Está en la página 1de 37

EL ALMOHADÓN DE PLUMA

(Horacio Quiroga)

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su
marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un
ligero estremecimiento cundo volviendo de noche juntos por la calle echaba una furtiva
mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la
amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses –se habían casado en abril- vivieron una dicha especial
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura, pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso -frisos, columnas, estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio
encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a la otra, los pasos
hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante había concluido
por echar un velo sobre sus antiguos sueños y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer
pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín
apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con
honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en
sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando
el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó
largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fue ése el último día en que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole cama y
descanso absolutos.
_ No sé –le dijo a Jordán en la puerta de calle con la voz todavía baja-. Tiene una gran
debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme
en seguida.
Al día siguiente Alicia seguía peor. Hubo consulta, constatándose una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces encendidas y en pleno
silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía en la
sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo al otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y
proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a
mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no
hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de
repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron
de sudor.
_¡Jordán! ¡Jordán! –clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.
_¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de un largo
rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó la mano de su marido entre las
suyas, acariciándola por media hora, temblando.

1
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra
sobre los dedos, que tenía fijos en ella sus ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta
Alicia yacía en estupor, mientras ellos pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
_Pst... –se encogió de hombros desalentado su médico- .Es un caso serio... Poco hay
que hacer.
_¡Sólo eso me faltaba! –resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana
amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en
nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la
cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más.
No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores
crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y
trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y en la sala. En el silencio agónico de
la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama y el sordo retumbo de los
eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
_¡Señor! –llamó a Jordán en voz baja- En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
_Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
_Levántelo a la luz –le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó pero en seguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
_¿Qué hay? –murmuró con voz ronca.
_Pesa mucho –articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los
bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un
animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le
pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su
boca –su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era
casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su
desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días,
en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente
favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

2
RODRIGUEZ
(Francisco Espinola)

Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del
Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la
barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por
cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más
que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa,
taloneó, se puso también en movimiento... y se le apareó.
Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A
los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le
sobresalían. A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco
que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.
-¿Va para aquellos lados, mozo? - le llegó con melosidad.Con el agregado de
semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin
el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y
siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.
-¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé
enseguida!
Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el
interlocutor le lanzaba, también al sesgo, una mirada que era un cuchillo de punta,
pero que se contrajo al hallar la del otro y, de golpe, quedó cual la del cordero.
-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la
mujer?... Decí, Rodríguez, ¿te gusta?
Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, mas se quedó sin
respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a
carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino,
escupió.
-Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez -seguía el ofertante mientras, en el mejor
de los mundos, se atusaba, sin tocarse la cara, una guía del bigote-. Te puedo poner a
tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y
botijos, y te los lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento,
sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no,
Rodríguez, porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no
tenés más que elegir.
Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la
mirada hacia adelante, Rodríguez.
-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...-¡Pucha que tiene poderes, usted!
-fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.
Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido
como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro...
Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que
se le había tapado la boca.
Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y
de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había
fugado lejos, cada cual con su ruido.A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el
costado del poncho con tabaquera y con chala. Sin abandonar el trote se puso a liar.

3
Entonces, en brusca resolución, el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro, que
casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a
fin de no quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate, en mi negro viejo!
Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que, ahora si, había
pasmado a Rodríguez y, no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los
pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse, manoteó una rama de
tala y señaló, soberbio:
-¡Mirá!La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer
librarse de la tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el
forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.
Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante,
sorprendido del propósito, fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le
quedaba, se adelantó a la intención y, dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado
en el oscuro:
-¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!
Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita
brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la
presentó como en palmatoria.
Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y
aspiró.
-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?
-Esas son pruebas -murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre
pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.Sobre el ánimo del jinete del
oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo
seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un volcán.
-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto?
Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de
que se le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un
toro cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le
estuviera ya echando humo el cuero.
-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez! -se prolongó, casi hecho
imploración, en la noche.
Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los
bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó
como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez.
Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande que fuera, no tenía
peligro para el zainito.
-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!
-¿Eso? Mágica, eso.
Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo,
el bagre quedó clavado de cola.
-¡Te vas a la puta que te parió!
Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido
entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando
distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas
enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.

4
CASA TOMADA
(Julio Cortázar)

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas
sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de
nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa
casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana,
levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por
repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba
nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa
profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a
creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor
motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en
los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de
hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en
nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y
la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos
la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se
pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo
que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer
nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí,
mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento
porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada
resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle
lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver
madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar
vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la
Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo
importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro,
pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré
el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con
naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba
hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los
campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una
destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados,
agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente
los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos,
la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia
Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala
delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual
comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la
puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y
pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que

5
conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y
mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes
de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la
puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un
departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre
en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la
limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad
limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire,
apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos
de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el
aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene
estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner
al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y
daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la
biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un
ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en
el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared
antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave
estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le
dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me
acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte
tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban
todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con
frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las
cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose
tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos
cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo
pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos
para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que
abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en
el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco
perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección
de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada

6
uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A
veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que
viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco
empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude
habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta.
Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el
cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba
cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a
la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el
roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta
de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la
parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En
una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella.
Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al
living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no
molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta
voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de
acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta
del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque
el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de
detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando
claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo
mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la
puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a
espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía
nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban
hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado,
soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi
dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi
brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de
alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese
que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa
tomada.

7
- POEMA IX
(José Martí)

Quiero, a la sombra de un ala,


Contar este cuento en flor:
La niña de Guatemala,
La que se murió de amor.

Eran de lirios los ramos,


Y las orlas de reseda
Y de jazmín: la enterramos
En una caja de seda.

…Ella dio al desmemoriado


Una almohadilla de olor;
Él volvió, volvió casado:
Ella se murió de amor.

Iban cargándola en andas


Obispos y embajadores;
Detrás iba el pueblo en tandas,
Todo cargado de flores.

…Ella, por volverlo a ver,


Salió a verlo al mirador:
Él volvió con su mujer:
Ella se murió de amor.

Como de bronce candente


Al beso de despedida
Era su frente ¡la frente
Que más he amado en mi vida!

…Se entró de tarde en el río,


La sacó muerta el doctor:
Dicen que murió de frío,
Yo sé que murió de amor.

Allí, en la bóveda helada,


La pusieron en dos bancos;
Besé su mano afilada,
Besé sus zapatos blancos.

Callado, al oscurecer,
Me llamó el enterrador.
¡Nunca más he vuelto a ver
a la que murió de amor!

8
EXPLOSIÓN
(Delmira Agustini)

Si la vida es amor, ¡bendita sea!


¡Quiero más vida para amar! Hoy siento
Que no valen mil años de la idea
Lo que un minuto azul de sentimiento.

Mi corazón moría triste y lento...


Hoy abre en luz como una flor febea;
¡La vida brota como un mar violento
Donde la mano del amor golpea!

Hoy partió hacia la noche, triste, fría,


Rotas las alas, mi melancolía;
Como una vieja mancha de dolor

En la sombra lejana se deslíe...


¡Mi vida toda canta, besa, ríe!
¡Mi vida toda es una boca en flor!

9
LA HORA
(Juana de Ibarbourou)

Tómame ahora que aún es temprano


y que llevo dalias nuevas en la mano.

Tómame ahora que aún es sombría


esta taciturna cabellera mía.

Ahora que tengo la carne olorosa


y los ojos limpios y la piel de rosa.

Ahora que calza mi planta ligera


la sandalia viva de la primavera.

Ahora que en mis labios repica la risa


como una campana sacudida aprisa.

Después..., ¡ah, yo sé
que ya nada de eso más tarde tendré!

Que entonces inútil será tu deseo,


como ofrenda puesta sobre un mausoleo.

¡Tómame ahora que aún es temprano


y que tengo rica de nardos la mano!

Hoy, y no más tarde. Antes que anochezca


y se vuelva mustia la corola fresca.

Hoy, y no mañana. ¡Oh amante! ¿no ves


que la enredadera crecerá ciprés?

10
El gaucho Martín Fierro
(José Hernández)

Canto I
Aquí me pongo a cantar
Al compás de la vigüela,
que el hombre que lo desvela
una pena estrordinaria,
como la ave solitaria
con el cantar se consuela.

Pido a los santos del cielo


que ayuden mi pensamiento:
les pido en este momento
que voy a cantar mi historia
me refresquen la memoria
y aclaren mi entendimiento.

Vengan santos milagrosos,


vengan todos en mi ayuda
que la lengua se me añuda
y se me turba la vista;
pido a mi Dios que me asista
en una ocasión tan ruda.

Yo he visto muchos cantores,


con famas bien otenidas
y que después de alquiridas
no las quieren sustentar:
parece que sin largar
se cansaron en partidas.

Mas ande otro criollo pasa


Martín Fierro ha de pasar;
nada lo hace recular
ni las fantasmas lo espantan,
y dende que todos cantan
yo también quiero cantar.

Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar
y cantando he de llegar
al pie del eterno Padre;
dende el vientre de mi madre
vine a este mundo a cantar.

11
Que no se trabe mi lengua
ni me falte la palabra;
el cantar mi gloria labra
y, poniendomé a cantar,
cantando me han de encontrar
aunque la tierra se abra.

Me siento en el plan de un bajo


a cantar un argumento;
como si soplara el viento
hago tiritar los pastos.
Con oros, copas y bastos
juega allí mi pensamiento.

Yo no soy cantor letrao


mas si me pongo a cantar
no tengo cuándo acabar
y me envejezco cantando:
las coplas me van brotando
como agua de manantial.

Con la guitarra en la mano


ni las moscas se me arriman;
naides me pone el pie encima,
y, cuando el pecho se entona,
hago gemir a la prima
y llorar a la bordona.

Yo soy toro en mi rodeo


y torazo en rodeo ajeno;
siempre me tuve por güeno
y si me quieren probar,
salgan otros a cantar
y veremos quién es menos

No me hago al lao de la güeya


aunque vengan degollando;
con los blandos yo soy blando
y soy duro con los duros,
y ninguno en un apuro
me ha visto andar tutubiando.

En el peligro !qué Cristos!


el corazón se me enancha,
pues toda la tierra es cancha,
y de eso naides se asombre;
el que se tiene por hombre

12
ande quiera hace pata ancha.

Soy gaucho, y entiendaló


como mi lengua lo esplica:
para mi la tierra es chica
y pudiera ser mayor;
ni la víbora me pica
ni quema mi frente el sol.

Nací como nace el peje


en el fondo de la mar;
naides me puede quitar
aquello que Dios me dio:
lo que al mundo truje yo
del mundo lo he de llevar.

Mi gloria es vivir tan libre


como el pájaro del cielo;
no hago nido en este suelo
ande hay tanto que sufrir,
y naides me ha de seguir
cuando yo remuento el vuelo.

Yo no tengo en el amor
quien me venga con querellas;
como esas aves tan bellas
que saltan de rama en rama,
yo hago en el trébol mi cama,
y me cubren las estrellas.

Y sepan cuantos escuchan


de mis penas el relato
que nunca peleo ni mato
sino por necesidá
y que a tanta alversidá
sólo me arrojó el mal trato.

Y atiendan la relación
que hace un gaucho perseguido,
que padre y marido ha sido
empeñoso y diligente,
y sin embargo la gente
lo tiene por un bandido.

13
Canto VII
De carta de más me vía
sin saber a donde dirme;
mas dijeron que era vago
y entraron a perseguirme.

Nunca se achican los males,


van poco a poco creciendo,
y ansina me vide pronto
obligado a andar juyendo.

No tenía mujer ni rancho


y a más, era resertor;
no tenía una prenda güena
ni un peso en el tirador

a mis hijos infelices


pensé volverlos a hallar,
y andaba de un lao al otro
sin tener ni qué pitar.

Supe una vez por desgracia


que había un baile por allí,
y medio desesperao
a ver la milonga fui.

Riunidos al pericón
tantos amigos hallé,
que alegre de verme entre ellos
esa noche me apedé.

Como nunca, en la ocasión


por peliar me dio la tranca.
Y la emprendí con un negro
que trujo una negra en ancas.

Al ver llegar la morena,


que no hacía caso de naides,
le dije con la mamúa:
va–ca–yendo gente al baile.

La negra entendió la cosa


y no tardó en contestarme,
mirándome como a un perro:
más vaca será su madre.
14
Y dentró al baile muy tiesa
con más cola que una zorra,
haciendo blanquiar los dientes
lo mesmo que mazamorra.

!Negra linda!– Dije yo.


Me gusta– pa la carona;
y me puse a champurriar
esta coplita fregona:

a los blancos hizo Dios,


a los mulatos san pedro,
a los negros hizo el diablo
para tizón del infierno.

Había estao juntando rabia


el moreno dende ajuera;
en lo escuro le brillaban
los ojos como linterna.

Lo conocí retobao,
me acerqué y le dije presto:
po–r–rudo que un hombre sea
nunca se enoja por esto.

Corcovió el de los tamangos


y creyéndose muy fijo:
¡más porrudo serás vos,
gaucho rotoso!, Me dijo.

Y ya se me vino al humo
como a buscarme la hebra,
y un golpe le acomodé
con el porrón de ginebra.

Ahi nomás pegó el de hollín


mas gruñidos que un chanchito,
y pelando el envenao
me atropelló dando gritos.

Pegué un brinco y abrí cancha


diciéndoles: caballeros,
dejen venir ese toro.
Solo nací– solo muero.

El negro, después del golpe,


se había el poncho refalao
y dijo: vas a saber

15
si es solo o acompañado.

Y mientras se arremangó,
yo me saqué las espuelas,
pues malicié que aquel tío
no era de arriar con las riendas.

No hay cosa como el peligro


pa refrescar un mamao;
hasta la vista se aclara
por mucho que haiga chupao.

El negro me atropelló
como a quererme comer;
me hizo dos tiros seguidos
y los dos le abarajé.

Yo tenía un facón con s,


que era de lima de acero;
le hice un tiro, lo quitó
y vino ciego el moreno;

y en el medio de las aspas


un planazo le asenté,
que lo largué culebriando
lo mesmo que buscapié.

Le coloriaron las motas


con la sangre de la herida,
y volvió a venir jurioso
como una tigra parida.

Y ya me hizo relumbrar
por los ojos el cuchillo,
alcanzando con la punta
a cortarme en un carrillo.

Me hirvió la sangre en las venas


y me le afirmé al moreno,
dándole de punta y hacha
pa dejar un diablo menos.

Por fin en una topada


en el cuchillo lo alcé,
y como un saco de güesos
contra un cerco lo largué.

Tiró unas cuantas patadas


y ya cantó pal carnero:

16
nunca me puedo olvidar
de la agonía de aquel negro.

En esto la negra vino


con los ojos como ají
y empezó la pobre allí
a bramar como una loba.
Yo quise darle una soba
a ver si la hacía callar,
mas pude reflesionar
que era malo en aquel punto,
y por respeto al dijunto
no la quise castigar.

Limpié el facón en los pastos,


desaté mi redomón,
monté despacio y salí
al tranco pa el cañadón.

Después supe que al finao


ni siquiera lo velaron,
y retobao en un cuero,
sin rezarle lo enterraron.

Y dicen que dende entonces,


cuando es la noche serena
suele verse una luz mala
como de alma que anda en pena.

Yo tengo intención a veces,


para que no pene tanto,
de sacar de allí los güesos
y echarlos al camposanto.

17
EL DESALOJO
(Florencio Sánchez)

Escena I
ENCARGADA. -(Saliendo de una de las habitaciones.) Ya sabe, ¿eh? Bueno; que non se le
orvide. Son cansada de esperar que hoy e que mañana e que de aquí a un rato...

VECINA 1ª. -¿Qué le hemos de hacer? ¡Cuando no se puede, no se puede!

ENCARGADA. -Antonce no se arquila los cuartos, ¿sabe? ¿Se ha pensao que estamo en una
república, aquí?... L'arquiler es lo primero.

VECINA 1ª. -¡Bueno, bueno!... ¡Basta! ¡No precisa hablar tanto!

ENCARGADA. -Eso digo yo. Non precisa hablar tanto. A la fin de mes se paga e nos quedamos
todos callao la boca... (Alejándose.) Sí, señor. E non precisa tanto orgullo... Se quieren vivir de
arriba, se compra el palacio del congreso, ¿sabe? ¡en la calle Entre Ríos!... (Tropieza con un
mueble.) ¡Ay!... ¡Dío!...

VECINA 1ª. -(Aparte.) ¡No haberte roto algo!...

ENCARGADA. -¡Ay!... ¡Madona Santísima!... ¡Uiii!... (Golpea el mueble con rabia, volviéndose a
INDALECIA.) ¿Y osté también se ha pensao tener todo el año esto cachivache ner patio?... Non
tiene vergüenza...

INDALECIA. -¡Pero, señora...! Si yo...

ENCARGADA. -¡Un corno! Se le hubiesen tirao esta porquería de muebla a la calle, non estaría
tanto tiempo sen buscar pieza. Parece mentira. (Quejándose.) ¡Ay, ay, ay!...

VECINA 2ª. -(Aproximándose.) ¿Se lastimó mucho, señora?...

ENCARGADA. -¡Qué sé yo!... Un gorpe tremendo.

VECINA 2ª. -¡A ver! Esos golpes saben ser malos...

VECINA 1ª. -(Burlona.) ¡Ah!... Se le puede formar un cáncer... Llamen a la Asistencia...

ENCARGADA. -Mire, mire, doña Francisca. Venga. (Se oculta detrás de los muebles para
enseñarle la pierna lastimada. Dos inquilinos que salen rumbo a la calle, se detienen a mirar.)

VECINA 2ª. -¡Ay, qué temeridad!...

ENCARGADA. -Ner mismo güeso... Vea. (Viendo a los vecinos.) ¿Y ustedes qué quieren? ¿No
tienen nada más que hacer?...

VECINA 2ª. -¡Ave María! ¡Tanta curiosidad!... (Los dos vecinos se alejan riendo.)

VECINA 1ª. -(Deteniéndolos.) Diga, Juan, ¿no sabe si dan baile este sábado los «Adulones del
Sur»?

18
JUAN. -Creo que sí. (Mutis de ambos.)

VECINA 2ª. -Lo que es usted no faltará.

VECINA 1ª. -No estoy invitada. La fiesta es pa ustedes los socios, no más... ¡ja, ja!... (Mutis.)

VECINA 2ª. -¡Dispará no más, comadre!...

ENCARGADA. -¡Déquela!... Non vale la pena...

VECINA 2ª. -Tiene razón. Venga a mi cuarto. Le daré una frotación de aguardiente... Venga...
También, la verdad es que ni se puede caminar en este patio.

ENCARGADA. -Naturalmente. Con toda esta porquería de cachivache adentro...

VECINA 2ª. -Un día, pase; dos, también; pero más, ¡es demasiada pachorra!...

INDALECIA. -(Tristemente.) ¡Ay, señora; ruéguele a Dios que no se vea en nuestro caso!

VECINA 2ª. -¡Pierda cuidado!... Mientras él me dé salú para trabajar, puedo estar tranquila. No
ha de ser esta persona quien se quede de brazos cruzados esperando que las cosas caigan del
cielo.

ENCARGADA. -Eso, eso digo yo. Mire, doña Indalecia; crea que no lo hago de gusto, porque el
buen corazón lo tengo, ¿sabe? Ma non se puede estar estorbando a la quente todo el tiempo...

INDALECIA. -¿Qué debo hacer?... ¿Quieren que me tire al río con todos mis hijos?

VECINA 2ª. -No decimos tanto. Pero... moverse, caminar, buscar trabajo... En este Buenos Aires
no falta en qué ganarse la vida.

INDALECIA. -¡Pero señor! Si no he hecho otra cosa que buscar ocupación. Ustedes bien lo
saben. Costuras no le dan en el registro a una mujer vieja como yo. Ir a la fábrica no puedo, ni
conchavarme, pues tengo que cuidar a mis hijos...

ENCARGADA. -Ma dícame un poco, ¿qué le precisa tener tanto hijos?... Si no hay con qué
mantenerlos, se agarran y se dan.

VECINA 2ª. -¿Y los asilos?

VECINA 1ª. -¡Oh!... ¡Eso es muy fácil decirlo!... ¡Pobrecitos!...

ENCARGADA. -Pobrecito, pobrecito, e mientras tanto muerto de hambre como los gatos,
robando la comida en casa de lo vecino...

Escena II
GENARO. -(Que ha aparecido momentos antes con un paquete en la mano.) ...Y hacen bien,
cuando los vecinos son tan agarrados. ¡Mándesén mudar de aquí!... ¡No tienen vergüenza!...
¡Estar embromando a la pobre mujer!... ¡Bruta gente!...

VECINA 2ª. -¡El terremoto de la Calabria!... Vámonos, señora.

19
ENCARGADA. -(A GENARO.) Me diga un poco, ¿qué se ha pensao osté? Me diga.

GENARO. -(Rezongando, sin hacerle caso.) ¡Bruta gente! ¡Bruta gente!... (A


INDALECIA.) No te aflija. ¿No vino ninguno?...

INDALECIA. -Nadie.

GENARO. -(Se encamina hacia su cuarto, segundo izquierda.)

ENCARGADA. -(Deteniéndolo.) ¡Eh!... Me diga un poco, ¿qué se ha pensao?...

GENARO. -¿Parlate a me?...

ENCARGADA. -(Alterada.) ¡A lei, sí; a lei, a lei! Sí...

GENARO. -(La mira fijo un instante y le hace la mueca característica de los napolitanos. Se va a
su cuarto dando un portazo al entrar.)

ENCARGADA. -(Furibunda.) Furbo... ¡Mazcalzone!

VECINA 2ª. -Está borracho el botellero. No le haga caso. Venga.

ENCARGADA. -¡Canaglia!

VECINA 2ª. -Venga a curarse esa pierna. Déjelo.

ENCARGADA. -¡Mazcalzone! (Volviéndose a INDALECIA.) Usté también, ¿qué está


compadriando así?... Mañana mismo le hago tirar eso cachivache a la calle... ¡Tanto
embromar, también!... (Se va rezongando conducida por la VECINA 2ª.)

Escena III
INDALECIA. -(Deja la costura y se aproxima a la cuna.) Vamos, nena. ¡Arriba!... ¡No se va a
pasar durmiendo todo el día!... ¿No?... Entonces u... upa!... (La levanta.) ¿Quiere pancito?...
(Saca un mendrugo del bolsillo y se lo da.) Esta noche traerán centavos, bastante plata, y
vamos a comer mucho, ¡mucho!... ¿Tiene hambrecita?...

GENARO. -(Reapareciendo con un grueso pan y una navaja en las manos, se acerca a
INDALECIA y corta una porción.) Toma... ¡Mangia!...

INDALECIA. -¡Oh!... ¡Para qué se ha incomodado!...

GENARO. -¡Mangia, te digo!... (Saca un bollo de bolsillo y se lo da a la nena.) Mangia vos.


¿Dove sono i ragazzi?

INDALECIA. -No sé. En la calle tal vez...

GENARO. -(Se aproxima a la puerta del foro y llama a voces.) ¡Eh!... ¡Tú!... Vieni. Angue, tú!...
(Aparecen tres chicos. GENARO da un trozo de pan a cada uno.) Toma... ¡Mangia... tú,
mangia!... ¡Mangia!... (Los muchachos reciben el pan con alborozo y se ponen a comer.)

INDALECIA. -¡Mal agradecidos!... ¿Cómo se dice?...

20
UNO DE LOS CHICOS. -(A boca llena.) ¡Muchas gracias!...

GENARO. -(Indicándoles la puerta.) ¡Vía! (A INDALECIA.) No hacen falta cumplimientos. Hay


hambre, se mangia y se acabó!... (Los chicos hacen mutis. GENARO se sienta en cualquier
parte, saca salame del bolsillo y se pone a comer. Pausa.) Estuve en el hospital. Le han hecho la
operación a tu marido...

INDALECIA. -¿Cómo?... ¿Otra?...

GENARO. -Naturalmente. (Alzándose.) Toma. Mangia un po de salame.

INDALECIA. -¡Oh!... ¡Me lo van a matar!... (Toma el salame y se lo pasa a la nena.)

GENARO. -(Volviendo a sentarse.) Sería mecor, si ha de quedar paralítico.

INDALECIA. -¡Pobre Daniel!... ¿Habló con él?...

GENARO. -No lo decan ver. No hace falta tampoco... (Pausa.) ¿Qué decía la encargada?

INDALECIA. -¡Oh!... Lo de siempre. Rezongar... Insultarme...

GENARO. -¡Bruta gente!...

INDALECIA. -¡Son tan malos!... Vea: a ella le disculpo, porque, al fin y al cabo, es patrona; pero
a las otras, a las demás vecinas... ¡Gente desalmada!... ¡Si fueran más felices o mejores que
una, no diría nada, ¡qué diablos! Tendrían derecho. Pero no. Son pobres como yo, tienen hijos
como yo, y maridos que trabajan expuestos a que los destroce una máquina o caerse de un
andamio, y en vez de pensar un poco que podrían verse en mi caso mañana o pasado, se
ponen a la par de la otra para mortificarme. Y todo por adularla, ¡nada más! ¿Usted cree que
ha habido uno solo en esta casa capaz de ofrecerme un poco de caldo para la nena? No, señor;
prefieren tirar las sobras por el caño...

GENARO. -¡Bruta gente!

INDALECIA. -¡Es lo que más me desconsuela!... (Afligida.) Me dan tantas ganas de llorar... Ver
que una no es nadie... Que de repente se queda sola en el mundo, aislada... abandonada de
todos... peor que un perro... (Llora.)

GENARO. -¡Ma no!... ¡Ma no!... ¿Qué se gana con afliquirse?... ¡Cállase la boca!... ¡Bruta
gente!... Decate de llorar, ¿sabe?... (Se oye un tumulto y gritos afuera.) ¡Viejo loco!... ¡Viejo
borracho!... ¡Viejo loco!... (Aparece un grupo de pilluelos, entre ellos los hijos de INDALECIA,
acosando a un viejo soldado, inválido de la guerra del Paraguay.)

Escena IV
INVÁLIDO. -(Persiguiendo a los muchachos con el bastón enarbolado.) ¡Mal enseñados!... ¡Con
eso van a hacer patria!...

INDALECIA. -¡Tata!...

GENARO. -(A los chicos.) ¡Vía!... ¡Caramba, caramba!... ¡Fuori!... ¡Sinvergüenza!... (Los corre.)

21
INVÁLIDO. -¡Muchas gracias, don!... ¡Parece mentira!...

GENARO. -Son cosas de ragazzi...

INVÁLIDO. -No ve, hombre, a qué extremo hemos llegado. Los gringos tienen que defender a
los servidores de la patria. Vea, amigo; aquí ande usté me ve, ¿sabe?, yo soy el cabo Morante,
y pregúntele a cualquiera de los que estuvieron en la guerra, si llevo al cuete esta cintita y esta
otra...

GENARO. -¡Eh, bueno! ¡Qué le vamo a hacer!

INVÁLIDO. -¿Cómo qué le vamos a hacer? ¡Que lo respeten, canejo! (A INDALECIA.) ¿Cómo te
va diendo, m'hija?...

INDALECIA. -Aquí estamos... Y usté, ¿qué hace por acá?...

INVÁLIDO. -A verte, pues... Y así no más me recibís... ¿No digo?... Hasta los hijos son unos
ingratos...

GENARO. -¿Ése es su padre?...

INVÁLIDO. -¿Y cómo le va?... Y legítimo, ¿sabes, che, gringo?... Lo que hay es que ya no me va
reconociendo...

INDALECIA. -¿Y cómo ha venido a dar conmigo?...

INVÁLIDO. -Por tu desgracia... Esta mañana en el boliche del tuerto Ramos, allá en Palermo,
¿sabes?... y oí que un mocito leía en el diario que te habían desalojao y que levantaban una
subscripción pa vos... ¡Pucha, digo, si es m'hija!... ¡Pobre mujer!... ¿Adónde vive?... Calle tal...
me dijo el mozo. ¡Vamos a ver a mi Indalecia en la missiadura! Y agarré p'acá... Si en algo
puedo servirte, ¿sabes?, aunque manco, no me olvido que sos m'hija...

INDALECIA. -Podías haberte acordado antes...

INVÁLIDO. -¡Qué querés!... Te retobaste; te empeñaste en juir con ese zonzo de tu marido...

INDALECIA. -Bueno; no hablemos de él, ¿eh?...

INVÁLIDO. -No hablemos, si querés. Pero yo te dije que ibas a ser desgraciada con él, y ya ves
cómo salió cierto. ¿Se cayó de un andamio, no?...

INDALECIA. -Sí, señor.

INVÁLIDO. -No ve, pues... ¡Cuando yo te lo decía!... ¿Esa nena es tuya?... Venga p'acá, mocita,
con su agüelo... (La chica, asustada, se recuesta a la madre.) No, ve, pues... Pucha cómo está el
país, amigo gringo... Los nietos no las van con los agüelos... Ya no se respeta la familia ni
nada... En nuestro tiempo, había e ver... Y esos otros mocosos, ¿son tuyos también?... Con que
ustedes eran los que venían insultando a su agüelo, ¿eh? ¡Ahora van a ver, mocosos!... (Va
hacia ellos.)

INDALECIA. -¡Tata!...

GENARO. -(Deteniéndolo.) ¡A ver!... Décate de embromar

22
INVÁLIDO. -¡Oh!... ¿Y a vos quién te da vela?... Che, Indalecia, ¿éste es otro yerno?... Amigo;
podía pagarle el cuarto, cuando menos...

GENARO. -¡Décase de embromar! (Se va a su cuarto.) ¡Bruta gente! ¡Bruta gente!

INVÁLIDO. -Miralo al gringo... Hinchao como un zorrino... (A voces.) ¡Ché, Musolino!...

INDALECIA. -Déjelo, tata. Si ha venido para fastidiar a la gente, podía haberse quedado...

INVÁLIDO. -Bueno, me viá sentar, ya que no invitas... (Se sienta. Pausa.) ¿Te trajieron la plata e
la suscrición ya?

INDALECIA. -No, señor.

INVÁLIDO. -Ya sabés: no te puedo ayudar con nada, porque ando muy misio y vivo en el cuartel
del 5º; pero si querés, te puedo buscar la pieza pa mudarte. Hoy he visto una en la calle Soler...

INDALECIA. -No se incomode...

INVÁLIDO. -¿Y qué pensás hacer?...

INDALECIA. -No sé. ¡Nada!...

INVÁLIDO. -Esperate un poco. Hay un asilo de güérfanos militares ¿sabés?... Allí... ¡pucha
madre!... Si yo no estuviera tan desacreditao con el coronel... le podía pedir una
recomendación. (Sale la ENCARGADA.)

INDALECIA. -¿Para qué?

INVÁLIDO. -Pa que metás toda esa colmena de muchachos... ¿Qué vas a hacer con ellos?...

Escena V
ENCARGADA. -Eso es lo que digo yo. Que lo meta nel asilo... No sirve más que pa trabaco...

INVÁLIDO. -Salú, doña...

INDALECIA. -No, señor; no me separo de mis hijos. Si ustedes no tienen corazón, yo lo tengo, y
bien puesto...

ENCARGADA. -Ma diga un poco. No es peor que se mueran de hambre de no tener qué
comer...

INVÁLIDO. -Ha dicho la verdá. Choque esos cinco. (A INDALECIA.) ¿Quién es ésta, che?...

ENCARGADA. -Sono la encargada de la casa...

INVÁLIDO. -¡Che, che, che!... ¿Y vos la pusiste de patitas en la calle, no?...

ENCARGADA. -Eh... Naturalmente, si no pagaba l'arquiler...

INVÁLIDO. -¿Y todavía te metés a dar consejos?... ¡Ya podés ir tocando de acá, gringa!

23
ENCARGADA. -¿E osté qué se ha pensao? Yo soy la dueña acá, ¿sabe?...

INVÁLIDO. -¡Qué vas a ser dueña, desgraciada!

ENCARGADA. -Bueno; déquese de embromar... (A INDALECIA.) ¿E osté sa creído que esto e una
sala per recibir la visitas?... Haga el favor da sacar de aquí a ese vieco borracho...

INVÁLIDO. -¡Tú madre, gringa el diablo!...

Escena VI
GENARO. -¡Madona del Carmen! ¡Dequen en paz esa pobre muquer!... (Enérgico, tomando por
un brazo a la ENCARGADA.) ¡Haga el favor, mándese a mudar de aquí!... ¡Ya!... ¡Ya!... ¡Váyase,
porque te rompo la facha!... ¡Caramba!...

ENCARGADA. -(Volviéndose furiosa.)...¡Dío Santo!... ¡Porco!... ¡Canaglia!

GENARO. -(La empuja con violencia.) ¡Fuori!... (Volviéndose al INVÁLIDO.) ¡Usted también;
mándese mudar!... ¡Hombre bruto! ¡Gente bruta!...

INVÁLIDO. -¡No me toqués!... ¡No te me acerqués, gringo!... Porque te... (Tumulto. Salen
vecinos. La ENCARGADA vocifera.)

INDALECIA. -Sosiéguese, don Genaro... Genaro. -(Amagándole un sopapo a la


ENCARGADA.) ¡Bruta gente!...

INVÁLIDO. -Ladiate, Indalecia, que entuavía puedo con un gringo...

Escena VII

(Aparecen el COMISARIO y el PERIODISTA, seguidos de un grupo de chicos.)

COMISARIO. -¿Qué desorden es éste?... A ver... Sosieguense...

ENCARGADA. -Vea, señor Comisario... Esta canaglia de un botegliero, me ha pegao una


trompada tremenda...

INVÁLIDO. -(Cuadrándose.) ¡A la orden, mi jefe!...

GENARO. -(Yéndose a la pieza.) ¡Bruta gente, per Dío!...

ENCARGADA. - No lo deque dir, señor comisario, me ha pegao, me ha pegao, é un


senvercuenza!...

COMISARIO. -(A GENARO.) ¡A ver, deténgase!... ¿Qué ha pasado?...

ENCARGADA. -Mire, señor comisario, llévelo preso.

COMISARIO. -Cállese la boca.

INVÁLIDO. -Yo soy testigo, mi comisario. No ha pasao nada, mi comisario... Todo ha sido de
boca, no más. ¿Basta la palabra?
24
COMISARIO. -Bajá la mano no más. A ver... Despejen ustedes un poco...

ENCARGADA. -No, señor comisario...

COMISARIO. -¡Despeje, le he dicho!...

ENCARGADA. -(Se va refunfuñando y antes de desaparecer mira con odio a GENARO y besa la
cruz, jurándole venganza.)

COMISARIO. -(A INDALECIA, que está rodeada de sus hijos.) ¿Quién es la dueña de estos
muebles?...

INVÁLIDO. -(Indicando a INDALECIA.) Es una servidora... Mi hija...

COMISARIO. -Bien, señora. Yo soy el comisario de la sección, y el señor es un repórter de «La


Nación». Hemos sabido que usted se encontraba en esa situación y...

PERIODISTA. -Nuestro diario ha sido el primero en dar la noticia...

INVÁLIDO. -Me costa. ¿No te dije, m'hija, que lo había leído?...

PERIODISTA. -Usted ya sabrá que iniciamos una suscripción en su favor. Vengo a traer lo que se
ha recibido hasta hoy. No es mucha cosa, pero le permitirá alquilar una pieza y atender las
primeras necesidades...

INVÁLIDO. -Da las gracias, pues, mujer...

PERIODISTA. -Aquí tiene estos sesenta pesos y la lista de las personas que han mandado al
diario... Sírvase.

INDALECIA. -(Se echa a llorar estrechando a la nena. Pausa. Emoción. GENARO se seca los ojos
con la manga.)

PERIODISTA. -No se aflija, señora. Ya ve usted... Las cosas se remedian. Cálmese. Tome su
dinerito...

INVÁLIDO. -¿Sabe que está lindo esto? Cuando te train la salvación te ponés a llorar. Lo
hubieses hecho antes. (Toma el dinero y se lo ofrece.) ¡Agarrá y da las gracias, pues!...

LA NENA. -¡Mamita!... ¡Mamita!...

INDALECIA. -(Serenándose.) Está bien... Muchas gracias... No llore, mi nena... No llore... ¿Ve?...
Mamita ya no llora tampoco... A ver... Séquese esos ojitos. (Le limpia la cara y le suena los
mocos con el delantal.) Sea buenita... ¡Esos hombres son muy buenos! ¡Muchas gracias,
señores, muchas gracias!...

PERIODISTA. -El comisario por su parte ha hecho algunas diligencias en su favor... Él le dirá...

COMISARIO. -Es cierto. He conseguido colocarle a sus hijos... ¿Son éstos?... ¿Éste es el
mayor?... Bueno, a éste lo mandaremos a la Correccional de menores...

GENARO. -¿Cómo dice, señor comisario?...

25
COMISARIO. -(Prosiguiendo sin contestarle.) Allí aprenderá un oficio y se hará un hombre útil...
Para los demás he conseguido que el asilo...

INDALECIA. -¿Cómo?... ¿Mis hijos?...

COMISARIO. -Sí, señora. Ya está todo dispuesto. La Sociedad de Beneficencia los tomará a su
cargo.

INDALECIA. -¡Mis hijos!... ¡No!... ¡No!... ¡No me separo de ellos!... ¡No, señor! ¡De ninguna
manera, pobrecitos!... ¡Son míos, son muy buenos!...

COMISARIO. -Señora, comprenda usted que en su caso...

INDALECIA. -¡Mis hijitos! ¡Qué esperanza!... ¡No! ¡Ni lo sueñen!...

GENARO. Natural. Y tiene razón...

COMISARIO. -Retírese usted. ¡Nadie tiene que ver aquí!

GENARO. -No tengo que ver, pero digo la verdad, ¿sabe?...

COMISARIO. -¡Que despeje, le he dicho!...

GENARO. -¡Eh, bueno!... Está bien. Ma es una incustisia... ¡Bruta quente!...

PERIODISTA. -Tiene que resignarse, señora. Es natural que le duela separarse de ellos, pero
preferible es que se los mantenga la Sociedad a que mañana tengan que andar rodando por
ahí...

INDALECIA. -Tendrá mucha razón, señor. Pero yo no puedo separarme de ellos...

INVÁLIDO. -¡Pero ha visto qué rica cosa!... Es la primera vez que la patria se ocupa de proteger
a este viejo servidor, manteniéndole a los nietos, y vos te oponés. No seas mal agradecida,
mujer... Mire, amigo, este brazo lo perdí en Estero Bellaco, y aquí en esta pierna tengo otra
bala más, ¿sabe? Bueno, y ya ve lo que he ganao... Que mis hijos y mis nietos se vean en este
estao. ¿Ahora se acuerdan? Está bien. Hay que agarrar no más... Vale más tarde que nunca,
¿no le parece?...

COMISARIO. -Es natural. Bien señora: tiene usted que resolverse y...

INDALECIA. -No, señor... Estoy bien resuelta. No me separo de mis pobres hijos... No puedo, no
puedo... Nunca podría...

INVÁLIDO. -¡Pucha, mujer zonza! No parece hija mía...

COMISARIO. -¿Prefiere usted verlos morirse de hambre o convertidos en unos perdularios?

INDALECIA. -¡No! ¡No!... Ya me han ayudado a tomar pieza. Ahora, demen trabajo sí quieren;
demen trabajo, que a mí no me faltan fuerzas, y yo me encargaré de mantenerlos y de
educarlos...
GENARO. -Eso, sí está bien dicho...

COMISARIO. -Le he dicho que no se meta usted.

26
INDALECIA. -Y después, no son míos solamente. ¿Qué cuenta le voy a dar al pobre padre, que
tanto los quiere, que se ha desvivido por ellos; qué cuenta le voy a dar cuando salga del
hospital?... ¡No! ¡No!... ¡No es posible!... ¡Mis hijitos!...

COMISARIO. -¡Oh!... A ese respecto debe estar tranquila. Su marido está muy mal y
difícilmentesaldrá del hospital. En todo caso, quedará paralítico...

GENARO. -¡Oh, bruta quente!...

INDALECIA. -(Se echa a llorar.)

Escena VIII

EL FOTÓGRAFO de «Caras y Caretas». -(Al periodista.) Hola, amigo.

PERIODISTA. -¿Cómo le va? ¿Viene a sacar una nota?...

FOTÓGRAFO. -Precisamente. Una linda nota, por lo que veo... ¿Esta es la víctima?...

PERIODISTA. -¿Usted conoce al señor? (Presentándolo.) El comisario de la sección... Un


repórter de «Caras y Caretas». (Saludos.)

FOTÓGRAFO. -Llego en un lindo momento. (Al mensajero que lleva los aparatos.) A ver... sacá
pronto eso... (Al COMISARIO.) ¡Qué cuadros! ¿no?...

COMISARIO. -Ésos se ven a cada rato... Es una cosa bárbara la miseria que hay... (El

FOTÓGRAFO rodeado de pilluelos y vecinos, acomoda la máquina sobre el trípode buscando la


luz conveniente.) -Aquí queda bien. Así... (Los vecinos toman colocación frente al foco,
tratando de salir en la vista.) Le tomaremos uno así llorando. Es un momento espléndido...
(Enfoca.) Ustedes tendrán la bondad de retirarse... Más... Más lejos. (Al INVÁLIDO.) Usted
también, retírese...

INVÁLIDO. -Yo soy el padre de ella, pues; ¿por qué vía salir?...

FOTÓGRAFO. -Está bien, disculpe... (Cuando se vuelve, todos se acomodan de nuevo.) He dicho
que se retiren...

COMISARIO. -A ver... ¡Despejen!...

FOTÓGRAFO. -Ya les ha de llegar su turno. Pierdan cuidado... Bien... No se muevan... Un


momento... Ya estuvo...

INVÁLIDO. -¿He salido bien yo?...

FOTÓGRAFO. -¡Macanudo!... (Al COMISARIO.) Ahora podrían ponerse ustedes. Y si la señora


quisiera levantar la cabeza... (A INDALECIA.) ¡Señora!... ¡Señora!...

GENARO. -Métanme preso y hagan lo que quieran... Ma esto es una barbaridá... Mándase
mudar... ¡Per Dío!... ¡Qué bruta quente!... Deque tranquila esa pobre muquer... ¡Caramba!...
¡Caramba!...

27
PERIODISTA. -(Al COMISARIO, que quiere intervenir.) La verdad es que no le falta razón... Sería
mejor...

FOTÓGRAFO. -Por mí... La nota importante ya la tengo... (Se pone a empaquetar su aparato.)

INVÁLIDO. -Pero han visto este gringo, ¿qué se ha creído de la familia también?... ¡No faltaba
más, hombre!...

COMISARIO. -(A INDALECIA.) Bueno, señora, no se aflija más y resuélvase.

INVÁLIDO. -Déjela. Sí ya está resuelta.

INDALECIA. -¡Mis pobres hijitos!... ¡No es posible!... ¡No puedo, me moriría!...

PERIODISTA. -Piense que es un egoísmo suyo. Por el momento, podrá mantenerlos si trabaja;
pero puede ocurrirle que mañana no tenga que darles de comer... Enfermarse... morirse...
¿Qué va a ser de ellos?... Usted no pierde, dándolos al asilo... Los podría ver a menudo... Allí se
formarán, aprenderán un oficio...

COMISARIO. -Y mañana serán hombres útiles para usted y para todos...

INVÁLIDO. -¡Claro está!... ¿Preferís verlos en la cárcel por bandidos?...

INDALECIA. -Bueno... Sí... Hagan de mí lo que quieran... ¡Sí!... ¡Sí!... ¡Pobres hijitos míos!...

COMISARIO. -Eso es entrar en razón... Bueno. Con ese dinero alquílese una pieza y mañana
véngase por la comisaría con los chicos, que iremos a colocarlos, ¿eh?

PERIODISTA. -¿Nos vamos?... Bien... Adiós, señora. Tranquilícese usted... Sea razonable...

INVÁLIDO. -Da las gracias, pues, y saludá...

PERIODISTA. -Déjela... Le mandaremos por el comisario la plata que se reciba... (Al


FOTÓGRAFO.) ¿Salimos?...

FOTÓGRAFO. -Sí, ¿cómo no?... Buenas tardes, señores.

COMISARIO. -(A GENARO.) Y a ver vos si te dejás de andar zonciando... (GENARO le vuelve la
espalda.)

INVÁLIDO. -(Al COMISARIO.) Diga, mi jefe... Habrá unos níqueles pal milico viejo...

COMISARIO. -¿Para mamarte, no?...

INVÁLIDO. -¿Qué quiere, pues? Es lo único que me ha dao la patria... Un vicio...

COMISARIO. -(Riéndose.) Tenés razón. Tomá... (Mutis. Los muchachos y vecinos salen también
detrás.)

INVÁLIDO. -(Volviéndose a INDALECIA.) ¡Che, mi hija!... Hoy no he morfao nada, ¿sabés?...


Refílame un nalcito de esos que te dieron...

INDALECIA. -Tome... Tómelos todos... Yo para qué los quiero ahora... (Se abraza sollozando a
sus hijos.)
28
La isla desierta
(Roberto Arlt)

PERSONAJES:
El jefe, Empleada 1ª, Manuel, Empleada 2ª, María, Empleada 3ª, Empleado 1º,
Cipriano(mulato),Empleado 2º, Director,Tenedor de libros

ACTO ÚNICO

ESCENA

Oficina rectangular blanquísima, con ventanal a todo lo ancho del salón, enmarcando un cielo
infinito caldeado en azul. Frente a las mesas escritorios, dispuestos en hilera como reclutas,
trabajan, inclinados sobre las máquinas de escribir, los empleados. En el centro y en el fondo
del salón, la mesa del Jefe, emboscado tras unas gafas negras y con el pelo cortado como la
pelambre de un cepillo. Son las dos de la tarde, y una extrema luminosidad pesa sobre estos
desdichados simultáneamente encorvados y recortados en el espacio por la desolada simetría
de este salón en un décimo piso.

EL JEFE. ‐Otra equivocación, Manuel.

MANUEL. ‐¿Señor?

EL JEFE. ‐Ha vuelto a equivocarse, Manuel.

MANUEL. ‐Lo siento, señor.

EL JEFE. ‐Yo también. (Alcanzándole la planilla.) Corríjala. (Un minuto de silencio.) EL

JEFE. ‐María.

MARÍA. ‐¿Señor?

EL JEFE. ‐Ha vuelto a equivocarse, María.

MARÍA. ‐(Acercándose al escritorio del JEFE). ‐Lo siento, señor.

EL JEFE. ‐También yo lo voy a sentir cuando tenga que hacerlos echar. Corrija.

Nuevamente hay otro minuto de silencio. Durante este intervalo pasan chimeneas de buques y
se oyen las pitadas de un remolcador y el bronco pito de un buque. Automáticamente todos
los EMPLEADOS enderezan las espaldas y se quedan mirando por la ventana.

EL JEFE. (Irritado) ‐¡A ver si siguen equivocándose! (Pausa)

EMPLEADO 1º. (con un apagado grito de angustia) ‐¡Oh! No; no es posible. (Todos se vuelven
hacia él).

29
EL JEFE. (Con venenosa suavidad) ‐¿Qué no es posible, señor?

MANUEL. ‐No es posible trabajar aquí.

EL JEFE. ‐¿No es posible trabajar aquí? ¿Y por qué no es posible trabajar aquí? (Con lentitud)
¿Hay pulgas en las sillas? ¿Cucarachas en la tinta?

MANUEL. (Poniéndose de pie y gritando) ‐¡Cómo no equivocarse! ¿Es posible no equivocarse


aquí? Contésteme. ¿Es posible trabajar sin equivocarse aquí?

EL JEFE. ‐No me falte, Manuel. Su antigüedad en la casa no lo autoriza a tanto. ¿Por qué se
arrebata?

MANUEL. ‐Yo no me arrebato, señor. (Señalando la ventana.) Los culpables de que nos
equivoquemos son esos malditos buques.

EL JEFE. (Extrañado) ‐¿Los buques? (Pausa.) ¿Qué tienen los buques? MANUEL. ‐Sí, los buques.
Los buques que entran y salen, chillándonos en las orejas, metiéndosenos por los ojos,
pasándonos las chimeneas por las narices. (Se deja caer en la silla.) No puedo más.

TENEDOR DE LIBROS. ‐Don Manuel tiene razón. Cuando trabajábamos en el subsuelo no nos
equivocábamos nunca.

MARÍA. ‐Cierto; nunca nos sucedió esto.

EMPLEADA 1ª. ‐Hace siete años.

EMPLEADO 1º. ‐¿Ya han pasado siete años?

EMPLEADO 2º. ‐Claro que han pasado.

TENEDOR DE LIBROS. ‐Yo creo, jefe, que estos buques, yendo y viniendo, son perjudiciales para
la contabilidad.

EL JEFE. ‐¿Lo creen?

MANUEL. ‐Todos lo creemos. ¿No es cierto que todos lo creemos?

MARÍA. ‐Yo nunca he subido a un buque, pero lo creo.

TODOS. ‐Nosotros también lo creemos.

EMPLEADA 2ª. ‐ Jefe, ¿ha subido a un buque alguna vez?

EL JEFE. ‐¿Y para qué un jefe de oficina necesita subir a un buque?

MARÍA. ‐¿Se dan cuenta? Ninguno de los que trabajan aquí ha subido a un buque.

EMPLEADA 2ª. ‐Parece mentira que ninguno haya viajado.


EMPLEADO 2º. ‐¿Y por qué no ha viajado usted?

EMPLEADA 2ª. ‐Esperaba casarme...

TENEDOR DE LIBROS. ‐Lo que es a mí, ganas no me han faltado.


30
EMPLEADO 2º. ‐Y a mí. Viajando es como se disfruta.

EMPLEADA 3ª. ‐Vivimos entre estas cuatro paredes como en un calabozo.

MANUEL. ‐Cómo nos equivocamos. Estamos aquí suma que te suma, y por la ventana no hacen
nada más que pasar barcos que van a otras tierras. (Pausa) A otras tierras que no vimos nunca.
Y que cuando fuimos jóvenes pensamos visitar.

EL JEFE. (Irritado) ‐¡Basta! ¡Basta de charlar! ¡Trabajen!

MANUEL. ‐No puedo trabajar.

EL JEFE. ‐¿No puede? ¿Y por qué no puede, don Manuel?

MANUEL. ‐No. No puedo. El puerto me produce melancolía.

EL JEFE. ‐Le produce melancolía. (Sardónico) Así que le produce melancolía. (Conteniendo su
furor.) Siga, siga su trabajo.

MANUEL. ‐No puedo.

EL JEFE. ‐Veremos lo que dice el director general. (Sale violentamente)

MANUEL. ‐Cuarenta años de oficina. La juventud perdida.

MARÍA. ‐¡Cuarenta años! ¿Y ahora?...

MANUEL. ‐¿Y quieren decirme ustedes para qué?

EMPLEADA 3ª. ‐Ahora lo van a echar...

MANUEL. ‐¡Qué me importa! Cuarenta años de Debe y Haber. De Caja y Mayor. De Pérdidas y
Ganancias.

EMPLEADA 2ª. ‐¿Quiere una aspirina, don Manuel?

MANUEL. ‐Gracias, señorita. Esto no se arregla con aspirina. Cuando yo era joven creía que no
podría soportar esta vida. Me llamaban las aventuras... los bosques. Me hubiera gustado ser
guardabosque. O cuidar un faro...

TENEDOR DE LIBROS. ‐Y pensar que a todo se acostumbra uno.

MANUEL. ‐Hasta a esto...

TENEDOR DE LIBROS. ‐Sin embargo, hay que reconocer que estábamos mejor abajo. Lo malo
es que en el subsuelo hay que trabajar con luz eléctrica.
MARÍA. ‐¿Y con qué va a trabajar uno si no?

EMPLEADO 1º. ‐Uno estaba allí tan tranquilo como en el fondo de una tumba.

TENEDOR DE LIBROS. ‐Cierto, se parece a una tumba. Yo muchas veces me decía: “Si se apaga
el sol, aquí no nos enteramos”...

31
MANUEL. ‐Y de pronto, sin decir agua va, nos sacan del sótano y nos meten aquí. En plena luz.
¿Para qué queremos tanta luz? ¿Podés decirme para qué queremos tanta luz?

TENEDOR DE LIBROS. ‐Francamente, yo no sé...

EMPLEADA 2ª. ‐El jefe tiene que usar lentes negros...

EMPLEADO 2º. ‐Yo perdí la vista allá abajo...

EMPLEADO 1º. ‐Sí, pero estábamos tan tranquilos como en el fondo del mar.

TENEDOR DE LIBROS. ‐De allí traje mi reumatismo.

Entra el ordenanza CIPRIANO, con un uniforme color de canela y un vaso de agua helada. Es
MULATO, simple y complicado, exquisito y brutal, y su voz por momentos persuasiva.

MULATO. ‐¿Y el jefe?

EMPLEADA 2ª. ‐No está. ¿No ve que no está?

EMPLEADA 3ª. ‐Fue a la Dirección...

MULATO. (mirando por la ventana) ‐¡Hoy llegó el “Astoria”! Yo lo hacía en Montevideo.

EMPLEADA 2ª. (acercándose a la ventana) ‐¡Qué chimeneas grandes tiene!

MULATO ‐Desplaza cuarenta y tres mil toneladas...

EMPLEADO 1º. ‐Ya bajan los pasajeros...

MANUEL. ‐Y nosotros quisiéramos subir.

MULATO. ‐Y pensar que yo he subido a casi todos los buques que dan vuelta por los puertos
del mundo...

EMPLEADO 2º. ‐Hablaron mucho los diarios...

MULATO. ‐Sé los pies que calan. En qué astilleros se construyeron. El día que los botaron. Yo,
cuando menos merecía ser ingeniero naval.

EMPLEADO 2º. ‐Vos, ingeniero naval... No me hagas reír.

MULATO. ‐O capitán de fragata. He sido grumete, lavaplatos, marinero, cocinero de veleros,


maquinista de bergantines, timonel de sampanes, contramaestre de paquebotes...

EMPLEADO 2º. ‐¿Por dónde viajaste? ¿Por la línea del Tigre o por la de Constitución?

MULATO. (Sin mirar al que lo interrumpe) ‐Desde los siete años que doy vueltas por el mundo
y juro que jamás en la vida me he visto entre chusma tan insignificante como la que tengo que
tratar a veces...

MARÍA. ‐(A Empleada 1ª) ‐A buen entendedor...

32
MULATO. ‐Conozco el mar de las Indias. El Caribe, el Báltico... hasta el océano Ártico conozco.
Las focas recostadas en los hielos lo miran a uno como mujeres aburridas sin moverse...

EMPLEADO 2º. ‐¡Che, debe hacer un fresco bárbaro por ahí!

EMPLEADA 2ª. ‐Cuente, Cipriano, cuente. No haga caso.

MULATO. (sin volverse) ‐Aviada estaría la luna si tuviera que hacer caso de los perros que
ladran. En un sampán me he recorrido el Ganges. Y había que ver los cocodrilos que nos
seguían...

MARÍA. ‐No sea exagerado, Cipriano.

MULATO. ‐Se lo juro, señorita.

EMPLEADO 2º. ‐Indudablemente, éste no pasó de San Fernando.

MULATO. (Violento) ‐A mí nadie me trata de mentiroso, ¿sabe? (Arrebatado, se quita la


chaquetilla, y luego la camisa, que muestra una camiseta roja, que también se saca)

EMPLEADA 1ª. ‐¿Qué hace, Cipriano?

EMPLEADA 2ª. ‐¿Está loco?

EMPLEADA 3ª. ‐Cuidado, que puede venir el jefe.

MULATO. ‐Vean, estos tatuajes. Digan si éstos son tatuajes hechos entre la línea del Tigre o
Constitución. Vean...

EMPLEADA 2ª. ‐¡Una mujer en cueros!

MULATO. ‐Este tatuaje me lo hicieron en Madagascar, con una espina de tiburón.

EMPLEADO 2º. ‐¡Qué mala espina!

MULATO. ‐Vean esta rosa que tengo sobre el ombligo. Observen qué delicadeza de pétalos.
Un trabajo de indígenas australianos.

EMPLEADO 2º. ‐¿No será una calcomanía?

EMPLEADA 2ª. ‐¡Qué va a ser una calcomanía! Este es un tatuaje de veras.

MULATO. ‐Le aseguro, señorita, que si me viera sin pantalones se asombraría...

TODOS. ‐¡Oh... ah!...

MULATO. (Enfático) ‐Sin pantalones soy extraordinario.

EMPLEADA 1ª. ‐No se los pensará quitar, supongo.

MULATO. ‐¿Por qué no?

EMPLEADA 3ª. ‐No, no se los quite.

33
MULATO. ‐No voy a quedar desnudo por eso. Y verán que tatuajes tengo labrados en las
piernas.

EMPLEADA 1ª. ‐Es que si entra alguien...

EMPLEADA 3ª. ‐Cerrando la puerta. (Va a la puerta.)

MULATO. ‐(Quitándose los pantalones y quedando con un calzoncillo corto y rojo con lunares
blancos) ‐Miren estos dibujos. Son del más puro estilo malasio. ¿Qué les parece esta guarda de
monos pelando bananas? (Murmullo de “Oh... ah...”) Lo menos que merezco es ser capitán de
una isla. (Toma un pliego de papel madera y rasgándolo en tiras se lo coloca alrededor de la
cintura.) Así van vestidos los salvajes de las islas.

EMPLEADA 1ª. ¿A las mujeres también les hacen tatuajes...?

MULATO. ‐Claro. ¡Y qué tatuajes! Como para resucitar a un muerto.

EMPLEADA 2ª. ‐¿Y es doloroso tatuarse?

MULATO. ‐No mucho... Lo primero que hace el brujo tatuador es ponerlo a uno bajo un árbol...

EMPLEADA 2ª. ‐Uy, qué miedo.

MULATO. ‐Ningún miedo. El brujo acaricia la piel hasta dormirla. Y uno acaba por no sentir
nada.

EMPLEADO 1º. ‐Claro...

MULATO. ‐Siempre bajo los árboles hay hombres y mujeres haciéndose tatuar. Y uno termina
por no saber si es un hombre, un tigre, una nube o un dragón.

TODOS. ‐¡Oh, quién lo iba a decir! ¡Si parece mentira!

MULATO. (Fabricándose una corona con papel y poniéndosela.) ‐Los brujos llevan una corona
así y nadie los mortifica.

EMPLEADA 1ª. ‐Es notable.

EMPLEADA 2ª. ‐Las cosas que se aprenden viajando...

MULATO. ‐Allá no hay jueces, ni cobradores de impuestos, ni divorcios, ni guardianes de plaza.


Cada hombre toma la mujer que le gusta y cada mujer al hombre que le agrada. Todos viven
desnudos entre las flores, con collares de rosas colgantes del cuello y los tobillos adornados de
flores. Y se alimentan de ensaladas de magnolias y sopas de violetas.

TODOS. ‐Eh, eh...

EMPLEADA 2ª. ‐¡Eh! ¡Cipriano, que no nacimos ayer!

MULATO. ‐Juro que se alimentan de ensaladas de magnolias.

TODOS. ‐No.

MULATO. ‐Sí.
34
EMPLEADO 2º. ‐Mucho... mucho...

MULATO. ‐Digo que sí. Y además los árboles están siempre cargados de toda clase de fruta.

MANUEL. ‐No será como la que uno compra aquí, en la feria.

MULATO. ‐Allá no. Cuelgan libremente de las ramas y quien quiere, come y quien no quiere, no
come... y por la noche, entre los grandes árboles, se encienden fogatas y ocurre lo que es
natural que ocurra entre hombres y mujeres.

EMPLEADA 1ª. ‐¡Qué países, qué países!

MULATO. ‐Y digo que es muy saludable vivir así libremente. Al otro día la gente trabaja con
más ánimo en los arrozales y si uno tiene sed (toma el vaso de agua y bebe) parte un coco y
bebe su deliciosa agua fresca.

MANUEL. ‐(Tirando violentamente un libro al suelo) ‐¡Basta!

MULATO. ‐¿Basta qué?

MANUEL. ‐Basta de noria. Se acabó. Me voy.

EMPLEADA 2ª. ‐¿A dónde va, don Manuel?

MANUEL. ‐A correr mundo. A vivir la vida. Basta de oficina. Basta de malacate. Basta de
números. Basta de reloj. Basta de aguantarlo a este otro canalla. (Señala la mesa del jefe.
Pausa. Perplejidad.)

EMPLEADO 1º. ‐¿Quién es el otro? TODOS. ‐¿Quién es?

MANUEL. ‐(Perplejo) ‐El otro... el otro... el otro... soy yo.

EMPLEADA 3ª. ‐¡Usted don Manuel!

MANUEL. ‐Sí, yo; que desde hace veinte años le llevo los chismes al jefe. Mucho tiempo hacía
que me amargaba este secreto. Pero trabajábamos en el subsuelo y en el subsuelo las cosas no
se sienten.

TODOS. ‐¡Oh!...

EMPLEADO 1º. ‐¿Qué tiene que ver el subsuelo?

MANUEL. ‐No sé. La vida no se siente. Uno es como una lombriz solitaria en un intestino de
cemento. Pasan los días y no se sabe cuándo es de día, cuándo es de noche. Misterio. (Con
desesperación) Pero un día nos traen a este décimo piso. Y en el cielo, las nubes, las chimeneas
de los transatlánticos se nos entran en los ojos. Pero entonces, ¿existía el cielo? Pero entonces,
¿existían los buques? ¿Y las nubes existían? ¿Y uno, por qué no viajó? Por miedo. Por cobardía.
Mírenme. Viejo. Achacoso. ¿Para qué sirven mis cuarenta años de contabilidad y de chismerío?

MULATO. (Enfático) ‐Ved cuán noble es su corazón. Ved cuán responsables son sus palabras.
Ved cuán inocentes son sus intenciones. Ruborizaos, amanuenses. Llorad lágrimas de tinta.
Todo vosotros os pudriréis como asquerosas ratas entre estos malditos libros. Un día os
encontrareis con el sacerdote que vendrá a suministraros la extremaunción. Y mientras os
35
unten con aceite la planta de los pies, os diréis: “¿Qué he hecho de mi vida? Consagrarla a la
teneduría de libros. Bestias.

MANUEL. ‐Quiero vivir los pocos años que me quedan de vida en una isla desierta. Tener mi
cabaña a la sombra de una palmera. No pensar en horarios.

EMPLEADO 1º. ‐Iremos juntos, don Manuel.


MARÍA. ‐Yo iría, pero para cumplir este deseo tendría que cobrar los meses de sueldo que me
acuerda la ley 11.729.

EMPLEADO 2º. ‐Para que nos amparase la ley 11.729, tendrían que echarnos.

MULATO. ‐Aprovechen ahora que son jóvenes. Piensen que cuando les estén untando con
aceite la planta de los pies no podrán hacerlo.

MARÍA. ‐La pena es que tendré que dejar a mi novio.

EMPLEADO 2º. ‐¿Por qué no lo conserva en un tarro de pickles?

EMPLEADA 2ª. ‐Cállese, odioso.

MULATO. ‐Señores, procedamos con corrección. Cuando don Manuel declaró que él era el
chismoso, una nueva aurora pareció cernirse sobre la humanidad. Todos le miramos y nos
dijimos: “He aquí un hombre honesto; he aquí un hombre probo; he aquí la estatua misma de
la virtud cívica y ciudadana”. (Grave.) Don Manuel. Usted ha dejado de ser don Manuel. Usted
se ha convertido en Simbad el Marino.

EMPLEADA 3ª. ‐¡Qué bonito!

MANUEL. ‐Ahora, lo que hay que buscar es la isla desierta.

TENEDOR DE LIBROS. ‐¿Hay todavía islas desiertas?

MULATO. ‐Sí, las hay. Vaya si las hay. Grandes islas. Y con árboles de pan. Y con plátanos. Y con
pájaros de colores. Y con sol desde la mañana a la noche.

EMPLEADO 2º. ‐¿Y nosotros?...

MULATO. ‐¿Cómo nosotros?


EMPLEADA 2ª. ‐¿Claro? ¿Y a nosotros nos van a largar aquí?

MULATO. ‐Vengan ustedes también.

TODOS. ‐Eso... vámonos todos.

MULATO. ‐Ah... y qué les diré de las playas de coral.

EMPLEADA 1ª. ‐Cuente, Cipriano, cuente.

MULATO. ‐Y los arroyuelos cantan entre las breñas. Y también hay negros. Negros que por la
noche baten el tambor. Así.

36
El MULATO toma la tapa de la máquina de escribir y comienza a batir el tam tam ancestral, al
mismo tiempo que oscila simiesco sobre sí mismo. Sugestionados por el ritmo, van entrando
todos en la danza.

MULATO. (A tiempo que bate el tambor) ‐Y también hay hermosas mujeres desnudas.
Desnudas de los pies a la cabeza. Con collares de flores. Que se alimentan de ensaladas de
magnolias. Y hermosos hombres desnudos. Que bailan bajo los árboles, como ahora nosotros
bailamos aquí...

De aromas...

Histéricamente todos los hombres se van quitando los sacos, los chalecos, las corbatas; las
muchachas se recogen las faldas y arrojan los zapatos.

El MULATO bate frenéticamente la tapa de la máquina de escribir. Y canta un ritmo de rumba.

La hoja de la bananera
De verde ya se madura
Quien toma prenda de joven
Tiene la vida segura.

La danza se ha ido generalizando a medida que habla el MULATO, y los viejos, los empleados y
las empleadas giran en torno de la mesa, donde como un demonio gesticula, toca el tambor y
habla el condenado negro.

Y bailan, bailan, bajo los árboles cargados de frutas...


La hoja de la bananera...

EL JEFE. ‐(entrando bruscamente con el DIRECTOR, con voz de trueno) ‐¿Qué pasa aquí?

MARÍA. ‐(después de alguna vacilación) ‐Señor... esta ventana maldita y el puerto... Y los
buques... esos buques malditos...

EMPLEADA 2ª. ‐Y este negro.

DIRECTOR. ‐Oh... comprendo... comprendo. (Al JEFE) Despida a todo el personal. Haga poner
vidrios opacos en la ventana.

TELÓN

37

También podría gustarte