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Bogotá, Buenos Aires, Guatemala, Lima,
México, San Juan, Santiago de Chile.
El monstruo que soñaba con ser caballero
ISBN: 978-612-02-1180-9
Hecho el Depósito Legal
en la Biblioteca Nacional del Perú, N ° 2018-08350
Registro del Proyecto Editorial: 31501401800572
Uno 11
Dos 19
Tres 27
Cuatro 31
Cinco 37
Seis 41
Siete 47
Ocho 53
Nueve 61
Diez 69
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
U no
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El monstruo cerró el libro y se secó
el sudor. Recordó su primer encuen-
tro con el duende de las montañas.
Era un recuerdo viejo pero nítido...
Tenía siete años. Su mamá le
había regalado una caja de choco'
lates sazonados con ajo. El la guan
dó en un pequeño cofre de madera.
Se le hacía agua la boca al pensar
en comer los chocolates. Aun así,
saboreó dos y guardó el resto para
otro momento. Tres días después,
sintió tanto antojo que corrió a su
cuarto y abrió el cofre. Entonces, se
puso a llorar: las golosinas habían
desaparecido. Su hermano mayor
fue quien le habló del duende. “El
duende se robó los chocolates”, le
dijo. “Yo vi salir de tu cuarto una
neblina verde justo antes de que tú
entraras”, le aseguró.
Las noches siguientes al robo, le
costó dormir. Tenía pesadillas. A
pesar de eso, montó guardia fuera
de su cuarto una mañana y pasó la
semana, muy atento, tratando de
atrapar al duende. Nunca lo logró.
Aunque mantuvo bien abiertos los
ojos, en esos días se le desaparea
cieron un pastel de aceitunas, un
sándwich de atún y su nueva colec
ción de canicas. Eso fue lo que más
le dolió. El monstruo no tuvo dudas
de la culpa del duende de las mon
tañas: en cada ocasión, su hermano
alcanzó a ver la bruma verde.
Ya de adulto, en la fría bibliote
ca, hubiera deseado que su herma
no estuviera cerca para contarle lo
que estaba pasando. El sí sabía mu
cho sobre el duende de las monta
ñas. Pero hacía tiempo que no veía
a su familia, una familia de mons
truos, la única que él conocía.
Recordó a su madre, quien le en
señó a cocinar. Cuando él volvía
de cazar con su padre cargando un
jabalí entero sobre sus hombros,
ella lo esperaba para convertir la
carne sanguinolenta en un sucu
lento guiso.
atrapar al duende. Nunca lo logró.
Aunque mantuvo bien abiertos los
ojos, en esos días se le desaparea
cieron un pastel de aceitunas, un
sándwich de atún y su nueva colec
ción de canicas. Eso fue lo que más
le dolió. El monstruo no tuvo dudas
de la culpa del duende de las mon
tañas: en cada ocasión, su hermano
alcanzó a ver la bruma verde.
Ya de adulto, en la fría bibliote
ca, hubiera deseado que su herma
no estuviera cerca para contarle lo
que estaba pasando. El sí sabía mu
cho sobre el duende de las monta
ñas. Pero hacía tiempo que no veía
a su familia, una familia de mons
truos, la única que él conocía.
Recordó a su madre, quien le en
señó a cocinar. Cuando él volvía
de cazar con su padre cargando un
jabalí entero sobre sus hombros,
ella lo esperaba para convertir la
carne sanguinolenta en un sucu
lento guiso.
Recordó a su padre, siempre tan
serio y huraño. El viejo se impacien
taba cuando él se reía y sus risotadas
espantaban a las aves. Recordó la
casa en la que creció en medio del
bosque, apartado de los hombres, una
casa donde nunca se hablaba de por
qué eran tan diferentes a los demás.
Entonces, volvió a pensar en los
chocolates, en el pastel, en el empa
redado, en las canicas y en la bruma
verde, y el monstruo volvió a sentir
la tristeza y el enojo de los siete años.
Se imaginó al duende, una sensa
ción fría le recorrió la espalda y le
erizó los pelos de su nuca. En la pa
red se vio la sombra cuando golpeó
la mesa con el puño. “No volverá a
salirse con la suya”, se dijo.
Cuando amaneció y Nico bajó
las escaleras hacia el primer piso,
encontró que su amo estaba parado
detrás de la puerta principal de la
casa. Estaba serio y muy quieto. Lle
vaba un casco sobre su cabeza y en
la mano, un leño grande y largo que
debió haber cogido de la chimenea.
Tenía cara de no haber pegado los
ojos en toda la noche.
— Hola, Nico — lo saludó, con un
bostezo— . Espero que hayas dormi
do bien.
—Yo sí, pero usted... se ve fatal.
Disculpe la confianza...
El gato lo examinó con sus gran
des ojos verdes tratando de com
prender qué sucedía.
—Es que monté guardia esta no
che — le explicó.
— ¿Montó guardia? ¿Por qué?
—preguntó el gato.
El monstruo lo miró con cierta
pena.
— Primero se desapareció el pes
cado, luego el jamón... No quiero
que se pierda nada más.
— Sí, sí, es raro, es raro. Pero tam
poco exagere.
— ¿Qué no exagere? ¡Se trata del
duende de las montañas! — gritó el
monstruo.
El eco repitió su grito.
Tres
I . os campesinos envolvieron al
monstruo con una red y le ataron
los pies y las manos. Luego, con gran
esfuerzo, lo subieron a una carreta
tirada por un caballo y se pusieron
en marcha. Lo llevarían a la ciudad
para entregarlo al gobernador.
La esposa de uno de los granjeros
tenía el encargo de cuidar al niño.
Pablo lloraba y la mujer no enten
día por qué. Suponía que no se le
pasaba el susto de ser atrapado por
una criatura tan fea y peligrosa.
“Te voy a traer un vaso de leche”,
le dijo para consolarlo. Pero Pablo
no quería leche. Quería ir detrás
del monstruo para ayudarlo. Sí, eso
haría. Cuando la mujer fue a servir
la leche, el muchacho escapó de la
casa adonde lo habían llevado y si
guió corriendo hasta el camino pol
voriento en el que se perdían a lo
lejos el caballo y la carreta.
— ¡Deténganse! ¡El no me hizo
nada! —gritaba.
Parecía que los de la carreta no lo
escuchaban.
— ¡Oigan, suéltenlo! ¡Es amisto
so! —gritó más fuerte.
El vehículo ya no se veía.
En la carreta, comenzaba a despertar
el monstruo que se había desmayado
por los golpes. Uno de los campesinos
guiaba el caballo. Los demás vigilaban
al prisionero mientras cantaban una
vieja canción del valle, orgullosos de
su hazaña.
A un kilómetro de allí, Pablo se
detuvo sin aliento. Ya estaban muy
lejos. De pronto, unos ladridos le hi
cieron voltear: ¡era Argón! El niño
se sintió mejor al verlo. El perro la
draba con fuerza.
— ¡Argón! ¡Qué bueno que estés
acá! — le dijo.
El perro seguía ladrando y apun
taba con su cabeza a un costado del
camino.
— ¡Mira! ¡Mira! — le decía.
Entonces, Pablo vio un potro ata
do a un tronco en una granja. El
niño decidió que lo tomaría presta
do. Lo desató a toda prisa, lo montó
y se lanzó a perseguir la carreta. El
perro ladraba dándole ánimo.
El potro galopó veloz detrás del
monstruo y sus captores, pero ellos
le llevaban mucha ventaja.
—Alguien viene. ¿Quién será?
— preguntó el más robusto de
los agricultores que vigilaban al
monstruo.
Los campesinos achinaban los
ojos tratando de distinguir quién era
el jinete que se acercaba.
— Será un viajero — dijo uno.
— O un mensajero. Fíjate que ca
balga a toda prisa — comentó otro.
—Tal vez el mensaje es para no
sotros. Da la impresión de que nos
quiere alcanzar — opinó un tercero.
— ¿No es el niño? —preguntó el
primero que había hablado.
No tuvieron tiempo de confir
marlo porque dando un relincho el
caballo frenó de golpe y se encabri
tó. Algo había caído sobre la cabeza
del animal cuando pasaron bajo la
rama de un árbol y luego saltó a la
cabeza del cochero.
Pablo se acercaba tan rápido
como podía, pero aun así no logra
ba comprender qué estaba ocurrien
do en la carreta. La veía sacudirse;
parecía que los hombres saltaban,
peleaban contra algo, pero no podía
ser el monstruo, él todavía estaba
atado. Por ratos, daba la impresión
de que los agricultores intentaban
agarrar algo que se escabullía. Por
ratos, se los veía luchar por librarse
de alguna criatura que tenían enci
ma y que saltaba de uno a otro, y les
clavaba los dientes o las uñas.
Cuando Pablo alcanzó por fin la
carreta, el monstruo ya había con
seguido desatarse. Saltó fuera de la
carreta y rugió. Los hombres tam
bién habían bajado y se quedaron
fríos de espanto. Tenían la cara y la
ropa llena de arañones, y se miraron
confundidos al ver al niño. Duda
ban entre el impulso de escapar y la
idea de hacer un nuevo intento de
derribar al monstruo.
— El es bueno — les dijo Pablo,
que aun jadeaba por el esfuerzo.
El monstruo arrojó al piso los pe
dazos de la red y de la cuerda que aun
llevaba encima y dio dos pasos ha
cia uno de los agricultores. Los cinco
huyeron corriendo.
Pablo le dio un abrazo. El mons
truo que ahora se reía de gusto le
desordenó el cabello cariñosamen
te y, en eso, un gato rubio, de patas
blancas, apareció caminando entre
los amigos.
— ¡Nico, eres tú! ¡Tú me salvas
te de esos hombres! — exclamó el
monstruo.
El gato se trepó de un brinco a una
roca que había a un lado del camino.
—Sí, soy yo, señor. Me había subi
do a un árbol para observar el cami
no. Entonces, vi acercarse la carreta.
Esos pelos morados los reconocería a
tres kilómetros de distancia — dijo.
— ¿Por qué me ayudaste si te fuis
te con el duende?
—Yo no me fui con el duende. Lo
lamento, señor, pero no hay ningún
duende — contestó Nico.
— ¿De qué hablas? ¡Se desapare
ció la comida!
—Yo me robé su comida. Después
escapé... Perdóneme, señor. Siem
pre fui yo.
— ¿Qué? Al comienzo pensé que
estabas en peligro. Fui a buscarte
al pantano y al bosque. Creí que el
duende te había secuestrado.
— ¿Por qué se le ocurrió eso?
—preguntó el gato.
— Dicen que el duende de las
montañas se roba aquello que uno
quiere — le respondió.
El gato no supo qué decir. Se bajó
de la roca y se enroscó a los pies de
su amo. Entonces, el monstruo sol
tó una risa larga, alegre y cristalina
como el sonido de un río que salta
entre las piedras. De pronto, sintió
deseos de una buena jarra de limo
nada salada y de un plato de pesca
do frito.
— ¿Escuchaste, Pablo? ¡Nunca
fue el duende! ¡Este gato loco se co
mió mi comida! —dijo, volviéndose
al muchacho.
Pero nadie contestó. Donde estu
vo el niño terminaba de esfumarse
una bruma verde.
Diez
FIN