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El monstruo que soñaba

con ser caballero


Iván Herrera
El monstruo que soñaba
con ser caballero
Iván Herrera

Ilustraciones de Carmen García

J^ o rm a
www.edicionesnorma.com
Bogotá, Buenos Aires, Guatemala, Lima,
México, San Juan, Santiago de Chile.
El monstruo que soñaba con ser caballero

© Iván Herrera Orsi, 2018


© EDUCACTIVA, 2018,
para su sello editorial Norma
Avenida Manuel Olguín 211, oficina 501,
Santiago de Surco, Lima, Perú

Edición: Jéssica Rodríguez


Revisión de estilo: David Abanto
Ilustración: Carmen García
Diagramación: Max Castillo
Retoque digital: Sandra Trujillo

Impreso por COM UNICA'2 S.A.C.


Cal. Omicron n.° 218,
urb. Parque Internacional de Industria y Comercio.
Callao - Callao
Impreso en Perú - Printed in Perú

Primera edición: mayo de 2018


Impreso en julio de 2018
Publicado en julio de 2018
Tiraje: 2000 ejemplares

ISBN: 978-612-02-1180-9
Hecho el Depósito Legal
en la Biblioteca Nacional del Perú, N ° 2018-08350
Registro del Proyecto Editorial: 31501401800572

Reservados todos los derechos.


Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
sin permiso escrito de la editorial.
Marcas y signos distintivos que contienen la denominación
“N ”/Norma/Carvajal® bajo licencia de Grupo Carvajal (Colombia).
A Sebastián,
valiente y aventurero.
Contenido

Uno 11
Dos 19
Tres 27
Cuatro 31
Cinco 37
Seis 41
Siete 47
Ocho 53
Nueve 61
Diez 69
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
U no

E / n una vieja casa de piedra,


en la parte más alta de una colina,
vivía un monstruo con su gato. Era
alto y robusto. Tenía grandes ore-
jas de murciélago y pequeños ojos
grises. Estos parecían brillar cuando
encontraba detrás de un eucalipto
una piedra bonita o cuando proba'
ba un guiso de ranas y tomates que
le recordaba los que cocinaba su
madre.
Cada tarde, después del almuerzo,
se cepillaba el pelo largo y morado
que le cubría el cuerpo de pies a ca­
beza, un cabello grasoso y duro por
la falta de baño. Entonces, se recos­
taba a dormir la siesta y soñaba que
una princesa lo armaba caballero.
Pero un día, no se cepilló ni dur­
mió la siesta, y no pudo soñar con la
princesa. Ese día, el monstruo había
preparado para el almuerzo pescado
apestoso con papas doradas, una co­
mida sencilla que siempre lo ponía
de buen humor. Dejó el plato calien­
te sobre la mesa, acomodó los cu­
biertos y la servilleta, y, cuando iba a
sentarse, recordó que había dejado el
refresco a medio hacer en la cocina.
— ¡Uy, qué cabezón que soy! — se
rio— ¿Cómo pude olvidarme de la
limonada?
Al monstruo le gustaba la limo­
nada salada. Seis o siete cucharadas
de sal eran suficientes para él.
—-No se puede comer pescado sin
limonada, ¿verdad, Nico? —dijo,
mientras se alejaba orondo rumbo a
la cocina.
Nico era el gato. Un gato rubio y
atigrado con unas manchas blancas
que parecían guantes en las patas.
Era ágil cuando quería perseguir un
gorrión y lento para hacer cualquier
cosa que no le provocara.
Pero ahora le provocaba el pesca­
do frito con papas que había sobre
la mesa. Así que apenas el monstruo
salió del comedor, Nico se trepó de
un salto a la mesa y devoró la co­
mida de ocho rápidos bocados. Lo
hizo con tanto apetito y tanta per­
fección que no quedó ni una papa
quemada ni una aleta de pescado ni
una sola espina.
Cuando regresó con su jarra de
limonada en la mano, sus peque­
ños ojos se pusieron redondos como
huevos fritos. El plato estaba vacío y
el gato, oculto detrás de una vitrina.
— ¡Nico! — gritó, y su voz hizo
temblar la casa. El monstruo tenía el
ceño fruncido y el cabello erizado—
¡Nico! ¿Dónde está mi comida? ¡El
plato está vacío!
— ¿Su comida, señor? —dijo el
gato, deslizándose fuera de su es-
condite— . ¡Es lo mismo que yo me
preguntaba! ¿Por qué no me dejó ni
un poquito de pescado? Si sabe que
me gusta tanto, ¿por qué no tuvo la
bondad de guardarme aunque sea el
espinazo para que pudiera chuparlo?
— ¿De qué estás hablando? — le
preguntó el monstruo, mientras de-
jaba la jarra sobre la mesa— . ¡Tú te
comiste mi almuerzo!
—No se burle de mí, señor. Yo me
metí detrás del mueble persiguiendo
una polilla. Me entretuve con el bu
cho un rato y cuando salí, contento
y seguro de que usted me invitaría un
poquito del pescado, me encuentro
con que no había nada. ¡Se lo había
acabado todo! ¡No dejó ni huella!
Y era cierto: el plato estaba tan
limpio que brillaba. En el suelo
tampoco había restos de comida.
El monstruo acercó su rostro y olía-
teó la vajilla, con gesto preocupado.
“Hay algo raro acá”, murmuraba,
sus ojitos le brillaban como buscando
respuestas. Luego, pareció espantar
un mal presentimiento y cambió de
expresión: sonrió.
“Bueno, Nico. No podemos que­
darnos sin comer, ¿verdad? Vamos
a la cocina a servirnos algo”, le
propuso.
Se bebió de un largo trago me­
dia jarra de limonada; acarició con
su gruesa mano el lomo del felino y
avanzó por el corredor de piedra. El
suelo vibraba a cada paso, y el gato
se apuraba para no quedarse atrás.
En la cocina, iluminada por la luz
que entraba a través de una venta­
na redonda, el monstruo cortó un
buen trozo de jamón para él y otro
para el gato. Los puso en dos fuen­
tes. Entonces recordó que había de­
jado la jarra en el comedor. Y todo
monstruo sabe que tampoco puede
comerse el jamón si no es acompa­
ñado de limonada salada.
“Voy corriendo”, dijo.
Mientras atravesaba el largo pasi­
llo, el corazón comenzó a palpitarle
con fuerza. Pero no solo por el es­
fuerzo de correr: tenía la impresión
de que algo malo estaba por ocurrir.
En eso escuchó el maullido.
“¡M ia a a a a a u u u !”
El eco repitió el grito del felino:
“Miaaaaauuuuuu”. Entonces, al
monstruo sí le pareció que el cora­
zón se le salía por la boca de lo fuer­
te que le latía.
“¡Nico, ya voy!”, rugió y derramó
la limonada que ya tenía en la mano.
Cuando regresó a la cocina, el
gato estaba trepado en lo alto de un
repostero, con el lomo arqueado y
erizado y las orejas rubias echadas
hacia atrás. Se lo notaba asustado.
¡El jamón! ¡Desapareció! Una bruma
verde ingresó por la ventana y cuando
se esfumó, el jamón ya no estaba.
La bruma verde! ¿Sería posible?”.
El monstruo se asomó con cierto
temor por la ventana de la cocina y
ya no sabía lo que veía. A lo lejos se
distinguía el pantano y allí, entre los
altos juncos y los matorrales, obser-
vó algo que flotaba, algo que podía
ser una bruma verde, aunque tal vez
era solo la neblina gris de siempre.
“ ¡La bruma verde!”, repitió.
Con gesto preocupado, cargó con
una de sus manos al gato que seguía
sobre el repostero. Lo abrazó, miran-
do disimuladamente por la ventana;
y luego le abrió una lata de sardinas
para consolarlo. “Come, Nico; no te
va a pasar nada”, dijo.
El gato ya lo sabía.
Dos

I _ 3 e noche, el monstruo se en­


cerró en su biblioteca a la que iba
a menudo. Solía entretenerse con
las historias de valerosos caballeros
andantes. Pero esta vez buscaba res­
puestas.
A la luz de las velas, ojeó los grue­
sos y polvorientos libros. Algunas
páginas se desprendían por la fuerza
de sus dedos. Achinó los ojos para
ver mejor. En una enciclopedia,
leyó lo siguiente:
lá in d ti tk tu tt um

'fanÁéUaumcm,
(¡0 i 0 h ^ r tn k
¡muta,
llttantaia/flera» f *

X
T Zrhí‘
W r*+ ‘r
El monstruo cerró el libro y se secó
el sudor. Recordó su primer encuen-
tro con el duende de las montañas.
Era un recuerdo viejo pero nítido...
Tenía siete años. Su mamá le
había regalado una caja de choco'
lates sazonados con ajo. El la guan
dó en un pequeño cofre de madera.
Se le hacía agua la boca al pensar
en comer los chocolates. Aun así,
saboreó dos y guardó el resto para
otro momento. Tres días después,
sintió tanto antojo que corrió a su
cuarto y abrió el cofre. Entonces, se
puso a llorar: las golosinas habían
desaparecido. Su hermano mayor
fue quien le habló del duende. “El
duende se robó los chocolates”, le
dijo. “Yo vi salir de tu cuarto una
neblina verde justo antes de que tú
entraras”, le aseguró.
Las noches siguientes al robo, le
costó dormir. Tenía pesadillas. A
pesar de eso, montó guardia fuera
de su cuarto una mañana y pasó la
semana, muy atento, tratando de
atrapar al duende. Nunca lo logró.
Aunque mantuvo bien abiertos los
ojos, en esos días se le desaparea
cieron un pastel de aceitunas, un
sándwich de atún y su nueva colec­
ción de canicas. Eso fue lo que más
le dolió. El monstruo no tuvo dudas
de la culpa del duende de las mon­
tañas: en cada ocasión, su hermano
alcanzó a ver la bruma verde.
Ya de adulto, en la fría bibliote­
ca, hubiera deseado que su herma­
no estuviera cerca para contarle lo
que estaba pasando. El sí sabía mu­
cho sobre el duende de las monta­
ñas. Pero hacía tiempo que no veía
a su familia, una familia de mons­
truos, la única que él conocía.
Recordó a su madre, quien le en­
señó a cocinar. Cuando él volvía
de cazar con su padre cargando un
jabalí entero sobre sus hombros,
ella lo esperaba para convertir la
carne sanguinolenta en un sucu­
lento guiso.
atrapar al duende. Nunca lo logró.
Aunque mantuvo bien abiertos los
ojos, en esos días se le desaparea
cieron un pastel de aceitunas, un
sándwich de atún y su nueva colec­
ción de canicas. Eso fue lo que más
le dolió. El monstruo no tuvo dudas
de la culpa del duende de las mon­
tañas: en cada ocasión, su hermano
alcanzó a ver la bruma verde.
Ya de adulto, en la fría bibliote­
ca, hubiera deseado que su herma­
no estuviera cerca para contarle lo
que estaba pasando. El sí sabía mu­
cho sobre el duende de las monta­
ñas. Pero hacía tiempo que no veía
a su familia, una familia de mons­
truos, la única que él conocía.
Recordó a su madre, quien le en­
señó a cocinar. Cuando él volvía
de cazar con su padre cargando un
jabalí entero sobre sus hombros,
ella lo esperaba para convertir la
carne sanguinolenta en un sucu­
lento guiso.
Recordó a su padre, siempre tan
serio y huraño. El viejo se impacien­
taba cuando él se reía y sus risotadas
espantaban a las aves. Recordó la
casa en la que creció en medio del
bosque, apartado de los hombres, una
casa donde nunca se hablaba de por
qué eran tan diferentes a los demás.
Entonces, volvió a pensar en los
chocolates, en el pastel, en el empa­
redado, en las canicas y en la bruma
verde, y el monstruo volvió a sentir
la tristeza y el enojo de los siete años.
Se imaginó al duende, una sensa­
ción fría le recorrió la espalda y le
erizó los pelos de su nuca. En la pa­
red se vio la sombra cuando golpeó
la mesa con el puño. “No volverá a
salirse con la suya”, se dijo.
Cuando amaneció y Nico bajó
las escaleras hacia el primer piso,
encontró que su amo estaba parado
detrás de la puerta principal de la
casa. Estaba serio y muy quieto. Lle­
vaba un casco sobre su cabeza y en
la mano, un leño grande y largo que
debió haber cogido de la chimenea.
Tenía cara de no haber pegado los
ojos en toda la noche.
— Hola, Nico — lo saludó, con un
bostezo— . Espero que hayas dormi­
do bien.
—Yo sí, pero usted... se ve fatal.
Disculpe la confianza...
El gato lo examinó con sus gran­
des ojos verdes tratando de com­
prender qué sucedía.
—Es que monté guardia esta no­
che — le explicó.
— ¿Montó guardia? ¿Por qué?
—preguntó el gato.
El monstruo lo miró con cierta
pena.
— Primero se desapareció el pes­
cado, luego el jamón... No quiero
que se pierda nada más.
— Sí, sí, es raro, es raro. Pero tam­
poco exagere.
— ¿Qué no exagere? ¡Se trata del
duende de las montañas! — gritó el
monstruo.
El eco repitió su grito.
Tres

Jw3espués del desayuno, el gato


ayudó al monstruo a instalar trampas
contra el duende. Como si quisiera
atrapar un ratón y no a un duende
de las montañas, colocó apetitosas
camadas a lo largo de la casa. El
plan era simple: cuando el intruso
viniera a comérselas, él le saltaría
encima y lo agarraría del pescuezo.
El monstruo dejó un sándwich de
atún al pie de la escalera, un guiso
de pato en la huerta, una hambun
guesa de jabalí detrás del sillón de
la sala y, en la vitrina del comedor,
una caja de alfajores. Para él eso
era lo mejor: un bocadillo al que el
duende no podría resistirse. Frun­
ciendo el ceño, el monstruo aceptó
a regañadientes el consejo de Nico
y, por esta vez, no condimentó los
alfajores con vinagre. “El duende
debe tener gustos más corrientes”,
lo convenció el gato.
Escondieron otros cinco platillos
a lo largo de la casa. El monstruo no
había dormido. Sin embargo, ese
día pasó más de seis horas trabajan­
do con un delantal de lagartos. C o­
rría de un punto a otro de la casa
eligiendo dónde dejar la comida.
Luego se metía de nuevo en la coci­
na porque se le había ocurrido una
nueva camada, una receta que cual­
quier duende y cualquier otra cria­
tura querrían probar.
Al gato no le quedaba más reme­
dio que seguirlo de aquí para allá.
Fingiendo interés, se metía en los
recovecos que le señalaba el mons­
truo para inspeccionarlos.
“Acá puede poner la carnada. Si
el duende viene, será fácil verlo sin
que se dé cuenta”, decía.
Nico daba vueltas entre los pies
de su amo mientras este elegía en su
alacena los ingredientes que necesi­
taba. Le llevaba en el hocico algunos
utensilios de cocina, pero cada vez se
sentía más cansado y más nervioso.
En la cocina, se iban acumulando
las ollas y las sartenes sucias. En el
repostero, quedaban rastros de ha­
rina y de aceite y algunas matas de
pelo morado que se le desprendían al
monstruo cuando se rascaba la cabe­
za, bostezando. El gato estaba man­
chado de mantequilla y mayonesa.
El trabajo los había tenido tan ocu­
pados que casi no habían comido en
todo el día.
Para cuando terminaron, el aire
era una mezcla de olores: el aroma
de los guisos, el de las frituras, el del
pescado, el de los postres, el sudor
del monstruo. Todo se combinaba.
Sentado en una silla, respiró hondo,
como intentando no perderse de
nada, y sonrió satisfecho.
— ¿Hueles eso? — preguntó.
— ¿Su pestilencia, señor? —dijo
Nico.
El monstruo no le respondió. Solo
lo miró de reojo, en silencio, deina-
siado cansado para reír. Por un rato
ninguno dijo nada. Y así, en unos
pocos minutos, se quedó dormido.
Una vez más, en el sueño se vio a
sí mismo enfrente de una bella prin­
cesa, de larga cabellera negra y una
corona de diamantes. La princesa le
pedía que se arrodillara. Luego ella
se le acercaba, tocaba los hombros
del monstruo con la hoja de una
espada y le anunciaba: “Ahora eres
caballero de mi corte...”.
Cuando despertó, ya de mañana,
toda la comida había desaparecido.
El gato, también.
Cuatro

iN J o había tiempo para ponerse


furioso ni para largos preparativos.
Tampoco había tiempo de consb
derar los años que pasó oculto. El
monstruo fue a ponerse su casco de
hierro, cogió al vuelo el leño con
el que había montado guardia dos
noches antes y salió. ¿Pero adonde
iría? ¿Dónde encontraría a su gato?
¿Cómo saber por qué lugares había
huido aquel duende maldito lleván-
dose la comida y a su amigo?
La mañana era fría, el monstruo
sintió helada la punta de su nariz.
Levantó la vista y examinó el horL
zonte. Desde la cumbre de la colina,
distinguió el pantano, el cual dor­
mía entre las brumas: todo se veía
en calma. Los patos, los tordos y las
garzas parecían haberse ido a
desayunar a otra parte.
Más al fondo, se extendían
dos manchas verdosas: a un
lado, el bosque, adonde iba
de vez en cuando de cace­
ría; y al otro, el valle, en el
que vivían los hombres,
repartidos en muchas
granjas y unos pocos caseríos. Sabía
que allí no era bienvenido. Su últi-
ma incursión al valle fue diez años
antes, cuando se aproximó para ver
un desfile de caballeros que se diri­
gían al castillo, un espectáculo que
le fascinaba. Tras el lío que se armó
en esa ocasión, decidió no regresar e
hizo arreglos para que un comercian­
te le dejara víveres dos veces al mes
en la puerta de su casa a cambio de
una jugosa suma de dinero.
El monstruo se ajustó el casco,
respiró hondo y corrió colina abajo
con dirección al pantano.
“ ¡Nico!, ¡Nico!”, gritó al llegar a
la orilla, mientras se abría paso
entre los juncos. “ ¡Nico!”, repe­
tía al avanzar pesadamente por
el fango.
El monstruo comenzó a
vadear el pantano. Buscaba
entre las brumas alguna pis­
ta del duende o del gato; y
cuando alcanzó el otro ex­
tremo, empapado y triste
como un cachorro recién bañado, en-
tendió que había perdido el tiempo.
¡La bruma ni siquiera era verde!
Sin embargo, él siguió cami-
nando. Los arbustos se hacían más
grandes a medida que se acercaba al
bosque. Cualquier leve movimien-
to lo bacía sobresaltarse; cualquier
sombra le hacía levantar sus ore-
jas de murciélago. Al mediodía, el
monstruo se encontró rodeado de
árboles que se elevaban hasta el cie­
lo. Algunos animales lo observaban
ocultos, curiosos y asustados. Prefe­
rían no preguntarle nada; ni decir
nada. Los pocos que alcanzó a ver
corrieron a esconderse de nuevo,
antes de que él llegara a mencionar
al duende o al gato.
Caminó toda la tarde en el bos­
que. Su barriga rugía como solo lo
podía hacer la barriga de un mons­
truo muerto de hambre. No podía
evitar pensar en el guiso de pato y
la hamburguesa de jabalí que había
preparado la tarde anterior. Al borde
de un arroyo al que bajó para calmar
la sed, se imaginaba saboreando el
sándwich de atún o, mejor, los al­
fajores, muchos alfajores, ahora sí,
sazonados con vinagre.
Un pensamiento lo incomodó: ¿Y
si no fue el duende? ¿Si Nico se co­
mió la comida y luego se marchó?
Sintiéndose culpable, se inclinó a
beber mientras recordaba cómo el
gato le alcanzaba los cucharones en
la cocina. Tan absorto estaba que
recién notó que alguien corrió hacia
él cuando recibió un buen mordisco
en la nalga derecha.
“ ¡El duende!”, gritó el monstruo.
Cinco

E /n ton ces volteó la cabeza y vio


a un perro de largas orejas lanudas,
bien prendido del enorme trasero
morado.
El monstruo sacudía su cuerpo de
un lado a otro tratando de zafarse
de su atacante, pero este no tenía
intención de soltarlo. El perro apre-
taba los colmillos como si fuera pre-
ciso para ganar alguna competencia.
Aunque lo hizo volar de un golpe,
no pasó ni dos segundos antes de
que el perro arremetiera de nuevo y
le clavara los dientes en la parte más
acolchada de su cuerpo.
“ ¡Ay! ¡Suéltame!”, protestaba.
El aire del bosque se llenó de una
mezcla de gruñidos y aullidos. El
monstruo tropezó con una piedra y
cayó boca abajo. El sabueso divulgó
su hazaña con ladridos.
— ¡Hey, Argón! ¿Qué presa has
atrapado? —se escuchó la voz de un
niño, que bajaba la pendiente a la
carrera.
— ¡Ven a verlo tú mismo! — le
contestó el perro antes de continuar
con los ladridos.
El niño, de unos once años, se de-
tuvo a cierta distancia al ver el bulto
que intentaba levantarse del suelo.
¿Qué era eso? ¿Un oso?
“¡Quieto, Argón!”, le ordenó al perro.
El monstruo se puso de pie, mo­
lesto y adolorido. Se quitó el casco.
Lo arrojó al piso. El niño vio los
pequeños ojos grises, las orejas de
murciélago, el inmenso cuerpo gra-
siento, y retrocedió. Lentamente dio
tres pasos hacia atrás, pálido como
la leche fría. El monstruo se sobó la
nariz, se llevó la mano a la herida de
atrás, observó al sabueso con rencor.
Y miró al niño a los ojos.
Entonces, sucedió algo extraño:
el muchacho ya no quiso huir. Tal
vez fue por verlo lastimado. O por­
que el monstruo no hizo ademán de
intentar hacerle daño. Mientras su
perro gruñía, el niño se acercó de
nuevo; avanzó poco a poco hasta
quedar a un paso de él.
—Hola, me llamo Pablo — se pre­
sentó. Hubo un momento de silen­
cio antes de que se oyera la respuesta:
—Soy Monstruo.
En lo que restaba de la tarde, no
dijo mucho. Se lavó las heridas en
el arroyo y aceptó acompañar a Pa­
blo basta su campamento. Allí el
muchacho le dio una tela para que
la usara de venda y le convidó una
manzana y dos panes, que devoró
enseguida.
Pablo le contó que era hijo de
un granjero. Tres o cuatro veces al
año iba con su padre a acampar en
el bosque. Pero esta vez vino solo:
papá había partido a un viaje urgen-
te y él decidió hacer la excursión
por su cuenta.
—Le dejé una nota a mamá. Debe
haber renegado, pero ella sabe que
voy a estar bien. Conozco bien la
zona y, además, Argón está conmi­
go — explicó Pablo.
—Tu mamá debe estar muy enoja­
da... y preocupada —dijo el monstruo.
La aparición de una estrella anun­
ciaba el fin del día. Pablo se agachó
para encender una fogata. El mons­
truo creyó conveniente avisarle que
había un duende suelto.
Seis

fü-sa misma noche, Nico descan­


saba de costado sobre un montón
de heno, en un granero. No podía
acurrucarse panza abajo, como le
gustaba. Se sentía repleto. Cerca de
él estaba el costal donde metió la
comida que no alcanzó a terminar
antes de huir. Todavía había dentro
trozos de pescado y de hamburgue­
sa, y las moscas zumbaban alrededor
con entusiasmo.
— ¡Un duende! ¿Eso le dijiste?
—se reía Alfredo, un gato negro y
flaquísimo que conoció en el camino.
— ¡Yo no le dije nada! —respon­
dió Nico, de mala gana— . Eso se le
ocurrió a él... Yo solo inventé que
vi una bruma verde cuando me comí
el jamón.
— ¡Tu amo es un sonso! — se bur­
ló Alfredo, que husmeaba en el cos­
tal en busca de pescado— . ¡Pero es
buen cocinero!
Nico prefirió no contestar. Por la
ventana del granero brillaba la luna.
A esta hora el monstruo estaría dur­
miendo en casa, pensó. El no había
planeado adonde iría cuando deci­
dió robar la comida. Hacía dos años
que vivía con él y en general le pare­
cía un buen tipo. Pero el gato supo­
nía que no era buena idea provocar
a un monstruo hambriento y luego
volver campante como si nada. ¿Y
si la siguiente hamburguesa la hacía
con carne de gato?
— ¡Un duende! ¿Eso le dijiste?
—se reía Alfredo, un gato negro y
flaquísimo que conoció en el camino.
— ¡Yo no le dije nada! —respon­
dió Nico, de mala gana— . Eso se le
ocurrió a él... Yo solo inventé que
vi una bruma verde cuando me comí
el jamón.
— ¡Tu amo es un sonso! — se bur­
ló Alfredo, que husmeaba en el cos­
tal en busca de pescado— . ¡Pero es
buen cocinero!
Nico prefirió no contestar. Por la
ventana del granero brillaba la luna.
A esta hora el monstruo estaría dur­
miendo en casa, pensó. El no había
planeado adonde iría cuando deci­
dió robar la comida. Hacía dos años
que vivía con él y en general le pare­
cía un buen tipo. Pero el gato supo­
nía que no era buena idea provocar
a un monstruo hambriento y luego
volver campante como si nada. ¿Y
si la siguiente hamburguesa la hacía
con carne de gato?
Por su buen humor y por la pa-
ciencia con que lo trataba, le costa­
ba imaginarse al monstruo como un
asesino. Sin embargo, en una oca­
sión, él mismo lo vio matar con sus
manos a dos lobos que se atrevieron
a atacarlo frente a su casa. Sabía lo
fuerte que era.
No, no podía ser ingenuo. Desde
que nació, en una vieja taberna del
valle, había pasado por varias casas
y aprendió que no se puede confiar
en los amos.
— Mañana temprano me voy de
acá. Viajaré lejos. Encontraré otro
sitio donde vivir — dijo mirando
hacia la ventana.
Desde una esquina se oían los
ronroneos de Alfredo, concentrado
en devorar una trucha frita, ya me­
dio malograda.
— Haz como quieras. Yo que tú
volvería con él. Se creerá cualquier
excusa. Y tendrás comida de sobra
— comentó Alfredo, con la boca
llena.
A Nico no le convencía la idea.
¿Si el monstruo se daba cuenta del
engaño? Quizás lo echaría a la ca­
lle. Quizás lo ahogaría en el panta­
no. Quizás haría con su piel un par
de guantes para el invierno. Era un
monstruo. Tal vez ya había descu­
bierto la mentira y ahora mismo es­
taba buscándolo para vengarse.
Sintió deseos de marcharse en ese
mismo momento. Total, los gatos
pueden ver de noche. Sí, caminaría
con la luz de la luna y atravesaría el
valle. Se puso de pie. Quiso arquear
su lomo para desperezarse. Pero cayó
de barriga, vencido por su peso y por
la indigestión. “Esperaré a que ama­
nezca”, se dijo.
Alfredo, el gato negro, no notó
la caída de su amigo. Estaba distraí­
do con la cabeza y el espinazo del
pescado. Lamió y mordisqueó las so­
bras apestosas hasta que él también
comenzó a enfermarse. Tan mal le
cayó la comida que creyó ver una
bruma verde detrás de la ventana.
Siete

JB/1 monstruo durmió al aire libre


junto a la fogata; y se levantó apenas
salió el sol. Se alejó de la carpa en la
que aún dormía Pablo, tratando de
no hacer ruido. El descanso le vino
bien, la herida dolía menos. Sin em-
bargo, solo un monstruo irresponsa­
ble o sin corazón seguiría perdiendo
el tiempo cuando un amigo estaba
en peligro. Cogió el casco que había
dejado al pie de un árbol, se lo puso
y caminó con dirección al arroyo.
El perro alzó la cabeza y comenzó a
ladrar a todo pulmón.
— ¡Rayos, perro! —protestó el
monstruo— . ¡Vas a despertar al chico!
— Eso intento — contestó Argón.
Y eso fue justamente lo que pasó.
— ¿Adonde vas? —preguntó el
niño, legañoso.
El monstruo siguió andando. No
respondió.
— ¡Quedamos en que iríamos
juntos! — gritó el niño.
— ¿Quedamos? ¡Nada de eso! Tú
debes regresar a casa y yo tengo que
rescatar a mi gato.
— Quiero ayudar.
—Te agradezco la comida... aun-
que era lo menos que podías hacer.
Recuerda que tu perro me atacó. No
quiero demorarme más.
Le dio la espalda al chico y se
puso a caminar a prisa.
— ¿Adonde vas? — insistió Pablo.
— ¡Ya te dije! A rescatar a mi gato.
— ¿Y dónde es eso? —preguntó el
niño.
El monstruo se quedó callado: no
lo sabía. Ignoraba qué ruta habría
tomado el duende. No tenía idea de
dónde ponerse a buscar.
—Argón es un sabueso muy hábil.
Puede seguir cualquier rastro — dijo
el niño.
Al monstruo le brillaron los ojos.
A Argón también.
Entonces hicieron un trato. El
niño y su perro le ayudarían a buscar
al gato. “Solo por ese día”, insistía
el monstruo. A cambio, él escribiría
una carta para la mamá de Pablo.
En ella le explicaría que este se pon
tó como un caballero, pues aceptó
ayudarlo a salvar a un amigo.
Afortunadamente, en medio
de la gruesa y morada espalda del
monstruo, el niño descubrió un
mechón de pelo rubio y corto. De-
bía ser del gato. Y sí, lo era. Como
todos los gatos, Nico disfrutaba
treparse sobre su amo. A veces
se echaba encima para calentarse
mientras él dormía.
“Ese pelo es suficiente para Ar­
gón”, dijo Pablo.
El perro movió la cola con orgu­
llo. La búsqueda empezó tras desa­
yunar al vuelo y guardar la carpa.
Argón olfateó el mechón. Después
agachó la cabeza, examinó el suelo
un largo, largo rato. Avanzó con la
nariz pegada al piso frente al arro­
yo, y de pronto giró hacia el bosque.
Atravesaron la espesura con algu­
na dificultad durante varias horas.
Llegaron a una suave pendiente cu­
bierta de hierba, que bajaba hacia
un prado donde crecían bayas rojas.
Argón alzó la vista, alerta. Se lanzó
a correr cuesta abajo.
Detrás de él iban el niño y el
monstruo. Pablo era veloz, pero con
sus largas trancadas el monstruo lo
dejaba atrás. Esquivaban los árboles
y los arbustos. El y Argón parecían
dos lobos en cacería. El niño se de­
tuvo sin aliento cuando el pequeño
sabueso hizo una pausa junto a unas
rocas para buscar el rastro en el aire.
El monstruo cargó a Pablo sobre sus
hombros y volvió a la carrera cada
vez más aprisa. El muchacho cerró
los ojos para que no lo lastimara el
viento. Sentía frío en las mejillas
cuando tomaron un sendero y las
cercas de las granjas del valle co­
menzaron a aparecer.
Ocho

í^cecorrieron un largo trecho


del sendero que serpenteaba entre
plantaciones de árboles frutales. A
lo lejos, otros perros ladraban con
fastidio al oír el trote de los explo­
radores. El monstruo frenó en seco
y Pablo, que iba sobre sus hombros,
salió disparado y cayó sobre unas
matas de fresas.
El monstruo corrió hacia él.
— ¡Pablo! ¿Estás bien? —preguntó.
El niño aguantó las ganas de llorar.
Su brazo estaba arañado y su ropa,
manchada por las fresas aplastadas.
— ¡Ay!... Sí, estoy bien — asegu­
ró, mientras se limpiaba y se ponía
de pie— . ¿Pero qué pasó?... ¿Por qué
te detuviste así?
— ¡El valle! ¡Estamos en el valle!
La gente me odia aquí.
— Puede ser. Pero hacia acá vino
el duende con tu gato — respondió
Pablo.
El perro estaba ya más de cien me­
tros adelante. Preso de una gran exci­
tación había agarrado velocidad y ya
no se lo veía, oculto entre las huertas
y una nube de polvo que él mismo
había levantado. Al oír sus ladridos,
los compañeros se apresuraron.
El monstruo volvió a levantar a
Pablo y, cuando llegaron a una cur­
va del camino, vieron que el sabue­
so había dejado el sendero y ahora
hurgaba entre los huertos. Corría
entre los sembríos, sacudiendo sus
largas orejas. Algunos granjeros ob­
servaban a lo lejos, asustados por el
alboroto. Su temor y su sorpresa fue­
ron mayores todavía cuando vieron
aparecer al monstruo con el niño
sobre sus hombros. Pero no se atre­
vieron a moverse.
El perro se detuvo delante de una
puerta y se puso a ladrar con todas
sus fuerzas.
— ¡Bravo, Argón! — dijo Pablo,
mientras el monstruo lo bajaba.
El corazón del monstruo latía
con fuerza. Adentro debía estar el
duende de las montañas con su pri­
sionero. O Nico solo con las patas
amarradas o tal vez paralizado por
algún encantamiento. El ya no tenía
el garrote: lo perdió en algún punto
del viaje. Sin embargo, no le impor­
taba. Bastarían la fuerza de sus ma­
nos y el peso de sus puños para darle
al duende un escarmiento, se dijo.
El monstruo entró en el edificio
de madera alentado por los ladri­
dos de Argón. Era un sitio oscuro.
Todo estaba quieto. Pablo espiaba
desde la puerta. El monstruo avan­
zó lentamente. La paja crujía bajo
sus inmensos pies. De pronto, notó
algo en un rincón. Un objeto blan­
co. Se acercó: era un costal vacío.
— Por fin llegaste — dijo una voz
grave.
— ¿Nico? —preguntó el monstruo.
—Te estuve esperando. No creí
que demoraras tanto en venir por tu
amigo —dijo la voz, desde las som­
bras. Era una voz que él no reconocía.
— ¿Quién eres?
— ¿Quién soy? ¡Pensé que eras
más listo! Te doy una pista: vengo
de las montañas —respondió la voz.
— ¡Duende maldito! ¡Sal de ahí y
déjate ver! — tronó el monstruo.
— ¡A mí pocos me han visto!
— contestó la voz.
Pablo empujó la puerta que había
quedado junta y un haz de luz ilumi­
nó el ambiente. La luz delató la pre­
sencia de un gato gordo y blanco. Él
no se daba cuenta de que el mons­
truo y Pablo lo estaban mirando.
— ¡Soy amigo de la noche y de la
bruma! —prosiguió el felino, con
tono siniestro.
En eso estallaron unas carcajadas
ruidosas.
— ¡Ja, ja, ja! ¡Ya párala, Beto!
— dijo Alfredo, el gato negro que
salía de atrás de una caja con man­
zanas.
— ¡Oye, ‘duende’, ya te descubrie­
ron! —añadió otro gato, feo como
él solo, que abandonó su escondite
entre unas pilas de heno.
El monstruo no atinó a decir nada.
Miraba de un lado a otro, confundi­
do. ¡Tres gatos! ¡Ninguno era Nico!
¡Y ni rastros del duende! ¿Qué clase
de broma era esta?
— ¿Dónde está Nico? —habló por
fin.
—Quién sabe. Se fue bien tem­
pranito — dijo Alfredo, mientras se
lamía una pata.
— Puedes llevarme a tu casa, de
remplazo. Sé que cocinas rico —se
burló el gato feo.
— ¿Se fue? ¿Cómo escapó del
duende? —preguntó el monstruo.
—Yo no me iría con este. ¡Es
demasiado bruto! — se rio Beto, el
gato blanco.
— ¡Cuida tus palabras, si no quie­
res terminar de alfombra! —respon­
dió. Su voz sonó tan fuerte que el
granero tembló.
Beto erizó el lomo y la cola, y sus
compañeros corrieron a ocultarse.
Por un instante, el monstruo le pare­
ció a Pablo más grande y más temible.
Luego se dio vuelta y avanzó hacia la
puerta. El niño notó una sombra de
pena y desánimo en sus ojos.
— Salgamos de aquí —dijo el
monstruo.
—Argón puede seguir buscando.
Encontraremos a Nico. ¿Qué crees
que ha pasado? —preguntó Pablo,
en la puerta.
— Supongo que lo sabes. Bueno,
lo imaginas — contestó el monstruo.
Pablo guardó silencio. No se atre­
vía a decir lo que pensaba.
— Mi gato se ha aliado con el
duende — dijo ya fuera del granero.
No pudo agregar nada, pues cin-
co campesinos le saltaron encima,
apartaron al niño y con un golpe de
pala derribaron al monstruo. 59
Nueve

I . os campesinos envolvieron al
monstruo con una red y le ataron
los pies y las manos. Luego, con gran
esfuerzo, lo subieron a una carreta
tirada por un caballo y se pusieron
en marcha. Lo llevarían a la ciudad
para entregarlo al gobernador.
La esposa de uno de los granjeros
tenía el encargo de cuidar al niño.
Pablo lloraba y la mujer no enten­
día por qué. Suponía que no se le
pasaba el susto de ser atrapado por
una criatura tan fea y peligrosa.
“Te voy a traer un vaso de leche”,
le dijo para consolarlo. Pero Pablo
no quería leche. Quería ir detrás
del monstruo para ayudarlo. Sí, eso
haría. Cuando la mujer fue a servir
la leche, el muchacho escapó de la
casa adonde lo habían llevado y si­
guió corriendo hasta el camino pol­
voriento en el que se perdían a lo
lejos el caballo y la carreta.
— ¡Deténganse! ¡El no me hizo
nada! —gritaba.
Parecía que los de la carreta no lo
escuchaban.
— ¡Oigan, suéltenlo! ¡Es amisto­
so! —gritó más fuerte.
El vehículo ya no se veía.
En la carreta, comenzaba a despertar
el monstruo que se había desmayado
por los golpes. Uno de los campesinos
guiaba el caballo. Los demás vigilaban
al prisionero mientras cantaban una
vieja canción del valle, orgullosos de
su hazaña.
A un kilómetro de allí, Pablo se
detuvo sin aliento. Ya estaban muy
lejos. De pronto, unos ladridos le hi­
cieron voltear: ¡era Argón! El niño
se sintió mejor al verlo. El perro la­
draba con fuerza.
— ¡Argón! ¡Qué bueno que estés
acá! — le dijo.
El perro seguía ladrando y apun­
taba con su cabeza a un costado del
camino.
— ¡Mira! ¡Mira! — le decía.
Entonces, Pablo vio un potro ata­
do a un tronco en una granja. El
niño decidió que lo tomaría presta­
do. Lo desató a toda prisa, lo montó
y se lanzó a perseguir la carreta. El
perro ladraba dándole ánimo.
El potro galopó veloz detrás del
monstruo y sus captores, pero ellos
le llevaban mucha ventaja.
—Alguien viene. ¿Quién será?
— preguntó el más robusto de
los agricultores que vigilaban al
monstruo.
Los campesinos achinaban los
ojos tratando de distinguir quién era
el jinete que se acercaba.
— Será un viajero — dijo uno.
— O un mensajero. Fíjate que ca­
balga a toda prisa — comentó otro.
—Tal vez el mensaje es para no­
sotros. Da la impresión de que nos
quiere alcanzar — opinó un tercero.
— ¿No es el niño? —preguntó el
primero que había hablado.
No tuvieron tiempo de confir­
marlo porque dando un relincho el
caballo frenó de golpe y se encabri­
tó. Algo había caído sobre la cabeza
del animal cuando pasaron bajo la
rama de un árbol y luego saltó a la
cabeza del cochero.
Pablo se acercaba tan rápido
como podía, pero aun así no logra­
ba comprender qué estaba ocurrien­
do en la carreta. La veía sacudirse;
parecía que los hombres saltaban,
peleaban contra algo, pero no podía
ser el monstruo, él todavía estaba
atado. Por ratos, daba la impresión
de que los agricultores intentaban
agarrar algo que se escabullía. Por
ratos, se los veía luchar por librarse
de alguna criatura que tenían enci­
ma y que saltaba de uno a otro, y les
clavaba los dientes o las uñas.
Cuando Pablo alcanzó por fin la
carreta, el monstruo ya había con­
seguido desatarse. Saltó fuera de la
carreta y rugió. Los hombres tam­
bién habían bajado y se quedaron
fríos de espanto. Tenían la cara y la
ropa llena de arañones, y se miraron
confundidos al ver al niño. Duda­
ban entre el impulso de escapar y la
idea de hacer un nuevo intento de
derribar al monstruo.
— El es bueno — les dijo Pablo,
que aun jadeaba por el esfuerzo.
El monstruo arrojó al piso los pe­
dazos de la red y de la cuerda que aun
llevaba encima y dio dos pasos ha­
cia uno de los agricultores. Los cinco
huyeron corriendo.
Pablo le dio un abrazo. El mons­
truo que ahora se reía de gusto le
desordenó el cabello cariñosamen­
te y, en eso, un gato rubio, de patas
blancas, apareció caminando entre
los amigos.
— ¡Nico, eres tú! ¡Tú me salvas­
te de esos hombres! — exclamó el
monstruo.
El gato se trepó de un brinco a una
roca que había a un lado del camino.
—Sí, soy yo, señor. Me había subi­
do a un árbol para observar el cami­
no. Entonces, vi acercarse la carreta.
Esos pelos morados los reconocería a
tres kilómetros de distancia — dijo.
— ¿Por qué me ayudaste si te fuis­
te con el duende?
—Yo no me fui con el duende. Lo
lamento, señor, pero no hay ningún
duende — contestó Nico.
— ¿De qué hablas? ¡Se desapare­
ció la comida!
—Yo me robé su comida. Después
escapé... Perdóneme, señor. Siem­
pre fui yo.
— ¿Qué? Al comienzo pensé que
estabas en peligro. Fui a buscarte
al pantano y al bosque. Creí que el
duende te había secuestrado.
— ¿Por qué se le ocurrió eso?
—preguntó el gato.
— Dicen que el duende de las
montañas se roba aquello que uno
quiere — le respondió.
El gato no supo qué decir. Se bajó
de la roca y se enroscó a los pies de
su amo. Entonces, el monstruo sol­
tó una risa larga, alegre y cristalina
como el sonido de un río que salta
entre las piedras. De pronto, sintió
deseos de una buena jarra de limo­
nada salada y de un plato de pesca­
do frito.
— ¿Escuchaste, Pablo? ¡Nunca
fue el duende! ¡Este gato loco se co­
mió mi comida! —dijo, volviéndose
al muchacho.
Pero nadie contestó. Donde estu­
vo el niño terminaba de esfumarse
una bruma verde.
Diez

t i l corazón del monstruo dio


un vuelco; el gato retrocedió. A m ­
bos se miraron confundidos. “ ¡Pa­
blo, Pablo!”, llamaron al niño. ¿A
dónde pudo haberse ido? Y esa bru­
m a... ¡La bruma verde! ¡Los dos la
habían visto!
Buscaron al niño por los alrede­
dores. La tarde avanzaba. Ninguno
se atrevía a mencionar al duende. El
monstruo sintió un escalofrío cuan­
do escuchó a Nico nombrarlo.
—El duende se lo llevó —dijo el
gato.
— Si esta es otra broma, me la vas
a pagar — contestó.
— ¿Usted encuentra otra explica­
ción? —preguntó Nico.
No, no la encontraba. El mons­
truo se quedó en silencio. Intentaba
convencerse de que no era cierto,
prefería pensar que era otro mal­
entendido, pero por dentro sabía la
verdad.
—Lo rescataremos — anunció al
fin, mientras cargaba a su gato.
El problema era que de nuevo no
sabía dónde buscar. El gato corrió a
treparse a un árbol para mirar desde
arriba.
— ¿Ves algo? —preguntó el mons­
truo nervioso.
Nada. De los campesinos ya no
había ni rastro. Tampoco del duen­
de. En eso vio un perro que se acer­
caba trotando: era Argón. El sabueso
corrió hacia ellos y se detuvo al pie
del árbol para ladrarle al gato. Había
reconocido su olor desde lejos y aho­
ra parecía que se iba a quedar sin voz
de tanto ladrarle.
— ¿Conoce a esta bolsa de pulgas?
— preguntó el gato a su amo.
— Es el perro de Pablo — contestó.
Al oír el nombre de su dueño, el
sabueso dejó de ladrar. Alzó la cabe­
za y miró alrededor.
— ¿Dónde está mi amo? —pre­
guntó.
Entonces, el monstruo le contó lo
que había pasado.
Al inicio, se imaginó que el perro
podría seguir el rastro de Pablo has­
ta encontrarlo. Ya había demostrado
su habilidad al guiarlo hacia donde
estuvo Nico. Pero, por más que ol­
fateaba, Argón no lograba detectar
el aroma de su dueño. Lo intentó un
buen rato. Parecía que sencillamen­
te había desaparecido toda señal de
él. El perro aulló y apoyó la cabeza
en el suelo.
Estaban en un callejón sin salida.
El duende secuestró al niño, pero no
dejó ninguna pista que pudieran se-
guir. No había forma de rastrearlo.
Ninguno de ellos tenía idea de dón-
de se ocultaba el duende.
—Ya sé dónde encontrarlos — dijo
de pronto el gato— : en la monta-
ña. ¿No lo llaman el duende de las
montañas?
El monstruo alzó la mirada y ob­
servó a lo lejos el pico oscuro de
Urgaír, la única montaña de aque­
lla región. Harían falta varios días
de camino para llegar hasta allá y ni
siquiera sabían si la corazonada de
Nico era correcta. Sin embargo, era
la única opción a la vista.
Decidieron ir los tres juntos.
El viaje demoró cuatro días y du­
rante ellos, comieron feo, durmie­
ron poco y soportaron el malhumor
del viento y del sol. Se alimenta­
ban de pequeños peces, de algu­
nas aves y de ratones silvestres que
Nico se encargó de cazar y capturar
en la etapa más suave del ascenso.
Argón fue quien lo pasó peor con
semejante menú, pero no se que­
jaba. Tampoco hablaban mucho:
guardaban sus energías para avan­
zar lo más rápido posible y después
para aguantar la subida.
En los tramos más empinados,
cuando el cansancio los vencía, el
monstruo ponía sobre sus hombros a
Nico o a Argón. De vez en cuando,
rezaban por Pablo. Se detenían a
explorar las pocas cuevas que descu­
brían y se preguntaban si volverían
a ver al niño. Subieron con dificul­
tad basta una de las cumbres con
la esperanza de que desde lo alto
pudieran divisar al duende o algo
que los llevara hasta él. Pero fue en
vano. Nada se movía en el paisaje,
solo el viento.
Bajaron con el corazón decep­
cionado y la garganta lastimada por
la sed. Todo era piedras, tierra y al­
gunas matas de hierbas sin gracia
ni color, desperdigadas por aquí y
por allá. En un territorio tan gran­
de como el que se extendía ante
ellos, Pablo podía estar en cualquier
parte. O en ninguna. Tal vez podía
estar al lado opuesto de la montaña.
Se acercaba la noche y había que
ubicar un lugar dónde descansar.
Eligieron una explanada en la que
la hierba crecía más tupida, más alta y
les podría servir de colchón. Cuando
ya estaba muy oscuro, el monstruo se
echó panza arriba, el gato se recostó
sobre su pecho y el perro se acurrucó
contra sus piernas. Así estarían más
calientes. El monstruo miraba las es­
trellas sin poder dormir.
— ¿Qué vamos a hacer cuando
encontremos al duende? ¿Cómo lo
venceremos? — le preguntó Nico.
—No lo sé — contestó el monstruo.
Siguió pensando en eso varias ho­
ras, pero quién sabe por qué, cuando
por fin se estaba quedando dormido,
recordó que había dejado las ollas y
las sartenes sin lavar en la cocina.
Once

i^ L m an eció temprano. El sol


quemaba. El monstruo abrió los ojos
y, por un instante, no supo dónde
estaba; no se acordó del niño ni del
duende. Pero la sed que ardía en su
lengua lo devolvió a la realidad. Se
levantó. El gato mordisqueaba el
pasto sin ganas. Argón jadeaba.
“No podremos seguir si no encom
tramos agua”, admitió el monstruo,
sudoroso. Sus amigos estuvieron de
acuerdo.
Las horas siguientes, el grupo se
dedicó a buscar dónde beber. Iba
bajando la cuesta lentamente, cada
vez más fatigado por el calor a medi-
da que se acercaba el mediodía. De­
cidió ir hacia donde aumentaran las
plantas: allí debía haber agua cerca,
pensaron.
Otra vez la barriga del monstruo
rugía de hambre y el gato volvió a
sentirse nervioso. Le parecía que su
amo lo miraba con el rabillo del ojo
y se imaginaba que estaba tramando
comérselo. “Quizás no me ha per­
donado del todo”, se dijo. Pero al
monstruo solo le preocupaba la sed.
La sed y la suerte de Pablo. Nico se
alejó, por las dudas. El monstruo
creyó que era a causa de su mal olor.
De pronto Argón paró en seco
y alzó las orejas, muy quieto. “ ¡Sí­
ganme!”, dijo y se echó a correr. El
monstruo salió disparado detrás de
él, agarró al gato al vuelo y lo llevó
cargado en un brazo para no demo­
rarse. Mientras corría, el monstruo
comenzó a escuchar lo que Argón
seguramente había oído: el sonido
fresco de una caída de agua.
Al fin los amigos se detuvieron al
pie de un barranco poco profundo.
El perro movía la cola. Al frente, a
pocos metros de distancia, el agua
de un arroyo saltaba en una estre­
cha cascada y corría hasta perder­
se al fondo, entre las rocas. Estaba
cerca, pero no parecía fácil llegar
hasta allí. Argón intentó avanzar,
pero retrocedió: la bajada era muy
empinada. El monstruo recorrió
con cuidado el borde del precipicio.
Buscaba un lugar donde la pendien­
te fuera más suave o donde las pie­
dras formaran una escalera natural,
para poder bajar. No lo encontró.
— Saltaremos —dijo al fin.
Nico y Argón lo miraron como si
se hubiera vuelto loco.
— Sé que los gatos caemos siem­
pre de pie, pero esto es exagerado
— dijo Nico.
— Soy un monstruo, no lo olvides.
No es tan alto para mí — respondió.
Y antes de que sus compañeros
pudieran reaccionar, los levantó en
brazos y se lanzó con ellos al vacío.
Un instante después, tocó tierra,
pero el resultado no fue el que espe-
raba. El suelo se hundió bajo su peso,
como si hubiera caído sobre una ma­
dera delgada o una hoja de papel.
En medio de un fuerte ruido y una
nube de polvo, los tres fueron a pa­
rar al interior de una húmeda gruta.
Se sentían adoloridos y asustados.
De no ser por eso, quizás les hubiera
gustado el sonido del agua que se fil­
traba desde la superficie y que corría
en un río subterráneo.
— ¡Diablos, amo! ¿Por qué hizo
eso? — se quejó Nico.
— Bueno, encontramos agua
—contestó el monstruo mientras se
levantaba.
Caminaron entre las piedras has­
ta el río, guiados por la poca luz que
ingresaba del techo. Bebieron largo
rato y a prisa, como si temieran que
el agua se acabara. El agua estaba
fría. Argón y el monstruo se me­
tieron un momento en la corriente
para refrescarse, mientras el gato los
observaba con horror. Aliviados del
calor y la sed, se quedaron en silen­
cio unos minutos hasta que una voz
arruinó su descanso.
— Por fin llegaste — se escuchó.
— ¿Quién es? ¿Pablo? ¿Quién es?
— insistió y se puso de pie de un sal­
to. El perro gruñía.
—Te estuve esperando. No creí
que demoraras tanto en venir por
tu amigo — dijo la voz, casi en un
susurro.
El monstruo entendió que esa voz,
que parecía acercarse, se dirigía a él.
— ¿Quién eres?
— ¿Quién soy? ¡Dejémonos de
juegos! —respondió el desconocido,
aún oculto entre las sombras antes
de dar dos palmadas.
Una fila de antorchas que no ha­
bían visto se encendió de pronto.
La inmensa caverna se iluminó, y
ante los ojos de los tres amigos apa-
recieron cofres y estantes en los
que se apiñaban objetos de lo más
diversos: adornos de casa, joyas, re­
tratos de familia, juguetes viejos, li­
bros con las páginas gastadas por el
tiempo y la tristeza. Una enorme e
inquietante colección.
— Por supuesto, esto es lo que
no me he podido comer — dijo el
duende.
Doce

E l fuego de las antorchas dejó


ver una figura delgada, un hombre-
cilio de piel amarillenta y una falsa
sonrisa amistosa. A un lado, dentro
de una jaula, un niño dormía: era
Pablo.
Argón se puso a ladrar con cólera
y desesperación, pero el niño siguió
durmiendo. Respiraba suavemente,
sin sobresaltos, como si estuviera en
otra parte, a salvo de cualquier peli­
gro. Mas no lo estaba: el duende lo
tenía enjaulado y detrás de los ba­
rrotes se le veía pálido y muy del­
gado. En pocos días, Pablo había
perdido mucho peso.
El perro se abalanzó contra el
84 duende. Saltó para morderlo, pero
no logró alcanzarlo: quedó suspen­
dido en el aire y, a una orden del
duende, una fuerza lo lanzó al otro
lado de la cueva.
—Muy bien, muy bien. ¡Me estoy
divirtiendo! ¿Quién más quiere ju­
gar conmigo? —preguntó el duende
de las montañas.
— ¡Suelta al niño! — exigió el
monstruo.
— ¿O qué? ¿Qué me vas a hacer?
El monstruo avanzó hasta que­
dar a dos pasos del duende, que se
veía muy pequeño en comparación
con él. Sin embargo, su tamaño no
lo engañaba: podía hacerle daño a
Pablo con facilidad. Tenía ganas de
golpearlo, pero se contuvo.
— ¿Qué es lo que quieres? — le
preguntó.
— Seguro piensa comerse al niño
— lo interrumpió Nico, el gato.
— ¿Comerme al niño? ¿Quién crees
que soy? ¿La bruja de Hansel y Gretel?
Está muy flaco, ¿no te parece? Es solo
que no me pude resistir a la oportuni­
dad de llevarme al hijo de una prince­
sa. Ya sabes, si algo me interesa, tengo
que tenerlo — dijo el duende.
— ¿El hijo de una princesa? ¡Estás
equivocado! — contestó el mons­
truo— . Los padres de Pablo son
granjeros.
— ¡Uy! Creo que alguien te ha
mentido —rio el duende.
El monstruo alzó la vista y miró
al niño que dormía tras las rejas.
Resultaba difícil de creer que ese
chico tan frágil, tendido en aquella
caverna sombría, pudiera tener san­
gre real. Lo vio muy solo y vaya que
él sabía mejor que nadie lo que era
sentirse así.
—Déjalo ir. Deja ir a todos. Mé­
teme a mí en la jaula si quieres. Yo
tomaré su lugar — dijo.
— ¡Un trato muy interesante!
— aplaudió el duende— . ¡Un mons-
truo para mi colección! ¡Y no cual­
quiera, sin duda!
El monstruo dudó un instante.
— ¿Qué quieres decir con eso?
—preguntó. Pero no hubo tiempo
para la respuesta.
¡Crash! Se oyó una jarra de por­
celana romperse. Y otra más, y otra.
Toda una fila de jarrones y adornos
de porcelana que el duende había
acomodado en lo alto de un estante
se vino abajo. Detrás cayeron retra­
tos, figuras de bronce, libros, copas
de cristal. Nico corría a prisa sobre
los muebles del duende, empujando
las cosas. Al inicio el duende no lo
vio. Los adornos saltaban en peda­
zos; los libros mohosos perdían ho­
jas al golpear el suelo. El ruido fue
tan fuerte que el niño se despertó.
— ¡Mis cosas! —rabió el duende.
Antes de que él pudiera lanzar
algún conjuro, el gato se escabulló
y, un momento después, los objetos
caían al piso en otro sector de la cue­
va. El perro, que había venido desde
el fondo en medio de la confusión,
orinó sobre un cofre de madera.
— ¡Estúpidos, estúpidos! —gritó el
duende. Quiso correr adonde estaba
el gato para matarlo con sus propias
manos, pero se resbaló en otro char­
co de pis que había dejado el perro.
El duende cayó de espaldas contra
unas piedras. Una estatua de mármol
que pateó al caer se le vino encima.
El monstruo aprovechó la dis­
tracción para acercarse a la jaula del
niño; y con un fuerte tirón arrancó
la reja. Cargó a Pablo con un brazo
y huyó seguido de sus compañeros.
— ¡Vamos, de prisa! —ordenó el
monstruo.
Trece

pv_>orrieron tan rápido como pu­


dieron. Oyeron el sonido del agua
delante de ellos y de pronto creyeron
escuchar, detrás, los pasos del duende
de las montañas. El eco de un par de
palmadas les heló la sangre. Las an­
torchas se apagaron y la cueva volvió
a la oscuridad. Su primera reacción
fue detenerse, pero siguieron avan­
zando a tientas hacia la luz que in­
gresaba del hoyo del techo.
—Tengo miedo — susurró Pablo
ya del todo despierto.
— Estarás bien — contestó el
monstruo. Pero tropezó con una
roca y cayó al piso.
—No me gusta que mis invitados
se vayan sin despedirse —dijo el
duende, que apareció de pie delan­
te de él. A su alrededor flotaba una
bruma verde luminosa.
El monstruo lo miraba desde el
suelo y allí, jadeando, asustado, vio
cómo Pablo y Nico se elevaron has­
ta quedar flotando en el aire. Ellos
se agitaban como tratando de libe­
rarse de unas cuerdas invisibles que
los apretaban.
¿Y Argón? No se lo veía por nin­
guna parte. Oculto entre las som­
bras, el perro siguió corriendo.
Buscaba otra salida con la ayuda de
su olfato. Y la encontró. “Iré a pedir
ayuda”, se dijo.
Y sí que la necesitaban. La magia
del duende arrastró a Nico, a Pablo
y al monstruo a lo más profundo de
la cueva, a una amplia galería en la
que no habían estado antes. El duen­
de encendió las antorchas. A la vis­
ta de todos, aparecieron cofres que
no se podían cerrar de tan llenos
que estaban. También en aquel lugar
había cajas, mesas y estantes que se
alzaban hasta el techo. Los muebles
estaban atiborrados de objetos que a
lo largo de los años habían ido des­
apareciendo de las casas del valle y
de los lugares más remotos del reino,
incluso del castillo. La colección del
duende brillaba a la luz del fuego.
Pero lo que más atrajo su atención
fue el calabozo instalado al fondo de
la caverna, una celda húmeda y mal­
oliente donde los encerró el duende.
— ¡Ha sido una verdadera ganga!
Me he llevado dos por el precio de
uno —el duende se rio y se dirigió
al monstruo— : Los vi bajar al valle,
y no podía creer mi buena suerte.
¡Allí estaban juntos: el principito, a
quien recordaba de mis incursiones
al palacio, y el gran monstruo mora­
do, el hijo de Remo, el más famoso
caballero de este reino.
Nico y Pablo lo miraron descon-
certados.
— ¿Creen que saben qué es sen­
tirse solos, pasar casi todo el tiempo
lejos de los demás? Hubo una épo­
ca en que los duendes de las mon­
tañas éramos muchos. Cuentan que
organizábamos fiestas ruidosas para
celebrar nuestros robos. Cuando yo
crecí, ya no quedábamos tantos. Los
caballeros nos perseguían. Yo era el
último que quedaba en el país. A n­
tes de que Remo me encontrara, le
lancé una maldición y lo convertí a
él y a toda su familia en monstruos.
Ahora ustedes me harán compañía.
Catorce

E d duende se fue a buscar a


Argón y, en la jaula, todos se queda-
ron en silencio, con la vista clavada
en el vacío.
—Entonces, eres un príncipe
—dijo el monstruo al fin.
—Infante real — corrigió Pablo
de mala gana. Después de un mo­
mento agregó— : Salí del palacio en
secreto. Mi mamá no entiende que
no estoy hecho para andar entre
cuatro paredes. Y tú, ¿en verdad eres
hijo de un caballero?
—No lo sé. Nunca oí nada de esto.
El monstruo recogió una piedre-
cita que había en la celda y la arrojó
afuera.
—Nunca conocí a nadie como
nosotros. Mis padres jamás hablaban
sobre nuestro origen. Cuando les
preguntaba, no me respondían. A
veces, me parecía que sencillamente
no lograban recordar el pasado.
—Ahora solo importa el presente
— intervino Nico— . Ese duende se
ha ido, y hay que buscar la manera
de salir de aquí.
El monstruo pateó la puerta con
toda su fuerza, pero no se abrió. Qui­
so doblar los barrotes, pero el espa­
cio entre ellos era tan estrecho que
no conseguía meter las manos para
sujetarlos. El monstruo se arrojó una
y otra vez contra la puerta sin otro
resultado que hacer temblar la jaula.
—Nico, ¿no pasarás tú entre los
barrotes? —preguntó Pablo.
El gato decidió hacer el intento.
Trató de escabullirse por ahí, pero ni
siquiera él pasaba. Sin embargo, siguió
tratando. Probó con una pata, después
con otra, metió su cabeza con mucho
cuidado. Parecía que se iba a quedar
atascado, pero no se dio por vencido.
Empujó, se encogió, se estiró como si
fuera de hule. Aguantó el dolor en si­
lencio, y al cabo de unos minutos, ya
estaba del otro lado de la reja.
Ni el gato mismo se lo podía
creer. Ronroneando de orgullo, se
lanzó a buscar la llave del calabozo.
Se trepó a las mesas, abrió los cofres,
se subió de un salto a los estantes,
husmeó en los jarrones. En ninguna
parte, encontraba la bendita llave.
—Nico no se rinde. Yo tampoco
lo haré —dijo el monstruo.
Entre los barrotes apenas cabían
sus dedos musculosos. Los metió con
esfuerzo, se aferró firmemente del
hierro y jaló. Tiraba tan fuerte de la
reja que ahora toda la caverna pare­
cía estremecerse.
Mientras tanto, Argón, que había
logrado salir de la cueva, bajaba la
ladera corriendo. Se dirigía hacia el
castillo donde seguramente podría
encontrar ayuda, pero que aún no
alcanzaba a divisar. La ruta era larga.
Argón tenía la esperanza de hallar
en el camino a alguien que pudiera
rescatar a su dueño. Y así ocurrió:
una patrulla de guardias reales ca­
balgaba por un sendero cercano, le­
vantando una nube de polvo.
— ¿No es Argón, el perro de su al­
teza? —preguntó un soldado.
— ¡Sí lo es! —respondió el capitán.
El perro corrió a su encuentro sin
dejar de ladrar.
Pablo le había mentido al mons­
truo al conocerlo, pero en algo sí
había dicho la verdad: le gustaba
salir a acampar. Su padre solía lle­
varlo de campamento a los bosques,
pero desde que él murió, su madre se
negaba a que abandonara los límites
del castillo. Los soldados llevaban
una semana buscándolo.
El perro contó a los guardias lo
que había sucedido. Les habló del
monstruo y del gato, y sobre todo,
les contó del duende de las monta­
ñas. Los soldados ya habían escu­
chado del monstruo; habían oído el
rumor acerca de uno que había sido
visto con un niño. Del duende, co­
nocían las historias que repetían los
más viejos caballeros del reino.
Quince

] E n la cueva, el monstruo seguía


tratando de romper los barrotes.
Probó de varias maneras posibles,
pero todo resultaba en vano. Se dejó
caer en el suelo, agotado.
—-No puedo sacarte de acá, Pablo.
Solo soy un tonto e inútil — dijo.
Pablo puso su mano sobre los lo­
mos peludos de su amigo.
—Eres un monstruo, sí, pero uno
generoso y valiente. Generoso y va­
liente como un caballero.
Su amigo sonrió con tristeza. En
eso, recordó a los caballeros que
desfilaron años atrás en el valle; en
una fracción de segundo volvió a
ver sus armaduras, sus estandartes,
la gallardía con la que marchaban.
Y de algún rincón de su mente,
surgió de improviso la imagen de
su padre. Sabía que era su padre,
Remo; tenía el mismo gesto hosco
y los mismos ojos grises. Sin embar-
go, en este recuerdo remoto, lucía
diferente a como lo había visto al
crecer. Era un hombre. Y llevaba la
armadura y aquellos emblemas que
admiró en los caballeros del reino.
Tengo que salvar al príncipe, pensó
el monstruo, y decidió intentar algo
distinto: con sus puños cerrados
golpeó el suelo de piedra al pie de
la reja. Lo golpeó con tanta violen­
cia que el piso comenzó a resque­
brajarse. Pablo se protegía el rosto
mientras volaban por los aires tro­
zos de roca. El monstruo removió
los escombros y continuó rompien-
do el suelo y cavando, hasta que
hubo espacio suficiente para que el
niño pasara por debajo de la reja.
Pablo estaba libre. Ahora faltaba
él. Como había quebrado la base
en la que se asentaba la reja, bastó En
una patada bien dada para abrirla.
Las carcajadas del monstruo retum­
baron en la cueva.
— ¡Hey, señores! — dijo entones
el gato— . Adivinen lo que acabo de
encontrar. ¡La llave de la celda!
— ¿En serio? — preguntó el mons­
truo, dejando caer sus brazos a am­
bos lados.
—No, mentira — el gato se rio— .
Parece ser un cuaderno del duende.
Vengan a verlo.
En el cuaderno de hojas amari­
llentas, el duende había hecho las
más diversas anotaciones: los obje­
tos que robaba, los que deseaba te­
ner, ideas para sus planes, cosas que
había descubierto y que deseaba re­
cordar. Pablo leyó en voz alta que
la baba de salamandra y el néctar
de la flor de la ortiga debilitaban
los poderes del duende. “Lo mismo
me pasa cuando huelo pelo cha-
muscado de niño”, continuó leyen­
do. Todos lo quedaron mirando.
Unos minutos más tarde, el duen­
de se apareció allí mismo, y no vio
a nadie. No había logrado atrapar al
perro, y ahora encontraba la estancia
hecha un revoltijo: los cofres abier­
tos, las cajas revueltas, la celda vacía.
El duende chilló lleno de furia y co­
rrió hacia otra galería de la cueva.
Cuando entró, vio al monstruo de
pie con una vieja manta atada a la
cintura como si fuera un delantal y
una de las antorchas en la mano.
— ¡A que no sabes qué voy a coci­
nar hoy! — le dijo.
Y, antes de que el duende pudiera
evitarlo, tomó varios cabellos que
Pablo le había donado y les prendió
fuego. El olor a chamuscado se ex­
pandió rápidamente.
El duende intentó correr, pero
Pablo, que estaba oculto detrás de
unas rocas, lo tiró al suelo con una
zancadilla. El monstruo metió al
duende, inconsciente, en un gran
jarrón de porcelana. Con el jarrón
en brazos, caminó hacia la salida.
Detrás iban Pablo y Nico, quienes Ti
marchaban, agotados, satisfechos y
ansiosos como soldados que han ga­
nado una guerra.
La luz que entraba desde el exte­
rior se hacía cada vez más intensa.
El sonido del riachuelo se oía con
claridad. El monstruo se cubrió los
ojos, lastimados por la luz, mientras
su barriga rugía de hambre. Enton­
ces, entonó una canción que le en­
señó su mamá, cuando era niño:

La cazuela humea en el fogón.


Ya saltan las chispas de los leños.
Recuéstate en tu feo sillón.
Anímate que ya pasa el invierno.

De pronto, la tapa del jarrón sa­


lió volando en medio de una bruma
verde. Nico y Pablo salieron dispa-
rados hacia atrás. El duende de las
montañas sacó medio cuerpo fuera
del jarrón.
— ¿Creyeron que sería tan fácil?
Ya verán lo que yo... — dijo y no
104 pudo agregar más, porque una fle­
cha lanzada hacia su pecho le impi­
dió seguir.
Argón había llegado con los sol­
dados del reino. El capitán de la
guardia se enorgulleció de su buena
puntería.
Dieciséis

Í 3 í a s después, en una están'


cia de piedra decorada con tapices
bordados, el monstruo revolvía una
jarra de limonada.
— Si quieres que la limonada esté
a tu gusto, tú mismo debes echarle
la sal, ¿verdad, Nico?
El monstruo le daba vueltas al
cucharón con tanta energía que la
bebida salpicaba: un poco chorreó
en el piso y otro en el cogote del
gato. El felino sacudió la cabeza,
con mal humor y se levantó. Lúe-
go del suculento almuerzo que les
había invitado la princesa, había
agarrado sueño sobre una vitrina.
Pocas cosas molestan más que te
106 despierten con un chorro de limo-
nada en la nuca.
— ¿Me veo bien, Nico? —le pre­
guntó, sin darse cuenta del accidente.
— ¿Se vale mentir? — masculló el
gato.
El monstruo se miró en un espe­
jo de la estancia: tenía las mismas
orejas de murciélago de siempre y
las mismas cerdas moradas, pero su
cuerpo estaba revestido con una ar­
madura brillante y llevaba sobre los
hombros una capa escarlata.
Se escucharon los pasos de al­
guien que venía corriendo por el
pasillo. Se abrió la puerta: era Pa­
blo, el infante real. Nunca lo ha­
bían visto tan elegante, ni siquiera
en esa semana en el castillo. De­
trás de él, entró un caballero con
espada al cinto a quien la princesa,
personalmente le había encargado
proteger a su hijo.
— ¿Estás listo? —preguntó Pablo.
El monstruo asintió.
— El hijo del legendario Remo
— observó el caballero— . Tan leal y 107
valeroso como su padre.
Las orejas del monstruo se enro­
jecieron.
— Pocos lo saben, pero me llamo
Diego — informó.
—Muy bien, don Diego. La prin­
cesa está muy agradecida contigo
y ya nos espera para la ceremonia
—dijo el caballero y comenzó a an­
dar mientras añadía— : Será un ho­
nor que sirvas en nuestra orden.
El monstruo tomó a toda prisa un
vaso de su limonada. El gato rubio
y de patas blancas se desperezó. Y
juntos marcharon al encuentro de
su majestad.
lio Don Diego, como llamaron al
monstruo desde entonces, llegó a ser
más famoso que su padre. Protegió
a la familia real, fue valiente en las
batallas y llenó los campamentos
de su orden con el aroma de las
más extrañas comidas. De vez en
cuando, visitaba su antigua casa de
piedra y pasaba horas sumergido
en la lectura de sus libros. Nico, el
gato, pocas veces lo acompañaba.
Se acostumbró a echarse a dormir
en el trono destinado para Pablo.

FIN

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