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Marina

(o El libro de los amantes)

Analía Pinto
Gerardo
(o El auto rojo)

13 de noviembre
Las chicas dicen que estoy loca, que no hay ningún auto rojo, que es todo un invento mío y
que yo siempre tengo que estar llamando la atención, pero es verdad: hay un auto que me
espera a la salida del colegio. Y me espera a mí, porque una vez que yo paso el auto arranca y
desaparece hasta el otro día. La única que me cree es Luli. Las otras taradas no lo ven porque
son unas envidiosas, eso es lo que les pasa (“Marina lee tantas novelas que al final ve
visiones, jajaja”). El auto me espera a mí, ya van a ver.

15 de noviembre
¡Yo tenía razón!
Hoy, cuando salí del colegio, el auto rojo estaba de nuevo a la vuelta del cole y esta vez el
dueño estaba sentado sobre el capot, con sus piernas estiradas, muy tranquilo pero expectante
también. Yo pensé: ¡me está esperando a mí!, aunque tuve miedo de que, en realidad,
estuviera esperando a otra. Igual, decidí pasar por al lado a ver qué hacía. Cuando llegué cerca
de él, el tipo me dijo “Hola, preciosa”, y yo casi me muero. Apenas si le pude decir “Hola” y
enseguida estábamos caminando juntos. ¡Yo no entendía nada! Me preguntó cómo me
llamaba y me dijo que era muy linda. Creo que me puse de todos los colores, es la primera vez
que alguien me dice algo así… Me dijo que se llamaba Gerardo, me acompañó hasta la parada
del colectivo y me pidió de vernos mañana a la salida. Le dije que sí, aunque no sé qué onda.
¡Vieron, taradas, que yo tenía razón!

17 de noviembre
A Luli se lo conté todo, a las otras idiotas no. No quise porque seguramente iban a pensar
que soy una tonta y que no tiene nada de malo estar con un hombre, pero no sé...
Lástima que pasó lo que pasó, porque era tan lindo… Seguro que me llevaba veinte años o
más, tenía unas cuantas canas y bastantes arruguitas al costado de los ojos. Pero, ¡qué
hombre! Botas tejanas alucinantes, jean, chaleco negro y una camisa blanca que le quedaba
espectacular. ¡Y el auto! Qué auto, por Dios… Las estúpidas de mis compañeras no me
querían creer cuando yo les decía, pero ahí estaba la cupé Fuego color rojo, alucinante,
reluciente, recién salida del infierno. Y adentro todo olía a él y su perfume: Old Spice, el
mismo que usa papá. A él se le sentía diferente, más fuerte… más penetrante. Todavía puedo
olerlo en mi guardapolvo.
Me pasó a buscar como habíamos quedado, yo salí antes de que tocara el timbre, no me
aguantaba más, y él, cuando me vio, abrió la puerta del auto y yo subí de una, sin pensarlo.
Me preguntó adónde quería ir y no supe qué contestarle, así que arrancó y enseguida
estábamos en una cortada, cerca del río, creo. Y ahí el corazón me empezó a taladrar el pecho,
me imaginaba lo que iba a pasar, pero como nunca me había pasado, no sabía cómo iba a ser y
estaba re nerviosa. Yo que me quejaba porque ya estoy en cuarto año y todas mis compañeras
ya estuvieron con algún pibe y yo nada, ni un piquito, y ahora un poco más y… pero me
adelanto.
La cosa es que frenó el auto, apagó el motor y me empezó a mirar: más bien a desnudar el
cuerpo con la mirada —tiene unos tremendos ojazos negros—, y entonces me dijo “Marina
era tu nombre, ¿no?”, yo asentí, y agregó que era muy hermosa y que le gustaba mucho y
¡bum…! ¡Me besó! ¡Así, de una! Yo no sabía qué hacer, me quedé durita, y él me besaba cada
vez más fuerte, me acariciaba, después me mordía los labios, el cuello, el pelo, no sé, estaba
enloquecido, y yo, nada, seguía sin reaccionar, asustada, azorada, maravillada, todo eso junto,
y él me tocaba…
Nadie me había tocado así nunca.
Era hermoso, muy hermoso, esa lengua grande y áspera metiéndose en mi boca, esas
manos que me recorrían con tanta urgencia, pero me asusté, me asusté y me quise ir, no quise
que siguiera ni tocándome ni besándome y me tiré para atrás, le dije que era muy tarde, que
me tenía que ir a gimnasia… Entonces él me dijo “yo te llevo” y, sin que me diera tiempo a
nada, agregó “pero antes mirá cómo me dejaste” y me agarró la mano y se la puso en el… en
el coso y estaba cada vez más duro y no la soltaba y yo me quería ir, me dio todavía más
miedo, lo miraba y no lo podía creer, tan lindo y con esa cosa tan dura y caliente… Tenía
tanto miedo que no sé cómo me zafé, abrí la puerta y salí corriendo.

Cuando llegué a gimnasia, la clase ya había empezado y las chicas no paraban de


preguntarme dónde me había metido, por qué no las había esperado y ¡yo lo único que quería
era quedarme a solas con Luli para contarle! Al final ella me dijo que hice bien en irme
porque si no me sentía segura no tenía por qué estar ahí ni hacer nada con él. Puede ser, qué
sé yo. Aunque ahora que lo pienso, un poquito me arrepiento, ya no me produce tanto espanto
lo que toqué, capaz que ni le toqué nada, no sé…
Anoche soñé con sus besos: me dejó toda la boca dolorida, qué guaso.

3 de diciembre
El otro día lo vi al grasa ese de Gerardo. Su auto estaba estacionado enfrente de otro
colegio, creo que el Ausonia, y vi a otra boluda subiéndose. La verdad es que me dio un poco
de celos: digan lo que digan las idiotas de mis compañeras, al fin y al cabo, el auto rojo
siempre me había estado esperando a mí.
También me pregunto hasta dónde llegará con la otra…
Julián
(o Viaje de egresados)

Bariloche, al fin.
Diez días lejos del colegio, de su casa, de su familia y de todo, excepto de sus compañeros.
El viaje de ida resultó interminable para Marina. La estancia en el hotel se vio constantemente
interrumpida por las infaltables excursiones, a las que todos debían ir sin excepción. No
obstante, deslizarse en la nieve era divertido. El frío no resultó un impedimento, contra lo que
pensaba. Por las noches, la cita obligada eran las discotecas, llenas de chicas y chicos de su
edad, que bailaban —patéticos— al ritmo de una música que ella detestaba.
Sólo faltaban cuatro días para volver, lo peor había pasado ya. O eso creía.

Grisú apestaba de gente esa noche. Marina se desplazaba con dificultad en busca de un
trago. Infinidad de cuerpos se agitaban en la pista, también en los reservados. Uno de sus
compañeros, de los menos agraciados, había intentado besarla la noche anterior y Marina
rogaba no cruzárselo: no tenía ganas de volver a explicar lo inexplicable. Transcurrió un buen
rato hasta que un barman la atendió. Pidió un vodka con jugo de frutilla, el trago que más le
había gustado hasta el momento. A su lado se apretujó alguien que gritó “lo mismo”. Marina
lo miró, era lindo. “Copión” le dijo. Él le sonrió. Les sirvieron sus tragos y brindaron. Fueron
a sentarse en un sector alejado de la pista principal.
La música retumbaba. Las luces giraban.

—Me llamo Julián, ¿y vos?


—Marina.
El vodka no estaba lo suficientemente rebajado, por lo que lo tomaba en sorbos muy
pequeños.
—¿Estás sola?
—Sí.
El jugo de frutilla era excesivamente dulce. No obstante, la temperatura era la adecuada.
—¿Cuándo llegaste?
—Hace unos días ya.
Julián debía llevarle varios años. Marina sonreía mentalmente.
—Sos coordinador ¿no?
—Sí. ¿Se nota?
Rieron.
—Estoy esperando un contingente. Mientras tanto…
—Te divertís.
—Exacto.
Volvieron a reírse.
—¿Y qué te parece Bariloche?
—Qué sé yo… ni fu ni fa.
Marina bebió un sorbo más prolongado de vodka.
—¿No te divertiste mucho hasta ahora?
—No, la verdad que no.
Julián la miró intrigado.
—Qué raro… Una chica tan linda… será que no conociste a las personas indicadas.
—Puede ser.
—¿No te gusta bailar?
—No me gusta esta música. Bailar me encanta.
—Qué loco… quiere decir que no te dejás llevar por lo que está de moda… Linda e
inteligente: ¿cómo es posible que no la estés pasando bien?
Marina sonrió.
—Tampoco es para tanto. Ya sabía que me iba a tener que aguantar este ruido y qué sé yo.
—Ah… y decime ¿no te gustaría igual bailar conmigo?
El vodka estaba llegando a su fin.
—Bueno.

Julián la remolcó hasta la pista principal. La música ensordecía, las luces encandilaban.
Decenas de cuerpos se estremecían a su alrededor. Marina trataba de captar el ritmo y
moverse en consecuencia, a pesar de que aborrecía lo que estaba sonando. Julián la abrazó por
la cintura, la recostó contra su cuerpo y le dijo algo que no entendió. Maldijo haberse puesto
una pollera esa noche. Sus compañeras de habitación la habían convencido de que “tenía que
mostrarse” y de que con la polera negra de lycra, la mini de leopardo “le quedaba
espectacular”. Julián era bastante alto y tenía el pelo castaño claro, con algunas mechitas
rubias, “teñidas seguramente” pensó Marina. La abrazaba sin miras a soltarla: impuso el ritmo
de la danza, hasta que se detuvo y sin mayores preámbulos la besó.
Sus besos eran tiernos, su lengua juguetona, sus labios suaves y carnosos. Marina deslizó
sus manos en su pelo y abrió aún más la boca. Él se pegó a su cuerpo y sus manos bajaron
raudas por los muslos, apenas cubiertos por la pollera y por las medias opacas. Los besos
crecían como aludes en la montaña. Las manos de Julián seguían acariciándola sobre la
pollera y ella seguía besándolo, abriendo más la boca, atreviéndose a jugar. La música, las
luces habían desaparecido.
Pero la pollera se subió, impulsada por la manos de Julián. Marina trató de detener el
avance y él se aplastó aún más contra ella. Las medias entonces se rompieron, desgarradas por
los dedos inquietos de Julián, que se abrieron paso bajo la bombacha. Ella quiso zafarse, pero
él seguía reteniéndola: maldición, sus brazos eran musculosos. Los dedos la hurgaban, torpes;
intentaban penetrarla pero desconocían el terreno. Desalentados, abandonaron por un
momento su cometido. Ella volvió a tratar de zafarse pero él no la dejó. Con su mano le corrió
lo que quedaba de las medias y la bombacha. Marina, advirtiendo lo que se proponía, le gritó
“no, así no” y empujándolo, logró zafarse al fin de él.
La música seguía ensordecedora, las luces enceguecían.

Salió del baño luego de acomodarse la ropa y lavarse las manos y la cara, aunque se le
corriera la pintura. Se arregló un poco el pelo y rogó que las medias resistieran hasta llegar al
hotel. Indecisa entre retirarse en ese momento o esperar a alguna de sus compañeras, volvió a
dirigirse a la barra, con la esperanza de encontrar a algún conocido en el camino. Nadie a la
vista, excepto el compañero que la noche anterior había querido besarla. Marina lo ignoró y
pidió una cerveza. A lo lejos divisó a un grupo de compañeras que no tenían la menor
intención de irse. Bufó y se dirigió al sector más alejado de la pista principal, donde no hacía
mucho había estado con Julián. “Qué desubicado”, pensó. “Lástima, estaba re fuerte”, se dijo,
sentándose. Al rato, como si lo hubiera invocado, él apareció. Se sentó a su lado. Le sonrió sin
culpa alguna.
—Pensé que tenías ganas de divertirte…
—Hay maneras y maneras ¿no?
—La que yo te propongo es la mejor que conozco…
Marina lo miró sin decir palabra. Tomó un poco de su cerveza.
—Uh, disculpame… ya entendí, pensé que…
—Ya está. Dejalo así.
—No, disculpame, en serio. No soy un pendejo ¿sabés? Tus besos me mataron, pensé que
ya…
—Sí, ya sé. A mi edad todas lo hicieron. O eso dicen. Bueno, yo no.
—Está bien. Tenés que hacerlo cuando tengas ganas de hacerlo. No hay por qué
apurarse… Sinceramente, no pensé que podías ser… virgen.
—Bueno —sonrió Marina—, tan virgen no soy. Sé hacer algunas cosas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué cosas?
—Cosas…
—Me imagino… Tenés una lengua muy traviesa ¿sabías?
Marina se rió por lo bajo.
—¿Qué te parece si mañana a la tarde nos encontramos y vamos a tomar algo? ¿En qué
hotel estás?
Marina mencionó el hotel donde se hospedaba.
—No te puedo creer… yo también estoy parando ahí…
—¿De verdad?
—Sí, te juro. ¿Por qué no nos vemos en el bar a eso de las cinco? ¿Te parece? ¿O tienen
que ir a alguna excursión?
—No sé… pero supongo que podré zafar. ¿A las cinco en el bar?
—Sí.
—Bueno, está bien.
Julián la besó suavemente, le acarició el pelo, murmuró algo sobre su belleza y agregó:
—¿Me vas a mostrar alguna de las cosas que sabés hacer mañana?
Marina sonrió y dijo:
—No sé… puede ser.

A las cinco de la tarde, Julián no estaba en el bar del hotel. Marina se sentó en una mesa y
se propuso esperarlo un rato. Si en quince (a lo sumo veinte) minutos no aparecía, se retiraría
a su habitación. Le disgustaba esperar. El bar, recinto amplio de madera oscura, estaba casi
vacío a esa hora. Había algunos turistas y un matrimonio tomando la merienda. Ni un
adolescente a la vista. Ni un rastro de Julián. Marina se estaba aburriendo. Vino un mozo a
atenderla y ella pidió un té. No había mucho que hacer y ya eran cinco y cuarto. Y media se
iría. Cuando tomó el primer sorbo de té, Julián apareció zigzagueando entre las mesas. Estaba
agitado y venía con el pelo mojado. La besó en la boca y se sentó.
—Perdoname, tuve cosas que hacer y se me hizo tarde. ¿Hace mucho que llegaste?
—No…
El té tenía un sabor extraño. Las tostadas estaban ricas.
—¿Dormiste bien?
—Sí. Normal. ¿Y vos?
—Yo dormí muy bien. Y soñé con vos.
—Qué mentiroso.
—No, de verdad. Soñé con vos.
La mermelada de rosa mosqueta era exquisita. Sólo por ella valía la pena haber pedido la
merienda especial.
—¿Y qué soñaste, si se puede saber?
—Soñé que… que terminábamos lo que empezamos anoche.
—Mirá vos…
—No me digas que nunca soñaste cosas así.
La manteca era un poco pesada. El té se enfriaba.
—Sí, soñé cosas así, obviamente.
—¿Y nunca soñaste con tu primera vez?
—No, que yo recuerde.
—Pero, ¿cómo te la imaginás?
—No sé. Nunca me puse a pensarlo. O a imaginarme cómo sería.
—Y tus amigas ¿qué dicen?
Marina mordió su tostada. Tomó un sorbo de té.
—Qué sé yo… a una compañera le costó un montón… pero tenía un novio paciente. Otras
hablan maravillas. No sé. Es muy subjetivo ¿no?
—Subjetivo, qué palabra. Lo dicho, linda e inteligente.
—Y virgen.
—Bueno, no es un defecto ¿no? Además, tiene arreglo…
Rieron.
—No, en serio —dijo Julián—. Seguro que cuando estés lista lo vas a hacer y lo vas a
disfrutar mucho.
—Y vos… ¿cómo sabés tanto?
—Mirá, linda, no soy un nene, ya tengo treinta años. Hace siete que trabajo en esto. Hice
debutar a varias chicas, como te imaginarás... Por eso sé de lo que te hablo.
Marina tomó el último sorbo de té, definitivamente frío.
—¿Y te gusta?
—¿Qué cosa?
—Desvirgar… a una chica.
—Y… tiene lo suyo. Depende de la chica, en realidad. Tiene que estar lista. Con vos me
falló la intuición. Te juro que pensé que ya lo habías hecho varias veces. No te lo tomes a mal,
es un elogio si lo pensás bien.
Marina lo miró detenidamente. Le sonrió. A la luz del día era definitivamente lindo. Tenía
ojos claros. Las mechitas rubias se destacaban todavía más sobre el castaño claro del resto del
pelo. Vestía bien. Estaba bronceado. Tenía un arito en la oreja izquierda. Su sonrisa era
devastadora.
—¿Qué te parece si vamos a mi habitación, escuchamos un poco de música y seguimos
charlando?
—No sé. ¿Te parece?
—Sí, me parece que sí. Pero como quieras, no te sientas obligada.
Marina permaneció un momento en silencio.
—Está bien. Vamos.

Julián la hizo pasar a su habitación. Le señaló una caja con cassettes y le dijo que pusiera
lo que más le gustara. No había nada que fuera del agrado de Marina, pero para que el silencio
no fuera tan aterrador eligió algo al azar. El volumen estaba, de todos modos, bajo. Él se sentó
en la cama y la invitó a sentarse a su lado. Marina tuvo el impulso de negarse pero accedió.
—Y contame… ¿cuáles eran esas cosas que sabías hacer?
“Para qué habré dicho eso”, pensó Marina. Le daba vergüenza, no quería hablar.
Permaneció en silencio. Bajó la cabeza, no quería que Julián la viera.
—Sos mala ¿eh? No me podés decir una cosa así y ahora no contarme qué es… Dale…
Desde anoche que no hago otra cosa que pensar en vos… sos tan hermosa… Vení, dame un
abrazo. No tengas miedo, sólo un abrazo ¿sí?
Marina lo abrazó, con un poco de aprensión. Otra vez sintió su cuerpo firme, musculoso.
Sin más, Julián la besó, la reclinó sobre la cama, le acarició el pelo, la cara y siguió besándola.
Ella, de a poco, se relajó, soltó el cuerpo, dejó que sus manos vagaran por el cuerpo de él,
jugaran con su pelo, se detuvieran en su espalda.
—Qué divina sos… me volvés loco.
Marina no sabía qué decir. Se abrazaba a él, dejaba que su lengua saliera a jugar como la
noche anterior. Él la acariciaba, le levantaba el pulóver, introducía su mano entre la prenda y
la piel; despacio corría el corpiño, jugueteaba con sus pezones, ocluía los pechos de Marina
con su mano, luego con toda su boca. Ella sintió cómo su pelvis la presionaba y deseó tocarlo
pero le faltó valor para hacerlo: tenía miedo de lo que podría venir después, no sabía cómo se
frenaba esto ni si podría frenarlo. No estaba en un boliche o en un recital, donde siempre
había escapatoria.
—Hum… estás lista.
Marina lo miró, alejándose un poco de él.
—Sí… tu cuerpo me lo está pidiendo por favor. Pero si no querés, no lo vamos a hacer.
Ella volvió a abrazarlo y, liberada, se le subió encima y comenzó a desprender los botones
de su camisa.
—Bebé, ¿qué hacés…?
Marina siguió inmutable desprendiendo uno a uno los botones. A cada botón desprendido
depositaba un beso en el sector descubierto. El pecho de Julián era firme y velludo. A ella le
gustaba eso. La camisa quedó abierta. Lo ayudó a sacársela.
—¿Qué hacés, hermosa, qué hacés…?
Ella continuaba en silencio. Entre sus piernas lo sentía a Julián erecto. Lo empujó contra la
cama. Lo besó en el cuello. Él gimió. Se sintió alentada y lo siguió besando. De su cuello bajó
por su pecho. Saboreó cada tetilla y se entretuvo en la línea que bajaba hacia el pequeño pozo
del ombligo. Distraídamente bajó su mano y desprendió el botón del jean. Julián soltó un “sí”
largamente contenido y ella bajó el cierre. Metió su mano bajo el calzoncillo y él volvió a
repetir “sí”.
—Sí, chupámela, sí…
Marina corrió un poco el jean y bajó el calzoncillo lo suficiente para dejar al descubierto el
miembro. Desafiante, se encabritó frente a ella. Lo tomó en su mano. Acercó su boca. Sacó la
lengua y comenzó a deslizarla por su cálida superficie. Subía y bajaba y luego lo absorbía de
golpe. Succionaba y su mano acompañaba el movimiento. Él jadeaba. Pedía más. Ella
continuaba prendida a él, sobándolo con fuerza. Se sentía indescriptiblemente poderosa, como
cuando se lo hacía al noviecito que había tenido el verano anterior. Julián le corría el pelo, le
acariciaba los pechos y le decía “sí, así”. Marina sentía la sangre bullendo hacia el glande. Su
sangre también estaba bullente. Él le empujaba la cabeza con una mano, con la otra le sostenía
el pelo. Le advirtió, entre jadeos, que estaba por acabar y Marina lo recibió en su mano,
todavía no se animaba a tragar.
Después lo abrazó y descansó su cabeza en el pecho de él. Su corazón latía muy fuerte. El
suyo también.
—¿Esto era lo que sabías hacer, bebé?
—Sí.
—Qué bueno… sos una reina… Jamás me la habían chupado así, te lo juro.
Marina sonrió. La música seguía sonando a muy bajo volumen.

Para envidia de sus compañeras, Marina pasó sus últimos tres días en Bariloche en
compañía de Julián.
Estuvieron esas tres tardes juntos, en la habitación de él, ni bien ella se evadía de sus
compañeros y de las excursiones que todavía quedaban, para dedicarse a hermosos safaris por
el cuerpo de cada uno. Por las noches, sólo concurría a las discotecas para escabullirse a los
reservados con él.
La última noche, en la habitación de él, Julián le pidió a Marina que lo dejara sacarle toda
la ropa: quería guardar el recuerdo de su cuerpo desnudo. Ella le dijo que nunca había estado
completamente desnuda frente a un hombre, que le daba mucha vergüenza (no era cierto, pero
le daba vergüenza igual). Julián se lo pidió por favor. Le dijo que si se sentía más cómoda, él
también se iba a sacar todo. Accedió, un poco a regañadientes. Dejó que Julián la besara y le
fuera quitando lentamente todas sus prendas hasta quedar en ropa interior. Marina se sintió
cohibida, no sabía cómo ponerse ni qué hacer. Julián se deshizo rápidamente de su ropa.
—El calzoncillo sacámelo vos —pidió.
Parada frente a él, Marina se agachó y lo bajó muy despacio. Julián le dio la mano y la
ayudó a levantarse.
—Ahora sacate el corpiño y la bombacha.
Suspiró. Deslizó sus manos hacia atrás y desprendió el corpiño. Bajó los breteles y lo
retiró. Miró a Julián.
—Seguí.
Volvió a suspirar. Bajó sus manos hasta la bombacha y tímidamente la bajó hasta que
quedó flotando en sus pies. Julián se agachó y la retiró.
—Ahora sí. Dejame verte bien.
Julián miró largo rato el cuerpo de Marina. Detuvo sus ojos en sus pechos y luego los
acarició suavemente. Dio la vuelta y le rozó los glúteos. Volvió a pararse frente a ella y
deslizó su mano en la entrepierna de Marina.
—Hagámoslo, por favor.
—No.
La abrazó y la besó con fuerza.
—Por favor. Te voy a cuidar. Yo sé lo que estoy haciendo, dale, por favor…
—No, no.
Sin soltarla la empujó hasta tirarla en la cama.
—Shhh, te va a encantar.
Se le subió encima mientras la besaba y la mordía, descontrolado. Marina por momentos
estaba dispuesta a prestarse a ese frenesí y por momentos deseaba huir.
—Dejame ponerte la puntita… la puntita, nada más… no te va a doler, te lo prometo.
Marina seguía negándose pero, a la vez, no hacía nada por zafarse. Intentó masturbarlo. Le
propuso hacerle una fellatio, como todos esos días. Él se negó.
—Sólo la puntita… nada más.
Marina no dijo nada. Trataba de cerrar las piernas pero Julián había interpuesto una rodilla.
Él acercó su miembro a la vulva de Marina. La presionó despacio, pero ella gritó.
—No grites, tonta. No pasa nada.
Volvió a insistir. Ella volvió a gritar.
—Shhh… no grites.
Julián le tapó la boca y volvió a presionar con el extremo tenso de su pene. Marina se
retorció, se desesperó y le mordió la mano con la que le tapaba la boca. Julián aflojó la
presión.
—Está bien. Calmate. No querés, listo… No puedo obligarte.
Marina se relajó. Acalló como pudo el llanto. Julián amagó retirarse pero, en cambio, la
embistió más fuerte. Marina sintió que todos los músculos de su cuerpo se contraían al
unísono y gritó aún más.
—Bueno, bueno… Shhh, shhh… Aguantá un poquito, ya está, mirá, ya entró…
Ella volvió a retorcerse: sentía una horrible opresión en su sexo. Volvió a gritarle que no,
que no quería. Julián no la escuchaba. Seguía presionando, seguía haciendo fuerza con su
pene. Volvió a taparle la boca con una mano y Marina volvió a mordérsela. Julián no la retiró
esta vez.
—Calmate, bebé… ya está, mirá, ya está.
Marina no quería ver. Seguía retorciéndose bajo el cuerpo musculoso de Julián. De nuevo
mordió su mano lo más fuerte que pudo. Esta vez a Julián le dolió y se tomó la mano mordida
con la otra. Marina aprovechó ese instante para empujarlo con todas sus fuerzas y levantarse
de la cama. Gritó que así no quería hacerlo y juntó atropelladamente su ropa.
—No, no, quedate, por favor. No hacemos nada, está bien, pero no te vayas… Es la última
noche… mañana no nos vemos más… por favor.
Marina se sentó en el borde de la cama abrazada a su ropa. Quería llorar. Julián la abrazó.
Le pidió se quedara así con él. Pero ella quería irse. Finalmente, tomó coraje, se levantó y fue
al baño. Dejó el bollo de ropa en la tapa del inodoro y se sentó en el bidet. Se tocó. Su vulva
estaba inflamada. Se lavó con agua tibia y se cambió. Al salir, Julián también estaba vestido.
Avergonzada, los ojos llenos de lágrimas, salió corriendo de la habitación sin decirle nada.

En el micro todos duermen. Por fin se terminó Bariloche. La costura del jean la lastima
como nunca: Marina ya no sabe cómo ponerse en su asiento.
Todavía faltan veinte horas para llegar.
Franco
(o Nunca me miraste)

Nunca me miraste.
Quiero decir, nunca me miraste como a un hombre. Yo siempre fui el tío Franco, el mejor
amigo de tu papá, un papá de repuesto. Si él no te podía llevar a la calesita, te llevaba yo. Si
necesitaban que alguien te fuera a buscar al colegio, el tío Franco iba y te compraba los
chupetines que a vos tanto te gustaban. Cuando nació tu hermanito y nadie te daba bola, el tío
Franco estaba ahí para jugar a las damas o resolver crucigramas.
Pero nunca me miraste.
Y creciste.
Tu hermano también creció, pero vos creciste más. Y de repente, pum, terminaste la
secundaria. El tío Franco te fue a despedir cuando viajaste a Bariloche, ¿te acordás? Ahí
tampoco me miraste. Pero me abrazaste y me dijiste que me ibas a traer ese chocolate alemán
que había cuando yo viajé a Bariloche, tantos años atrás. Te pedí que te cuidaras, que no
hicieras macanas —vos sabías a lo que me estaba refiriendo—. Y te reíste como una nena y te
subiste al micro. El tío Franco se quedó abajo, del brazo de su mujer, viendo cómo te ibas,
sabiendo que al volver no ibas a ser la misma.

Tal cual: cuando volviste, en la cara se te notaba algo raro. ¿No la habías pasado bien?
¿Algún pibe te había querido…? Te juro que lo mataba. Quería hablar con vos, pero no podía.
Estábamos todos en tu casa y habías traído regalos, pero el tío Franco se dio cuenta: algo no
andaba bien. ¡Qué eternidad pasó hasta que pude hablar a solas con vos! ¿Te acordás?
No me querías contar. Me decías que te daba vergüenza, que yo era como tu papá. Pero al
final me confesaste que habías tenido una “historia” con un coordinador y que no había
terminado bien, porque él no te respetaba “tus tiempos”. Sin contenerme te pregunté si había
pasado algo, y vos me confirmaste que algo había pasado pero no lo que yo estaba pensando.
Lo que yo estaba pensando era imposible de poner en palabras, así que me callé. Y vos
insististe: “No es lo que pensás, tío. No pasa nada. Todavía no…”. Y no terminaste la frase.
¡Qué alivio! Qué alivio, porque eso quería decir que yo todavía tenía posibilidades.
Todavía podía ser el primer hombre de tu vida.
Justo entró mi mujer —a la que nunca llamaste “tía”—, y ya no pudimos seguir hablando.
¡Pero qué feliz me sentía yo esa noche! No te habían desvirgado, aunque seguramente el pibe
ese lo habría intentado. ¡Qué hermosa! Vos no te diste cuenta de lo linda que te pusiste
después de Bariloche. No había pasado nada, y por eso te volviste la mujer más hermosa que
vi en mi vida.

Pero aunque yo hacía lo necesario para que me vieras, vos no me veías. No me veías a mí.
Veías al tío Franco. Al padre de repuesto. Al que te daba todo lo que tu viejo, con razón o no,
te negaba. ¿Qué podía negarte yo? ¿Quién era para negarte nada? ¡Y estabas tan linda! ¿Te
acordás? Me dijiste que te ibas a dejar el pelo largo hasta la cintura. Y yo te jodía con que te
ibas a parecer a Lady Godiva y que ibas a poder salir a cabalgar desnuda, cubriéndote sólo
con el pelo. “Sos loco, tío”, me respondiste, y seguiste haciendo no sé qué. Y yo me quedé
pensando en esa imagen tuya, desnuda. El pelo suelto. Largo. Salvaje. No sé qué o quién me
sacó de ese ensueño.
Pero no me veías, mi vida. Yo no era un hombre para vos: era una cosa, un familiar más.
No estaba hecho de carne. Mirabas a los chicos de tu edad, que apenas tenían dos o tres
pelitos en la barba. Que los fines de semana le mangueaban el auto al padre para venir a
buscarte. Que ni sabían cómo lograr que una mujer les dijera que sí. Pero a mí, que ya tenía la
barba bien larga, un auto que te encantaba y que sabía cómo lograr de una mujer lo que yo
quisiera, no me veías.

“¿Tan feo soy?”, te empecé a joder una vez que íbamos en mi auto, a ver qué me
contestabas. Me preguntaste por qué te decía eso, mientras mirabas distraída por la ventanilla.
Me pusiste en un aprieto, siempre fuiste muy viva. Enseguida te dije: “Porque a mí nunca me
mirás así”. “¿Así cómo, tío?”. “Así como lo miraste al rubio ese en el otro semáforo”. Te
reíste, pícara, y no me dijiste nada. Al rato volví: “¿Y? ¿Soy tan feo?”. Y me dijiste: “Basta,
tío. Seguí manejando”.
Volví a mi casa enloquecido: la forma en que me dijiste lo que dijiste quería decir que sí,
que me mirabas, que veías al hombre que había detrás del tío Franco, del amigo de tu papá
que te había visto crecer.

Esa alegría no me duró mucho, la puta madre, porque a la otra semana me enteré de que
estabas saliendo con alguien. Tu viejo me dijo: “Sale con un pibe que no me gusta nada, un
pelilargo”. ¡Ah, yo a ese hippón de mierda —después me enteré: era un “heavy” piojoso—
quería matarlo! Pero no podía decir nada, y entonces tercié: “Ya está grande, ¿no te parece?”.
Y tu viejo respondió: “Sí, pero… para mí todavía es una nena”.
Y yo, el tío Franco, el que te vio crecer, el que te regalaba las mejores Barbies, no pude
concordar con él. Ya no eras una nena, ya tenías todas las formas de una mujer. Si hasta los
mismos ojos de ella tenías. Se te marcaba todo debajo de la ropa, aunque estuvieras de
entrecasa. Hasta la boca te había cambiado: pedía a gritos el beso, el mordisco, otros labios
sobre los tuyos. Los ojos miraban distinto. Ahora sabían distinguir un bulto entre la multitud,
sopesarlo, medirlo, fantasearlo. Te habías vuelto sinuosa, acogedora, más tibia que nunca.

Una tarde te escuché hablar con tu amiga Luli. Y volví a creer que tenía posibilidades y
que si hacía las cosas bien, entonces yo podría ser el primero al fin… Tenía que apurarme, el
pelilargo ese no iba a tardar mucho más en lograr que vos bajaras la guardia.
Ella te preguntaba qué hacía yo a cada rato por tu casa. “Es un amigo de mi viejo”, le
decías vos. La otra ladina volvió a la carga: que por qué me decías tío, si yo no era tu tío.
“No sé, desde chiquita le digo así”. “¿Viste cómo te miraba?”, insistió ella. Y vos, ángel
mío, le dijiste: “¿Cómo? ¿Cómo me miraba?”.
“Con una cara…”
“¿Cara de qué?”
¡No te dabas cuenta, mi amor, cómo te había mirado cuando pasaste adelante mío en
bikini! Te quería arrancar todo…
“Estás loca, Luli”.
¡No, mi vida, no! ¡Tenía razón tu amiga: te quería arrancar todo!
“Mirá si me va a mirar así… Para mí es como mi viejo…”.
Ahí hubo un silencio.
Después dijiste: “Aunque el otro día… no sé… Íbamos en el auto y lo miré y…”.
¿Y qué, mi reina, y qué?
“Y lo encontré lindo, ¿entendés? Si no fuera amigo de mi viejo… sería otra cosa, ¿no?”.
Y con ese “¿no?” repicándome en la cabeza, decidí que podía darme por satisfecho y
volver a la alegría anterior. Que tampoco duró porque después todo se me vino abajo, aunque
vos ni siquiera te hayas enterado.

Hacía calor. Habíamos comido asado en tu casa y yo te dije: “¿Vamos a buscar helado,
linda?”. Me dijiste que sí, siempre tan inocente, qué puede pasar si vamos a buscar helado con
el tío Franco, que es como mi viejo… Tu hermanito quiso venir y tu vieja lo frenó enseguida.
Mi mujer no se dio por enterada, siempre igual.
Nos subimos al auto y yo me hice el que no me acordaba dónde quedaba la heladería para
que vos me dieras indicaciones y me miraras y me encontraras lindo de nuevo… Tenías
puesto un shorcito de jean y la parte de arriba de la bikini, ¿te acordás?
Hacía mucho calor, yo estaba con unos bermudas, en cuero. Cómo sufría pensando que si
comparabas mi pecho con el del pendejo ese que estaba saliendo con vos —que esa noche no
vino, gracias a Dios—, el mío iba a salir perdiendo como en la guerra… Pero ya no me
importaba: estaba decidido. No eras una nena, qué joder, me habías visto al fin y me ibas a
seguir viendo.
Esa noche iba a ser la noche… Lo tenía todo pensado: iba a parar el auto a propósito,
diciéndote que con tanto calor se había recalentado y que teníamos que esperar un poco a que
se enfriara, o cualquier otra excusa por el estilo, y que mientras podríamos charlar de nuestras
cosas… Vos me ibas a preguntar “qué cosas” y yo te iba a contestar “de las cosas que siento
por vos…”. Me ibas a mirar sin entender y entonces yo te iba a decir que estaba enamorado de
vos, que te adoraba, que quería que fueras mía para siempre… Te ibas a reír, me ibas a decir
que estaba loco, como me habías dicho esa vez, y en ese momento yo iba a aprovechar y te
iba a besar muy muy suavecito y vos ibas a ceder, solita, porque iban a ser irresistibles mis
besos.
Y te iba a seguir besando así, súper despacio, súper suave, te iba a llenar de mí despacito,
te iba a inundar… No te iba a doler nada, ibas a derretirte toda conmigo —conmigo y no con
el roñoso ese—. Yo te iba a hacer mujer, con suavidad, como si fueras mi hija, porque yo te
conocía y ya sabía cómo eras, te había visto crecer, yo —y sólo yo— era el indicado… En el
auto, a oscuras, sin que nadie nos viera, ya tenía elegida la calle y todo… Vos no ibas a gritar
ni a ponerte nerviosa ni nada, porque ibas a estar conmigo y yo te iba a cuidar y a acariciar
tanto antes de llegar a donde ya sabés que sólo ibas a sentir un placer inmenso. Te iba a sacar
sin que apenas te dieras cuenta el shorcito, la bikini y me iba a zambullir, aliviado, en tu
cuerpo sedoso…
Te habías vuelto tan pero tan hermosa de repente, tan luminosa que todos te codiciaban.
Vos no te dabas cuenta pero todos te miraban con deseo: tanta carne fresca, nueva, nuevita,
sin estrenar y que ¡ahora iba a ser toda mía y de nadie más…!
Lo tenía todo planeado, sí, soñaba con eso, me lo imaginaba a cada rato, no podía dejar de
pensar ni un minuto en ese momento…, pero no pudo ser.
Estábamos llegando a la calle que yo había elegido con tanta anticipación, con tanta
delectación, cuando me dijiste: “Tío, ¿por qué no vamos a la otra heladería mejor? El helado
es más rico que en esta”.
Cuando escuché, por enésima vez, que me llamabas “tío” me di cuenta de que nunca me
miraste y de que ya nunca me ibas a mirar: yo seguía sin ser un hombre para vos. No era
nadie, no era nada, y vos nunca me ibas a mirar como al rubio del semáforo, ni como al sucio
de tu novio, ni como a tus futuros amantes porque yo era como tu viejo, era tu papá de
repuesto, era el tío Franco, el que te vio crecer...

Por eso dejé de ir a tu casa. Para no verte más y sufrir pensando en lo que harás cuando por
fin te des cuenta de que ya no sos una nena, de que sos una mujer hecha y derecha.
David
(o Mi primera vez)

Habían pasado cuatro canciones del disco que habían comprado a medias un rato antes,
cuando Marina sintió que la mano de David se le instalaba, presurosa, en un pecho y la otra en
su cuello, mientras él se le acercaba para besarla. Se dejó ir y le respondió del mismo modo,
tierno y delicado.
—Sos muy hermosa —dijo entonces David, con un tono de voz que a ella le pareció muy
sensual.
La música la transportaba tanto como la habían transportado los besos y entonces dijo:
—Vos también sos muy hermoso —y lo abrazó para que a él no le quedaran dudas.
Así transcurrieron otras dos canciones. Oscilaban al compás de la música y se detenían
para observarse. Marina se sobresaltó al pensar qué sucedería si su madre abría la puerta de la
habitación en ese momento, pero recordó que había tenido la precaución de cerrar con llave.
Volvió a aflojarse y David volvió a besarla, con más intensidad esta vez. Respondió invadida
de pronto por el deseo y temiendo a la vez no saber cómo domeñar tan urgente impulso. Las
manos de David viajaban por su cuerpo como la música, justo cuando ésta se detuvo: el disco
había terminado. Marina se desprendió de David y le preguntó si lo ponía de nuevo.
—Me encantaría, pero tengo que irme —respondió él.
—Llevalo, entonces.
—No, prefiero llevarme otra cosa —dijo, levantándose de la cama y abrazándola.
—¿Qué? —preguntó Marina.
—Tu teléfono.

Dos interminables días después, el teléfono sonó. Atendió su madre y le gritó desde algún
punto de la casa:
—Para vos: David.
Marina resopló por el reprobable comportamiento de su madre pero enseguida tomó el
teléfono de su cuarto y atendió. El corazón le saltaba.
—¿Hola?
—Sí, hola. ¿Hablo con la chica que me robó un disco el otro día?
—Sí.
—Ah, ¿y es la misma que también me robó varios besos?
—Sí, creo que es la misma.
—Bueno, menos mal. ¿Cómo estás, hermosa?
—Bien… ¿y vos?
—Muy bien. Con ganas de verte. ¿No querés ir al cine esta noche?
—No sé… Bah, querer quiero… No sé si podré zafar de mi vieja.
—Dale, inventate algo y a eso de las siete te paso a buscar, ¿querés?
—No, mejor esperame en la esquina, donde está el buzón.
—¿A las siete?
—Sí, a las siete.
—Bueno, te espero entonces. No me falles.
—No.
—Te dejo un beso.
—Otro.

Eligieron una película al azar. Marina ya sabía que era una excusa, así que no le importaba
si era de marcianos que invadían la Tierra o de policías corruptos de Nueva York. Se
acomodaron en sus asientos, charlaron un rato y antes de que las luces se apagaran y
comenzara la proyección, ya estaban besándose. David había dejado ahora la ternura de lado y
la penetraba con su lengua ávida. Moviéndola en pequeños círculos alrededor de la lengua de
Marina, la iba enloqueciendo sin freno. Ávida también, ella se desprendió de su boca y fue a
besarlo en el cuello y detrás de la oreja. La barba le hacía cosquillas y le encantaba. Sentía
cómo él le ofrecía su cuello mientras sus manos se posaban, prestas, en sus pechos.
La película ya había empezado y ninguno de los dos la estaba mirando. Se oía una música
tenebrosa de fondo, luego un grito, después una música frenética. “Debe ser una de terror”,
dijo David, y siguió besándola. Luego de un rato, tomó la mano izquierda de Marina y la
depositó en su bragueta. Sin soltarla, comenzó a moverla. Marina percibió su excitación y
continuó el movimiento ya con su mano liberada. Su otra mano estaba enredada en los rulos
de David y su boca prendida a la de él. Por un momento dejaron de besarse e hicieron como
que miraban la película, pero en realidad miraban cómo la mano de ella lo acariciaba a él y se
aventuraba a desabrochar el pantalón y luego a bajar sigilosamente el cierre, lo suficiente
como para que su mano cupiera allí, donde ya no había resquicio alguno.
David le sonrió de tal manera que Marina supo que estaba haciendo lo correcto y dejó que
su mano vagara por el nuevo territorio, todavía desconocido pero ya listo para su excursión.
Él tiró su cabeza hacia atrás, permitiendo que ella maniobrara más cómoda. Mientras lo
besaba en el cuello y en la barba, seguía acompasando los movimientos de su mano, algo
obstruidos por el pantalón y el calzoncillo. Aun así, se las ingenió para abarcar la mayor
porción posible del pene de David y entonces aceleró los movimientos. Él la tomó del pelo
por la nuca y la besó con furor al tiempo que eyaculaba sobre su mano y su propia ropa. Un
rato después se encendieron las luces, señal de que la película había terminado.

—¿Vamos a tomar algo?


—No puedo… Dije que a las ocho y media iba a estar de vuelta… Mi vieja me va a matar,
y encima tengo que cuidar a mi hermanito.
—Bueno… te acompaño entonces ¿sí?
—Sí, dale.

Faltaban pocas cuadras para llegar a la casa de Marina cuando David, imprevistamente, la
empujó contra un largo paredón y empezó a besarla con furor de nuevo.
—No, pará. Pará, que ya es tarde.
—No importa. Vení, dame un beso.
Seguía acariciándola, con más insistencia cada vez. Y aunque a ella le gustaba, estaba
inquieta porque sabía lo que se avecinaba en su casa.
—No, dejame, por favor. Me tengo que ir.
—Es un ratito nada más…
—No. De verdad, ya es tarde.
Sintió la presión del miembro. Tuvo ganas de repetir lo que le había hecho en el cine, pero
algo le decía que eso ya no iba a ser suficiente y prefirió seguir negándose.
—Hagamos una cosa —negoció Marina—: vení el sábado a mi casa.
—¿El sábado? No, el sábado no puedo… iba a ir con unos amigos a Cemento. Aunque…
¿no querés venir con nosotros? Tocan unos amigos de mi hermano.
—Bueno… llamame mañana y te digo dónde nos encontramos.
—Está bien. Dame un beso.
Marina le dio un beso leve y amagó soltarse.
—Un beso de verdad.

Ya en su habitación, puso música, cerró la puerta con llave a pesar de que su madre le
había dicho y repetido que no lo hiciera más, se tiró en la cama y trató de olvidar la repetida
discusión con ella. Siempre lo mismo, bah… Pensó que tendría que llamar a alguna de sus
amigas para que la cubriera el sábado, pues ya sabía la opinión de su madre respecto de las
salidas nocturnas. Internamente se rió de todas las veces que ya había burlado su vigilancia y
había ido adonde había querido. Se estremeció al recordar lo que había pasado en el cine con
David y decidió ponerlo por escrito.

En la puerta de Cemento había grupitos de gente, charlando y tomando algo con total
tranquilidad. Algún patrullero rondaba la zona y Marina no lograba recordar si había traído
los documentos. “No te preocupes” le dijo David al oído, mientras buscaban a sus amigos. Por
fin los divisaron en la otra esquina. Marina rápidamente hizo migas con la única chica del
grupo, Vanina. David le dijo “Ahora vengo” y se fue con algunos de sus amigos, dejándola
con ella. Charlaron un rato y luego caminaron hasta llegar a una estación de servicio. Fueron
al baño. Vanina pasó primero.
—¿Hace mucho que salís con David? —preguntó.
—No —dijo Marina.
—Es un buen pibe. ¿Dónde lo conociste?
—En una disquería —sonrió Marina al recordarlo—. Compramos un disco a medias.
Vanina salió del baño y le sonrió.
—¿Es la primera vez que venís a Cemento?
—Sí —dijo Marina, desde dentro del diminuto habitáculo.
—Está bueno, aunque a veces se pone bravo —agregó Vanina.
Salieron juntas del baño y retornaron a la esquina, donde David y los otros chicos ya
habían vuelto.
—Hola. Te extrañé —le dijo él y la besó. Marina percibió un regusto diferente en la saliva
de David, pero no se animó a preguntarle qué era.
—Vení, falta un rato para que empiece.
Se alejaron unos pasos, hasta la entrada de un edificio abandonado. David la empujó contra
la pared y la siguió besando. Tenía la lengua aterciopelada y con ese extraño sabor. Marina se
anudó a ese beso, lo abrazó frontalmente, dejó que sus manos se enredaran en su pelo. David
metió las suyas por debajo de la ropa y lentamente fue subiendo la remera y el pulóver hasta
dejar al descubierto los pechos, que fueron liberados de su encierro. Marina se sintió algo
incómoda pero no puso reparos. Se oían las risas de los amigos de David y más allá otras risas
desconocidas. Se oyó también el módico estruendo de una botella al romperse contra el piso y
Marina se sobresaltó.
—No te asustes —le dijo él riéndose—. Suele suceder.
Después de acariciarle largamente los pechos, comenzó a lamérselos y mordisqueárselos
con igual largura. Marina siguió aferrada a sus rulos: la sensación era devastadoramente
placentera. Luego, él volvió a besarla en la boca, al tiempo que comenzaba a desabrocharse el
pantalón. Marina tuvo un momento de pánico. Atinó a decir “no, acá no”; él no le hizo caso y
siguió besándola, oprimiéndole toda la boca y empujándola con su pelvis contra la pared.
Entonces, se sorprendió al notar el pene de David entre sus piernas: ya sus manos le habían
desabrochado el botón de su jean y se aprestaban a bajarle el cierre.
—No, no.
—Shhh… —siseó David y bajó de un tirón el cierre. Deslizó su mano bajo la bombacha y
acarició el sexo de Marina.
—Hum… qué rico… —murmuró.
Ella intentaba cerrar las piernas pero ya no era posible: él se las había interceptado con las
suyas y su mano seguía hurgándola. La sensación era demasiado intensa y Marina no se creía
capaz de soportarla. Quiso zafarse pero David no se lo permitió. Volvió a oprimirla con todo
su cuerpo y a penetrarla fragorosamente con su lengua. Marina se revolvía, incitándolo
todavía más. Intentó detenerlo: él no le hacía caso. Sentía cómo su miembro se frotaba contra
su vientre, cómo sus dedos se abrían paso, cómo comenzaba a humedecerse casi contra su
voluntad… hizo entonces un último intento por zafarse. David se detuvo. Sacó su mano de la
entrepierna de Marina y la olió. Su expresión se transformó unos segundos, y luego, otra vez
con ese tono de voz que a ella le resultaba tan sensual, le dijo:
—¿Qué pasa? ¿No querés coger conmigo?
—Sí… no… es que yo…
—¿Qué?
—Yo nunca… nunca lo hice —al fin lo había dicho.
Desconcertado, David se separó de ella. Le arregló la ropa y se arregló la suya.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—No sé… No pensé… No sabía cómo.

Salieron, algo aturdidos, de la entrada del edificio. Se dirigieron hacia la puerta de


Cemento, que aún permanecía cerrada. Cruzaron la calle y se sentaron en el cordón de la
vereda. Se veían retazos de empedrado en la calle. David la abrazó.
—No sabía. Perdoname. No me imaginé que…
—Ya sé. Pensaste que ya lo había hecho.
—Sí, francamente, sí.
Permanecieron un rato más en silencio. Nuevos grupos de gente se acercaban al lugar. Un
patrullero seguía recorriendo las inmediaciones. David sacó de su campera una botellita de
ginebra. Se la ofreció a Marina y ésta tomó un sorbo muy pequeño en silencio. David tomó un
buen trago y volvió a guardar la botellita.
—Me dejaste helado —le dijo a continuación—. Nunca estuve con una…
—Virgen. Sí, decilo.
—No me gusta esa palabra. No sos virgen, además. Estoy seguro de que no soy el primero
que te toca...
—Eso es cierto.
—Ves, quiere decir que no llegaste a tener una relación, nada más.
—Dicho así suena mejor.
Volvieron a quedarse en silencio. David la abrazó otra vez. La besó con dulzura. El sabor
extraño había desaparecido y ahora todo sabía a enebro.
—Te quiero preguntar algo.
—¿Qué?
—¿Querés, realmente, que yo sea el primero?
Marina guardó silencio. Bajó la cabeza. Luego lo besó y contestó:
—Sí, quiero.

El calor se estaba volviendo inaguantable. Marina tenía el pulóver atado a la cintura y la


campera en la mano. David saltaba al ritmo de la música y de tanto en tanto se detenía para
abrazarla y besarla. Marina tenía sed y de la botellita de ginebra ya no quedaba ni rastro.
Como pudieron se dirigieron a la barra y David pidió una cerveza. Los dos estaban
transpirados, con el pelo húmedo y toda la ropa pegada al cuerpo. Les dieron la cerveza y
fueron a sentarse en las gradas. David le cedió la botella a Marina, quien tomó un buen sorbo.
Luego él hizo lo propio. Dejaron la botella a un costado y se miraron.
—Estás todo despeinado.
—Vos también.
—Debo estar horrible.
—Imposible, estás hermosa.
La besó. Volvieron a tomar cerveza. Veían pasar a la gente en un estado tan o más
calamitoso que el de ellos. Pasaron dos de los amigos de David, que se detuvieron a hablar
con él. Él bajó unos escalones, les dio algo que tenía en el bolsillo de la campera y volvió con
ella.
—¿Por qué no vamos allá? —le propuso, y señaló una parte del local alejada del calor
humano y resguardada de las miradas indiscretas.
No le dijo nada. Cuando él se levantó y le dio la mano, ella la tomó y lo acompañó. Se
sentaron.
—Sos tan hermosa —le dijo—. No puedo dejar de pensar en vos desde que te vi en la
disquería. No me importa que nunca lo hayas hecho o que lo hayas hecho con mil tipos. Te
quiero para mí.
La besó más dulcemente que nunca. Marina sintió que se derretía. Sin que apenas se diera
cuenta, los dedos de David volvían a hurgarla, a explorarla con pasmosa habilidad. Era
imposible no sustraerse a su deliquio. Quiso corresponder de algún modo y bajó su mano
hasta desabrocharlo y entresacarle el miembro. Él la fue recostando sobre el asiento y ella lo
acarició como en el cine; enseguida sintió el impulso de hacer más y desprendiéndose de él, se
deslizó hasta quedar frente a frente con el miembro. Abrió la boca y lo sumergió en ella. Él se
estremeció y la tomó del pelo. La instó a seguir y ella siguió lamiéndolo, mientras lo liberaba
del pantalón y de los calzoncillos, hasta dejarlo en libertad, aprisionado sólo por su mano y
por su boca. David jadeaba, le murmuraba algo ininteligible con su tono sensual; luego le
pareció oír que le decía “putita”, cosa que la envalentonó aún más y continuó asida a él hasta
que la eyaculó en la boca. Su semen era tibio y dulce. Marina entrevió su sonrisa y se abrazó a
él.
Se quedaron así un buen rato. Luego se acomodaron la ropa y salieron del improvisado
escondite. El recital ya había terminado. Algunos de los amigos de David estaban en la puerta,
otros ya se habían ido. Marina quiso saludar a Vanina pero ella también se había ido.
Finalmente, se fueron a tomar el colectivo.
Amanecía.

El domingo por la tarde, tirada en su cama, Marina se puso a pensar en todo lo que alguna
vez había escuchado acerca de la primera vez: lo que decían sus compañeras del colegio, sus
amigas de la cuadra, las chicas de natación, sus primas más grandes. Pensó también en
algunas novelitas que había leído en las que la heroína sufría (ese era el término)
pacientemente los embates masculinos y nunca se decía si había gozado o no o qué. Pensó en
su amiga Luli, la cual siempre se había mostrado tan libre y desprejuiciada al respecto.
Recordó frases inconexas sobre el tema, oídas al vuelo en recreos, escuchadas con suma
atención en los vestuarios del club, apenas percibidas en conversaciones ligeras, yendo o
volviendo de la clase de gimnasia… “El tipo tiene que saber” era una de ellas. Recordó su
experiencia en Bariloche: el coordinador había dicho que sabía y sin embargo… David no
sabía. Al menos, había dicho que nunca había estado con una chica en esta situación. ¿Habría
sido una mentira para tranquilizarla? Tal vez. “Que no te acabe adentro” era otra de las frases,
a la cual alguien agregaba “no, si es la primera vez no pasa nada”. Marina no quiso detenerse
en este punto. Tenía, escondido entre la ropa, un libro explicando el ciclo menstrual y otras
“cosas de mujeres”: lo consultaría llegado el caso. “Duele” era la sentencia más común. Ya
sabía que dolía, con Julián le había dolido hasta decir basta. “Tenés que estar relajada para
que no te duela” era la frase que complementaba la anterior. ¿Y cómo saber que una estaba
relajada? ¿Era posible relajarse? ¿David se daría cuenta si ella estaba o no relajada? Este
punto también era complicado. “Es un dolor placentero” le había dicho Luli después de su
primera vez, ocurrida dos años antes. Marina se la había quedado observando. No terminaba
de captar eso del “dolor placentero”. ¿Sería posible algo así? Pensó en la sensación que le
había producido David al mordisquearle los pechos la noche anterior. Tal vez fuera algo así.
“No sentís nada, no sé cuál es la gracia” era otra de las frases, menos frecuentes. Marina creía
recordar que la había dicho una chica de natación, unos años mayor que ella. Si no se sentía
nada ¿para qué hacerlo? ¿Tal vez sólo los hombres podían sentir? Recordó que su madre en
más de una ocasión le había dicho que los hombres “tienen derecho a todo” pero que era una
quien debía “darles o no” ese derecho. Se preguntaba ahora cómo saber qué debía darle (o no)
a David. ¿Sería capaz de darle “todo”? ¿Y no le había dado algo ya con lo del cine y lo de la
noche anterior? ¿Y qué pasaría después? Recordó otra frase: “después no te dan ni la hora”.
¿Cómo que después no te daban ni la hora? ¿Podía un hombre ser tan desconsiderado?
¿Siempre pasaba eso o sólo después de la primera vez? Ya eran demasiadas preguntas y todas
permanecerían sin respuesta hasta que la dichosa “primera vez” sucediese.
Decidió llamar a Luli y contarle todo.

Pasaron cuatro espantosos días hasta que David la llamó. Cuando todos sus pensamientos
más funestos estaban por tomar cuerpo, sonó el teléfono y era él. Dijo que tenía muchas ganas
de verla, que había estado pensando en ella, que la extrañaba y que lo perdonara por no
llamarla antes, pero que había tenido unos días complicados. Marina lo disculpó
inmediatamente, le dijo que ella también había estado pensando mucho en él y que por qué no
venía a verla el viernes a la noche, ya que le sería imposible salir. David dijo que trataría de ir.
Volvió a repetir que la extrañaba y cortó. Marina se tranquilizó con el llamado y comenzó a
pensar qué se pondría el viernes.

Por fin sonó el timbre.


—Yo atiendo —gritó Marina y abrió la puerta, sin siquiera preguntar quién era.
David y todos sus hermosos rulos estaban allí.
—Hola, preciosa… —le dijo y acto seguido la abrazó y besó.
—Vení, pasá. ¡Acá no! —cuchicheó Marina, arrastrándolo a su habitación. Lo hizo pasar,
cerró la puerta con llave y le dijo que se pusiera cómodo. David se sacó la campera y
rápidamente se abrazó a ella.
—Te extrañé un montón —le dijo después de besarla largamente—. ¿Cómo estás?
—Bien —dijo ella—. Sentate.
Puso música y encendió el velador. Ambos se recostaron en la cama de Marina y
permanecieron un rato abrazados. Marina se dejaba envolver por el perfume que exudaba el
cuerpo y la ropa de David, mezclado con el aroma a hierbas de su pelo. Le acariciaba la barba,
esperando que él por fin dijera o hiciera algo; él permanecía allí con los ojos cerrados,
respirando quedamente y disfrutando de sus caricias. Decidió interrumpirlas para ver qué
pasaba.
—No dejes de acariciarme que me encanta —susurró él. El tono de voz ya se le había
transformado. Marina retomó inmediatamente las caricias y luego las acompañó de pequeños
besos en su frente y en sus mejillas. David al fin abrió los ojos, la abrazó muy fuerte y
comenzó a besarla con esa ternura que contrastaba tanto con la furia que lo acometía luego.
—Vamos a hacerlo despacio ¿sí? —le dijo a continuación—. No importa si sale bien o
mal, lo único que importa es que estés bien.
Marina le agradeció el gesto. Él se incorporó y la ayudó a sacarse la polera. Luego hizo lo
propio con su pulóver y volvieron a recostarse y abrazarse.
—¿Estuviste desnuda con un hombre alguna vez?
—No —mintió Marina.
David le comenzó a acariciar, por sobre la remera, los pechos. Los pezones se irguieron y
él empezó a mordisquearlos lentamente. Marina recordó lo del dolor placentero y pensó que
hasta aquí no había ni un ápice de dolor. Después de empapar completamente con su saliva las
salientes de sus pechos, él siguió acariciándola, recorriéndola con sus manos, hasta estacionar
una de ellas en su entrepierna. No intentó desabrochar el pantalón o bajar el cierre.
Simplemente la dejó allí, ahuecada, como conteniendo una paloma asustada. Marina notaba
que oleadas concéntricas de calor se dirigían hacia la mano de David, llamándolo e
incitándolo a más. Lo besó repetidas veces en la boca, buscándole la lengua, provocándolo y
él continuaba impasible, con su mano allí apenas rozando su carne sobre la tela fibrosa del
jean. Las olas de calor se intensificaron y entonces sintió que su vulva latía como un pequeño
corazón.
—Tocame —le dijo en voz muy baja.
Él le desabrochó el jean y descorrió el cierre. La ayudó a sacárselo y volvió a colocar su
mano en la misma posición que antes. Podía percibir la calidez que emanaba. David rozó
apenas la tela de algodón: la sensación fue devastadora.
—¿Querés más? —le dijo.
—Sí.
David se despojó de sus pantalones y dejó al descubierto su miembro. Lo introdujo entre
las piernas de Marina y comenzó a ejercer, suavemente, presión, al tiempo que lo frotaba
contra la prenda. Marina gimió, dijo que le gustaba mucho en el momento exacto en que la
boca de David se cerraba sobre la suya. Tras un segundo de vacilación, él corrió la bombacha
y presionó gentilmente su miembro sobre la vulva humedecida de Marina. Hizo un poco más
de presión y se detuvo.
—Estás mojada… —le dijo—. Me encanta.
Presionó un poco y luego más y más. Recién entonces algo se disparó en ella e
involuntariamente trató de cerrar las piernas. Empezó a retorcerse, estuvo a punto de gritar.
David quiso calmarla: Marina se debatía. Sentía un horrible dolor allí, en el mismo punto
donde segundos antes había sentido tanto placer. No pudo soportarlo y se contrajo aún más.
—No puedo, no puedo —gimió.
David no le hacía caso.
—No, no… no puedo… dejame —volvió a gemir.
—No seas tonta… Ya tenés la puntita adentro, mirá.
No quiso ver.
—Mirá, no seas maricona.
—No, no… Me duele, me duele —siguió.
Él seguía presionando.
—Ya sé que te duele, es un segundo. Enseguida va a pasar. Aguantá.
—No puedo, no puedo. ¡Basta, basta!
—Shhh… no te pongas histérica. Es un segundo…
—No —gritó Marina y trató de empujarlo.
David aflojó la presión y retiró su miembro. Ella lloraba.
—No llores, tonta, no llores.
—Perdoname —alcanzó a decir, entre sollozos.
—Shhh… ya está. Ya pasó. No llores.
Marina se agitaba, sin control. Él la abrazó y esperó a que por sí sola se calmara. La ayudó
a colocarse la bombacha, pero no le permitió volver a ponerse los pantalones.
—No —le dijo—, tenés unas piernas hermosas y yo no las conocía. Dejame verlas, por lo
menos.
A regañadientes, todavía agitada, Marina aceptó y le dio la espalda. David seguía
abrazándola. Su miembro se puso aún más tenso con el roce de las nalgas. Después de un rato,
la hizo dar vuelta, la besó y le dijo:
—¿Sabés con qué estuve soñando todas estas noches?
—No, ¿con qué? —dijo Marina, repuesta del llanto.
—Con lo que me hiciste en Cemento la otra noche… ¿te acordás?
Claro que se acordaba. Ella tampoco había podido dejar de pensar en eso. Se besaron larga
y despaciosamente. Luego, él murmuró “soy todo tuyo”, antes de que Marina bajara por su
pecho hasta su miembro. Ella lo tomó en su mano, como sopesándolo, y descubrió que era
más ancho de lo que pensaba. Era tan blanco como el resto de la piel de David, a excepción
del glande, rojo e hinchado. Una vena lo surcaba y podía sentir cómo la sangre afluía en
oleadas, como las que a ella la habían deleitado y sorprendido antes, con cada roce de su
lengua, con cada zambullida en su boca. Mientras, David le acariciaba los pechos y otra vez
ella sentía que su vulva latía, que su sangre también fluía efervescente por su cuerpo. Lo
lamía y relamía con pasión. Él volvió a decirle “putita” y ella volvió a sentir que eso,
extrañamente, le provocaba más ganas de seguir hasta el final. Envolvió con su lengua sólo el
glande, acariciando el resto del pene con su mano. David gimió, se agitó en la cama, volvió a
decirle “mi putita” y agregó “así, así” por lo que ella continuó del mismo modo, hasta que su
boca se colmó del dulce líquido ya conocido.
—Dame un beso —le dijo David, después del último estertor.
Sus lenguas se entrecruzaron y todo se volvió dulzura y tibieza. Se recostaron. Marina
jugaba con el pelo de la barba de David mientras se dejaba acunar por sus brazos.

Un rato después, David se sacó la remera, que aún llevaba puesta, y le pidió a Marina que
se sacara la suya. La abrazó y le preguntó si se sentía bien, si no era hermoso estar así con él,
si no quería volver a intentarlo y llegar hasta el final, hasta la máxima fusión de los cuerpos y
las almas. Marina respondió a todo que sí, pero agregó que tenía miedo, que le había dolido,
que no sabía…
—Dejate llevar… —murmuró David mientras le mordisqueaba un pecho. Ella ya no pudo
resistirse. Accedió a liberarse de la bombacha también.
—Sos más hermosa de lo que yo pensaba —dijo David al verla totalmente desnuda. Él
también le pareció aún más hermoso desnudo, aunque se abstuvo de decirlo. Sentirlo tan
próximo era indescriptiblemente perturbador. Le parecía estar desliéndose entera y por eso no
comprendía el dolor, el pánico que había sentido antes. David la recostó de espaldas y
arrancando en su cuello llegó, besándola, hasta sus muslos. Allí comenzó a abrirse camino
con su lengua y sus manos hasta que hundió su cabeza en la sedosa entrepierna. Ella gimió,
arqueó el cuerpo y él le tapó la boca con una mano, mientras con la otra abría los labios de su
vulva. Cuando su lengua se posó en la abertura, las manos de Marina se crisparon sobre los
rulos de David y un ramalazo eléctrico la recorrió de punta a punta. Él la ensalivó bien,
repetidas veces pasó su lengua por la carne rosada y tensa, cargó más saliva en el extremo de
su pene, otra vez abultado, y ejerció presión nuevamente. Ella volvió a arquearse. David la
inmovilizó colocando todo el peso de su cuerpo sobre ella. Presionó más y más a medida que
sentía que la carne cedía, que contra la tenaz voluntad de Marina el espasmo pasaba y los
músculos se relajaban. Ya la mitad de su pene estaba en el interior de Marina, cuando ésta
volvió a debatirse y estaba otra vez a punto de llorar. David retiró su pene rápidamente y con
el solo roce, se derramó sobre sus muslos.
—Disculpame —le dijo y se puso a buscar su ropa. Marina hipaba de nuevo.
—Cambiate —dijo después, y comenzó a vestirse.
Marina temblaba y lloraba, no era capaz de refrenar el llanto ni la vergüenza. David se
acercó y la abrazó.
—Tenés que serenarte —le dijo—. Así nunca vas a poder.
Marina no respondió: seguía llorando.
—Bueno, basta, ya pasó. Otra vez será.
Al verlo levantarse, Marina redobló el llanto y apenas balbució:
—No te vayas, por favor.
—Tengo que irme, hermosa. No puedo quedarme toda la noche.
Marina, luego de unos minutos, apaciguó el llanto y buscó su ropa. David la observaba
desde la silla de su escritorio. “Debe pensar que soy una nena”, se recriminó Marina.
—¿Me perdonás? —le dijo una vez vestida.
—No hay nada que perdonar. No se pudo. No importa. Ya saldrá.
—No me dejes, por favor. No quiero que sea con otro…
—No te voy a dejar. Mañana te llamo ¿sí?

Pero pasó una horrorosa semana antes de que David llamara. Marina sufrió lo indecible
durante esos días. Se reprochaba continuamente su comportamiento: no lograba entender por
qué su mente y su cuerpo no se ponían de acuerdo y le ahorraban la vergüenza y la
humillación de no poder ser, al fin, una mujer. Ya tenía dieciocho años, ¿cuánto tiempo más
iba a esperar?
Quedaron en encontrarse en un bar, lejos de su barrio. David le dijo que tenía que hablarle,
que era muy importante. Marina pensó lo peor: seguramente él la iba a dejar, no se iba a
bancar ni una “escenita” más. Con resignación, fue a su encuentro. No había casi nadie en el
bar. Él se destacaba por sus rulos y su barba y Marina lo odió por encontrarlo tan atractivo. Se
sentó y se extrañó de que él ni siquiera la besara. Evidentemente, era el fin. No entendía por
qué lo dilataba entonces.
—Mirá, estuve pensando mucho en lo que pasó la otra vez y llegué a una conclusión.
—¿Cuál? —preguntó Marina, afligida.
—Tenemos que intentarlo de nuevo, pero en otro lugar —bajó la voz y siguió—; en tu casa
jamás vas a perder la virginidad, por más que cierres la puerta con llave ¿me entendés?
—Más o menos…
—Mirá, tendríamos que ir a un lugar más tranquilo, donde estemos los dos solos, donde
nadie venga a molestarnos y donde puedas gritar y patalear todo lo que quieras.
Marina lo miró sorprendida. Lo había pensado, hasta Luli se lo había recomendado, pero
no creyó que eso pudiera funcionar para ella.
—¿Y vos pensás que yo así podría relajarme?
—Pienso que sí. Y yo estaría más tranquilo también, sin pensar que puede entrar tu vieja o
que tu viejo me puede escuchar gemir o qué sé yo. ¿Sabés lo que es reprimirse así, hermosa?
Es horrible. Por eso te propongo esto.
—¿Y adónde iríamos? ¿A tu casa?
—No, a mi casa no. Mi hermano es un rompebolas, sería peor. Tendríamos que ir a un telo.
Marina se calló.
—¿Fuiste a alguno ya? —le preguntó él.
—No, jamás.
—Bueno, esta es mi propuesta: la tomás o la dejás. Si me decís que sí, lo hacemos ya. Si
no, un gusto haberte conocido.
Marina resintió esa dureza repentina, pero dijo “sí” y entonces David llamó al mozo, pagó
y salieron.

—Vení, no te distraigas con todo este boludeo.


Se dejó arrojar en la cama y sacar toda la ropa con inusitada violencia. Desconocía a este
David y sin embargo, había algo en él que la subyugaba tanto o más que el David dulce y
tierno del principio.
—No quiero esperar más ¿sabés? —le susurró—. Dejate de pendejadas: mirá, mirate en el
espejo. Mirá qué pedazo de mina sos. Dejate de joder. No quiero que llores ni nada. Si te
duele, te la bancás. ¿Viste cómo te miró el tipo de la entrada? ¿Te pensás que con todas las
minas que entran acá te va a mirar así porque sí? No, preciosa, te miró así porque sos una flor
de mujer esperando que alguien se la coja. Y ese alguien voy a ser yo.
Marina estaba atontada. ¿Quién era este hombre? ¿Era el mismo o se lo habían cambiado?
David —o quien fuera ahora— comenzó a besarla con más furor que nunca, metiéndole la
lengua hasta el fondo de la boca, sobándola con manos que de pronto se volvían tenazas o
garras, mordiéndola hasta dejarle los dientes marcados en la carne… Ella, en lugar de aceptar
pasivamente esa furia, respondió con más furia. Se le subió encima y comenzó a morderle el
cuello y el pelo, a besarlo del mismo modo despiadado en que la besaba él, mientras luchaba
intentando vencerlo. El espejo en el techo devolvía la imagen de dos cuerpos exasperados y
vibrantes: Marina y David se revolcaban en la cama, ocupándola y zarandeándola toda. En
medio del fragor, el miembro de David se aprestó a librar la batalla final, oficiando de ariete.
—Y ahora, nada de mariconadas. Si querés gritá, llorá y pataleá. No te pienso dar bola —le
dijo David, vehemente.
Ella estaba demasiado ida para responder. Sólo sintió la primera estocada, fuerte y precisa.
No se parecía en nada a las suaves presiones de la vez anterior. Luego, otra estocada y la
primorosa sensación de que algo efectivamente se estaba introduciendo en su cuerpo. El
horror estuvo a punto de invadirla, pero se propuso resistir —como fuera— hasta el fin. Una
nueva estocada le confirmó que el dolor era mucho, pero también que si empezaba a llorar y a
retorcerse, sólo iría en aumento. Otra más y la sensación de estar siendo partida al medio se
hizo patente. David, transfigurado, no parecía ser él: todos sus músculos estaban tensos, las
venas sobresalían de su blanca carne, su cuerpo exhalaba un sudor cálido, su pelo revuelto y
enredado lo volvía mil veces más atractivo. Una última estocada hizo tambalear toda su
determinación y Marina gritó y amagó zafarse.
—Gritá, gritá todo lo que quieras… —le espetó David, y agregó—: mirá, ya está… ya está
adentro.
Ella sólo sentía dolor y opresión. Las lágrimas asomaron a sus ojos. La sensación de algo
introduciéndose se había diluido y ahora sólo quedaba este dolor punzante y esta opresión
tirante. David se detuvo, la besó con menos furia y le dijo al oído:
—Relajá, relajá las piernas… haceme caso.
Marina sentía que había perdido hasta la coordinación de sus movimientos, pero era sólo
su exagerada percepción: lentamente, comenzó a bajar la tensión que le impedía relajar las
piernas y, al mismo tiempo, el dolor y la opresión cedieron.
—Ahora sí —alcanzó a decir, algo llorosa.
—Viste, viste que no era para tanto —dijo David y la besó—. Quedate así, tratá de
aguantar así.
Tras decir esto, recomenzó los movimientos. Los músculos de su vagina aún no habían
cedido y se resistían al embate, pero no hacían más que sobreexcitar a David, que sentía todo
su miembro atrapado, felizmente engullido por los interminables anillos de una boa
constrictor. Ella parecía debatirse nuevamente; él ya no la veía. Había cerrado los ojos y se
deleitaba en el apretado encierro que la carne —ya no virgen— de Marina le proporcionaba.
Comenzó a gemir quedamente y luego a revolverse cada vez más rápido hasta que algo lo
derribó y emitiendo un grito sordo cayó rendido sobre ella. Marina percibió entonces que la
presión en su vagina cedía del todo, que algo tibio la empapaba y que el duro ariete volvía a
convertirse en una parte del cuerpo de David. Éste levantó la cabeza, la besó exangüe, su
rostro aún transfigurado por el placer, y prometió que la próxima vez acabaría afuera. Se
desprendió de su cuerpo y dándose vuelta, se quedó dormido.

Pasó un rato. Marina se incorporó y observó la habitación. Su ropa y la de David estaban


hechas un lío cerca de la cama. Sonaba una música horrible desde un parlante oculto en
alguna pared. Del baño sólo se percibía la silueta fría de un lavabo. Los espejos en el techo la
inquietaban, al mismo tiempo que la intrigaban. Se miró y se rió. Miró entonces a David, que
dormía boca abajo, dejando al descubierto dos nalgas prietas. Tuvo que resistir la tentación de
morderlas, pensando que si lo despertaba tal vez se enojaría con ella. Sus rulos estaban hechos
una mata enredada y le llegaban hasta la mitad de la espalda. Las sábanas habían rodado hasta
el piso y no encontrando con qué taparse, Marina se aventuró desnuda fuera de la cama.
Las piernas le temblaban y amenazaban con no sostenerla. Llegó hasta el baño, encendió la
luz y se dejó caer en el bidet. Se lavó con agua fría y halló su sexo ardido y congestionado. Al
secarse con papel higiénico, quedó un pequeño rastro de sangre. No se asustó. Luli le había
dicho que era muy posible que sucediera. Se miró en el espejo del lavatorio: la poca pintura
que se había puesto estaba corrida y tenía el pelo desgreñado. Había algo distinto en su
expresión: no logró determinar qué era. Se lavó la cara y se arregló lo mejor que pudo. De
pronto, tuvo hambre y sed. Recordó que no había comido casi nada ese día. Rogó que Luli o
Yani la cubrieran si su madre comenzaba a preocuparse. Había perdido la noción de la hora.
Volvió a la cama pero antes levantó una sábana y se tapó con ella. David gruñó, estiró los
brazos buscándola y la abrazó muy fuerte al encontrarla.
—¿Cómo estás? —dijo con la voz dormida.
—Bien… rara —precisó Marina.
—Disculpame si fui muy brusco: no había otra forma ¿sabés? —la besó—. Si hubiera sido
otra vez suave y qué sé yo, hubieras empezado a llorar y no hubiéramos podido hacer nada.
¿Te dolió mucho?
—Bastante. Todavía me duele.
—Ya se te va a pasar. Nos vamos a quedar toda la noche ¿sí? Disculpame que me dormí,
me pasa casi siempre.
—Ah… —dijo Marina.
—¿Tenés hambre?
—Sí.
—Qué bueno, yo también.

Antes de que les trajeran de comer, Marina ordenó la ropa e hizo la cama.
—Para qué la hacés, tonta… si la vamos a deshacer de nuevo… —dijo David tomándola
por detrás. Ella siguió inmutable. Un timbre les avisó que había llegado la comida. No era rica
pero Marina tenía hambre y comió sin decir palabra. David se entretenía con los videos que
incesantes se reproducían en el televisor. La música horrible todavía seguía sonando desde
algún lado.
—¿Te pasa algo? —le preguntó él.
—No, ¿por qué?
—Tenés una cara… ¿Estás enojada?
—No.
—¿Y entonces?
—No sé, estoy sorprendida. No sé qué pensar.
—No hay que pensar nada, preciosa. Hay que sentir… —y al decir esto le llevó la mano a
su miembro, que ya comenzaba a ponerse turgente otra vez. Marina no le hizo caso y se
recostó.
—Hey, ¿qué pasa? ¿Te vas a hacer la difícil ahora?
—No… Es que no puedo dejar de preguntarme dónde está la gracia… sólo sentí y sigo
sintiendo dolor… ¿siempre va a ser así? Porque si siempre va a ser así no tiene el menor
sentido…
—No —dijo David sentándose a su lado—. Nunca más va a ser así, por eso lo tenés que
disfrutar. A partir de ahora solamente vas a gozar, boba, no va a haber más dolor.
—¿En serio?
—Sí, te lo prometo.

La noche parecía que no iba a terminar nunca. David insistía en penetrarla una y otra vez.
Le decía que así ya no sentiría más dolor y Marina lo dejaba hacer, aunque lo cierto es que no
sentía nada. Estaba anestesiada: llegó a pensar que con tanto dolor se le había arruinado la
capacidad de gozar para siempre. No se estremeció al ver a David emerger de entre sus
piernas con la cara brillante y la expresión desencajada, ni tampoco se extasió cuando la tomó
del pelo muy fuerte y la obligó a hacerle una felación. Tampoco mostró resistencia cuando él
quiso colocarla en la misma posición en la que se encontraba una rubia pulposa que se
desgañitaba en el televisor. No sentía nada y se sentía peor por no sentirlo. Su vulva no latía,
sus pechos estaban inertes, David ya no le parecía atractivo ni nada y sólo quería irse pero
tampoco se atrevía a decírselo, porque no quería decepcionarlo ni perderlo. Como pudo, logró
dormirse.

Tres largos días después, David pasó a buscarla por su casa. Le dijo que podrían
aprovechar que su hermano no volvería hasta el día siguiente y así estar solos y tranquilos en
la casa de él. Marina asintió sin mucho entusiasmo. No se sorprendió del caos y desorden de
dos hombres solteros viviendo juntos. Pensó que era natural. La experiencia la había puesto
filosófica y retraída, mientras que David estaba más expansivo que nunca. No cesaba de
repetirle lo hermoso que había sido, cuánto le había gustado ser el primero, cuántas ganas
tenía de volver a tenerla así y cómo en esas tres noches de separación no había podido
resistirse a masturbarse pensando en ella, cómo el sólo recordar su tibieza y su abrazo o su
boca en su pene le hacían sobrevenir una erección infernal como la que ostentaba ahora…
Marina permanecía en silencio y mecánicamente había comenzado a sacarse la ropa. David
también hacía lo propio.
—Apagá la luz —le pidió Marina.
—No, quiero verte y que me veas.
No dijo nada y terminó de sacarse la ropa. David la recostó en su cama, le prometió ser
suave y acabar afuera, pero Marina no registraba nada de lo que él le decía. Parecía prepararse
para un trámite burocrático. Él volvió a besarla con la dulzura del principio, con esos besos
que le daban vueltas a su lengua y empezó a acariciarla con las manos de antaño y lentamente
fue colocándose sobre ella, sin violencia, sin brutalidad, sin nada que pudiera recordarle la
primera vez que él la había penetrado.
El hielo entonces, mágicamente, empezó a derretirse. Marina advirtió que su vulva
empezaba a latir despacio, como volviendo desde muy lejos. Se abrazó fuerte a él y murmuró
alguna incoherencia que él respondió con otra incoherencia en su tono de voz más sensual.
Las lenguas se aventuraron fuera de las bocas y se deslizaron por el cuerpo del otro, ávidas y
sedientas. Los dedos de David la hurgaron con la misma habilidad de los primeros encuentros
y con total libertad se adentraron en su interior, preparando el camino. Su miembro se
mostraba deseoso de entrar y Marina, al cerrar los ojos, le dio a entender que estaba lista. Él
no se hizo esperar y apoyó su miembro apenas en la entrada. Lo refregó suavemente contra las
paredes que comenzaban a secretar sus jugos. Ella abrió los ojos y le susurró al oído:
—Despacio, por favor. Despacito.
David asintió y comenzó a penetrarla muy lentamente, con dulzura y deliquio. Cuando su
miembro se hubo hallado otra vez en el anillado interior, empezó a moverse con delicadeza y
ella dejó de besarle y mordisquearle el cuello para suspirar “sí, sí, así”. David la besó y
continuó moviéndose con esa cadencia, ajustándose al ritmo que le imponían los suspiros de
ella. Marina se sentía cimbrear como un junco, sentía que todo en su interior se derretía como
manteca en la sartén, percibía cómo cada músculo se relajaba y se tensaba rítmicamente y, por
sobre todo, percibía cómo su vagina se iba ensanchando e iba atrapando a la vez, como si
fuera una planta carnívora, el pene de David. Cada vez podía percibirlo más y entonces lo
pedía más y más adentro y David se lo daba y se lo volvía a sacar, torturándola gentilmente…
El centro de su ser se hallaba rebosante y caliente, sentía que de un momento a otro todo iba a
entrar en erupción y luego a estallar. Podía ver cómo el miembro entraba y salía de su vagina,
cómo todo se reducía —nada más y nada menos— a eso y pensó qué exagerada había sido
con sus gritos y sus llantos.
—Quiero más… —le soltó en medio de una gran agitación—. Dame más, dame más… —
siguió, y David comenzó a moverse más rápido, a entrar y a salir demorándose sólo en la
entrada, siguiendo el ritmo que los gemidos crepitantes de ella le indicaban hasta que, en
apenas un segundo, un último y gran quejido cruzó su garganta y David retiró su pene
momentos antes de eyacular.
—¿Dónde querés que te acabe? —le preguntó a Marina, todavía convulsa.
—Donde quieras…
Juan
(o Quiero llenarme de ti)

Algunas veces ocurría: ir a Cemento no constituía el mejor modo de pasar una noche fuera
de su casa. Pasado cierto tiempo, tampoco daba resultado irse a otro lado, sobre todo si estaba
sola, como era el caso. Debía entonces aguardar hasta el fin de la noche con la secreta
esperanza de que algo ocurriera: un encuentro fortuito con alguien, la siempre esperada
aparición de un urbano príncipe azul, o sencillamente un momento por el cual valiera la pena
estar ahora lejos de su casa y de su cama.
Ya había cumplido veinte años. Con mayor frecuencia cada vez, Marina olvidaba dar
explicaciones, sobre todo a su madre, de lo que hacía y de adónde iba. El hecho de estar
estudiando una carrera universitaria le parecía una responsabilidad suficiente como para tener,
de vez en cuando, un desahogo como éste.
Una simple salida, afirmaba. Una búsqueda, agregaba interiormente.
No le importaba que su padre insistiera en ir a buscarla o que su madre se disgustara y se
pasara días sin hablarle. Sencillamente, tomaba sus cosas y salía. Los sábados y los domingos
no eran días que pudiera tolerar con facilidad metida en el ambiente denso de su casa y por
tanto le parecía justo compensarlo con un poco de esparcimiento.
Se lo merecía, no le cabía duda.

Pero esa noche era de las noches en las que nada sucedía, excepto lo habitual. Un recital o
el espectáculo que fuera y eso era todo. Ningún encuentro, ninguna aparición, ningún
momento digno de ser recordado. Fue al baño pensando que ya era mejor irse a su casa, en
lugar de seguir asistiendo al show de una banda que la aburría y esperar ingenuamente que la
luz se hiciera ante sus ojos. Pero de sobra sabía que en el momento en que la decisión de irse
fuera un hecho, algo la detendría. Posiblemente, ese encuentro fortuito, esa búsqueda a la que
se entregaba en noches como ésta. Jugó con esa idea al salir del baño y se dirigió nuevamente
a la barra.

En toda la larga barra de Cemento había una sola persona acodada cerca de la caja. El resto
de la gente prestaba atención al recital, o ya se iban. Estaba claro que ella no era la única
aburrida esa noche. Pidió una cerveza y no quisieron cobrársela. Sonrió, agradecida. Se quedó
un rato pensando qué hacer y finalmente decidió sentarse en uno de los bancos que estaban
frente a la barra. Desde allí veía pasar a los que iban y volvían del baño y a los que se iban
para no volver. Veía también el escaso movimiento detrás de la barra, veía cómo el barman la
observaba a ella.
Vio también a ese único ser que permanecía acodado allí. Algo llamó su atención, aunque
no pudo dilucidar qué era. Se quedó observándolo un rato: él parecía no notarlo,
reconcentrado en lo que estaba tomando. Pero luego dejó de mirarlo, había algo en sus
facciones que no le agradaba; tampoco era del tipo de hombres que a ella le gustaban. Nunca
la habían atraído las montañas de músculos ni los cortes de pelo al rape. No obstante, volvió a
mirarlo. Había algo magnético en él. Debe ser un habitué de los gimnasios o un patovica con
la noche libre, pensó. Las mangas de su remera apenas podían contener sus bíceps soberbios.
Marina pensó entonces en los atletas griegos y sonrió para sí. Pero no debe saber nada de
filosofía, siguió pensando. Su cerveza ya mermaba. Pedir otra no tenía sentido. Tampoco tenía
sentido permanecer allí, observando descaradamente a un extraño. Debe ser el alcohol, se
dijo. Debe ser por eso que me resulta atractivo alguien que, al menos a primera vista, no tiene
ninguno de los atributos que yo considero atractivos.
Esa conclusión la conformó y bebió el último sorbo de cerveza. Ya iba a levantarse,
aunque todavía no sabía si para irse o para pedir otra, cuando el solitario titán la detuvo.
—Yo invito —dijo y le alargó una cerveza.
Marina lo miró y sólo respondió:
—Gracias.
Se sentaron, se miraron, chocaron las botellitas de cerveza. Era más alto y más musculoso
de lo que parecía de lejos. Se acordó de las leyendas urbanas acerca de estos señores: todo
músculos y nada de cerebro. Y ni hablar de otros atributos, no menos importantes… ¿sería
cierto? Ahora la curiosidad la había picado, pero se mantuvo en silencio.
—¿Cómo te llamás? —dijo él. Su voz tenía cierto dejo de dureza. ¿Será policía? No pudo
decidir si eso le gustaba o no.
—Marina —contestó, y preguntó a su vez—: ¿y vos?
—Juan, me llamo Juan.
Al parecer, no había mucho más que decir. Había resuelto beber esa cerveza y retirarse,
pretextando cualquier cosa. Había algo que la repulsaba en él, a pesar de la creciente
curiosidad que sentía. El silencio era ominoso.
De pronto, él dijo:
—Estás muy rica, ¿sabés?
Marina lo miró y sonrió.
—Muy rica… —repitió él y añadió—: ¿vamos?
Ella volvió a mirarlo, esta vez sin sonreír. La había tomado tan por sorpresa que no tuvo
tiempo de coordinar una respuesta apropiada. En cambio, se levantó y comenzó a caminar a
su lado, azorada. El gigante tenía un paso elástico, como el de las fieras que recorren,
expectantes, la sabana. Debía practicar algún deporte y no sólo levantar pesas. Su presencia
física la cohibió: le llevaba por lo menos dos cabezas y al fin comprendió cabalmente la
expresión “pecho como un cofre”. Sus piernas parecían tan fuertes como las del coloso de
Rodas. ¿Quién podría derribarlas? se preguntó con un pie ya en la calle. ¿Podría ella acaso?
Esta ocurrencia la hizo reír pero trató de disimular la risa. Algo le decía que no debía
contrariar —ni en lo más mínimo— a este hombre. En todo momento, pensó dar la vuelta en
cualquier esquina y regresar sana y salva a su casa. Sin embargo, siguió caminando
hipnotizada a su lado como si nada pudiera detenerla. Por alguna razón, estar a su lado
también la hacía sentir segura. Decidió, en lo posible, seguir el flujo de los acontecimientos
sin analizarlos en el mismo instante en que estaban sucediendo.

Se detuvieron después de unas diez cuadras. Juan le hizo una seña y ella entró, sin siquiera
fijarse en dónde entraba. Subieron por una escalera desvencijada y mal iluminada.
Atravesaron un pasillo angosto y recalaron en otra escalera, en mejor estado que la anterior.
Luego, el hombrón la detuvo frente a una puerta despintada, y la hizo pasar. Se dio cuenta
entonces de que estaban en una pensión o en un hotel barato. El tipo seguía sin decir palabra.
Detrás de una cortina gastada había un lavatorio y un bidet. La cama, una cajonera y una mesa
renga, acompañada de una silla, constituían el resto del mobiliario. Desde abajo subían los
ruidos del centro. No recordaba si esto era San Telmo o Montserrat: al caminar sin prestarle
atención a nada se había desorientado un poco. Juan se sentó a los pies de su cama y se sacó la
remera. Un cartel de neón se encendía y se apagaba sobre el ventanuco de la habitación. Esa
intermitencia hacía que sus rasgos le parecieran a Marina todavía más angulosos y afilados, y
sus músculos más abultados.
—Sacate la ropa —le ordenó.
Ella apoyó su cartera en la mesa renga, se descalzó y sin saber por qué le hizo caso. Se
sacó la remera de lycra, se bajó los jeans y dejó que cayeran de cualquier manera al piso.
—Sacate todo.
Obedeció.
Algo inexplicable la impulsaba a seguir sus dictados. No tenía sentido y sin embargo se
quedaba ahí, desnuda frente a él. Sintió el impulso de escapar, pero el impulso de quedarse y
ver qué sucedía a continuación era más fuerte. Él se desabrochó su pantalón y lo arrojó lejos,
como si le molestara. Su miembro ya resaltaba. Se quitó el calzoncillo y volvió a sentarse a
los pies de la cama.
—Arrodillate.
Se arrodilló delante de él, como si fuera una deidad, aunque a una distancia prudencial. El
tamaño de su miembro superaba todas las leyendas urbanas juntas. Marina no podía dejar de
mirar aquel magnífico barreno. Le pareció estar dentro de un sueño cuando una de sus manos
la tomó del cuello y la atrajo hacia él, mientras con la otra se masajeaba su desmesurado
príapo.
—Chupámela.
Era una orden fácil de cumplir, claro, con un pene normal. Pero esto no era normal,
barruntaba ella. Nada de lo que estaba pasando era normal. Sus manos parecían dos pajarillos
asustados al lado de aquel monstruo, que se bamboleaba belicoso cuando Marina, entre tímida
y asustada, se posó al fin sobre él. El urso dejó escapar un gemido, tan profundo y atávico que
ella sintió que todas sus defensas caían y que esa noche haría cualquier cosa que él pidiera,
como ya lo estaba haciendo —y más—.
Pero el miembro era tan desacostumbradamente grande que le costó encontrar el modo de
engullirlo con su boca, aunque de a poco sus labios fueron adaptándose y sus manos fueron
consiguiendo la fuerza y la consistencia necesarias para contener al inmenso ídolo. Su lengua
se afanaba en círculos y recorría luego todo el camino desde la base hasta el glande,
arrancándole más resoplidos al coloso, quien mantenía sus dos manos sobre la cabeza de
Marina. Cuando ella lograba introducirse una buena parte de su trépano en la boca, él ejercía
presión con ambas manos y la mantenía para que no se librara de su presa tan fácilmente. La
presión crecía a medida que el gigante se excitaba más y más. Parecía como si el miembro
fuera recorrido por un mar embravecido.
Juan, entonces, le tiraba del pelo, obligando a Marina a echar la cabeza hacia atrás y a abrir
más la boca. Su taladro parecía seguir creciendo dentro de ella y Marina sentía que se
sofocaba, pero no podía rebelarse ni se sentía capaz de abandonar ya al guerrero en plena
faena. Se imaginó en medio de un sacrificio, cuyas ofrendas a los dioses eran su boca y su
cuerpo. Para peor, comprendió que el sacrificio apenas había comenzado. Ahora Juan le
apretaba la cabeza, tratando de aprisionarla contra su propio vientre, otro exquisito murallón
de dura carne. Su respiración se había vuelto trabajosa y acelerada. Los gemidos ya eran
jadeos. Marina sentía su boca llena, sentía que se atragantaba, que le sobrevenían náuseas, que
no iba a ser capaz de resistir un segundo más… En ese momento, él vertió un grito que a sus
oídos semejó el aullido de una bestia hambrienta y su boca se rebalsó de su tupido néctar.
Imposibilitada de hacer otra cosa, tragó el líquido y siguió acariciando con su boca y con su
lengua el falo todavía estremecido hasta que éste se hubo serenado por completo.

—Vení, acostate —le dijo Juan, y ella siguió obedeciendo.


Tendida a su lado, se imaginó que era Judit (ay, pero no era tan valiente) y él, el gigante
Holofernes. Sus potentes brazos la abrazaban y su pecho era una almohada un tanto dura. No
obstante, permaneció allí, oyendo el lejano retumbar de su corazón, ya apaciguado.
—Sos muy buena chupando la pija.
Ella no respondió. En cambio, acercó su cara a la de Juan y volvió a observarlo. Sus rasgos
ya no le parecieron tan angulosos y hasta le pareció notar que tenía los ojos claros o, por lo
menos, que había un destello leonado en ellos. El cartel de neón seguía prendiéndose y
apagándose, emitiendo ocasionales chirridos. Marina pensó, mientras apoyaba su dedo índice
en el mentón del gigante, un mentón rematado por un pulcro hoyuelo, cómo se podría dormir
con esa intermitencia.
—¿Nunca se apaga eso?
—Nunca —dijo él y, acto seguido, la atrajo más hacia sí y la besó.
Pero no fue un beso normal. Juan le recorría los labios sólo con la punta erguida de su
lengua y luego, sin previo aviso, aplicaba toda su boca sobre la suya y la succionaba con
fuerza. Al principio, ella rechazó este beso y trató de llevarlo a una forma más convencional
de besar, pero él no le hacía caso y seguía practicándole esa succión. Después de tres o cuatro
de estas arremetidas, sus labios estaban hipersensibles y su boca se había relajado por
completo. Ahora ella misma lo instaba para que no se detuviera. Pero él cambió de táctica y
empezó a introducir su lengua hasta el fondo de la boca de Marina que, excitada y
sobrecogida, se plegaba a todo lo que él impusiera.
—Qué rica sos… —volvió a decirle y aplicó ahora el movimiento de succión en cada uno
de sus pechos. Ella se quejó, la succión era demasiado fuerte. Él la redobló y Marina gritó sin
articular palabra. La bárbara libación se repitió una docena de veces en cada pecho. Sentía que
los pezones le ardían, le escocían por dentro y por fuera, y un interminable hormigueo se
apoderaba de ellos. Juan, seguidamente, les aplicó toda su lengua, los masajeó con sus manos
y sentenció que eran los pechos más hermosos y duros con los que se había topado. Marina
sentía que en cualquier momento se escaparían de ellos sendos chorros de leche caliente y se
imaginó al gigante colocándose debajo para poder recibirlos mejor.

Ahora Juan le estaba recorriendo todo el cuerpo con sus manos, mientras la miraba con
curiosidad y atención, al parecer olvidado de sus pechos escocidos. Ella se dejaba hacer y al
mismo tiempo deseaba y rechazaba sus bruscas caricias. Esas manos podían ahorcarla con
toda facilidad, pensó cuando se cerraron sobre su cuello. Esos dedos podían proporcionarle
tanta satisfacción como cualquier pija, pensó a continuación, cuando dos de ellos se
introdujeron con total parsimonia en su vagina. Juan los movía en círculos y ella sentía cómo
todo en su interior se lubricaba, se ponía suave y resbaloso… Temió el momento en que el
impetuoso punzón de carne se acercara a ella, pero los dedos de Juan estaban logrando que se
olvidara de todo y se relajara por completo. Él los sacó, los olió y los lamió. Entonces pudo
atisbar su miembro, otra vez en pleno izamiento. No debía ser fácil echar a rodar semejante
maquinaria y tal vez por eso Juan, gracias a Dios, se demoraba tanto en los preliminares.
Después de dejar sus dedos lustrosos de saliva, Juan volvió a introducirlos y a moverlos
dentro de una extática Marina. Volvió a retirarlos y con ellos se masajeó el glande, rojo como
una ciruela bañada en su propia ambrosía. Finalmente, se acercó a ella, lanza en mano, y le
enterró una buena parte. Ella ni siquiera pudo gritar. Su boca se encontraba prisionera en la de
Juan, que ya maniobraba para introducirle el resto. Lo logró de un solo envión, momento en el
que ella sintió que todo en su interior se había roto, que todos sus vasos sanguíneos habían
estallado y que moriría atravesada por esa atroz lanza humana. Cerró los ojos y dejó que Juan
hiciera lo que quisiera. Ella ya no estaba allí ni tampoco el resto de su cuerpo. Sólo quedaba
su vagina completamente abierta, rota, aniquilada.

Abrió los ojos y se encontró con el rostro de Juan a apenas unos centímetros del suyo. Con
sus ojos cerrados parecía una bestia que reposa en alerta. Su pene, sin que Marina pudiera
explicarse cómo, entraba y salía de su vagina y no había sangre ni trozos de carne esparcidos
alrededor suyo. Se deslizaba sereno, como dentro de un guante hecho a su medida. Juan
emitía algunos sonidos y sus movimientos se iban acelerando un poco cada vez. Marina,
repuesta del shock, comenzó a acompañar cada embestida. También empezó a gemir. Sus
quejidos parecieron despertarlo y él ahondó sus movimientos. Entonces sintió que la
taladraba, la trepanaba y la perforaba pero el placer se abría camino y se le venía encima a
pasos agigantados, descomunales, y ya no le importaba que en cada zambullida el miembro de
Juan pareciera querer atravesarla hasta la garganta. Estaba por sobrevenirle un orgasmo tan
portentoso como él, que la penetraba sin cejar un instante. Se reacomodó, abrió todo lo que
pudo las piernas y se preparó para recibirlo en su seno. Era una lucha desigual pero los
gemidos y quejidos de ella le indicaron al gigante que el gozo era extremo y, ya en el último
tramo de la carrera, él apuró el paso de su corcel y la llevó hasta la cima. Ambos se lanzaron
desde ella con sendos gritos roncos.

Juan se levantó de la cama y le preguntó si tenía hambre. Marina respondió que no con un
hilo de voz. Se sentía como una muñeca desarticulada. Sus diferentes partes yacían en la cama
y ahora le parecía imposible volver a juntarlas y que su cuerpo volviera a ser el mismo alguna
vez. Juan regresó con ella y encendió un cigarrillo. Le preguntó si fumaba y Marina volvió a
decir que no. El neón seguía iluminándolos con su impertinencia chirriante. No sabía qué hora
era pero tampoco se preocupó por averiguarlo. Intentó incorporarse y le fue imposible.
—¿Adónde vas? —le preguntó Juan.
—A lavarme —contestó con la voz un tanto débil.
—No, no… yo te lavo —dijo él entonces.
Terminó de fumar el cigarrillo y se arrodilló frente a ella. Despaciosamente fue recorriendo
con su lengua la cara interna de los muslos hasta llegar a la maltrecha hendidura. No pareció
importarle que todavía siguiera fluyendo su propio néctar y deslizó su lengua por cada
intersticio, como si quisiera reparar todos los posibles daños. Marina se relajó por completo y
dejó a la bestia allá abajo, lamiéndola tranquila. Se sintió deliciosamente bien a medida que él
profundizaba los lengüetazos y los transformaba en latigazos restallantes… Entonces entraron
a jugar también sus dedos y sin apenas tener conciencia de lo que sucedía ella arqueó el
cuerpo y comenzó a pedirle más. Descontrolada, voceaba que le diera más, que le diera todo,
que le diera más y más, hasta romperla en mil pedazos de nuevo.
Él, impasible, la dio vuelta con un solo movimiento, le separó bien las piernas y su chillido
entrecortado le indicó que estaba en el camino correcto. El esfínter se negaba de plano a dejar
pasar su exagerado zurrón, pero su potencia no reconocía barreras. Entró y salió cuantas veces
quiso, mientras dos de sus dedos hacían lo propio en la abertura contraria. Marina era un saco
de carne convulsa, incluso creyó haber perdido el conocimiento en medio de tan desventajoso
combate. Sentía que todos los ligamentos que mantenían su cuerpo unido se habían soltado
otra vez, como si le hubieran cortado las sogas a una marioneta. Ya no se sentía capaz de otra
cosa que no fuera bramar y, al mismo tiempo, gozar con este pedazo de hombre.
—Gritá, mamita, gritá que me calentás más todavía.
El gigante comenzó a alternar la entrada en ambos orificios. Donde había más resistencia
la socavaba. Donde la resistencia ya se había vencido, procuraba restablecerla sumergiéndose
con más violencia. Ella sólo podía recordar lo del sacrificio y las lágrimas se le saltaban de los
ojos. En el momento cúlmine, Juan le tiró del pelo y le masculló, entre dientes:
—Sos la mejor, yegua, sos la mejor.
Y a continuación dejó que su príapo ardoroso regara, en rápidas andanadas, las nalgas
sobrecogidas de Marina.

Se despertó. El neón se había apagado por fin. Un rayo de sol entraba por el ventanuco.
Juan roncaba y la atenaceaba con sus brazos. Sentía las sábanas y el voluminoso cuerpo de él
pegados al suyo. Era imposible zafarse sin despertarlo y sin provocar, seguramente, otra
ofensiva de su brioso garañón. No se sintió capaz de resistirlo. Debía intentar salir de allí lo
antes posible. Debía aparecer cuanto antes en su casa y disimular las consecuencias físicas
que esta noche sin duda le acarrearía. Trató de mirarse los pezones y le pareció entrever un
desusado color morado en uno de ellos. Debo tener la boca hinchadísima, pensó. No quiero ni
pensar lo que debe ser mi pelo, continuó enumerando. El gigante se movió y Marina pudo
sentir que su estandarte ya batallaba por ponerse erecto. Dejó de roncar, gruñó algo que no
entendió y la penetró con su lengua, revolviendo todos los restos acumulados en su boca la
noche anterior. Repitió que era la mejor y que quería cogerla ya mismo. Ella temió por su
integridad física, bastante mancillada ya, pero no supo qué responder. Él la siguió besando y
acariciando como si el dormir hubiera sido sólo un intervalo apenas necesario para reponer
fuerzas. Tengo que salir de acá, se dijo Marina. Se soltó, como pudo, del abrazo de acero y
dijo que tenía que irse, que ya era muy tarde.
—Mi familia debe estar preocupada —agregó, con la esperanza de obtener alguna
conmiseración.
—¿Cuántos años tenés? —preguntó él, curioso.
—Veinte —dijo Marina. Él abrió más los ojos y sí, eran claros. Parecían, efectivamente,
leonados a esa hora de la mañana. ¿Por qué las mujeres siempre nos enternecemos con estos
detalles? se preguntó Marina. Notó que sus defensas volvían a caer al observar el majestuoso
cuerpo del hombrón, con sus ojos penetrantes que la miraban como si quisieran mesmerizarla
y convencerla de que quedarse con él era lo único que tenía que hacer por el resto de su vida.
Por preguntar algo, le preguntó cuántos años tenía él.
—Treinta y nueve —le respondió. Y volvió a besarla, con mayores bríos esta vez. Su
cipote golpeaba ansioso el vientre de Marina y por un instante pensó en la posibilidad de
quedarse allí para siempre y no regresar nunca más. Quedarse sirviéndole de receptáculo al
gigante y adiestrar su cuerpo para recibir mejor todos sus embates. Entrenar su boca para
engullir su miembro entero y elongar sus músculos para que él pudiera penetrarla en cualquier
posición y desde cualquier ángulo. La sola idea la excitó y pensó que estaba perdida. Al
abrazarse más a él sintió que nunca había hecho otra cosa y que probablemente ya nunca
querría hacer otra cosa. Quiso soltarse ante esta comprobación, pero él no la dejó. Le succionó
el cuello, le mordisqueó la oreja. No tenía la menor intención de dejarla ir.
—Si te tenés que ir… chupámela por lo menos —dijo, leyéndole los pensamientos.
Ella, internamente, se lo agradeció tanto que de inmediato se aprestó a la tarea. Juan se
recostó cuan largo era en la estrecha cama y sosteniéndole la cabeza por el pelo la fue guiando
hasta dejarla sola y frente a frente con su bravura erecta. Otra vez, las maniobras para poder
alcanzarlo mejor y su lengua afanándose alrededor de él, del tótem alrededor del cual había
girado esa noche y ahora comenzaba a girar este día. Él gruñó, volvió a decirle que era la
mejor, que nunca se olvidaría de ella. Marina asintió metiéndose completamente su glande de
ciruela en la boca. Él jadeó, pidió más. Su miembro también pidió más y Marina los
complació a ambos. Debía ser muy tarde pero a ella ya no le importaba. Sólo deseaba morir
atravesada por él como la noche anterior. Sólo deseaba apretujarse contra su carne,
confundirse con su aliento, tragarse todos sus jugos. El miembro se endurecía más y más, sus
venas se hinchaban, la ciruela del glande parecía a punto de estallar. Prosiguió ingiriéndolo
imperturbable hasta que el jayán se volvió un hilo blanco y espeso en sus labios.

Marina se acomodó a su lado y Juan la abrazó. Permanecieron así hasta el mediodía.


Ángel
(o Habitantes de noches distintas)

Él era un hombre etéreo: desde su nombre —Ángel— hasta su cuerpo —flaco y angosto,
como si no quisiera ocupar demasiado espacio en el mundo—. Ella lo estaba enloqueciendo,
como si quisiera arrancarlo de su bien equilibrada levedad, en la que él se sentía tan cómodo,
y convertirlo en un dybbuk, un ser inferior dominado sólo por los más groseros apetitos.
Aclaremos: a él siempre le habían gustado las mujeres, tanto como para cometer la locura
de casarse con una (recuperó la cordura tres años después). Pero el torbellino que ahora se le
arremolinaba entre las piernas era algo desconocido para él: nunca había percibido así el
mundo, desde lo más profundo de su carne. Nunca se había sentido así, arrastrado hacia algún
abismo incógnito desde que ella apareció en su vida.
Porque la presencia de Marina, sin quizá ella proponérselo —aunque él no estaba muy
seguro de eso— parecía oficiar de mano que agita perversamente una de esas horribles bolas
con nieve falsa adentro: el discurrir tranquilo y rutinario de la vida que él llevaba a los treinta
y siete años (el trabajo en la agencia de publicidad, estresante pero siempre placentero; las
clases de semiótica que daba en la universidad; las alumnas que le decían “¿Te puedo llamar
Ángel?” y dejaban caer sus números de teléfono con intenciones en absoluto académicas; su
casa llena de plantas en un barrio tranquilo, con su pileta llena de hojas en el otoño, el auto en
la puerta, sus libros, las escapadas nocturnas algunos fines de semana y una que otra
aventurita ocasional) estaba dentro de una de esas bolas y ella la agitaba para ver cómo caía la
nieve en esa ciudad apócrifa, cómo caían los pedazos de su vida, cómo él mismo caía
intentando asirse de algún copo de nieve artificial, sin lograrlo hasta el momento.
No es que tuviera maldad. No es que quisiera hacerle daño. Nada de eso: yo ya soy un
viejo choto y ella es una pendeja atrevida, eso es todo. Pero eso no era todo. Ella lo
histeriqueaba, lo ponía a prueba, quería demostrarle —al parecer— que a no siempre es igual
a b. La culpa era de él: ¿para qué se le acercó la primera noche en Ave Porco si ella no le dio
cabida? Pero hubo algo que lo llevó hasta donde estaba ella, tomando cerveza en la barra. No
pareció impresionada por su semblante (“me dejo el bigote como Frank Zappa” le había dicho
él entonces), pero mostró una pizca de interés cuando chapeó y dijo que era profesor. Sólo en
ese instante ella le aceptó la cerveza que él venía ofreciéndole desde el principio. Entonces
descubrió que no sólo era un cuerpo de mujer maravillosamente conformado sino que también
le bullía un cerebrito ágil adentro.
Ella estudiaba Historia, tenía veintiún años, le gustaba mucho leer, a veces escribía
(“garabatos”, aclaró), le gustaba la música… No tenía muchas amigas, salía poco, cuando no
tenía demasiado para leer o estudiar. Quería recibirse e irse a vivir sola. Lo usual. Pero algo
en él se descolocó desde el primer minuto y no pudo dilucidar qué. Conocía muchas pibas así,
más altas, más bajas, más flacas, más gordas, menos llamativas, más sofisticadas, y también
mucho más tontas. ¿Qué tenía ella entonces? Había algo en la voz. Tal vez fuera esa vocecita
de niña. Debía ser eso, sí: a veces parecía una nena atrapada en un cuerpo que le quedaba
grande, cuyas curvas y prominencias le causaban una suerte de espanto. Parecía que no se
daba cuenta de lo que despertaba: daban ganas de violarla y de protegerla de los todos males
de este mundo al mismo tiempo.
La combinación, fuera cual fuese, era irresistible.

Aquella primera noche, ya tan lejana, él la llevó a los reservados de Ave. En la tenue
oscuridad del boliche, con la música bombeando en todos los corazones, logró manosearla y
besarla como si fuera un adolescente. Le insistió varias veces: podían ir a su casa (“vivo solo”
repitió hasta asegurarse de que ella lo había entendido), escuchar la música que ella quisiera,
tomar algo tranquilos… pero nada. Ella no se negaba pero tampoco accedía. Igual que con su
cuerpo: se dejaba toquetear que daba gusto, pero era evidente que no le iba a permitir que
fuera más allá. Esto sólo lo calentaba más. Ella parecía notarlo y disfrutar con su frustración.
Ángel decidió cambiar de táctica: empezó a acariciarla con la misma suavidad con que se
acaricia el lomo de un gato y sus dedos no tardaron en accederla. Ella lo miraba, lo besaba, se
aplastaba más contra él, que luchaba contra la tanga y las medias, tratando de arrancarle
aunque más no fuera un espasmito. ¿La estaría acariciando bien? ¿Le gustaría así? Se lo
preguntó pero ella no contestó claramente.
Pensó que estaría acostumbrada a la velocidad indiscriminada de los chicos de su edad, que
nunca habían cogido de verdad; pensó que no tenía ni idea de lo que un hombre de su edad
podía hacer con una pendeja como ella pero se detuvo, aturdido y cansado. Miró el reloj y le
dijo que se tenía que ir, que nunca se quedaba más allá de las cuatro. “Soy como los
vampiros”, bromeó y ella se lo festejó. “¿Por qué no me das tu teléfono, así te llamo? Me
gustaría volver a verte”, agregó. Clásico, equilibrado, un caballero (que, no obstante,
momentos antes le había dicho, retirando la mano de su entrepierna y llevándosela a la nariz,
“me llevo tu olor”). Un caballero que, tras un moderado regateo, obtuvo el preciado número.
La dejó, no sin remordimiento, en el espesor sonoro de la disco y se fue, atesorando el número
en el bolsillo de su camisa (“me gustan los hombres que usan camisas blancas” le había dicho
ella, metiéndole la lengua en la oreja).

El día siguiente, un domingo caluroso, aburrido, inquieto, trató de concentrarse en alguno


de sus libros pero no fue posible. Decidió esperar hasta la noche para llamarla, no quería
parecer un viejo baboso. Se miró en el espejo del baño: ya estaba bastante canoso, era cierto,
pero le quedaba bien; el bigote lo favorecía mucho, los anteojos permitían descubrir que sus
ojos eran verdes (“¿se habrá dado cuenta?” pensó tristemente) y la ropa todavía le quedaba
bien. Ella le había dicho que era un “viejito lindo” y al recordarlo se sintió complacido.
“¿Sacaré algún cuento o algún poema de todo esto?” se preguntó al salir del baño. “Quién
sabe”. La noche parecía que no llegaba nunca.
Por fin llegó y marcó el número que ella le había dado. Lo atendió ella misma: su voz
parecía menos niña, menos vivaracha que la noche anterior. Le preguntó cómo andaba, qué
hacía. Ella respondió con cierta desdeñosidad. Nuevamente, no parecía muy impresionada.
Luego se fue animando, a medida que él le preguntaba si había leído a tal o a cual, si le
gustaba esto o aquello. Rápida en sus respuestas, le dijo que tenía un poco de miedo “de todo
esto”. Él le dijo que estaba todo bien y que “esto” podía ser el inicio de “un Borges-Kodama”
y le nombró otras parejas famosas, como Paul Rodin y Camille Claudel o Martin Heidegger y
Hannah Arendt… “¿Leíste algún poema de Hannah Arendt?”. Ella no había leído ninguno. Él
le dijo entonces que le pasaría algunos. Le preguntó también si quería volver a verlo. La
señorita respondió que sí, que eso le gustaría y acotó que tal vez pudieran verse el sábado
siguiente en Ave Porco. Él estuvo a punto de decir que prefería verla en otro lugar pero se
calló: jugaría su juego, a ver hasta dónde llegaba. Convino en que era una buena idea, que le
llevaría unos libros y entretanto le pidió que le escribiera algo, cualquier cosa, basta que fuera
para él. “¿Y vos me vas a escribir algo?” preguntó ella, con el mismo tono con el que una niña
pediría un dulce a un extraño que quisiera ganarse su favor. Algo agitado, él contestó que sí,
pero sólo después de que ella le hubiera escrito a él. La charla siguió extendiéndose hasta que
ella dijo que tenía cosas que hacer, “como escribirte”, y debía cortar. Ángel descubrió
entonces que se había largado a llover y que durante todo el tiempo que había durado la charla
se había estado tocando.

El sábado siguiente Ave Porco rebosaba con su fauna habitual y en ningún rincón estaba
ella. La esperó largo rato, con la mochila llena de los libros que le había prometido, hasta que
se cansó y se fue. La llamó al otro día, concediéndole a regañadientes el beneficio de la duda,
y ella alegó que no se había sentido bien, que no tenía cómo avisarle, que la disculpara. Sabía
que estaba mintiendo, pero otra vez su cuerpo parecía decirle “dale, dale, qué te importa” y
siguió con su estudiada charla de profesor que se las sabe todas: ¿leíste esto, leíste aquello, te
gusta tal, qué opinás de Fulano, etc.? Nunca fallaba, sobre todo si la chica tenía una pizca de
sapiencia. Y ella, al parecer, tenía bastante. Había leído esto, había leído aquello, Fulano no le
gustaba pero sí le gustaba Zutano y opinaba con toda su candidez a cuestas. Irresistible.
Hablaron casi una hora. La música no dejaba de sonar y su cuerpo seguía reclamándole su
olor, su voz, y en lo posible y muy visiblemente su presencia. Pensó que tal vez fuera mejor
no presionarla y no mencionar nada acerca de un nuevo encuentro. Quedó en llamarla y ella
aceptó, al parecer complacida. Pero ¿cómo se complacía a una pendeja así? se preguntó, algo
molesto, al cortar.
Decidió entonces que una buena estrategia era insistir con la labia: ya habría tiempo de
aplicarle sus labios sobre la piel. Entretanto, se dispuso a envolverla con la telaraña de sus
palabras. Era escritor, tenía libros publicados, sabía cómo hacerlo. La llamaba por teléfono y
le leía, a bocajarro, un poema suyo. Abría al azar un libro de Dylan Thomas, uno de sus
poetas favoritos, y le leía otro poema. Ponía música y se la hacía escuchar a través del tubo.
Le decía que la adoraba tanto como para regalarle las obras completas de Umberto Eco, autor
en el que ella decía estar interesada. “Hace unos días me compré un libro de fotos de Robert
Mapplethorpe”, le comentó durante otro llamado, “me encantaría mostrártelo”, sugirió. Ella
no hizo acuse de recibo pero cuando él amagó con cortar le dijo “¿ya me vas a cortar?” y a él
se le agolpó la sangre en el centro del cuerpo. Entonces hablaron otros tres cuartos de hora y
quedaron, al fin, en que volverían a verse en Ave.
Él prometió llevar los libros.
Ella dijo que le llevaría lo que le había escrito.

Así fue.
Al verla de nuevo le pareció todavía más deseable, más fresca y apetecible. Le regaló un
libro de Umberto Eco y ella se alegró, aunque esa noche estaba algo opacada. Pidió
champagne pero no la ponía chispeante como la primera vez. Antes de que él se fuera,
habiéndola acariciado sólo un poco sobre la ropa, dominándose a sí mismo a duras penas, le
entregó un sobre color lila. “Es lo que escribí… bah, es una página de mi diario” dijo, y
aclaró: “la del día que nos conocimos”. Con ese tesoro ardiéndole en las manos, Ángel dejó el
boliche. Le suplicó que no lo olvidara y que se acordara de él, que la quería mucho y que ella
no le dejaba demostrárselo como era debido. Ella le sonrió como una esfinge y le agradeció,
con un beso largo y profundo, el libro que le había regalado.

El sobre lila tenía una hoja tamaño oficio prolijamente mecanografiada en la que la
señorita de marras, con gran desparpajo y provocación, relataba los hechos sucedidos durante
aquella primera noche: cómo mientras ella observaba a otro sujeto, del que él nunca se había
percatado, apareció un señor “intelectual”, con “pelo corto y anteojos” que la invitó a tomar
algo; cómo ella se había negado a prestarle atención hasta que el primer sujeto desapareció de
su vista y él dijo las palabras mágicas; cómo lo siguió hasta los reservados, con “una mezcla
de atracción, miedo y curiosidad”; cómo no se negó a que el señor la besara “con total
impunidad” y cómo tampoco se negó a que le acariciara “la conchita”, aunque no lo hiciera
“como es debido” (“con las mujeres nunca es „como es debido‟” pensó Ángel al leer eso).
Más adelante, registraba fragmentos de la conversación que habían tenido (“me explicó la
diferencia entre metáfora y metonimia, y me dijo que la semiótica estudia los signos
lingüísticos y no lingüísticos”: no había dudas, era buena alumna) y, finalmente, narraba lo
que había acontecido después de que él se hubiera ido: cómo la nínfula había “vuelto al
ruedo” y había enredado el ápice de su lengua con la lengua suelta de un psicólogo “recibido
y asumido”; cómo alguien llamado Guillermo le había dicho que era una “diosa” y cómo ella
lo había premiado con un beso, “un beso tal como para convencerlo de ello”; y, por último,
cómo había bailado al tiempo que magreado con un hombre de pelo largo, “hermoso y
parecido a Ian Atsbury”.
Al leer lo que la pendeja desprejuiciada había hecho con los otros, la erección fue
instantánea.

Procuró serenarse, un hombre de su edad no podía perder así la calma. La llamó. Ella le
preguntó si ya había leído su “cartita”. Él le respondió que sí y que “le había levantado mucho
más que el espíritu”. Luego, agregó, arrepintiéndose de inmediato, “sos fiestera ¿eh?”, a lo
que ella respondió, inocentemente, “¿yo?”. Todo el cuerpo de Ángel gritaba “¡sí, vos!”, pero
logró acallarlo y cambió de tema. El verano ya se estaba yendo y él quería mostrarle su pileta:
“¿te dije que tengo una alberca? ¿no querés venir a verla?”. Ella se negaba, aducía excusas
increíbles, todo tipo de evasivas. Intentó convencerla: “mirá que mi casa no es el gabinete del
doctor Caligari… te podés quedar a dormir, tengo varios dormitorios…”, pero no había caso.
La Señorita Desparpajo no cedía. “¿Y el sábado que viene vas a Ave?” le preguntó en un
último esfuerzo. “Después de leer tu carta me muero de ganas de verte”, agregó. Ella no dijo
ni que sí ni que no, que no sabía, que según como le pintara. Tuvo ganas de mandarla a la
mierda, pero recurrió a todo su aplomo y astucia: “Yo voy a ir… y te voy a estar esperando”.
Colgaron. El cuerpo y el espíritu los tenía inflamados, la cabeza agotada, su nuevo libro de
poemas atrasado… Se dijo que sería mejor ocuparse de algo y dejarse de joder con pendejitas
histéricas que juegan al gato y al ratón sin tener la menor idea de a qué están jugando.

El sábado siguiente estaba de nuevo en Ave, esperándola. Ella, desafiante, apareció. Pidió
champagne y de la mano se lo llevó a los reservados. La minifalda se le subía tentándolo y por
debajo de la camisa se adivinaba su ropa interior de color rojo fuego. “¿La bombachita
también es roja?” le preguntó él mientras le acariciaba con un dedo el escote. “Sí” dijo ella,
como diciendo “pero nunca voy a dejar que la veas”. Siguió acariciándola y otra vez, ella no
se negaba pero tampoco cedía. Le buscó la boca, las manos se le perdieron en sus muslos,
como nunca sintió que se le hacía un nudo en la entrepierna y ella, nada. Lo miraba, lo dejaba
hacer, insinuaba una sonrisa de Mona Lisa, parecía que se burlaba de él. Las manos
viborearon más adentro, la lengua le rozaba los labios insidiosa y ella parecía de granito. ¿Así
que quería jugar, quería ver quién era el más fuerte? Le entreabrió la camisa, trató de hacerle
saltar los pechitos del corpiño, justo cuando ella decidió abrazarlo, besarlo y estrujarlo contra
esa carne que lo obsedía. Inesperadamente se alejó, le hizo jjjjjjjjjjjjjjjj como hacen los gatos
cuando están enojados y volvió a mostrarse fría y cruel, mientras se abrochaba la camisa con
total tranquilidad. Entonces él se desquició: “si querés jugar, jugá con los nenitos de tu edad”
le farfulló y se levantó, la agarró de la muñeca y la sacó a la rastra del boliche. Sin decir
palabra la metió en el auto, arrancó y procuró no parar hasta llegar a su casa.
No se dijeron ni una palabra. Ya estaba todo dicho.
Al fin, ella parecía satisfecha.

¡Qué iluso! Si pensó que la había impresionado con ese arranque troglodita se equivocaba
de medio a medio. La Señorita ¿Fiestera, Yo? entró y preguntó dónde quedaba el baño,
desapareciendo de inmediato en él. Ángel, obnubilado por su propio deseo, puso música, sacó
el champagne de la heladera —comprado expresamente para ese momento, puesto que a él no
le gustaba y ella había declarado que era su bebida favorita—, sirvió dos copas y esperó que
saliera. Se le apareció en ropa interior, que efectivamente era toda roja. Le ardían las sienes,
las manos, todo bullía en él: quería tocarla, quería gozarla y lo quería ya. Ella se acercó, con
pasos estudiados, se sentó a su lado en el sillón, tomó un sorbo de champagne y
“accidentalmente” dejó caer unas gotas, que de su barbilla fueron directo a sus pechos. Él se
abalanzó pero ella lo frenó: le puso una mano en el pecho, y con los dedos de la otra recorrió
el caminito dejado por la bebida. Dudó un momento y se los ofreció. Él se los lamió,
queriendo lamerle todo el resto.
Ella volvió a alejarse: recorría la casa semidesnuda, como si quisiera dejar su rastro en
todas partes, menos en él. Él la seguía, se le acercaba, ella lo esquivaba… De nuevo en el
living, se hartó: la arrinconó, la aplastó contra la pared y le repitió “Te dije que no juegues
conmigo, nenita…”. Le mordió la nuca, le desabrochó el corpiño y le corrió la bombacha lo
justo como para poder penetrarla cuando la muy ladina volvió a escapársele. La encontró,
finalmente, tirada en su cama, ofreciendo el lúbrico espectáculo de sus nalgas. La dio vuelta,
la besó, la abrazó, le rogó que se dejara de joder, que ya no aguantaba más… “Pensé que te
gustaba” dijo ella con aires de reina ofendida. Le tapó la boca con su boca, le sacó la tanga, se
despojó de la ropa que aún tenía y se dispuso a penetrarla: ahora que ella no se resistía la
urgencia por su carne había, en efecto, decaído. Sin embargo, no paró hasta sentir que se le
derretía como azúcar entre los dedos.

La noche reservaba sorpresas. Debió haberlo pensado antes pero estaba tan feliz que no
pensó en nada. Después de una colosal acabada, todavía temblando, encendió un cigarrillo y
le preguntó cómo estaba. Dijo “bien”, pero como si no hubiera pasado nada. Como de
compromiso. “¿Te gustó?” inquirió él. “Sí”. La misma sequedad, el mismo dejo indiferente en
sus palabras. Se le acercó y la miró: su rostro, a la luz sesgada de los reflectores del jardín que
dejaban pasar las persianas, no revelaba la más mínima emoción. No parecía que tres o cuatro
orgasmos la hubieran arrasado en la última hora y media. “¿Querés que te haga el ortito,
linda?” sugirió él, envalentonándose de a poco. “Dale” dijo la osada, “aunque ya me lo
rompieron bien roto”, aclaró, por si hacía falta. “¿Ah, sí? ¿Y quién tuvo el honor?” quiso
saber él, intrigado. “Un tipo” sentenció. “Un tipo que conocí el año pasado”. Eso no satisfacía
la curiosidad de nadie. “¿Qué tipo? ¿Dónde lo conociste?”. Lo miró fijo y contestó: “Lo
conocí en Cemento una noche que estaba muy aburrida. Me sacó de ahí y me cogió toda la
noche, literalmente”. “¿En serio?”. “Sí”. La pija se le iba poniendo cada vez más dura, el
cigarrillo era ya un recuerdo. “¿Y cómo fue?”. Se rió. “Mejor no te lo cuento”. ¡Je, se hacía la
misteriosa, para impresionarlo! “Contame, dale”. “Era una bestia. La tenía así” y con sus
manos señaló una medida inverosímil para cualquier ser humano. “Me estás jodiendo”. “Te
juro que no, era así” y volvió a recortar ese espacio inverosímil con sus manos. “Te habrá
parecido” matizó él. “No me pareció nada. Era así y me la metió por todos lados”. “¿Y lo
volviste a ver?”. “No, nunca”. Eso lo alivió un poco. Empezó a acariciarle el lugar donde la
nalga da paso a la pierna, justo en el plieguecito de carne que se le marcaba tan
seductoramente… “¿Y te gustó o te dolió mucho?”. Silencio. Luego: “El dolor que sentí no
tiene comparación con nada, pero el tipo sabía lo que hacía y no sé cómo, en un momento,
dejó de dolerme, cedió todo, y fue glorioso”. La erección era completa, urgente, batallante. “Y
decime… ¿cederá todo ahora?” y empezó sin darle tiempo a contestar.

Dormir. Ahora había que dormir. Ya era muy tarde, estaba extenuado. La abrazó y se
quedó inmediatamente dormido. En el interín, según pudo colegir más tarde, la que
literalmente se dejaba hacer el orto por cualquiera, se levantó de la cama, recorrió otra vez la
casa, salió al jardín, miró la alberca, que ya empezaba a hospedar hojas muertas, tomó
champagne y finalmente se acurrucó, abrazada a un almohadón, en el diván del living.
Cuando él se despertó, grande fue su sorpresa al no encontrarla en la cama. Pero ahí estaba,
hecha un ovillo y abrazada al almohadón. “¿Te gusta más el almohadón que mi cama?” le
dijo, bostezando. Ella se incorporó, dijo que tenía que irse, que no había querido despertarlo y
que luego había recordado que no tenía ni la más mínima idea de dónde estaba. “Esperá, te
alcanzo” le dijo él, temiendo perderla cuando apenas la había encontrado. Marina —ay,
resonancias oceánicas que lo extasiaban yacían en su nombre— asintió y empezó a vestirse.
“¿Tanto apuro tenés? ¿No me das ni un besito de despedida?”, y la tumbó en el sillón, le abrió
las piernas, y ella misma, al final, lo ayudó a penetrarla.

Había salido el sol mientras él le mordisqueaba, con pereza infinita, un pezón. Pero otra
vez estaba fría, todo lo de la noche anterior parecía no haber hecho mella en su ser —o así le
quería hacer creer— y no quiso desayunar ni nada. “Me tengo que ir, en serio” dijo
lacónicamente. Él, entonces, caballero al fin, que no obstante gozaba y hacía gozar a las
pendejas que la iban de atrevidas como ella, se vistió, sacó el auto y la llevó hasta su casa. “Te
llamo” le dijo y le pidió, otra vez, que le escribiera algo.

Entonces ella lo sorprendió. Tres días después lo llamó y apenas escuchó que él decía
“Hola” le leyó algo que había escrito, algo que decía así:

Ella es lacia y tiene puesto un vestido blanco, que apenas le llega a las rodillas y cuyos
breteles, finos, siempre se le caen. Da vueltas por la casa, inquieta. Su gato la mira, las
paredes también parecen mirarla. Hace tanto calor, el aire está estancado y sin embargo
todas las ventanas están abiertas. Le tintinean voces en la cabeza, voces que no conoce,
olores de los que nada sabe, mundos de los cuales todavía es ignorante. El pelo le abrasa la
piel, lo mismo que el vestido. Se eleva las gavillas de su pelo, se queda con ellas en alto
mirando a su gato que se acicala, lejano e indiferente. Las guedejas caen de repente y va a
buscar un vaso de agua. Esta noche es imposible, los grillos afuera esgrimen su gritería,
arrecian pájaros y gatos en celo. Esta noche va a pasar algo pero ella toma despacio el agua,
se deja invadir por su líquido frescor, se dice que sólo pasará lo que soporte su alma. Deja el
vaso y cede al capricho: se tiende en el suelo, cuyas maderas, claras como su piel, crujen
bajo su peso. Es tanto el calor que las maderas están tibias, como si hubieran estado al sol
todo el día. Pero es ella la que se siente un sol, un sol frío del que emergen rayos de amor
que nadie reclama, un planeta que gira con la esperanza de que su órbita se atraviese, al fin,
con la de otro… Extendida en el suelo, sus manos vagan por su cuerpo, le restituyen la forma
que siempre ha tenido y que tan a menudo pierde de vista. Las manos le dicen dónde el
temblor es más certero, dónde el tacto opera su magia, dónde sería mejor el contacto veloz de
una lengua, dónde una uña podría obrar el milagro. El vestido baja de prisa cuando sus
rodillas se elevan y un escalofrío le recorre la espina dorsal, ese cordón de nervios que le
indica dónde queda el mundo. Su mano conoce la faena y se aplica a ella con morosidad, con
dulzura, como si fuera la mano de otro, de un maestro experto, de un sensei, o la divina mano
de un dios, con el poder de crear con el sólo chasquido de sus dedos. Entonces algo pasa: los
límites del cuerpo se le expanden como estrellas en una galaxia recién nacida y las paredes
aguzan la vista. No es su mano la que maniobra y la deja desvalida sobre el piso: es un tropel
de hombres, con el que sueña todas las noches; un tropel cuyo asalto espera con la fruición
de un niño que aguarda el postre prometido después de la cena; una horda de hombres que
llega sólo para poseerla y abandonarla, dejarla hecha un coágulo lacio en el piso. Una
horda de hombres de los que nunca ve el rostro y que sin embargo la hacen suya, llamándola
con diferentes nombres y dejándola desbordante, rendida, perdidos todos sus instintos, como
una fiera amansada con el rigor del látigo y la dosis justa de cariño.

No supo qué decir. “¿Estás ahí o te dormiste?” le dijo ella, entre risas. “Qué me voy a
dormir…” dijo él. “Estoy como loco… me encanta cómo escribís” agregó, tratando de ignorar
la fuerza que hacía su pija contra el pantalón. “No escribo” dijo ella, “garabateo estas pavadas
a veces”. “No son pavadas” murmuró él entonces y le pidió que se lo volviera a leer “bien
despacio”. Ella obedeció y en su mente apareció —aunque ya estaba— ella misma con ese
vestido blanco, dando vueltas por su casa, tendiéndose en el suelo, tocándose… pero el que
empezó a tocarse fue él, con la mayor demora posible, pero ya era imposible demorarse,
llegaba la mejor parte, la parte en la que ella veía a la horda de hombres —y todos tenían su
rostro— y todos la remachaban contra el piso, uno tras otro, una horda, un tropel, un batallón,
un aluvión de tipos que sólo aparecían para cogérsela y entregársela al siguiente y ella ahí,
carne corrupta y abierta, un trozo de nada fundiéndose en tantos brazos, bajo el peso de tantos
hombres que no eran él y eran él al mismo tiempo. Cuando ella susurró “…con el rigor del
látigo…” la mano le hirvió con la violencia inusitada de su semen.

Pero era inútil. Ella seguía bardeándolo, dándole citas a las que nunca iba, engañándolo
con medio Buenos Aires, y atrapándolo, cada tanto, con otro cuentito bien urdido. Pasó una
eternidad hasta que logró volver a llevarla a su casa. Tuvo que emborracharla a fondo, rogarle
de mil maneras, prometerle mil cosas y aún así, a último momento parecía que otra vez se iba
a frustrar… Desesperado, le dijo que estaba escribiendo un nuevo libro de poemas en el que
incluía uno que había escrito para ella. “¿De verdad? ¿Para mí? ¡Quiero leerlo!” dijo entonces
y él disparó: “Sólo puedo leértelo si vamos a mi casa: acá no lo tengo”. Ella dijo que estaba
bien y partieron, raudos, hacia allí. La sentó en el sillón del living, puso música, le preguntó si
quería tomar algo y al ella negarse, fue a buscar el poema. Le dijo “Ojalá te guste. Se llama
„Ungida‟”. Y, a continuación, se lo leyó, marcando bien las pausas, los acentos, el final de
cada verso:

Te unjo con mi piel


Te unto de lágrimas
—otrora antiguas.
Lamo la boca que ante mí
se alza
y escojo el pezón dormido.

Te acaricio y te palpo
—soy invisible—
te voy llenando de los otoños
que antes me habitaron
—soy tu fantasma inquieto—
te bendigo con mi lengua
ácida y fina
y te embisto
abriéndote un tajo

una llama que —yo sé—


se vuelve presa y caza.

Terminó de leerlo y ella no le dijo nada. Lo miró, como nunca lo había mirado, y lo agarró
por el cinto, totalmente desprevenido. Metió la mano, lo aferró, lo plantó frente a ella, que
seguía sentada, y con total naturalidad le sacó la pija afuera. Miró la pija como si nunca la
hubiera visto y la envolvió con sus manos y su boca. Él soltó la hoja con el poema, que planeó
hasta sus pies, y le puso las manos en la cabeza, quería que se la metiera más adentro, que se
la tragara toda, que no dejara nada afuera… pero ella lo apartó, y sin dejar de agarrarlo, le dijo
“A mi manera o nada”. Entonces él sintió que podría haberle acabado ahí mismo pero se
frenó, como pudo; le soltó la cabeza y le acarició un hombro, diciéndole que estaba bien, que
le hiciera lo que quisiera como quisiera, que era todo suyo. Ella sonrió, como diciéndole
“fuiste mío desde el principio”, y volvió a encerrarlo en el cáliz de su boca. Sabía
perfectamente lo que hacía y no dejó ni un milímetro de él sin recorrer con su lengua y sus
labios. Le encantaba: en sus ojos vio la mirada extraviada de las bacantes, de las pitonisas en
contacto directo con la divinidad. Su pija la poseía más que todo su cuerpo, que todos sus
cuentos, mucho más que su tonto poema. A ella se entregaba con fervor mientras que a él no
le daba nada. A la verga la saboreaba como Lolita al helado, se la comía como si fuera su
última cena, a ella se rendía de inmediato, sin necesidad de ruegos o engaños. Con ella
cumplía todas las citas que no había cumplido con él, le dedicaba todas sus primicias, se diría
que era carne de su carne lo que ahora mamaba. El pelo se le movía rítmicamente y todo el
cuerpo lo acompañaba. Su respiración entrecortada lo calentaba todavía más que su lengua
paradísiaca. Quería disfrutarla hasta el último segundo, extender todo lo posible el suplicio de
verla adorar así tan sólo a una parte de su cuerpo, sentir que ella era suya aunque no lo fuera,
gozar con el hecho de saber que era ella la que en realidad estaba segura de que él era suyo,
como lo están todas las mujeres que aman la pija. Porque es lo único que aman, pensaba él, y
vos, tontita mía, creés que sos la primera en descubrirlo, pero no es así: esto es más viejo que
el mundo. Quería perderse en esas cavilaciones pero ya no pudo, ella lo aceleraba, le daba
manija y lo miraba desde los bajos de su propio cuerpo con ojos de loca, de ida, de mina que
sabe el regocijo que causa. Con su leche le salpicó el pelo, la cara, las manos y ella no lo soltó
hasta que no le dejó la pija reluciente, nuevita, como un auto recién salido de fábrica.
“Me la voy a coger toda” fue lo único que pensó —e hizo— después de eso. Pero, ¡oh,
maligna!, después de esa cabal demostración de hembridad ardiendo, su hoguera se enfrió en
un segundo y ya no pudo reavivarla en toda la noche. Lo peor fue que sólo se dio cuenta al
final, tan caliente estaba que no veía que ella estaba ahí, tirada, como un peso muerto, una
cosa inerte, una planta o una piedra al borde del camino. Sólo después de haberla gozado
varias veces, sólo después de hacerle el culo de nuevo (y de nuevo más tarde), sólo después de
haberse orgiado a sí mismo con el recuerdo de sus ojos de loca comiéndoselo, se dio cuenta
de que ni siquiera se había molestado en fingir un orgasmo, un gritito o algo. Le preguntó mil
veces si estaba bien, si tenía algo, si se sentía mal. Nada. Estaba todo bien. No se sentía mal.
Otra vez parecía que lo estaba cargando. Me quiere enloquecer, me lo hace a propósito. “Es
para que me la coja más fuerte”, pensaba él, ya al borde de sus fuerzas y de su paciencia. Es
una pendeja que todavía no sabe manejar lo que tiene entre las piernas, eso es todo. Y volvía a
preguntarle y nada.
Al final, ella se levantó de golpe y empezó a vestirse. Volvió a preguntarle qué le pasaba,
si ya se iba, y ella no le contestaba. Entró al baño y tardó una eternidad en salir. Terminó de
calzarse, agarró sus cosas y se iba, se iba sin decirle una palabra, hasta que logró frenarla
antes de que llegara a la puerta de calle y pudo preguntarle “Pero… ¿qué tenés?” y la
enloquecedora le respondió “Nada… ¿Sabés qué pasa? Somos habitantes de noches distintas”.

Y se fue, como si nada.


Marcos
(o Una amistad erótica)

14 de diciembre
Se llama Marcos y tiene treinta y seis años. Es el mejor amigo del novio de Luli y ella ya
me había hablado de él, pero yo me había olvidado. Ella también le habló de mí, pero él
tampoco se acordaba (o eso dijo). Anoche nos presentaron en el cumpleaños de Juanse. No
podía sacarle los ojos de encima. Luli me cargaba, me decía es tuyo, nena… ¿qué estás
esperando?, pero yo me hacía la que no me importaba. Algo me decía que tenía que ser él el
que diera el primer paso.
La fiesta en la quinta de Juanse fue espectacular. Era la primera vez que yo iba y todo lo
que me había contado Luli resultó poco. El padre de Juanse me comentó que el general Roca
había estado a punto de comprarle la propiedad a alguno de sus antepasados, pero que luego
prefirió comprar otros terrenos, más al sur, y edificar allí su residencia de verano.
Evidentemente, Luli le contó a su futuro suegro que estudio Historia. Nota mental: eliminar a
Luli.
Mientras charlaba con el padre de Juanse, un señor muy bien puesto, dicho sea de paso,
Marcos me observaba atentamente. Rogué parecerle bella y misteriosa. El padre de Juanse —
no recuerdo el nombre— se fue a ver no sé qué cosa y Marcos se acercó. Me dijo que Luli le
había hablado de mí, pero que no lograba acordarse; aunque, agregó, ahora que me había
conocido le sería imposible no acordarse de mí. Le sonreí. Le dije que Luli (¡qué vocación de
celestina!) también me había hablado de él, pero que nunca me había dicho que era alguien
tan interesante. Él me sonrió a su vez. Me preguntó qué hacía. Le respondí lo usual. Le
pregunté qué hacía él y me dijo que trabajaba en una agencia de publicidad y mencionó el
nombre. Es la agencia que produjo la publicidad del último mundial, acotó. Luego, agregó
que viajaba mucho pero que se alegraba muchísimo de estar en el país en estos momentos.
Pensaba quedarse todo el verano. En ese instante, vino Juanse y le pidió ayuda con no sé qué
corno y se fue. Atrás vino Luli y me preguntó ¿y? y le respondí que todavía nada, que apenas
si habíamos cruzado dos palabras. ¿Pero te gusta o no?, siguió. La miré como queriendo decir
“qué pregunta más obvia” y dijo menos mal, ya me estaba asustando… es el hombre ideal
para vos, muñeca, ya vas a ver.
Yo me quedé pensando, sentada en una de las hamacas del parque, si podía ser cierto eso
de que Marcos “era el hombre ideal para mí” e involuntariamente dejé escapar una risita. Su
voz (tiene una voz inconfundible) me preguntó de qué me reía. Decidí jugar un poco y dije
que de nada, de algo que había dicho Luli. Y qué dijo Luli ahora, quiso saber. Le respondí
que, citándola textualmente, ella había dicho que él era el hombre ideal para mí. Se quedó un
segundo serio. Después dijo que qué bueno porque él estaba empezando a pensar que yo era la
mujer ideal para él, aunque había llegado a esta conclusión por su propia cuenta. Nos reímos.
Se acercó un poco más. Me dijo entonces que íbamos a tener que confirmar o refutar esas
teorías de algún modo. Se te ocurre alguno, preguntó. Y yo, que ya no me podía escapar, dije
que se me ocurrían muchos, pero que en ese momento el que estaba más a mano era… bailar.
Caminamos hasta la pista de baile. Había una pequeña orquesta, que hacía horas que estaba
tocando y cuyos músicos no mostraban la menor fatiga. Pensé si no serían robots. Escuché
entonces que él me preguntaba, mientras ponía su mano en mi cintura, si me gustaba la
música. Me encanta, dije, no podría vivir sin ella. Dijo ser de la misma raza y me habló de su
extensa colección de jazz, blues, salsa y bossa nova. Cuando vengas a mi casa, agregó, te voy
a grabar algunos CD para que después los escuches tranquila. Estábamos bailando muy lento,
aunque el ritmo de la música no lo era tanto, y al sentirlo tan próximo tuve una deliciosa
sensación de vértigo. Sabía que la proximidad, el aire cálido de la noche, la grama sedosa que
pisábamos (hoy ya no debe estar tan sedosa, se me ocurre) iban a provocar el beso en
cualquier momento, pero quería dilatarlo, estirar ese momento cuanto fuera posible… No
supe qué decir y él me miró a los ojos. Tiene unos letales ojos verdes. Sentí que esos ojos me
atrapaban en su océano verdoso y me inmovilizaban a su lado para siempre. Debió percibir mi
arrobamiento porque de inmediato me besó. Calzó sus labios en los míos con tanta perfección
que estuve a punto de desfallecer. Su lengua se introdujo en mi boca con la misma habilidad y
todo se volvió glauco y acuoso. No quería que me dejara de besar nunca. Nos fuimos
abrazando cada vez más fuerte. La música sonaba muy lejos.
Lamentablemente, el hechizo se rompió: Juanse lo estaba llamando y tuvo que ir a ver qué
pasaba. Me prometió volver en seguida y yo aproveché para reclinarme en una de las
barandas y saborear el recuerdo de su beso exquisito.
Volvió al rato con sendas copas en la mano. No sé si te gusta el champagne, me dijo, pero
me arriesgué igual. Me encanta, dije, pero imagino que me va a gustar más desde tu boca.
Volvió a mirarme con ese océano verde y calmo, y levantando una ceja tomó un sorbo y
acercó su boca a la mía. Trasegamos champagne al tiempo que nos besábamos y bailamos
otro rato en silencio. Después, alguien gritó ¡Todos a la pileta! y vimos que la gente se iba
acercando a la piscina que hay del otro lado del parque. Algunos ya estaban metidos y le
tiraban agua a los que estaban más cerca del borde. Había globos y pelotas inflables en el
agua. Juanse tiró a Luli, que al salir lo arrastró de un pie a él. Nos miramos con Marcos y no
lo pensamos ni un segundo: nos tiramos como estábamos. Luli vino hacia donde yo había
caído y me gritó, tirándome agua, ¡¡¡viste que era el hombre ideal para vos!!!, y siguió su
camino hasta derribar de nuevo a Juanse, que ya estaba de nuevo fuera del agua.
Entonces, Marcos se acomodó contra una de las paredes de la pileta y me inclinó sobre él.
Los breteles del vestido cedieron con el agua y él se quedó observando mis pechos que,
prácticamente libres, flotaban muy serenos. Acercó su cabeza y deslizó toda su lengua en mi
cuello. Luego subió por mi oreja y por el borde de mi cara hasta unirse otra vez a mi boca.
Nos besamos desaforados. Alguien cayó con gran estrépito cerca de nosotros. Me siento como
en una fiesta del gran Gatsby, le dije yo y se rió. No soy Robert Redford, dijo entonces. Ya sé,
le contesté, sos mucho más hermoso. Y real, pensé. Tras esto volvió a besarme con toda su
lengua y toda su boca. Alguien gritó mi nombre. Debía ser Luli, así que no le di bolilla. Pero
luego gritaron el de él también. Interrumpimos el beso y nos dimos vuelta: efectivamente,
eran Luli y Juanse que del otro lado de la pileta nos decían que saliéramos, que ya iban a
cortar la torta.
Nos miramos resignados y salimos.

Después de la torta, de los interminables brindis y del húmedo saludo a Juanse de los
concurrentes, volví a reunirme con Marcos, esta vez con sólo los pies sumergidos en la parte
menos profunda de la pileta. Me preguntó si además de estudiar trabajaba y le dije que todavía
no. Me preguntó, aunque aclaró que no le interesaba en lo más mínimo, si tenía novio. Le dije
también que no. A mi vez le pregunté si él tenía alguna relación y me dijo que sí. Auch. No
puedo negar que sentí una punzada de celos, decepción y desconcierto, pero nada dije. A
continuación, dijo que tenían “una relación muy especial”, ya que ella pasaba gran parte del
tiempo viajando, igual que él, y habían decidido dejar de lado las convenciones sobre el
“amor” (pronunció esta palabra con sorna) para estar juntos toda vez que coincidieran en el
tiempo y en el espacio, y siempre y cuando los dos quisieran. Y ella dónde está ahora,
pregunté yo. En Nueva York, creo que dijo. Pero después de las fiestas vuelve a París, y si
tengo suerte, agregó, la veré en Milán más o menos en agosto. Pero no depende de mí, claro,
concluyó. Ella tiene que querer también ¿no?, pregunté. Querer y poder, me contestó.
Quedamos un rato en silencio. Mirá, dijo a continuación, lo llamamos una “amistad erótica”,
como en esa novela de Kundera… ahora no me acuerdo el nombre. Cuando estamos juntos,
todo vale. Cuando cualquiera de los dos no puede estar con el otro, sencillamente dejamos que
se vaya y haga lo que tenga que hacer. No hay restricciones, no hay que dar explicaciones.
Por supuesto, siguió, no pretendo que todo el mundo lo comprenda y lo adopte para su vida.
No a todos les convendrá ni les gustará. Pero es lo que yo elegí para mí, dijo y a continuación
agregó: y ahora elijo estar con vos. Volvió a besarme de modo tal que fue como si me
diluyera en su boca. Me importó un corno que tuviera una o cien amigas por el estilo si seguía
besándome por un tiempo razonablemente largo de ese modo.
Y lo hizo.

La fiesta iba llegando a su fin. Juanse y Luli nos invitaron a quedarnos. Había habitaciones
de sobra y podíamos sacarnos la ropa húmeda, darnos un baño y desayunar si queríamos.
Estaba saliendo el sol. Marcos me miró y no hizo falta más: aceptamos de inmediato. Nos
dieron una de las habitaciones más hermosas de la residencia. Nota mental: no volver a
aceptar invitaciones de este tipo. Puedo acostumbrarme y jamás podré pagarme estos lujos
extravagantes…
Marcos insistió en que yo me bañase primero y así lo hice. Al salir, en una robe de
chambre color obispo que encontré, me dijo que estaba hermosa y que lo esperara un segundo
mientras se daba una “duchita” y enseguida volvía conmigo. Me recosté en la cama y lo
esperé. Vino con un batín de satén similar a mi robe y me preguntó si no me sentía en una de
esas series norteamericanas sobre ricos y famosos. Le dije que sí y nos reímos. Se acostó y
pensé que sin más trámite íbamos a seguir con los besos del baile y de la pileta, pero me
sorprendió al decirme que tenía ganas de charlar conmigo, de que nos conociéramos un poco
más… Lo miré extrañada. Me dijo: estarás pensando qué le pasa a tipo, ¿no? Asentí. No me
pasa nada, pero no puedo irme a la cama con una mujer así no más. Me gusta ir despacio,
acotó. Posiblemente no lo creas, pero hay hombres que también necesitan su tiempo. En ese
instante lo amé sin reservas y hubiera hecho cualquier cosa que me hubiera pedido, aún la más
aberrante, pero tan sólo me pidió que le hablara de mí.
Y lo hice.

Luego me habló de él, y aproveché para mirarlo con detenimiento. Tiene la piel bronceada
y abundante pelo negro, lacio y grueso. Un mechón con una pincelada fina de canas le cae
sobre la frente y cada tanto, se lo corre con la mano. No me atrevo siquiera a hablar de sus
manos: nudillos bien marcados, dedos largos, tendones a la vista, palmas delicadas. Es
musculoso, pero no en exceso. Tampoco es muy velludo, al menos por lo que pude entrever a
través del batín. Tiene la altura ideal: es decir que con ponerme en punta de pies llego
perfectamente hasta su boca. Eso pude comprobarlo al bailar. Tampoco me atrevo a hablar de
su boca, roja y carnosa. Tiene un aire a Antonio Banderas, pero más rústico. Ya dije que su
voz es inconfundible. Hermosos brazos y piernas. En suma, un ejemplar de exportación.
Carne argentina de primerísima calidad. Nota mental: evitar estas metáforas truculentas a la
hora de hablar de él. Nota mental dos: imposible evitarlo. Nota mental tres: tratar.
Un rato después la conversación decayó y nos quedamos dormidos.

Un rayo de sol que se filtró desde no sé dónde hirió mis ojos y tuve que abrirlos. Se notaba
que hacía calor. Marcos respiraba quedamente y estaba abrazado a mí, como si durante la
noche (es decir, el tramo de madrugada desde que terminó la fiesta hasta que nos
despertamos), hubiéramos hecho el amor. Me encantó despertar así. Él no tenía puesto el batín
y a mí la robe se me había desabrochado y corrido (no sé cómo no me ahorqué, pues una de
las cintas cruzaba en mi cuello). Estaba demasiado excitada por su presencia como para seguir
durmiendo así que intenté levantarme. Me atrajo hacia sí, me besó a pleno, pidió disculpas por
su desnudez y besó mis pechos con fugacidad. Desde anoche que quiero comértelos,
masculló. Pero nos levantamos y cambiamos, y salimos hacia el comedor principal. Luli y
Juanse ya estaban en la pileta y nos instaron a quedarnos. Lamentablemente, Marcos tenía
cosas que hacer y yo debía venir a repasar, así que declinamos la oferta. Luli me miró
inquisitivamente y yo la miré tranquilizándola, con una mirada que decía “todo bien, pero
no… aunque tampoco falta mucho”. Fui a buscar mis cosas a la habitación y Marcos me
siguió. Me preguntó dónde vivía. Él iba para la capital, así que le quedaba de paso. Te llevo,
ofreció. Por supuesto, acepté.
Fuimos hasta la cochera de la quinta y, tal como lo temía, tiene un auto deportivo de esos
que rajan la tierra con sólo estar ahí parados. Color plata, coupé, convertible, con un equipo
de música infernal, etcétera, etcétera. Nota mental: evitar volver a subir y trasladarme en
dicho automóvil. Produce adicción, tanta como la que produce su dueño.
Viajamos serenamente y en apenas una horita y algo me depositó en la puerta de mi casa.
Nos dimos un beso larguísimo, interminable y me dijo que me llamaba. No veo la hora de que
el teléfono suene.
20 de diciembre
Marcos me llamó el miércoles a la noche y me preguntó si quería salir el fin de semana. Le
dije que el lunes rindo mi último final de este año y que debía aprovechar el fin de semana
para repasar, preparar mi tema y demás. Entiendo, dijo y luego disparó: ¿qué te parece si
salimos mañana así te queda todo el fin de semana libre? Le dije que me parecía bárbaro,
porque además tenía muchas ganas de verlo (¡ya quiero verlo de nuevo!). Dijo que él también
tenía tremendas ganas de verme y que el jueves pasaría a buscarme a eso de las siete. Ya sé
dónde vivís, acotó. Le dije que me parecía bien y que lo iba estar esperando. Soy muy
puntual, dijo entonces. Y agregó: ponete linda, aunque sé que vas a estar hermosa de todas
formas. El teléfono comenzó a derretirse en mi mano o mi mano comenzó a derretirse en el
teléfono, no sé, la cuestión fue que intercambiamos más cumplidos y luego cortamos.
Abrí el placard y grité “¡qué me pongo!”. Revolví los cajones y las perchas y no encontré
nada digno de él. Agarré el teléfono y la llamé a Luli. Que no estaba estudiando usted,
señorita, me dijo. No, dije yo, es una fashion emergency. Marcos me invitó a salir mañana y
no sé qué ponerme. ¿De verdad te invitó? Ayyy… (un grito largo), qué bueno, ayer le decía a
Juanse, mirá que Marina es superespecial, que no se haga el vivo tu amigo con ella y él me
decía quedate tranquila que es un tipo que sabe lo que hace. Ayyy… (otro grito) qué alegría
que me das, cuando lo vea a Juanse le voy a contar y… Luli. Nota mental: llamar a Luli en
casos de extrema necesidad (acotación: este no era un caso de extrema necesidad ¿o sí?).
Finalmente, Luli dijo pero nena, vení a casa que en un segundo te encuentro algo hermoso
para que te pongas y lo mates. Así pues, me allegué hasta allí y me prestó uno de los vestidos
más codiciados por una servidora: uno bordó, con cuello mao y sin mangas que me quedó
alucinante. Si te portás bien, te lo regalo, dijo Luli. La miré como preguntándole a qué se
refería con “si me portaba bien”. Si te lo garchás, nena… si con esta pilcha no funca…
primero lo mato a Juanse y después lo mato a él. Pero el vestido me lo regalás de todas formas
¿no?, quise cerciorarme yo. Usted se me preocupa por deslumbrar y nada más. Después
vemos. Otra nota mental relacionada con la anterior: no hacer caso, nunca, de los dichos de
Luli. Enmienda: aunque hasta ahora la viene pegando con Marcos. El tipo me quiere disfrutar,
dije yo, no quiere ir a la cama y ya… aunque supongo que mañana, sí… y si no ¿qué hago?
Ya veremos… buscaré algún amigo de mi hermano para presentarte.
El jueves, por fin, a las siete y un minuto sonó una bocina en la puerta de casa. Salí rauda y
era él. Me subí a la flecha plateada, como él llama a su coupé, sin siquiera despedirme de mi
vieja o decir “chau”. En fin. Espero sepan comprender. Y si no, ¡qué me importa! Nos dimos
un beso eterno y me dijo que era todavía más linda de lo que recordaba y que ese vestido me
sentaba muy bien (ese fue exactamente el término que usó). Viajamos hasta el centro sin
contratiempos. Le pregunté adónde íbamos y me dijo que primero a cenar y luego a bailar.
Citó un lugar conchetísimo y de re onda y yo pensé que me estaba cargando. No obstante, dije
¡qué bueno! y un rato después, deslizándonos entre autos no menos coquetos (¡y caros!) que
el suyo, llegamos al restaurant.
Al entrar, un mozo o valet o no sé qué preguntó si teníamos reservación. Capramonte, dijo
él. O sea que se llama Marcos Capramonte, concluí yo con lógica irrefutable. ¡Le calza
perfecto! Tiene algo montaraz, debe ser de Aries. El mozo o lo que fuera consultó una planilla
y efectivamente, teníamos una reservación. Nos condujeron a lo largo de un gran salón, con
pocos comensales todavía, y nos ubicaron en un sector menos amplio y mucho más íntimo,
decorado con motivos marinos. Las mesas eran pequeñas y tenían manteles con volados hasta
el piso. Había gran cantidad de cubiertos y copas en ellas. Pensé que no iba a recordar con qué
copa había que tomar cada cosa ni para qué era cada cubierto. Vagamente me acordé de que
los que se ubican arriba del plato son los del postre. Pero ¿y el resto? Ay, ¿este hombre no se
da cuenta de que yo soy una plebeya, poco menos que una Cenicienta urbana?
El mozo corrió gentilmente mi silla y yo me senté lo más derecha (y a la vez, suelta) que
pude. Él también se sentó y acto seguido me tomó de la mano y me la besó. Murmuró que el
rodete me quedaba precioso y que estaba muy contento de estar conmigo esa noche. Otra vez
sus océanos verdes. Otra vez su mechón cayéndole por la frente. Otra vez sus manos, sus
indecibles manos. En medio de ese acaramelamiento, llegó otro mozo con dos menúes
enormes.
Yo estaba tan nerviosa que apenas si podía leer dos palabras seguidas. Dije, con aires de
mundo, nunca comí en este restaurant (marqué bien la te, no sé por qué), ¿qué me
recomendás? Me preguntó si me gustaban los mariscos. Fruncí un poquito la nariz. Me
preguntó entonces si me gustaba el pescado, como el salmón o el abadejo… dije que el
salmón estaría bien. Entonces me sugirió el salmón grillé con rúcula o algo así y lo que
quisiera como entrada. Leí el apartado “entradas” y elegí una sopa fría de tomate con albahaca
y croutons. Buena elección, dijo él. Creo que en esa te acompaño. Me preguntó qué me
gustaría tomar. Dije que hasta donde llegaban mis conocimientos culinarios, vino blanco sería
lo indicado teniendo en cuenta que pediría salmón. Estás en lo cierto, me dijo, así que voy a
pedir mariscos para acompañarte. Volvió el mozo y Marcos hizo el pedido. Ya le mando al
sommelier, dijo y se retiró llevándose los menúes.
Vas a ver qué rico es el salmón grillado, me dijo, tomándome otra vez de la mano. Pero
llegó el sommelier, arrastrando un carrito con cantidad de vinos. Descorchó tres botellas de
vino blanco y fue sirviendo pequeñas cantidades en tres copas que tenía en el carrito. Marcos
olió la primera y la descartó. Olió la segunda y me la alargó. A ver qué te parece, me dijo.
Miré la copa como si supiera, la balanceé levemente y aspiré su aroma. Me pareció
deliciosamente frutado y se lo dije. Él, entretanto tomó la tercera y repitió la operación.
También me la alargó y me pareció un tanto especiado. Nos quedamos con éste, le dijo al
sommelier, quien se retiró después de dejarnos la segunda botella.
Llegó la entrada y con ella mi temor de mancharme el vestido con una indeleble cucharada
de sopa de tomate, pero por suerte no hubo que lamentar percances de ese tipo. ¡Me estoy
olvidando de contar cómo estaba vestido él! Tenía traje y pantalón color negro y una camisa
de un beige muy claro, un poquito entreabierta que le daba un aire casual que lo hacía todavía
más hermoso de lo que ya es. Recordé el atisbo de desnudez de cuando despertamos en la
quinta y al verlo ahora vestido, tan sobrio y elegante, lo deseé con locura. No obstante, seguí
tomando mi sopa y él la suya.
Después vino el salmón y los mariscos y con ellos nuestras piernas que se buscaban por
debajo de la mesa; sus ojos que me atisbaban los pechos, me escrutaban los hombros, se
detenían en mi cuello… Cada vez que sus ojos se posaban en alguna parte de mi cuerpo,
podía sentir cómo esa parte era invadida por una calidez súbita y una languidez, unas ganas
terribles de dejarme ir hasta donde fuera… A todo esto, charlábamos despreocupadamente,
pero por debajo de la mesa nuestras piernas libraban su dulcísima batalla. He visto hombres
sensuales en mi vida, pero éste los supera con creces a todos. Debe ser ariano, no me cabe
duda. Ya lo averiguaré. No puede estar animado por otro elemento que no sea el fuego.
Con el postre nos volvimos de nuevo juguetones: yo le daba cucharaditas de mi mousse de
arándanos con crema inglesa y él me escamoteaba trocitos de su turrón de pistacho y no
recuerdo qué otra fruta seca con sendas bochas de helado de chocolate amargo. Declaré mi
total rendición al chocolate y me dijo levantate como si fueras al baño. Así lo hice y al
acercarme a él, me dijo rápido, besame. Lo besé e ingresaron a mi boca miríadas de helado ya
derretido por el calor de su boca y hubo un mar chocolatoso de lenguas estrellándose contra
los paladares: tuve el impulso de subírmele encima y que me hiciera suya ahí mismo (pero me
contuve). (¡Qué expresión anticuada! Pero queda bien con el ambiente impuesto por el
restaurante tan paquete).

Tras la sobremesa, salimos y me dijo ahora vamos a bailar. Llegamos a una de las
discotecas más exclusivas de Buenos Aires. Me preguntó si había ido alguna vez. Le dije que
no. Me comentó que sólo en una de las pistas pasaban buena música, pero que tenían los
mejores reservados y el mejor champagne. Esos son argumentos suficientes para mí, pensé y
estuve a punto de decirlo, pero me callé. Ya habíamos entrado y yo estaba un poco perdida.
Llevándome de la mano, me fue mostrando los lugares principales, ya que todavía no había
gran cantidad de gente, y luego nos instalamos en un cálido rinconcito de los reservados. Me
dijo que lo esperara, que ya volvía. Supuse que había ido al baño. Me quedé ahí sentada.
Varios tipos se me quedaron mirando, algunos con deseo en la mirada, pero no di bola a
ninguno. Cenicienta no puede tener más ojos que para el príncipe, me dije, al menos por esta
noche. Un rato después, llegó con una botella de champagne de marca francesa. Lo abrió y
brindamos “por nosotros”. Estaba bien frío y delicioso. Volvimos a charlar aunque no
recuerdo de qué. Lo que sí recuerdo es lo que vino después.

Había un diván largo y mullido en ese sector de los reservados y hacia él nos dirigimos
cuando ya casi no quedaba champagne en la botella. Él se recostó y yo me recosté por encima.
Nos besamos, primero despacio y después desaforados. Empezó a acariciarme. Agradecí
infinitamente a Luli que me hubiera prestado ese vestido: la tela me trasmitía una sensación
hermosa con el roce de sus manos y podía sentir la incandescencia que iba emanando de ellas
y luego, cómo se confundían su perfume y el mío… Deslicé mi mano entre la camisa y su piel
y sentí cómo se inquietaba, cómo se iba enfervorizando… Sus besos se volvieron piras
incendiarias, tuve ganas de sacarme el vestido, la ropa interior, todo, ahí mismo y poder
sentirlo de una vez… pero luego de varios escarceos y de estos manoseos tan inquietantes me
dijo vamos a bailar y allá fuimos, a la pista en la que según él pasaban la mejor música…
Primero bailamos suelto pero en un momento me apretó contra él y pude percibir qué tan alto
estaba su estandarte… No entendía por qué no nos íbamos ya mismo de ese lugar y nos
tirábamos en cualquier cama a coger como Dios manda. No. Seguimos bailando.
Intencionalmente, rocé sus partes, que ya eran una roca. Entreví que le encantaba pero se
abstuvo de decir o hacer algo al respecto. Entonces retiré mi traviesa mano, pero lo besé hasta
dejarlo sin aliento. Pensé que tal vez quería que yo diera el primer paso pero se estaba
equivocando porque yo estaba determinada a que fuera él, y sólo él, el que pisara el palito.
En fin, después de bailar otro largo rato con subsecuentes aprietes y una nueva botella de
champagne bien frappé, me dijo tengo una idea y salimos de la discoteca. Serían cerca de las
cuatro de la mañana. Conozco un lugar que te va a encantar, siguió. Subimos a su auto y
emprendimos el viaje hacia no sabía yo dónde. Adónde vamos, le pregunté. Ya vas a ver, me
dijo. Queda a una hora de acá. Dormí si querés. No, me gusta ir viendo el paisaje, le dije. Pero
más que el paisaje, me la pasé mirándolo a él. Una hora después, entramos en un club,
estacionó el auto y me abrió la puerta para que bajara.
Caminamos por un sendero de piedritas hasta que llegamos a un muelle. Es el Club
Náutico, me aclaró. Un amigo me pidió que de vez en cuando venga a ver su velero. Vení,
vamos. Comenzamos a caminar por el muelle y a unos trescientos metros estaba el velero
indicado, el Dorian III. Te subiste alguna vez a uno, me preguntó. No, fue mi respuesta. Me
ayudó a subir, se deslizó por una escotilla, oí ruido de perillas y luego se encendieron algunas
luces. Vení, me dijo, y me indicó cómo bajar correctamente. El interior, completamente
recubierto de madera lustradísima, era íntimo y cálido. Todo hacía juego con él, con su
nombre, con su piel, con su perfume. Nos sentamos en un banco, también de madera, con
almohadones muy vistosos. Sonaba música. Otra vez me sentí en el gran Gatsby. Me miró,
volvió a inundarme con sus ojazos verdes, y me besó con tanta dulzura que me derretí sin
más. En apenas un instante, todo era lenguas, manos, abrazos, quejidos, piernas y brazos
entrelazados… pero se frenó y me dijo vení, vamos a cubierta.
Subimos y rodeamos el velero hasta ubicarnos en lo que él llamaba cubierta. Prestá
atención al cielo, me dijo. Todavía era de noche, pero algunos reflejos tenues ya titilaban en el
horizonte. Había viento y se me puso la piel de gallina. Se sacó el traje y me lo puso en los
hombros. No pude evitar besarlo y arrastrarlo a que me abrazara y besara y acariciara más y
más… pero volvió a detenerse y me dijo: mirá, me muero de ganas de hacerte el amor pero…
quiero disfrutarte antes así, porque estos momentos no se van a repetir nunca, aunque después
todo pueda ser aún más alucinante. Lo miré en silencio. No sabía qué decir. Volví a
colocarme su traje sobre los hombros. Verdaderamente creo en la amistad entre el hombre y la
mujer, acotó. Y pienso también que hay que darse un tiempo para las cosas. Yo lo abracé y
empecé a prestar atención al cielo. Los reflejos crecían, había ya una línea opalina en el
horizonte y podía verse cómo se reflejaba en el agua. Estarás acostumbrada a la vertiginosidad
de los chicos de tu edad o a seguir siempre tus impulsos. Yo estoy aprendiendo a domar los
míos, agregó. No estoy acostumbrada a nada, dije. Todo esto es nuevo para mí, así que
tendrás que oficiar de guía y perdonar mis deslices. Se rió. Tampoco es para tanto, dijo.
Disfrutemos de este amanecer. ¿Sabés? No va a volver a repetirse nunca.
Ya clareaba y el viento había cesado, pero seguíamos abrazados, viendo cómo las luces
invadían el cielo, lenta pero tenazmente. Su perfume me sedaba, tanto como el latido
acompasado de su corazón y el quieto vaivén del agua. Pensé que no había nada más bello
que ese momento y que ya llegaría la hora de la carne y todos sus anhelos. Volvimos a
besarnos pero con extrema ternura. Al abrir los ojos, el cielo había perdido todas sus
oscuridades y nos levantamos. Apagó todo lo que antes había encendido, cerró y salimos del
velero. Te llevo a tu casa, me dijo. Yo me saqué su traje y se lo dí. Subimos al auto y
viajamos hasta llegar aquí. Otra vez un beso larguísimo y dulcísimo y su te llamo después del
lunes.
Y ahora me esperan los libros, pero aún guardo ese amanecer y su perfume en toda mi piel.

30 de diciembre
Viernes
Paso el fin de semana en la quinta con Luli, le dije a mi vieja y agarré el bolso que había
preparado y salí. Con Marcos habíamos quedado que nos encontrábamos directamente allá,
así que yo me fui hasta lo de Luli, donde la susodicha ya me estaba esperando. Bien, muñeca.
Un minutito y salimos. ¿Traés todo? Estás tomando las pastillitas ¿no? Puse el bolso en la
parte trasera del auto y me senté. Al rato vino Luli con dos bolsos, una bolsa y la cartera. ¿Eso
solo llevás?, me preguntó. Sí, le contesté y enumeré: dos mallas, un par de remeras y
bermudas, las ojotas más coquetas que encontré, un par de sandalias re mononas, un solerito,
el vestido negro, un jean, bronceador, ropa interior, toallitas y demás boludeces, y las
pastillas. ¿Qué más necesito? Ay, nena, si en este fin de semana no pasa nada con Marcos me
muero… me voy a sentir culpable toda la vida. ¡Qué exagerada sos!, tercié. Ya va a llegar…
me encanta que sea así. Cuando por fin lo hagamos va a ser una explosión, ¿entendés? Bueno,
entonces les voy a decir que les den el cuarto más alejado de la casa, así explotan tranquilos.
Nos reímos.
Ya estábamos en camino. El sábado en la quinta iba a haber un gran asado al que estaban
invitados los parientes de Juanse y gran parte de sus amigos. En principio, yo no estaba
invitada pero el padre de Juanse le dijo a Luli que llevara a “su amiga la historiadora” (sic),
que tenía un montón de cosas para mostrarle. Nota mental: no eran tantas cosas. Mayormente,
fotos de cuando su abuelo o bisabuelo comenzó con la construcción del primitivo casco de la
estancia y cómo ese mismo casco fue transformándose y mejorando con el paso de los años,
hasta llegar a ser lo que es ahora. Interesante.
Pasamos un rato en silencio y Luli volvió a insistir: ¿pero no te tocó ni un pelo, nada? Ay,
dije, sí que nos tocamos, che. Apretamos como locos pero ni bien la cosa se pone espesa, él
frena. ¿No tendrá algún problema este chico, no?, acotó Luli. ¿Qué problema? pregunté yo.
Qué ingenua sos, Marina. Puede tener cientos de problemas: puede ser un eyaculador precoz o
impotente o no poder mantener la erección o ser muy ansioso o… Basta de catálogos
sexuales, por favor, le dije. Todas las veces que se la toqué la tenía dura como una piedra,
nena. Y para colmo, agregué, me parece que viene bien dotado. Le gusta disfrutar, no
arrebatarse, sentencié. Me dijo algo de dominar los impulsos… Hum… tal vez haga yoga o le
guste el sexo tántrico, dijo Luli, pensativa. Ya lo averiguaré y vendré luego a contártelo, no sé
de qué te preocupás. De tu persona me preocupo… no es bueno reprimirse así. Juanse y yo lo
hicimos la primera vez que salimos, prácticamente en el auto… Volvimos a reírnos. Es que
vos sos una desaforada y como hablás tanto, Juanse habrá dicho “con esto la callo de una
vez”. Qué guaranga que sos… y volvimos a reírnos.
Así más o menos transcurrió el viaje hasta la quinta.
Ya en ella, Juanse salió a recibirnos y a mí me dijo te están esperando en la pileta…, con
risitas y miradas pícaras. Entonces vamos a ponernos las bikinis, nena, dijo Luli y me arrastró
hasta el cuarto que siempre ocupan con Juanse. Después llevamos tus cosas a donde esté
Marcos, me dijo. Abrí el bolso, pero no podía esperar y le dije enseguida vuelvo. Adónde vas,
me preguntó. A verlo, le dije, no aguanto más. Ay, no tenés el menor sentido de la
teatralidad…, pero yo ya no la escuchaba. Fui rodeando la mansión hasta llegar a la pileta. En
el otro extremo, en sendas reposeras estaban Juanse y Marcos. Aunque ya lo había visto en
batín, verlo ahora en shorts de baño fue impactante. Se levantó y vino casi corriendo a mi
encuentro. Nos besamos sin siquiera mediar palabra. Me dijo que estaba hermosa y que me
había extrañado muchísimo. Volvimos a besarnos. Ahora vengo, le dije, me voy a poner a
tono con ustedes y salí, flotando cual libélula danzarina en el aire.
En el cuarto, Luli ya se había puesto la bikini y se estaba pasando bronceador. Poneme en
la espalda, me pidió. Y enseguida acotó: estás muy blanca vos… usá este, no quiero que a la
noche estés roja como un tomate y Marcos no pueda tocarte… aunque capaz que le gusta. Le
pasé el bronceador y después me descambié. Me puse una malla enteriza negra que tiene la
espalda abierta y un escote profundo. Te queda bárbara esa malla, nena. Te estiliza
muchísimo, dijo Luli. Me ayudó con el bronceador mientras yo me hacía un rodete. Me puse
un pareo fucsia y, una vez listas, salimos al ruedo.
Juanse ya estaba en el agua y allá fue Luli. Marcos seguía en la reposera y al verme llegar,
se levantó, acercó más la otra reposera y volvió a recostarse. Estás preciosa, me dijo. Vení,
recostate conmigo, siguió. Así lo hice y me envolvió su calidez y el aroma montaraz de su
pelo. Nos quedamos abrazados un buen rato hasta que empezamos a besarnos, siempre con
esa dulzura que me devasta. Luli y Juanse empezaron a tirarnos agua pero no les dimos bolilla
y se retiraron hacia la parte más profunda de la piscina. El sol estaba fuerte pero todavía no
llegaba a las reposeras. Te extrañé muchísimo todos estos días, me dijo Marcos. Qué suerte
que te fue bien en el examen, remató. Yo también te extrañé horrores, le dije y lo besé. Sabés
que tus besos me vuelven loco, dijo. No, no sabía, dije yo. Así estuvimos un rato largo, hasta
que decidimos ir al agua. Espero recordar mis clases de natación, pensé yo pero no fue
necesario. Mayormente estuvimos abrazados, aunque en un momento empezamos a
salpicarnos y se sumaron Luli y Juanse, pero al rato se fueron. Obvio que nos dejaron
intencionalmente solos.
Marcos se me acercó: yo tenía el agua un poco más arriba de la cintura, me abrazó y me
besó y empezó a bajarme, lentamente, los breteles de la malla hasta dejarlos caer. Se separó
apenas y como mis pechos seguían cubiertos, fue descorriendo la malla hasta dejarlos flotar
en el agua. Bajó hasta ellos y me los mordisqueó. Nos abrazamos y yo, inmediatamente, lo
encerré entre mis piernas. Percibí su erección. No tiene el menor problema, pensé, en
respuesta mental a los dichos de Luli en el auto. Nos seguimos besando pero sonó una
campana y él dijo que eso significaba que la comida estaba lista. Nos miramos entre deseosos
y decepcionados. Nos separamos, yo me subí la malla y salimos de la pileta.

Después de almorzar, Luli llevó mis cosas hasta el cuarto donde ya estaba instalado
Marcos. No era el mismo de la otra vez. Este era más hermoso, ya que quedaba en una
esquina de la planta alta. Tenía un piso de parquet superbrillante y ventanas de dos metros de
alto, aproximadamente, con celosías pintadas de verde y luengas cortinas translúcidas. La
cama era enorme y entraba la luz del sol, feraz. Nota mental: ¡quiero una casa así! Nota
mental dos: cuidado con los deseos, que pueden hacerse realidad…
En eso llegó Marcos y dijo veo que están muy cómodas, pues estábamos con Luli
desparramadas en la cama. Yo ya me iba, dijo Luli, y se levantó. Ya te la dejo toda para vos,
agregó y me guiñó un ojo. En fin. Luli. Yo permanecí donde estaba y Marcos surgirió:
¿dormimos una siestita? Afuera no se puede estar. El ventilador de techo agitaba sus aspas
allá arriba. Se oían decenas de chicharras. Entornó una de las celosías y nos recostamos. Yo
tenía puesto el solerito, sin corpiño. Todavía tenía el pelo mojado, aunque había tenido la
precaución de desenredármelo. Él sólo tenía puesto un bermuda azul. Me abrazó. Lo abracé.
Nos besamos y nos confundimos en apenas un instante. Sentir su torso desnudo fue más de lo
que humanamente me creí capaz de soportar y él, como si me leyera el pensamiento, bajó los
breteles del vestidito y el contacto de mi piel con su piel produjo una especie de gran y
fabuloso chispazo de locura entre los dos. No puedo más, me dijo. Me gustás demasiado, me
tenés loco, agregó. Yo tampoco puedo más, musité y bajé mi mano hasta el bermuda y se lo
desabroché. Lo ayudé a bajárselo y él me ayudó con el solero. Me acarició las piernas con
toda la mano abierta y lentamente, abriendo bien los dedos, me bajó la tanga. Me extendí
sobre la cama, desechando las almohadas y almohadones que había en la cabecera. En un trís,
se deshizo del calzoncillo y, tal como sospechaba, posee un ejemplar viril digno de
admiración, contemplación y adoración eternas. Me besó y con una suavidad increíble se
introdujo en mi cuerpo, que lo recibió como una fiesta. Abrí las piernas y lo rodeé con ellas.
Se movía de tal forma que en apenas unos instantes yo me estaba deshaciendo. Su voz se
transformó al decirme que todas las noches había estado soñando con este momento… yo no
podía ni hablar y él siguió diciendo no puedo creerlo, no puedo creerlo… Un minuto después
éramos sólo una prolongada explosión, fruto de la espera y el regodeo anteriores.
Tenía razón en que hay que darse un tiempo para las cosas…

Extenuados, dormitamos abrazados largo rato. Al abrir mis ojos, lo tenía detrás, caliente y
desnudo, con su pene tentándome entre las piernas. Me iba a dar vuelta, pero me dijo quedate
así y me penetró un buen rato, en una posición que yo nunca había probado. Después, sí, me
dio vuelta y me fui arriba de él. No puedo explicar lo que sentí al tenerlo así, debajo mío,
sudoroso, despeinado, y controlando yo todos los movimientos. Me dijo que era una diosa,
que le encantaba que me lo cogiera así (cito textual), que había valido la pena esperar…
Abriendo bien las piernas adentraba su pene lentamente en mi interior y después de tenerlo
todo adentro me salía hasta dejar sólo la puntita. Me sentía cada vez más mojada y él me decía
que no parara, que siguiera así, que lo enloquecía y que no le importaba nada… seguí hasta
que yo misma no pude más y tuve que acelerar los movimientos. Me estrechó contra él y se
acompasó a mi ritmo hasta que un nuevo estallido nos precipitó sobre las sábanas. Yo lloraba,
tan fuerte había sido el orgasmo.

Pasamos el resto de la tarde en la pileta. Empezó a llegar gente, amigos de Juanse,


parientes, invitados sorpresa. Los fueron acomodando y demás. Por la noche hubo una gran
cena en el comedor principal pero yo no veía la hora de escabullirme al cuarto con Marcos. Él
igual. Me acariciaba las piernas por debajo de la mesa y me hacía caras. Habíamos estado así
toda la tarde: rompiéndonos la boca a cada rato, toqueteándonos como locos pero no
encontramos la manera de desaparecer sin que fuera demasiado obvio, así que decidimos
esperar hasta la noche. Por fin, después de la cena, pudimos escabullirnos y ya en el cuarto, lo
hicimos en el piso, al lado de la puerta, pues el fuego que nos atosigaba desde la tarde ni
siquiera nos dejó llegar hasta la cama. Cuando ya sólo quedaba un rescoldo cálido, nos
levantamos: él fue al baño y yo también hice lo propio y aparecí ante sus ojos con mi
camisolín de raso blanco. Los ojos le llamearon por un segundo y yo le pregunté sos de Aries
vos ¿no? Sí, respondió y me preguntó cómo lo sabía. Porque tu elemento es el fuego, sos
apasionado y salvaje, y dulce y tierno al mismo tiempo… sólo un ariano puede manejar esa
exquisita combinación, agregué. Y cuál es tu elemento, quiso saber. El aire, le dije, que, como
sabrás, en las dosis adecuadas, aviva las llamas… Tras decir esto me dio un beso que me cortó
la respiración y volvimos a hacerlo, yo todo el tiempo con el camisolín puesto, pues se quedó
fascinado. Después nos quedamos charlando un rato abrazados y sus ojos llamearon de nuevo.
Sos adictiva, dijo. Cuidado, soy insaciable, dije y acto seguido me atravesó hasta el alma con
su pija.
Después dormimos como gatitos.

Sábado
Otra vez me despertó un rayo de sol. Marcos dormía boca abajo y tenía una de sus manos
plácidamente aposentada en mi culo. Al parecer, yo también estaba boca abajo. Desnudo él y
yo con el camisolín todo arrugado. Me estiré un poco y Marcos se despertó. Me abrazó, me
dio vuelta y me besó sin más. Inmediatamente, sentí su miembro brincar y debatirse sobre el
camisolín. Me solté del beso y le dije que tenía que ir al baño. A duras penas me dejó ir y al
volver, estaba todavía tirado boca abajo. Al sentir que yo ya había llegado, se dio vuelta y
ostentó una primorosa erección. No me dejes así, me susurró con la voz todavía dormida. No
dije nada y me acurruqué contra él y nos seguimos besando y acariciando. Aunque me
encantaba y me parecía hermoso e irresistible, mis sensores todavía estaban dormidos y
apenas tuvieron un conato de reacción cuando me lamió los pezones, pero eso fue todo. No
obstante, cortarle el mambo no tenía sentido y seguimos hasta que, con cierta dificultad, me
penetró. No pareció importarle y siguió adelante. Lamentable es decir que no llegué a ningún
lado pues me sentía contraída, seca… Acabó rapidísimo y al notar mi orfandad orgásmica me
pidió disculpas y me prometió que a la noche me iba a compensar. ¿No te gustó hacerlo de
mañana? me preguntó mientras nos levantábamos. Mentí diciéndole que era la primera vez
que lo hacía de mañana. Me miró y me dijo que había estado un poco brusco (o bruto, no
recuerdo qué palabra usó) y que la próxima vez me iba a preguntar si de verdad tenía ganas o
no. No importa, dije yo, lo disfruté igual.
Bajamos a desayunar y la mansión ya era un mundo de gente. Luli me presentó a algunos,
otros se presentaron solos y todo se iba preparando para el gran asado. Luli me miró con una
cara indescriptible y me dijo por lo bajo te acordaste de tomar la pastilla ¿no? Callate, le dije.
Nena, ¿te miraste al espejo? Se te nota a la legua que te lo montaste toda la noche y por la
cara que tenía él ahora, acaban de hacerlo. ¡Sos un desastre! le dije, y la empujé a propósito
mientras salía hacia una de las galerías. Aspiré un poco de aire, me desperecé y en eso vino
Marcos y me dijo ¿por qué no te ponés esa malla hermosa que tenés y aprovechamos la pileta
antes de que la acaparen? Sí, tenés razón le dije y fui a ponerme la malla. Volví y al ratito nos
zambullimos en la pileta. El agua estaba fría, pero nos empezamos a salpicar, a perseguir y a
jugar como chicos y enseguida pasó. Muchos de los invitados siguieron nuestro ejemplo.
Después de un rato, yo salí del agua y me recosté boca abajo en el borde de la pileta. Marcos
se quedó en el agua y me miraba. Sus ojos parecían todavía más verdes y me sobrevino un
deseo infernal de tenerlo entre mis piernas. Dejé de mirarlo. Se acercó un minuto después y
sacando la mitad del cuerpo fuera del agua (al verlo, me desintegré) me dijo al oído ¿tenés
idea de lo que me provocaste con esa miradita? Yo me reí y no dije nada. No te rías, agregó,
porque en cuanto te distraigas te parto al medio. Escondí la cabeza entre los brazos y reprimí
un grito de placer. Seguimos un buen rato así, lanzándonos esos dardos sexopáticamente
envenenados.
Sonó la campana y nos acercamos a las mesas, dispuestas en la parte central de la galería
que rodea la mansión, donde ya había tragos y aperitivos. Qué te traigo, me dijo Marcos, con
toda inocencia. Tu pija, le dije yo en el oído. Me pellizcó el culo al punto de que lo mordí en
el hombro para reprimir otro grito y me dijo, todo serio, portate bien, chiquita… y agregó: no
jodas conmigo. Reitero, recomenzó, qué te traigo. Lo que quieras, le dije. Volvió con dos
vasos altos y helados. Era Gancia con limón o algo por el estilo. Tomé un sorbo y volví a
mirarlo del mismo modo que en la pileta, pero no fue premeditado. Apoyó su vaso en la mesa
más cercana, me agarró fuerte del brazo, me obligó a dejar mi vaso y me arrastró adentro de la
mansión, diciéndome te dije que no me jodas. Me tiró contra la primer pared que encontramos
y apoyó todo su cuerpo contra el mío, oprimiéndome y besándome con saña. Pero no sé si
pasó alguien o qué —yo ya había cerrado los ojos— que me soltó y me dijo vení, vamos, no
hagamos papelones.
Misteriosamente, nuestros vasos permanecían donde los habíamos dejado y seguimos
tomando el aperitivo. Había cosas para picar, pinchos, ensaladitas, cazuelitas pero yo no tenía
hambre. Él pinchó unos quesitos y unos embutidos y me ofreció de estos últimos. Hay otro
que me gustaría más, le dije. A su lado todo se volvía una única comunicación sexual. Se rió y
me miró con sus océanos verdes, que en el fondo comenzaban ya a llamear, y no pude resistir
abrazarlo y besarlo. Bueno, bueno, que hay gente, me dijo. Y soltamos una carcajada al
unísono.
Más tarde, se sirvió el asado que, demás está decirlo, estaba exquisito y luego se coronó el
banquete con grandes cantidades de helado y otros postres fríos. Sentados uno al lado del otro,
pasamos todo el almuerzo echándonos miraditas, acariciándonos subrepticiamente,
espiándonos, mordiéndonos, soplándonos, riéndonos por lo bajo, por completo olvidados de
Luli, Juanse y toda su parentela. En un momento me pareció percibir que una de las primas de
Juanse se comía con los ojos a Marcos pero le resté importancia. A la noche él me dijo que el
novio de no sé quién, que estaba sentado enfrente de nosotros, no me sacaba los ojos de
encima. Jamás me di cuenta.
No dormimos siesta, sino que nos ubicamos en un sector cercano a la pileta y vimos cómo
casi todos los invitados se tiraban, correteaban y jugaban en el agua con las pelotas inflables y
nos salpicaban, mientras gran parte de las mujeres, incluida Luli, se asoleaban en distintos
puntos del parque, más o menos alejados de la piscina.
En un momento, Marcos se levantó y me dijo ya vengo, voy al baño. Siguiendo una ideíta
que me venía atosigando desde que habíamos estado en la pileta a la mañana, esperé que se
alejara un poco y lo seguí. Efectivamente, se había metido en el baño de la planta baja. Esperé
un poquito más y subrepticiamente, entré. Estaba haciendo pis y se dio vuelta. ¡Marina!, dijo
sobresaltado, ¿qué hacés? Yo no dije nada y esperé a que terminara con sus necesidades.
Cuando se estaba lavando las manos me puse en la puerta y esperé que se acercara para
abrazarlo frontalmente y besarlo como loca. ¿Qué hacés?, volvió a repetir. Puede venir
alguien, agregó. No me importa, dije, y agradecí que la puerta del baño tuviera pestillo, el cual
pasé. Volvió a decirme qué que hacía, justo cuando le levanté la remera y empecé a bajar por
su pecho hasta arrodillarme, desabrocharle los bermudas, bajárselos y con ellos bajarle
también los calzoncillos. Marina, chiquita, qué hacés, estás loca, creo que alcanzó a decir pero
ya era tarde: su pija llenaba mi boca y me impregnaba de su sabor. Siguió diciéndome que
estaba loca pero que le encantaba, que me estaba gozando, que no podía creer lo que estaba
pasando… yo seguí chupándosela muy aplicadamente, ayudándome con una mano y con la
otra acariciándole la ingle y las piernas. Metió las manos entre mi pelo y me dijo dejame
verte. Entonces yo levanté la vista e instintivamente volví a mirarlo de ese modo singular, por
tercera vez. Se estremeció y me pidió más. Más y más. No pares nunca, agregó antes de
empezar a gemir y jadear de manera tal que con sólo escucharlo —y ahora recordarlo— se me
puso la piel de gallina. Ya se venía cuando me retiró la cabeza, siempre teniéndome del pelo,
y frotándose con su mano, me dijo dejame que te dé un collar de perlas, y acabó en mi cuello.
Después, se arrodilló conmigo en el suelo y nos quedamos mirándonos a los ojos y
acariciándonos con suavidad y deleite. Estás loca, volvió a decir. Vos me volvés loca, le dije.
Permanecimos otro rato en silencio y me dijo arreglemos este desastre y nos levantamos,
dejamos lo más ordenado posible el baño y él mismo me enjuagó el cuello. Se me puso detrás,
apoyándome como si fuera el dios Pan, y con lentitud me enjabonó y repasó el cuello. Luego,
me aplicó un beso mortífero en la yugular y sentí que estaba a punto de caer a sus pies y
declararme suya ipso facto. Se percató de que yo ya estaba entrando en éxtasis y me dijo salí
vos primero, que yo voy en un rato.
Salí, casi contra mi voluntad, y elegí una reposera abandonada lejos de la pileta. Tardó
bastante en volver. Me supuse que se habría encontrado con alguien por el camino. A la noche
le pregunté por qué había tardado tanto en salir del baño y me miró con un brillo pícaro en los
ojos. Bajó la cabeza y luego me dijo: tardé porque estaba tan caliente que tuve que
masturbarme por tu culpa ¿sabés? Y agregó: y estaba tan zarpado que no podía acabar, hasta
que me acordé de tu boca e hice un verdadero enchastre y por supuesto tuve que limpiarlo.
Así que la próxima te voy a asaltar yo en el baño, a ver cómo te las arreglás. Y nos reímos.

Después del baño incident, los hombres, él y Juanse incluidos, se fueron a jugar al fútbol,
así que yo me estacioné junto a Luli. Piba… ustedes no andarán cogiendo por los rincones
¿no? ¡Qué cara, mamita! Te tiene loca ¿no? ¡Viste! ¡Yo sabía que Marcos era para vos! Fue lo
primero que pensé cuando Juanse me lo presentó. Lo ví y dije ay, Marina con este tipo muere.
Y ya veo que no me equivoqué ni un poquito… Nota mental: no tratar de reproducir el caótico
discurso de Luli. Es imposible.
Nos quedamos charlando y tomando sol. Entre otras cosas, me dijo que Juanse le había
dicho que nunca había visto a Marcos tan loco por una mujer, que nunca había llevado a nadie
a su velero (y ahí supe que el velero era suyo y no de “un amigo”), y que por eso se había
tomado tanto tiempo para llegar a la cama. Quería estar completamente seguro. Juanse
también le había dicho que esta mañana se habían cruzado en no sé qué parte de la casa y que
Marcos le habría (este verbo lo uso yo, no lo usó Luli, claro) dicho que había pasado la mejor
noche de su vida y que estaba totalmente loco por mí y no sé cuántas cosas más que ya ni
registré porque me olían a inventos de estos dos casamenteros. Lo más cómico de todo es que
Luli y Juanse todavía no se comprometieron y nosotros somos la tercera pareja que ellos
presentan. ¡Qué personajes!

El sol caía cuando vimos llegar a los hombres, sucios y transpirados, desde el otro lado del
parque. Juanse y Marcos venían abrazados y se dirigieron a la casa de inmediato. Con Luli
nos miramos y nos matamos de la risa. ¡Hombres!, dijo ella. A veces pienso que son todos
putos, y con ese comentario nos levantamos y nosotras también fuimos a cambiarnos. Si ellos
son todos putos, ¿nosotras somos todas putas? me quedé pensando, sin llegar a ninguna
respuesta satisfactoria.
Entré a nuestra habitación y Marcos se estaba bañando. Escuché que me gritaba ¡pasá!, así
que me saqué la malla y pasé. Me abrazó tan fuerte que casi me corta la respiración y empezó
a besarme y tocarme con esa saña tan característica. ¡Eso es lo que me vuelve loca de él! De
repente es un tierno total y de repente es un volcán que entra en erupción y me cubre con su
densa y ardiente lava. El agua de la ducha seguía cayendo pero a ninguno de los dos nos
importó. Me aplastó contra una de las paredes azulejadas, me abrió las piernas con sus piernas
y me penetró de un solo envión, así, sin más. Se ve que el efecto de las endorfinas de jugar al
fútbol todavía le duraba porque estaba totalmente sacado, zarpado como me dijo después.
Pero como yo ya venía re loca desde el asalto en el baño, estaba tan o más sacada y zarpada
que él y creo que le clavé las uñas en la espalda y lo arañé y le tiré del pelo y lo mordí y
parecía que en cualquier momento íbamos a despedazarnos, a arrancarnos trozos de carne el
uno al otro, cuando el volcán por fin estalló, y la ceniza y la lava nos cubrieron por completo.
Quedamos un rato largo tirados en la ducha, uno arriba del otro, todos mojados. En un
momento, él estiró el brazo y cerró el grifo. Volvió a abrazarme y me dijo tengo miedo. Yo le
pregunté de qué, aunque me lo temía. Me gustás mucho, lo que siento por vos es
incontrolable… No sé si podré manejarlo cuando tenga que viajar… Lo besé en la frente y le
dije que yo también tenía miedo porque a cada segundo que pasaba lo nuestro se iba
pareciendo cada vez menos a una pretendida amistad, por erótica que fuera. Sí, a mí me pasa
lo mismo, asintió. Nunca sentí esto. Estoy desbordado. Estaba jugando a la pelota y no podía
parar de pensar en el momento en el que por fin pudiera tenerte. ¿Por eso venías abrazado con
Juanse? le pregunté y nos reímos a carcajadas. En realidad, dijo él, le estaba comentado algo
de todo esto y él me decía que le había pasado lo mismo con Luli y que después de dos años
todavía no había encontrado la manera de serenarse. Nos quedamos un segundo en silencio.
Me besó, dulce como un caramelo. Entonces le dije que tal vez deberíamos ir más despacio,
salir o mejor dicho, no pasar tanto tiempo juntos o… no sé, no tengo ni la menor idea de lo
que estoy hablando, dije a continuación, porque cuando pasan un par de días sin que nos
veamos parece que todo por dentro se me desgarrara y fuera a romperse si vos no aparecés
pronto… Me abrazó todavía más fuerte y me dijo que ya los primeros días de enero él tenía
que volver a trabajar, con lo cual, tendría menos tiempo para dedicarme, así que debíamos
aprovechar ese fin de semana lo más que pudiéramos. Además, me dijo, en febrero ya tengo
que viajar. Me guardé ese dato y decidí no volver a pensar en ello hasta febrero mismo.
Entonces, dije, sigamos viviendo en esta serie de ricos y famosos hasta que nos echen a
patadas cuando descubran todos los enchastres que hemos hecho. Nos reímos a carcajadas de
nuevo. Salimos de la bañera y él se tiró en la cama. Yo me estaba arreglando un poco el pelo
y escuché que me llamaba: Marina, Marina… chiquita, vení… oh, tenés que venir rápido,
decía. Me asomé a la habitación y estaba tirado en la cama y se estaba acariciando. Salí del
baño, mojando el parquet, y le dije saque esa mano de ahí, señor, que eso es mío. Me subí
encima y, como diría Luli, me lo monté alegremente.
Después nos vestimos y bajamos al comedor central.
Pasada la medianoche regresamos al cuarto. Yo estaba cansada; él, al parecer, también.
Volví a ponerme el camisolín blanco y él se quedó en boxers. Nota mental: qué bien le
quedan los boxers. Nota mental dos: le quedan tan bien que me dan ganas de sacárselos al
instante. Nota mental tres: pedirle que no se los ponga muy seguido. Nos acostamos, nos
abrazamos y nos quedamos un rato largo así. Yo ya me estaba por quedar dormida cuando me
empezó a besar y acariciar suavísimamente los pechos. Hagamos algo distinto, me dijo. Por
ejemplo… qué, le pregunté yo. Sus ojos llamearon apenas una fracción de segundo. Volvió a
besarme abriendo bien la boca y sacando toda la lengua: esos besos me desquician, me hacen
sentir toda llena de él y sólo quiero más y más… Después que me besó así dijo, en un tono de
voz que no podré olvidar mientras viva, masturbate para mí… Me tomó totalmente por
sorpresa, pero le retruqué: con una condición. Quiso saber cuál. Que vos, dije yo entonces, te
masturbes después para mí. Hecho, me dijo y me dio otro de esos besos. Se retiró un poco y
allí quedé yo cual si estuviera en un escenario, pero sin tener mucha idea de lo que debía
hacer… Bueno, haré lo que hago siempre, pensé. Cierro los ojos, acomodo bien el cuerpo,
relajo las piernas… empiezo acariciándome un pezón hasta endurecerlo o saco un poquito la
lengua y me la paso por el reborde de los labios… dejo que mi mano derecha vague a su
antojo… muy despacio, según la situación, me saco la bombacha o no … empiezo entonces a
bajar con mi mano por el vientre o por los muslos… y una vez lista, abro mis propios labios y
me froto y acaricio hasta alcanzar un buen orgasmo… Al principio, saberlo ahí, tan próximo,
me cohibía y a la vez me daba ganas de coger con él, no de tocarme yo misma. Pero me dije
que si no se aguantaba, seguramente, se me tiraría encima y de una forma o de otra,
terminaríamos cogiendo. Esta idea comenzó a hacerse carne en mí y empecé entonces a
masturbarme tal como lo hago usualmente.
Al llegar al punto cúlmine, noté que se acercaba o se alejaba; no supe bien qué, porque
tenía los ojos cerrados, ya me estaba acariciando a mí misma y, como él a la tarde, estaba tan
zarpada que me costaba dejarme ir. En un momento, creo que me rozó apenas un pecho con el
pelo y eso desencadenó la locura. Me pareció oírlo gemir y entonces me dijo, con la voz
entrecortada, abrí los ojos. Los abrí y se estaba masturbando arriba mío y cuando nos dimos
cuenta de la situación él dejó de acariciarse, yo dejé que mi mano vagara libremente por su
cuerpo y me penetró en apenas un segundo. Yo estaba a punto de acabar y me bombeó
todavía más fuerte y grité y lo arañé y quedé deshecha debajo de él, que sacó su pija de mis
interiores enloquecidos, y me regó, literalmente toda, con su leche.
Se desplomó sobre mí y dijo que estábamos locos, que esto era imposible que estuviera
sucediendo, que jamás se iba a olvidar de este fin de semana y así. Cuando sentí los
minúsculos azotes de su leche sobre mi piel pensé que me moría. Todavía ahora recuerdo
exactamente en qué punto fue cayendo cada gota, cada mínimo chorro y no puedo reprimir las
ganas de verlo y sólo soy capaz de sentir mi propia humedad y me enloquezco. Debe ser
cierto que esto es imposible que esté pasando y que estamos totalmente locos. O no. Pero en
cualquier caso, ya no importa.
Descansamos abrazados un buen rato. Ahora yo estaba demasiado exaltada para dormir.
Me levanté y fui al baño. Al volver, miré por una de las ventanas y ví parte de la pileta que
permanecía iluminada. Marcos se levantó, me abrazó bien fuerte desde atrás y empezó a
lamerme el cuello de tal manera que me doblé como una flor. Me arrastró hasta la cama y
siguió lamiéndome y mordisqueándome. Para no volver a sufrir los embates de mis uñas me
sostenía de las muñecas bien fuerte, cosa que no hizo sino excitarme más. Abandonó los
cálidos parajes de mi cuello y se aventuró en las estribaciones de mis pechos, apenas cubiertos
por el camisolín. Con la punta de su lengua los fue recorriendo, incluso por sobre la tela. Yo
me debatía a propósito. Subió y me dijo quieta y me dio un beso como para que,
efectivamente, me quedara quieta. Me soltó una muñeca, pero sólo un momento, el necesario
para subirme un poco el camisolín, y otra vez volvió a sujetarme con sus manos y siguió
bajando por el vientre hasta mi ombligo y a partir de allí, bajó sin escalas pero con infinita
demora y suavísima tortura hasta los confines de Venus: recién entonces me soltó las
muñecas. Con sus manos, entreabrió mis labios y me dijo tranquila o no lo vas a disfrutar. Me
serené y me dispuse a recibirlo.
Colocó sus manos envolviendo mis muslos, se acomodó y comenzó a hacer círculos con su
lengua justo en la línea de la bikini. Siempre en círculos, fue bajando, deteniéndose aquí y
allá, hasta ingresar por la Puerta Sublime. Pensé que no lo iba a soportar: estaba excitadísima,
me agarré fuerte de las sábanas y sentí que por las manos me corría un haz de electricidad que
me enardecía. Dio vueltas y vueltas con su lengua hasta imitar el movimiento que yo antes le
había mostrado al masturbarme. Me lamía con devoción, metiendo toda la cara, empapándose
de mí, absorbiendo y receptando todas las libaciones que mi cuerpo le ofrecía incesante. Sentí
que planeaba de placer y él aminoró la velocidad. Se alejó un poco y me lamió también los
muslos y luego volvió a la carga. La electricidad me recorría todo el cuerpo ahora. Puse mis
manos en su cabeza y le tiré del pelo. Esto lo envalentonó más y yo empecé a berrear, no ya a
gritar, completamente alterada. En un momento, unos segundos antes de caer rendida por el
orgasmo, levanté la cabeza y al ver la suya metida ahí, y sus manos agarrándome y yo
agarrándome de su pelo, enloquecí por completo y el placer me arrolló como una tromba
submarina (o super marina, según cómo se vea…). Todavía loca, me incorporé y empecé a
besarlo por todos lados y no le solté el pelo hasta que él me dijo, ya un poco más calmados,
me encanta que me agarres del pelo pero me estás tirando muy fuerte. Lo solté y nos reímos.
Exhaustos, reposamos uno al lado del otro.
Me preguntó si me la habían chupado alguna vez y le respondí, entre suspiros, que sí pero
nunca así. Me preguntó qué significaba eso. Le dije que significaba que nunca me lo habían
hecho con tanta pasión, con tanto frenesí, disfrutándolo él también. Ya entendí, me dijo. Los
hombres somos todo un caso, agregó. Queremos que nos chupen la pija día y noche pero no
somos capaces de chuparle la concha a una mujer. No es justo, concluyó. No puedo estar más
de acuerdo, le dije sonriendo, pero hay mujeres que no quieren saber nada ni con una ni con
otra. Es cierto, me dijo. Cuando yo tenía veintipico de años ni loco hubiera hecho una cosa
así. Creo que ni aunque la mujer me lo hubiera rogado. Y cuándo empezaste a hacerlo, le
pregunté. Recién, me dijo. Lo miré con ojos como platos, seguramente, porque me dijo no,
mentira. Después de cumplir los treinta, siguió, conocí a una mujer más grande que yo que me
enseñó un par de cosas sobre la vida, entre ellas, cómo chuparla a una mujer. Qué suerte que
me topé contigo ahora, le dije entre risitas. Esa mujer ha sido verdaderamente una maestra. Le
debo un orgasmo mortal, agregué y nos reímos. Se me quedó mirando y me preguntó, como
quien no quiere la cosa, quién me había enseñado a mí a chupar pijas con igual maestría. Tuve
varios maestros, dije. En verdad, fue una de las primeras cosas que aprendí a hacer, y traté de
nunca perder oportunidad de ponerla en práctica. Tras decir esto, me llevó la mano hasta su
miembro que nuevamente parecía de mármol y me dijo bueno, he aquí una inmejorable
oportunidad para seguir practicando.

Domingo
Resumiendo, podría decir que hoy estuvimos más serenos, pero a la vez, todo lo que pasó
fue mucho más profundo. A la mañana, tal como me había prometido ayer, me preguntó si
realmente tenía ganas de hacerlo y mi respuesta fue sí, a pesar de que anoche la cosa no
terminó con las sendas chupadas, sino que siguió con sendas cogidas, a cual más
gigantescamente satisfactoria que la otra. Y otra vez azorados con esto no puede estar
pasando, nunca me había pasado una cosa igual, etcétera. Nota mental: ¿será éste un
comportamiento usual entre la especie que nosotros recién ahora descubrimos? Que yo lo
descubra a los veintidós años, vaya y pase. Pero él tiene más de treinta, ¿cómo es posible que
nunca se haya pegado un metejón así? Nota mental dos: evitar la utilización de palabras tan
coloquiales como “metejón” para referirme a nuestra amistad erótica, caramba.
Decía que esta mañana yo tenía ganas de hacerlo, verdaderas ganas, y él también. Y fue un
zambullirse en sus ojos verdes porque en ningún momento (o bueno, casi ningún momento)
cerré mis ojos y en ningún momento (rige el paréntesis anterior) él tampoco dejó de mirarme
a los ojos y todo fue un fluir en una espesa pero delicada marea de piernas y brazos, una
danza y contradanza ejecutada con tanta perfección y ajuste que ninguno de los dos salía de su
arrobamiento. Quedamos planchados más de media hora antes de poder levantarnos de la
cama. Total que nos levantamos sobre el mediodía. Ya casi no quedaban invitados, Juanse y
Luli estaban molidos (parece que nos perdimos una gran juerga anoche… pero nosotros
tuvimos la nuestra), el padre de Juanse no se sentía bien y finalmente se fue a su casa y
quedaba poco por hacer. Para colmo a eso de las dos se nubló y tuvimos que olvidarnos de
darnos un último chapuzón a pesar del calor.
Así que almorzamos algo rapidito con los chicos y Marcos me preguntó ¿salimos a pasear
un poco o tenés que volver enseguida a tu casa? Salgamos, le dije, no me esperan hasta la
noche. Así que rejuntamos todos nuestros petates (Luli me había desparramado un montón de
cosas en su habitación, en el baño de su habitación y hasta en el baño de la planta baja), las
cargamos en el auto y nos despedimos de los chicos. Tomamos la ruta y me preguntó a dónde
quería ir. A cualquier lado, respondí. Me basta tenerte un rato más conmigo, agregué mimosa.
Sólo se sonrió, sin dejar de mirar hacia delante.
Estaba casi decidido que íbamos a ir al club, a ver “el velero del amigo”, cuando se
descargó una espantosa tormenta sobre nosotros por lo que me dijo, y lo dijo casi con miedo,
querés venir a casa. Ensayé un tímido sí, por si acaso. Así que conocí su casa, acorde con el
target publicista, auto deportivo, velero en club náutico, amigos con casaquinta y vaya uno a
saber cuántas cosas más que todavía no me descubre. Un loft, por supuesto. Todo al
descubierto, con excepción del baño. Cama king-size, alfombras turcas, ladrillos a la vista en
sectores escogidos, un tablero de dibujo y mesa de trabajo de dimensiones espectaculares,
computadora ultramoderna, televisión gigantesca —y aprovechó para decirme que al revés de
casi toda la gente, él sólo miraba las tandas—, tremendo equipo de música, mesa de algarrobo
con sus correspondientes sillas, pisos de madera en un sector y de mármol en otros, baño con
lavatorio de cristal… qué sé yo. Por un momento me sentí abrumada, parecía una casa salida
de una revista de decoración. Después que puso música y me sirvió algo y me empezó a
hablar de no recuerdo qué, esa incomodidad pasó y me sentí como pez en el agua. Nota
mental: por lo menos un agua muy parecida a la que debería ser mi agua natural. Nota mental
dos: no se entendió. Nota mental tres: no importa, yo lo entendí.
Me mostró su gigantesca colección de CD (el adjetivo es apenas apropiado) y me prometió
grabarme algunos ni bien un amigo le consiguiera la grabadora de CD que estaba esperando
desde no sé cuándo. Algunas imágenes de las publicidades hechas en su agencia colgaban de
las paredes pero no mucho más. La cocina estaba impecable. Nunca como acá, me dijo. Con
razón, pensé yo. A los pies de la cama, sobre una bellísima alfombra en tonos terracota, había
gran cantidad de almohadones de colores vivos. Nos aposentamos ahí mientras creo que
sonaba Stan Getz o Miles Davis, ahora no recuerdo quién apareció primero. La cuestión es
que nos quedamos abrazados y en silencio larguísimo tiempo, yo sintiendo la música y
simultáneamente sintiéndolo a él. Oía el levísimo crepitar de su respiración, los latidos de su
corazón, algún gracioso sonido de sus interiores y me sentí tan bien, tan plácida, tan feliz, tan
nada que casi me largo a llorar. Él se dio cuenta de que algo me estaba pasando y me abrazó
todavía más fuerte, sin decir nada y después me besó con esa misma perfección del primer
beso y creo que estuvimos como quince o veinte minutos (pasaron varias canciones, de eso
estoy segura) sólo besándonos, besándonos y nada más, paladeándonos sin apuro, sin el
menor apuro… ay, recordarlo me hace mal. Es demasiado reciente.
Después de ese beso infinito llegaron caricias igualmente infinitas y después sí, una
penetración que yo ya llamaría comunión, tan intensa e imperecedera fue que todavía
conservo los restos de su orgasmo y del mío en las fibras más recónditas de mi ser.
Fue demasiado.
Dios mío, no puedo seguir escribiendo, me muero de sólo recordarlo.

21 de enero
Pasamos el fin de semana en Pinamar. No tengo palabras para describirlo ni ánimos para
contarlo detalladamente. Sólo quiero hacer referencia a un par de cosas que pasaron, cosas
que todavía me tienen abrumada y sorprendida, y muy rara. Ya habíamos planeado este fin de
semana durante el anterior, cuando se frustró el viaje en velero. No importa, me dijo entonces,
el próximo fin de semana nos vamos al depto de Pinamar. Te va a encantar, agregó. Después
me dijo que el departamento no era suyo sino de sus padres, pero que éstos sólo lo usaban en
diciembre y marzo, y ocasionalmente lo alquilaban pero sólo a conocidos suyos o de Marcos.
Él podía disponer libremente del departamento en enero y febrero si no estaba alquilado pero
como casi siempre estaba viajando… quiero aprovechar que estoy acá, terminó. A mí me
pareció perfecto. Luli y Juanse todavía no habían vuelto de Uruguay.
Así que estuve toda la semana haciendo preparativos, comprándome algo de ropa y otras
chucherías. La madrugada del jueves al viernes su bocina sonó en mi puerta y salí volando
con mis bártulos, que no eran muchos realmente. Me gustás porque siempre viajás ligera, me
dijo, dándome un beso devastador número uno. Subí al auto, puso un CD de música brasileña,
y partimos. Durante el viaje sólo nos detuvimos una vez para desayunar, cuando faltaban unos
doscientos kilómetros para llegar a destino. Estaba mimoso y juguetón pero no con resultados
sexuales. Eso es lo que me gusta de él: su capacidad de transformarse entre las sábanas. Él
dice que yo también me transformo pero no lo siento así. No sé.
Llegamos sin contratiempos a Pinamar, y recorrimos algunas cuadras antes de llegar al
departamento de sus padres. Entró el auto en la cochera, bajamos los bártulos (él tampoco
traía muchos) y subimos al departamento, que está en un edificio bajo pero coquetísimo,
donde todos los balcones dan al mar pues queda a sólo dos cuadras de una de las playas más
exclusivas. Me mostró todas las habitaciones y me dijo habría que ir a comprar algunos
víveres porque sólo había fideos y cosas por el estilo. Qué te parece, acotó, si mientras te
ponés cómoda yo voy a comprar algo. Me parece perfecto, dije yo. Nos dimos un beso
devastador número dos y se fue. Yo, en lugar de “ponerme cómoda” salí al balcón por la
habitación principal, donde supuse que dormiríamos y me quedé acodada en la baranda,
mirando el mar embobada, pensando que era la mujer más feliz sobre la tierra y alrededores y
que por favor no se terminara nunca esto. Apenas si lo escuché cuando volvió.
Qué hacías, me preguntó cuando me encontró en el balcón. Estaba saludando a mi viejo
amigo el mar, le dije. Me sonrió y abrazó. No conseguí muchas cosas, me dijo, pero por ahora
creo que nos arreglamos. La mesa de la cocina estaba repleta de bolsas. Después lo
ordenamos, me dijo. ¿Qué tenés ganas de hacer? preguntó. Ya era cerca del mediodía así que
le dije comamos algo y recostémonos hasta que se pueda bajar a la playa. Tenés razón, me
dijo. Me voy a dar un baño entonces. Así que él se fue a bañar, yo ordené lo que había traído,
preparé algo de comer, me dí una ducha también, comimos y raudamente nos tiramos en la
cama de la habitación en cuyo balcón yo había estado saludando al mar. Nos abrazamos y yo
pensaba dormir porque el viaje me había cansado un poco (y no hace falta que diga que amo
dormir a su lado, porque me da una paz y una seguridad tan grandes que las noches en mi
cuarto —como la que me espera ahora— se vuelven literalmente insoportables sin él). Las
cortinas estaban corridas de modo tal que sólo dejaban traspasar poca claridad. Era un
ambiente propicio para desmadrarnos en nuestro particular estilo pero yo pensaba ya habrá
tiempo, acabamos de llegar.
No sé si él adivinó mis pensamientos o qué, pero me abrazó superfuerte y me dijo Marina,
sólo mi nombre así, puro y despojado. Y yo le respondí, naturalmente, qué. Creo que estamos
en problemas, me dijo. No entendí a qué se refería y le dije problemas, ¿qué problemas?
Mirame, me dijo. Levanté la cabeza y ví que sus océanos verdes en lugar de llamear, estaban
a punto de llorar. No entendía nada y me dijo, acariciándome la cara, me estoy enamorando de
vos, chiquita. ¡Ah, era eso! pensé yo aliviada (o no tan aliviada…). Me estoy enamorando y
no sé qué hacer para evitarlo… Pero no se puede evitar, le dije yo. Ya sé, pero sabés desde el
comienzo cuál es mi posición respecto a estas cosas, siguió. Sí, lo sé, le dije, pero esas eran
teorías, suposiciones que en cierta práctica habían sido irrefutables pero… Pero, siguió él,
ahora cayeron, en realidad cayeron la primera vez que te vi y ya no sé qué hacer, porque
vamos a sufrir los dos… ¿Por qué vamos a sufrir los dos?, le pregunté. Porque yo no puedo
mantener este tipo de relación, con mis viajes y mi profesión. Y vos sos muy joven para andar
detrás de mí, sin hacer tu propia vida… Me quedé en silencio. No sabía qué decirle. Luego,
me animé y le dije: mirá, al principio acordamos que iba a ser una amistad erótica. Vos mismo
me lo planteaste así y así lo acepté yo. Intentemos seguir por esa vía. Ese es justamente el
problema, dijo. Que ya no puedo seguir por esa vía. No puedo seguir pensando que en
cualquier momento puede aparecer alguien y… o que cuando esté lejos vos estés con
alguien… pero ¿cómo impedírtelo? Volvimos a guardar silencio. La cosa es que, dijo, te
considero mía y si estuviera un poco más loco, te pediría que nos casáramos en este mismo
instante. El corazón me dio un vuelco. ¡Eso sí que no me lo esperaba! ¡Con razón sentía que
esto se le iba de las manos! No me atreví a decir ni mu. No sabía qué pensar. Volvió a
pedirme que lo mirara. Sus ojos verdes habían dejado de luchar con sus propias lágrimas y no
sé si alguna vez estuvo más hermoso (y desamparado). Había perdido todas sus máscaras,
todos sus disfraces. Era simplemente un hombre. Y entonces, dijo las palabras prohibidas, las
que se suponía que nunca iban a pronunciarse entre nosotros, las que nos mantenían a salvo de
todos los problemas, las que con su ausencia hacían que lo nuestro saliera siempre bien
parado… las dijo y se desencadenó un huracán sobre nosotros. Jamás me lo hubiera esperado,
porque era algo que no entraba en el esquema que veníamos sosteniendo. Por eso estoy tan
rara y abrumada. Me dijo, acariciándome la cara, te amo… ese el problema. No pude más que
responder yo también te amo y acto seguido nos devoramos.
A la noche, luego de haber estado casi todo el día en la playa, volvimos a tener una
conversación de parecido tenor en la que acordamos intentar, de todas las maneras posibles,
retornar al pacto inicial. Nada de celos, nada de explicaciones, nada de ataduras. Pero la forma
en la que hicimos el amor (uso la expresión adrede) me demostró que nos iba a costar
muchísimo volver al punto inicial. El fuego en sus ojos volvió a arder pero las llamas eran
distintas. Más calmas, más cálidas, por completo embriagadoras y envolventes. No era sólo
sexo o sólo calentura: se palpaba en el aire que ya había mucho más que eso. En un momento
estábamos los dos llorando al tiempo que él me penetraba y todavía no puedo recordar por
qué, qué fue lo que desencadenó ese conato de llanto en los dos. No fueron unas lagrimitas
producto de la excitación, no, había un llanto, una especie de lamento profundo en los dos. No
sé qué pasó. No logro entenderlo del todo todavía. Cuando le conté a Luli, que volvió antes de
ayer de La Paloma, se me quedó mirando y me dijo me dejás helada… te diría que están
totalmente enamorados pero no sé… te prometo preguntarle a Juanse, a ver si sabe algo…
Qué locos… son dos románticos ustedes, ese es el problema… él se hace el duro, vos te hacés
la superada… y cayeron en sus propias trampas como dos ingenuos, sentenció. Posiblemente
tenga razón.
El sábado pasó con un único evento llamativo. Lo hicimos en la playa, no muy lejos de
donde estaba la gente. Pero eso no es lo que importa. Lo que importa es que otra vez casi nos
largamos ¡los dos! a llorar, y que gritamos de una forma que no sé cómo alguien no vino en
nuestro auxilio. Fue rarísimo. A la noche estábamos los dos raros y distantes. Yo me quedé un
rato largo en el balcón, él no sé por dónde andaba. Después me pareció oír que se había
acostado y hasta me pareció que gemía o algo así, pero el ruido del viento y del mar me
impidieron seguir escuchando. Yo estaba como fría o asustada o no sé lo qué y me fui a
acostar mucho después. Él parecía dormir pero al acostarme inmediatamente me abrazó y me
preguntó, con la voz dormida, por qué había tardado tanto en ir a dormir con él. No le
respondí, porque no sabía la respuesta. Me acurruqué contra su cuerpo y enseguida me quedé
dormida.

Nos despertamos raros de nuevo. No hubo ni un amague ni una caricia sugerente, nada.
Permanecimos un rato abrazados y luego él se levantó. Me dolió y a la vez me extrañó que en
ningún momento hubiera tratado de tener algún acercamiento, cosa habitual y a la que yo ya
siempre respondo afirmativamente. Creo que ni siquiera estaba erecto o en vías de, tal como
suele sucederle en las mañanas. Se fue directamente a la cocina, sin venir a darme un beso o
decirme lo que va a hacer, como hace siempre. Algo estaba pasando y todavía no sabía qué.
Posiblemente, el hecho de saber que en un par de semanas tiene que viajar lo tenga mal y
prefiere ir poniendo distancia desde ahora.
Es la única explicación plausible que encontré.
Ya en la cocina, le pregunté si le pasaba algo y me dijo que no. Como siempre es muy
franco traté de no insistir, porque algo en su frente me decía que lo que fuera que estuviese
pasando lo tenía enojado o preocupado. Así que desayuné en silencio y volví a la habitación,
ya que íbamos a viajar después de las seis de la tarde. Empecé a guardar todo lo que ya no iba
a usar. En eso estaba cuando vino, se arrodilló y se me abrazó a las piernas, pidiéndome que
lo perdonara. Yo lo miré y le acaricié el mechón canoso. Que te perdone qué, le dije,
arrodillándome también. Que te haya tratado así, dijo, que te haya metido en todo esto, que
dentro de dos semanas no podamos vernos más hasta quién sabe cuándo, que… le puse un
dedo en la boca, diciéndole sólo shhh… ¿me obligaste acaso? ¿me mentiste en algún
momento? No, dijo. Entonces, por qué te hacés tanto problema… viajar es parte de tu trabajo
¿o no? Sí, contestó. Y agregó, pero ya siento que te voy a extrañar tanto que no sé si lo voy a
poder aguantar. Yo también te voy a extrañar pero tenemos que ser fuertes. No podemos
desmoronarnos. Tenemos que guardar estos momentos para atesorarlos cuando no podamos
vernos. Me besó con tanta dulzura que sentí cómo todo en mi interior se abría, lenta y
despaciosamente, sólo para recibirlo a él. No hay duda, dijo a continuación, las mujeres
siempre son más sabias que los hombres. Lo hicimos sin siquiera desvestirnos.

El regreso fue muy silencioso. Me dejó en la puerta de casa, me ayudó con los bolsos y me
dijo que en la semana me llamaba. Nos dimos un beso relativamente corto. Al ver que su auto
se iba y me dejaba acá, sentí incontrolables ganas de salir corriendo tras él hasta alcanzarlo y
pedirle que porfavornuncajamás vuelva a dejarme ni acá ni en ningún otro lugar, que me lleve
con él, para siempre. No sé cómo, pero con un espantoso nudo en la garganta, entré y fingí
que había pasado el mejor fin de semana de mi existencia, cosa que después de todo, no deja
de ser cierta.

16 de febrero
Sonó el teléfono. Atendí volando, algo me decía que era él. Sólo se oían unos ruidos
atroces pero luego cesaron y apareció su hermosísima voz. El corazón me latía a mil por hora.
No sabía qué decirle, qué preguntarle. Por suerte, él me iba preguntando cómo estás, estás
estudiando, cómo está Luli, etcétera. De a poco me serené y pude charlar con él como si lo
tuviera al lado. Pero no lo tenía al lado. Creo que me hubiera comido el teléfono de las ganas
que tenía de tenerlo acá conmigo. Imagino que a él le pasó algo parecido.
Me dijo que me extrañaba muchísimo y que no podía hablar cuanto quería porque ya eran
como las tres de la mañana y tenía que levantarse a las seis. No sabés el frío que hace, agregó.
Me dijo que, de todos modos, Nueva York seguía siendo una de sus ciudades favoritas. Pero,
agregó, no puedo dejar de pensarte e imaginarte… y me vuelvo loco porque no sé cuándo voy
a volver a verte… Yo permanecía en silencio. Sabés que estoy hecho un monje, me dijo entre
risitas. Pienso seriamente adoptar el celibato hasta que pueda volver a verte. No te rías, me
dijo, es cierto. Maritza (la “amiga” aquella de la que me habló al comienzo) se enojó
conmigo. Me dijo que era un idiota, que lo había arruinado todo. ¿Nunca te enamoraste? le
pregunté y me dijo que su trabajo se lo prohibía y ella lo agradecía. Así se ahorraba un
montón de problemas. Por eso le gustaba salir conmigo. Pero… Marcos se quedó en silencio.
Qué pasó, pregunté tímidamente. Salimos, todo como siempre, y a la hora de los bifes… otro
silencio. Luego dijo: no pude. Así, no pude. No paraba de recordarte y de añorarte, chiquita.
Era imposible estar con otra. Me parecía un crimen, algo que no podía hacerte, aunque nunca
te enteraras. Maritza no comprendía. Pensó que serían los nervios o algo por el estilo.
Entonces le conté. Y ahí se enojó, me dijo que era un idiota y se fue dando un portazo. Lo
mejor es que no me importó porque no quería estar con ella. Quería estar con vos. Quiero
estar con vos, reiteró.
No sabía qué decir, así que opté por seguir callada. Me preguntó si estaba ahí. Le dije que
sí, que me había quedado en silencio porque no sabía qué decir. Me preguntó si lo extrañaba.
Le dije que lo extrañaba tanto que no podía dormir o que dormía siempre intranquila porque
sabía que él no iba a estar al despertarme ni iba a estar después ni nada… Cuando veo alguna
pareja por la calle, añadí, se me hace un nudo en el estómago… bah, todo se me hace un nudo
porque sólo puedo pensarme con vos, con nadie más. Y es demasiado, le dije. Tenés razón,
acotó. Nos fuimos al carajo y ya no podemos volver. Habrá que ver cómo sobrevivimos.
Luego charlamos otro poco y cortamos.
Habíamos hablado por más de cuarenta y cinco minutos.
Fabricio
(o Alumna y profesor)

—¿Viste cómo te mira?


—¿Quién?
—¿Quién va a ser? Gagliardi.
—Estás soñando.
—¿No te diste cuenta?
—¿De qué?
—Te come con los ojos.
—No puede ser.
—Te juro. Fijate la próxima clase.
—Imposible.
—No sería la primera ni la última vez que un profesor…
—Callate, qué decís… Estás loca. Ves visiones, Flor.
—No, no. Siempre te está mirando a vos. Fijate cuando haga la pausa la próxima clase. No
te pierde pisada. ¿No viste que siempre te está preguntando cosas?
—Pero eso es…
—¿Porque te sentás adelante? No, nena. Es porque está caliente con vos.
—Estás en pedo.
—No digo que vos no estudies, pero siempre te está alabando y preguntando y qué sé yo…
—Ay, Flor, no puede ser tan obvio. Mirá si un tipo que es profesor va a…
—¿Y qué tiene? ¿Porque es profesor deja de ser hombre?
—No, pero se supone que… la ética… el…
—¿El qué? Le gustás, tonta, aprovechá. ¿O me vas a decir que a vos no te gusta?
—Mal no está.
—¡Está re fuerte, por favor! ¿Lo miraste bien?
—Che, ¿no serás vos la que está caliente con él?
—Yo tengo novio y además a mí Gagliardi no me da bola. Por eso te digo que aproveches.
—¿No es casado?
—Qué sé yo… ¡qué importa!
—Estás como loca, pará un poco.
—Puede ser. La primavera me pone así, ajaja.
—Tenías razón.
—¿Con qué?
—Gagliardi… algo pasa.
—¡Viste!
—Me lo encontré en el buffet y se sentó en la misma mesa conmigo. Comimos juntos y
estuvimos charlando del texto de Weiner que vimos la última clase…
—¡Te dije! ¿Te lo dije o no te lo dije? ¿Y? ¿Te invitó a salir, algo?
—¡Nooo, loca! Pero me dijo que cuando quiera lo vaya a ver al horario de consulta, que no
hay problema…
—¡Ja! ¡Te dije! ¡Está muerto con vos! ¿Y vas a ir?
—¿Adónde?
—Al horario de consulta, piba.
—No… no creo.

—Me lo volví a encontrar.


—¿Dónde?
—En la biblioteca. Yo estaba estudiando y él vino y se sentó enfrente mío. Levanto la
cabeza y lo tengo ahí. Me dice “Hola, Marina, cómo te va”, se levanta y me da un beso. En la
mejilla, obvio. Me preguntó qué estaba estudiando y qué sé yo. Yo me quedé un rato y me fui.
—¿Y nada más?
—No, nada más. Pero me miraba diferente… me parece que tenés razón…
—¡Claro que tengo razón! Flor nunca se equivoca, ya vas a ver.

—Fui.
—¿Adónde?
—Al horario de consulta.
—¿Y?
—Pero fui de verdad, creeme. Había algo que me había quedado en el aire, por eso fui.
—¡Dale, no me jodas!
—Te juro que es verdad. No había entendido bien lo de los colonos, ¿te acordás?
—¿Qué colonos?
—Lo que explicó la última clase, justo antes de terminar.
—Ah, sí… Nadie le dio mucha bolilla…
—Ya sé, pero en el parcial entra.
—Bueno, ¿y qué pasó?
—Acá no. Mejor te lo cuento afuera.

—Disculpe, ¿profesor?
—Sí, adelante.
—Permiso.
—Ah, hola, Marina. ¿Cómo estás?
—Bien, bien.
—Sentate.
—Venía a consultarlo por…
—Por favor, tuteame. No soy tan viejo ¿no?
—No, disculpe… eh, disculpame. Es la costumbre. Me parece raro tutear a un profesor.
—Qué formal… Relajate. ¿Qué me querías preguntar?
—El otro día, bah, la última clase, lo que dijo al final de los colonos… no me quedó muy
claro.
—Ah, sí… lo quería dejar planteado para aclararlo después, pero no nos alcanzaba el
tiempo. No te preocupes, mañana arranco desde el principio con ese tema.
—Ah, bueno, mejor entonces. Eh…
—¿Sí?
—No, nada. Era eso.
—¿Ya te vas? ¿Segura que no querés preguntarme nada más?
—Sí, segura.
—Bueno, cuánto lo siento porque yo sí quería preguntarte algo.
—Ah, ¿qué?

—¿Y qué te quería preguntar?


—No sé, porque justo en ese momento golpearon la puerta y entró Marinelli. No te
imaginás cómo le cambió la cara cuando golpearon. Yo aproveché y me fui. Se veía que me
quería decir algo pero me pareció mejor irme. Mirá si justo Marinelli escuchaba algo… se
armaría un quilombo…
—No, nena… Si disimulan no pasa nada… Es una facultad esto, no un convento.
—Pero igual. No es ético…
—¡Cortala con eso! ¿Te gusta o no?
—Sí.
—Entonces… ¿qué problema hay?

—Me lo encontré de nuevo en la biblioteca.


—¡Qué traga que sos! ¡Estás siempre en la biblioteca, pará un poco!
—Bueno… pero al parecer da resultado, ajaja.
—¿Qué pasó?
—Otra vez yo estaba estudiando y él volvió a sentarse enfrente mío. Ya no es casualidad.
Se hizo el que no me había visto y otra vez el besito… y la manito…
—¿Qué manito?
—Me agarró así de la cara cuando lo saludé… eso no es “normal” ¿no?
—¿Normal para quién?
—Para un profesor con una alumna, digo…
—No… pero para un tipo que está muerto con vos es perfectamente normal. ¿Y qué
hiciste?
—Nada… traté de seguir leyendo pero era imposible. Entonces él vino y se me sentó al
lado y me hablaba bien bajito y muy cerca, con la cuestión de que estábamos en la
biblioteca… y me decía que todos los martes y jueves va ahí, de cuatro a seis, a repasar, que si
alguna vez necesito algo…
—¿Te das cuenta de lo que te digo? ¡Te quiere bajar la caña, piba!
—Pero me parece que es casado…
—¡Y qué te importa! ¿Te pensás que sos la primera? No… aprovechá, haceme caso. Las
buenas notas te las sacás igual, así que dale tranquila… Si en la cama es tan bueno como
dando clase… ¡apurate porque si no voy yo!

—Hey, Marina… hey…


—Ah, hola…
—Hola… Subí, subí que te llevo.
—No, no hace falta. Voy acá nomás.
—Subí, dale, y de paso charlamos.
—Bueno.
—¿Cómo andás? ¿Bien?
—Sí.
—¿Adónde vas?
—A la estación.
—Ah… ¿no sos de La Plata?
—No.
—¿Viajás todos los días?
—Sí.
—Cansa eso ¿no?
—Y un poco sí, la verdad.
—Pero vas bien en la carrera. Yo te veo muy segura.
—Sí, me gusta. Estoy contenta de haberla elegido.
—Qué bueno, eso es lo mejor.
—Ajá.
—Y contame… ¿vas bien para el parcial?
—Creo que sí. Ya estoy leyendo.
—Sos aplicada ¿eh? Me gusta eso.
—Sí, trato de hacer las cosas bien.
—Eso es lo fundamental. Hay que hacer todo lo mejor posible.
—…
—Estás callada.
—Perdón, estoy un poco cansada. Los jueves estoy desde temprano y a esta hora la
verdad…
—Sí, te entiendo. Pensé que ibas a pasar por la biblioteca…
—Sí, pero tenía que ir a sacar fotocopias y después me crucé con una compañera que
hacía mucho que no veía y bueh…
—Claro… bueno, ya sabés que yo estoy siempre por ahí.
—Sí, gracias, lo tengo en cuenta.
—Pero tenelo en cuenta de verdad, ¿eh? Para lo que necesites.
—Bueno… acá está bien, así no tenés que cruzar y…
—¿Acá? ¿sí? ¿Y acá… no?
—¡Te besó!
—Ajá.
—¿En serio? ¿Ahí, en el auto?
—Síp.
—¡Contame algo más!
—¿Qué más querés que te cuente? Yo me quedé mirándolo, él también… Me dijo
“disculpame, me dejé llevar… me gustás mucho” y yo no le dije nada, estaba en trance, me
bajé del auto y me fui a la estación… No entendía nada.
—¿Y besa bien?
—Hum… la verdad que sí.

—¡Viste cómo te miraba!


—No, no quise ni mirarlo.
—¡Te perseguía!
—Se habrá extrañado porque no me senté adelante.
—Qué tonta que sos… Te hubieras sentado ahí, como siempre… te hubieras venido con
una mini bien cortita y te hubieras cruzado de piernas lo más campante…
—Ay, sos un caso, Flor.
—De verdad te digo… Te hubieras hecho la que “aquí no pasó nada”, si total… un beso…
no es nada. ¿O hubo algo más?
—No, nada más.
—¿Ves? Qué problema hay… pero te fuiste al fondo y se puso como loco.
—Mañana tengo que ir a la biblioteca… ¿qué hago si me lo encuentro? Hoy no lo podía ni
mirar pensando que… ay, no sé qué hacer.
—Andá a la biblioteca como siempre y dejalo que venga. Si está muerto con vos como yo
digo, te va a encarar y listo. Haceme caso, andá. ¡No te lo pierdas!

—Ah, hola, profesor.


—Hola, Marina. Siempre estudiando, ¿eh?
—Sí, el parcial se acerca.
—Así es. Hay que sacarse buenas notas ¿no?
—Sí. Y estudiando, como corresponde.
—Claro, como debe ser. ¿Estás buscando algún libro en especial?
—No, no. Necesitaba este… que tenía… acá…
—¿Y sabés lo que necesitaba yo?
—N-no-o…
—Verte de nuevo…
—Pero yo…
—Vení… Los anaqueles siempre me calientan…
—Pero, profesor, yo…
—No me digas profesor que me calienta más todavía…
—Es que yo…
—Vos qué, vos qué… ¿Sabés que me tenés loco, no?
—Yo… no… Esto está mal… Nos van a descubrir… Va a ser un escándalo…
—No, no nos van a descubrir… No te preocupes. Vení, vení, ponete así. ¿Por qué no
salimos y vamos a algún lugar donde podamos charlar tranquilos, eh?
—No puedo… Tengo clase enseguida.

—¿Te apoyó en la biblioteca?


—¡Más bajo! ¿Querés que se entere todo el mundo que el jefe de trabajos prácticos de
Historia Americana III anda toqueteando alumnas en la biblioteca?
—Bueno… pero ¡entonces yo tenía razón!
—Ya sé…
—¿Y? ¿Qué vas a hacer? ¿Le vas a dar pista?
—¡No sé! Por un lado me encanta, pero por otro lado tengo miedo de que sea un quilombo
bárbaro, viste.
—No seas boluda, nena… No va a pasar nada… salvo que sigan las escenitas en la
biblioteca, ajaja.
—Qué aparato que sos… No sé qué va a pasar ahora… no sé ya cómo mirarlo en clase,
menos después de lo del otro día.
—Y estaba al palo ¿no?
—…
—¡Sí, estaría como loco! ¿Qué tenés vos que yo no tenga, me querés decir? ¡Qué envidia!
—¿Y tu novio?
—Mi novio es un tarado. Todo el día con sus fierros, con sus pesas, con su fútbol, con su
natación…
—Vos también… ¿cómo se te ocurrió engancharte con uno del PUEF?
—¿Pero no viste el lomo que tiene? Lástima que de cerebro nada…
—¿Y el cerebro para que lo querés?
—Tenés razón… Hablando de Roma… te dejo porque ahí viene. Haceme caso: Gagliardi
es todo tuyo.

—Hoy no te me vas a escapar… vení, vení, que tengo el auto acá a la vuelta.
—Pero, Fabricio, yo…
—Subí, dale.
—No tengo mucho tiempo…
—Cómo me gustás, linda, cómo me gustás…
—Nos van a ver…
—Tenés razón. Tendríamos que ir a otro lado.
—¿Adónde?
—No hagas preguntas obvias. Trabá la puerta… Listo. Qué linda que sos…
—…
—¿No me decís nada hoy?
—No sé qué decirte, estoy nerviosa.
—¿No te gusto ni un poquito?
—Sí que me gustás, no es eso…
—Ya sé… Me ves como profesor… te perseguís con ese rollo… No te persigas, linda. No
pasa nada. Mirá, ya estamos a cinco cuadras de la facultad. ¿Quién podría decirnos algo?
Nadie. Además, corrupción de menores no es ¿no?
—No.
—¿Cuántos años tenés?
—Veintitrés.
—Ah… estás en el punto justo… y se nota. ¿A mí cuánto me das?
—¿Cuarenta?
—Cuarenta y uno. Tan mal no estoy ¿eh?
—No, para nada.
—Y decime… ¿Tenemos novio? ¿Hay algún galán con el que me vaya a tener que batir a
duelo en breve?
—No, no tengo novio.
—Qué suerte.
—¿Y ese anillo?
—Sí… Soy casado, ¿te molesta? Si te molesta me lo saco.
—No, está bien.
—A mi mujer la quiero, la adoro y todo lo demás, pero me casé con ella cuando tenía tu
edad. Comprenderás que de vez en cuando…
—Sí, me imagino… Hay que cambiar de panorama ¿no?
—Exactamente. Bueno, llegamos. Bajá, que así cierro.

—Ahora sí podemos charlar tranquilos. ¿Querés tomar algo?


—No, estoy bien.
—Vení, acercate. No muerdo, ¿sabés? Aunque ganas no me faltan…
—…
—Ya sé lo que te pasa. Pensás qué hago acá con este tipo. Qué hago acá con el profesor
de Historia Americana III, ¿no?

—Entonces… ¿fueron al telo?


—Sí.
—¿Y?

—¿Qué pasa?
—Nada, nada… debe ser que estoy cansado…
—Bueno… dejémoslo así mejor, ¿no?
—Te pido discreción, por favor no menciones esto con… nadie.
—No, claro, con quién lo voy a mencionar…
—No sé, alguna compañera… Mirá, la verdad es que a veces me pasa… pero como me
gustás tanto, no creí que fuera a pasarme justo con vos.
—Está bien, no tenés que explicarme nada.
—¿No querés que volvamos a encontrarnos?
—Mejor no… dejemos las cosas como están. Me parece que va a ser lo mejor.
—Sí, puede ser… Qué lástima…¿Tendré que empezar a tomar Viagra?
—…
—Yo pensaba que sólo los viejos tenían que tomarlo…

—¡No te puedo creer! Si parece tan lindo, tan… uh, qué sé yo…
—¿Viste? No todo es lo que parece. Un embole. Así que mejor aprovechá vos que tenés
novio… Me imagino que no tendrá esos “problemitas”, ¿no?
—No, a Dios gracias, no… Me muero si le pasa… Nunca me pasó que a un tipo no se le
pare… ¿Se habrá puesto nervioso?
—Capaz… qué sé yo… Los hombres son tan raros… Cuando íbamos en el auto estaba
como loco, llegamos al telo y puff…
—Después dicen que las complicadas somos nosotras.
—Tal cual.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Nada, ¿qué voy a hacer? Ya fue. Me voy a buscar alguno que le ande bien, eso voy a
hacer.

(o Fantasía)

Para el hombre fauno

Tras la puerta de caoba, de relieves suaves y contramarcos delicados, hay un pasadizo


oscuro. Sus paredes están tapizadas con la más muelle de las telas, la que más se asemeja a la
comba de una mujer. Los pies entran en contacto con una alfombra de pelos muy largos, que
amortiguan las pisadas y ofrecen a las plantas su mórbido apoyo. Al final del pasadizo, otra
puerta de caoba, menos trabajada, se abre hacia los distintos habitáculos. No es necesario
entregar contraseña ni ostentar credencial alguna. Los habitáculos se dividen entre sí con
amplias cortinas de voile y pueden ser recorridos en el sentido que se desee. Los pies siguen
siendo acariciados por los pelos largos de la alfombra, cuyo color aquí es encarnado. No hay
paredes: sólo los habitáculos con sus cortinas, que lentas se bambolean y ofician de móviles
muros. Al alcance de la mano siempre habrá lo que se desee y también una estera en la que
recostarse. Huele maravillosamente: a especias dulces, a vainilla, a canela; huele a hombre, a
mujer.
El laberinto de habitáculos es muy tentador, pero prefiero recostarme en la estera. Mi
vestido, parecido a las cortinas que dividen los habitáculos y bajo el que sólo llevo mi piel, se
abre dejando al desnudo mis piernas. Me agrada la sensación y no me preocupo por taparme.
Cierro los ojos. Algo me acaricia los pies. Con delicadeza y lentitud recorre la planta y el
reborde del arco; resigue cada dedo y vuelve a comenzar, como si la alfombra, contráctil,
hubiera cobrado vida y no quisiese que mis pies la abandonaran ni un segundo. La alfombra
ahora se convierte en una lengua abrasadora que lame los dedos y los intersticios entre ellos y,
con la misma suavidad de sus largos pelos, continúa trepando por los flancos de mis piernas,
me sube aún más el vestido, se adentra con su apéndice peludo en mi interior. La alfombra se
multiplica y ahora parece traspasar la estera y copar todo mi cuerpo. Siento sus brazos, sus
piernas, sus pequeñas manos adosadas a mi piel. Llega a mi boca y me absorbe dentro de sí,
me arroja a un océano caliginoso de hebras suavísimas, como si hubiera sido tragada por un
animal mitológico. En el inmenso estómago, su humedad me envuelve y la recibo
complacida: quiero impregnarme de ella, ofrendarle todas mis aberturas, absorber hasta la
última gota de su sustancia. Con parsimonia, el gran estómago me masajea y fricciona hasta
que me devuelve a la estera.
Abro los ojos. Despacio, me levanto y doy unas vueltas, aturdida. Me abro paso entre las
cortinas de varios habitáculos y al fin me detengo. Dos hombres copulan con lentitud
prodigiosa. Son los dos hermosos, jóvenes y atléticos. Su goce parece infinito, no es de este
mundo. Sus cuerpos trasuntan sudor, candente sudor. Siento deseos de lamerlos, de librarlos
de ese néctar. No advierten mi presencia ni la de los otros observadores. Continúan su
coyunda con sorprendente demora: verlos produce fuego y sopor al mismo tiempo. Deseo
tumbarme a su lado y acariciarme. El ansia de posesión me recorre. Sus cuerpos emanan una
opalina luminosidad acrecentada por la semioscuridad reinante. Brevemente sus lenguas se
entrecruzan: algunos observadores no lo resisten y comienzan a tocarse. Su sudor de nácar
sigue obsesionándome. Nadie se atreve a acercarse. Algunos se retiran hacia otros
habitáculos. Doy unos pasos hacia ellos, vacilante. Parece que su encuentro nunca fuera a
tener fin, lo mismo que su placer. Todavía no me han visto o me han visto y no les importa.
Me arrodillo a su lado y los empiezo a lamer. Paso mi lengua de uno a otro cuerpo sin que
medie distancia alguna. Absorbo su ambrosía perlada, su vapor cálido. Su placer parece
redoblarse y sigo lamiéndolos, impasible. Son tan hermosos que quisiera ser traspasada por
los dos. Mi lengua parece tan infinita como su gozo: puedo alcanzar con ella sus axilas, sus
ingles, el hueco en cada una de sus rodillas. Pero el fin se acerca. Se sacuden: ya no pueden
más. El que está siendo penetrado se retuerce. El que lo penetra también se estremece. Me
retiro un poco y sigo observándolos. Una lluvia blanca los baña a los dos como el chorro
difuso de una mítica ballena. Algunas gotas caen en mi cara y me apresuro a degustarlas. No
quedan observadores alrededor. Los beso en la frente y sigo mi camino.
En el siguiente habitáculo hay un hombre y una mujer en los preliminares del apareo. No
deseo importunarlos y sigo. Llego hasta el habitáculo más concurrido: gran cantidad de
observadores se agolpan alrededor de él. En el centro, sobre una tarima de madera lustrada,
tres mujeres se aman. Me quedo mirando. Una de las mujeres, algo menuda, está extendida en
la tarima. A su alrededor se afanan las otras dos, ambas de gran porte y belleza. Mientras una
lame los pezones oscuros de la mujer tendida, la otra la penetra con un monstruoso falo de
marfil. Se lo introduce hasta el mango y en los ojos de la así supliciada sólo hay extravío y
regodeo. Sus pechos apuntan hacia el cielo buscando la boca y las manos de la otra. El falo
entra y sale con un ritmo hipnótico, mesmerizante. Los observadores están extáticos, ninguno
se mueve. La mujer menuda es abatida por un orgasmo furibundo, producto del enorme falo.
La que lo empuña lo saca de su interior y ante la vista de todos aparece su figura titánica,
lucífera y refulgente. Algunos observadores, extasiados, se arrojan sobre él y comienzan a
lamerlo. La mujer los deja, mientras observa a las otras dos, que continúan besándose. La
escena me turba mucho, pero no tengo deseos de estar con esas mujeres. Recorro con la vista
el habitáculo y veo cómo uno de los observadores es penetrado ahora por el artefacto de
marfil. Su propia erección también es enorme, pero enseguida es absorbida por una boca.
Me retiro hacia otro habitáculo. Es uno de los más alejados y hay un hombre que parece
estar esperándome. Es un hombre negro, un formidable rey africano. Me invita a quedarme
con él. Me recuesta en un lecho de pétalos de magnolia, cuyo perfume me incita y marea al
mismo tiempo. Me besa con su gran boca, llena de carne, saliva y dientes. Parece un enorme
gato negro o una elástica pantera acechando en lo más profundo de la jungla. Sus manos me
recorren y dejo que mis manos se deslicen por su cuerpo radiante y tenso. Me abre el vestido
y se interna entre mis piernas. Husmea mi hendidura antes de enterrar su gran lengua en ella.
Me llena con su saliva espesa y mis fluidos lo acompañan. Deslumbrado, se entrega a
producirlos y sorberlos al mismo tiempo. Siento que bajo su boca me deshago, me vuelvo un
hilo líquido y viscoso, apenas un venero de mí misma. La sensación se agudiza. Su lengua es
todo lo que siento y ya no necesito más. Voy a empaparlo, a bañarlo de mí, a sitiarlo con mis
esencias. Lo advierte y su lengua se convierte en una perfecta vara húmeda de carne y calor.
Me deshago, me licuo, me siento ir entera. Cierro mis piernas alrededor de su lengua y por fin
lo inundo, lo anego de mí hasta sumergirlo en las grutas llovedizas que me gobiernan. Hay un
mar de pétalos e hidromiel en su boca, que me sigue acariciando con su lengua felina. Me
vuelvo insaciable y quiero más. Me levanta con sus brazos temibles y me sienta sobre sí. Su
pene es soberbio, tiene el aspecto de un verdadero monarca. Su glande es una fruta tropical
ardiente y siento deseos de hincarle los dientes allí. Mis manos lo tocan, no puedo frenarlas.
Lo deseo en mi interior y en cada centímetro de mí. Me recuesta y, adivinando mi deseo, me
recorre completa sólo con el cetro brillante de su rey carmesí. La roja, carnosa y dilatada fruta
me acaricia ahora hasta enloquecerme. La ofrece a mi boca y me prendo de ella, sólo de ella.
La sangre se me altera: quisiera tener su fruta en mi boca, en mis manos y en los demás
orificios de mi cuerpo al mismo tiempo, ahora mismo. Después de engolosinarme con ella, de
colmar la más feroz de las glotonerías, la retira y con lentitud se dirige hacia el eje de mi ser y
se hace desear. Hace que le ruegue, que le suplique, que me arrodille ante su rey falo. Me alza
y me calza sobre sí. Lo rodeo con mis piernas y su fruta ya está allí, en el centro,
cabrioleando, punzando y tirando abajo todos los muros. Es imposible resistir y me muevo
junto con él, acompaño cada una de sus arremetidas. Vuelve a recostarme en el lecho de
pétalos y su perfume vuelve a marearme y a incitarme aún más. Me revuelvo frenética bajo su
gran cuerpo, quiero tanto que él apenas si puede dármelo. Siento un furor que a pasos
agigantados se abre camino en mi carne y se trasunta a su carne. Locos, enfebrecidos,
desatados como dos ejércitos a punto de librar el combate final, nos lanzamos el uno contra el
otro y por un instante morimos los dos. Su carne, su olor, los pétalos me rodean. No tengo
fuerzas para levantarme. Cierro mis ojos. Dejo de estar en mi cuerpo. Al abrirlos, él ya no
está. Los pétalos yacen masacrados. Arreglo mi pelo y mi vestido.
Repuesta, sigo. Hay un hombre que me mira. Tiene los ojos del hombre que amo pero
parece un fauno. Sólo me mira. Llego a un habitáculo vacío que enseguida se llena de
hombres. El hombre fauno es el único observador. Los demás me recuestan en el centro y
comienzan a ocuparse de mí. Dos de ellos me desprenden el vestido. Sendas lenguas se traban
bajo mis axilas. Sendas bocas se cierran sobre mis pechos. Ofrecen un pene a mis labios y
éstos lo toman. Otros dos se introducen en mi cuerpo, por delante y por detrás. El hombre
fauno sólo mira. Tiene una erección ciclópea. Lamento que no se acerque. Las lenguas que
me recorren las axilas ahora se estacionan en mis pechos. Las bocas que me succionan los
pechos ahora se instalan una en mi vientre y otra en mi cuello. Los que me penetran lo hacen
con maestría y delicadeza. Siento mis interiores trémulos, llenos, apretados. Con mis labios,
lentamente, aprisiono otro pene que se me vuelve a ofrecer. Cada hombre es de una belleza
infinita. Grandes torsos, brazos fuertes, piernas largas y hermosos miembros me pertenecen en
este momento. El hombre fauno ha comenzado a tocarse. Quisiera que se acerque. Se lo digo
con la mirada pero no me hace caso. Los hombres vuelven a rotarse: ya he perdido la cuenta
de qué me hace cada quien pero todos están en mí, a todos los recibo y con todos quiero gozar
sólo para que el hombre fauno me vea. En una infinitud de tiempo se siguen rotando y
cambiando lugares, torturándome y complaciéndome, provocándome y extasiándome hasta lo
indecible. El hombre fauno está a punto de ser estragado por su orgasmo. Mis hombres
también. Todos nos acercamos al inevitable y perentorio final. Quiero que todos me rieguen
con su licor al mismo tiempo. Se preparan. Se retiran de mis orificios, de mis manos y mi
boca. Todos están con sus miembros en las manos, acariciándose, los ojos cerrados. Gimen,
resoplan. Parece que sus penes se agrandaran y dilataran ante la inminencia de la descarga. Mi
cuerpo tiembla y trepida. Me apuntan. Disparan. ¡Fuego!
Todos caen derribados, menos el hombre fauno que, desesperado, se arroja sobre mí y me
dispara también. ¡Fuego! Su disparo es el más caliente de todos. Es el único que me abre la
carne de lado a lado, que horada todos los tejidos y llega hasta donde nadie más puede llegar.
Es el único al que siento deseos de besar.
Y lo beso.
Ariel
(o Muchas manos en un plato…)

—Hola, ¿Marina?
—Sí, ¿quién habla?
—Ariel, ¿te acordás de mí? El año pasado cursamos juntos Americana III…
Me acordaba, pero vagamente. Mentí
—Ah, sí. ¿Cómo andás?
—Bien, bien… Mirá, te llamaba porque estoy preparando el final y quería saber si me
podés prestar los apuntes y darme una mano. ¿Vos ya la rendiste, no?
Ya la había rendido, claro. La había rendido en sucesivos encuentros en el telo de la calle
57 hasta que después dije dos pavadas en la mesa de diciembre y Gagliardi me puso la nota
más alta y me felicitó, supongo que para cerrarme bien la boca respecto de su… ¿cómo la
llamaría yo?... ¿flaccidez cuasi permanente? Sólo se le paraba en el auto, antes de entrar al
telo. Después... niente.
—Sí, ya la rendí… Mucho no me acuerdo, pero bueno… ¿qué días estás en la facultad?
—Esta semana voy todos los días, no sé… Podemos encontrarnos cuando te quede mejor.
Le propuse encontrarnos en el buffet. Aceptó y cortó. No me acuerdo ni cómo era este
pibe… Claro, todo aquel cuatrimestre yo había estado pendiente del señor profesor… Qué
decepción… mucha labia pero un desastre en la cama. Voy a tener que llamar a Florencia para
que me recuerde quién era, si no ¿cómo hago para encontrarlo a este pibe el jueves?
Sí, era aquel. El alto y desgarbado, de pelo castaño y ojos claros. El bonito. ¡Claro, el
bonito! ¿Pero el año pasado no salía con una piba de Psicología? En fin, ahí estaba, sentado,
solito, esperándome.
—Hola, ¿cómo andás?
Ojitos Claros me sonríe. ¿No que estoy más linda que el año pasado?
—Este año casi no nos vimos.
—No. ¿Qué estás cursando?
Charla usual. Bueno, a lo nuestro.
—Mirá, te traje todo lo encontré. Hay fotocopias y la carpeta completa. Supongo que te
arreglarás, ¿no? No es muy díficil el final.
Mentira. Gagliardi y cía. desaprobaron a mansalva en esa mesa. Fue una carnicería. Otra
que las plantaciones de azúcar.
—Sí, pero yo pensaba… Soy medio burro para estudiar solo… ¿no podríamos juntarnos
alguna vez?
¡Ja! ¿Y a éste qué bicho le picó? ¡Ahora se acordó de mí! Qué risa.
—Bueno… lo que pasa es que yo no soy de acá, viste… No vengo muy seguido. El año
que viene tal vez me mude, pero todavía no sé.
—Pero… ¿tenés que venir estos días, no? Yo creo que en una semana me pongo a tiro,
porque ya vengo más o menos leyendo.
—Sí, la semana que viene y la otra todavía vengo. Después, hasta febrero o marzo…
díficil.
—OK. ¿Y por qué no me ayudás un rato ahora y después combinamos para otro día? Si no
te jode, ¿no?
—No, no, para nada…
El bonito me relojea ¡y yo que nunca me había fijado! Florencia me había dicho: Ariel
también te miraba pero en la escala jerárquica primero venía Gagliardi ¿no? Así que Ojitos
Claros quiere que le dé una mano, porque él se enreda, no sabe cómo ponerse a estudiar
tamaña cantidad de cosas, se distrae, pobrecito…
—¿Y con qué te distraés?
No pude refrenar mi curiosidad. Tampoco pude refrenar el brillito pícaro en la mirada, que
inmediatamente se reflejó en la de él.
—Y… lo que pasa es que no vivo solo, somos tres monos en un departamentito y bueno…
te podés imaginar las distracciones que hay.
Me lo imagino perfectamente. Durante otra mesa de examen, en la que tuve que rendir dos
días seguidos, me había quedado a dormir en el departamento que Florencia compartía con
otras tres chicas y apenas si pude concentrarme en lo mío. Cada una entraba, salía, volvía,
llegaba el novio de una, se iba el novio de la otra, el teléfono sonaba sin parar, nadie se
ocupaba de hacer la comida, después venían las compañeras de una, las compañeras de otra,
más novios, más amigas, por momentos no había nadie… “¿Esto siempre es así?” le pregunté
a Florencia antes de irme a rendir los finales. La respuesta fue un cínico “sí”.
—Mirá, yo lo que puedo hacer es guiarte con algunos temas… los que tengo más o menos
claros…
—Claro, eso es lo que yo necesito.
Debe pensar que soy más grande… ¿cuántos años puede tener entonces? No le puedo
llevar más que uno o dos, pero es evidente que me ve más grande… Con más experiencia…
Con más porongas en mi haber que conchas en el de él, por decirlo de alguna manera. Debe
ser eso. Flor diría que tendría que aprovechar esto también ¿no?
—¿Y no querés venir un rato ahora?
—¿Al departamento?
—Sí. Los chicos no están, hasta la noche no vienen. Así me organizo y después hasta la
semana que viene no te jodo más.
—Bueno… dale.
¡Las cosas que una hace! Y todo porque unos ojitos claros imploran un poquito, piden por
favor, se hacen los gatitos mimosos, los cachorritos juguetones, de póster y señalador. Todo
porque es alto, flaco, desgarbado, porque tiene linda voz, porque está siempre despeinado y
con la barba de eternos tres días sin parecer sucio ni desprolijo. Todo porque es bonito,
porque es simpático, porque seguro que se porta mal y hay que hacerle chaschás…

—Vení, pasá. No te asustes del quilombo.


Qué me voy a asustar. Tan desordenado no está… bueh, más o menos. No importa. No
vine a inspeccionar el departamento. Ama de casa no soy, gracias a Dios.
—¿Querés tomar algo?
—Algo fresquito, ¿tenés?
—Me fijo a ver qué hay… ¿querés cerveza?
—¿Cerveza?
—Sí, es lo único que hay en la heladera.
Tanto candor me mata.
—Y bueh, dale. Hace un montón que no tomo cerveza…
—Los chicos, bah… nosotros siempre tenemos una pequeña reserva.
—Me imagino.
—Para cuando juega Boca, viste.
Ah… ¡un pequeño bosterito!
—Está rica.
—Sí, está joya.
—Bueno, ¿empezamos?
—Sí, empecemos.
Bueh… ¡yo también digo cada cosa!
—Bonito, no me refería a esto sino al estudio…
—Ah… claro… bueno… yo…
—Dejá, será en otro momento ¿no?
Se ríe. Lengua de cerveza y paladares fríos, pero el calor sube de la calle y de los cuerpos.
Brazos que se enredan y desenredan, el pelo que acompaña, su barbita que raspa despacito,
como sus besos. ¿Este bonito tan bonito era compañero mío y yo no le daba bolilla? ¿En qué
estaba pensando? Eso me pasa por mirar alto… Sigue sonriendo como Pan, abriéndose la
camisa, desabrochándose. Vas rápido, vaquero…
—Despacio… ¿qué apuro tenés?
—No, lo que pasa que…
—¿Qué?
—Debe estar por llegar Fabián, uno de los chicos…
Y en eso la puerta se abre, claro, y era este chico, Fabián o como se llame. Menos mal que
yo no me había sacado nada todavía, pero era obvio lo que estaba sucediendo. Fabián no es
tan bonito como mi bonito pero podría pasar.
—Estábamos estudiando… Qué justo.
Fabián sonríe con sorna, me mira como pidiendo disculpas y dice que se ducha y se va, que
la novia lo está esperando. El bonito me abraza y me dice que sigamos.
—¿Con qué?
—Con el estudio.
Pero las compuertas del deseo ya se abrieron y sólo estamos esperando que Fabián se vaya
para ocupar el único dormitorio disponible. ¿Y así va a ser mi departamento cuando yo viva
sola? Más vale que empiece a juntar guita para alquilar algo más grande… Fabián sale,
duchado, perfumado y cambiado, y ahora parece más lindo. Me vuelve a sonreír con sorna,
sabe perfectamente lo que pasa, le dice algo por lo bajo a Ojitos Claros y se va, dejando una
estela de perfume detrás.
—Vení, ahora vamos a estar tranquilos.
Y me arrastra, besándome, a una habitación con una cama marinera y un sofá-cama cuyos
almohadones yacen por el piso y cuya cama está deshecha y que él enseguida estira, como si
eso fuera suficiente. Un equipo de música gigantesco reposa en silencio mientras asoman
remeras, camisas y pantalones del placard empotrado en la pared. En la única mesita de luz,
vasos, relojes, un despertador, pulseritas, anillos, un encendedor, un sahumerio a medio
consumir, dos tuquitas, un cenicero desbordado, una lapicera, un espejito, papel de fumar,
otro encendedor y tres tubos de desodorante Axe.
—Bonito, oíme una cosa… ¿tenés forros?
Los ojos claros se expanden. Evidentemente, no había pensado que le iba a salir con eso.
¡Desprevenido joven argentino! No pretenderás que me acueste contigo sin protegerme y
protegernos ¿no?
—¿Ni uno? Qué lástima… yo no traje… no pensé…
Mentira. Lo había fantaseado hasta último minuto pero no pensé que sucediera. Hasta que
lo vi y recordé perfectamente quién era. Era el que siempre se estaba besando descaradamente
con su noviecita, en todos los recreos, pausas y entre horas en que me lo cruzaba. Parecía que
lo hacía a propósito, justo cuando yo andaba de capa caída. Claro, después apareció Fabricio,
después no lo vi más. Pero era el mismo bonito al que todas envidiábamos en Americana II y
III. Todas queríamos ser la rubita de Circología que siempre venía a buscarlo.
—A ver si alguno de los chicos tiene…
Se levanta, sin camisa, con el pantalón ya medio desabrochado, el pelo más revuelto,
descalzo: de póster. Un hombre Cosmo. Pero un hombre sin forro no puede ser un hombre
Cosmo ¿no, chicas? No estamos para joder con eso. No queremos niños ni ETS, somos
mujeres modernas y liberadas. ¡Arriba el látex, qué joder! Vuelve sin nada en las manos. Lo
miro compasiva unos instantes pero me sigo negando.
—Es por los dos, rico. No queremos complicaciones ¿no?
—Te acabo afuera, te lo prometo.
—Es lo mismo, corazón. ¿Por qué no vas a comprar? O voy yo, si querés.
—No, dejá. Ya se me fueron las ganas…
—¿Ah, sí? Qué poco te duraron…
Lo manoteo. Pienso: nos podemos pajear, eso sería lindo.
—Tu amigo no piensa lo mismo.
—Por favor, por favor, dejame ponértela, no pasa nada…
—No, sin forro, no. Es definitivo.
Pone caras. Hace gestos. Amaga. Recién entonces, viéndome inflexible, me pide que lo
pajee. Cedo. Después de todo, no me cuesta nada. Ni sueño con que me retribuya, pero, quién
sabe, tal vez me pueda sorprender. Arranco despacio, todavía no lo conozco. Linda pija.
Desgarbada como todo él, blanca, suave… resisto el deseo de chuparla y sigo con lo mío.
Ojos Bonitos los cierra y se entrega. Se la podría cortar que no se enteraría pero también
resisto ese deseo caníbal y lo sigo acariciando. Trato de calcular cuánto le faltará para llegar
pero no es necesario: ya llegó. ¿Ya llegó? ¿Tan rápido?
—Gracias, gracias… Me gustás tanto… Nunca creí que ibas aceptar venir…
Tonto. Pero ¿ya llegó? Sí, ahí están los resultados en mi mano, blancos y vibrantes.
¿Siempre será así de rápido? Hum… qué problema… Ay, Marinita, vete de aquí pronto, es un
niño que aún no domina ni el abecé de su instrumento… pero me quedo, no sé por qué. ¿Por
sus ojos claros? Debe ser. Se limpia, se ordena, se sube el pantalón. Ni se le ocurre que yo
también puedo estar caliente y con ganas de que me satisfagan. ¡Ah, habrá mucho que hacer
con este muchacho! Va a buscar la cerveza. ¿Quiero? No, no quiero. A vos te quiero. Pero no
se lo digo, no vaya a ser que se me asuste. Vuelve y se recuesta. Porta su belleza con total
impunidad y lo sabe. Me abraza, me besa, otra vez lengua de cerveza y paladar frío. ¿No se da
cuenta de que yo también quiero cogérmelo? ¡Por qué no habré traído forros! Pero no creí…
una nunca cree pero hay que creer o reventar.
—Me encantaría seguir, pero ahora va a venir Hernán y como labura de noche, viene
directamente a dormir.
—Ah, bueno.
Me levanto. Me arreglo la ropa. Le pregunto por el baño. Ahora no sé si era calentura o pis
acumulado lo que tenía. Al salir él también está arregladito. Es el momento ideal para
preguntar:
—¿Vos no salías con una chica rubia el año pasado?
—Sí, Fernanda. Pero se terminó.
—Ah… porque yo siempre te veía con ella y como este año no nos vimos…
—Sí, era un poco pesada.
¡Ja! Tomá, rubia, así que eras “un poco pesada”.
—No te gusta que te cargoseen.
—La verdad que no.
—Y no, a nadie le gusta.
Me mira. Lo miro. Esos raptos no siempre se producen con tanta precisión. Acople
perfecto. Preanuncio de delicias (siempre y cuando dure más de lo que duró hace un rato).
—¿Por qué no venís mañana?
Me lo dice bajito y me apreta, para que no me queden dudas de lo que me hará si vengo
mañana.
—¿Y el sábado?
—Sí, vení el sábado, dale. Venite todo el día si querés…
—¿Y vos no tenés que estudiar, precioso?
—Estudio después.
¡Todo para después! Así estamos.
—Bueno, entonces vengo el sábado.
—A la hora que quieras, no hay problema.
—Vas a tener forros ¿no?
—Sí, voy a comprar varias cajas… y te prometo que las vamos a usar todas.
¡Fanfarrón!
Me le cuelgo y le digo que se calle y me bese. Obedece: otro buen augurio. Me pellizca,
me muerde, me dice que lo tengo embrujado, que no quiere que me vaya.
—¿Y Hernán?
—A la mierda con Hernán.
—¿Por qué a la mierda con Hernán? ¡Qué mala onda, che!
El susodicho se presenta, sonríe, otro que hace caras. Va a la heladera, abre una cerveza, se
desploma en una silla, dice estar muerto. Es un gordito simpaticón, el que siempre va al arco.
Con unos kilitos menos sería muy lindo. La sonrisa es compradora. Debe ser bastante
ganador. Sabe mirar. Me parece que es un poquito más grande que Ariel y Fabián. La pancita
que tiene me dice que es él el que toma más cerveza.
—¿Ya te vas?
—Sí, me tengo que ir.
Ariel, ojitos claros nublados, me acompaña hasta la puerta del edificio, me sigue tocando,
me hace desear las delicias del sábado.
—¿Te vas a portar bien?
Lo amenazo, me gusta. Me susurra que no, porque va a estar pensando en mí.
—¿Y vos?
Yo tampoco, precioso. Yo nunca me porto bien…

Sábado. Tomo el tren y me voy. Estoy loca. ¿Qué voy a hacer con un pendejo que vive con
otros dos pibes? Va a ser un quilombo, un descontrol… no debe tener plata ni para el telo. Y
yo menos. ¿Qué vamos a hacer? ¿Tomar cerveza? ¿Escuchar música…? ¡Cosas de
adolescentes! Bah, como si fuera tan vieja. Apenas tengo veinticuatro años, ¿no es hora de
divertirme? Sí, pero ya me divertí bastante… ¿o no? Sigo pensando que un tipo más grande,
como Marcos, es lo que me conviene. Ay, pero no me quiero acordar de él, me hace mal. Lo
sigo extrañando. Y con este péndex, porque aunque tenga mi edad, es un niño, ¿qué voy a
hacer? Hum… veremos qué sorpresas nos depara esta tarde…

—Hola, mi amor.
Ya soy su amor. ¡Estamos en problemas! Hum, estuvo tomando. Los muchachos están ahí.
Hernán con su pancita simpática, ya con un vaso en la mano; Fabián a medio vestir, ¿para ir a
ver a la novia?
—Vení, pasá. Muchachos, Marina, ¿se acuerdan de ella, no?
Cómo no se van a acordar, pienso yo, si los dos llegaron en el momento menos oportuno.
Me saludan con beso y abrazo. Me invitan a sentarme. Me sirven cerveza sin preguntarme.
Pero yo pregunto dónde puedo dejar el bolso y paso al baño. El departamento es chiquito, no
hace falta que me esfuerce demasiado para escuchar. Hernán dice “está re-fuerte”, Fabián
corea y se lamenta de tener que ir a ver a la novia. Ariel vocea algo acerca de que se deje de
joder con esa mina, “que no entrega”. ¿Todavía hay minas que no entregan?, pienso yo,
sorprendida. “Laly está muerta con vos, ¿por qué no le das bola a ella?”. Fabián dice que no,
luego ya no escucho al tirar la cadena. Salgo, fresca como un sol, y ahora sí, me siento y tomo
la cerveza. Fabián insiste con que se tiene que ir, y Ariel le dice que se quede un rato más.
—Quedate —le digo yo, a ver qué hace.
Se queda.
—Tu novia que espere ¿no?
Me sonríe. ¡Ah, pícaro, te atrapé! El sábado puede deparar muchas sorpresas... Me alegro.
Hernán dice que habría que poner música y llamar a las chicas de la pensión que está a la
vuelta, y armar una joda para la noche. Fabián dice que se dejen de joder, que después es un
quilombo, que no hay lugar. “Nos turnamos” dice Hernán, práctico.
—Che, paren.
Ojitos Claros al rescate.
—Marina se va a asustar.
Le digo que no se preocupe, que no me asusto. En cualquier caso… nos podemos ir por ahí
y dejar que los chicos se diviertan tranquilos. Le guiño un ojo, pero no me terminó de captar.
Hernán, sí.
—¡Esas son minas! Estoy harto de las pendejas. ¿No tenés una amiga para presentarme?
—Creo que no… están todas con novio.
—No importa, no tengo problemas con eso.
Nos reímos. Ariel me abraza y al oído me dice que más tarde nos vamos a tomar algo por
ahí. Asiento. Fabián se sigue lamentando, va a llegar tarde, sigue a medio vestir. Qué
tetillas… claro, el muchacho es de Educación Física, tiene el cuerpo trabajado y
acostumbrado al esfuerzo. Se levanta de la mesa y se le ve el nacimiento del vello que se
pierde debajo del pantalón. ¿Habré sido muy obvia? Suena el teléfono. Él atiende, ya que
estaba parado, y vocifera:
—Manu nos invita a todos a la casa esta noche. Hay joda. ¿Qué hacemos?
Hernán y Ariel se miran y gritan a coro:
—¡Vamos!
—Son re buenos pibes, nos vamos a divertir —me dice entonces Ojitos Claros, de súbito
iluminados.
—Que llevemos cerveza, que va a haber fasito.
Se alborozan todavía más y Ariel me dice que lo acompañe a comprar cervezas para la
noche. Lo acompaño. En el ascensor me aprieta, me amasa, me dice que está re caliente y que
sería capaz de cogerme ahí mismo. Le pregunto por los amigos que conoceré a la noche.
—Son bárbaros. Manu tiene una casa espectacular en City Bell, con pileta y qué sé yo.
¡Nos vamos a divertir! ¿Trajiste malla?
—No.
—No importa, hay un montón de chicas, alguna seguro que te presta. Además, nos
podemos quedar a dormir…
Más perspectivas promisorias se abren para la noche. ¿Quién lo hubiera dicho?
Compramos cervezas, papas fritas, esas boludeces que animan cualquier fiesta. Volvemos
cargados al departamento. Fabián sigue lamentándose, no sabe cómo zafar de la novia. Digo:
—¿No la llevás a lo de esta noche?
—No… no le gustan esas jodas. Es una tarada.
—¿Y vos cómo sabés que no le gustan? ¿La llevaste alguna vez?
—Un montón de veces y es siempre lo mismo: pone cara de orto y se queda en un rincón.
Ariel asiente. Hernán también. Arriesgo:
—Disculpáme, yo no la conozco ni nada pero… qué boluda… Que se joda ¿no?
Los tres se ríen. Fabián dice:
—Tenés razón, ¡que se joda! —y decide no llamarla. Ariel tercia:
—¡Y encima no entrega!
No puedo con mi genio y pregunto:
—¿Qué no entrega?
—¡No entrega nada! Contale, Fabi, Marina es de confianza.
Ojitos claros de mi alma, ¡ya soy de confianza! Es un amor.
—No entrega. Está con esas boludeces de comprometerse y qué sé yo. Es de una familia
tradicional de La Plata, están con todos esos mambos… Así como me ves, yo también vengo
de una familia parecida y tengo que disimular, hacerme el novio un par de años, no tocarla, a
ver si me puedo casar con ella y engrandecer las menguadas arcas de mi viejo.
Me quedo de una pieza. Pensé que estas cosas sólo pasaban en las novelas decimonónicas.
—¡Qué garrón! Y ella, ¿qué hace?
—Estudia Economía.
Los chicos se burlan. “Cuenta, cuenta pero nunca rinde cuentas”. Parece que ya era el
chiste habitual. Pobrecito, pienso, tanta carne fresca desperdiciada. Me mira. Sabe lo que
estoy pensando. Sabe también que si me pide auxilio, se lo daré, ¡tan buena samaritana soy!
Mucho más que la tonta de la novia. Otra cerveza se abre. Fabián dice “voy a buscar el auto a
lo de mi viejo, así a eso de las nueve salimos”. Hernán y Ariel asienten. Cambiado, se va y
nos deja a nosotros tres con la botella de cerveza recién abierta. Preparate, Marina, que esto
recién empieza, me digo. Hernán ahora me pregunta qué estudio.
—Lo mismo que esta dulzura —digo, besándolo lascivamente a propósito.
—Che, no cuenten monedas delante de los pobres.
—Tenés razón —dice Ojitos Claros, todo corazón. Sigue: —Hernán está solo. Hace como
un año ya ¿no?
—Sí. Desde que Silvina me dejó.
—¿Y por qué te dejó Silvina?
—Otra boluda. Se quería comprometer, casar y qué sé yo.
—¿Y entregaba?
Se ríen.
—Qué tipa osada que sos. Sí, entregaba, pero…
—Pero ¿qué?
Ariel me muerde la oreja, me pellizca.
—Daba más vueltas que la calesita. Nunca quiso venir acá. Yo iba siempre a la casa y en la
casa estaban los viejos y bueh… era un quilombo.
—Pero… la habrás querido llevar a algún otro lugar ¿no?
Otra vez nos reímos los tres.
—Sí… pero lo conseguí una vez sola y fue un desastre. Que se ponía nerviosa, que no le
gustaba, que esto, que lo otro…
Ojitos Claros sonríe, dice:
—Estos dos no tienen suerte con las minas. Les tocan cada pelotudas…
—Claro, el señor se agranda… el año pasado no andabas tan agrandado ¿eh?
—Ni me hables.
—¿La conociste a la ex novia?
—Sí, los veía siempre juntos. Parecían tan felices… Eran la envidia de todas las chicas que
éramos compañeras de él.
—¿Le contaste cuántas veces sonaba el teléfono por día?
Ojitos Claros bufa.
—No sabés lo que era, insoportable es poco. Por eso la mandé a la mierda. No sé cómo
podía estudiar Psicología una mina tan rayada.
Ajaja. Disfruto. ¡Así que la rubia que parecía tan seriecita y modosita era una loca! Juassss.
Y una loca aburrida, qué pena, nada más espantoso. El bonito me abraza, me dice que va al
baño y me deja sola con Hernán. ¿Es intencional? Comprobémoslo.
—Así que desde que te dejó Silvina estás solo…
—Sí.
Los ojos le brillan. Se relame. Ya se imagina que me está cogiendo, que yo me dejo, que
Ariel me trajo para satisfacerlos a los tres. ¿Tan reventada me ven o soy yo que no puedo
dejar de imaginarme cosas?
—Y bueno… ya vas a encontrar a tu chica. Sos bonito, sos simpático, ¿cómo no la vas a
encontrar?
—Gracias. Me lo decís para quedar bien.
—No, tonto, ¿qué necesidad tengo? Me da lástima que un tipo que parece que vale la pena
ande solo… No es bueno que la gente esté sola ¿no?
—No, para nada. ¿Así que amigas para presentarme, ninguna?
—Por ahora no, pero en cuanto salga alguna al mercado te prometo que te la presento. ¿Te
gusta algún tipo de mujer en especial?
Me levanto, a propósito, a buscar la botella de cerveza que quedó en la mesada. Me agarra
del brazo, suave, un gentleman, y me dice:
—Me gustan las morochas… como vos.
Justo entra Ojitos Claros. Creí percibir una guiñada de ojos, un intercambio de señas, pero
no sé, porque justo me di vuelta y agarré la botella.
—Che, gordo, poné música.
Hernán, que no está tan gordo, que es corpulento y sólo tiene esa pancita simpática de darle
y darle a la cerveza, pone música. Ya son las siete. Dice que se va a bañar, a ver si esta noche
en lo de Manu tiene suerte. Ojitos Claros me abraza, me dice que sigue re caliente, que no ve
la hora de cogerme. Que compró forros, que me va a hacer todo lo que yo quiera, que nos
vamos a divertir como locos esta noche. Se escucha el agua de la ducha cayendo. Yo me
imagino al bueno de Hernán dejando que las lágrimas se confundan con el agua que cae,
pajeándose despacito, para que no lo escuchen, pensando en la morocha que se ligó Ariel, que
lo miró, que le dijo que era bonito y simpático, que poco faltó para que le diera calce… Ojitos
Claros me distrae no sé con qué y me pide que me fije si en la mesita de luz no se dejó la
billetera, que no la encuentra.
—¿No la tenías en el bolsillo? —digo yo y voy por el pasillo hasta la pieza. El agua de la
ducha ya no corre. Quisiera espiar pero no me animo. Mientras estábamos todos charlando y
tomando cerveza yo no podía dejar de preguntarme cómo la tendrían Fabián y Hernán. La de
Ariel ya la conozco y espero conocerla más. ¿Por qué siempre que hay varios hombres juntos
me pasa esto? No puedo dejar de pensar en cómo la tendrán, en cómo lo harán, en qué dirán o
harán en el momento de acabar… Siempre me pregunto si a todas las mujeres les pasa lo
mismo o soy sólo yo, que soy una degenerada, una perdida, una loca… Abro la puerta de la
pieza sin mirar y Hernán está ahí, secándose. El baño es tan chiquito que se sofocaba. La
pancita de cerveza con su vello rubio es como un faro. Se tapa con la toalla, yo pido perdón,
me excuso, digo que vengo a fijarme una cosa, la lengua se me traba, no sé si por la cerveza o
por el vértigo de tener ahí, de repente, de la nada, un tipo desnudo, apenas tapado con una
toalla húmeda, un tipo que me mira pasar, que se corre, que también se corre el pelo mojado
de la cara, que como quien no quiere la cosa cierra la puerta de la pieza y se acerca. Un tipo al
que yo le dije que era bonito y simpático no hace mucho, para probarlo, para ver qué hacía y
el tipo ¿qué iba a hacer? Esto y nada menos que esto: dejar caer la toalla, mostrar lo que tiene,
decir que lo tiene todo para mí, que puedo hacer lo que quiera con él, ahora o cuando guste,
que no le importa nada, que yo soy una yegua y que me salvo sólo porque Ariel está cerca.
—Cuando quieras, mami —y se la toca, la flamea como una bandera y yo lo miro, no lo
puedo dejar de mirar, la pancita simpática y la pija más simpática aún.
—Es tuya, bebé, es toda tuya —pero yo no me animo, ¡quién lo diría!, nada me une a
Ariel, Ojitos Claros ya debe estar preocupado ¿o está todo preparado? Nada me une, insisto,
pero algo me retiene, y digo:
—Después.
Él repite que cuando quiera y yo digo:
—Esta noche, ¿sí?
—Perfecto.
Y salgo volando de la habitación que ya me estaba sofocando a mí también. Ariel, ojos
claros borrosos, está fumando un fasín, por eso no se preocupaba y hasta se disponía a. Casi
me dan ganas de volver, pero me quedo con él, no fumo, digo que las pocas veces que probé
no me hizo nada. “Tenés que insistir” dice Ojitos Claros llenos de humo dulce, pero yo
prefiero insistir por otro lado y digo que a la noche. Sale Hernán, fresco y cambiado, listo para
la acción. Me sonríe como un Buda. ¿Estaba todo preparado? Seguro. ¡Qué boluda, tendría
que haber aprovechado! Ariel está ya un pelín volado y Hernán dice:
—¿Éstas son todas las cervezas que compraron?
Ojitos y yo asentimos. Ataca frontalmente:
—¿Por qué no me acompañás y vamos a comprar un par más? Yo después sé lo que pasa y
allá donde vive Manu cierran todo temprano. ¿No te jode que me la lleve un ratito, no?
Ojitos lo mira y tarda en reaccionar, finalmente hace un gesto medio incomprensible, que
tanto puede significar que sí como que no. Hernán dice que por eso prefiere la birra, que no te
pone tan pelotudo como esa mierda.
—¿Vamos?
Salimos. Miradas. Yo no sé qué decirle, pero al final, arriesgo:
—Estaba todo preparado, ¿no?
—¿Qué cosa?
—No te hagas el inocente. Vos te vas a bañar, Ariel deja pasar un rato, me dice que me fije
no sé qué y ¡oh, sorpresa! Vos estás en la pieza en bolas mientras el otro se fuma un faso y yo
como una boluda voy.
Silencio. Luego:
—¿Estás enojada?
El ascensor llega a la planta baja. Me refriega contra el espejo y repite:
—¿Estás enojada?
Durante el beso le jadeo un no. Salimos del edificio y caminamos un par de cuadras. No
vamos al mismo almacén que fuimos con Ariel. Llegamos a una plaza y nos sentamos en un
banco.
—Se va a hacer tarde —digo, sólo para ver qué dice.
—Ariel pierde la noción del tiempo cuando fuma, no te preocupes. Vení, no seas mala.
Me abraza y me pierdo en su montón de carne corpulenta.
—Te partiría al medio ya —musita y besa y agarra y yo dejo que bese y agarre. ¿Por qué lo
dejo? ¿Porque ya estoy borracha? Tanto no tomé. ¿Porque lo vi en bolas? Ha de ser eso. Me
lee el pensamiento:
—¿Te gustó lo que viste?
Me río. Digo que sí. Trato de soltarme. Nada me une ni me desune a Ariel. ¿No puedo
estar con los dos acaso? ¿No estamos siempre con más de una persona, ya que siempre
estamos con nosotros mismos? Uy, honduras filosóficas, no, piba. Miralo: ¿no es un rico
pibe? ¿no es un tipo que te puede hacer gozar un poco con lo que tiene? No besa mal, no
agarra mal. No es feo. Y sigue gustándome su pancita y lo que está a continuación de ella.
Pero le digo que vayamos a comprar, que se va a hacer tarde, que ya vamos a tener tiempo
de…
—¿De coger? ¿sí?
Asiento. Estoy perdida. Asentí y lo besé corroborándolo. Pero a Ariel también quiero
cogérmelo y probablemente a Fabián también y a ese tipo que pasea con su perro, y al otro
que ahora pasa con su auto y toca bocina al vernos apretando y… ¿y ellos no quieren lo
mismo acaso? ¿Y por qué yo no lo iba a querer? Hernán me suelta, me dice que Ariel no se va
a enterar, que está todo bien y que ahora sí, vayamos a comprar. Vamos. Compramos más
cervezas, las paga todas él. Pregunto:
—¿Cuántos años tenés?
Dice treinta. Yo tenía razón, era más grande.
—¿Por qué?
—Porque se ve que tenés más experiencia que los chicos.
Se ríe.
—Tipa osada y observadora. ¡Qué combinación!
Volvemos y Fabián ya llegó y ahora todos tratamos de revivir a Ariel, mientras yo intento
olvidarme de la mano que Hernán me puso en el ascensor. Me la calzó tan perfectamente que
las piernas casi se me sueltan, como si estuvieran atadas con hilos muy finitos. Y la lengua
que me clavó mientras me metía esa mano me llegó tan hondo que no sé cómo no me caí.
Vértigo total. ¡Y yo que quería sorpresas! Ariel va reaccionando, se va al baño, vuelve, me
llama. Entro al baño y me dice:
—¿Te lo cogiste al gordo?
Finjo total incomprensión.
—¿Qué decís?
—Tiene una cara de felicidad tan grande que… dejá, no importa. No soy celoso. Sobre
todo si me das algo a mí también.
Y le doy, porque una no es de fierro y no puede sino dar, entregar, hacer lo que ellos
quieran, o mejor dicho, hacerles creer que hacemos lo que ellos quieren cuando en realidad
hacemos lo que nosotras queremos, porque ahora sí, lo tengo muy claro: esta noche vine a
cogérmelos a los tres.
En el auto de Fabián, Ariel elige ir adelante, dejándome sola, atrás, con Hernán. Claro, ya
le bajé un poquito la calentura —¡y qué rápido se le baja!— y prefiere dejarme con Hernán.
Por ahí me creyó que todavía no pasó nada (es un decir, los dos viajes en el ascensor fueron
muy intensos). Fabián y Ariel van hablando de la música que estamos escuchando, y Hernán y
yo nos miramos. Le miro el bulto, qué desastre que soy. Le miro las manos, para disimular y
parece que es peor. Le miro la pancita y sé que debajo está ella, a quien me negué a conocer
teniendo la oportunidad de hacerlo… parece recriminármelo cuando se acomoda en el asiento,
pero no es eso. Es que ya no sabe cómo ponerse del palo que tiene. Dejo mi mano izquierda
suelta, cerca de su pierna, a propósito. Esta noche hago todo a propósito. Quiero que me
amen, que me cojan, que me usen y me tiren, no me importa nada. ¿Es la cerveza o soy yo,
que ya no sé lo que hago? ¿Tanta necesidad de hombre tenía? ¿Es por Marcos? ¿Qué es?
Hernán pica el anzuelo y despacio me lleva la mano a la pija. Dura, sobresaliente, calienta el
pantalón, me escuece la mano. Trato de no moverla aparatosamente, pero se complica. Me
acerco a los asientos de adelante, me asomo por el medio, hablo cualquier boludez y Hernán
se recuesta en el asiento, mi mano firme sobre su firmeza. Con su mano derecha me va
dragando el culo y aprovecho un lomo de burro para levantarme y caer sobre ella con total
premeditación. Lo miro y tiene la vista extraviada. ¿Yo también la tengo así? Pero miro el
camino y no falta mucho para llegar a City Bell, así que me voy retirando y él me mira
suplicante, pero comprende. Nos dejamos de tocar unos instantes. Ariel me pregunta si estoy
bien. Fabián le pregunta a Hernán por qué está tan callado.
—Porque voy disfrutando del camino —dice y me guiña un ojo. En ese instante, me siento
tan mojada que tengo miedo de haber manchado el asiento. Por suerte, llegamos.

La casa de Manu: enorme chalet americano, con parque, pileta y muchas habitaciones. Me
presentan a un montón de gente y soy totalmente bienvenida. Ya somos como veinte y se
esperan otros veinte más. ¡Qué descontrol va a ser esto! pienso y me regocijo, hacía mucho
que quería vivir algo así. Pero me pido serenidad, no quiero arruinarlo. Si se da, se da. Con
alguno voy a acabar, es un hecho. Y espero acabar literalmente. Ojitos Claros vuelve a
prestarme atención, me dice que lo del baño lo enloqueció todavía más, que lo quiere repetir y
que no le importa lo de Hernán. Me hago la estúpida, sé hacerlo muy bien.
—¿Qué cosa de Hernán?
—Te vi… en el auto… Fabián también te vio, por el espejo. Lo estabas tocando, dale.
Niego y reniego. Digo que es mentira, que le habrá parecido. Astucia femenina. Pero no se
convence. Al oído, me dice:
—No me importa, de verdad. Me calienta todavía más, ya te dije.
¡Niños modernos! ¡Alabados sean! Pero alguien más reclama mi atención: el dueño de casa
quiere mostrarme todas las habitaciones, ya que soy nueva en el grupo y parece que esperan
contar conmigo muchas veces… Vamos con Ariel y Hernán, que me escoltan, y yo me siento
doña Flor y sus dos maridos, más o menos, y el dueño de casa se alegra y habla de sus
posesiones, y me dice que puedo ir cuando quiera, blah, blah, blah… Hernán me apoya
fugazmente, Ariel me besa. ¿Me van a coger los dos juntos? ¿Será así la cosa? ¿Y a Fabián lo
vamos a dejar afuera?
—No, no traje malla.
—No importa, después le pedís una a Juli, mi mujer.
En el oído, Hernán:
—Vos sos más linda que ella, seguro que te queda mejor.
Y Ojitos Claros que vuelve trayendo cervezas y nos dice que vayamos al parque, que la
noche está hermosa, y vamos allá, claro que sí, la noche está hermosa, la cerveza bien fría y
Ojitos me besa, paladar frío y espumoso de cerveza, lengua aterciopelada, manos traviesas,
pero abro los ojos, a ver si lo veo a Hernán y nos está mirando, disimuladamente, pero mira,
desea, él también quiere, ¿por qué no invitarlo? Pero se levanta, se va, ¿habrá sido demasiado
el lengüetazo que le pegué a Ariel? ¿Se puso celoso? Me quedo un rato más y como la cosa no
avanza, digo que voy al baño, a ver si lo alcanzo. En el camino, otra sorpresa. Fabián, el novio
ejemplar, con varias cervezas arriba, la camisa salida un poco del pantalón, las tetillas que se
le marcan tanto, me dice:
—Te vi.
Sigo en mi plan niña buena.
—¿Qué viste?
—Te vi cuando lo pajeabas a Hernán.
—Estás loco, ¿qué decís?
—Te vi, se la tocaste en mi auto… Quiero que me hagas lo mismo.
Culo veo, culo quiero… el tono con el que me lo dice impide la negativa, pero sigo con mi
plan.
—¿Y quién te dice que voy a aceptar?
—No me jodas. No te hagas la díficil, que sos más fácil que la tabla del uno. Dale, vení.
—¿Y con esos modos te pensás que voy a ir?
—¿Cuánto querés? ¿O te pensás que no sé que sos una trola? Es mentira que estudiás
Historia. Sos un gato. Ariel te pagó. Decime cuánto y yo te doy el doble.
Casi digo una cifra. Me lo iba a coger gratis y ahora me sale con esto. Pero, ofendida, digo:
—Pensá lo que quieras, pero gato no soy. Yo no tengo la culpa de que tu novia no
entregue.
Tomá, se lo dije. Me miró. Pidió perdón. Dijo estar podrido de su novia, de su situación, de
todo. Casi se larga a llorar. Volvió a pedirme perdón. Dijo que se había zarpado, que era un
desubicado, que él sí tenía que pagar, porque la imbécil de la novia le escatimaba el agujerito.
—No me la chupa. Ni siquiera me la toca como vos se la tocaste a Hernán en el auto.
Casi puchereaba. Me enterneció.
—¿Eso es lo que querés? Vení, vamos. Vamos a tu auto, dale.
Lo sorprendo, claro. Las lágrimas se le borran. Las tetillas dejan de agitarse y recuperan su
malévola turgencia, ay. No reacciona.
—Vamos, ¿o no querés?
Quiere. Claro que quiere. Y a él también le doy. Lo toco como a Hernán, lo chupo como a
Ariel. ¿Esto querías? Tomá, ahí lo tenés. Lo puedo dar y lo doy. No soy como la tonta de tu
novia, que se lo pierde, que se pierde a este magnífico animal. Dios le da pan… Pero Fabián
tampoco dura mucho. Muchachos, qué pasa… ¿cómo quieren que sus novias permanezcan así
con ustedes? ¿Qué pretenden? Apenas si saben tocar, si saben besar y encima no duran ni
cinco minutos… Madre mía… así no va. Menos mal que me reservo la cogida para Hernán.
Él sí debe durar. Él debe saber. No es ningún nene. Y, al final, es el único que se lo merece de
verdad.

Volvemos. Nadie pareció notar nuestra ausencia. Ya perdí a Ariel y ahora tampoco
encuentro a Hernán. Entro a la casa, voy al baño, me arreglo un poco, me refresco, me saco el
perfume exagerado que se pone Fabián y salgo de nuevo. Una puerta se abre de improviso a
mi paso y alguien me mete dentro en un segundo. Es Hernán. Contra la puerta misma me
aprisiona, me besa, me chupa, me soba, me desviste, se desviste él también, brama cuando
arranca el corpiño, ruge cuando corre la bombacha, aúlla cuando me entra todo de golpe. Me
remacha contra la puerta, me dice yegua, me dice abrite más, me dice te voy a hacer acabar
veinte veces, me dice te voy a matar a pija limpia, me dice que lo abrace más fuerte, que lo
aprete más con las piernas, que lo siga y yo lo sigo, lo sigo hasta que no puedo más, hasta que
todo el furor contenido a lo largo del día nos explota encima y nos baña y nos caemos y es un
desastre y nos reímos y decimos mierda, qué cogida y ni siquiera le pregunté si tenía forros.
Patricio
(o Padre e hijo)

—¿Te paso a buscar a la salida?


—Bueno, dale.
Marcelo la besó y salió. Marina debía hacer tiempo hasta el seminario de Políticas Agrarias
Bonaerenses y se dirigió a la biblioteca. Tomó dos volúmenes y se sentó a leer. Pasadas
algunas páginas, se distrajo de la lectura. De pronto, pensó que hacía ya cuatro meses que
salía con Marcelo y sonrió para sí. Se habían conocido en una fiesta organizada por la carrera
de él, Periodismo. A Marina le habían encantado sus ojos negros, sus rasgos cincelados, su
sonrisa fresca. Cuando él la llamó por teléfono y la invitó a salir, no dudó un instante en
aceptar. Marcelo vivía solo y pasaban casi todos los fines de semana en su departamento.
Marina recordó también que alguna vez él le había dicho que el departamento no era suyo
sino de su padre, que se hallaba de viaje. “Cuando vuelva” había agregado, “no sé qué voy a
hacer”. Ella se había quedado mirándolo: el departamento era espacioso y había un dormitorio
extra. “No me llevo bien con él”, había dicho entonces Marcelo. Alguien corrió una silla
quebrando el silencio de la biblioteca y Marina se sobresaltó. Miró su reloj y se dispuso a
seguir leyendo. Todavía tenía una hora.

—¿Cómo te fue?
—Un plomo. Son las tres horas más aburridas de la semana… ¿Y a vos? ¿ya te dieron los
resultados del parcial?
—No, la mina no sé qué problema tuvo y se atrasó con las correcciones y… bueh, un
bardo. Dijo que el lunes sin falta iban a estar los resultados en el tercer piso.
—Pero los lunes vos no venís…
—No. Y encima tengo que laburar. Después le digo a alguien…
—Yo tengo que venir. Si querés, me fijo.
—Bueno, pero si podés. Si no, no importa.
Se besaron. Marcelo todavía no había arrancado el auto. Marina no se apartaba de él: tenía
ganas de besarlo largamente. Su lengua lo buscaba, lo atizaba con su cálida y húmeda brisa.
Marcelo dejó de resistirse y la abrazó. Sus bocas se anudaron, presagiando la fusión posterior.
Las respiraciones de uno y otra se alteraron. Las caricias los urgían. La ciudad y la noche los
miraban indiferentes.
—Pará, pará… enseguida llegamos.
Marcelo arrancó el auto y viboreó entre el tránsito.

—Dejame abrir la puerta, Marina.


—Besame primero.
—Estás guerrera hoy ¿eh?
—Sí. Besame.
—No. Dejame abrir.
—Besame o me saco la ropa acá.
—Dejame abrir, dale.
—Besame.
La besó. La mordió. Deslizó la mano debajo de la camisa.
—Estos botones te los voy a arrancar todos hoy…
La pellizcó repetidas veces.
—Besame de nuevo.
—Dejame abrir de una vez, che.
Volvió a besarla y a morderla.
—Besame. Mirá lo que te hago.
—No toques si no vas a comprar.
—Besame.
—Besame vos.
—¿No ibas a abrir la puerta?
Rieron. Marcelo abrió la puerta.
—¿Yo dejé esta luz prendida?
—Qué sé yo.
—Tengo hambre.
—Acá tenés comida…
Marcelo dejó las llaves en cualquier parte y la siguió besando. Reptando entre sí, como
animales, llegaron hasta la cocina.
Allí, un hombre los miraba con expresión divertida.
—Hola, hijo.
—¡Papá…! Volviste… ¿cómo estás?
—Bien, Marcelito, bien… Vos, por lo que veo, también.
—Ella es Marina, mi novia. Marina, él es Patricio, mi papá.
—Encantada.
Tiene los mismos ojos que Marcelo.
—Yo soy el encantado.
Encima piropea, ¡ja!
—¿Comiste, viejo?
—No, te estaba esperando para ir a comer a algún lado… No pensé encontrarte en tan
buena compañía.
—Bueno, nosotros también tenemos hambre…
—No se hable más. Vamos, yo invito.
—Pero…
—Vamos, así me pongo un poco al día, che.

Marcelo estaba incómodo. Le sonreía a cada rato, pero Marina no le prestaba mucha
atención. Frente a ella, Patricio le contaba interminables anécdotas de su último viaje por
Europa. Su sonrisa es todavía más hermosa que la de Marcelo. Entre la vastedad de canas,
aún resistían varios mechones oscuros. Sus cejas pobladas se arqueaban al preguntarle a
Marina si sabía francés. Ella le contestó que chapurreaba algo. Patricio dejó caer dos o tres
frases, mientras le tomaba la mano. Mi mano calza perfecta en su mano. Se rieron. Marcelo le
preguntó por Dominique. Debe ser la mujer o la novia. Patricio hizo un gesto ambiguo, como
dando a entender que era historia antigua. Un viejito lindo con ganas de divertirse. Marcelo
asintió y le preguntó si pensaba quedarse mucho. El padre respondió que no lo tenía decidido.
Marcelo volvió a sumirse en el silencio y Patricio retomó las anécdotas. Marina seguía sus
palabras, los movimientos de su boca y sus manos, los mínimos cambios en su cara. Es un
charlatán nato. Qué distinto a Marcelo. Marcelo abrazó a Marina y le dijo al oído que estaba
cansado. Ella tardó en responder algo. Un rato después, Marcelo dijo que la tenía que llevar a
su casa. Patricio se disculpó, dijo que los viajes lo ponían muy locuaz, que se imaginaba que
estarían cansados y sin ganas de escuchar su parloteo. Marina le sonrió. Marcelo le preguntó
si se arreglaba para volver. Su padre asintió. Se despidieron. Su piel es cálida. Patricio volvió
a tomarle la mano a Marina y a decirle cosas en francés. Merci bêaucoup.

En el auto, Marcelo resopló.


—Disculpame por este mal momento.
—¿Por qué?
—No me llevo bien con él. Realmente era lo único que me faltaba.
Marina le acarició el pelo y lo besó en la frente.
—Quiero dormir. Te llevo a tu casa ¿está bien?
—Sí, no hay problema. Yo también quiero dormir. Tengo mucho que estudiar.

Entró al baño y se descambió. Abrió la ducha y dejó correr el agua. Se soltó el pelo. Buscó
un toallón limpio y entró en la bañadera. Dejó que la mínima cascada de agua arrastrara todos
los restos de ese día y atesorara aún más adentro los de esa noche. Tiene la voz tan profunda
como los ojos. Empezó a enjabonarse el cuerpo. Dios mío, no tengo que estar pensando en él.
Es el padre de Marcelo. Se cubrió de espuma, olorosa y blanca. Es como ver a Marcelo
dentro de algunos lustros… ¿cuántos años tendrá? ¿cincuenta? El agua comenzó a borrar la
huella fugaz de la espuma. Cuando me agarró de la mano pensé que me moría ahí mismo…
¿Quién será esa Dominique? La madre de Marcelo seguro que no es. Tomó champú y se
masajeó el cuero cabelludo. Me gustó lo charlatán, lo recio… esa onda yo me las sé todas.
¿Por qué Marcelo no será así? Dejó que el agua se llevara también el champú. Tomó la
crema de enjuague y repitió la operación. ¿Se quedará a vivir en el departamento? Cerró la
canilla y dejó actuar la crema de enjuague. ¿Por qué se llevará mal con él? ¿Qué habrá
pasado? Bah, qué importa. Ya me enteraré. Abrió la canilla y terminó de bañarse. Se
envolvió en el toallón y salió del baño.

Se despertó sobresaltada. Jirones del sueño todavía la acompañaban mientras desayunaba.


Estaba en el departamento de Marcelo pero era Patricio quien le hacía el amor. Por momentos
sus rasgos eran los de Marcelo y luego se desfiguraban por completo. Sus movimientos,
pausados y rítmicos, no eran los de Marcelo. No recordaba mucho más. Todo se volvía una
nebulosa oscura después de eso. Va a ser mejor que me ponga a estudiar. Terminó de
desayunar y se instaló en su escritorio. Dos trabajos prácticos la estaban esperando desde
hacía ya varios días.

—Mar, ¿adónde vamos?


—A un telo.
Marina lo miró sorprendida. Y yo que pensaba verlo…
—No me gusta con mi viejo ahí…
—Pero… ¿no tiene cada uno su habitación?
—Sí, pero no me gusta. No quiero.

Marcelo estaba sobre ella, pero Marina no lograba concentrarse. Algo la distraía. Se le
hacía difícil seguir el ritmo entrecortado pero potente de Marcelo. Nunca le había pasado.
Siempre le había gustado su manera de penetrarla. Le recordaba los movimientos gráciles y
nerviosos de un potrillo. Fugazmente se acordó del sueño de esa mañana. ¿Patricio será tan
rítmico y pausado como en el sueño? Marcelo estaba por arribar a su orgasmo. Marina lo
abrazaba, trataba de acompañarlo pero era inútil: su mente no estaba ahí.
—¿Llegaste?
—No. No importa.
—Disculpame.
—No es tu culpa. Estoy un poco cansada. Estudié todo el día.
Y me distraje pensando en los ojos y las manos de tu viejo más veces de las convenientes.
—Disculpame también por traerte acá. Estamos acostumbrados a hacerlo en casa.
—Sí, es cierto.
¡Con las ganas que tenía de verlo!
—Ya vamos a encontrar alguna forma… Supongo que tendré que alquilarme algo.
—¿Tan mal te llevás con él?
—Sí.
Mejor no sigo preguntando.
—¿Querés quedarte toda la noche?
—No. Mañana tengo cosas que hacer.
—Entonces, mejor nos vamos.

—Hoy no tengo un mango. ¿No podemos ir a tu casa?


—¿A mi casa? ¿Con mis viejos y mi hermano? No, olvídalo.
—Qué embole, che. En un mes que está ya nos peleamos veintemil veces.
—Escuchame: ¿por qué no vamos al departamento y hacemos como si nada fuera? ¿No es
tan tuyo como de él, al final? ¿Qué problema hay?
—No, no… es que me cohíbe que él esté ahí… Además, no, no me gusta.
—Dale… extraño tu cama, Mar…
—No.
—¿Y si te hago esto… tampoco?
—No me vas a convencer.
—¿Seguro?
—No… no me busques… mirá que me vas a encontrar.
—Dale, por favor… me porto bien… hago lo que quieras.
—Uf… bueno, pero tranqui ¿eh? No hagamos bardo.

Sé que de él me separa sólo una pared. Al entrar no lo vimos, pero debe estar aunque
Marcelo dijo algo acerca de que también tiene sus asuntos. Lo dijo en un tono áspero. Es
evidente que algo grosso debe haber pasado entre ellos, pero no quiero sonsacárselo. Ojalá
esté y nos esté escuchando. A pesar del tiempo que pasó desde la primera vez que lo vi,
todavía siento su mano en mi mano; todavía siento sus ojos en mi cuerpo. Dios, este no es el
momento para estar pensando esto. Pero la situación me supera, me provoca, me desinhibe
por completo. Ay, Mar, perdoname, pero saber que tu viejo puede estar escuchándonos me
calienta todavía más. Estoy gritando. Marcelo quiere callarme. No pienso callarme. No
puedo callarme. Es demasiado. No es para vos que grito, es para él, tonto, ¿no te das cuenta?

Marina abrió los ojos. La disposición de la luz de la mañana en el cuarto le reveló que
estaba en la cama de Marcelo y no en la suya. Se alegró. Recordó el frenesí de la noche
anterior y ahogó una risita. Marcelo dormía dándole la espalda. No deja de ser hermoso, qué
pena. Se levantó tratando de no hacer ruido. No había traído una muda de ropa, nada. Paseó la
vista por la habitación y dio con la camisa de Marcelo. La olió y se la puso. Abrió la puerta
con cuidado y fue al baño. Se arregló un poco y salió. Entró a la cocina y se sorprendió al
encontrar ahí a Patricio.
—Buen día, preciosa.
—Buenas.
—¿Dormiste bien?
—Sí.
Marina comenzó a preparar el desayuno tal como le gustaba a Marcelo. Bien, bien… me
está mirando, sí, me está mirando. Patricio tomaba café y leía el diario, pero también la
miraba sin ningún disimulo. Marina sentía que sus ojos se le clavaban como dagas en la carne
y le abrían finas heridas por las que manaba un líquido ardiente. Puso a hacer tostadas.
Preparó dos tazas. Buscó la manteca y la mermelada. ¿Se paró? ¿Adónde va? Patricio se
colocó detrás de ella y tomó de la alacena un frasco de mermelada sin abrir.
—Probá esta.
Marina se dio vuelta y tomó el frasco, pero no pudo abrirlo.
—A ver, dejame a mí.
Patricio lo abrió con un solo movimiento. Depositó la tapa en la mesada. Introdujo su dedo
índice en la mermelada, espesa y oscura.
—Es de cassis. Probá.
Le alargó el dedo. Marina, vacilando, con timidez, cerró sus labios sobre la mermelada y la
saboreó.
—Hum… es ácida y dulce a la vez.
—Viste, es mi favorita.
Patricio lamió el resto de mermelada que había quedado en su dedo, mientras la miraba con
sus profundos ojos negros, y volvió a sentarse. Ella siguió ocupándose del desayuno. Marcelo
aún no se había levantado. Voy a tener que ir a llamarlo. Dispuso un sector de la mesa con su
taza y la de Marcelo, el plato con las tostadas, la manteca y los frascos de mermelada.
—Ya los dejo tranquilos.
—Por mí no hay problema.
Vuelve a levantarse…
Patricio volvió a colocarse detrás de Marina.
—Qué bien te queda la camisa de mi hijo…
—Una tuya me quedaría mejor ¿no?
¿Me está tocando…? Sí… me está tocando…¿Qué hago? ¿qué hago?
—No.
Ay, sí, sí.
—¿No?
—Creeme. No.
Que no venga Marcelo, por Dios. Si me doy vuelta, lo beso. Ay, su mano sigue subiendo…
—Qué bien te queda… no te das una idea.
Me está apoyando. Hum… venimos bien, venimos bien…
—Qué callada estás ahora… Anoche no estabas así…
Me río. No sé qué hacer ni qué decir. Su mano me está recorriendo la ingle.
—El día que estés conmigo vas a gritar más todavía.
No me cabe la menor duda… Se aleja… ¿habrá escuchado algo?
—Buen día.
—Ah, ahora te iba a ir a despertar. Ya está listo el desayuno.
—Coman tranquilos que este anciano ya los deja en paz. Buen provecho.
Oh, se fue.
—¿Dormiste bien, gritona?
—Sí… extrañaba tanto tu cama…

Terminaron de desayunar y volvieron a la pieza de Marcelo. Marina empezó a


desabrocharse la camisa de él. Marcelo se cambió la remera que llevaba puesta.
—No andes así enfrente de mi viejo.
—Es que no tenía nada para ponerme, Mar… Se suponía que no íbamos a dormir acá.
—Ya sé, pero no me gusta, ¿entendés?
Marcelo le terminó de desabrochar los botones de su propia camisa, sentado a los pies de la
cama. La abrió del todo y le deslizó la mano por el pubis.
—No me gusta ¿estamos?
Ella no contestó. Sólo emitió un quejido cuando cayó sobre él y rodaron juntos por la
cama.
—No me gusta, no quiero que vuelvas a hacerlo.
Marcelo la aplastaba con todo su peso al tiempo que le tapaba la boca con una mano. Sin
sacarse la ropa, la penetró, salvaje. No cesaba de repetir que no le gustaba que se exhibiera así
frente a su padre. ¿Se habrá dado cuenta de lo que estaba pasando cuando entró? Siguió
repitiendo, frenético, que eso no le gustaba hasta desaguarse dentro de ella. Se apartó con
violencia y tomó la camisa que había usado Marina.
—¿Te quedás a comer?
—Sí.

—Voy a la rotisería. Viejo, ¿venís?


—No. Traé algo rico.
—¿Hacés una ensaladita, amor?
—Sí, ahora la preparo.

Marcelo salió. Marina se dirigió a la cocina y lavó las cosas del desayuno. Se acomodó la
ropa interior: Marcelo había estado un poco brusco. Debe haber sospechado algo. Abrió las
alacenas y la heladera y dispuso todo para preparar una ensalada. No me tendría que haber
dejado sola con él… ¿o se piensa que porque me cogió recién soy inmune a Patricio? Si
piensa así, está frito. Comenzó a cortar un tomate en rodajas. Ay, dios mío, yo no tengo que
pensar así. No tengo que pensar en él y punto. ¡Pero es imposible! Cortó una cebolla y sus
ojos comenzaron a lagrimear. Maldita cebolla. Puso las hortalizas recién cortadas en un bol,
buscó sal y aceite.
—¿Hay algo para picar?
Marina se sobresaltó.
—Todavía no.
—Qué linda que estabas hoy ¿eh? Ahora también estás hermosa… Tenés un brillito en los
ojos…
—Es la cebolla.
—No, eso no es cebolla. Yo sé lo que es.
Patricio la rodeó con sus brazos, colocando sus manos en la mesada y apoyándola con
delicadeza. Marina se estremeció. Deseó con todas sus fuerzas que él la tocara, la abrazara, la
besara y a la vez deseó desaparecer en ese preciso momento. Si me doy vuelta, soné.
—Qué rico perfume…
La lengua de Patricio le contorneaba la oreja y se perdía en su cuello. Tenía una de sus
manos sumergida en el pelo de Marina, que dejó caer su cabeza hacia atrás. El ruido de la
lengua y la boca de Patricio lamiéndole el cuello la perturbó aún más. No me voy a dar vuelta,
no me voy a dar vuelta. La mano en su pelo se movía al compás de la lengua y la boca. La
pelvis de Patricio seguía empujándola con suavidad.
—Estás calentita todavía ¿no?
¿Cómo sabe si no hicimos ruido? Marina no pudo resistir más y se dio vuelta. Ahora la
pelvis de él se encajaba en la suya. Patricio se la quedó mirando: el deseo se había instalado y
era imposible apartarlo. Marina sólo veía su boca, la misma que recién la extasiara
hospedándose en su cuello. No parecía importar nada más. No había barreras ni vallas: por fin
la iba a besar. Sus bocas estaban tan próximas que Marina percibió el aliento de Patricio, que
ya se mezclaba con el suyo. El ruido de la llave introduciéndose en la cerradura los devolvió a
la realidad.

Estuve toda la semana pensando en él. No me puedo sacar de la cabeza esos besos en el
cuello. Estuvimos tan cerca de besarnos que me muero de sólo recordarlo. Lo siento por
Marcelo, pero esto se va a desmoronar en cualquier momento. Anoche no lo vimos cuando
llegamos. Debe estar durmiendo, me dijo Marcelo. Me suplicó que no hiciera ruido pero no
me pude contener. Ya sé que nos escucha o nos ve o algo. ¿Me lo cruzaré cuando vaya al
baño? ¿O cuando estemos desayunando? Qué lástima que hoy tengo clase, tengo que salir
volando. Va a ser mejor que me levante ahora, antes que Mar se despierte y… Demasiado
tarde… ya se despertó… y quiere guerra…

Marina se levantó de la cama y se puso el piyama. Marcelo parecía dormitar. Salió de la


habitación sin hacer ruido y se dirigió al baño. Abrió la puerta y se encontró con Patricio, que
se afeitaba con parsimonia.
—Pasá.
—No, mejor espero.
Patricio la miró con sus profundos ojos negros, más profundos que los de Marcelo.
—Pasá, te digo.
Marina pasó. Patricio la miró de arriba abajo.
—Te queda bien eso.
—¿Como la camisa de Marcelo?
—Sí. Aunque esto te queda mejor. Te puedo ver los hombros.
Un bretel de la camiseta del piyama cayó en ese momento, como si quisiera ratificar sus
palabras.
—Hacé tranquila, que no te miro.
Marina se sintió incómoda. Nunca había hecho pis delante de un hombre. Pero se bajó el
pantaloncito del piyama con un poco de aprensión y se sentó en el bidet. La orina se negaba a
salir, hasta que por fin venció el bloqueo. Patricio seguía afeitándose y no parecía estar
mirándola siquiera. Marina terminó de orinar y abrió la canilla del bidet. Se enjuagó con agua
tibia y se levantó. Patricio se dio vuelta y, con la misma parsimonia con que se estaba
afeitando, tomó una toalla y la deslizó entre sus piernas. Mirándola a los ojos, le secó la vulva,
apoyando la toalla con delicadeza en los puntos exactos, como si lo hubiera hecho cientos de
veces. Marina, en silencio, lo miraba arrobada. Se subió los pantaloncitos y salió del baño. En
la cocina, Marcelo ya estaba preparando el desayuno.

—¿Me llamás esta noche?


—Sí, Mar.
—Perdoname que no te llevo pero llego tarde al laburo.
—No importa, me voy caminando.
—Te acompaño, vamos.
Salieron juntos del departamento y en la puerta de entrada se besaron y abrazaron. Marina
vio a Marcelo subirse a su auto y partir. Con paso decidido, emprendió el camino hacia la
facultad. Miró la hora y, como llegaba con tiempo, aminoró un poco la velocidad. Sentía entre
sus piernas la mano de Patricio secándola, tentándola con la toalla. Esto no puede durar. El
roce de su propia ropa la excitaba aún más. Dios mío, me voy a volver loca. Comenzó a
caminar todavía más despacio y procuró pensar en otra cosa. Alguien le tocó el hombro. Se
dio vuelta, asustada. Patricio la miraba del mismo modo que la había mirado en el baño, con
toda la profundidad de sus ojos negros, que refulgían a la luz de la mañana. Se aproximó,
decidido, a ella, volvió a apoyarla y la oprimió contra una pared. Un relámpago derribó a
Marina cuando sintió los labios de Patricio fundirse con los suyos.

—No, no… no podemos.


—Ya sé que no podemos… él es tu novio y es mi hijo pero… es más fuerte que yo.
—Es una locura, va a terminar mal.
—Ya sé… pero no puedo parar de pensar en vos… Te escucho cada vez que estás con él y
me desespero porque yo quiero tenerte así y hacerte gritar… Quiero hacerte gozar, Marina…
—Es imposible, se va a enterar…
—No, si lo hacemos bien no tiene por qué enterarse… lo hacemos una vez y aquí no ha
pasado nada… Él no tiene por qué saberlo.
—Pero se va a dar cuenta. O nos vamos a pisar. Yo no puedo hacerle una cosa así…
—¿Y yo sí puedo? Yo tampoco puedo pero… me estoy enloqueciendo… vos me estás
enloqueciendo…
—Yo también… recién venía caminando y…
—¿Qué?
—Sentía tu mano…
—Por favor, por favor, no me digas esas cosas… Hagámoslo una vez… ¿qué tenés que
hacer ahora?
—No, ahora no. Imposible. Tengo clase.
—¿No podés faltar?
—No. No. Otro día. Pensémoslo mejor… pensémoslo en frío… no podemos fallar.
—¿Y me vas a dejar así?
—¿Y vos tenés idea de cómo me dejaste hoy?
—No, está bien: tenés razón, hay que hacerlo bien. Tampoco sería justo que… No quiero
que tengas problemas… Tampoco quiero hacer sufrir a mi hijo pero… es que nunca me había
pasado una cosa así…
—A mí tampoco… Bueno, perdoname, pero se me hace tarde. Me tengo que ir.

Qué raro Marcelo. ¿Dónde estará? Marina tocó timbre. Por el portero se escuchó la voz
de Patricio preguntando quién era. Su corazón dio un vuelco. Articuló “Marina” y la puerta se
abrió. Mientras subía en el ascensor, rogaba que Marcelo estuviera o que llegara pronto.
Patricio la estaba esperando en la puerta del departamento. Se saludaron, algo distantes.
—Marcelo no está.
—¿No está?
—No.
—¿Dónde se habrá metido? Lo estoy buscando desde hoy.
—¿Llamaste a lo de Lucas?
—Sí, llamé desde la facultad. Voy a volver a intentar.
—…
—Nada. No hay caso. No sé dónde se habrá metido.
—Bueno, ¿querés tomar algo?
—No, gracias.
—Como quieras. Estás en tu casa.
Se sonrieron.
—Me parece que esta mañana Marcelo me dijo algo de que iba a venir tarde…
—¿Ah, sí?
—Sí, pero no me acuerdo bien. No sé.
—Bueno, tendré que esperarlo.
—Claro. ¿Segura que no querés tomar nada?
—Sí. Gracias.
—Estamos muy formales ¿no?
Marina le sonrió.
—Disculpame. Me puse nerviosa. Pensé que lo iba a encontrar acá.
—Bueno, ya llegará. Habrá tenido que hacer algo.
—Sí, seguramente.
Se quedaron un rato en silencio.
—Paso al baño.
—Andá.
Al retornar del baño, Marina encontró vacío el living. Se sentó en uno de los sillones y
siguió esperando a Marcelo. Patricio se asomó desde la cocina, con sendos vasos.
—Te dije que no quería nada…
—No podés decirme que no: es una de mis especialidades.
—Bueno.
Marina tomó el vaso que Patricio le ofrecía y bebió un sorbo.
—Hum… ¿qué es?
—Un trago que me enseñó Dominique, mi ex.
Patricio se había sentado a su lado. Marina lo miró y le sonrió. Bebió otro sorbo del
liquido, rojo y cristalino.
—Es riquísimo.
—¿Viste? Si te portás bien, te digo cuál es el ingrediente secreto.
—Ufff, sucede que a mí me gusta portarme mal…
—Ya sé. Por eso me gustás tanto…
Dejaron los vasos en la mesita ratona. Patricio abrazó a Marina y la besó en la boca.
—Esto va a terminar mal.
—No, no va a terminar… Apenas está empezando, Marina.
—No digas mi nombre, por favor…
—¿Por qué?
—Porque me desquicia escuchártelo…
—Marina, Marina, Marina…
Volvieron a besarse. Las lenguas se enroscaban sobre sí mismas con gran delectación. Los
labios de una y otro se buscaban y se encontraban, se acercaban y se rehuían para encenderse
mutuamente. Se abrazaron aún más fuerte, como si los dos estuvieran a punto de caerse.
—No. Basta, basta. Esto no puede ser.
—No me digas eso, Marina… No me digas que no puede ser lo que ya es…
Patricio la recostó sobre el sillón.
—No, no. Puede venir Marcelo.
—Vamos a mi habitación entonces.
No le dio tiempo a contestar. Sus labios volvieron a unirse, imanes desbocados. Marina
notaba que no gobernaba su cuerpo sino que él la gobernaba a ella y le ordenaba soldarse con
el de Patricio ahora mismo. Él la acariciaba con suavidad y firmeza al mismo tiempo, su
lengua ahora se internaba por las curvas de su cuello.
—Vamos… vení.
Marina se levantó y lo siguió como una autómata. Había perdido su voluntad. Había dejado
de pensar.

Entraron en la habitación de Patricio. A los pies de la cama siguieron besándose. Marina


observó ahora que sus cuerpos parecían hechos uno para el otro y que todos sus movimientos
estaban sincronizados. Los besos de Patricio le repercutían dentro del cuerpo, como los tensos
golpes del badajo de una campana remota. Sus caricias la transportaban lejos de allí, a parajes
desconocidos, donde estaba segura de que nunca había estado. Con lentitud, Patricio la
desnudaba, le quitaba sus ropas mundanales y la vestía con la profundidad de sus ojos. Ella le
abrió la camisa y, recorriéndole el pecho, se la sacó. Patricio se sentó en la cama y se quedó
observándola: Marina sólo llevaba puesta la ropa interior. Bajó uno de los breteles del corpiño
y luego el otro. Con ambas manos, Patricio deslizó entonces la prenda hacia abajo, hasta dejar
los pechos al descubierto. La atrajo hacia sí y se prendió de ellos. Marina tembló. Luego,
Patricio recorrió con su boca el vientre de Marina y se detuvo en la tanga. La deslizó piernas
abajo y continuó besándola y lamiéndola. Ella lo abrazaba, le retenía la cabeza contra su
cuerpo. Con fuerza, pero suavemente, Patricio la recostó sobre él y luego la inclinó sobre la
cama. Volvieron a besarse en la boca, ahora con desesperación. Marina lo ayudó a sacarse el
pantalón y le bajó el calzoncillo. Acarició su miembro. Patricio volvió a recostarla y
enseguida la penetró.

Dios mío, dios mío, dios mío… Besa mejor que Marcelo… Es absolutamente… exquisito…
es rítmico y pausado como en el sueño… Oh, no lo puedo creer… es demasiado bueno para
ser verdad… no, no puede estar pasando… lo debo estar soñando… Dios… me va a matar…
me voy a morir en sus brazos…

Patricio y Marina yacían desnudos y exhaustos. Patricio la abrazaba y jugaba con su pelo.
Le decía cosas en francés. Marina flotaba, estaba a punto de quedarse dormida.

¿Eso fue la puerta? No, debe haber sido el viento. Que me siga hablando al oído, sí…

Se durmió. Un ruido la sobresaltó. La puerta se abrió de golpe y la figura de Marcelo se


recortó en el umbral. Patricio intentó levantarse y, al mismo tiempo, cubrir con la sábana a
Marina. Ésta se incorporó, sin comprender del todo lo que sucedía.
—Hijo, yo…
—Callate. Es la segunda vez que me lo hacés… Ya sabía que esto iba a pasar…
—…
—Y vos mejor no hables.
Mr. Big & Mr. Ugly
(o Deseo y decepción)

Una fiesta en su apogeo. Invitada por casualidad y sin demasiadas ganas de venir. Pero,
ante la perspectiva de pasar otra noche en la anodina compañía de un libro o en el frenesí
maníaco del zapping, es preferible esto.

Gente. Música. Tragos. Es decir: hombres. Y Marina al acecho. Porque una siempre está al
acecho. Ellos también, claro. Pero ellos no lo disimulan, ni aún acompañados. Ellos no tienen
por qué disimularlo, que para algo son machos. Una, en cambio, que para algo es hembra,
debe recatarse y fingir que no está al acecho cuando sí lo está. Porque si lo demuestra, como
muchas féminas en esta fiesta que ahora está en su apogeo, los machos se asustan y se
repliegan. Perciben el olor de la famélica hembra solitaria y, en consecuencia, huyen.
Entonces, hay que desplegar astucias y ardides, aparecer muy segura, muy misteriosa, muy
una, aunque por dentro esa una esté rabiosa, hambrienta y desconsolada. Así es este mundo:
los hombres lindos acompañados, siempre bien acompañados, y los hombres feos en alerta,
siempre en alerta, como ese que ahora me está mirando. No gastes tu pólvora en chimangos,
amigo, que yo ya he visto una pieza mucho más apetecible. En la barra, acompañado, claro,
está él. Hermoso, distante: Mr. Big, el mismo. Es decir, muy parecido. Ese pelo negro con dos
o tres canitas sexies, la piel blanca, el torso lleno, alto y bien conservado —detalle crucial
porque Mr. Big ya pisa los cuarentialgo y tampoco es cuestión. Sabemos que la competencia
es feroz. Y como es feroz, a ella no le importa que él esté acompañado, tal como a ese hombre
no muy favorecido, que no deja de mirarla ni un instante, tampoco le importa que ella no le
retribuya ni una mirada o lo mire sin mirar, que es lo que hacen las hembras cuando un macho
poco apetecible se les cruza en el camino.

Gente. Música. Tragos. Hombres, decíamos. Mr. Big y su sonrisa blanca y destructora,
capaz de hacerme arrodillar a sus pies y convertirme en su esclava. Mr. Big y sus brazos
recios, y su recio pecho, y sus recias piernas y su, seguro, recia pija. Ay, codiciado Mr. Big,
que concita no sólo la mirada de ella sino la de su chica y la de otras cazadoras furtivas
disimuladas en la espesura de la selva fiesta. Deseable Mr. Big, hombre de carrera, quizá
padre de algún vástago, posiblemente divorciado, conocedor de las delicias —también de los
amargores— de la convivencia conyugal: desayunar en la cama y lamer entonces mermelada
de su ombligo; bañarse juntos y disfrutar pues de una húmeda —muy húmeda— chupada;
dejar que reine el deseo imprevisto, el que nos tumba en el piso de la cocina o en la puerta de
entrada o nos arroja contra el espejo del ascensor o nos arrastra por la terraza; celebrar el
manoteo, el forcejeo, las mordidas, los rasguños, el zamarreo, las palmadas en la cola de la
nena que se porta mal, los suaves cachetazos en las mejillas del nene que no quiere hacer los
deberes y la constante posibilidad de erecciones súbitas, de caricias subrepticias, de lenguas
que sin pensarlo van y se enredan.
Mr. Big se sabe deseado y pretendido, se sabe adorado por este silencioso e imprevisto
serrallo, trémulo harén que se arremolina a su alrededor. No necesita hacer nada y no lo hace:
apenas retribuye con besos y sonrisas a la mujer que tiene al lado, la afortunada a la que todas
envidian con sorda y desapacible ciencia. La afortunada: rubia, alta, elegante, mujer de carrera
como él, competencia imposible para todo el resto. Pero no para ella, fiera astuta decidida a
todo. Y Mr. Ugly, de algún modo hay que llamarlo, que asiste impávido a esta escena,
adivinando los carriles erróneos —desde su punto de vista, claro— por los que corre el deseo.
Y más allá, en el otro extremo de la barra, un mini-Mr. Big, un cachorrín juguetón, un
potrillito con ganas de divertirse. Un péndex para el que ya debo ser una veterana, aunque aún
no me encuentre en la pendiente de los treinta (pero ya va faltando muy poco… ¿qué son tres
años en la vida de una mujer?). Un péndex al que podría enseñarle un par de cosas, si quisiera,
y ella está segura de que él quiere que le enseñen no sólo un par sino muchas cosas.

Gente. Música. Tragos. Hombres a la vista. Hombres a babor y estribor. Hombres que se
desplazan en lentos cardúmenes y dejan caer algún piropo entre dientes (y Mr. Ugly que
observa). Hombres que se desplazan solitarios y miran de arriba abajo los contornos
femeninos (y Mr. Big que aprueba). Hombres y mujeres ya adosados entre sí que también
pasan, algún hombre con otro hombre y grupúsculos de mujeres que todavía no se deciden
entre una última batalla con el sexo opuesto o una torpe rendición en brazos de las otras
mujeres que tampoco se deciden entre matar o morir. Y ella, que trago en mano lo contempla
todo, que se deja arrastrar por la música, que ignora a Mr. Ugly, que desea a Mr. Big. Y él,
que sigue acompañado por la afortunada rubia que no lo deja solo ni un segundo, que todo el
tiempo afirma —sin necesidad de palabras ni gestos— que este hombre es mío, ni se te
ocurra mirarlo. Pero a ella no le importan esas afirmaciones idiotas —que ella también haría
si Mr. Big estuviera a su lado, claro— e inicia el flirteo. Lo mira oblicuamente al tomar un
trago. Lo sigue mirando, aunque él se haga el desentendido y la rubia leona comience a
inquietarse. Mr. Big bien vale el enfrentamiento. Pero Mr. Ugly tampoco ceja y la ha elegido
a ella. Oh no. Se acerca. Dice algo. Ella finge no escucharlo. Él insiste. Ella presta atención,
pero contesta con odiosos monosílabos. Sabe que son una de las mejores armas para
destruirlos. Ante la muralla que construyen esas monolíticas palabras, los machos se
desconciertan. Los más aguerridos insisten. Parece que Mr. Ugly pertenece a esta última
clase. Insiste y requiebra. Habla de su belleza, de la belleza de ella. Habla de millones de
cosas al mismo tiempo. Pero el silencio de ella es elocuente. La sombra del rechazo se cierne
sobre Mr. Ugly.
—Perdoname, pero estoy esperando a mi novio.
Si un macho molesta, nada mejor que invocar a otro. La nobleza tiene que hacerlo
retroceder. Mr. Ugly retrocede, aunque no muy convencido. Entonces ella puede reanudar el
jugueteo peligroso con Mr. Big, allá, lejos, en la barra. Sonríe, oh hermoso Mr. Big, pero es
una sonrisa general, una sonrisa para todas y para ninguna. Aunque en un punto de ese
recorrido, de esa órbita en la que su sonrisa se desplegaba, magnánima, para todas y para
ninguna, sus ojos y los de ella hacen contacto por primera vez en la noche. Es fugaz. Es sólo
un instante. Pero es suficiente: ella ya ha entrado en su campo visual. Él, ahora, tendrá que
volver a mirarla. Y la mira. Ahora la sonrisa, entre dadivosa y pícara, es sólo para ella. Pero
pongamos un poco de sal, pimienta y otros aderezos inquietantes en esta ensalada del deseo
cruzado. Es necesario un candidato, rápido. ¿Será el péndex? No, después puede ser un
problema el sacárselo de encima. No, algún distraído que pase. Mr. Ugly está descartado,
tiene que ser alguien de su mismo rango, de su misma casta, de la misma clase que Mr. Big o
no se producirán los efectos deseados. Allá va un morocho grandote, bastante pasable. Ella lo
aborda, con naturalidad. Lo invita a tomar un trago, le dice algo que a él le causa gracia y Mr.
Big ya volvió a fijar su vista en ella. Si hay con quien disputársela, la cosa se pone mejor: los
machos se enardecen más pronto de esta manera. Siempre desde la distancia, las miradas se
siguen cruzando, mientras ella ahora despliega sus armas con el morocho. Ojos claros, como
de gato, buenos brazos: el candidato perfecto, la carnada especial para que pique Mr. Big. Ella
y el morocho ríen, acercan cada vez más sus caras y sus cuerpos, hasta que él la saca a bailar.
Siempre procurando quedar a la vista de Mr. Big, ella accede. Contonea el cuerpo para él,
para Mr. Big, claro. El morocho cree que es para él. El péndex secretamente la codicia
(¿hubiera debido elegirlo a él?) y Mr. Ugly no ceja. Ya lo divisó por ahí cerca, torvo y
desgreñado, como un pájaro de mal agüero. Ella se sigue contoneando, como se contonean
todas en el baile. Ritos de apareamiento, diría un sesudo estudioso del comportamiento
humano. Atracción. Rechazo. Oscilo entre uno y otro. Pero mi objetivo es Mr. Big y él ya lo
sabe. Su afortunada acompañante ya no es una rival para mí: ahora él tiene un rival que
vencer. Así es más fácil. El morocho aprieta la carne que, esquiva, danza a su alrededor, la
atrae hacia sí, procura —en vano— frenar los culebreos. Ella no cede, aunque su mirada le
dice que sí, que cederá, que sólo es cuestión de tiempo. El morocho insiste, que para algo es
hombre y nació para insistir; insiste y agarra, se posesiona de lo que ya cree suyo. Ella se
asegura de estar en la mira de Mr. Big y cede al abrazo. En el momento de besarlo, cierra los
ojos mirando a Mr. Big. Al abrirlos y separarse del beso del morocho, en cuyos ojos refulgura
ya —como en un purasangre antes de la carrera— el deseo, Mr. Big mira hacia otro lado,
haciéndose el distraído. Está serio. La afortunada le habla y él no le contesta, apenas si la
mira. Está perdiendo terreno, eso es lo que pasa. Ella retoma el contoneo.

Gente. Música. Tragos. Hombres en la selva, hombres agazapados en la cruel y verde


espesura, trepados en los árboles, desplazándose por lianas invisibles. El péndex ya encontró
con qué deleitarse: dos niñitas que le bailan alrededor, en celo. El morocho sigue insistiendo.
Mr. Ugly observa todo, preparando o bien la retirada o bien el ataque final. A ella no le
importa, porque Mr. Big ha vuelto a mirarla y en esa mirada le ha dicho todo lo que tenía que
decirle. Le ha dicho que la desea a ella, a la que se enrosca alrededor de este morocho, ese
indigno rival para él. Le ha dicho que la hará suya ni bien se descuide y que será inolvidable.
Le ha rogado con la mirada, porque así es como ruegan los verdaderos machos. Sólo los
bisoños o los desesperados dicen “por favor”. Le ha traspasado ya la piel con la mirada, casi
no hace falta más. Pero, como al fuego conviene avivarlo con más fuego, ella le imprime un
ardoroso beso al morocho antes de abandonarlo sin explicación alguna. Pasa cerca, pero no
muy cerca, de Mr. Big. Sus miradas se intersectan: ya dejó de existir la selva, la fiesta y el
mundo. Más allá de la barra, hay un patio abierto a la oscuridad de la noche. El aire fresco la
reanima, le insufla su poción vital en las venas. Él tiene que venir a ella ahora. Ella ya no
puede hacer más. Si él no viene, es un tonto o un hombre demasiado fiel, qué pena. Pero no.
Él viene. Está viniendo. Vértigo. Vértigo y ganas de salir corriendo a su encuentro, pero eso
lo arruinaría todo. Ella aguarda contra una pared, sola e indefensa. Mr. Big comparece. No
habla. No hay nada de qué hablar. Sus ojos se lo vuelven a decir todo, más cerca y más lento
esta vez. Con un rumor, una cadencia inesperados. Como un arrullo o una canción de cuna.
Mr. Big la arrincona, eso es lo que todo macho que se precie de tal debe hacer. Ella ya
preparó el terreno, ahora le toca a él. La arrincona contra la pared, se cierne cuán alto es sobre
ella, la toca y la besa casi en el mismo instante. ¡Sí! Triunfo para la especie, triunfo para ella.
Gente. Música. Tragos. Y este hombre, al que persiguió cautelosa y sagazmente toda la
noche, respondiendo al llamado de la selva. Pero… un momento. Algo no anda bien. Los
besos de Mr. Big no son los besos de Mr. Big. No son los besos que ella imaginó, los que tuvo
tiempo de imaginar en la distancia mientras jugaba su juego. No, no. Son desmañados,
desprolijos. No son cascadas de fuego que se le incrustan desde la carne en el alma, no la
hacen entrar en erupción como un volcán rugiente. Las caricias de Mr. Big tampoco son las
caricias de Mr. Big. ¡Oh, horror! Estos manotazos destemplados, estos agarrones apurados y
sin control, estos duros pellizcos no son las caricias que ella imaginó, no son lava ardiente
corriendo por su cuerpo, no son corrientes submarinas erizándole todos los poros, no son
peces y otros animalillos tibios saltando y reptando sobre su piel. La lengua de Mr. Big no es
la lengua de Mr. Big. Es apenas un trozo de carne gastada y sosa, sin gracia, sin dulzor, sin la
provocación de su brisa traviesa. Pero todo esto no sería nada si nos encontráramos con lo que
debemos encontrarnos allá abajo. Lo tantea, en su desesperación y decepción, tantea el pubis
de él, esperando encontrar allí la salvación, la justificación de toda esta energía puesta en
movimiento. ¡Castigo de Dios! Ya se imagina la risa macabra de Mr. Ugly y sus ojos
triunfantes ante esto: la recia pija de Mr. Big no es la recia pija de Mr. Big. Es sólo una a
medias erecta fracción de piel y sangre, de una medida poco respetable y que en nada se
condice con la belleza que ella le atribuía a todo el conjunto. Es apenas una larva, un
gusanillo, una cosa que se agita sin concierto y que expele su baba pegajosa apenas ella la
roza. Mr. Big resuella, ufano. Ella tiene ganas de pegarle, de putearlo. Quisiera ser hombre
para darle una pateadura, una tremenda paliza por haberla hecho ilusionar así. Mr. Big se
retira, con una sonrisa que denota la satisfacción del deber cumplido. Ella siente tanta rabia
que apenas contiene el llanto. Y se lo imagina a Mr. Ugly diciéndole “viste… eso te pasa por
fijarte sólo en el envase…”. Hombres. Malditos sean. Los muy perros, los muy cerdos, los
asquerosos bastardos. Pero no. No cedamos al enojo. Tal vez la noche aún tenga salvación.
Es hora de volver a la selva.

Gente. Música. Tragos. Y la desconfianza que se instala, reina y socava todo. Ahora hasta
el péndex, tan brioso, debe ser un dios al lado del destronado Mr. Big. Hasta Mr. Ugly, el
odioso Mr. Ugly, podría reinar y ser el dios máximo de este triste panteón. Las paradojas de la
existencia y de la batalla de los sexos. Porque si esto no es una batalla ¿qué es?, se pregunta
ella, justo cuando Mr. Ugly vuelve a abordarla. No hay que mostrarse derrotada ni humillada.
Triunfante, siempre victoriosa.
—No tenés ningún novio vos.
—No, no tengo.
Y bueh, hay que ceder un poco, antes de volver a ganar terreno. Mr. Ugly habla. No es mal
conversador. Escoge cuidadosamente los temas y lentamente, como quien no quiere la cosa,
los va haciendo derivar hacia el sexo, hacia un posible encuentro entre ambos. Ella se
desentiende, cambia de tema, da giros de ciento ochenta grados, intenta virar un barco del que
no es timonel, apenas grumete. Mr. Ugly ha sido hábil y paciente. Oteó su horizonte toda la
noche, escudriñó cada braza de su mar, vigiló atentamente todos sus movimientos. Descubrió
la infantil treta urdida con el tácito —o más bien inexistente— consentimiento del morocho,
atisbó lo sucedido con Mr. Big y atacó en el momento en que ella se encontraba más
vulnerable. Notable táctica. Perfecta estrategia. Y ahora ella se siente arrinconada aunque
ninguna pared ni ningún cuerpo le sitien el suyo. Ahora ella cayó en la celada. Pisó el palito
que él discretamente dispuso y que la dejó colgando cabeza abajo y a su disposición. Ahora
ella tendrá que pasar por sobre su real —o supuesta— fealdad o falta de gracia. Tendrá que
ignorar algún defectito físico (unos kilitos de más, menos pelo del deseable, sonrisa
imperfecta, baja estatura o, simplemente, nada) que a ella se le ocurría insalvable, porque ya
cayó en su trampa y no tiene escapatoria. Ahora él está a punto de apresarla.
—Vamos: quiero hacerte el amor como nadie te lo hizo nunca en tu vida.
—¿Es una apuesta o una propuesta?
—Es una promesa.

Caen con estrépito de olas sobre la cama. Pero él no se desboca. Tiene el mando de la
situación, es el capitán de esta flota. La besa con suavidad y así empieza a derribar todas las
cercas. Sus manos acompañan el derrumbe con suavidad y persistencia. Una mano se apoya
en un pecho y desde allí, resbala, baja, rueda hasta dar con el nacimiento del muslo, provoca
la flexión de la rodilla y el vestido gentilmente se arremolina en la cadera, dejando las piernas
al descubierto. La mano entonces recorre, diligente, laboriosa, una pierna desde el tobillo
hasta el inicio de las ingles y se detiene ahí un momento. Palpa la cavidad y dos de sus dedos
atrapan y deslizan la frágil prenda hacia los pies, lejos, fuera de este mundo. La mano regresa
presurosa y vuelve a palpar la cavidad cubierta por su mata de pelo. La humedad yace debajo
de ese oscuro bosquecillo enmarañado: la puede sentir, emana como los efluvios de un
pantano milenario. Los dedos tientan, traspasan, ya están en la antesala, la antepuerta, el
antepecho. Siguen camino y mínimas cascadas, pequeños manantiales los reciben. Su mano
también se aventura en la boca de ella y la tienta, la entreabre, replica los movimientos que se
producen en esta otra boca. La penetra con un dedo limpio y sabio y lo mismo hace en su
boca, que golosa lo recibe; la penetra con dos dedos prestos, y lo mismo en su boca, que más
golosa se muestra; entra ahora con tres dedos en la hendidura que ya es una vendimia, lo
mismo que la boca. Los dedos se demoran, rebuscan, preparan y abonan la tierra, dibujan el
posible mapa para el tesoro que está allí escondido. Él los saca, los mira, los huele y los lame;
se los ofrece para que ella también se reconozca en su propia traza. Él se inclina entonces
sobre sus piernas abiertas y las abre aún más: quiere ver lo que sintió con sus dedos, quiere
ver lo que su lengua ahora está a punto de mostrarle con su contorneo. Se inclina más, postra
la cabeza como si la hundiera en el mar. La lengua sale entonces de su boca, se aventura: su
punta es la guía, la quilla de una pequeña pero potente barca que comienza a surcar aguas
calmas pero aún desconocidas. La punta no basta y su lengua se aplica completa sobre el
océano de carne tensa y rosada, que rezuma copos de espuma a su paso. Pero la lengua
tampoco basta y se ayuda con las manos: quiere extraer la flor oculta, quiere hacer aflorar el
pez de oro que ella tiene allí oculto, quiere ver todo el camino hasta el tesoro que allí yace.
Lame y chupa, sorbe y liba, mientras sus manos mantienen continuamente despejado el
rumbo. La lengua entonces cobra vida y se transforma en el pez dorado que tan afanosamente
buscaba y se adentra más en el piélago interior, en la bellísima gruta oscura. Busca por fuera y
por dentro, nada y se desplaza muy segura. Se detiene entonces con largura en el arrecife
coralino del clítoris, lo posee hasta elevarlo y arrancarlo de sí mismo. Pero él tiene el mando y
retira sus barcarolas del mar encrespado. Ahora la lengua se abre paso hacia el vientre,
descansa momentáneamente en el médano del ombligo, mientras sus manos la van despojando
del vestido, y se dirige, lenta pero certera, hacia la dura espada del esternón, hacia el declive
suave de las costillas. Aparecen los alcores de los pechos y sus manos se abocan a ellos:
acarician, aplastan, aprietan. Entonces llega la boca y la areola de un pecho desaparece entera
dentro de ella. Él succiona, lactante que mama, que la absorbe, que quiere recibir todo su
maná dentro de su boca y no dejar escapar ni una gota. La areola reaparece y ahora la punta
de la lengua, otra vez quilla, juguetea con el pezón empinado. Otra vez la boca deglute una
areola entera y otra vez el hombre lactante mama. Repite la maniobra delicia en el otro pecho,
repite la cadencia de la succión, repite el baile ceremonioso de la punta de la lengua en la
punta del pezón empinado. Su boca ahora se traslada, sube por las corvas del cuello, percibe
las venas bombeando espesas trombas de sangre, irradiando prestas su calor a todo el cuerpo.
Ella lo recibe entonces en su boca, recibe el maremoto efímero pero constante de sus labios,
lengua, dientes y saliva abriendo aún más su boca, invitándolo a morar perpetuamente en ella.
El maremoto se desplaza de una boca a la otra, cambia de epicentro, repercute en ambos
cuerpos. Es imposible para ella resistir el impulso: lo tiene que tocar, tiene que hacerle saber
que ya está lista para ser o su hembra o su esclava. La mano de ella se alinea con el miembro,
todavía resguardado. Él suspira, otorgándole el permiso de descubrirlo. Diligente y
apresurada, libera a la carne de su prisión de tela. Magnífico, granítico, majestuoso, aparece el
miembro del que ya mismo quiere ser su esclava, su ama y su esclava al mismo tiempo. Tieso,
cimbreante, poderoso se alza ante ella, la invita a rozarlo, a corroborar que es real y que es
suyo. Lo acaricia en ralenti, admirándolo. Su boca quiere prenderse de él, quiere lamerlo,
chuparlo y tragárselo como un relámpago. Pero él decide y le recuerda que esto apenas ha
empezado. Ella coloca su labios en forma de o y los apoya en la base del mástil diablo y
lentamente lo recorre con ellos hasta el extremo rojizo, ida y vuelta, y sus manos van
acompañando toda la ejecución. Esto no es suficiente: la carne —la suya y la de él— le pide
más y su boca se dispone a estirarse, a extenderse más allá de sus límites para atrapar dentro
toda su presa. Lo que queda fuera es capturado con sus manos, y ahora su lengua oficia el rito
de la unción. Lo inviste de sí y al mismo tiempo lo mira: a él, que le acaricia el pelo y los
hombros, que arrobado asiste a la misa pagana que se celebra con su falo, que conmovido
ruega por más. Lo unge hasta que él la levanta y la reclina sobre la cama, la vuelve a besar
con su lengua océano y sus dientes acantilados mientras su cuerpo timonel se posiciona sobre
el suyo y el miembro gobernalle patina, tienta, juguetea con su hendidura marea, y la carne
sirena de ésta de pronto se abre, lo encierra sin dilación, lo lleva directamente hacia el secreto
tesoro, hacia el torbellino que se le agita dentro, hacia las medusas que extienden sus
tentáculos irisados buscando siempre el centro; y los cuerpos se agitan, se remueven como las
anémonas barridas por la pleamar, se aferran —desesperados— el uno al otro; las bocas
vuelven a unirse, la piel de uno y otra se funden en el eterno abrazo de lo eterno. Sedimentos
y reflujos golpean las caderas, oleadas rítmicas los zarandean y arrojan a playas cada vez más
blancas y paradisíacas. Pero él quiere más y ella también. Con un movimiento, la coloca boca
abajo, arrodillada sobre la cama archipiélago, y le doblega la espalda: la monta en cabestrante,
la obliga a dejar la cara contra la almohada orilla, a ofrecerle sus troneras limpia y
abiertamente. Él la penetra, despiadado, lujurioso, descontrolado y ella se descontrola aún
más con cada zambullida, con sus piernas que empujan las suyas, que la espolean, con sus
manos que le aprietan como un cinturón de castigo la cintura y con el golpeteo constante e
impetuoso de sus testículos, que vibran sobre su carne y multiplican las poderosas
inmersiones, llenándola de más ansia y más deseo. Entonces, él se levanta sobre ella y la
obliga a mirar la perfección capaz de disimular todas las demás imperfecciones, la perfección
de su carne entrando en su carne, del falo victorioso que se le introduce hasta el vello y luego
sale y vuelve a entrar y la socava, la derriba, la convierte en su esclava más fiel y laboriosa.
Pero aún hay más y vuelven al comienzo: él la recuesta y su miembro le retoza entre las
piernas antes de volver a impetrarla y con sus brazos cabos le sube las piernas hasta los
hombros puerto y la penetra también con su lengua y ella lo rasguña, lo muerde, le quiere
pegar, quiere lastimarlo de tanto que la hace gozar pero él no se inmuta: la sigue hozando con
el perfecto bajel de su miembro y con el temible garfio de su lengua. La coda se acerca. El
gran finale a toda orquesta. El tifón que barrerá todas las zozobras. La inminente carrera hacia
el abismo final. Él redobla sus esfuerzos, ella se prepara. La catarata va a lanzarlos al vacío.
La sima está a apenas unos pasos. No hay red y no es necesaria. No hay fondo y no importa
porque el gozo al que ya se lanzaron es eterno, aunque los dos se hayan declarado vencidos
por su rugiente e intempestivo paso.
Extraños
(o Conversaciones entre mujeres)

—¿Alguna vez te cogiste a alguien sin saber siquiera cómo se llamaba? —le preguntó
Marina a Luli, mientras ésta se pintaba las uñas de los pies.
—Qué sé yo. Supongo que sí… pero debía ser pendeja. ¿Por qué?
—Porque el otro fin de semana me pasó algo rarísimo.
—Ay, nena… ¿A qué antro fuiste esta vez?
—No fui a ningún antro. Eso es lo raro.
Luli parecía no prestarle atención. Marina miró hacia fuera. Un esmirriado pintor estaba
terminando de repasar las rejas del frente de la casa. Todavía no hacía un mes que Luli y
Juanse se habían mudado a su morada definitiva.
—Contame, contame que te escucho.
—No sé si contarte. Es un poco… zarpado.
Luli levantó la vista y la miró como queriendo decir “dejate de joder”. Luego dijo,
volviendo su atención al esmalte de uñas:
—Desembuchá, piba.
—Sonó el timbre. No había sonado el portero, así que supuse que sería el encargado o la
hinchapelota de abajo. Abrí la puerta sin mirar. Ya sé, no me digas nada. No tendría que
haberlo hecho. Estaba leyendo para el seminario. Abrí la puerta y había un tipo. Lo miré. Me
miró. Era evidente que se había equivocado de piso o de departamento. Yo estaba así nomás:
pantuflas y piyama, imaginate. Entró sin que le dijera nada. No sé por qué, pero yo no podía
hablar. El tipo se dio vuelta y me aplastó contra la puerta. En un segundo me estaba comiendo
la boca. Yo no entendía nada y seguía ahí, sin poder hablar ni rechazarlo ni nada. No era lindo
pero tenía algo en la mirada. A mí siempre me pierde la mirada. Tendría unos treintipico
largos, bien llevados. Físico normal. Tranqui. Morochón. A vos te hubiera gustado. En ningún
momento tuve miedo, eso es lo más raro de todo. Era como si yo hubiese estado esperándolo.
Besaba bien. Apasionado sin ser brusco, viste. Me apoyaba contra la puerta. Ni falta hace que
te diga que me encanta cuando te arrinconan así, contra una puerta o una pared. Las mujeres
tenemos cada cosa… —Luli soltó una risita—. Bueh, la cuestión es que me empezó a
manosear y manoseaba muy bien. Enseguida quise sacarme la ropa, tirarme al piso, que me
garchara ahí mismo. Pero no. Me hice la boluda. Quería ver qué hacía. Me levantó la camiseta
y se me prendió de las tetas. No sabés qué bien las chupaba. No aguanté y lo abracé con las
piernas. Me miró de una forma que no soy capaz de explicarte y me volvió a apoyar contra la
puerta. Estaba al palo. ¡Oh, hombres! ¿Por qué nos gustaran tanto en esos momentos? ¿No
sentís que te volvés loca cuando a un tipo se le para así por vos? Yo siempre me sorprendo y
después me enloquezco. No sé cómo terminamos en el piso. Aproveché que estaba arriba de
él para besarlo en el cuello, morderlo, sacarle la remera. Pecho fuerte, peludito. Le desabroché
el pantalón y le metí mano. Ay, Luli, no sabés qué regalito me estaba esperando. Por un
momento pensé que me había quedado dormida y que estaba soñando. En la realidad no pasan
estas cosas, viste. No suena el timbre y hay un tipo del otro lado de la puerta listo para
cogerte. No. No podía ser posible. Le saqué el pantalón, le bajé el calzoncillo y empecé a
chupársela. Qué verga, nena. Así, más o menos. Sí, te juro, no te miento. Bien firme, una de
esas pijas altivas, tipo “aquí estoy yo y nadie más”. El tipo empezó a resoplar. Yo me sentía
en una porno, te juro. Me levantó la cara y me besó. En ningún momento hablamos, entendés.
Era como que no hacía falta decir nada. O capaz que era mudo, qué sé yo —Luli volvió a
reírse—. Me sacó el pantaloncito del piyama y la tanga. Me recostó y sin decir agua va entró.
No te puedo explicar lo que sentí. Yo estaba a punto caramelo. Parecía que la tenía de la
medida exacta porque me sentía totalmente llena, llena a reventar. Y me la ponía y la sacaba,
dejaba sólo la puntita. De repente, me dio vuelta y me abrió bien las piernas. Como si fuera en
cuatro pero sin apoyarme en las rodillas. Me la siguió poniendo y sacando un buen rato.
Estaba decidido a hacerlo durar. Andá a saber por qué corno el tipo fue a parar a mi puerta,
andá a saber qué estaba haciendo. No tenía pinta de ser electricista, plomero, service de TV ni
nada de eso. Parecía un primo que venía de visita. Volvió a darme vuelta, quería que fuera
arriba. ¡Con lo que me gusta! Parecía que nos conocíamos de toda la vida. Después me quedé
pensando si no sería alguien que yo conocía con ganas de jugar a no-te-conozco. Quizás por
eso no hablaba. No sé. No me hizo a acordar a nadie, eso sí. Arriba de él no sabés lo que fue.
Me agarraba bien fuerte de la cintura y me bajaba con todo contra él. Me dejaba tomar
impulso y después ¡paf! me hacía bajar. Yo estaba que me deshacía. Ya debía estar gritando.
Se notaba que mis gritos lo provocaban más. ¡Ay, Luli, te juro que nunca me pasó una cosa
así! Para ir terminando, retornamos a la posición clásica y me la daba cada vez más fuerte.
Parecía que me iba a morir, te juro que no podía respirar de la calentura que tenía. ¿Te pasó
alguna vez? Yo creo que nunca me había puesto así. Hubo dos o tres zambullidas más, pero
tremendas, fortísimas, que yo creí que me partía, que me moría ahí mismo y entre mis gritos y
sus jadeos (¡me imagino cómo se debe haber puesto la hinchapelota de abajo!) me acabó en la
panza, no sabés lo que fue. Yo me sentía desbordada, inundada, no sé. Una cosa infernal. Se
quedó arriba mío, besándome re tierno… y yo seguía sin entender nada. Y sin poder hablar,
no me preguntes por qué. Creo que en un momento sentí que si hablaba, se iba a arruinar todo.
Después de un rato, se separó, se puso la ropa, se agachó al lado mío, me besó en la boca,
después en la frente y salió. ¡Sin decir una palabra! ¿entendés? ¡Nada! Y yo me quedé ahí
tirada, desnuda y empapada, no podía mover ni un dedo… Más tarde, no sé cómo, me levanté,
me duché y seguí leyendo. No te puedo explicar la sensación que me recorre el cuerpo ahora
cada vez que suena el timbre.

—¿Y qué pasó con el tipo que te llamaba? —le preguntó Luli a Marina, mientras tomaban
el té.
—Ah, no sé… no volvió a llamar. Pero era un zarpado de cabotaje… yo le decía que me
estaba tocando pero no me estaba tocando. Quería ver qué me decía.
—¿Te conté de la amiga de Mica? —Marina negó con la cabeza—. A la amiga de Mica,
ay, nunca me acuerdo cómo se llama, la llamaba un tipo todas las noches. Primero hablaban
boludeces, qué hacés, cuántos años tenés, así. Después ni bien ella atendía él le preguntaba
“qué tenés puesto” y ella le contaba y por ahí seguían hablando de otra cosa y al rato el tipo
volvía “y abajo”, “y arriba” y qué sé yo. Hasta que un día la llamó y solamente le dijo
“tocate” y la mina fue y se tocó y se lo iba contando. Imaginate el resto. Pero eso no es nada.
¿Sabés quién era el tipo que la llamaba? ¡Un amigo del novio! El novio se lo había presentado
una vez pero ella ni se acordaba. Sin embargo, la voz le resultaba familiar…
—¿Y cómo averiguó quién era?
—Porque una noche que estaba el novio sonó el teléfono y atendió él. El otro habrá tenido
que disimular, andá a saber qué carajo le dijo. La cuestión es que el novio le dijo a la amiga
de Mica “vení que un amigo mío te quiere saludar”. Y cuando la mina dijo “hola” del otro
lado escuchó la voz del tipo que todas las noches la llamaba, que le dijo “te vas a tocar hoy
para mí” y no me acuerdo qué otras guarradas más. ¡Imaginate la situación! La mina se habrá
querido morir.
—Qué fauna que hay —sentenció Marina engullendo una masita.

—¿Te conté del amigo de Juanse que se zarpó conmigo en la fiesta de casamiento?
—¡No! ¿Qué pasó?
—No se lo vayas a decir a nadie… me mata Juanse si se entera —dijo Luli repasando otra
vez el esmalte de las uñas de sus pies—. Todavía no había llegado mucha gente. Vos estabas
hablando con mi suegro —ambas rieron—. Juanse no sé dónde se había metido y yo tenía que
ir al baño. Cuando salgo del baño de la planta baja, viste que tiene como un hall chiquito,
estaba el amigo de Juanse ahí. Yo le sonreí y seguí camino pero no me dejó llegar a la puerta.
Yo creo que te lo presentaron pero no me acuerdo. Es uno rubio, alto. Se llama Miguel pero
como es un idiota se hace llamar Michel. No es amigo amigo de Juanse pero jugaban juntos al
rugby. Tiene buen físico, eso sí. Pero el cerebro lo debe tener atrofiado de tantos golpes
porque él siguió jugando, en el SIC o en el CASI… bueh, no me acuerdo. La cuestión, nena,
es que me agarró, me empezó a decir que me amaba, que por qué me había casado con Juanse
y no con él y qué sé yo qué. Y mientras me decía que me amaba y yo qué sé, se la saca y se
empieza a pajear. ¡Podés creer! Yo pensaba me llega a manchar el vestido y lo mato. No sabés
qué ridículo: todo de traje y con la cosa afuera. Parecía un chico. Hay algunos que no
aprenden más. En un momento me zafé y salí rajando. Lo dejé ahí con el pendorcho en la
mano. Le tendría que haber dado una piña, mirá.
Marina se reía a carcajadas.

Los pintores habían terminado con lo suyo. Marina y Luli salieron al jardín y se tumbaron
al sol.
—Sabés que detesto esto —dijo Marina, acomodándose en una reposera.
—Ya sé, muñeca, es un rato.
—¿Estuviste con más de un hombre al mismo tiempo? —preguntó Marina.
—No, nena. Yo soy muy convencionalita —ambas rieron—. Pero… ¿sabés lo que me
contó Juanse una noche que estaba medio entonado? Él me jura que se quedó mirando pero yo
no le creo…
—¿Qué te contó el buenito de tu marido?
—Tendría dieciocho o veinte años, según él. Era cuando jugaba al rugby con el idiota ese
que te conté hoy. Un día metieron a una chica en los vestuarios después de un partido en no sé
qué club. Le dijeron que le iban a presentar al jugador más lindo del equipo, que por supuesto
era Juanse. La estúpida aceptó. O por lo menos así lo cuenta él. La metieron y cerraron todo
en seguida. Imaginate lo que debía ser eso. Todos pibes y el entrenador. Todos nenes bien,
encima. Dice Juanse que fue un desastre, que todos —menos él, claro— le dieron. Que no la
soltaban y que se iban turnando. Imaginate la testosterona que debería haber ahí dentro, jaja.
Hasta el entrenador le estuvo dando. Juanse dice que él se quedó quietito, mirando. ¡Qué se va
a quedar mirando! Yo siempre lo amenazo con contárselo al padre. No sabés cómo se pone.
¡Las pelotas se quedó mirando! Bueno, al final uno de los pibes se la llevó a la casa y al poco
tiempo la presentó como la novia. Cada tanto se agarraba a piñas con alguno que le decía algo
sobre la piba. Los hombres a veces son unos verdaderos degenerados, che.
Marina asintió.

—La otra vez me pasó algo re-loco mientras esperaba el tren —le decía ahora Marina a
Luli—. Había perdido el anterior por ir al baño. Así que salí y me quedé por ahí, dando
vueltas. Había un tipo sentado, lo más campante, en el suelo. Sentado con las piernas
cruzadas, como un indio. No le presté atención, pero al rato lo estaba mirando de nuevo.
Empezaba a llegar gente así que se paró y me empezó a mirar también. No era lindo ni nada.
Común y silvestre. Y yo pensaba no, no me está mirando a mí. Pero sí, porque yo estaba sola
y lejos de donde se iba agolpando la gente. Me seguía mirando. Me acerqué un poco pero no
demasiado. El tipo seguía mirando. Traté de hacerme la desentendida pero ya era tarde. En
eso, dieron pase para subir al tren. En el tumulto, lo perdí de vista. Elegí asiento y me senté.
No termino de acomodarme que levanto la vista y el tipo estaba ahí: a dos o tres asientos, en
diagonal. Te juro que el corazón me dio un vuelco. Bajé la vista en seguida y me puse a leer.
Imposible. Levantaba la vista a cada rato y me encontraba siempre con la mirada de él. Tenía
ojos celestes, líquidos. Es lo único que recuerdo con claridad de su fisonomía. El tren arrancó.
Cada tanto yo levantaba la vista y me encontraba con la suya. Parecía que hablábamos a
través de la mirada. En un momento me quedé mirándolo directamente y él a mí también. No
sé cuánto duró pero parecía un encantamiento: no podía dejar de mirarlo. Cada segundo que
pasaba, su mirada era más y más penetrante; te juro que parecía que me iba traspasando y
desnudando al mismo tiempo. En un momento levantó una ceja, pero apenas, como
preguntándome qué hacíamos, qué estaba pasando, y yo sentí como si me hubiera tocado un
rayo: ese mínimo movimiento de su ceja me repercutió en todo el cuerpo, no te puedo explicar
cómo. Ahí no pude seguir sosteniéndole la mirada. Tuve que bajarla. Supongo que interpretó
mal el gesto, porque antes de bajarme del tren volví a mirarlo y estaba mirando por la
ventanilla, ofendido. Creo que si hubiera venido y me hubiera dicho “vamos” yo iba, no me
iba a importar a dónde ni nada. Qué loco. ¡Y fue sólo una mirada!
—¿Y el que se equivocó de departamento no volvió? —preguntó Luli después.
—No, qué esperanza. Cada vez que suena el timbre doy un salto. Pero por lo menos sabe
dónde vivo —acotó Marina entre risas.
Mario
(o Las reglas del juego)

El tipo tenía algo que no la terminaba de convencer. Quizá fueran sus ojos de perro
apaleado o las prominentes entradas que comenzaban a despoblar sus sienes. Quizá no fuera
nada de eso. Un vago matiz que viraba hacia la repulsión, y que nunca terminaba de
presentarse como tal, campeaba en todos sus encuentros.
Encuentros que prosperaban en los pasillos, la biblioteca, el buffet de la facultad o la calle.
Encuentros que ella no evitaba aunque tampoco deseaba. Encuentros que él intentaba
prolongar y ella acotar. Cacerías. Persecuciones solapadas, entredichos con el deseo. Pero ella
no lo deseaba. ¿O sí? No, no lo deseaba. Se limitaba a observarlo, a ver hasta dónde era capaz
de llegar. No podía desearlo. No le provocaba calambres en el estómago, no había zsa zsa zsu
ni thrill ni vértigo alguno cuando él se acercaba. Menos, cuando la miraba con esos grandes
ojos, con esa actitud de suplicar algo que ella no podía —¿o no quería?— darle.

No, definitivamente no: había algo que no la terminaba de convencer. Quizá fuera la
misma cercanía. Estaba tan al alcance de la mano que era inofensivo. Bastaría decirle una o
dos palabras y rematarlas con una caída de ojos para tenerlo.
Pero ella no quería tenerlo. Prefería ostentar otros trofeos. No es que no fuera digno de
figurar entre sus victorias. Es que no habría riesgo alguno en la conquista. No habría
adrenalina. Ni siquiera un pequeño rastro de sangre tras la batalla. No estaba casado. No tenía
más logros profesionales que los de ella. No ambicionaba mucho más que ser licenciado, tal
vez doctorarse. No era ni mucho mayor ni mucho menor. Nada. Un par, un igual. Y sin zsa
zsa zsu.

No, no. Que se lo disputasen otras, que no faltaban. Ya había advertido torvas miradas en
más de un pasillo cuando se encontraban. No le desagradaba generar ese tipo de competencia.
No sabía si él lo advertía. Esperaba que para su propio beneficio sí. A ella no le interesaba,
aunque la divertía pensar en esos soterrados enredos: él, en sí, no le importaba. Ni siquiera
como amigo. Apenas como un difuso y oscuro colega. Coincidían también en un seminario:
eso era todo.
Ahí estaba. Listo para pegarse a ella. Listo para lanzar sus tímidos dardos. Listo para dejar
caer una invitación más o menos declarada entre una catarata de trivialidades académicas.
Siempre listo. Nunca cejaba. ¿No se daba cuenta? ¿No percibía que sin zsa zsa zsu nada era
posible entre un hombre y una mujer? ¿Nadie le había dicho que existía algo inexpugnable
llamado “química”?
No obstante, ella seguía observándolo. Ni siquiera su físico era notable. No tenía una voz
invitante o aguardentosa. No tenía una gran sonrisa. Ni brazos fuertes, dispuestos al abrazo, la
caricia o el zarpazo con la misma presteza. No tenía un torso descomunal. No era alto ni bajo.
No tenía la piel aceitunada o lustrosa o tensa como un tambor. No despedía más que el aroma
de su loción para después de afeitar. Tampoco tenía barba, un arito en la oreja o un tatuaje. Un
aire peligroso. Nada. El hombre común, sin adornos, sin aditamentos y, ay, también sin sus
luces y sus sombras.
Pero siempre estaba ahí.

Y volvía. Aun después de negarse a salir con él y de decirle que prefería hacer el trabajo
para el seminario sola: él volvía. Con sus ojos de perro apaleado. ¿Qué lo hacía volver? ¿No
leía el rechazo en su mirada, en sus gestos? Volvía. Sin reproches. Volvía e insistía. Y menos
la convencía y más él insistía. ¿Debería darle una oportunidad, dejar que le demostrara lo que
era capaz de hacer? Meditó sobre ello. Si había que meditar, es que definitivamente no había
zsa zsa zsu. ¿Qué podía resultar entonces de eso? Un fiasco, con seguridad.

—Está bien: hagamos una cosa. Salgamos el viernes, después del seminario.
Él la miró con sus grandes ojos, más grandes todavía, y le dijo que estaba bien. La sorpresa
y la alegría lo desbordaron durante un minuto exacto; luego retornó a su circunspección
habitual. Ella pensó que era sólo una salida, que no arriesgaba nada. Que él se terminaría de
convencer de que ella no estaba interesada en él y que ella se terminaría de convencer de que
nada en él podía llegar a atraerle nunca. Sólo una salida. Nada más. No podría pasar nada.

No se arregló. Se puso la misma ropa con la que iba siempre a la facultad, la misma que
usaba para enseñar. Nada de sofisticaciones, vestidos provocativos, pantalones ajustados,
remeritas ceñidas. Ni siquiera un hombro al descubierto o un escote que incitara. Nada. Dos
líneas de maquillaje. El pelo atado. Nada que por sí solo encendiera la pasión o invitara al
descontrol. Un día normal, coronado por una simple salida después del seminario con un
compañero. Eso era todo.
El penoso trecho hasta el barcito elegido. Sus grandes ojos de perro apaleado fulguraban
como faros en la noche: a ella no le decían nada. Se notaba que estaba nervioso. Ella
ostentaba su gélida distancia. Sonreía en momentos escogidos y decía lo mínimo
indispensable. Condescendía a observar sus piruetas, como un rey con un bufón que ya no
hace reír a nadie. Alguien tendría que tener la piedad de gritar “¡que le corten la cabeza!”,
pero ni siquiera ella —el rey— la tenía.
La infernal espera de sus pedidos, plagada de lugares comunes y frases remanidas. ¿Por
qué nunca había notado la cantidad de estupideces que se dicen en momentos como esos?
Porque estaba, desde luego, embriagada con sus propios sentidos, con los calambres de su
estómago, con el vértigo de pensar ahora me toca, ahora me besa, ahora voy a ser suya.
Vértigo. Emoción. ¿El diccionario de este hombre contendría esas palabras? ¿Las habría visto,
siquiera de lejos, alguna vez?
Ella respondía con más lugares comunes a los lugares comunes que blandía él. No había
sitio para la pirotecnia verbal ni para el deslumbramiento intelectual. Él ya sabía qué y cómo
pensaba ella, y ella lo mismo. ¿De qué iban a hablar entonces? ¿De las exportaciones de
cuero? ¿Del desarrollo de la ganadería bonaerense? Esos no son temas de conversación para
momentos así. El vértigo, la emoción suplían todas estas fallas de la comunicación, llenaban
todos los huecos. Dejaban que la conversación decayera justo antes del primer beso, y no a
cada momento.
Penoso. Aburrido. Un plomo.

El acto de comer la libraba de hablar. A él no lo detenía. ¿Nunca se calla este tipo? El


silencio era su peor enemigo, claro. No podía dejarlo avanzar. Eso significaba reconocer la
derrota, perder la batalla. Comía rápido para seguir hablando de algo importantísimo, a juzgar
por el modo en que pronunciaba cada palabra. Ella no le prestaba atención. Apenas asentía
con la cabeza cuando notaba demasiada desesperación en sus ojos.

La sobremesa. Si hubiera habido zsa zsa zsu éste hubiera sido el momento de las miradas
más intensas, de las manos que como imanes comienzan a acercarse, de las piernas que en la
oscuridad y protección de la mesa empiezan a tentarse… Si hubiera habido… pero no había.
Ella no sentía deseos de acercar su mano a la de él, mucho menos sus piernas. Intentaba que
sus miradas no dijeran nada, no dejaran traslucir nada. No tenía la suficiente piedad, ni tan
siquiera eso, para cortarle la cabeza. No era su culpa, claro. Es que la química de sus cuerpos
y sus almas no era la indicada. ¿A quién se podía echar la culpa de algo así? A nadie. No era
responsabilidad suya. No estaba escrito en ningún lugar que un hombre y una mujer siempre
tuvieran que gustarse.

—¿En qué pensás?


—En la química humana.
Él la miró: abrió sus ojos, que por un momento no fueron los de un perro apaleado, y
amagó decirle algo, pero se mantuvo en silencio. Ella también calló. No iba a ponerse a
explicar a esa altura de la noche sus pensamientos. Ya habían comido: podían irse.
—Estoy cansada, ¿vamos?

Y, por supuesto, él insistió en acompañarla. Hombre chapado a la antigua, para colmo. No


puede dejar que una mujer vuelva sola a su casa. No importa que viva cerca, que le guste
caminar, que no le moleste que él se vaya. Tiene que acompañarla. Tiene que demostrar que
es un caballero. Y ella, que pretende ser una dama, no puede decirle “que te garúe finito”,
darse media vuelta e internarse hasta desaparecer en el fondo de la noche. No. Tiene que
aceptar su compañía, aunque no haya thrill ni zsa zsa zsu ni nada. Y él sigue hablando de eso
tan importante de lo que estuvo hablando toda la noche y que ella nunca supo qué era.
Definitivamente, no. Nunca podría desear a este hombre.
¿Podría cortarle la cabeza?

—La pasé muy bien… Espero que podamos volver a salir…


—Sí, yo también la pasé bien.
Una mentira piadosa, qué se le va a hacer. No tiene la compasión necesaria para
decapitarlo, es cierto, aunque sí para mentirle. Conducta a todas luces incoherente: no
importa. ¿Y qué hace este tipo ahora? Ah, claro, las reglas del juego: como la pasé bien y fui
todo un caballero, aquí estoy esperando mi premio.
Premio que empieza con un beso y termina en el lecho. Un beso es sólo un beso. No es el
majestuoso desprendimiento de un glaciar ni la caída de un árbol milenario en un húmedo y
perdido bosque ni la repentina erupción de un volcán que se creía dormido. Sólo un beso.
Nada más. Y ahora buenas noches. Si soy una dama, no puedo permitir que subas a mi torre
en la primera cita. Lo siento.
Son las reglas del juego.
Luego, se redobla la persecución, el acecho. Ahora él la sigue a sol y a sombra, sigue el
rastro de su beso como un perro de caza el de la presa. Ella no se deja atrapar tan fácilmente.
Esgrime excusas, evasivas, pretextos. Lo deja plantado y apenas si se toma la molestia de
pedirle disculpas. A él nada parece importarle, excepto conseguir lo que tanto anhela. Ella
tendrá que aceptar una nueva salida. Quizás, si le presta atención, logre vislumbrar el
momento exacto para dejar caer —al fin— la guillotina.

No puede prestarle atención. No le interesa lo que dice. Es increíble. Puede prestar


atención durante las tres horas del aburridísimo seminario sobre la ganadería bonaerense que
comparten, pero no puede prestarle atención a este hombre, con sus grandes ojos de perro
apaleado y su sonrisa que ya presagia el triunfo. Es la tercera cita, es el momento justo. Hoy
se me tiene que dar, debe estar pensando él. Hoy es mía, debe pensar y lo debe estar deseando
con todas sus fuerzas. Yo soy quien elijo, piensa ella, mirándolo oscuramente. Esa mirada le
hará perder la resolución, al menos lo hará trastabillar un poco.
¿Será mía hoy? No, nunca seré tuya, pibe, ni hoy ni nunca.

Vuelve a acompañarla. Ella intenta apurar el paso, terminar de una vez con este trámite. Él
dice algo acerca de la noche estrellada o la luna o no sé qué. Una cursilería. Una cursilería sin
zsa zsa zsu es insufrible. Detestable. Ella quisiera darle una bofetada, concluir esta parodia. Él
sigue con la vista perdida en el cielo. Las respuestas no están ahí, tiene ganas de decirle, pero
se calla. Terminar pronto con esto es la consigna. Estoy cansada, tengo sueño, tengo que hacer
el trabajo, chau.
Pero las reglas del juego son terminantes en este punto: ya es hora de que lo dejes subir.
Por lo menos hay que ofrecer la bendita taza de café o el último trago. Si no lo hacés, él se
encargará de acceder igualmente a tu torre. Dirá que se siente mal o te pedirá que le prestes un
libro o cualquier otro ardid para subir. Deberás dejar que entre en tu territorio: es parte del
juego.

Suben. El ascensor: si hubiera zsa zsa zsu sería un festín por adelantado, una muestra gratis
de lo que está por venir. Habría un torrente de besos desesperados, sus manos se
multiplicarían sobre mi cuerpo, su perfume me emborracharía más que el mejor vino, los
mariposas en el estómago me harían flotar a unos cuantos centímetros del suelo… No hay
nada de eso. Apenas un torpe acercamiento, interrumpido por el ascensor que se detiene en su
piso.
Y ahora la gran comedia. Hay que ofrecer algo para tomar, poner música, decir “ponete
cómodo” o algo por el estilo. Nada de eso sería necesario si la química estuviera funcionando:
la puerta se hubiera abierto por el peso de los cuerpos enredados, que ya vendrían
arrastrándose desde el ascensor, y sin más dilaciones, caerían, revueltos, excitados, ansiosos y
expectantes, en el primer sillón, silla, diván, sofá, mesa, cama, lo que fuere, disponible. Pero
no.
Al señor hay que decirle que se ponga cómodo, hay que servirlo, hay que adorarlo un
poquitín. No vaya a ser que se nos espante y después no podamos casarnos con él. No, no.
Táctica y estrategia. Te traje a mi cueva pero eso no significa lo que estás pensando. No te
equivoques, señor de los grandes ojos apaleados. Vas a tomarte este vaso de lo que sea que
haya en mi heladera y vas a irte por donde viniste. Sin escándalos. Y sobre todo, sin manoseos
ni forcejeos. Nada de hacerse el vivo.
Claro, ésas no son las reglas de este juego.

Empieza la función. La escena arranca con el típico acercamiento del macho ante la
hembra. Él deja su vaso por ahí y se reacomoda en su asiento, de modo que su cuerpo quede
más cerca del mío. Mi corazón sigue latiendo al mismo ritmo. No hay vértigo. No creo querer
que me toque o me bese por más que sé que a esta altura es inevitable. Me apresto a jugar lo
mismo. Entonces viene el abrazo, el beso, el por fin te tengo. Qué ilusión. Es imposible que
me tengas. A mí no me tiene nadie. El abrazo y el beso desmañados, sin técnica, sin
refinamientos. Sólo un beso y un abrazo, una confusión momentánea de alientos. El deseo,
gran ausente, campea en él, no en mí.

Nueva escena, con cambio de decorado: las reglas del juego obligan a que esta escena, para
su adecuada representación, se desarrolle en una cama. Hay más besos y abrazos. Ella siempre
distante. Él cada vez más excitado. Llega el momento de sacarse la ropa. Ella no colabora. Le
deja la tarea a él, que es lo que corresponde, por otra parte. También corresponde que él diga
cuánto le gusta su cuerpo, cuánto tiempo soñó con este momento et caetera. A medio
desvestir todavía, él está obligado a respetar the time of her time y a preguntarle si está segura,
si de verdad quiere et caetera. Ella no responde, lo cual significa que está segura y que de
verdad quiere (aunque tal vez no quiera).
La comunicación humana es tan extraña. Si hubiera habido zsa zsa zsu jamás habríamos
asistido a algo tan ridículo como preguntarme si estoy segura o si de verdad quiero. No estoy
segura y no quiero, ¿satisfecho? Allí reside el problema: en que aún no hemos satisfecho a la
bestia. Sólo cuando haya sido satisfecha, podremos deshacernos de él y cortarle la cabeza,
como muchas hembras sabias hacen en el reino animal.
Ahora él termina de quitarse la ropa. Un hombre desnudo siempre es hermoso. Con esa
mezcla de curvas y protuberancias, riscos y suavidades, oquedades y reflejos… Un hombre
desnudo al que una desea siempre es hermoso, aunque pudiera tener algún que otro defectito.
El deseo los pasa por alto, los suple con la maravilla que emana de sus ojos cargados de
deseo, con las manos ávidas de mi carne, con la delicia de una erección que se debate contra
mis propias curvas y oquedades… El deseo, el thrill, la química, el zsa zsa zsu. La verdadera
máquina que pone en funcionamiento todo el resto.
Un hombre desnudo que una no desea es repulsivo. Se advierten todos los defectos y ni
siquiera la erección, lista y dispuesta, puede llegar a suplirlos, ocultarlos o pasarlos por alto. Y
ahí está, el señor ojos de perro, con su miembro en alto y su cuerpo de hombre común y
silvestre desvestido. Ni siquiera un lunar en la ingle o una marca de nacimiento en la nuca
para diferenciarlo del resto. Nada. Ni la turgencia de la juventud, ni los irreparables estragos
del paso del tiempo.

Nuevo cuadro. Llega el momento de la verdad. El señor va a obtener su premio, su


merecida recompensa. Preparen la salva de cañones, dispongan las fanfarrias. El señor va a
entrar, se va a Introducir en el Cuerpo. Ya hizo todos los deberes: lamió aplicadamente mis
pezones, acarició nalgas y piernas, se internó —no es tan chapado a la antigua, después de
todo— entre mis muslos sin demasiado asquito y en ningún momento me llevó la mano hacia
su miembro ni, Dios lo permita, me puso en la obligación de satisfacerlo con mi boca. El
señor es diestro, eso no puede negarse. No se introduce rápido y fuerte como un animal en
celo. No, no. Se demora un poco: ha de haber leído sobre la lubricación y la importancia del
juego previo en alguna revista non santa. Y al fin hace lo suyo: mete su carne en mi carne
pensando que me lleva directo al paraíso, que yo muero allí extasiada y que él muere
extasiado conmigo.

Último cuadro. Ahora viene lo bueno. Ya lo hicieron en la posición del misionero y en la


del perrito. Es la única exoticidad que él se ha permitido. Ella ha guardado un sospechoso
silencio todo el tiempo. ¿No debería estar gritando, gimiendo, volviéndose loca? Cuidado,
belle dame sans merci: estás rompiendo las reglas del juego. Eso no es conveniente. A ver, un
pequeño gemido, algo que le indique que va por buen camino. Bien, así. Con eso es
suficiente. Cuando él esté a punto de derramarse bastará un gemido algo más fuerte y
entrecortado. Él, en medio de su gloria, loor y satisfacción, no percibirá el fingimiento. Ahora,
un último estertor, dos o tres estocadas y listo, él se ha vertido dentro tuyo. Ha dejado su
simiente en tu interior, con la esperanza de haberte hecho un hijo (machito como él, claro).
Ahora se baja de tu cuerpo, abandona victorioso su trofeo, su pieza de caza y se va silbando
bajito.
El thrill, el vértigo, la emoción, la química, el zsa zsa zsu… cuentos chinos.
Lo único que importa son las reglas del juego.
Ignacio
(o Be in my video)

El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante


—Uy, disculpame, no te vi —Marina se había llevado a alguien por delante.
—No hay problema —él le sonrió—. Esa película es excelente.
—Sí, ya la vi. Pero necesito verla de nuevo para un curso que estoy haciendo.
—¿Tenés una buena video?
—Más o menos —respondió Marina—. Bah, en realidad ni siquiera es mía.
—¿Y sobre qué es el curso que estás haciendo, si se puede saber?
—Es un relevamiento sobre el color en la historia y la cultura. Dentro del cine, me pareció
que esta película era una buena representación de eso.
—Sí, la fotografía es excelente. Greenaway es un maestro.
Marina le sonrió. Había en él algo oscuro y luminoso a la vez.
—¿Qué hacés en un rato? —le dijo mirando a uno y otro lado del amplio video-club.
—Y, tendría que ir a ver la película. Necesito adelantar un poco…
—Te propongo una cosa… si me esperás hasta que cierre, podés venir a ver la peli en mi
casa.
—No sé, yo…
—Tengo un home-theater espectacular: vas a poder ver hasta el más mínimo detalle.
—Pero no quisiera molestarte, tal vez tengas algo que hacer…
—Si se trata de cine, no tengo nada más importante que hacer.
—Bueno… ¿y a qué hora cerrás?
Él miró el reloj.
—Hoy está medio flojo: en media hora, más o menos, podría estar cerrando. Mientras, si
querés, me hacés compañía. Mi socio me dejó solo hoy.
—Ah… ¿es tuyo el video?
—Sí. Bueno, mío y de mi socio. No recuerdo haberte visto antes…
—No… es la primera vez que vengo a alquilar algo.

Cuarenta minutos después, Ignacio —el dueño del video— condujo a Marina hasta su auto
y la llevó a su casa. Era cierto: el home-theater era espectacular. Ella nunca había visto un
televisor tan grande ni había tenido la posibilidad de escuchar con tanta nitidez los diálogos y
hasta lo más mínimos sonidos de una película. Miraron, en silencio, “El cocinero, el ladrón,
su mujer y su amante”. En las escenas eróticas, Marina se sintió un poco incómoda, más que
nada por la presencia de un hombre tan cerca, pero intentó que eso no interfiriera con el
trabajo que debía hacer. Trató de ignorar que se hallaba en la casa de un desconocido y
pretendió fingir que estaba en el cine, con un tipo bastante lindo sentado en la butaca de al
lado.
Al terminar la película, Ignacio le dijo si no quería quedarse a comer con él.
—En otro momento. Quisiera tomar unas notas con la película todavía fresca.
—Está bien —le dijo Ignacio—, pero entonces tenemos una cena pendiente.
—Bueno —le dijo ella sonriendo.
—¿El sábado a la noche te parece bien? Si querés, vemos alguna otra peli…
—Puede ser. ¿A qué hora?
—¿A las diez y media estará bien? Los sábados cierro el video cerca de las diez, a veces un
poco más tarde.
—A las diez y media. ¿Acá?
—Sí, acá —dijo Ignacio y le dio un beso prometedoramente cerca de los labios.

El sábado, casi cerca de las once, Marina se presentó en la casa de Ignacio, quien la recibió
con la mesa servida.
—Guau —dijo Marina, al sentarse.
—Me gusta agasajar a mis clientas —dijo Ignacio.
—Pero yo todavía no alquilé ni una película —ronroneó ella.
—Es lo de menos.

La cena transcurrió entre sonrisas, medias palabras y miradas electrizantes. Marina se


sintió muy a gusto con Ignacio, a pesar de advertir en él una mezcla de luz y oscuridad
pronunciada. De algún modo, eso lo volvía más atractivo, ya que no tenía ningún otro rasgo
que se destacara por sobre el resto. Si lo hubiera visto en la calle, no le hubiera prestado
atención: era —o bien, parecía— un hombre común y corriente. Sin embargo, a poco que se
lo mirara con más atención, surgía esa dualidad que ahora la mantenía en vilo. Se preguntaba
cuál sería el próximo paso. Algo le decía que las cosas no se desarrollarían por los carriles
habituales. Eso también le resultó atractivo.
Ignacio, después de cenar, la condujo hasta el living y le preguntó qué tenía ganas de ver.
—Nada en especial —contestó Marina. Él la miró largamente, se sentó a su lado y la besó.
Ella notó que no había gran pasión en el beso, como si él se estuviera conteniendo o
reservando para otro momento.
—A mí sí me gustaría ver algo… —dijo entonces Ignacio.
—¿Qué?
—Quiero ver cómo te desnudás para mí.
—Estás loco —Marina se soltó de su abrazo, amagó irse.
—¿Por qué? Dale… sacate la ropa para mí. Quiero verte —y le deslizó una mano artera
por la pierna.
Ella siguió negándose y él siguió acariciándole la pantorrilla con la yema de sus dedos.
—Dale… Si la ropa te la voy a sacar igual… pero me encantaría ver cómo te la sacás para
mí —las caricias en sus piernas lo corroboraban.
Cedió.

Sin decir palabra, Marina se levantó y se paró frente a él. Ignacio se repatingó en el sillón.
La expresión de su cara había cambiado por completo: de sus ojos se desprendía un halo
oscuro, esa nocturnidad que ya se le había vuelto irresistible. Se sintió en sus manos: hubiera
hecho cualquier cosa que él le hubiera pedido. Con calma, se desprendió el saquito de hilo y
lo dejó caer al suelo. Los ojos de Ignacio seguían cada uno de sus movimientos.
Acariciándose como sin querer los pechos, se sacó la remera y se la arrojó a la cara. Él la
apartó, descubriendo una sonrisa tan nocturna como su mirada. Se descalzó, se sacó los
broches del pelo y dejó que éste cayera. Posó las manos en su cintura y comenzó a
desabrocharse la pollera, que también cayó, como un telón, a sus pies. La pateó con
delicadeza y llevó las manos hasta su espalda. Se dio vuelta y se deshizo del corpiño. Sólo
volvió a colocarse frente a Ignacio cuando sus pechos fueron liberados de la prenda.
Enganchó entonces sus pulgares en las tiritas de la tanga y con lentitud la bajó, hasta dejarla
en el piso. La alejó y le sonrió con estudiada lascivia a Ignacio.
—Ahora quiero ver cómo me la chupás.
Ella se arrodilló a sus pies. Sin dilaciones, lo accedió y descubrió su miembro: un ejemplar
vibrante, dispuesto ya a recibirla. Lo saboreó con lentitud expectante antes de introducirlo por
completo en su boca. Ignacio seguía mirándola impasible aunque su expresión dejaba traslucir
el placer que lo invadía. Ella continuó paladeándolo, cerró sus ojos y se entregó al falo que,
cimbreante, se le ofrecía.
—¿Querés verte? —le preguntó Ignacio, todavía agitado.
Marina no entendía qué le estaba preguntando.
—¿Qué? —repuso, sentándose a su lado.
—Que si querés verte.
—¿Verme?
—Sí, verte. Ver lo que hacías recién.
—¿Eh?
Ignacio tomó el control remoto del home-theater, apretó algunos botones y en la enorme
pantalla, apareció Marina sacándose la ropa frente a él. Marina miró la pantalla y lo miró a él,
azorada.
—Disculpame que no te dije. Si te lo decía no ibas a salir tan natural. Te hubieras cohibido.
—¡Estás completamente loco! Sos un hijo de puta… ¿cómo hiciste? —una pausa nerviosa,
estaba tan asombrada que no podía hablar. Y a continuación:
—¿Por qué lo hiciste?
Ahora no sabía si estaba ofendida, humillada, enojada o increíblemente halagada y se
observó a sí misma, despojándose de su ropa y después inclinándose sobre él.
—Estuviste bárbara —dijo Ignacio, congelando la imagen.
—¿Cómo hiciste? —volvió a articular Marina—. Esto… es demasiado… Estás loco.
—Tengo una camarita escondida… ¿Te enojaste? Si querés, lo borramos enseguida.
—No… no me enojo… creo… Me sorprendiste… Nunca se me hubiera ocurrido. Aunque
ahora que lo pienso, es lógico.
—Sí, soy un adicto al cine. O si querés, a la imagen. Todo lo que tenga que ver con la
imagen, con lo visual me fascina.
Claro. Marina volvió a mirar la pantalla, en la que se la veía entregada a su libadora tarea,
y luego recorrió con la vista el living: el único mobiliario, además del sillón en el que estaban
sentados, estaba constituido por el mueble donde estaba instalado el home-theater. Las
paredes, pintadas de un color oscuro, estaban recubiertas por afiches de películas de todas las
clases y géneros, argentinas y extranjeras. Miró entonces a Ignacio, que nuevamente había
accionado el control remoto y seguía proyectando lo filmado hacía unos momentos. Se sintió
turbada y avergonzada al mismo tiempo. Verse en la pantalla la liberaba al tiempo que la
contenía aún más.
—Mirá, ¿no querés verte? Lo hiciste mejor que muchas “profesionales”. No te ofendas, te
lo digo de verdad.
Marina se acurrucó en el sillón y volvió a mirar la pantalla. La cámara debía estar colocada
en algún punto estratégico pero no podía adivinar exactamente cuál. Su cuerpo se movía
frente a Ignacio con total libertad y su sonrisa se tornaba cada vez más voluptuosa. Nunca
había sido consciente de eso. Ignacio miraba alternativamente la pantalla y a ella: sus ojos
volvían a despedir ese halo de oscuridad luminosa, de nocturnidad peligrosa que la había
subyugado antes. Ahora podía verse cómo se inclinaba sobre él, cómo su mirada también
adquiría un sesgo lujurioso y oscuro el mismo tiempo.
—Cuando me miraste así, casi exploto —dijo Ignacio. Marina siguió observándose, un
poco menos azorada.
—La verdad es que siempre me pregunté cómo me vería en el momento de…
—¿Y te lo imaginabas así?
—Sí… pero no lo veía tan claro, desde luego. Es… fascinante y repugnante al mismo
tiempo… lo de repugnante no va por vos, por favor.
—Es hasta que te acostumbres a verte.
—Es raro… ¿Puede uno acostumbrarse? ¿No dicen todos los actores que no soportan verse
en la pantalla?
—Sí, pero vos no estás actuando. Si te molesta, lo saco ¿eh?
—No… no. Debe ser como vos decís: hasta que uno se acostumbre…
—¿Nunca te habían filmado? Quiero decir, en un cumpleaños o una fiesta.
—Puede ser…, pero francamente no me acuerdo. En todo caso, nunca me consideré una
persona muy fotogénica que digamos. Por eso, supongo, la sorpresa.
—Sin embargo… Mirá… mirate… Sos increíblemente sensual y hermosa. Mirá, ahí estás
desatada… en ese momento ya no podía aguantar más —efectivamente, segundos después,
podía verse cómo Ignacio arribaba a su orgasmo.
—Guau —dijo Marina—. Estoy aturdida.
—Vení —le dijo Ignacio—. Vamos a tomar algo.

En la cocina, Ignacio sirvió sendos vasos de vino blanco y le ofreció uno a Marina.
Bebieron unos sorbos en silencio. Ella no podía dejar de notar la turgencia que se insinuaba en
los jeans entreabiertos de él ni podía dejar de notar el cosquilleo repentino que le había
asaltado la entrepierna. Ignacio se le acercó y el cosquilleo se transformó en franca excitación.
Besándose y abrazándose llegaron hasta la habitación de él: Marina apenas entrevió que la
decoración era similar a la del living y que también había un televisor —pero de dimensiones
menores— acompañado de una video. Luego, un placard empotrado y un gran equipo de
música, eso era todo.
—Acá no hay cámaras ¿no? —le preguntó a Ignacio, mientras él la recostaba en la cama.
—No.
—¿Seguro?
—Seguro.

Sexo, mentiras y video


—Vení, pasá. Te estaba mirando —le dijo Ignacio a Marina el sábado siguiente.
—¿Me estabas… mirando?
—Sí. Vení. Te estuve mirando toda la semana, bah.
Marina llegó hasta el living, dejó su cartera en un rincón del sillón y se sentó junto a
Ignacio. Éste apretó algunos botones en el control remoto y las imágenes poblaron
repentinamente la pantalla.
—Me mentiste…
—Bueno, yo…
—¡Me dijiste que no había cámaras en tu habitación!
—Vení, no te vayas… ¡No sabés lo que es…! Vení, por favor —Ignacio la retuvo con
esfuerzo a su lado.
—Pero sos un hijo de puta. ¡Me aseguraste que no había cámaras!
—Bueno, era para que no te cohibieras.
—Ese verso ya me lo hiciste.
—Vení, no te enojes. Mirá, por favor.
—Soltame —Marina se alejó de él.
Molesta pero intrigada, se dignó a mirar la pantalla: allí estaban los dos, desnudos, en
pleno combate. La cámara estaba dispuesta en algún ángulo recóndito de la habitación,
evidentemente el más conveniente con la disposición de la cama y de la luz, ya que las
imágenes eran de gran nitidez. Marina se agitaba sobre Ignacio y ambos parecían estar
librando una batalla en bandos separados pero indisolublemente unidos al mismo tiempo.
—Acá estás gozando como una loca, mirá. Se te ve en la cara.
Ella se observó: su rostro no parecía el suyo, transfigurado y arrasado por el placer. Sus
manos estrujaban sus propios pechos y todo su cuerpo se movía frenéticamente. Ignacio
recibía ese frenesí con más frenesí y procuraba darle alcance al tiempo que la perseguía.
—Mirá… ahí estamos por acabar.
Ahora Marina tenía sus manos sobre el pecho de Ignacio y su cabeza echada hacia atrás.
De su garganta se desprendían quejidos roncos y largos, que comenzaron a turbarla en contra
de su voluntad. Ignacio también gemía, más bien rugía, mientras todo su cuerpo parecía ser
presa de una insoportable tensión. Podía verse cómo Marina aceleraba los movimientos y
cómo finalmente ambos llegaban a la meta, después de tan frenética carrera. El grito de
Marina en el final quedó resonando en su cabeza, aún cuando Ignacio rebobinaba ya el video.
—Es uno de mis favoritos. Estuve mirándolo todas las noches. Es tremendo. Fue una
cogida perfecta.
—¿Uno de tus favoritos? —preguntó Marina, turbada. Ignacio puso de nuevo el video.
—Sí. Mirá, vamos a vernos de nuevo.

Sliver
—Te juro que no, que no estaba grabando ahora. Mirá —dijo Ignacio y levantándose de la
cama, abrió una de las puertas del placard y le mostró la cámara a Marina— ¿ves? Está
apagada.
—Sos de terror…
—No me digas que no te gustó verte…
—Es muy raro. No me acostumbro.
—¿Pero no te resulta excitante? —le preguntó él.
—Por un lado sí… pero por otro lado no, es como espiarse uno mismo… ¿Vos no tenés esa
sensación al verte?
—Sí, pero me encanta.
—Qué sé yo. No sé si podré acostumbrarme alguna vez.
—Tenés que verte varias veces, haciendo diferentes cosas. Quiero decir, no sólo cogiendo.
—¿Y eso resulta?
—A mí me resultó. Tengo videos míos haciendo cualquier pelotudez, sobre todo cuando
compré mi primer cámara.
—¿Y los mirás?
—Ahora ya no, pero al principio sí.
—¿Y te encontrás en ellos? Quiero decir: ¿no sentís que el que está en la pantalla es otro?
—Eso también me pasaba al principio. Ahora no. Es la extrañeza de verse, además de
“percibirse”.
—La otredad.
—Exacto.
Ignacio la besó.
—¿Y tenés videos tuyos con… otras mujeres? —preguntó Marina, arrepintiéndose al
instante.
—Tengo —respondió Ignacio.
—¿Y los mirás?
—Sí. A veces. Según cómo me pinte.
—¿Y sabían que las estabas filmando?
—Algunas sí… otras no.
—Y por supuesto las que no sabían…
—Bueno, depende de la situación también. Para algunas, lo excitante era saberlo.
—Qué loco. Todavía estoy sorprendida.
—Es natural. ¿Querés que nos veamos de nuevo?
—No, basta. En realidad…
—¿Qué?
—Me gustaría ver algún video tuyo… con otra.

Lolita
—¿Estás segura de lo que me estás pidiendo? —le preguntó Ignacio, incorporándose en la
cama. Marina lo miró fijo, aunque dudó un instante.
—Sí.
—Bueno —dijo Ignacio—, pero si algo te incomoda, por favor, me lo decís.
—Está bien.
—Vamos al living.
Semidesnudos, se dirigieron al living. Ignacio abrió el compartimiento más bajo del
mueble que contenía el home-theater: estaba repleto de cajas con videos. Rebuscó un poco y
sacó uno.
—Este te va a gustar… bah, no sé… Es otro de mis favoritos.
—¿Tenés un ranking de favoritos?
Ignacio se rió.
—Más o menos. Algunos son olvidables, la verdad, pero hay otros que… no puedo dejar
de verlos.
Colocó el video, apretó los botones correspondientes en el control remoto y se sentó en el
sillón junto a Marina. Las imágenes comenzaron a desfilar.
—Es una nena… —dijo Marina, al ver a quien en ese momento abrazaba a Ignacio en la
pantalla.
—Tan nena no es… Tenía quince años —Marina lo miró como diciendo “sigue siendo una
nena”, pero Ignacio ya estaba absorto en las imágenes. En ellas, se lo veía abrazando y
besando a una núbil quinceañera, quien respondía con ardor a sus besos y abrazos.
—Es la hija de mi socio —aclaró entonces—. Ahora tiene novio y no me da ni la hora la
pendeja.
Marina siguió observando: Ignacio desnudaba a la chica con lentitud y maestría, la
depositaba en su cama con suavidad y se sacaba su ropa también lentamente. Verlo desnudo y
en erección turbó a Marina, aún cuando no fuera ella la causa. Había algo en su desnudez o,
mejor dicho, en la imagen de su desnudez que, como comprobaría luego, siempre la incitaba y
la provocaba.
Miró al Ignacio de carne y hueso: reconcentrado en la pantalla, su miembro ya turgente, en
una mano el control remoto, la otra vagando por el cuerpo de Marina, y se le ocurrió que su
parte oscuramente luminosa se mostraba ahora a pleno y no sólo eso, sino que además estaba
haciendo aflorar una oscuridad similar en ella.
—La desvirgué yo a ésta —dijo luego—, pero eso no lo tengo grabado. No fue muy
bueno… Acá ya lo habíamos hecho varias veces.
Se notaba claramente: la chica le decía a Ignacio que le había gustado más que él estuviera
arriba en lugar de ella y que también le gustaba mucho que la besara mientras la penetraba,
aunque no lo decía exactamente con esas palabras. Ignacio se introducía lentamente en ella al
tiempo que la besaba en la boca y bajaba luego hasta sus pechos pequeños y volvía a subir
hasta su boca. Marina se acurrucó en el sillón, incómoda. Ignacio pareció no notarlo: seguía
sus propios movimientos en la pantalla.
—Mirá… esta parte es impresionante.
Marina miró, no muy convencida: la chica yacía ahora boca abajo. Su rostro reflejaba más
dolor que placer. Podía inferirse que el miembro de Ignacio se introducía con dificultad entre
sus nalgas.
—Al principio no quería… Después solamente lo hacíamos por atrás.
—¿Anduviste mucho tiempo con ella? —preguntó Marina.
—Seis meses, más o menos. Hasta que conoció al pendejito con el que sale ahora.
Las lágrimas y los sollozos desfiguraban los rasgos agraciados de la chica. Ignacio estaba
erguido sobre ella, sus ojos cerrados, sus músculos tensos, sus movimientos precisos y
calculados, no parecía importarle el sufrimiento que le estaba causando. Momentos después,
sus movimientos se volvían espasmódicos. La chica seguía llorando. Ahora Ignacio se
inclinaba sobre ella, le besaba la nuca, el nacimiento de las orejas. La visión de su lengua
culebreando de ese modo turbó tanto a Marina como antes la había turbado su desnudez.
Finalmente, Ignacio arribaba a su orgasmo con un último estertor que la chica no parecía
capaz de resistir.
—¿Te gustó? —le preguntó Ignacio, deteniendo el video.
—Sí —dijo Marina, dubitativamente.
—¿Te dio cosa?
—Y un poquito, sí, la verdad.
—Pero ¿por qué? ¿Por ella?
—Sí, por ella. La veo tan chiquita…
—Esto fue hace un año o más. Flor de guachita resultó.
—¿Sabía que la estabas grabando?
—Sí, ella me lo pidió.
—¿Y le gustó verse?
—Le encantó —dijo Ignacio y sacó el video.

White Palace
Durante toda esa semana, Marina no podía sacarse de la cabeza la imagen de Ignacio
sodomizando a esa chica. En los momentos más inoportunos esas imágenes —los sollozos de
la chica, Ignacio erguido sobre ella, los movimientos de su pelvis entre las nalgas que la
resistían— aparecían en su pantalla mental, turbándola y desconcentrándola. Se dijo que era
su parte oscura naciendo. O quizás era que siempre había tenido esa soterrada vocación de
voyeur y recién ahora lo advertía. Las veces que habló por teléfono con él intentó decirle lo
que le sucedía pero no le fue posible. Suponía que él le iba a restar importancia o le iba a decir
que era hasta que se acostumbrase. En alguna parte de su ser tenía miedo. Sabía que tenía la
opción de alejarse, pero la verdad era que no quería hacerlo: muy por el contrario, deseaba
acercarse aún más, atraída por su veta oscura y su excelente cama y, forzoso era admitirlo,
también por el condimento extra de poder verse a sí misma y verlo a él en situaciones en las
que nunca había pensado verse ni ver a nadie más. Ignacio se le ocurría un peligroso íncubo
que la cautivaba con su cuerpo y con las imágenes de su cuerpo, y la volvía ávida y sedienta
de más, una adicta a lo visual como él.
El sábado siguiente Ignacio volvía a recibirla en su casa, aunque esta vez no estaba
mirando video alguno. Marina, repentinamente excitada, lo tiró sobre el sillón del living y
comenzó a besarlo con furia y desazón: lo había deseado durante toda la semana y de pronto
sentía que ya no podía resistir más su propio deseo.
Sin que ella lo advirtiera, Ignacio encendió la cámara y ésta comenzó a grabar.

—Qué guerrera sos… Me encanta —le dijo Ignacio, todavía sacudido.


—No estabas grabando ¿no?
Ignacio no le contestó. Tomó el control remoto, que había caído al piso, apretó algunos
botones y en la pantalla apareció Marina besándolo enloquecida.
—¡Qué maldito sos…! ¿Cómo hacés?
—Ni loco me perdía esto… Se te veía al entrar que me ibas a violar —Ignacio soltó una
gran carcajada—. Me encanta cuando las mujeres se desatan así.
Marina lo abrazó y prestó atención a lo que sucedía en la pantalla: Ignacio, echado sobre el
sillón, era literalmente avasallado por su saña lujuriosa. Marina le apresaba las muñecas al
tiempo que le besaba el cuello y el pecho. Se detenía con largura en cada tetilla antes de bajar
hasta el ombligo.
—Me estabas volviendo loco… —dijo Ignacio al ver esas imágenes.
Ya en el ombligo, Marina le soltaba las muñecas, se elevaba sobre él y se sacaba el vestido.
Le desabrochaba el jean y se lo sacaba sin dilación alguna. Agachándose sobre él, le descubría
el miembro, completamente erecto, y se lo acariciaba con sus manos y su lengua antes de
deshacerse de su tanga y colocarse sobre él. Ignacio trataba de abrazarla pero ella lo
rechazaba.
—Estabas totalmente trastornada… guau.
Marina tomaba entonces el miembro con una de sus manos y se lo introducía ella misma.
Con todo el miembro dentro de sí, comenzaba a moverse, imponiendo su propio ritmo.
Ignacio la seguía, azorado y extasiado. Marina no articulaba palabra, de su boca sólo salían
gemidos prolongados. Al verse en la pantalla, revivió todas las sensaciones que había
experimentado momentos antes y se sintió húmeda de nuevo. Su pelvis chocaba contra la de
Ignacio y esto parecía excitarlos aún más. Podía oírse el crujir de los huesos, el aire que se
aplastaba entre los cuerpos. Marina, rabiosa, se agitaba sobre Ignacio, quien ahora le decía
que estaba por acabar. Ella no parecía escucharlo y seguía, moviéndose cada vez más fuerte y
más rápido, hasta que su orgasmo la desasió de sí misma y la arrojó sobre el cuerpo
tembloroso de él.
—Es impresionante —dijo Ignacio entonces—. Perdón —acotó—, vos sos impresionante
—y la besó, ratificándolo.

Más tarde, después de una sesión amatoria menos violenta y luego de haber comido,
Ignacio le preguntó si tenía ganas de ver algo.
—¿Algo como qué?
—No sé… Alguna peli… muchas no tengo acá pero tengo varios clásicos y algunas
imperdibles.
Marina hizo un gesto vago.
—O —dijo Ignacio entonces— podemos ver algún otro videíto mío… —y rió pícaramente.
Marina lo miró, también con picardía.
—Bueno… confieso que quería pedírtelo desde hoy pero… no me animaba.
—Qué tonta… ¿no sabés que sos mi dama especial? Todos vuestros deseos son órdenes.
Se dirigieron al living y se repitió la ceremonia del sábado anterior.
—¿Es otro de tus favoritos?
—Por supuesto. A ver qué te parece —Ignacio se sentó y accionó el video.
En la pantalla apareció él, esta vez en el living, bailando con una mujer rubia.
—¿Te gusta bailar? —le preguntó Marina.
—Me encanta. ¿A vos también?
—¡Claro!
—Os prometo todas las próximas piezas, entonces.
Siguieron observando la pantalla: la mujer rubia dio vuelta la cara y Marina pudo notar que
era algo mayor. Tendría unos cuarentitantos años, frisando ya los cincuenta. Era atractiva, no
obstante, y vestía con elegancia. Ignacio le sonreía y sus ojos desprendían el conocido halo
oscuro y luminoso.
—Sos un demonio ¿sabías? —le dijo entonces Marina.
—Vos no te quedás atrás… —le dijo él y la besó.
La mujer le decía algo parecido e Ignacio sonreía y la besaba del mismo modo en que lo
había hecho con Marina recién.
—¿Quién era? —quiso saber ella.
—Una clienta del video —dijo él—, después no la vi más.
Ignacio ahora había comenzado a desvestir a la mujer, siempre al ritmo de la música. Ya
desvestidos —Marina volvió a sentirse excitada ante la desnudez de Ignacio—, se habían
reclinado en el sillón, el mismo donde ahora ambos se abrazaban y miraban la pantalla, y
lentamente habían comenzado a hacer el amor.
—Fue una gran cogida.
—¿Sabía que la estabas grabando?
—No, nunca se enteró.
El cuerpo de la mujer evidenciaba el paso de los años pero no dejaba por ello de resultar
atrayente: se notaba que estaba cómoda en él. Ignacio la besaba con morosidad, se detenía en
cada pecho, se demoraba en penetrarla: parecía conocer perfectamente el tempo de cada
mujer. Las piernas de la mujer le rodearon la pelvis y la expresión de ambos se transformó:
Ignacio la había penetrado. Su cuerpo comenzó a ondular muy lentamente y Marina tuvo el
sordo deseo de ser penetrada en esa misma forma.
—¿Cuándo me vas a coger así? —le soltó en el oído.
—Ya mismo —siseó Ignacio y la besó con extrema lentitud.
Marina entrecerró los ojos pero por el rabillo aún podía ver la pantalla. El cuerpo de
Ignacio seguía ondulando sobre el de la mujer y su propio deseo se intensificaba. Él la recostó
con delicadeza y repitió los movimientos que antes había visto en la pantalla. Marina lo
recibió pasivamente, en contraste con el frenesí que la había acometido a su llegada. Ignacio
la saboreaba con parsimonia, la hacía desear cada movimiento suyo, amaestraba su lengua
para otorgarle mayor delectación aún. Ella volvió a observar la pantalla: la mujer estaba por
alcanzar su orgasmo. Su rostro crispado, las manos prendidas al pelo tirando a rubio de
Ignacio, todo su cuerpo vibrando con cada inmersión de él.
Ignacio ya no miraba la pantalla, la miraba a ella: la acariciaba con sus ojos, con su halo
oscuro y tenebroso. Lentamente se sumergió en la humanidad de Marina. Su cuerpo comenzó
a ondular sobre el de ella, quien de inmediato lo encerró entre sus piernas. Se oyó un quejido
rumoroso, como el de un animal satisfecho, acompañado por otros quejidos, agudos y
extremos.
Ninguno de los dos miró ya la pantalla: se estaban haciendo el amor con los ojos, junto con
el cuerpo. Ignacio tanteó con una de sus manos hasta apagar la video y se concentró,
exclusivamente, en proporcionarle placer a Marina.
Threesome
Ignacio se incorporó rápidamente a su vida. Marina se sentía cada vez más atraída: no era
sólo su lado oscuro ni los videos o lo bien que lo pasaban en la cama. Él era un gran
conversador, era sensible, comprensivo, y la trataba exquisitamente bien. Los sábados por la
noche ya se habían convertido en el momento más esperado, aunque algunas veces, durante la
semana, Marina solía pasar por el video cerca de la hora de cierre para irse después a su
departamento junto con Ignacio. En esos casos, miraban alguna película o bien escuchaban
música y charlaban. Los jueves era el único día en que Marina no podía pasar a buscar a
Ignacio: éste tenía una misteriosa actividad, que no había querido revelarle, después de cerrar
el video-club. A Marina le intrigaba pero no le daba mayor importancia.
Lo realmente importante eran los sábados por la noche, que ya se habían convertido en un
ritual: se encontraban, se hacían el amor, se filmaban, se miraban, volvían a hacerse el amor,
miraban los otros videos, volvían a verse ellos mismos… El placer se reduplicaba si estaban
en la cama y la pantalla. Marina seguía excitándose automáticamente al ver a Ignacio desnudo
en la pantalla y lo mismo le sucedía cuando él la miraba con su oscuro halo luminoso. Él
seguía diciéndole que era impresionante, que sus videos eran los mejores, que nunca había
tenido una mujer así consigo.

Un nuevo encuentro, un nuevo sábado.


Ya habían cenado aunque todavía no habían hecho el amor. Ignacio le había propuesto a
Marina ver una película erótica que había conseguido hacía muy poco y que todavía no había
visto. Marina había aceptado sin demasiado entusiasmo.
—¿O preferís otra cosa?
—Hace mucho que no veo a cierto actor, productor y director de sus propios videos… —
dijo juguetonamente.
—Hum… ¿lo conozco?
—Por supuesto… Es alto y rubio… y está muy bien dotado para las escenas de amor…
—Ajá. Creo que ya sé quién es. Si me permite, milady, veré si encuentro alguna de sus
grandes producciones.
Marina se arrellanó en el sillón y se dispuso a observar la gran pantalla. Ignacio encontró el
video que estaba buscando y lo puso. Las imágenes coparon la pantalla: Ignacio y una pareja
charlaban amistosamente.
—No te lo esperabas ¿no?
—No —dijo Marina, sorprendida—. ¿Son amigos tuyos?
—Más o menos. Conocidos, bah. Querían hacer un trío y… pensaron en mí. Yo jugaba al
fútbol con él —dijo señalando al integrante masculino de la pareja.
—Así que pensaron en vos… —dijo Marina socarronamente.
—Sí… bueno, habíamos salido de juerga algunas veces con este muchacho y… en fin.
Marina se rió. Ignacio la abrazó y le mordió un hombro.
—Sos un demonio, lo dicho.
—Callate y mirá.
En la pantalla, Ignacio y el otro hombre rodeaban a la mujer, que a Marina no le pareció
muy linda. Mientras Ignacio le acariciaba los pechos sobre la ropa, su pareja la abrazaba por
detrás y la besaba en el cuello. Podía verse cómo los hombres refregaban sus pubis contra el
cuerpo de ella. Marina experimentó el deseo de verse en la misma situación pero no dijo nada.
Ignacio pareció adivinar su pensamiento.
—Te gustaría estar así ¿no?
—No pienso responderte —le contestó Marina.
—Sí, te encantaría…
—Dejame ver.
Ignacio ya le había sacado la blusa a la mujer e iba ahora a despojarla de su corpiño. Su
pareja seguía besándole la nuca y con sus manos masajeaba sus caderas y muslos. Ignacio, a
continuación, hundía su cabeza entre los pechos de la mujer, quien estaba visiblemente
excitada. Lentamente, los hombres la fueron deslizando hasta recostarla en la cama. Parados
frente a ella se sacaron la ropa: Marina experimentó la turbación de siempre, redoblada ahora
por la presencia de otro miembro en escena, que ciertamente le resultaba atractivo.
—¿Te gusta más su pija o la mía? —le preguntó Ignacio.
—¿Cómo voy a saber si sólo conozco la tuya?
—¿Quiere decir que te gustaría conocer la de él también?
—Dejame ver, que se está poniendo interesante.
Ahora los dos hombres yacían a cada lado de la mujer, y la besaban y acariciaban: Ignacio
seguía con la cabeza hundida entre los pechos, erectos y abundantes, mientras que el otro
hombre tenía su cabeza alojada entre las piernas de ella. Podía notarse que la mujer estaba
absolutamente relajada y laxa: sus manos pendían de su cuerpo exánimes, se apoyaban
apenas, ora en Ignacio, ora en su pareja. El rostro trasuntaba el paraíso en el que se hallaba.
Su pareja emergió de entre sus piernas y lentamente, la dio vuelta, al tiempo que Ignacio se
iba colocando debajo.
Marina volvió a desear ser esa mujer.
—Podemos hacer un trío cuando quieras… —le dijo Ignacio, en voz muy baja y al oído.
Marina no le respondió y siguió mirando. La mujer parecía desmayada sobre el cuerpo de
Ignacio. Éste maniobraba intentando introducirse en ella. Su pareja también. De pronto, la
mujer se arqueó y dijo que así no, que de a uno por vez.
—Acá se nos asustó…
Marina continuó observando en silencio: era Ignacio el que la estaba penetrando ahora. El
ángulo en el que estaba la cámara no permitía ver cómo se introducía el miembro pero sí
podían apreciarse los movimientos que performaban los cuerpos. La pareja de la mujer le
acariciaba el pelo, los pechos, las caderas, al tiempo que los miraba y ocasionalmente se
acariciaba a sí mismo.
—Yo estaba como loco —dijo Ignacio y abrazó más fuerte a Marina.
Sus conocidos rugidos de animal salvaje satisfaciéndose arreciaron en la pantalla. La mujer
pareció desmayarse verdaderamente sobre él. Su pareja observaba todo con expresión
desencajada. Sin esperar a que su mujer recuperara el aliento, rápidamente se introdujo en
ella. Marina pudo ver el miembro de Ignacio que todavía rezumaba y tuvo el ya consabido
impulso de lamerlo y dejarlo inmaculado. El hombre penetraba violentamente a la mujer,
quien parecía haberse despertado súbitamente de un sueño y había comenzado a gritar.
Ignacio prestaba atención a la escena que se desarrollaba a su lado mientras recuperaba su
erección.
—Lo que viene ahora es mortal.
Arrodillado al lado de la mujer, le ofreció su pene erecto y ésta lo tomó con su boca. Su
pareja pareció enloquecer y comenzó a moverse todavía más rápido. Marina definitivamente
quiso ser esa mujer. Ignacio tomó por los cabellos a la mujer, obligándola a introducirse más
profundamente su miembro. El halo oscuro brotaba de sus ojos y parecía más oscuro que
nunca. El otro hombre estaba a punto de descargarse. Los ojos de la mujer parecían los de un
animal inmovilizado en una trampa mortal. Ignacio se agitaba contra su boca. Marina se sintió
tan perturbada que dejó de mirar, por un momento, la pantalla. Ignacio estaba reconcentrado
en lo que sucedía allí. Marina volvió a mirar y vio el exacto momento en que Ignacio le
eyaculaba en la boca a la mujer y su pareja hacía lo propio sobre su vientre.
—No me digas que no es uno de los mejores —le dijo Ignacio, parando el video.
Marina no le contestó. Lo reclinó sobre el sillón y se subió sobre su cuerpo.
Media hora más contigo
A veces salían, casi siempre al cine, pero sólo a ver películas cuidadosamente escogidas
por Ignacio, aunque por lo general estaban en la casa de él. Cada sábado, Marina se allegaba
al video-club cerca de la hora de cierre y a veces —si había muchos clientes— lo ayudaba un
poco. Si estaba el socio, simplemente se quedaba esperándolo, mientras recorría las distintas
secciones, escuchaba la conversaciones de la gente y las recomendaciones que se hacían unos
a otros. Ignacio se mostraba gentil y seductor con todo el mundo, mientras que su socio era
bastante hosco. Comprendía por qué no estaba casi nunca: no servía para el trato con el
público. Muchos la tomaban ya por una empleada del lugar y le hacían consultas acerca de
qué película llevar. Finalmente, la hora de cierre llegaba y Marina e Ignacio se retiraban hacia
la casa de él. A Marina le gustaba esta rutina aparente que escondía el secreto de sus
grabaciones y de las grabaciones de los otros encuentros que siempre la sorprendían. El video
del trío en el que había participado Ignacio la había dejado particularmente turbada. Durante
días la persiguieron esas imágenes y, por sobre todo, el sordo deseo de ser esa mujer y de
encontrarse en esa situación. Llegó a masturbarse con esas imágenes y hasta le pidió a Ignacio
que las volvieran a ver.
—Tengo una idea mejor —le dijo él entonces. La llevó al living, le dijo que se pusiera
cómoda, rebuscó entre los videos y colocó uno. Se sentó a su lado y accionó el control.
Aparecieron dos mujeres besándose, arrodilladas, en su cama. Marina notó que las
imágenes no eran del todo nítidas y que la cámara se movía.
—Son gatos ¿eh? Mis buenos mangos me salió esa joda —dijo Ignacio.
—¿Sos vos el que está grabando?
—Claro.
Las mujeres se acariciaban con pasión fingida. Podía oírse la voz de Ignacio que las
arengaba y les decía que se dejaran de mimitos y fueran a lo bueno.
—Estaba medio picado esa noche —aclaró, como disculpándose.
Las mujeres le obedecieron y comenzaron a sacarse la ropa una a la otra. Una era morocha,
muy morena de piel y la otra, rubia.
—¿Te gustan las rubias? —le preguntó Marina.
—No tanto como vos —le dijo Ignacio, besándola en el cuello.
Las mujeres comenzaron a lamerse los pechos. Los de la morocha eran sin duda los
mejores con sus pezones grandes, duros y erectos, que llamaban la atención de inmediato. La
rubia se los lamía con toda la lengua. Ignacio les decía “bien, bien, sigan así”. A continuación,
era la morocha quien lamía los pechos de la rubia, que no eran tan espectaculares. Ignacio
continuaba moviéndose y arengándolas. La rubia entonces comenzó a deslizarse por el cuerpo
de la otra hasta hundir su cabeza entre las piernas. Ignacio se acercó entonces de modo tal que
todo lo que se podía ver era una vulva roja lamida por una lengua igualmente roja.
—Bien porno —dijo Marina, entre risas.
—¿No te calienta? —le preguntó Ignacio.
—Me temo que estas cosas los calientan más a ustedes que a nosotras.
No obstante, siguió mirando: ahora Ignacio había alejado un poco la cámara y le había
dicho a la rubia “metele los dedos”. La rubia satisfizo su pedido y la imagen volvió a
acercarse. Se veía cómo sus dedos índice y anular entraban y salían de la vagina de la
morocha, quien acompañaba con sus caderas los movimientos. Luego, la imagen se perdía por
unos momentos e Ignacio aparecía en escena.
—Por fin —dijo Marina.
—¿Me estabas extrañando?
Marina lo besó y volvió a mirar: Ignacio, desnudo y con el miembro listo, se sentaba en
medio de la cama y les ordenaba a las mujeres que se lo chuparan. Raudamente, ambas se
inclinaban sobre él y lo lamían.
—Siempre había querido eso… pero lo que viene después es mejor.
Marina sintió la turbación habitual. El miembro de Ignacio retozaba entre las bocas y las
lenguas de una y otra mujer. Con sus manos, él le empujaba la cabeza a cada una y les pedía
más. Finalmente, esto pareció no alcanzarle y les pidió que se pusieran a cuatro patas, una al
lado de la otra. Tomando su miembro con una mano y colocando la otra en la cintura de la
morocha penetró a ésta en primer lugar. Le dio unas cuantas sacudidas y rápidamente pasó a
la rubia.
—La morocha era una bomba —dijo entonces Ignacio—. No me acuerdo cómo se
llamaba…
Ignacio las penetraba alternativamente. Sus movimientos eran vigorosos aunque ellas los
recibían con indiferencia. A Marina le hubiera gustado ser las dos mujeres al mismo tiempo y
poder recibir así, desdobladamente, a Ignacio.
—Mirá que cuando quieras armamos un trío… —volvió a insistir él.
Finalmente, su miembro, agotado por el combate, se alivió en las nalgas cobrizas de la
morocha.
Ignacio apagó el video y abrazó a Marina, quien lo observaba en silencio.
—¿No te gustó verme así?
—Otras cosas tuyas me gustaron más —dijo, la voz algo alterada.
—Ya sé… Te pusiste celosa porque dije que la morocha era una bomba ¿no?
—No, para nada…
—¿En serio?
—Sí, en serio. Ahora vas a ver quién es una verdadera bomba.

El juego de las lágrimas


Sábado tras sábado, Marina e Ignacio se observaban mutuamente. Ignacio le había
permitido a Marina empuñar la cámara y grabarlo mientras él le hacía burlas y morisquetas;
también mientras le cocinaba y mientras le hablaba de cine. Él había hecho lo mismo con ella,
sólo que su experta mano había captado escenas y matices distintos. En una de las
grabaciones sólo se veían las piernas de Marina y en otra sólo sus pechos. En otra grabación,
en la que Marina estaba preparando algo de comer, todo lo que podía verse era su trasero. No
obstante, en otra sólo se veía su cara. Como en un gran rompecabezas, Ignacio había ido
filmando bloques del cuerpo de ella: los que le resultaban más atractivos.
Marina había visto ya varios de los videos caseros de Ignacio: lo había visto con otras
mujeres, más grandes o más chicas; con quien había sido su última pareja antes que ella, y
había vuelto a ver el video del trío, su favorito por lejos. También había visto repetidas veces
los videos en los que ellos aparecían: desde aquel primero en que Marina se sacaba la ropa
delante de él hasta el que habían grabado el sábado anterior. Pensaba que la videoteca de
Ignacio ya no contenía más sorpresas o que si las contenía, él no quería revelárselas.
Ese sábado a la noche se sentía algo inquieta y decidió indagarlo.
—¿Tenés algún video que no me hayas mostrado? —le preguntó.
—No sé… Supongo que alguno de los primeros… pero los primeros son muy malos.
—¿No hay ninguno bueno que no me hayas mostrado todavía? —insistió.
—Y alguno debe haber… pero debe ser más de lo mismo.
—O sea que ya vimos todo tu ranking de favoritos.
—Creo que sí. A ver… Ah, no… No, no, no… Hay algo que no te mostré… Nunca se lo
mostré a nadie, en realidad. No sé si te gustará… aunque…
—¿Qué?
—Si hay una persona a quien se lo mostraría sin dudar, sos vos.
—¿Ah, sí? ¿Y a qué debo el honor?
—A que nunca me juzgaste y a que siempre fuiste sincera conmigo.
Marina le sonrió y lo besó.
—¿Y quién soy yo para juzgarte? Dale, mostramelo.
—Bueno, pero si no te gusta o te molesta, lo saco.
La ceremonia se repitió: se ubicaron ante el home-theater, Ignacio accionó el control y la
pantalla revivió con imágenes. A primera vista no había nada extraño: Ignacio charlaba
sentado en el borde de su cama con una mujer. No obstante, al mirar más atentamente, Marina
se dio cuenta de que no era una mujer la que estaba con Ignacio, sino un travesti. Se quedó
observando a Ignacio un instante, algo pasmada, y luego dirigió sus ojos a la pantalla.
—Y… quería cumplir la fantasía —aclaró él—. Fue para mi cumpleaños número treinta y
seis.
O sea, cuatro años antes, concluyó para sí Marina. El travesti vestía muy bien, con finura.
Su pelo parecía natural y no estaba maquillado en exceso. Sentado, y con las piernas cruzadas,
cualquiera habría dicho que se trataba de una mujer. Pero luego aparecían los pequeños
detalles que lo delataban: las venas de su cuello se marcaban notoriamente, junto a una nuez
de Adán prominente e inquieta; sus mandíbulas estaban fuertemente delineadas; su voz, a
pesar de todos sus esfuerzos, era bastante gruesa; sus rodillas no tenían la redondez que suelen
tener las rodillas femeninas. No obstante, sus rasgos eran agraciados y sus maneras no eran
exageradas ni grotescas.
—Casi se podría decir que es lindo o linda, qué sé yo —dijo Marina.
—Sí, me aseguré bien de que no fuera un bagayo ni tampoco un ridículo.
—¿Y cómo lo conociste? —quiso saber.
—Un aviso en una revista. Primero nos encontramos en un bar un par de veces, y después
concretamos esta cita.
Miraron la pantalla: Ignacio y el travesti estaban ahora parados a los pies de la cama y se
besaban.
—Sabía besar muy bien —acotó Ignacio.
Las manos de él recorrían el cuerpo enjuto del travesti: se detuvieron largamente en los
senos y luego en su pubis.
—No sabés qué flash encontrar una pija en lugar de una concha.
Marina siguió observando, fascinada: Ignacio y el travesti comenzaron a sacarse la ropa. El
travesti se desnudó rápidamente. Tenía la piel tensa y cetrina, con escaso vello alrededor de su
miembro lacio. Se notaba que sus senos no eran naturales pero no eran desagradables a la
vista. Sentó a Ignacio en el borde de la cama y terminó de desnudarlo.
—Yo estaba loquísimo —dijo éste.
El travesti se inclinaba ahora sobre el pene de Ignacio y comenzaba a lamerlo, con
maestría.
—¿Es cierto que los travestis la chupan mejor que las mujeres? —indagó, recelosa,
Marina.
—Mejor que algunas mujeres, sí. Pero otras los superan —dijo Ignacio, mirándola
suspicazmente.
Los carnosos labios pintados se cerraban sobre el glande. El travesti se engullía luego casi
todo el miembro de Ignacio en su boca y encerraba el resto con sus manos, de uñas largas y
rojas. Ignacio ya rugía, parecía a punto de no resistir más. El travesti continuaba sorbiéndolo y
sobándolo, indiferente a sus súplicas. Parecía decirle “yo doy las órdenes” cada vez que su
boca lo encerraba. Marina, turbada, observó al Ignacio de carne y hueso: su respiración se
había alterado, la turgencia abultaba ya entre sus piernas.
—Hacía mucho que no lo miraba —dijo él entonces—. Guau, me había olvidado.
Marina continuó observándolo: le revolvió el pelo, después se alejó, se estiró, le acarició la
espalda con uno de sus pies y con el otro el pecho. Ignacio tomó entre sus manos ese pie y se
lo besó, tras lo cual comenzó a lamérselo.
—¿Sos fetichista de los pies? —le preguntó Marina, la vista otra vez fija en la pantalla.
—Soy fetichista tuyo —dijo Ignacio, con el pie de Marina todavía en su boca. Ella se rió y
siguió acariciándolo con el otro pie.
Volvió la vista a la pantalla: Ignacio ya le había avisado al travesti que iba a acabar, que no
aguantaba más, que se estaba volviendo loco, y el travesti continuó, siempre indiferente a lo
que él le decía. Ignacio se revolvió contra su boca y su cara se crispó en el momento que
eyaculó. El travesti no lo soltó hasta que Ignacio no perdió su erección.
—¿Querés ver lo que sigue? —le preguntó entonces a Marina.
—¿Qué sigue? —quiso saber ella.
—Cómo me lo cogí.
—A ver.
El video siguió desplegando sus imágenes. Nuevamente, el travesti e Ignacio estaban en la
cama. Las manos de él se deslizaban por el cuerpo prieto del travesti al tiempo que lo besaba
desaforadamente en la boca.
—Creo que pocas veces en mi vida había estado tan al palo —dijo Ignacio al verse.
Ahora le masajeaba ambos a pies a Marina. A continuación, en el video, el travesti
aparecía ofreciéndole la espalda a Ignacio, que se la acariciaba con ambas manos. Su
miembro parecía haber cobrado una nueva dimensión, tan erecto y firme se veía.
—Te juro que me dolía de lo caliente que estaba.
Luego de ensalivar el glande, se había aproximado a las nalgas henchidas del travesti y
había empezado a moverlo entre ellas en forma circular.
—¿Cuándo me vas a dejar que te haga el orto, eh?
—Callate, dejame ver… Y seguí acariciándome los pies, que está buenísimo —dijo
Marina.
Después de los movimientos circulares, el miembro de Ignacio, dirigido por su mano y ya
cubierto por un preservativo, se introducía en el travesti. Marina recordó el video en el que
sodomizaba a la quinceañera y se sintió alterada. Al mismo tiempo, el masaje y las caricias en
los pies la relajaban y le aletargaban el cuerpo. Con notorio esfuerzo, el pene de Ignacio había
logrado introducirse casi en su totalidad en el travesti, quien gemía quedamente. Ignacio,
entonces, había comenzado el vaivén: lento al principio, rápido después. Marina podía ver
cómo su pelvis rebotaba contra las nalgas del travesti y cómo el goce se le instalaba en el
rostro. Sus manos se aferraban a la cintura del otro y sus ojos se habían cerrado: no obstante,
su halo oscuro luminoso era tan potente como en otras ocasiones. Nunca, como en ese
momento, a Marina le pareció más un demonio.
El Ignacio de carne y hueso, mientras tanto, había vuelto a chuparle los dedos de un pie a
Marina, y se apoyaba el otro pie sobre su miembro, listo para librar todos los combates. El
Ignacio de la pantalla seguía sometiendo al travesti, concentrado única y exclusivamente en su
satisfacción. Sus rugidos se acercaban, los movimientos se aceleraban, su halo se volvía más
oscuro y más luminoso que nunca. De un momento a otro, su bestia se vio satisfecha y dejó
caer, atontada, a su presa, mientras él caía también a su lado, el cuerpo palpitante, todo
estremecido.
—Che, esto de los pies es maravilloso… ¿Te gustó mi fiestita de cumpleaños? —le
preguntó Ignacio, parando el video.
—Muy buena… Además, nunca me lo hubiera imaginado. Francamente, sos una caja de
sorpresas.
—Sí, es cierto —y soltó una gran carcajada.
—Me pregunto qué otras sorpresitas tendrás reservadas para mí —le dijo Marina,
acentuando la presión de su pie sobre su pene.
—Ya vas a ver… Si te las cuento, dejarían de ser sorpresitas —dijo Ignacio, mordiéndole
los dedos del pie que le había lamido antes.
Belleza americana
—Hoy tengo una sorpresa para vos.
—¿De verdad? ¿Una sorpresa? —arremetió Marina, besándolo.
—Bah, un regalo en realidad. Algo que hice para vos.
—¡A ver!
—Vení, sentate —le dijo Ignacio y se sentó a su lado en el sillón del living—. Espero que
te guste —y accionó el home-theater.
En la pantalla, aparecía su habitación vacía. De pronto, irrumpía Ignacio y decía,
directamente a la cámara, “para vos, Marina, mi amor”. Acto seguido, se deshacía de la salida
de baño que llevaba puesta, descubriendo su desnudez turgente, y se sentaba en el borde de la
cama.
—¿Qué hiciste, loco? —le dijo Marina, abrazándose a él.
—Mirá.
Reflexivamente, como si estuviera haciendo otra cosa, Ignacio tomaba con la mano
derecha su miembro y lo recorría en toda su extensión. Su blancura firme se mostraba en toda
su altivez: Marina no pudo dejar de sentirse turbada como tantas otras veces, aunque esta vez
la turbación fue mayor.
—¿En qué estabas pensando? —se animó a preguntarle.
—Me estaba acordando de la vez que entraste y me violaste —ambos rieron.
La mano de Ignacio continuaba acariciando el miembro con lentitud, como si estuviera
modelándolo. El halo oscuro luminoso de sus ojos dominaba ya toda la escena. Marina notó
que tenía el pelo mojado, recién salido del baño. Del cuerpo le brotaba también cierto brillo, o
más bien, una opalescencia que lo volvía aún más atractivo. La transformación se estaba
operando: Ignacio había cerrado sus ojos y echado su cabeza hacia atrás. Su mano empuñaba
con firmeza su carne más urgente, de donde parecía surgir ahora la fuente de su oscuridad
luminosa. Congestionado, recibía los mandobles de su propia mano con un goce furioso. El
cuerpo de Ignacio también evidenciaba la tensión a la que estaba siendo sometido. Marina
deseó convertirse en la mano de él, volver todo su cuerpo una gran mano que lo satisfaciera
de aquella forma. Se abrazó más a él y reprimió el impulso de besarlo, pues sabía que al sólo
contacto de sus bocas los demonios que los habitaban a ambos se desatarían y se anudarían
inmediatamente entre sí y no los soltarían hasta haberse aniquilado por completo.
En la pantalla, Ignacio gemía y su mano se había vuelto una excelsa máquina sincronizada
con su pene. Todo su cuerpo esperaba el momento del embate final, el momento de caer
vencido, al fin, por sí mismo. Los gemidos se transformaron en los conocidos rugidos que
también, invariablemente, perturbaron a Marina. Ella siguió resistiendo la tentación de
besarlo. Ya se precipitaba el fin: un último rugido animal desbocó a Ignacio y una pequeña
pero profusa catarata de semen saltó de la cumbre de su miembro hacia el vacío. Todavía fluía
cuando Ignacio quedó abatido sobre la cama. Instantes después, el video terminaba. Ignacio lo
apagó y miró a Marina.
Las palabras estaban de más: se fueron a la cama de inmediato.

Las edades de Lulú


—¿Por qué no podemos vernos los jueves? —le preguntó Marina a Ignacio un miércoles
que estaban en su departamento.
—Ya te dije, tengo cosas que hacer después de cerrar el video.
—Ya sé, pero ¿qué cosas? —insistió Marina.
—Sos chusma, ¿eh? —le dijo Ignacio y la abrazó.
—Quiero saber.
—No hinches. No ando con otra mina si es eso lo que te preocupa.
—No es eso. Quiero saber el por qué, nada más. ¿Jugás al fútbol?
—No. Hace rato ya que no juego.
—¿Vas a alguna sociedad secreta? —Ignacio se rió.
—Basta. No te pienso decir.
—Entonces lo voy a averiguar. Te voy a seguir.
—Seguime. No vas a ir a muy lejos.
—Te voy a seguir y voy a entrar a donde vayas, aunque sea un antro o un lugar donde no
admitan mujeres.
—Lamento decepcionarte, pero no es ningún antro y se admiten mujeres…
—Bueno, más razones para develar el enigma —argumentó Marina.
—¿Acaso yo sé a dónde vas en cada minuto de tu vida?
—No, pero sabés por dónde me muevo, mayormente.
—Mayormente, ¿ves? Significa que hay espacios de tiempo en los que puedo no saber
dónde estás. Y eso no me quita el sueño. ¿Por qué te inquieta tanto saber dónde estoy los
jueves a la noche?
—Porque soy chusma, ya lo dijiste. No es que te esté controlando, es que me llama la
atención tanto misterio.
—Tendrías que ser detective, vos… No hago nada ilegal, no me acuesto con otra, no estoy
en una secta, ¿suficiente?
—No. Te voy a seguir, vas a ver, y lo voy a descubrir.
—Está bien. Hacé lo que quieras. No creo que te sorprenda demasiado.
—Te voy a seguir. En serio te digo.
—¿Y por qué no me seguís a la cama ahora, eh? —le susurró Ignacio, socarrón, y la enlazó
por la cintura.

El jueves de la semana siguiente Marina se apostó en las cercanías del video-club y esperó
hasta la hora de cierre. Puntualmente, las cortinas bajaron e Ignacio y el socio se despidieron
una vez que las aseguraron con candados. Ignacio se dirigió a su auto. Marina le dijo al
remisero “siga a ese auto, pero que no se dé cuenta de que lo estamos siguiendo”.
Internamente se rió de la situación. El remisero la miró indiferente. El auto de Ignacio se
internaba por las calles con serenidad. Para sorpresa de Marina seguía un recorrido conocido.
¿Se estaba dirigiendo a su casa? ¿Cuál era el secreto entonces?
En efecto, Ignacio había frenado el auto en su garage y se había bajado a abrir el portón.
Marina le dijo al remisero que frenara el auto y esperara. Ignacio, el auto ya guardado, se
internó en su casa. Era evidente que o saldría en un rato (pero, entonces, ¿para qué guardar el
auto?) o que alguien vendría a visitarlo. No me acuesto con otra, claro que no… se dijo
Marina con sorna. Un rato después —Marina ya se estaba impacientando—, alguien se detuvo
en la puerta de la casa de Ignacio y tocó timbre. No era una mujer, sino un hombre. Ignacio le
abrió, lo saludó efusivamente y lo hizo pasar. Claro, se dijo Marina, va a hacer una
festichola… Bueno, eso está por verse.
Dejó que pasaran unos instantes, le preguntó al remisero cuánto era, le pagó y se bajó del
auto. El remisero, intuyendo quizás algún peligro, le preguntó si no quería que la esperara.
Ella le agradeció y se dirigió con paso resuelto hacia la casa de Ignacio. Sin embargo, juzgó
mejor esperar un rato más. Quizás vendría alguna otra persona. La noche anunciaba ya la
primavera. De pronto, se sintió ridícula al estar espiándolo así y estuvo a punto de irse a su
casa. Lamentó haber despedido al remís. Luego se dijo que estaba allí para averiguar cuál era
esa actividad tan misteriosa que le impedía a Ignacio estar con ella los jueves y se decidió.
Tocó timbre y esperó. Ignacio asomó su cabeza por la puerta entreabierta y salió rápidamente.
—¿Qué hacés acá? —le dijo al verla.
—Te dije que te iba a seguir —respondió Marina.
—Y yo te dije que no ibas a ir muy lejos… —la besó en la boca—, ni te ibas a sorprender
demasiado. Pasá.
Marina entró. En el sillón del living estaba la persona que había entrado antes.
—Germán, te presento a mi dama especial, en vivo y en directo, je je, Marina. Marina, él
es mi hermano Germán.
Se dieron un beso en la mejilla.
—Hola. Mucho gusto —dijo ella, tímida.
—El gusto es mío. Sos mucho más linda en persona.
Al oír eso, Marina notó que el home-theater estaba encendido y que su propia imagen
estaba congelada en la pantalla. Lo miró a Ignacio con furia asesina.
—Vení —le dijo éste y la condujo a la cocina—. Antes de que armes un escándalo, oíme:
todos los jueves me junto con mi hermano a ver videos. Él es tan fanático del cine como yo. A
veces vemos películas y a veces vemos mis videos, es cierto. Le estaba mostrando el último
nuestro, pero es la primera vez que le muestro algo de nosotros dos.
Marina lo miró en silencio, tratando de procesar la información y reprimir el deseo de
acogotarlo allí mismo.
—Así que esto es lo que hacés los jueves a la noche…
—Sí. Mi hermano es casado y el tarado se casó con una mina a la que ni siquiera le gustan
las películas ligeramente porno. Así que, una vez, jodiendo, yo le mostré uno de mis videos y
bueh… cada tanto, vemos alguno.
—De tu ranking de favoritos ¿no?
—Sí, de mi ranking de favoritos. Pero te juro que es la primera vez que le muestro uno de
los nuestros —Ignacio la abrazó—. ¿Me perdonás…? Nunca se me ocurrió que fueras a
venir… Dame un beso, vení.
Se besaron, pero Marina todavía estaba tensa.
—Sos un… demonio… No tenés límites. En cualquier momento vas a poner en alquiler
nuestros propios videos.
—No, tonta…, pero vos podés mostrárselos a quien quieras, gratis.
—Sos…
—¿Qué, qué soy?
—Increíble —dijo Marina y lo besó largamente.
—Perdonen… No quisiera interrumpir —era la voz de Germán—, pero mejor vuelvo en
otro momento ¿no?
—No, no —dijo Ignacio, soltando a Marina y tomándola de la mano—. Ahora vamos a
comer y a tomar algo los tres. ¿Qué les parece?
Germán insistió en que mejor se iba, que él no tenía problemas en dejar todo para el
próximo jueves. Ignacio le repitió que estaba todo bien, que Marina había decidido darles una
sorpresa y que sin lugar a dudas podían pasar un buen rato los tres juntos. Al decir esto, le
sonrió más oscuramente que nunca a Marina. Por su cabeza cruzó, fugaz, la idea de un trío
con Ignacio y el hermano pero enseguida la desechó: Germán no parecía dispuesto a tanto. Al
recapacitar en lo que había pensado, se dijo que quizás era ella la que no estaba dispuesta a
tanto. ¿O acaso sí? Ignacio apagó el home-theater y la ayudó a poner la mesa y disponer la
comida en ella.
Durante la cena, Germán se fue soltando y Marina aprovechó para observarlo un poco
mejor. Mientras él hablaba de los sinsabores de su matrimonio, ella le encontraba parecidos y
diferencias con Ignacio: tenía el pelo castaño claro en vez de rubio y más largo, y tampoco
tenía el halo oscuro luminoso tan característico de Ignacio. En cambio, tenía una sonrisa
bellísima y el mismo charme seductor que su hermano. Físicamente era muy parecido, aunque
parecía tener el cuerpo más desarrollado. Seguramente haría alguna actividad más desgastante
que atender un video-club. La voz también era parecida. Marina no pudo dejar de preguntarse
si él también rugiría como su hermano en el momento cúlmine y seguidamente se reprochó
estar siempre pensando en esas cosas. También observó que tenía los ojos claros, grises o
verdosos. Tal vez por eso no tenía el bendito halo que tanto la trastornaba en Ignacio. Al notar
que Germán también la observaba de reojo, se concentró en la comida.
Cuando ya habían terminado de cenar, levantó la mesa.
—Dejá —le dijo Ignacio, dándole una palmada en la cola—. Después yo lavo.
—Es un segundo. ¿Por qué no preparás algo para tomar? —le sugirió y cuando Ignacio se
levantó, le devolvió la palmada.
—¿Ves? —dijo dirigiéndose a Germán—. Así hay que tratarlo.
Todos rieron.
Ignacio preparó uno de sus tragos favoritos, el tequila sunrise, mientras Marina terminaba
de limpiar la mesa y los platos. Germán le ofreció ayuda, pero ella le respondió que no era
necesario, que ya terminaba. Una sutil pero creciente corriente eléctrica, que Marina aún no
podía decidir si era o bien incomodidad o bien deseo, se había instalado entre ellos y ahora se
ratificaba con la sonrisa que Germán le obsequiaba. Ignacio ya había servido los tragos y
todos volvieron a sentarse alrededor de la mesa. Brindaron por el encuentro y bebieron el
líquido anaranjado.
Cuando ya los vasos estaban por quedar vacíos, Ignacio propuso repostarlos e ir a mirar
alguna película. Marina no permitió que volviera a llenarle el suyo, pues ya sentía el tequila
titilándole en el cuerpo ¿o era la cercanía de ambos? Se dirigieron hacia el living y se planteó
la discusión acerca de qué mirar.
Tras alguna vacilación, Ignacio colocó un video que —según dijo— habían comprado con
su socio la semana anterior y todavía no había visto. Marina temió que fuera una treta y que
fuera ella la que apareciera en la pantalla, pero se tranquilizó al ver las publicidades previas,
secuencia rápidamente salteada por Ignacio.
Inexorablemente, quedó sentada entre medio de los hermanos.
La película comenzó. Su título no presagiaba nada definido. Ignacio dijo que estaba
dirigida por un nuevo director francés que la estaba rompiendo en Europa. En sus primeros
tramos todo era bastante convencional. No había nada que llamara la atención de Marina,
quien se acurrucó sobre Ignacio. Él la besó y abrazó. El calor que emanaba de su cuerpo la
aletargaba, sensación que se veía favorecida por el tequila. No obstante, algo la mantenía
alerta y era la presencia de otro cuerpo masculino tan cerca, al que rozaba con parte de sus
muslos y caderas.
El demonio meridiano de su carne, siempre insaciable, le susurraba al oído que era una
inmejorable oportunidad para llevar a cabo la fantasía que venía obsesionándola desde que lo
viera a Ignacio en aquel video del trío. Sin embargo, algo también la cohibía, la hacía
retroceder aun cuando recordaba las tantas veces en que él, nunca sabía si en joda o en serio,
le había dicho que podían armar un trío cuando ella quisiera. No terminaba de animarse, a
pesar de que la corriente eléctrica con Germán parecía recrudecer con la cercanía en la que
ahora se encontraban.
Marina ya había dejado de prestarle atención a la película. Ignacio seguía abrazándola pero
ya se hallaba totalmente concentrado en ella. Reacomodó el cuerpo, de manera que pudiera
observar disimuladamente a Germán. Éste también parecía absorto en la película. Miró la
pantalla fugazmente y comprendió: dos cuerpos femeninos estaban desnudos y estrechamente
unidos en una cuidada escena erótica. Un hombre, semiescondido, espiaba. Marina prefería
observar a los hombres de carne y hueso que tenía a su lado. Podría descalzarse como al
descuido, acurrucarse otra vez en el cuerpo de Ignacio y, si era hábil, acariciar con uno de sus
pies el muslo de Germán. También podría fingirse dormida y dejar caer lentamente su cuerpo
hacia él, en lugar de dejarlo caer hacia el lado contrario. Podía asimismo levantarse e ir al
baño y volver, como si tal cosa, con menos ropa de la que se había ido. No, eso era muy
burdo. Parecería salido de una película como la que estaban viendo. Las imágenes de aquel
trío volvieron a su mente. Recordó cuando Ignacio le dijo “acá se nos asustó”, haciendo
referencia a la negativa de la mujer a ser penetrada por los dos hombres al mismo tiempo.
¿Ella también se asustaría?
Volvió a mirar la pantalla. El hombre que antes estaba semiescondido, espiando a las
mujeres, se revolcaba ahora en una cama, al parecer con una de ellas. Otra, presumiblemente
de la escena anterior, los espiaba a su vez. Marina ya podía prever la próxima escena. Dejó de
mirar. Se quitó las sandalias, pretextando alguna vaguedad acerca de haber caminado todo el
día. Ignacio la miró un momento: en su mirada se leía aprobación. Marina seguía con el
cuerpo aletargado y alerta al mismo tiempo. Fue reacomodándose de modo que sus pies
quedaran al alcance de Ignacio. Éste se los tomó y los colocó en su regazo. Distraídamente los
acariciaba con una mano. Marina se sintió aún más relajada.
Inclinaba su cuerpo hacia Germán: él no parecía rechazar sus avances. Lo miró: su vista
fija en la pantalla no translucía el menor indicio de lo que estaba pasando por su mente.
Marina notó que sus brazos eran fuertes, más que los de su hermano. Tuvo el impulso de
acariciarle el pelo, como a veces hacía con Ignacio, pero se reprimió. Intuía que un solo paso
en falso podría desencadenar una imparable tormenta sexual sobre ellos y le gustaba la
incertidumbre que se había instalado. Se daba cuenta de que Ignacio también lo disfrutaba.
Había vuelto a mirarla y había vuelto a regalarle esa mirada cómplice y aprobatoria.
Imaginó entonces que se quedaba dormida en medio de ambos. Germán e Ignacio se
olvidaban de la película y se corrían para que su cuerpo ocupara todo el espacio necesario en
el sillón. En silencio y con movimientos cautelosos, los hermanos le abrían la camisa, la
libraban el corpiño, le subían la pollera. Creerían que estaba dormida pero ella estaría
despierta. Fingiría dormir para ver qué conducta seguían. Germán le diría entonces a Ignacio
que quería besarla e Ignacio le contestaría que podía hacer con ella lo que quisiera, que ella
jamás se iba a enterar. Germán entonces depositaría besos muy suaves, como de niño, en las
crestas de sus pechos y lentamente se acercaría a su boca. Ella tendría que resistir con todas
sus fuerzas los labios y la lengua que la provocarían sin descanso. Abriría apenitas los ojos
para ver cómo ambos hermanos se desnudaban, pero luego debería contentarse con sentirlos,
sin exteriorizar ni una pizca del placer que estaría sintiendo. Sería imposible. ¿Podría llegar a
dominar su cuerpo de esa manera?
Abrió los ojos. Por un momento creyó que no había imaginado nada de eso pero no era así:
Ignacio seguía masajeándole los pies muy sereno y Germán había colocado su brazo derecho
sobre el respaldo del sillón, de modo que ella pudiera recostarse sobre él sin problema. Al ver
que Ignacio seguía atentamente la pantalla, miró a Germán, quien giró la cabeza hacia ella y
se la quedó mirando. Marina pensó que podría besarlo y nada pasaría: Ignacio no se enojaría,
muy por el contrario, accionaría el control remoto rápidamente y se dispondría a disfrutar, con
su oscuro halo luminoso, de los acontecimientos. Por la mirada de Germán parecieron desfilar
pensamientos parecidos, pero ninguno de los dos se atrevió a dar el salto. Marina sintió unos
pequeños tironeos en sus pies. Miró a Ignacio, cuya oscuridad se veía notoriamente
acentuada, quien le guiñaba un ojo aunque a Marina no le quedaba claro si eso significaba que
tenía pista libre o que él la estaba observando atentamente y, por lo tanto, debía tener cuidado
con lo que hacía.
Por un momento, volvió sus ojos a la pantalla: un revoltijo de cuerpos desnudos copaba la
escena ahora. Ignacio y Germán estaban embebidos en esas imágenes. Marina decidió
perturbarlos un poquitín y fue estirándose, simulando que estaba a punto de quedarse
dormida, hasta quedar con las piernas en el regazo de Ignacio y la cabeza en el de Germán.
Dejó caer sus brazos, laxos, a los costados del cuerpo pero antes logró que su pelo le tapara
parte de la cara y luego entrecerró los ojos. Ignacio le seguía acariciando los pies y
fugazmente le lamió un dedo. Un espasmo le recorrió la columna vertebral y se irradió a todo
su cuerpo. Germán dejó de observar la pantalla y apoyó su mano derecha en la cabeza de
Marina. Con suavidad, le acarició la sien y el pelo pero eso fue todo. Ignacio volvió a lamerle
fugazmente un dedo del pie y el estremecimiento volvió a recorrerla entera. Giró un poco su
cabeza, de modo que Germán pudiera admirar su cuello pero él seguía con la vista en la
pantalla. No obstante, su mano, grande y pesada, continuaba tentándola sobre su frente. Iba ya
a hacer algún movimiento que los incitara definitivamente cuando la película terminó.
Ignacio la abrazó y la levantó y Marina se disculpó por haberse quedado dormida. Pretextó
estar cansada. Germán la observaba sin decir palabra. Marina se calzó y se dirigió al baño.
Aguzó el oído pero no logró escuchar nada de lo que los hermanos pudieran estar hablando.
Al salir, Germán ya estaba listo para irse y se despidió de ella con un beso leve, muy cerca de
la comisura de los labios. Ignacio lo acompañó hasta la puerta. Nuevamente, Marina trató de
oír sus palabras pero fue inútil.
Ignacio entró y apagó el home-theater. La abrazó y besó con lentitud. Le murmuró al oído
“te vi” y luego le repitió “no creas que no te vi, porque te vi” y la abrazó con más fuerza aún.
La levantó en vilo y montada sobre su cuerpo se la llevó al dormitorio. La arrojó en la cama y
su halo oscuro luminoso la envolvió por completo.
—Yo sé lo que querías hacer… No te preocupes… Te prometo que lo vamos a hacer muy
pronto… pero lo vamos a hacer bien.
El sábado siguiente, Marina languidecía en su departamento revisando algunos apuntes,
mientras esperaba que la hora de llegar al video-club se acercara, cuando sonó el teléfono.
Atendió y se sorprendió al oír la voz de Ignacio, comentándole que tenía mucho trabajo, que
su socio no estaba y que tendría que cerrar él solo, por lo que le pedía que fuera directamente
a su casa y lo esperara ahí, en lugar de ir hasta el video. Le dijo que en la maceta gris
encontraría una copia de la llave de la puerta de entrada. Que se pusiera cómoda, que él ni
bien pudiera cerraría y se iría para allí.
A Marina le pareció razonable —aunque extraño— y aceptó la propuesta. Ya estaba
cambiada, así que decidió dejar todos sus asuntos académicos ordenados y luego ir a la casa
de Ignacio. Pero receló: muchas veces ella había ido a buscarlo al video-club y éste se hallaba
congestionado de gente y el socio tampoco había estado, y él nunca le había dicho que se
fuera directamente a la casa. Luego dio en pensar que quizá le había preparado alguna
sorpresa o que quizá estaría planeando algo o… Se dijo que no tenía sentido conjeturar nada,
tomó sus cosas y salió.

Rebuscó en la maceta que Ignacio le había indicado y dio con la llave. Abrió la puerta y
entró. Grande fue su sorpresa al encontrar allí, cómodamente instalado, a Germán.
—Hola —le dijo éste, con una sonrisa algo forzada.
—Hola… —respondió Marina—, Ignacio todavía está en el video y me dijo que me
viniera directamente.
—A mí me dijo que lo esperara, que tenía algo para mostrarme.
Se miraron, incómodos.
Germán intentó romper el hielo:
—¿Te preparo algo para tomar?
Marina sonrió.
—Yo te iba a preguntar si habías comido algo —se quedó un momento en silencio y luego
agregó—: esperemos a Ignacio mejor ¿no?
—Sí, está bien. Debe estar por llegar.
—Ya vuelvo —dijo Marina y se dirigió al baño.
Controló su imagen en el espejo. Luego se hizo gestos a sí misma, como diciéndose
“cuidado… esto lo preparó Ignacio”. Pero ¿qué podía ser “esto”? ¿El trío? ¿Y él, dónde
estaba? Salió luego de dilatar su estancia en el baño todo lo posible. Germán estaba sentado
en el sillón del living. Marina, sonriéndole, también se sentó allí, pero a una distancia
prudencial.
—Así que sos profesora de Historia —dijo Germán, nervioso.
—Sí —respondió Marina.
—¿Y cómo se te ocurrió estudiar eso?
—No sé… En la secundaria siempre me había gustado… y en quinto año tuve un profesor
de Historia que era genial, que nos hacía vivir prácticamente cada momento de la historia y…
supongo que habrá influido —Marina omitió decir que había estado perdidamente enamorada
de él y que por eso se había decidido a estudiar Historia, para volver y conquistarlo algún día.
—Ah, qué bueno.
La conversación agonizaba. Misteriosamente, parecía que sus cuerpos estaban cada vez
más cerca, aunque Marina estaba segura de no haberse movido ni un centímetro de su lugar.
Ignacio no llegaba. A pesar de lo atractivo que Germán le resultaba y de lo que había
sucedido tan sólo dos días antes, no se decidía a darle una señal que le indicara que tenía el
camino libre. Se levantó y fue hasta la cocina. Miró por la ventana que daba a la calle. Nada.
Miró el reloj. Ya era la hora de cerrar el video-club. Salió de la cocina y Germán la interceptó.
—Marina…
—¿Qué?
—No puedo dejar de pensar en vos… —su tono de voz produjo en Marina un sostenido
estremecimiento, que le aflojó todo el cuerpo—. Desde que te vi en ese video y después al
conocerte… No me malinterpretes… ya sé que sos la novia de mi hermano pero…
—No digas nada.
—No, no, quiero que sepas… El otro día, cuando pusiste tu cabeza en mis piernas y me
miraste… me quería matar… no sé cómo resistí. Quería comerte la boca, arrancarte la ropa,
cogerte ahí mismo.
—Yo también quería… y… —sus cuerpos eran dos imanes entre los que la distancia se iba
acortando cada vez más y estaban ya a punto de llegar al instante en que la distancia se
suprimiría de una vez. Las manos de Germán tomaron la cara de Marina y la levantaron hacia
la suya.
—Quiero cogerte, Marina… Me muero de ganas… —la distancia desapareció.
Nada iba ya a frenar ese beso y nada lo frenó. Cuando sus bocas se confundieron, Marina
sintió como si una corriente eléctrica le recorriera hasta los más recónditos pliegues de su
cuerpo. Desenfrenados, se entregaron a un largo y arrollador beso. No había en Germán ese
halo oscuro ni tampoco una luminosidad particular pero sí había fuego, un gran y conmovedor
fuego animando todos sus movimientos. Marina deseó violentamente ser ardida y consumida
por él.
—Bien, bien, bien… —era la voz de Ignacio.
Ninguno de los dos había oído la puerta. Germán y Marina se separaron, sobresaltados.
—Yo… —intentó articular ella.
—Hermano, no… —intentó a su vez Germán.
—Tranquilos, chicos, ¿o no me conocen? —le pegó una palmada a Germán y lo besó en la
frente. A Marina la tomó por la cintura y la besó prolongadamente. Luego, le dijo al oído
“sabés lo que vamos a hacer esta noche ¿no?”. Marina no respondió pero asintió vagamente
con la cabeza. Había caído en su trampa y lo celebraba.
—¿Por qué no nos relajamos todos y tomamos algo? Después vemos algún videíto o no
sé… lo que pinte.
Germán y Marina asintieron, aliviados. Ignacio se encargó de los tragos y Marina dispuso
algo rápido para comer. Volvieron a brindar y luego se dirigieron al living. Ignacio accionó el
home-theater y puso un video musical que había comprado esa misma tarde. Jazz, mucho jazz
y enormes vasos de tequila sunrise. Charlaban animadamente mientras miraban el video.
Marina ya se había descalzado y le había ofrecido sus pies a Ignacio, quien al rato comenzó a
lamérselos. Germán los miraba sorprendido.
—Es un placer que descubrí hace poco —le dijo entonces Ignacio y agregó—: deberías
probarlo.
Miró inquisitivamente a Marina, quien asintió con su cabeza.
—Vení —le dijo Ignacio a su hermano—. Vení, vas a ver qué bueno.
Le cedió el lugar y se dirigió a la cocina, a recargar los vasos. Germán tomó los pies de
Marina con delicadeza entre sus manos y comenzó a masajearlos.
—¿Así está bien? —le preguntó.
—Perfecto —le dijo Marina con una sonrisa.
Continuó masajeándolos un rato hasta que se animó a llevárselos a la boca. Su lengua
cálida desesperó a Marina, quien ya imaginaba esa misma lengua en otros parajes más
sensitivos de su cuerpo. Pero todavía disfrutaba de la incertidumbre y del no saber si lo que
había deseado y fantaseado dos días antes tendría lugar. Ignacio volvió con los vasos
colmados de ocaso y se arrodilló al lado de su hermano. Delicadamente, tomó el otro pie de
Marina y continuó lamiéndoselo.
—Chicos… me van a volver loca…
—Sí, es verdad… —dijo Ignacio— y no tenemos apuro ¿no? ¿Qué tal si vemos otro
videíto? ¿Qué tenés ganas de ver, diosa de los pies?
Marina se reacomodó en el sillón y mirándolos con deseo a ambos, dijo:
—¿Por qué no vemos algo nuestro…? Seguro que Germán se quedó con las ganas el otro
día.
—Excelente idea… Elegí el que quieras, ya sabés dónde están.
Marina se dirigió al mueble, revolvió la caja cuyo rótulo decía “Marina” y dio con el que
estaba buscando. Lo puso y accionó ella misma los controles.
—Soberbia elección —dijo Ignacio, como si se tratara del mejor vino de la casa—.
Preparate, hermanito, no sabés lo que es esto.
Marina también se acomodó, otra vez en medio de ambos, y en la pantalla apareció su
imagen, tumbando de un solo empujón a Ignacio sobre el sillón. Hacía bastante que no veía
ese video y se sorprendió. Era cierto que esa noche estaba alterada: se le veía en la cara.
Germán miró la pantalla y luego la miró a ella, parecía no poder creer que fueran la misma
persona. Ahí estaba ella reteniendo las muñecas de Ignacio mientras lo besaba. Ahí estaba
Marina elevándose sobre él y sacándose el vestido. Ahí estaba él, sacándole la ropa sin decir
palabra y descubriendo su erección. Ahí estaba ella maniobrando para introducirse la carne
palpitante de Ignacio en su interior y ahí estaba ella montándolo, entrechocando su pelvis con
la de él, imponiendo el ritmo, buscando siempre más, gimiendo y gritando.
Ignacio la miró y la envolvió con su halo luminoso, más torvo que nunca. Germán volvió a
mirarla y Marina no pudo dejar de observar su turbación y su prominencia. El fin de la feroz
cabalgata se aproximaba y el comienzo de otra se avecinaba. Los rugidos de Ignacio se
hicieron presentes, al tiempo que se intensificaban los ayes de Marina, desatada, liberada,
completamente desasida.
El video terminó. Ignacio apagó el aparato y simplemente dijo “vamos”.

Al borde de la cama, los hermanos la abrazaban. Germán la besaba con sus besos de fuego,
mientras Ignacio le acariciaba con suavidad las nalgas. Le fueron sacando la ropa al tiempo
que ellos se deshacían de la suya. La recostaron en el centro de la cama y cada uno se acostó a
su lado. Germán seguía besándola en la boca mientras que Ignacio se asía a sus pechos. Por
un momento se quedaron observándola. Ignacio dijo “es hermosa”, Germán asintió y
continuaron besándola. Ahora Germán accedía a sus pechos e Ignacio se deslizaba vientre
abajo. Su cuerpo, laxo, como si todos sus huesos se hubieran disuelto y la recorrieran ríos de
linfa, respondía sólo a las caricias de los hombres y había dejado de pertenecerle: ellos lo
poseían ahora. Ignacio la dio vuelta despacio y Germán se posicionó debajo de ella. Las
manos de éste ora le encerraban los pechos, ora le aprisionaban la cintura. Ignacio, a
horcajadas sobre ambos, se dedicaba a lamer y recorrer con toda su lengua cada una de las
vértebras de su columna. Rodeada, cercada, encerrada entre los dos hombres, se dejó ir.
Germán maniobró con delicadeza hasta lograr penetrarla. Se movía con un apremio calmo,
disfrutando de la carne sobre su carne hasta el último milímetro. Ignacio, demorado aún entre
sus vértebras, comenzó a acariciar el nacimiento de las nalgas con el glande de su pene hasta
que, sin la menor violencia, la accedió también. Ellos parecían estar sincronizados de modo
tal que sus movimientos no se entorpecían sino que se potenciaban, se vigorizaban entre sí.
Marina sintió que su cuerpo se perdía en el espacio y quedaban sólo las sensaciones: el placer,
el deleite, el gozo eran tales que tuvo ganas de llorar ya que ni siquiera tenía fuerzas para
gritar. Ignacio ya rugía. Para su sorpresa, Germán no rugía sino que gemía como una mujer.
Todo comenzó a estallarle por dentro, como si los ríos de linfa de pronto se desbocaran hacia
cataratas rumorosas y cristalinas. Las pequeñas explosiones crecían dentro de su cuerpo,
crispándole cada músculo. Una renovada fuerza le venía no sabía desde dónde y se abría paso
por su garganta. Ignacio rugía, himplaba en su oreja, redoblando su propia insanía. Germán
gemía, se quejaba, decía cosas ininteligibles. Marina se retorcía, se contorsionaba: el grito
furibundo que se avecinaba estaba a punto de traspasarle la garganta. Como en un dominó, el
orgasmo destemplado de Ignacio disparó el de Marina que a su vez provocó el de Germán.
Sobrepasada, transportada, llena de los dos, Marina quedó entre ambos, refluyendo como la
marea largo rato.
RODRIGO
(o El día después)

Si esto fuera una película se llamaría “El día después” y empezaría así: un tipo se despierta
al mediodía y, aletargado aún, se pregunta por qué carajo no es el hombre más feliz del
mundo si la mina que lo enloquece duerme ahora a su lado. A continuación, el tipo se rascaría
la cabeza cual simio, miraría debajo de las sábanas a su amigo con ganas de guerra como
siempre, y después de comerse con los ojos a su dormida acompañante se diría “soy un
pelotudo atómico” e intentaría seguir durmiendo.
Pero el tipo ya no podría dormir.
Ahí arrancaría realmente la película. La tendría que dirigir Woody Allen, o alguien que
pueda extraer el lado cómico de la situación y no sólo el trágico como yo. Yo, el tipo que se
pregunta qué pasó anoche y por qué hoy me siento el más infeliz de los infelices que hay
sobre la Tierra.
La respuesta parece bastante sencilla, se dice el tipo mientras se rasca con disimulo una
bola: es que no fue como yo me lo había imaginado. No fue pero ni de casualidad como yo
me lo había imaginado tantas veces. Y me lo imaginé muchas. Y de muchas formas
diferentes, a ver cuál era la mejor. Les aseguro que esta no era la manera en la que yo quería
estar alguna vez con Marina.
Marina, mi amor imposible. Hace dos años que estoy muerto con ella pero nunca me animé
a decirle nada. No me animé porque “éramos amigos”, porque pensaba que “se iba a arruinar
todo…”. Tal vez no estaba tan equivocado.
Lo de anoche fue un desastre.

Qué desastre. Cada vez que pienso que no puedo caer más bajo, lo hago. ¡Acostarme con
Rodrigo! ¿En qué estaba pensando? No estaba pensando, está claro. No sé qué me agarró. No
sé qué hago ahora, acá, en su cama. Tendría que irme ya, pero ¿cómo hacerlo sin que parezca
que estoy huyendo, sin que él se sienta herido? Ya bastante con lo de anoche. Yo, la verdad,
nunca me hubiera imaginado que podía pasar una cosa así, pero es evidente que en algún
recoveco de mi cerebro la idea estaba, sino ¿para qué darle calce? ¿por qué avanzarlo? Porque
al final terminé avanzándolo yo.
Y sí, me avanzó ella. Ni eso puedo hacer. No sé por qué tengo tanta mala suerte con las
minas, siempre me pasa lo mismo. Duermo, literalmente. Quedo como un idiota o, peor, un
puto. ¿Capaz que ella pensaba que yo era medio rarito y por eso tanto Rodri de aquí y Rodri
de allá? Qué sé yo. A esta altura ya no sé más nada. Lo único que sé es que ella me avanzó y
no tuve más remedio que tomar lo que se me ofrecía. ¿Podía negarme? ¿Podía negarme
después de estar dos años deseándola como loco?
Así, la película del tipo que se pregunta por qué no es el más feliz de la Tierra el día
después de haber estado con el amor de su vida, podría seguir con un plano amplio de la
habitación: sábanas revueltas, ropa por el piso, vasos en la mesita de luz, esos clichés siempre
efectivos. Luego, vendría ese efecto de transición, que no me acuerdo cómo se llama, en el
que la pantalla se pone borrosa y con una musiquita tétrica de fondo pasamos a la noche
anterior, la que produjo la catástrofe actual.
Pero, fuera de la película, el tipo se sigue rascando como un simio, se sigue mirando la pija
alzada como cada vez que se despierta. Y hoy todavía más porque Marina está acá, aunque
cuando se acuerda de cómo estaba anoche no sabe si cortársela y tirársela a los perros o
ponerse a llorar. O, menos dramático, levantarse, hacer como si nada hubiera pasado,
prepararle el desayuno a su “amiga” y en cuanto ella quisiera decirle algo de anoche, taparle
la boca con un dedo y decirle: “está todo bien, olvidate, seguimos siendo amigos como
siempre”. Ella le sonreiría y le diría: “no podemos ser amigos después de lo que pasó,
entendeme, Rodri” o algo así y ahí el tipo se desmorona, se encierra en su bunker, los amigos
se preocupan, lo tienen que ir a rescatar porque el boludo se la pasa tomando cerveza,
mirando tele y nombrándola, completamente enajenado.
Nada de eso pasa. El tipo, o sea yo, el boludo, sigue recostado en su cama, siente el
perfume de ella y el cuerpo se le electrifica. La siente tan cerca que podría morir y a la vez la
siente más lejos que nunca porque ella parece no registrar nada. Está profundamente dormida,
sin hacer un solo ruido o movimiento, con el pelo sobre la espalda, los brazos apenas
flexionados, tranquila, sin el menor indicio de incomodidad o desilusión… Claro, hasta que se
despierte. Ahí se le va a venir el mundo abajo, como a mí, piensa el tipo, mientras se saca un
moco de la nariz y lo mira como si ahí estuviera la respuesta que está buscando.

La respuesta que estás buscando es “levantate y andate ya”. ¿Qué más vas a hacer?
¿Cuánto tiempo más pensás seguir con esto? Quedó muy claro que Rodrigo te ama, que está
enamorado y vos no. Que lo hayas avanzado no significa que compartas sus sentimientos.
Lamentablemente, tuviste que informarle que lo querés como a un amigo, que lo que pasó fue
un touch and go, un momento de descontrol y ya. Él pareció entenderlo pero no sé hasta qué
punto.
Creo que estaba más preocupado por su performance que otra cosa. Performance que fue
deplorable. Pobre. Hizo lo que pudo, pero no tenía idea de lo que estaba haciendo y cada vez
que yo pretendía señalarle un rumbo era peor… Siempre que me hablaba de la mala suerte
que tenía con las mujeres, yo pensaba que exageraba, que seguro no era para tanto, o que justo
le había tocado estar con alguna tarada pero ahora entiendo… No es mala suerte: ¡no sabe
besar! ¡Si los hombres entendieran lo importante que es saber besar!
No quiero ni mirarlo. Mejor me quedo un rato más así y espero que se levante, porque yo
ni loca me levanto primero. Aunque tendría que irme ya mismo, debe ser tardísimo, pero
bueno… Siento que se mueve, debe estar por levantarse, qué bueno.

Que me maten si me levanto antes que ella, discurre el tipo, un caprichoso de mierda, que
antes pensaba en prepararle el desayuno a su amada y que ahora, con un mohín digno de un
nene de cuatro años, como su sobrino, se dice que ni loco se levanta antes que ella, que lo
trató como un trapo de piso y que no tuvo ningún empacho en decirle “mirá, todo bien, pero
yo te quiero como amigo, nada más… no estoy enamorada de vos”.
¡Ah, mujer cruel! ¿No veías mi corazón sangrando y chorreando por toda la habitación?
¿No lo ves ahora mismo a tus pies como la cabeza de caballo cercenada en El Padrino?
¡Cruel, más que cruel! ¿No podías fingir un poquito aunque sea?
No, la hija de puta se quedó ahí callada, sonrió como diciendo “por fin” cuando acabé y se
dio media vuelta enseguida. Yo la abracé, le quise hacer mimos (¿acaso no están las mujeres
siempre quejándose de que después de acabar no les damos ni bola?) y ella, nada, me sale con
un “vamos a dormir, ¿sí?” como si tuviéramos veinte años de casados.
El tipo se incorpora un poco, ve la hora, se agarra la cabeza como si se la estuvieran
atornillando, estira los brazos y vuelve a meterse debajo de las sábanas, que siguen oliendo a
ella, ella y su piel de mujer cruel, crudelísima, con su cuerpo voraz, que sólo quiere tipos que
sepan cogérsela, y no pelotudos enamorados que no saben qué hacer cuando por fin tienen
entre sus manos lo que tanto habían deseado.
Creo que ni cuando debuté estuve tan nervioso, sigue cavilando el tipo. Por eso me falló
Conan. Ahora sí que tiene ganas de batallar y derrotar a cualquier conchuda que se le ponga
delante. Qué se cree la forra, “ay, te quiero como amigo…”. ¡Matate! Yo te quiero comer
viva, te quiero todo el día conmigo, te quiero ver cuando me levanto y cuando me acuesto, y
soñar con vos y no dejarte ir nunca…
Pero el tipo se contiene, no tiene caso insistir. Le dice a Conan que se calme, que a la
noche se van a dar una panzada de Venus y a la bosta con esta boluda, ella se lo pierde. Pero
el que se pierde es él al mirarla de nuevo derramada en su cama, tan tranquila, tan ella, tan
linda… Le acaricia el pelo en el colmo de su fatal boludez enamorada, lo huele, ya se parece a
un idiota de telenovela, y la pija se le pone dura como una espada otra vez: no lo va a dejar en
paz por más que le prometa una maratón de Venus, Playboy TV y un par de pelis de repuesto
por si se corta el cable. Él tan sólo se la quiere coger como Dios manda: no quiere ver de
nuevo esa sonrisita que le dedicó la Cruella de Ville ésta al terminar, la quiere oír gritar como
una sacada, la quiere manosear toda, la quiere llenar de leche y de ternura… ¿es tan díficil de
entender?

Pero, digo yo, ¿es tan díficil de entender? Nunca se me hubiera ocurrido que él estaba
enamorado de mí. Siempre me estaba hablando de otras, de las novias, de cuanta idiota se le
cruzaba por delante. ¿Cómo me iba a imaginar yo que me quería tanto? Y yo le hablaba de
mis levantes, de mis novios y yo qué sé y el tipo, nada, se cagaba de la risa, me daba consejos,
y yo lo mismo. Nunca lo vi mirarme con deseo o tan siquiera con un atisbo de lujuria. Aparte,
lo veía siempre tan contento, tan en su mundo… Hasta ayer, claro.
No puedo creer estar metida dentro de esta cama. Me acuerdo de todas las veces que vimos
pelis acá juntos y ni tan siquiera una vez se me pasó por la cabeza que podía haber otra cosa
entre nosotros. Creo que una vez soñé que pasaba algo con Rodri y al despertarme me empecé
a matar de la risa porque me parecía sencillamente increíble. Increíble como esta situación.

Sí, es increíble. Pero, creanlo, amigos, porque así y todo el tipo no es feliz. Es más
desdichado que nunca. ¿Era mejor seguir deseándola en la distancia y escuchándola hablar de
Fulano y Mengano? ¿Siempre lejos, inalcanzable, siempre de otros? ¿Era mejor eso? Al
menos ahora el tipo no tendría semejante desilusión encima. No le gusto, ya lo sé. Creo que lo
supe siempre y por eso no me animaba a encararla. En el fondo, sabía que Marina me iba a
rebotar, por eso anoche no entendía nada cuando se me acercó y me dijo: “¿y? ¿no pensás
besarme?”. Tendría que haber agregado “¿no pensás besarme, tarado?”, porque eso es lo que
soy: un tarado.
La verdad que sí, pensaba besarla, pero no así, no acá, no de esa manera. No escabiado.
Otro factor que contribuyó a la flaca actuación de Conan y al dolor de cabeza que me atenaza
ahora. Sí, era increíble verla arriba mío, mientras me decía eso y me alargaba los labios. Claro
que pensaba besarla, pensaba comérmela entera, pero no era así como me lo había
imaginado. Debo ser el último de los románticos, porque yo me imaginaba, por ejemplo, una
larga caminata en la que ya no caben más palabras, y, tras tomarla de la mano, con una puesta
de sol hollywoodense detrás, besarla como si le dijera “ya está, ya nos dijimos todo lo que
había que decir y esto es lo único que cabe hacer ahora”. Otro escenario soñado era la playa,
una de esas playas de arenas blancas y palmeras que se mecen con la brisa…
Este verano nos fuimos juntos de vacaciones —cierto que con otros amigos— y tuve varias
oportunidades de llevar a cabo ese sueño (aunque no había ni arena blanca ni palmeras
mecidas por la brisa en Santa Teresita), pero no aproveché ninguna, porque soy un pelotudo y
porque ella estaba embelesada con uno de mis amigos, el pelotudo de Tino. Yo veía cómo lo
miraba. Estaba idiotizada, pero el hijo de puta se la hizo re bien: le jugó al indiferente y
cuando ella se aburrió de tirarle indirectas recontra directas, se le apareció en la habitación y
se la garchó ahí mismo, de una, solos los dos en el depto. El imbécil después me lo contaba
relamiéndose y yo sin saber qué decirle. ¡Qué ganas tuve de estamparlo contra la pared de una
piña! Siempre que me ve el forro me pregunta primero por ella, antes de saber cómo estoy yo
o qué estoy haciendo.

¿Qué estoy haciendo? Me parece que si no me levanto ahora, va a ser todavía más penoso,
pero no me corresponde: el dueño de casa es él, él se tiene que levantar primero. Lo que tiene
levantado es otra cosa… ¿Qué hace…? Me acaricia el pelo… Luli diría “¡pero si es un dulce,
nena!”. Sí, será un dulce ahora, pero anoche era un idiota baboso e impotente… Bueh,
impotente no, que suena feo, pobre. Al principio no pudo, después sí. Pero no fue nada del
otro mundo, no me movió ni un pelo y no me dio para fingir aunque podría haberlo hecho. Me
pareció una idiotez, porque él se iba a entusiasmar todavía más, se iba a hacer una película
que no era y yo me iba a sentir peor de lo que ya me siento ahora.
Será un dulce, estará enamorado y todo lo que quieran, pero ¡yo no! Y además no me
gusta, nunca lo vi así… Ni siquiera tiene una buena pija, no sabe usar las manos, se cree que
la lengua es como un trapo… Lo lamento, tengo un paladar refinado y no tengo por qué
bancarme a un tipo que no sabe coger sólo porque “está enamorado de mí” o eso cree él. ¿Por
qué no me lo dijo en su momento?
Yo siempre creí que con él estaba a salvo de la presión sexual, por eso le contaba todo y
me gustaba que él me contara lo suyo; para mí era como un hermano, él me daba la visión
masculina del mundo que todas las minas necesitamos. Qué manera de arruinarlo… Y la
culpa es mía: de repente no sé qué me agarró que le dije esa estupidez de por qué no me
besaba… Lo veía ahí, solo, lamentándose porque no sé quién corno no le había dado bolilla
en la fiesta —y la verdad que yo tampoco había tenido demasiada suerte—, y se me acercó,
yo me acerqué más, se le veía en la cara que se moría por besarme… Qué sé yo… Qué
manera de arruinar todo. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Actuar como si no hubiera pasado
nada? ¿Cómo carajo se hace eso? Ya está, esto se arruinó, se arruinó para siempre.

Y lo arruiné, lo arruiné para siempre. Me dejé llevar. Pensé que me la garchaba y entraba
directamente al paraíso, pero no, porque si esto no es el infierno se le parece bastante. Al
menos antes no sabía lo que me perdía y ahora que lo sé, no sé si voy a poder vivir con eso.
Antes todo pertenecía al terreno de la imaginación, de la pura fantasía y siempre quedaba ahí.
Era todo maravilloso y ella siempre me decía que también estaba enamorada de mí desde el
primer momento que me vio, que siempre había estado esperando esto y los dos éramos
felices y comíamos montones de perdices. El final en mi cabeza siempre era cursi, hermoso,
un momento Kodak inolvidable, una gloria con fanfarrias y todo de fondo. Pero no. La
realidad marca otra cosa. La realidad marca que me estoy haciendo pis, que Conan está
congestionado y que va a ser mejor que me levante y a la mierda, ya está, enfrentaremos esto
como mejor se pueda.

Y bueno, habrá que enfrentar esto como mejor se pueda. Ahí se levantó. Joya. Ideal para
hacer lo propio una vez que se meta en el baño o la cocina. Buscar la ropa, cambiarme
volando, gritarle “chau, Rodri, nos vemos” y salir disparada. Pero no. Debo estar hecha un
asco. No puedo salir a la calle así. Necesito aunque sea lavarme la cara, los dientes, hacer pis.
No va a ser tan fácil salir de aquí.
¿Y ahora cómo carajo salgo de acá?, se pregunta el tipo que no puede ser feliz más que en
la fantasía. Mientras descargaba su vejiga, repasaba obsesivo los hechos de la noche anterior.
Una fiesta. El cumpleaños de un amigo de otro amigo que se enteró por casualidad que
había un cumpleaños y le dijo “vení y traé amigos”. Y él sólo pudo pensar en Marina, su
amiga. Y ella, su amiga, también había sido invitada a la fiesta y le dijo “¡te veo allá!” y,
efectivamente, allá lo vio. Primero anduvieron por la fiesta separados, cada cual intentando
algún levante, alguna historia, hasta que resultó evidente que no había nada para ellos ahí, y él
le dijo: “¿Y si vamos a casa a ver unas pelis? Tengo tequila”. Ella le sonrió como un diamante
y le dijo “dale, vamos”. Claro, total… ¡tantas veces habían visto pelis juntos en su casa!
Y él la subió al auto, le contó que una boluda de la que ya no se acuerda el nombre le dijo
que era un baboso, los dos se rieron a carcajadas, llegaron a su casa, entraron, se tiraron en el
sillón del living como tantas veces, eligieron una peli… El tipo abrió una botella de José
Cuervo que le trajo un amigo de un viaje hace mil años y sirvió vaso tras vaso de tequila con
jugo de naranja y al principio se rieron como locos, después se pusieron melancólicos, él
empezó con que las minas nunca le daban bola, que la que le había dicho que era un baboso lo
había herido en lo más profundo de su ser, y ella se le acercó, él la miró (más baboso que
nunca seguramente) y ella profirió la frasecita…

Y me besó, claro, cómo no me iba a besar, con las ganas que me tenía. Pero qué beso
desabrido, por favor. Tiene una lengua larga y fina que usa como si fuera una espátula, como
si sirviera para barrer o arrastrar cosas… Me la metió hasta el fondo de la garganta el animal,
casi me hace vomitar, y me abrazó fuerte, con manotazos, como si se estuviera ahogando, y
me jadeaba cuánto le gustaba, cuánto me quería y qué sé yo… ¡Me arrepentí tanto de mi frase
de borracha compasiva…!
Y el boludo me levantó, me llevó a su cama, me tiró y se empezó a desvestir y a sacarme la
ropa como si yo fuera una muñeca —ni siquiera estaba excitada— y ya se me venía encima y
le dije “pará, ¿no tenés forros?”. Se quedó un minuto helado, como si le hubiera pedido algo
inesperado, fuera de contexto, hasta que me dijo, quejumbroso, “no”. Resoplé y le dije “yo sí,
esperá que los voy a buscar” y creo que amagó decir algo como “dejá”, pero se calló. Menos
mal, porque yo ya estaba histérica. La cosa es que empezó a dar vueltas, salió con la cantinela
de que con los forros no sentía nada, hasta que por fin se puso uno, pero el coso ya se le había
bajado. Yo me dije “bueh, ayudémoslo”, y lo acaricié un poco pero nada, seguía igual, lacio
como su pelo.
Ahí aconteció lo verdaderamente penoso de la noche, porque empezó con su confesión de
cuánto me había amado siempre y oh… ¡patético! ¡rídiculo! Con la pija blanda y el forro
salido me decía presuntas palabras de amor y yo ¿qué iba a decirle? ¿Mentiras? No tenía
sentido. Le dije la verdad: “te quiero como amigo, nada más”. Pero él insistía y yo le dije
“¿por qué no dejamos todo así mejor, eh?” y ni bien terminé de decir eso, se le puso como una
roca, accedió a ponerse otro sombreriño y me cogió, aunque mejor sería decir que entró y
salió un par de veces, sin siquiera enterarse de cómo estaba o qué sentía yo en ese momento.
Nada.
Eso fue lo que sentí. Un cosquilleo ínfimo. Apenas si estaba lubricada. Ni se le ocurrió
meterme un dedo primero, acariciarme con la puntita, calentarme con algo… No. A los bifes
directo. Querido, así no se puede. Las mujeres somos muy complicadas. No nos podés tratar
como a un agujero para refregarte contra él y chau. Si eso es lo que buscás, mejor dale al
florero como el personaje de Bukowski y jodete si se te rompe a vos también. Pero no
pretendas que una mujer goce con semejante nada.

Y nada. Me sonrió con esa mueca de costado, como si pensara “qué imbécil soy por
haberme dejado coger por este idiota”, y se dio vuelta. Yo la abracé, le acaricié el pelo como
hoy, pero se durmió o se hizo la dormida o no sé qué, la cosa es que se acomodó y no se
movió en toda la noche. Y el tipo, el imbécil, el boludo enamorado, yo, no me podía dormir
hasta que por fin el tequila hizo efecto y me regaló la dicha del sueño. Pero nunca creí que al
despertarme iba a sentirme más pelotudo que nunca.
Y acá está el tipo ahora, lavándose la jeta y pensando qué cara poner al salir del baño; qué
cara que no se le caiga de vergüenza poner; qué cara de “aquí no pasó nada y seguimos siendo
amigos” poner, para que ella no lo desprecie todavía más y considere, siquiera, volver a
hablarle alguna vez.
Resignado ya, el tipo se pone los calzoncillos que precavidamente trajo, controla una vez
más su cara de pelotudo infinito, de tipo que nunca va a tener suerte con las mujeres (menos
después de esto, que es su coronación como el rey de los idiotas), y trata de juntar coraje para
salir del baño.
Antes le dice a Conan que no se preocupe, que él anoche hizo todo lo que pudo, que no es
su culpa si a esa loca le gustan las pijas grandes, que ya van a encontrar una conchita menos
pretenciosa y que esta noche la van a pasar bomba solitos… Entonces la puerta se abre y es
ella, su amada Marina, la cruel, la despiadada, la que él creía que era su amiga, que le dice,
apurada, hermosa hasta la erección, peinándose con una mano mientras se termina de poner la
remera, “ay, perdoname, creí que ya habías salido, necesito pasar…”.
Él —y Conan— se corren, la dejan pasar, le sonríen con un gesto indefinible, le cierran
despacito la puerta y el tipo que tendría que ser hoy el más feliz sobre la Tierra vuelve a la
cama y se promete no salir nunca más de ella.
DARÍO
(o Fin de semana salvaje)

—¿Te conté alguna vez del fin de semana que pasé en Mar del Plata cuando tenía
veintipico de años?
—…
—¿No? Uh, yo creí que te lo había contado…
—…
—No es apto para menores, jaja. Fue terrible. Un descontrol total. Más que un descontrol,
un desconche, ajaja.
—…
—De veras… Fue una locura… ¿sabés con quién fue?
—…
—¿Viste la morocha, la amiga de mi mujer, la que también es profesora? Con ella.
—…
—¡Te lo juro! ¡Sí, con ella! Estaba igual de fuerte que ahora o más. Yo tenía veintiuno o
veintidós años y ella creo que veinte. Se había ido de vacaciones sola, con otra amiga, que
también está fuertísima, no sé si alguna vez la viste… una rubia… Bueno, se fueron las dos
solas, te podés imaginar. Iban a bailar todas las noches, escabiaban, dormían todo el día, iban
a la playa después de las cinco de la tarde, la típica. Yo había ido con un grupete de amigos,
éramos como diez en un departamento chiquito, un quilombo…
—…
—Sí, también salíamos todas las noches, íbamos a la playa tarde, tomábamos como
locos… Un jueves que estaba medio feo fuimos a la playa igual pero hacía un frío de cagarse,
había un viento infernal y vimos dos minas que se mataban de risa porque se les volaba todo;
eran dos yeguas, y se reían como locas, las cosas se les volaban y fuimos uno de los pibes y
yo y las ayudamos y nos quedamos parlándolas, obviamente. Yo ya le había dicho al otro
pibe, ahora no me acuerdo cómo se llamaba, que quería a la morocha, que ni se le ocurriera
acercársele porque lo mataba. Así que agarré, me hice el caballero, le di mi buzo, le dije
después me lo das y empezamos a hablar y resultó que el departamento de ellas no estaba muy
lejos del nuestro y a la noche qué hacés, y por qué no vamos a bailar todos juntos o a tomar
algo blah blah, y cayeron las dos enseguida.
—…
—Ahora está un poco más llenita, pero en ese momento estaba bien torneadita, firme,
estaban las dos en bikini, ella con el pelo más largo que ahora, las tetitas bien paradas y con el
frío, porque hacía frío de verdad, se le marcaban los pezoncitos que daban ganas de
mordérselos… Las seguimos parlando y yo le dije por qué no vamos a caminar y ella agarró
sus cosas, no sé qué le dijo a la amiga, y se vino, tranquila, como si nada.
—…
—Y hablamos un montón, no creas. Pero yo pensaba en los pezones que se le marcaban,
aunque ya tenía puesto mi buzo, se los quería morder, y la mina me dio el pie justo porque se
arrebujó en el buzo, ya nos habíamos alejado bastante de los pibes y de la amiga, y me dijo
“me gusta tu perfume” y yo dije ya está, es mía y la agarré y la besé y a la mierda. Me
acuerdo que pensé me la cojo ahora y chau, no espero nada a la noche, está entregada…
—…
—Me tomó por sorpresa, porque medio nos escondimos en los médanos, no sé para qué,
porque no había nadie ese día, estaba nublado, había viento, el mar estaba picado, y mientras
le estaba besando las orejitas, el cogotito, qué sé yo, para no ir directamente a las tetas que ya
me tenían loco, la mina va y me la agarra, así de una. Yo era re-pibe, viste, no había tenido
muchas minas en serio ¿me entendés? Me había apretado un millón de minitas pero cogido
creo que hasta ese momento eran seis o siete, no más.
—…
—En esa época era diferente, ahora es re-fácil, viste, todavía había que hacer el verso,
chamuyarlas bastante, qué sé yo. Ahora es palo y a la bolsa. La verdad, no sé qué prefiero.
—…
—Sí, puede ser. La cosa es que la tipa va y manotea. Te podés imaginar cómo estaba yo.
Pero no sólo me la agarró sino que me la sacó y se puso a chupármela. ¡Yo estaba como loco!
Ni se me había pasado por la cabeza. Y no me pude aguantar, le acabé enseguida, pero no se
hizo ni un drama y nos quedamos un rato mirando el mar y yo qué sé y yo pensaba, no puedo
ser tan hijo de puta, no la puedo dejar así, ella también debe querer y entonces la empecé a
acariciar y se ve que era medio inexperto yo porque me dijo “¿te puedo enseñar?” y
obviamente le dije que sí y me agarró la mano y me mostró cómo la tenía que acariciar y me
la soltó sólo cuando se aseguró de que le había entendido como era.
—…
—Imaginate cómo me puse. Primero me dio no sé qué pero cuando vi cómo se iba
poniendo la seguí acariciando exactamente como ella quería y fue glorioso. Nunca una mina
me había hecho una cosa así.
—…
—Pero eso no fue nada. Ya estábamos los dos re-calientes y yo le dije “te quiero coger ya”
pero ella me dijo no acá no, vamos al departamento, no sé qué… y yo le dije, no me jodas,
vamos a hacerlo acá… sacate el buzo, dale… se sacó el buzo y aparecieron de nuevo los
pezoncitos marcaditos, tenía la malla media húmeda todavía y era peor, se le sobresalían y yo
no aguanté y se los empecé a chupar y enseguida estábamos cogiendo: le desabroché las tiritas
de la bikini, me bajé un poco el bermuda y listo, de un envión, adentro. De nuevo acabé
enseguida y ella se me quedó mirando y me dijo “¿ya está?” y yo le dije que sí… puso una
cara… se ve que estaba acostumbrada a otra cosa, después me contó que había estado
saliendo con un tipo más grande, un profesor o no sé qué… Y entonces me dice “¿me vas a
dejar así?” y yo, como un boludo, le dije así cómo y me miró y me dijo “caliente”. ¡Para qué!
Se me puso como una estaca y me la seguí cogiendo y le prometí que no iba a acabar
enseguida, pero como no lo podía creer se me fue de nuevo… Me quería matar pero no me
aguantaba, le juré que no había sido a propósito, que no lo había podido controlar. Entonces
me dijo “podrías aprender ¿no?” y yo le dije “¿por qué no me enseñás, dulce? Te prometo que
me porto bien”. Se rió y me dijo que tenía frío, que mejor nos íbamos… y ahí yo pensé que
me la perdía y maldije que mi verga no se pudiera aguantar y le dije “¿nos vemos esta noche?
¿eh? Dale, así me enseñás a durar…”. Se volvió a reír y me dijo que fuera al departamento,
que ella se iba a encargar de que la amiga no estuviera.
—…
—No sé. Creo que se fue con el pibe que estaba parando conmigo, no sé bien qué pasó. La
cosa es que ella estaba sola y estuvimos toda la noche metisaca metisaca…
—…
—Sí, me enseñó un montón de cosas… Fue la primera mina a la que se la chupé…
—…
—¿No te gusta? Uh, de lo que te perdés. Es hermoso. Se te deshacen en la boca. Se
desarman. Se ponen todas sedosas, mimosas, se chorrean todas, es una locura…
—…
—Bueno, son gustos. Pero la cosa fue que ese fin de semana estuvimos, literalmente,
cogiendo todo el tiempo. Nunca más volví a coger tanto, ni cuando me fui de luna de miel…
—…
—Me casé con la mina equivocada, ese es el problema.
—…
—Es frígida, no sé qué le pasa. Antes no era así. Tampoco era guau, pero me gustaba
porque siempre me dejaba hacer lo que yo quería; ahora ni eso.
—…
—Cogíamos donde a mí se me ocurría, duraba lo que yo quería… como nunca se quejó ni
dijo nada yo creí que le gustaba…
—…
—No, con ella era otra cosa… Ese fin de semana lo hicimos de todas las formas que se te
puedan ocurrir, hicimos de todo… y no me dejaba llevar las riendas todo el tiempo, no, no…
hacíamos “canjes”.
—…
—Claro. Ella me decía “yo te la chupo si me pajeás”, por ejemplo. O yo le decía “si me
dejás que te haga el orto te juro que después te cojo una hora seguida”, boludeces así.
—…
—Sí, ella cumplía… yo no pude llegar a una hora, ajaja… habré estado veinte minutos,
más no pude…
—…
—No, no, veinte minutos dándole masita, sin contar el jugueteo y yo qué sé…
—…
—Sí, se dejó, pero le dolió mucho… Me dijo que yo la tenía un poquito grande, jejeje, que
la hacía doler… a mí me encantó pero a ella le dolía en serio, gritaba bastante, de dolor ¿no?,
así que no volvimos a hacerlo.
—…
—Sí, todo el fin de semana… en el departamento de ellas, en el mío y el sábado a la noche
nos fuimos a un telo y salimos el domingo a última hora… yo tenía la tarjeta de mi viejo, no
me importaba un carajo…
—…
—¿Mi viejo? ¡Me quería matar! Pero cuando le conté lo que había pasado me felicitó, me
dijo “ése es mi hijo”, quería que le contara todo, es un hijo de puta.
—…
—Es de terror, quería que se la presentara, la quería conocer al toque, pero yo anoté el
teléfono de ella no sé dónde porque nunca lo volví a encontrar… ¡no sabés cómo lo busqué!
Revolví, dí vuelta todo y nada. Nunca supe dónde quedó. Capaz que me lo afanó alguno de
los pibes, no sé.
—…
—Sí, ella tenía el mío, pero nunca me llamó.
—…
—Y cuando Florencia me la presentó casi me muero. Ella no me reconoció… me la llevé
aparte y le dije “no estuviste hace seis años en Mar del Plata, con un pibe así y asá” y mucho
no se acordaba, después le dije “uno que te prestó un buzo…” Ahí se acordó y le dije “era
yo…”. Se quedó re-sorprendida y enseguida me abrazó, me dijo que le parecía que me
conocía de algún lado y no caía y blah blah… Seguía re-fuerte pero ahora era la amiga de mi
novia, era un problema, viste… Igual ella estaba saliendo también con un pibe, así que nos
vimos pocas veces. Pero yo siempre aprovechaba para llevármela aparte y preguntarle si se
acordaba de esto, aquello, lo otro…
—…
—Y una noche se quedó a dormir… Florencia tenía que rendir un final y ella vino a
ayudarla… ya vivíamos juntos pero no nos habíamos casado… estuvieron leyendo y qué sé
yo y ella se quedó en un sofá-cama que teníamos en el living… Yo estaba enloquecido, así
que fui y me le aparecí. Estaba dormida, le corrí la sábana, me metí con ella y le empecé a
chupar las tetitas, acordándome de Mar del Plata… se despertó de a poco, me parece que a
propósito, medio me quiso rechazar, me dijo “qué hacés, Darío, estás loco”, esas boludeces, y
yo se las seguía chupando, no le decía nada, le empecé a correr el camisón, me bajé los
calzoncillos y calladito calladito se la volví a meter… le prometí que me iba a aguantar, que
ya había aprendido todo lo que ella me había enseñado y como no podíamos hacer ruido se lo
hice bien despacito mientras le seguía chupando las tetitas, el cuellito, le mordía el pelo, le
lamía las orejas, le chupaba la boca, la volví loca, le dije te voy a hacer acabar diez veces, te
voy a demostrar que no me olvidé de todo lo que pasó en Mar del Plata y la seguía
bombeando despacito despacito, era un caramelito, estaba toda empapada, yo me moría pero
me aguantaba, no sabés las caras que ponía, se estaba muriendo ella también, me regaló como
cuatro o cinco polvitos, uno atrás del otro, seguiditos, se me mojaba cada vez más, la pija se
me resbalaba pero yo seguía, calladito, despacito, bien despacito, sin hacer ruido, la chupaba y
la bombeaba hasta que se me prendió del pelo, abrió todavía más las piernas, se rebalsó toda y
me rebalsé yo también, se me escapó un grito, no podía más… Fue la mejor cogida de mi
vida.
—…
—Mi mujer estaba en la cama, durmiendo.
—…
—Al otro día se fueron temprano, no la pude ver… mejor, porque me la hubiera cogido
adelante de Florencia…
—…
—Después la vi en la fiesta de casamiento y me la quise apretar, pero como ella había ido
con el novio, no daba… y ahora a veces viene a casa también pero bueno… me aguanto. Son
esas cogidas que no se repiten nunca, viste.
—…
—Lo mejor fue que salió así… de la nada… fue lo más natural del mundo… A mí se me
ocurrió cuando ya hacía una hora que nos habíamos acostado. Florencia no quiso ni que la
tocara con la cuestión del examen, que estaba nerviosa, que no sé qué… yo en realidad estaba
re-caliente con Marina: la había tenido enfrente todo el día y no había podido más que pasarle
la mano por el culo en un momento que pasó cerca… la había estado mirando todo el día…
era un domingo, imaginate… Y ellas estudiaban y ni bola… Bah, Florencia estudiaba y ella la
ayudaba, le hacía café, le hacía preguntas…
—…
—Tenía puesto un jean y una remerita, estaba re-sencilla… el pelito suelto… nada. Es
más, creo que estaba durmiendo con la misma remerita, no tenía camisón… sí, era la misma
remerita, con una tanga y sin corpiño, se lo había sacado para dormir… Yo me quise quedar
con ellas hasta último momento pero ya me pareció demasiado y me fui a la cama. Quise
mirar tele pero el amigo estaba belicoso, no me dejaba en paz… me fui al baño, me acordé de
los pezoncitos y me hice una paja, pero pensaba también que los tenía ahí nomás de nuevo y
no los podía ni tocar… estaba rabioso… Volví al dormitorio, me acosté… al rato vino
Florencia, dijo que estaba cansada, que no daba más, que ya estaba… la quise toquetear un
poco, pensando en las tetas de la amiga, obvio, y no me dejó. “Ni te me acerques” me acuerdo
que me dijo… La puta que la parió, pensé yo… qué mierda hago… y ahí se me ocurrió:
espero que se duerma y la voy a ver a Marina… pero no pensé que me la iba a coger
¿entendés?
—…
—La iba a mirar, la iba a despertar y después le iba a charlar un poco y por ahí, si tenía
suerte, ¡pum! Pero cuando la ví ahí dormida, indefensa y tan tranquila… no pude y bueno…
—…
—Sí, son cosas que no se olvidan… antes usaba los pezoncitos marcados para pajearme,
ahora uso lo de esa noche. ¿Vos qué usás?
—…
—Ah, sí, yo a veces también. Bah, casi siempre. Más ahora. A la tonta de mi mujer no le
gustan.
—…
—Sí, es verdad. Pero me parece que, en el fondo, es mentira. Les gustan, pero no lo quiero
admitir porque “ay, qué van a pensar de mí”, esas huevadas…
—…
—No, yo tampoco.
—…
—Y bueno… ya te va llegar la hembra indicada. Y no la dejes ir, no seas boludo como fui
yo.
FERNANDO
(o Ser la otra)

Nunca se imaginó ser la otra. Pero aquí estaba ahora, en una situación de mierda, por más
glamour que quisiera ponerle.
Hacía tres días que se habían peleado. Tres días en los que el teléfono había sonado para
ofrecerle una estúpida tarjeta de crédito y para importunarla con el vencimiento del agua. Tres
días en los que se atrincheró en su departamento y desestimó por completo el mundo exterior.
Nada de lo que había ahí afuera, salvo él, tenía algún interés para ella.
Recordó la discusión con Fernando, por llamarla de alguna manera.
Ni siquiera había sido eso. Había hablado más ella que él, para variar, y Marina había
dicho que ya no aguantaba más, que si se llevaban tan bien por qué no podían estar todo el
tiempo juntos y que estaba harta, podrida y recontramil veces hastiada de compartirlo, de no
tenerlo nunca para sí.
Él había dicho que no se iba a separar. Así, nada más.
—No insistas. Sabés que no voy a separarme.
Ésas habían sido sus exactas y frías palabras.
Claro. Era eso. Ella podía dejarlo todo por él —bueno, llegado el caso, lo dejaría—, pero él
no podía dejar a su familia por ella. No importaba que su casa fuera un infierno, que se
peleara a cada rato con su mujer, que los chicos asistieran impávidos a esa sorda batalla
conyugal. Eso no importaba.
La conversación, o lo que aquello hubiera sido, había sido breve y tensa. Entre las pocas
palabras que se decían, hoscos y lejanos, ella con los ojos hinchados, él sin siquiera haberse
sacado la campera porque lo había abordado ni bien traspasó la puerta, planeaban, como aves
de carroña, las cosas que ya no se iban a decir, todo lo que callaban, lo que habían decidido
sepultar ahora que la cosa estaba llegando a su fin.
Porque también era el fin, a ella ya no le cabía ninguna duda.
—Entonces, ¿qué querés conmigo? —había preguntado Marina, a ver qué le contestaba él.
—Lo que teníamos hasta ahora, ¿qué más?
Claro. ¿Qué más? ¿Qué más iba a querer? Si todo era perfecto: casa, comida y hembra a su
disposición. A su total y entera disposición. Nada de interferencias, nada de bebés que lloran
en medio de la noche ni de chicos que insisten en jugar con los pigmentos, nada de regaños
por no estar haciendo lo que se supone que debe estar haciendo. Perfección absoluta.
—Es que a mí no me alcanza, Fernando. (Uy. Siempre le decía “Fer”. Nunca usaba su
nombre completo). No me mires así. Nunca me alcanzó, pero por alguna razón lograba
soportarlo. Ahora no.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué cambió?
¿Acaso tiene que cambiar algo? Nada cambió. Todo cambió. Yo cambié. El mundo
cambió. ¿No leés los diarios, corazón? ¿Por qué tiene que cambiar algo para que una se
decida por fin a hacer lo que sabe que tiene que hacer desde hace mucho tiempo?
Recordó también que en ese momento había sonado el teléfono y que ella había atendido
como una autómata, suponiendo que sería su madre. Del otro lado, la voz que tendré a los
cincuenta años, como bromeaba siempre, comenzó a advertirla acerca de los peligros y
sinsabores de ser la otra… como si supiera o tuviera alguna idea de lo que estaba hablando.
Tenía ganas de gritar “¡Basta, mamá!”, pero en cambio se calló hasta que pudo cortar.
Volvió a sentarse en el borde de la cama, la misma que los había sostenido en tantos
combates amorosos, y, como si el inoportuno llamado materno no hubiera existido nunca, le
contestó a Fernando:
—Nada cambió —dijo con una mueca—. O todo cambió. Qué sé yo. Me harté. ¿No tengo
derecho a hartarme?
Silencio. Espinosa y delicada cuestión la de los derechos. Él tiene derecho a usarla, según
la clásica concepción, pero ella no tiene derecho a hartarse. A decir basta. A decir no quiero
más esto.
—No quiero más, entendeme.
—Pero es que no te entiendo, Marina. No veo de qué estás harta. Montones de veces me
repetiste que teníamos la relación ideal. ¿Me estabas mintiendo?
¡La relación ideal! Qué cuento de hadas… Y qué bien urdido.
—No te estaba mintiendo. Es, o podría ser, la relación ideal. Pero no para alguien que,
como yo, se acerca peligrosamente a los treinta y no tiene casi nada hecho en su vida.
—¿Cómo que no tenés nada hecho en tu vida? Te bancás sola, tenés tu carrera, no le debés
nada a nadie…
—¿Y de qué me sirve —le lanzó, histérica, la voz al borde del llanto— si con vos no puedo
compartirlo? —y deseó con toda su furia que esas palabras se le clavaran en la carne, a ver si
de una vez por todas la entendía.
Otra vez silencio. Dos a cero para Marina. Qué lástima, porque igual va a salir perdiendo.
—Mirá —empezó él, y ella sabía perfectamente lo que iba a decir a continuación—, lo
hablamos un montón de veces. La beba todavía no tiene ni dos años, el nene es muy chiquito,
yo…
—No me pongas de excusa a tus hijos porque a esta altura ya no tiene sentido. Admití que
no te querés separar, que no te dan las bolas para separarte y punto.
Tres a cero. Va a perder lo mismo, qué ironía.
—Terminemos de una vez, Fer. No sigamos sosteniendo lo insostenible. Nos estamos
lastimando. Me estás lastimando.
Silencio de nuevo. Fin del enfrentamiento.
Entonces él la miró, pareció que iba a decir algo, se contuvo, dio un paso, después
retrocedió, se sentó cerca de ella, los ojos bajos, la expresión de quien batalla consigo mismo,
de quien tiene que tomar una decisión que lo parte en dos, golpeó la mesita de luz, una, dos,
tres veces y entonces ella se levantó del borde de la cama, se pasó, nerviosa, las manos por el
pelo, le ordenó a sus tontos ojos que no lloraran y simplemente murmuró:
—Andate.
El maldito, encima, tardó en irse.

Casi todas las mesas del Flamingo están ocupadas. Cerca del mostrador, entre una planta
medio mustia y el ir y venir de las mozas, hay una mesa libre. Marina se sienta, acomoda sus
cosas y espera que la vean. Las mozas van y vienen, hablando de quién sabe qué, pero no
parecen advertir su presencia. Saca un libro, su protección favorita. Apenas lee medio párrafo
cuando escucha que alguien la llama por su nombre.
—¿Marina?
—Sí… Ah, hola, Lidia, ¿cómo estás? —saluda sin demasiada efusión, mientras para sus
adentros murmura: ¿justo hoy tenía que encontrarme con esta?
—Bien. ¿Me puedo sentar con vos? No hay ni una mesa.
—Sí, dale.
Lidia: oscura estudiante de Historia, de esas que sin estudiar, sin esforzarse y sin que se
sepa muy bien cómo logran aprobar todas las materias para de inmediato conseguir un
envidiable puesto de jefa de trabajos prácticos en una de las cátedras más codiciadas, mientras
Marina, que se recibió con uno de los mejores promedios de toda la facultad, todavía es
ayudante en una cátedra bastante inferior (aunque ella se repita todo el tiempo que sólo allí
obtendrá lo necesario para desarrollar su interminable tesis).
Lidia: que siempre retorna con algunos kilitos de más después de sus sucesivos embarazos.
Lidia: bajita —muy bajita—, pelo lacio, llovido, dientes de conejo, ojos claros y cara de
mermelada.
Marina no se la banca, pero se dice que es apenas un almuerzo.

Por fin las atienden. Miran el menú y cada una pide lo suyo. Comen. Charla insustancial,
nada nuevo: las notas dudosas de algunos alumnos que se quejaron días pasados, chismorreos
sin fundamento acerca de cierto profesor envuelto con cierto becario.
Marina mira el paisaje a su alrededor. Se escapan oleadas de calor de la cocina del
Flamingo cada vez que las mozas salen raudas con los pedidos.
—Estamos en mal lugar.
—Sí. Es increíble cómo se llena a veces este antro.
—Sí.
Lidia, de pronto, agita las manos, hace señas. Marina la mira, y luego mira en la dirección
a la que se dirigen las señas. Un hombre, rubio, alto —un bombón—, se abre paso entre las
mesas y llega hasta ellas.
—¡Hola, amor!
—Hola.
—Te presento: Marina, una compañera de trabajo; Fernando, mi marido.
¡Ajá, el famoso marido! El padre de las criaturitas que tanto la hicieran engordar… El
marido del que todas hablaban en el departamento de Historia y que nadie había podido
conocer.
—Hola, mucho gusto.
—Hola, encantado.
—Sentate, amor. Ya casi termino de comer y vamos ¿sí? —Marina no puede dejar de
pensar: ¡qué falsa es esta mina, por Dios!, pero se guarda muy bien de dejar traslucir sus
pensamientos, tan poco éticos.
—Bueno.
—¿Comiste?
—Sí, comí en casa.
—¿La beba?
—Durmiendo. Se quedó con mi vieja.
Así que este era Fernando. Guau. Tres veces guau. Un motivo más para no bancársela. Qué
injusto es el mundo. Qué mal repartidas que están todas las cosas, no sólo las riquezas.
Lidia termina de comer y se levanta, diciendo que va al baño.
—Ya vuelvo, ¿eh? —y sonríe, torva, como diciendo “te estoy vigilando” y el claro
mensaje subliminal va dirigido a Marina, no al marido. Ay, mujeres: la eterna y feroz
competencia.
—¿Sos profesora de historia también? —pregunta él, una vez que la enana maldita
desaparece dejando un rastro a perfume viperino.
Una pregunta como para romper el hielo, aunque ella ya estaba derretida.
—Sí.
—Ah.
—¿Y vos… a qué te dedicás?
—Soy fotógrafo.
—¿Fotógrafo? Qué bueno. No sabía.
Podría haber sido barrendero, qué importa. Pero no podía ser de otra manera, tiene un halo
de artista que lo delata al instante. Le sonríe. Marina refunfuña para sí: maldita enana hija de
puta, dormir cada noche con esa sonrisa al lado, despertar cada mañana con esa sonrisa
depositada en la almohada. La turra vuelve del baño enseguida, arregladita y más
perfumadita, para él, claro, marcando bien el territorio. Se sienta y lo besa. Babosa.
—¿No le decimos…?
—¡Ah, sí! Tenés razón… Mirá, el viernes es el cumpleaños de la beba… Cumple un añito,
viste, y vamos a hacer una fiesta, para la familia y algunos amigos… ¿No te querés venir, eh?
¡Dale! Mirá, ahora nos vamos a comprar el cotillón. ¿Sí, Mari? ¿Te esperamos?
“Mari”. Marina odia (¡detesta!) que la llamen “Mari”.
—Bueno, está bien —cede.
Cede, claro: ¡no piensa perderse la oportunidad de volver a ver a ese bombonazo ni loca!
—¡Buenísimo! Mañana pasate por el departamento que te doy bien la dirección de casa.
¿Vamos, amor?
Lo llama “amor”, qué ridícula.
—Sí, vamos.
—Bueno, nos vemos entonces.
—Nos vemos.
Se van. Salen juntos. Él le rodea los hombros a Lidia con un brazo mientras le abre la
puerta. Al salir, Fernando mira a Marina (ella está segura de que la miró, y de que la miró con
deseo). Suspira, el corazón hecho un nudo empapado. La otra cerda se aseguró muy bien de
que se conocieran en su presencia para evitar suspicacias posteriores. ¿Se habrá dado cuenta
de cómo me miró al salir? La ineficiente moza del Flamingo la saca de sus cavilaciones,
trayéndole la cuenta. Y encima tengo que pagar yo, la puta madre.

Por la noche, pasea la vista por su monoambiente, que nunca le pareció tan estrecho y
desangelado. Se queda largo rato pensando en el fotógrafo, el hermoso marido de Lidia.
¿Cómo lo habría conseguido? ¿Con qué artimañas? Seguro que lo debe haber enganchado con
el primer pendejo. Claro. Debía ser eso. El resto, después, viene solo. ¿O realmente se habrían
enamorado? Pero, ¿enamorarse esa? ¡Qué sabía lo que era el amor! Bueno, como si ella
supiera…
Lo que sí sabía es que había algo en esa pareja que parecía imposible, que denunciaba a
gritos que ahí algo no funcionaba, que no funcionaba hacía tiempo, o que tal vez no había
funcionado nunca. No debe saber coger la estúpida. Debe saber abrir las piernas y eso es todo.
Debe creer que con eso es suficiente. Y nada es suficiente. ¿Por qué Dios insiste en darle pan
al que no tiene dientes? Y una después se asombra de los asesinos seriales y otras lacras.
¿Cómo no salir a asesinar o a poner bombas con tantas injusticias, grandes y pequeñas, a
nuestro alrededor?
Miró de nuevo su mísero bulín de solterita y con apuro. Y pensar en todo el esmero que
había puesto en arreglarlo y del entusiasmo con que abandonó la casa paterna hacía ya mil
años… Se tortura pensando en la casa que Lidia y Fernando deben tener: moderna, llena de
desniveles, con pileta, jardín, y todo el sótano para él y sus fotos, claro. Mucha madera,
alfombras, electrodomésticos de última generación. Todos los chiches. Y el chiche mayor: él,
coronándolo todo.
Se obstina ahora en recordar el abrazo y también la mirada que Fernando le ofrendó al
salir. ¿Había un pedido de auxilio en ella? ¡Qué manera de proyectar, mi querida! Era ella la
que estaba pidiendo auxilio: le estaba pidiendo que no la dejara sola con su soledad, con su
horrible —y palpable— soledad.

El teléfono. A estas horas, sólo puede ser Luli.


En efecto, su mejor amiga le está diciendo:
—De qué te quejás, nena.
—Es que hay veces que me canso de todo.
—¿Y vos te pensás que yo no me canso?
Lo dice Luli, felizmente casada con Juanse.
—Pero es distinto. Ustedes se quieren.
—Sí, pero no por eso cambian mucho las cosas, eh. A veces no nos bancamos. Hay días
que queremos matarnos.
Esta Luli. Siempre tan sincera…
—Es un embole, Lu, eso es lo que pasa. Vos estás casada, Pamela y Florencia también.
Hasta mi hermano tiene novia y habla de irse a vivir con ella.
—¡Qué sabe ese pendejo calentón! Te enredás solita, nena. ¿Acaso no la pasabas bomba
con ese, cómo se llamaba…? El de los videos…
—Ignacio, sí. ¿Y?
—¿Cómo “y”?
—Fue hace un montón, Luli. La pasábamos bomba, sí. ¿Y?
—Ah, ya sé. No estabas enamorada.
—No.
—Ya te lo dije pero bueno, vos, Marinita, no aprendés más: sos una romántica
empedernida. Para colmo, te querés hacer la superada. Ahí es donde todo se te va al carajo.
—Puede ser. Por ahí tenés razón.
—Claro que tengo razón. Che… ¿y está bueno el fotógrafo ese? ¿Qué onda?
—Callate… no sabés lo que es. ¡Un bombón de chocolate relleno de dulce de leche, eso es!

El cumpleaños de la beba. Y, desde luego, vuelve a ver a Fernando, que la recibe con una
enorme sonrisa a pesar de que llega un poco tarde, un poco despeinada, y muy cansada
después de un día entero de facultad. La recibe con esa sonrisa que es como para tirarse de un
séptimo piso sólo de la alegría que le causa. Y el subsiguiente cosquilleo en todo el cuerpo le
hace comprender que está perdida, más aún, entregada.
Lidia le había dado la dirección de su casa dos días antes y le había dicho que tendrían un
candidato para presentarle. Desde luego, ésa era la única razón para invitarla. Desde luego, se
nota que está más sola que un perro pues en ningún momento Doña Cara de Mermelada y
Mirá Qué Lindo Marido Tengo se había preocupado por preguntarle si salía con alguien o
algo. La forra daba por descontado que estaba sola. Un amigo de Fernando, vas a ver qué
buen tipo.
Pero el buen tipo resulta ser un hombre transparente, que la mira sin entusiasmo. A Marina
ni le importa, porque en cuanto Fernando entra en su campo visual, todos los demás hombres,
mujeres y niños se mimetizan con el paisaje como camaleones, desaparecen sin más y él es lo
único que existe.
La casa, por supuesto, es como ella se había obstinado en imaginar: grandes cantidades de
madera, alfombras selectas, desniveles perfectos. Electrodomésticos de última generación y
una gran habitación, ya que no el sótano, oficiando de estudio fotográfico.
El estudio fotográfico. Fernando le muestra ahora un álbum con sus primeras fotos. Una
sucesión de amaneceres, crepúsculos, árboles, plazas, nubes, perros, gatos, techos de casas,
veredas, calles, días y noches pasa frente a sus ojos. A su lado, tan próximo, tan deliciosa y
provocativamente próximo, él le explica la circunstancia en que tomó cada una de esas
imágenes, hasta que su amada e inoportuna esposa lo llama y la deja a ella sola con sus
tesoros.
Sigue observando un rato más las fotos, intentando adivinar tras ellas el alma de quien las
ha sacado, si es que tal cosa es posible. Sonríe para sí misma y deja luego la habitación,
tratando de integrarse a la fiesta de cumpleaños de una beba que duerme con total placidez,
ajena a tanta devoción.

Mira una vez más a su alrededor, sólo para comprobar lo irrefutable: todos tienen pareja
menos ella. Menos ella y el hombre transparente, los niños y uno de los abuelos de la beba.
Los demás ríen, bailan y comen con sus parejas. Como felices tortolitos. Destino cruel el mío.
Soy una solterona, se dice Marina, siempre tan melodramática, aunque el término sea
anticuado y las revistas femeninas, que lee su señora madre y la novia quinceañera de su
hermano por igual, la quieran convencer de que es, en realidad, una mujer independiente
(ergo, una mujer exitosa). Qué manera más extraña de medir el éxito. ¿Será, realmente, tan
importante estar en pareja?
La respuesta llega inesperadamente, como todo deus ex machina. En el living, donde los
invitados, entre globos desinflados y guirnaldas de papel crepé un poquito rotas, picotean
bullangueros sanguchitos, papitas y chizitos, todo regado con gaseosa de precio módico no
del todo fría, lo ve a Fernando que asoma su rubia cabeza, toma entre sus brazos a su hijo más
grande, adormilado, a punto ya de caerse del sillón, le besa con dulzura paternal la frente y
desaparece con él. Es obvio que lo estará llevando a su cama, que lo tapará bien, que le dirá
“que sueñes con los angelitos” y que saldrá sin hacer ruido de su habitación.
Si a Marina le hubieran dado un tiro en el pecho, posiblemente, hubiera sufrido menos.

Decide entonces ir al baño y sofocar la rebelión emocional y hormonal que esa imagen, esa
cotidiana actividad de cualquier padre de familia, esa porción de la vida que hasta ahora se le
ha negado o, mejor dicho, que le está vedada porque no ha sabido procurársela por sus
propios medios, le ha producido en su interior.
No es sólo una rebelión hormonal como la ha llamado mientras se sienta en el pulcrísimo
inodoro color lavanda (¿a quién se le puede ocurrir tener un baño completamente color
lavanda y perfumado con Glade ídem?): es una tristeza irreversible desde el momento en que
ha comprendido que ese hombre le es, cualquier cosa, menos indiferente. Y ese hombre no
está disponible. De todos los machos que caminan continuamente la Tierra, a ella, la
melodramática, la díscola, la que nunca puede conformarse con lo que se conforman todos los
demás, tiene que ocurrírsele encajetarse con uno que no sólo está casado sino que además
viene con exceso de equipaje. Con ese delicioso y tibio equipaje adormilado que sus ovarios
todavía podrían producir, si ella los dejara.
Pero no los deja. Inútilmente, ya que hace varios meses que está sin pareja, sigue tomando
sus pastillas anticonceptivas, siempre con la esperanza de que su ingesta se justifique en
cualquier momento. Por ejemplo, ¿hoy? Se ríe. Se ríe con acre amargura, por no llorar y
desmoronarse de una vez.
Mirándose en el espejo del botiquín, iluminado por demás, se dice que es una mujer
“liberada”, que hace lo que quiere, que va a donde quiere y que no rinde cuentas a nadie. ¡Ja!
No rinde cuentas a nadie porque no tiene cuentas que rendir ni, menos, a quién rendírselas.
¿De qué le sirve ser profesora, vivir sola y no depender de nadie? ¿De qué le sirve si no puede
asistir a un estúpido cumpleaños sin deprimirse como se ha deprimido ahora por el simple
hecho de estar sin pareja?

Al salir del baño y tomar de la mesa un pequeño sandwich con forma de corazón (¿qué es
esto? ¿una burla más del destino?, se pregunta antes de ingerirlo, con enorme desconfianza),
el hombre transparente se acerca y hay un conato de conversación, pero ella no se siente con
ánimos de poner tanta energía en movimiento. Sonreír, seguir el hilo de un tema, buscar una
respuesta que deslumbre o que no dispare la polémica o que le de pie a él para que se explaye
y la apabulle, y después seguir ensayando sonrisas y respuestas a la espera del avance o de la
próxima invitación… No. Es demasiado para las pocas fuerzas de las que dispone esta noche.
Sonríe entonces como una esfinge y despacha a don Rigolleau con uno o dos monosílabos
demoledores. Sabe que de seguro él la catalogará como una antipática (o tal vez algo peor) y
se alejará sin más.
Efectivamente, se aleja. Qué le importa. Fernando entra en escena de nuevo. Ahora, gracias
a Dios, es él quien se acerca. Y la aborda:
—¿La estás pasando bien?
—Sí, gracias.
—¿Te traigo algo?
—No, no.
Silencio. Se imagina veinte mil tópicos posibles de conversación con él, pero ninguno
asoma a sus labios.
—¿Te gustaron las fotos? —pregunta él, intrigado.
—Muy buenas. Se ve que tenés talento.
—No es para tanto. Me defiendo nomás.
—¿Hiciste alguna exposición, algo de eso?
—Sí, pero… la verdad tendría que haber seguido… Había buenas perspectivas para
hacerlo, pero al casarme tuve que dejar esas cosas de lado. Recién ahora las estoy retomando.
Claro. ¿Ves, tonta? Ni siquiera ellos pueden tenerlo todo. ¿Vieron, señoritas redactoras de
Cosmopolitan y demás engendros por el estilo? Ellos tampoco.
—Ah, qué bueno.
—¿Estás bien? —le pregunta Fernando, con preocupación.
¿Cuándo se volvió tan transparente, más que el candidato que quisieron endilgarle? Dios
mío, ¿cuándo pasó esto? Lidia se da cuenta de que está sola y, en consecuencia, desesperada.
Fernando se da cuenta de que está mal, y ninguno de los dos la conoce lo suficiente ni sabe
nada de ella. ¿Cuándo se volvió tan vulnerable?
—Sí. Tuve un día fatal.
Gran salida. El “día fatal” siempre lo arregla todo. Para colmo, es verdad.
—Yo también. Estoy muerto.
Se sonríen. Cada vez que sus ojos se intersectan, el cosquilleo, el revuelo, el desafuero
total de la carne la invade y sólo puede sonreír, mostrando todos los dientes, como una nena a
la que le acabaran de decir que sí, que le van a comprar la muñeca más grande y hermosa de
la juguetería y que además la van a dejar comer todo el helado de chocolate que quiera, hasta
empacharse. Debo estar poniendo una cara de estúpida total, piensa mientras intenta corregir
su semblante, pero es inútil, no hay ni un espejo cerca.
Fernando ahora le dice que para él no hay nada mejor que tirarse en ese sillón, al que acaba
de invitarla a sentarse, y mirar tele como si fuera Homero Simpson hasta quedarse dormido.
Marina piensa qué opinará Lidia de una conducta tan anti-conyugal como esa, pero se
abstiene de decirlo y piensa con qué deleite se quedaría ella a su lado, mirando también la tele
como una zombie, sólo por el placer de tenerlo cerca, de poder abrazarlo, de que él la abrace,
de que el perfume de su piel la invada, de que…
Uno de los chiquilines, seguramente un primito de la beba, pasa corriendo y gritando,
sacándola de su delirium tremens. Ha tomado sólo gaseosa, es cierto, pero el deseo, la pasión
o lo que esto sea, ya la ha inoculado como el más terrible y poderoso de los venenos, un
veneno que, sutil al comienzo, pasa casi desapercibido para luego hacer entrar al envenenado
en una serie espeluznante de alucinaciones y delirios cada vez más elaborados. Delirios que
incluyen imaginarse cómo sería vivir en esa casa, ser ella la anfitriona y recibir a todos sus
amigos y poder decir, una vez concluida la reunión, tendidos los dos en ese mismo sillón:
“Viste, amor, qué lindo que salió todo, ¿no?”.
Para interrumpir ella misma su fantasía desbocada, Marina comenta:
—Hermosa la casa, ¿eh? Me la imaginaba así, no sé por qué.
Y para corroborarlo gira la cabeza a un lado y a otro, abre las manos como si quisiera
abarcar el mundo.
—Gracias. Cuando puedo, me gusta hacer arreglos y esas cosas.
Oh, un muchacho bricolage… Con razón lo pescó la enana, que ya los está mirando
demasiado, dicho sea de paso.
—Me parece que Lidia te está llamando.
—Sí… ¿Estás bien, en serio?
—Sí, andá.
Fernando se va y ella ve cómo Lidia lo arrastra hasta la cocina. Ya se imagina la escena:
qué tenés que estar hablando con esa, no ves que es una reventada, ni siquiera le dio bola a tu
amigo, etcétera. Él responderá que sólo trataba de ser amable con alguien que pisa su casa por
primera vez. Y, luego, para convencer a su furibunda esposa de sus dichos, los rubricará con
un buen beso, un gran abrazo y la promesa palmaria de que esta noche, ni bien se vayan todos,
él le demostrará que ella es la única mujer que desea en todo el mundo y alrededores. Ella, si
es realmente una conchuda —como Marina cree que es— llegado ese crucial momento
aducirá cansancio, dolor de cabeza, la beba que llora o algo por el estilo y se negará a
recibirlo. Él insistirá un poco, pero se rendirá enseguida. Y así se va fomentando la
posibilidad de ir a buscar afuera lo que falta adentro (para él) y así se justificará, desde luego,
la cada vez más insidiosa sospecha de infidelidad (para ella). ¡Qué lindo es el matrimonio!
¿Eso es lo que ella quiere? ¡No! ¿No? No.
Su estancia aquí está por llegar a su fin. Ya ha comido y bebido, ha visto las bellas fotos de
él, ha visto a la beba homenajeada, ha socializado lo mínimo indispensable, ha comido su
porción de torta y ha recibido su correspondiente souvenir. No tengo nada más que hacer aquí,
excepto sufrir. Sí, por cursi que suene. Mejor me voy. Cumplió. No le pidan más.
—Ay… ¿ya te vas? ¡Qué pena! Pero si es temprano…
Lidia. Siempre un amor, tan atenta.
—Sí, pero estoy cansada y mañana tengo cosas que hacer… —dice Marina, sin hacerse
rogar.
—Bueno…
—Estuvo todo precioso. Te felicito.
—Gracias. Fer… ¡Fer! ¿Por qué no la acompañás?
Lidia. Tan atenta que hasta ese regalo le hace.
—No, no hace falta. Vivo cerca —se niega (debe negarse, sólo para quedar bien, no porque
realmente quiera).
—No hay problema. Te alcanzo con el auto —dice él, de nuevo una sonrisa por la que
sería capaz de enfrentarse a mano limpia con la enana y otras mil mujeres furiosas y
despechadas.
—Pero…
—Dale, te llevo.

Bueno, Lidita, después no te quejes: me lo estás sirviendo en bandeja. Qué cosa. Debe ser
una especie de prueba para maridos. Cuando él vuelva, ella lo olerá, buscará marcas
comprometedoras, cualquier vestigio que pueda indicarle que la perra de turno hizo lo que se
esperaba de ella. Porque ella (la perra, o sea Marina) será la culpable y no él, pobre y
abnegado padre de familia que saca su auto en medio de la noche para llevar a una
desconocida a su casa. Pero, enana querida, no soy tan previsible como vos creés. Ni tan
tonta.
—No hubo onda con Julio, ¿no? —dice Fernando, enfilando para la diagonal.
¿Julio? Ah, Mr. Pirex.
—No, la verdad que no.
—Disculpala a Lidia, tiene esa manía de querer casar a todos mis amigos.
—Está bien… Es que si no hay química…
—Es verdad. Sin esa conexión no funca nada. En todos los órdenes de la vida ¿no?
Exacto… Y cómo le gustaría a ella conectarse con él en todos (pero t-o-d-o-s) los órdenes
de la vida.
—Sí. No se puede fabricar ni sacar de la nada ¿viste?
—Tal cual. ¿Doblo en la que viene?
—Sí.
Un tramo de silencio. Las diagonales, el boulevard de la calle 51 luego, nunca le
parecieron tan bellos y cargados de primicias. Pero lo que había ahí adentro, flotando en el
andar sereno del auto, no era silencio. Era simplemente un remanso. Marina sabe, como sabe
su nombre, que tienen tanto de qué hablar que no hay por qué apurarse.
—Espero poder invitarte a mi próxima exposición.
—¿Y cuándo será eso?
—No sé… pero estoy trabajando en una serie que creo que puede llegar a quedar muy bien
y resultar interesante para exponer o algo así.
—Si puedo ayudarte en algo…
La buena samaritana. ¿En qué iba a poder ayudarlo si es el primer fotógrafo que conoce en
su vida?
—Por el momento, sólo tengo algunas ideas.
—En la que viene, doblá a la derecha. Ya casi estamos.
Por qué no vivirá en Alaska o en algún otro remoto lugar así pueden seguir con esta
conexión, conversación, comunión…
—¿Acá es?
—Sí. Gracias por todo.
—No hay de qué.
—Nos vemos.
—Que sea pronto.
El beso, el anhelado beso. ¡Oh, el beso! El mínimo pero estrecho contacto de su barbita
crecida, de su piel blanca, de sus labios pródigos, de su perfume apenas insinuado. El beso de
comisuras, el que promete y anticipa futuras delicias. El que no compromete ni trae problemas
ni dice más de lo que dice. El beso de refilón, casi de contrabando, el más dulce entre los que
aún no son amantes. El beso redentor, por el que valió la pena sufrir todo el melodrama
anterior. El beso reconstituyente y revivificante. Rápido y certero. El beso con el que soñará
esta noche y todas las demás noches. Con qué poco se conforma una. No hace falta tanto para
ser feliz ¿no es cierto, señoritas redactoras de revistas femeninas? No, no hace falta tanto…
—Lidia, ¿estás bien? ¿Te pasó algo? —le pregunta Marina, cerrando la puerta del
despacho de la enana maldita en el sexto piso de la Facultad de Humanidades, unos días
después.
—Nada… Fernando, que no me hace caso.
—¿Algún problema con la beba?
—No. Es que no quiere volver a sacar fotos en casamientos y bautismos. Se quiere dedicar
a sus fotos “artísticas” —hace un gesto despectivo subrayando las imaginarias comillas—. No
sé qué le agarró ahora con eso. No la quiere entender que con lo yo gano no alcanza.
—Ah… bueno. Es un buen fotógrafo, por lo que poco que pude ver. Seguro que va a
encontrar algo —acota Marina como diciendo “algo que a vos, seguramente, no te va a gustar
un carajo”.
Qué turra. Ya se puso del lado de él, del marido incomprendido por la bruja de la mujer.
Así es como una empieza a transformarse en la otra aún antes de serlo. Una especie de
instinto atávico o de intuición especial le dice cómo debe conducirse en circunstancias que
son nuevas para ella. Porque hasta el momento, ella nunca había sido la otra. Y presentía, del
mismo modo que se presienten las catástrofes, que lo iba a ser, que lo que sentía por ese
desconocido, por ese fotógrafo de mediano talento, por ese al parecer regular padre de familia,
no era algo que pudiera arreglarse con una encamadita al pasar, un touch & go, como otras
veces le había pasado con tipos que ya ni recordaba. Sabía, por medios no revelados a su
conciencia, que si al fin algo pasaba con él, ella se convertiría automáticamente en la otra, y
ya estaba actuando de acuerdo con ese papel.
—No sé. Yo no entiendo nada de arte —confiesa entonces Lidia—. Lo único que sé es que
tiene que volver a hacer casamientos y todo eso, que es lo único que deja plata. En fin. ¿Qué
precisabas?
—Te vengo a traer estas planillas, de parte de Losada.
—Ah…, buenísimo. Las estaba esperando. Che, ¿qué pasó con Julio?
—¿Julio? Ah, no, nada. No es mi tipo, sabés.
—Qué lástima. Es un buen muchacho, tan honesto, tan transparente.
—Puede ser. Pero a veces con eso sólo no alcanza… Me esperan arriba. Saludos a
Fernando…
Seguro que la hija de puta ni se los va a dar, pero no le importa. Sólo por el placer de
pronunciar su nombre enfrente de ella cierra así su parlamento.

—Hola.
—¡Hola!
Sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas, ¡ay, Dios!
Desprevenida, despeinada, muerta de frío en una mañana de paros y jornadas docentes, así
la encuentra Fernando tres días después. Marina sonríe como la niña que nunca quiere dejar
de ser.
—¿Vas para la facu?
—No, vengo. Y vos, ¿en qué andas?
—Me voy al registro civil, a sacar unas fotos.
Bueh, parece que al final le hizo caso a su mujercita.
—¿Querés venir? —la exhorta entonces con otra sonrisa imposible de resistir—. Es un
minuto. Te invito a almorzar después… ¿dale?
—Está bien. Tengo un rato —y agrega—: Pero, ¿seguro que no molesto? (Mejor
asegurarse, no sea cosa que después se arrepienta).
—No, qué vas a molestar. Enseguida termino.
—No son las fotos que preferís sacar ¿no? —mete cizaña, total… Ya ha empezado a
desplegar su papel de mujer comprensiva-no-hinchapelotas-que-entiende-lo-que-significa-
para-él-la-fotografía.
—No. La verdad que no. Me rompe soberanamente tener que hacerlo. Pero hay que comer.
—Eso dicen.
Hay que comer y preservar la paz familiar, claro que sí.
—¿Estás con el auto?
—No, hoy lo tiene Lidia. Menos mal que es cerca.
Gracias, querida colega, por llevarte el auto, piensa Marina para sus revolucionados
adentros. Ahora disfruto de una atolondrada caminata junto a él, hermoso, divino, imponente,
que no quiere sacar estúpidas fotos de tarados felices después de estampar sus firmas en un
libro, y lo hace igual, ¿ves?, para mantenerte a vos y a tus rechonchos retoños.
—Creo que es en la otra cuadra.
—No tengo idea, nunca vine —dice Marina. Ni pienso venir, por mucho que me desespere
a veces, agrega para sí, con sorna.
—Lo bien que hacés…
—¿Te parece?
—Sí.
La charla se interrumpe. Fernando serpentea con habilidad entre la gente que se agolpa
esperando a los recién casados. Algunos kilos de arroz después, él vuelve a reunirse con ella,
que lo estaba esperando, ya con mucho menos frío, enfrente.
—Tenés arroz en el pelo.
Y sin pensarlo, hunde sus manos en el pelo de él, rubio tirando a miel, lacio pero grueso,
que le cae en largos mechones por el cuello y los hombros. Hum… suave y sedoso como para
dejar ahí las manos y no sacarlas nunca.
—Sí, qué desastre —dice él sacudiendo la cabeza como un perro al salir del agua—. Odio
estas boludeces.
Ay, yo también, piensa ella, pero en este momento ¡las amo!
—En la ropa también, uy.
De nuevo, sin pensarlo, sus manos que se aventuran. Dos o tres pasadas discretas. Así, un
poquito por el pecho y ya está. Durante un instante que dura nada sus manos se rozan y el
incendio que la recorre es instantáneo.
Si esto fuera una telenovela, la cámara iría de sus manos a la cara de él, rápidamente
enfrentada a la suya, y se pasearía gustosa de una mirada a la otra. Miradas de fuego, por
supuesto, las miradas que sólo se intercambian entre “Ella” y “Él”. Lidia es la auténtica
malvada de esta telenovela, aunque todos crean que Marina lo es, por perturbar la sacrosanta
paz matrimonial con la lujuria salvaje e incontrolable que le produce este hombre.
Pero esto no es una telenovela. Qué lástima.
—Bueno, ¿vamos a comer?
—Sí. Podríamos juntar un poco de todo este arroz.
Risas. Risas cantarinas. Risas que prometen más y más íntimas risas. Oh, risas.
—Conozco un lugarcito muy bueno, acá a dos cuadras.
—Vamos.
Y si un (otro) fotógrafo les sacara una foto ahora, sólo serían un hombre y una mujer que
caminan juntos. Nada incriminatorio. Ni siquiera sospechoso, salvo para mentes retorcidas
(como la de Lidia). Pero ella, Marina, la presunta mujer liberada, a pesar de todos sus
discursos y peroratas pro amantazgo, ya se siente culpable (entonces la mente retorcida seguro
que es la de ella y no la de Lidia).
—Te va a gustar, estoy seguro.
Qué lindo. Le encantan los hombres seguros. Nada de indecisos ni de histéricos. Nada de
no sé lo que quiero pero lo quiero ya. Sé lo que quiero y también lo quiero ya.
Se sientan, lejos de los ventanales indiscretos. Está bien, tampoco es cuestión.
—Si me permitís una sugerencia, acá sirven muy buena pasta.
—Está bien. Te voy a hacer caso.
Sumisa y obediente. Para que después sepas a quién hay que hacerle caso, le dice con los
ojos aunque él no parezca notarlo. Vuelven a reírse, la atmósfera es festiva, aunque hay un
algo de nerviosismo también. Luego, él, mirándola de frente, comienza a decir, como si
estuviera estudiándola:
—Mi amigo Julio te tiene muy mal catalogada.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Porque dice que sos antipática.
—Es lógico que crea eso… Esa noche le corté el rostro un poco mal, pobre.
—Puede ser, pero me parece que no te dio la oportunidad de que le demostraras cómo sos
realmente.
Lo que, naturalmente, implica: yo sí sé cómo sos (y, en consecuencia, Julio es un estúpido
que no sabe nada de mujeres ni de ninguna otra cosa en el mundo).
—¿Y cómo soy realmente?
—Muy divertida. (Si decía simpática, le pegaba).
—Y muy interesante —sigue Fernando.
—Pero si vos casi no me conocés…
—Pero te observo. No te olvides que soy fotógrafo. Siempre estoy esperando que algo me
sorprenda.
¡Cáspita! ¿Acaso puede ella olvidar por un segundo que es fotógrafo y que sólo quiere que
él por fin le robe su alma con su cámara (y todo lo demás)?
—Y… ¿yo te sorprendo?
—A cada instante.
Duda, vacilación, zozobra. Marina pone distancia:
—No sé cómo tomar eso.
—Tomalo como quieras. Es lo que me pasa.
¡Uy! Esto se está poniendo espeso, espeso como la salsa que le pusieron a estos
sorrentinos, que no están mal, después de todo. Espeso y ardoroso, como una puttanesca. Oh,
cielo santo. ¿Está jugando o realmente…?
—¿Y qué más te dijo tu amigo? (Desviemos la conversación, es la mejor táctica).
—No mucho más. Dijo también que eras linda pero que estabas creída.
Si esto fuera una sitcom, éste sería el momento de escupir la pasta sobre él y provocar las
risas de la amable teleplatea. ¿Ella, creída? ¿Qué me dicen de esto, señoritas redactoras? ¿Qué
me contás, Luli? ¡Marina, creída! ¡Ja!
—Bueno… Al final parece saber mucho de mí tu amigo.
—No sabe nada.
Lo que, por supuesto, implica inexorablemente yo sí sé.
—Cree que sabe mucho sobre mujeres pero no sabe un corno. En el fondo —dice Fernando
después de limpiarse la boca con su servilleta—, creo que es un misógino.
Misógino y transparente. Qué suerte que no le dio bola.
—Algo me decía que no debía acercarme a él.
Risas de nuevo. Adorables, hermosas risas.
—Hiciste bien. En realidad, me alegro de que lo rechazaras. No era para vos. Lidia tiene
cada cosa…
Sí, tiene cada cosa esa enana maldita… ¡te tiene a vos, corazón! Pero mejor no sufrir,
mejor volver la conversación al tal Julio, se dice Marina, pensando que si el transparente no
era para ella, ¿quién lo sería entonces? ¿acaso…?
—¿Y tenés algún otro candidato para mí entonces?
—Tengo uno… pero… me parece que tampoco te conviene.
—Mirá vos. Y… ¿no tendría que decidirlo yo, en todo caso, si me conviene o no?
—Seguramente. Sí, claro.
Pausa estratégica para el reagrupamiento de las filas.
—¿Quién es?
Ataque frontal exige contraataque frontal.
—Yo.

Se queda mirándolo, extrañada, embobada, sorprendida. En realidad, estaba claro desde el


principio, pero era la primera vez que se verbalizaba así, sin ambages. Claro que también
podía ser una broma, una amable broma sin más pretensión que divertirla o alimentarle un
poquitito el ego, así que Marina apela a la risa.
—No te rías. Es verdad —dice él, con total seriedad.
Podía seguir siendo una broma, una hermosa broma y nada más.
—En serio. Me estás rompiendo el corazón.
—Dale, Fer. No jodas.
—No estoy jodiendo.
Claro que no está jodiendo. Sus ojos delatan que no hay ni un ápice de mentira en lo que
dice. Si ella estuviera dirigiendo esta película, primer plano a sus ojos. Entre grises y dorados,
con un reborde marrón oscuro. Bellos, tan bellos. Y la mirada franca, la mirada del hombre
que dice lo quiere y lo que piensa sin titubeos. Pero no es una película y no la está dirigiendo.
Lo mismo se pierde en esa mirada aunque ya es obvio que estuvo perdida desde el comienzo.
—Estás loco —remata con un gesto, como apartando de sí algo que la molestara. Lo dice
con lentitud y la voz baja, casi avergonzada, sabiendo que es la locura más alucinante de
todas.
—Ojalá. Sería un buen justificativo.
—Me estás jodiendo ¿no? —insiste sólo para asegurarse.
—¡No! Te juro que no.
Marina saca entonces las manos de la mesa, advirtiendo que las de Fernando venían hacia
ella. Si lo toca en este momento, no hay retorno. Prefiere no tocarlo, seguir ignorándolo todo
acerca de su contacto. Simula arreglarse la ropa, pasarse la mano por el pelo, agarrar la
servilleta. Insiste:
—Sí, me estás jodiendo. Te aprovechás de mí, porque vengo con la guardia baja. Es eso.
—Te juro que no, que no es eso. Yo no tuve nada que ver con lo de Julio. Fue una
ocurrencia de Lidia. Bah, siempre hace eso. Tiene alma de celestina. (Como todas las enanas,
piensa Marina).
Ahora sí que se pone nerviosa. Lo ve venir. Lo presiente. Mejor dicho, lo siente tan cerca,
aunque no se hayan movido de sus lugares, que no lo puede resistir. Sabe perfectamente que
una vez que las barreras se hayan cruzado no habrá forma de volver atrás. Y aunque desea con
toda su alma que eso suceda, de pronto siente también que no podrá manejarlo y prefiere huir,
aunque sea indecoroso o poco digno para una mujer como ella.
—Sabés, me tendría que estar yendo —dice de repente, como si se hubiera olvidado la
leche sobre el fuego.
—Esperá, ¿no querés postre?
—No, gracias. Tenías razón, sirven muy buena pasta acá. Lo tendré en cuenta.
Mejor alejar todo vestigio de lo anterior. La pasta es muy buena, el servicio también. Todo
muy lindo, como en el cumpleaños, pero tengo que irme. Tengo que irme ya, desaparecer,
borrarme de este momento. Huyamos, que soldado que huye… y además, si es cierto lo que
ha dicho, Fernando volverá por más.
—¿De verdad tenés que irte? —le pregunta él con pena, con infinita pena, como los chicos
cuando encuentran a alguien que les da bolilla y se mete en su mundo sin querer llevarlos al
suyo y de pronto les dice que se tiene que ir pero que volverá y ellos saben que es mentira y
que han perdido a ese amigo instantáneo para siempre.
—Sí. Tengo cosas que hacer —remata ella, seria (en realidad, aterrada). Mentira. No tiene
cosas que hacer. No tiene nada que hacer. Pero no importa. No cree poder soportar más, es
muy frágil, está malherida. Agarra el saco, la cartera. Se acomoda el pelo más veces de las
necesarias, signo de que está al borde del colapso. No debería irse pero es lo mejor. Sabe que
es lo mejor. Este hombre la pierde. Me pierde, me peligra, es fatal. Es mejor que me vaya, sí.
Le dice que la pasó muy bien. Agrega el obligado “saludos a la familia” (de ningún modo
“saludos a tu mujer”, esa forra ya dejó de existir para mí). Se va, rápido, rápido. Alcanza la
puerta y…
—Esperá, no te vayas.
…la mano de Fernando en su brazo la detiene, la frena. ¿Tendrá el valor de darse vuelta y
enfrentar lo que venga? Porque ya sabe lo que está por venir. No era ninguna broma, claro.
¡Qué esperanza!
—Todo lo que te dije hace un rato… es verdad —musita él.
Marina no dice nada. No sabe qué decir. Oh, Señor, no me hagas pasar por esto. ¿Qué le
digo yo ahora? ¿Qué contesto?
—Yo… no sé qué decirte, Fer.
Es la segunda vez que lo nombra. A la tercera será suyo. Sin retorno.
—No me digas nada. Me basta tu mirada.
Oh, Jesús. Su mirada. La mirada de una mujer sola y desesperada. La mirada de una
hembra sin macho. Él no debería hacerle caso a una mirada como esa. Ella no debería andar
por el mundo hasta que su mirada no sea la de una hembra mansita y apaciguada.
—Me tengo que ir —insiste, pero ya sin énfasis.
No, no se tiene que ir. Se tiene que quedar con él. Acá. Ahora. Para siempre. Ya mismo.
—De verdad, Fer…
No la suelta y ya lo nombró tres veces tres. No la suelta: ¿no la va a soltar? No, no la va a
soltar.
En cambio, la besa.
Y no es un beso de comisuras, un beso de labios que apenas se atisban, no. La besa en la
boca, tan dulce, tan tierno, tan él. La besa apenas unos segundos, los suficientes para que ella
quiera conocer de inmediato todo el resto, los suficientes para trastornar a la mejor plantada.
Y ella no es, precisamente, esa. Este hombre la pierde. ¿Y ahora?
—¿Y ahora? ¿Qué hago?
Nueva conversación telefónica con Luli, la noche siguiente.
—Y ahora nada, nena. Esperá, a ver qué hace.
—Soy demasiado ansiosa para esperar.
—Bueno, jodete, ¿qué querés que te diga? Los otros días llorabas por los rincones y ahora
no podés esperar a ver qué hace tu bendito fotógrafo… No jodas, che.
—Es que no sé si quiero esto.
—Te entiendo. Es jodido. Si se da y no es sólo una encamada, vas a sufrir mucho.
—Eso es justo lo que menos falta me hace …
—¿Querés que te diga qué es lo que te hace falta, Marinita?
—No, dejá. Lo sé perfectamente.
—Mirá, yo lo pensaría así: garchan una vez y chau. Él se saca las ganas, vos te sacás las
ganas y listo. Ella no se entera y todos contentos.
—Sí, supongo que debe ser lo mejor. Pero algo me dice…
—Ay, ese tono no me gusta nada…
—Es que me gusta mucho… me encanta… me pierde… Nunca me pasó una cosa así. No
te puedo explicar cómo estoy. Camino por las paredes. Tengo mariposas en el estómago. No
como. Soy un nervio andando.
—Me estás asustando. Pará un poco, piba. No es para tanto.
—Es que el problema es que sí, sí es para tanto y ¡para mucho más!
—Estás loca, Marina. Serenate, apenas si lo conocés.
—Ya sé, ya sé. No dejo de repetírmelo. Pero es como si lo conociera de toda la vida.
—Ay… qué metejón, queridita. Haceme caso: una encamada, te lo garchás bien y a la
mierda. No te enganches, por favor. La vas a pasar mal. Muy mal.

Tenía razón Luli.


Claro que la iba a pasar muy mal. Pero, ¿quién se lo decía a su corazón, que de pronto
parecía renacido quién sabe desde qué profundidades? “Mi corazón”: parecía la primera vez
que disponía de uno. No cesaba de preguntarse “¿y ahora?”, esperando el próximo
movimiento, la próxima jugada de una partida que aún no aceptaba perdida. Que nunca iba a
aceptar como perdida.

—¿Hola?
—Hola. ¿Marina?
—Sí.
—Habla Fernando.
¡Santo Dios! ¿Y ahora?
—Ah, hola, ¿cómo estás? No te había reconocido la voz.
¡Quieto, corazón, quieto!
—Bien. Vos, ¿cómo estás?
—Acá, descansando un poco.
¡Saltando por las paredes, caminando por el techo!
—¿Mucho laburo?
—Sí… ¿Cómo conseguiste mi número?
—Eh… Bueno, tengo mis métodos.
—Ajá. No seguiré preguntando entonces, no quiero comprometerte.
—No sólo de fotografía vive el hombre…
—Ya veo.
—La verdad es que te llamaba porque… bueno, tenía ganas de verte. ¿Podríamos ir a
tomar algo?
¿Y ahora?¿Y ahora de qué me disfrazo?
—Hum… no sé… Dejame ver… ¿Cuándo?
—Y… Esta noche tengo un rato… No sé si vos podrás…
—Tengo parvas de parciales para corregir, la verdad.
—Bueno, si no lo dejamos para otro momento.
—No, no, está bien. ¿Dónde?
—¿Te parece en el Flamingo? ¿O preferís otro lugar?
—No, ahí está bien. Me queda cerca.
—Listo. ¿A las nueve?
—A las nueve.
—Un beso.
—Otro.

—Hola, hermosa.
Fernando (¡el hermoso es él!), al fin, con la barba todavía más crecida, besándola mientras
se acomoda en la mesa que ella eligió, lejos de la calle, en el Flamingo. Es un nuevo beso
artero y fugaz, repleto de llamaradas lejanas y deseo. De regalos y primicias, como una
cornucopia. Oh no. No será sólo una encamada, os lo aseguro.
—Hola.
—¿Pediste algo?
—No, te estaba esperando.
Hay un poco de incomodidad, nervios. Una de las mozas les trae una carta sobada y
grasienta, pero a ella ya no le importa nada, sólo que él la siga mirando así y le pregunte:
—¿Estás bien?
—Sí.
La moza vuelve, el Flamingo ahora está desierto, ellos hacen sus pedidos.
—Quería verte desde el otro día, la verdad —dispara entonces Fernando y en los ojos se le
nota que es sincero y que ha debido hacer muchos malabares para conseguir este rato para
ella.
—No pude escaparme antes —confirma sin saberlo los pensamientos de Marina.
Ella le sonríe, dándole a entender que comprende perfectamente que él no dispone de su
tiempo como un despreocupado hombre soltero. Su demonio interior, sin embargo, no puede
evitar preguntarse si él ya tendrá experiencia en esto.
—Tenía muchísimas ganas de verte. No sabía si vos ibas a querer...
¡Oh, el temor al rechazo! Una mujer en sus cabales tal vez, sí, lo hubiera rechazado. Pero
como ella no está en sus cabales (y como nunca lo estuvo…) pues aquí está. ¿Cómo podría,
además, rechazarlo? Imposible. Se le cayeron las medias en el momento mismo en que lo vio,
en este mismo bar, hace ya algunas semanas.
—Sí, yo también tenía muchas ganas de verte.
Vuelve la moza. Deja los pedidos. Ella toma un sorbo de Seven-up, él revuelve el azúcar
en su café. ¿Le tendría que haber dicho que viniera a casa, directamente?, piensa intranquila.
Qué incomodidad. Siente que los pocos parroquianos y uno o dos comensales que hay en el
salón los miran, que todos saben lo que pasa. ¿Sentirá él lo mismo?
—Estuve pensando mucho en estos días… Pensé mucho en vos y en mí y… la verdad es
que…
Uy. Ay. Uy. Respuesta a la pregunta del millón inminente.
—¿Qué, Fer?
Repite el conjuro. A la tercera vez que lo nombre, será suyo. Sin retorno (ahora sí).
—Me siento completamente atraído por vos y… no sé cómo manejarlo. Me muero de
ganas de comerte la boca de nuevo pero no quiero parecer un cavernícola… Además, como
Lidia y vos son amigas… No quiero meterte en quilombos con ella.
—Mirá, para empezar, Lidia no es mi amiga. Al menos yo no la considero así. Si eso te
deja más tranquilo… Apenas somos colegas. Ni siquiera trabajamos en la misma cátedra.
Vale decir que ni siquiera es su jefa (aunque la enana forra a veces se lo crea).
—Por otra parte… —sigue Marina, o bien la serpiente delictuosa que la habita desde que
este hombre se le cruzó en el camino— tal vez yo sí quiera meterme en quilombos.
¡Oh, nunca tendría que haber dicho eso! Qué estúpida. Este hombre la pierde, lo dicho.
—Mirá que yo no puedo ofrecerte nada… y no quiero lastimarte.
—¿Quién dice que no podés ofrecerme nada, Fer?
Sus manos y las suyas se acercan, peligrosamente juntas.
—Marina, yo… Si supieras lo que tuve que hacer y deshacer hoy para poder llamarte y
estar ahora acá con vos un rato… Andá a saber cuándo se me vuelven a dar las cosas… —una
pausa, los dos se miran directamente a los ojos—. Te merecés algo mejor que esto.
Todos insisten con lo que se merece. Pero entretanto nadie le da ni un pedacito, ni una puta
migaja de nada.
—Posiblemente —contesta Marina—. Todos nos merecemos algo mejor de lo que tenemos
o de lo que podemos llegar a tener. ¿Y con eso?
—No sé. Ya estoy totalmente enredado, qué sé yo —Fernando se ríe, se rinde, baja la
cabeza.
Ella lo mira. Se acerca y coloca su dedo en el mentón de él, lo obliga a mirarla. Intenta
decirle que se olvide del enredo, que se olvide de todo, que no piense, que en todo caso
pensarán después. Olvidate, olvidate de todo. Pensá sólo en lo que querés. Yo sé lo que
querés. Yo quiero lo mismo. Dejemos las consecuencias, las implicancias para después. No se
puede planear ni prever todo en esta vida. No, no se puede. Después, después. Y qué importa
del después, como dice el tango…
—Fer…
—¿Qué?
—Besame.

Y entonces llega el primer beso verdadero, el primer disparo. Certero y mortal. Directo al
corazón pero atravesando el alma. El beso que se incrusta en la carne y ya no la abandona. El
beso que se agarra con todas sus fuerzas a su presa y no la suelta. El beso vampiro. El beso
absoluto.
Después, las febriles frases entrecortadas, los últimos titubeos, la guerra de nervios. Le
cuesta convencerlo pero finalmente Fernando accede a ir a su departamento. El trayecto hasta
allí, abrazados y en apariencia muy serenos. Por dentro todo es un revuelo orgánico, una salva
de hormonas y células restallando en cada rincón del cuerpo. Mariposas y otros cientos de
aleteos se despliegan con todos sus élitros, y revolotean, zumban, transforman todo en una
fiesta eléctrica. Se cruzan las miradas, las sonrisas cómplices, nuevos códigos surgen al
amparo de lo prohibido.
Dos amantes han nacido.

No hay tiempo para “ponete cómodo” ni para “¿tomamos algo?” ni para nada. No hay
tiempo: hay que pasar directamente a la acción. De la mano, poseída ya por su mano, ella lo
arrastra hasta su habitación, rogando que no esté tan desordenada como cree haberla dejado
hoy. Él se saca la campera, ella se deshace de su saquito. Rápido, rápido. Pero él se sienta en
la cama, a su lado, y le toma la cara con sus manos. La mira largamente con esos ojos de
almendra, tan bellos, y no le dice nada. No hace falta.
Después de esa larga mirada, de esa otra forma de posesión, después de eso, recién
entonces, vuelve a besarla con otro beso mortífero. Con otro certero y letal disparo que
atraviesa la carne y todas sus fibras, reverbera y detona en todas las bóvedas y cavidades del
cuerpo, se propaga en oleadas como una infinita onda expansiva, lo recubre todo como un
manto, absorbe todos los impactos devolviéndolos redoblados, comprime el aire, reduce el
diámetro de las arterias, e insiste en socavarla entera con el haz de su lengua.
Lentamente la recuesta en su cama. Con suavidad se inclina sobre ella, la llena de su aire y
su perfume, y su beso se prolonga y toda ella no es más que arcilla, muelle y húmeda, en sus
manos. Dispuesta a sentirlo todo, lo deja hacer. Pasiva, clásica, típica pero arrobada,
extasiada, incluso asustada. Como en un sueño o en una fantasía delirante, enseguida están los
dos desnudos pero con él la desnudez no es tal. No siente vergüenza ni se esconde ni se
preocupa por cómo se vea su cuerpo. Estar desnuda con él es lo natural, lo que tiene que ser.
Fernando la sigue besando, apasionado y ansioso, delicado y vigoroso al mismo tiempo.
Necesita sentirlo contra sí, necesita abrazarlo, necesita retenerlo con todas sus fuerzas. Ojalá
pudiera ella traspasar su carne como él y su lengua traspasan la suya. Su cuerpo es tan
hermoso como ella lo imaginaba. A medida. Todo hecho para que calce justo en el suyo. Oh
su carne. Su carne que quiere que sea parte de su carne. Porque ya no hay que esperar más.
Porque todo está listo desde el primer momento. Porque su cuerpo nunca quiso otra cosa.
Porque su alma quiere lo mismo. Porque llegó hasta aquí sólo para vivir esto.

Y con la misma delicadeza y con el mismo vigor con el que la estaba besando, mientras la
sigue besando, Fernando la penetra. Entra al fin en ella. Despacioso, sutil, considerado.
Fogoso, eufórico, animado. Sus piernas se abren, todo el cuerpo se le abre a Marina, para
recibirlo, para dejarlo hacer, para que él la haga suya mediante este simbólico acto. La toma,
la posee, la tiene al fin. Y ella se deshace, deja de existir, siente que la vida se va y no le
importa que se vaya. Todo sucumbe, se derrumba. Caen todos los miedos, los nervios, las
aprensiones. Todo cae en este inmenso crisol que cuidadosamente algún alquimista revuelve y
revuelve hasta destilar y sublimar la materia, intentando alcanzar la perfección. Y la
perfección se alcanza. Mudos asisten al milagro de la comunión, de la más salvaje y sagrada
misa jamás celebrada. La de sus cuerpos unidos, fundidos, amalgamados. Aquilatados y
embellecidos, esplendentes y ungidos. Perfectos. Únicos. Dos que ya son uno aunque sigan
siendo dos por siempre.

Pero la perfección no es eterna.


Ahora hay que romper el otro hielo, el hielo del después.
—¿Estás bien? —vuelve a preguntarle Fernando y Marina, aún en pleno éxtasis, no puede
reprimir su costado sarcástico y piensa, al final, este pibe siempre me pregunta lo mismo.
—Sí —le responde, con la voz cansada, igual que la de él. Y contra toda lógica y razón, no
puede dejar de decir lo que está a punto de decir:
—Fue muy hermoso.
Besos. Sonrisas. Más besos. Un abrazo. Complicidad irrompible.
—Fue absolutamente maravilloso. Lo único lamentable es que me tengo que ir ya.
¡Auch!
Acostúmbrate, pequeña. Olvídate de las largas charlas post-coitales, de los recomienzos, de
los amagues, de todo lo que puede implicar un después tan intenso como el durante.
—Está bien —Marina lo dice con resignación, claro. Luchar contra esto no tiene sentido.
Traerle problemas a él tampoco.
—¿El baño?
—La primera puerta —le contesta y señala a cualquier parte, el cuerpo y los brazos laxos,
relajados, libres de todo peso.
Y a esto también, se dice, deberás acostumbrarte, muchacha: al escrupuloso lavado que
borre todos los restos de pasión, que no deje rastro alguno de tu paso, la ablución que
simbólicamente lo libere de la culpa de haberse metido en la carne de otra mujer. Y mientras
él se lava, se saca de encima tus olores y tus jugos, tú te quedarás observando la nada,
recordando entre afligida y extasiada el momento glorioso que acaban de pasar y murmurarás
que no te importa nada, que prefieres esto a todo lo demás, que así se está muy bien y otras
mentiras piadosas que irás perfeccionando a lo largo del tiempo para poder soportar el hecho
de que él se va (y de que siempre, siempre se irá).
—Te juro que no quiero irme… Me parece atroz —dice Fernando, con el toallón en la
mano—. Si pudiera me quedaría pero…
—Shhh… está bien.
El beso compasivo, ahora. Porque una amante ha de ser compasiva y comprensiva. Nada
de berrinches ni escenitas. Éste es su remanso, no lo olvides. Su solaz, así que nada de
reproches.
—¿Y cómo sigue esto?
Oh, perdón. Marina reformula entre sonrisas:
—¿Sigue?
—Claro que sigue, hermosa… Pero no sé cuándo. Dependerá de cuando pueda volver a
escaparme. Algo se me va a ocurrir. Ni bien pueda te llamo, te lo prometo.
—No prometas. Cuando puedas o cuando quieras, me llamás y listo.
—Está bien.
—Te acompaño hasta la puerta.
Y ahora el beso de despedida, el que vuelve a anticipar delicias y locuras, el que reaviva
las llamas que todavía crepitan. El beso que rubrica, que sella este pacto suicida. El beso que
le dice estás perdida, estás perdida aunque ella se niegue, con falsa valentía, a escucharlo.

Tiene que contárselo a alguien ya mismo.


Llama a Luli, claro.
—Acaba de irse.
—¿Lo hicieron?
—Sí.
—¿Y? ¡Ay, nena, decí algo!
—No puedo hablar. No sé qué decir.
—Pero, ¿estuvo bueno?
—No existe palabra para describirlo.
—¿Y ahora?
—No sé. Dijo que me iba a llamar cuando pudiera.
—O sea que la cosa sigue…
—Parece.
—¿Y vos querés que siga?
—Sí… ¡Sí!
—Vas a sufrir mucho, pendeja.
—No me importa.
—Se cuidaron, ¿no?

Y la cosa siguió, claro que sí. Cada vez que él pudo o quiso o tuvo ganas o las tres cosas
juntas, que realizó sus malabares y sus trucos mágicos, que armó la red de mentiras que le
permitiese escapar del yugo conyugal, Fernando y Marina se encontraron en su departamento.

Hubo veces en que la pasión los arrolló ni bien él terminaba de trasponer la puerta. Y otras
en las que simplemente charlaban, escuchaban música o miraban fotos que él le había llevado.
Hubo veces en las que casi no se sacaban la ropa, porque él le había dicho “pasaba” o “estaba
cerca y vine”, lo cual quería decir que no tenía tiempo y que no debía estar ahí (pero nunca
debería haber estado ahí, ya se sabía). Hubo veces en que ella se quedó con ganas de más,
rabiosa, loca, insatisfecha. Y otras veces en las que el rabioso, loco e insatisfecho era él y
volvía a las dos o tres horas de haberse ido por más. Y hubo veces en las que ella lloró
después de orgasmar y otras en las que él se declaró completamente vencido. Y veces en las
que se pelearon, se gritaron, se dijeron cosas horribles y después no alcanzaban las palabras ni
las caricias para reparar los daños. Veces en que él la maniató con sus propias manos y ella no
tuvo con qué defenderse y estaba feliz de no tener con qué hacerlo. Y veces en las que él se
quedó a dormir, aunque fueran las menos. Veces en las que parecían estar en planetas muy
lejanos que de pronto colisionaban entre sí, produciendo una nueva y fenomenal galaxia.
Y hubo una vez en la que él pronunció las palabras prohibidas y ella contestó con esas
mismas palabras que, para su bien, no debían ser nunca pronunciadas. Pero, réprobos,
pecadores absolutos, luzbeles hermosos, las pronunciaron. Y sus “te amo” abrieron nuevas
grietas por las que se escaparon sus ayes y sus silencios. Y hubo una vez en la que decidieron
que había llegado la hora de jugar con verdadero fuego y quemarse si era necesario, y no se
cuidaron con nada, ni con pastillas ni con preservativos. Y hubo otra vez en la que su coyunda
había alcanzado tal grado de perfección que ella decidió que era la última, que ya no habría
más, que para qué si ya habían alcanzado el paraíso. Pero luego vino otra vez, que fue aún
más perfecta, más insidiosa y más insana, y todo siguió su camino. Y muchas más veces
donde un ángel o una presencia o algo inexplicable se posaba sobre ellos y no los abandonaba
hasta el último estertor, hasta el último beso.

Pero, claro, también había, y esto es lo que más había, a decir verdad, fines de semana
como éstos, en los que Marina no tiene otra opción que aprender cómo se conjuga el verbo
soledad. Porque „soledad‟ no es simplemente un sustantivo abstracto que denota un estado
particular del alma humana. No, señores. Es un verbo que se conjuga, con rabia y con un
pathos de la puta madre, sobre su piel, sobre cada uno de sus huesos. Hace dos semanas que
no lo ve. Anoche llamó a última hora para decirle que quizás, ¡quizás!, hoy venga.
Quizás. Acaso. Tal vez.
Incertidumbre, su nueva compañera.
Soledad e incertidumbre, de esto se trata ser la otra. Ya no hay glamour que pueda ponerle.
Atención, lectoras de Cosmo. Si alguien os ofrece esta dicha, rechazadla. Hacedme caso. O
ateneos a las consecuencias.

Son las dos de la mañana del sábado. Es evidente que ya no va a venir. Nunca viene a esta
hora. ¿Para qué lo sigo esperando entonces? Porque así se conjuga soledad. Así se teje su red.
Su red de acero. Todavía puede venir, todavía puede llamar se dice cándidamente una. Hasta
que yo no cierre mis ojos y me duerma, si es que puedo dormirme en este estado de miseria
espiritual y carnal, él todavía puede venir, o llamar o mandar una paloma mensajera aunque
más no sea.
Pero las horas pasan con velocidad de tren bala. Ya son las tres y media. No sabe dónde
estuvo su cabeza en todo este tiempo. En realidad, sí: revolcándose en el gozoso pantano de
los recuerdos. Abriéndose el cuero, infectándose todas las heridas al recordar el beso que le
dio antes de irse la última vez o las palabras que se dijeron mientras se duchaban juntos. Le
roba fragmentos de vida en pareja a otra pareja. Se conforma con migajas. Como una
mendiga. Una clocharde del amor. ¿Por qué me hago esto? ¿Por qué me castigo tanto?
Ni siquiera los gorriones se conforman con migajas.
¿Nunca los viste a los gorriones? Prestales atención, sobre todo cuando andan entreverados
con las palomas. Siempre se quedan con el pedazo de pan más grande, siendo ellos los más
pequeños. Los más frágiles, en apariencia.
No recuerda quién le dijo esto. O si lo leyó. Su cabeza ha dejado de funcionar con su
eficacia habitual. Se olvida de todo. Sólo se acuerda de que no lo tiene. De que Fernando no
está. De que nunca va a estar. Porque ya pronto va a hacer un año que están metidos en este
baile de disfraces. Hola, Lidia, cómo estás. ¿Tu esposo, la beba, todos bien? Ajjj. Estamos
haciendo los preparativos para el cumpleañitos número dos de la beba.
Nunca se va a separar. Nunca se separan, ¿no sabés todavía como son? Te prometen el oro
y el moro para conseguir lo que ellos quieren, nada más. Pero, ¿separarse? Nunca.
Tampoco recuerda quién le dijo eso. Le hablan pero ella no escucha. Sólo retiene frases
que se le vienen ahora, en una noche que no sabe cómo atravesará hasta el final.
Y ahora cae: “Estamos haciendo los preparativos para el cumpleañitos número dos de la
beba”. ¡De su beba! ¿Te das cuenta? Es la hija de él y de ella. No es tu hija. No va a ser nunca
tu hija. Y cuando vos y él quisieron que hubiera algo de ustedes dos no se dio. Los dioses no
quisieron. Toda tu fiesta hormonal no dio resultado. ¿No es ésa una señal de que esto se tiene
que terminar?
Nadie aprueba esta relación. Ni tu madre ni Luli ni siquiera el liberal de tu hermano. No
digamos ya tu padre. Nadie ve con buenos ojos que seas la otra. ¡Y a mí qué me importa lo
que piensen los demás! ¿Saben, acaso, lo que pasa en mi corazón? ¿Saben lo que me grita el
cuerpo cada vez que lo veo o que lo deseo con esta saña? Porque eso es: saña, pura saña. Hay
veces que lo ataría a la cama y lo secuestraría para que no se tuviera que ir nunca. Otra veces
quiero comérmelo, dejar sólo los pellejitos, unos cuantos huesitos y tenerlo para siempre
adentro mío. Que crezca como una plantita. Como un bebé.
Pero él se va. Se tiene que ir. Tenés que entenderlo. ¡Pero yo no quiero que se vaya!
¡Quiero que se quede conmigo! Lamento comunicarte que esas son las mismas frases, exactas,
calcadas, igualitas, que pronunciará su beba cuando sea más grande y su divorciado papá —
divorciado por tu culpa, desde luego— se tenga que ir para estar con su “nueva mujer”, o sea,
vos. ¿Eso querés? ¿Romper una familia? ¡Y quién se ocupa de la ruptura de mi corazón!
Ah, pero usted ya es una mujer grandecita, debió pensar en eso antes, mijita, no ahora. La
ruptura de su corazón —vaya si me había resultado poética— se le arreglará solita, pero
¿cómo pretende romper una familia tan bien constituida? ¿Y todo porque no puede contenerse
de deseo? ¿Porque supone usted que sus ansias de reproducirse y aparearse y conformar su
propia familia son suficientes para destruir otra? No, señora, así no es como funciona esto.
Usted eligió ser la otra. Nadie la obligó. Nadie le apuntó con un arma, excepto él claro, que
le disparó sus miradas, sus manos, sus besos. Y usted podría haber resistido tranquilamente,
pero como nunca cultivó la templanza ni la serenidad ni la frugalidad, acá tiene las
consecuencias, las concupiscentes consecuencias. Aguántese. ¿Le gusta el placer, el deseo, el
goce? Pague por ellos. ¿O se pensó que todo esto era gratis? Qué va. ¿O no sabe todavía que a
este mundo hemos venido a sufrir y nada más? Si no quiere sufrir no se meta en camisa de
once varas. No se meta en la cama de otra mujer. Métase en la suya y si la encuentra sola,
arréglese como pueda. No haga lo que no quisiera que le hagan a usted. ¿O acaso le gustaría
que un día Lidia o cualquier otra resultara ser la amante de su marido, caso de que llegara a
tener uno, cosa que dudo al ritmo que va su descarriada vida?

Las cuatro y cuarenta y cinco. Le parece escuchar el teléfono, el ascensor. No. Sólo están
en su cabeza. En el mundo ya no hay nada, excepto su dolor. No puede con esto. ¿Qué más va
a esperar? Nunca se va a separar. Ya lo hablaron. Él ya se lo dijo un montón de veces.
—Esto es todo lo que te puedo dar.
¿Esto es todo? ¡Pero yo quiero más! ¡Yo quiero todo! ¡Yo no te quiero compartir más! Y él
no le contestó. ¿Qué le iba a contestar? No hay muchos caminos. O sigue por esta pendiente
que le hace pagar cada segundo de placer con toneladas interminables de desolación o se
despega de él de una vez y para siempre.
Pero ¿cómo? ¿Con qué palabras? ¿Con qué valor? ¿Con qué cara hacerlo?
MARCOS
(o Invisible)

Hacía un año que un hombre la había tocado por última vez.


Marina se sentía invisible. En la calle o en cualquier otro lugar al que iba no lograba llamar
la atención de nadie y ya ni siquiera se lo proponía: le parecía completamente inútil.
Caminaba las cuadras que la separaban de su casa a su trabajo sin que ningún ser humano
posara su vista en ella. De igual modo, ella parecía no ver ni registrar a nadie, a excepción de
una masa gris y amorfa de caras en la que a veces parecía distinguir una, posiblemente
parecida a la de Fernando y que, desde luego, nunca resultaba ser la de Fernando. Aunque se
decía que no tenía el menor sentido volver —o seguir— con él, lo añoraba con la misma
furibundia con que lo había deseado antes.
Luli insistía en presentarle a un amigo de Juanse:
—Basta de citas a ciegas, por favor —sentenció Marina.
—Ay, qué exagerada sos, nena. Por una vez que salió mal…
—No me hagas acordar, te lo suplico.

Pero se acordó de la primera y única —hasta el momento— “cita a ciegas” a la que había
accedido hacía un año. Aun cuando todas las citas son, de una manera u otra, “a ciegas”, la
peculiar experiencia de estar sentada en un bar, esperando a una persona de la que sólo sabía
el nombre y unos pocos datos dispersos (que era abogado, soltero, y que era, siempre según
Luli, “absolutamente divine”) no le pareció digna de repetirse jamás, ni siquiera si hubiera
salido bien. Un hombre, frisando los cuarenta, de traje y corbata algo sobados, con menos
pelo del deseable y con una cara indescifrable se sentó a su mesa sin decir palabra para luego
inquirir, como si tratara de una película de espías, “¿Marina?”. Ella respondió
afirmativamente y el sujeto sonrió, aliviado. A continuación, se presentó y comenzó a
desgranar, sin que ella hubiera podido siquiera decir “hola”, la historia de su vida. Una
historia tan trivial y tan llena de tragicomedias como la de otros miles de millones de seres
humanos y que a Marina no le interesaba en lo más mínimo. Después que el leguleyo finalizó
su apasionante relato dijo, sin la menor dubitación y como si todo lo anterior hubiera servido
de apropiada introducción, “¿vamos a la cama?”. Marina apenas pudo contener la carcajada,
mezcla de asombro e indignación, pero en lugar de mandarlo al demonio e irse, dijo,
divertida, “vamos”. El señor de las leyes perdió pie unos segundos, descolocado por la franca
respuesta a su no menos franca pregunta, pero luego se levantó, le ofreció el brazo y la escoltó
hasta su auto, estacionado enfrente del bar. Siempre en silencio —al parecer, ya había dicho
todo lo que tenía que decir— la condujo hasta un telo, donde el letrado eligió —
inconsultamente— una habitación de módico precio.
Una vez allí, el gran orador comenzó una larga diatriba acerca de la increíble belleza de
Marina y acerca de cuán caliente estaba desde que la viera sentada en el bar e incluso desde
que la viera en la foto que Luli tuvo la pésima idea de mostrarle antes de darle su número de
teléfono. Marina lo escuchaba sin decir palabra, esperando que su catarata verbal terminara.
El abogado, finalmente, se deshizo del saco y de la corbata, se desabrochó la camisa y Marina
comenzó a hacer lo propio. “Esto es lo más parecido a una noche de aburrido sexo conyugal
que vi en mi vida” pensó Marina, con su sarcasmo habitual.
El doctor en leyes desplegó su hombría pero olvidó sacarse las medias, detalle en el que
Marina no podía reparar sin reírse. “Mayor frialdad, imposible” siguió pensando Marina, al
tiempo que el abogado la magreaba sin demasiada diligencia. No sentía el menor deseo por él,
pero tenía la esperanza de recobrar algo del ardor ido con el mero hecho de sentir un cuerpo
desnudo al lado del suyo. Error. La yesca necesaria no estaba por ninguna parte pero el
abogado insistía, con su erección algo irresuelta, buscando abrirse paso entre sus piernas.
Marina se aprestó, sin demasiado entusiasmo, pero resultó que, contrariamente a lo que había
demostrado en el garage del telo, el abogado parlanchín no podía entrar su Cadillac en la
cochera (aunque, para el caso, se trataba de un mísero Fitito). Desplomado sobre su cuerpo,
levantó su cabeza media calva y le sonrió como si no hubiera pasado nada (“bueno, es lo que
había pasado”, pensaba después Marina, “nada”). Se recostó a su lado y encendió un
cigarrillo. A continuación, le preguntó si quería tomar algo, pero Marina ya estaba en el baño,
quitándose con agua tibia la baba que él le había dejado sobre el muslo. Había tenido la
precaución de recolectar su ropa antes de entrar al baño, por lo cual salió de allí vestida.
“¿Ya te vas?” dijo el abogado de las mil palabras y de las cero penetraciones. “Sí”
respondió Marina y agregó “tengo muchas cosas que hacer” (lo cual no dejaba de ser cierto).
“Uh… pensé que podíamos quedarnos un rato más” dijo él y terció “mirá que esto recién
empieza”. Si así había empezado Marina no quería ni pensar cómo habría de continuar y
decidió irse sin la menor dilación. “Esperá, te llevo” se ofreció él y ella aceptó para no armar
un escándalo innecesario. El expeditivo defensor se vistió de inmediato, sin siquiera lavarse, y
otra vez le ofreció el brazo y la escoltó hasta su auto (que no era un Fitito pero tampoco un
Cadillac) y la llevó, mencionando la posibilidad de un futuro encuentro “más prolongado”, a
su casa. Marina bajó del auto sin siquiera despedirse y se juró no volver a aceptar una cita a
ciegas en su vida.

—Y en la facu ¿no hay nadie que te interese? —le preguntó, días más tarde, Luli.
—No —fue la respuesta de Marina.
—Nena, con esa onda… ¿qué querés? ¿Quién te va a dar bola?
—Pero no se trata de eso… seguramente hay algún tipo interesante… el caso es que yo no
lo veo ¿entendés?
—Hum… No me hagas decir lo que pienso…
—Decilo, ya lo sé.
—Fernando, eso es lo que pienso.
—Y pensás bien. Lo extraño muchísimo.
—¡Pero, piba! ¿Cuándo te vas a dejar de joder? Olvidate de ese tipo, plis.
—No puedo… Es… es imposible.
—Tenés que poder… te hace mal y lo sabés ¿por qué te empecinás, entonces?
—Debe ser mi ascendente en Tauro —sonrió Marina y se levantó, para despedirse de su
amiga.
—¿Me prometés que te vas a olvidar de él?
—¿Y cómo se hace, Lu?
—Ay, yo qué sé… alguna manera tiene que haber. ¿De verdad no querés que te presente al
amigo de Juanse? Mirá que…
—¡No!

Las citas a ciegas no daban resultado, era un hecho. Probó con el chat y fue otro fiasco.
Nadie era quien decía ser. La hartó ese jueguito de identidades trucadas. No estaba para eso,
ya no era una pendeja. Decidió dejar que la Madre Naturaleza se encargara del asunto pero, al
parecer, dicha madre —menos inquisitiva que la suya, eso sí— no tenía demasiado apuro en
atender a sus necesidades (o tenía muchos casos similares que atender). Se entregó a la rutina
de su tesis, sus clases, sus fines de semana en su pequeño departamento con su gata Dido,
alguna salida ocasional con Luli y Juanse, una que otra cena con Florencia y Darío, sólo
cuando no se sentía demasiado frágil para compartir la velada junto a las felices parejas (tan
felices no eran, pero no importaba, porque eran parejas y eso parecía salvar todos los
escollos), que, por cierto, no era muy seguido.
Pero no se entregó, querida narradora, se resignó, que es otra cosa. Pensó que así debía ser,
que ya había gastado todos sus cartuchos sexuales, que ya se había corrido sus juergas, que ya
estaba. ¿Qué era lo que “ya estaba”? No lo sabía, pero el estancamiento continuaba. En la
calle no la miraban. O bien, se podría decir, ella creía que no la miraban. Mejor dicho, estaba
convencida de que no la miraban y, en consecuencia, no la miraban. Sus alumnos parecían
confundirla con el verde del pizarrón. Sus colegas se deshacían en elogios a sus trabajos y su
desempeño laboral, pero allí concluían las efusividades. Luli insistía en presentarle a alguien y
ella seguía negándose. Florencia le decía que no se hiciera problema, que ya iba a encontrar a
alguien, como si con buscarlo fuera suficiente, mientras Marina recordaba con fea nostalgia el
fin de semana salvaje pasado con Darío cuando ambos eran todavía muy niños. Hasta parecía
que ni siquiera el propio Darío la miraba con insistencia ya.
Marina no podía no hacerse problema después de estar acostumbrada a la compañía
masculina durante tantos años. Pocas veces había estado sola, casi siempre entre parejas: antes
de que apareciera Marcos, antes de conocer a Ignacio, antes de desfallecer frente a Fernando.
Y aún así, siempre había algún palenque donde rascarse. Se preguntaba qué iba a hacer con la
enorme cantidad de besos y abrazos que aún tenía para dar y que sentía cómo se le iban
pudriendo y enfriando adentro. Se le cruzaban por la cabeza imágenes atroces de sí misma: se
veía deforme, engrosada, arrugada, sucia, harapienta. Se llenaba de perfume pensando que
estaba empezando a oler mal. Había notado que los olores de su cuerpo iban cambiando ahora
que llegaba, al fin, a la tercera década de su vida y no se le ocurría pensar que esos cambios
podían representar una mejora, como el remanido símil de los vinos añejados podía hacer
suponer.
Sólo veía la decadencia. Y no sólo en ella: lo notaba también en su madre, su espejo más
próximo. Lo notaba en parientes que hacía mucho que no veía, en amigas de la secundaria que
le seguían preguntando por qué no se había casado todavía. Y no podía evitar pensar “¿y yo
también me voy a poner así?” cuando veía a alguien muy mayor que ella. Nunca había
reparado, con tanto detalle, en el paso del tiempo e, inexorablemente, se aterraba. Pensaba que
cada noche ese devorador de la belleza vendría a robarse otro cachito más de su juventud que
ya se iba. La obsedían pensamientos catastróficos como “no voy a coger nunca más” y la
asediaban como saetas, cuando se referían a su persona, palabras como “señora”. “¿Quién se
coge a una señora?” se decía, cada vez que algún estúpido cometía el error de llamarla así.
“¡Nadie!” se respondía invariablemente y pensaba que si ya se hubiera casado, por lo menos
alguien tendría que cogerla por obligación o por piedad, pero ni eso. Y su cuerpo se
rebelaba: “¡No soy una señora! ¡Soy una mujer y quiero que me cojan!” gritaba por dentro,
pero nadie parecía captar el mensaje.
Es cierto que había engordado un poco, pero ella no creía que fuese para tanto. Es cierto
que los piropos callejeros habían menguado bastante, pero a veces algún solitario piropeador
la reconfortaba por todo un día (pero no más). Es cierto que las nuevas camadas femeninas
manejaban otros códigos y se vestían de otra manera y ella ya no estaba a la moda —aunque,
de hecho, casi nunca lo había estado—, lo cual era obvio y natural que sucediese (“pero… ¿no
vivimos en la era de la juventud eterna?”, tal vez ese fuese el verdadero problema).
Se preguntaba dónde estaban los hombres de su edad, por ejemplo, y una voz —
insoportable— le contestaba “¡cogiendo con las pendejas, dónde van a estar!”. Claro. Ahora
ya no había dramas, no había virgos que cuidar —ya ni siquiera se cuidaban mucho en su
época—, ya nadie tenía reparos de ninguna clase… Se preguntaba entonces por qué tampoco
le resultaba atractiva a alguien más joven: “¿los pendejos ya no fantasean con la mujer más
grande que los desvirgue y les enseñe todo lo que tienen que saber?”. Posiblemente sí, se
contestaba, pero ella no los frecuentaba: sus alumnos ya pasaban de los veinte años y no
parecían deseosos más que de saber los contenidos de su materia para seguir con la próxima.
A veces, esporádicamente, tenía algún alumno particular, un poco más chico, pero tampoco
pasaba nada (ni ella lo buscaba).
Se resistía, por otra parte, a las “salidas de mujeres”, escuálidas émulas de Sex and the city,
sin posibilidades de gastar cuatrocientos dólares en un par de Manolo Blahniks ni por
casualidad, saliendo de ronda en la devaluada Buenos Aires. Ya había hecho esa experiencia
también y los resultados eran atroces: o bien ninguna enganchaba nada y todas volvían
cabizbajas, borrachas y falsamente alegres a sus casas “por lo bien que la habían pasado sin
tener que estar pensando todo el tiempo en ellos”, cuando no habían hecho otra cosa; o bien la
que enganchaba algo justo enganchaba al tipo que le había gustado a la otra y todo se volvía
una ensalada rusa infernal que incluso minaba y concluía de un golpe amistades de años (así
pasó con su amiga Pamela: la única vez que ella enganchó a alguien en una de esas salidas
resultó que el tipo no era gran cosa, pero a Pamela le había encantado y no pudo resistir que
no le hablara a ella y se fuera con Marina).
Y siempre se sentía acuciada y envidiaba con una profundidad desconocida a cada pareja
que se le cruzaba por calle desparramando su felicidad con tanta impunidad y pensaba,
obsesivamente, que nunca más iba a vivir nada parecido con nadie, que ella ya se había vuelto
invisible, que ya había dado todo lo que tenía para dar y estaba, definitivamente, fuera del
competitivo y salvaje mercado sexual. Se había abstraído tanto en su relación con Fernando
que el resto de los hombres ahora había decidido ignorarla para siempre, para castigarla por
atreverse a amar a quien no tenía que amar. Ella sola se había impuesto el castigo, ahora se
daba cuenta. Ella solita se había armado la trampa y no sabía cómo hacer para desarmarla. Y
tenía fantasías salvajes, arrolladoras, impertinentes e inquietantes y muchas noches lloraba
sobre sus orgasmos, porque no podía compartirlas —ni, ¡peor!, compartir éstos— con nadie,
menos que menos hacerlas —y hacerlos— realidad.
A veces se encontraba a sí misma (la narradora dice “se encontraba” con total justicia,
porque Marina sentía que durante períodos prolongados de tiempo se iba de sí misma, no
sabía adónde y regresaba de pronto, tampoco sabía de dónde, y se encontraba haciendo cosas
que la avergonzaban terriblemente porque le demostraban lo sola y desesperada que estaba)
cogiéndose mentalmente a alguien: iba en el tren o en el colectivo y si encontraba un tipo más
o menos atractivo se imaginaba cómo lo harían, las cosas que le diría, las cosas que le hubiera
gustado que él le hiciera y ninguno de esos tipos parecía acusar la energía sexual que ella le
enviaba con todas sus fuerzas. No era ya el pensamiento pasajero —y casi habitual— de ver
un tipo lindo y preguntarse “¿cómo la tendrá?”, sino que era directamente el fantaseo más
descarado, quizá con el tipo ahí al lado. Pero evidentemente sus ojos, sus gestos, sus maneras
no trasuntaban nada de eso, porque nadie siquiera le devolvía una torpe mirada.
Y tampoco quería repetir las tristes experiencias por las que ya había pasado, como la de
Mario, una de las pocas veces que aceptó salir con alguien que realmente no le gustaba,
intentando probarse algo que, al día de hoy, todavía no sabía qué era. Otras veces quería que
la violaran, que la asaltaran de pronto, que se lo hicieran contra su voluntad, para al menos
sentir algo de nuevo. Y en medio de ese laberinto-abismo infernal, cada vez más caliente —
porque hay que decirlo con todas las palabras disponibles en el idioma castellano—, cada vez
más asustada de quedarse sola “para siempre”, o ser marcada como una mina fácil, o como
una loca, o como una “rompe-hogares” luego de haber sido durante un año la amante de un
hombre casado como Fernando, al que, precisamente, había amado tanto, cada vez más
resignada y reconcentrada en la nada en que se había transformado —no sabía cómo ni
cuándo— su vida, cada vez más asombrada del solitario y explosivo placer que extraía de sus
masturbaciones, cuando se imaginaba asediada por cualquier hombre, que eso era lo que
necesitaba y nada más, Luli le trajo la noticia de alguien que, desde el fondo de su pasado,
retornaba y Marina comprendió que, tal vez, no estaba todo perdido y que hasta era posible
guardar un pedacito chiquitito así de esperanza.

—¿A que no sabés quién está viviendo acá de nuevo?


—¿Quién?
—¿No adivinás?
—No, Luli. ¿Quién? En este momento no puedo adivinar nada.
—Ay, nena… ¡usá la imaginación! ¿Quién puede ser?
—Qué sé yo.
—Marcos. Marcos volvió y me preguntó por vos.
—…
—¡Ah, no decís nada, pilla! ¿Estás ahí? Mirá que le di tu teléfono y tu dirección.
—¿Qué le diste qué?
—Tu teléfono… Te quiere ver, tonta.
—¡Pero si estoy horrible!
—¡Que vas a estar horrible! Te arreglás un poquito y ya está… Levantá el ánimo, boba…
¿o me vas a decir que no tenés ganas de volver a verlo?
—Sí, pero así…
—¿Así cómo…?
—Estoy vieja, gorda, con canas… ¡es un horror!
—¡Ay, Marina, plis! Tenés dos canas que hay que mirar con lupa… No estás vieja, estás
en la plenitud ¿o no lo sabés?
—¡De qué plenitud me hablás! Estoy en el desierto, en la sequía total… y… ¿está solo?
—Sí, se separó el año pasado. Volvió hace una semana y se piensa radicar de nuevo acá.
Anoche nos vino a visitar. Juanse estaba desquiciado.
—¿Y cómo está?
—¿Para qué preguntás, si ya lo vas a ver? Sigue buenmocísimo, como siempre.
—No me mientas…
—¡En serio! Más canoso, claro.
—Y te preguntó por mí… ¿en serio?
—Fue lo primero que preguntó, cómo estabas, qué hacías… y le dijo a Juanse que te
extrañaba muchísimo…
—¿De verdad?
—Sí, nena, sí… quedate piola que te va llamar hoy o mañana, seguro.
—¿Y qué hago?
—¿Cómo qué hago? Te arreglás bien y lo vas a ver, o lo invitás a tu casa, qué sé yo… pero
nada de excusas.
—…
—¿No lo quisiste mucho? ¿No lo quisiste volver a ver desde siempre?
—Sí, pero… Ay, me siento tan… devaluada… esa es la palabra.
—Es porque hace mucho que no… bueno, vos me entendés. Ya vas a recuperar el terreno
perdido. ¿Qué mejor que recuperarlo con él?
—¿No será demasiado?
—Callate y empezá a prepararte, te va a llamar en cualquier momento.
—¡No me digas que está ahí y vos me estás haciendo el entre!
—No, personaje… No está acá.
—¡Mentira! Escucho risas… ¿está ahí? ¡Decime!
—No está acá, paranoide. Es la tele.
—Bueno… que sea lo que Dios quiera… ¿y por qué volvió?
—Porque extrañaba mucho y porque va a poner una agencia acá.
—Ah… ¿de veras sigue lindo?
—¡Sí! Te dejo. ¡Preparate!

Lo primero que pensó fue “qué me pongo”. Todo su guardarropas le pareció, de pronto,
inapropiado. No era la primera vez que lo sentía: la primera vez que él la invitó a salir
también entró en pánico y Luli tuvo que prestarle un vestido, para sentirse más segura. Pero
entonces tenía apenas veintidós años y era natural sentirse insegura. Ahora ya tenía treinta: se
suponía que no tenía que tener issues al respecto. Pero los tenía. Como fuera, esta vez no iba a
pedirle auxilio a Luli. Se las iba a arreglar sola. Se iba a comprar algo, sí. De pronto se dio
cuenta de que hacía seis meses —o más— que no se compraba ropa. Ni para la facultad ni
para andar de entrecasa ni para salir. Revolvió el ropero y todo se lo antojó anticuado, vetusto,
apolillado, demodé. “Yo estoy demodé” pensó y no supo si festejarse la ocurrencia o soltar el
llanto de una vez.
Tenía más miedo ahora que ocho años atrás. ¿No era irracional dicha conducta? Marcos no
era un desconocido: había sido su primer hombre de verdad, en el sentido más pleno del
término (no importaba que fácticamente no lo hubiera sido: ella lo sentía así). La había
llamado un rato después que Luli y la había invitado a cenar la noche siguiente, siempre un
gentleman. Había habido muchos silencios en esa breve conversación telefónica, que ella
esperaba que no se volvieran a repetir durante la cena. Suponía que, como se iban a “poner al
día”, iba a haber mucha tela para cortar. Él le había preguntado cómo estaba, si seguía tan
linda como siempre y ella no supo qué responder. ¿Decirle que se sentía un espantajo,
deforme, devaluada, horripilante? No parecía una táctica adecuada. Tampoco decir que sí.
Prefirió contrapreguntarle cómo estaba él y él, coqueto como siempre, respondió que ya lo
vería con sus propios ojos. También dijo que ya le habían dicho más veces de las deseadas
“señor”. Ella tuvo ganas de responderle que a ella también ya le habían dicho “señora”
demasiadas veces, pero no se animó. Seguía con su cantilena de “quién se va a coger a una
señora” y calló, pero sintió cierto alivio al comprobar que él pasaba —¿o simulaba pasar?—
por crisis existenciales semejantes a la suya.
Pensó entonces que él ahora tendría… “¿cuarenta y cuatro años? Dios mío… ¡ya pasó de
los cuarenta!”. No pudo evitar recordarlo y en la mente se le apareció el impecable y
devastadoramente hermoso Marcos que la invitaba, por primera vez, a su velero, mintiéndole
que era de un amigo. Habían ido a cenar y a bailar y habían visto el amanecer desde el velero
y él le había dicho que no le gustaba el apuro, que quería disfrutarla… “¡Disfrutarme! ¿Qué
hombre va a querer disfrutarme ahora? Soy como una fruta pasada…”. Al pensar esto no pudo
evitar preguntarse cómo iba a hacer cuando ella llegara, como él, a los cuarenta. ¿Se iba a
suicidar? ¿Qué iba a hacer si ahora se sentía así? Decidió salir a comprarse ropa de inmediato.
No se iba a dejar amedrentar por un par de canas o unos kilos de más. No señor. Iba a ir a la
peluquería también (¿cuánto hacía que no iba?). Se iba a ir depilar, se iba a volver a
maquillar, no se iba a dejar asustar tan fácilmente de nuevo.
Marcos había vuelto y quería verla: ¿no era una razón suficiente para ponerse, de una vez
por todas, en marcha? ¿No significaba eso que estaba dejando de ser invisible? Pero su
invisibilidad quedaría definitivamente refutada cuando ella se viera, como se veía ocho años
atrás, en sus ojos. Los ojos verdes de Marcos… hacía siglos que no pensaba en ellos, que no
pensaba en las llamas que despedían cuando sus manos la desnudaban, cuando una vez le dijo
que de haber estado un poco más loco se hubiera casado con ella… Decidió soñar con esos
ojos de nuevo. Más aún, decidió permitírselo, empezar a liberarse del autocastigo que con
tanto ahínco se había impuesto sobre sí, como si ella fuera la única culpable, la única
responsable de todo (donde “todo” significaba el estado actual de las cosas y del mundo).

Él la pasó a buscar. Tocó el portero eléctrico y simplemente dijo “Marcos”. La voz seguía
igual. Ella dijo “ya bajo” y volvió a controlar su atuendo por enésima vez. El día anterior,
después de verse humillada en varias boutiques por no encontrar nada de su agrado o, cuando
lo encontraba, no entrar en la prenda, había recalado en un shopping y había comprado un
vestido de marca, que le salió una tajada imprevistamente importante de su sueldo, pero que
sabía que le iba a quedar espectacular y que un buen peinado y un maquillaje acorde iban a
realzar de inmediato. A la mañana, en lugar de corregir los parciales que tenía que entregar el
lunes siguiente, se fue a un salón de belleza y se hizo todo lo que el resto de su sueldo le
permitió hacerse: las manos, los pies, el cutis y el pelo. También aprovechó a depilarse y
aceptó una sesión de masaje que venía incluida en una de las promos del local. Aceptó todo,
pensando que él —y sólo él—iba a saber apreciarlo.
Tomó una pequeña cartera que, no hubo más remedio, le tuvo que prestar Luli, acarició a
Dido, que ya dormía, apagó todas las luces menos una y salió del departamento. Temblaba.
Temblaba como una hoja. El ascensor bajó tan rápido que no le dio tiempo a pensar nada. Se
remiró obsesivamente en el espejo: el maquillaje le quedaba bien, era lo que ella quería. Nada
llamativo, bien natural, un leve toque de color en los ojos, un tono apenas más oscuro en los
labios, que casi no pareciera maquillada pero que resaltara lo que había que resaltar y ocultara
todo lo que había que ocultar. El pelo le brillaba, no se veían canas ni con lupa, la piel estaba
satinada después de las cremas post-depilación y los masajes. Se sonrió. Marcos había vuelto.
La estaba esperando, como ocho años antes. ¿No era un cuento de hadas?

Abrió la puerta de entrada al edificio y lo vio. Era él, qué duda cabía. El corazón se le
estranguló, las piernas se le aflojaron, se quedó momentáneamente sin respiración. ¿Era
posible que fuera él? Estaba más hermoso de lo que se acordaba. El símil de los vinos añejos
sólo funcionaba para los hombres, era un hecho.
Marcos la abrazó como si el tiempo no hubiera pasado, aunque efectivamente había
pasado. Se había dejado el pelo más largo y el antiguo mechón con su pincelada de canas que
le caía sobre la frente se había transformado en muchos mechones con idénticas pinceladas,
pero su pelo seguía siendo fuerte y sedoso, todavía olía a hierbas, y todavía daban ganas de
hundir las manos en él y no sacarlas nunca. Marina se lo quedó mirando una vez que el abrazo
fue asimilado: seguía igual de alto y atlético; ahora tenía las facciones más marcadas y, claro
que sí, con más arrugas, pero sabiamente disimuladas con su bronceado sempiterno. La
camisa entreabierta dejaba ver, apenas, el pecho sobre el que Marina había descansado y
desfilado tantas veces y se veía todavía fuerte, apetecible, tanto que le dieron ganas de probar
un bocado. Seguía vistiéndose matadoramente bien y la escoltó, del brazo, hasta su auto.
—¿Y la flecha plateada?
—Lo vendí hace mucho. Este me lo prestó mi hermano.
Le cerró la puerta, se subió y le preguntó qué prefería: ir a tomar algo y luego a cenar o
directamente cenar.
—Vamos a tomar algo primero ¿no?
Marcos asintió, sonriéndole. ¡Oh, sus ojos! Seguían igual de verdes, quizás más, ahora que
estaban magnificados por el recuerdo. Rogó que las impertinentes lágrimas de emoción que
no pudo reprimir durante el abrazo no le hubieran arruinado demasiado el maquillaje y
maldijo no haber traído un espejito en la cartera. Iban en silencio hasta que él le preguntó qué
hacía ahora, esas cosas. Ella respondió que daba clases, trabajaba en su tesis, etcétera.
Parloteo general. No quería hablar de eso. Quería mirarlo a sus anchas y que él la mirara,
aunque recelaba de sus ojos siempre tan cristalinos. ¿La seguirían viendo atractiva? ¿No había
engordado demasiado? ¿Se notaba que tenía puesto un corpiño push-up, ella que nunca los
había necesitado?
—¿Todavía tenés el velero?
—No, también lo vendí. Pero tengo un yate en Miami.
Él siempre salía con esas cosas. Y lo decía con la mayor naturalidad, como si hubiera dicho
que tenía un caramelo en el bolsillo. Caramelo, claro. Se sintió como caramelo caliente
escurriéndose en un molde de metal frío cuando él la miró y le sonrió en un semáforo. ¿Qué
decía esa mirada? ¿Había deseo allí o ella lo estaba proyectando? “Espero que me emborrache
porque de otra manera no voy a poder disfrutar nada tranquila”, se dijo. “Todo lo analizo, lo
disecciono, no dejo que me acontezca sin más, soy un desastre patentado” se reconvino y se
ordenó serenarse.
Llegaron. Él, como siempre, estaba al tanto de los lugares de onda, una habilidad que ella
no había descubierto todavía cómo se hacía para tenerla. Era un sushi-bar en el que tanto se
podía disfrutar del típico menú japonés o bien sentarse a tomar algo en cómodos tatamis.
Eligieron esto último: él pidió, directamente, champagne bien frío y ella le sonrió
ampliamente, olvidando que uno de sus dientes no lucía del todo bien, a pesar de estar
tratándoselo. Él no pareció notarlo y dijo estar ansioso de saber qué había sido de ella durante
todos estos años. Pero la curiosidad de ella pudo más y retrucó:
—Contame de vos… sé que estuviste afuera, que te casaste…
—Sí… pero me separé. No funcionó. Es decir, funcionó durante un tiempo, los primeros
dos años. Después, fue un desastre.
—¿Seguiste aplicando aquella teoría de la amistad erótica?
—Sí, y tal vez ese fue el error. Me casé con la que pensé que era la indicada pero no fue
así… creo que esa teoría ya no sirve. A mí, por lo menos, ya no me sirve.
—¿Y dónde estuviste viviendo?
—En Nueva York. No te llamé más porque me daba no sé qué… Después Maritza volvió,
después nos casamos…
—¡Ah! ¿Te casaste con ella al final?
—Sí… al principio seguíamos como siempre, ella viajaba, yo también… Volví una vez
sola a Argentina y estuve tres días, ya había decidido radicarme en Nueva York. Como sabés,
me perdí el casamiento de Juanse, nunca me lo pude perdonar. Pero tampoco te llamé ni te
busqué… no porque no quisiera… es que no tenía tiempo, en tres días hice mil cosas y me fui.
—Y eso ¿cuándo fue?
—Hará tres años más o menos. ¿Qué estabas haciendo hace tres años?
Marina pensó. “¿Tres años atrás…? ¿Ignacio? Creo que sí”.
—Daba clases en los prácticos de otra materia y cursaba los últimos seminarios de la
licenciatura. Nada demasiado fascinante. Hace cinco años ya que vivo sola.
—¿Salías con alguien?
—Sí, pero… era una relación un poco extraña.
—¿Por qué?
—Otro día te cuento. Contame más de vos.
—Bueno… el último año con Maritza fue desastroso y entonces lo decidí. Nos
divorciamos, le dejé la casa de Miami, vendí mi auto y otras cosas, renuncié a mi trabajo y me
vine para acá. Es decir, hace una semana que me instalé, pero estoy yendo y viniendo desde
hace dos meses, ordenando todo. Voy a abrir mi propia agencia de publicidad.
—¡Qué bueno!
—Sí, en Nueva York manejaba todo pero ya era hora de que yo fuera mi propio jefe. No
quiero depender de nadie más. Quiero disfrutar. Que se maten laburando los otros.
Se rieron. Llegó el champagne. Brindaron por los viejos tiempos y por los nuevos
proyectos de él, ya que ella no tenía ningún otro proyecto más que agradarle nuevamente a él
y a nadie más en el mundo.
—¿Dónde estás viviendo?
—Estoy refaccionando una casa en Nordelta. Iba a volver a Las Cañitas pero ya no da.
Quiero tranquilidad. Quiero verde. Me cansé de las ciudades.
Marina pensó en su exiguo departamento y se imaginó, sin ningún esfuerzo, cómo habría
de quedar la casa que Marcos estaba refaccionando: el mismo lujo sobrio de aquel loft en el
que tantas veces el deseo los intersectó a ambos.
—Ahora estoy parando en un hotel. Es lo mejor, dadas las circunstancias.
—¿Tus viejos?
—Mi vieja falleció el año pasado. Otra cosa que me decidió a venir fue esa. No pude estar
cuando me necesitaron… eso me hizo mierda, la verdad.
—Qué pena…
—¿Los tuyos?
—Bien, bien, como siempre. Lidiando con mi hermano, que es un vago…
—Ah… me acuerdo de tu hermanito, sí.
—Mi hermanito, puff, está enorme. Me dijo Luli que Juanse estaba re-emocionado cuando
se encontraron…
—Sí, ¡hacía tanto que no nos veíamos! Siempre me acuerdo de aquel cumpleaños… la
quinta todavía la tienen ¿no?
“¡Aquel cumpleaños!”. Hacía siglos que ella no lo recordaba. Ahora, con sus palabras, se
le vinieron a la cabeza todos los recuerdos de aquella noche: la presentación, el baile en el
parque, la pileta iluminada, la cena, la charla interminable en la habitación de las celosías
altas…
—Siempre me acuerdo de que charlamos un montón aquella noche y no hicimos nada…
¿te acordás?
“¡El primer „te acordás‟ de la noche!”. Ya estaba desesperada por oírlo. Claro que se
acordaba. Ella se había quedado fascinada con esa conducta.
—Yo estaba fascinada. No entendía nada. Me gustabas tanto… lo que menos pensé era que
íbamos a hablar y nada más.
—Sí… yo también estaba fascinado pero, precisamente por eso, no quería arruinarlo…
Nunca más tuve esa sensación, ¿sabías?
Marina se quedó callada. Era inútil decir que ella tampoco, ni siquiera con Fernando.
Marcos se acercó, la abrazó, parecía que iba a darle un beso y ella, precisamente por eso, por
ese vértigo que hasta hacía dos días creía que nunca más en su vida iba a sentir, escondió la
cara, se hundió en el pelo de él y lo abrazó temblando, casi llorando, agradeciéndole en
secreto ese hermoso viaje hacia el pasado, hacia lo que ambos habían sido, hacia lo que ya
pensaba que estaba totalmente vedado para ella.
—Hey… estoy acá… mirame.
No quiso. Si lo miraba lo iba a besar, lo iba a arrebatar para sí y no quería. Es decir, quería
pero iba a hacer las cosas bien. Iba a predicar lo que él mismo le había predicado hacía ya
ocho años. Esperar. Retardar el placer. Dominar el deseo (pero ¿quién puede en verdad
hacerlo? se pregunta, ceñuda, la narradora). Marina se apartó suavemente.
—Vamos a cenar, ¿sí?
—Sí, vamos. Tenés razón.
El fuego ariano (¿cómo pudo olvidarlo?) se caldeaba mejor así. En el restaurant, mientras
esperaban la comida y luego mientras la deglutían, volvieron a la charla insustancial. Con el
postre, fue inevitable recordar aquella primera cena en la que ella tenía tanto miedo de
mancharse el vestido que le había prestado Luli que apenas si se movía y apenas si comía. Fue
inevitable recordar el beso que él le dio con la boca llena de mousse helada de chocolate, fue
inevitable mencionarlo, fue inevitable no querer repetirlo… pero de nuevo se sofrenaron.
Cada vez que él se acercaba, ella temblaba más que si tuviera quince años y ninguna
experiencia. Se sentía igualmente segura y desamparada a su lado. Eso era el deseo, sentenció.
Eso era desear a alguien. No saber qué viene pero anhelar que venga. Ese vértigo. Eso y sólo
eso podía mantener cuerda a una persona, era un hecho.
—¿En qué pensás?
—En el deseo.
Los ojos verdes volvieron a llamear como antaño.
—¿El deseo?
—Sí. Creo que ahora sí puedo hablarte un poco más de mí… ya que no te dije casi nada.
—Es verdad.
—Mirá, lo cierto es que hace un año ya que estoy sola. Después de vos tuve varias
historias, muchas intrascendentes y sólo una importante. Esa relación “importante” se terminó
hace un año. Y desde ese momento vivo en una especie de burbuja que ya no me deja ni
respirar.
—No te entiendo… ¿qué pasó?
—Pasó que me enamoré de un tipo casado (“aunque ahora dudo de que haya sido amor”
acotó mentalmente y la narradora asintió). Estuvimos viéndonos casi un año. Fue
dolorosamente hermoso.
—Así que fuiste una amante.
—Sí, una vulgar amante. Eso no sería nada si no me hubiera enamorado como una tonta.
Pero el tema no es ese. Seguramente no soy ni la primera ni la última amante del mundo que
comete ese pecado ¿no?
—Claro que no.
—La cosa es que no pude superar la ruptura ¿entendés?
—Te sigo.
—Hace un año que no me toca nadie, para decirlo llanamente. No sólo no se presentaron
oportunidades, sino que yo misma me encargué de que no se presentaran. Me encerré. Me
dejé estar. No me interesaba nada ni nadie.
—Y él…
—Quiso volver un par de veces pero yo no quise. Me hacía mucho daño. A lo último no
podía verlo irse. Racionalmente entendía que tenía que irse, pero emocionalmente no lo
aceptaba. Me negaba. Creo que me hacía todavía peor eso.
—Esas relaciones son complicadas… no cualquiera las puede sobrellevar. Pero… ¿por qué
te encerraste? ¿Tenías miedo de que te lastimaran de nuevo?
—Supongo que sí. Además… esta es una edad complicada para la mujer.
—Pero… ¿cuántos años tenés ahora?
—Treinta.
—Chiquita, estás en la plenitud… ¿por qué una edad complicada?
“¡Otra vez la plenitud! ¿Dónde mierda está que yo no la encuentro por ninguna parte?” (la
narradora asiente, ella tiene más de treinta y tampoco la encuentra en parte alguna).
—Es una edad jodida… ya no sos una chica pero tampoco una mujer grande… y si no
estás casada o en pareja sos una especie de aborto de la naturaleza, léase una solterona, o
peor, una loca, una reventada… Es un quilombo, te lo aseguro.
—Veo que no es tan fácil como parece… yo siempre pensé que era la mejor edad de la
mujer: ya se independizó, ya sabe lo que quiere, ya sabe adónde va…
—Todo eso es cierto: soy indepediente, sé lo que quiero, tengo alguna vaga idea de adónde
voy… pero este año que pasé sola me demostró que todo eso no sirve para nada si no podés
compartirlo con alguien que de verdad te importe.
—Tenés razón. Fue otra de las razones para volver. Ya no podía compartir nada con
Maritza y lo que compartíamos no eran más que frivolidades. De eso también me cansé.
Quiero volver a lo simple, a lo real. Quiero volver a lo conozco, a lo que sé que me hace bien.
Cuando dijo eso la miró tan penetrantemente con sus ojos verdes que Marina se sintió,
como antaño, traspasada de lado a lado. Más que vértigo, ya era un torbellino, un huracán lo
que la arrastraba hacia él, pero, por suerte, la mesa se interponía, los dejaba a una distancia
prudencial, los obligaba a permanecer en sus sillas. Pero el fuego ariano ardía ya con grandes
flamas, que exigían más y más flamas…
—¿No querés que vayamos a algún otro lado?
—El velero no lo tenés más me dijiste ¿no?
—No, es una pena. Pronto voy a traer mi yate, no te preocupes. ¿Querés caminar, dar una
vuelta?
—Me gustaría.
Salieron.
La noche era ideal para caminar, para besar, para recordar… Estaban en Puerto Madero.
Caminaron por el sendero que bordea el río, con el viento que los humedecía y casi los
empujaba uno sobre el otro… Siguieron charlando ligeramente, ninguno quería pronunciar las
palabras que expresaran lo que estaban sintiendo, lo que era perfectamente natural que
sintieran. Se cruzaron con otras parejas, igualmente arrobadas, y también con algunos
caminantes solitarios hasta que el fuego ariano se propagó por todos lados y ya no hubo
escapatoria.
Marcos la tomó de la mano. El vértigo implosionó en el cuerpo de Marina, a punto ya de
caer rendida.
—Estás temblando, Marina…
—Sí…y no es de frío.
Lo admitió. Ya no tenía sentido negarlo.
—¿Tenés miedo?
No iba a admitirlo pero tampoco tenía sentido negarlo.
—Sí… tengo pánico… disculpame. Pasó tanto tiempo que yo…
Le puso un dedo sobre la boca, pero lo retiró inmediatamente. La abrazó muy fuerte. Ella
se perdió en su acostumbrado olor a almizcle y en las hierbas salvajes de su pelo. Él no dijo
nada. No hacía falta. El temblor cedió pero en su interior todo bullía como en un caldero. Otra
vez sintió que las piernas se le doblaban y no la sostenían. Otra vez sintió el caramelo caliente
escurriéndosele por todo el cuerpo. El vértigo, ay, el vértigo. “Sin esto no hay nada” se dijo y
levantó la cara. Eso era lo que Marcos estaba esperando. Y entonces recordó que él siempre
hacía lo que ella quería en el momento que lo quería, como si la conociera desde el comienzo
de los tiempos. Recordó también cuán perfectamente calzaban sus bocas. ¿Volvería a
producirse ese mágico encastre? ¿Se reconocerían las lenguas después de tantas otras lenguas
visitadas y paladeadas? ¿Habría lugar para el mismo asombro de aquel primer beso en el
cumpleaños de Juanse? ¿Sería entonces así de fácil volver a ser visible para un hombre y ser,
al mismo tiempo, una mujer deseable para este hombre, su primer hombre?
Sí, fue así de fácil. Cuando se besaron el mundo desapareció y se empotraron las bocas tan
perfectamente que no pareció que hubieran pasado tantos años, apenas si unos segundos desde
aquel último beso en el aeropuerto. Cuando él le propuso ir a pasar a la noche en su hotel, ella
asintió. Era para eso para lo que se había estado preparando, inconscientemente, tal vez,
durante todos esos años. En los semáforos se besaban como chicos que acaban de descubrir
para qué otras cosas sirven la lengua y los labios además de para hablar y tragar comida. Él le
decía que no aguantaba, que con ella ya no quería dominar sus instintos sino desatarlos por
completo. Ella le decía que muchas veces había soñado con el reencuentro, pero que ya había
llegado al punto de creer que no era posible, que él nunca iba a volver, que lo que los había
unido ya no existía más… Entonces él dijo:
—El deseo es indestructible. ¿No era eso lo que estabas pensando en la cena?
—Sí. Y también pensaba que es la única cosa que puede mantener cuerda a una persona.

Llegaron al hotel. En el ascensor se encendieron todos sus instintos al unísono.


Desesperados, entraron como una tromba en la habitación de él y cayeron, sin dilación, sobre
la cama. Sólo cuando sintieron la perfecta blandura del colchón debajo de sus cuerpos se
serenaron y decidieron hacer las cosas bien. Él se deshizo del saco y ella se soltó el pelo. Le
abrió la camisa y pasó la mano por el pecho, firme, estólido, rematado con esos abdominales
bien marcados que no recordaba tan bellos. Él le desprendió el vestido, le acarició la piel
nuevamente satinada (“¡gracias, salón de belleza!” pensó ella entonces) y le dijo que no podía
creer estar desnudándola de nuevo. Ella se estremeció, se olvidó del push-up, del salón de
belleza y de cuánto había pagado por el vestido que ahora yacía en el piso y dejó que él
terminara de desnudarla.
Entonces, las palabras mágicas salieron de sus labios:
—Seguís tan hermosa como siempre…
Él se sacó el pantalón y descubrió sus boxers blancos que apenas disimulaban su erección.
La mano se le fue, sola, como si no hubiera estado esperando otra cosa en toda la noche y lo
rozó. Él se encabritó, rugió despacito, y ella siguió hasta desembarazarlo de los boxers y
volver a observarlo a sus anchas: su pija seguía siendo recia y altiva, en su mano se volvía aún
más firme y al advertir cómo ella la miraba se empinaba más y más, insaciable.
—Cogeme, cogeme como siempre…
Y Marina obedeció, pensando que era lo más fácil del mundo, que no le costaba nada
subirse arriba de él como la primera vez y llevarlo por donde ella quisiera, a rienda corta, a su
ritmo, sujetándolo a su gusto, porque él siempre se dejaba, se entregaba, se volvía de seda y
después la recompensaba con abundancia, la regaba copiosamente, la hacía volverse del revés
todas las veces que se le antojara, la hacía suya con dos palabras, con una mirada, con la
caricia exacta, con el acoplamiento más perfecto que se pudiera imaginar —y tal vez más.
Lo cogió. Lo hizo gritar. Lo estremeció. Ella, que estaba tan sola y desesperada, que se
creía desahuciada, desasida del mundo del sexo para siempre, que se pensaba e imaginaba ya
incogible, que se prestaba a todo tipo de pensamientos autodestructivos, se encontró con una
Marina desconocida, que ya no temblaba, que no tenía miedo, que sabía lo que quería y sabía
cómo obtenerlo. Se encontró con la mujer que siempre había estado esperando ser, ya hecha.
Y la encontró sobre ese hombre que se debatía, que luchaba para prolongar su propio orgasmo
y provocar al mismo tiempo el de ella, que no la soltaba, que no dejaba de decirle cuánto la
había deseado a través de los años, cuánto la había extrañado y, más todavía, cuánto la había
amado. Al oír eso, se encontró con la mujer que iba a ser a partir de entonces en los brazos de
su primer hombre, del primero que la llamó hembra, del primero que tembló ante su vista, del
que la arrojó de su hórrida burbuja y la hizo, por fin, visible.

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