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Armando José Sequera

FÁBULA DE LA MAZORCA

CARAVASAR LIBROS
1

Armando José Sequera

Fábula de la mazorca

CARAVASAR LIBROS
2

A la persona que más quiero en esta vida,


en este tiempo, en este mundo,
en este universo: mi hija Mariana.
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Tan pronto el Sol hizo estallar el cielo de Oriente, el


conejo abrió su par de ojos rojos y movió su nariz húmeda.
Recordó que unos segundos antes navegaba a
bordo de un sueño, en el que saboreaba un humeante
atol de maíz preparado por su madre.
Con el dorso de las patas, se quitó los residuos de
sueño que tenía pegados a los párpados y advirtió
que en su paladar aún revoloteaba un enjambre de
partículas de atol.
–Te extraño, vieja –dijo, como si el espíritu de la
señora coneja estuviese en la habitación, reparando
silenciosamente el desorden–. No te imaginas cuánto
lamento haberte hecho rabiar, de niño, cuando me
servías tu atol y yo no me lo quería comer.
Luego se desperezó, abandonó la cama y se metió
bajo la ducha.
A continuación, se secó, se cepilló los dientes con
sal y, por último, masticó una hoja de menta, para
perfumar sus palabras.
Como ya sentía desaparecer el gusto del atol de
maíz y temía perderlo del todo, se dirigió a su
pequeño sembradío, en la parte posterior de la casa.
Allí se alzaban varias plantas de maíz, firmes como
un ejército vegetal.
Dando saltitos cortos y moviendo las orejas igual que
una mariposa gigante, el conejo olfateó varias mazorcas.
Al fin se detuvo ante una, cuyas hojas
resplandecían con verdor de manzana.
Cuando miró en su interior, quedó asombrado: las
hileras de dorados y apetitosos granos estaban
alineadas con tal perfección que esa no podía
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considerarse una mazorca cualquiera, sino la mejor


que había visto en su vida.
Los granos, además, eran grandes, más o menos
como la uña del dedo índice de un niño de ocho años.
Sin pérdida de tiempo, el conejo la separó de la
planta con sus dientes, sintiendo que se le derretía la
boca de gusto.
Pero cuando la tuvo en su poder, la observó detenidamente
y al comprobar que se trataba de LA MAZORCA, con
merecidas mayúsculas, decidió no comerla.
La vendería y buscaría otra en el maizal para
su desayuno.
No demoró en hacerlo.
Fue hasta otra planta, la olfateó también con su
hocico móvil y, como no percibió el olor característico
del maíz maduro, repitió sus movimientos hasta una
segunda y luego hasta una tercera, que sí le gustó.
Poco después, en su cocina, pasó los granos por
un rayador, los colocó en una olla con leche, azúcar y
un puntico de canela.
En cuestión de minutos, un olor intenso y delicioso
recorrió la casa del conejo y se deslizó fuera de ella, a
través de las ventanas, como un delta de ríos invisibles.
Mientras el atol alcanzaba su punto, el conejo puso
la mesa: un plato hondo sobre uno plano y una
cuchara. Al lado, una servilleta de tela y un vaso de
cristal, que contenía jugo de zanahorias.
No por estar solo, el conejo se servía de
cualquier manera.
Al rato, cuando toda la casa parecía sustentarse
sobre el aroma del atol, alguien llamó a la puerta.
–¿Quién es? –preguntó el conejo.
–¡Soy yo, el mono: invítame a desayunar!
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El conejo hizo una mueca de desagrado, pero igual fue


a abrir. El mono tenía la mala costumbre de aparecer por
las casas de sus amigos a la hora de comer y, si bien era
gracioso y hacía reír con sus chistes y chismes, sus
imprevistas apariciones caían pesadas.
El mono entró a la casa del conejo como si lo
vinieran persiguiendo. Atravesó la sala corriendo,
saltó sobre los muebles, se colgó de la lámpara y,
después de balancearse con fuerza, aterrizó en la
cocina, junto a la olla donde hervía el atol de maíz.
La destapó:
–¡Hummmm: qué olor tan vital! –dijo, dándoselas
de poeta.
–Voy a poner otro plato –se resignó el conejo.
–Por mí, no te preocupes –soltó el mono, sonriendo
con la totalidad de sus dientes–: yo puedo comer en
los que ya están en la mesa y después comes tú. Así
nada más lavas dos platos.
El conejo lo miró como se mira a alguien a quien
deseamos patearle el trasero, pero no dijo nada.
–El olor de ese atol llega hasta la esquina –aduló el
mono– y es irresistible: yo no quería comer, pero
tropecé con ese perfume y se me abrió el apetito.
Sin decir palabra, el conejo colocó un segundo par
de platos y una segunda cuchara sobre la mesa.
También un segundo vaso con jugo de zanahorias.
Entonces bajó la olla de la cocina y con un cucharón
sirvió dos porciones.
Durante los siguientes minutos nada más se oyó el
paso del líquido caliente entre la lengua y el paladar
de los dos comensales, hasta que las cucharas
tintinearon en los fondos vacíos.
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II

–Parece mentira –filosofó el mono, a quien le


incomodaba el silencio–, que ese atol espeso y
caliente que nos acabamos de comer, ahora va
camino a convertirse en sangre y en vida.
–Sí –le dio la razón el conejo con fastidio porque,
después de comer, le gustaba quedarse callado y
quieto, degustando la retaguardia de los sabores.
El mono siguió hablando de otras maravillas
biológicas, pero como el conejo no daba muestras de
interesarse en su conversación, cambió de tema y le
preguntó por su novia. Una sonrisa afloró a la boca
del dueño de casa.
–Está muy bien –respondió, diciendo con ello más
de lo que en realidad quería decir. Y agregó–: por
cierto, hoy es su cumpleaños.
A partir de ese momento y hasta casi una hora
después intercambiaron algunas intimidades, se
burlaron de algunos amigos comunes y criticaron el
gobierno del león. Cuando se refirieron a la mala
situación económica que había en el bosque, el
conejo recordó que debía ir al mercado a vender la
mazorca y abandonó su asiento.
Mientras alababa su perfección, la sacó de la
nevera y se la mostró al mono.
Este estuvo de acuerdo en que se trataba de algo
fuera de lo común, una mazorca como jamás había
visto otra.
Justo cuando dijo esto, se le ocurrió que él podría
obtener algún beneficio de ella. Como era rápido de
mente, de inmediato supo cómo.
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–Venderla en el mercado sería no hacerle justicia a


una mazorca como esa –dijo–: yo creo, sinceramente,
que vale la pena exportarla.
–¡¿Exportarla?! –se asombró el conejo que, aunque
era astuto e ingenioso para muchos aspectos de la
vida, no tenía sentido comercial.
–¡Eso mismo!
–No es mala idea –aprobó el conejo–, pero ¿cómo
podríamos exportar una sola mazorca?
–¿Y qué importa que sea una sola? –dijo el mono–.
Las grandes joyas como el diamante Cullinam o la
perla llamada “La Peregrina” son únicas.
–Sí, pero como usted mismo ha dicho se trata de
joyas.
Como ahora hablaban de negocios, los dos amigos
habían dejado de tutearse.
–Mire, amigo conejo, esto que tenemos aquí es una
joya vegetal, más extraordinaria que un coco de mar o
que la flor de la rafflesia.
–Ocurre –dijo el conejo–, que yo no sé nada de
joyas, ni minerales ni vegetales, ni tampoco sé de
negocios y mucho menos de exportaciones.
–¡Ah, pues –el mono se echó para atrás en el asiento y
abrió los brazos–: ¿ y usted para qué tiene amigos?
–¿Usted se haría cargo? –quiso saber el conejo.
–¡Haré algo mejor: yo se la compro al precio actual
del mercado y así los trámites de exportación y el
papeleo corren por mi cuenta!
–¿Y cómo sé yo cuál es el precio actual del mercado?
–Eso no es problema: como usted sabe, yo soy un
as de las finanzas y eso me obliga a estar al tanto de
las cotizaciones de la bolsa, del mercado cambiario y
del índice de precios al consumidor.
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Como notó que el conejo lo miraba fijamente sin


entender de qué le hablaba, el mono detuvo su
discurso. Mas cuando advirtió que su amigo intentaba
hablar prosiguió:
–Aunque alguna gente me hace mala fama, le juro por
las hijas que usted va a tener; por su novia –que pronto
será su esposa–; por su madre, sus dos abuelitas, sus
cuatro bisabuelas y sus ocho tatarabuelas que el precio
que le voy a dar es actual y verdadero.
El conejo sonrió involuntariamente.
Aunque intentó reprimirlos, le vinieron a la mente
cientos de comentarios acerca de la irresponsabilidad
financiera del mono.
Pero como él mismo no tenía muy buena reputación
y consideraba injustas la mayoría de las cosas que se
decían de su persona, convino en que también
exageraban en el caso de su compañero de mesa.
Por eso, desvió su mente hacia el juramento que
éste había hecho. Pero como a causa del desayuno
se sentía torpe y somnoliento, no logró descubrir lo
que le había molestado de dicho juramento.
Quiso indicar algo, pero de nuevo el mono se
anticipó y dijo:
–Una mazorca normal se cotiza en el mercado a
dos esopos y medio pero una especial, como ésta,
debe valer ocho.*
–¡¿Ocho esopos?! –se asombró el conejo–.
¡¿Apenas ocho esopos?! ¡¿Qué se puede hacer en
este país con ocho esopos?!
___________________________________
* El Esopo es la unidad monetaria del mundo de las fábulas y equivale a dos
fedros. Un fedro, por tanto, equivale a medio esopo y a dos lafontaines.
Obviamente, cuatro lafontaines hacen un esopo.
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–Lamentablemente, mi amigo, ese es el precio del


momento. Si no me cree, puede pedir una segunda opinión.
Total, economistas es lo que más abunda en la selva.
–No, mono, es que...
–Mire: si a alguien yo no le puedo dar gato por
liebre es a usted.
–¡Ocho esopos! –suspiró el conejo, mirando la
mazorca–. ¡Prefiero comérmela...!
–¡¿Comérsela?! ¡Yo se la estoy comprando y usted
prefiere comérsela! ¡Me ofende...!
–No, ¿cómo cree que...?
–¿Tiene papel y lápiz? –lo interrumpió el mono.
–¿Papel y lápiz? ¿Para qué?
–Para firmarle un pagaré: no tengo efectivo para
pagarle ahora.
–Pero... –intentó oponerse el conejo. Sin embargo, no
dijo nada y fue hasta un gavetero cercano. De allí, extrajo
un lápiz y una hoja de papel que entregó al mono.
–Este pagaré le garantiza que dentro de noventa
días yo le pago su mazorca.
–¡¿Noventa días...?!
–Ni más ni menos: antes, tengo que recuperar
la inversión.
–¡¿Inversión?! ¡¿Cuál inversión?!
–La inversión de tiempo que he hecho,
convenciéndolo para que me la venda.
Cuando el conejo reaccionó –convencido ahora sí
de que la fama de tramposo del mono era bien
ganada–, ya éste había salido por una ventana con la
mazorca y se había internado en el bosque.
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III
El mono viajaba contento por las ramas de una
enorme ceiba.
Pensaba en el excelente negocio que acababa de
hacer con el conejo: ocho esopos –y a crédito–, por
una mazorca que podía vender por treinta en el
mercado local, para que la revendieran a un precio
mayor, cincuenta quizás.
Cuando se le terminó la ceiba, tuvo que bajar a
tierra porque después del fornido árbol había un claro
en el bosque.
Descendió saltando de rama en rama y al llegar al
suelo volvió a contemplar la mazorca. Una sonrisa le
ocupó la mitad de la cara. Luego echó a andar hacia
el mercado, que se hallaba como a kilómetro y medio
de allí.
Iba tan concentrado en sus pensamientos que en
un primer momento no advirtió que en dirección
contraria venía el burro.
Sólo lo vio cuando el choque fue inminente.
–¡Eeeepa! –gritó el burro, después del encontronazo–:
¡Fíjese por donde anda, mono, que usted no es dueño
del bosque!
–Disculpe –se excusó el mono que de inmediato
comprendió que no necesitaba ir hasta el mercado a
vender su mercancía–, pero es que venía distraído,
admirando esta mazorca: mírela.
El burro la vio con detenimiento y, al igual que el
conejo y el mono, supo que se hallaba frente a algo
único. Por ello, preguntó:
–Y, ¿se puede saber dónde consiguió usted esta maravilla?
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–Usted perdone –bajó la voz el mono, fingiéndose


misterioso–, pero no puedo revelarlo. Hice un juramento...
–¿Un juramento?
–Sí, juré no revelar que esta mazorca proviene de
una hacienda llamada “Los Ángeles”, propiedad de...
Oh, ya lo dije...
–¿Una hacienda llamada “Los Ángeles”?
–Disculpe que no le diga nada más al respecto –sonrió
el mono, complacido porque el burro había caído en su
trampa. Estaba consciente de que cualquier mercancía a
la que se le agregue un toque de misterio alcanza un
precio mayor que aquella que se vende tal como es–, pero
es que se trata de un experimento secreto.
–¿Y la vende? –quiso saber el burro, mientras
la observaba.
–No –se apuró a decir el mono, para crearle mayor
ansiedad–, porque es un regalo muy especial que me
ha enviado un amigo también muy especial.
–Si me la vende a mí –soltó el burro, pensando a su
vez en vendérsela al loro, que comerciaba con
antigüedades, curiosidades y delicateses–, su amigo
no se va a enterar: póngale precio.
–Yo no sé nada de precios –dijo el mono,
haciéndose el inocente.
–¿Qué le parecen diez esopos? –preguntó el burro–.
Es más de lo que vale cualquier mazorca de primera en
el mercado.
El mono arrugó el ceño. Movió la cabeza de
izquierda a derecha, sin decir nada. El burro insistió:
–¿Quince?
–No sé, no me siento bien vendiendo un regalo de
un amigo.
–Le doy veinticinco y no hablamos más del asunto.
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–No puedo.
–¿Que tal treinta? Más de treinta no le puedo dar...
Durante los siguientes minutos, cada uno le expuso
al otro sus problemas personales y económicos,
tanto los verdaderos como algunos de mentira,
procurando dar lástima. Ambos se lamentaron del
encarecimiento de la vida en el bosque y le echaron la
culpa de la situación al gobierno.
Pero mientras se quejaban, no dejaron de regatear
hasta que convinieron en treinta y cinco esopos, cinco
más de los que el mono esperaba obtener en el
mercado.
Cuando el burro le entregó dos billetes de diez, dos
de cinco y cinco de uno, el mono no pudo reprimir una
carcajada triunfal, corrió hasta la ceiba de la que unos
momentos antes había bajado y desapareció entre las
ramas, satisfecho.
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IV

El burro permaneció en el lugar durante varios


minutos, contemplando la mazorca.
Con su pezuña derecha entreabrió las hojas verdes
y acarició los granos que quedaron expuestos. A
continuación se llevó la mazorca a la nariz para
disfrutar de su aroma dulzón.
–¡Está buenísima! –ponderó, cuando empezó a
caminar hacia la casa del loro. Éste vivía a unos
cuatrocientos metros de allí, en un árbol
extraordinariamente frondoso, bajo el cual había una
gran actividad.
–¡Loro! –llamó el burro, cuando aún le faltaban unos
quince metros para llegar al árbol–. ¡Baja, que te
traigo una cosa extraordinaria, algo nunca visto!
–¡Ahora no puedo, estoy muy ocupado –gritó
el loro.
–¡Te traigo algo especial, algo que no puedes dejar
de ver!
–¡Ya te dije que estoy ocupado!
–¡Si no bajas inmediatamente, se lo llevo al avestruz!
El avestruz también se dedicaba a la compra y
venta de objetos curiosos, alimentos exóticos y
antigüedades y era el rival comercial del loro. Por eso,
apenas lo oyó mencionar, el loro dejó lo que estaba
haciendo y atendió al llamado del burro. Si lo que
traía podía interesarle al avestruz, obviamente era
algo que le interesaba a él.
El loro bajó hasta donde lo esperaba el burro,
ayudado por su pico y por sus fuertes patas.
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–A ver, a ver, permíteme –dijo, trepando por la


cabeza del cuadrúpedo, hasta tener a la mazorca
ante sus ojos.
El burro descorrió el envoltorio natural de los granos
y preguntó:
–Mira: dime si has visto algo mejor.
El loro también quedó deslumbrado por la
perfección de las hileras de granos, dispuestos como
un batallón de cuadritos amarillos. Pero se hizo el
indiferente, tratando de restarle valor a lo que le
mostraban.
–No está mal –dijo–: ¿la compraste para ti o la
estás vendiendo?
–La estoy vendiendo –admitió el burro que, no
sabía por qué, siempre se sentía disminuido en
presencia del loro. Sin embargo, le gustaba negociar
con él porque pagaba al contado. El avestruz
regateaba demasiado, demoraba treinta o sesenta
días en pagar y, cuando lo iba a hacer, pretendía
obtener algún descuento adicional.
–¿Cuánto? –preguntó el loro, caminando por el
lomo del burro e intentando retornar a su árbol.
–Setenta esopos –largó el burro.
–¿Setenta esopos? –fingió escandalizarse el loro,
aunque al verla había pensado negociarla en
doscientos, en la sucursal que tenía en el pueblo
situado al otro lado de la montaña–. ¡Vete con tu
música a otra parte!
–Tranquilízate, loro: el precio que te dije se
puede arreglar.
El loro siguió mostrándose indiferente y no hizo ninguna
oferta, mientras el burro bajó espontáneamente el precio
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hasta cincuenta y cinco esopos. Luego, como vio que el


precio no volvía a descender, preguntó:
–¿Y qué es lo que hace a esta mazorca tan
especial? Yo la veo igual que todas.
–A mí no me engañas, loro –dijo el burro–, tú lo que
quieres es restarle valor para pagármela al menor
precio posible. Dime cuánto me das por ella y yo te
digo si lo acepto o me voy con el avestruz.
–Tú no quieres ir donde el avestruz, porque el avestruz
es más tramposo que yo. Te ofrezco veinte esopos.
–¿Veinte...? –preguntó con sorna el burro y
agregó–. Estás loco. Me costó cuarenta y cinco. Te
estoy pidiendo cincuenta y cinco, para ganarle diez.
–Te doy veinticinco –ofertó el loro, como si no
hubiese oído lo anterior.
–Cincuenta y cinco o nada –cortó el burro,
alejándose del árbol dos pasos, como si pensara irse.
–¿Tú quieres ganarte diez esopos? Te doy
cuarenta y cinco por la mazorca –dijo el loro, a
sabiendas de que el burro siempre aumentaba diez
esopos al precio que había pagado por su
mercancía–. Tú la pagaste a treinta y cinco, ¿verdad?
El burro se sintió descubierto y se ruborizó. Por cierto
que es muy raro ver a un burro ruborizado, porque no
se pone rojo como las personas sino marrón.
–Trato hecho –dijo y al instante se arrepintió, porque
pensó que pudo regatear hasta obtener cincuenta.
–¿Y se puede saber de dónde viene esta mazorca? –
preguntó el loro, mientras la tomaba con una de sus patas.
–Es importada: viene de Los Ángeles, California.
–¿Importada? –sonrió irónicamente el loro–. ¿Importada
de los Estados Unidos y tú la compraste por treinta y cinco
esopos? A otro perro con ese hueso.
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–Es que me la enviaron de muestra. No he querido


comérmela porque necesito el dinero –dijo el burro, al
ver que el loro subía por el árbol con la mazorca en el
pico–. Págame los cuarenta y cinco esopos y no
hablemos más.
–Espérame un momento: voy a buscar tu dinero.
–Deja la mazorca aquí: cuando me pagues, te la llevas.
–¿Acaso no confías en mí?
–A la hora de hacer negocios, yo no confío ni en mi
sombra –apuntó el burro.
Resignado, el loro dejó caer la mazorca en el
hocico del burro que la atrapó cuidadosamente.
Minutos después, regresó con varios billetes que
entregó al burro, sólo cuando éste le dio la mazorca.
–¡Hey, faltan dos esopos! –advirtió el burro.
–Te los debo –dijo el loro–: es que últimamente el
negocio no ha caminado muy bien.
–¡No, señor, me pagas completo o...! –pero ya el
loro había subido por el tronco y estaba llegando a la
rama desde donde atendía su negocio.
El burro se marchó aparentemente enojado, dando
coces a los árboles cercanos y rebuznando en tres
escalas musicales, desde el do más grave hasta el sí
sobreagudo. Sin embargo, iba pensando que no
había sido mal negocio ganarse ocho esopos por
caminar cuatrocientos metros.
Tan pronto el burro desapareció de la vista, el loro
dio una serie de órdenes a sus asistentes, guardó la
mazorca en un paquete que tomó con el pico y se
lanzó a volar hacia el otro lado de la montaña.
Visto a contraluz, planeando hacia el horizonte,
parecía un meteoro alado de carbón.
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El loro voló desde el valle donde vivía hasta el


valle contiguo y pasó sobre la montaña que servía de
límite entre ambos.
La carga lo fatigaba y además hacía que le doliera el
pico, pues la tenía que aferrar con mucha fuerza cada
vez que se topaba con alguna corriente de aire. Pero
cuando pensaba en el provecho económico que
obtendría con su venta, sentía que disminuía la molestia.
Cansado, se detuvo en la copa de un árbol
florecido, próximo al lugar donde estaba la sucursal
de su negocio. Al frente de ésta se hallaba un primo
suyo, el guacamayo, que entre sus hazañas como
vendedor contaba con haberle vendido hielo a unos
pingüinos de las islas próximas a la Antártida, miel a
unas abejas africanizadas, hilos de seda a unos
gusanos chinos y un cargamento de gaitas escocesas
a una familia de elefantes.
–Si se la llevo a mi primo –había pensado el loro
desde el mismo momento de comprarle la mazorca al
burro–, podría obtener por ella una cantidad mayor de
dinero que si la vendo yo mismo: él conoce a muchos
ricachones y, de seguro, sabe a quién vendérsela.
Tras recobrar el aliento, el loro escrutó los
alrededores hasta ver el árbol donde estaba su sucursal
y localizar la rama donde se hallaba el guacamayo.
Levantó vuelo por encima de la copa de los árboles
y, cuando llegó al suyo, descendió volando en espiral
hasta donde se hallaba su primo, enfrentando la
fuerza de gravedad con las alas, ya que la carga lo
impulsaba a bajar más rápido de lo que deseaba.
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El guacamayo estaba sacando cuentas en una


calculadora de bolsillo y, por lo que se veía, las cifras
que manejaba eran muy voluminosas.
–¿Qué haces? –le preguntó el loro.
–Estoy contando cuánto dinero dejé de ganar en mi
vida: pasé mi infancia dedicado a juegos improductivos y
mi adolescencia persiguiendo causas y amores
imposibles. Si entre ambos períodos transcurrieron ocho
años y ocho años son... Déjame ver... Son dos mil
novecientos veinte días...
El guacamayo calló. Apretó otras teclas en la
calculadora y dijo:
–Ah, espérate: debo sumarle dos días más, por los
años bisiestos... Son dos mil novecientos veintidós
días... Pues bien, vamos a ver cuánto he perdido
hasta la fecha... Para saberlo tengo que restar los
sábados y los domingos de esos ocho años, además
de unos quince días de fiesta anuales.
Se rascó el oído derecho con la pata del mismo
lado, introdujo las cifras correspondientes en la
calculadora y prosiguió:
–Cincuenta y dos sábados y cincuenta y dos
domingos, durante ocho años, suman ochocientos
treinta y dos días. A ellos hay que agregarles ciento
veinte días más, que resultan de multiplicar los quince
días de fiesta anuales por ocho... Es decir, que en
total hay que restarle novecientos cincuenta y dos a
los dos mil novecientos veintidós días de antes...
De nuevo, el guacamayo introdujo las cantidades
correspondientes en la calculadora, sin reparar en su
primo que lo observaba en silencio. “Si no fuera tan
buen vendedor, ya lo hubiera despedido, aun siendo
pariente mío”, pensaba el loro.
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–La resta me deja sólo mil novecientos setenta días


–estableció el guacamayo.
El loro pretendió interrumpirlo, pero no pudo.
–El día laborable tiene ocho horas (aunque yo
trabajo diez), las cuales multiplicadas por ocho
ofrecen un total de quince mil setecientas sesenta
horas... Si estas horas yo las vuelvo a multiplicar por
treinta, que es la cantidad de esopos que yo gano en
una sola hora, ocurre que he dejado de ganar hasta
la fecha cuatrocientos setenta y dos mil ochocientos
esopos. ¡Fuiu: una fortuna, una verdadera fortuna!
¿Te das cuenta, primo, todo el dinero que he perdido
mientras estaba creciendo? ¡Casi medio millón de
esopos y eso sin contar los intereses, tanto el simple
como el compuesto! Hablando con sinceridad, mi
crecimiento me ha salido bien caro, ¿no te parece?
En ese momento fue que en verdad advirtió que
junto a él se hallaba el loro, a quien le había hablado
sin tener plena conciencia de que estaba a su lado.
–¡Primo! –dijo sorprendido.
–Ya veo que los negocios te dejan tiempo para
perderlo jugando –ironizó el loro.
–Gracias a ese juego, sé qué cantidad de dinero he
dejado de ganar y de ahora en adelante voy a tratar
de recuperarlo, agregando un veinte por ciento a todo
lo que venda.
–Bueno, primo, aquí tienes la primera oportunidad
para que recuperes tu tiempo, es decir, tu dinero.
El loro sacó la mazorca del paquete que había
transportado y la puso en la rama ante el guacamayo.
–¿Cuánto crees que podemos pedir por ella? –preguntó
el guacamayo.
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–No sé, doscientos o trescientos esopos –contestó


el loro.
–¡¿Doscientos o trescientos esopos?! ¡¿Doscientos
o trescientos esopos por una mazorca?! –se
escandalizó el guacamayo.
–Ven acá –el loro bajó la voz y le dijo a su primo al
oído–, esta mazorca es muy especial: fue cultivada en
el Cielo.
–¿Una mazorca cultivada en el Cielo? –se asombró
el guacamayo, desviando su mirada hacia las nubes.
–Sí, la cultivaron los ángeles en el mismísimo Paraíso.
–¿Y de verdad existe el Paraíso? Creía que solamente
existía el Infierno.
–El Paraíso o, mejor dicho, los paraísos también
existen. ¿Tú no has oído hablar de los paraísos fiscales?
–¡Cierto! ¡Ah, bueno, si éste es un producto
celestial, cambia la situación! –admitió el guacamayo,
admirando de nuevo la mazorca. Sus ojos se habían
abierto de tal modo que parecían a punto de producir
un estallido naranja–. ¡Un producto de esa categoría
no vale menos de quinientos esopos, si se vende
como mazorca, y mucho más si se vende como la
maravilla que es! ¿Tienes garantía de que fue
cultivada en el cielo?
–No –respondió el loro.
–Entonces hay que venderla como mazorca...
Como mazorca celestial, claro está.
El loro sonrió cuanto pudo y, aunque parecía que el
pico ya no le daba para más, aún se extendió varios
centímetros cuando oyó a su primo decir:
–Lo mejor de todo, primo, es que yo creo que tengo
el cliente para vendérsela.
21

VI
Media hora después, el papagayo y el loro
entraron en el agujero del árbol que le servía de
vivienda y oficina al búho.
Este, siguiendo la tendencia de los últimos tiempos,
había abandonado la filosofía por los negocios y
ahora regentaba una importadora.
–¿Una mazorca cultivada por los ángeles?! –se
asombró–: ¿Y cómo la consiguieron?
–Un regalo –apuró el guacamayo–: mi primo le hizo
un favor al arcángel Gabriel y el arcángel se la regaló.
–¡¿Y cómo puede usted desprenderse tan fácilmente
de un regalo del arcángel Gabriel?! –preguntó el búho
con desconfianza.
–Él se lo dio para venderlo –intervino el guacamayo–:
mi primo no ha tenido una buena situación
económica últimamente.
–Eso se ve –soltó el búho, contemplando las
plumas del loro que, por el viaje, se hallaban
descompuestas.
Durante un tiempo que no es posible determinar
porque a los primos les pareció muy largo y al búho
muy breve, los tres permanecieron en silencio.
Al fin, habló el búho:
–¿Y cuánto piden ustedes por ella?
–¡Setecientos esopos!
–¡¡¡Setecientos esopos...!!! –gritó el búho–: ¡¡¡Con
setecientos esopos compro yo la mitad del Paraíso!!!
No quiero aburrir a nadie con el regateo que vino a
continuación, pues el búho sólo ofreció doscientos
esopos. Entre doscientos y setecientos hubo un estira
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y encoge que, al final, se detuvo en quinientos, que


era la cantidad que el guacamayo había previsto.
El búho fue refunfuñando hasta un cajoncito donde
guardaba el dinero y allí contó cinco billetes de cien.
Luego los dobló, hizo un fajo con ellos y se lo
entregó a los primos.
Mientras los tildaba de aprovechadores y ladrones,
calculó la ganancia que tendría al venderle la
mazorca a un amigo suyo, vendedor ambulante, que
la noche anterior le había encargado algo fuera de lo
común para un cliente al otro lado de la montaña.
La hora y media que el amigo demoró en llegar, el
búho fue subiendo el precio que pensaba pedir en
principio, que era de mil doscientos esopos, hasta dos
mil. Para ello, primero metió la mazorca en una bolsa
de terciopelo púrpura, a la que le ató la boca con un
cordón persa de color amarillo. Después la guardó en
una caja china de madera labrada a la que nunca le
había hallado comprador en los dos años que tenía
dedicado a las importaciones.
Cuando llegó su amigo, el búho lo recibió con
semillas de girasol y trocitos de pimentón.
Como era de esperarse, el amigo –que era un
cigüeño–, se extrañó por el recibimiento y comprendió
que algo se traía el búho entre las alas, pues jamás le
había regalado nada.
Sin embargo, disfrutó el inusitado agasajo y sólo cuando
se sintió satisfecho preguntó, fiel a su costumbre de añadir
la conjunción copulativa “y” a sus interrogantes:
–Y, ¿me consiguió lo que le pedí?
–¡Claro –sonrió el búho– y debo decirle que le
tengo algo mucho mejor de lo que usted esperaba: le
tengo una maravilla celestial!
23

–Y, ¿a qué precio? –indagó el cigüeño a quien,


como individuo práctico que era, nada más le
importaban los precios.
–Sumamente económico... Es más, aquí entre nos,
se lo conseguí a precio de ganga.
–Y, ¿qué es y cuánto cuesta? –insistió el cigüeño,
ansioso.
–Calma, todo a su tiempo.
Con parsimonia, el búho extrajo la mazorca de la
caja de madera y de la bolsa de terciopelo púrpura.
–¡¿Una mazorca?! –se decepcionó y admiró al
mismo tiempo el cigüeño–: ¡¿Una simple mazorca?!
–No es una simple mazorca –dijo el búho con
serenidad–: véala bien.
El cigüeño la revisó por arriba y por abajo, por
dentro y por fuera, por un lado y por el otro y, aunque
se dio cuenta de que no era una mazorca común y
corriente, exclamó:
–¡Me sigue pareciendo una simple mazorca!
–¡Por eso es que usted no sale de vendedor
ambulante a domicilio y a plazos! ¡Usted no tiene
sensibilidad, no tiene ojo clínico, no sabe reconocer
una cosa valiosa de otra que no lo es! ¡¿Usted se ha
fijado en la perfección de los granos de esta mazorca
y en cómo están ordenados uno sobre el otro, en
hileras perfectas y simétricas?! ¡¿Usted ha visto una
mazorca mejor que ésta?!
El cigüeño no quiso dar su brazo a torcer y soltó:
–¡Uffff: cientos de veces!
El búho apeló a su imaginación y partiendo de lo que le
habían dicho el loro y el guacamayo, fue añadiendo
detalles, a medida que se le iban ocurriendo.
24

Explicó que esa mazorca había sido cultivada por


los propios ángeles del cielo, bajo la supervisión del
arcángel Gabriel, y que una mazorca así sólo se daba
una vez al año. Que él había tenido la suerte de
conseguirla de manos del propio arcángel Gabriel,
debido a que le había hecho un favor unos días atrás.
–Además, se la doy con un certificado de origen,
firmado de puño y letra por el mismísimo arcángel
Gabriel –mientras lo decía, sonrió al recordar que
durante la hora y media de espera había fabricado en
la pantalla de su computadora un documento en el
que junto a un escudo del Vaticano había dibujado un
ala de ángel y colocado entre ambos un garabato a
manera de firma.
Estuvo a punto de reír y delatarse, pero se contuvo.
Agregó media docena más de mentiras y, mientras
hablaba, le iba subiendo mentalmente el precio a la
mazorca pues cada cosa que decía –aunque él sabía
que no era cierta–, le servía de pretexto para un
nuevo aumento.
Habló con tanta convicción que, cuando concluyó, el
cigüeño estaba como hipnotizado, observando la mazorca.
–Y, ¿cuánto vale? –quiso saber, asustado por la
enormidad del precio que obviamente el búho pediría
por aquel portento.
–Si le digo que no tiene precio, no le estoy
exagerando pero...
–Pero, ¿qué?
–Pero, por ser para usted, que es mi cliente desde
hace tantos años, le tengo un precio muy especial. Un
precio que en verdad es irrisorio, simbólico: deme sólo
dos mil cuatrocientos esopos y la mazorca es suya.
25

–¡¡¡¿Dos mil cuatrocientos esopos?!!! –abrió los


ojos y el pico el cigüeño.
–Sé que usted está asombrado porque lo que le
estoy pidiendo por ella es una bagatela, un precio
meramente simbólico, pero, créame, usted es como
un hermano para mí, y yo trato siempre de favorecer
a mi familia.
–¡Yo estoy asombrado pero no por eso, sino por lo
contrario, por lo cara que es! –dijo el cigüeño,
tomando la mazorca con una de sus largas patas y
revisándola con detenimiento. Después de verla,
olerla, tocarla y moverla como si fuera una maraca,
preguntó–: y, ¿me puede hacer alguna rebaja?
–Usted me conoce: usted sabe que a mí no me
gusta rebajar el precio de mi mercancía porque, para
mí, eso equivale a rebajarle su valor. Yo sólo vendo
productos de primerísima calidad y a precios justos.
El búho detuvo su discurso para ver el efecto que
estaba causando en su interlocutor. Como vio que el
cigüeño aún no estaba convencido, prosiguió:
–Además, en este caso le estoy dando un valor
anecdótico a algo que es invalorable, únicamente por
quedar bien con usted, para que usted a su vez
quede bien con su cliente. Por eso y con todo el dolor
de mi alma, debo decirle que no le puedo rebajar ni
un fedro.
Mientras el búho devolvía la mazorca a la caja de
madera, con cuidados de joyero, el vendedor ambulante
recordó las palabras de su cliente, la tarde anterior:
–Quiero que me traiga un regalo, algo especial,
algo nunca visto, para mi novia que cumple años
mañana por la noche. Por el precio no se detenga,
26

que yo sé que lo bueno vale caro. Eso sí, no me


cargue la mano.
–No se preocupe –le contestó el cigüeño y, durante
el viaje entre un pueblo y otro, saboreó en la mente la
frase “por el precio no se detenga”.
–Bueno, está bien –aceptó el cigüeño, dando por
terminado el regateo.
El búho suspiró, aliviado.
Cuando ya el cigüeño se iba, el búho lo detuvo:
–¡Hey, se le olvida la llavecita! Sin ella, no puede
abrir la caja.
La caja de madera resultaba incómoda para su
traslado, pero no debe olvidarse que el cigüeño
estaba acostumbrado a transportar todo tipo de
cargas y pesos, en vuelos trasatlánticos desde París.
–Si salgo ahora mismo –se dijo, mirando el reloj
que lucía en la punta de su ala izquierda–, debo estar
en su casa dentro de cuarenta minutos, justo antes de
que oscurezca.
27

VII

El cigüeño se detuvo ante la casa de su cliente


quince minutos después de lo que había estimado.
Había cambiado el transporte de recién nacidos por
el traslado y la venta de mercancías especiales y,
contra todo lo que había pensado cuando tomó tal
determinación, la actividad actual le resultaba
igualmente agotadora.
–Además –se dijo en voz alta–, me estoy haciendo
viejo y para mi cuerpo cualquier recorrido se convierte
en una distancia enorme.
Le dolía el pico de tanto tenerlo abierto sobre la
caja rectangular. Con las alas, se quitó de los ojos
algunas porciones de nube que se le habían adherido
durante el vuelo y, al aclarársele la vista, buscó en el
vecindario la casa de su cliente.
Hacia ella se dirigió con sus pasos largos.
Al hallarse ante la puerta de una casa pequeña, en
cuyo sótano se hallaba habitualmente su cliente, el
cigüeño llamó:
–¡Conejoooo...! ¡Soy el cigüeño! ¡Abre la puerta,
que te traje lo que me pediste!
Al cabo de un rato y no de inmediato como en las
películas, el conejo abrió la puerta.
Nada más verlo, el cigüeño largó la carcajada,
porque el conejo –para que esa noche sus orejas
lucieran mejor–, se las había enrollado en sendos
rulos, que lo hacían aparecer como si tuviera en la
cabeza un par de esos dulces enrollados que llaman
“brazos de gitano”.
28

Cuando terminó de reír, el cigüeño entró y depositó


la caja sobre la mesa del comedor.
–Aquí tienes lo que me pediste.
–¿Qué es? –quiso saber el conejo.
–¡Algo que viene del mismísimo Cielo, un producto
importado directamente desde el Paraíso, hechura de
Dios con sus propias manos y que aquí en la Tierra lo
distribuyen los arcángeles y los ángeles: míralo tú mismo!
El cigüeño introdujo su pico en la cerradura de la
caja, porque no sabía usar la llave e intentó forzarla.
El conejo desaprobó esa manera de tratar a su
regalo, pero ya no había qué hacer, estaba abierta.
Contempló el paquete finamente envuelto en la
bolsa de terciopelo y dijo:
–No me muestres ni me digas más nada: quiero
que también sea una sorpresa para mí. Dicen que por
la maleta se saca al pasajero y, si éste es el
envoltorio, el contenido debe ser también de primera
calidad. ¿Cuánto te debo?
–Como comprenderás, yo... –comenzó a decir el
cigüeño, pero el conejo lo cortó en seco.
–Sólo dime cuánto.
–Cuatro mil esopos –soltó el vendedor, en voz
queda, como si su garganta fuera más honesta que el
resto de él mismo.
–¡¡¡Cuatro mil esopos!!! –se asustó el conejo–.
¡¡¡Tanto!!!.
–Y, ¿cuánto esperabas gastar? –preguntó inquieto
el cigüeño, sintiendo que la reacción del conejo le
causaba una herida profunda en sus bolsillos.
–Para serte sincero, yo pensaba gastar quinientos,
a lo sumo seiscientos esopos que he ahorrado para
hacerle un excelente regalo a mi novia pero, cuatro
29

mil... Por mucho cariño que le tengo, cuatro mil es


demasiado...
El cigüeño cogió aire e intentó copiar el discurso del
búho acerca de no poder rebajar las mercancías para
no reducirles su valor, pero apenas se acordó de dos
o tres palabras. Sin embargo, las dijo:
–Si yo rebajo mi mercancía, tú me haces
invalorable el precio simbólico y... No, así no era... Si
yo rebajo el precio justo... Si yo... Yo... Pero me
puedes pagar con tu tarjeta de crédito.
–Cuatro mil es demasiado.
–A mí me costó tres mil ochocientos –mintió el
cigüeño– y eso después de mucho regatear. Desde
que llegué al otro valle ayer en la tarde no hice más
nada sino tramitar tu encargo por todas partes. Con
decirte que no he comido, ni dormido, ni descansado
un solo momento, tratando de satisfacer tu pedido,
porque yo sé lo importante que es la novia para un
caballero distinguido como tú –agregó, adulante. Y se
calló, no porque fuera muy inteligente, sino porque no
encontró nada más decir y la voz amenazaba otra vez
con traicionarle, si seguía mintiendo.
El conejo no dijo nada sino que tomó la caja entre
sus patas delanteras y la miró una y otra vez,
detallando la exquisita pulitura de la madera y los
grabados en relieve en sus costados.
Admitió que a simple vista aquel regalo valía los
cuatro mil esopos que le estaban pidiendo, pero
pensó obtener aunque fuese una mínima rebaja.
–Y, ¿cuánto es lo menos que me lo dejas? –intentó
regatear.
30

–¿Lo menos? –suspiró aliviado el cigüeño,


comprendiendo que el conejo estaba dispuesto a
comprar lo que le había traído.
–Sí, el precio mínimo que me dejas –insistió el conejo.
–Vamos a ser francos –advirtió el cigüeño–, yo no te
quiero engañar: esto que te he traído vale los cuatro mil
esopos y hasta un poco más, porque como te dije lo
hizo Dios con sus propias manos. Por cierto, mira...
Sacó de debajo de su ala izquierda el supuesto
certificado de origen, firmado por el búho –es decir,
por el arcángel Gabriel–, y se lo entregó al conejo.
–Yo quiero que tú sigas siendo mi cliente y te
sientas contento: dejemos el precio en tres mil
novecientos cincuenta, ¿te parece?
–No es mucha la rebaja...
–Como te dije, a mí me costó tres mil ochocientos:
yo apenas le estaría ganando ciento cincuenta
esopos, aunque dediqué todo mi tiempo a buscarla.
Además, te lo traje tan pronto lo encontré: mira como
me quedó el pico.
El conejo bajó la vista, avergonzado de su
comportamiento, al saber que su amigo había
realizado un gran esfuerzo para complacerle.
No dijo más nada y, para compensar el gasto, se
imaginó a su novia recibiendo el magnífico obsequio.
Fue entonces hasta un escritorio que ocupaba un
rincón en la sala y, de una de las gavetas, sacó una
tarjeta de crédito.
31

VIII

El conejo llegó a la casa de su novia, oloroso a


perfume caro y llevando sobre su lomo el regalo. Ya
la curiosidad había hecho mella en él y deseaba ver
de qué se trataba.
–No lo he visto pero sé que es algo especial, como
tú –dijo galante, al momento de entregarlo–: quien me
lo vendió me dijo que es una hechura de Dios en el
Paraíso y que son sus ángeles quienes lo distribuyen
en la Tierra. Y no es mentira porque aquí tienes el
certificado de origen, firmado nada menos que por el
arcángel Gabriel.
La coneja abrazó a su novio, le dio un beso sonoro
en cada mejilla y con alegría acometió la apertura del
paquete. Mientras quitaba el papel de regalo en que
lo había envuelto el conejo, la cumpleañera fue
rodeada por sus amigas, quienes le hicieron corro.
Todas ansiaban ver aquel regalo tan particular.
–Parece un collar de perlas –dijo una de ellas al ver
la forma del regalo.
–Es una gargantilla de brillantes –sostuvo otra.
–¡Están equivocadas –alegó una tercera–: si es una
hechura de Dios, tiene que ser una joya realizada en
oro, con incrustaciones de diamantes!
La coneja extrajo la caja de madera del envoltorio.
Para que la abriese, su novio le tendió la llavecita.
El forcejeo con la cerradura le tomó varios minutos,
por lo que aumentó la ansiedad de todos por saber
qué contenía la caja. Al fin, como el nerviosismo le
impidió abrirla, la agasajada puso voz mimosa y le
dijo al conejo:
32

–¡Ay, mi amor, ábrela tú!


El conejo acometió la empresa y, tras un nuevo
forcejeo, la cerradura cedió. Al instante, la coneja
tomó la caja en sus manos, la destapó y sacó de ella
la bolsa de terciopelo púrpura.
–¡Guao! –dijo una perrita pekinesa que era
compañera de estudios de la coneja en la Universidad.
–¡Caramba, qué suspenso! –protestó con un
cacareo en falsete una gallina que soñaba con ser
cantante de ópera.
La coneja soltó el nudo formado con el cordón
persa, introdujo la mano en la bolsa y descubrió al
tacto que allí no había ninguna joya.
Estimulada por sus amigas, sus familiares y hasta
por el propio conejo, extrajo de la caja el tan esperado
regalo y lo mostró, asombrada por lo que consideraba
una broma.
–¡Qué malo eres! –le reclamó juguetonamente a su
novio, pensando que existía un segundo regalo serio.
El conejo, entretanto, no hacía otra cosa sino mirar
la mazorca.
Como no reaccionaba, la coneja comprendió que
no había un segundo regalo y entonces sí se enojó
de verdad.
Al ver el empaque también había pensado que se
trataba de una joya pero, al observar la caja labrada,
supuso que ésta contenía algún objeto fabuloso como
el Santo Grial o la Lámpara Maravillosa.
–¡¡¡Pero, esto es una mazorca...!!! ¡¡¡Una simple
mazorca...!!! –exclamó al borde del llanto.
El conejo se quedó mudo, doblemente avergonzado
por la reacción de su novia y por descubrir que se
33

trataba de la misma mazorca que él había vendido, a


crédito, esa mañana.
Sin embargo, no dijo nada y soportó todos los
reproches que su novia le dedicó antes de dar un grito
como el de quien llega al Infierno y caer desmayada.
El desmayo de la coneja produjo una algarabía tan
grande que una vecina que no había sido invitada y
que estaba pendiente de cualquier detalle para llamar
a la policía, la llamó.
Los seis agentes que se presentaron –todos perros,
excepto una rata que era sargento–, apenas demoraron
en llegar quince minutos y eso porque la comisaría de
policía quedaba frente a la casa de la coneja.
El conejo quiso explicar lo sucedido –hasta dónde
sabía–, pero no pudo.
A empujones y bastonazos lo condujeron a una
camioneta con rejas, acusado de fomentar el
desorden público, introducir un objeto importado al
valle sin el correspondiente certificado de aduana y
dárselas de santico, sin serlo.
Para colmo, su novia rompió con él y, para sacarlo
de la cárcel después de tres días de encierro, sus
amigos –la liebre, el pavo y yo, el gato–, tuvimos que
pagar una multa de cuatrocientos esopos.
34

© De la edición, Caravasar Libros (2017)


© De la edición, Armando José Sequera (2017)

Portada y diseño: Armando José Sequera

Obra para la promoción de la lectura

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35

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36

ARMANDO JOSÉ SEQUERA (Caracas, 8 de marzo de 1953). Escritor, periodista,


editor y promotor de la lectura venezolano. Ha publicado 81 libros y obtenido
diecinueve premios literarios, cinco de ellos internacionales. En la
imagen, cuando era feliz y momificado.
Algunos de sus libros son: Evitarle malos pasos a la gente (1982), Teresa
(2000), La comedia urbana (2002), Ágata. El Arca de Noel (2013) y La
belleza en tres cuentos (2016).
OBRAS EN CARAVASAR LIBROS. Minificciones: Un simple ocho,
Cruentos, Opus, Reductia. Divulgación científica: Ciencia a vuelo de pájaro,
El gran mito cerebral. Cuentos: Acto de amor de cara al público. Novela
corta: El derecho a la ternura y Fábula de la mazorca. Monólogo teatral: Dios
quiera que en la otra vida. Crónicas: Crónicas nebulosas 1. Poesía:
Giroscopio, Passarola. Ensayo: Usos y abusos del diminutivo, La inútil
moraleja. Cuento para adolescentes: Aburrido.
CUADERNOS EN LA COLECCIÓN HOJARIO DE LA BREVEDAD. Crónica:
Cuando China invadió a los Estados Unidos, Las llaves del cielo, El
falsificador de autógrafos. Cuentos: Párrafos redactados para resumirte lo
ocurrido. Cuento para niños: Un elefante con corbata.

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