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Grado: 7mo

Secciones: 16, 17 y 18

Escuela nº 66 “Manuel Arenaza”

Área: Lengua y Literatura.

Docente: Mónica Payero

Año: 2024

Alumno/a:
El almohadón de plumas

Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter


duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin
embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche
juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo
desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a
conocer. Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha
especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de
amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido
la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus
estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas
de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el
brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba
aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos
hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su
resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No
obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún
vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su
marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se
arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde
pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro
lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y
Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró
largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de
caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato
escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día
que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de
Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene
una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo
consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente
inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte.
Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio.
Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la
sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a
otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos
entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama,
mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia
comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la
cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca
para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. —¡Jordán! ¡Jordán! —
clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al
dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia,
soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después
de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las
suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones
más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que
tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante
de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber
absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos
la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato
en silencio y siguieron al comedor. —Pst... —se encogió de hombros desalentado
su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer... —¡Sólo eso me faltaba! —
resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue
extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero
cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche
se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la
sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el
tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza.
No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus
terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban
hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el
conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio
agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y
el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Murió, por fin. La sirvienta,
que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el
almohadón. —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay
manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su
vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la
cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. —Parecen picaduras —murmuró la
sirvienta después de un rato de inmóvil observación. —Levántelo a la luz —le
dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó
mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los
cabellos se le erizaban. —¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho
—articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba
extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó
funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un
grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los
bandós: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas
velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan
hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia
había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor
dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su
desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa.
En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las
aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones
proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente
favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

A la deriva

Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó


adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre
sí misma esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde
dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la
cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de
su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras. El hombre
se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante
contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a
invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por
la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante
abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que
como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la
pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta,
seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho,
y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta
desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía
adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se
quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. —¡Dorotea!
—alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña! Su mujer corrió con un vaso
lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. —
¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña! —¡Pero es caña, Paulino! —
protestó la mujer espantada. —¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La
mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras
otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. —Bueno; esto se pone feo —
murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la
honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora
a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más,
aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo
mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre
no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la
popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que
en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas
a Tacurú-Pucú. El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta
el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y
tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya
trasponía el monte. La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque
deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el
pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes
manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás
llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves,
aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados. La corriente del río se
precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar.
Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto,
quedó tendido de pecho. —¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído
en vano. —¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando
la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre
tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la
llevó velozmente a la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa
hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río.
Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque,
negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en
cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua
fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer,
sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única. El sol había
caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento
escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se
sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se
abría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba
casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del
rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en
Tacurú-Pucú. El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos.
No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona
en TacurúPucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al
recibidor del obraje. ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en
pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya,
ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en
penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos
cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay. Allá abajo, sobre el río de oro, la
canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de
un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba
entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald.
¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses
y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el
pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también... Al recibidor de maderas de
mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un
viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . . . El hombre estiró lentamente los dedos
de la mano. —Un jueves... Y cesó de respirar.
La miel silvestre

Horacio Quiroga

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a
consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de
abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad.
Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos
muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni
anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad como
fuente de dicha y sus peligros como encanto. Desgraciadamente, al segundo día
fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no
poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores —iniciados también
en Julio Verne— sabían andar aún en dos pies y recordaban el habla. La aventura
de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como
teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a
límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus
stromboot. Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública,
sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su
temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón
y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente
cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e
infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso
cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una
noche de orgía en componía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar
su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo
remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot. Apenas salido
de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la orilla
calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho
de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos. De este modo llegó al
obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su
ahijado. —¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorprendido. —Al monte;
quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de colgarse el
winchester al hombro. —¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la
picada, si quieres... O mejor deja esa arma y mañana te haré acompañar por un
peón. Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y
se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las
manos en los bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña,
silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a
uno y otro lado, retornó bastante desilusionado. Al día siguiente, sin embargo,
recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió
profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco
a poco. Llegaron éstas a la segunda noche —aunque de un carácter un poco
singular. Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su
padrino. —¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo. Benincasa se sentó
bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se
movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso. —
¿Qué hay, qué hay?—preguntó echándose al suelo. —Nada... Cuidado con los
pies... La corrección. Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas
a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes y marchan
velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan
devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos,
víboras y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte
que sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación
absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no
se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen y es forzoso
abandonarles la casa, a trueque de ser roídos en diez horas hasta el esqueleto.
Permanecen en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos,
carne o grasa. Una vez devorado todo, se van. No resisten, sin embargo, a la
creolina o droga similar; y como en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el
chalet quedó libre de la corrección. Benincasa se observaba muy de cerca, en los
pies, la placa lívida de una mordedura. —¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo
sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino. Éste, para quien la
observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose, en cambio, de
haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque
sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales. Al día siguiente se fue al
monte, esta vez con un machete, pues había concluido por comprender que tal
utensilio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso
no era maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba
trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas; todo en uno. El monte
crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión —exacta por lo
demás— de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical no hay a esa
hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi.
Benincasa volvía cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de
él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se
acercó con cautela y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras,
del tamaño de un huevo. —Esto es miel —se dijo el contador público con íntima
gula—. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel... Pero entre él —
Benincasa— y las bolsitas estaban las abejas. Después de un momento de
descanso, pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La suerte quiso que
mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco
abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y
oprimiéndole el abdomen, constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se
clarifico en melífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos! En un
instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen
trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón.
De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de
miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó
golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo
precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y por igual motivo, tenía
la densa miel un vago dejo áspero. ¡Más qué perfume, en cambio! Benincasa, una
vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era
sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era
espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio
minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose
en pesado hilo hasta la lengua del contador. Uno tras otro, los cinco panales se
vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la
suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
Entre tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco.
Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el
monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas,
y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje. —Qué curioso mareo... —pensó el
contador. Y lo peor es... Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto
obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo
las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manes le
hormigueaban. —¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente
Benincasa, sin escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera
hormigas... La corrección —concluyó. Y de pronto la respiración se le cortó en
seco, de espanto. —¡Debe ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado! Y a un
segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había
podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta
la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de
su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa. —¡Voy a morir ahora!...
¡De aquí a un rato voy a morir!... no puedo mover la mano!... En su pánico constató,
sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones
conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma. —¡Estoy paralítico,
es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!... Pero una visible somnolencia
comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a lo por que el
mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se
agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la
corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad
de que eso negro que invadía el suelo... Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese
último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido, en que la voz
del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un
precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora
oscurecía el suelo, y el contador sintió, por bajo del calzoncillo, el río de
hormigas carnívoras que subían. Su padrino halló por fin, dos días después, y sin
la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La
corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron
suficientemente. No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades
narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan
en el trópico, y ya el saber de la miel denuncia en la mayoría de los casos su
condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que creyó sentir Benincasa.

El retrato oval

Edgar Allan Poe


El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza antes de
permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la noche al aire libre,
era una de esas construcciones en las que se mezclan la lobreguez y la grandeza,
y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas
en la realidad como en la imaginación de Mrs. Radcliffe. Según toda apariencia,
el castillo había sido recién abandonado, aunque temporariamente.
Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos.
Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero
ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y
variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande de
vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas, no
solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la
extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron profundamente mi interés,
quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las
pesadas persianas del aposento —pues era ya de noche—, que encendiera las
bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de
par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama. Al
hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, por lo menos a la alternada
contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño volumen que habíamos
encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de
aquellas.

Mucho mucho leí... e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las
horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me
molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con
dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre
el libro.

El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las
numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un nicho del aposento que una
de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más
profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado
inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré
presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no alcancé a
comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban
cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un movimiento
impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no
me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra
contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar
fijamente la pintura.

Ya no podía ni quería dudar de que estaba viendo bien, puesto que el primer
destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra que
pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Sólo abarcaba la
cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina
vignette, y que se parece mucho al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los
brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban
imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del
retrato. El marco era oval, ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco.
Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo
que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución
de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi
fantasía, arrancada de un semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la
de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de
la vignette y del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo
incluso que persistiera un solo instante.

Pensando intensamente en todo eso, quedéme tal vez una hora, a medias
sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho
del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había
descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida
en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme,
someterme y aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el
candelabro en su posición anterior.

Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué vivamente el


volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número
que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:
"Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la
hora en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero,
tenía ya una prometida en el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan
encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo;
amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan
sólo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban
de la contemplación de su amante.

Así, para la dama, cosa terrible fue oír hablar al pintor de su deseo de
retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó
dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto
caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que
avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y
taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz
que entraba, lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su
esposa, que se consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Mas ella seguía
sonriendo, sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era
alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para
pintar a aquella que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más
desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban
en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto
de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquélla a quien
representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el
trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el
pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos
de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los
tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer
sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer,
salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama
osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada
fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance
frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló
mientras gritaba: “¡Ciertamente, ésta es la Vida misma!”, y volvióse de improviso
para mirar a su amada... ¡Estaba muerta!".

LOS MUYINS
ELSA BORNEMANN

En la época en que Kenzo Kobayashi vivía en Tokyo y era un muchachito acaso


de tu misma edad, no existía la luz eléctrica. Ni calles, ni caminos, ni carreteras
estaban iluminados como hoy en día.

Por eso, a partir del anochecer, quienes salían fuera de las casas debían
hacerlo provistos de sus propias linternas. Era así como bellos faroles de papel
podían verse aquí o allá, encendiendo la negrura con sus frágiles lucecitas. Y como
decían que la negrura era especialmente negra en las lomas de Akasaka —cerca
de donde vivía Kenzo— y que se oían por allí —durante las noches— los más
extraños quejidos, nadie se animaba a atravesarlas si no era bajo la serena
protección del sol.

De un lado de las lomas había un antiguo canal, ancho y de aguas profundas


y a partir de cuyas orillas se elevaban unas barrancas de espesa vegetación. Del
otro lado de las lomas, se alzaban los imponentes paredones de uno de los palacios
imperiales.
Toda la zona era muy solitaria no bien comenzaba a despegarse la noche
desde los cielos. Cualquiera que —por algún motivo— se veía sorprendido cerca de
las lomas al oscurecer, era capaz —entonces— de hacer un extenso rodeo, de
caminar de más, para desviarse de ellas y no tener que cruzarlas.
Kenzo era una criatura muy imaginativa. Lo volvían loco los cuentos de hadas
y cuanta historia extraordinaria solía narrarle su abuela.

Por eso, cuando ella le reveló la verdadera causa debido a la cual nadie se
atrevía a atravesar las lomas durante la noche, Kenzo ya no pensó en otra cosa
que en armarse de valor y hacerlo él mismo algún día.

—Los muyins. Por allá andan los muyins entre las sombras —le había contado
su abuela, al considerar que su nieto ya era lo suficientemente grandecito como
para enterarse de los misterios de su tierra natal—. Son animales fantásticos. De
la montaña. Bajan para sembrar el espanto entre los hombres. Les encanta
burlarse mediante el terror. Aunque son capaces de tomar apariencias humanas,
no hay que dejarse ensañar, Kenzo; las lomas están plagadas de muyins. A los pocos
desdichados que se les aparecieron, casi no viven —después— para contarlo,
debido al susto. Que nunca se te ocurra cruzar esa zona de noche, Kenzo; te lo
prohibo, ¿entendiste?

La curiosidad por conocer a los muyins crecía en el chico a medida que su


madre iba marcando una rayita más sobre su cabeza y contra una columna de
madera de la casa, como solía hacerlo para medir su altura dos o tres veces por
año.

Una tarde, Kenzo decidió que ya había crecido lo suficiente como para visitar
las lomas que tanto lo intrigaban. (En secreto —claro— no iban a darle permiso
para exponerse a semejantes riesgos.)

Los muyins... Podría decirse que Kenzo estaba obsesionado por verlos, a
pesar de que le daba miedo —y mucho— que se cumpliera su deseo. Y con esa
sensación doble partió aquella tarde rumbo a las famosas lomas de Akasaka, con
el propósito de recorrerlas sin otra compañía que la de su propia linterna.
Obviamente, a su mamá le mintió y así consiguió que lo dejara salir solo: —
Encontré al tío Kentaro en el mercado; me pidió que lo ayude a trenzar bambúes.
También se lo pidió a los primos Endo. Está atrasado con el trabajo y dice que así
podrá terminarlo para mañana, como prometió. Me voy a quedar a dormir en su
casa, madre.
El tío Kentaro vivía en las inmediaciones del antiguo canal, por lo que la mamá
de Kenzo no dudó en permitirle que pasara la noche allá.

—Ni sueñes con volver hoy. Mañana, cuando el sol ya esté bien alto, ¿eh?

En aquella época, tampoco existían los teléfonos, de modo que la mentira de


Kenzo tenía pocas probabilidades de ser descubierta. Además, no era un
muchacho mentiroso: ¿por qué dudar de sus palabras?

Apenas comenzaba a esconderse el sol cuando Kenzo arribó a las lomas.


Debió aguardar un buen rato para encender su linterna. Pero cuando la encendió,
ya se encontraba en la mitad de aquella zona y de la oscuridad.
Se desplazaba muy lentamente, un poco debido al temor de ser sorprendido
por algún muyin y otro poco, a causa de que la lucecita de su linterna apenas si le
permitía ver a un metro de distancia.

De pronto, se sobresaltó. Unas pisadas ligeras, unos pasitos suaves parecían


haber empezado a seguirlo.

Kenzo se volvió varias veces, pero no bien se daba vuelta los pasos cesaban.
Y él no alcanzaba a descubrir nada ni a nadie. Era como si alguien se ocultara en
el mismo instante en que el muchacho intentaba tomarlo desprevenido con su luz
portátil.

Sí, era indudable que alguien se escondía entre los arbustos. Y que desde los
arbustos podía observarlo claramente a él: el simpático rostro de Kenzo se
destacaba entre aquella negrura, cálidamente iluminado por la linterna.

Durante dos o tres fines de semana más, este episodio se repitió tal cual.
Kenzo continuaba con las mentiras a su madre para poder volver a las lomas. ¿Sería
un muyin esa silenciosa y perturbadora presencia que lo seguía y lo espiaba? Y si
era así, ¿por qué se mantenía oculto?, ¿por qué no lo atacaba de una buena vez,
apareciéndosele —de golpe— para darle un susto mortal, como decían que a esos
seres les divertía hacer?

Al fin, una noche, Kenzo iluminó una pequeña silueta femenina que se
mantenía agachada junto al canal. La veía de espaldas a él. Estaba sola allí y
sollozaba con infinita tristeza. Parecía la voz de un pájaro desamparado.

Con desconcierto pero igualmente conmovido, el muchacho prosiguió con su


inesperada inspección, mientras ella aparentaba no tomar en cuenta su
proximidad: continuaba de rodillas junto a la orilla del canal, gimiendo.
Era una niña de la edad de Kenzo. Estaba vestida con sumo refinamiento.
También su peinado era el típico de las jovencitas de muy acomodada familia.

La confusión de Kenzo se iba convirtiendo en gigante: ¿Qué hacía esa


mujercita allí, sola, nada menos que en aquella zona y a esas horas de la noche?

De pronto, se animó y caminó hacia ella. Si una nena era capaz de internarse
en las lomas, con más razón él, ¿no?

El muchacho le habló, entonces, pero ella tampoco se dio vuelta.

Ahora ocultaba su carita entre los pliegues de una de las mangas de su


precioso kimono y su llanto había crecido. ¿Un pichón de hada perdido a la
intemperie, tal vez?

Kenzo le rozó apenas un hombro, muy suavemente.

—Pequeña dama —le dijo entonces—. No llore, así, por favor, ¿Qué le pasa?
¡Quiero ayudarla! ¡Cuénteme qué le sucede!

Ella seguía gimiendo y tapándose el rostro.

—Distinguida señorita, le suplico que me conteste.

Aunque proveniente de una modesta familia campesina, la educación de


Kenzo no había dependido de la mayor o menor riqueza que poseyeran sus padres
sino de que ellos valoraban —por sobre todo— la educación de sus hijos. Por eso,
él podía expresarse con modales gentiles y palabras elegidas para acariciar los
oídos de cualquier damita. Insistió, entonces:

—Le repito, honorable señorita, permita que le ofrezca mi ayuda. No llore


más, se lo ruego. O —al menos— dígame por qué llora así.

La niña se dio vuelta muy lentamente, aunque mantenía su carita tapada por
la manga del kimono.

Kenzo la alumbró de lleno con su linterna y fue en ese momento que ella dejó
deslizar la manga apenas, apenitas.

El muchacho contempló entonces una frente perfecta, amplia, hermosa.

Pero la niña lloraba, seguía llorando.

Ahora, su voz sonaba más que nunca como la de un pájaro desamparado.


Kenzo reiteró su ruego; su corazón comenzaba a sentirse intensamente
atraído por esa voz, por esa personita. Una sensación rara que jamás había
experimentado antes lo invadía.

—Cuénteme qué le sucede, por favor...

Salvo la frente —que mantenía descubierta— ella seguía ocultándose cuando


—por fin— le dijo:

—Oh... Lamento no poder contarte nada... Hice una promesa de guardar


silencio acerca de lo que me pasa... Pero lo que sí puedo decirte es que fui yo quien
te ha estado siguiendo durante estos días. No me animaba a hablarte, pero ahora
siento que podemos ser amigos... ¿No es cierto?

Kenzo le tocó apenitas el pelo: pura seda.

En ese instante fue cuando ella dejó caer la manga por completo y el chico
—horrorizado— vio que su rostro carecía de cejas, que no tenía pestañas ni ojos,
que le faltaban la nariz, la boca, el mentón... Cara lisa. Completamente lisa. Y desde
esa especie de gran huevo inexpresivo partieron unos chillidos burlones y —
enseguida— una carcajada que parecía que no iba a tener fin.

Kenzo dio un grito y salió corriendo entre la negrura que volvía a


empaquetarlo todo.

Su linterna, rota y apagada, quedó tirada junto al canal.

Y Kenzo, corrió, corrió, corrió. Espantado. Y corrió y corrió, mientras aquella


carcajada seguía resonando en el silencio.

Frente a él y su carrera, solamente ese túnel de la oscuridad que el chico


imaginaba sin fondo, como su miedo.

De repente —y cuando ya lo perdían las fuerzas— vio las luces de varias


linternas a lo lejos, casi donde las lomas se fundían con los murallones del castillo
imperial.

Desesperado, se dirigió hacia allí en busca de auxilio. Cayó de bruces cerca


de lo que parecía un campamento de vendedores ambulantes, echados a un costado
del camino.

Todos estaban de espaldas cuando Kenzo llegó. Parecían dormitar, sentados


de caras hacia el castillo.
—¡Socorro! ¡Socorro! —exclamó el muchacho—. ¡Oh! ¡Oh! —y no podía decir
más.

—¿Qué te pasa? —le preguntó, bruscamente— el que —visto por detrás—


parecía el más viejo del grupo. Los demás, permanecían en silencio.

—¡Oh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Qué horror! ¡Yo!... —Kenzo no lograba explicar lo que le había
sucedido, tan asustado como estaba.

—¿Te hirió alguien?

—No... No... Pero... ¡Oh!

—¿Te asaltaron, tal vez?

—No... Oh, no...

—Entonces, sólo te asustaron, ¿eh? —le preguntó nuevamente con


aspereza— ése que parecía el más viejo del grupo.

—Es que... ¡Suerte encontrarlos a ustedes! ¡Oh! ¡Qué espanto! Encontré una
niña junto al canal y ella era... ella me mostró... Ah, no; nunca podré contar lo que
ella me mostró... Me congela el alma de sólo recordarlo... Si usted supiera...

Entonces, como si todos los integrantes de aquel grupo se hubieran puesto


de acuerdo a una orden no dada, todos se dieron vuelta y miraron a Kenzo, con sus
rostros iluminados desde los mentones con las luces de las linternas. El viejo se
reía a carcajadas, estremecedoras como las de aquella niña, mientras le decía:

—¿Era algo como esto lo que ella te mostró?

Las carcajadas de los demás acompañaron la pregunta.

Kenzo vio entonces —aterrorizado— diez o doce caras tan lisas como las de
la niña del canal. Durante apenas un instante las vio porque —de inmediato—todas
las linternas se apagaron y el coro —como de pajarracos— cesó y el muchacho
quedó solo, prisionero de la oscuridad y del silencio, hasta que el sol del amanecer
lo devolvió a la vida y a su casa.

Los muyins jamás volvieron a recibir su visita.


El huésped

Amparo Dávila

Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al
regreso de un viaje.

Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo


no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se
acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor
impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad.
Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.

No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre,
siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que
parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.

Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada


supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía
resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —
dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia—. “Te acostumbrarás a su
compañía y, si no lo consigues…” No hubo manera de convencerlo de que se lo
llevara. Se quedó en nuestra casa.

No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la
mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Solo
mi marido gozaba teniéndolo allí.

Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era esta una
pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la
ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era
bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y
nunca supe a qué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con
aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños
que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras
Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.

La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a
su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las
habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener
arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la
mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban
cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me
gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa
de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.

En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias


y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando
gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos,
tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.

Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina.


Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo veces que,
cuando estaba preparando la comida, veía de pronto su sombra proyectándose
sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al suelo lo que tenía
en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía
nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado.

Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la


perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba
siempre.

Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda
vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi
cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la
cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro
rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba
desesperada.

Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba


realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está
durmiendo, él, él, él…

Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal
vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle
la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre
mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no
probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía
dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez
terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me
quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto
quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier
momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido
llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien
tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también
lo entretenían…

Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo
afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija,
penetrante… Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba
encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera
soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró
del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la
gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a
mis gritos, habría ardido toda la casa.

Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en


la casa. Solo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el
afecto y las palabras se habían agotado.

Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra


y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día.
Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba
peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños
gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no
sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una
tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto
tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando
Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de
golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron
terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.

Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una
mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día
nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando
que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín.
“Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte
así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.”

Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía


dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a
quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.

Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se


separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos
en mi cuarto.

—Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.

—Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.

—¿Pero qué podemos hacer las dos solas?

—Solas, es verdad, pero con un odio…

Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.

La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la


ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos
veinte días.

No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó


antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño dur-
mieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.

Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían
tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del
cuarto y la golpeaba con furia…

Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y
que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto.
Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que
no podíamos perder tiempo ni en comer.

Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba


martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el
cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la
respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y
comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras
trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo
entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo
estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.

Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin
alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba deses-
perado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles
los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera
muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de
dos semanas…

Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos


días más, antes de abrir el cuarto.

Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y


desconcertante.

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