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EL PASTORCITO MENTIROSO

Un día, un pastor que cuidaba su rebaño en los prados pensó:

- ¡Qué aburrimiento! Estoy cansado de vigilar el rebaño yo solo desde la mañana hasta la
noche.

¡Ojalá ocurriese algo divertido!

Entonces se le ocurrió una idea y corrió al pueblo dejando al rebaño solo.

- ¡Socorro! ¡Los lobos están atacando mi rebaño! -gritó.

Los habitantes del pueblo, al oír los gritos del pastor, se reunieron a su alrededor armados con
hoces, azadas y palas.

- ¿Dónde están los lobos? ¿Te han herido? -preguntaron los aldeanos.

El pastor les contó la verdad con una sonrisa: -Me aburría tanto que me lo he inventado todo.
Ha sido divertido ver vuestra reacción.

Los aldeanos muy enfadados, regresaron a su trabajo.

Al día siguiente, el pastor volvió a gritar:

- ¡Socorro! ¡Los lobos están atacando! ¡Esta vez es verdad!

Los aldeanos volvieron a acudir a la llamada con sus hoces, hachas, y demás aperos, pero el
pastor les había mentido de nuevo.

Esta vez, los aldeanos se enfadaron más aún con él, y volvieron a su trabajo.

Cuando el pastor regresó a los prados, se encontró con que los lobos estaban atacando de
verdad su rebaño. Los hambrientos animales comenzaron a comerse a las ovejas una por una.
El sorprendido pastor, corrió hacia el pueblo tan deprisa como pudo:

- ¡Socorro! ¡Los lobos están atacando a mi rebaño! ¡Por favor, ayudadme! -imploró pidiendo la
ayuda de los aldeanos uno por uno.

Pero los aldeanos respondieron entre risas.

- ¡Cada vez eres mejor actor! ¡Estamos demasiado ocupados para perder el tiempo con tu
actuación!

- ¡Oh, no! ¡Esta vez es verdad! Por favor, ayudadme a echar a los lobos -suplicó.

Nadie le hizo el menor caso. Los lobos se comieron a todas las ovejas y el pastor se quedó sin
nada.

Moraleja: Si siempre dices mentiras, los demás no confiaran en tí.


El hacha de oro
Érase que se era un pobre leñador que tenía mujer y
cinco hijos pelones, o sea, que el mayor no levantaba
cuatro palmos del suelo, y que no tenían edad más que
de comer y de ir a la escuela. Para comer siempre
estaban dispuestos, y parecían crías de gorrión, con la
boca abierta las veinticuatro horas del día. Para ir a la
escuela no tanto, pues habéis de saber que en aquella
época no se pasaba bien en el cole. Algunos maestros
tenían malas pulgas y usaban la regla para medir algún
trasero, y ponían orejas de burro a los que no se sabían
la tabla.

Para sacar adelante aquel nido de tragones, nuestro pobre leñador no tenía más medios que
sus dos brazos y un hacha. Y ésta, de vieja que era y de tanto usarla, andaba pidiendo la
jubilación, o sea, que necesitaba descansar. Pues bien, salió nuestro hombre muy tempranito
para el campo, como todos los días. Tocaba aquella jornada talar unos cuantos chopos que
había junto a un río.

Y en esas estaba, dale que te pego, corto por aquí, corto por allá, cuando de pronto el hacha se
quiso despedir de este mundo. Se escapó el hierro de su mango, como alma del cuerpo, y fue a
parar al medio del río, donde más hondo estaba. El leñador no pudo ni reaccionar, pues
hubiera hecho falta un buzo para recuperar el hacha, y él no sabía ni nadar.

—¡Qué desgraciado soy!—se puso a clamar, junto al río—. ¿Con qué voy a mantener ahora a
mi familia?

Diciendo estas palabras, apareció de repente un viejecito con barbas.

—¿Qué te pasa, hombre? ¿Por qué te quejas de ese modo?

—¿Qué por qué me quejo? Lo único que tenía en este mundo, mi hacha, ha salido volando y
no me ha dejado más que este viejo palo. A ver con qué me gano ahora la vida…

—No te preocupes, buen hombre, que ahora mismo te voy a buscar yo el hacha.

El leñador iba a decirle: “¿Usted?”, pero, visto y no visto, el viejecito desapareció, y al instante
reapareció detrás de él.

—¿Es esta tu hacha?—le preguntó.

El leñador no podía creerse lo que estaba viendo: era ni más ni menos que un hacha de oro; un
hacha nuevecita, brillante y relampagueante. Al leñador no le salía la voz del cuerpo, pero al
fin pudo decir.
—¡Qué más quisiera yo! ¡Si la mía era un hacha de hierro gastado y con más años que
Matusalén!

—Bueno, pero no me negarás que la cambiarías por


ésta—dijo el viejecito—. Que aunque no te sirva para
cortar leña, tus buenos dineros te darán por ella.

—Hombre, eso ni se pregunta.

—Pues no se hable más. Tuya es, y bien que te la has


ganado, por honrado que eres.

—¡Muchísimas gracias, señor!—. Le hubiera gustado


preguntarle quién era, pero el viejecito desapareció
como había llegado, dejando una nubecilla de polvo.

Volvió el leñador al pueblo más contento que unas


castañuelas, con su hacha de oro al hombro, y empezó a salir todo el mundo de sus casas para
ver aquella maravilla.

—¡Eh, que el leñador trae un hacha de oro!—se avisaban unos a otros.

—¿Cómo dices? Será de oro del que cagó el moro—decían para burlarse.

Pero pronto se convencieron de que no, de que era oro auténtico, de muchos quilates.

—¿De cuántos tomates?—preguntó el sordo.

—¿Qué dice usted?

—¿Qué el leñador ha comprado tomates?¿Y eso qué tiene de particular?

Así se fue corriendo la voz, y al final la historia era uno que acababa de llegar al pueblo
vendiendo tomates de oro, o hachas con tomate, o vaya usted a saber. El sacristán se puso a
repicar las campanas, y el cura gritaba: “¡Milagro, milagro!”

Pronto pudieron ver todos de qué se trataba en realidad, aunque algunos, ni siquiera tocando
el hacha, se lo creyeron. Sí se lo creyó el rico del pueblo, que de cosas de otro entendía
bastante. Escuchó la historia atentamente y pensó que acababa de descubrir la manera más
fácil de aumentar sus riquezas. Sin decir esta boca es mía, se fue para su casa, buscó en el
almacén de herramientas, hasta que encontró un hacha vieja y herrumbrosa, de las cincuenta
que tenía.

Se quitó la ropa de rico y se vistió de leñador. Cogió su hacha y se fue al bosque. Se situó muy
cerquita del río y empezó a darla golpecitos con el hacha a un árbol muy robusto, que se moría
de risa, como si le hicieran cosquillas. Al cuarto golpe, ya estaba sudando el rico, por falta de
costumbre. Miró a un lado y a otro; se cercioró de que no le veía nadie y tiró el hacha al río.
Inmediatamente se sentó en la orilla y empezó a llorar lágrimas de cocodrilo:

—¡Ay, ay, ¡qué desgraciado soy! ¡Lo único que tenía en este mundo! ¿Con qué voy a mantener
ahora a mi familia?
No había terminado de decirlo, cuando ya estaba allí el viejecito.

—¿Qué le pasa a usted? ¿Por qué se queja de ese modo?

—¿Por qué me quejo? Porque lo único que tenía en este mundo, mi hacha querida, se me
acaba de caer al río.

—Bueno, no se preocupe usted. Que ahora mismo voy yo a buscársela.

En un periquete, el viejecito desapareció y reapareció llevando una flamante hacha de oro.

—¿Es ésta su hacha?

Al rico se le pusieron los ojos como platos, y en seguida dijo:

—¡Sí, sí, esa es!

—¿Con que esta es? —contestó el viejecito—. Esta es la que te voy a partir yo en las costillas,
¡embustero!

Y se fue hacia él con intenciones de cumplir lo dicho. El otro, que tampoco estaba
acostumbrado a correr, pegó un traspiés y se cayó al agua, y como le pesaba tanto la barriga,
se hundió sin remedio, haciendo gorgoritos.

MORALEJA: Honradez y la divinidad no solo ayuda a quien es honrado, sino que castiga a los
deshonestos.

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