.
Hace mucho que sueño con este puesto y no quiero dejarlo ir tan
rápido. Dame otra oportunidad. No creo que después de esto algo
vuelva a afectarme tanto.
Tras un minuto de silencio, una sonrisa se dibujó en su cara y
después prosiguió:
—¡Ja, ja, ja!... Bueno, bueno; sí estás tan seguro de eso, y sí así lo
deseas, entonces accederé. Además, lo poco que me has ayudado me ha
servido bastante; uno nunca debería estar solo en este tipo de
embrollos.
—Gracias Maxim; en verdad muchas gracias.
—Ya me lo agradecerás luego. Ahora tenemos un homicidio en
nuestras manos y las cartas sobre la mesa han cambiado. Dime, ¿sigues
teniendo a Clouthier como sospechoso?
—Sin duda alguna.
—Yo supongo que el hermano también tiene algo que ver.
Además, no nos hemos permitido el conocer todo el pasado de ambos.
Sugiero que vayamos a investigarles con la finalidad de deducir si se
nos está escapando algo; y mientras tanto, le daremos algo de tiempo al
forense para que nos desvele su diagnóstico.
—Creo que lo más prudente sería, antes de volver a visitar sus
casas, hablar con las personas que conviven a diario con ellos. No
quisiera que nos vuelvan a negar más información. Quizás con eso por
fin podamos conseguir la orden que tanto necesitamos.
—Sin duda. Se lo diré a Gael de inmediato.
—Pues adelante. Pongámonos en marcha.
Ese mismo día, en cuanto llegamos al CEM, una de las enfermeras
que se encargaban de cuidar a los pacientes nos atendió de manera muy
cortés; tanto, que no negaré que comencé a sentir una gran empatía
hacia ella. Era de pelo castaño, con ojos grandes, su piel estaba un poco
bronceada, era de baja estatura y con una dulce sonrisa que era más
atrayente que cualquiera de sus atributos sexuales. Evidentemente ella
también se había fijado en mí, aunque Valverde rompió todo aquello en
cuanto me incitó a que empezara con el interrogatorio.
—Este sin duda es un lugar escalofriante, ¿no le parece, señorita?
—Si le contara la mitad de todo a lo que me he enfrentado aquí, le
aseguro que no podría dormir en varias semanas.
—¿Y con qué se ha topado?
—Ahora mismo estamos tratando a un paciente que tiene una
obsesión por comerse a sí mismo; sufre de auto-canibalismo. Cuando lo
encontramos, estaba sobre un charco de su propia sangre comiéndose
uno de sus dedos y arrancándose carne de uno de sus antebrazos.
Tuvimos que encadenarlo al piso de su celda para que no se lacerara
más. Posee alteraciones en su conciencia bastante severas.
—¿Quién es?
—Felipe Long.
—¡¿Felipe Long?! —Pregunté asombrado— ¿El arquitecto inglés
que se mudó desde Londres para remodelar el Centro Histórico y el
puente del Río Acémila?
—Ese mismo. Me intriga que la persona que logró incluir algunos
elementos victorianos en varios edificios de la ciudad terminase de esa
manera. Y eso no es todo; por ese pasillo tenemos a una paciente con
un profundo estado de psicosis. Una vez miré cómo se comía un trozo
de su propio excremento. En fin… Ya casi nada me sorprende.
—Me gustaría seguir teniendo esta ilustrativa charla; sin
embargo, me veré en necesidad de interrumpirla dadas las verdaderas
intenciones de mi compañero y mías. Verá enfermera, estamos aquí
para preguntarle sobre Pedro Clouthier, su jefe. ¿Qué puede decirnos
sobre él?
—¿Qué que puedo decirles? Que es un auténtico bastardo; eso es
lo que es. He pedido mi transferencia más de cinco veces debido a él.
—¿Por qué? ¿De qué manera la molesta? —Inquirió Valverde.
—Anteayer salí a cenar con él; no me malinterpreten, era por
cuestiones de trabajo, aunque he de admitir que hasta cierto punto me
cautivó. Esa noche, se ofreció a llevarme a mi casa luego de que
terminamos de comer; pero en lugar de tomar la ruta que le había
indicado, se fue por un boulevard que yo desconocía y aceleró como un
desquiciado.
—¿Y luego que hizo usted? —Proseguí.
—Me asusté y le pregunté por qué hacía aquello; le dije que
detuviera el auto y que me dejara en la acera. Él se burló
despiadadamente y me dijo que no desaprovecharía una oportunidad
como esa para tener sexo conmigo. Hizo el… penoso comentario de
que… de que desde hacía ya mucho tiempo tenía ganas de tocar mis
senos; y justo en ese momento, él me golpeó con bastante fuerza y…
me… me…
La enfermera no fue capaz de continuar pues empezó a llorar
descontroladamente. La sacamos de la habitación y la intentamos
calmar por todos los medios. Le dijimos que no era necesario que
prosiguiera, pues entendíamos a la perfección lo que intentaba
decirnos.
—¡No! Continuaré. Son policías y por algo están investigando a
ese hijo de puta. Si mi testimonio puede ayudar con gusto les diré el
resto. Todavía tengo las marcas de los golpes.
—De acuerdo. Entonces, ¿qué hizo usted después? —Le preguntó
Maxim.
—Cuando frenó, le dí un fuerte puñetazo en los testículos. Me
quité el cinturón de seguridad, quité los seguros de la puerta, la abrí y
salí de ahí huyendo como pude.
—¿Por qué no lo reportó?
—Es alguien poderoso. Jamás me iban a creer. Espero que ustedes
sean capaces hacer algo al respecto.
Después de escuchar otras historias similares por parte de
algunas amantes y amistades que pudimos encontrarle a Clouthier,
llegamos a la conclusión de que el ricachón era una especie de
depredador sexual; uno bastante peligroso. Inclusive, nos enteramos
que solía frecuentar el área prohibida de la ciudad, de la cual, fue
expulsado por lastimar a una joven de la misma edad de Ofelia y la
enfermera. La forma en que trataba a sus víctimas era casi la misma:
valiéndose de su elocuencia y modales, primero las seducía con dulces
palabras cargadas con algún dato de interés en común; y una vez que se
había adueñado de su confianza, las golpeaba e intentaba abusar de
ellas, demostrando que le gustaba dominar y sentir que tenía el poder.
―¿Ven estas marcas? ―nos dijo una cortesana que había estado
con Clouthier hacía un par de horas―. Luego de inmovilizarme y de
pegarme con su látigo, me vertió cera caliente en las heridas vivas. ¡El
malnacido no paraba de reírse y tocarse a la vez! Y mientras más le
suplicaba para que se detuviera, más fuerte y rápido me golpeaba. Eso
le excitaba sin duda.
Por otro lado, luego de investigar a la familia Herrera, nos
enteramos que tanto la madre, así como el padre, estaban en prisión
por ser considerados criminales de cuello blanco. Al parecer, el negocio
en el que se habían involucrado junto al filósofo no era del todo
honesto, dejando muy claro que fueron utilizados como chivos
expiatorios para saldar algunas cuentas. Aquello explicaba, de algún
modo, por qué la hacienda se encontraba en ese estado tan melancólico
cuando fuimos a interrogar a Jorge la primera vez, y también porque lo
habíamos visto sin ningún tipo de compañía. El acuerdo y el
matrimonio arreglado que pactaron de nada había servido.
Justamente, el día en el que Gael nos llevó la orden para poder
invadir la privacidad de Clouthier, el forense llamó al teléfono celular
de Valverde para decirle que por fin tenía un diagnóstico y que
pasáramos con él enseguida. Cuando llegamos al Instituto Anatómico de
San Sebastián, nos dirigimos hasta la morgue en donde había una
plancha de metal cubierta por una manta azulada; ahí estaba Ofelia. Era
un sitio bastante limpio pese a que se hallaba atestado de muertos:
había viales por doquier que contenían un sinnúmero de sustancias
para preservar a los fallecidos y disipar el aroma a podrido. No mentiré
que hacía un frío excesivo; a decir verdad, me estaba congelando.
En cuanto Carlos Méndez, el forense, retiró la manta para que
viésemos el cuerpo, creí que volvería a contemplar aquella atrocidad
que me hizo desfallecer y que casi me costaba el empleo; empero, me
llevé una grata sorpresa al enterarme que afortunadamente habían
reconstruido el cadáver al unir y cocer todos sus miembros. Miré con
estupor nuevamente a la muchacha; su piel ahora estaba
completamente morada.
―La causa de la muerte, como quizás ya ambos imaginan, se
debió a toda la sangre que perdió a causa de sus laceraciones. Fue todo
un reto volver a dejarla en un estado más o menos decente; cualquier
movimiento brusco podría arruinar la restauración que hemos
conseguido ―dijo Carlos mientras se quitaba el cubre-bocas―. ¿Ven
esas cicatrices que están ahí? Son marcas de tortura hechas con algún
instrumento, que bien podría ser o un látigo o un cable de metal.
―¡Por Dios! ¡Hay miles de ellas! ―dije pasmado.
―Sí, y todas son más antiguas que sus amputaciones; que por
cierto, éstas últimas están muy emparentadas con una segueta de talla
industrial. Supongo que alguien abusaba de ella de manera constante.
Por lo tanto, decidí hacer una prueba de violación, y adivinen qué fue lo
que me encontré.
―No, por favor. No quisiera saberlo...
―Pues deberías. Pareciera como si alguien le hubiese destrozado
el interior de su parte vaginal con un taladro o un instrumento
equiparable. Está toda desecha, desgarrada… irreconocible… Ningún
juguete arranca el clítoris o los trozos de carne de esa manera. Al
parecer, la muerte no fue más que un compasivo beso en comparación a
todo su suplicio. Finalmente, distinguí la marca de un dibujo sobre su
piel. Al verlo más de cerca, me dio la impresión de que fue hecho con
una especie de atizador candente, similar al que suele utilizarse para
marcar el ganado.
―¿Podemos verlo? ―dijo Valverde.
―Por supuesto. Para eso están aquí, ¿o me equivoco?
Justo arriba de la cintura, muy cerca de la espalda, un inusual
símbolo se nos desveló. Jamás en mi vida había visto algo semejante. La
consistencia del trazo parecía arcaica; demasiado como para asociarlo
con alguna pandilla u otra organización delictiva. Describirlo es
especialmente difícil, por lo que he anexado una de las copias que hizo
nuestro dibujante.

No pude evitar ver la expresión ―no sabría decir si de rabia u


horror―, que tenía Maxim en su rostro: sus ojos se abrieron de par en
par, sudaba a cántaros y se arqueaba hacia atrás como si quisiera salir
de ahí. Tampoco pude evitar preguntarle qué era lo que le ocurría; sin
embargo, todo intento de conseguir una explicación se vio eclipsado
luego de que él mismo se enajenara en catear de inmediato la morada
de Clouthie
4

A l día siguiente, nuestros escritorios en la estación estaban


atestados con grandes cantidades de bolsas de evidencias,
que en lugar de parecer pistas, daba la impresión de que
manejábamos alguna tienda sexual o algo parecido. Teníamos látigos,
accesorios de cuero con remaches de metal, sogas, mordazas con esas
ridículas pelotitas y varios artilugios de tortura; mas de la segueta con
la que amputaron las partes de Ofelia no había rastro alguno. Una
computadora también estaba bajo nuestro dominio, la cual, poseía los
tan deseados mensajes que la víctima y su hermano se enviaban con
frecuencia.
Afortunadamente, fuimos capaces de sacar todo antes de que
Pedro regresara del trabajo, y de hecho, el criado con el que nos
encontramos la primera vez —y el ama de llaves que no conocíamos
hasta ese momento—, nos dieron entrada libre para ello; un
comportamiento que rápidamente nos hizo levantar sospechas. Una
especie de risa sardónica se le había escapado al hombre a pesar de que
intentó disimularla, acción que, por supuesto, ocasionó que Valverde lo
mirara con cierta desconfianza.
—¡¿Quién les permitió entrar a mi casa, bastardos?! —exclamó
Clouthier mientras nos honraba con su presencia en la oficina.
—El juez; él nos ha brindado el permiso —respondió Valverde con
autoridad—. Y déjeme decirle una cosa señor Clouthier: aquí no tiene
autoridad para mandarnos y sus gritos poco servirán para
intimidarnos. Por tal motivo, le recomiendo que cierre la boca de una
vez por todas y nos deje hacer nuestro trabajo si sabe lo que le
conviene. Cuando vayamos a buscarlo le sugiero que esté disponible, de
lo contrario, me miraré en la necesidad de tomar medidas extremas.
¿Le quedó claro?
Después de las palabras del detective, el filósofo estaba a punto de
reventar por la furia que lo consumía. Al final, no tuvo más alternativa
que serenarse y obedecer, por lo que de inmediato, giró sobre sus
talones y salió por donde había ingresado. Justo en ese instante, nos
percatamos de un escándalo que se suscitaba en el pasillo, y una vez
que cruzamos el umbral, vimos a Jorge y Clouthier lanzándose
puñetazos a diestro y siniestro.
—¡Infeliz! ¡Devuélveme a mi hermana! —gritaba Jorge mientras
uno de los guardias lo apartaba de la pelea.
—¿Y para qué la quiere un pervertido como tú? —preguntó
Clouthier riendo cínicamente.
—¡Vuelve a llamarme así y te aseguro que serás hombre muerto!
—Vamos Jorge, tranquilo —dijo Maxim tratando de apaciguar al
muchacho—. Ten mucho cuidado con lo que dices. Cualquier amenaza
puede volverse en tu contra.
Luego de acomodarse el saco y de escupir un amasijo de saliva
con sangre —tal vez en señal de insulto—, Pedro se retiró de ahí sin
decir una sola palabra. Al cabo de tomar asiento, Jorge nos miró
desconcertado y nos preguntó el motivo por el que había sido citado.
—El asunto se ha vuelto más complicado. Sé que eres un buen
chico y en serio no quisiera arrestarte por la tontería que acabas de
decir. Creo que lo mejor es que nos acompañes a un lugar que tal vez no
te gustará —argumentó mi compañero un tanto taciturno—. Ahora más
que nunca necesitas ser fuerte.
Inmediatamente, nos dirigimos hasta la morgue y dejamos a Jorge
en una estancia agradable y amueblada de la que colgaba una pantalla.
A través del artefacto, el joven podría identificar a la víctima sin la
necesidad de pasar a la antesala mortuoria y sufrir ahí un episodio.
Volviéndome hacia Maxim, le pregunté:
—¿Estás completamente seguro de lo que haces? Por tus actos das
por enterado de que ya no lo consideras sospechoso.
—En efecto; ha sido descartado de mi lista. Cuando iba de camino
a la oficina me llamaron los de la policía cibernética; dijeron que todo lo
que encontraron en esas sospechosas conversaciones no eran más que
súplicas que él le hacía a Ofelia para que abandonara a Clouthier,
además de algunas declaraciones por parte de ella que confirmaban el
abuso por parte del filósofo. El descubrimiento más truculento fue que,
para obtener algo de dinero, el muchacho estaba comenzando a ofrecer
«ciertos servicios» a algunas personas de su círculo, lo que en cierta
forma, me parece degradante.
—Entiendo, entiendo. No quisiera empezar a imaginarme más
detalles —respondí incomodado.
—Por eso decidí decirle que su hermana estaba muerta. Al
parecer, era todo lo que le quedaba. Me da mucha lástima —dijo
mientras apretaba sus puños—. Una vida destrozada por… por…
De repente, Valverde fue interrumpido por una exclamación de
dolor que provino de Jorge; en ese momento, supe que había pasado lo
que más me temía. Nos costó mucho trabajo hacerlo reaccionar; el
impacto que sufrió tras reconocer el cadáver fue muy severo. En
compañía de unos paramédicos, lo escoltamos hasta su casa con la
finalidad de prevenir una recaída. Nos rogó para que no lo dejáramos
solo, insistió que ahora más que nunca le temía a la soledad; y sin
embargo, le hice la observación, se lo prometí incluso, que debíamos
marcharnos para capturar al asesino de Ofelia. Jamás debí haber hecho
ese comentario; las consecuencias que surgieron fueron nefastas.
Al cabo de aquella estresante jornada, recuerdo que abordé mi
automóvil para regresar a casa; había tenido suficiente y necesitaba
descansar al menos unas horas. No había ningún ruido a mi alrededor;
si caso, algunos murmullos acarreados por el viento era lo más
perceptible. Por ridículo que pueda parecer, volví a sentir aquella
sensación de que algo o alguien me observaba fijamente; la misma que
había estremecido también a Valverde. Desenfundé mi pistola
lentamente y me giré casi al instante dirigiendo el cañón hacia donde
suponía que estaba el peligro. Grité algunas amenazas con voz potente,
y acto seguido, de entre las sombras de un estrecho callejón emergió
una fina mujer de edad madura, que para mi sorpresa, era nada más ni
nada menos que el ama de llaves que vimos durante el cateo.
—Baje su arma, detective —dijo la desconocida—. Mi nombre es
Maldonado, y creo que ya nos hemos visto antes.
—¿Qué es lo que quiere? —pregunté con cierta desconfianza.
—Veo que usted y su compañero han hecho grandes avances en su
investigación. Dígame, ¿quién cree que sea el culpable?
—No puedo responder a eso con certeza; sin embargo, contamos
con algunos sospechosos.
—Quisiera ayudar en el caso. Sabe, yo era la persona encargada de
atender a Ofelia; en tiempos remotos quizás podrían haberme
considerado su doncella —dijo intentando contener su voz llorosa—. En
fin, tengo pruebas que pueden serles de utilizad. La señora y yo fuimos
muy cercanas y nos contábamos todo; conozco cosas y tengo pruebas
físicas que podrían hacer que el maldito pague lo que hizo.
—¿De quién se trata?
—¿Quiere saberlo detective? Los cito a usted y su compañero
mañana a esta hora en mi casa. No puedo atenderlos más temprano ya
que me encuentro trabajando, pero si acuden a esta dirección —me dijo
mientras me tendía un trozo de papel—, conocerán la verdad.
A la mañana siguiente, en la estación, encontré a Maxim dentro
de la sala de interrogatorio. Estaba parado de frente hacia la ventana,
misma que por supuesto, ofrecía una vista espectacular de la ciudad en
donde se distinguían algunas secciones del romántico Centro Histórico.
Al no darse cuenta de mi presencia, comencé a preguntarme sobre qué
era lo que tanto preocupaba a mi compañero. Desde que miró aquel
símbolo sobre la espalda de la víctima, su comportamiento había
cambiado de manera drástica; no se parecía en nada al personaje del
que tanto oí hablar en el pasado. Sería mucho mentir si dijera que el
detective había dejado de lado su deber por la justicia; al contrario,
parecía bastante enajenado en encontrar al culpable, hasta el punto de
hacerme creer que tenía una obsesión con ello.
—No creí encontrarte aquí. Tengo algo que comentarte —dije para
romper el silencio.
—¿Y qué es? ¿Algo importante para nuestra investigación? —me
respondió con voz grave sin dejar de darme la espalda.
—Algo así. ¿Recuerdas a la mujer que estaba junto al criado de
Clouthier el día que efectuamos el cateo? Se me acercó ayer por la
noche mientras subía a mi auto y me dijo que tenía pruebas físicas para
la resolución del caso.
—Pues que venga aquí entonces para tomarle su declaración.
—Eso mismo iba decirle, pero alega que no puede por su trabajo.
Me dijo que pasáramos hoy a su casa. Me anotó su dirección en este
papel.
Luego de arrebatármela de la mano, mi compañero se quedó fijo
ante la nota. De un momento a otro, creí que iba a romperla en pedazos
o a aplastarla. Su comportamiento no hacía otra cosa que el de
confundirme conforme transcurría el tiempo. ¿Así tenía que ser la vida
de un agente de elite? ¿Siempre frustrado? ¿Siempre en tensión? Al
cabo de unos instantes, comentó con furia:
—¡Vaya estupidez! ¿Y seguramente también ha de querer que le
llevemos comida o algo parecido? Bien, iremos hasta este lugar y la
traeremos hasta aquí para que nos cuente todo; y si se niega, la
arrestaremos por obstrucción de información; pero antes,
capturaremos a ese practicante de la filosofía en el tocador.
—¿Te refieres a Pedro?
—Por supuesto. Hace unos minutos revisé mi bandeja de correo
electrónico y me enteré que el forense mandó los resultados de los
análisis ayer por la tarde. Todos los instrumentos de tortura poseían
células de la piel y la sangre de Ofelia. Muchas de las cicatrices
coinciden con el grosor del látigo y hay más evidencia irrefutable en las
cuerdas y los atuendos de cuero. Aunque no podamos probar que él la
mató (cosa que dudo), sí será condenado por violación conyugal,
tortura y múltiples intentos de violación.
—Entonces no perdamos más tiempo y vayamos a detenerlo.
Seguramente lo encontraremos en el CEM.

A
pesar de que abrimos todas las celdas y despachos del
CEM, sin contar que fuimos también hasta su mansión —
misma que parecía abandonada—, nos fue imposible
localizar a nuestro objetivo. Recorrimos todos los lugares que solía
frecuentar: los restaurantes, la universidad e inclusive las casas de
citas; y sin embargo, parecía que se lo había tragado la tierra. Pedimos
refuerzos al departamento para que rastrearan su auto, el cual, no
estaba ni en sus áreas de trabajo ni en su hogar. Estábamos bastante
ansiosos por encontrarlo, ya que su fuga sólo lo incriminaba más. Para
nuestra suerte, como se trataba de un auto cuantioso, la agencia nos
auxilió y nos proporcionó las coordenadas del GPS; y cuando las vimos
en nuestros teléfonos, nos quedamos atónitos al saber la ubicación.
—Está de camino hacia el Distrito de la Catedral —dijo Valverde.
—¿La misma en donde está el Templo de la Expiación? —pregunté
yo.
—Exacto. ¿Y sabes qué se está celebrando ahí ahora mismo? Las
exequias de Ofelia.
Temiendo que fuera a ocurrir una desgracia, nos desplazamos con
celeridad hacia la iglesia. Informamos a todas las unidades para que nos
alcanzaran ahí lo más pronto posible; y que si lograban toparse con
Clouthier en el trayecto, no dudaran en detenerlo. En cuanto llegamos,
logré identificar el número de placa del fugitivo en un convertible
negro, y más allá, sobre los escalones de acceso, el doctor se movió
rápido pero con dificultad poco después de hacer notar nuestra
presencia. La fachada enteramente gótica del oratorio, la música de
órgano y el coro gregoriano que se escuchaban hasta la calle lo hacían
todo lúgubre.
A pesar de su corpulencia, Pedro logró irrumpir en la ceremonia y
he de admitir, con cierta vergüenza, que aun no entiendo cómo fue que
se nos escurrió de entre las manos. La melodía sacra cesó abruptamente
y Jorge se volvió hacia su adversario dando la impresión de que estaba
esperándolo desde hace ya mucho tiempo.
—¡Veo que esos ridículos detectives no cumplieron con su
promesa! —Rugió el joven—. Bueno, si ellos no son capaces de ejercerte
un castigo digno, entonces no tengo más remedio que hacerlo yo
mismo.
Y justo en ese momento, desde el interior de su chaqueta, vimos
el resplandor inconfundible que solamente el acabado cromado de un
arma puede ofrecer. Sin que lo pudiéramos evitar, apuntó hacia el
filósofo con indiferencia; y como si el tiempo no existiera, escuchamos
la detonación del proyectil a la par que vimos caer a esa decrépita mole
atiborrada por la lujuria. Luego del silencio, los gritos de la audiencia
reverberaron más que un lamento en el averno, y por consiguiente, no
tuvimos más remedio que arrestar a los dos dolientes.
De regreso a La Ratonera, se me asignó la tarea de interrogar a
Jorge mientras que Maxim haría lo mismo con Clouthier; por suerte
ésta había sobrevivido y únicamente tenía un rasguño en la cara. Por su
parte, el muchacho estaba turbado en extremo; su cabeza se haya
apoyada sobre la mesa y no parecía escuchar razones de nadie.
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté.
—Porque ustedes no hicieron nada al respecto. Faltaron a su
palabra.
—Estábamos ahí, persiguiéndolo. Teníamos muchas pruebas para
condenarlo. Todo lo que teníamos que hacer era ponerle las esposas y le
habríamos dado conclusión al dilema. Lo arruinaste, o mejor dicho, te
arruinaste a ti mismo dada tu ansiedad. Ahora tienes un cargo por
intento de homicidio con varios testigos oculares de por medio
incluidos el sacerdote y el resto de la congregación.
—¿Y cree que eso me importa? Ya no me queda nada. Mis padres
se hallan pagando una condena por un fraude que no cometieron, no
tengo solvencia económica y ambos sabemos el final que tuvo mi
hermana. Sinceramente me da igual si me encarcelan o si me quito la
vida si es que puedo llegar a esa desolación a la que llamo hogar.
¡Procésenme! ¡No tengo miedo en admitir mi culpa!
Acto seguido, rompió en llanto y me pidió que lo dejara solo. Sentí
lástima por él; tanto, que no me da vergüenza admitir el esfuerzo que
hice por contenerme. Su abogado dijo que iba a trabajar muy duro para
que, por lo menos, el jurado lo sentenciara una temporada en el CEM
dada su nula capacidad de razón. Hoy en día, las personas que admiten
sus fechorías suelen salir libres o tener condenas más cortas gracias a
estos preceptos. A decir verdad, desconozco si todo ello es mera
corrupción o algo bueno para casos como el de Jorge.
Caminé silencioso hasta la otra habitación. Ahí, en la misma
posición, y ejecutando la misma interpretación —aunque mucho más
sombría—, estaba Valverde junto a Clouthier. Ni la capitana Andrea ni
Gael estaban supervisando el interrogatorio, porque según esto,
confiaban demasiado en mi compañero gracias a su buen historial; no
obstante, para mí, en cierto modo, significaba que abusaban de su
autoridad. Sea como fuere, a mí sí que me surgieron fuertes dudas al
respecto debido a los cambios de humor que presencié en él mientras
trabajábamos, por lo que de manera discreta activé el altavoz, y poco
sería decir que me quedé pasmado por las palabras que de ahí salieron:
—Vamos, responda a mi pregunta. Yo no soy un individuo
brillante; usted es el profesor. ¿Cree en las coincidencias? —preguntó
Maxim oculto en las sombras.
—Tanto como que aquellos que afirman que Dios envió a su único
hijo a morir por nuestros pecados —respondió el otro a manera de
escarnio.
—Muy bien cretino, ¿entonces eres de esos sabelotodo que se basa
únicamente en los hechos? Nosotros no distamos mucho de tu forma de
pensar; de hecho, nuestras pruebas nos dicen que te estás muy
relacionado con la violación, la tortura y el asesinato de tu esposa.
—Este es un país libre y tengo derecho a explorar mi sexualidad y
la sexualidad de mi conyugue como se me dé en gana. Sus anticuados
dogmas únicamente nos limitan a nosotros, los genios, de lo que
verdaderamente importa en este mundo: el placer en todas sus formas.
Yo practico el mismo concepto de tortura-satisfacción que está diluido
en una lucha interna de superación: primero hay que caminar por las
filosas espinas para ser capaces de llegar hasta el triunfo, que en este
caso, es el éxtasis.
—No quisiera ser alguno de sus alumnos de filosofía. Mis oídos no
aguantarían tantas necedades. Al menos por lo que acaba de decir,
admite que creía tener el poder sobre Ofelia.
—Sí, y no lo oculto; sin embargo, yo no la maté —dijo el rechoncho
riendo.
Instantáneamente, dejando ver una fracción de su rostro gracias a
la lámpara que colgaba del techo, el agente dio un fuerte golpe sobre la
mesa el cual nos hizo sobresaltar al custodio y a mí.
—¡Escúchame bien, degenerado! ¡No puedes ocultarte detrás de tu
deslumbrante intelecto! ¡Eres mucho más que un simple asqueroso que
se excita abusando de mujeres! Seguramente supones que soy un
estúpido por haber relacionado tu crimen con un ritual religioso. ¡Ya
dímelo! ¿Para quién trabajas?
—¿Trabajar yo para alguien? —dijo el otro tartamudeando.
—Hasta un retrasado hubiese comprendido la pregunta. ¿Dime de
una maldita vez para quien trabajas?
—Ya te dije que no sé a qué te refieres.
De inmediato, el detective tomó una fotografía en donde se podía
apreciar el símbolo que estaba sobre Ofelia; y acto seguido, la restregó
con fuerza sobre la cara de Clouthier mientras decía una y otra vez:
—¿Ahora lo recuerdas?
La actitud del recluso luego de la agresión me sorprendió
bastante, pues no esperaba que se pusiera a llorar de forma
desconsolada. De hecho, si lo medito con más detalle, creo que yo
hubiese actuado igual, puesto que ese estado de Valverde podría haber
atemorizado a cualquiera.
—Eres patético —dijo Maxim mientras se aproximaba a la salida—.
Te haces acreedor al poder; sin embargo, ignoras la verdadera fuerza
que yace sobre tu cabeza. Llamarte marioneta sería un honor para ti;
más bien, eres como una mosca de lo podrido que revolotea alrededor
del fuego que todo lo quema. Espero que encuentres consuelo; es lo
único que te queda.
En cuanto nos reencontramos, Valverde me dijo que me
apresurara a terminar con mis deberes, porque teníamos que ir lo más
pronto posible a visitar a la vieja Maldonado. No tuve tiempo para
objetarle ya que me dijo que me quería en el automóvil en cinco
minutos; y justo en ese momento comprendí —con base también en lo
que había escuchado detrás del cristal—, que cualquiera que estuviese
relacionado con ese símbolo era el verdadero homicida.

Ll
egados hasta este punto, seguramente habrán notado
que mi historia no dista mucho de ser una más de
porte detectivesco: entrevistar personas, recabar
evidencia, hacer más entrevistas, ir de aquí para allá para atar los cabos
sueltos; y por supuesto, nada de tiroteos ni de esas cosas espectaculares
que solemos ver en el cine o la televisión. Lo cierto es que, a pesar de la
falta de acción bélica, sí se presentó un hecho bastante extraordinario;
uno que hasta la fecha dudo que haya pasado en realidad.
Esa noche, la citadina luz de las lámparas nos desveló nuestro
nuevo destino: una pequeña casa ubicada en los barrios pobres, con una
fachada hartamente desarreglada y con señales de humedad por todas
partes. Y es que de hecho, cuando los turistas suelen venir para
maravillarse con los ornamentos barrocos de las calles Walpole,
Ducasse, Allan, Blackwood y Ashton —y de muchas otras que no
mencioné—, ignoran la forma tan miserable en la que viven los
verdaderos ciudadanos de San Sebastián; siempre a puerta cerrada, con
basura en todas partes y con la inconfundible fragancia del perfume
metropolitano entre sus narices. Sea como fuere, no había ni una sola
alma por los alrededores; la sombría soledad y el maligno silencio
abrazaban las decadentes aceras de adoquín. La Luna y Saturno estaban
en su punto más lleno y el influjo de sus fuerzas cósmicas podrían
principiar otra muerte, pues los sacerdotes y los brujos de la
antigüedad lo sabían a la perfección. Una puerta oxidada de acero se
abrió ante nosotros, y acto seguido, apareció detrás del umbral la
persona que tan ansiosamente quería confrontar: Maldonado, la criada
de confianza.
—Me alegro que hayan venido. He de confesar que lo que voy a
revelarles por poco y me consume por completo y ya no podía soportar
ni un minuto más el estar así —dijo la mujer.
—Espero que tu testimonio sirva para condenar a tu exjefe por el
asesinato de tu Señora. Bien podrá pudrirse en una celda por muchas
otras atrocidades; empero, en lo que respecta al caso de Ofelia, los
hechos siguen siendo circunstanciales.
—Lo entiendo a la perfección.
—¿Entiende también que no bastará con que lo diga aquí? —tercié
yo—. Tiene que ir a declarar a la estación.
—Eso también lo comprendo —dijo ella.
—Pues adelante. La escuchamos.
En ese preciso momento, Valverde solicitó permiso para poder
utilizar el baño. Maldonado se lo concedió cortésmente y sin titubear,
quedándome yo a merced de mi huésped. En realidad, aquello no era
más que una vil maniobra, ya que antes de ingresar, mi compañero y yo
acordamos en que íbamos a separarnos para ser capaces de
empaparnos con más pistas o datos que no nos quisieran desvelar.
Después de todo ello, la vieja por fin habló:
—En realidad, supongo que lo que más ha entorpecido su
investigación se debe a que mi señora no contaba con un diario o algún
documento de esa índole; sin embargo, al ser yo la que atendía todas
sus necesidades, podría decirse que me consideraba como un libro en
blanco con el cual se podía desahogar. Nunca dejaba elementos de su
vida privada regados por doquier; era más bien, una mujer retacada y
silenciosa.
»Como quizás habrán descubierto ya, ella estaba casada a la
fuerza con mi patrón. Una cara de agonía se dibujaba siempre en su
cara; y de sus cuencas marchitas, se escapaba una mirada incierta llena
de lamentaciones. Era infeliz, y eso era evidente.
—¿Abusaba de ella? —pregunté yo.
—Por supuesto. En varias ocasiones creí que la mataría ya que ella
se negaba a complacerlo. El señor Pedro es un hombre autoritario de
fuertes convicciones; siempre la obligaba a realizar actos bastantes
denigrantes siendo la gran mayoría fetiches y parafilias que
destrozaban el límite humano y que iban más allá de la sodomía, las
bestiales golpizas y la dominación por medio del forcejeo.
—No creí que usted supiera de eso.
—Vamos detective, soy humilde pero no ignorante. Estoy
consciente que para él todo eso era un alimento invisible que satisfacía
su libido morboso; un teatro demoníaco que siempre complacía su ego
hambriento de maldad y de dolor.
—¿Entonces usted supone que las circunstancias en las que
encontramos a Ofelia no fue más que una fantasía que se salió de
control?
—Es muy posible. Les sugiero que vayan de nuevo a la mansión y
registren una habitación del ala oeste. Ahí seguramente encontrarán las
cosas que no se llevaron la vez anterior. ¿Quiere tomar algo detective?
Puedo ofrecerle un café de olla o un té.
—Es usted muy amable. Creo que un café me vendría bien.
En cuanto me quedé solo, comencé a inspeccionar
meticulosamente el entorno con la finalidad de descubrir alguna otra
pista. Maxim me había hecho dudar sobre el hecho de que Maldonado
sabía más de lo que aparentaba; y en cierta forma, yo mismo comencé a
apoyar dicha idea. A decir verdad, mi mano que ahora escribe estas
memorias no me dejará mentir sobre el temor inconmensurable que
sentí poco después de haber ingresado a esa casa; una sensación de
incomodidad inaguantable se retorcía dentro de mi tal cual vórtice
demoníaco. Tal vez sería mucho exagerar si digo que la mujer ansiaba
retenernos; a estas alturas, cualquier malinterpretación del lenguaje
corporal me ponía en un estado de alerta.
Poco después de hurgar entre sus pertenencias, un desarreglado
ropero de maderas quebradizas captó mi atención, porque sobre él, se
hallaba un artefacto muy inusual; y en cuanto lo sostuve, mi corazón se
detuvo al percatarme que se trataba de la misma herramienta con la
que habían marcado la espalda de Ofelia. Estaba hecha de una extraña
aleación metálica y su punta era ese asqueroso y repugnante símbolo.
¡Dios mío! ¡En verdad era como tener un atizador para ganado entre los
dedos!
De pronto, un desmedido escalofrío me recorrió por completo la
espina dorsal, e inmediatamente, sentí el abrazo del filo del acero
introducirse en mi abdomen. Alguien obstruía mi boca con su mano,
motivo por el que me fue imposible gritar; y en cuanto sentí que mi
sangre salía a borbotones por mi herida, comprendí que el fin estaba
cerca.
—¿Por qué siguió interviniendo en los asuntos de los dioses,
detective? —Alcancé a distinguir la voz de Maldonado—. Ofelia quiso
entregarse a ellos con todo fervor, ansió que su carne fuese tomada y
deseó que la liberáramos de su sufrimiento. ¡Debería haber visto su
cara de éxtasis y escuchado sus gemidos de placer mientras la
despojábamos de su disfraz terrenal! ¡Parecía que la matábamos,
parecía que la mutilábamos, pero en realidad, la estábamos salvando!
Espero que comprenda porque no puedo dejarlo ir; usted y su
compañero representan una amenaza para nosotros. Será una muy
buena ofrenda para Su Majestad, ya lo verá, a pesar de que no se haya
ofrecido como voluntario.
Instantáneamente, sentí cómo la mujer introducía con más pasión
el cuchillo dentro de mí. Algunos expertos dicen que un asesinato
cometido con un arma blanca suele ser mucho más vehemente y
personal; y en efecto, esta no era la excepción. Poco a poco todo se fue
nublando. Las cosas perdían su color y su forma y pronto me quedé sin
fuerzas. Me derrumbé sobre el piso de concreto y mis manos no
paraban de tocar la lesión. Me espantó el hecho de que, entre toda la
viscosidad, pude distinguir algunas de mis entrañas como el hígado y
los intestinos; sinceramente, aquello me hizo recordar una ocasión en
la que auxilié a los miembros de una pandilla que también habían sido
apuñalados bajo circunstancias equiparables. Irónicamente, jamás
pensé que yo iba a terminar igual.
De la nada, un bulto en llamas salió disparado desde la otra
habitación, dando la impresión de que alguien, con una fuerza
desmedida, lo había arrojado con facilidad. El estruendo que se generó
luego de que éste se estrellara contra los muros fue lo que detuvo mi
agonía, y siendo honesto, yo mismo estaba expectante ante lo sucedido;
tanto, como para olvidarme de mi propia muerte. Lo último que miré
antes de cerrar los ojos fue a Valverde saliendo de la habitación
ostentando un paso y una actitud de altanería; exactamente ahí, el
distintivo de monarca que le había adjudicado al inicio de esta historia
tomó más relevancia. Habiéndome abandonado para ir a echarle un
vistazo al enorme brasa —cuya misteriosa identidad revelaré pronto—,
Maldonado giró y contempló con horror al detective.
—¡Tú… Tú… Tienes esa horrenda cicatriz! ¡La reconocería en
cualquier lado! —Gritó ella con desesperación—. Me dijeron que me
cuidara del hombre que poseyera un rostro como el tuyo ¡Cómo no me
di cuenta antes que eras descendiente de aquél legendario sacerdote
que logró sobrevivir a La Corrupción!
—Porque eres un pedazo de mierda cuya sed bestial no te permitió
ver más allá —dijo Maxim—. Ahora dime, ¿dónde están tus hermanos
del Rito de La Primavera?
En ese preciso momento —y juro por Dios que jamás lo olvidaré—,
admiré la manera tan espectacular en la que el cuerpo de mi compañero
fue rodeado por un resplandeciente manto de flamas, al mismo tiempo
que se acercaba de forma amenazante hacia la bruja. Y como si el
destino hubiese deseado vetar el hecho que posiblemente habría
aclarado todas mis dudas, el aliento comenzó a faltarme casi al instante
y un sopor eterno se fue adueñando de mí. Después de eso, no recuerdo
nada más, salvo la vaga sensación de que alguien me tomaba entre sus
brazos y me decía: «Por favor, resiste… ¡Resiste!».
7

-D
e nuevo nos encontramos aquí —dijo Maxim parado
al pie de mi lecho al mismo tiempo que yo
recobraba mis estímulos—.
—¿Estoy muerto? —pregunté con una mirada vacua dirigida hacia
el techo de una habitación que no reconocía.
—No. Estás a salvo en mi apartamento.
—¿Qué fue todo eso Maxim? Las flamas, la sangre y yo siendo
acribillado por Maldonado.
Tras unos segundos de silencio, mi compañero contestó:
—Siento haberte involucrado en todo esto, Horacio. Esta es una
lucha muy personal, muy mía; pero se ha salido de control gracias a
toda la inmundicia que existe allá afuera. Quizás algún día lo
comprendas todo con más claridad. La humanidad tarde o temprano
tendrá que saberlo.
—¿Y Maldonado?
—En la cárcel. Confesó haber sido la autora del homicidio de
Ofelia en compañía de ese criado lunático.
—Supongo que también está pagando por ello.
—No. Le fue… imposible sobrevivir… Lo encontraron carbonizado
en… bueno, tú ya sabes dónde. Considero que lo viste chocar contra la
pared mientras todavía ardía.
En cuanto reparé que mi abdomen no tenía ni un sólo rasguño,
rápidamente me sentí embargado por una sensación de asombro; ni
una marca o cicatriz podía advertirse siquiera. Olía mucho a incienso y
un puñado de veladoras de distintos colores se consumían a mí
alrededor.
—No me preguntes qué fue lo que hice. Agradece a Dios el que
tienes una nueva oportunidad de seguir en este mundo —dijo mi
centinela—.
Cuando creí que por fin todo había concluido, un teléfono celular
sonó con desesperación; y tras la sacrílega exclamación de «¡Cómo!»
por parte de mi compañero y salvador, emprendimos el último viaje de
nuestra singular aventura.
Epílogo

-C uando fuimos a buscarlo ya no se encontraba en su


celda —nos comentó uno de los guardias de la prisión
en donde teníamos encerrado a Clouthier—.
Comenzamos a buscarlo por todas partes; recorrimos cada uno de los
niveles de las instalaciones hasta que encontramos noqueado a uno de
nuestros compañeros cuyo juego de llaves había sido robado.
Revisamos las cámaras de seguridad y nos enteramos por las imágenes
que el prisionero había escapado a través del acceso principal.
No pasó mucho tiempo para que identificaran a nuestro prófugo
de la justifica luego de que las autoridades hubiesen hecho públicos los
acontecimientos. Una persona que vivía en la zona colonial, muy cerca
del cementerio municipal, aseguró haber visto al médico merodeando
por los alrededores; y poco después de haber profanado la tierra
sagrada, lo que encontramos realmente nos revolvió las entrañas.
El velador estaba inconsciente sobre una de las lápidas,
abrazando una cruz de hormigón como alguien que se aferra a la vida.
A pocos metros, advertimos una tumba profanada, que tras una
observación más cercana, reparamos que se trataba, ni nada más ni
nada menos, que la de Ofelia… ¡La mismísima Ofelia que habíamos
encontrado cercenada hace más de una semana! Posteriormente,
escuchamos unos bramidos impetuosos emergieron desde el interior
del sepulcro; era un sonido tan malsano, que podría haber incomodado
a cualquier héroe homérico. Y en ese mismo instante, bajo la
decreciente luz lunar, distinguimos horrorizados al propósito de
nuestras pesquisas: Clouthier, totalmente desnudo, cubierto de lodo,
con espuma en su boca y con un semblante abrumador, se hallaba
practicando el tan ruinoso y detestable acto de la necrofilia con el torso
inerte e infecto de su mujer, pues tal y como nos lo había advertido
Carlos, la brusquedad del coito había alterado la reconstrucción. El muy
asqueroso estaba acariciando con vehemencia esos marchitos senos que
le impedían distinguir la vida de la muerte; sus expresiones faciales
dejaban ver claramente su lujuria y su perversidad. Soy incapaz de dar
una explicación científica para lo ocurrido; posiblemente se deba a su
severa obsesión relacionada con el sadismo o con algo que yo ignoraba.
Lo único que me dijo en cuanto lo deposité de nuevo en su celda fue que
el olor acre de la tierra y la putrefacción despertaban en él unos
inaguantables deseos de ultratumba. Estará encerrado por algunos
años; bien sabemos que la necrofilia es ilegal en esta parte del país.
Antes de abandonar la galería de los condenados, percibí un
intenso olor a carne calcinada de uno de los sectores; el mismo en
donde se supone que Maldonado pagaba por sus delitos. Corrí tan
rápido como pude, pues creí que un incendio estaba por destruirlo todo;
no obstante, únicamente distinguí la oscuridad y la fragancia de los
barrotes oxidados sin que ningún ente fulgurante osara interponerse en
mis ojos. Aun así, ese hedor seguía ahí y era más potente que antes. El
único preso que yacía ahí era la perversa mujer; los guardias se
asqueaban ante su sola presencia hasta el extremo de negarle los
sagrados alimentos. Entonces, distinguí dentro de su celda una especie
de fango espeso y nauseabundo, y después de acercarme más, me di
cuenta que eso no era ni polvo o suciedad en exceso; era carne
chamuscada de entre la que destacaban algunos huesos y otras partes
humanas incineradas.
Todos los crédulos supusieron que la muerte fue a causa de la
combustión espontánea debido a la ausencia de combustible y fósforos
en los alrededores —salvo el oxígeno—. Era obvio que algo extraño
había sucedido; se trataba de una escena de incendio inusual. De
haberse tratado de algo más común, toda la celda también hubiese sido
afectada y resultaba muy raro que lo único dañado haya sido el cuerpo
de Maldonado. En ese momento comprendí que el autor de aquella
atrocidad sólo podría ser una persona: Maximiliano Valverde, el
detective mayor del departamento. Aun con todo eso, decidí mantener
la boca cerrada ya que nadie iba a creerme ni una sola palabra. En
cuanto contemplé las estrellas de esa misma noche, mi mente no dejaba
de preguntarse en qué clase de situaciones me vería envuelto más
adelante en compañía de ese siniestro detective.
Mi nombre es Francisco N. Rojas. Soy
originario de la ciudad de León, ubicada en
la provincia de Guanajuato de la República
Mexicana. Algunas de mis participaciones
literarias engloban un concurso de poesía
religiosa a nivel local, la incursión de mi
relato «En compañía de la muerte» dentro
del número 7 de la revista «Vuelo de
Cuervos», la aparición de mi relato «Nocturna demacración», dentro del blog
de la revista «Fantastique» para su especial de vampiros, una participación
dentro de la antología splatterpunk «Gritos Sucios» de Ediciones Vernacci y mi
usual colaboración como columnista dentro de la revista «Penumbria», con la
sección de reseñas «La Cueva» (que también están en Youtube), así como
también una aparición dentro de la antología digital «Penumbria 46» con mi
relato «La Tlanchana o la sirena en desgracia».

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