Está en la página 1de 182

Buscando la felicidad

La odisea de la conciencia moral


en su peregrinar hacia el bien
J. Mª. Gª. Gómez-Heras

Buscando la felicidad
La odisea de la conciencia moral
en su peregrinar hacia el bien

Colección

Desclée De Brouwer
© 2005, J. Mª Gª. Gómez-Heras

© 2005, EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A.


Henao, 6 - 48009
www.edesclee.com
info@edesclee.com

ISBN: 84-330-2024-2
Depósito Legal: BI-2611/05
Impresión: RGM, S.A. - Bilbao

Impreso en España - Printed in Spain

Reservados todos los derechos. Queda totalmente prohibida la reproducción total o


parcial de este libro por cualquier procedimiento electrónico o mecánico, incluyen-
do fotocopia, grabación magnética o cualquier sistema de almacenamiento o recu-
peración de información, sin permiso escrito de los editores.
A mis colegas y, ante todo, amigos,
Mª Teresa, Carmen, Enrique y Agustín
Índice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

PARTE PRIMERA: TRES RELATOS DE ÉTICA APLICADA . . . . . . . 15

Capítulo 1. Como Sócrates, platicando en el ágora


sobre el aborto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
1. El hoy, producto de nuestro ayer . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
2. Dialogar es comunicar lo que cada cual piensa . . . . . . . 22
2.1. La ética confesional y el rechazo del aborto . . . . . . 23
2.2. Imperativos morales y autonomía de la conciencia . 25
2.3. La ética sociológica y la aceptación de los hechos . . 26
2.4. El marxismo y la inserción de lo ético en la
estructura socioeconómica . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28
2.5. La ética de los valores o la cualificación de las
conductas desde la intuición y los sentimientos . . . 30
2.6. El problema del aborto es asunto que se solventa
poniendo claridad en el lenguaje . . . . . . . . . . . . . 31
2.7. Solucionar cualquier problema moral requiere
diálogo razonado y consenso de los afectados . . . . 32
2.8. El aborto concierne a la privacidad de cada cual
y de ser regulado por alguien, ese alguien sería
la naturaleza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34
10 Buscando la felicidad

2.9. La vida es un proyecto imposible, un absurdo


carente de esperanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
2.10. Coda: mas allá del relativismo en nombre de la
razón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

Capítulo 2. Poder y placer o las máscaras de la


felicidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
1. También en el cine existe lo clásico . . . . . . . . . . . . . . . . 39
2. La narración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40
3. Pluralidad de relatos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42
4. El conflicto de las interpretaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . 44
4.1. La interpretación psicoanalítica . . . . . . . . . . . . . . . 44
4.2. La interpretación sociológica . . . . . . . . . . . . . . . . . 46
4.3. La interpretación ético-política . . . . . . . . . . . . . . . . 47
4.4. La interpretación romántica y la perversión del amor 49
5. La felicidad frustrada y sus máscaras . . . . . . . . . . . . . . . . 50
5.1. Los juegos de lenguaje y sus falacias . . . . . . . . . . . 50
5.2. La carencia de respuesta a la condición humana . 51

Capítulo 3. Religión y eutanasia o sobre el sentido


de la muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
1. Compañeras de viaje: la ética y la religión . . . . . . . . . . . 55
2. Cultura de la imagen y existencia ficticia . . . . . . . . . . . . 58
3. Un riesgo de desencuentro: la eutanasia . . . . . . . . . . . . 61
3.1. ¿Es reducible lo bueno a legalidad formal? . . . . . . . 61
3.2. ¿Se agota en estética el sentido de la vida? . . . . . . . 63
3.3. ¿Dignidad de la muerte en la indignidad de la vida? . 64

PARTE SEGUNDA: LA ODISEA DE LA CONCIENCIA MORAL


EN SU PEREGRINAR HACIA EL BIEN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
Capítulo 4. Conciencia moral e historia . . . . . . . . . . . . 69
Índice 11

Capítulo 5. La riqueza de una herencia . . . . . . . . . . . . 73


1. La conciencia en busca de la razón . . . . . . . . . . . . . . . 73
2. La epopeya de la metafísica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75
3. El ideal del sabio: el ensimismamiento . . . . . . . . . . . . . . 79
4. El heroísmo de la fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
5. El expresionismo del sujeto creyente . . . . . . . . . . . . . . . 87
6. La fe que busca comprenderse a sí misma . . . . . . . . . . . 91
7. Solamente el poder absoluto de Dios . . . . . . . . . . . . . . 98
8. La conciencia como creencia confiada en la soledad de la fe 103

Capítulo 6. El hombre al encuentro de sí mismo ..... 107


1. La nostalgia del mundo clásico . . . . . . . . . . . . . . ..... 107
2. Dos lealtades: tradición y modernidad . . . . . . . . . ..... 114
3. El narcisismo de la subjetividad . . . . . . . . . . . . . . ..... 116
4. Las tendencias y pulsiones de la psiche . . . . . . . . ..... 124
5. El conflicto entre mis intereses y los ajenos . . . . . ..... 128
6. El triunfo de las ideas abstractas . . . . . . . . . . . . . ..... 133
7. Desde el yo individual al nosotros colectivo . . . . . ..... 141
8. El bienestar es lo que interesa . . . . . . . . . . . . . . . ..... 144
9. Intuiciones emotivas y valoraciones morales . . . . . ..... 147

Capítulo 7. Diálogos y silencios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151


1. Cada lenguaje tiene su lógica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151
2. La sombra de la nada es alargada . . . . . . . . . . . . . . . . . 156
3. Crítica social, diálogo y consenso . . . . . . . . . . . . . . . . . 158
4. Postmodernidad y autocomplacencia . . . . . . . . . . . . . . . 161
5. El retorno a la naturaleza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163

Epílogo: No todo vale en ética o el rechazo del


relativismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167

Bibliografía introductoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173


Prólogo

Séneca, en la carta VIII a Lucilio, escribe a su discípulo y amigo:


“...si como ves, me recogí en la soledad y cerré las puertas a cal y
canto, hícelo para poder ser útil a muchos... Me he retirado de la
gente y me desvelo en interés de la posteridad. Para ella escribo estas
cosillas que pueden serla un día provechosas”... Con estas palabras
Séneca aludía a las preciosas Epistulae ad Lucilium, y se refería a ellas
como a ciertos escritos que se le cayeron de las manos y cuya lectura
pudiera ser útil a las generaciones venideras. Esto que cuenta de sí
mismo el Maestro Cordobés es avatar que suele acontecer frecuente-
mente a quienes el destino nos dedicó a la docencia y a la escritura.
Numerosos textos caídos de las manos duermen en nuestras carpe-
tas a la espera de que una mano compasiva se interese por ellos.
Es lo que ha acontecido cabalmente con los textos que se reú-
nen en este libro y que datan de fechas muy diferentes y distantes
entre sí. Han dormido en las carpetas hasta que mi colega Prof. E.
Bonete Perales, tan incansable trabajador en estas lides como recal-
citrante husmeador de las bibliotecas de los amigos, ha puesto sus
ojos en ellos y los ha juzgado útiles para la lectura ajena.
Son textos que tienen un doble carácter. Los tres ensayos de la
primera parte encajan en lo que actualmente se denomina ética apli-
cada, y conciernen a la bioética y a la política. Los textos que com-
14 Buscando la felicidad

ponen la segunda parte tienen otra intencionalidad: presentan, de


forma concisa y clara, cómo la conciencia moral se ha ido gestando
a sí misma en Occidente desde la filosofía griega hasta nuestros días
y cómo se ha sedimentado en teorías morales, que configuran los pre-
supuestos teóricos a los que la ética aplicada recurre para resolver los
casos concretos que se la presentan. Ambas partes, por tanto, son
complementarias. La primera aporta problemas concretos de ética
aplicada y la segunda rastrea la génesis histórica de las ideas mora-
les, que subyacen a las respuestas que se proponen a los mismos.
El libro tiene un carácter introductorio y una finalidad didáctica.
Sus destinatarios son todos aquellos lectores que deseen iniciarse en
las ideas morales de la tradición occidental. De modo especial, los
alumnos del primer curso de la Universidad –e incluso de bachille-
rato– en cuyos programas estén incluidas las asignaturas de ética y
ética aplicada. Ha sido en diálogo con ellos como estas páginas han
tomado cuerpo.
Con la esperanza de que sirvan al fin que se propusieron, el
autor del volumen anticipa sus agradecimientos a la Editorial Desclée
de Bilbao por su publicación y al profesor Bonete Perales por haber-
los rescatado del limbo somnoliento de las carpetas.
Salamanca, mayo de 2005
PARTE PRIMERA
TRES RELATOS DE ÉTICA APLICADA
1
Como Sócrates, platicando
en el ágora sobre el aborto

Casualmente y en un lugar cualquiera –quizás la cafetería de un


hotel estándar al borde del mar– nueve personas conversan anima-
damente sobre todo lo divino y lo humano. El café, las copas y la
brisa del atardecer marino animan la charla. Los temas banales se
entremezclan con amables anécdotas biográficas. Alguien, de pron-
to, adoptando un cierto aire de intelectual, pregunta a su vecina de
corro: ¿qué piensas tu sobre el aborto? El grupo, no de buen grado,
abandona la actitud desenfadada y quien más quien menos se sitúa
para intervenir en el debate.
Disponemos de escenario y de tema. Pero resta presentar a los
personajes. El primero es una atractiva muchacha italiana, que se pro-
fesa católica y que rechaza el aborto. El segundo, un señor maduro y
frecuentemente ensimismado, de aspecto germano, que exige exa-
men racional de los propios actos. El tercero, un francés, sociólogo
de profesión, opina que el aborto es un hecho social merecedor de
ser cuantificado en encuestas. El cuarto, un estudiante, quizás espa-
ñol y ocasionalmente camarero, que se autodefine como marxista-
materialista y que lo defiende. El quinto, una dama, por su aspecto
pudiera ser japonesa, que instintivamente y a impulsos del afecto, lo
condena. El sexto un inglés, aficionado a la lingüística, que se abstie-
18 Buscando la felicidad

ne y exige precisión en el lenguaje. El séptimo, una periodista, empe-


dernida amante de la tertulia, que lo juzga tema excelente para deba-
tir y consensuar. El octavo, un músico pop desmelenado, que alardea
de postmoderno, reduce la cuestión del aborto a mero asunto priva-
do que cada cual deba resolver. A lo largo del debate toman cuerpo
los presupuestos o modelos éticos desde los que cada uno opera:
• La muchacha italiana funciona con un modelo ético de los
llamados “heterónomos” y que a veces podría calificarse de
“ética fundada en la ley natural” y a veces de “ética creyente
basada en una revelación”. En ella, en todo caso, el factor
religioso es determinante en la formación de su conciencia
moral.
• El segundo, el alemán kantiano, opera con un modelo ético
que se suele denominar técnicamente “ética formal, deonto-
lógica y racional” en la que predominan aspectos como la
libertad y la responsabilidad del sujeto que ejecuta un acto o
la universalidad de las normas a las que nuestras conductas
deban ajustarse.
• El tercero, el sociólogo francés, larga impertinentemente esta-
dísticas, apela a encuestas, habla de tradiciones, usos y cos-
tumbres y cuando le piden que se aclare, apela a la objetivi-
dad de los datos, al rigor científico, a la erradicación de tabú-
es y al progreso social. Lo ético no es un asunto científica-
mente comprobable sino un fenómeno de carácter privado.
• El cuarto, como marxista coherente, tiende a reducir el pro-
blema del aborto a mera cuestión socioeconómica y, por lo
mismo, a dilucidar desde los presupuestos materialistas, que
determinan la superestructura ética o ideológica de una clase
social, lo cual a su vez, nos permite emitir un juicio sobre la
bondad o maldad de una acción.
• El quinto, la turista nipona, funciona con un modelo ético
que se suele denominar “ética de los valores”, donde se car-
Como Sócrates, platicando en el ágora sobre el aborto 19

gan los acentos en aspectos vivenciales, emocionales y esté-


ticos. Su léxico preferido son palabras como “intuición”, “sen-
timiento”, “no dejarse codificar”, “atención a lo que el instin-
to afectivo nos descubre”.
• El sexto contertulio, el inglés, ha leído ensayos de metaética
y se confiesa seguidor de la “filosofía analítica”. Toda su apor-
tación al debate consiste en pedir rigor al usar las palabras y
se conforma con hacer análisis del significado de los términos,
a la vez que rechaza como proposiciones sin sentido todo
aquello que huela a mundo no verificable por la experiencia.
• El séptimo interlocutor, la periodista, entiende que en una
sociedad caracterizada por el pluralismo de opiniones y valo-
res, en la que los medios de comunicación moldean los juicios
valorativos de las personas y los acuerdos y desacuerdos tro-
quelan las formas de comportamiento, el problema del aborto
es cuestión a resolver mediante el diálogo y el consenso.
• El octavo, en fin, haciendo gala de postmodernidad y de eco-
logismo, piensa que el aborto es un asunto personal de quien
aborta, que no dispone de muchas razones para argumentar
por qué las cosas deban ser así, pero que a él no le gustaría
que las leyes o los “prejuicios” invadieran su vida privada en
un asunto tan personal. En cualquier caso, preferiría que se
dejara a la naturaleza en paz, permitiéndola discurrir según la
normatividad de que es portadora.

1. El hoy, producto de nuestro ayer

Cuando se trata de diagnosticar nuestro presente, resulta útil


rememorar el pasado, como padre que lo engendra. O si se prefie-
re, recordar la historia clínica de ese paciente que es nuestro “ahora”.
Y nuestro ahora ético, al que pertenece como un problema más la
cuestión del aborto, tiene una historia, que yo, con la deformación
20 Buscando la felicidad

profesional y la distancia crítica características de quien filosofa, me


voy a permitir recordar.
Sucedió una vez –así comienzan los cuentos y las historias– que
nació algo que hoy llamamos pedantemente “cultura occidental”.
Nació en Grecia, varios siglos antes de la Era cristiana, cuando los hele-
nos llenaban su ocio con el productivo trabajo del pensar. Y entre los
temas sobre los que cavilaban, se preguntaron por lo justo y lo injus-
to, lo bueno y lo malo. Y respondieron, como hoy, de múltiples mane-
ras. Los sofistas, profesores ambulantes, opinaron que no hay nada por
sí mismo bueno o malo. Que son los hombres, quienes por conven-
ción se ponen de acuerdo para tener algo por bueno o por malo.
Sócrates denunció tal relativismo moral y dedicó su vida a establecer
valores morales de validez permanente: la virtud, lo bueno, lo justo,
etc. que pusieron el comportamiento humano a resguardo de la arbi-
trariedad individual. Sus discípulos, Platón y Aristóteles, desarrollaron
la profunda opción socrática. Y siglos más tarde, cuando el moralista
cordobés Séneca, se hizo preguntas similares, respondió que lo bueno
era adecuarse a la naturaleza, porque ésta coincide con la razón divi-
na, fatalidad o destino, que rige el acontecer y obrar de los humanos.
El Cristianismo, en la codificación de sus dogmas morales, asumió
numerosos elementos del mundo platónico y estoico, v. g. el catálo-
go de virtudes, el concepto de felicidad y finalidad, la idea de ley natu-
ral, etc. si bien reinterpretó la herencia del Clasicismo desde creencias
religiosas procedentes del mundo semita, tales como la de Dios, la de
revelación, la de redención, etc. Lo bueno y lo malo, lo justo y lo injus-
to fue discernido por su adecuación o inadecuación a la voluntad de
Dios y a la ley divina, promulgada a la humanidad o por el camino
de un mundo creado, organizado y regido por Dios, o por medio de
una revelación que Dios imparte gratuitamente a una humanidad
caída en pecado a quien desea salvar. Este esquema moral se repite
invariablemente desde los antiguos Padres de la Iglesia hasta los
Escolásticos de la Edad Media, uno de cuyos exponentes, Tomás de
Aquino, lo dejó plasmado genialmente en su Suma teológica.
Como Sócrates, platicando en el ágora sobre el aborto 21

La Edad Moderna se inicia con la desintegración del mundo


medieval y la aspiración a construir un orden cultural nuevo, funda-
mentado sobre las ideas de razón, libertad y progreso. La desintegra-
ción fue el resultado de la quiebra de la unidad religiosa a manos de
la Reforma, de la desaparición de la idea de unidad imperial con el
nacimiento de los Estados modernos e, incluso, con la ruptura de la
unidad lingüística, al consolidarse las lenguas romances. La quiebra de
la idea de unidad afectó también al “sistema de valores éticos”, abrién-
dose un proceso de diversificación de los mismos, paralelo al plura-
lismo ideológico y político, que acabará imponiéndose a partir del
Siglo de las Luces. En este proceso, los intentos de restauración de la
cosmovisión medieval, empresa intentada por el pensamiento español
de la época de los Austrias, discurren parejos con intentos de signo
opuesto, tendentes a proporcionar nuevas bases teóricas a la cons-
trucción del orden ético. Durante la Ilustración se elabora el llamado
“sistema del Derecho Natural racionalista” y más tarde Kant pretende-
rá fundamentar el orden moral desde los postulados de la libertad, de
Dios y de la inmortalidad, e identificar la calidad de nuestros actos con
la intención que subyace a los mismos. En todo caso, se tiende a orde-
namientos jurídicos laicos, correspondientes a Estados no confesiona-
les, en donde las creencias religiosas quedan confinadas y salvaguar-
dadas en el ámbito privado de las personas que las profesan.
Ya más cerca de nosotros, durante el siglo XX, de cuya herencia
aún vivimos, el hombre asiste a nuevos desarrollos del problema
ético, que inciden profundamente en nuestra situación presente. Por
una parte, la respuesta a la pregunta sobre qué sea lo bueno y lo
malo, lo justo y lo injusto, se hace depender de la estructura social
del pensar y obrar de los hombres. A esta actitud se vinculan nom-
bres como los de C. Marx o J. Habermas. Por otra, el triunfo de las
ciencias naturales y de los métodos usados en las mismas, seduce a
los profesionales de las llamadas ciencias humanas: filosofía, litera-
tura, derecho, etc. las cuales, al ser construidas según el ideal físico-
matemático del saber, proporcionan una nueva visión de los proble-
22 Buscando la felicidad

mas éticos y sociales. Estos se solventan no tanto a partir de princi-


pios metafísicos, inspirados en ideas eternas o reveladas, cuanto a
partir de los datos que la experiencia aporta en sus análisis empíri-
cos sea en el campo de la política, sea en los usos y costumbres o
sea en la propagación y aceptación de las ideas. En una palabra: la
sociología desempeñaría la función de ética del siglo XXI.
El resultado del proceso histórico descrito, en lo que concierne al
concepto de lo bueno y de lo malo, y más en concreto sobre el tema
del aborto, es un pluralismo de modelos éticos, paralelo al pluralismo
ideológico o político vigente en los países occidentales. Tal pluralismo
axiológico, de igual modo que el ideológico o el político, es conse-
cuencia no sólo de la devaluación, a lo lago de la Edad Moderna, de
la religión a cargo de la secularización o de la metafísica a manos de
la ciencia, sino, sobre todo, de la implantación paulatina del postula-
do básico sobre el que se construyó la modernidad: el respeto a la
libertad. Aquel pluralismo se ha visto incrementado últimamente a
causa de los intercambios de población: migraciones, turismo, viajes
de negocios... El resultado es lo que denominados multiculturalismo.
Pero el pluralismo axiológico consiguiente también esta limitado por
una racionalidad que permita la convivencia humana, asunto que rei-
teran quienes rechazan el relativismo moral que acompaña al multi-
culturalismo. Por eso, es de reconocer con Aristóteles, que también la
libertad al decidir debe dejarse asesorar por la razón.
Pero retornemos a los protagonistas de nuestra historia, hijos de
uno u otro modo del proceso histórico descrito y analicemos el
modelo ético y el consiguiente ordenamiento legal, que defienden
en su diálogo socrático.

2. Dialogar es comunicar lo que cada cual piensa

Dialogar presupone que alguien habla, que dice cosas al hablar


y que alguien esta dispuesto a escuchar y responder. Dialogar equi-
Como Sócrates, platicando en el ágora sobre el aborto 23

vale a pensar en voz alta, lo cual requiere ser veraz, es decir, mani-
festar lo que se piensa o se conoce. Sin coacciones ni embrollos.
Abandonando la actitud del engreído sofista, seguro de hallarse en
posesión de la verdad. Mostrando interés por entender los puntos de
vista ajenos. Respetando a quien discrepa y tolerando incluso al
errante. Esperando que el diálogo pueda conducir a la verdad que
aporta el debate. Pero el diálogo sólo es posible cuando se compar-
te y se practica un común lenguaje. Cuando las palabras significan
para todos las mismas cosas.

2.1. La ética confesional y el rechazo del aborto

La muchacha italiana de nuestra historia, católica confesional, se


mueve dentro de las coordenadas del fenómeno religioso denomina-
do Cristianismo, de tan profundo influjo sobre las convicciones éticas
y ordenamientos sociales en Occidente. Sus argumentaciones poseen
un marcado carácter de autoconvicción, tienden a reducir e identificar
lo ético con lo religioso, se siente incómoda ante los progresos de las
llamadas éticas laicas, y si surgen graves dificultades dialécticas, se re-
fugia en la seguridad de las creencias que profesa, que según su con-
ciencia, poseen certeza absoluta. Se siente por ello vinculada a un
mundo del deber querido y promulgado por Dios y en el que encuen-
tra esa seguridad que caracteriza la psicología de los creyentes.
El sistema ético religioso soluciona el problema de la eticidad de
los actos humanos, entre ellos el del aborto, en la relación existente
entre el hombre y Dios. Es bueno y justo aquello que se adecua a la
voluntad y ley divinas. Es malo e injusto lo que no se adecua. Esa ley
divina llega al conocimiento del hombre por un doble camino: o el de
la ley natural, estructura inmutable conferida a las cosas por su
Creador, o el de la ley revelada, palabra divina manifestada y consig-
nada en las Sagradas Escrituras. Lo que en ambas se diga es vinculante
para el creyente y para el católico con una condición añadida: vincu-
lante del modo como sea interpretado por el Magisterio de la Iglesia.
24 Buscando la felicidad

Aquí se podría entrar, pero no parece pertinente, en las profundas


diferencias que en este sector separan a las dos versiones más cualifi-
cadas del Cristianismo: la católica y la protestante. No es el momento
para ello. Pero sí se requiere anotar, que la privatización de las creen-
cias y el rechazo de la ética natural por parte del Protestantismo, a ven-
taja de una ética solamente revelada, ha llevado a éste a adoptar pos-
turas muy diversas de las católicas en debates tan conflictivos como
los habidos sobre el divorcio, sobre el aborto o sobre la eutanasia.
A partir de las posiciones ideológicas descritas, la muchacha ita-
liana, si es coherente con sus convicciones, no puede por menos de
rechazar los supuestos teóricos desde los que se pronuncian sobre
el aborto la mayoría de sus contertulios, si excluimos a la dama nipo-
na que se adscribe a la ética de los valores y, con matices, al taci-
turno germano y a la periodista locuaz. Dadas sus convicciones reli-
giosas no puede aceptar las opiniones de quienes defienden un
modelo laico de moral y derecho. Desde su espiritualismo creyente
en Dios, legislador supremo, polemiza frontalmente contra el estu-
diante marxista, que, además de ateo, no ve claro qué significado
puede tener para un materialista el mundo del espíritu. En su labor
apologética, sin embargo, se siente desarmada cuando los presu-
puestos sobre las que opera: Dios, revelación, magisterio de la
Iglesia, etc. no son aceptados por sus interlocutores. Recurre en este
caso a la llamada ley natural y al derecho natural sobre ella cons-
truido. Pero aún en esta hipótesis, sus interlocutores sajones,
ambientados en una tradición cultural donde las ciencias empíricas
han erosionado fuertemente las convicciones metafísicas, le crean
serias dificultades. Es por ello por lo que su rechazo decido del abor-
to, busque su legitimación lógica, en último término, en las creen-
cias que profesa. Estas le proporcionan una determinada interpreta-
ción de la existencia humana a la luz de la revelación divina, inter-
pretación que le sirve de horizonte de enjuiciamiento del sentido de
todos y cada uno de los actos que el hombre ejecuta. En esa pers-
pectiva es donde se ubica su rechazo del aborto.
Como Sócrates, platicando en el ágora sobre el aborto 25

2.2. Imperativos morales y autonomía de la conciencia

El intelectual kantiano de nuestra parábola asume la postura ide-


ológica consecuente con el proceso de secularización progresiva de
la sociedad y del Estado, encauzado durante la Edad Moderna y con-
sumado con la Ilustración dieciochesca. A causa del mismo se pro-
duce un progresivo confinamiento de las convicciones e imperativos
morales al ámbito de la subjetividad individual. Nuestros actos no son
buenos o malos por el contenido de lo mismos; tampoco por su ade-
cuación o inadecuación a una presunta ley divina; ni siquiera por la
utilidad o inutilidad que reporten. Su calidad ética aparece determi-
nada por los imperativos morales emitidos por la propia conciencia,
de modo que sean la buena o mala intención con que un acto es eje-
cutado o la buena o mala voluntad que la inspira, los baremos que
nos permiten etiquetar algo como bueno o como malo. Paradójica-
mente, esta subjetivización de la moral a manos de Kant, que recoge
el espíritu laico de la Modernidad, había sido ya propuesta en la Edad
Media por Abelardo, aquel famoso caballero de la dialéctica y des-
graciado amante de Eloísa, y más paradójicamente aún, tímidamente
aceptado por algunos Papas recientes, cuando en sus discursos ape-
laban a todos los hombres de buena voluntad a reconocer una sana
secularidad.
Un análisis más en detalle del llamado formalismo ético nos lle-
varía a descubrir en él los siguientes presupuestos ideológicos: lo
importante en nuestros actos no es lo que ejecutamos con ellos sino el
modo como los ejecutamos y la intención que en ellos ponemos. Lo
que en la ética se pone en juego es el ejercicio responsable de la pro-
pia libertad. Se trata ante todo de respetar la autonomía de la persona
y de su conciencia moral. Es la quintaesencia del imperativo categóri-
co kantiano, que subyace a las diversas variantes de las morales de la
era liberal. La existencia de un mundo del deber es incuestionable y
ese mundo del deber moral tiene su sede en la conciencia personal.
La calidad ética de nuestras acciones viene dada no por los fines per-
26 Buscando la felicidad

seguidos o por los logros alcanzados, sino por la forma racional de las
leyes morales y por el móvil o intención de nuestra acción, que no es
otro que el cumplimiento puritano del deber por el deber. Las convic-
ciones morales y los ordenamientos jurídicos, en consecuencia, son
confinados a ámbitos diversos. El reino del derecho se circunscribe a
un mundo externo, constituido por normas, sanciones y legisladores.
El reino de la moral, por el contrario, se construye con las conviccio-
nes e intenciones de las conciencias. El derecho regula las relaciones
externas de los ciudadanos en su convivencia social. Es, diríamos, un
sistema de semáforos que ordena el tráfico ciudadano. La moral, por
el contrario, aspirar a desarrollar el uso de la libertad personal en el
ejercicio de la responsabilidad y en la pureza de la intención.
Los presupuestos descritos ejercieron sobre la sociedad burgue-
sa surgida en la Ilustración un poder seductor irresistible, debido al
interés por la realización de sí mismo, por un cierto menosprecio al
mundo objetivo de las leyes, propio de quien desprecia exteriorida-
des farisaicas y por el apelo a la responsabilidad y al compromiso
que implicaba una decisión moral. Fueron aspectos que rehabilita-
ron algunas éticas derivadas del existencialismo, tales como la lla-
mada ética de situación. Comprensible es desde aquellos presu-
puestos el rechazo de las llamadas morales heterónomas, utilitaristas,
sociológicas y de toda actitud que persiga el placer o ejerza el paso-
tismo. Y comprensible también el que el problema del aborto, asun-
to sobre el que aquí directamente reflexionamos, se remitiera a la
conciencia de cada cual y que su aceptación o rechazo sea compe-
tencia de la personal responsabilidad de cada conciencia.

2.3. La ética sociológica y la aceptación de los hechos

Suelen repetir los sajones, con mezcla de escepticismo y soca-


rronería, que el lenguaje de los hechos es tan tosco como terco. Es
la convicción en el fondo que inspira las éticas sociológicas, que
dejan de lado la pregunta de si las cosas deban ser de esta o de otra
Como Sócrates, platicando en el ágora sobre el aborto 27

manera y se contentan simplemente con levantar acta de cómo son


de hecho los comportamientos de los hombres. La moral es un asun-
to de usos, costumbres y tradiciones, que aparecen y desaparecen,
se aceptan o rechazan. El científico se declara incompetente para
cualificarlas como buenas o como malas, justas o injustas, y se limi-
ta a cuantificarlas, enunciar las constantes de sus cambios y prever
las tendencias de su evolución. Su interés no se centra en imponer
leyes y obligaciones a las conciencias, sino en desarrollar técnicas de
análisis de los hechos sociales, poner de relieve los condiciona-
mientos de las conductas individuales o colectivas y aplicar al estu-
dio de los actos humanos un método de formalización y cuantifica-
ción similar al vigente en las ciencias de la naturaleza.
Si en los modelos éticos anteriormente descritos subyacen deter-
minados supuestos ideológicos, de ellos es precisamente de lo que
carece y prescinde la ética sociológica. Se desentiende del mundo
del deber adoptando una suerte de actitud neutral, que descarta
opciones ideológicas o metafísicas. De ahí pasa a rechazar la exis-
tencia de principios y normas éticas de validez universal y a profe-
sar una concepción relativista de lo ético, que para el sociólogo es
mutable según épocas y lugares. La actitud predominante acaba sien-
do una aceptación de los usos y costumbres. La moral personal
queda reducida a imitación de los usos sociales y la conciencia indi-
vidual aparece como resultado de la coacción producida por la cos-
tumbre social. Los usos colectivos actúan a modo de moldes por los
que el hombre se ve forzado a canalizar las propias acciones. Tal
proceder conduce a una absorción de la conciencia individual en la
conciencia colectiva. Ésta se hipostasía en la conciencia individual y
los usos sociales acaban creando la obligación moral. El individuo se
adapta a su entorno, nadando a favor de la corriente que imponen
las costumbres. Durkheim nos ha legado una formulación coheren-
te de este modo de entender la ética, en el que la aceptación o
rechazo del aborto se resolvería en la aceptación o rechazo de un
uso y costumbre: la de abortar o no abortar.
28 Buscando la felicidad

El francés de la tertulia, representante de la ética sociológica,


se encoge de hombros cuando cualquiera de sus contertulios le
habla de morales o normas de valor absoluto y universal. Todo
aquello que escapa a lo verificable por la estadística es para él pala-
bras altisonantes, que carecen de calidad científica y operan con
prejuicios indemostrables. Para él, como para Comte, el único prin-
cipio y norma con valor absoluto es el de que todo es relativo y
cambiable según épocas, lugares e individuos. Por eso zanja el
asunto del aborto con una especie de perogrullada: el aborto es
bueno y lícito allí donde se practica; es malo e ilícito allí donde no
se practica.

2.4. El marxismo y la inserción de lo ético en la estructura socio-


económica

A pesar de que el marxismo se interpreta a sí mismo más como


praxis que como teoría, la ética no es uno de los sectores mejor sis-
tematizados por aquél. La ética marxista es un producto cultural deri-
vado de la realidad social, determinada por las estructuras socioeco-
nómicas, en cuanto condicionantes de las acciones humanas. La cua-
lificación moral, como justo o injusto, de un acto humano, se inscri-
be en la cosmovisión dialéctico-materialista, según la cual, la base
socioeconómica es el soporte de donde emergen, en calidad de
superestructuras, las ideas, las creencias y las normas. El sistema de
producción determina los modelos de valores morales vigentes, exis-
tiendo correlación entre las condiciones económicas dominantes y
los usos éticos aceptados. La conciencia moral se fundamenta sobre
la realidad socioeconómica. Y es esta base material el punto de par-
tida científico desde el que es posible estudiar y solucionar los pro-
blemas éticos, uno de los cuales sería el aborto.
Los marxistas aplican adjetivos atractivos a la moral que profe-
san: la etiquetan de humanista, porque tiende a crear el hombre
socialista; de proletaria, porque es el modelo de actuación practica-
Como Sócrates, platicando en el ágora sobre el aborto 29

do por la clase trabajadora; de revolucionaria, porque pretende


transformar el presente, que juzga alienante, por un futuro mejor;
de atea, porque rechaza la religión y la idea de Dios como instan-
cias reguladoras de la conducta; de productiva, por la relevancia
que en ella tiene el trabajo como instrumento de redención social
y, finalmente, de solidaria, por el carácter internacional de la revo-
lución. En todo caso, la ética marxista es una ética de clase, lo cual
presupone que en cada época histórica domina un sistema de pro-
ducción y una correspondiente clase social. A ellos corresponde
un determinado tipo de moral. Los diversos aspectos de la llamada
superestructura (religión, derecho, moral, ideología...) emergen de
la clase dominante y se corresponden con el sistema socioeconó-
mico que la sustenta. En este sentido se habla de moral esclavista,
feudal, capitalista, burguesa, comunista, etc. en correspondencia con
la clase social dominante en una época y el sistema socioeconómi-
co vigente en ella.
La conciencia moral no es algo dado o inherente al hombre,
sino un mero resultado del sistema económico y de la correspon-
diente clase social, los cuales, para legitimar sus propios intereses,
la generan y profesan. De aquí al relativismo ético no hay más que
un paso: las normas y los valores morales cambian como cambian
los sistemas de producción y las clases sociales hegemónicas. Son
relativos a las clases sociales que los crean y practican. Es más: los
sistemas éticos están en conflicto entre sí como lo están las clases
sociales y los modos de producción económica. Y están en conflic-
to, sencillamente, porque lo que en las diversas conductas se tra-
duce, no es sino una lucha de intereses de clase. Desde tales su-
puestos la cualificación ética del aborto aparece dada por la utilidad
del mismo en el sistema de producción socialista. Según obstaculi-
ce o contribuye a redimir de su alienación socioeconómica a la clase
proletaria, aparecerá reprobado o aprobado por la ideología dialéc-
tico-materialista.
30 Buscando la felicidad

2.5. La ética de los valores o la cualificación de las conductas desde


la intuición y el sentimiento

Lo que llamamos valor de las cosas se mide por el aprecio y la


estima de las personas hacia las mismas. Ello depende no sólo de la
calidad de los objetos sino también de la capacidad para saberlas apre-
ciar y estimar. Mientras que para un catador de arte contemporáneo,
el Guernica de Picasso posee un valor inestimable, para el cabrero de
la serranía no pasará de ser un conjunto de figuras deformes y extra-
ñas diseñadas con colores feos. Ahora bien: valorar es asunto que con-
cierne a la intuición y al sentimiento, estético en este caso, y la crea-
ción y captación de valores depende de aquéllos. Cuando M. Scheler
trató de elaborar una teoría de los valores morales, subrayó el carác-
ter emotivo e intuitivo del modo de conocerlos y el papel relevante
que actitudes emocionales como el amor, la simpatía, el odio, el pudor
o la benevolencia, tienen en la jerarquización y estima de los mismos.
Es por esa relevancia de los factores intuitivo-emocionales por la que
en nuestra historieta inicial elegimos una sensible y delicada dama
japonesa para representar el punto de vista de la ética de los valores.
A lo largo del debate imaginario, la dama dejará bien asentado
que el que un acto humano sea bueno o malo, justo o injusto, no
depende de lo que sobre el mismo diga la ciencia, la filosofía o la
opinión común de las gentes. Es cuestión de vivencias, intuiciones y
sentimientos. La conducta humana arraiga en niveles existenciales
más profundos que lo que las ciencias nos explican o las ideologías
nos interpretan. A esos niveles únicamente se tiene acceso a través
de intransferibles experiencias personales. Cada persona afonda sus
raíces en un mundo de vivencias propias y difícilmente comunica-
bles, en el que la existencia singular de cada cual se inserta en un
contexto de sentido e intencionalidad. Es en él, donde cada acto que
ejecuta recibe su peculiar verdad y su calidad moral. Sobre esos
estratos previos y profundos, donde acontecen las vivencias perso-
nales, torna en un segundo momento la reflexión y la ciencia, inten-
Como Sócrates, platicando en el ágora sobre el aborto 31

tado imponer sobre ellos la claridad del concepto. Toda reducción


del sentimiento, de la vida o de la intuición a conceptos o a palabras
es ya de suyo una falsificación de la experiencia vivida. Y mayor fal-
sificación aún de la propia interioridad tiene lugar, cuando los legis-
ladores intentan codificar en ordenamientos jurídicos, fríos y asépti-
cos, un mundo personal vivido que funciona no con la lógica de las
normas sino con la intuición de las vivencias.
Por todo ello, la dama de nuestra tertulia, rehuye los argumen-
tos de juristas, de pensadores, de científicos o de sociólogos a favor
o en contra del aborto. Son lenguajes que no rozan el reducto inti-
mo de la vivencia afectiva en la que ella ha adoptado ya una opción
en contra de él, o incluso, también es posible, a favor de él. Y su
opción se tiñe a veces de tintes religiosos, sobre todo si la religiosi-
dad que vive no pone tanto los acentos en dogmas o en cánones,
cuanto en lo que los fenomenólogos denominaron experiencia mís-
tica de lo numinoso y divino.

2.6. El problema del aborto es asunto que se solventa poniendo cla-


ridad en el lenguaje

Los planteamientos de las cuestiones éticas y jurídicas han expe-


rimentado durante el siglo XX un viraje fundamental a manos de una
de las corrientes filosóficas más influyentes del mismo: la analítica
del lenguaje. Según ésta, los juicios en los que intervienen compo-
nentes morales, tales como lo bueno, lo justo, lo obligatorio... pare-
cen contener un plus de significado, que se resiste a ser tratado en
términos de verdad-falsedad y a ser sometido a criterios de verifica-
ción empírica, condición para que puedan ser admitidos en el ámbi-
to de lo científico. El lenguaje moral, igualmente que el estético o el
religioso, contiene referencias que escapan al análisis lógico y cien-
tífico de los términos que utiliza. Por eso Wittgenstein sentenció
al final de su celebre Tractatus: “de lo que no podemos hablar (lo
místico o lo ético) debemos guardar silencio”.
32 Buscando la felicidad

El lío de la diversidad de opiniones aparece cuando se trata de


concretar qué sea ese plus o componente peculiar que caracteriza al
lenguaje moral. Todos están de acuerdo en que, cuando hablamos
de problemas éticos, se requiere una previa aclaración científica del
significado de los términos utilizados para, al menos, poder dialogar.
El problema se agrava, sin embargo, cuando se constata las enormes
dificultades que existen para ponerse de acuerdo sobre el significa-
do de las palabras que utilizamos. Ya para empezar, los modos de
conocimiento de lo moral no parecen ser equiparables a las mane-
ras como construye ciencia un historiador, un físico o un biólogo. La
perplejidad se acrecienta cuando se advierte, que ni siquiera existe
acuerdo a la hora de precisar que es eso que denominamos con el
término lo moral. Y habría de nuevo que recorrer la historia de las
ideas de la cultura occidental para ver cómo desfilan opiniones para
todos los gustos. Nos encontraríamos con una sarta de palabras que
nos vendrían como anillo al dedo para poner etiquetas a las dife-
rentes maneras de responder a la pregunta: ¿qué significa “lo moral”?
Hago un breve recuento: lo consensuado, lo bello, lo útil, lo justo,
lo religioso, lo emotivo, lo apetecible, lo placentero, lo sacrificado,
lo sentido, lo simpático, lo querido, lo prescrito, lo legal...
Retornando a nuestra cuestión del aborto, al no poder ponerse
de acuerdo sobre el significado de las palabras, el inglés de la pará-
bola inicial acabaría por preguntarse si el problema planteado no se
reducirá a una especie de trabalenguas, un pseudoproblema en el
que la mayoría de las afirmaciones proferidas sean meros sin-senti-
dos. Él, en todo caso, y por prurito de cientificidad, se abstendría de
pronunciar sobre la bondad o maldad del aborto, exigiendo sola-
mente coherencia lógica en el lenguaje que se usa.

2.7. Solucionar cualquier problema moral requiere diálogo razona-


do y consenso de los afectados

La periodista de nuestro relato interviene con frecuencia en el


debate. Entiende que un mero análisis del lenguaje cotidiano, tal como
Como Sócrates, platicando en el ágora sobre el aborto 33

el interlocutor inglés opina, aporta ciertamente clarificaciones valiosas,


pero que no llega a la sustancia de lo que se debate: la moralidad o
inmoralidad de la acción de abortar. Porque es muy importante, cier-
tamente, evitar ambigüedades y falacias en el lenguaje que se emplea
Pero mas importante aún es la cosa misma de la que se habla.
En época de hegemonía de la ciencia y de la técnica parecería
que disponemos de instrumental necesario para solventar con crite-
rios científicos o técnicos cualquier problema. La periodista opina
que no es así, a pesar de que muchos así lo crean. Mas bien la cien-
cia y la técnica están exigiendo respuestas para problemas que ellas
mismas no se encuentran en condiciones de abordar. Tanto mas
cuanto que las sociedades contemporáneas, pluralistas y multicultu-
rales, piensan de diferentes modos al respecto. La cualificación moral
o inmoral de nuestros comportamientos parece pertenecer mas al
ámbito de la ciencia que al ámbito de la emotividad, de las expe-
riencias existenciales o de las decisiones personales.
Situados, pues, en una sociedad plural, el problema del aborto
podría solventarse recurriendo al diálogo entre interlocutores compe-
tentes, con la vista puesta en un posible consenso, con el que queda-
rían revalidados socialmente los valores morales y las normas. La ética
resultante prolongaría la mejor tradición kantiana, si bien purgada de
individualismo solipsista y enriquecida de socialismo comunitario. Se
haría acreedora, por otra parte, de etiquetas altamente cotizadas por
nuestra cultura: sería procedimental por aportar un procedimiento efi-
caz para generalizar valores y normas, cognitivista por incrementar
conocimientos y argumentos, universalista por implicar la aceptación
por parte de los afectados por las normas y solidaria por erradicar
individualismos egoístas y promover intereses sociales.
La periodista, quizás conscientemente tiene por mentores en ese
caso a filósofos foráneos como K. O. Apel o J. Habermas y caseros
como A. Cortina. Todos ellos otorgan protagonismo al lenguaje para
diseñar una ética del diálogo y del discurso, que sirva como procedi-
miento eficaz para solventar conflictos de valores y normas en las
sociedades pluralistas. Planteado de ese modo el problema, solamen-
34 Buscando la felicidad

te se requiere una comunidad ideal de comunicación que haga posi-


bles diálogos carentes de obstáculos y consensos validos para funda-
mentar valores universalmente aceptados y normas correspondientes.

2.8. El aborto concierne a la privacidad de cada cual y de ser regu-


lado por alguien, ese alguien sería la naturaleza

Ninguno de nuestros contertulios derrocha tanta simpatía e inge-


nio como el artista melenudo, haciendo gala de postmoderno y eco-
logista. Todos perdonan la debilidad de sus razonamientos y la per-
misividad de su tolerancia. Por otra parte, le agrada repetir que los
razonamientos complican las cosas, generando dogmatismos que
torturan las conciencias. De aceptar un criterio para la acción moral,
tal criterio sería el de vivir y dejar vivir. La cosa suena, sin duda, a
pasotismo descomprometido. Pero el artista no entiende de argu-
mentaciones, normas o deberes. Tampoco le seducen conceptos
abstractos o leyes universales. La creatividad estética acontece en
espacios ajenos a los conceptos, los imperativos y las obligaciones.
El aborto, en este caso, tiene que ver poco con la experiencia de la
belleza, aunque desde ella puede convertirse en objeto de compa-
sión o de solidaridad ocasional.
Ir de esnob por la vida supone estar siempre a la última. Lo cual
no es fácil en épocas de cambio acelerado donde lo último de ayer
se transforma hoy en antigualla. Hubo un halago que hizo las deli-
cias de nuestros padres y abuelos: el ser etiquetados de modernos. La
modernidad se vinculó a nombres grandilocuentes: razón, ciencia,
libertad, progreso, ilustración, absoluto, totalidad, sistema, historia...
Los filósofos modernos, de Descartes a Hegel, construyeron grandes
relatos con lo que aquellas palabras significaban, atribuyendo rasgos
divinos a lo nombrado por ellas. A eso lo llamaron secularización
porque se expropiaba de sentido religioso a los venerables concep-
tos de la metafísica, si bien manteniendo su vigencia en las denomi-
nadas cosmovisiones seculares. En el encuadre abstracto de las mis-
Como Sócrates, platicando en el ágora sobre el aborto 35

mas se podían proyectar, incluso, pretenciosos modelos morales. Al


postmoderno todo eso le suena, sin embargo, a músicas celestiales,
ineptas para valorar la singularidad de las experiencias personales,
asociadas a lo fragmentario, caduco, autorreferencial y diferente. Las ins-
tituciones estables de la modernidad: familia, sexo, nación se encon-
trarían en trance de desaparición. ¿Por qué sentirse vinculado a ellas?
Y, por lo que al aborto respecta, los grandilocuentes sistemas filosó-
ficos modernos se agotan en la inoperancia farisaica de la abstracción,
careciendo de respuestas para las situaciones de la vida concreta. Es
mas, podrían ser nocivos para la ética al violentar, cuando no violar,
la intimidad de las conciencias.
Nuestro personaje, en todo caso, concede que no estaría a la
última el artista que situado en la izquierda divina, se resignara a un
mundo colonizado por la ciencia y la tecnología. Ambas, puestas al
servicio del consumo voraz y del lucro desbocado, habrían prosti-
tuido su función originaria, colaborando con un dudoso concepto de
progreso y bienestar, destruyendo el equilibrio del paisaje, recortan-
do los horizontes abiertos o destruyendo la serenidad del atardecer.
E incluso, adulterando el refresco edulcorado que nuestro esnob
lleva a la boca, mientras señala con el dedo la inmensa línea de apar-
tamentos monocordes que desfilan a lo largo de la playa. El aborto,
visto como dominio de la ciencia y de la técnica, podría asimilarse a
aquella naturaleza expoliada y destruida por el afán de consumo y
de ganancia.

2.9. La vida es un proyecto imposible, un absurdo carente de espe-


ranza

La conversación de los contertulios sobre el aborto, había pasa-


do de charla animada a debate acalorado y parecía derivar hacia la
repetición cansina. Discurría ya, incluso, de forma desordenada, con
diálogos cruzados entre participantes enfrentados. Los argumentos se
repetían y el tema daba muestras de agotamiento.
36 Buscando la felicidad

Rosa, la camarera amable que había servido los refrescos, no


había perdido ocasión de sumarse al corro de contertulios. Entre ser-
vicio y servicio se acercaba tímidamente al grupo, escuchando atenta-
mente lo que unos y otros opinaban. A veces miraba de reojo al soció-
logo francés y otras deslizaba furtivamente una mirada de admiración
y envidia hacia el delicado pañuelo de la dama japonesa, sembrado
de tulipanes. Por fin, en un momento en que los clientes la permitie-
ron una pausa, se sentó junto a la periodista, decidida a intervenir tam-
bién en el debate. Y lo hizo con una mirada perdida en la lejanía,
mientras acariciaba inconscientemente el pañuelo de la japonesa.
El lenguaje empleado por Rosa delataba familiaridad con la psi-
cología freudiana. De hecho, confesó de pasada haber estudiado psi-
quiatría y psicología aunque nunca tuvo la oportunidad de practicar
la profesión. A pesar de su voluntad de lucha por la vida, sus esfuer-
zos se habían reducido a proyectos imposibles. Se sentía reducida a
mercancía laboral en un mundo en el que la libertad se diluye en
pasión inútil. Alguien la acusó de perderse en retóricas evanescen-
tes. La objeción irritó a Rosa y en un acceso de autenticidad salió de
su boca una cascada de tópicos psicoanalíticos: frustraciones, trau-
ma, histeria, subconsciente, descarga emocional, tabúes, complejos,
pulsiones, represión, placer, neurosis, erotismo... La locuacidad de
Rosa parecía depositar en las palabras todo lo que permanecía mudo
en su interior. Incluso hizo alusión a una pesadilla que la atormen-
taba. Quien la había acusado de retórica evanescente, presentó ama-
blemente excusas.
Sosegada tras la excusa amable, Rosa perdió de nuevo su mira-
da en lontananza. Y habló del sinsentido de la vida, del imperio del
absurdo, de la evasión hacia la trivialidad, del triunfo de la mentira,
del tedio del bienestar, de la banalidad del placer. Su mirada perdi-
da parecía tocar a la nada en la lejanía. Lo que había escuchado a
los tertulianos, en su opinión, asemejaba fabulaciones tendentes a
tranquilizar las propias conciencias. Los discursos ensartaban men-
tira tras mentira camufladas bajo la honorabilidad de los razona-
Como Sócrates, platicando en el ágora sobre el aborto 37

mientos. Confesó que a veces la entraban ganas de morir. Ojalá,


llegó a decir, existiera un Dios capaz de devolver a nuestra socie-
dad un poco de amor y de esperanza.
El desahogo de Rosa tocaba a su fin. Un cliente reclamó un
refresco. Rosa volvió la cabeza insinuando una sonrisa forzada y acu-
dió a la mesa del solicitante. Mientras Rosa se alejaba, la periodista,
confidente de Rosa, susurró cuatro palabras: Rosa, la semana ante-
rior, había abortado una niña.

2.10. Coda: mas allá del relativismo en nombre de la razón

Aprovechando el silencio seguido al testimonio de Rosa, un


hombre de mediana edad y aspecto pulcro que desde la barra de la
cafetería y con disimulada curiosidad había seguido el debate a dis-
tancia, se acercó al grupo y anticipando excusas, pidió permiso para
intervenir en la tertulia. Faltaría mas, responde la periodista, mientras
ofrecía una silla cercana al recién llegado.
No todos aceptaron de buen grado la presencia del intruso. El
francés y el melenudo se alejaron temerosos de una reanudación del
debate. El recién llegado, sin embargo, temiendo una desbandada,
preguntó a quemarropa y sin otros preámbulos: ¿Ha pasado por la
cabeza de algunos de ustedes la palabra relativismo? El problema del
aborto ¿puede quedar reducido a destreza de charlistas, a diverti-
mento de ociosos o a retórica de virtuosos de la palabra?
La muchacha italiana pareció asentir con la cabeza. Y el recién
llegado adoptó una actitud profesoral ensalzando la distancia crítica
que requiere el ingrato ejercicio del pensar y que incluso los feno-
menólogos quisieron convertir en actitud de “espectador desintere-
sado”. El nuevo contertuliano mostró su rechazo, sin embargo, a no
tomar partido al menos a favor de lo que constituyó la quintaesen-
cia de la modernidad: el uso crítico de la razón para legitimar la vali-
dez de las normas y de los valores y el ejercicio responsable de la
libertad como avales de las conductas. Y concluyó mirando al ensi-
38 Buscando la felicidad

mismado alemán: Señores, con lo que no se puede funcionar en el


mundo moderno es con la ignorancia o la arbitrariedad. Kant habría
intervenido en este momento y recordado su famosa frase: ”atrévete
a pensar por ti mismo” y “ten coraje para obrar en coherencia con
tus convicciones personales”.
2
Poder y placer o las máscaras
de la felicidad

1. También en el cine existe lo clásico

Cuando un historiador del arte comenta una obra: el Partenón,


la Catedral de León, los frescos de la Capilla Sixtina; cuando un
director de orquesta interpreta la Pasión según S. Mateo de J. S.
Bach o la Novena de Bethoven; cuando un escritor glosa a Sófocles,
a Dante o a Cervantes; cuando un filósofo apostilla la Metafísica de
Aristóteles o la República de Platón, estamos ocupándonos de clá-
sicos. Se trata de creaciones del hombre a las que atribuimos un
valor ejemplar y proclamamos modelos de arte, de literatura o de
pensamiento. En ellas ha plasmado el hombre un ideal de perfec-
ción que perdura en el tiempo. Se nos presentan plenas de equili-
brio, de proporción y de armonía de formas. Son símbolos del buen
gusto, de la belleza objetiva. Por eso poseen para nosotros carácter
normativo.
También el cine ha tenido sus clásicos. El Film Ciudadano Kane
es uno de ellos. Ha sido considerada por la crítica mundial como la
mejor película de todos los tiempos. Una de las mayores joyas pro-
ducidas por el séptimo arte. Cuales sean las mascaras de la felicidad
en ella es el tema del presente texto.
40 Buscando la felicidad

Pudiera ser pertinente recordar algunos datos técnicos y artísti-


cos de Ciudadano Kane. Estrenos: Nueva York, 1941; Madrid, l966.
Director: Orson Welles. Protagonistas: Orson Welles y Dorothy Comin-
gore. Argumento y guión: Orson Welles y Herman Mankiewicz;
Música: B. Herrmann; nueve nominaciones para los Oscar de 1942.
Pero logrado solamente premio al mejor guión original.

2. La narración

El Film se inicia con la muerte del protagonista, Charles Foster


Kane, en su lujosa mansión Xanadú. Una abundante nevada rellena
el interior de un pisapapeles que Kane aprieta con su mano mien-
tras muere. La mano de pronto se abre y el pisapapeles rueda hecho
añicos por el suelo.
La narración cambia de escenario. Aparece un noticiario sensa-
cionalista en el que se inserta una breve biografía de Kane. El repor-
taje ofrece solamente una descripción breve de su vida y negocios.
Pero el interés informativo resta insatisfecho. Se desea saber algo más
sobre la biografía de un personaje que fue noticia.. Se trata, desde
este momento, de descifrar la ambigüedad que rodea la vida del influ-
yente Ciudadano Kane, magnate de la prensa de los Estados Unidos.
Para ello el periodista sabueso, Jerry Thompson, es encargado de
reconstruir y desentrañar la biografía. La estrategia consiste en recu-
rrir a varias fuentes de recogida de datos: a la segunda esposa de
Kane, Susan Alexander, a su apoderado y colaborador Bernstein, al
amigo Leland y a su mayordomo Raymond. Los datos, en efecto, per-
miten construir una biografía, pero en modo alguno descifran el mis-
terio que planea sobre Kane y su mundo. La pluralidad de versiones
de un evento introduce un fuerte componente relativista. Hubiera
habido ocasión para un diálogo fecundo, muestrario de disenso pero
también generador de consensos. Pero esto no sucede. Los puntos de
vista diferentes se mantienen en la lejanía de lo que la yuxtaposición
narrativa impone.
Poder y placer o las máscaras de la felicidad 41

El niño Charles Foster Kane hereda a los cinco años una gran
fortuna. Este hecho marca su destino. La vida infantil transcurría feliz,
entre juegos con el trineo de nieve, una naturaleza incontaminada y
bajo la mirada tierna de una madre tan severa cuanto afectuosa. Pero
la fortuna cambia su infancia al encontrarse con una herencia ines-
perada. Este episodio de la niñez podría proporcionar la clave de la
interpretación. El rol social de un futuro millonario parece exigir una
educación a tono con su futuro status social. Así lo entiende la
madre. Ello implica la ruptura y pérdida de un mundo infantil, pleno
de juego, de afecto familiar y de naturaleza. Y con ellos, de felicidad.
Aquello que todos tendríamos por “golpe de buena suerte”, una
herencia millonaria, se transforma en imposición fatal de una vida
infeliz. Lo que la diosa fortuna proporciona, incrementa los obstácu-
los para la existencia gratificante. La suerte se transforma en tortura
al bloquear la felicidad. Al incremento de dinero y de poder corres-
ponde la degradación moral. El dinero actuará en el futuro como
fuente de infelicidad: separación de la madre, internados puritanos,
disciplina rigorista. Uno de los encuestados lo ha intuido: “si no
hubiera sido tan rico, hubiera llegado a ser un gran hombre”. Cuanto
más la buena suerte rellena espacios de la ambición, tanto mayores
son los vacíos de experiencias felices. Tras las máscaras de la felici-
dad se ocultan ausencias de la misma.
El choque se inicia con la aparición en escena de un banquero a
quien la madre de Kane encomienda la educación de su hijo y la
administración de la herencia. Pero a pesar de los consejos de la
madre el niño rechaza cambiar su infancia feliz por la sofisticada vida
de un Chicago cosmopolita. Cuando años después puede administrar
la fortuna heredada, la invierte en la compra del Inquirer, un tabloi-
de amarillista de Nueva York en situación de quiebra. Ello exige una
nueva estrategia en la que la carencia de escrúpulos éticos pueda
reportar éxitos profesionales. Se recurre al sensacionalismo y a la difa-
mación. Estas tácticas permiten a Kane rondar los aledaños del poder.
Contrae matrimonio, incluso, con la sobrina del Presidente de los EE.
42 Buscando la felicidad

UU. Pero una relación adúltera le obliga a dejar la política. La gran


Depresión arrastrará después sus empresas al fracaso y su segundo
matrimonio naufraga en banalidad y aburrimiento. Kane se cierra
sobre sí mismo y se aísla, entregándose al coleccionismo de obras de
arte. La muerte le llega cuando la guerra mundial toca a su fin. Pero
un episodio final del film parece aportar la clave para interpretar su
vida. Cuando después de muerto son destruidas sus pertenencias,
algo banal, un trasto viejo, es arrojado al fuego: el trineo de un niño
que lleva grabado una palabra: “Rosebuch”.

3. Pluralidad de relatos

La película yuxtapone varias narraciones, que entrelazan mate-


riales diversos: hechos históricos, vivencias personales, episodios
románticos, escenas de la vida cotidiana, diálogos de opinión, des-
cripciones del ambiente de trabajo de un periódico... El hilo conduc-
tor del relato se torna opaco en su aparente simplicidad al diversifi-
carse los posibles horizontes de interpretación. Aquella palabra
“rosebuch”, sin embargo, reaparece en las encrucijadas de caminos
pretendiendo romper la ambigüedad.
El claroscuro de los escenarios incrementa la curiosidad. Y los
intérpretes proliferan. Se trata de una de las películas mas estudiadas
y comentadas de la historia del cine. De ahí que se acumulen las pers-
pectivas y puntos de vista de la interpretación. Las hermenéuticas
practicadas complican aún mas la cuestión y se desemboca en la anar-
quía de las interpretaciones. La ambigüedad viene impuesta por la
yuxtaposición de varios relatos significativos, correspondientes a los
diferentes testimonios sobre los que la investigación de desarrolla. De
ahí que el sujeto narrador aparezca fracturado y cada testigo desarro-
lle un discurso pautado sobre lógica diferente, lógica impuesta por los
diversos puntos de vista, intereses y valoraciones. La heterogeneidad
de los relatos acentúa más las contradicciones que las coincidencias.
Poder y placer o las máscaras de la felicidad 43

La opacidad alimenta la duda densa y los juegos de luces, a lo


Rembrand, acentúan sospechas. Cada episodio abre una puerta inter-
pretativa, que el siguiente cierra. La perspectiva lineal de la historia
quiebra y los sucesos enturbian la respuesta a la pregunta formulada.
Penumbra, ambigüedad, tensión. Y la pregunta persiste ¿quién fue el
ciudadano Kane y qué sentido tuvo su vida?
El rótulo “prohibido el paso” preside el portón de la inmensa
mansión donde la vida del protagonista discurre. Sus fotogramas, al
inicio y al final de la película, enfatizan que aquella vida, y quizás
toda vida, se mantiene en el misterio. La condición humana excede
las diferentes vías de acceso a su sentido y resta enigma abierto
durante toda la narración. Y las preguntas por su significado se rei-
teran. Pero en cada esquina del relato suena la misma palabra:
“Rosebuch”. ¿Qué significa Rosenbuch”? Ésta, en el prólogo, quiere
ser pregunta, pero pregunta carente de significado a lo largo del rela-
to. Al final, sin embargo, quiere aportar la respuesta, manteniendo el
enigma. El relato parece agotarse en una investigación fracasada.
Dados los destinatarios de este relato, gente interesada en los
aspectos éticos de las acciones humanas, nuestros análisis prescin-
den de aquellos aspectos técnicos o estéticos del film, tales como la
utilización del flashback, el tipo de lenguaje utilizado, la banda musi-
cal, el entorno económico (New deal), los elementos decorativos, las
prestaciones de los actores, la estructura de la narración, las técnicas
de montaje, etc. Dejamos que sobre estos asuntos discutan los cine-
astas o los artistas. Nos interesa solamente aquello que tiene que ver
con el trasfondo filosófico, más concretamente, aquello que concier-
ne a la ética psicológica y a la filosofía política, que subyace a la
narración. Nos interesa destilar aquellas ideas y valores ético-políti-
cos que los episodios, los diálogos y los comportamientos escenifi-
can y que constituyen parte sustantiva del relato.
Entre aquellas ideas, una nos parece planear sobre la totalidad
de la historia. La pretendo expresar con la fórmula máscaras de la
felicidad. Bernstein, el apoderado general de Kane, entrevistado por
44 Buscando la felicidad

el periodista sabueso, confiesa en un momento de la conversación:


“El señor Kane no era sólo dinero lo que quería”. La pista clave de
la interpretación se abre. Lo acumulado por Kane: dinero, poder,
fama, adulación... no agota lo que buscaba. Además de eso, anhela-
ba amor y felicidad. Pero ambos le rehuyen. De ahí la esquizofrenia
de su modelo de acción y los problemas en que se ve envuelto.

4. El conflicto de las interpretaciones

4.1. La interpretación psicoanalítica

El film se inicia con la escena de la muerte del protagonista. Pero


la escena, más que resaltar la agonía de una persona, enfatiza una
extraña palabra que sale de la boca del moribundo: “Rosebuch”. Esta
recubre de misterio a partir de entonces los diferentes episodios del
Film. Es palabra que se reitera en las encrucijadas decisivas de la bio-
grafía. Los interpretes acumulan interrogantes e hipótesis. Para
muchos, “Rosebuch” sería el símbolo que evoca escenas de la infan-
cia, de una existencia en la que aun la felicidad está presente en su
forma originaria, en la que no aparece camuflada tras máscaras. Es
lo que Kane mantiene fuertemente asido entre sus dedos hasta que
la muerte se lo roba. Esta, la muerte, no solo destroza la felicidad
posible. Bloquea cualquier búsqueda de la misma. Jerry Tompson, el
periodista sabueso, presiente al final de la película que la solución
del enigma pudiera estar cercana: “es posible, dice, que Rosebuch
fuese algo que Kane no pudo conseguir o algo que perdió”. De ser
así, el rompecabezas estaría resuelto. La felicidad únicamente estuvo
presente en la infancia.
A continuación había aparecido un objeto simbólico: el trineo de
niño. Éste, trasto preferido en los juegos de infancia, se convierte en
símbolo de una niñez perdida y de un mundo pleno de felicidad.
Pero la felicidad de la niñez se ausenta para siempre y nunca rea-
Poder y placer o las máscaras de la felicidad 45

parecerá tras las máscaras del futuro poder. Se insinúa con ello un
conflicto freudiano entre las tendencias del niño a la espontaneidad
de la vida y las exigencias de los superegos sociales. El que
“Rosenbuch” sea el rótulo del trineo con el que el niño Kane alcan-
zó la felicidad, mantiene la sospecha de que cuando la palabra insis-
tentemente reaparece en las encrucijadas de la vida, lo que prima es
el esfuerzo de Kane por recuperar el paraíso de una infancia, con-
sistente en vida afectiva y naturaleza.
Vistas de ese modo las cosas, la respuesta parecería venir de la
mano del psicoanálisis. Pistas en este sentido abundan. El ego freu-
diano emerge con toda su carga de conflictividad neurótica y de
inconsciente reprimido. Una regresión a experiencias de infancia,
una sospecha teñida de erotismo, una frustración emotivo-sentimen-
tal en el matrimonio, una búsqueda del amor prohibido... Todo ello
desenmascara un universo pulsional que aspira a ser satisfecho. Pero
un super-ego social potente, hecho de dinero, poder, tabúes cultura-
les y tópicos colectivos, bloquea con sus poderes la pulsión funda-
mental que pugna por salir a superficie. Los deseos de felicidad son
censurados en su raíz originaria y las máscaras recubren de aparien-
cias respetables los fracasos. El poder y el dinero se tornan válvulas
de escape y realización de un subconsciente reprimido... De ahí que
la vida de Kane, buscador de felicidad y amor, se torne conflictiva,
desplegándose no en secuencias de racionalidad sino en tendencias
impulsivas.
La frustración emotiva atraviesa los episodios de la vida de
Kane: la soledad de los esposos rodeados de lujo; el tedio de la
segunda esposa en el inmenso salón, la insatisfacción de las escenas
de ocio, la caravana de la excursión campestre, mas parecida a cor-
tejo fúnebre que a regocijada merendola, la desesperación del mari-
do abandonado...Era todo lo que rellenaba un vació que, sin embar-
go, mantenía su oquedad. La existencia se torna conflictiva, porque
el poder aporta fracaso, el amor odio, el lujo pobreza y la compañía
soledad. De ahí que el ego aparezca en conflicto consigo mismo y
46 Buscando la felicidad

con su entorno. El acervo de fuerzas latentes acumuladas en el sub-


consciente pugna por descargarse en una actividad sublimada que
libera energías pero que mantiene al hombre en su conflictividad.
Las relaciones humanas se cargan de tensión. La realización de los
sueños de poder y riqueza se desenmascaran como nuevas frustra-
ciones de una vida insatisfecha.

4.2. La interpretación sociológica

Si vivencias personales y reiteración de elementos simbólicos


aportan sugerentes materiales para una interpretación psicoanalítica
de Ciudadano Kane, tanta o mayor relevancia posee el contexto
sociopolítico que refleja y que llena la mayor parte de los episodios
narrativos. Fragmentos de una totalidad social, troquelada por el capi-
talismo salvaje y la constelación de valores-contravalores del mismo
impregnan cada fragmento de una narración que quiere ser contra-
fáctica y alternativa, crítica y destructiva y que, sin embargo, se mues-
tra incapaz de escapar de las redes de la sociedad que la engendra. La
sordidez de las vidas privadas, –escenas de vida matrimonial tanto de
la primera como de la segunda esposa– el aburrimiento de los episo-
dios de ocio, la sordidez de los ambientes populacheros, la prepoten-
cia petulante y desfachatez de los políticos en las escenas del mitin, la
carencia de escrúpulos en la lucha por el poder, la fatuidad de los
artistas en la escena de las clases de música, el chantaje laboral en la
coacción al crítico de arte, la competitividad desenfrenada en la lucha
por el éxito, la ausencia de criterios morales en la estrategia informa-
tiva... configuran un mundo transido de pesimismo y carente de espe-
ranzas. Ciudadano Kane poseería, en este caso, el valor de símbolo de
un tipo de sociedad a la deriva en un océano de egoísmo, mentira,
corrupción, insolidaridad, desamor, inhumanidad e infelicidad.
En tal perspectiva, muchos vieron en la película una biografía-
alegato, tendente a denunciar las manipulaciones de un personaje
histórico, de cuya biografía el film reproduce episodios fundamen-
Poder y placer o las máscaras de la felicidad 47

tales. Se trataría de una denuncia en clave cinematográfica de las


andanzas por el mundo de las finanzas y de la información del pode-
roso magnate de la prensa americana, Willian Randolph Hearst. Los
paralelismos entre las andanzas del protagonista de la película y la
biografía de Hearst avalan esta interpretación. Ambos dirigen con
éxito periódicos de tinte amarillista, ambos exhiben riquezas millo-
narias, ambos se presentan como candidatos al gobierno de Nueva
York, ambos residen en una opulenta mansión plena de objetos de
arte, ambos mantienen una relación extramarital con actrices medio-
cres del espectáculo... Las coincidencias, de hecho, resultaron llama-
tivas en exceso y Hearst se sintió señalado por el dedo. De hecho,
sus esfuerzos por evitar la presentación del film parecen avalar aún
esta hipótesis. El film, en este sentido, retrataría al magnate de la
prensa filofascista y amigo de cualquier forma de integrismo.

4.3. La interpretación ético-política

Leída la narración en clave política, su tema central mostraría la


frustración del poder de un personaje que lo busca con intensa volun-
tad nietzscheana. Todo ha de hacerse conforme a mis normas, espe-
ta Kane al subordinado que las cuestiona. La prepotencia impregna
un estilo de gestión y un sistema de relación con los empleados del
periódico. En tal hipótesis, el poder se mostraría como la máscara
mas embustera de la felicidad.
El resultado, sin embargo, aparece transido de nihilismo existen-
cial. El protagonista, como todo el que se cree superhombre, desplie-
ga su ego exacerbado en megalomanías, transformadas en máscaras de
una felicidad que se torna imposible. La fachada de una vida aparen-
temente triunfal: éxito profesional, opulencia económica, fama social,
lujosas mansiones, bellas mujeres, influencia política... es fachada que
recubre la ausencia de felicidad y el fracaso personal. Los oropeles
externos no se corresponden con las sordideces de la intimidad. El
imperio de medios de comunicación, una mansión grandiosa, una
48 Buscando la felicidad

conducta plena de tics ampulosos: la diva de ópera como amor, la


acumulación de objetos de arte como prestigio..., no logran llenar los
vacíos. Aquella voluntad de felicidad no se alcanza en la manipulación
del periodismo, en la búsqueda del liderazgo político, en la servidum-
bre del amor a la fuerza, en la adulación como relación interpersonal...
El despliegue de poder y de dinero, en lugar de aportar felicidad, la
suplantan con máscaras como la adulación o el servilismo.
El problema del poder siempre proporcionó quebraderos de
cabeza sin cuento a filósofos, narradores y poetas. Su origen, su legi-
timación, su amplitud, su uso. Las religiones y los mitos abundan en
episodios en los que el poder protagoniza la acción. Desde el bíbli-
co “seréis como dioses”, que acarrea la expulsión del paraíso, a la
nietzscheana voluntad de poder, desfilan incontables testigos y testi-
monios sobre el poder. Los mitos lo presenta como fuente de con-
flictos entre los dioses y los mortales. La religión lo recubre de un
halo de sacralidad y misterio e incluso encuentra en él rasgos divi-
nos. Desde el chamán al Júpiter tonante encarnan el poder hechice-
ros y dioses, Ángeles y demonios, reyes y dictadores. El poder
encarna fatalidad y ésta le vincula a experiencias que escapan al con-
trol de los humanos: el nacimiento, la muerte, la tormenta, el terre-
moto, la guerra, el volcán. La brujería y la magia lo escenifican en
aquelarres y nocturnos.
Sobre la narración de Ciudadano Kane planea una intensa refle-
xión sobre la dimensión moral del poder, sus estrategias y sus fraca-
sos. De sus múltiples significados, la película escenifica el poder, al
menos, en cuatro aspectos:
a) El poder como misterio. El protagonista irradia poder en múl-
tiples direcciones: economía, política, sociedad, y, sin embar-
go, su vida aparece cargada de ambigüedad y contradiccio-
nes. Es un misterio. La adquisición del poder se vincula a
eventos incontrolables: el nacimiento, el azar, la suerte, una
cultura dominada por fuerzas irracionales.
Poder y placer o las máscaras de la felicidad 49

b) El poder como fracaso. Fracaso del poder político cuando éste


se encuentra al alcance de la mano a causa de un episodio
de infidelidad, fracaso del poder económico en la quiebra de
las empresas durante la gran Depresión, fracaso en el inten-
to de transformar a su segunda esposa en diva de ópera, fra-
caso en los alardes de amor al arte mediante la adquisición
de obras que ni siquiera son desembaladas.
c) El poder como perversión: desnaturalización del poder del
demos (democracia) y su perversión mediante la manipula-
ción de la información. Los vicios del periodismo lo posibi-
litan: amarillismo informativo, manipulación de la opinión
pública, populismo pedante, corrupción política. Los episo-
dios narrativos y los diálogos entre los personajes aportan un
excelente análisis histórico-social y también psicológico de la
formación de un plutócrata amoral, a cuyos pies se rinde una
sociedad sin escrúpulos.
d) El poder como máscara de una emotividad frustrada. Es lo
que transmiten la experiencia infantil de una madre que pos-
pone el afecto al egoísmo, el fracaso en el amor en dos
matrimonios, el gozo de la servidumbre ante el naufragio del
amo que sometió a vasallaje servil a servidores desleales. El
ego exacerbado se despliega en egoísmos inconfesables, en
prepotencias desmesuradas, y a la vez, en debilidades camu-
fladas y en frustraciones íntimas.

4.4. La interpretación romántica y la perversión del amor

Un amigo de Kane, Leland aporta al periodista sabueso otra


clave para descifrar el secreto de la vida de Kane: la vida de Kane
como persistente fracaso en el amor y en la amistad. La conversación
con Leland introduce los temas del amor, de la fidelidad, del egoís-
mo. Kane “hizo todo por amor”, afirma aquél en un determinado
momento. Pero el amor que pretendía encontrar en el matrimonio,
50 Buscando la felicidad

en la política o en los compañeros estaba corrompido por el egoís-


mo, por el amor a sí mismo. De ahí las persistentes frustraciones: La
imposible amistad con Leland, el doble fracaso matrimonial. Kane se
olvida de que el amor no se impone con prepotencia ni se compra
con riqueza. El amor se regala y se entrega sin condiciones ni con-
trapartidas.
La discusión con la segunda esposa, el “tú no buscas amor, quie-
res servidumbre”, denota la mayor perversión de la relación inter-
personal. Cuando la sustancia del amor y de la amistad se corrom-
pe, las bases de la convivencia se destruyen. Es lo que sucede a
Kane en sus dos matrimonios. El amor se reviste en ellos con la más-
cara del dominio y por ello genera el odio del amado. En lugar de
entrega generosa, Kane entiende el amor como exhibición de poder
y de riqueza, como expresión de una veneración narcisista a un ego
insatisfecho. Porque cuando el poder es voluntad nietzscheana de
dominio y posesión imposibilita las relaciones entre amantes y ami-
gos, entre compañeros y colegas. De ahí que Kane se vea abocado
irremediablemente a la soledad de su mansión. La segunda esposa,
al abandonarle, le reprocha destruir el amor con la imposición, la
generosidad con el deber. Amor y egoísmo se excluyen. El fracaso
del poder llega a su cenit en la escena del abandono por parte de la
segunda esposa y el desfile del otrora engreído y ahora humillado
protagonista ante una servidumbre otrora servil y complaciente y
que ahora simula compasión entre miradas transidas de odio.

5. La felicidad frustrada y sus máscaras

5.1. Los juegos de lenguaje y sus falacias

Wittgenstein nos legó su teoría sobre los juegos de lenguaje para


mostrar la multiplicad de significados de los hablantes de la sociedad
pluralista. No parecen existir verdad sino verdades, tantas cuantas
Poder y placer o las máscaras de la felicidad 51

personajes hablan. El lenguaje se tiñe de subjetivismo epistemológi-


co coloreando las narraciones y los juicios de relativismo. Las mismas
palabras no significan las mismas cosas. El resultado es la ambigüe-
dad y la proliferación de falacias, a causa de la trasposición de jue-
gos de lenguaje heterogéneos: político, económico, personal. Todo
ello envuelto en una visión pesimista y maniquea del mundo, la cual,
al flagelar los vicios, muestra carencia de principios morales. Esa
carencia deriva en pesimismo, dado que por parte alguna asoman ini-
ciativas de redención. La conducta de los personajes, por ello, se
desarrolla en la oscuridad, apenas rota por retazos de luz indetermi-
nada. El buceo en la intimidad de Kane revela un espacio de caren-
cias que contrasta con la abundancia opulenta de la exterioridad que
le rodea.

5.2. La carencia de respuesta a la condición humana

Si la acumulación de hechos heterogéneos permite justificar el


pesimismo existencial que impregna la narración, la carencia de un
sistema alternativo de verdades y valores veta estar abiertos a la
esperanza. La biografía de Kane se despliega como una gran metá-
fora del vacío: la vacuidad de las grandes estancias de Xanadú, la
ausencia de los otros en la soledad, la penumbra de las situaciones,
el aburrimiento de los pasatiempos. Todo es oquedad. Las escenas
finales del desguace de la opulenta mansión, con la hoguera que
reduce a cenizas las otrora máscaras de la felicidad, muestra el sin-
sentido de los afanes de Kane, y el absurdo de todo lo que poseyó.
Todas las propuestas de felicidad que ensaya el protagonista: la
posesión del poder, el éxito en la gestión, la acumulación de dine-
ro, la satisfacción del eros, el logro de la fama –se dice en un pasa-
je que las noticias del Inquirer carecían de significado ante lo que
absorbía toda la notoriedad: Kane como noticia–, ... ensartan un
rosario de fracasos que se salda con la reclusión en la soledad de la
mansión y los recuerdos de un posible mundo feliz de infancia. El
52 Buscando la felicidad

triunfador en la vida que lo “tenía todo” parecía cumplir el conoci-


do dicho de Kierkegaard respecto al sistema hegeliano. Se había
construido un inmenso castillo para vivir después a sus afueras en
un cobertizo.
A pesar de las a apariencias de justicia y servicio de las que
Kane hacia ostentación, su proyecto de vida carecía de sustancia
moral. Sus comportamientos traen al recuerdo aquellas páginas de
la Fundamentación de la metafísica de las Costumbres en las que
Kant desenmascara y fustiga a los egoísmos camuflados en forma de
filantropía. El mundo personal de Kane no contenía medicina moral
para sanar las patologías diagnosticadas en los episodios. De ahí la
desesperación final del protagonista y su reclusión en la soledad. El
acceso de rabia ante la marcha de la segunda esposa, la destrucción
de expresiones de aquella felicidad ficticia: fotos de eventos, vajilla
ostentosa, dosel del lecho nupcial, mobiliario lujoso y el patético y
procesional desfile entre la servidumbre congregada que contempla
con horror, compasión y también odio aquel destino fatal, chorrean
gotas de aquel existencialismo desesperanzado de entreguerras que
si ciertamente no aportaba respuestas al sentido de la vida, si acu-
mulaba inquietantes preguntas sobre un civilización que pretendía
tenerlas.
Un relato, a primera vista seco y profesional, encubre, pues, una
magnífica fábula moral en la que se dan cita deslavazada los ingre-
dientes de quienes entendieron la ética como un proyecto posible de
vida. Tras los eventos narrados se oculta la tragedia de una intimidad
personal y el sinsentido de una sociedad desgarrada. Los diferentes
intentos de penetrar en la vida del protagonista restan baldíos y la
narración muestra el fracaso de sendos proyectos: el de una vida per-
sonal y el de una sociedad fracturada por las ambiciones de poder.
La biografía del ciudadano Kane narra la historia de una gran equi-
vocación, de un gran error. El error, habría sentenciado Aristóteles en
los inicios de su Ética a Nicomaco, de quien busca la felicidad en
aquello en donde ésta no se encuentra.
Poder y placer o las máscaras de la felicidad 53

Por todo lo dicho y por todo lo que no he logrado decir, por las
muchas cosas que aun esperan ser escritas y por las escritas que no
he alcanzado a leer, no parece ser injusto, aunque sí quizás dema-
siado excluyente, el tópico que afirma de Ciudadano Kane ser la
mejor película de la historia del cine.
3
Religión y eutanasia o sobre
el sentido de la muerte

1. Compañeras de viaje: la ética y la religión

La religión y la ética han sido desde siempre compañeras de


viaje. Unas veces para colaborar, otras para dialogar, otras para com-
petir y otras para discrepar. Así fue en las épocas arcaicas de cultura,
en las formas filosóficas de reflexión e incluso en las sociedades
modernas. Ética y religión aparecen en simbiosis profunda en las cul-
turas tribales, pero también en la polis platónica, en las Sumas de
Tomás de Aquino o en la Razón práctica kantiana. Ética y religión
han poseído desde siempre zonas comunes en aquellos campos
nombrados con los términos de felicidad, bondad, virtud, norma,
deber... campos que concretan los contenidos de lo que agrupamos
bajo el rótulo de “aquello que concierne al sentido de la vida” y a las
acciones y decisiones humanas que tienen que ver con él.
Se precisa llegar hasta el mundo contemporáneo para que aque-
lla simbiosis se debilite y ello a causa del fenómeno conocido como
secularización, según el cual las categorías religiosas son expropia-
das de su significado y alcance originario y adquieren un nuevo uso
semántico vinculado no a instancias trascendentes sino a entidades
mundanas o seculares. Se introduce en este caso una ruptura, que
progresivamente se acentúa y que genera una duplicidad de campos
56 Buscando la felicidad

de reflexión y de acción, campos que tienden a organizarse según


una racionalidad especifica propia de cada uno, es decir, según una
Zweckrationalitat, o “racionalidad conforme a fines”, según la cono-
cida terminología weberiana. Ésta prescinde de la legitimación racio-
nal de los valores últimos que la orientan, valores confinados en el
ámbito dominado por la decisión voluntarista, para interesarse úni-
camente por la relación de eficacia que media entre unos determi-
nados medios a emplear y unos presuntos fines a conseguir.
Aceptadas la pluralidad y la autonomía de esferas de la realidad
sociocultural, los tipos de razón se diversifican en correspondencia
con el ámbito social en el que unos determinados medios se ponen
al servicio de determinados fines. La religión y la ética no escapan a
tal estructura del pensamiento y de la cultura modernos. En un
mundo secular tienden a diferenciarse en finalidades y medios desa-
rrollando estrategias prácticas y juegos de lenguaje paralelos pero no
homologables. La una, la religión, gira en torno a los conceptos de
misterio, salvación y sentido de la vida. Se nutre de creencias sedi-
mentadas en lo que algunos llaman una cosmovisión y afecta intensi-
vamente el ámbito personal de los individuos. La otra, la ética, se cen-
tra en las ideas de deber y justicia y se construye sobre argumentos
de razón, que tienden a ser codificados en normas de alcance uni-
versal. Las conexiones e interferencias de una y otra, de la religión en
la ética y de ésta en la religión, sin embargo, persisten, creando un
campo de colaboración y a veces de tensión en el que la autonomía
de una y otra resta problemática. Ambas continúan hablando de las
mismas cosas: bien, virtud, felicidad, norma, deber... si bien aunque
los juegos de lenguaje persistan en el uso de las mismas palabras,
éstas, sin embargo no significan las mismas cosas.
Aquella disociación se acentúa bajo presión del clima cultural del
nuestra época, etiquetado por algunos con la palabra postmodernidad
y que se corresponde con una percepción de la realidad en la que ésta
viene dada no como totalidad sino como fragmento, no como histo-
ria global sino como anecdotario biográfico, no como hecho social
Religión y eutanasia o sobre el sentido de la muerte 57

sino como experiencia individual. Lo que denominamos visión global


de la vida, vertida en cosmovisiones o sistemas filosóficos compactos,
pierde terreno a ventaja de percepciones parciales y pasajeras de las
cosas, en las que prima el fragmento sobre la totalidad, el individuo
sobre la colectividad, lo pasajero sobre lo permanente, lo diferente
sobre lo idéntico, lo singular sobre lo universal. Todo ello vertido en
un lenguaje autoreferencial y narcisista en el que priman no la racio-
nalidad y las normas sino las vivencias personales. Tal percepción de
la vida presupondría una segunda secularización, consistente en que
las palabras pierden ahora su significado metafísico y normativo para
ponerse al servicio de un expresionismo de la subjetividad, que trans-
forma el hablar en retórica, la obligación en compromisos ocasionales
y los valores en preferencias débiles. Todo ello envuelto en un ropa-
je estetizantes y en estilos de vida no carentes de hedonismo.
Tal clima cultural estimula una percepción y valoración de los
fenómenos de la vida sobre pautas diversas a la argumentación racio-
nal y al dogma religioso. Los dos grandes mitos de la cultura moder-
na, la razón y el progreso, se diluyen en experiencias personales
pobres en reflexión y en compromisos duraderos. La vida se experi-
menta como cambio en donde las formas convencionales de confi-
gurar las identidades colectivas e individuales: tradición, cultura, soli-
daridad de clase o cohesión de grupo se resquebrajan bajo presión
de las rupturas de una historia sometida a mutación rápida e ince-
sante. Lo que el individuo afronta cada día no se vincula a pasado y
futuro alguno sino al carpe diem, al afán cotidiano. Pero este viene
dado como experiencia débil y frágil de la vida, tal como esta es
representada en una cultura de la imagen constantemente modifica-
da. La realidad sociocultural se difumina a medida que las técnicas y
estrategias la colonizan, creando un mundo virtual que tiene poco
que ver con la verdadera sustancia de la vida. Esta es suplantada por
lo que las imágenes muestran y que a menudo se agota insustancial-
mente en su reducción a mera imagen. El día a día se transforma en
moda, estilo pasajero y exhibicionista que no sedimenta poso estable
58 Buscando la felicidad

alguno sino comportamiento cosmético evanescente y circunstancial.


Lo que en un determinado momento la publicidad vende, se reduce
por su falta de calidad a material desechable que de hecho es some-
tido con rapidez a reciclaje.

2. Cultura de la imagen y existencia ficticia

La cultura de la imagen generada por los medios de comuni-


cación producen una existencia ficticia. Cultura fantasiosa que nos
trasporta a un imaginario colectivo que recuerda al de Alicia en el
país de las maravillas. Se trata de realidad ficticia, generada en las
imágenes que ofrecen entretenimiento y diversión. Los tradicionales
componentes de una ética sustantiva: la felicidad, el deber, la norma
y la virtud se recubren de apariencia (Schein) en donde ni siquiera
el nihilismo fuerte de Nietzsche o del existencialismo de entregue-
rras tienen cabida. La realidad configurada por el instrumental me-
diático no llega a tales planteamientos. Resta varada en la imagen
cuya sustancia se agota en la imagen misma transmitida por la publi-
cidad o hecha valer por imperativos del mercado consumista. Pero
aquel imaginario colectivo sí posee valencia ideológica en cuanto
que se despliega en razonamientos con pretensiones de cientificidad
cuando lo que tras sus discursos anida son intereses espurios de
mercado o de poder. El que la psicología detecte en tal sociedad
abundancia de situaciones de descentramiento o estrés no carece de
explicaciones en una cultura carente de polos de referencia estables
y de pautas consistentes de acción.
La percepción cambiante y fragmentada de la vida anula los espa-
cios de la reflexión, dado que la realidad social viene dada como noti-
cia, flash o suceso maquillado o exhibición individual. Aquí la verdad
ya no se encuentra en el sistema, como diría Hegel, ni en la férrea
estructura de un bloque filosófico coherente y dogmático. Las rela-
ciones e interacciones sociales configuran un tapiz multicolor, consti-
tuido por retales yuxtapuestos, pero carentes de pegamento o sutura
Religión y eutanasia o sobre el sentido de la muerte 59

axiológica que funcione como adhesivo. La fuente del conocer es la


imagen, breve y pasajera, ofrecida a saltos discontinuos, el retazo bio-
gráfico, fluido, canalizado por los “medios” informativos: televisión,
cine, fotografía. La vida, con ello se torna narración, espectáculo y
entretenimiento ocasional, produciendo un quid pro quo, según el
cual lo que deberían ser signos significativos de una realidad sustanti-
va suplantan esa realidad, generando una nueva bajo presión de la
imagen. La realidad tiende a reducirse a secuencias de imágenes por
el poder de la imagen misma. En esa dialéctica realidad-imagen las
cosas se tornan opacas o transparentes no mediante el recurso a con-
ceptos o leyes sino a una iconografía autoreferencial. La cultura y sus
valores se retroalimentan de ficción y la vida deriva hacia espectáculo
de masas en donde los humanos intercambian los papeles de actores
y espectadores en el show de la comedia cotidiana.
La constelación de valores en la que el fenómeno moral se ins-
cribe está sometido también a los factores que acuñan esta peculiar
situación cultural. La percepción de los valores, de los deberes y de
las normas se modifica en una sociedad caracterizada por la movili-
dad, el intercambio, la migración, la pluralidad, la multiculturalidad. La
calidad de las conductas se calibra por la seducción de lo diferente, la
singularidad de lo personal, lo intransferible de lo subjetivo. Pluralis-
mo singularizante sobre el que planea aquel relativismo axiológico
magistralmente expresado por el dicho popular nada es verdad ni
mentira porque todo es del color del cristal con que se mira. Las ten-
dencias homogeneizantes y niveladoras que la aldea global impulsa
significan ciertamente que nadie puede sentirse ajeno y extraño a lo
que acontece en el mundo pero también que si alguien quiere afir-
marse en ese mundo debe oponer a él aquello que de intransferible
y peculiar alimenta su expresividad personal. La mezcla de culturas
impulsa la homogeneización de valores, pero también fomenta las sin-
gularidades y las identidades de las diferentes tradiciones. En ellas los
individuos compiten por reafirmar una singularidad que la globaliza-
ción amenaza con disolver en meras identidades formales.
60 Buscando la felicidad

La ética y la religión, en tal situación, se ven privadas de los


soportes metafísicos tradicionales y obligadas a recalar en zonas
de deber blando y de creencia débil. Venerables virtudes de la tra-
dición judeocristiana como el amor a Dios y al prójimo, el valor
redentor del dolor o de la muerte, la eficacia de la ascética o de
la renuncia restan tan marginadas como aquellos otros que el
imperativo categórico kantiano homologaba a mandatos divinos:
el deber, la universalidad, el altruismo y la racionalidad ilustrada.
En un clima cultural fragmentado por la multiculturalidad y el indi-
vidualismo, los referentes comunes que anteriormente compartían
la ética y la religión y que las convertía en cosmovisiones, tienden
a difuminarse, de modo que ambas pierdan vínculos recíprocos y
tiendan a constituir compartimentos estancos, en cuyos espacios
aislados los individuos solventen las cuestiones que anteriormen-
te aparecían cohesionadas en un sistema o incluso homologadas
en una misma función.
La multiculturalidad de nuestras sociedades incrementa la hete-
rogeneidad de significados de las palabras. Cuando un hablante
habla, expresa vivencias y utiliza conceptos que añaden un proble-
ma a solventar: el de la comprensión e interpretación de su sentido
y significado. Es por ello por lo que tanto en la ética como en la reli-
gión adquiere relevancia la hermenéutica como método de interpre-
tación. Cuanto G. Vattimo calificó a la hermenéutica como la koine,
idioma cotidiano de nuestra situación cultural, estaba reconociendo
un hecho mostrenco. Que al desaparecer la sustancia de la que nos
hablaba la metafísica, nuestras formas de comunicación derivan
hacia palabrería huera, recubierta a menudo de retórica estetizante
de lenguajes cuyo principal problema es el llegar a ser comprendi-
dos. De ahí la relevancia que cobra la Hermenéutica como método
para la comprensión de la acción humana en un mundo en el que
los sentidos de los lenguajes tiende también a diversificarse y pose-
er lógica propia.
Religión y eutanasia o sobre el sentido de la muerte 61

3. Un riesgo de desencuentro: la eutanasia

Si el precedente encuadre podría servir de marco para el plantea-


miento y solución a múltiples problemas morales por los que tanto la
ética como la religión se interesan, tal situación afecta de modo muy
relevante al problema en concreto que aquí nos ocupa: al de la muer-
te en una de sus manifestaciones hoy en día mas controvertidas: la
eutanasia. La relación ética-religión en este asunto adquiere altos nive-
les de tensión porque en ella se dan cita aquellos elementos básicos
en los que decíamos que la religión y la ética venían encontrando
zonas fronterizas y campos de interacción: sentido de la vida, legiti-
mación de las normas, percepción de valores, imperativos de obliga-
ción o exigencias de virtud, racionalidad de las decisiones personales.
Dos casos concretos: el de la Sra. Schiavo en EEUU y el de R.
Sampedro en España, han escenificado de modo paradigmático el
problema. En ambos la realidad ha sido convertida en imagen por
la escenografía mediática, de modo que la realidad se vea afectada
por aquella desusbtancialización de la ética a la que antes aludíamos.
Tal vaciamiento de sustancia ha sido suplantado por la logomaquia
de la prensa o la iconografía de las pantallas.

3.1. ¿Es reducible lo bueno a legalidad formal?

En el primero de ellos, el protagonizado por la Señora Schiavo, la


relación religión-eutanasia padece aquel reduccionismo del espacio
público a legalidad, característico del Estado de Derecho moderno, en
el que la ética se diluye en normatividad formal. Sus victimas son aque-
llos elementos preconceptuales y preformativos que configuran el
mundo de la vida personal, entre los que destaca la religión. El pro-
blema se plantea y solventa en el encuadre de la separación entre reli-
gión y Estado, entre creencias personales y derecho público, que la
constitución de los EEUU consagra y que sustenta aquel sistema dua-
lista de la complementariedad público-privado, a que tan proclive es el
62 Buscando la felicidad

liberalismo. Situados en él la resolución del caso se efectúa siguiendo


el dictamen de los jueces, teniendo como resultado una acción correc-
ta desde el punto de vista legal. El postulado kantiano de la objetivi-
dad y universalidad de los principios morales se cumple, si bien a costa
de aquellos que la axiología fenomenológica pretendería posterior-
mente rehabilitar en el mundo moral: que en las vivencias de la vida y
de la muerte, la racionalidad de lo legalmente correcto no agota los
matices más íntimos de la experiencia humana. Es todo aquello que los
padres de la Sra. Schiavo y la sensibilidad de colectivos religiosos de la
sociedad americana pretendieron hacer valer. H. Kelsen y M. Weber,
presumiblemente, hubieran estado de acuerdo con la solución dada al
caso. Para el primero, se habría aplicado un derecho puro, liberado de
las irracionalidades ideológicas que impregnan la ética y la religión.
Habría triunfado el mito moderno de la razón cartesiana. Para el segun-
do, Weber, los datos sociológicos del espacio público, neutrales en
cuanto a valores y regulados por el derecho positivo, avalaban una
solución concorde con una ética de la responsabilidad (Verantwor-
tungsethik) atenta pragmáticamente a las consecuencias de las decisio-
nes humanas y regida por el principio de justicia. Pero la esfera de la
subjetividad, aquella en donde impera la ética de las convicciones
(Gesinnungsethik), en la que priman las fidelidades del agente a sus
personales creencias y valores habría experimentado una profunda
decepción. Por eso la religiosidad de padres y amigos de Mrs. Schiavo
impulsó la protesta contra las imposiciones de una legalidad meramen-
te externa, cuyo respeto a la objetividad de los datos conculcaba la
vivencia subjetiva de valores de un colectivo leal a su mundo vivido.
El caso de la Señora Schiavo, por tanto, reproduce la tensión que
la modernidad genera entre religión y razón. Dos actitudes colisio-
nan: padres, amigos, correligionarios, por un lado; jueces, poderes
públicos, sociedad civil, por otro. De haber comentado el caso
Pascal, habría dicho que la solución había ignorado las razones del
corazón. En ambas posiciones se reflejan, por consiguiente, solucio-
nes opuestas a las relaciones ética-religión. La respuesta de aquellos
Religión y eutanasia o sobre el sentido de la muerte 63

en los que ética y religión representan vivencias precategoriales y


prenormativas y la de aquellos para quienes la ética se reduce a nor-
mativa secular administrada por los jueces, y la religión a decisiones
personales válidas en ámbito privado.

3.2. ¿Se agota en estética el sentido de la vida?

El segundo caso, la escenificación de la eutanasia en el film Mar


adentro, transmite un mundo personal codificado en imagen, cuyo
trasfondo rezuma postmodernidad. El relato, circundado por un tan
persistente como eficaz halo estético, está colmado de episodios
autoreferenciales, de individualismo exacerbado, de afectividad oca-
sional y de narración anecdótica. En todos ellos la ética fuerte de la
norma, del deber y de la virtud, con aspiraciones a validez univer-
sal, es sustituida por una ética de la compasión y de la anomía, no
carente de exhibicionismo narcisista.
En Mar adentro se respira una atmósfera postmoderna, que su
director Amenábar no consigue poner en conceptos pero sí logra
expresar eficazmente en imágenes. El esteticismo que planea sobre el
relato habría quebrado los nervios de S. Kierkegaard al comprobar éste
la inutilidad de su doctrina de los tres estadios: el estético, el ético y el
religioso. La relación ética-religión se agota en el ámbito privado y de
modo excluyente. La religión no forma parte del mundo del paraplé-
jico Sanpedro y si hace aparición, su presencia resulta inoportuna, ridí-
cula e irritante. La decisión moral es responsabilidad exclusiva de la
libertad personal, un ámbito privado indomeñable, que, sin embargo,
no ha sido revalidado a nivel público ni por las leyes ni por consen-
sos obtenidos mediante diálogos discursivos.
En consonancia con la postmodernidad, la experiencia de la
muerte que Ramón Sampedro transmite, no se inscribe en metarrela-
tos o en cosmovisiones filosóficas compactas que planteen y respon-
dan a la pregunta sobre el sentido de la vida. Pertenece a la singula-
ridad intransferible del individuo entendida como anomía anárquica.
64 Buscando la felicidad

Es un fragmento de una biografía rota, con la que probablemente sin-


tonizaría el ensayo de Rorty. La experiencia estética de la vida hace
aparición en forma de poemas o de naturaleza rural. La compasión
suplanta al deber y la vida digna se vincula a una emotividad erótica
y a una nostalgia de hedonismo imposible. Nada mas ausente de ese
modo de entender la muerte que una racionalidad universal de tipo
kantiano o prudencial de corte aristotélico. Ambas generarían dicta-
duras de la razón. Las categorías de una ética religiosa: la fe en la
palabra divina o la esperanza en un futuro inmortal están ausentes.
Sólo planea la anécdota ocasional de una biografía carente de senti-
do y teñida de un agnosticismo irónico, magistralmente expresado en
la ambigüedad socarrona del campesino gallego. Cuando el deber
hace aparición en escena aparece no como obligación puesta por la
norma sino como solidaridad motivada por la compasión. El tema del
sentido de lo que está aconteciendo desaparece en una vida conver-
tida por la imagen en retazo, fragmento, contingencia y evento tran-
sitorio. El modo como el medioevo religioso contempló la muerte,
como episodio de transición entre los dos mundos descritos por el
neoplatonismo cristiano, mundos en los que se ubican antitéticamen-
te la culpa, el dolor y la tiniebla, por un lado, y la redención, la luz y
el gozo, por otro, están ausentes. Pero no menos ausente se encuen-
tra la muerte en su versión idealista, como tránsito de lo finito a lo
infinito, como reencuentro del individuo consigo mismo mediante la
reconciliación de lo contingente con lo absoluto. Todo ello suena a
relato magno hegeliano que presenta al moribundo transitando de su
individualidad concreta a la universalidad abstracta. Si se vislumbra
algún atisbo de trascender la singularidad intransferible de Sampedro,
quizás pudiera ser aquella definición del morir que E. Bloch describe
como “noche cuya mañana carece de amanecer”.

3.3. ¿Dignidad de la muerte en la indignidad de la vida?


Me atrevería a traer a cuento, para finalizar, otra escenificación
del mismo tema con otra concepción de eutanasia, equiparada en
Religión y eutanasia o sobre el sentido de la muerte 65

este caso a gélido suicidio, en donde la muerte digna viene esceni-


ficada en perspectiva política si bien en estrecha vinculación a una
religión sucedáneo: aquella que se nos presenta en la película El
hundimiento, cuando la pantalla narra el envenenamiento de los
hijos del matrimonio Goebbels.
En la película El Hundimiento, a través de la espeluznante
secuencia en la que la esposa de Goebbels introduce la cápsula de
cianuro en la boca adormecida de sus propios hijos, planea la cer-
teza de que la “vida ha dejado de ser digna” una vez acontecida la
derrota del Nacionalsocialismo y, en consecuencia, no merece la
pena que los niños vivan indignamente en el futuro. En tal situación,
una ideología política en función de religión secular confiere un sen-
tido peculiar a la vida y a la muerte. Pero la relación ética-religión
aquí se solventa no según un modelo “jurista”, ni según la expe-
riencia postmoderna de la vida sino según una cosmovisión tota-
lizante, de signo nazi.
La relación religión-eutanasia adquiere tonalidades intensas, si
bien en lo que la sociología denomina una religión sucedáneo: el
Nacionalsocialismo. Las estructuras de éste poseían a los ojos de sus
seguidores aquellos rasgos y valencias características de la religión.
Una situación histórica de perdición, la República de Weimar, un
líder redentor: Hitler, una dogmática política: el Nacionalsocialismo,
un apostolado profético: las SS., un pueblo elegido: la raza aria, un
texto sagrado: Mein Kampf (Mi lucha), una acción misionera: el sis-
tema de propaganda construido y dirigido por Goebbels, y hasta una
guerra santa: la segunda guerra mundial. Un gran sistema dentro del
cual la vida era vida digna. Cuando tal sistema se hunde, la vida
digna resulta imposible y aparece como única solución la muerte
digna, la buena muerte en forma de suicidio.
No pertenezco a la tribu de quienes piensan que la ideología
nazi encontró su inspiración en el pensamiento de Nietzsche. Ni la
finura estetizante de éste ni su sensibilidad exacerbada, plasmadas
ambas en una genial filosofía de la sospecha, son equiparables a la
66 Buscando la felicidad

brutalidad burda, grosera y zafia del psicópata Hitler. Pero en la


degradación de la razón y en la ceguera para percibir la dignidad
humana que el nazismo programó, sí resuenan ecos de aquel super-
hombre anunciado en el prólogo del Así habló Zarathustra en el que
se anuncia el nuevo evangelio de la moralidad de los fuertes y se
preanuncia una raza superior, el superhombre, legitimada por la bio-
logía. El que Horkheimer y Adorno calificaran la barbarie del totali-
tarismo nazi como eclipse de la razón, mostraba hasta qué punto la
transmutación de valores postulada por Nietzsche yugulaba lo más
preciado de la modernidad ilustrada: la libertad y con ella la digni-
dad de la persona humana.
PARTE SEGUNDA
LA ODISEA DE LA CONCIENCIA MORAL
EN SU PEREGRINAR HACIA EL BIEN

La famosa Odisea de Homero nos narra la epopeya del astuto


héroe Ulises, Odysseus en griego, durante su retorno a Itaca, su
patria, una vez conquistada Troya y vengada Helena. En Itaca le
esperaba su fiel esposa, Penélope, tejiendo de día y destejiendo de
noche el tiempo de su fidelidad. Las aventuras de Ulises a lo largo
del viaje compiten con sus proezas. Entre ellas destaca la escapada
de las garras de Polifemo, a quien se había presentado como el
Ninguno. Cada mañana los vientos adversos de Eolo soplaban al
azar, hinchando las velas de la nave y arrastrándola hacia peligros
seductores como el de las sirenas o el desfiladero de Caribdis y
Escila. Pero una brisa marina bondadosa permitía a Ulises recuperar
el camino a Itaca. La brisa se llamaba esperanza, Elpis en griego,
única diosa que había permanecido en el ánfora de Pandora cuan-
do los vientos portadores de maldad escaparon. Por fin Ulises, traje-
ado de mendigo, arriba a Itaca y el reencuentro con Penélope tiene
lugar en la intimidad de la cámara nupcial.
La figura de Odiseo errante pudiera simbolizar el peregrinar del
hombre en su búsqueda de la conciencia moral. No es diferente en
68 Buscando la felicidad

esfuerzos y trabajos el éxodo de la razón práctica cuando pretende


dar cuenta de sí misma a lo largo de su historia. Narrar su epopeya
nos permite seguir los esfuerzos de muchos sesudos pensadores que
intentaron expresar en conceptos el complejo entramado del deber y
los contenidos de la felicidad. El mundo vivido por cada uno de ellos,
con su carga de vivencias axiológicas, de ideas que pugnan por nacer
o de imperativos que crean obligación, se sedimenta laboriosamente
en lo que llamamos conciencia moral. A partir de ella, hemos visto
interpretar a los hombres de hoy asuntos tan delicados como el abor-
to, el poder, la eutanasia o la felicidad. El ayer se ha ido sedimen-
tando en forma de tradiciones que troquelan la conciencia moral del
ahora. Un exquisito pensador medieval, S. Buenaventura, describió el
camino de la felicidad como itinerarium mentis in Deum, éxodo de
la mente hacia Dios, tierra prometida del creyente. Aquí presentamos
un recorrido mas plural pero no menos estimulante: el peregrinaje del
hombre occidental por los meandros del tiempo en busca de la con-
ciencia moral.
4
Conciencia moral e historia

La filosofía del siglo XIX, con Hegel a la cabeza, puso de relieve


que la historicidad, entendida como estructura constituyente del exis-
tir humano, afecta también al hombre en cuanto sujeto de acción. De
tal hecho derivan importantes implicaciones para la comprensión de
la conciencia moral de cada persona, ya sea por las conexiones de la
misma con la circunstancia sociocultural que la rodea, ya por la
misma estructura del obrar humano. El existencialismo enfatizó déca-
das atrás, que las decisiones de los hombres no se rigen solamente
por principios abstractos que la razón elabora, sino también por fac-
tores circunstanciales, que en cada situación concreta predeterminan
una decisión. A este respecto, Kierkegaard, Weber o Heidegger com-
partirían opinión. La génesis histórica de la conciencia moral aporta
perspectivas fecundas para la comprensión de la misma, a pesar de
su riesgos relativizantes. Tales riesgos, sin embargo, no han impedi-
do el desarrollo de una rica memoria histórica sobre el desarrollo de
las ideas morales en Occidente. Y sin pretender exaltar a la historia
en forma básica de aquella reflexión, tal como Hegel pretendió, hoy,
en época de ajuste de cuentas de las diferentes tradiciones culturales,
la reflexión sobre las diferentes maneras de interpretar la moralidad,
se ha convertido en uno de los elementos constituyentes de nuestra
conciencia moral presente. Tomando buena nota de ello, efectuare-
70 Buscando la felicidad

mos un seguimiento en las páginas siguientes del surgimiento y desa-


rrollo de la conciencia moral occidental.
Con su Absoluto en la historia Hegel asimila y explota producti-
vamente un motivo recurrente en el neoplatonismo cristiano: la encar-
nación del Logos de Dios en el tiempo. Frente a la forma mental natu-
ralista griega, proclive a la metafísica y a una concepción cíclica del
acontecer, el Cristianismo vincula la ética a un acontecimiento históri-
co y a una visión lineal del tiempo. Convierte de ese modo a la his-
toria en estructura del mundo moral. El Chronos histórico de los grie-
gos, tan bellamente descrito en los mitos, cede el puesto a un tiempo
y a una historia en los que se representa el drama de la perdición y
salvación de la humanidad. La historia adquiere con ello una valencia
ético-humanista, que la confiere un rol central en la interpretación de
la existencia humana. Lo que en la historia acontece no son eventos
a narrar asépticamente sino decisiones que comprometen o descom-
prometen con asuntos en los que la humanidad se salva o se pierde.
Categorías morales como perdición-liberación, responsabilidad-com-
promiso, esperanza-desesperanza adquieren su pleno sentido en un
mundo interpretado como acontecer de sustancia moral. Esta con-
cepción de la historia no reducible a mera descripción de eventos y
pergeñada ya por autores cristianos de primera hora como Pablo de
Tarso, encuentra expresión sistemática en el neoplatonismo cristiano
de Agustín de Hipona. El acontecer moral es tematizado por él a tra-
vés del antagonismo de las dos ciudades y de los dos amores, en cuya
tensión se desarrolla la política de los gobernantes y los compromisos
éticos de las personas. El acontecer de la cultura humana, en este
caso, no se encuentra determinado ni por la fatalidad del logos cós-
mico, dogma de los estoicos, ni por los azares de la fortuna, dogma
de los epicúreos. La razón que planea sobre la historia es el poder de
Dios, que, bajo la forma de providencia, habilita espacios para una
sustancia moral vinculada a la creatividad de la libertad humana. El
lenguaje que en este caso nos narra el acontecer de la conciencia
moral, no se reduce a mera descripción neutral de eventos, sino que
Conciencia moral e historia 71

consiste en historia interpretativa, donde aquellos son evaluados en


relación a un nexo de sentido y finalidad, que orienta el acontecer.
De lo dicho no resulta aventurado concluir que comprendemos
nuestro pasado y nuestro presente en la medida en que la tradición
histórica que los ha generado entra a formar parte de nuestro hori-
zonte interpretativo. Gadamer lo ha recordado, enfatizando que la tra-
dición troquela el presente de forma operativa. A través de la efica-
cia de la misma, acontecimientos como los Diálogos de Platon, la reli-
giosidad cristiana o la racionalidad kantiana han asumido el rol de
condiciones de posibilidad de la percepción de nuestra conciencia
moral y de su aplicación normativa a la casuística de que se ocupa la
ética aplicada.
Porque la racionalidad práctica es posible en tanto el acontecer
de la historia humana la posibilita. El mundo moral presupone la
alternativa entre el como es y el como debe ser el hombre, entre una
situación de hecho viciada y una alternativa contrafáctica virtuosa. El
contraste entre ambas forma parte de la experiencia histórica que el
hombre posee de sí mismo. La racionalidad práctica viene dada como
un poder vivir de otra manera, posibilidad que adopta la forma de
imperativo, que obliga por ser racional y, en cuanto tal, genera deber.
La ética aparece como reverso de un mundo en el que campean los
contravalores de la infelicidad, de la injusticia y de la indignidad. Kant
enfatizó con agudeza que en un mundo perfecto la ética resulta
superflua e innecesaria, porque ya estarían realizadas la santidad y la
virtud. Es lo que cabalmente le acontece a Dios. Las urgencias mora-
les surgen, por el contrario, cuando el hombre descubre sus indigni-
dades y el deber ser de otra manea aparece como posibilidad y com-
promiso. Es por tanto la condición histórica de lo humano con su las-
tre de sinrazones la que permite descubrir la negatividad del presen-
te y el apelo hacia otra forma de vivir. Aquí tienen su lugar los valo-
res que motivan las opciones y la libertad que posibilita las decisio-
nes. En contraste, pues, con versiones naturalizantes del fenómeno
humano, que nos presentan a éste como mero resultado de refinadas
72 Buscando la felicidad

combinaciones químicas y fisiológicas, la temporalidad del hombre


confirma que la conciencia moral no es producto de la naturaleza
sino creación de la cultura. Y aceptado de buen grado que la natu-
raleza sea uno de sus soportes, la moralidad desaparecería si el acon-
tecer se diluyera en evolución determinista o en mecanicismo causal.
Lo que en tal caso se pierde, dicho con pathos utópico, es el com-
ponente heroico del acontecer, expresado con la idea romántico-ide-
alista de que la historia se gesta en forma de odisea de la libertad
humana en busca de su propia realización. Hegel dixit!
Es la historia, por tanto, en cuanto espacio de la libertad, la que
posibilita el mundo moral. E. Bloch, en el peculiar encuadre de su
concepción del acontecer como tiempo de esperanza, ha expresado
aquella idea con el principio lógico de la posibilidad: S no es aún P:
el sujeto /hombre no es aun su predicado: humano. Con otras pala-
bras: el hombre aun no ha realizado su posibilidad. La historia desem-
peña a este propósito la función de escenario donde se experimenta
la utopía del deber ser del hombre. Bloch lo expresó magistralmente
al interpretar el mundo como laboratorium possibilis salutis, labora-
torio de salvación posible. Y frente a los pesimismos existenciales de
Kierkegaard, Heidegger o Sartre, en los que el clima moral vine
impuesto por la angustia, la desesperanza o el absurdo, pudo vincu-
lar aquel deber ser al optimismo militante, que genera la pulsión de
la esperanza.
5
La riqueza de una herencia

1. La conciencia en busca de la razón

El pensamiento clásico griego, como en otros campos de la filo-


sofía, descubre y debate buena parte de los problemas que constitu-
yen el campo específico de la reflexión práctica. Temas como los del
conocimiento moral, la eudemonía, la finalidad, la virtud, la norma de
conducta, lo justo o injusto... ocupan un lugar central en la filosofía a
partir de Sócrates. Otras cuestiones concernientes al estatuto científi-
co-metodológico de la ética, tales la relación ética-metafísica, ética-
religión o la legitimación racional de la conducta, expresada en la
alternativa naturaleza-convención, son supuestos sobre los que cons-
truyen sus doctrinas ético-políticas no sólo la Sofística, Platón y
Aristóteles, sino también las filosofías de la época helenística. Un aná-
lisis histórico de las doctrinas morales no puede, por consiguiente,
pasar por alto lo que los clásicos griegos dijeron sobre el tema.
Ya con anterioridad a Sócrates, las sentencias y proverbios de la
tradición sapiencial insinúan la existencia de una norma de con-
ducta. Los mitos en los que aparecen proyectos soteriológicos eman-
cipadores, tal el Hércules liberador o el Prometeo laborioso, simbo-
lizan actitudes ante problemas éticos como el sentido de la libertad,
de la técnica o del trabajo. Otro tanto cabría afirmar sobre el tras-
74 Buscando la felicidad

fondo ético de la épica y de la tragedia en las que aparece un amplio


cuestionario moral: las ideas del destino, del mal, de la virtud, del
castigo, del poder, de la ley, de la arbitrariedad, etc. También en los
ritos de iniciación y en las purificaciones del Orfismo está presente
la idea de la liberación de la culpa, vinculada en este caso a la con-
vicción de un alma prisionera de un cuerpo.
La tradición cosmológica en la filosofía presocrática se muestra
incapaz de plantear el problema moral. No se lo permite la hipoteca
de los planteamientos naturalistas desde los que opera. Subyacen, sin
embargo, a la misma, intuiciones de alto valor práctico, tales como el
acontecer consistente en cumplimiento de una ley de justicia (Ana-
ximandro), el amor y el odio (Filia-Neikos) como principios del deve-
nir (Empédocles), el nous como razón que confiere orden y finalidad
(Anaxágoras), las purificaciones de Empédocles, o la identificación
entre eudemonia y placer en Demócrito, etc. Mayor componente ético
encontramos aún en la tradición pitagórica, dados los intereses reli-
giosos y políticos dominantes en la secta. La concepción de la filoso-
fía como un modo de vida, consistente en esoterismo, rigorismo de
costumbres, amistad, solidaridad de clan, etc. así como el compromi-
so político exigido a los adeptos a la secta, confieren a ésta un mar-
cado sabor práctico. El dualismo antropológico alma-cuerpo, la con-
cepción del cuerpo como cárcel del alma y la necesidad de una asce-
sis liberadora en el bios theorethicos y en la música, remiten a la con-
ciencia pitagórica de la culpa y de la expiación. Incluso en Parménides
y Heráclito aparecen ideas de valencia ética: la convivencia en la polis
y la ley de justicia (Dike) inmanente al ser prefiguran la idea de norma.
La transición, en la Grecia del siglo V, de una sociedad predomi-
nantemente agraria a otra urbana, comercial y artesanal impulsa un
viraje antropológico en la reflexión, cuyo interés se centra en los asun-
tos del hombre y de la polis, abandonando progresivamente la tradi-
ción mítico-cosmológica. Es esta circunstancia donde se ubica la refle-
xión de la Sofística y de Sócrates. Común a ambos es la pretensión de
una nueva legitimación de la conducta y de las instituciones a cargo
La riqueza de una herencia 75

de la razón, por oposición a la tradición mito-poética. En este senti-


do, tanto los Sofistas como Sócrates son unos ilustrados. La ruptura
con la tradición mitológica en nombre de la razón va a posibilitar dos
caminos contrapuestos, uno el de la Sofística, otro el de Sócrates, a la
hora de solucionar el problema moral conforme a razón. La racionali-
dad práctica de los primeros es utilitaria, pragmática y convencional.
En la alternativa Physis-nomos, como fundamentación posible de las
normas de conducta, la Sofística opta por la convención (nomos), y
por una suerte de positivismo ético-jurídico, que desemboca en el ine-
vitable relativismo axiológico y epistemológico, implicado en el prin-
cipio del homo mensura rerum de Protágoras. El dilema de la ética
moderna entre subjetivismo-objetivismo se encuentra ya aquí plantea-
do (dilema de Antígona). Sócrates sitúa su polémica con la Sofística
precisamente aquí, rompiendo con el relativismo moral en nombre de
una ética construida sobre principios de valor universal. Las preguntas
socráticas sobre qué sea la virtud y las virtudes (fortaleza, justicia, tem-
perancia), qué signifique lo justo y bueno, y la respuesta al problema
apelando a los logoi como expresión de la esencia o naturaleza de las
cosas, apuntan a una solución del problema moral sobre bases con-
ceptuales y sobre el principio de finalidad (entelecheia). El intelectua-
lismo que parece rezumar Sócrates, la búsqueda constante de buenas
razones por su parte y la homologación socrática entre virtud y cien-
cia no sería tal, a pesar de Aristóteles, dada la autonomía y el carácter
intuitivo del conocimiento moral expresado en el término Phrónesis,
cuyo alcance se precisa en el Cármides. Con tal posición Sócrates no
sólo descarta el relativismo axiológico de la Sofística. Rechaza también
la falacia naturalista subyacente al mismo, en cuanto que la Sofística
reduce los valores morales a términos empírico-sociológicos.

2. La epopeya de la metafísica

Platón († 347 a.C.) imprime una nueva orientación a la racionali-


dad moral, al conectarla a la ontología de las ideas, a la religiosidad
76 Buscando la felicidad

pitagórica y a la praxis política. La conexión entre ética y ontología se


traduce en la correlación entre mundo del deber ser y mundo del ser.
Problemática decisión, sin embargo, la de pronunciarse –dada la rele-
vancia de la idea del bien y la función del Eros intuitivo– sobre qué
prima o qué se subordina a qué en Platón, si la ética a la ontología o
ésta a aquélla. La posición de Platón se concreta en un idealismo
ético-político en el que las ideas asumen la función de valores-para-
digma, cuya imitación y participación (methesis) constituye el mundo
del deber ser en la praxis y en el lenguaje. A partir de las ideas, Platón
construye su epistemología, su sistema de lenguaje y sus conceptos
de Dios y del hombre, los cuales a su vez, sirven de soporte de los
valores morales, de las instituciones políticas y de los ordenamientos
legales. La idea del bien irradia belleza, armonía y equilibrio y su plas-
mación en la conducta constituye la virtud. El bonum es arché y es
telos, principio y fin. A partir de tal idealismo se reorganiza la tabla de
los valores ético-políticos en función de su mayor-menor aproxima-
ción a la idea del bien. Las virtudes imitan las ideas de ciencia, justi-
cia, fortaleza, etc. El ejercicio de la virtud proporciona placer y gozo,
causando la felicidad o eudemonía. Este idealismo moral asume ras-
gos religiosos al traducirse en una conducta consistente en adecuar la
contemplación y la acción al mundo ideal. Bajo influjos procedentes
del pitagorismo, la ética platónica deriva hacia una praxis liberadora,
teñida de gnosis y de ascetismo. El dualismo mundo real de las ideas-
mundo sensible de los cuerpos desemboca en una dialéctica de con-
flicto, degradación y liberación en la que el alma se ve sometida a un
proceso de caída y redención a cargo del Eros intelectual. La vida
moral se hace consistir en un retorno del alma, a impulsos de ese
Eros, a su origen: el mundo de las ideas. La ética se transforma así en
contemplación, en ascética y en mística. El cuerpo aparece como
lugar de castigo para un alma (psyche) degradada a causa de la culpa.
El ejercicio de la virtud se concreta en praxis liberadora conducente
hacia el origen perdido. Practicar la virtud consiste en acercamiento al
mundo ideal y equivale a purificación ascética en la que el hombre
La riqueza de una herencia 77

se distancia de la irracionalidad inherente al mundo sensible. La idea


del bien, su conocimiento y su concreción en la virtud son, a su vez,
ámbito de la belleza y de la felicidad.
La sustancia del pensamiento platónico es la política. Platón
mismo confiesa: “la política fue la pasión dominante de mi vida”
(Carta VII). El idealismo ético y ontológico se traduce en una con-
cepción ideal del Estado (República) y en un ordenamiento legal que
los plasma (Nomoi). La política imita la idea del bonum, cuya verdad
es conocida por los filósofos, destinados a realizarla y, con ello, lograr
construir al ciudadano ideal. Política es, por ello, educación, paideia.
La convivencia aparece regulada por la justicia, que crea armonía de
funciones. Para promover el Bien surge el Estado, que se articula en
varias clases sociales: gobernantes, guerreros y artesanos, a cada una
de las cuales corresponde una función y una virtud específica: la sabi-
duría, la fortaleza y la temperancia, respectivamente. El sistema de
vida de las clases superiores, gobernantes y guerreros, ha de ser el de
la comunidad de bienes y personas. Los filósofos, conocedores de la
idea del bien, son los llamados al poder en orden a realizarla. Las
constituciones aspiran a plasmar las ideas del bien y de la justicia en
los sistemas de gobierno. De éstos son legítimos la monarquía, la aris-
tocracia y la democracia. Los tres tienen sus correspondientes dege-
neraciones en la tiranía, en la oligarquía y en la demagogia.
En posición a veces de continuidad y a veces de ruptura con el
idealismo moral platónico, Aristóteles († 322 a.C.) desarrolla un siste-
ma realista de doctrina moral que, en términos de la ética analítica,
podría ser etiquetado de naturalismo. Filosofía teórica y filosofía
práctica, metafísica y ética aparecen indisolublemente vinculadas, a
través de la correspondencia que existe entre las categorías ens,
bonum, telos y eudemonía. El bien coincide con la verdad y la vida
práctica se fundamenta sobre la vida teórica. La fundamentación del
orden moral se sitúa en la naturaleza racional y libre del hombre,
cuyo bien supremo consiste en la realización de la razón en cuanto
factor constituyente del ser humano. La razón se convierte en norma
78 Buscando la felicidad

reguladora de la conducta y criterio de discernimiento de los valores


ético-políticos. Por contraposición a las éticas del placer (Epicuro),
del deber (Kant) o de la utilidad (Sofística), Aristóteles propone una
ética teleológica centrada en la idea de eudemonía (felicidad). El
bien supremo coincide con el fin último de la acción humana y la
posesión del mismo proporciona al hombre la felicidad. La eticidad
de los actos humanos se mide por su adecuación o inadecuación al
fin o bien supremos, conocido y propuesto por la razón a los apeti-
tos del hombre. El hombre obra por un fin al que la razón concibe
como un bien. Vivir bien consiste en vivir conforme a la razón o,
con otras palabras, adecuar la conducta a la naturaleza racional del
hombre y a lo que la especifica: la psyche. En ese vivir conforme a
la razón es en lo que consiste precisamente la virtud (areté). La vir-
tud es el actuar con equilibrio, guardando el justo medio, cuya deter-
minación es competencia de la recta razón. Es el modo de obrar que
regula la prudencia y que caracteriza la conducta del hombre juicio-
so. A toda conducta adecuada a razón corresponde el gozo del pla-
cer que la felicidad del “recto obrar” proporciona. El placer tiene,
pues, un puesto en la ética, si bien un puesto subordinado al ejerci-
cio de la razón y de la virtud. La adecuación de la conducta a la
“recta ratio” en lo que consiste la virtud tiene lugar a dos niveles: el
teórico y el práctico. Al primero corresponden las llamadas virtudes
dianoéticas (ciencia, prudencia, arte, inteligencia y sabiduría). Al
segundo las virtudes éticas (fortaleza, justicia, templanza y equidad).
Los conceptos fundamentales de la ética anteriormente reseñados:
bien supremo, fin, eudemonía, ley y virtud sirven de soporte de la con-
cepción de la sociedad y de su ordenamiento jurídico. Ética, política,
derecho y economía son magnitudes inseparables. El buen vivir (ética)
se corresponde con el ordenado convivir (política), con el justo admi-
nistrar (economía) y con el recto ordenar (derecho). La vida personal
se inserta en el marco de la vida social y la responsabilidad moral de
la conciencia se objetiva en el foro externo de las normas. Las diso-
ciaciones modernas entre lo ético y lo político, entre foro interno de la
La riqueza de una herencia 79

conciencia y foro externo del derecho son desconocidas para el hom-


bre griego. La organización de la sociedad en Estado surge de la misma
naturaleza racional del hombre, que exige una coexistencia regulada
por la ley y el poder como medios para el logro de los propios fines.
La realización plena del hombre exige la vida social organizada. El
hombre es, por ello, animal social (zoon politikon) por naturaleza. El
origen del Estado hay que situarlo en la misma naturaleza humana y
no en la convención o en el contractualismo tal como profesaba la
Sofística. El Estado, por tanto, está al servicio de los ciudadanos en
orden a promover su bienestar o eudemonía. Aristóteles no ahorra crí-
ticas a la utopía comunitarista platónica, a la que contrapone la insti-
tución familiar como base de la sociedad. Ésta se configura a sí misma
como Estado, cuyas formas de gobierno legítimas son tres: la monar-
quía, la aristocracia y la república, las cuales pueden degradarse en las
formas degeneradas de sí mismas, llamadas tiranía, oligarquía y dema-
gogia, respectivamente. De estas posibles formas de organización del
Estado, Aristóteles muestra preferencias por la democracia, como
modelo más adecuado a razón y menos vulnerable a la arbitrariedad.

3. El ideal del sabio: el ensimismamiento

Las filosofías de la época helenística: epicureismo, estoicismo,


neoplatonismo… conceden prioridad al problema moral sobre el pro-
blema metafísico. Son tiempos de crisis cultural. La transición de la
cultura griega a la cultura latina abunda en guerras y cambios políti-
cos. La inseguridad personal aumenta y hacen acto de presencia las
ofertas soteriológicas de las religiones. La filosofía pierde su garra
especulativa para centrar el interés sobre la condición histórica del
hombre, entendiéndose a sí misma como actividad para lograr la vida
feliz (Epicuro) y como arte orientado a regir la vida (Estoicos). La
reflexión se pone, pues, al servicio de la vida o, con palabras técni-
cas, la razón teórica al servicio de la razón práctica.
80 Buscando la felicidad

La moral de la época helenística presenta varios rasgos caracte-


rísticos: separación entre ética y metafísica, propensión creciente,
sobre todo en el neoplatonismo, a reducir la eticidad a mística reli-
giosa, tendencia a privatizar la moral a través del ideal del sabio, con
el consiguiente rechazo por parte de éste del compromiso político.
La organización tripartita de la filosofía en lógica, física y ética, pro-
fesada por epicúreos y estoicos, así como la desaparición de la meta-
física, abre camino a un nuevo tipo de racionalidad cosmológica, de
amplia incidencia en la moral. La racionalidad aparece menos vin-
culada al hombre y más a una naturaleza que asume rasgos divinos
y que está regulada por un logos cósmico, que el estoicismo traduce,
en contraste con el azar epicúreo, en una concepción de la vida bajo
el dominio de la necesidad y del fatum. La razón humana comparte
y se adecua al logos cósmico. De ahí que la racionalidad moral se vin-
cule a la física, la cual pasa a desempeñar la función de ontología.
La epicúrea Carta a Meneceo expone bellamente el programa
ético de la escuela. Frente a la ética estoica de la renuncia, del logos
cósmico y de la necesidad fatal, el epicúreo exalta la ética del placer,
del goce de la vida y del azar. La ausencia de perturbaciones y dolo-
res aporta la tranquilidad del ánimo que produce felicidad. Placer, en
todo caso, mesurado según cálculo, medida y jerarquía y, por ello,
carente de tormento. De ese placer que la prudencia regula forma
parte la amistad cultivada en el selecto círculo de amigos en donde
el placer se comparte. La felicidad epicúrea descarta el compromiso
y la ambición políticas. Vive escondido! es su lema. Los cargos públi-
cos perturban al ánimo, acarreando preocupaciones y dolores, impo-
sibilitando la ataraxia o ecuanimidad. Este trasvase del ethos de la
polis a la vida privada es compartido también por los estoicos, si bien
con contenidos y supuestos muy distintos. El logos cósmico se hace
presente en el alma, la cual actúa como principio hegemónico regu-
lador del psiquismo. La ética toma por criterio entonces el principio
naturam sequi, seguimiento de la naturaleza, que tiene lugar median-
te el instinto por el que el hombre revierte hacia el propio yo como
La riqueza de una herencia 81

sujeto de aquellas tendencias naturales, que actúan de normas de


comportamiento. En ellas, cuando triunfa el hegemonikon, la acción
humana se adecua al logos cósmico y a la necesidad que impone el
destino. La ley de la naturaleza se convierte así en ley de la vida. Vivir
en conformidad con la naturaleza coincide con vivir de modo ade-
cuado a la razón. Tal adecuación constituye el campo del deber. El
logos cósmico es a la vez “lex naturae”, “lex divina” e imperativo
moral. Es también providencia, destino, necesidad, ley de justicia y
derecho. De ella derivan las normas que regulan la conducta indivi-
dual y social. Existe, por tanto, un derecho natural, ius naturae, sobre
el que se fundan las leyes positivas promulgadas por los gobernan-
tes. De esa racionalidad natural se sigue la igualdad y paridad de
derechos de todos los hombres y la idea de una civitas mundi, una
ciudad global, en donde el sabio estoico se siente cosmopolita, ciu-
dadano del cosmos. La patria del estoico, sobre todo como ciudada-
no del imperio romano, es el orbe conocido. Aquí comparten ciuda-
danía los hombres y los dioses.
La privatización de la moral encuentra su expresión en el ideal
del sabio. Al estar atribulada la polis por la irracionalidad de guerras
y tiranías, el sabio distancia su vida de los avatares de la política. El
ensimismamiento del estoico o la vida retirada del epicúreo entien-
den la filosofía como liberación de una circunstancia adversa e
incontrolable. La felicidad personal requiere alejarse de los dominios
de la fortuna, del dolor, de las necesidades o del temor a la muerte
para gozar de autarquía y ataraxia. Para el sabio estoico, una polis
conflictiva no puede ser mediador del logos cósmico y divino. Este
es compartido individualmente al echarse en brazos del destino. La
libertad del sabio estoico aborrece la arbitrariedad y por eso se arro-
ja en brazos de la necesidad cósmica. En esta adecuación de la vida
a la razón reside la virtud y la concreción práctica de la racionalidad
inmanente al mundo. El sabio es quien reconoce el orden de la natu-
raleza y se adecúa a él. Esa connaturalidad entre el hombre y el cos-
mos se traduce en las actitudes que el sabio adopta: la imperturba-
82 Buscando la felicidad

bilidad ante lo que acontece en su derredor y le provoca; la apatía,


con la que domina las pasiones que colisionan con la racionalidad
de la naturaleza y la autarquía o autonomía frente a las ofertas aza-
rosas que la fortuna aporta. Son las actitudes que refleja el sustine et
abstine del sabio desde la fortaleza de la propia intimidad. El sabio
epicúreo, por el contrario, persigue la felicidad por senda diversa. La
paz personal que la ataraxia depara se alcanza a través de un siste-
ma de valores: placer, amistad, arte, naturaleza, libertad, que pres-
cinden de las hipotecas de la polis. Es más: tanto en el sabio estoi-
co como en el epicúreo, la vida filosófica asume un carácter religio-
so que, si bien aparece aún distante de la mística neoplatónica, com-
parte con ésta la convicción de que la filosofía es ante todo soterio-
logía, liberación de una condición humana depravada.
La clave de las doctrinas helenísticas reside, por tanto, en su
valencia práctica. Ya no se persigue el saber por el saber mismo sino
que éste se busca por las soluciones que ofrece a los problemas del
vivir cotidiano. La filosofía, entendida como ciencia para orientar la
vida, respondía a la necesidad urgente de una época en la que la vida
política se torna conflictiva, la religiosidad popular resultaba inepta
para responder a las preguntas sobre el sentido de la existencia huma-
na y la suerte personal se veía sometida a la arbitrariedad de una for-
tuna frecuentemente cruel a causa de las tiranías y de las guerras.
Consecuentemente la sabiduría concerniente al vivir en el mundo, en
cuanto arte que garantiza la felicidad del individuo, se convierte en
problema fundamental de la reflexión filosófica durante los siglos
inmediatamente anteriores y posteriores a la era cristiana. La sabidu-
ría moral tiende a diluirse paulatinamente en religiosidad sucedáneo,
rivalizando, en cuanto fe del sabio, con las religiones orientales, que
masivamente penetran por esa misma época en el imperio. Ante la
insatisfacción generada por la crisis del mundo antiguo, muchos tor-
naron los ojos a la felicidad, que ofrecían las religiones esotéricas pro-
cedentes del Oriente. La religión acaba así sustituyendo a la vieja
metafísica, en la tarea de aportar aquellos supuestos teóricos sobre los
La riqueza de una herencia 83

que se construye la conciencia moral. Cuanto más se invalidaron recí-


procamente los diferentes sistemas filosóficos, tanto más quedó paten-
te la incapacidad de la filosofía para cumplir la misión que ella se
había asignado a sí misma: orientar al hombre en el ejercicio de la vir-
tud y proporcionarle la felicidad. Es esto, cabalmente, lo que se creyó
encontrar en la religión. La filosofía helenística, sin embargo, fracasa
en su intento de construir una religiosidad pragmática a causa de su
exceso de componente especulativo. Los filósofos no logran ponerse
de acuerdo sobre el sabio divino a quien habría que rendir culto ni
tampoco llegan a ensamblar la comunidad de creyentes a ello desti-
nada. Es meta, sin embargo, que sí alcanzará la nueva religión histó-
rico-positiva, el Cristianismo, que, procedente del Oriente, consigue
expandirse como creencia, codificarse en dogma e institucionalizarse
en iglesia, mediante el instrumental conceptual y jurídico tomado en
préstamo de la cultura helenístico-romana.

4. El heroísmo de la fe

La simbiosis entre cultura helenístico-romana y creencias judeo-


cristianas acontecida en el escenario del Mare Nostrum abre una
nueva época en la historia de las ideas morales, estableciendo las
bases del sistema de valores éticos dominante en Occidente hasta
nuestros días. Contemporáneamente al desarrollo de la gnosis neo-
platónica de Plotino y Proclo, la fe cristiana se codifica en dogma, en
norma y en teología. La aceptación por parte del cristianismo de
abundante material conceptual procedente del platonismo y del
estoicismo, da lugar a una creciente helenización de la nueva religión,
proceso que ocasiona duelos ideológicos apasionantes, dadas las afi-
nidades y las discrepancias profundas entre la filosofía helenística y
la nueva religión. Esta reconversión de la ética helenística en moral
cristiana corrió a cargo de los Padres de la Iglesia. Frustradas las
expectativas de una Parusía, de un retorno inminente del Señor a la
84 Buscando la felicidad

primitiva comunidad de creyentes, la religión cristiana se instala en el


tejido social del imperio. Asumida, por tanto, la convicción de ser
iglesia en el mundo, la fe cristiana se expresa a sí misma en un dogma
y en un sistema de valores morales, que progresivamente se impreg-
nan de cultura griega y latina. Se aceptan elementos estoicos, tales
como las ideas de providencia, ley eterna, derecho natural, cosmo-
politismo y, en mayor medida aún, esquemas provenientes del neo-
platonismo. El dualismo, convertido por éste en quicio metafísico de
su concepción del mundo, sirve de base para un nuevo ascetismo
moral, en el que los conceptos del bien, de la felicidad, de la virtud
y de la ley, se construyen en función de la idea de espíritu y en opo-
sición directa a la de materia. La finalidad de la ascética tiende a libe-
rar el alma de la hipoteca de la materia, mediante un proceso purifi-
cador de instintos y pasiones, y devolverla así a su origen espiritual
divino. La recepción, en todo caso, de filosofía helenística, se filtra a
través de los criterios establecidos por la revelación y por la fe.
El bagaje moral que el cristianismo portaba consigo genera opti-
mismo en la cultura helenístico-romana y nuevas expectativas de feli-
cidad, dado que la fe libera del escepticismo y la esperanza descarta
la irracionalidad del azar. La religión sustituye a la metafísica como
fundamento de la eticidad ya que Dios, su palabra y su ley, revela-
das en las Sagradas Escrituras, se convierten en el fundamento de la
conciencia moral cristiana y en normas reguladoras de la conducta.
El hombre comparte el conocimiento y la vida divinas. La autarquía
científica y ética del sabio helenístico se debilita bajo presión de la
indigencia de la época y el nuevo sabio, el creyente, se refugia en la
voluntad y en la ley dadas por Dios y reveladas en su mediador, el
Cristo. El ethos evangélico se basa en el amor y en la obediencia a un
Señor, cuya conducta rebosa santidad, justicia y bondad. La tabla de
virtudes heredada de la ética aristotélico-estoica, es modificada sus-
tancialmente al quedar vertebrada en torno a la fe, la esperanza y la
caridad, en función de las cuales aquéllas adquieren nuevo significa-
do y valor. El Dios del teísmo judéo-cristiano aparece, con todo, muy
La riqueza de una herencia 85

distante de la divinidad cósmica de los estoicos y muy cercano a la


Idea pura de la tradición platónica. El mundo es producto de la bon-
dad y libertad divinas. El universo, por ello, se impregna de sustan-
cia ética. Frente al fatalismo estoico, la responsabilidad, a partir del
acto creador divino, es constituyente de los actos divinos y humanos.
Tanto el bien como el mal son resultado de la libertad responsable.
Dios, no obstante, se mantiene como el innominable en palabras e
incaptable en conceptos. Se vislumbra como el espíritu puro que se
contrapone al mundo material.
El dualismo neoplatónico espíritu-materia subyace al sistema de
valores que la nueva religión propone, prestando significación a los
binomios culpa-pena, perdición-redención, vicio-virtud, justicia-injus-
ticia. La maldad aparece identificada con las tendencias hacia lo sen-
sible y carnal, manifestaciones de una materia endiablada; lo bueno,
por el contrario, como tendencia al espíritu, modo de ser Dios. Esta
actitud, común a cristianos y neoplatónicos, Orígenes y Plotino están
aquí muy próximos, radicaliza aquel dualismo, en cuyo encuadre, la
sensibilidad corpórea se lastra de pasiones y vicios y la actividad espi-
ritual se enriquece de virtud y de felicidad.
La revelación neotestamentaria opera una historificación y perso-
nalización del teísmo moral en torno al acontecimiento de Jesús de
Nazareth. El paradigma ético se concreta en una revelación histórica,
la lex evangelii, centrada en la creencia de Jesucristo como Hijo de
Dios y del hombre como imago Dei, convicciones sobre las que se
basan, como actitudes éticas fundamentales, el amor a Dios y al pró-
jimo. La urgencia de redención y liberación del hombre de su condi-
ción histórica culpable se instala en el corazón de la nueva moral, idea
que se articula en los valores gracia, amor y fe. Las dimensiones his-
tórico-concreta y personalista-psicológica del cristianismo otorgan un
significado esencial, en el marco de la dialéctica perdición-salvación,
a la persona histórica de Jesús de Nazareth, en quien la divinidad se
encarna, y a la actitud existencial con la que el hombre se vincula a
Él: la fe. Jesús, el Cristo, asume la función de gran Eón mediador entre
86 Buscando la felicidad

Dios y los hombres y la historia humana se transforma en drama libe-


rador, cuyas secuencias centrales son los episodios de una culpa ori-
ginaria, de una redención divina y de una parusía final. Jesús, en cuan-
to hijo de Dios, y su palabra, en cuanto manifestación de la voluntad
divina, convierten al cristianismo, por divino, en religión absoluta en
la historia. La fe, como soporte de la vida humana, sustituye a la gno-
sis neoplatónica. Ideas estoico-romanas, como la de justicia, o neo-
platónicas, como la unión mística con el Unum, se adecuan a la cre-
encia en el Cristo, como Dios en persona. La ley es, en primer lugar,
la lex evangelii, consignada en la revelación y aceptada por la fe. Y el
pecado es aversión a Dios, manifestado en Jesús de Nazareth. La cons-
trucción de la conciencia moral se desarrolla a partir de los supuestos
aludidos: es conocimiento que versa sobre la culpabilidad del hombre
y sobre la misericordia divina, así como sobre la necesidad de una
transformación (metanoia) en donde la voluntad se libera de la escla-
vitud de la materia para poseer la libertad del espíritu. El cristianismo
primitivo no concibe la salvación del alma sin una correspondiente
superación de los instintos pasionales procedentes del cuerpo. Desde
que Dios, revelado en Jesús de Nazareth, es proclamado bien supre-
mo, la felicidad, la norma última y la perfección moral consisten en
cumplir su voluntad. El mal ético, por el contrario, es aversión a Dios
y rechazo de su actuar redentor en Cristo.
Durante la época patrística, la tradición cristiana centra sus
esfuerzos en la explicitación conceptual de las bases teóricas y prác-
ticas del cristianismo. La fe se desarrolla en teología, asumiendo el
status de ciencia, y codificando los dogmas y los cánones a los que
han de ajustarse las creencias y las conductas de los cristianos. La
ética helenística se transforma así en teología moral. Bajo el influjo
de la metafísica aristotélica, la reflexión concentra su interés en las
relaciones naturaleza-sobrenaturaleza, pecado-salvación, gracia-
libertad. El posible escepticismo moral es superado mediante el
recurso no a la razón sino a la revelación como forma suprema de
conocimiento. El vicio es asunto que recae totalmente bajo la res-
La riqueza de una herencia 87

ponsabilidad humana. El derecho canónico, construido sobre la


revelación, es puesto de acuerdo con el derecho natural, a partir del
supuesto de que tanto la razón como la revelación proceden de un
mismo origen: Dios. Se articula así un sistema de conducta tendente
al logro de la felicidad y a la promoción de la virtud. Este proyecto
moral, que si bien en una primera época apareció centrado en la
transformación personal del individuo, a partir de Constantino rei-
vindica para sí el rol de soporte de la estructura del Estado y de la
convivencia social. La ética personal se complementa con una ética
social. Los fundamentos del poder, de la ley y de la justicia radican
en última instancia en Dios. La religión asume así el papel de fun-
damento de la eticidad privada y pública.

5. El expresionismo del sujeto creyente

De entre los Padres de la Iglesia destaca la figura de Agustín de


Hipona († 430 d.C.), quien, entrelazando materiales neoplatónicos y
creencias cristianas, organiza los contenidos del cristianismo en un
potente sistema, que servirá de modelo a la reflexión medieval. Dos
temas centran la meditación agustiniana: Dios y el hombre, “Deum et
animam scire cupio”. El camino de la reflexión filosófica es la inte-
rioridad: “noli foras ire, in te ipsum redi, in interiore hominis habitat
veritas”. Al interiorizar la reflexión, Agustín recoge una tendencia de
su época, en la que, bajo presión de situaciones existenciales, el inte-
rés metafísico de la tradición platónica se había ido desplazando al
ámbito de la intimidad. Los aspectos antropológicos desbancan a los
metafísicos como soporte de la conciencia moral. San Agustín elabo-
ra, a este propósito, una teología de la experiencia interna, que, de
rebote, sirve de encuadre a su concepción de la eticidad. Temas
como los del pecado, la naturaleza corrompida, la gracia, la justifica-
ción y la libertad vertebran la concepción moral agustiniana. Y es en
la certeza adquirida desde la experiencia de la interioridad, donde
88 Buscando la felicidad

Agustín descubre a Dios como creador del mundo, maestro de ver-


dad y conductor providente del acontecer. Deus est intimior me quam
me ipsum. Dios está más dentro de mí que yo mismo. La majestad
divina ejerce su soberanía sobre la historia individual y colectiva de
los humanos. La heteronomía, traducida como obediencia a Dios,
determina los valores morales de lo justo y de lo bueno, de la virtud
y de la felicidad. Toda verdad y toda ley vienen de Aquél cuyo poder,
sabiduría y providencia han creado las cosas y las dirigen a un fin que
no es otro que la manifestación de la gloria de la divinidad.
La ética agustiniana se articula dialécticamente en relación a dos
extremos: la conciencia de la situación pecaminosa del hombre y la
salvación, que Dios ofrece a la misma. Reaparece el dualismo plató-
nico bajo los términos naturaleza-sobrenaturaleza, pecado-gracia,
perdición-redención. La condición histórica del hombre es la per-
versión moral, el estar en pecado, con una naturaleza corrompida
por la culpa originaria. Una visión pesimista de la existencia, esti-
mulada por una circunstancia de conflictos bélicos y por la deca-
dencia político-cultural del imperio. Cambiar tal situación no es com-
petencia de una ética basada en la naturaleza humana, con su cor-
tejo de virtudes aristotélico-estoicas: prudencia, justicia, sabiduría,
templanza. Para ello se requiere la intervención de la gracia divina,
que modifique a la naturaleza, transformándola en sobrenatural. Es
a partir de entonces cuando en el hombre acontece virtud, caridad
y felicidad. La tensión entre ambas situaciones atraviesa el pensa-
miento agustiniano. De ello se toma conciencia a partir de la revela-
ción de Dios, origen y fuente del conocimiento moral. Éste tiene
como punto de partida la skepsis. Es el estado de ánimo generado
por las dificultades con que se encuentra quien busca la verdad. La
duda, sin embargo, al cuestionar las formas de certeza basadas en la
naturaleza, allana el camino hacia la verdad revelada de la fe. Dios
es el único depositario, como en Platón, de las ideas que el hombre
llega a poseer mediante la iluminación divina. Todo conocimiento y
verdad, sea teórico, sea práctico, son conocimiento y verdad divinos
La riqueza de una herencia 89

participados por los hombres. Jesús es el Logos mediador entre la


humanidad y Dios. Las enseñanzas y preceptos de los evangelios
poseen el valor de códigos de conducta. En la aceptación de los mis-
mos juegan un papel determinante la voluntad y el amor. De nuevo
hace aparición el componente platónico. La filosofía moral agusti-
niana se nutre de emotivismo e intuicionismo. El conocimiento está
hipotecado a un interés que no es otro que el derivado de Dios,
como supremo bien y amor, participado al hombre a través de la gra-
cia divina. De ello deriva un nuevo modo de alcanzar y contemplar
la verdad. El conocimiento es asunto en el que la iniciativa corres-
ponde a Dios, que ilumina, al hombre que lo acepta por la fe, movi-
da por el amor, en este caso charitas, que promueve aquella acep-
tación. Lo que de ello sigue es contemplación afectiva de la verdad
y bondad divinas, cuyo resultado es el gozo y la felicidad.
En la alternativa naturaleza-gracia encaja la tensión entre liber-
tad humana y omnipotencia divina, de donde derivan los conceptos
de culpabilidad y responsabilidad. La universalidad de la omnipo-
tencia y sabiduría divinas no admite condicionamientos por parte del
hombre. En la actividad del hombre todo depende de Dios. Él otor-
ga el poder obrar y las condiciones transcendentales de posibilidad
del mismo. El humanismo socrático-aristotélico, que contempla al
hombre desarrollando espontáneamente la propia razón y libertad,
es sustituido por la iniciativa divina, salvando a los hombres por
mediación de Jesucristo. La afirmación de la omnipotencia de Dios
a través de la gracia y de la predestinación amenaza, no obstante,
con imponer una suerte de determinismo o fatalismo teológico sobre
la conducta humana. La suerte del hombre se decide por iniciativa
exclusivamente divina, cuando Dios elige a unos para la felicidad y
a otros para la condenación. Con ello Agustín corre el riesgo de
sumir la historia personal en un determinismo ante el que el hom-
bre no tiene otra alternativa que, dicho estoicamente, echarse en
brazos del destino. La absoluticidad de la causalidad divina no pare-
ce dejar terreno de juego a la libertad humana. La heteronomía del
90 Buscando la felicidad

poder absoluto de Dios excluye cualquier forma de autonomía


humana. Para Agustín, sin embargo, el problema no es el de si exis-
te libertad humana, dato que da por hecho, sino el de la calidad de
esa libertad. Porque también la misma libertad y su uso por parte del
hombre son obra de Dios y son conciliables con la presencia y omni-
potencia divinas. Agustín explica tal conciliación a través de un
penetrante análisis del tiempo en el que la temporalidad divina, “sub
specie aeternitatis”, no sólo no destruye la libertad humana sino que
la posibilita al predeterminar las acciones futuras de los hombres
según una doble modalidad: según el modus de la necesidad y
según el modus de la libertad. Con ello la soberanía de Dios domi-
na tanto lo que acontece de forma necesaria como lo que acontece
de forma libre. La libertad no sólo existe sino que existe bajo su
forma más plena: la de libertad divina participada.
Sobre los anteriores supuestos Agustín construye su idea de la his-
toria, en donde el acontecer de la humanidad, la ética social y la polí-
tica son interpretadas a partir de Dios y de su empresa redentora. Una
interpretación de la historia y de la política que se convierte, por otra
parte, en normativa para el Medioevo. El derrumbamiento del impe-
rio romano había hecho surgir la pregunta: ¿cuál es el sentido de la
historia, en un momento en que todo parecía derrumbarse? La res-
puesta viene de la fe. La razón que regula el acontecer es la razón pro-
vidente divina. En la historia se representa el drama de la salvación del
hombre en tres actos: el hombre caído (Adán), el hombre redimido
(en Cristo), el hombre glorificado (en Dios). El dualismo platónico rea-
parece en el acontecer bajo la forma de antagonismo entre dos pode-
res: el del bien y el del mal. Ambos se enfrentan en dos reinos: la
Ciudad de Dios y la ciudad del mundo, dominada ésta por las pasio-
nes de una humanidad corrompida y aquélla por la virtud de una
humanidad redimida. La Ciudad de Dios es la categoría que conden-
sa la utopía ético-política agustiniana. En ella impera la ley y el amor
divino. Es la comunidad de los justificados en camino hacia la felici-
dad eterna, que estuvo prefigurada en Jerusalén. La ciudad del
La riqueza de una herencia 91

mundo, por el contrario, se caracteriza por el caos y el desorden, que


siguen a la desobediencia de la voluntad divina. Es el reino del ego-
ísmo de los hombres hacia los bienes terrenales y hacia el pecado. En
ella campean las fuerzas del mal. Es la ciudad de los impíos, prefigu-
rada en la Babilonia bíblica y en la Roma corrupta.

6. La fe que busca comprenderse a sí misma

La brillante síntesis agustiniana proyecta su luz a lo largo de toda


la Edad Media. La reflexión moral en la Escolástica incipiente discu-
rre sobre las pautas del intimismo agustiniano. La conciencia moral
continúa desarrollándose sobre la base de la religión cristiana, que
recurre gustosa a instrumental conceptual, sobre todo neoplatónico,
para expresar las propias convicciones. No sería correcto, sin embar-
go, ver en la moral medieval una repetición epigonal de la antigüe-
dad clásica. La originalidad del pensamiento medieval reside en la
reinterpretación, que propone de los contenidos de la revelación y
de la tradición religiosas, reinterpretación efectuada bajo la guía de
la fe. Es ética, pero ante todo, moral creyente. La destrucción del
imperio latino y la consiguiente decadencia de la cultura helenístico-
romana, creó el espacio vacío necesario para la consolidación de la
ética cristiana. En medio de la desintegración político-social, produ-
cida por la invasión bárbara, sólo la Iglesia mantuvo la necesaria
cohesión interna capaz para vertebrar una nueva cultura. A medida
que los pueblos bárbaros fijan su asentamiento, se inicia una lenta
restauración de las letras y de las artes, que permite rescatar y man-
tener bloques importantes del legado de la Antigüedad. La educa-
ción intelectual, estética y moral de las gentes bárbaras se convierte
en la gran tarea que el cristianismo asume. Mientras que el poder
político se desintegra, la Iglesia, depositaria del legado cultural del
clasicismo, va implantando paulatinamente el sistema de valores éti-
cos y estéticos nacidos del maridaje entre cristianismo y helenismo.
92 Buscando la felicidad

Es necesario, sin embargo, adentrarse ampliamente en la Edad


Media para encontrar el primer libro de moral, titulado explícitamen-
te Ethica seu liber dictus scito te insum. Su autor, Abelardo († 1142),
nos expone en él la doctrina sobre las virtudes y los vicios, definien-
do a unas y a otros respectivamente por su adecuación o inadecua-
ción a la voluntad divina. Lo más relevante de la reflexión abelardia-
na, no obstante, consiste en haber desarrollado una ética de la inten-
ción, que anticipa pistas afines al formalismo kantiano. Abelardo se
pregunta por el elemento constituyente del acto moral y por la razón
de su diversificación en bueno o malo. La respuesta se distancia de
una eticidad subordinada al Derecho, con su consiguiente acentuación
del aspecto jurídico-externo de los actos morales, y propugna una
ética vinculada a la subjetividad, con la que se pone de relieve el
aspecto interior de la conducta. Ello implicaba una devaluación de la
norma objetiva y del contenido concreto de los actos humanos a ven-
taja de la intención, buena o mala, puesta por el sujeto. Una idea que
encontrábamos en la Patrística: que la calidad ética de una acción
depende de las instancias subjetivas, que intervienen en ella, tales
como la conciencia, la voluntariedad, la intencionalidad, la responsa-
bilidad, etc. es explotada por Abelardo. Se precisa establecer una dis-
tinción entre la intención y el consentimiento, que dependen de la
voluntad, y el contenido material del acto. Pues bien: la bondad o mal-
dad de una acción radica en aquellos. Los factores subjetivos, por
tanto, cualifican la acción humana como buena o mala. Pecado es el
consentimiento otorgado a una intención perversa. Donde ésta falta
no existe menosprecio de la ley divina. Y si obrar mal consiste en
actuar con intención de transgredir la voluntad divina, obrar bien se
identifica con adecuarse a ella. Hay, pues, que diferenciar la calidad
ética de la intención y la calidad ética del contenido de un acto. La eti-
cidad viene dada por la intención que orienta al obrar. Una buena
intención convierte cualquier acción en buena y una intención per-
versa en mala, cualesquiera sean sus contenidos respectivos. La inten-
ción humana especifica la moralidad, al ser mediadora de la voluntad
La riqueza de una herencia 93

humana en la conducta. Un análisis más sutil nos conduce, por otra


parte, a diferenciar entre vicio, que es una inclinación a lo perverso, y
el pecado, que es un consentimiento con ello. El vicio no es pecado
sino solamente inclinación, a la que hay que controlar. El pecado, por
el contrario, es un compromiso de la voluntad contrario a la voluntad
divina. El pecado carece, propiamente, de sustancia. Es un no-ser, una
privación, una omisión. Donde falta el consentimiento de la voluntad
no existe pecado ni culpa, aunque el contenido de la acción sea per-
verso. Un acto con el mismo contenido, puede ser bueno o malo,
según la intención del sujeto que lo ejecuta. El subjetivismo moral abe-
lardiano parece, pues, rehabilitar el viejo relativismo moral.
El agustinismo medieval y los componentes neoplatónicos del
mismo son acentuados por las corrientes místicas del siglo XII. El
mundo está creado a semejanza de la divinidad y el conocimiento
que poseemos del mismo es producto de una iluminación divina, la
cual promueve en el hombre una sabiduría afectiva y un proceso
correspondiente de transformación moral. La meta del proceso es la
Deificatio per charitatem, la divinización mediante el amor, cuya
experiencia en esta vida acontece en la mística. Este es el camino más
inmediato de acceso a la divinidad, dada la inadecuación de la razón
y del lenguaje para expresar su misterio. Los aspectos prerracionales
de la subjetividad: vivencia, experiencia personal, intuición afectiva...
priman sobre los racionales y objetivos. La mística, circunscrita en
gran parte a la vida monacal y, por lo mismo, estilo de vida de hom-
bres de iglesia, creó tensiones entre la ecclesia charitatis, del amor y
la Ecclesia iuris, del derecho, en la que se contraponen una moral de
la interioridad, acompañada de una ascética rigorista y una apologé-
tica de la institución con sus estructuras dogmática y jurídica. Es éste
el Sitz in Leben, la situación vital donde se ubica la figura de
Bernardo de Claraval (1091-1153). Las constantes del misticismo apa-
recen de modo pasional en él: recelos ante la razón dialéctica, con-
ciencia de la pecaminosidad humana, confianza en la bondad divina,
ascética del sacrificio, cultivo de la humildad y de la obediencia, con-
94 Buscando la felicidad

templación intuitiva y éxtasis como vías de acceso a la divinidad… La


perfección ética se alcanza en la unión con Dios, previa liberación del
hombre de sus propias pasiones.
Si la figura de Agustín de Hipona destacó en época Patrística, la
Escolástica encuentra su genio en Tomás de Aquino († 1274). La ética
tomista se construye sobre el supuesto de que entre la razón, repre-
sentada por la filosofía aristotélica, y la religión, tal como la explici-
ta la revelación cristiana, existe un acuerdo y armonía profundos. El
motivo de tal acuerdo radica en que la verdad de ambas tiene un ori-
gen único y común: Dios. Tal acuerdo se expresa en axiomas como
el de la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y
en la convicción de que cualquier conflicto solamente lo será en apa-
riencia y que, en todo caso, la autoridad de la revelación y del
dogma han de ser las instancias que deban prevalecer. En la moral
tomista el hombre alcanza simultáneamente la realización de la pro-
pia naturaleza y la perfección que la gracia posibilita, explicitando
aquel acuerdo entre la razón y la fe en un sistema de normas y valo-
res, tanto personales como sociales. Ética filosófica y moral revelada
aparecen fundidas en una unidad, fundamentada sobre la instancia
suprema de un Dios personal, supremo bien, fin último y legislador
supremo. Las categorías centrales de la ética aristotélica, tales como
el bien, la felicidad, la finalidad, la virtud, el vicio, la voluntariedad,
la libertad, el placer, la justicia, etc. reaparecen integradas en un sis-
tema lógico impecable, engarzado en torno al concepto de Dios. En
él no existe separación entre razón teórica y razón práctica. La moral
se construye sobre el dogma y la ética sobre la metafísica. Los con-
ceptos de ser infinito, bien sumo, fin último y legislador supremo son
correlativos y homologables. Los postulados de la metafísica se con-
vierten en soportes de la ética. El resultado es una moral que puede
ser etiquetada de teleologíca, eudemonista, material o de contenidos
y normativa o del deber ser por contraste, respectivamente, con las
éticas aretológica de los estoicos, hedonista, formal-kantiana y posi-
tivista, ya en su versión sociológica, ya en su versión lingüística.
La riqueza de una herencia 95

La ética tomista se articula en dos planos paralelos de valores,


natural uno y sobrenatural el otro. Éste desarrolla la moral teológica,
fundamentada sobre la fe y el dogma, cuyo punto focal es Dios reve-
lado y las virtudes que regulan las relaciones entre Dios y los creyen-
tes: fe, esperanza y caridad. Sobre tal supuesto se articula un ordena-
miento jurídico de carácter positivo, que organiza los problemas de la
vida cotidiana, tanto individual como colectiva, desplegando el mundo
del deber ser cristiano. La ética natural o filosófica, plano que aquí nos
concierne y que, en principio, discurre de acuerdo con la moral reve-
lada, se organiza sistemáticamente con ayuda de bloques conceptua-
les derivados, ya de las éticas aristotélicas, ya del naturalismo estoico.
El primer bloque es el centrado en las ideas de felicidad, bondad, fina-
lidad y virtud. A este respecto, Tomás establece que todo acto huma-
no surge de la apetencia de un bien, el cual se constituye, por lo
mismo, en fin de la acción. En la dinámica de deseos y adquisiciones
de bienes que la conducta genera, el hombre persigue la posesión del
bien supremo, Dios, cuyo goce le aporta el estado de felicidad. La
eudemonía no puede estar constituida por bien alguno finito creado
sino solamente por el bien infinito e increado, es decir, Dios. Éste,
pues, en cuanto bien supremo, es el fin último de los actos humanos
y en cuya posesión, a través del conocimiento y del amor, consiste la
felicidad del hombre. La vida, que a tal esquema se ajusta, es la vida
virtuosa. En la definición y catalogación de virtudes y vicios, Tomás de
Aquino sigue de cerca a las éticas aristotélicas.
El actuar humano procede de la voluntad, regulada por la razón,
y se caracteriza por ser un actuar libre y responsable. Tomás de
Aquino, si bien manteniéndose próximo al agustinismo, acentúa con
mayor vigor la libertad humana, frente a cualquier forma de determi-
nismo teológico. La omnipotencia, la ciencia y la predestinación divi-
nas no destruyen la libertad ni tampoco la consiguiente responsabili-
dad sino, más bien, las posibilitan. La salvaguarda de las mismas se
explica en términos tomados de la psicología aristotélica tales como
los componentes del acto voluntario libre, el puesto de la razón y de
96 Buscando la felicidad

la deliberación en el mismo, los influjos causales externos e internos,


etc. La libertad de la elección humana arraiga en último término, en
el modo del conocimiento del hombre. Éste es capaz de captar el
bien infinito y de contrastar con él los bienes que tiene ante sí. Al no
adecuarse ninguno de éstos, salvo en el caso de Dios al bien infini-
to, la voluntad no se ve constreñida a elegir necesariamente uno sino
que resta en actitud de indiferencia, dada la finitud de los bienes que
conoce. Sólo carece la voluntad de libertad cuando la razón la pre-
senta como tal al bien supremo, Dios, el cual aparece como el bien
que no puede no ser querido. Los actos humanos son, en todo caso,
responsables y, por ende, susceptibles de cualificación ética. La etici-
dad, de acuerdo con una ética no formal sino material de contenidos,
deriva de la materia de la acción y de la finalidad de la misma. La
bondad y maldad de las conductas se descubre a partir de su ade-
cuación o inadecuación a la norma del obrar, que no es otra que la
ley divina y la conciencia recta formada a partir de ella.
El concepto de ley o norma pertenece como elemento funda-
mental a la eticidad. La ley consiste en rationis ordinatio ad bonum
commune, ordenación de la razón al bien común. Tomás de Aquino
distingue varias clases de leyes: ley eterna, ley natural y ley positiva.
La primera es la ley de Dios; la segunda esa misma ley impresa por
el Creador en la naturaleza; la tercera, la ley establecida por un legis-
lador en su acción de gobierno. Toda norma remite, en última ins-
tancia, a la ley divina, que o es participada en la naturaleza o expli-
citada en una revelación o en un acto de gobierno civil. Esta con-
cepción de la ley natural, y su correspondiente derecho natural, vin-
culada al concepto de Dios, procede de la identificación aristotélica
del ser o motor supremo con Dios y, más aún, de la doctrina estoi-
ca del logos cósmico divino, como soporte de toda racionalidad y
normatividad. La ética de Tomás de Aquino aspira a maridar, a tra-
vés de la idea de lex naturae, el naturalismo moral aristotélico-estoi-
co y el monoteísmo personalista de procedencia judeocristiana. Toda
norma, sin embargo, para generar responsabilidad, implica la recep-
La riqueza de una herencia 97

ción de la misma por el sujeto humano. Es cabalmente lo que acon-


tece en la construcción de la conciencia moral y de la recta razón.
El conocimiento moral genera la conciencia ética y ésta no es otra
cosa, en cuanto recta ratio, que un reflejo de la ley divina en sus
diferentes formas de explicitarse. La ley eterna divina, hecha propia
en la conciencia moral, se convierte en el criterio regulador próximo
de la conducta. La ética tomista es, por ello, una ética heterónoma,
muy distante de las éticas autónomas de la modernidad y de las dife-
rentes formas de positivismos, sociológicos o psicológicos, escasa-
mente interesados por el problema de la normatividad y del deber.
La ética político-social de Tomás de Aquino trasluce la añoranza
de un sistema teocrático universal, fundamentado sobre los conceptos
de lex aeterna, lex naturae y ius naturale. El principio teocrático, sin
ignorar que también en él hay cabida para una determinada forma de
democracia, muestra cuán alejado está aún el pensamiento medieval
de opciones ético-políticas, que conseguirán carta de ciudadanía a lo
largo de la modernidad, tales como la separación kantiana entre dere-
cho y moral, el positivismo jurídico o las teorías contractualistas desti-
nadas a explicar el origen de la sociedad civil y del poder. Los nom-
bres de Hobbes, Rousseau, Kant o la escuela historicista de Savigny
están aún muy lejanos en el tiempo. La ley eterna divina sirve de fun-
damento a la ley natural y al derecho natural. Cualquier modalidad de
derecho positivo civil, sea a nivel de las sociedades nacionales, sea a
nivel internacional –el denominado ius gentium– remiten en última
instancia a Dios. El ordo naturae implica una tendencia natural al
agrupamiento de los hombres en sociedad en orden al logro del bie-
nestar común. Esa tendencia a la asociación tiene su primera mani-
festación en la unión conyugal, soporte de la comunidad familiar. El
problema del origen de la sociedad civil y del poder que en ella se
detenta, es solventado dentro de la misma lógica. Ni el positivismo
jurídico en cualquiera de sus formas ni las teorías contractualistas apor-
tan una explicación última. Ésta, una vez más, ha de buscarse en Dios,
en la ley eterna y en los derivados de la misma que son la ley natu-
98 Buscando la felicidad

ral, el derecho natural y los ordenamientos legales positivos, que las


toman como base. El absolutismo teocrático que pudiera buscar justi-
ficación en las precedentes ideas, queda, sin embargo, descartado con
la afirmación del Principio de cogestión, según el cual el pueblo parti-
cipa del poder emanado de Dios y es al pueblo a quien compete ges-
tionar ese poder en las situaciones histórico-políticas concretas. El con-
trato social obtiene, pues, un puesto central en el ordenamiento jurí-
dico del estado, si bien es un puesto cuya recta gestión está vincula-
da al mantenimiento del ordo naturae.

7. Solamente el poder absoluto de Dios

La odisea de la conciencia moral entra a finales del Medioevo en


tiempos de zozobra. La reflexión del siglo XIV está vinculada al con-
texto sociocultural y político en el que se inscribe. Es época de críti-
ca, de rupturas y de pluralismo. La Escolástica se diversifica en escue-
las, el surgimiento de los estados modernos desplaza a la idea del
Sacro Romano Imperio, las lenguas romances ganan terreno al Latín,
proliferan los intentos cismáticos en la Iglesia… Tal desintegración de
la unidad ideológica y política, lograda en los siglos que precedieron,
conlleva importantes dosis de escepticismo y la consiguiente bús-
queda de nuevos asideros sobre los que apuntalar el sentido de la
existencia. En un contexto en el que escolásticos polemizan con esco-
lásticos, reyes luchan contra papas, poverelli incordian contra aristó-
cratas y burgueses ironizan contra eclesiásticos, las figuras de Escoto
(† 1308) y Ockham (1285-1349) actúan como cajas de resonancia de
la cultura resquebrajada en la que viven. A pesar de la agudeza men-
tal del primero y de la originalidad anticipadora del segundo, el pen-
samiento escolástico presenta síntomas de agotamiento y esterilidad.
En ambos, sin embargo, una serie de actitudes anuncian el adveni-
miento de algo nuevo, cuando se disocian la metafísica y la teología,
cuando se desconfía del poder de la razón en asuntos de creencia,
La riqueza de una herencia 99

cuando se desplazan las creencias hacia el ámbito de la mística, cuan-


do se insinúan ideas que preludian la ciencia física moderna o cuan-
do se critican las estructuras políticas vigentes. La modernidad se
anuncia en el horizonte a través del aprecio hacia valores como lo
individual, la libertad, la ciencia, la subjetividad y la crítica. En el
nuevo clima espiritual, la denominada vía moderna (=nominalismo
ockhamista) pugna con la vía antiqua (=tomismo aristotélico) y se
abre paso en buen número de universidades a contracorriente de
anatemas. La actitud crítica no se circunscribe solamente al ámbito del
pensamiento, sino que se extiende también a las estructuras socio-
políticas vigentes. Ockham comparte las ideas político-jurídicas de
Marsilio de Padua († 1343) y sus críticas al papado en lucha con los
príncipes y en trance de afrontar el Cisma de Occidente. El empiris-
mo científico y el positivismo jurídico insinúan ya tímidamente los
inicios de la desacralización de la ciencia y del derecho. La rehabili-
tación de la teoría de la doble verdad pretende conceder carta de ciu-
dadanía a un cierto pluralismo, separando las esferas de la ciencia y
de la fe, a la vez que una religiosidad de nuevo cuño, como en el
caso de la mística renana, tiende a alojarse en la emotividad subjeti-
va. Se inicia así la ruptura del maridaje entre razón y revelación, entre
filosofía y teología, entre naturaleza y gracia, tan laboriosamente con-
certado por Tomás de Aquino. Divorcio que, por una parte, encauza
una moral teológica, distanciada de la racionalidad metafísica y en la
que prevalecen el amor y la obediencia a Dios, y por otra, promue-
ve una ética mas individualista dispuesta a admitir paulatinamente
mayores componentes seculares en la conducta personal y en el sis-
tema socio-político.
La transformación de la conciencia moral en tal situación arraiga
en el principio voluntarista. Tanto en Escoto como en Ockham pre-
valece el componente platónico-agustiniano sobre el aristotélico-
tomista. Su expresión es el primado del bien y de la voluntad sobre
el ser y el entendimiento. La voluntad es la instancia suprema tanto
en Dios como en el hombre, y no tolera que factor alguno, extraño
100 Buscando la felicidad

a la voluntad misma, imponga cortapisas al querer. Las relaciones


entre Dios y el mundo se articulan menos sobre las categorías meta-
físicas de ser y causalidad que sobre los conceptos morales de bon-
dad, omnipotencia y libertad. La conducta de Dios respecto al mundo
no es el resultado de una necesidad que impone la razón sino de una
libertad regulada por el amor. No porque las cosas sean verdaderas y
buenas Dios las quiere, sino que, porque Él las quiere, son buenas y
verdaderas. La lógica del ser y del entender es desplazada por la lógi-
ca del querer y del amar. El voluntarismo se extiende también a la
comprensión de la acción humana. En el acto de la voluntad no se
interfiere elemento extraño a la voluntad misma. Si el entendimiento
obedece a las leyes de la evidencia, la voluntad sigue las normas de
la libertad. Ninguna modalidad de conocimiento –ni siquiera la evi-
dencia– impone necesidad a la voluntad, la cual posee el poder de
autodeterminarse a sí misma y en ese poder radica la libertad. Este
voluntarismo, profesado con decisión por Escoto, es radicalizado
por Ockham, en quien las relaciones entre ética y metafísica apare-
cen trastocadas, respecto a la posición mantenida por Aristóteles y
Tomás de Aquino. El poder soberano de Dios no admite imperativo
alguno extrínseco a ese mismo poder. La voluntad divina es la norma
suprema del comportamiento ético y el criterio de diferenciación de
lo bueno y de lo malo. El ockhamismo sería, según algunos, una filo-
sofía de la omnipotencia y libertad absolutas de Dios y, de rechazo,
de la contingencia de las criaturas. Frente a un mundo cerrado sobre
sí y sometido a la inexorable necesidad impuesta por un primum
movens, tal como lo concebía el averroísmo latino, Dios aparece
como la libertad absoluta que garantiza la libertad humana.
Las implicaciones éticas de semejante voluntarismo son amplias
y profundas. El concepto de lex naturae y el iusnaturalismo subsi-
guiente son sustituidos por una suerte de positivismo teológico según
el cual las normas y valores morales son establecidos, al margen de
todo soporte metafísico, por la ley positiva divina. Este positivismo
teológico va de la mano de una creciente emancipación del sujeto
La riqueza de una herencia 101

individual, quien, por una parte, establece un espacio soberano para


la conciencia creyente, que responde y acepta la voluntad divina y,
por otra, encauza una racionalidad científica y laica, que preludia
desarrollos posteriores de la modernidad. A ello responde la separa-
ción creciente entre actitud religiosa y pensamiento filosófico-cientí-
fico. Tal separación permite una doble modalidad de concebir el
conocimiento moral y una correlativa valoración de los juicios y len-
guajes morales. Si en su vertiente religiosa, el voluntarismo promue-
ve un individualismo místico, que desembocará en la Reforma, en su
vertiente laica ese individualismo se traducirá en actitudes laicas y en
conflictos políticos entre el poder sagrado y el poder laico. De ese
incipiente laicismo político son buenos testimonios los conflictos
entre el poder eclesiástico y el poder civil a lo largo del siglo XIV. De
todo ello se encuentran resonancias en las doctrinas morales de
Escoto: la fe tiende a ser confinada al ámbito de la praxis y lo que
trasciende los límites de la razón no merece el apelativo de ciencia
sino de creencia y concierne a la perfección ética del hombre. Es
doctrina que sin rubor suscribirían autores adscritos al intuicionismo
y emotivismo contemporáneos. Las circunscripciones del orden teó-
rico y del práctico tienden a diferenciarse. En el primero domina la
necesidad lógico-científica; en el segundo la libertad y la emotividad.
Es preciso también establecer límites precisos entre el campo de la
ley natural y el de los preceptos divinos. Ello evitaría interferencias e
intromisiones recíprocas. Habida cuenta, en todo caso, que el sopor-
te último de la eticidad es la libertad. ¿Qué hubiera dicho Kant a este
respecto de haber leído a Escoto?
Ockham va en su doctrina y en sus comportamientos mucho más
lejos que el Doctor sutil. El criterio de la moralidad de los actos huma-
nos es, también, la voluntad de Dios que los prescribe o prohíbe. Las
normas éticas derivan exclusivamente del querer divino, generando
un positivismo de la revelación, que contrasta con el amplio soporte
iusnaturalista asignado por Tomás de Aquino a la ética y al derecho.
Lo cual no excluye el que para Ockham también exista una lex natu-
102 Buscando la felicidad

rae, correspondiente a la potencia Dei ordinata. El voluntarismo teo-


lógico mantiene el ámbito de la ley natural, si bien con una concep-
ción de la misma muy distante de la estoico-aristotélica. Esta no se
fundamenta en un logos cósmico o en un ser metafísico sino en la
voluntad de Dios o potencia Dei ordinata, cuando prescribe el orden
vigente en el mundo. La voluntad de Dios se convierte así en fuente
de la racionalidad práctica y de la normatividad jurídica. El derecho
natural de Ockham es, de suyo, un derecho sobrenatural, al extraer
sus contenidos de la voluntad de Dios, manifestada en los preceptos
divinos revelados. Paradójicamente este supernaturalismo produce en
Ockham efectos secularizantes cuando se aplica a las instituciones
políticas. Las competencias del poder eclesiástico son en este terreno
recortadas para, en nombre de Dios, transferirlas al poder popular. En
el ámbito de la política se confía un amplio sector, no determinado
por la voluntad divina, a la libre responsabilidad de los ciudadanos.
La doctrina de la plenitudo potestatis o autoridad plena del papado y
la mediación del mismo en la transmisión de poderes desde Dios al
emperador no es del agrado de Ockham. Es más: no es el Papa quien
condiciona la elección del emperador sino éste quien condiciona la
elección del sumo pontífice. Las circunscripciones del poder religio-
so y del poder civil, correlativamente a la disociación entre teología
y filosofía, deberían ser separadas para evitar interferencias y conflic-
tos. Estas tesis políticas de Ockham reflejan no sólo la inquieta bio-
grafía del autor, sino, también, los nuevos datos sociopolíticos del
Medioevo tardío y el peso creciente de la burguesía gremial de las
ciudades en la estructura social. Tras las críticas de Ockham al papa-
do, sumido entonces en la crisis del cisma de Avignon, subyacen las
aspiraciones individualistas de libertad de pensamiento y de acción y
también la repulsa franciscana de una iglesia excesivamente interesa-
da en acumular poder político. El boato de corte no casaba con la
pobreza mendicante ni el poder temporal estimulaba la libertad
espiritual de la comunidad creyente. Tales doctrinas, bloques funda-
mentales para una teología política de amplios vuelos, poseen, inclu-
La riqueza de una herencia 103

so, un complemento metaético implícito en la lógica nominalista de


Ockham. También aquí el contestatario pensador, preanuncia posi-
ciones neopositivistas, tanto en el sector de la epistemología como en
el de la crítica a la metafísica.

8. La conciencia como creencia confiada en la soledad de la fe

La efervescencia religiosa del tardío medioevo desembocó en la


Reforma luterana. También aportó nuevos aires el Renacimiento. La
ética protestante asume dos tendencias fundamentales del momento:
el humanismo y el retorno a los orígenes. El humanismo de los
Reformadores se concreta en una preocupación por la condición his-
tórica del hombre, contemplada como naturaleza corrompida, necesi-
tada de salvación. Si la condición pecaminosa de aquél genera un
fuerte pesimismo respecto a las posibilidades liberadoras de la natu-
raleza humana, este pesimismo antropológico es el reverso de un
optimismo teológico, basado en la fidutia y en la iniciativa generosa
y gratuita de Dios, salvando a los hombres. Como ya anteriormente
en S. Agustín, la experiencia subjetiva del pecado y de la gracia, la
necesidad de salvación y la justificación por la sola fe, resitúan el pro-
blema moral en el ámbito de la antropología. La consecuencia más
inmediata es una interiorización de la responsabilidad moral, la cual
se vincula estrechamente a la subjetividad personal, entendida como
conciencia creyente. En el homo fidutialis la operosidad humana
cuenta poco para lograr la salvación. Frente a la concepción prome-
teica de la actividad humana, dominante en la tradición filosófica, el
protestantismo establece el dogma de la justificación por la sola fe, sin
necesidad previa de acciones meritorias. Ello equivale a acogerse, en
actitud estoica, al determinismo de la voluntad divina, sin condicio-
namientos previos. Dios salva y condena a quien Él quiere. La liber-
tad de la que Lutero († 1546) nos habla en el De servo arbitrio, con-
siste en echarse en brazos de la necesidad del destino, destino en este
104 Buscando la felicidad

caso, impuesto por la predestinación divina. No son las buenas obras,


para las que la naturaleza corrompida está incapacitada, las que pro-
ducen la justificación, sino ésta, una vez acontecida, la que produce
las buenas obras. De ahí la desconfianza y recelo de los Reforma-
dores a los productos de la naturaleza que llamamos filosofía o méri-
tos humanos, como factores liberadores del hombre. El hombre
nunca pierde su condición de pecador, aunque Dios le justifique. El
hombre mantiene simultáneamente su condición de pecado y de jus-
tificado. Simul iustus et peccator. Porque la justificación no es una
transformación de la naturaleza sino un acto forense de indulto. Y el
indulto no erradica la culpa. Solamente no la toma en cuenta. Pero el
indultado continua siendo reo, si bien reo liberado.
El homo fidutialis, por otra parte, presupone el retorno a los
orígenes, a que anteriormente aludíamos. Retorno a unos orígenes
que, en este caso, es vuelta al cristianismo evangélico. La revelación
consignada en las Sagradas Escrituras es proclamada norma supre-
ma de la praxis cristiana. Los preceptos divinos allí establecidos,
tales el amor al prójimo, la obediencia a Dios, el ejercicio de la jus-
ticia, etc. se convierten en soportes de la eticidad, en calidad de
principios del conocimiento y del comportamiento morales. La ética
de los Reformadores es una moral revelada y creída. Fuera de ella
no existe otra. El postulado de la justificación por la sola fe trans-
forma el significado y alcance de las categorías morales de bondad,
vicio, virtud, ley o justicia. El trabajo personal y la vida social son
asumidos en una conciencia trascendental, hecha consistir en fidu-
tia y obediencia a la voluntad divina. El cumplimiento del deber en
el trabajo o en el compromiso político es expresión de la justifica-
ción acontecida en el creyente. La misma disociación entre natura-
leza y sobrenaturaleza o entre filosofía y revelación, iniciada ya por
Ockham y potenciada por Lutero, facilitan, por una parte, la sepa-
ración entre el régimen mundano de la sociedad civil y el régimen
supramundano de la sociedad creyente. Separación, sin embargo,
que habilita espacios de libertad al hombre creyente para, en cuan-
La riqueza de una herencia 105

to tal, insertarse y transformar el tejido de la praxis social, política,


cultural o económica de la sociedad a la que pertenece.
Si en Lutero la doctrina de la justificación por la sola fe verte-
braba el sistema de moralidad, en Calvino la idea de predestinación
desempeña un rol similar. El obrar humano aparece integrado en la
dinámica de un plan divino, fijado de antemano, en el que el pre-
destinado adquiere convicciones y arrestos que le convierten en un
fanático del cumplimiento del deber, cuando el mundo del deber
coincide con la responsabilidad cívica, el compromiso político o la
actividad económica. Tanto el trabajo en la sociedad como el com-
promiso político asumen, para Calvino, la calidad de mandatos ema-
nados de la voluntad divina. Obediencia a Dios y cumplimiento del
deber en los asuntos del mundo son actitudes que se coimplican. El
quehacer mundano se transforma en deber sagrado, en precepto
divino, y el éxito aparece como signo de pertenencia al restringido
grupo de los predestinados. Esta interacción entre conciencia cre-
yente y actividad mundana, en el caso del calvinismo, ha sido pues-
ta de relieve por M. Weber en su conocido ensayo sobre La ética pro-
testante y el espíritu del capitalismo. La dinámica de la predestinación
asume en sí tanto la experiencia religiosa personal como la expan-
sión de esa experiencia en la vida social. Sobre este talante ético,
según M. Weber, surgió el espíritu del capitalismo burgués, orienta-
do al éxito y pleno de emulación y activismo. Ello explicaría la bri-
llante posición económica y cultural conseguida posteriormente por
las sociedades dotadas de componente calvinista. Al quedar integra-
das la ética y la política en la dinámica de la predestinación, la fun-
damentación del poder y su ejercicio se resienten de una concepción
teocrática radical, según la cual la suprema norma del Estado es la
lex evangelii. De aquí a la instauración de la utopía cristiana en
Ginebra por parte de Calvino no hay más que un paso.
6
El hombre al encuentro de sí mismo

1. La nostalgia del mundo clásico

El Renacimiento abre una nueva etapa en la construcción de la


conciencia moral. Las transformaciones sociales, las reformas religio-
sas, los descubrimientos geográficos y la revolución científico-meto-
dológica iniciada por Galileo actúan de fermento de una renovada
reflexión ético-política. La conciencia moral dominante durante el
Medioevo se disuelve lentamente a medida que una nueva conste-
lación de valores se perfila en el horizonte del tiempo. La admira-
ción hacia la antigüedad clásica rehabilita ideas, gustos y formas de
vida de la misma. Con ella se sienten solidarios los escritores y los
artistas y en ella buscan sus modelos políticos los gobernantes. El
hombre renacentista siente una necesidad profunda de renovación
no sólo de la esfera individual sino también del ámbito político-
social. Al ideal integrador y unitario de la Edad Media sucede un plu-
ralismo en las ideas y en las conductas, consecuencia del triunfo del
principio individualista en la estética, en la filosofía, en los naciona-
lismos y en las creencias. De la mano del principio individualista ini-
cia su andadura la modernidad y la aplicación del mismo genera, por
una parte, la emancipación de la conciencia ético-política respecto a
las heteronomías medievales y, por otra, potencia la nueva forma de
108 Buscando la felicidad

sacralización de la subjetividad personal de donde había surgido la


Reforma protestante. La experiencia subjetiva de la fe, testimoniada
en profundidad por la Mística Renana y liberada del racionalismo
filosófico por Ockham y su escuela, había rebrotado en la Reforma,
poniendo al descubierto que, tras la abigarrada literatura del pathos
renacentista, los nuevos tiempos se mantenían en buena medida fie-
les a la herencia de la Antigüedad clásica y del cristianismo medie-
val. La novedad más radical, que los nuevos tiempos aportan, reside
en la escisión, cada vez más marcada, entre una visión creyente y
una concepción racional del pensamiento y de la acción. Las tensio-
nes políticas del tardío Medioevo emergen de aquella escisión, pre-
sagiando los conflictos político-religiosos de los siglos XVI y XVII. El
afán innovador del humanismo se mueve, no obstante, dentro de las
pautas marcadas ya por una o por otra de las formas citadas del sub-
jetivismo individualista: la creyente y la racionalista.
El talante humanista del Renacimiento, y en la doble orientación
citada, inspira una renovación de la vida personal y colectiva, que
toma cuerpo en las utopías ético-políticas de la época. Como fun-
damentalismo cristiano puede ser etiquetado el orden político-
social, que Calvino pretendió instaurar en Ginebra, llevando hasta
sus últimas consecuencias la concepción teocrática de la sociedad.
En derroteros bien distintos, pero siempre dentro del espíritu huma-
nista, las utopías de Moro y Campanella, pretendieron rehabilitar el
Estado ideal, pergeñado por Platón en su República, y F. Bacon aspi-
ra, en su utopía tecnológica, a programar una tecnocracia, que apli-
que en la vida social las virtualidades de progreso abiertas por los
inventos y las nuevas tecnologías de la época. Habida siempre cuen-
ta de que tanto en Moro y Campanella como en Bacon, el talante
ético-político dominante se encuentra muy distante ya no sólo del
sistema de valores del Medioevo, sino también de la cristocracia, que
Calvino instaura en Ginebra. Ese nuevo talante surge de la idea de
que el Estado ha de ser concebido como un producto de la razón
humana y puesto al servicio del bienestar social.
El hombre al encuentro de sí mismo 109

El retorno de la antigüedad clásica, puesto al servicio de ideales


humanistas como los de la paz, la tolerancia religiosa y la justicia
social, inspira las páginas de la Utopía de Tomás Moro († 1535). El
modelo de Estado, que Moro pergeña, recuerda la polis diseñada en
la República de Platón. El contrapunto es la injusta situación de la
Inglaterra de comienzos del XVI y las desventuras y desmanes que
aquejaban a la sociedad. Frente a tal situación, Moro se deleita en la
vida venturosa de una isla lejana, en donde la existencia transcurre
feliz, al haberse abolido la propiedad, suprimido el dinero, racionali-
zado el cultivo de la tierra y habilitado tiempo para el ocio y la cul-
tura. La solidaridad humana y el bienestar común son los soportes de
la justicia imperante. La distribución igualitaria de los bienes evita
egoísmos y penurias. La tolerancia religiosa garantiza la libertad de
creencias y de ello se sigue paz y bienestar. La economía se basa en
la agricultura y en un intercambio de bienes de consumo, que hace
superfluo al dinero. La erradicación de la miseria, mediante una dis-
tribución equitativa de riquezas y trabajo, elimina la verdadera causa
de crímenes y robos. La pena de muerte y los castigos se tornan
entonces innecesarios. El tiempo libre, garantizado con un adecuado
horario de labor, posibilita el desarrollo de las artes y de la cultura.
Esta situación ideal, lograda a fuerza de racionalidad, alcanza también
a la misma cuestión ecológica, al respetarse las peculiaridades de la
naturaleza. Con tales ideas, Moro anticipa múltiples nostalgias de la
sociedad contemporánea y se convierte en profeta del socialismo
moderno. A la zaga también de Platón y de Moro, el italiano T.
Campanella († 1639) imagina en su Civitas solis una sociedad organi-
zada en régimen comunista, en el que los movimientos del individuo
son regulados, hasta en sus aspectos más íntimos, en pro del bienes-
tar colectivo: trazado geométrico de la ciudad, horarios fijos de asue-
to y trabajo, fijación astrológica del coito, regulación de las relaciones
sociales hasta la nimiedad. Desaparece todo individualismo y el
comunismo platónico se rehabilita al ser compartidos el hogar, la
familia y la propiedad. Una sociedad muy distante, por otra parte, del
110 Buscando la felicidad

Estado individualista y utilitario, defendido por Maquiavelo. En ella,


en todo caso, se mantiene un fuerte componente religioso, de carác-
ter a veces mágico y a veces metafísico, que genera un lenguaje meta-
fórico impregnado de neoplatonismo. De esta racionalidad idealista
se distancia la racionalidad tecnológica que preside la utopía imagi-
nada por S. Bacon († 1626) en su Nova Atlantis. Con ella entra en la
reflexión ético-política del Renacimiento un componente nuevo: la
técnica como instrumento de organización social y de producción de
bienestar. La idea aparecía sugerida por los inventos y descubrimien-
tos de la época, que permitieron entrever una naturaleza transforma-
da por el ingenio del hombre y puesta a su servicio. La racionalidad
instrumental, con las implicaciones éticas que conlleva, desplazaba a
la racionalidad teleológica, generando la convicción de que los males
sociales son erradicables con el mero progreso científico-tecnológico.
Es lo que Bacon pretende darnos a entender, cuando se deleita en las
descripciones del estilo de vida de una aldea consagrada a la inven-
ción tecnológica, al desarrollo científico y a las aplicaciones de ambos
al dominio de la naturaleza. En ella no se escucha tanto el eslogan
platónico de los filósofos al poder o el de los utopistas: la imagina-
ción al poder, sino el del homo faber: los tecnócratas al poder.
La disociación entre reflexión creyente y reflexión racional, ini-
ciada por Ockham y posteriormente impulsada por la Reforma pro-
testante, favorece la consolidación de un pensamiento ético-político,
que tiende a eliminar los soportes religiosos del poder civil y, a la
vez, a poner coto a las injerencias de éste sobre las opciones reli-
giosas de los individuos. Es lo que se suele llamar iusnaturalismo
racionalista, y que representa un esfuerzo magnífico en pro de la
organización de la convivencia humana sobre bases exclusivamente
racionales. Inspirado por el humanismo renacentista, sitúa en el cen-
tro de su sistema ético-jurídico a la naturaleza racional del hombre,
la cual pasa a ocupar el rol que los estoicos asignaron, en cuanto
fundamentos de la normatividad, al logos cósmico y los medievales
a la inteligencia divina. El resultado es un sistema ético-jurídico,
El hombre al encuentro de sí mismo 111

autónomo respecto a instancias religiosas, en el que la naturaleza


racional del hombre sirve de fundamento de la sociedad civil. De las
obligaciones y leyes que de la misma dimanan no puede desenten-
derse hombre alguno. Por afectar a su misma naturaleza conciernen
a todo individuo y no pueden ser subordinadas a legalidad positiva
alguna. Es el hombre el que torna sobre sí mismo, prescindiendo de
condicionamientos metafísico o religiosos, en busca de nuevo senti-
do para la vida ética y política. Este tipo de reflexión que se insinuó
en las creaciones literarias de Petrarca y Boccacio y que surge de
modo inquietante en Maquiavelo, se consolida en los escritos de
Grocio y en los tratados de los iusnaturalistas ilustrados.
Maquiavelo († 1527) marca una ruptura profunda con la con-
ciencia moral de la tradición, la cual siempre mantuvo los vínculos de
la ética y de la religión con la política. Su pretensión consiste en apli-
car a la gestión del poder un concepto técnico-mecanicista de la
acción que, prescindiendo de toda teleología, presenta paralelismos
con el concepto de ciencia desarrollado por F. Bacon, en el que los
valores morales desaparecen como criterios normativos. El espíritu
renacentista alienta tras los comentarios de Maquiavelo a Tácito y tras
las agudas páginas de El Príncipe: admiración hacia modelos políti-
cos de la antigüedad clásica, nostalgia de las grandezas de la Roma
republicana, autonomía en la gestión del estado respecto a poderes
religiosos, sentimiento nacionalista a favor de una Italia unificada,
pragmatismo político basado en la realidad empírica de los datos his-
tóricos, etc. Los vínculos entre política y ética, política y religión o
política y metafísica, establecidos por las tradiciones platónico-agusti-
niana y aristotélico-tomista son rechazados por Maquiavelo, para
quien lo político es un campo autónomo, concebido como conjunto
de fuerzas e intereses encontrados, en el que el éxito y el poder son
resultados a conseguir mediante estrategias eficaces. La praxis políti-
ca, desconectada de toda ética, aparece como una lucha de intereses,
en donde no existen escrúpulos ni prejuicios morales a la hora de
poner en práctica aquellos medios más eficaces para la conquista del
112 Buscando la felicidad

poder y el mantenimiento en él. El político es el hombre frío y cal-


culador, escéptico ante una supuesta buena voluntad de sus congé-
neres, dispuesto a la simulación y a la hipocresía, consciente de que
los hombres actúan por temor o por egoísmo. La fidelidad a la pala-
bra dada o a los tratados suscritos ha de supeditarse a la utilidad. El
príncipe, que ha de ser más temido que amado, debe evitar vacila-
ciones y medias tintas. El medio para solventar conflictos es el poder.
La sociedad y el Estado son mecanismos de fuerzas encontradas, en
los que acaba imponiéndose la razón del más fuerte. La justicia o
injusticia de los fines y de los medios para conseguirlos no cuenta a
la hora de elegir. La acción política toma únicamente en cuenta la uti-
lidad y la eficacia en el logro del poder. Sin olvidar que tanto la for-
tuna como el coraje o la astucia son factores decisivos a la hora de
actuar. No existe, por consiguiente, un mundo del deber ser político,
un sistema de valores morales regulador del servicio al Estado. Los
principios reguladores son el utilitarismo práctico y el realismo prag-
mático. La actividad política se justifica por sí misma sin norma extrín-
seca a ella que la condicione. De ahí que, una vez descartados los
imperativos éticos, todo el problema de la praxis política se centre en
articular una técnica eficaz para conseguir los fines perseguidos.
El pensamiento ético-jurídico prosigue el proceso de seculariza-
ción de las instituciones mediante la doctrina del iusnaturalismo
racionalista. La quintaesencia del proceso reside en la emancipación
de la racionalidad ético-política de toda heteronomía revelada y en
la identificación de aquella racionalidad con la naturaleza humana.
El Estado moderno se fundamenta sobre el derecho emanado de esa
naturaleza, que da como resultado una estructura racional pura de la
vida social. El francés Bodin († 1596), a este respecto, se convierte
en el clásico de la idea de soberanía. Al establecer los fundamentos
jurídicos de un Estado racional pone como esencia del mismo la
soberanía. El poder del Estado no puede estar situado sino en el
Estado mismo. Este poder no emana de instancia alguna ajena al
Estado ni admite otra limitación que las impuestas por Dios y la ley
El hombre al encuentro de sí mismo 113

natural. La souverainité es dimensión absoluta e inalienable del


Estado. Siguiendo las huellas de Bodin, el holandés Grocio († 1645)
desarrolla todo un sistema racional de derecho. Para ello separa el
derecho positivo, divino o humano, fundamentado sobre un acto de
la voluntad, del derecho natural, fundamentado sobre la esencia
racional del hombre. El postulado fundamental del derecho natural
es la naturaleza social del hombre. Este es el principio y fuente de
toda normativa ulterior. La normatividad ética y jurídica es aquélla
que se ajusta a la naturaleza racional del hombre. El derecho natural,
no invalidable por derecho positivo alguno, posee valor absoluto. El
origen y fundamento de la summa potestas civilis se encuentra en
Dios, quien lo otorga directamente al príncipe. Grocio, con esta idea,
legitima en Dios el poder absoluto de los reyes y pone la base de la
monarquía absoluta. Y al poner a Dios como soporte del absolutismo
del monarca, no parece ser consecuente con su aspiración a un fun-
damento autónomo del derecho, intrínseco al Estado mismo. Más
consecuentes serán, en este terreno, los ilustrados alemanes Pufen-
dorf († 1694) y Thomasius († 1728). Si en el primero pervive aún un
amplio componente de la escolástica tradicional y se mantienen los
vínculos del derecho con la ética, la metafísica y la religión, en el
segundo hacen acto de presencia los nuevos aires de la Ilustración.
Pufendorf en su De iure naturae et gentium establece, en perspecti-
va racionalista, las bases del absolutismo monárquico a partir del
hecho de la sociabilidad de la naturaleza humana. Las necesidades y
las apetencias del bienestar impulsan a los hombres a integrarse en
sociedad y a concertar pactos concernientes a la propiedad y al Es-
tado. De esta tendencia natural primigenia surgen los ordenamientos
jurídicos ulteriores. Thomasius, por su parte, combinando utilitaris-
mo y psicologismo sajones y racionalismo ilustrado, ve en la natura-
leza humana un conglomerado de instintos tendentes a la utilidad y
al provecho individuales. Factores subjetivos, tales como la apeten-
cia de la vida feliz, de poder, de propiedades o de bienestar, impul-
san el surgimiento de ordenamientos jurídicos, en los que aquellas
114 Buscando la felicidad

necesidades puedan ser satisfechas. La ética, la política y el derecho


toman cuerpo, bajo la guía de la razón, en vistas a la construcción
de un bienestar mundano y al establecimiento de un orden que evite
los conflictos generados por el egoísmo individual.

2. Dos lealtades: tradición y modernidad

España, entretanto, había finalizado la reconquista del suelo


patrio y se embarcaba en la gloriosa aventura colonial de las Indias.
A la conciencia moral hispana la emplazaban problemas nuevos,
procedentes tanto de la Europa reformista como del mundo recién
descubierto. Los avatares de la España imperial de Carlos I no solo
comprometieron al pensamiento español con la encrucijada de ideas
en la que el humanismo erasmista flirteaba con conventículos re-
formados, sino que le convirtieron en protagonista de una Contra-
rreforma ambivalente. De hecho, estímulos renacentistas y compo-
nentes tradicionales se dieron cita en una concepción de la vida, que
con dificultades digería el advenimiento del sujeto moderno pero
que, sin embargo, desarrollaría un modelo ético-político de profun-
da incidencia en la cultura del Barroco.
La penetración de ideas procedentes de Italia y Centroeuropa no
obstaculizó el que el espíritu medieval perviviera no solo en el góti-
co tardío de nuestras catedrales sino también en la reflexión de las
celdas de los conventos. Los grandes escolásticos españoles, con F.
de Vitoria († 1546) y Suárez († 1617) a la cabeza, se sitúan a medio
camino entre la tradición medieval y las exigencias de la modernidad.
Toda una serie de temas, impuestos por los descubrimientos geográ-
ficos y las guerras de religión, engrosan la problemática tradicional:
guerra y paz justas, derecho de gentes, soberanía, derecho a la resis-
tencia, tiranicidio, etc. F. de Vitoria, en Salamanca, encabeza una bri-
llante escuela de pensamiento ético-jurídico con profunda sensibili-
dad humanista y fuerte aprecio hacia los datos histórico-positivos. La
El hombre al encuentro de sí mismo 115

herencia tomista es aplicada a los problemas surgidos de la nueva cir-


cunstancia histórica. Los derechos humanos de los indios son reco-
nocidos, las causas de la guerra justa se desplazan de los intereses del
rey o del papado a los intereses de los pueblos, tales como el inter-
cambio de bienes y la libertad de migraciones, se establecen normas
para mitigar las consecuencias de la guerra y reestablecer las condi-
ciones de la paz.
Temática afín a la desarrollada por Vitoria constituye el argu-
mento de la obra maestra de Suárez en este sector: el De legibus. Por
ella desfila la problemática ético-jurídica de la época: ley, derecho
natural e internacional, fuente y sujeto de la potestad civil, soberanía,
sociabilidad del hombre, formas de gobierno, etc. La ley, prescin-
diendo del significado cosmológico que al término le dieron los estoi-
cos, es una explicitación de la lex aeterna divina, de la cual derivan
la lex naturae y el ius gentium. El derecho de gentes o derecho inter-
nacional se encuentra a medio camino entre el ius naturae y el ius
positivum. Sus contenidos centrales son las leyes referentes a las rela-
ciones internacionales, guerra y paz, comercio, etc. En él tienen cabi-
da abundantes datos positivos y su contingencia y relatividad es
mayor que la de los preceptos del derecho natural. Respecto a la filo-
sofía social, el dato fundamental es la sociabilidad de la naturaleza
humana. Una dimensión esencial de la sociedad es la soberanía. En
ella la autoridad reside en el pueblo, el cual la recibe de Dios y la
delega en el príncipe. Suárez, por tanto, coincidiendo con Bellarmino
y discrepando de Grocio y de Hobbes, introduce un elemento mode-
rador del absolutismo del monarca. Si bien el poder emana en últi-
ma instancia de Dios, con lo que se excluye el carácter laico del dere-
cho, el pueblo es el sujeto portador y administrador de ese poder,
que el mismo pueblo delega ulteriormente en el príncipe. El rey,
pues, no es rey por la gracia de Dios, sino por voluntad del pueblo.
Respecto a la resistencia al tirano y a la desobediencia a la ley injus-
ta, Suárez es partidario de ambas cosas, en la hipótesis de que exis-
ta lesión de la ley eterna o del derecho natural. Con tales doctrinas,
116 Buscando la felicidad

el De legibus, si bien se mantiene dentro de los cauces de la tradición


escolástica, se muestra ampliamente receptivo a elementos proce-
dentes de la modernidad.

3. El narcisismo de la subjetividad

El concepto de ciencia pergeñado por F. Bacon en el Novum


Organum indicaba ya los derroteros por donde discurriría la ética del
racionalismo: recelo ante la metafísica aristotélico-escolástica, reduc-
ción del saber a cálculo matemático, concepción utilitarista de la filo-
sofía, inserción de la ética en la psicología, etc. Los clásicos del racio-
nalismo: Descartes († 1679), Hobbes († 1679) y Spinoza († 1677) con-
firmarán la nueva orientación de la reflexión moral y, a la vez que
distancian a ésta de los planteamientos tradicionales, echan las bases
sobre las que se construirán el naturalismo, el relativismo y el subje-
tivismo contemporáneos. Dos rasgos caracterizan la nueva orienta-
ción, que toma la teoría ético-política: a) el interés renacentista por la
naturaleza y la programación de una nueva ciencia: la físico-mate-
mática; b) el planteamiento del problema del método científico y la
solución que Galileo y Descartes aportan al tema. El mecanicismo
dominante en la explicación de los fenómenos naturales da al traste
con el principio de finalidad. La comprensión teleológica de los
hechos y acontecimientos humanos, obtenida a partir del nexo de
sentido que los vincula, es sustituida por la explicación mecánica de
los mismos, a partir del nexo causal que los une. La aspiración de la
filosofía se centra en establecer para los comportamientos humanos
y para los acontecimientos ético-políticos leyes de valor análogo a las
que los cinéticos formulan para los fenómenos físicos. Generalizada
la convicción, por otra parte, de que la racionalidad, que refleja la
estructura del universo, es la racionalidad de la matemática, el saber
adopta como ideal de conocimiento a esta ciencia, en especial a la
geometría. En los enunciados matemáticos, a causa de su certeza y
El hombre al encuentro de sí mismo 117

evidencia, se creerá encontrar el modelo de la verdad necesaria y,


consecuente con ello, se pondrá en marcha un método capaz de
crear una ciencia penitus nova, completamente nueva.
A pesar de que Descartes tiene en alto aprecio a la ética, califi-
cándola de ciencia más alta y perfecta y de sabiduría en grado máxi-
mo, se echa de menos un tratamiento sistemático de la moral en sus
escritos. Disponemos, sin embargo, de enunciados dispersos sobre
el tema, especialmente en el Discurso sobre el método, completados
con pasajes del tratado sobre las Pasiones del alma y de su corres-
pondencia con la princesa Isabel. De ellos se colige que Descartes
profesaba una ética de la moderación y del respeto al orden esta-
blecido, con resonancias estoicas y de carácter racionalizante, cuyas
máximas normativas serían las siguientes: 1ª) Obedecer a las leyes y
costumbres del país, tomando como criterio las opiniones modera-
das y evitando excesos. Respeto, por tanto, a las tradiciones religio-
sas, al orden político y a los usos vigentes. 2ª) Actuar de forma
resuelta y firme, procurando no dejarse dominar por las pasiones y
apetitos. Seguir en todo asunto el dictamen de la razón, a cuyo cul-
tivo ha de dedicarse toda la vida, aunque seguirla suponga un fra-
caso aparente. 3ª) Procurar vencerse a sí mismo, sin dejarse arrastrar
por la fortuna, cambiando los propios deseos antes de intentar modi-
ficar el orden del mundo.
Sobre lo que uno puede ejercer control es la propia interioridad,
no el mundo y orden externo a la misma. Se requiere un dominio
sobre las pasiones que el cuerpo provoca en el alma y que, siendo
de suyo indiferentes desde el punto de vista moral, exigen un control
por parte de la razón. Es el dictamen de ésta, la verdad y no el error,
la medida de lo bueno. El hombre en su conducta posee plena res-
ponsabilidad al estar dotado de libertad. La explicación de la libertad
plantea a Descartes la cuestión de la conciliación de la misma con la
predeterminación de toda acción por parte de Dios. Descartes fluctúa
a la hora de aportar respuestas y parece inclinarse por ceder la cues-
tión a la competencia de los teólogos. El fundamento de la libertad,
118 Buscando la felicidad

en todo caso, se encuentra en el carácter intelectual de los actos


humanos. La libertad plena se alcanza cuando existe adecuación entre
lo que se elige y la razón, es decir, cuando la racionalidad, la idea
clara y distinta, orienta las decisiones de la voluntad
La reflexión ético-política moderna experimenta un viraje decisi-
vo en los escritos de Hobbes († 1679). Bajo influjos del fisicalismo gali-
leano y del método cartesiano, la física sustituye a la religión y la
matemática a la metafísica. La filosofía práctica adopta la forma de un
saber sobre la naturaleza humana construido según el modelo y con
el método de la Geometría y de la Física. A ello se unen, además, una
serie de ingredientes clásicos de la tradición filosófica sajona: rele-
vancia del factor psicológico, interés por la filosofía política, indivi-
dualismo empirista, resabio antimetafísico… El juego y el rol que tales
ingredientes ejercen en el pensamiento de Hobbes, determinan que
hagan aparición o se anticipen ya en él tendencias fundamentales de
la ética contemporánea, tales como el naturalismo, el subjetivismo o
el relativismo. A pesar de su animadversión a la metafísica, la refle-
xión de Hobbes se sustenta sobre un postulado de carácter ontológi-
co: toda realidad es cuerpo, res extensa, en términos cartesianos.
Ahora bien, si toda realidad es cuerpo, res extensa, todo, incluida la
ética y la política, es cuantificable y tratable con un método geomé-
trico-matemático. El discurso filosófico consiste en establecer cone-
xiones causales entre los movimientos de los cuerpos mediante ope-
raciones de cálculo. El término cuerpo posee en Hobbes un doble sig-
nificado: cuerpo físico, cuyo material es la naturaleza, y cuerpo ético-
político, integrado por decisiones y acuerdos entre los hombres. De
lo que la filosofía se ocupa es precisamente de los movimientos de
los cuerpos y de las relaciones de causalidad existentes entre ellos.
Del cuerpo social se ocupa la filosofía civil, la cual, si versa sobre los
movimientos anímicos del hombre que denominamos deseo, aver-
sión, ira, etc., constituye la ética y, si versa sobre los movimientos
generados por las relaciones sociales, se denomina política. Pero
tanto en un caso como en otro, la reflexión moral adopta la forma de
El hombre al encuentro de sí mismo 119

una física de los comportamientos, susceptible de formular una diná-


mica y una mecánica de los mismos. El supuesto fundamental: atri-
buir a la realidad el estatuto de cuerpo en movimiento, se mantiene.
La actividad humana y los acontecimientos político-sociales son men-
surables geométricamente y explicables en términos matemáticos. La
reflexión moral se reduce a explicar el nexo causal o secuencia de
causas y efectos operantes en el cuerpo ético-político. Con otras pala-
bras: Hobbes pretende reducir la ciencia moral a físico-matemática,
según el modelo ideal del saber geométrico.
La mecánica ético-política gira en torno a dos ideas: el principio
de autoconservación y el pacto social. El estado natural del hombre
es la guerra de todos contra todos, a causa de los egoísmos y de la
carencia de protección por parte de un poder inexistente. En el esta-
do de naturaleza bajo presión del instinto de conservación, reina la
discordia, el malestar social, la agresividad y la tendencia a destruir
al rival. Se carece de ley y de autoridad y el factor que regula las rela-
ciones entre los hombres es la fuerza bruta. En la situación de gue-
rra de todos contra todos no hay lugar para los valores morales de lo
bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto. La conducta es el
resultado de la codicia y de la fuerza. El estado de naturaleza, en
cualquier caso, no refleja un hecho histórico sino más bien una pre-
disposición de la naturaleza, que, sin embargo, deja entrever su
poder destructor en las guerras civiles y religiosas de la época. Ante
ello, el hombre, guiado por el principio de autoconservación, tiende
al logro de la paz y del bienestar mediante la organización del cuer-
po social. El procedimiento para conseguir la paz y el bienestar es
el contrato o pacto social, consistente en transferencia de derechos
y adquisición de protección. A través del pacto social los hombres
depositan el poder en una persona y, como contrapartida, reciben
protección de ella frente a la ambición de otros hombres. La perso-
na en quien se delega el poder es el soberano o monarca. El Estado
o sociedad civil se constituye así mediante un convenio social con la
finalidad de proteger a los ciudadanos y proporcionarles paz y bie-
120 Buscando la felicidad

nestar. El Estado se convierte en el Leviatán, en el dios mundano, y


el soberano detenta de modo absoluto el poder recibido de sus súb-
ditos. Al defender al absolutismo monárquico, Hobbes parece hacer-
se eco de una necesidad. La de disponer de un poder eficaz para
erradicar la anarquía y las guerras civiles que asolaban a la Europa
de su tiempo. La concentración del poder en una persona, a pesar
de los riesgos del absolutismo, le pareció la mejor garantía para el
mantenimiento de la paz. El Estado, en cualquier caso, se convierte
en el espacio donde se asientan la ley, el derecho y la eticidad. Lo
bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, tienen su lugar en el cuerpo
social organizado.
La conciencia moral aparece concebida como un código de con-
ducta, consistente en adecuar la praxis humana a las exigencias del
principio de autoconservación. Los comportamientos humanos se
ordenan a la realización de este supremo principio. Los puntos de
vista utilitarios tales como el provecho o daño individuales se con-
vierten en criterio de discernimiento entre lo bueno y lo malo. El
egoísmo actúa de fuerza propulsora de la dinámica social, llegando
en su astucia a generar al Estado, como ingenio eficaz puesto al ser-
vicio de las necesidades e intereses de los individuos. Las normas de
conducta, que contribuyen a superar la situación de guerra y a con-
solidar el estado que aporta paz y bienestar, son lo que denomina-
mos leyes de la naturaleza. Ellas constituyen los elementos integran-
tes de la racionalidad ético-jurídica. Como es fácil apreciar, el con-
cepto de la ley natural en Hobbes tiene poco que ver con el signifi-
cado metafísico o teológico atribuido a la misma por las tradiciones
aristotélico-estoica y cristiano-escolástica. Ley es una pauta de con-
ducta adecuada al instinto de conservación. El fundamento de la
autoridad, de la norma y de la eticidad está ubicado en la psicología
de los individuos y en las estructuras sociales exigidas para la adqui-
sición de paz y bienestar. Las leyes morales son análogas a las leyes
físicas y están destinadas a regular la mecánica de los movimientos
ético-políticos.
El hombre al encuentro de sí mismo 121

El prejuicio mecanicista sirve también de base para la explica-


ción hobbesiana del acto de la voluntad y de los ingredientes del
mismo: deliberación y libertad. La deliberación es la suma de dese-
os y aversiones, cuyo movimiento acaba con el triunfo del impulso
más fuerte. Éste determina el querer o voluntad, consistiendo la
libertad en elegir aquello que con mayor fuerza se impone.
Constituido el cuerpo social o Estado en ámbito donde tiene lugar la
eticidad, es de él de donde emanan los criterios, que sirven para dis-
cernir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto. El gran Leviatán
asume la función que el Medioevo atribuyó a Dios. El orden ético-
político surge como subsistema derivado del Estado, el cual a su vez,
ha sido exigido por los instintos de autoconservación y de satisfac-
ción de necesidades. Hobbes no admite la convicción, generalizada
en su época, de que el hombre fuera social por naturaleza. No exis-
te soporte metafísico alguno sobre el que se sustente el cuerpo
social. Éste es el producto de la condición psicológica del hombre y
de las necesidades que de la misma derivan. Lo bueno y lo malo
están en relación a las apetencias del hombre. Un concepto relati-
vista y subjetivista de los valores morales, mediado, en todo caso,
por el Estado, que se convierte en espacio del deber ser.
La reducción de la conciencia moral a racionalidad geométrica
tiene en Spinoza († 1677) su representante mas coherente. Su Ethica
more geométrico demonstrata muestra hasta que punto el ideal car-
tesiano del saber poseía virtualidades para construir un sistema filo-
sófico coherente con el racionalismo triunfante. La preocupación de
Spinoza por los problemas ético-políticos aparece ya en los mismos
títulos de sus obras fundamentales. En ellas se dan cita el naturalis-
mo legado por el Renacimiento, la fe cartesiana en la razón, la visión
mecanicista de la actividad humana, defendida por Hobbes y la
admiración hacia el método geométrico-matemático galileano. Todo
su sistema, sin embargo, está atravesado por un componente meta-
físico-religioso, de procedencia judía, enucleado en torno a la fór-
mula “Deus sive natura”. A partir de la única sustancia divina, se
122 Buscando la felicidad

construye un sistema de leyes axiomáticas, dominado por un deter-


minismo absoluto, mediante las que, a través de un nexo causal
necesario, se propone la doctrina sobre el ser, el hombre y la etici-
dad. Aquél componente metafísico-religioso, heredado del neopla-
tonismo hebreo, constituye, sin embargo, la novedad fundamental
que Spinoza aporta al pensamiento ético-político. El dualismo carte-
siano res cogitans-res extensa es asumido en la única sustancia,
dando como resultado una especie de metafísica de la física galilea-
na. El universo aristotélico y el teísmo judeocristiano aparecen susti-
tuidos por una naturaleza divinizada, uno de cuyos atributos es la
extensión. El universo es un “campo de fuerzas” en donde el cona-
tus mantiene al ser en conexión con la vida de la totalidad. El meca-
nicismo resulta ser, así, el modo de comportarse una realidad, domi-
nada por un determinismo rígido. El sistema spinoziano está cons-
truido sobre el supuesto de una necesidad absoluta. Todo deriva de
la única sustancia divina según un nexo causal necesario. La libertad
humana, en su versión tradicional, sale malparada. Libertad es nece-
sidad, entidad subsumida en el nexo causal necesario que vincula las
cosas y los procesos psicológicos al dinamismo del Deus sive natu-
ra. A este propósito Spinoza realiza una dura crítica de la teleología.
El finalismo reposa sobre una concepción antropomórfica falsa de la
divinidad. La idea de causa final es una invención del hombre y es
resultado de un funcionamiento deficiente del entendimiento.
La ética spinoziana, a pesar de su naturalismo y de su inciden-
cia en la política, se vincula a la psicología, actuando el amor Dei
intellectualis como guía de la práctica de la virtud y del logro de la
felicidad. La función de la moral consiste en liberar al hombre de la
servidumbre de las pasiones poniéndole en el camino de la razón.
Las partes III-V de la Ética analizan detalladamente el tema. Las
pasiones están integradas en el ordo naturae y son sometidas, por
lo mismo, a las leyes de éste. El tratamiento more geométrico de las
mismas da como resultado una geometría del psiquismo en la que
se describe, por una parte, el poder de las pasiones y la esclavitud a
El hombre al encuentro de sí mismo 123

que someten al hombre y, por otra, la liberación de las mismas


mediante su control racional. El principio fundamental de la dinámi-
ca pasional es el principio de autoconservación por el que todo ser
aspira a mantenerse como tal. Las acciones en orden a lograrlo pro-
ceden del instinto o pulsión fundamental: la cupiditas. De éste emer-
gen las pasiones del alma que provocan a la imaginación, generan-
do situaciones caóticas e irracionales. Cuando la razón entra en fun-
cionamiento, poniendo orden y adecuación al Deus sive natura, tie-
nen lugar los actos virtuosos. La confusión pasional generada por la
imaginación es superada entonces por la racionalidad de las ideas
claras y adecuadas al Deus sive natura. En la mente triunfa el orden,
como en la ética estoica, mediante la adecuación de aquélla al logos
cósmico divino. Tal adecuación a la normatividad del Todo coincide
con el ejercicio de la virtud, la abolición de la esclavitud y el logro
de la felicidad. La confusión provocada por la pasión no dominada
es desbancada por la claridad mental producida por el conocimien-
to del orden necesario, imperante en el Todo. La actividad humana
está, en ese caso, orientada por el amor Dei intellectualis, mediante
el cual el hombre comparte el amor que Dios tiene hacia sí mismo.
Tal amor proporciona al hombre la felicidad o eudemonía y la per-
fección mediante un conocimiento, que reproduce el orden geomé-
trico, imperante en la naturaleza sacralizada. La pasión queda some-
tida a la razón y el hombre actúa con aquella libertad que consiste
en la adecuación a la necesidad que domina el Todo. Ecos, pues, del
estoicismo y de la mística neoplatónica, así como anticipaciones de
Hegel, resuenan por doquier.
La presencia del Deus sive natura se proyecta también sobre la
filosofía política. Aquí el contraste de ideas con Hobbes es determi-
nante. El instinto de conservación, cupiditas, actúa de motor del
obrar humano. Existe un derecho natural, fundamentado sobre el
orden divino inherente al universo. Sus normas son las leyes de la
naturaleza, según las cuales el acontecer se ajusta al dinamismo del
Deus sive natura. Un iusnaturalismo, próximo al de los estoicos. El
124 Buscando la felicidad

pacto social tiene un puesto, también, en él. La razón aconseja al


hombre asociarse con sus semejantes para obtener beneficios comu-
nes. Pero lo que llamamos ley, derecho, justicia… adquiere existen-
cia a partir de la constitución del estado. Éste tiene su origen para
Spinoza, como para Hobbes, en la convención o pacto social por el
que los ciudadanos ceden parte de sus derechos a cambio de pro-
tección, paz y bienestar.

4. Las tendencias y pulsiones de la “psiche”

El pensamiento ético-político de Hobbes había dejado sobre el


tapete un conjunto de problemas, de los que la reflexión moral no se
desprenderá hasta nuestros días: ruptura con la teología, inserción del
problema ético en la psicología, utilización del método físico-mate-
mático… El emplazamiento del problema moral en la alternativa
naturalismo/no-naturalismo, tan frecuente en nuestros días, queda ya
fijado. A decir verdad, los cambios de mentalidad y de costumbres en
la Europa posrenacentista venían forzando un replanteamiento de los
supuestos sobre los que se legitima la conducta de los hombres. El
materialismo de Hobbes, sin embargo, su agnosticismo respecto a un
Dios espiritual y su psicología mecanicista no encajaban en la men-
talidad dominante en una época, impregnada ciertamente de racio-
nalismo, pero fiel aún a una religiosidad y ética naturales. En espe-
cial la antropología hobbesiana, en la que, bajo el manto de exacti-
tud geométrica y racionalidad físico-matemática, se encubría una psi-
cología egocentrista, autodesplegándose bajo presión de instintos,
necesidades y pasiones, provocó en la Inglaterra de la época una
fuerte reacción, tendente a contrarrestar el naturalismo hobbesiano.
Los hombres agrupados en torno a la etiqueta Platonismo de Cam-
bridge: More († 1687), Cudworth († 1688), Cumberland († 1718) en
una primera fase y los promotores de la teoría del moral sense:
Ashley, conde de Shaftesbury († 1713), Hutcheson († 1747), Butler
El hombre al encuentro de sí mismo 125

(† 1752) en una segunda, protagonizaron la reacción antihobbesiana.


Los Platónicos de Cambridge rehabilitaban la tradición idealista, rea-
daptada por el cristianismo a la propia cosmovisión religiosa, contra-
poniéndola al materialismo ateo incipiente. Moderadamente raciona-
lizantes en un contexto dominado por un puritanismo calvinista
adverso a la razón, pusieron en práctica el viejo procedimiento agus-
tiniano-tomista, en este caso la filosofía platonizante, para defender
una concepción religiosa del mundo y de la moral adaptada a los
gustos de una sociedad elitista. Escasamente interesados por la físico-
matemática de su tiempo y poco propensos al empirismo caracterís-
tico de la tradición sajona, se mostraron, en cambio, muy sensibles a
la necesidad de una fundamentación metafísica y religiosa de la
moral. Para ello recurren a la herencia estoico-platónica, remodelada
por el cristianismo, y frente al ateísmo, apuestan por una normativi-
dad ética inscrita por obra de Dios en la misma racionalidad del
hombre. La ética del egoísmo programada por Hobbes es descalifica-
da en nombre de un altruismo idealista de raigambre religiosa. El
principio platónico del amor es contrapuesto al principio hobbesiano
del instinto de autoconservación, como nuevo basamento de un ide-
alismo moral que, más allá de los antagonismos de una sociedad
dominada por la codicia, aporte cohesión al sistema de valores ético-
jurídicos. Los platónicos comparten, no obstante, la tendencia a tras-
vasar los problemas de la filosofía práctica al ámbito de la psicología.
Pero aceptado el trasvase, se preguntan por aquella dimensión de la
Psyque, que sirve de soporte a los valores ético-políticos. Emerge así
con toda radicalidad el problema del conocimiento moral o de la per-
cepción de los valores éticos y de los juicios morales. A este propó-
sito, los Platónicos aparecen como precursores del intuicionismo,
afirmando la existencia en la naturaleza humana de una instancia,
que proporciona el conocimiento de los enunciados morales básicos,
y que diferencia la conducta de los hombres de los comportamientos
de los animales, regidos por el instinto. La ética, por tanto, se inte-
rioriza, adquiriendo autonomía frente a la sociedad y al Estado, enrai-
126 Buscando la felicidad

zando en una psicología intimista e intuitiva, en la que el amor a sí


mismo es asumido en el altruismo del amor hacia los demás.
La reflexión moral en la Inglaterra de finales del XVII y primera
mitad del XVIII continúa centrando el interés en la alternativa egoís-
mo-altruismo y en la cuestión del origen de los conceptos morales.
Tal es el caso de los teóricos del moral sense, quienes, por una parte,
oponen al egoísmo hobbesiano una ética, centrada en el altruismo y
en la primacía del bien común, y por otra, afirman la existencia en
el hombre de un sentido moral, moral sense, que actúa de órgano de
percepción de los valores morales. La fundamentación antropológi-
ca de la ética deja de situarse en la racionalidad físico-matemática
para echar anclaje en el sentimiento, ligado íntimamente con la intui-
ción y las vivencias estéticas. El intuicionismo y emotivismo con-
temporáneos se encuentran ya aquí, de algún modo, anticipados. Lo
ético provoca sentimientos de aprobación o reprobación, simpatía-
antipatía y los valores morales poseen, además, dimensión estética.
Lo bueno otorga belleza a las acciones humanas, generando agrado
y felicidad. Ética y estética aparecen maridadas. Tal vinculación per-
mite formular los valores morales en términos estéticos. Lo cual no
quiere decir que el sentido de lo bello y de lo bueno se identifiquen,
ni en cuanto órganos perceptivos ni en cuanto al campo sobre el que
su actividad versa.
Shafterbury, aristócrata admirador del equilibrio del mundo clá-
sico y de quien fue secretario Locke, ve en la naturaleza humana una
mediación de la armonía imperante en el universo, armonía que
sirve de soporte a la actitud ética. La belleza y el equilibrio, que
constituyen el talante ético, se corresponden con la belleza y equili-
brio puestos por Dios en las cosas y son traducibles en un orden
social, dominado por la justicia y la bondad. El beneficio del indivi-
duo es inseparable de un sistema global de valores, cuyo bien supre-
mo no es el interés individual sino el bien social. Egoísmo y altruis-
mo no son extremos, que se oponen, sino factores, que se comple-
mentan. En el equilibrio entre ambos reside la virtud y la felicidad.
El hombre al encuentro de sí mismo 127

Ambos tienen lugar cuando el amor a sí mismo aparece conciliado


con el amor hacia los demás.
Todo hombre es portador de una conciencia moral o moral
sense, facultad capacitada para discernir entre lo vicioso y lo virtuo-
so, y que es análoga a la facultad estética, destinada a distinguir entre
lo bello y lo deforme. El origen del conocimiento de los valores
morales es de carácter emotivo-sentimental. Los juicios éticos se sus-
tentan no sobre la racionalidad científica, sino sobre la afectividad,
fundamentada sobre el moral sense, el cual genera afectos de apro-
bación-reprobación, agrado-desagrado. Las ideas de Shaftesbury,
cuya impronta se dejará sentir en pensadores posteriores, fueron
objeto de una crítica tenaz por parte de Mandeville († 1733). Éste, a
la zaga de Hobbes, se convierte en el más radical apologista del sel-
fish System, el sistema del egoísmo. La Fábula de las abejas, obra no
carente de cinismo, defiende una ética egoísta, ridiculizando los
altruismos encubridores, para él, de privilegios. La verdadera energía
propulsora del progreso social es el egoísmo de los individuos,
cuyos intereses antagónicos producen a la larga bienestar. El resul-
tado es una ética de la competitividad, regulada por la ley de la ofer-
ta y la demanda. El dinamismo social generado por las ambiciones
personales es la mayor fuerza productora de beneficios. Los impul-
sos, que el egoísmo individual produce, revierten en provecho de la
colectividad. No es, pues, el Estado, como en Hobbes, el instrumen-
to útil para cubrir las necesidades de los individuos, sino los intere-
ses de éstos son los que proporcionan el bienestar apetecido. El
altruismo como actitud ética provocaría inmovilismo y apatía social.
El cinismo subyacente a tales posiciones hizo acreedor a su autor
de críticas duras por parte de Butler en nombre de la conciencia
moral cristiana. La polémica contra Mandeville y la defensa de las
ideas de Shaftesbury es posteriormente desarrollada por el irlandés
Hutcheson. Su concepción de la moral se orienta a liberar al indivi-
duo y a la sociedad de la ambición y del egoísmo. Concepto central
de la misma es de nuevo el moral sense, sentido interno con que
128 Buscando la felicidad

Dios ha dotado a la naturaleza humana y cuya función consiste en


percibir los valores éticos y estéticos. A través del moral sense el
hombre toma conciencia o discierne la calidad ética de los afectos y
de sus objetos, generando sensaciones de placer ante las acciones
buenas y de simpatía hacia quienes las ejecutan. El sentido moral sería
expresión de la ley natural y a su cargo correría el mostrar el cami-
no de la virtud en calidades de belleza y dignidad, aptas para cons-
truir una sociedad impregnada de amistad e idealismo.

5. El conflicto entre mis intereses y los ajenos

El Selfish System propuesto por Hobbes polarizó la reflexión


moral inglesa de los siglos XVII-XVIII. Frente al principio del interés
individual dominante en el mismo, fue abriéndose camino una acti-
tud ética altruista, que, a su vez, hace pasar a primer plano el dogma
central del utilitarismo: las acciones humanas son éticamente tanto
más valiosas cuanto mayor utilidad, es decir, placer, felicidad y bie-
nestar, reportan y cuanto mayor es el número de personas a quienes
lo útil favorece. Semejante criterio de valoración de la conducta
humana proporciona no sólo una nueva perspectiva para discernir lo
bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo agradable y lo desagradable,
sino también para cuantificarlo, en términos de mayor o menor uti-
lidad. La reflexión moral, por otra parte, aplica al análisis de los com-
portamientos humanos un método empirista, centrado en el análisis
de hechos y actuaciones, susceptibles de valoración moral. Las cir-
cunstancias socio-culturales, en cuanto factores determinantes de los
juicios de aprobación o reprobación de conductas, o el talante per-
sonal, expresado en gustos y sentimientos son tenidos muy en cuen-
ta, encauzando una epistemología ética centrada en los hechos y en
la observación. Este tratamiento empirista de la ética rompe toda liga-
zón con la metafísica y con la teología, encuadres tradicionales del
problema moral, y se vincula a la psicología. Resituado aquí el pro-
El hombre al encuentro de sí mismo 129

blema moral, pierde terreno la tesis tradicional, que atribuía a la razón


la responsabilidad del juicio ético. La sustitución de la razón por el
sentimiento moral a este respecto potenció la ética por la vía del
emotivismo, en una orientación tendente a homologar la fundamen-
tación gnoseológica de la moral con la de la estética. Shafterbury y
Hutcheson habían recorrido largo trecho en este sentido al rehabili-
tar la inmediatez de la percepción moral, subrayando la función de
la intuición y del sentimiento. Hume insistirá en la misma dirección,
distanciándose de la doctrina tradicional que convertía a la razón en
sede del juicio ético. Su puesto pasa a ocuparlo el sentimiento moral.
Toda la compleja fenomenología de la vida moral: afectos, decisio-
nes, intereses, etc. arraigan en lo que denominamos simpatía. El sis-
tema de juicios morales, en los que se aprueba-reprueba lo bueno y
lo malo, lo justo e injusto se construye sobre supuestos bien distintos
a los tradicionales. Este emotivismo moral, en el que obtienen pues-
tos privilegiados el placer y la utilidad, e incluso, un determinado tipo
de racionalidad, encontrará en nuestro siglo partidarios decididos. La
ética fenomenológica de Scheler o el emotivismo de Stevenson dan
buena prueba de ello.
En este contexto, el pensamiento ético-político de Locke († 1704)
es inseparable de la circunstancia de donde emerge. Sus obras rezu-
man espíritu ilustrado, racionalidad, tolerancia, libertad, si bien ilustra-
ción sajona, que equivale a decir, buenas maneras, mesura, aprecio a
la empiría y devoción por la físico-matemática. Consecuente con su
empirismo epistemológico, Locke no admite ideas morales innatas.
Los principios prácticos derivan también de la experiencia. A partir de
ella articulamos un conjunto de reglas morales, susceptibles de un tra-
tamiento científico análogo al del conocimiento matemático. Los con-
ceptos éticos de lo bueno y lo malo son establecidos desde una posi-
ción utilitarista. Las cosas son buenas o malas en relación al placer o
dolor que producen. Pero qué sea lo que produzca placer o dolor es
materia a regular por el legislador moral. Locke distingue tres tipos de
leyes: ley divina, ley civil y ley de opinión. Esta última recoge el dato
130 Buscando la felicidad

sociológico de los usos y costumbres de los pueblos, en cuanto ins-


tancias convencionales, que determinan los juicios de aprobación o
reprobación sobre ciertas acciones y conductas. El criterio último, no
obstante, de la rectitud moral, es reservado para la ley divina, cog-
noscible para Locke a través de la razón y de la revelación. Cómo se
concilien ley divina y ley de opinión generada por usos y costumbres,
es cuestión que Locke deja en la ambigüedad. Su doctrina moral se
presta, por ello, a diferentes interpretaciones, cosa que, por el contra-
rio, no sucede con su teoría política. En este terreno Locke se con-
vierte en un clásico. Sus Dos tratados sobre el gobierno civil, constitu-
yen la justificación ideológica de la revolución de 1688 y desarrollan
una sólida crítica del absolutismo de los Estuardos. El primero de los
mismos está destinado a desmontar la teoría patriarcalista del tradicio-
nalista Sir R. Palmer, según la cual el poder de los monarcas es de ori-
gen divino y se transmite por herencia. La autoridad real se asemeja-
ría a la que ejerce un patriarca sobre tierras y parentela. Locke esta-
blece diferencias a este propósito entre la autoridad, que dimana de
un hecho natural, como es la unión conyugal, y el poder que emerge
de un acto civil, como es el contrato social. La autoridad paterna no
genera dominio absoluto sobre la parentela, sino relaciones de soli-
daridad entre los miembros de la familia. El patriarcalismo es una
forma de autoridad social propia de sociedades primitivas y puede
convertirse en camino para las más arbitrarias tiranías. La construcción
de un Estado “iusta rationem et libertatem”, meta a la que se orientan
las investigaciones gnoseológicas y los ensayos pedagógicos de Locke,
tiene como hecho fundacional al contrato social. Para explicar de
modo histórico-genético la gestación del Estado, Locke recurre a la fic-
ción del estado primitivo de naturaleza, describiendo a la sociedad
emergiendo de aquella situación mediante un contrato estipulado
entre los individuos, contrato por el que, a cambio de determinadas
ventajas, aquellos delegan su autoridad en el monarca. La condición
de naturaleza lockiana dista mucho del bellum omnium contra omnes
de Hobbes. La condición natural no es una situación de guerra sino
El hombre al encuentro de sí mismo 131

un estado en donde existen una racionalidad y una ley en peligro.


Para eliminar los riesgos surge precisamente el Estado-tutor por libre
pacto social. En aquella situación primitiva los hombres dispondrían
de libertad e igualdad, estando la convivencia regulada por la recta
razón. Previo al pacto social existe un derecho natural y una razón
recta, que opera en el contrato. Pero se corre el riesgo de que el ego-
ísmo prevalezca y, para evitarlo, surge el Estado protector. Solida-
rizándose con la tradición estoica, Locke reconoce un derecho natu-
ral, que remite en última instancia a la ley divina. Lo que la recta razón
descubre es la razón divina inherente a la naturaleza. Esta ley natural,
sin embargo, pierde en ulteriores escritos del filósofo su vinculación a
la ley divina, para identificarse con la razón misma en cuanto garante
de los derechos de libertad e igualdad. Elegido, por otra parte, el
depositario de la autoridad mediante el pacto o convención, su poder
no es, como quería Hobbes, absoluto en orden a erradicar todo ries-
go de anarquía. Locke, defensor de la libertad y enemigo del autori-
tarismo, piensa que los derechos del monarca están limitados por la
ley de la naturaleza. Son poderes que le han sido libremente otorga-
dos por los ciudadanos y éstos pueden en cualquier momento revo-
carlos. El Estado de Locke es un Estado-guardián, cuyas funciones son
velar y tutelar los intereses de los individuos que lo integran. Pero
cualquier poder que en él se detente, procede y continúa condiciona-
do a la libre voluntad de quienes eligen al monarca.
El pensamiento sajón ilustrado tiene en Hume († 1776) su máxi-
mo representante. Los problemas prácticos, según confesión propia,
son los que prioritariamente le interesan. En sus escritos queda refle-
jada la efervescencia de ideas en el campo de la moral durante la
Ilustración inglesa y las fluctuaciones entre dos tipos de ética: la del
sentimiento y la de la razón. A este propósito Hume propone un
concepto emotivista de la moralidad y una idea utilitarista de lo
bueno. Las complejas cuestiones, en torno a las que la metaética
contemporánea ha centrado sus análisis lingüísticos, se encuentran
ya planteadas en los ensayos de Hume.
132 Buscando la felicidad

Pagando tributo al espíritu de la época, Hume aspira a innovar la


ciencia moral, mediante una aplicación a la misma de la metodología
empírica. Las valoraciones morales se fundamentan sobre la observa-
ción de la conducta de los demás y sobre los sentimientos de simpa-
tía-antipatía que los actos humanos generan en el observador. Desde
este punto de vista analiza los modos de comportamiento, que con-
vierten una conducta en digna de aprecio o desprecio. Centrado el
problema moral en la epistemología, se trata de responder a la
siguiente cuestión: ¿cuál es la instancia determinante de la actividad
ética: el deber o la inclinación, la razón o la emotividad? En línea con
los teóricos del moral sense, Hume fundamenta los juicios morales,
homologables a los estéticos, no en la razón sino en el sentimiento. El
discurso especulativo es incapaz de regular la espontaneidad de la
pasión y no predetermina tampoco la conducta. Previamente a los jui-
cios teóricos y a los imperativos prácticos existe un mundo vivido
precategorialmente y prenormativamente, –como gustaría decir a
Husserl– que aporta el sentido último de las valoraciones morales. Son
las inclinaciones generadas por un placer esperado las que impulsan
a la acción. Mientras que los actos virtuosos producen una sensación
de agrado, los viciosos ocasionan desagrado. El placer o displacer se
traduce en un juicio de aprobación-reprobación respectivamente. Pero
en ningún caso es el discurso teórico de la razón el que genera el sen-
timiento de aprobación-reprobación sino la inclinación emotiva. Los
juicios morales arraigan, en última instancia, en la potencia capaz de
captar lo útil y placentero, de modo paralelo a como el sentido esté-
tico es la potencia capaz de sentir placer de lo bello. Las virtudes se
reducen a modos de comportamiento y a cualidades, ya naturales,
como el talento, ya artificiales, como la honestidad y la justicia, que
hacen agradable o desagradable a una persona. Toma cuerpo, así, una
ética de la simpatía que, en cualquier caso, recuerda las leyes de la
asociación de ideas propuestas por Hume en la gnoseología. El esque-
ma para interpretar conductas personales o hechos socio-políticos, tal
el fenómeno de la falia o el del lenguaje, se vertebra sobre el consentir.
El hombre al encuentro de sí mismo 133

La ética de Hume mantiene, pues, el talante hedonista y utilitaris-


ta de la tradición moral sajona. Se distancia, sin embargo, del egoísmo
interesado del Selfish System de Hobbes y Locke, al preferir un utilita-
rismo orientado a proporcionar felicidad colectiva, no constreñida a
los sentimientos y pasiones clausurados sobre el interés individual.
Cualidades morales, tales como la benevolencia, la justicia, la magna-
nimidad, la bondad o la cortesía coinciden en algo básico: proporcio-
nar utilidad y placer, provocando, con ello, juicios de aprobación, y
en el caso opuesto, de reprobación. Lo útil placentero es entendido,
pues, como contribución a la felicidad pública. En tal sentido se cons-
tituye en fundamento y origen del sentimiento moral. Otro tanto cabe
decir de la justicia en cuanto contribución al bien común. Los com-
portamientos equitativos y respetuosos hacia los derechos de los
demás provocan sentimientos de aprobación y simpatía. Se puede
hablar, pues, de una naturaleza del hombre, consistente en la inclina-
ción hacia el bienestar de los congéneres a través de los sentimientos
de benevolencia, justicia y solidaridad, etc., que actúa de soporte de
la eticidad. Este talante de la ética sajona, caracterizado por el prima-
do de la inclinación y de la utilidad, se convertirá en el fantasma
vitando de la ética kantiana, que opondrá a la inclinación el deber. Si
son los estímulos de un mundo externo a la conciencia los que gene-
ran placer-displacer, sobre los que los juicios morales se sustentan,
desaparecen para Kant, como veremos, los presupuestos del deber ser.
La conciencia moral resta degradada a un mundo de datos psíquicos,
correlativo a los estímulos externos de que se hace eco y que, en cual-
quier caso, eliminan la autonomía del sujeto moral.

6. El triunfo de las ideas abstractas

La tozudez de los hechos, a la que tanto respetan los sajones,


contrasta con la tozudez de las ideas, a la que tan apegados se sien-
ten los germanos. El empirismo utilitarista inglés encuentra en el ide-
134 Buscando la felicidad

alismo clásico alemán su más ferviente debelador. Desde posiciones


de principio opuestas se construyen dos ideales-tipo de conciencia
moral, que llegan hasta nuestros días y que mantienen las espadas
en alto en los actuales debates morales.
Hipotecado, por una parte, a la tradición humanista y religiosa
centroeuropea y deudor, por otra, del espíritu crítico-científico de la
Ilustración, Kant († 1804) hace extensiva también a la ética la revo-
lución copernicana. Sus teorías morales suponen una ruptura pro-
funda con el pensamiento que las precede. La preocupación de Kant
se centra en la fundamentación de un principio supremo de morali-
dad y, para ello, emprende el camino de la racionalidad pura del
sujeto, desvinculando la moral de todo tipo de razón, que violente
la autonomía de la conciencia moral. Las categorías de la ética tie-
nen su asentamiento en los a priori de la razón práctica, en cuanto
instancia que se legisla a sí misma. Tales aprioris poseerían un alcan-
ce equivalente a los de la razón teórica (espacio + tiempo + catego-
rías), si bien en otro campo. Su función consistiría no en proporcio-
nar validez universal a los datos empíricos del conocimiento, sino en
generar los valores empíricos morales mediante las normas aprioris-
tas de moralidad, para situarlos en una racionalidad universal. Un
planteamiento trascendental, que se distancia no sólo de la tradición
teológica, por el puesto que asigna a la razón, sino también del
empirismo ético sajón, por la autonomía que reivindica para la sub-
jetividad moral. El planteamiento trascendental de la filosofía, con-
sistente en establecer las condiciones de posibilidad del funciona-
miento de la razón, sea esta teórica en la ciencia, sea práctica en la
ética, queda de una vez por todas establecido en la filosofía clásica
alemana. Es más, dada la solución que se propone a las relaciones
entre razón teórica y razón práctica, el aterrizaje en la subjetividad
como sede de los aprioris de la razón, tal subjetivismo implica tam-
bién una ruptura con la metafísica del racionalismo.
Una breve fórmula podría condensar la intencionalidad de la
ética kantiana: homo sibi lex et finis. El hombre es quien se da la ley
El hombre al encuentro de sí mismo 135

moral y él mismo es el destinatario de ella. Solamente posee digni-


dad aquello que es fin en sí mismo y no se encuentra instrumenta-
lizado en función de otra cosa. La dignidad arraiga en la moralidad
pura y no en utilidad o provecho adquiridos por la acción humana.
El portador de esa dignidad es el hombre en cuento persona, ya que
él es el sujeto de la ley moral y el fin de la misma. Su obrar racional
consiste no en actuar por el provecho que se obtiene sino por res-
peto a la propia dignidad. En este sentido, los otros hombres son
para él no medios para la consecución de fines, sino personas, cuya
dignidad exige reconocimiento. Esta afirmación de la dignidad
humana, proclamada a través de la fórmula citada homo sibi lex et
finis, se concreta en el poder legislador de la razón práctica como
principio único de moralidad, hecho que, de rechazo, implica el que
la autonomía de la persona se convierta en fundamento de la etici-
dad. El hombre existe no como cosa útil sino como persona libre, y
en cuanto tal portadora de una dignidad, fundamentada sobre la ley
moral, que lleva dentro de sí.
La ley moral es un a priori de la razón práctica no condiciona-
do por motivación empírica alguna. En él se encarna la autonomía
de la conciencia dándose a sí misma una norma absoluta. Kant se
pregunta si existe una tal norma, cuyo cumplimiento sea exigido por
la razón misma, sin condicionamiento alguno empírico (placer, utili-
dad, fin…). Una norma así sería un imperativo categórico y no hipo-
tético, al no estar sometido a condición alguna. Su cumplimiento
viene exigido por la racionalidad de la misma norma y no por ele-
mento alguno extraño a ella. Tal imperativo posee un carácter mera-
mente formal, ya que concierne únicamente a la forma de la ley y
no a la materia de la misma. La cualificación moral afecta, en ese
caso, a la intención de la voluntad y no a los contenidos externos de
una acción. El alcance, por otra parte, del imperativo, es universal
y reafirma una vez más, que el hombre debe de ser fin y no ins-
trumento. Tales características del imperativo categórico aparecen
nítidamente expresadas en dos formulaciones tópicas del mismo:
136 Buscando la felicidad

a) obra solamente según aquella máxima que tu quisieras se convir-


tiera en ley universal; b) obra de tal manera que el ser humano tanto
en tu persona como en la persona de otro siempre aparezca como fin
y nunca como medio.
El imperativo, por categórico, es autónomo o, con otras palabras,
dado por la voluntad autodeterminándose. Es norma que exige cum-
plimiento por sí misma y no por impulso sensible alguno procedente
del mundo empírico. Se actúa por deber y no por inclinación. Toda
ética que actúe a impulsos de imperativos hipotéticos condicionados
por finalidades empíricas, tales como la felicidad, la utilidad o el pla-
cer, es una moral heterónoma que no respeta la autonomía y dignidad
del hombre ni acepta a éste como fin de la propia acción. A partir de
tales supuestos, la moral kantiana adquiere una tonalidad rigorista,
típica de la tradición religiosa reformada, en la que aparecen contra-
puestos el deber y la inclinación. Obrar a impulsos naturales es
desprecio de la dignidad humana, degradación ética, heteronomía. La
ética empirista sajona anterior a Kant, en cualquiera de sus formas,
queda descalificada. Se actúa por respeto al deber mismo y no por inte-
reses, utilidad, placer o deseo. Sólo es buena la voluntad no condicio-
nada. El eudemonismo o el utilitarismo operan únicamente a impulsos
de imperativos hipotéticos y, por ello, son opciones morales egoístas.
La vida moral es un hecho incuestionable, tan incuestionable
como es para la razón pura el hecho de la físico-matemática. Tal
incuestionabilidad posee no el carácter de una demostración sino el
de un postulado. Se asienta sobre la incuestionabilidad de la mora-
lidad como “a priori” del sujeto humano, hecho que implica la auto-
nomía y la libertad. La fe filosófica en la moralidad, en efecto, exige
como condición de posibilidad la libertad. Es decir, que el querer de
la voluntad esté determinado por ella misma y no por instancia ajena
a ella. Tal libertad implica autonomía de la razón y una normativi-
dad que ésta misma se promulga. Con ello la libertad se convierte
en soporte y sustancia de la moralidad. Es también la libertad la que
establece las fronteras entre el mundo moral, cuyas leyes son las
El hombre al encuentro de sí mismo 137

leyes de la libertad, y el mundo de la ciencia, cuyas leyes son las


leyes de la necesidad natural. Pero es también la misma libertad la
que posibilita el tránsito entre la Crítica de la razón pura y la Crítica
de la razón práctica. Este acontece como sigue: la razón teórica tiene
acotada un área de competencias que se corresponde con el mate-
rial empírico que proporciona la sensibilidad. El mundo del “en sí”
le está vetado, a no ser en forma de ilusión trascendental metafísica.
La normatividad moral, como norma apriorista de validez universal
escapa también a las competencias de la razón teórica, al no tratar-
se de hechos empíricos. Ahora bien: en el supuesto de que la vida
moral exista y de que la libertad sea conditio sine qua non de la
misma, se dispone de un acceso al mundo del en sí, camino que nos
permite ir más allá de los límites de la razón pura. Todo se resume
en lo arriba indicado: a) la existencia de un mundo del deber moral;
b) que tal mundo es inviable sin la libertad. Dados tales supuestos,
la libertad nos abre las puertas para el ingreso en el ámbito de lo en
sí, que había permanecido vetado a la razón teórica.
En efecto: el discurso ético kantiano avanza desde el factum de
la moralidad a las condiciones de posibilidad del mismo, es decir, a
los postulados de la razón práctica. Moralidad, libertad, inmortalidad
y Dios son las secuencias ascendentes del razonamiento. La Crítica
de la razón pura había declarado inviable la metafísica y a sus tres
grandes temas filosóficos: cosmología, psicología y teología. Pero lo
que la razón teórica no puede alcanzar, el en sí, es recuperado por
otro camino: el de la razón práctica. Ésta posee primacía sobre aqué-
lla, ya que a través de la vía de la fe filosófica postula la existencia
real de aquellas ideas o principios reguladores, que la razón teórica
se había propuesto como meta, pero que no logró alcanzar por no
tratarse de materia empírica. Dado, pues, que lo suprasensible está
vetado a la razón teórica, la metafísica, como base de la moral, queda
descartada. Los temas clásicos de la misma: el mundo, el alma y Dios,
dentro del esquema operativo de la Crítica de la razón pura, confi-
guran la ilusión transcendental. Poseen, es cierto, la calidad de ideas
138 Buscando la felicidad

o principios reguladores y forman el ámbito de lo incondicionado o


absoluto, que actúa de utopía de la razón, en su búsqueda de saber
sistemático sobre el mundo empírico. Pero nada más. Es aquí, sin
embargo, donde la razón práctica acude a remediar las deficiencias
de la razón teórica, reinstaurando un ámbito metaempírico, postula-
do por la fe filosófica, ámbito de la moralidad, de la libertad y de lo
incondicionado. La libertad, por otra parte, no es el único postulado
exigido por el factum de la moralidad. La síntesis de felicidad, exigi-
da por la empiría moral, sólo es posible si se postulan una vida
inmortal para el alma y un bien supremo o Dios, como condiciones
de posibilidad de realización de la virtud plena y de la felicidad
suprema. Lo que no logró, pues, la razón teórica por la vía de la cien-
cia, lo alcanza la razón práctica por el camino de la libertad.
La relación ética-derecho es resuelta por Kant con la separación
entre ambos. El problema constituye una de las cuestiones batallonas
clásicas de la filosofía jurídica. Kant consuma, al respecto, la disocia-
ción entre moral y derecho, encauzada y promovida por el iusnatura-
lismo racionalista (Thomasius, Pufendorf), al diferenciar el foro inter-
no, competencia de la moral, del foro externo, competencia del dere-
cho. En tal hipótesis, la ética se interioriza, siendo confinada a la esfe-
ra privada de la conciencia. En los actos humanos habría que dife-
renciar su dimensión jurídica de su dimensión ética. Una acción es
conforme a derecho cuando se adecua a la ley establecida. Es con-
forme a la moral cuando su motivación es el deber por el deber. Surgen
así dos tipos de obligación: jurídica y moral. La primera viene impues-
ta por el legislador y responde a actos externos. La segunda se vin-
cula a la intención de la voluntad. El derecho, en ese caso, se aplica-
ría a regular las relaciones externas entre los individuos sin tener en
cuenta las motivaciones internas de las acciones. Para Kant, tanto la
moral como el derecho tienen como meta la realización de la libertad,
si bien, en dos planos distintos: interno y externo. Las fuentes de una
y de otra son diferentes. La moralidad se origina en la razón autóno-
ma; el derecho en la voluntad del legislador. La moralidad se vincula
El hombre al encuentro de sí mismo 139

a la intención; el derecho a la sanción. En ambos, no obstante, quien


se realiza es la naturaleza humana, bajo la forma de razón.
La teoría kantiana da pie para contraponer dos tipos de ética: las
materiales y las formales. En las primeras la cualificación de un acto
humano se hace depender de la materia del mismo. Se trata de una
moral objetivista, en la que la norma de la moralidad: Dios, utilidad,
placer, es diversa a la subjetividad del agente. Es una ética de con-
tenidos, procedentes de la objetividad. Son éticas carentes de uni-
versalidad, dado su carácter experimental. Sus normas son imperati-
vos hipotéticos y no categóricos, v. g. “haz esto si quieres lograr tal
fin”. Al tratarse de éticas heterónomas el sujeto no se autodetermina,
dándose a sí mismo la ley. Ésta le viene impuesta por instancia diver-
sa a la propia voluntad. En ellas predomina la inclinación sobre el
deber. A las éticas materiales Kant contrapone su ética formal. Esta
es moral del deber y no del ser empírico o metafísico. La norma
suprema de la misma es a priori e impera categóricamente. Por su
carácter apriorístico posee alcance universal y en ella la dignidad del
hombre esta fundamentada sobre la autonomía y la libertad.
La reflexión moral del idealismo encuentra su culminación en
Hegel († 1831). Su filosofía del derecho, de la moralidad y de la eti-
cidad, encajada en el despliegue del espíritu objetivo, ha sido
ampliamente comentada por sus admiradores. El mundo ético-polí-
tico acota el espacio donde la Idea adquiere realidad concreta y la
razón muestra su potencia creadora. La categoría fundamental del
mundo ético-político (familia, sociedad, estado) es la de libertad. El
sistema del derecho “es el reino de la libertad realizada, el mundo
del espíritu expresado por sí mismo como una segunda naturaleza”.
Frente a una libertad entendida como querer natural o arbitrariedad
individual, Hegel otorga prioridad a una libertad tendente a identifi-
carse con el Espíritu universal, mediante la subsunción de la volun-
tad finita del individuo en la voluntad infinita y universal del Espíritu.
Con ello la libertad alienada en sus determinaciones históricas reco-
bra su propia identidad, al reinteriorizarse en la Idea. El primer paso
140 Buscando la felicidad

de la libertad en la realización de sí misma es el derecho. Las leyes


tienden a eliminar la arbitrariedad, protegiendo la libertad de lo que
es portador de razón. Se trata, no obstante, de un derecho formal y
abstracto en esta primera fase, que adopta como lema “compórtate
como persona y respeta a los demás como personas” y se centra en
la defensa de la propiedad como “esfera exterior de la libertad”. En
la adquisición de la propiedad surge la figura jurídica del contrato y
de la legalidad requerida para su funcionamiento justo. La ley, sin
embargo, es cuestionada por el delito en cuyo control el derecho
abstracto muestra sus debilidades al generar el derecho de coacción
y al escindir el individuo de la sociedad. Esta escisión tiende a ser
superada en el estadio de la moralidad.
La moralidad aparece como la segunda fase en la concreción his-
tórica del espíritu objetivo y consiste en la progresiva interiorización
por parte de cada sujeto de la normatividad vigente en la sociedad.
Hegel polemiza a este propósito con la ética kantiana a la que acusa
de vacuidad y formalismo. En la moralidad prevalecen las instancias
personales conciencia y decisión, en cuanto correctivos del derecho
abstracto. La voluntad subjetiva ejerce de protagonista, decidiendo las
acciones. Para evitar, no obstante, el subjetivismo moral, el individuo
debe conformar su conciencia a la objetividad en la conciencia colec-
tiva. Esta adecuación marca el paso de la moralidad a la eticidad,
como tercer estadio del espíritu objetivo en el que la libertad del suje-
to se identifica con la razón social. La eticidad muestra al hombre sus
deberes bajo la forma de derechos. Y así, mientras la característica del
derecho abstracto era la coacción y la de la moralidad la obligación,
la de la eticidad es la confianza. Las tres modalidades fundamentales
de la eticidad son la familia, la sociedad y el Estado. Éste culmina el
tercer estadio del derecho objetivo. En él se alcanza la reconciliación
entre individuo y sociedad. Las constituciones tienden a realizar el
ideal de una eticidad positiva en la que se explicita el espíritu de un
pueblo, que se convierte en protagonista interno de la marcha de la
historia política, en la que se reconcilian el individuo y la sociedad.
El hombre al encuentro de sí mismo 141

7. Desde el yo individual al nosotros colectivo

La reflexión moral idealista parecería haber cancelado el itinera-


rio de la conciencia moral en busca de sí misma, al conciliar al dere-
cho y a la moralidad en la eticidad. A este propósito, ya antes que
Hegel, Fichte había insistido en que el imperativo kantiano debía ser
reformado en sentido social mediante la identificación de la volun-
tad del individuo con la voluntad universal de la humanidad. La ley
moral ha de reflejar el acuerdo entre conciencia personal y concien-
cia de una sociedad integrada por individuos racionales. Es así como
la razón y la libertad de los individuos se homologan con la racio-
nalidad y libertad de la sociedad. Este viraje social dado por Fichte
a la zaga de Rousseau, sirvió de indicador a Hegel en el tránsito, como
hemos visto, de la moralidad abstracta a la eticidad concreta.
Sin embargo, el presunto fin de historia de la conciencia moral,
la realización de la libertad, pronto abrió puertas hacia desarrollos
ulteriores de la misma. El idealismo romántico mostró síntomas de
agotamiento en el segundo tercio del siglo XIX y su conciencia moral
tendió a ser sustituida por un estilo de pensamiento en el que los
intereses se centraron en la situación social concreta del hombre, de
sus actos intersubjetivos y en los métodos adecuados para hacerse
cargo de tal situación. Tal modalidad de hacer filosofía moral adop-
ta formas muy diferentes en la tradición cultural centroeuropea y en
el espacio lingüístico anglosajón. En la primera pasa a primer plano
el componente social, si bien de manera muy diversa en la ideolo-
gía marxista y en la sociología comtiana. En los países anglosajones,
por su parte, la reacción contra el idealismo inspira una importante
corriente de reflexión moral: el utilitarismo inglés.
Una ética, sistemáticamente organizada y temáticamente expues-
ta, nunca fue desarrollada por el fundador del marxismo, K. Marx
(† 1883). Su antropología social contiene, sin embargo, abundantes
elementos para la construcción de un sistema ético. Temas como los
de la alineación, el trabajo, la plusvalía, la dictadura del proletariado,
142 Buscando la felicidad

la relación praxis-teoría, la lucha de clases, el determinismo socioeco-


nómico, etc. son suficientes para legitimar tal apreciación. Sin entrar
en el debate sobre cuáles fueron doctrinas de Marx y cuáles añadidos
posteriores de la escolástica marxista, podemos asignar a esta ética el
siguiente razonamiento básico: el problema moral se inscribe en una
particular concepción global del mundo: el materialismo histórico-dia-
léctico. En él se profesa que la base socioeconómica es el substrato de
donde emergen las ideas, las creencias y las normas. Existe correlación
entre la base socioeconómica y la superestructura jurídico-ideológica.
La acción humana, entendida como revolución superadora de una
condición de injusticia, y el trabajo como instrumento de liberación
humana, son tesis centrales del materialismo histórico. Existe, por otra
parte, un paralelismo entre desarrollo socio-económico y transforma-
ción de las convicciones morales. La moral, tanto en su sistema de
valores al uso como en su evolución hacia otras formas de concien-
cia, aparece determinada por la realidad socio-económica, que la sus-
tenta. La correspondencia entre estructura socio-económica y supe-
restructura ético-jurídica, plantea uno de los problemas más difíciles
de la ética marxista: la antítesis libertad-determinación. La libertad no
aparece como magnitud opuesta a la necesidad sino como aceptación
de la legalidad histórica de unos procesos socioeconómicos de los que
emerge. Ser libre consiste en aceptar lo inevitable. En este caso, el
triunfo de la revolución. El marxismo, con ello, parece rehabilitar vie-
jas concepciones metafísico-naturalistas de la libertad, tales la estoica
o la spinoziana si bien con un cambio fundamental: el rol del Logos
cósmico y el del Deus sive natura es ahora asumido por el Estado tota-
litario, con el detrimento consiguiente para la libertad personal.
La ética marxista se asigna a sí misma los siguientes rasgos: hu-
manista, en el sentido de superar la alineación del hombre en todas
sus formas; proletaria, por asignar al proletariado el rol de sujeto-
protagonista de la historia; revolucionaria, por sus compromisos en
orden a transformar la sociedad; internacional y solidaria, por el
peso que pone en la solidaridad internacional con los problemas del
proletariado universal; productiva por la relevancia que el trabajo
El hombre al encuentro de sí mismo 143

tiene como instrumento liberador de opresión y, finalmente, atea,


dadas las connivencias que el marxismo cree ver entre la religión y
el sistema capitalista.
Una tesis relevante de la moral marxista es la vinculación que
establece entre valoraciones morales y clases sociales. Contemplada
la conciencia moral, como subproceso dentro de la concepción his-
tórico-materialista de la sociedad, cada época del pasado se ha carac-
terizado por el dominio de una clase social y de su correspondiente
sistema de producción. A cada clase social corresponde un determi-
nado tipo de sistema de valores. Desfilan así, por la historia, dife-
rentes sistemas morales, etiquetables de ética feudal, ética burguesa,
ética capitalista, ética socialista, etc. según el tipo de clase social
sobre la que se sustentan. A partir de los precedentes supuestos, la
ética marxista rechaza las éticas religiosas e idealistas, por la defor-
mación de la realidad sobre la que se fundan. Pero rechaza también
las éticas de inspiración sociológico-positivista, por su neutralismo
respecto a las exigencias revolucionarias de la praxis marxista.
En contraste con la reflexión germana, el viraje de la filosofía gala
hacia la realidad social sigue senda diversa. El pensamiento sociológi-
co que instaura Comte († 1857) se sitúa en las antípodas, metodológi-
camente hablando, de la ideología marxista. El problema moral tien-
de a ser confinado en la sociología empírica, adoptándose una actitud
de rechazo respecto a las éticas absolutas, aprioristas y metafísicas. El
sociologismo moral se consolida como reacción contra el idealismo
romántico, al acentuar los condicionamientos sociales de la conducta
y al analizar la acción humana como fenómeno tratable con los mis-
mos métodos con que las ciencias naturales estudian los fenómenos
de la naturaleza. La aversión al formalismo kantiano y a la metafísica
es actitud generalizada en el positivismo sociológico. Toda ética, que
reivindique para sí valor absoluto y universal, carece de cientificidad
y opera con prejuicios. El método positivista se declara neutral res-
pecto a un hipotético mundo del deber ser y se interesa, únicamente,
por los usos y costumbres humanos, así como por las constantes con
que se reiteran. La ética sociológica no posee, pues, carácter normati-
144 Buscando la felicidad

vo, sino únicamente descriptivo y aclarativo. El área sobre el que la


investigación se centra es la conducta humana, como fenómeno
social: origen, procesos, pautas, motivaciones, etc. de las acciones, en
cuanto inscritas en un sistema de relaciones intersubjetivas.
La ética sociológica, además de Comte, va unida a los nombres de
Durkheim († 1917) y Levy-Brühl († 1939). Las posiciones doctrinales de
Comte se alargan en aplicaciones a nuevos temas. Toda metafísica es
inconciliable con el estadio positivista de la ciencia. La ética, por tanto,
fundada sobre la metafísica carece de cientificidad. Una moral que pre-
tenda un valor absoluto y normatividad de alcance universal está en
contradicción con la relatividad de los usos y costumbres vigentes en
las diferentes épocas y latitudes. La ciencia social, siguiendo los pro-
cedimientos de las ciencias naturales, no tiene otra tarea que describir
los fenómenos sociales, fijar sus leyes y aplicar técnicas a la orienta-
ción de la conducta humana. Estas opciones doctrinales de Comte son
compartidas por Durkheim, para quien el hecho moral es un hecho
social más. La investigación social de los hechos morales tiene como
meta el fijar las leyes o pautas según las cuales el hombre orienta su
acción. Los usos sociales crean la obligación moral, que deriva de la
presión social y cuyo seguimiento fuerza al hombre a adecuar su con-
ducta a los usos y costumbres vigentes. El bien y el mal no son otra
cosa que aquello que la sociedad aprueba o desaprueba con sus com-
portamientos. Parecidas convicciones profesa también Levy-Brühl,
desde un positivismo metodológico, que rechaza toda moral normati-
va. Ésta ha de ser sustituida por una ciencia de las costumbres, encar-
gada de catalogar los usos vigentes en una determinada sociedad,
prescindiendo de todo juicio de valor sobre su bondad o malicia.

8. El bienestar es lo que interesa

El contraste con el idealismo subyacente a la tradición ética ger-


mano-latina, los pensadores de habla inglesa venían desarrollando
El hombre al encuentro de sí mismo 145

ya desde tiempos de la Ilustración, una fundamentación de la moral


sobre el denominado principio de utilidad. Bentham († 1832) hace
la siguiente descripción del mismo: “Por principio de utilidad se
entiende aquel principio que aprueba o desaprueba cualquier acción
según la tendencia que posea a aumentar o a disminuir la felicidad
de aquellos cuyos intereses están en juego”. El principio de utilidad
desempeña, pues, el papel de criterio supremo de moralidad. La
conducta es enjuiciada no a partir de las intenciones del sujeto o de
normas derivadas de la religión o de la metafísica, sino de las con-
secuencias beneficiosas que las acciones reportan. El valor supremo
de la ética utilitarista consiste en satisfacer necesidades humanas,
creando bienestar y felicidad. La corrección de las acciones depen-
de de su aportación a la felicidad humana. Ello implica una revalo-
rización de otro principio: el principio del placer. La felicidad impli-
ca crecimiento de placer y disminución de dolor. Es lo que reitera
Bentham en sus Principios de la moral: el motivo de las acciones
humanas es lograr placer y evitar dolor. Se aprueban o desaprueban
conductas en función de tal convicción.
El dogma fundamental del utilitarismo: los actos humanos son
tanto más buenos cuanto mayor utilidad reportan en términos de
felicidad o placer y cuanto mayor es el número de personas que par-
ticipan de aquella utilidad, abre la posibilidad de medir cuantitativa-
mente los valores morales por referencia a los individuos a los que
el provecho llega. La vieja aspiración de Hobbes, convertir la ética
en material tratable con métodos matemático-cuantitativos, recobra
vigencia en una metodología estadística. El criterio de discernimien-
to de lo “bueno”, es decir, “lo útil”, es susceptible de tratamiento
matemático al cuantificar magnitudes que relacionen utilidad y
número de beneficiarios. El origen del conocimiento moral, en este
caso, y la metodología correspondiente para tratar los temas ético-
políticos, se distancia necesariamente de posiciones intuicionistas o
emotivistas. El conocimiento moral deja de interesarse por normas
de valor universal para interesarse por balances, cómputos o escalas
146 Buscando la felicidad

preferenciales en las que se reflejan los intereses colectivos. La obra


citada de Bentham hace, incluso, una propuesta de cálculo hedonís-
tico a desarrollar, mediante un instrumental destinado a medir la uti-
lidad de las acciones y el placer que producen. La cuantificación de
dolores y placeres supone hacer juicios comparativos entre las cla-
ses de los mismos y las personas a quienes afectan. Bentham enu-
mera siete circunstancias a tener en cuenta en la cuantificación de la
utilidad: intensidad del placer o dolor, duración, certeza, cercanía,
productividad, pureza y extensión.
El utilitarismo siempre tuvo defensores a lo largo de la historia
del pensamiento occidental. Su formulación clásica, sin embargo, va
unida al citado Bentham y, sobre todo, a Mill († 1873) y Sidgwicks
(† 1900), entre otros. La doctrina del primero inspiró las tomas de
posición de Mill, más matizadas y detalladas. Su ética se resume en
dos tesis de espíritu utilitario: 1) el placer es lo único bueno y ape-
tecible en sí mismo. La felicidad es la única cosa deseable como fin
y el resto de las cosas lo son en cuanto que contribuyen a la misma;
2) las conductas son correctas en la medida en que promueven la
felicidad de todos los hombres e incorrectas en la medida en que la
destruyen. La exposición, no obstante, mejor sistematizada del utili-
tarismo, es la desarrollada por Sidgwicks en su obra El método de la
ética (1874). Sidgwicks mantiene en ella que la moralidad se funda-
menta en una intuición a priori que nos proporciona la certeza de
que debemos tender al placer, como bien supremo. Cualquier otra
consideración moral se refiere el modo como dicho placer deba de
ser compartido. El compartir el placer incluye un componente
altruista: el bien de los demás debe de ser considerado como si de
un bien propio se tratara. Conciliar, no obstante, la utilidad indivi-
dual con la utilidad colectiva cuando ambas colisionan es problema
difícil de solventar. En la ética coexisten el principio egoísta con el
principio de benevolencia, solo conciliables, no obstante, desde la
convicción de que el bien universal constituye también el máximo
bien de los individuos.
El hombre al encuentro de sí mismo 147

9. Intuiciones emotivas y valoraciones morales

La opción del positivismo sociológico a favor de una metodología


tomada en préstamo de las ciencias naturales para construir la ciencia
moral, por una parte, y el formalismo abstracto de la ética kantiana,
por otra, provocaron a principios del siglo XX la reacción de la deno-
minada ética de los valores inspirada por la Fenomenología. Su inten-
ción fundamental consiste en poner en claro que cualquier bien obje-
tivo es tal para el sujeto en cuanto goza de su aprecio, que es tanto
como decir, que es percibido como valioso por su conciencia. Explo-
tando productivamente la filosofía husserliana, pensadores como
Scheler y Hartmann en una primera fase y autores como Reiner o Von
Hildebrand posteriormente, pretenden hacer justicia a los actos del
hombre en cuanto humanos, al proponer un método de tratamiento
de los mismos en el que se contemple la peculiaridad del obrar huma-
no en contraste con los fenómenos físicos o con las abstracciones lógi-
cas. La conciencia moral resultante podría describirse de la forma
siguiente: el valor moral, esto es, lo bueno y lo justo, consiste no en
un factor metafísico objetivo (ética aristotélica), ni formal subjetivo
(ética kantiana), ni fáctico sociológico (ética positivista) ni lógico-
lingüístico (metaética) sino antropológico y esto no en su versión inte-
lectualista sino en su estructura intuitivo-emotiva.
Qué signifiquemos con la palabra valor se convierte en cuestión
central de la axiología. Para Scheler los valores son cualidades objeti-
vas de las cosas, cuya percepción se realiza por vía emotiva y cuya
calidad es jerarquizable en un orden de preferencias establecido por
el sujeto: valores vitales, estéticos, éticos, religiosos... Hartmann acen-
túa la consistencia objetiva de los valores, postulando un universo
axiológico extrasubjetivo, cuya entidad sería semejante a la que Platón
asignó al reino de las ideas. Las aportaciones de Reiner y de Von
Hildebrand prolongan las tesis básicas de sus predecesores, subrayan-
do aspectos básicos de la Fenomenología axiológica, tales como la
148 Buscando la felicidad

peculiaridad específica del fenómeno moral, la relevancia del factor


intuitivo-emotivo en la percepción del mismo, la posibilidad de fun-
damentar la ética sin necesidad de recurrir a la metafísica objetivista...
La constitución de una esfera autónoma de la actividad del hom-
bre, el ámbito de los valores morales, centra el interés de los auto-
res citados. La especificidad del fenómeno moral frente a otros
hechos, tales como los hechos físicos, los psicológicos o los estéti-
cos, evitaría deformaciones de la conciencia moral a causa de reduc-
ciones de lo moral a magnitudes afines pero no totalmente homolo-
gables, como la metafísica, la psicología o la religión. Ello implicaría
un esfuerzo por captar a la cosa moral misma, a la eticidad pura,
dejando de lado las percepciones impuras de ella. Lo cual aportaría
un acceso al fenómeno moral en sus niveles constituyentes, como
experiencia precategorial y prelegal, acontecida en el mundo vivido
por el sujeto. Con tal regresión a las vivencias éticas originarias, la
axiología pretende recuperar, más allá de la lógica y de la metafísi-
ca, la plenitud de la realidad moral no recubierta con vestimentas
que pudieran viciar en raíz al hecho moral mismo.
Teniendo ante sí el mundo de la experiencia moral pura, surge
la pregunta sobre el modo de percepción que permite su conoci-
miento. La Fenomenología habla a este propósito de intuición emo-
tiva. Frente a la lógica que reduce las vivencias a conceptos, la intui-
ción las presenta en su entidad específica. En el caso de la percep-
ción de los valores morales se trata de percibirlos en su integridad
originaria, evitando cualquier reduccionismo que los mutile. Que la
esencia de la libertad, a título de ejemplo, no aparezca distorsiona-
da por conceptos metafísicos como el de causalidad o de fenóme-
nos psicológicos como la pasión.
A partir de los precedentes supuestos metodológicos y epistemo-
lógicos la ética axiológica ha diseñado una conciencia moral centrada
en el concepto de valor. Con ello pretende seguir una vía media, situa-
da a medio camino entre el subjetivismo moral kantiano y el objetivis-
mo empirista de las ciencias de la naturaleza. El mundo moral no es
El hombre al encuentro de sí mismo 149

reducible a mera subjetividad, si bien el sujeto moral posee un papel


relevante en él mediante el aprecio o el desprecio que le merecen las
conductas. La ética axiológica corrige el formalismo vació de la ética
kantiana, asignando contenidos materiales a las acciones mediante el
concepto de valor. Pero también marca distancias frente a la reducción
del contenido de nuestras acciones a cosa u objeto como pretenden la
sociología o la metafísica. Un análisis mas sutil del concepto de valor
conduciría a descubrir afinidades en el mismo con categorías básicas
de la tradición moral, tales como las de fin, bien, persona... siempre y
cuando se sea consciente de que aquéllas se escoran del lado de la
objetividad mientras que la axiología asigna mayor protagonismo al
sujeto moral, en cuanto que éste estima o desestima aquello que tiene
por bueno y justo. La conciencia moral, por ello, se siente ligada o des-
ligada de los valores de modo emotivo-afectivo.
Capítulo inevitable de toda ética axiológica es confeccionar una
escala y jerarquía de los valores. Aquí pueden hacer acto de presen-
cia el relativismo de las decisiones o la irracionalidad de los afectos,
obstaculizando la universalidad de los valores y de las normas corres-
pondientes a los mismos. Este problema deja al descubierto las dife-
rencias de las ideologías y cosmovisiones al atribuir un sentido últi-
mo a la vida. Lo cual puede derivar en lo que Weber llamó politeís-
mo axiológico y que asignó como rasgo característico a las socieda-
des multiculturales contemporáneas. Cada valor, en cualquier caso,
no se encuentra aislado sino que se inserta en un contexto de senti-
do y significado. Es tópica a este respecto la jerarquización de valo-
res propuesta por Scheler, en la que, en escala descendente, los valo-
res religiosos ocuparían el nivel superior, seguido de los espirituales
y de los estéticos, mientras el estadio inferior correspondería a los
valores vitales de lo agradable y desagradable.
7
Diálogos y silencios

1. Cada lenguaje tiene su lógica

Bajo influjo del positivismo lógico de origen vienés, de la filo-


sofía analítica y de la tradición psico-empirista inglesa, toma cuerpo,
durante la primera mitad del siglo XX, una poderosa corriente de
filosofía moral, que suele recibir la denominación de metaética. Su
interés se centra en el análisis de la forma lógico-lingüística de los
enunciados morales. Para ello investiga el significado de predicados
como bueno, correcto, o de los términos de contenido moral, tales
como deber, conciencia, obligación, etc. En contraste con la moral
tradicional, preocupada por los principios sustentantes del mundo
del deber y orientada a emitir pautas y normas destinadas a guiar la
acción humana, –es decir, qué actos deben ser ejecutados y cuáles
omitidos–, la metaética profesa el neutralismo axiológico inhibién-
dose de hacer pronunciamientos sobre la bondad o maldad de las
conductas, individuales o colectivas, así como sobre los criterios de
moralidad al uso. Adopta, no obstante, una clara posición de recha-
zo respecto a la metafísica, en cualquiera de sus formas, como base
de la moral. A partir de tales supuestos desarrolla una teoría ética en
la que el campo de investigación preferido es el análisis del lengua-
je moral y la lógica peculiar del mismo. El resultado es una lógica de
la ética o teoría de la ciencia moral.
152 Buscando la felicidad

A partir de las diversas posiciones adoptadas en la solución al


problema del conocimiento moral, la metaética se ha diversificado en
dos opciones fundamentales: el cognitivismo, y el no-cognitivismo.
Los partidarios del primero asignan a los enunciados morales un valor
cognoscitivo y científico; los del segundo niegan tal valor, confinan-
do la moralidad al ámbito de lo irracional y subjetivo, cuya investi-
gación debiera confiarse a la psicología o a la sociología. Cada una
de estas dos opciones, sin embargo, se diversifica a su vez en orien-
taciones muy diferentes, según el tipo de conocimiento o el tipo de
incognoscibilidad que se atribuye a los juicios morales. Los primeros,
según aquel criterio, se subdividen en sendas opciones doctrinales: el
intuicionismo y el naturalismo. Los segundos se agrupan en torno
a la etiqueta de emotivismo. Con este presentan afinidades, si bien
desde otros supuestos, algunos autores adscritos al movimiento fe-
nomenológico centroeuropeo y al existencialismo. Como corrien-
te opuesta al descriptivismo naturalista, no adecuadamente encua-
drable, sin embargo, bajo el lema “no cognitivismo” cabe mencionar
al prescriptivismo deontológico.
La cuestión más debatida en la metaética anglosajona, cuestión
íntimamente vinculada al problema metodológico y epistemológico de
la moral, es la alternativa naturalismo-no naturalismo. Naturalista en
ética es aquella teoría que define los términos morales, tales como
bueno-malo, correcto-incorrecto, en términos de propiedades natura-
les. Tal sería el proceder de quien fije el significado de lo bueno o
recto en términos como lo que evoluciona, produce placer, reporta uti-
lidad. Moore extendió, incluso, el alcance de la palabra “naturalismo”,
significando con ella cualquier intento de fundamentar lo ético en ins-
tancias no éticas, tales la metafísica, la teología, la psicología, etc. Para
discernir cuándo una teoría puede ser etiquetada de naturalista, basta
con aplicar el siguiente criterio: una opinión ética es naturalista si, y
sólo si, establece equivalencia de significado entre enunciados mora-
les y premisas concernientes a hechos o presupuestos no morales,
tales los concernientes a usos sociológicos, acontecimientos históricos,
Diálogos y silencios 153

ideas metafísicas o convicciones religiosas. Para los partidarios del


naturalismo, el análisis cuidadoso de las proposiciones y términos
morales nos los muestra equivalente a predicados sobre hechos. Lo
bueno equivale a lo útil o a lo placentero. Tal homologación de con-
tenidos permite la correspondiente homologación de método entre
ciencias empíricas y ciencias morales. Los adversarios del naturalismo
centran su crítica en este punto, al denunciar que el discurso natura-
lista suprime la especificidad de lo moral, hágase esto consistir en per-
suasión, obligación, o valoración, al reducir la ética a naturaleza o
metafísica. Un naturalismo así interpretado, tal como lo hizo Moore, se
inserta en una larga tradición, que se remonta a los griegos, incluido
Aristóteles y que constituye supuesto fundamental de la ética evolu-
cionista de Spencer, del utilitarismo de Mill y de Sidgwidk.
La teoría del intuicionismo moral viene adscrita a un nombre, el
de G.E. Moore († 1958) y a una obra, los Principia ethica (1903), que
marca, ya antes de la expansión del positivismo lógico, los inicios de
la teoría ética contemporánea. A la zaga de Moore se alienaron pos-
teriormente otros autores de valía desigual. Todos ellos coinciden en
asignar a los juicios morales un valor cognoscitivo, si bien no de carác-
ter empírico objetivo sino intuitivo-subjetivo. Próximos en este punto
a la fenomenología husserliana, la percepción de la verdad específica
de los juicios morales corre a cargo de la intuición. Sobre qué se intu-
ya originariamente o sobre cómo haya de procederse ulteriormente en
el discurso moral, no existe consenso. Para unos, lo intuido son
hechos y experiencias, a partir de los cuales se infieren enunciados de
carácter general. Este peculiar empirismo no es aceptado por otros,
para los que la intuición versa sobre principios generales, v. g. “haz el
bien, evita el mal” a partir de los cuales se deducen posteriormente
conclusiones de alcance singular. Al intuicionismo suele objetarse que
su razonamiento está viciado por toda clase de subjetivismos. En la
hipótesis de dos proposiciones morales contrarias, cuya justificación se
legitima en la intuición personal, no parece existir criterio de discerni-
miento para descartar una y optar por la contraria.
154 Buscando la felicidad

Siguiendo a Hume y a los positivistas lógicos, los defensores


del emotivismo niegan a los términos y enunciados éticos cualquier
valor científico-cognitivo. El discurso moral se sustrae a los criterios
de verificación establecidos por el positivismo lógico, tales el control
empírico o la formalización matemática y, por lo mismo, no puede
afirmarse de él que sea objetivo, científico y racional. Los términos y
enunciados morales expresan, según los emotivistas, sentimientos y
situaciones anímicas emotivas. A pesar de la diversidad de posicio-
nes que se acogen bajo la sigla emotivismo, el denominador común
a todas ellas consiste en atribuir a los términos morales la función de
significar estados emotivos de quien habla: simpatía, afecto, etc. Es
más: el discurso moral no sólo expresaría los estados emotivos del
hablante sino que estaría orientado a provocar sentimientos análo-
gos en quien escucha y a estimular una conducta semejante a la de
aquél con quien se simpatiza.
El emotivismo ético contemporáneo va unido a dos nombres:
Ayer y Stevenson. El primero, a partir de los supuestos del positivis-
mo lógico, sentencia: “los conceptos éticos fundamentales no son
analizables, en la medida en que no hay criterio por el que se pueda
comprobar la validez de los juicios en los que aparecen… la razón
por la que no son analizables es que son meros pseudoconceptos”.
La presencia de un símbolo ético en una proposición no añade nada
a su contenido fáctico… la función de la palabra ética es puramen-
te emotiva. Se utiliza para expresar sentimientos acerca de determi-
nados objetos, pero no para hacer afirmación alguna a su respecto.
Vale la pena mencionar que los términos éticos no sirven solamente
para expresar sentimientos, sino que tienen así mismo por objeto
despertarlos, estimulando así una acción. De un juicio moral no
podemos decir que sea verdadero o falso, puesto que carece de
significación. Siguiendo la conocida distinción de los positivistas
entre enunciados analíticos (tautologías) y enunciados referentes a
hechos, los juicios morales no se homologarían ni a los unos ni a los
otros. No son, por tanto, cognoscitivos sino emotivos, con la doble
Diálogos y silencios 155

función arriba recordada: a) emotiva, esto es, expresar los senti-


mientos del sujeto y b) exhortativa, esto es, provocar sentimientos
similares y así estimular a la acción. Stevenson, por su parte, otorga
a los términos morales una función eminentemente persuasiva. Se
parte de un hecho: las personas adoptan frecuentemente actitudes
opuestas. Tales actitudes son tomas de posición moral. Los juicios
éticos ejercen una especie de influjo magnético en las actitudes, pro-
duciendo emociones. Razonar un enunciado ético equivale a hablar
de cosas que influyen en las actitudes. El discurso moral es, por
tanto, eminentemente persuasivo. No está destinado a proporcionar
información, si bien secundariamente puede desempeñar la función
cognitiva de describir.
Los excesos de los cognitivistas por una parte, y las objeciones
serias contra los no-cognitivistas, por otra, dieron paso a partir de
mediados de siglo a posiciones más matizadas, en las que si bien se
mantiene el carácter valorativo del discurso moral, se confiere al
mismo una limitada validez cognoscitiva. Tal es la posición de los
autores agrupados bajo el rótulo de Prescriptivismo, Hare y Nowell-
Smith o de los seguidores de la teoría de las “buenas razones”, entre
los que destaca St. Toulmin. Los primeros continúan practicando el
análisis del lenguaje moral, distinguiendo entre su significado des-
criptivo y prescriptivo. El lenguaje descriptivo o declarativo hace afir-
maciones sobre acontecimientos, hechos o cosas. El discurso pres-
criptivo, en cambio, pretende orientar la conducta, propia o ajena,
emitiendo proposiciones que son normas y criterios de comporta-
miento. Se trata de un tipo de lenguaje, que está construido en modo
imperativo, que establece pautas de conducta y que enjuicia, acon-
seja u ordena, aprobando o desaprobando. Sus juicios admiten ul-
teriores clasificaciones e imperativos, normativos o valorativos.
Toulmin, por su parte, desarrolla una lógica del discurso moral, esta-
bleciendo el razonamiento válido para legitimar una decisión ética.
El análisis lingüístico se centraría sobre las “buenas razones”, que
avalan un comportamiento y descalifican a su opuesto.
156 Buscando la felicidad

2. La sombra de la nada es alargada

Durante las primeras décadas del siglo XX, tras la fachada de los
oropeles de la belle époque, se incubaba una de las mas profundas cri-
sis de la conciencia moral occidental. La espléndida floración de cul-
tura protagonizada por la sociedad burguesa tardía al amparo de los
dioses de la libertad y del progreso se trocó en sensación de vacío y
decadencia. Pronto aparecieron los augures de la catástrofe. A pesar
de los brillantes éxitos de la ciencia y de la técnica, al analizar los sín-
tomas de la crisis, Nietzsche hablaba de advenimiento del nihilismo,
Spengler de decadencia de Occidente, Weber de desencantamiento
del mundo y Husserl de crisis de la civilización científica. El recurso a
los totalitarismos para bloquear el curso de la historia condujo a la tra-
gedia de dos guerras mundiales. Y tampoco lograron aceptación gene-
ralizada los intentos de restauración religiosa, tanto por parte de la teo-
logía protestante como por parte de la neoescolástica católica. La con-
ciencia moral parecía adentrarse en el desierto de la nada.
Desde tiempo atrás abundaban las experiencias nihilistas de la
vida. Así lo testimoniaban los Hermanos Karamazof de Dostoiewski,
El proceso de Kafka o El mito de Sísifo de Camus. Los mitos del opti-
mismo romántico-burgués: el infinito, la libertad, el progreso... per-
dían su poder seductor. El pesimismo encontró su vía de expresión
en el existencialismo de entreguerras y posguerra. Con él, al decir de
Lukacs, la burguesía parasitaria encontraba su miércoles de ceniza en
el que hacer penitencia por las propias culpas. La ética se encontró
ante un nuevo reto: la quiebra del sistema de valores que había dado
sentido a la modernidad. El protagonismo de la burguesía ilustrada
tocaba a su fin. Y con ella carecía de contenido la palabra que nom-
braba una época: modernidad.
Nietzsche torturaba al lenguaje desde tiempo atrás intentando
expresar la fatalidad de una experiencia personal: la llegada del
nihilismo como acontecimiento irreversible de la historia de Europa.
La mentira era la esencia de las explicaciones que el hombre había
Diálogos y silencios 157

dado al mundo. La filosofía occidental se empeñaba en la ficción de


atribuir un sentido al mundo, cuando en realidad su tarea se reducía
a proyectar valores inventados por la fantasía humana. La ética había
de ser interpretada como la historia de una mentira; el mundo como
fabulación y autoengaño de un hombre que se proyecta como
voluntad de poder. Los prototipos de ese mundo ilusorio eran la
metafísica y el Cristianismo. Ambos, sin embargo, se hallaban en
trance de desaparición y por eso Nietzsche anunciaba el evento
como “muerte de Dios”. Esta implicaba la desaparición de los valo-
res vigentes: el ser, Dios, la razón... Ahora bien “si Dios no existe,
todo estaría permitido”. Es lo que significaba la metáfora de las som-
bras del Buda muerto proyectándose sobre el fondo de la caverna.
Lo que Nietzsche había vivido como fracaso trágico de la reli-
giosidad burguesa, Heidegger lo eleva a rango metafísico al inter-
pretar nuestra historia como secuencia de episodios de olvido del ser.
El hombre se encuentra arrojado en un mundo carente de sentido y
avocado angustiosamente a la muerte. El último episodio nihilista
corre a cargo de la civilización tecnológica, hodierno disfraz menti-
roso de la metafísica y del olvido del ser. En aquella el hombre es
reducido a cosa, a mercancía de una sociedad evadida en el anoni-
mato del consumo. La conciencia moral se transforma en existencia
dramática, en vida carente de sentido, donde el hombre se preocu-
pa por sí mismo bajo la presión de la angustia del estar avocado a
la muerte. En esa situación de desesperanza la conciencia carece de
espacio para poder hablar del bien, de la virtud, del deber y, por
supuesto, de la felicidad. Sartre remataría aquella experiencia trágica
de la vida al presentar al hombre como una libertad condenada a
elegir proyectos de vida, pero proyectos de vida ineludiblemente
condenados al fracaso por imposibles. La libertad, en ese caso, se
manifestaba como una pasión inútil. El existencialismo, por tanto,
parecía confirmar el célebre dicho del antiguo sofista Protágoras:
nada existe, nada es cognoscible, nada es comunicable. El hombre
existe en el vacío, la skepsis y el silencio.
158 Buscando la felicidad

Dado que el mundo se encuentra dominado por la nada y el


absurdo, al hombre no le resta otra salida que la rebeldía. Camus en
El mito de Sísifo recuerda al héroe de la pasión y del tormento ine-
xorablemente recayendo en su condición humana absurda. Con ella
y con la irracionalidad del mundo ha de contar la conciencia moral.
Ésta ha de “dejar que el absurdo viva, mirándole a los ojos”. De ahí
que el suicidio no aporte solución al problema y se reduzca a huida
cobarde y a fútil solución. Lo cual no anula la responsabilidad moral,
que en ese caso adopta la forma de rebeldía. ¡Rebelaos! es el nuevo
imperativo moral en contra de las opresiones ideológicas y políticas.
La rebeldía, incluso, puede habilitar espacio para los valores de la
compasión, de la fraternidad y de la solidaridad hacia los oprimidos.

3. Crítica social, diálogo y consenso

En contraste con la congoja existencialista, la democratización de


ideas e intereses acontecida durante el siglo XX ha mostrado que el
principio de universalización de normas, formulado por Kant, necesi-
taba concreción para extraer del mismo las virtualidades ético-sociales
que encerraba. El imperativo kantiano, dado su elevado grado de abs-
tracción, mantenía tensiones y ambigüedades entre la autonomía del
sujeto moral individual y la universalización exigida para las normas,
lo cual, necesariamente, había de generar conflictos de valores.
Porque la autonomía del sujeto individual, concretada en conceptos
como autodeterminación y autolegislación, chocaba de hecho con la
universalización de intereses, al implicar ésta una generalización social
de valores y normas que, de rechazo, podía bloquear la autonomía de
la conciencia. Individuo y sociedad parecían, pues, condenados a coli-
sionar en el terreno de la ética y de la política. Kant, de hecho, care-
ció de procedimientos adecuados para solucionar aquella tensión. Y
el recurso por parte de Hegel a la dialéctica, aunque aportó un méto-
do adecuado para subsumir las contradicciones sociales en un proce-
so de superación de las mismas, no logró traspasar el abstractismo de
la Idea y por ello Marx intentó poner a Hegel patas arriba, sustituyen-
Diálogos y silencios 159

do el Absoluto, entendido como “espíritu” por la realidad socioeco-


nómica definida como “materia”.
Entretanto la reflexión ético-política recorría a mediados del siglo
XX nuevos tramos de aquella socialización del sujeto moral que había
iniciado Fichte y que había pretendido culminar Marx. A este propó-
sito, los autores adscritos a la denominada Teoría crítica o Escuela de
Frankfurt: Horkheimer († 1973), Adorno († 1969) y Marcuse († 1979)
centran sus análisis sobre la moral burguesa y la interpretación por
parte de la misma de las categorías éticas fundamentales: felicidad,
libertad, placer, solidaridad... Con bagaje a veces hegeliano, a veces
existencialista y a veces freudiano programaron una crítica inmiseri-
corde contra las metamorfosis de la razón instrumental en el capita-
lismo tardío. Emancipación moral y crítica de la razón instrumental
deberían marchar de la mano en la tarea de desenmascarar la per-
versión ético-política de la razón a manos del capitalismo. Por el con-
trario, en lugar de actuar como instancia crítica de una sociedad injus-
ta y en pro de la liberación social, la razón ha sido convertida en ins-
trumento de opresión y dominio. Por ese camino, la civilización tec-
nológica se pervierte al actuar como sierva de un sistema perverso.
Nuestra sociedad se ve avocada a una situación de nihilismo socio-
lógico y de deshumanización. Se asiste entonces al triunfo de las
interpretaciones irracionalistas de la vida, tales como el vitalismo o el
existencialismo en medio de una falsa conciencia producida por la
felicidad engañosa del consumismo. La perversión de la razón ilus-
trada adquiere dimensiones trágicas en las experiencias políticas de
los regímenes totalitarios de entreguerras. Tal degeneración de la
razón moral produce no solo la barbarie nazi sino también la frivoli-
dad de la cultura de celofán (Hollywood).
A solucionar el problema de la transformación de la ética subjeti-
vista kantiana en conciencia moral social han acudido en las últimas
décadas tanto la ética del diálogo diseñada por Apel (1922-) como la
ética del discurso de Habermas (1929-). Ambos, en un contexto de glo-
balización de los problemas humanos y de colonización tecnológica
160 Buscando la felicidad

intensiva de la sociedad, pretenden insertar la moral en una filosofía


social, orientada tanto a la crítica ideológica como a la emancipación
social. A tal fin descifran el sentido del lenguaje práctico y de sus apli-
caciones en la ciencia, en la ética y en la política a partir de un a prio-
ri lingüístico (Apel = comunidad ideal de comunicación, Habermas =
mundo de la vida social lingüísticamente interpretado). Con matices y
diferencias a tener en cuenta, Apel opta por transformar la filosofía
trascendental kantiana en una pragmática universal capaz de solven-
tar los problemas morales de una cultura dominada por la ciencia y
por la técnica. Habermas, por su parte, prefiere reciclar en moldes
hegeliano-marxianos materiales de muy diferente procedencia, entre
los que destaca el concepto fenomenológico de mundo de la vida.
En ambos casos la conciencia moral se construye no a partir de
monólogos solipsistas sino de diálogos comunitarios en los que el
cartesiano “yo pienso” es sustituido por el nosotros dialogamos y
argumentamos con la vista puesta en el posible consenso.
La argumentación apeliana discurriría del modo siguiente: quienes
dialogan presuponen la existencia de una verdad cognoscible a la que
pretenden llegar. Se rechaza, de partida, el agnosticismo y el escepti-
cismo. Se aceptan, por contra, como interlocutores válidos para dialo-
gar a personas veraces, libres y conocedoras de lo que traen entre
manos. Tal situación es denominada a priori de la argumentación, ya
que es reconocida como presupuesto de todo participante en un diá-
logo. La comunidad ideal de comunicación implica determinados
valores morales, tales como el respeto a las personas, el reconoci-
miento de su dignidad, la libertad, la tolerancia, la sinceridad o la vera-
cidad, valores sin los cuales el mismo diálogo serie inviable. El fin per-
seguido por el diálogo es el consenso, mediante el cual se universali-
zan valores y normas. El resultado es una conciencia moral de alcan-
ce universal, sustentada sobre la comunidad ideal de comunicación.
Habermas, también en lucha contra el sujeto solipsista del indi-
vidualismo moral, parte del concepto básico de mundo de la vida
social. Los valores y normas del mismo son revalidados y consensua-
Diálogos y silencios 161

dos por la acción comunicativa. Ésta dota de racionalidad al mundo


moral, transmitiendo conocimiento, argumentando, admitiendo críti-
cas y avanzando hacia el consenso. A ella se opone la acción estra-
tégico-instrumental, la cual tiende hacia el poder y el dominio y, por
ello, impregna la praxis de irracionalidad. El lenguaje, de suyo, pre-
supone que los eventuales participantes en un debate argumentativo
están orientados a obtener el entendimiento entre los hablantes. De
lo contrario, el diálogo carecería de sentido. El discurso argumentati-
vo tiene por meta la obtención de información y consenso entre los
hablantes. Ello requiere la supresión de cualquier obstáculo pertur-
bador o distorsionante del diálogo en una situación ideal de habla,
en la que los interlocutores actúen con libertad, veracidad y compe-
tencia locucional. Dada tal situación, el consenso obtenido se con-
vierte, a través de la universalización de valores y normas, en fuente
de verdad, de moralidad y de normatividad.
El resultado de los esfuerzos de Apel y de Habermas –secunda-
dos eficazmente por Adela Cortina entre nosotros– se decantan en un
modelo de ética procedimental que presenta las características siguien-
tes: es cognitivista, al constar de actos de habla transmisores de cono-
cimiento entre los hablantes; es racional, por basarse en una raciona-
lidad lingüística intersubjetiva; es universalista, por profesar unos valo-
res y establecer unas normas aceptables para toda la humanidad; es
deontológica, al centrarse en la idea de deber y no en los contenidos
concretos de la acción; es procedimental, al fijar los procedimientos
correctos en pro de una acción correcta y, finalmente, es argumenta-
tiva, por utilizar como instrumento el diálogo razonado.

4. Postmodernidad y autocomplacencia

Pero aquella sombra alargada de la nada, que en Nietzsche,


Heidegger o Sartre proyectaba una densa tiniebla sobre la conciencia
moral, se torna penumbra lábil y débil a los finales del siglo XX. Es el
momento en el que entra en la escena de la reflexión filosófica la post-
162 Buscando la felicidad

modernidad. De existir conciencia moral, ésta se ha de desdramatizar


desmitificando a la razón, desideologizado al pensamiento y privati-
zando los valores y las normas. La ética se practica protestando con-
tra los monstruos de la cultura moderna: sujeto, ilustración, racionali-
dad, universalismo, tecnificación, totalidad o sistema. Las venerables
sabidurías clásicas: metafísica, religión, filosofía de la historia, se baten
en retirada. ¡Guerra al Todo, exaltación del fragmento! Rechazo de los
sistemas totalizantes y de los grandes relatos. Secularizar también a los
dioses de la modernidad, derribando sus pedestales. Cuando ellos han
sido utilizados como principios de legitimación de la política y de la
ética, el resultado ha sido el terrorismo doctrinal de las ideologías.
Urge, por consiguiente, oponer a sus pretensiones de absoluticidad la
relatividad de lo trivial y lo frívolo, adobado con salsa epicúrea, ribe-
tes de mística y descompromiso político. A la identidad y al consenso
hay que oponer la diferencia y la discrepancia, en calidad de nuevas
instancias generadoras de crítica, reforma y creatividad.
Estamos adentrándonos en una época postmetafisica, postindus-
trial y postburguesa –quizás también postmoral– a impulsos de la
informática, la hipertecnificación y el consumo de masas. Lo que la
sociedad del consumo y de la informática nos trae, consiste en expe-
riencia de lo contingente, particular, diferente, caduco, fragmentario.
Con ello triunfa el pluralismo y la diversidad sobre la identidad. El
mundo social se puebla de formas de vida y de los correspondien-
tes juegos de lenguaje. A la filosofía no la resta otra tarea que dedi-
carse a la interpretación de discursos heterogéneos. La hermenéuti-
ca asume el rol de koiné, idioma cotidiano de la reflexión.
La sombra de la nada produce la era del vacío, de la conciencia
moral desdramatizada en la que las categorías morales clásicas: el
deber, la responsabilidad o la virtud se tornan compromisos débiles.
Asistimos al ocaso de las morales exigentes y al nacimiento de una
cultura permisiva. Las megalomanías ideológicas de los modernos,
con sus afanes por construir grandes síntesis (Kant, Hegel, Marx...)
pierden vigencia a ventaja de lo irracional, de la ironía, del fragmen-
Diálogos y silencios 163

to de vida. De Rorty a Lyotard, o de éste a Vattimo y a J. Assmann,


la conciencia moral se reduce a ética light, deber débil, con ribetes
de religiosidad o de hedonismo. Las conductas se trivializan en un
mundo pragmático y tolerante. Las instituciones que generaban vín-
culos estables: familia, nación, estado... se debilitan a medida que se
generalizan los vínculos débiles y ocasionales de las experiencias
contingentes de la vida. La filosofía se declara incompetente para fun-
damentar un orden moral universal. A lo más, la conciencia moral
puede promover virtud sin obligación y deber sin norma. Las nuevas
formas de generar justicia, solidaridad y compasión son la literatura
y el arte. Son los únicos puentes entre la conducta pública y el expre-
sionismo del individuo.
De ahí la ineludible ruptura con la modernidad. Descubrimos a
ésta como engaño, fiasco. De ella abandonamos el culto por el inven-
to innovador, la veneración hacia la diosa razón, la realización de un
ideal humanista, la historia como liberación emancipadora, el acon-
tecer como progreso. Asumimos, por el contrario, un tiempo acelera-
do por los cambios incesantes, una simbología cultural ofertada por
los medios de comunicación, la multiplicidad de puntos de vista de
la sociedad. La conciencia moral postmoderna troquela su elenco
de valores desde nuevos horizontes: multiculturalismo etnocentrista,
esteticismo retórico, emancipación sexual e, incluso, religiosidad fun-
damentalista. El resultado es una conciencia moral con nada de meta-
física, poco de ciencia, bastante de retórica y mucho de individualis-
mo autoreferencial y anarquizante. Los nuevos compromisos morales
se concretan en la manifestación bulliciosa, el pasatiempo lúdico, el
esnob, el retro... A ello ya se había referido M. Kundera en su pers-
picaz relato sobre La insoportable levedad del ser (1984).

5. El retorno a la naturaleza

Durante la segunda mitad del siglo XX le ha estallado al hombre


en sus propias manos la crisis ecológica. Una serie de fenómenos no
164 Buscando la felicidad

suficientemente previstos: superpoblación, consumismo, sobreexplota-


ción de los recursos naturales, exceso de tecnificación... han provoca-
do consecuencias alarmantes y amenazado la supervivencia de la espe-
cie humana: cambio climático, desertificación, contaminación de aires
y aguas, extinción de especies, patologías hasta el día de hoy desco-
nocidas... Todo ello ha provocado un cuestionamiento de los soportes
técnico-industriales sobre los que nuestra civilización se asienta. Dado
que en buena medida aquellos fenómenos son atribuibles a la acción
humana sobre su entorno natural, ha surgido la pregunta de cómo la
acción del hombre sobre su entorno debe ser, es decir, se ha planteado
el problema moral bajo la forma de ética del medio ambiente.
Estímulos para un cambio de modelo ético no han faltado, pro-
cedentes ya de la antropología al exigir esta una nueva forma de
relacionarse el hombre con la naturaleza, de la nueva filosofía de la
naturaleza, inspirada menos en la físico-matemática clásica y mas en
la biología y en la ecología, de las preferencias hacia los valores de
la naturaleza en detrimento de la civilización de asfalto, de los movi-
mientos de inspiración ecologista, etc.
El replanteamiento del problema moral está asumiendo dos caras.
Por una parte, se critica los modelos tradicionales de ética por incom-
petentes para digerir el problema medioambiental. Se denuncia el
antropocentrismo subyacente a los mismos al que se contrapone un
fisiocentrismo de nuevo cuño. Se desenmascara el egoísmo que sub-
yace a la explotación utilitarista de la naturaleza. Se denuncia el mono-
polio por parte del hombre de las ideas de poder y dominio. Se rei-
vindica, en fin, el reconocimiento de valor y dignidad a la naturaleza.
En el encuadre precedente se construyen modelos de ética
medioambiental desde diferentes puntos de vista: a) desde un antro-
pocentrismo corregido en sus excesos (Attfield); b) a partir del princi-
pio biocentrista del respeto a la vida (Schweitzer); c) en forma de una
ecología profunda, no carente de ribetes panteizantes; d) como utili-
tarismo controlado y desarrollo sostenible (Birnbacher); e) mediante
una rehabilitación de la teleología de la naturaleza y la concepción de
Diálogos y silencios 165

esta como un inmenso organismo (Jonas) y algunos otros. Los argu-


mentos en pro de una ética medioambiental se han venido acumulan-
do durante las últimas décadas y hoy presentan una panoplia amplia
de razones de índole metafísica, religiosa, estética, utilitarista, jurídica,
cultural, profiláctica, pedagógica, urbanística... que servirían de funda-
mento de aquella. Con no poco desorden y con cierta precipitación,
ha ido tomando cuerpo una problemática ética especifica, en la que
han llegado a ser cuestiones tópicas las relaciones entre la ciencia y la
técnica con los valores morales, la consistencia de los valores de la
naturaleza y su relevancia moral, la alternativa entre antropocentrismo
y fisiocentrismo, las fronteras del crecimiento demográfico, los límites
del desarrollo económico-industrial y el consumismo a ultranza, el
concepto de bienestar y calidad de vida, la justicia intergeneracional...
El problema, en cualquier caso, esta ahí emplazando con urgencias a
la reflexión práctica y esta aparece un tanto desorientada ante unos
datos que, al modificarse cada día, generan perplejidad y angustia.
Epílogo: no todo vale en ética
o el rechazo del relativismo

Mientras Odiseo navegó sin rumbo fijo, su nave recaló en


muchos puertos. Pero no era Citera su meta, la lejana ninguna parte,
habitada por los lotófagos voraces. Arrastrado, sin embargo, contra su
voluntad por los vientos a estas playas, Ulises envió a varios de sus
hombres a conversar con los lotófagos. Estos los recibieron amisto-
samente y les dieron a probar el exquisito fruto con que se alimen-
taban. Era el fruto del loto, que hacia perder la memoria. A los com-
pañeros de Ulises, les supo el manjar tan exquisito que, perdida la año-
ranza del retorno a Itaca, se negaron a reembarcar. Ulises indignado
tuvo que usar la fuerza, recordando a sus hombres que eran nave-
gantes en busca de las playas de su patria. Y confió que a la maña-
na siguiente la brisa de la esperanza soplara fuerte y fresca. Y así
sucedió durante diez largos años. Cuando a cada amanecer aquella
brisa marina henchía las velas de la nave, se avivaba en Ulises, el
héroe astuto, el deseo de Itaca y el amor a Penélope. Entonces la
esperanza enderezaba la nave por el camino del retorno.
La conciencia moral, a semejanza de Odiseo, ha recorrido largos
trechos y padecido aventuras sin cuento. Hemos seguido a paso lige-
ro su laborioso peregrinar. La hemos encontrado descansando pláci-
damente en umbrosos setos del camino o contemplando el horizon-
168 Buscando la felicidad

te desde soleadas solanas a su borde. También la hemos admirado


subiendo sudorosamente repechos o tanteando atajos prometedores.
Y para muchos aún no ha cesado de caminar. Desmiente de ese
modo a veces el agnóstico dicho de A. Machado: “Caminante no hay
camino, se hace camino al andar” y otras corrobora la experiencia
judeocristiana del tiempo como escenario de una salvación posible:
Experimentum possibilis salutis. Lo cual no es en absoluto mentira,
pero tampoco verdad reconocida por todos. Para los primeros, es
posada de paz sosegada en el camino; para los segundos, estímulo
de su incansable caminar.
Al contemplar las peripecias de la conciencia moral a lo largo de
su historia y sus esfuerzos en la sociedad presente, los moralistas se
estrujan los sesos indagando por la estructura y función de aquélla
y debaten acaloradamente a este propósito sobre el relativismo.
Porque tras el caminar de la humanidad parece quedar solamente un
rastro de evolución y cambio, empeño de ese incansable buscador
que es el hombre o, a lo más, un proceso educador de la humani-
dad, como diría el ilustrado Herder. Dilthey proyectó esa forma de
ver las cosas sobre el ancho campo de las culturas y se hizo acree-
dor por ello de la acusación de relativista por boca de Husserl.
Porque además de las formas de describir la conciencia, a éste le
interesaba la conciencia misma. La pretensión husserliana no abun-
daba ciertamente en humildad, pero apuntaba a un profundo pro-
blema. La cuestión acerca de lo que cambia y de lo que permanece
en la empresa humana por asir conceptualmente eso que llamamos
mundo del deber. Se presupone que entre los deberes de ese mundo
está el de hallar normas de validez universal, que reivindiquen con
razones poseer un carácter absoluto y vinculante. Con otras palabras:
qué podemos moralmente hacer y qué debemos moralmente omitir.
Un hecho y dos principios aportan una respuesta razonable al
problema. El hecho es aquello de lo que la sociología levanta incon-
cusamente acta: nuestra sociedad es pluralista ideológicamente y
multicultural culturalmente. Y los principios hemos dicho que son
Epílogo 169

dos: 1º) el primero, el principio de justicia, pone límites al relativis-


mo sociológico en esa sociedad eminentemente plural y multicultu-
ral en aquello que concierne a toda la humanidad. Con él se reco-
noce lo que es propio de todos y cada uno de los seres humanos:
la dignidad y la igualdad, es decir: dar a todos y cada uno lo suyo;
2º) el segundo, el principio de libertad, hace justicia a lo que es pro-
pio también de todo ser humano: su libertad. Ateniéndonos a él se
salvaguarda la autonomía e inmunidad de las personas, en aquello a
lo que éstas quieren mantenerse fieles según sus propias conviccio-
nes y creencias en esa sociedad culturalmente multiforme e ideoló-
gicamente plural.
Pero en medio de la pluralidad sociológica, la experiencia moral,
como muy bien Kant enfatizó al inicio de su Fundamentación de
la metafísica de las costumbres, se testimonia a sí misma como un
hecho de la razón, (Faktum der Vernunft), en medio de la plurali-
dad. Es el dato aportado por la fenomenología del mundo social-
mente vivido. De ello se hacen eco las diferentes formulaciones de
la denominada regla de oro, presente en la conciencia moral de
todas las culturas y tradiciones religiosas, “haz el bien, evita el mal”,
“no quieras para otro lo que no quieras para ti”. Por eso, la con-
ciencia moral acredita una convicción sobre la que los grandes filó-
sofos estuvieron de acuerdo: que la experiencia ética, con antelación
a que los hombres la descubran, la estimen como valiosa, la piensen
en conceptos, la verbalicen en palabras, la codifiquen en leyes, la
formulen en imperativos y finalmente la exijan en obligaciones y
deberes, forma parte de lo más profundo del ser humano. A éste
corresponde, sin embargo, el indagar su verdad, sopesar su validez
y cumplir con responsabilidad sus mandatos.
A tenor del principio de justicia, el relativismo sociológico de las
sociedades multiculturales queda descartado cuando el mundo del
deber se ocupa de asuntos que conciernen a todos los hombres
como son la vida humana, el respeto a la dignidad del hombre, el
cumplimiento de la ley, la tolerancia, la libertad de creencias y opi-
170 Buscando la felicidad

nión, la paz, la igualdad, la solidaridad, el respeto a la naturaleza...


Son todos aquellos valores que permiten al hombre vivir racional-
mente y con dignidad y que las sucesivas formulaciones de los
Derechos Humanos tratan de codificar. Constituyen el elenco irre-
nunciable de contenidos de lo que podríamos denominar una ética
transcultural o de mínimos, aceptable para todos los ciudadanos de
una sociedad multicultural y que, por ello, está llamado a configurar
el conjunto de valores morales que regulan el espacio público de las
relaciones humanas. El principio de justicia descarta el relativismo en
nombre del mínimo de valores comunes a todos los hombres, míni-
mo sin el cual las relaciones entre los humanos puedan existir, del
mismo modo que no se pueden establecer normas universales de
acción sin previo respeto a la dignidad de toda persona.
A tenor del principio de libertad, el relativismo queda descartado
en el ámbito privado de las convicciones intransferibles de los indivi-
duos, en lo que respecta a sus creencias o ideologías. Aquí se trata de
que el hombre pueda llegar a ser feliz, en lo que para él constituye
su felicidad. Ya Kant se percató perspicazmente de la cuestión tam-
bién en los inicios de la obra arriba citada y puso todo su empeño en
proporcionar una base sólida a la ética, base que, de una parte, pusie-
ra frenos al creciente escepticismo causado por una moral carente de
fundamentos racionales y, por otra, situara el problema moral sobre
principios universalizables. Estos, como es sabido, vinculados a las
ideas de autonomía y libertad. A partir de Kant, la alternativa valores
absolutos-valores relativos se dilucida y decide en el ámbito de la con-
ciencia. Algo es absoluto para alguien cuando la libertad personal de
alguien lo elige como tal. La coherencia y fidelidad a las mismas así lo
exige. El resultado es una ética personal de máximos, que no sólo
habilita espacios para una vida buena en el ámbito privado a tenor del
personal concepto de felicidad, sino que capacita para testimoniar esa
felicidad en el espacio público mediante compromisos doblemente
estimulados –por la justicia y por la libertad– con aquel elenco de
valores universalmente compartidos.
Epílogo 171

La conciencia moral, en consecuencia, testimonia la unidad de


la moral y la multiplicidad de sus formas y lenguajes. Tras los cam-
bios históricos y las diferentes manifestaciones culturales subyace un
componente esencial de la moralidad cuya desaparición imposibili-
taría la realización de la justicia social y la consecución de la felici-
dad personal. La una y la otra, en perspectiva trascendental, funcio-
nan como condiciones de posibilidad del mundo del deber, que la
conciencia testimonia como hecho de la razón. Que éste se testimo-
nie en diferentes cosmovisiones, se exprese en diferentes represen-
taciones o se verbalice en diferentes lenguajes tiene su fundamento
en la estrechez del modo cómo el hombre percibe lo valioso y del
perspectivismo con que lo percibe. Pero además de tal mutabilidad
y pluralidad de formas, la conciencia moral mantiene su vinculo con
el ser mismo del hombre, como imperativo absoluto invariable y
como fundamento de la moralidad.
Bibliografía introductoria

1. Clásicos

AGUSTÍN DE HIPONA, Obras. 22 vols., Madrid, B.A.C., 1952...


APEL, K.O., La transformación de la filosofía, Madrid, Taurus, 1985.
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Centro de Estudios Constitucionales.
ARISTÓTELES, Política, Alianza, Madrid.
HEGEL, G. W. F., Principios de Filosofía del Derecho, Ehasa, Barcelona.
HUME, D., Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Tecnos, 1998.
KANT, I., Crítica de la razón práctica, Salamanca, Sígueme, 1996.
KANT, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid,
Espasa Calpe, 1995.
MARX, K., El manifiesto comunista, Ayuso, Madrid.
MILL, J. S., El utilitarismo, Madrid, Alianza, 1984.
NIETZSCHE, F., La genealogía de la moral, Alianza, Madrid.
NIETZSCHE, F., Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid.
PLATÓN, Diálogos, Gredos, Madrid.
SCHELER, A., Ética, 2 vols., Madrid, Revista de Occ., 1941.
TOMÁS DE AQUINO, Santo, Suma Teológica, B.A.C., Madrid.

2. Literatura básica

ARANGUREN, J. L., Ética, Alianza, Madrid, 1981.


BONETE, E., Éticas contemporáneas, Tecnos, Madrid, 1990.
BONETE, E., Éticas en esbozo, Desclée De Brouwer, Bilbao, 2003.
CAMPS, V. (ed.). Concepciones de la ética, Trotta, Madrid, 1992.
174 Buscando la felicidad

CAMPS, V. (ed.), Historia de la ética, 3 volúmenes, Crítica, Barcelona,


2000.
CORTINA, A.-MARTÍNEZ, Ética, Madrid, 1996.
GÓMEZ-HERAS, J.M. Gª, Teorías de la moralidad. Introducción a la
ética comparada. Síntesis, Madrid, 2003.
HOFFE, O., Diccionario de Ética, Crítica, Barcelona, 1994.
HUDSON, W., La filosofía moral contemporánea, Alianza, Madrid,
1987.
KUENG, H., Proyecto de una ética mundial, Madrid, Trotta, 1991.
MACINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 2001.
PIEPER, A., Ética y moral. Una introducción a la filosofía práctica.
Trad. G. Muñoz, Barcelona, 1991.
RAWLS, J., Teoría de la justicia, Madrid, F.C.E., 1995.
RODRÍGUEZ DUPLÁ, L., Ética, B.A.C., Madrid, 2001.
SAVATER, F., Ética como amor propio, Madrid, Mondadori, 1988.
WARNOCK, M., Ética contemporánea, Labor, Barcelona, 1968.

3. Ética aplicada

ABEL, F., Bioética: orígenes, presente y futuro, Mapfre, Madrid, 2001.


BONETE, E., ¿Libres para morir? En torno a la Tánato-ética, Desclée
De Brouwer, Bilbao, 2004.
BONETE, E., Éticas de la información y deontologías del periodismo,
Tecnos, Madrid, 1995.
BONETE, E., Ética de la comunicación audiovisual, Tecnos, Madrid,
2000.
CORTINA, A., Ética aplicada y democracia radical, Madrid, Tecnos,
1993.
FERRER, J.J. y ALVAREZ, J.C., Para fundamentar la bioética. Teorías y
paradigmas teóricos en la bioética contemporánea, Desclée De
Brouwer, Bilbao, 2003.
GÓMEZ-HERAS, J. Mª. Gª. (Coord.), Ética del medio ambiente, Tecnos,
Madrid, 1997.
Bibliografía introductoria 175

GÓMEZ-HERAS, J. Mª. Gª. (Coord.), Dignidad de la vida y manipu-


lación genética, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002.
GÓMEZ-HERAS, J. Mª. Gª., Ética en la frontera, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2002.
GÓMEZ-HERAS, J. Mª. Gª. (Coord.) - VELAYOS, C., Bioética. Perspec-
tivas emergentes y nuevos problemas, Madrid, Tecnos, 2005.
GRACIA, D., Fundamentos de bioética, Eudema, Madrid, 1989.
GRACIA, D., Estudios de bioética, El Búho, Bogotá, 1989.
JONAS, H., El principio de responsabilidad, Barcelona, 1995.
LÓPEZ DE LA VIEJA, M.T., Principios morales y casos prácticos,
Tecnos, Madrid, 2000.
LÓPEZ DE LA VIEJA, M.T. (ed.), Bioética. Entre la medicina y la
ética, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 2005
(Bibliografía sobre Bioética, seleccionada por R. Fernández, pp.
193-200).
MARINA, J.A., Ética para naufragos, Barcelona, Anagrama, 1995.
RODRÍGUEZ-ARIAS, D., Una muerte razonable: Testamento vital y
eutanasia, Desclée De Brouwer, Bilbao, 2005.
VELAYOS, C., La dimensión moral del ambiente natural, Comares,
Granada, 1996.
Colección

Director: Enrique Bonete Perales

1. ¿Libres para morir? En torno a la Tánato-ética. Enrique Bonete Perales


2. Ética de los negocios. Innovación y responsabilidad. Pedro Francés Gómez
3. Podemos hacer las paces. Reflexiones éticas tras el 11-S y el 11-M.
Vicent Martínez Guzmán
4. Una muerte razonable. Testamento vital y eutanasia.
David Rodríguez-Arias Vailhen
5. Buscando la felicidad. La odisea de la conciencia moral en su peregri-
nar hacia el bien. J. Mª. Gª. Gómez-Heras
6. Ética de la televisión. Consejos de sabios para la caja tonta. Isidro
Catela
Este libro se terminó
de imprimir
en los talleres de
RGM, S.A., en Bilbao,
el 4 de noviembre de 2005.

También podría gustarte