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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Cita
INTRODUCCIÓN
I. ¿REALMENTE SOMOS TAN LISTOS? ¿QUÉ ES LA INTELIGENCIA
HUMANA?
1. ÚNICOS EN NUESTRO GÉNERO
2. LA GRAN DIFERENCIA: NUESTRO LENGUAJE
3. EL MITO DEL GENIO TORTURADO: ¿SER TAN LISTOS NOS
HACE MENTALMENTE FRÁGILES?
4. LA INTELIGENCIA DE OTROS ANIMALES
5. ¿INTELIGENCIA O INTELIGENCIAS?
6. SOMOS LO QUE RECORDAMOS
II. SI SOMOS TAN LISTOS, ¿POR QUÉ COMETEMOS TANTOS
ERRORES?
7. LUCES Y SOMBRAS EN NUESTROS PENSAMIENTOS
8. ¿CÓMO NOS EQUIVOCAMOS LOS HUMANOS?
9. CUANDO EL CEREBRO FUNCIONA MAL
10. A QUÉ SE DEDICA EL CEREBRO CUANDO PENSAMOS
III. LOS RELATOS QUE NOS CONTAMOS A NOSOTROS MISMOS
11. ¿QUÉ RELATOS SE CUENTAN LOS HUMANOS?
12. LA IDEA DE DIOS
13. LA IMPORTANCIA DE LOS MUERTOS
14. NUESTRA RELACIÓN CON LOS DEMÁS
15. LA MEMORIA EMOCIONAL
16. LOS AVANCES CIENTÍFICOS
CONCLUSIÓN. ¿Y entonces, de qué nos sirve ser tan listos?
AGRADECIMIENTOS
REFERENCIAS
Notas
Créditos
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Sinopsis

La evolución ha moldeado nuestra mente hasta que ha llegado a ser


una de las más poderosas del planeta. Sin embargo, nuestra
inteligencia tiene muchos recovecos, consecuencias, anomalías y
extravagancias. Desde hace tiempo sabemos que, lejos de estar
basadas en el cálculo matemático, las decisiones que tomamos
están al servicio de las emociones. Quizá sea esta la razón de que
seamos mucho menos listos de lo que nos creemos. ¿Qué es la
inteligencia humana? ¿Realmente somos más listos que todos los
otros Homo de nuestro género? ¿Qué factores impiden que no
siempre alcancemos todo nuestro potencial? Abordando temas muy
diversos que van desde las enfermedades mentales, el porqué de
las adicciones y los errores de sesgo hasta el relato sobre la muerte
y los progresos de la inteligencia artificial en el conocimiento del
cerebro, el experto en neurociencia Manuel Martín-Loeches nos
muestra, a partir de los avances más punteros, cómo pensamos,
somos y sentimos los seres humanos, la especie más impredecible
de la Tierra.
Un revelador viaje por el cerebro, el pensamiento y las emociones
de la mano de uno de los grandes divulgadores de neurociencia.
¿DE QUÉ NOS SIRVE SER TAN
LISTOS?
Descubre cómo piensa y se emociona nuestro cerebro

Manuel Martín-Loeches
A la memoria de mi padre,
gran inteligencia injustamente desaprovechada
Una inteligencia completamente lógica es como un cuchillo sin mango,
que hiere a quien lo toca.

RABINDRANATH TAGORE
INTRODUCCIÓN

Cuando estudiaba Psicología, allá por la década de 1980, la gran mayoría de


mis compañeros, si no todos, solo tenían un interés por el que querían hacer
la carrera: poner una clínica, trabajar como psicólogos clínicos. Querían
dedicar su vida al tratamiento de las alteraciones de conducta, a aliviar los
trastornos mentales de la gente. Yo no. Yo solo concebía la psicología como
una forma de conocer al ser humano, de entender su mente, sus anhelos, su
pensamiento, sus mecanismos para pensar. Deseaba entenderme a mí
mismo, aunque creo que en esto no era muy original, ya que también era
bastante común en los demás estudiantes de Psicología. Pero yo al menos
no tenía la intención de dedicarme a la clínica, sino la de consagrar mi vida
a la investigación sobre la mente del ser humano.
Enseguida me di cuenta de que buena parte de las respuestas que andaba
buscando podrían encontrarse en la biología; la biología del
comportamiento, que me estaban enseñando en las asignaturas de
Psicobiología. Lo llamaban los «fundamentos biológicos de la conducta»,
de manera quizá un tanto ostentosa, pero muy vehemente, y a mí el campo
me cautivó. Los mecanismos hormonales, genéticos y neuronales del
comportamiento me parecieron fascinantes, todo un mundo por conocer y
un conocimiento con un tremendo poder explicativo. Todo parecía estar ahí.
Al menos lo que más me interesaba. En consonancia con aquellas
sensaciones, ya en el cuarto curso de la carrera, que en aquel entonces
constaba de cinco, fui aceptado como alumno interno en un laboratorio de
la facultad que se dedicaba a la psicofarmacología. Y ahí comencé a
inyectar sustancias químicas, como la fisostigmina y la escopolamina, en el
peritoneo de ratas blancas a las que había entrenado previamente para ver
cómo esas inyecciones podían influir en su memoria y aprendizaje. Aprendí
a tomar datos meticulosamente, a apuntar todo en un cuaderno de
laboratorio, a elaborar tablas y gráficas y a aplicar la estadística a datos
reales obtenidos con mis propias manos. Yo, con mi bata blanca limpia y
bien planchada, no podía sentirme más orgulloso y contento. La
psicobiología habría de ser mi futuro.
Y no me equivoqué. Al poco de terminar mis estudios de licenciatura
dejé las ratas y me pasé a los humanos. Comencé una tesis doctoral en el
Departamento de Fisiología de una Facultad de Medicina, donde tenían una
tecnología que por aquel entonces era muy puntera, la llamada cartografía
cerebral. Esta, que sigo utilizando treinta años después, consistía
básicamente en hacer mapas de colores de la cabeza de las personas, en
función de la cantidad de voltaje que habían generado las neuronas que se
encontraban en las distintas partes del cerebro. Son los conocidos como
mapas de actividad eléctrica cerebral, y se obtenían gracias a los por aquel
entonces incipientemente popularizados ordenadores, que analizaban la
señal electroencefalográfica de manera precisa y permitían su tratamiento
estadístico. Metido ya de lleno en esta tecnología, se había cumplido uno de
mis sueños desde bien pequeño. De niño, plasmaba en curiosos dibujos un
invento de mi entera creación que consistía en que a un ser humano se le
colocaba un casco metálico con unas antenas. De los extremos de estas
antenas salían sendos cables que iban directamente a una máquina. El caso
es que esta máquina, por no sé qué desconocidos mecanismos, permitía ver
con nitidez los pensamientos del individuo registrado. Se parecía mucho a
lo que yo estaba haciendo en mi tesis doctoral, salvando las distancias.
Haber elegido la psicobiología como camino para conocer al ser humano
fue quizá uno de los pocos verdaderos aciertos que he tenido en mi vida. No
en vano, al poco de comenzar mis estudios de doctorado, allá por el curso
1988-1989, la década de 1990 fue declarada la Década del Cerebro por
resolución del presidente George Bush el 25 de julio de 1989. El cerebro se
puso de moda, y se invirtió muchísimo en su conocimiento. Fruto de estos
esfuerzos, se avanzó bastante en el desarrollo de tecnología que permitiera
estudiar el cerebro humano vivo de personas sanas, a las que, por tanto, no
había que abrirles la cabeza. Nacieron técnicas que permitían ver la
actividad del cerebro de una persona mientras esta realizaba cualquier tipo
de tareas. El lenguaje, la memoria o la atención, entre otros procesos
cognitivos, comenzaron a conocerse mejor y en mayor profundidad. Pero la
disponibilidad y versatilidad de estas técnicas es tal que enseguida se
empezaron a estudiar todo tipo de fenómenos mentales, algunos muy poco
conocidos hasta entonces y un tanto fronterizos, tanto que incluso habían
sido considerados tabú. Así, empezaron a estudiarse con fruición los
«fundamentos biológicos» de fenómenos tan humanos y fascinantes como
las creencias religiosas, el arte, la estética, la consciencia, la meditación, las
ideas políticas o las decisiones morales. También se abrió el campo a
investigar qué ocurre cuando sentimos emociones, incluso emociones que
en el humano presentan características muy peculiares, más allá de las más
básicas y compartidas con muchos otros mamíferos. La culpa, la vergüenza,
el amor, los celos, el odio, la compasión... pasaron a ser objeto de estudio
científico. En las décadas que han transcurrido desde que comencé mi
doctorado se ha producido toda una revolución en el estudio y el
conocimiento acerca de la naturaleza esencial del ser humano, de su mente.
He tenido la gran suerte de ser testigo de este cambio, y ya no hay vuelta
atrás.
Los avances se produjeron no solo en la tecnología para estudiar el
cerebro, sino también en la proliferación de estudios experimentales de la
psicología cognitiva y social que se adentraban en esos mismos temas tan
fronterizos. El conocimiento sobre nosotros mismos aumentó
exponencialmente. Y así, la idea que ha surgido en estas últimas décadas
acerca de cómo es la mente humana es muy diferente de la que se tenía
cuando yo estudiaba Psicología. Por aquel entonces, la mente humana era
considerada algo frío, maquinal, muy propia del señor Spock de la serie
Star Trek. Las decisiones las tomaba calculadamente y, sobre todo, no
necesitaba de emociones. Estas eran más bien un estorbo, fruto de nuestro
pasado animal, y podían desaparecer sin que pasara nada. Lo cognitivo y lo
emocional eran dos mundos distintos, y el interés por lo emocional era
mínimo.
En el año 2002, el psicólogo Daniel Kahneman, un autor del que
tendremos que hablar en este libro, recibió el Premio Nobel de Economía
por haber demostrado que las decisiones humanas están lejos de estar
basadas en el cálculo matemático, y que estas se mueven la mayoría de las
veces por razones un tanto sorprendentes. Y que cometemos errores,
muchísimos errores; muchos más de los que debiéramos, dado nuestro
potencial. Pero cometerlos, al parecer, es intrínseco a la naturaleza humana.
Perdóneseme esta expresión, pero no, el ser humano no parece que piense
como pensábamos que pensaba hace décadas. Hoy en día, además, las
emociones han recobrado su protagonismo. Nos hemos dado cuenta de que
son el motor de todo, una de las verdaderas razones por las que hacer las
cosas, y que, sin ellas, quizá no merecería la pena vivir. Y la inteligencia,
eso en lo que tanto parece que destacamos los humanos, no es más que una
herramienta que utilizamos para generar emociones positivas y evitar las
negativas. Para esto nos sirve ser tan listos. Podríamos decir, sin temor a
equivocarnos, que la inteligencia es una esclava al servicio de nuestras
emociones.
Después de que el comandante de la misión Apolo 11, Neil Armstrong,
pisara la Luna el 20 de julio de 1969 y dijera su famosa frase «Un pequeño
paso para un hombre, un gran paso para la humanidad», el segundo de la
misión, Buzz Aldrin, descendió del módulo lunar. Al pisar este la superficie
de nuestro satélite, continuó la conversación que había mantenido con su
comandante desde el interior de la nave:
Aldrin: Hermosa vista.
Armstrong: ¿Qué te parece? Unas vistas magníficas... ¿A que es divertido?

Estas fueron las primeras palabras que intercambiaron dos seres


humanos al pisar la Luna.
A mí me parece que dicen mucho sobre cómo es el ser humano, un ser en
el cual las emociones tienen un papel protagonista. Armstrong y Aldrin
están a 400.000 kilómetros de su casa, de sus familias, y se están jugando la
vida, pero hablan de diversión y de lo bonito que es el paisaje. Que las
emociones protagonizaron incluso la primera misión que llevó al hombre a
la Luna quedaría aún más patente en una breve conversación que los dos
astronautas mantuvieron unos minutos después con el presidente Richard
Nixon, tras realizar algunos de los trabajos que se les había encomendado,
como recoger muestras o situar sensores, colocar una placa y clavar una
bandera de Estados Unidos:

Presidente Nixon: Hola, Neil y Buzz, os estoy hablando desde el Despacho Oval de la Casa
Blanca, y seguramente esta será la llamada telefónica de mayor relevancia histórica que haré
desde la Casa Blanca. No puedo llegar a expresar el inmenso orgullo que sentimos todos por lo
que acabáis de lograr. Para cualquier americano, este tiene que ser el día de mayor orgullo en
nuestras vidas; y también para la gente de todo el mundo. Estoy seguro de que se unen a los
americanos y reconocen la enorme gesta que esto supone. Gracias a lo que habéis hecho, desde
ahora el cielo forma parte del mundo de los hombres. Y como nos habláis desde el mar de la
Tranquilidad, ello nos inspira a esforzarnos todavía más para traer paz y tranquilidad a la Tierra.
En este momento único en toda la historia de la humanidad, todos los pueblos de la Tierra forman
uno solo. Uno solo por el orgullo que sentimos ante lo que habéis hecho. Y uno solo en nuestras
oraciones para que regreséis sanos y salvos a la Tierra.
Armstrong: Gracias, señor presidente. Es un gran honor y un privilegio para nosotros estar
aquí en representación no solo de los Estados Unidos, sino de la gente de bien de todas las
naciones. Y con interés, curiosidad y visión de futuro. Es un honor poder participar en lo que está
ocurriendo hoy aquí. 1

Aquí están las claves para entender por qué Armstrong y Aldrin se
encontraban en la Luna. El programa Apolo fue parte de una lucha
encarnizada entre dos países, entre dos potencias mundiales que por aquel
entonces protagonizaban una de las mayores rivalidades de la historia, los
Estados Unidos de América y la Unión Soviética. Necesitó del esfuerzo de
cientos de miles de personas de multitud de lugares del planeta, y una
inversión de muchos miles de millones de dólares. Fue un buen ejemplo de
que el ser humano es capaz de crear gestas y odiseas increíbles, de que le
mueven otras cosas, más allá de comer, dormir o reproducirse. En el
programa Apolo encontramos ambición, rivalidad, orgullo, honor, interés,
curiosidad, visión de futuro, diversión..., incluso religión (el presidente
Nixon habla de oraciones). Y también encontramos inteligencia, muchísima
inteligencia. Pero toda ella puesta al servicio de todo lo demás.
Teníamos las evidencias delante de nuestras narices y, aun así, y durante
bastante tiempo, existió en los círculos académicos una cierta resistencia a
admitir esta concepción de la mente humana que ahora vamos
descubriendo. Nuestro conocimiento reciente sobre ella ha supuesto toda
una revolución.

En este libro he querido plasmar una visión actual del ser humano, fruto de
décadas de estudio. He tenido la inmensa suerte de que mi trabajo ha
consistido en investigar acerca del comportamiento y el cerebro humanos.
Junto con otros miles de investigadores en todo el mundo, he podido
contribuir, aunque muy modestamente, a la visión más actual que tenemos
sobre la mente de nuestra especie. Aunque es un trabajo en curso y aún no
hemos terminado, lo que expongo en estas páginas es básicamente lo que
vamos descubriendo. Creo que ya podemos entender por qué siendo una
especie que destaca por su gran inteligencia, también cometemos algunos
de los más incalificables errores.
Lo que vamos a ver aquí, no obstante, es mi visión personal. En ciencia
siempre cabe el debate y no hay nada cerrado ni definitivo. Yo me he
decantado por algunas posturas y visiones en detrimento de otras, y son
aquellas las que en estas páginas cobrarán más protagonismo. Siempre que
caben otras interpretaciones, sin embargo, también he procurado hacerlo
notar. Pero aún hay muchos cabos sueltos. Y ahí es donde más he podido
aportar ideas personales, intentando completar un panorama aún
incompleto. En cualquier caso, tenga el lector fe en que en su gran mayoría
lo que aquí se dice está respaldado por la ciencia.
En este libro hablaré largo y tendido sobre la inteligencia en sí. Qué es o
qué puede ser y cómo se presenta en otras especies. E incluso sobre la
inteligencia en el género Homo. Aunque ya no quede nadie de esta estirpe,
salvo nosotros, tenemos indicios que nos ayudan a entender cómo pudieron
pensar otros humanos. Y nos podremos plantear preguntas tan interesantes
como si realmente hemos sido más inteligentes que ellos; y, si ha sido así, si
esto se debió a que teníamos más capacidad intelectual o a que acumulamos
más cultura y conocimiento. La inteligencia, especialmente la humana,
tiene muchos recovecos, consecuencias, anomalías y extravagancias.
Conviene conocerlos para entender por qué y para qué somos tan listos.
Además de cómo es nuestra inteligencia y de sus diferencias respecto a la
de otras especies del planeta, presentes y pasadas, tendré que hablar de qué
hace que, con más frecuencia de la que estaríamos dispuestos a admitir,
cometamos errores, incluso errores de bulto. Qué factores impiden que no
siempre mostremos todo nuestro potencial. Y para poder entenderlo
mostraré qué nos mueve y cómo nos movemos realmente. Lo necesitaremos
para completar el retrato de cómo somos los seres humanos. Porque, a
veces, parecemos muy raros, incluso un tanto absurdos. Tener muy
presentes tanto nuestras posibilidades como nuestras limitaciones nos
permitirá entender algunas de las más importantes creaciones del ser
humano: sus narrativas. El ser humano se mueve por y para las narrativas
que se ha contado y que se cuenta a sí mismo. Vive en ellas y por ellas, y
gracias a ellas florece toda su conducta y aparecen nuestros mayores logros
y grandezas. La carrera espacial y la llegada del hombre a la Luna son solo
un ejemplo, fueron consecuencia de algunas de estas narrativas. Sin
narrativas no habríamos salido de las cavernas, y tendremos ocasión de ver
que son fruto indiscutible de la gran inteligencia humana puesta al servicio
de nuestras más trascendentes emociones. Pero a veces las narrativas
pueden ser peligrosas, nocivas, y creo que debemos estar atentos a sus
peligros.
Espero que el libro permita entender un poco mejor al ser humano. No es
fácil; somos la especie más impredecible de la Tierra. Pero, hasta donde
hemos podido llegar hoy en día, estará en buena parte reflejado en estas
páginas.
I
¿REALMENTE SOMOS TAN LISTOS? ¿QUÉ ES
LA INTELIGENCIA HUMANA?
No podremos responder a la pregunta de para qué nos sirve ser tan listos si
antes no aclaramos dos cosas: qué es eso de ser listo y si realmente lo
somos tanto. Por eso, comenzaremos comentando cuán listos somos como
especie en comparación con otras que nos han precedido en nuestra
evolución, en nuestro mismo árbol genealógico. Primates muy sociales y
evolucionados, capaces de fabricar herramientas y dominar el fuego. Ahí es
nada. Quizá una de las razones por las que somos tan listos sea el lenguaje,
que nos da términos sobre los que pensar y nos permite transmitir nuestras
ideas y conclusiones a los demás. Por eso, tendremos que hablar de esta
capacidad de nuestro comportamiento tan llamativa y reflexionar sobre ella:
¿hablaban ya los seres humanos de hace dos millones de años? Esto, sin
duda, marcaría una gran diferencia, como la que hay, supuestamente, entre
otras especies no humanas y nosotros. Lo descubriremos a lo largo de la
lectura de este libro. La inteligencia, sin embargo, no parece patrimonio
exclusivo de la humanidad. Además de en otros primates, como los grandes
simios, nos vamos a encontrar inteligencia materializada en mamíferos
como los elefantes o las orcas, e incluso en miembros de otras clases más
alejadas del reino animal, como los cuervos o los pulpos. Pero antes
tenemos que ver si es cierto que ser tan listos puede tener su lado oscuro,
haciéndonos por ejemplo conscientes de aspectos de la realidad que no nos
gustan o más vulnerables a trastornos mentales. Quizá no sea más que un
mito. ¿La inteligencia es una o existen distintos tipos? Este es un tema
controvertido, pero que conviene conocer, siquiera sea para entendernos a
nosotros mismos y saber por qué, según parece, somos tan listos. Tan listos,
pero a la vez tan emocionales y sociales. Y también seres con una memoria
prodigiosa; de hecho, todo lo que somos se lo debemos a nuestra memoria.
Aunque esta se equivoque estrepitosamente más de lo que creemos.
1
ÚNICOS EN NUESTRO GÉNERO

Los humanos siempre nos hemos sabido distintos, desde la noche de los
tiempos, desde más allá de lo que abarca la memoria de nuestra especie.
Sobresalimos de las demás criaturas, somos únicos: nuestra mente las
contiene a todas y las nombra. Y cuando la ciencia nos puso nombre,
escogió precisamente nuestra característica más singular. Fue Carlos Linneo
en 1758. Nos llamó Homo sapiens. Pertenecemos al género Homo (hombre
en latín) y además somos sapiens: sabios. Sabemos muchísimas cosas
porque somos muy inteligentes. Somos singularmente listos. Pero además
somos los únicos Homo que quedan en el planeta, nos hemos quedado solos
dentro de este género, lo que es una curiosidad, una rareza dentro del reino
animal. No existen más especies que se hayan quedado sin congéneres.
A ver si al final no vamos a ser tan listos. O lo somos demasiado, puesto
que hemos acabado con la competencia.
El caso es que sabemos más que ninguna otra especie del planeta,
especialmente de un tiempo a esta parte, desde que nos enfrentamos al
mundo con actitud científica. Pero puede que en algún momento nuestros
conocimientos no fueran muy diferentes de los de otras especies del género
Homo con las que compartimos el planeta durante un tiempo. Pensemos,
por ejemplo, en los neandertales. A esta especie de primos hermanos
nuestros se los llegó a llamar Homo sapiens neanderthalensis, pues se
consideró tan parecida a nosotros que podía considerarse una subespecie de
la nuestra, incluso uno de nuestros antecesores. Así, nosotros habríamos
sido Homo sapiens sapiens: dos veces sabios; es decir, de alguna manera,
algo más listos que la subespecie de los neandertales. Así parecían indicarlo
los primeros datos: habría dos subespecies de Homo sapiens, una algo más
lista y sabia que la otra. Pero con el tiempo se demostró que esto no era
concluyente, sino que más bien parecía que, en aquellos primeros tiempos,
nuestras mentes y las de los neandertales no eran tan diferentes, es decir,
que, a pesar de ser dos especies distintas, nuestra forma de pensar y de ver
el mundo era muy similar. Como los lobos y los coyotes, por ejemplo, o los
leones y los tigres. Claro que hablar de neandertales supone hacernos varias
preguntas de partida respecto a nuestra singularidad intelectual. El límite
difuso entre su mente y la nuestra supone que esta singularidad que tanto
nos caracteriza no está tan clara. Cuando éramos muy parecidos, ¿los
neandertales y nosotros éramos los más listos del planeta, también respecto
a otras especies del género Homo? Y pasado un tiempo, ¿llegó un momento
en que nos hicimos más listos que los neandertales y por eso ellos se
extinguieron y nosotros ganamos la batalla de la supervivencia?

PASO A PASO

La evolución es un proceso generalmente gradual. Pequeñas modificaciones


de algo ya existente irían llevando poco a poco a nuevos rasgos. Así lo vio
el propio Darwin, aunque hoy día no todos los autores estarían de acuerdo,
al menos para algunos rasgos. La postura bípeda, por ejemplo, podría haber
surgido tras una sola mutación genética importante, y lo mismo podría
haber ocurrido con nuestro lenguaje según algunas propuestas que veremos
más adelante. Pero con respecto a la capacidad intelectual de nuestra
especie, es muy probable que en efecto se haya seguido un camino gradual.
Cuando una especie desaparece no es fácil determinar la complejidad
intelectual de su cerebro, pero podemos encontrar pistas en la industria
lítica: en la fabricación de herramientas o utensilios de piedra. Su presencia
y su forma de producción son un dato de incalculable valor para estimar los
logros cognitivos de una especie. Aquí es importante distinguir entre
fabricar y utilizar herramientas. Varios primates, especialmente del grupo de
los grandes simios (chimpancé, bonobo, orangután, gorila), utilizan
herramientas con cierta frecuencia: piedras para abrir cáscaras de frutos
secos o ramitas con las que extraen termitas de sus termiteros. Pero no las
fabrican; a lo sumo modifican parcialmente un objeto natural, como cuando
limpian las ramas con las que cazan termitas. Fabricar herramientas supone
un reto mental diferente. Aunque en cautividad se ha observado que algún
chimpancé es capaz de fabricar toscas herramientas de piedra para cortar,
esto deberíamos considerarlo anecdótico. En otros grupos evolutivos sí se
ha podido observar cierta capacidad para fabricar herramientas, o al menos
para hacer modificaciones relativamente complejas y precisas de
determinados objetos. Por ejemplo, los cuervos de Nueva Caledonia, en
Canadá, que usan el pico y las patas para seleccionar pequeños trozos de
alambre y curvarlos, convirtiéndolos en ganchos muy precisos y
puntiagudos con los que acceden mejor a sus presas. Son animalillos
pequeños, con cerebros diminutos, pero han construido una herramienta que
les facilita la caza, lo que significa que han resuelto un problema con
eficacia y, además, que se han proyectado en el futuro. Da que pensar.
¿Las otras especies de Homo construían herramientas para resolver
problemas? Empecemos muy atrás en nuestra línea evolutiva, por el género
de los australopitecinos, que aparecieron en África hace cerca de cuatro
millones de años y que eran bastante más similares a cualquier otro primate
no humano que a nosotros mismos, tanto en su comportamiento como en su
aspecto físico. De hecho, fabricar herramientas no parece estar entre sus
más destacadas habilidades, aunque sí pudiera ser el caso de algunos
individuos. Pero andaban erguidos como nosotros, con lo cual tenían las
manos libres (ojo a este detalle: volveremos sobre él). Antes de los
australopitecinos hubo otros géneros relacionados con nuestra evolución
que ya andaban erguidos, aunque sin capacidad para fabricar herramientas.
No obstante, el registro fósil para estos tiempos tan remotos es todavía muy
disperso, parcial y escaso, como un gran rompecabezas al que le faltan
muchas piezas.
El árbol genealógico humano.

Avancemos en el tiempo. Hace entre 2,3 y 1,6 millones de años


deambuló por África Homo habilis, con un aspecto aún algo simiesco,
descendiente de australopitecinos, pero ya perteneciente oficialmente al
género humano (aunque haya autores que lo discutan y lo consideren aún
australopitecino). Habilis ya fabricaba, de forma regular y frecuente,
herramientas líticas, pero de una factura muy tosca, del llamado estilo
olduvayense, en el que básicamente se dan golpes a una piedra con el fin de
obtener un filo cortante, sin importar mucho la forma global del utensilio.
El siguiente en aparecer en esta historia, hace unos 1,9 millones de años,
sería Homo erectus u Homo ergaster (parece que son una especie similar,
pero con distintos nombres según su distribución geográfica). Homo erectus
/ ergaster, de hecho, se parecía mucho a nosotros, tanto anatómicamente
como —casi— en su comportamiento. Su tecnología lítica demuestra muy
buenas capacidades para la talla elaborada y simétrica, así como el uso de
un plan premeditado para fabricarla. Este estilo, que se conoce ya como
achelense, permaneció en uso durante muchísimos años y a través de
diversas especies. Probablemente, a partir de este modelo de especie, una
evolución gradual y progresiva fue lo que desembocó en neandertales y
sapiens hace alrededor de 300.000 años. Estas últimas especies fueron
herederas del estilo achelense, que perfeccionaron y desarrollaron de
diferentes maneras.
Este desarrollo fue muy similar en sapiens y neandertales en los
primeros tiempos, aunque pronto los de nuestra especie comenzaron a
mostrar un florecimiento de tipos de herramientas e incluso el uso cada vez
mayor de diversos materiales, como el hueso o las astas de animal, que fue
separándonos cada vez más de las típicas obras neandertales. Aunque
también es verdad que este florecimiento fue más evidente cuando estos ya
se habían extinguido. Visto en perspectiva, y a través del estudio de las
herramientas, parece evidente que la inteligencia que nos caracteriza como
especie fue obteniéndose poco a poco y a lo largo de centenares de miles de
años. Neandertales y sapiens se parecerían al final de este camino, aunque
es verdad que acabamos sobrepasándolos. Pero esto, ¿fue fruto de unas
capacidades cognitivas diferentes o de una acumulación cultural? Para
responder a esta pregunta podemos también mirar cómo son los cerebros de
cada especie, ya que las capacidades cognitivas o intelectuales dependen en
gran parte de su forma y de su tamaño.

NO TODO ES CUESTIÓN DE TAMAÑO

Enfrentarse al fósil de un cerebro es mirar una carcasa: en el cráneo está la


huella de la materia orgánica que compone el cerebro, una materia que no
fosiliza. Pero en ese cráneo hay muchas pistas acerca de las capacidades
cognitivas de una especie, sobre todo cuando nos centramos en una misma
línea evolutiva, sea dentro de un género o de otro grupo biológico.
Básicamente nos indica cómo de grande fue ese cerebro y, por lo tanto, cuál
era su volumen. Y hay numerosas evidencias que indican que cuanto más
volumen cerebral, mayor complejidad cognitiva o intelectual en una
especie. Algunos autores piensan que el volumen cerebral absoluto, es decir,
tal cual, sin consideración de otros factores, es lo realmente importante,
mientras que muchos otros insisten en que lo importante es el tamaño
relativo. Es decir, en relación con algo, que normalmente es el tamaño del
cuerpo. Es como si para controlar un cuerpo de cierto tamaño fuera
necesario un cerebro en consonancia con dicho tamaño, y si el cerebro
sobrepasa el volumen que le corresponde, ese tejido neuronal extra sería la
base para unas mejores funciones intelectuales.
Y si decía que la inteligencia de nuestra especie ha ido aumentando a lo
largo del tiempo, tengo que decir también que el tamaño del cerebro en
nuestra evolución ha ido aumentando de manera muy llamativa, tanto de
forma absoluta como relativa, especialmente desde Homo habilis y Homo
ergaster / erectus. Y la razón es sorprendente: parece tener relación con el
uso del fuego para cocinar los alimentos. No hay ninguna otra especie
animal que someta la comida a procesos de calor. Y resulta que cocinar
permite aprovechar mejor las calorías de los alimentos, con lo cual
necesitamos dedicarle menos tiempo a la alimentación del que se requeriría
para alimentar con comida cruda a cerebros tan grandes como los nuestros.
El caso es que, mientras que los chimpancés poseen cerebros de unos
330 cm3, los australopitecinos los tenían de unos 450: algo es algo. Los
primeros miembros de nuestro género (Homo habilis) ya estarían cerca de
los 700 cm3, un gran cerebro para un primate de su tamaño, y con Homo
ergaster / erectus se dio un buen salto hasta los aproximadamente 1.000
cm3. Con Homo neanderthalensis y Homo sapiens alcanzamos unos 1.400
cm3 en promedio, con el neandertal normalmente sobrepasando levemente
nuestros valores, aunque la robustez de su cuerpo los igualaría en términos
relativos.
El estudio del tamaño cerebral se une por tanto a las evidencias dejadas
por las herramientas de piedra que hemos podido recuperar de nuestros más
remotos tiempos pasados para llegar a una misma conclusión: nuestra
inteligencia se ha ido haciendo cada vez mayor a lo largo de la evolución,
de una manera que no parece repentina, sino más bien paulatina, en
pequeños pasos que nos han llevado hasta donde estamos. Pero no lo hemos
visto todo.
Además de su tamaño, la forma de organización interna del cerebro
podría ser también muy relevante a la hora de determinar sus capacidades
intelectuales. Me refiero a la cantidad de neuronas que puede haber en
determinados lugares y a la cantidad y calidad de las conexiones entre las
distintas partes del cerebro. Por desgracia, no podemos saber cómo eran
estas características en especies que ya no existen porque, como he dicho, la
materia cerebral no fosiliza. Algunos investigadores restan importancia a
este hueco informativo porque opinan que, siempre que estemos
investigando un mismo grupo evolutivo, lo que verdaderamente determina
la capacidad intelectual de una especie es el volumen de su cerebro. La idea
es que el diseño, la organización interna, es siempre la misma dentro de ese
grupo, siendo las diferencias de tamaño meramente equivalentes a
diferencias en la cantidad de neuronas que encontramos en un cerebro, y
esto simplemente determinaría diferencias en inteligencia. Nuestro diseño
cerebral sería el de un primate, pero con un cerebro muy grande. Otros
animales, como los elefantes o las ballenas, tienen cerebros más grandes,
pero no tienen el diseño del de un primate, y de ahí la diferencia intelectual.
Dentro del grupo de primates, el nuestro es, con diferencia, el cerebro más
grande y por tanto también el más inteligente.
No obstante, para otros autores las conexiones y las mayores o menores
agrupaciones de neuronas en determinados lugares son tanto o más
cruciales que el volumen cerebral. Y creo que llevan razón. Así, por
ejemplo, nos encontramos con que, de manera singular, los seres humanos
cuentan con un grupo de axones, de conexiones cerebrales entre neuronas,
que no encontramos en otros primates, salvo quizá en el chimpancé. Me
estoy refiriendo al llamado fascículo fronto-occipital inferior, que conecta
los lóbulos occipital y temporal (donde predominantemente se procesa la
información visual) con el lóbulo frontal, en sus porciones más anteriores o
prefrontales, una región del cerebro que tiene mucho que ver con procesos
cognitivos superiores como la atención, el control o la planificación. En los
primates donde no se encuentra este fascículo, que son la inmensa mayoría,
hay varias conexiones diferentes entre las regiones mencionadas, pero no
una que las unifique a todas. Por otra parte, el fascículo arqueado y otras
conexiones entre las regiones parietales y las frontales, que se utilizan en
nuestro lenguaje, están mucho más desarrollados en el cerebro humano que
en cualquier otro primate. Cómo serían estas y otras conexiones en los
cerebros de habilis, erectus o neandertales en relación con las nuestras es un
terreno desconocido.
El fascículo fronto-occipital inferior, que conecta los lóbulos occipital y temporal con
el frontal.

Los lóbulos cerebrales y sus principales surcos.

Dentro del grupo de autores que piensan que además del volumen hay
que tener en cuenta la organización cerebral para entender la capacidad
intelectual de una especie, se han querido destacar también algunas
diferencias en cuanto a la forma del cerebro. En este sentido, en nuestra
línea evolutiva, el resto de los cerebros, sean del tamaño que sean, muestran
una forma más alargada y estrecha que la del nuestro, que presenta un
aspecto más globular, redondeado, con aumentos especialmente en regiones
parietales y temporales. Pero no está tan claro en qué medida este cambio
de forma de nuestro cerebro es sinónimo de cambios funcionales u
organizativos, o una mera respuesta a la reorganización global de nuestro
cráneo como consecuencia de una cara menos pronunciada.

ELLOS Y NOSOTROS

De acuerdo, sabemos entonces que nuestra inteligencia llegó gradualmente.


Y es muy probable que los neandertales fueran tan inteligentes como
nosotros, pues tenían un tamaño cerebral parecido al nuestro, incluso un
poco mayor, pero prácticamente equivalente en términos relativos, y una
tecnología lítica también muy similar a la de nuestros primeros tiempos.
Podemos pensar por tanto que la organización interna de los cerebros
neandertales no fuera muy distinta de la del nuestro. Ambas especies
éramos capaces de fabricar utensilios que nos permitían cazar animales
mucho más grandes y peligrosos, hacer fuego para cocinar y aprovechar
pieles de animales para sobrevivir a climas gélidos. Y mucho más.
Probablemente éramos las dos especies más inteligentes del planeta Tierra,
lo que, junto con nuestras extraordinarias manos de origen primate, aunque
muy desarrolladas tras miles de años dedicadas a la fabricación de
herramientas, nos permitía explotar los recursos naturales como ninguna
otra especie. Se sembraron las semillas de lo que acabaría siendo el dominio
del mundo por parte de una sola especie. O de dos. No queda claro. La
mayoría de los científicos piensan que neandertales y sapiens fueron dos
especies distintas, la primera evolucionada en Europa a partir de erectus o
alguna otra especie intermedia, que había llegado allí hacía mucho tiempo,
siendo la segunda un producto principalmente africano (aunque en esto
también hay discusión). Pero el hecho constatado de que ambas especies se
cruzaron genéticamente y dejaron descendencia y las notables similitudes
mentales o intelectuales entre ambas han llevado a pensar incluso que,
después de tanto debate, podríamos estar hablando en realidad de una única
especie.
Curiosamente, cuanto más se conoce de los neandertales, más parecidos
se encuentran con nosotros desde el punto de vista del comportamiento y,
por extensión, de su mente. Se asume que poseían ciertos rudimentos de
arte y usaban adornos corporales y tecnología de cierta complejidad, entre
otras muchas cosas. Es verdad que nuestra especie acabó superando al
neandertal en todos estos aspectos, pero esto quizá no sea sino obra del
tiempo sobre una biología cerebral ya muy desarrollada, cuyas capacidades
aumentaron en paralelo al declive de los neandertales, que fueron
decayendo hasta su extinción, hace unos 40.000 años o algo menos.
Muchos autores, no obstante, establecen una barrera infranqueable, un
Rubicón, entre nuestra mente y el resto de las mentes —o cerebros— del
reino animal, incluidas las del género Homo y hasta el mismísimo
neandertal, a pesar de sus enormes similitudes con la nuestra. De hecho, que
neandertales y sapiens no fueran muy distintos en los comienzos
significaría que aún no habíamos alcanzado ese estatus mental tan distintivo
de nuestra especie: la mente simbólica. Si nuestra especie tiene entre
200.000 y 300.000 años, el carácter simbólico de nuestra mente podría no
haberse alcanzado hasta hace 100.000 años o menos, quizá 50.000. Con la
llegada de la mente simbólica habría llegado mucho de lo que nos distingue
como especie: el lenguaje, la religión, el arte. Un tipo de mente
cualitativamente distinto a todo lo conocido hasta ese momento. La gran
barrera que nos distingue de cualquier otra criatura.
Pero es que los neandertales sí mostraron ya el tipo de comportamientos
que se derivan de una supuesta mente simbólica, al menos de una manera
rudimentaria. Además, existen restos que datan incluso de antes de que
ambas especies nos encontráramos en Europa hace en torno a 45.000 años,
que indicarían que o bien ellos ya habían franqueado esa frontera o bien que
esa frontera no existe. La segunda opción me parece la más probable. En
realidad, las definiciones de mente simbólica, qué se entiende por tal, son
muy ambiguas y difusas, no hay un claro acuerdo al respecto. Para algunos
autores, lo simbólico es sinónimo de no utilitario; para otros tiene que ver
con lo espiritual, y, finalmente, algunos mencionan su relación con la
comunicación, con el lenguaje.
Tener lenguaje, arte y religión no son facetas del comportamiento que
deban provenir de un mismo mecanismo mental, sino de diversas
confluencias de varias formas de entender la realidad. Es decir, una mente
simbólica, sea esto lo que sea, no sería la razón por la que tendríamos que
creer en dioses, pintar paredes o hablar. Lo cierto es que, desde un punto de
vista cognitivo, que la mente sea simbólica no significaría otra cosa que
poseer la capacidad de trabajar con símbolos, es decir, con representaciones
que en sí nada tienen que ver con cómo es el mundo real. Como comentaré
en otra parte de este libro, quizá no sea esta la forma en la que se representa
nuestro conocimiento. No obstante, hay otra manera de entender lo que son
los símbolos. Un símbolo sería un tipo de representación que remite a otra
realidad. Una bandera es símbolo de un país. La palabra barco se refiere a
lo que conocemos que es un barco. En este sentido, nuestra mente sí utiliza
símbolos, muchos de ellos por el uso del lenguaje (las palabras son
símbolos). No queda claro que los neandertales no tuvieran un lenguaje
como el nuestro; de hecho, es bastante probable que sí lo tuvieran. Y
también hay especies que parecen manejar símbolos o a las que se les puede
enseñar a utilizarlos. Pero con lo que se piensa no es con este tipo de
símbolos, es decir, los sonidos de las palabras o una bandera, sino con
aquello a lo que se refieren los símbolos. Hablar de mente simbólica como
rasgo distintivo y único de nuestra especie parece por tanto muy poco
preciso. Quizá otra falsa frontera entre nosotros y todas las demás especies,
otra raya artificial que realmente no separa nada. Volveré sobre esto más
adelante. Sigamos buscando.

NOS QUEDAMOS SOLOS

Por recapitular: hubo un momento en el que existieron e incluso


convivieron dos especies dotadas de una elevada capacidad intelectual,
neandertales y sapiens. Probablemente las dos especies más inteligentes y
capaces del planeta Tierra. Pero con el tiempo una de ellas desapareció. El
porqué de esta desaparición sigue siendo un misterio, y hay explicaciones
de todo tipo.
En un principio se propuso la hipótesis de que, luchando por los mismos
recursos naturales, nuestra especie ganó violentamente la batalla por
hacerse con ellos. Presumiendo una cierta superioridad intelectual en Homo
sapiens, algo que, como hemos visto, es discutible pero que no podemos
descartar, habríamos sido más hábiles en una lucha cuerpo a cuerpo contra
los neandertales. Pero entonces quedaría alguna muestra de tales luchas, y
en cambio no parece haber indicios de ellas. Esta explicación, por tanto, ha
ido cayendo en desuso.
También se ha propuesto que nuestra especie pudo haber sido portadora
de enfermedades contagiosas y parásitos contra los que el sistema
inmunitario del neandertal no hubiera sido capaz de luchar eficazmente. Los
neandertales se habrían extinguido por nuestra culpa, pero lo habríamos
hecho sin querer. Fenómenos similares se han dado a lo largo de la historia,
como en la conquista española de América, que ocasionó disminuciones
significativas de la población nativa, aunque no hasta el punto de su
extinción. Pero claro: neandertales y sapiens compartieron la geografía
europea durante nada menos que 5.000 años. Tal vez demasiados como para
pensar en una extinción provocada por los patógenos traídos por los
sapiens.
¿Y si los neandertales tuvieran algún tipo de desventaja para explotar los
recursos naturales en comparación con nosotros? Más que hablar de una
lucha a vida o muerte, cuerpo a cuerpo, entre ambas especies, podríamos
estar ante una mayor y mejor explotación de los recursos naturales,
normalmente escasos, de tal forma que quedara menor cantidad para el
grupo menos capaz, que a la larga desaparecería. Esas desventajas no
tendrían por qué ser necesariamente intelectuales, aunque no tengamos por
qué descartarlas tampoco. Debemos tener en cuenta que, también a lo largo
de la historia, se han producido extinciones de grupos humanos por parte de
otros grupos de la misma especie simplemente porque estos tenían alguna
ventaja tecnológica u organizativa, fruto de factores más culturales y
educativos que de las posibilidades o limitaciones intrínsecas del cerebro.
Parece ser que la tecnología lítica de los neandertales no era tan florida y
variada como la de nuestra especie, e incluso que vivían en grupos más
reducidos y aislados y, por lo tanto, con menor intercambio cultural.
También se ha propuesto que tenían una menor capacidad de resistencia a la
hora de correr. Esto es algo muy necesario y útil en la caza, una de las
principales fuentes de alimentación en aquellos tiempos junto con la
recolección de frutos y otros vegetales. Su robusto cuerpo era bastante
menos grácil y estilizado que el nuestro, por lo que su gasto energético
también habría sido superior.
Quizá coexistieran varias de estas posibilidades. El caso es que ellos
desaparecieron y solo quedamos nosotros. O no. Porque hubo mezcla. Los
estudios de ADN fósil demuestran que existieron relaciones entre
neandertales y sapiens con descendencia fértil, lo que significa que muchos
seres humanos actuales son descendientes, en parte, de aquellos
neandertales. Pero tampoco podemos decir que lo que tenemos ahora sea
una especie mixta neandertal / sapiens, fruto de una armónica coexistencia
que se extendiera durante milenios y a lo largo de vastos territorios. En
realidad, los fragmentos de ADN neandertal que podemos encontrar en los
humanos actuales son muy pocos, y solo se hallan en humanos cuyo origen
no es africano. Dicho de otra forma, muchos seres humanos actuales no
tienen ni rastro neandertal. Debemos concluir, por tanto, que es solo nuestra
especie la que sobrevivió, aunque algunos de nuestros miembros tengan
vestigios de aquella especie con la que convivimos y ya no existe. A no ser
que admitamos que en realidad sapiens y neandertales nunca fueron dos
especies distintas.

LOS PERIODOS MÁS IMPORTANTES DE NUESTRA VIDA

Pero a la hora de determinar si realmente somos las criaturas más


inteligentes del planeta le estamos dando demasiado peso a la dotación
genética de una especie, a partir de la cual se construye un cerebro, como si
eso fuera todo. Las experiencias, la acumulación cultural y los
conocimientos transmitidos, discutidos, debatidos, perfeccionados de una
cabeza a otra también cuentan. Y mucho.
Indudablemente, el cerebro de una especie establece los límites
intelectuales a los que esta puede aspirar. En el grupo al que pertenecemos,
los primates, se puede relacionar con el tamaño del cerebro, como ya
sabemos. Se ve en los logros alcanzados en la tecnología a lo largo de
nuestra evolución, y se constata cuando se comparan especies actualmente
vivas. Pero hay algo más. Un cerebro no desarrolla todo su potencial si no
recibe experiencias e información adecuadas y suficientes en el momento
adecuado. Y si, además, lo que recibe es de calidad y abundante, el lugar al
que puede llegar dicho cerebro puede ser impresionante.
Durante décadas existió un debate científico acerca de si nuestra
inteligencia, nuestra capacidad intelectual, era consecuencia del ambiente,
es decir, de la educación, de las experiencias, de lo recibido tras el
nacimiento, o si más bien era debida a la herencia genética. De padres
listos, hijos listos. Este debate se refiere a las diferencias intelectuales entre
individuos de una misma especie, la nuestra, pero podría al menos en parte
aplicarse a las diferencias que podemos encontrar en el registro fósil entre
especies de nuestra línea evolutiva. El debate está hoy, afortunadamente,
bastante superado, pues partía de una visión muy simplista de las
interacciones genes-ambiente, por la que se pensaba que un porcentaje de la
inteligencia de un individuo se debía a su herencia genética y otro a la
educación y experiencias recibidas. El debate se zanjaba con cifras de 80 /
20 por ciento, respectivamente, o bien de 20 / 80 por ciento o, más
recientemente, del 50 / 50 por ciento. La realidad, como siempre, es un
poco más compleja.
Para empezar, con el tiempo se ha venido comprobando que no hay un
gen para la inteligencia, en virtud de cuya calidad seamos más o menos
listos (con una educación adecuada). Son en realidad cientos los genes que,
en mayor o menor medida, contribuyen al valor del cociente intelectual de
una persona. Cada gen contribuye un poquito, a la vez que interviene en un
determinado y muy específico proceso cerebral. Unos contribuirán a la
calidad de ciertas conexiones cerebrales, otros a la cantidad de neuronas en
determinados lugares, otros al número de conexiones de ciertas neuronas, y
así un largo etcétera. De esta manera, lo que unos genes pudieran aportar de
ventaja a la inteligencia de una persona, otros podrían quitársela o
disminuirla.
Además, hay que entender que sin ambiente no hay genes que valgan. Lo
que llamamos ambiente va mucho más allá de la educación, pues incluye
numerosos factores de todo tipo. Para empezar, una nutrición adecuada es
fundamental, y a veces determinante, para la capacidad intelectual de una
persona. Esto es especialmente evidente durante el desarrollo, cuando un
cerebro en construcción necesita proteínas y aminoácidos, entre otros
muchos ingredientes, para poder construir el complejo entramado neuronal
que constituye un cerebro. Las neuronas y sus conexiones son entidades
físicas que necesitan materias primas, y si estas faltan, la calidad del
resultado no será óptima. Una vez comprendido esto, podremos entender
que otros muchos factores aparentemente alejados de lo que son las
experiencias vividas o la educación, pero que afectan al desarrollo cerebral,
podrían ser también de gran relevancia en el resultado final. Los tóxicos o
la contaminación son solo algunos ejemplos. Si, además, tenemos en cuenta
que el cerebro está en constante cambio más allá de su periodo de desarrollo
—que en el ser humano puede superar los veinte años—, entenderemos que
la capacidad intelectual de una persona puede variar incluso a lo largo de la
edad adulta como consecuencia de todos estos factores.
La inteligencia de una persona también va a depender, y en gran medida,
de que estos factores que estamos llamando ambientales se presenten en el
momento adecuado y no en otro. Durante el desarrollo del cerebro, este
necesita de determinados estímulos o experiencias en momentos concretos
y, si no los recibe, se habrá perdido una ventana de oportunidad que puede
tener consecuencias en mayor o menor medida irreversibles. Si a un gato
recién nacido le vendamos los ojos durante las primeras semanas tras su
nacimiento y le impedimos que vea, habremos dejado ciego al gatito para el
resto de su vida. Si esto se lo hacemos a un gato adulto, volverá a ver
perfectamente tras quitarle la venda de los ojos. Es lo que se conoce como
periodos críticos: fases de la vida de un individuo en los que ciertos tipos
de experiencia son, como su nombre indica, críticos. A la par que dichas
experiencias, los factores de construcción física del cerebro (los nutrientes a
los que nos referíamos hace un momento) serán también fundamentales en
esos periodos para que todo salga como es debido, lógicamente. Esta es la
razón por la que la malnutrición infantil es un problema más grave que el de
la mala alimentación en un adulto. Y no solo eso, ya que en la construcción
física de un cerebro también influyen las enfermedades que se padecen e
incluso, y de manera muy importante, el estrés. Este último es muy dañino
para el cerebro, pues, entre otras cosas, aumenta los niveles de una hormona
conocida como cortisol, que tiene el nefasto efecto de matar neuronas de
manera masiva.
No obstante, los periodos críticos relacionados con ciertas experiencias
quizá no sean tan críticos, y por eso se los ha llamado periodos sensibles;
así, para según qué experiencias y en según qué momento las consecuencias
de su ausencia tal vez no sean tan irreversibles como cuando hablamos de
periodos críticos. En general, los periodos críticos se dan al comienzo del
desarrollo y los sensibles más adelante. Además, el desarrollo cerebral sigue
un curso acumulativo en el que la calidad de la maduración y los logros de
determinadas partes en un momento determinado dependen de cómo
maduraron y hasta qué punto se desarrollaron en todo su potencial otras
zonas del cerebro que ya habrían culminado su periodo crítico o sensible.
Como vemos, la capacidad intelectual que finalmente muestra una persona
depende de multitud de factores que se entrelazan entre sí de una manera
compleja. Todo debe ir en armonía y mostrar unos mínimos de calidad, y en
la medida en que podamos mejorar la calidad de todos esos elementos
alcanzaremos mejores resultados.

EL PODER DE LA SABIDURÍA

La educación reglada de las sociedades humanas actuales se lleva a cabo,


principalmente, durante los más importantes periodos críticos y sensibles
del cerebro de nuestra especie. Si durante los largos años de maduración de
un cerebro este recibe los estímulos, los conocimientos y las experiencias
de todo tipo que proporcionan los sistemas educativos, habremos obtenido
un cerebro diferente de aquel que no los reciba, aun siendo de la misma
especie e incluso contando con una dotación genética similar o idéntica. Las
experiencias cambian la morfología y las conexiones del cerebro. Un
cerebro que recibe conocimientos y experiencias cuenta con un mayor
número de neuronas y un mayor número de conexiones entre las mismas, y
es, por tanto, un cerebro más eficiente, más inteligente.
Es más, la educación mejora la inteligencia de una generación a otra, al
menos aparentemente. El psicólogo James Flynn se dio cuenta hace unos
años de que la media del cociente intelectual de una población aumenta
progresivamente al cabo del tiempo, de manera que, cada diez años,
aproximadamente, aumenta tres puntos (la media del cociente intelectual es
un valor relativo que suele y debe estar en 100, por lo que cada cierto
tiempo habría que ajustar cómo se llega a este valor). Es el conocido como
efecto Flynn. La razón para esta mejora no es otra que el incremento en el
número de personas escolarizadas y en los contenidos que recibe cada
generación durante su educación. De esta forma, durante las últimas
décadas la inteligencia de las poblaciones habría ido en aumento, al menos
según los test tradicionales de inteligencia, que miden principalmente el
tipo de competencias mentales sobre las que más se incide durante el
proceso educativo. Dicho de otro modo, sería como un pez que se muerde la
cola: cada vez más gente es entrenada para rellenar mejor los test de
inteligencia, por lo que la media sube mucho. Que esto es así lo demuestra
el que en los países más desarrollados el efecto Flynn parece estar llegando
a un techo, mientras que sigue siendo muy notable en los países en vías de
desarrollo. Sea como fuere, indudablemente, una mayor y mejor educación
vuelve a los seres humanos más inteligentes.
Con frecuencia me pregunto a dónde habrían llegado los neandertales si
hubieran disfrutado de un sistema educativo como el nuestro. No descarto
que algunos de ellos habrían llegado muy lejos, incluso a tener éxito en
campos que requieren mucho de la abstracción de la que es capaz nuestro
cerebro, como la física o la ingeniería. Como nosotros, pues no todos
llegamos a las más altas cotas de nuestra potencial inteligencia como
especie. Si un neandertal, con su cerebro —tan grande como el nuestro—,
recibiera, en los periodos críticos correspondientes y con los apropiados
aportes nutricionales y de salud, las experiencias que recibe un ser humano
de nuestros días en un país avanzado, es muy probable que no apreciáramos
grandes diferencias con un sapiens. Es posible, por tanto, que, en un
momento de nuestra prehistoria, neandertales y sapiens fuéramos los más
inteligentes, los más listos del planeta, pero que sobre ese modelo básico y
bastante potente nuestra especie hubiera ido más allá. Quizá fuese fruto de
mejoras en la adquisición y el uso de los recursos naturales y, por tanto, en
las condiciones biológicas para un óptimo desarrollo individual del cerebro.
A la par, se habría dado una acumulación gradual de experiencias e ideas
que se habrían transmitido de generación en generación, lo que habría ido
mejorando la inteligencia de los sapiens, algo que parece haberse producido
sobre todo durante o poco después de la extinción de los neandertales.
Nuestro cerebro, por tanto, quizá no haya cambiado sustancialmente
desde los primeros tiempos de nuestra especie, hace entre 200.000 y
300.000 años. Tendríamos desde entonces, básicamente, un cerebro que ya
era muy capaz y que destacaba respecto del resto de las especies del
planeta, incluso de nuestro linaje evolutivo, si exceptuamos a los
neandertales. Lo que sí ha cambiado, y mucho, son nuestros alcances y
conocimientos, nuestros logros, nuestras posibilidades. Con el mismo
cerebro, nuestra especie no es la misma que la de hace 200.000 años, es
mucho más inteligente. El acúmulo de ideas, experiencias y conocimientos,
potenciados por nuestra gran curiosidad —una característica común en
todos los primates pero muy potente en nuestra especie gracias a su gran
cerebro—, ha sido fundamental. La observación del mundo natural —de las
especies que cazamos y comemos, o de las que criamos y cuidamos desde
que entramos en el Neolítico hace unos 10.000 años— ha contribuido
también a ello. La escritura, descubierta hace unos 5.000 años, ha
potenciado el aumento de esa inteligencia —aún en mayor medida desde la
invención de la imprenta—. La moderna tecnología, la digitalización y la
enorme capacidad para intercambiar información han supuesto otro enorme
salto, cuyas consecuencias, creo que muy positivas, darán muchos y
grandes frutos en el futuro. Pero el cerebro de Homo sapiens sigue siendo,
en lo fundamental, el mismo desde que apareció nuestra especie: los genes
que sustentan su construcción son los mismos, no ha dado tiempo a
modificarlos, al menos no de manera apreciable. Contra un mito muy
extendido en tiempos modernos, hay que decir que ninguna de las mejoras
en nuestra disponibilidad para obtener información (la escritura, la
imprenta, la digitalización) ha supuesto una merma de nuestro cerebro, más
bien lo contrario. Como especie, no estamos perdiendo capacidad de
memorización ni de atención como consecuencia de las nuevas tecnologías.
Si en un principio éramos una especie, junto con los neandertales, con
potencial para explotar y dominar el planeta, con el tiempo lo hemos
conseguido. Aunque debemos ser honestos y realistas, e incluso humildes, y
admitir que ese dominio no es completo y que algunas cosas parece que se
nos están yendo un poco de las manos. No dominamos el clima, como
resulta evidente, ni estamos consiguiendo detener el deterioro que nosotros
mismos provocamos en nuestro propio hábitat y, por lo tanto, en el de todas
las demás especies.
2
LA GRAN DIFERENCIA: NUESTRO LENGUAJE

Decía hace unas líneas que las palabras son símbolos. El sonido de una
palabra, generalmente arbitrario pero consensuado por una comunidad de
hablantes, se refiere a otra cosa. Eso es un símbolo. La palabra rosa se
refiere a una flor que nace de una planta con espinas, a pesar de lo cual la
flor es un objeto muy hermoso. La capacidad de los humanos para crear,
almacenar y utilizar símbolos es un rasgo muy sobresaliente de nuestra
especie, y sin duda una de las principales razones por las que somos tan
inteligentes.
Para entender el lenguaje tenemos que hablar de cada una de sus tres
principales facetas o dominios. Así tenemos, en primer lugar, los sonidos
del lenguaje. Esta sería la versión original del lenguaje humano, ya que
también tenemos la versión visual (el lenguaje escrito) o la motriz (la
lengua de signos de los sordos), que suelen tener grandes paralelismos
formales con la auditiva, a la que sustituyen cuando se hace necesario.
Cuando hablamos de los sonidos del lenguaje nos referimos a varias cosas.
Por un lado, la más directa se refiere a los fonemas (las consonantes y las
vocales), que conforman las sílabas que ensamblamos para construir las
palabras. Por otro, en el lenguaje hay pausas, énfasis, entonaciones, como
cuando distinguimos si nos están preguntando o asegurando; musicalidad,
en definitiva, información que suele ayudar a una mejor comprensión de lo
que nos quieren transmitir.
En segundo lugar tenemos la semántica, los significados del lenguaje.
Hay significados para las palabras que manejamos o para partículas de
palabras —lo que llamamos morfemas, como el prefijo ex—. También
tenemos significados para las oraciones, generalmente derivados de los
significados individuales de las palabras que las componen y dependiendo
de la forma en que estas están combinadas. Cuando digo que Juan ayuda a
Pedro, no significa lo mismo que cuando digo que Juan empuja a Pedro.
Un último ingrediente de nuestro lenguaje es la sintaxis o gramática, las
reglas de combinación de palabras y morfemas para describir una situación
específica de manera generalmente inequívoca y precisa. La gramática es la
que me permite determinar sin ambigüedades que cuando digo que Juan
ayuda a Pedro, el que ayuda es Juan y no Pedro, y el que recibe la ayuda es
Pedro y no Juan. Sin dudarlo.

LA IMPORTANCIA DE TENER BUEN OÍDO

Hay algunos autores que piensan que el lenguaje humano fue inicialmente
gestual, que empezamos utilizando las manos para comunicarnos. Sin
embargo, quizá por una necesidad de representar de manera eficiente el
número cada vez mayor de palabras que utilizábamos, a la vez que
liberábamos las manos para poder llevar a cabo otros menesteres mientras
hablábamos, estas pasaron a un segundo plano y fueron sustituidas por los
sonidos articulados que produce nuestro aparato fonador. Nuestras manos
son tremendamente útiles e imprescindibles para muchas cosas, no
podíamos dedicarlas a hablar si había una opción mejor, que además tiene la
ventaja de poder ser utilizada sin necesidad de vernos los unos a los otros,
como cuando esperamos agazapados a que venga la presa que será nuestra
cena del día. También es muy probable que nuestro lenguaje fuera auditivo
desde el principio. Yo me inclino por esta segunda hipótesis. Las dos
principales regiones del cerebro especializadas en el lenguaje, las áreas de
Broca y de Wernicke, están dispuestas de tal forma que resaltan su carácter
auditivo. La primera está próxima a las zonas motoras del cerebro que
controlan los movimientos de la boca y del aparato fonador, mientras que la
segunda es parte de las áreas auditivas del cerebro. Es interesante destacar
que incluso las personas sordas de nacimiento utilizan estas dos áreas en su
lenguaje gestual, a pesar de que su situación las predispone para ser usadas
para mover la boca y escuchar, una muestra de su alto grado de
especialización para sustentar nuestro lenguaje.
El lenguaje humano es, por tanto, de naturaleza auditiva, sonora. Y
además utiliza un sistema muy ingenioso para construir las palabras que lo
sustentan, un sistema que recicla muchos de sus elementos para economizar
memoria sin apenas perder precisión. Por ejemplo, con solo una veintena de
sonidos consonánticos y cinco vocálicos, podemos construir en castellano
decenas de miles de palabras diferentes.
Es cierto que para esto necesitamos tener un oído muy fino, un oído que
nos permita distinguir con cierta claridad y poca ambigüedad sonidos que a
veces se pueden parecer, como la p y la b, pues no es lo mismo pesa que
besa. Necesitamos, por tanto, una alta precisión auditiva para el lenguaje.
Esto es aún más acuciante si tenemos en cuenta que los sonidos que utiliza
el lenguaje humano no explotan todo el espectro de frecuencias que puede
percibir nuestro oído. Mientras que este es capaz de detectar sonidos que
tengan entre 20 y 20.000 ciclos por segundo o hercios (a más ciclos por
segundo, el sonido es más agudo), el habla humana solo utiliza una franja
muy estrecha de este espectro, aproximadamente entre los 2.000 y los 5.000
ciclos por segundo. De hecho, nuestro sistema auditivo, desde la oreja hasta
la corteza cerebral, muestra adaptaciones específicas para resaltar este
rango concreto de frecuencias. Observemos por ejemplo nuestra oreja: tiene
una serie de curiosas rugosidades en el exterior, cartílagos que se curvan de
una forma que no es caprichosa, sino que sirve para amplificar ese rango de
frecuencias. Es muy probable que la preferencia por estas frecuencias tenga
que ver con aquellas que mejor se transmitían en el medio donde
evolucionamos, que parece ser de tipo sabana africana, a diferencia del más
selvático del chimpancé. No obstante, a pesar de estas especializaciones
para agudizar el oído, no es difícil que confundamos los sonidos del
lenguaje o que en ocasiones no nos queden claros. Es el precio que tenemos
que pagar por tener un sistema que economiza espacio de almacenamiento.
Por suerte, generalmente compensamos este problema gracias al contexto
de la conversación y a la existencia de redundancias en nuestras emisiones
lingüísticas.
Pero la parte auditiva del lenguaje humano es quizá la más accesoria y
prescindible en términos de inteligencia. Como decía, tenemos otras
versiones igualmente válidas y por lo general tan eficaces como la auditiva.
La lengua de signos de los sordomudos es un lenguaje tan completo e
íntegro como el auditivo, y mediante el lenguaje escrito también podemos
transmitir información con la misma fidelidad y calidad que a través del
habla. Aunque el lenguaje humano sea por naturaleza auditivo, podríamos
decir que esta es la parte por la que el lenguaje simplemente entra y sale del
cerebro. Lo más importante va a estar dentro. Lo que de verdad hace único
al lenguaje humano son sus facetas semántica y sintáctica. Con ellas ya nos
metemos de lleno en el terreno de la inteligencia humana.

EL DICCIONARIO MENTAL

Las palabras son símbolos, y, como tales, tienen dos partes bien
diferenciadas. Una es un sonido (o una imagen visual o un signo manual), y
generalmente la llamamos significante. La otra, quizá la más importante
para lo que nos trae aquí, es lo que se conoce como el significado. Un
significado es un concepto, una idea o representación generalmente no
lingüística y, en numerosas ocasiones, aunque no siempre, basada en
nuestras experiencias reales y directas del mundo exterior. Formamos
conceptos a partir de lo que tocamos, vemos, oímos, olemos o saboreamos,
a partir de lo que hacemos en y con el mundo exterior o de lo que este nos
hace a nosotros. El cerebro es, todo él, básicamente un dispositivo para
percibir el mundo y para actuar sobre él, y a partir de estas interacciones del
individuo con el medio se constituyen y forman los conceptos. A cada uno
de estos conceptos se le vincula un sonido, normalmente formado a base de
combinar varias sílabas, y ya tenemos una palabra.
No se sabe de forma concluyente si esta capacidad para vincular un
significante con un significado es una de las claves para entender la
singularidad del cerebro humano y por tanto nuestra gran ventaja
intelectual, pero es muy probable. Aquí nos encontramos con varias
diferencias fundamentales con respecto a otros seres vivos. Podemos
empezar por la facilidad con la que hacemos esos enlaces significante-
significado. El caso es que otros animales son capaces de establecer estos
vínculos, al menos cuando se les ha enseñado en cautividad. Es el caso de
algunos grandes simios, como chimpancés o gorilas. Dadas sus limitaciones
en la emisión de sonidos, pues no cuentan con un aparato fonador tan
sofisticado como el nuestro, los significantes han sido signos manuales del
lenguaje de los sordomudos o imágenes que nada tienen que ver
visualmente con el pretendido significado. Los investigadores utilizan
imágenes arbitrarias, en lugar de ilustraciones del concepto que quieren
enseñarles, para que se asemejen a lo que ocurre con nuestros símbolos,
donde la relación significante-significado es normalmente caprichosa: la
palabra mesa no se parece a una mesa. Los grandes simios han demostrado
ser capaces de aprender estos símbolos, pero no parece que esté entre sus
especializaciones cerebrales. No los aprenden de manera fácil, hay que
enseñarles qué significante corresponde a qué significado de una manera
insistente, con numerosos ensayos. Y esto no es lo habitual en el ser
humano, que aprende esas relaciones con relativa facilidad y tras pocos
ensayos, a veces a la primera, especialmente en el caso de los niños. Es
cierto que algún chimpancé ha destacado por tener más facilidad que sus
congéneres a este respecto, pero es más la excepción que la regla.
Hay otra diferencia importante más en nuestra capacidad para vincular
significantes con significados: su número. La cantidad de símbolos que
podemos aprender es abrumadora, tanto que cuando pregunto en clase o en
una conferencia cuántas palabras (significantes, en realidad) creen que
tenemos los seres humanos en nuestro diccionario mental, sin contar las que
podamos conocer de otros idiomas, las cifras que me suelen dar están muy
alejadas de la realidad, y siempre a la baja. Un ser humano adulto con una
formación académica media conoce unas cuarenta mil palabras, y
probablemente más si es una persona que lee con frecuencia. Conoce no
solo cómo suenan, sus significantes, sino también sus significados. No
somos conscientes de tener tantas palabras en nuestra cabeza y
generalmente creemos que serán entre dos mil y cinco mil. Es cierto que las
que usamos habitualmente son en torno a dos mil, y de hecho muchos
diccionarios intentan utilizar solo esas palabras más frecuentes para las
definiciones de todas sus entradas. Pero, aunque muchas no las usemos ni
frecuente ni coloquialmente, las conocemos, están ahí, y podemos
emplearlas o comprenderlas cuando haga falta. Es cierto también que
cuanto menos se utilicen en nuestro día a día, más esfuerzo tendrá que hacer
nuestro cerebro para acceder a sus significados, pero las comprenderá
igualmente.
Cuando a chimpancés y gorilas se les ha intentado enseñar un número
elevado de símbolos, su diccionario tiene un límite que ronda las mil
quinientas palabras, de nuevo con alguna excepción, pero no muchas más.
Están muy lejos de nuestras cifras. Sin duda, algo hay en nuestro cerebro
que no está en el de otros primates, gracias a lo cual somos capaces no solo
de vincular un sonido de palabra con un significado de palabra —un
significante con un significado— con suma facilidad y poco esfuerzo, sino
que además lo hacemos en grandes cantidades. La parte del cerebro donde
se guardan los significantes de nuestros diccionarios parece ser la conocida
área de Wernicke, situada en el hemisferio izquierdo, podríamos decir que
en un lugar que se sitúa detrás del oído. Ya comenté que es parte del sistema
de percepción auditiva del cerebro. Los significados, los conceptos, por su
parte, se ubican en múltiples lugares del cerebro. No hay un acuerdo
definitivo a este respecto, pero parece que extensas regiones del lóbulo
temporal, donde también está el área de Wernicke, guardan esos
significados, aunque estos podrían ir más allá y estar repartidos por
prácticamente todas las regiones de la corteza cerebral. Al fin y al cabo, los
significados los obtenemos de nuestras relaciones con el medio que nos
rodea, y por tanto las áreas cerebrales con las que vemos, oímos, tocamos o
realizamos acciones (como es el caso de muchos verbos) podrían ser los
depositarios de los correspondientes significados.

LA IMPORTANCIA DE LOS SENTIDOS

Algo ha ocurrido en nuestra evolución para que lo que se almacena en el


área de Wernicke —los significantes— quede vinculado rápida y
eficientemente con lo que guardamos en otras partes del cerebro —los
significados—, lo cual nos otorga una gran ventaja. Otros animales no
cuentan con un área de Wernicke como la nuestra, parece que ni tan siquiera
con algo parecido. Es posible, sin embargo, que sí haya algunos que tengan
conceptos, aunque no serían significados en sentido estricto, sino quizá algo
parecido. Y no solo los primates, sino otros muchos mamíferos, aves y
puede que otras clases de animales. Comprenden y reconocen objetos y
situaciones del mundo basándose en lo que recuerdan de sus experiencias.
Sin embargo, es muy posible que el mecanismo con el que los humanos
asignamos un significado o una experiencia a un significante enriquezca
sobremanera nuestra formación de conceptos, y por tanto mejore y extienda
considerablemente nuestra comprensión del mundo, que clasificaríamos en
diversas y múltiples realidades. Bastaría con escuchar o utilizar una palabra
para referirnos sin esfuerzo a toda una parte del mundo muy concreta.
Esto nos hará más inteligentes. Y no solo porque clasificamos el mundo
que percibimos en diversas realidades, sino porque además generamos
nuevas realidades que no se pueden percibir. Tenemos multitud de palabras
para referirnos a circunstancias que no podemos ni ver, ni oír, ni tocar, pero
que, gracias a nuestra extraordinaria facilidad para generar pares
significante-significado, hemos convertido en realidades. Basta con poner
un nombre a una idea y ya la hemos hecho realidad. Veamos por ejemplo un
caso muy simple, el concepto animal. En el mundo real no existen los
animales; existen los perros, los gatos, las vacas o los conejos. Animal es un
término nuevo que nos hemos inventado y que podemos comprender
gracias a que hemos creado una etiqueta específica para ese concepto. Es,
digamos, un grado de abstracción de la realidad: algo que es común a todos
los ejemplares concretos de animales, que se aplica a todos ellos (se
mueven, respiran, nacen, se reproducen y mueren, etc.) y que denotamos
con una etiqueta concreta. Gracias a esto, los animales ya existen; pero
como concepto son fruto de nuestra mente.
Nuestra corteza cerebral, esa fina capa en la superficie del cerebro que
presenta un característico aspecto arrugado, es mucho más extensa que la de
cualquier otro primate. Es ahí donde guardamos nuestros conceptos o
significados. El hecho de que sea tan extensa nos pone en una situación
privilegiada, pues casi todo lo que tenemos de más en nuestra corteza nos
permite abstraer la realidad más allá de lo que está al alcance de otros
animales. Las abstracciones se basan en nuestras percepciones y acciones,
aunque estén por definición alejadas de percepciones y acciones
específicas. Percibimos perros, gatos, vacas y conejos: yendo un poco más
allá, alejándonos un poco de lo más directamente tangible —abstrayendo,
en definitiva— generamos la idea de animal. Con una corteza cerebral tan
extensa como la humana, nuestras abstracciones se pueden alejar
muchísimo de la realidad más perceptible e inmediata. Esto nos dará una
inmensa ventaja para comprender las realidades más complejas, intrincadas
y ocultas del mundo que nos rodea. Se trata, sin duda, de una de las claves
de nuestra gran inteligencia. Y se la debemos en gran parte al lenguaje.
El vocabulario humano, nuestro diccionario mental, está lleno de
palabras abstractas. Mucho más que animal, que al fin y al cabo solo sería
un primer peldaño de nuestras posibilidades para abstraer el mundo que
percibimos. Por ejemplo: semana, paz, libertad, amor, energía, infinito,
promesa, tiempo, pensamiento, sistema, escepticismo, creatividad,
esperanza... Y así, miles de ejemplos. Intentemos describir cualquiera de
estos conceptos sin palabras, señalando algo o imitando unos movimientos.
Veremos lo difícil, más bien imposible, de esta misión. Sin embargo,
gracias al lenguaje, esos conceptos existen, y remiten a realidades que no
percibimos a simple vista, pero que tienen una existencia que es al mismo
tiempo real e imposible sin lenguaje. Y podemos pensar en ellos, razonar,
reflexionar sobre ellos. E incluso generar, a su vez, otros nuevos. El
concepto animal surgió en mi mente porque en su día me dijeron que
perros, gatos, vacas y conejos, conceptos que había adquirido antes, son
animales. Y de los conceptos animales y plantas surgió el de seres vivos. Y
así sucesivamente, en una cadena infinita que abarca el universo entero,
desde las galaxias y cúmulos de galaxias hasta el átomo, con sus protones,
neutrones y electrones, y más allá. Esto nos permite conocer mucho mejor
el mundo que nos rodea, hasta donde ninguna otra especie puede llegar. Nos
hace, sin duda, más inteligentes.
Pero todo empieza por los sentidos. Numerosas experiencias perceptivas
sin aparente conexión entre ellas, sin parecido físico evidente entre sí, pero
acompañadas de un determinado sonido de palabra, darán lugar a un
concepto abstracto, a que vinculemos ese sonido de palabra con lo que
hayan tenido en común todas esas experiencias, aunque a primera vista no
se parecieran en absoluto. Un atardecer, un arcoíris, un paisaje, la cara de un
niño o de una persona atractiva, una mirada profunda, una rosa, una
melodía cautivadora, una voz embriagante, un perfume irresistible... Si cada
vez que vivimos una de estas experiencias escuchamos la palabra belleza,
ya tendremos un concepto abstracto, al que habremos llegado con relativa
facilidad. Sin esa palabra, será difícil que lo tengamos. Quizá no imposible,
pero desde luego más difícil, especialmente para conceptos muy abstractos.
El caso es que sabemos que otros animales abstraen. Lo vemos en sus
cortezas cerebrales. Las regiones encargadas del conocimiento abstracto,
que va más allá de la percepción más inmediata, están presentes en multitud
de seres vivos, tanto mamíferos como aves, y parece que en reptiles y peces
también. Son las llamadas cortezas de asociación; y las hay unimodales
(que se dedican principalmente a abstraer en una única modalidad sensorial,
como la vista, el oído o el tacto) y multimodales (más complejas y que
integran información de varias modalidades). Gracias a ellas tendríamos las
abstracciones necesarias para conceptos tan profundos y alejados de lo más
inmediatamente perceptible como belleza, libertad o tantos otros. Nuestro
cerebro destaca en estas últimas, que apenas son un atisbo en la mayoría de
las otras criaturas. Estas, además, carecen de lenguaje, y por tanto de
etiquetas —palabras o significantes— que ayuden a delimitar y dar entidad
a un concepto. O a definirlo cuando lo generamos a partir de otras palabras,
de lo que nos cuentan cuando preguntamos qué significa algo.
Las cortezas primarias y de asociación. Estas últimas pueden ser unimodales o
multimodales.

Y cuando el concepto resulta muy complejo, nos valemos de estrategias


indirectas que nos ayuden a su comprensión, estrategias en las que las
experiencias sensoriales más inmediatas jugarían un papel muy importante.
Esto es algo más frecuente de lo que solemos pensar. Por ejemplo, el
concepto de tiempo se forma en gran medida a partir de nuestras
experiencias corporales en el espacio. El tiempo se concibe como una
metáfora del espacio, de cómo nuestro cuerpo interactúa con los objetos y el
espacio exterior. Así, por ejemplo, el tiempo se puede tener o no (poseer,
como un objeto), se puede sacar, alargar, acortar, estirar, dividir (en
segundos, minutos, horas..., días, semanas, años). Puede empezar y
terminar. El tiempo puede ir más deprisa, más despacio, puede ir hacia
delante o hacia atrás... En última instancia, un concepto tan abstracto como
el tiempo se ha servido de nuestras experiencias a través del cuerpo para
poder ser mejor entendido. Insisto: todo comienza por los sentidos.

LA IMPORTANCIA DE LAS NORMAS


La faceta del lenguaje que nos falta para completar el puzle es la sintaxis o
gramática, es decir, las reglas mediante las cuales combinamos sonidos de
palabras o morfemas para construir mensajes estructurados con los que
describimos pormenorizadamente incluso las realidades más complejas del
mundo. De nuestro lenguaje, la sintaxis es, junto con la faceta semántica, lo
que más aporta a la unicidad de la inteligencia humana. Algunos incluso se
atreven a afirmar que es la única característica exclusivamente humana de
nuestro lenguaje, el único aspecto de este que verdaderamente contribuye a
hacernos más listos.
La sintaxis nos permite combinar palabras y morfemas, y a la vez
establece qué combinaciones son correctas y cuáles no. Esto es importante
para transmitir un mensaje preciso y que no dé lugar a confusión o error.
Hay que seguir las reglas. Así, «A jugar las quiero cartas yo» ni es correcto
ni se entiende, pero «Yo quiero jugar a las cartas» sí. La sintaxis del
lenguaje permitiría además combinar elementos lingüísticos de manera
teóricamente infinita sin que el resultado dejara de entenderse. Esta
capacidad combinatoria sin límites aparentes sería lo que haría único al
lenguaje humano. Así, podríamos no solo crear una oración que describa
una realidad, por ejemplo, «Juan quiere comprarse un libro», sino
combinarla con otras de manera infinita. Podemos decir: «Yo creo que Juan
quiere comprarse un libro», «Pedro piensa que yo creo que Juan quiere
comprarse un libro», «Susana ha dicho que Pedro piensa que yo creo que
Juan quiere comprarse un libro»... Y así indefinidamente. Lógicamente,
nuestra restringida capacidad para trabajar con una determinada cantidad de
información nos pondría los límites; en la vida real no podemos o no
solemos hacer combinaciones infinitas, ni tan siquiera mucho más largas de
las que tenemos en estos ejemplos. Pero el sistema en sí mismo permitiría
que las combinaciones llegaran al infinito si así se desea.
La capacidad combinatoria de la sintaxis del lenguaje, infinita o no, sería
una bendición para nuestro cerebro, una de las razones de nuestra gran
inteligencia. Nos permitiría combinar conceptos, ideas, de una manera
nunca vista, y dar lugar así a una nueva idea, a una invención original.
Tendríamos de ese modo una capacidad de creatividad sin parangón en el
reino animal. Efectivamente, la sintaxis nos permite combinar cualquier
cosa con cualquier otra, originando una idea loca que quizá no sea una
locura sino una genialidad. Pongamos el ejemplo con el que ilustró esta
propuesta Noam Chomsky, polémico lingüista que defendió a capa y espada
el valor y la unicidad de la sintaxis humana cuando esta estaba denostada
por la psicología: la sintaxis humana me permite decir «Las ideas verdes
incoloras duermen furiosamente». Es esta una oración sin sentido ninguno;
no dice nada, al menos nada que pueda llevarse a la realidad del mundo en
que vivimos. Pero es una combinación gramaticalmente correcta que yo
puedo inventarme y transmitir a otros. Con este mismo mecanismo, quizá
alguna otra combinación creativa e inicialmente sin sentido, como «Con
una piedra y unos golpes tengo un utensilio para cortar la carne», acabe
siendo una idea genial. No obstante, hay que decir que no queda claro que
sea el lenguaje el que fuerza a la mente a imaginar cosas nunca vistas, o si,
por el contrario, es nuestra desbocada imaginación la que fuerza al lenguaje
a plasmar esas fantasías. No todos los autores aceptan que nuestra
creatividad dependa enteramente de la sintaxis del lenguaje, y yo más bien
creo que la relación es la inversa.
Para algunos, Chomsky incluido, la sintaxis es la única característica
realmente destacable y distintiva del lenguaje humano, es el corazón del
habla humana, y es una característica que solo los humanos poseemos.
Otros seres vivos pueden tener la capacidad de emitir sonidos y
combinarlos con más o menos fortuna. También pueden generar conceptos,
significados, y hasta puede que les asocien aquellos sonidos, constituidos en
un significante. Esto ocurriría en el medio natural; por ejemplo, algunos
monos tienen palabras para referirse a sus depredadores de manera
específica, como águila o serpiente. También he mencionado cómo en
cautividad algunos primates pueden aprender bastantes palabras.
Únicamente en nuestra sintaxis estaríamos solos. Sin embargo, y como ya
hemos visto, el número de palabras que podemos aprender en comparación
con otras criaturas es realmente abrumador, y ahí podría estar una de las
claves de nuestra unicidad mediada por el lenguaje. No solo en la sintaxis,
sino también en la semántica, o en su exuberancia, gracias a nuestra
facilidad para unir significantes con significados. Es más, incluso podría ser
que buena parte de la sintaxis no sea sino un derivado de la semántica, un
apartado de esta dedicado a establecer relaciones entre los elementos
mencionados. Palabras tradicionalmente consideradas sintácticas, como las
preposiciones (para, hacia, de, por), las conjunciones (y, que, como) o los
adverbios (no, así) y tantas otras no serían sino un grupo más de palabras
con sus significados. Efectivamente, la sintaxis se podría haber derivado de
la semántica.

MÁS ALLÁ DEL LENGUAJE

Como vemos, el conocimiento actual sobre el lenguaje humano y sus


aspectos más centrales —la semántica y la sintaxis— no está libre de
polémica. El lenguaje es una de esas facetas de nuestro comportamiento tan
cruciales y complejas que provocan acaloradas discusiones en la comunidad
científica. Su relevancia para lo que nos hace humanos, para entender por
qué somos tan inteligentes, no obstante, está fuera de toda duda. Aún
debemos mencionar otro aspecto polémico del lenguaje. Por un lado, parece
que contaríamos con unos mecanismos genéticos específicos para el
lenguaje; el lenguaje sería una capacidad innata de nuestra especie. Pero,
por otro, pudiera ser que el lenguaje lo aprendemos con los mismos
mecanismos con los que aprendemos cualquier otra destreza compleja,
como las relaciones espaciales entre objetos, las propiedades físicas del
mundo exterior o tocar un instrumento. Es decir, la segunda propuesta
sugiere que tenemos un gran cerebro con un mecanismo general de
aprendizaje que vale para muchas cosas, siendo el lenguaje una de ellas;
simplemente una más.
Lo cierto es que hay evidencias para las dos alternativas. Hay genes que
parecen relativamente específicos del lenguaje, como el famoso FOXP2,
sobre el que se ha escrito muchísimo, si bien es verdad que este y otros
genes no solo afectan al lenguaje, sino al desarrollo general del cerebro,
especialmente de la corteza cerebral. También es cierto que en la corteza
cerebral parece haber regiones especializadas en el lenguaje y que no parece
que compartamos con otros primates, como las conocidas áreas de Broca y
Wernicke, que no son exclusivas del lenguaje, aunque esta sea su principal
función. Ambas participan también en otras tareas, como la secuenciación y
organización de movimientos (caso de Broca) o la integración auditiva
(caso de Wernicke). Además, los límites de ambas áreas no están bien
definidos anatómicamente, lo que indica cierta ambigüedad no solo
respecto a sus funciones, sino incluso respecto a su mera existencia.
En favor de una base biológica específica para el lenguaje cabe hacer
una observación importante: el lenguaje se desarrolla en periodos críticos.
Un periodo crítico, como ya expliqué antes, es una época del desarrollo del
cerebro en la que este debe estar necesariamente expuesto a determinadas
experiencias para poder madurar y establecer ciertas habilidades. Si no se
dieran dichas experiencias, se pierde una oportunidad que generalmente es
irrecuperable. Recordaréis el gatito ciego que imaginábamos. En el lenguaje
humano hay un periodo crítico para recibir los sonidos del lenguaje, que
generalmente son los primeros doce meses de vida. Aquellos fonemas que
el bebé haya escuchado durante ese tiempo, tanto de su idioma materno
como de un posible segundo idioma, los entenderá y pronunciará como un
nativo. Si se empiezan a percibir sonidos de otro idioma después de ese
periodo, lo normal es que no se pronuncien ni se comprendan como los
propios del idioma materno. Hay otro periodo crítico para la sintaxis, que se
suele decir que acaba a los seis o siete años, aunque varios autores lo
reducen a los tres primeros años, al menos para la sintaxis más básica. El
periodo crítico para la semántica, para el aprendizaje de pares significante-
significado, es mucho más extenso, probablemente hasta los dieciséis años,
aunque el vocabulario es algo que seguirá creciendo durante prácticamente
el resto de la vida.

Periodos críticos para el aprendizaje del lenguaje. Fonética, sintaxis y semántica se


desarrollan en diferentes momentos.

Sea como sea, también tengo que decir que el lenguaje no serviría de
mucho de no ser porque hace referencia, utiliza y necesita áreas del cerebro
que no son estrictamente lingüísticas. Estas áreas, principalmente de
asociación —es decir, aquellas donde el conocimiento adquirido a través de
nuestras experiencias con el entorno se almacena como abstracciones—,
son fundamentales para que el lenguaje sea entendible y eficaz a la hora de
comunicar ideas o conceptos. De lo contrario, tendríamos que estar
continuamente explicándolo todo, perdiendo mucho tiempo y eficacia en la
comunicación. Veamos un ejemplo. Cuando hablamos o escuchamos hablar,
continuamente hacemos inferencias acerca de lo que realmente nos están
diciendo para dar sentido a lo comunicado. Así, si escucho decir «La
gasolina se había acabado, tuvimos que empujar el coche dos kilómetros»,
estoy recibiendo la descripción de dos situaciones aparentemente distintas
pero que nuestro cerebro ve coherentes inmediatamente. Los coches andan
con gasolina y sin ella no funcionan; esto no nos lo han dicho, pero lo
sabíamos, y es gracias a este conocimiento que puedo entender que la
primera situación es la causa de que ocurriera la segunda. Resulta
interesante que algunas de las regiones que más participan en dar
coherencia parecen haber aumentado de tamaño de manera exagerada en el
cerebro humano cuando lo comparamos con el de otros primates. Son
algunas de las áreas donde se dan los mayores niveles de abstracción.
Sí, el lenguaje produce efectos en el cerebro que van mucho más allá de
las áreas estrictamente dedicadas al lenguaje. Podríamos decir que impacta
en todo él, como si fuera la misma realidad. Cuando leemos o escuchamos
historias, las vivimos como si estuviéramos allí y fuéramos los
protagonistas. El lenguaje tiene un gran poder sobre el cerebro. Y le permite
pensar mejor, ahorrándole grandes esfuerzos. Y no solo porque le permite
crear conceptos que no serían posibles de no tenerlo. De hecho, uno de los
descubrimientos de la neurociencia de las últimas décadas es la
constatación de que no somos conscientes de la gran cantidad de procesos
cerebrales que están ocurriendo continuamente. Los procesos conscientes,
que suponen un gran esfuerzo energético, apenas constituyen un 3 por
ciento o menos de todo lo que hace el cerebro en un momento dado, y que
también es tremendamente necesario para razonar, pensar, tomar decisiones
o llegar a una conclusión. Pues bien, cuando escuchamos hablar solo somos
directamente conscientes de los sonidos de las palabras y poco más, si bien
es cierto que, simultáneamente, se ponen en marcha multitud de procesos
cerebrales provocados por lo que nos están diciendo. Por eso entendemos
de inmediato la relación entre empujar un coche dos kilómetros y la falta de
gasolina. Es así como podemos seguir sin apenas esfuerzo toda una
secuencia organizada de razonamientos e ideas alcanzados por otra persona
cuando esta nos los transmite mediante el lenguaje. Gracias a esto podemos
pensar en grupo, en sociedad, y alcanzar cotas de conocimiento y reflexión
valiosísimas. Sí, el poder del lenguaje sobre el cerebro es impresionante.
Esto, que normalmente es una gran ventaja y nos hace más listos, puede
también convertirse en un gran peligro, ya que ni todo lo que nos dicen
tiene por qué ser verdad ni siempre es bienintencionado.

LA EVOLUCIÓN DEL LENGUAJE

¿Solo Homo sapiens ha contado con la ventaja del lenguaje, o también otros
miembros de nuestra línea evolutiva se beneficiaron de este gran invento?
¿El lenguaje surgió de golpe o de forma gradual? Responder a estas
preguntas no es fácil; y como todo lo que rodea al lenguaje, no está libre de
polémica. Como no podía ser de otra forma, encontraremos dos posibles
respuestas contrapuestas. No obstante, una de ellas parece más realista, al
menos para mí. Se ajusta más a lo que sabemos sobre cómo es la evolución
de cualquier rasgo, y parece explicar mejor cómo es nuestro lenguaje. Me
refiero a la idea de que el lenguaje humano actual llegó poco a poco,
gradualmente, empezando probablemente en épocas tan remotas como las
de la aparición de Homo erectus / ergaster o poco después.
En la hipótesis de que el lenguaje vino poco a poco se supone que en
algún momento debió de suceder algún cambio en nuestro cerebro, quizá
fruto de una o varias mutaciones genéticas, que nos permitiera unir con
facilidad significantes con significados. Los símbolos, las palabras, serían
por tanto el comienzo de todo, la condición a partir de la cual todo lo demás
pudo venir después: una mayor capacidad para aumentar el número de
palabras que podemos recordar y una sintaxis que nos permitiera combinar
los cada vez más numerosos y complejos símbolos de nuestras
conversaciones. Que fueran necesarias nuevas mutaciones para que
pudiéramos tener sintaxis no estaría claro, y no es requisito imprescindible
según este punto de vista. La sintaxis pudo venir por convención social o
cultural a partir de un vocabulario extenso. Para lo que sí habría habido
posibles mutaciones sería para el desarrollo de nuestro aparato fonador, los
órganos del habla. Este presenta adaptaciones únicas en nuestra especie y,
aunque no sabemos cómo sería el de otras especies extintas, sí se ha podido
saber que el oído de otros miembros de nuestro linaje estaba ya
especializado en discriminar de manera precisa el tipo de sonidos que
usamos al hablar. Sería un índice de que ya poseían esa capacidad de emitir
los sonidos de nuestro lenguaje y, por tanto, de que probablemente la
utilizaban. Sabemos que neandertales y especies anteriores a esta y a la
nuestra, como Homo heidelbergensis (que vivió hace entre 600.000 y
200.000 años y pudo dar lugar a neandertales y sapiens), ya mostraban estas
especializaciones. Esto no descarta que el lenguaje surgiera gestualmente,
como algunos autores han sugerido; pero ante la necesidad de denominar
cada vez más conceptos y, al mismo tiempo, poder valerse de las manos
mientras nos comunicamos, habrían ido surgiendo adaptaciones para el uso
del tracto vocálico.
Según la postura gradual de evolución del lenguaje, ¿tendrían los
neandertales un lenguaje tan rico y complejo como el nuestro? ¿Y otras
especies? Posiblemente, los neandertales tenían al menos el potencial para
desarrollar un lenguaje como el nuestro. Su gran cerebro, su posible
capacidad articulatoria vocal y otros datos de su comportamiento así lo
indicarían. Incluso poseían la misma variante del gen FOXP2 que nosotros,
un gen que se ha considerado fundamental y clave para el lenguaje humano,
aunque en realidad ningún rasgo complejo del comportamiento depende de
un solo gen, sino de decenas, normalmente de cientos de ellos. Otra cosa es
que realmente hubieran explotado todo su potencial para llegar a tener un
lenguaje como el nuestro, pues cabe que mucho de lo que este es no sea
fruto solo de mutaciones genéticas, sino de una evolución cultural y social.
Por otra parte, respecto a otras especies que precedieron a sapiens y
neandertales, su cerebro algo menor y las muestras de su comportamiento
indicarían que, si bien podrían haber tenido una cierta capacidad para el
lenguaje, este no sería exactamente como el nuestro. Su lenguaje tendría
menores niveles de complejidad y de abstracción y su capacidad para
albergar un gran número de conceptos sería inferior.
La otra opción es que nuestro lenguaje, tal y como lo conocemos,
surgiera de manera relativamente repentina. No ya con la aparición de
nuestra especie, hace unos 250.000 años o más, sino incluso bastante
tiempo después, quizá hace solo 100.000 años. O incluso menos. Esta es la
visión del ya citado Noam Chomsky y otros autores, y se basa en varias
cosas. Una es que el comportamiento de nuestra especie pareció ser más
florido y creativo a partir de cierto momento. Ya comenté que los
neandertales y nosotros éramos básicamente muy parecidos hasta que,
coincidiendo con el periodo en que aquellos empezaron a declinar, nuestra
especie mostró un aparente despegue cognitivo. Pero también es verdad que
ese florecimiento pudo ser fruto de cambios culturales, de un acúmulo de
experiencias y de otros factores ambientales de los que no se pudo
beneficiar el neandertal por estar en fase de extinción. Para los defensores
de este punto de vista, incluso el hecho de que la variante del gen FOXP2
en neandertales sea la misma que la nuestra no sería un argumento a favor
de la igualdad entre ambas especies a este respecto. Así, los neandertales
podrían diferir de nosotros en aspectos epigenéticos, es decir, en
mecanismos específicos mediante los cuales se leería y se utilizaría este
gen. Habría sido un cambio importante en estos mecanismos lo que habría
originado el surgimiento repentino de nuestro lenguaje. Esto es posible, por
supuesto, pero considerando que no todo depende de un solo gen, no al
menos el lenguaje, la contribución de esta posibilidad a hipotéticas
diferencias entre neandertales y sapiens en el lenguaje me parece muy
limitada.
La evolución gradual del lenguaje es el escenario más razonable, y es
muy probable que los neandertales, y quizá alguna otra especie humana
como heidelbergensis, contaran ya con los mecanismos básicos para
expresarse como nosotros, aunque solo neandertales y sapiens contaran con
un cerebro lo suficientemente grande y desarrollado como para haber
alcanzado ese primer lugar en nuestro pódium imaginario de las especies
más listas del planeta.
3
EL MITO DEL GENIO TORTURADO: ¿SER TAN
LISTOS NOS HACE MENTALMENTE
FRÁGILES?

«No pienses tanto.» «No le des tantas vueltas a las cosas.» Ese tipo de
consejos parecen recomendar que dejemos de un lado la inteligencia para
ser más felices. Porque en nuestra cultura existe esa idea de que, cuanta más
cabeza tiene una persona, peor está de la cabeza. Que, a más inteligencia,
mayor sufrimiento mental. Por definición, la inteligencia sirve para
solucionar problemas. Pero ¿no crea también otros nuevos? El mito urbano
establece una relación entre ser un genio y vivir angustiado, desesperado.
Es la narrativa del genio torturado, la inteligencia como generadora de
neurosis. ¿Hasta qué punto esto es cierto?
Vamos a examinar este tópico despacio.
El lenguaje nos permite alcanzar altas cotas de pensamiento abstracto.
Gracias a esto somos capaces de ver más allá de lo que nos llega por los
sentidos y ser la especie más inteligente del planeta. Ser inteligente
proporciona muchas ventajas, qué duda cabe. Nuestra inteligencia nos
permite enfrentarnos a infinidad de problemas y solucionarlos, salir airosos.
De hecho, gracias a esta ventaja hemos podido colonizar con éxito gran
parte de los ecosistemas de este planeta.
Solemos decir, sin embargo, que no hay nada ni nadie perfecto. La
inteligencia no tendría por qué estar fuera de este principio. Teniendo en
cuenta que nuestra inteligencia es el resultado de una evolución por
selección natural, algo que hemos conseguido gradualmente por medio de
muchos ajustes y tras numerosos intentos de ensayo y error, decir que lo
que tenemos es perfecto sería una falacia. Nuestra capacidad intelectual,
aun siendo muy alta, sería francamente mejorable, no ya por la presencia de
mecanismos que la hacen falible, sino por los posibles efectos adversos que
podría causar en nuestras vidas. Vamos a revisar qué hay de cierto en todo
esto y si realmente la inteligencia tiene efectos secundarios no deseados.

INTELIGENCIA Y PERSONALIDAD

Tengo que empezar dando una buena noticia, y es que en realidad hay más
de mito que de cierto en la afirmación de que la inteligencia, en general, nos
puede hacer más infelices y de que las personas con mayores capacidades
intelectuales son más proclives a vivir en un infierno. Esto no es así, y más
bien es justo lo contrario. Incluso algunos estudios encuentran una relación
entre inteligencia y sentido del humor. Aunque no debemos ser tan tajantes,
el tema es un poco más complejo.
Cuando hablamos de la infelicidad de los inteligentes solemos pensar en
neurosis. En el modelo clásico, los trastornos mentales se dividían en dos
grandes grupos: las psicosis y las neurosis. En las primeras se da, por
definición, una pérdida de contacto con la realidad, y la esquizofrenia es un
buen ejemplo de psicosis. La esquizofrenia afecta a la forma de pensar, al
sentido del yo y a las propias percepciones. Así, es habitual la presencia de
alucinaciones, generalmente auditivas, de falsas creencias (lo que se conoce
como delirios), como creerse una figura histórica (ej., Jesús, Napoleón o
Cleopatra) o pensar que se está siendo controlado por otros (alienígenas,
agentes de inteligencia del Gobierno...), y paranoia: creer que hay un
complot contra uno. Ciertamente, es una enfermedad angustiosa para quien
la padece y para sus familiares y amigos. En las neurosis, por el contrario,
hay una distorsión de la percepción de la realidad, pero sin perder el
contacto. Es, sencillamente, que algunas cosas se magnifican y otras se
minimizan, no se está valorando la realidad en sus justas proporciones; pero
la realidad está ahí. El término neurosis, sin embargo, se halla hoy día en
desuso, prefiriéndose ser más preciso y llamar a determinados trastornos
mentales por nombres más concretos de acuerdo con la sintomatología. La
angustia, la ansiedad o la depresión son algunos ejemplos. Como trastornos,
las psicosis y las neurosis tienen sus orígenes en diversos factores, muchas
veces ambientales, pero también de predisposición genética. Como
trastornos clínicos que son, no tienen relación con la inteligencia. Ni los
factores ambientales ni los genéticos que están en su origen parecen estar
relacionados con los niveles de inteligencia de un individuo. Son
relativamente independientes.
Pero no hace falta tener un trastorno clínico en toda regla para estar mal
o para ser relativamente infeliz. Se puede puntuar alto en un rasgo de
nuestra personalidad que se conoce, precisamente, como neuroticismo (o
también inestabilidad emocional): la tendencia a experimentar emociones
negativas, ansiedad, depresión, irritabilidad y un largo etcétera. Cuando uno
presenta altos niveles de neuroticismo es porque suele tener muy elevados
los niveles de alerta y atención a peligros y amenazas. Por un lado, esto
puede ser muy ventajoso para la supervivencia, especialmente en medios
hostiles. Pero, por otro, se puede llegar a ser un infeliz cuando esto se lleva
al extremo, especialmente en contextos y sociedades donde las amenazas no
tienen por qué estar a la orden del día.
El neuroticismo, como tal, es uno de los cinco grandes rasgos en los que
se puede dividir nuestra personalidad. Hay reconocidos, por tanto, otros
cuatro. Uno de ellos es la responsabilidad, y quien puntúa alto en este rasgo
suele ser meticuloso, organizado y con gran tesón. Otro es la extraversión,
que define a las personas activas, habladoras, que se encuentran muy a
gusto hablando con los demás. Las personas que puntúan alto en
amabilidad son, como su nombre indica, amables, cariñosas, cooperativas.
Por último, la apertura a la experiencia define a las personas a las que les
gusta aprender y explorar cosas nuevas, que sienten elevados niveles de
curiosidad. En cuanto a su interrelación, se puede obtener una alta
puntuación en varios de estos rasgos, o incluso en todos ellos, y no por
puntuar alto en uno tienes que hacerlo más o menos en otros. Así pues,
estos cinco grandes factores de la personalidad son, por definición,
totalmente independientes entre sí.
Los rasgos de personalidad son, a su vez, independientes de otras
características psicológicas como la capacidad intelectual. Son otra cosa. He
aquí el quid de la cuestión para lo que nos trae aquí. Ser más o menos
neurótico o inestable emocionalmente, en términos de personalidad, o,
llegado el caso, en cuanto a sintomatología clínica correspondiente, no se
relaciona con la inteligencia. Puedes ser más o menos inteligente y ser muy
inestable emocionalmente. Puedes ser muy inteligente y padecer ansiedad o
depresión, o padecer estos males y ser muy poco inteligente. Todas las
combinaciones son igualmente posibles. En realidad, el único rasgo de
personalidad que se ha visto de algún modo realmente relacionado con la
inteligencia es la apertura a la experiencia. Las personas que puntúan alto
en este rasgo de personalidad pueden despuntar en dos tipos de
características diferenciadas. Por un lado, pueden poseer una elevada
tendencia a buscar estimulación, sensorial o fruto de la imaginación, lo que
se relacionaría también con un mayor gusto por la estética. Por otro lado,
hay quien tiene predilección por razonar con información abstracta y por los
retos mentales. Esta segunda sería la acepción más intelectual de este factor
de la personalidad. No en vano se lo llama también, con cierta frecuencia,
con un nombre doble: apertura / intelectualidad. Pues bien, las
puntuaciones en una prueba de inteligencia suelen correlacionar con las
obtenidas en este rasgo de personalidad en general, pero sobre todo con la
parte que tiene más que ver con los retos intelectuales. Digamos que es algo
intrínseco a su definición, pero personalidad e inteligencia son dos cosas
distintas.

LA VENTAJA DE SER LISTO

La independencia debería ser aún mayor entre neuroticismo e inteligencia,


lógicamente. O entre padecer ansiedad o depresión e inteligencia. En
términos de definición, de la esencia de cada una de estas características de
nuestro comportamiento, así es. En teoría, se puede ser muy neurótico y
muy inteligente a la vez, pero también muy inteligente y poco o nada
neurótico y viceversa. Sin embargo, cuando vamos a ver los datos, la
realidad nos muestra ciertas sorpresas. ¿Será verdad eso que dicen de que
las personas muy inteligentes son menos felices? Lo que expresan los datos
es precisamente lo contrario. En general, y para empezar, debemos tener en
cuenta que una mayor inteligencia implica disponer de más y mejores
estrategias para afrontar los desafíos de la vida. Cuando se exploran los
datos al respecto, observamos que las personas más inteligentes suelen
gozar de mejor salud, tanto física como mental. En general, poseen más y
mejor información y saben cómo utilizarla. Esto será de enorme utilidad
para detectar primeros síntomas de trastornos o situaciones que puedan
ocasionarlos, tanto de carácter físico como psicológico, y les permitirá
establecer hábitos que preserven y mantengan mejor su salud. También
serán más conscientes de las consecuencias para su salud de determinados
comportamientos y situaciones y sabrán, asimismo, apreciar y echar mano
de los recursos profesionales (por ejemplo, psicólogos) y sociales (amigos,
familiares) necesarios para una buena salud mental antes de que el
problema vaya a más. En general, pues, la inteligencia es una ventaja, nos
permite disponer de una vida mejor.
Esto nos lleva a encontrarnos con que, en general, y contra el mito
establecido, es más probable que los que son menos inteligentes sean menos
felices. Aunque lo correcto sería afirmar lo contrario: observamos que los
que son más infelices es más probable que sean también menos inteligentes.
No obstante, esa probabilidad no es necesariamente muy alta, sino solo una
ligera tendencia. No olvidemos que ansiedad, depresión o neuroticismo van
por un lado y la inteligencia va por otro; son independientes, no hay
ninguna relación de causa-efecto. Si encontramos esta interacción entre
ambas facetas es solamente porque, en el caso de ser altos en neuroticismo,
padecer depresión o sufrir ansiedad, quienes son más inteligentes tendrán
una cierta ventaja a la hora de encontrar la manera de afrontar esos estados
negativos, por lo que es más probable que estén bien adaptados y sin
muchos problemas, mientras que, en general, si eres alto en neuroticismo y
de baja inteligencia, tendrás cierta probabilidad de tener mala salud y pobre
ajuste social.
Lo mismo se puede decir de cualquier otro trastorno o enfermedad, física
o psíquica, que podamos imaginar. Es muy común creer que la
esquizofrenia, por ejemplo, está ligada a una inteligencia superior, dado que
muchos grandes genios han sido, al mismo tiempo, algo esquizofrénicos y
muy inteligentes. Pero cuántos esquizofrénicos habrá cuya inteligencia esté
por debajo de la media y cuánta gente inteligente está libre de toda sospecha
de padecer esta enfermedad. Es otro mito urbano. Como bien demuestran
los datos, y por similares razones al caso del neuroticismo, la ansiedad o la
depresión, las personas con altos niveles de inteligencia, en caso de padecer
esquizofrenia o ser propensas a ello, parecen desplegar estrategias con las
que minimizarían sus síntomas, sus consecuencias y hasta su misma
aparición. La esquizofrenia es un trastorno con una alta carga genética, pero
tener los genes que te hacen propicio a padecerla no te condena de manera
irrevocable.
MANO DE ARTISTA

No todo está perdido, sin embargo, para los mitos urbanos, pues aún hay
alguna posibilidad de que el mito del genio torturado tenga cierta base. Y es
que sí parece haber una relación entre la genialidad, en el sentido de ser
creativo, y la locura. Ahora bien, para ello deberíamos matizar las
circunstancias de las que hablamos, así que vayamos con tiento.
Parece que hay una relación muy estrecha entre la creatividad y la
inteligencia, y de hecho ser creativo se suele considerar un rasgo de la
persona inteligente. Sin embargo, la relación entre inteligencia y creatividad
solo existe para un tipo concreto de creatividad. Normalmente distinguimos
dos tipos: la científico-tecnológica y la artística. La primera es la propia de
personas que se dedican a la ciencia y la tecnología, que desarrollan
hipótesis, experimentos, exploraciones y escriben informes científicos
donde discuten sus hallazgos a la luz de otros datos y teorías que los
explican. La segunda es propia de personas que crean arte, lógicamente, sea
este pictórico, musical, literario o de otro tipo. Pues bien, solo la creatividad
científico-tecnológica estaría estrechamente relacionada con la inteligencia,
y poco o nada con las neurosis u otros trastornos mentales, salvo, como ya
he comentado, por el uso de estrategias para afrontarlos. La creatividad
artística, sin embargo, sí parece asociada a trastornos mentales, mientras
que tendría poco o nada que ver con la inteligencia.
Por supuesto, no en todos los casos ni de una manera necesariamente
exuberante salvo excepciones, pero sí puede haber una tendencia que asocia
la genialidad artística a algunos trastornos del comportamiento. A veces,
incluso, con el sufrimiento. Puede que la imagen del genio (artístico),
bohemio y poco corriente tenga algo de realidad, casi incluso por
definición. El caso es que algunos estudios encuentran que la gente que
destaca por ser artísticamente creativa tiene una propensión ligeramente
superior a la de la media a padecer trastornos como la esquizofrenia o el
trastorno bipolar. En este último, las personas pueden pasar de episodios de
euforia en los que se sienten extremadamente enérgicos y activos —
conocidos como episodios maníacos— a otros de desolación, depresión,
tristeza y de­sesperanza. Durante estos últimos episodios depresivos se
puede llegar incluso al suicidio.
Pero esta creatividad artística, como decía, no parece tener relación con
la inteligencia. No es un requisito imprescindible ser altamente inteligente
para ser un artista consagrado. No formaría parte, por tanto, de lo que
supuestamente nos da ventaja y nos hace tan listos a los humanos frente al
resto de las criaturas del planeta. Entonces, ¿por qué existe?, ¿por qué es tan
universal e imperante el arte, tan inherente al ser humano, tan fascinante
para este? No hay una respuesta para tan interesantes preguntas. Al menos
no una única respuesta, ni respuestas que puedan convencernos a todos. No
es fácil. Tradicionalmente se ha dicho que el arte surgió, como la religión, y
junto con ella, con la llegada de la mente simbólica, de nuestra mente. Esta
mente habría llegado, igualmente, con la aparición del lenguaje. Pero ya he
comentado en otro momento que la propuesta de la mente simbólica
presenta algunas lagunas; tiene poco poder explicativo y es poco precisa. Y
el lenguaje probablemente llegara poco a poco, no en un momento eureka,
sino a lo largo de un prolongado proceso evolutivo.
El arte podría ser fruto de una serie de factores, y ninguno de ellos sería
necesariamente nuestra inteligencia, al menos de manera directa. Por
ejemplo, varios autores piensan que, con el arte, particularmente el
pictórico, el escultórico y el musical, el artista demuestra tener unas
habilidades motoras, especialmente manuales, que a los ojos de sus
semejantes lo harían parecer un virtuoso. Me parece una buena idea.
Tengamos en cuenta la importancia de las manos para nuestra especie, de
ahí que quien demuestre poseer las mejores habilidades manuales tenga
éxito social y, con ello, algo más de descendencia. En este sentido, el arte
podría ser un caso, al menos en parte, de selección sexual. Este tipo de
selección ya lo describió Darwin para explicar muchos de nuestros
caracteres, pues se dio cuenta de que no todos son necesariamente
adaptativos con respecto al medio natural, no todos son necesarios o útiles
para obtener más y mejores alimentos o defendernos de los depredadores.
Sería una selección relativamente caprichosa de ciertos rasgos,
simplemente porque, por azar, por circunstancias no necesariamente
evidentes, los miembros de un sexo prefieren aparearse con miembros del
otro sexo que presenten ciertas características. La habilidad manual, que,
además de su faceta artística, conlleva muchas otras, habría sido una de
ellas; y podría decirse que de gran utilidad, dado que comprendería también
la fabricación de utensilios y herramientas finos y esmerados —que
requiere manos hábiles—. Solo la mano humana podría fabricar con
eficacia útiles como arpones, agujas de coser o ensamblar pequeñas piedras
minuciosamente talladas en una pieza de madera para hacer una hoz del
Neolítico. Como vemos, quizá no fuera tan caprichosa esta preferencia.
El caso de la mano humana es extraordinario. Poseemos una mano muy
similar a las de los demás primates, aunque con un pulgar algo más largo
con relación al resto de los dedos, lo que nos permite agarrar y manipular
mejor los objetos más pequeños. Más que un pulgar más largo, parece que
esta proporción también se debe a un acortamiento del resto de los dedos.
De hecho, nuestra mano es ligeramente más pequeña que la de un
chimpancé. Sin embargo, sus casi cuarenta músculos están controlados por
un sistema nervioso más complejo que el del chimpancé, lo que nos permite
movimientos más finos, precisos y voluntarios. En la corteza cerebral, la
región que controla la mano humana es muy extensa, mayor aún que la
correspondiente en el chimpancé, con su mano más grande. Que la
representación de nuestras manos en el cerebro sea tan grande solo indica
que estas son una de nuestras formas preferentes de explorar, conocer y
manipular el mundo.
NUESTRO MUNDO INTERIOR

La selección de la destreza manual en nuestra evolución puede ser un factor


importante para explicar la existencia del arte, al menos de aquel en el que
las manos son importantes, como el pictórico. En el arte musical las manos
tienen también su importancia, y los virtuosos musicales son realmente
dignos de elogio y admiración. La música y su arte asociado, la danza, son
además placenteros para el cerebro humano, y favorecen la cohesión de
grupo, razones más que suficientes para su éxito. Pero la selección de la
destreza manual podría no ser suficiente para justificar la existencia del
arte. Lo he traído como un ejemplo de cómo este extraño comportamiento
no tiene por qué estar directamente vinculado con la inteligencia en general,
aunque es cierto que las destrezas motoras forman parte de nuestra
inteligencia. En el arte están en juego otros muchos factores, como
comentaré en la tercera parte de este libro.
La destreza manual, de hecho, no podría explicar ciertos tipos de arte en
los que las manos jugarían un papel más bien secundario o nulo: la
literatura, la poesía o, en definitiva, el contar historias, no necesitan de las
manos —al menos no hasta el descubrimiento de la escritura—. ¿Qué hizo,
entonces, que estos comportamientos aparecieran? ¿Qué utilidad tienen y
cuál es su relación con la inteligencia? Sin duda, la curiosidad humana,
motor de nuestra inteligencia, tiene mucho que ver con esto. Con las
historias, ficticias o no, planteamos y aprendemos escenarios posibles, que
pueden ser de utilidad en nuestra vida real. Aunque a veces vayamos más
allá y las historias no tienen paralelos en la vida real, lo cual suele hacerlas
aún más atractivas. La fantasía es muy atractiva. Y, de hecho, es tan
relevante para el ser humano que hablaré extensamente de ella más
adelante.
Parece que una de las razones de nuestra atracción por la fantasía es
consecuencia, si no directa sí al menos indirecta, de nuestra gran
inteligencia. Y es que gracias a la fantasía podemos encontrar una solución,
un escape al menos, a un verdadero problema que es fruto de nuestra gran
inteligencia: sabemos que todos y cada uno de nosotros nos vamos a morir;
antes o después, pero inexorablemente. Es el miedo a la muerte. Aristóteles
decía que lo más temible es la muerte porque es el fin. Este sentimiento es
universal y parece que somos la única especie que lo tiene. Sabemos que
hay una amenaza; algo acabará con nosotros, aunque sea dentro de mucho
tiempo. Precisamente, y a diferencia de las otras especies animales, el ser
humano es capaz y hasta proclive a hacer planes a muy largo plazo. Como
parte de nuestra gran inteligencia, se nos da bien revivir el pasado, analizar
el presente y elucubrar sobre el futuro. Ninguna otra especie parece
capacitada para realizar esta proeza, moviéndose siempre o casi siempre en
el corto plazo: horas, días, quizá meses (hay animales que guardan
alimentos para cuando escaseen dentro de un tiempo), pero no años.
Esta capacidad de ver el futuro, como la de revivir el pasado, parece
deberse en gran parte a una red cerebral que presenta características únicas
en el ser humano y que no está tan desarrollada en otros primates. Esta
abarca varias zonas del cerebro, de la corteza cerebral concretamente, que
están fuertemente interconectadas y que se extienden por los lóbulos
frontal, parietal y temporal, especialmente en las denominadas zonas
mediales del cerebro, es decir, la parte de la corteza que se extiende en el
espacio que queda entre los dos hemisferios cerebrales. Es un circuito muy
humano, podríamos decir, pues está activo cuando pensamos en dilemas
morales, o cuando estamos intentando adivinar lo que está en las cabezas de
otras personas, sus intenciones y propósitos. También cuando se supone que
no estamos haciendo nada, es decir, cuando estamos a nuestras cosas, en
nuestro mundo interior, ignorando lo que ocurre a nuestro alrededor en ese
momento. En cuanto algo nos saca de nuestro ensimismamiento, esa red se
desactiva. Por eso se la ha llamado, quizá un poco socarronamente, la red
del modo por defecto. Más recientemente, también se la denomina la red del
estado de reposo.

La red del modo por defecto. Cuando «no hacemos nada» se activa esta red en
nuestro cerebro.

Cuando esta red se ha explorado en otros primates, se ha visto que


existe, pero que no se conecta igual que la humana. Lo más llamativo, de
hecho, es que la constituyen menos áreas. Lo mismo ocurre cuando se ha
explorado en otros animales, como los ratones. Por tanto, no tendrían esa
visión tan global y completa de las situaciones del pasado, del presente y
del futuro que nos permite la nuestra. Otros animales activan una red
cerebral cuando no hacen nada, cuando están ensimismados, pero su
mundo interior parece estar lejos de asemejarse al nuestro. No obstante, la
red por defecto del chimpancé tiene grandes semejanzas con la nuestra. Las
mismas áreas cerebrales estarían también altamente interconectadas. Sin
embargo, en el chimpancé esta red presenta dos grandes diferencias
respecto a la del ser humano. Por un lado, las partes del hemisferio
izquierdo que la componen parecen mucho menos implicadas en la del
chimpancé, quizá por el hecho de que carecen de nuestro lenguaje, que es
predominante en dicho hemisferio. Por otro, hay una zona de la red por
defecto del chimpancé que también está mucho menos implicada que en la
humana: las partes mediales del lóbulo parietal (lo que llaman el precúneo y
el cingulado posterior). Es esta una de las zonas más relevantes de nuestro
cerebro, la que muestra más conexiones de ida y vuelta con el resto de ese
órgano, y una de las más aisladas del mundo exterior (está muy distanciada
de los sistemas perceptivos y motores del cerebro).
En definitiva, aunque en principio tendría más similitudes con el nuestro
que el de otros primates, está claro que el mundo mental interior del
chimpancé también muestra notables diferencias con el humano. No
sabemos cómo sería la red por defecto de neandertales, erectus / ergaster o
habilis, pero considerando que la del chimpancé se acerca bastante a la
humana, me atrevo a creer que la de neandertales podría ser básicamente
como la nuestra, quizá incluso también la de erectus / ergaster. Por su
género evolutivo, eran humanos, y me parece aceptable que ya empezaran a
tener o hubieran alcanzado una visión humana del pasado, del presente y
del futuro. Es más, no queda claro que otros seres vivos, como el propio
chimpancé o el tan inteligente elefante, no tengan rudimentos de ese
sentimiento tan terrible que es el miedo a la propia muerte, al menos en
algunos momentos aislados. Aunque dudo que lleguen al nivel al que lo
hacen los humanos.

EL CONTADOR DE HISTORIAS

El miedo a la muerte parece realmente fruto de nuestra gran inteligencia, un


efecto colateral indeseable contra el que hay que hacer algo. Y no solo el
miedo a la muerte; también somos conscientes de que antes o después
llegará nuestro deterioro psíquico y físico, asociado a la edad. Eso también
es una amenaza. Que el miedo, o al menos la consciencia de estas
amenazas, está vinculado a la inteligencia lo demuestra el hecho de que las
personas más inteligentes se suelen cuidar más, no solo para prevenir
problemas del presente más cercano, sino también del futuro lejano, del
final de sus días. Hay una relación entre la inteligencia individual, la salud y
la longevidad.
William Faulkner, en su obra Los rateros, cuenta una fábula, que cree de
origen chino, según la cual hubo un tiempo en que los gatos eran las
criaturas dominantes de la Tierra. Estos estuvieron muchos siglos
intentando superar las angustias de la mortalidad, que según el relato
incluyen el hambre, la enfermedad, la guerra, la injusticia, la necedad o la
avaricia, y «definen y constituyen a las sociedades civilizadas». Tras arduas
deliberaciones en un importante congreso de los más sabios filósofos
gatunos, se llegó a la conclusión de que el problema era insoluble y había
que renunciar a obtener ningún resultado positivo, y convertirse en una
especie lo bastante optimista para creer que el dilema de la mortalidad
podía ser resuelto y lo bastante ignorante para aceptar esa afirmación sin
sentir la necesidad de profundizar en la materia. Los seres humanos también
hemos llegado a una solución de compromiso como la que propuso el
consejo de sabios gatunos. El problema de la muerte está ahí, hay una
amenaza real y cierta y podemos pensar sobre ella; pero la mayoría de las
veces quizá una buena solución sea hacer como si no existiera.
Pero esta solución no siempre es satisfactoria, qué duda cabe. Nuestra
gran inteligencia no nos permite ser tan ignorantes como decidieron los
sabios gatunos de la fábula. Al menos no todo el tiempo. Afortunadamente,
la misma fuente del problema, nuestra gran inteligencia, ha generado
también otras soluciones. Y aquí es donde entraría la literatura, la fantasía,
el contar historias. Bien, contar historias es de hecho una solución también
para cuando queremos ignorar el problema: nos entretienen, nos permiten
desconectar de esa realidad. Y de otras realidades. Pero el poder de las
historias que nos contamos va mucho más allá, ya que es capaz de aportar
otras soluciones mucho mejores. Sin duda la más ingeniosa y quizá la más
extendida, antigua y universal sea la de creernos inmortales. Desde muy
antiguo, el ser humano habría creído en una sustancia inmaterial, distinta
del cuerpo, que sobreviviría a su muerte. Llamémosla alma, espíritu o como
queramos, los nombres y variedades han sido muchos en las distintas
civilizaciones. El caso es que nuestra inteligencia nos permite ver que el
cuerpo perece, incluso se pudre y degrada; esto es absolutamente evidente e
innegable. No hay sin embargo ninguna evidencia de que al cuerpo lo
sobreviva un yo o una esencia inmortal, pero que no la haya no supondría
evidencia de su inexistencia. He aquí el ardid lógico con el que, a lo largo
de la existencia de la humanidad, hemos encontrado una solución de
compromiso relativamente aceptable. Es más, puede que algunos indicios,
muy presentes en nuestro día a día, sean pruebas de la existencia de esa
entidad no corporal. Por ejemplo, los sueños, a los que toda cultura ha dado
una gran importancia.
Y ahí están las numerosas historias, cuentos, mitos y leyendas que nos
hablan de la vida después de la muerte, de otros mundos que no están en
este, pero a los que irían los seres humanos cuando su cuerpo no aguante
más. Mundos desde los que podremos seguir en contacto con nuestros seres
queridos, vigilarlos, e incluso ayudarlos, cuidarlos. El ser humano, gracias a
su gran inteligencia, se cuenta muchas historias que le ayudan a llevar una
vida mejor. Es un gran contador de historias. Algunas de ellas son
verdaderos tratamientos contra los sinsabores de nuestra existencia,
incluyendo los que genera la propia inteligencia, como saber con certeza
que algún día nos moriremos. Las historias que nos contamos son
esenciales para organizar nuestra vida entera. En la tercera parte hablaré
largo y tendido de las historias que se ha contado la humanidad a lo largo de
su existencia para, entre otras cosas, sobrellevar la realidad de una
ineludible muerte futura. Narrativas que en su inmensa mayoría contradicen
los conocimientos científicos. Volveré por tanto a hablar del miedo a la
muerte y, también, de cómo podemos afrontarlo desde las narrativas que
nos proporciona la ciencia.

LA FELICIDAD DE LA INOCENCIA

Al igual que se suele creer que ser más inteligente implica ser más
neurótico —aunque ya hemos visto que no es del todo correcto—, se suele
pensar que lo contrario también es verdad: la felicidad de la inocencia. Es
como si aquellos seres con una inteligencia inferior, como los animales o
los niños, fueran ajenos a la experimentación de emociones negativas,
ansiedad, depresión o irritabilidad. Como si no fuera con ellos puntuar alto
en neuroticismo.
De nuevo, la realidad de los datos choca de bruces con estas creencias.
Empecemos por los niños, miembros de nuestra especie con una capacidad
intelectual lógicamente inferior a la que alcanzarán cuando sean adultos.
¿Están libres de depresión, ansiedad y otras emociones negativas? Ojalá.
Por desgracia, muchos retoños de Homo sapiens sufren bastante, habiendo
casos con niveles graves de depresión, ansiedad, miedos, tristeza,
irritabilidad o una emoción tan verdaderamente lacerante como la culpa,
incluida la culpa patológica (sentir culpa muy frecuente e intensamente).
Esto puede ocurrir a edades tan tempranas como entre los tres y los cinco
años; ni más ni menos. Afortunadamente, la prevalencia de estos trastornos
del ánimo en niños pequeños no es tanta como en los adultos. Mientras que
en estos encontramos que cerca de diez de cada cien padecen estos males,
en el caso de los niños las cifras se reducen a diez de cada mil. Pero, aunque
la prevalencia es menor, estos datos indican que no parece que la inocencia
nos haga necesariamente más felices. La relación entre inteligencia y
felicidad —o neurosis— sigue sin ser directa. Además, en los adultos, las
tasas de depresión y otros trastornos del ánimo van aumentando
significativamente con la edad, mientras que los niveles de inteligencia no
suelen aumentar; antes incluso puede que ocurra lo contrario. Inocencia o
sabiduría y neurosis están por tanto bastante desvinculadas.
Vayamos ahora con los animales. Descubriremos, de nuevo, que su
supuesta inocencia no está reñida con la infelicidad. Una inmensa multitud
de miembros del reino animal cuenta con dispositivos cerebrales para sufrir.
También para sentir placer, afortunadamente, pero lo que nos planteamos
ahora es si pueden sufrir. Desde luego que sí, y circuitos implicados en el
sentimiento del dolor están presentes por doquier en el reino animal.
Muchos de nuestros compañeros de reino, además, cuentan con estructuras
cerebrales que los llevan a tener estados afectivos, a constituir lo que
llamamos emociones, tanto positivas como negativas. Y cuanto más se
acerquen a nuestra línea evolutiva, mayor será la semejanza entre sus
estados de ánimo y los nuestros, independientemente de su inteligencia.
Tristeza, ansiedad, depresión o irritabilidad no parecen estados exclusivos
del ser humano, sino algo relativamente común entre los mamíferos, y
posiblemente también entre las aves e incluso los reptiles. Muchos animales
enferman de tristeza, algo que vemos con cierta frecuencia cuando están en
cautividad. Disminuye su comportamiento sexual, su apetito, su actividad
en general, pudiendo incluso llegar a quedarse paralizados, o a darse golpes,
a andar o nadar erráticamente. Un animal enfermo de tristeza pierde el
sueño y las relaciones sociales.
Si vamos a los animales más próximos a nosotros, los primates (grupo al
que pertenecemos), las posibilidades de sufrir ansiedad, depresión o
cualquier otra emoción negativa típica de una personalidad neurótica se
parecen mucho a las nuestras. De hecho, son bastante altas y comunes. Es
más, parece que el ser vivo actualmente más próximo a nosotros desde el
punto de vista genético, el chimpancé, manifiesta también los mismos
rasgos de personalidad que nuestra especie. Esto quiere decir que hay
chimpancés que puntúan alto en neuroticismo. Si esto es así, no era
necesario tener la inteligencia de un neandertal para ser susceptible de ser
neurótico. Cabe suponer, por tanto, que ergaster / erectus, habilis,
australopitecos y otros ancestros nuestros no habrían estado libres de
padecer infelicidad, aun teniendo menos capacidad intelectual.
Parece que estoy tratando el problema de la relación entre inteligencia y
emociones en los animales de manera muy simple, como si estuviera
diciendo que los animales pueden estar tristes sin ser inteligentes. Esto no
es así, evidentemente. Quizá seamos los seres más inteligentes de este
planeta, pero no somos los únicos. Lo correcto por tanto sería decir que
parece que pueden estar tan tristes o depresivos como nosotros sin ser tan
inteligentes. No obstante, cuando exploramos las capacidades intelectuales
de los animales podemos sorprendernos. Muchos de ellos saben solucionar
problemas complejos y abstractos, incluso aquellos seres que no solemos
asociar con la inteligencia, como los cuervos. La inteligencia no es
patrimonio exclusivo de los primates. Creo que ha llegado el momento en el
que podemos explorar cómo es en otros animales.
4
LA INTELIGENCIA DE OTROS ANIMALES

Detengámonos unos instantes en las capacidades intelectuales de los


animales no humanos. Si es verdad que somos la especie más lista del
planeta, ¿hasta qué punto están otras especies alejadas de la nuestra en
cuanto a inteligencia? ¿Somos muy diferentes en este sentido? En general,
nos sorprenderá descubrir de lo que son capaces muchos de los otros
habitantes del planeta. La inteligencia no es, ni mucho menos, patrimonio
exclusivo del ser humano, ni tampoco de las especies evolutivamente más
cercanas a la nuestra, sino una virtud muy extendida.
Aunque no hay una definición única de inteligencia, y en el siguiente
capítulo desarrollaremos este concepto, la mayoría de los autores estarían
de acuerdo en que tiene que ver con la capacidad para solucionar
problemas, especialmente problemas nuevos. En este sentido, debemos
tener en cuenta que, en el mundo animal, incluido el nuestro, podemos
solucionar problemas de dos maneras. Por un lado, aplicando un patrón
instintivo, reflejo; son comportamientos que vienen de fábrica, en nuestra
herencia genética, y que nos permiten soluciones básicas a problemas
básicos. Encontrar comida por el olfato o por los colores, dirigirnos hacia la
luz para encontrar recursos o correr ante un peligro son ejemplos de estos
comportamientos instintivos, que normalmente son rígidos y estereotipados,
es decir, que son siempre iguales y apenas varían. Si nada cambia en el
medio ambiente, estas estrategias suelen ser útiles y suficientes. Pero la
verdadera inteligencia se va a demostrar en condiciones ambientales
cambiantes, y especialmente si estas son impredecibles. Frente a estas
circunstancias, las soluciones instintivas pueden no ser adecuadas y hay que
encontrar otras, para lo que se necesita flexibilidad: salir del estereotipo,
tener en cuenta lo nuevo y buscar una salida airosa que nos permita
sobrevivir y reproducirnos. La aparición de un nuevo depredador, un
cambio climático notable o la desaparición de recursos antes disponibles
pueden suponer novedades ante las que hay que encontrar soluciones hasta
entonces desconocidas.

EL CEREBRO DE UN PRIMATE

En el mundo natural, la flexibilidad en el comportamiento, requisito


fundamental para solucionar problemas nuevos, la proporcionan los
sistemas nerviosos. De ahí que, en general, los sistemas nerviosos
(especialmente cerebros) más grandes con relación al tamaño del cuerpo se
correspondan con especies más inteligentes. Es como si para un cuerpo de
un tamaño concreto se necesitase una cantidad determinada de tejido
nervioso y, si se pasa de esta cantidad, el sistema nervioso permitiera más
flexibilidad. Los primeros sistemas nerviosos se originaron en el mar. En un
primer momento, las células de algunos seres pluricelulares comenzaron a
presentar la propiedad de emitir señales eléctricas, y pronto conformaron
redes interconectadas con funciones dobles: perceptivas y motoras; es decir,
percibir el mundo y actuar sobre él. Esto debió de ocurrir hace unos 600
millones de años. La vida en el planeta Tierra parece haber surgido hace
unos 4.000 millones de años, por lo que tuvo que pasar mucho tiempo hasta
que aparecieron las primeras neuronas. Nuestro sistema nervioso parece
derivarse de una criatura con forma de gusano que se cree el ancestro
común de todos los animales con simetría bilateral corporal, es decir, que
tienen dos lados del cuerpo, el izquierdo y el derecho, muy similares entre
sí, aunque en espejo. Esta simetría bilateral del cuerpo también implicaba
una simetría bilateral del sistema nervioso, que estaría organizado a su vez
en distintos segmentos a lo largo de un cordón. Del diferente desarrollo de
esos segmentos fueron surgiendo las diversas partes de los sistemas
nerviosos de los vertebrados y, por tanto, de los peces, los anfibios, los
reptiles, las aves y los mamíferos. Por este motivo, no es extraño encontrar
las mismas piezas básicas en el cerebro de cualquiera de estas líneas
evolutivas, con algunas diferencias derivadas básicamente del modo de vida
de cada una, de la forma y posibilidades de su cuerpo y de la evolución
individual de cada especie.
Así, las mismas piezas que encontramos en un cerebro humano, las
encontramos también en cualquier otro mamífero: en un ratón, una foca, un
murciélago o un elefante. Todas y cada una de las partes de nuestros
cerebros se repiten de una especie a otra: el tálamo, el hipocampo, los
ganglios basales, la corteza cerebral... Lo que cambia, básicamente, son sus
tamaños relativos, ya que unas especies han desarrollado algunas de estas
partes más que otras en función de sus necesidades, de su forma de
conseguir alimentos y otros recursos. Si nos acercamos aún más a nuestra
línea evolutiva y nos vamos al orden de los primates, veremos cómo las
especies que lo componen presentan una serie de importantes rasgos
comunes. De hecho, los primates son animales en general muy
encefalizados, es decir, su cerebro es muy grande en relación con el cuerpo,
siendo los humanos los que más destacan al respecto. En este orden (aunque
no en todos sus miembros) los ojos ven tres colores y están dispuestos de
frente, de manera que permiten una buena visión binocular o
estereoscópica, una visión en 3D gracias a la integración de las imágenes de
los dos ojos. A diferencia de lo que ocurre en otros órdenes evolutivos, en
los primates el sistema visual es sumamente relevante, pues es necesario
para moverse entre las ramas de los árboles sin sufrir frecuentes accidentes,
además de para detectar frutos maduros entre la hojarasca verde gracias a
nuestra visión tricromática, que permite distinguir tres colores básicos (rojo,
verde y azul), algo que no está al alcance de muchos otros animales. El
hecho de poseer manos prensiles, relativamente independientes de las
funciones para la marcha y la deambulación, a diferencia de los
cuadrúpedos, marca también un carácter común dentro de nuestro orden.
Por último, su elevado carácter social es también un rasgo distintivo y
característico. Esto es manifiestamente exagerado en el caso humano. En
definitiva, en el cerebro típico de los primates vamos a encontrar grandes
partes de este dedicadas a la visión y al manejo de las manos, así como una
corteza cerebral muy extensa, al parecer algo propio de las necesidades de
cálculo y procesamiento que exige el complicado mundo social.
Precisamente de la necesidad de resolver los intrincados y muchas veces
impredecibles problemas derivados de la convivencia con otros congéneres
pudieron venir buena parte de nuestras destacadas capacidades cognitivas,
nuestra gran inteligencia. Hablaré de esto con más detalle en otro momento,
pero me sirve para argumentar el hecho de que los primates, en general,
parecen estar entre los seres más inteligentes de este planeta. Los primates
han sido objeto de numerosas investigaciones acerca de la inteligencia en el
mundo animal, tanto en cautividad como en estado salvaje. Y los que más
interés han despertado en este sentido han sido los más cercanos a nosotros
desde el punto de vista genético, es decir, los llamados grandes simios:
chimpancé, bonobo, gorila y orangután. No obstante, también encontramos
comportamientos muy inteligentes en otros primates, y unos de los más
estudiados para lo que nos ocupa, dada su relativa abundancia y
disponibilidad, han sido los macacos.
Por su mayor encefalización, los sistemas nerviosos del resto de los
primates están, de facto, entre los más flexibles del reino animal. Son muy
capaces de solucionar problemas de diverso tipo, algunos incluso bastante
abstractos. De hecho, muchas de las tareas que se les pide en el laboratorio
son bastante complicadas, y tienen que dar con lo que se les exige sin usar
el lenguaje. A veces me pongo en su lugar y pienso que yo mismo no habría
sabido descubrir de qué va la tarea. Así, pueden responder de manera
concreta dependiendo de si dos objetos cumplen la condición de ser
diferentes o semejantes en una característica (por ejemplo, el color, la
forma, el tamaño, etc.), demostrando niveles de abstracción muy llamativos.
En otras ocasiones, por ejemplo, deben presionar en un monitor táctil una
serie de cuadrados en orden, según unos números que aparecían en ellos y
que ya han desaparecido, tarea en la que parecen ser más rápidos y
eficientes que nosotros. Esta tarea demuestra, además, que tienen cierta
capacidad para trabajar con números. Aunque su capacidad para el lenguaje
es muy limitada, como ya he dicho, pueden aprender algunos conceptos y
sus símbolos asociados, e incluso emplear una sintaxis relativamente
simple. Pueden solucionar problemas nuevos, retos que los investigadores
les ponen si quieren conseguir alimento, de manera que son capaces de ver
mentalmente la situación y llegar por ellos mismos a una solución. Y si para
ello tienen que manejar herramientas, esto no suele ser un gran problema, y
de hecho algunos ya las usan en su medio natural. Este es especialmente el
caso de los chimpancés, que utilizan martillos para abrir nueces o palitos,
que preparan cuidadosamente, para sacar termitas de sus nidos. Entre sus
capacidades de abstracción tenemos que destacar dos. Por un lado, parecen
tener un cierto sentido del yo o autoconsciencia, pues pueden reconocerse a
sí mismos en un espejo, algo que otras especies no consiguen ni tras
infinitos intentos, si bien esta capacidad no parece exclusiva de los
primates. Tampoco sería exclusiva su capacidad para el engaño, aunque es
verdad que esto lo hacen bastante bien, demostrando entender que los
demás tienen una mente independiente, otro ejemplo de su capacidad de
abstracción, de ir más allá de lo que se percibe a simple vista, una facultad
ligada a la inteligencia.

EN LA MENTE DE UN ELEFANTE
Los primates son muy listos, y en parte se parecen mucho a nosotros, que
también somos primates. De hecho, el diseño específico del cerebro primate
y la disposición de sus piezas es propio y específico de este orden, y hay
autores que piensan que el cerebro humano es tan inteligente simplemente
porque es un cerebro de primate bastante engrandecido. El chimpancé es
realmente listo, pero la parte pensante, racional y con capacidad de
abstracción de su cerebro, la corteza cerebral, es tres veces más pequeña
que la nuestra; de ahí sus limitaciones. Otros órdenes, sin embargo, no
podrían dar lugar a una especie tan inteligente como la nuestra, dicen, ni
aun agrandando mucho su cerebro. Es posible que esto sea así, pero no es
del todo justo, pues se estaría ignorando lo mucho de lo que son capaces
algunas especies de otros órdenes evolutivos. Y es que la inteligencia va
mucho más allá de los primates. En este sentido, algunos mamíferos, tales
como los elefantes (que son proboscídeos), las orcas y los delfines (que son
cetáceos) o los lobos (carnívoros), han sido estudiados con sumo interés. En
estas especies es donde más similitudes se han encontrado con la nuestra
desde el punto de vista mental, es decir, de lo que piensan, de cómo ven el
mundo. Quizá sea así precisamente por ser también mamíferos y sociales.
Estos animales muestran intención, planificación, empatía y tantas otras
cosas que casi parecen humanos. Y son muy inteligentes.
Los elefantes son una especie realmente fascinante y, aún, muy
desconocida. Sus enormes similitudes mentales con los humanos resultan
sorprendentes si pensamos que se separaron de nuestra línea evolutiva hace
nada menos que 80 millones de años. Un grupo de elefantes que vive entre
Kenia y Uganda exhibe un curioso comportamiento que muestra hasta qué
punto la inteligencia de esta especie es extraordinaria. Ese comportamiento,
desconocido para la comunidad científica hasta los años ochenta del pasado
siglo, implica un viaje de varios kilómetros, que realizan una vez al año,
con el fin de adentrarse en lo más profundo de una cueva grande y oscura
situada en el monte Elgon, un antiguo volcán ya extinto. Curiosamente, en
dicha cueva no hay vegetación, que es su principal alimento, y el agua
potable que allí hay la pueden obtener más fácilmente en otros sitios. La
cueva es no solo oscura, sino también muy peligrosa, con profundas simas.
Está llena, por tanto, de riesgos importantes de caída y graves lesiones. ¿Por
qué van allí? ¿Por qué hacen ese esfuerzo y corren ese riesgo? Pues nada
más y nada menos que para arrancar grandes trozos de roca de la cueva con
sus colmillos, llevárselos a la boca y machacarlos con sus molares. Los
adultos dan de estos trozos a sus pequeños, que no pueden obtenerlos por
sus propios medios. Recorren muchos kilómetros y arriesgan sus vidas para
comer rocas, lo que puede parecer un tanto chocante. Pero en la dieta de
estos animales, de base vegetal, parece que falta algo muy importante que
hay que ir a buscar en esas rocas: cloruros, carbonatos y sulfatos sódicos.
Sal, en definitiva. Como dicen quienes han estudiado este comportamiento,
parece evidente que estos animales sienten un imperioso apetito de sal que
los lleva a realizar tal esfuerzo y correr ciertos riesgos simplemente para
poder compensar una deficiencia importante en su dieta. La búsqueda de sal
por parte de estos elefantes demuestra varias cosas respecto a sus
capacidades mentales. Entre estas, destacan su memoria y su capacidad de
aprendizaje. Este grupo de elefantes necesita tener un conocimiento
detallado de la ruta de acceso a la cueva y, lo que es más importante y
complejo, de su interior, ya que dentro de ella no se ve absolutamente nada.
Para no caer en ninguna de sus simas, deben conocer todos sus recovecos y
rincones, un conocimiento que al parecer se transmite de generación en
generación desde hace siglos. La buena memoria de los elefantes no parece,
así, ser un mito, sino que tiene fundamento, y la memoria es un rasgo
importante de inteligencia. La transmisión de esta compleja información, y
su aprendizaje, son muestras también de las enormes capacidades
intelectuales de estos animales.
La mente del elefante surgió básicamente en los mismos paisajes que la
nuestra, la sabana africana, con similares dificultades, peligros y recursos.
Si a esto añadimos su gran cerebro y sus complejas y ricas relaciones
sociales, casi tenemos una mente humana, aunque sea sin lenguaje y con un
diseño cerebral distinto al de los primates. Sus redes sociales son realmente
vastas y están centradas en la familia, existiendo también extensos y
duraderos lazos de amistad, que mantienen con gran fidelidad. Son capaces
de reconocer específicamente a cientos de otros individuos, y cuando se
encuentran al cabo de un tiempo siguen complejos rituales de saludo. Son
muestras, una vez más, no solo de su humanidad, sino de su gran memoria.
Los elefantes, además, al igual que los primates, poseen también rasgos
distintivos de personalidad individual; tienen un carácter propio, son
individuos en todos los sentidos. También juegan mucho, incluso de
adultos. A veces juegan solos, por ejemplo, con huesos u otros objetos. El
juego se suele considerar una característica propia de las especies más
flexibles e inteligentes, y muy raramente se observa en adultos. Los
elefantes, incluso, hacen el tonto, payasean, tienen sentido del humor. Al
menos eso es lo que parece, suponiendo que los observadores que así lo
afirman no estén cayendo en una especie de antropocentrismo. Por ejemplo,
se sabe de ocasiones en las que se colocan arbustos en la cabeza sin ningún
objetivo más que el lúdico, el querer parecer graciosos, pues llaman la
atención de los demás para que los miren en esas circunstancias. Y, como
sabemos, parece haber cierta relación, al menos en el ser humano, entre la
inteligencia y el sentido del humor.
Los elefantes son animales muy inteligentes y curiosos, con cierta avidez
por la exploración y el tanteo de situaciones y objetos nuevos o
desconocidos. Sus lazos familiares son extraordinariamente sólidos y
notables, existiendo importantes relaciones entre las abuelas y sus nietos, a
los que, junto con sus padres, transmiten cultura y conocimiento. Las
madres cuidan con esmero de sus retoños, y en esta labor no están solas,
pues prácticamente cualquier otro miembro del grupo (principalmente las
hembras) cuidará de los más pequeños. A estos animales, según parece, se
les podría atribuir todo un abanico de emociones y sentimientos muy
parecidos a los humanos: miedo, dolor, pánico, ansiedad, incertidumbre,
furia, odio, paciencia, amor, celos, lujuria, felicidad, ternura, compasión,
gratitud, esperanza, modestia, frustración, vanidad, justicia... Según el
naturalista Carl Safina, solo habría un sentimiento exclusivamente humano
y que nunca encontraremos en un elefante: el autodesprecio. Si es así, en
esto demostrarían ser más inteligentes que nosotros.
Hablando de los sentimientos de los elefantes, parece que un
comportamiento suyo muy llamativo tiene que ver con su actitud ante la
muerte. Más allá del mito de los cementerios de elefantes —esos acúmulos
de esqueletos de paquidermos que son fruto más de la casualidad que de
intenciones deliberadas—, sí se habría constatado que los elefantes
reaccionan ante la muerte de un congénere de maneras muy llamativas.
Dicho de otra forma, serían capaces de entender la irreversibilidad de la
pérdida de un ser querido, muestran duelo y sufrimiento. Se ha observado,
por ejemplo, cómo cubren un cadáver de barro y vegetación,
comportamiento con probables fines protectores frente a los depredadores.
Ante la muerte de un congénere, impera el silencio y la tristeza. Un estudio
incluso comprobó que los grupos de elefantes aumentan sus hormonas
relacionadas con el estrés tras la pérdida de un líder importante, aumento
que puede durar muchos años. En una ocasión, unos investigadores
pusieron a un grupo la grabación de las vocalizaciones de un miembro que
había muerto recientemente; el grupo se agitó tremendamente y estuvo
buscando al difunto durante días. Los científicos jamás repitieron el
experimento. Tal vez estos comportamientos no demuestren necesariamente
que los elefantes tengan un sentimiento de miedo a la muerte como el que
tenemos los humanos, pero, una vez comprobado el sufrimiento que les
provoca, tampoco lo podemos descartar.

LA SABIDURÍA DE LAS ABUELAS


Si se habla de la memoria de los elefantes, ¿qué hay de la astucia de los
lobos, otros mamíferos sociales? Efectivamente, parecen tener una gran
capacidad precisamente para leer las mentes de los demás, incluidas las
humanas. No solo saben qué es lo que otros están percibiendo, sino cuáles
son los límites de su conocimiento. Esto se manifiesta en una enorme
destreza para el engaño. Por lo demás, y podríamos decir que en la misma
línea, son muy observadores, planifican, son flexibles e, incluso,
imaginativos. Parece que trabajan con imágenes mentales. Y en cuanto a sus
relaciones, aunque suelen ser muy individualistas, tienen una gran
capacidad para la cooperación. No en vano suelen cazar en grupo. Son
fieles en sus amistades y también con sus parejas, aunque se han observado
eventuales y pasajeros episodios de infidelidad. También se sabe de al
menos un caso de venganza premeditada y sostenida en el tiempo, lo que
sería una indicación de lo sutil y desarrollada que puede ser su mente: un
lobo estuvo persiguiendo durante años a un ser humano que había matado a
su compañera, esperando la oportunidad para vengarse. Hasta que lo
consiguió. Todo esto no demuestra sino las grandes dotes del lobo para la
planificación y su excelente memoria, pruebas en definitiva de su gran
inteligencia.
Muchas de estas observaciones son, no obstante, anecdóticas, y por tanto
pueden tener poco valor desde el punto de vista científico. Pero se van
acumulando, y es solo cuestión de dedicar más recursos y tiempo a estudiar
a estos animales. Sin embargo, es cierto que estudiarlos en el laboratorio no
es viable, por multitud de razones, y eso es lo que está provocando que solo
vayamos conociéndolos poco a poco.
Con algunos cetáceos, como las orcas, ocurre lo mismo, aunque en este
caso es verdad que se van añadiendo conocimientos muy interesantes y
curiosos tras años de observación y experimentación en cautividad, además
de en condiciones de libertad.
Como el de muchos cetáceos, el sistema de comunicación de las orcas —
aún bastante desconocido— es enormemente complejo. Este lenguaje se
acompaña de intrincados sistemas de parentesco y organización grupal, en
los que se observan cosas tan curiosas como la menopausia de las abuelas.
Solo la especie humana y algunos cetáceos muestran este rasgo, que parece
tener un alto valor adaptativo en especies con una rica vida social. Si una
hembra mayor deja de procrear pero sigue viviendo muchos años, podrá
ayudar a su descendencia a criar, a su vez, a la suya; es decir, a sus nietos.
Esto los hace más viables, incrementa su capacidad para la supervivencia, y
además propicia que puedan recibir conocimientos directamente de los
miembros más antiguos y expertos del grupo. Y es que una orca tiene
muchísimo que aprender. Por ejemplo, los lugares donde se encuentra la
pesca, que variarán dependiendo de la época del año, de las temperaturas y
de otros muchos factores. Se sabe que en periodos de escasez los grupos
con mayor presencia de abuelas tienen más oportunidades de supervivencia.
Estas capacidades de aprendizaje, memoria y transmisión de conocimientos
son una muestra de sus altas dotes intelectuales.
Entre los comportamientos más curiosos de las orcas encontramos sus
celebraciones cuando han tenido éxito en la pesca. Dan grandes palmadas,
realizan movimientos frenéticos y aumentan sus interacciones sociales y sus
juegos. Parecen mostrar alegría, júbilo. Es difícil creer que estos animales
no tengan una mente con ciertas similitudes con la humana. Otra curiosidad
importante de esta especie es la presencia en su cerebro de un tipo de
neuronas, localizadas principalmente en el cíngulo anterior, que solo se
encuentran en animales con elevados y complejos niveles de vida social,
como algunos cetáceos, los psitaciformes (loros) o los grandes simios —
especialmente en el ser humano—. También se han encontrado en los
cerebros de los elefantes. Se trata de las células Von Economo o células en
huso, que son neuronas piramidales modificadas, alargadas, y que se
encuentran sobre todo en esa región del cerebro que forma parte del
llamado cerebro social. Sería un caso curioso de convergencia evolutiva,
pues aparece en especies sin relación evolutiva desde hace muchos millones
de años, pero caracterizadas por una compleja vida social.
Los cetáceos son, en general, bastante inteligentes. También los delfines,
a los que se lleva investigando también muchos años, son cetáceos, y
siempre se ponen como ejemplo de inteligencia animal. Su cerebro es
bastante grande con relación a su cuerpo, no tanto como en nuestro caso,
pero muy cerca. Se sabe que son espontáneamente capaces de utilizar
herramientas, como las esponjas que se ponen en el hocico para remover los
fondos marinos sin hacerse daño. Viven en grupos sociales complejos y se
comunican entre ellos, e incluso parecen tener sentido del yo. También son
muy dados al juego y a la curiosidad, y pueden aprender secuencias
complejas de movimientos y acciones, como sabe cualquiera que haya
visitado el espectáculo de un delfinario. Sin embargo, son bastante
limitados a la hora de solucionar problemas complejos, y sus capacidades
para manejar números y cantidades son muy básicas y restringidas. Es
posible que su carencia de extremidades haya limitado enormemente el
potencial de su gran cerebro, a diferencia de los primates. O de los
elefantes, cuya trompa es enormemente versátil y capaz; no en vano posee
nada menos que 40.000 músculos.

LA INTELIGENCIA DE LOS PÁJAROS

La inteligencia no es patrimonio exclusivo de los mamíferos. Durante


muchos años se creyó que el cerebro de las aves era, si no radicalmente
distinto al de los mamíferos, sí al menos muy diferente en aspectos que
afectan directamente a la cognición. Se pensaba, así, que una gran parte de
su masa cerebral localizada sobre unas estructuras antiguas conocidas como
los ganglios basales era fruto del desarrollo de estos y, por tanto, poco
avanzada evolutivamente. Las investigaciones de las últimas décadas están
demostrando, sin embargo, que lo que en un ave encontramos sobre los
ganglios basales tiene exactamente el mismo origen, evolutivo y de
desarrollo, que la corteza cerebral humana, la parte más racional de nuestro
cerebro. Esa estructura ha resultado ser equivalente a nuestra corteza. Es
más, este mismo esquema se puede aplicar a reptiles, anfibios y peces. Por
eso, no es de extrañar que encontremos atisbos de gran inteligencia en peces
como los tiburones o las rayas. Ambos tienen un gran cerebro y muestran
un comportamiento muy flexible y adaptable, con capacidad para ser
oportunistas e incluso de anticiparse a las intenciones de otros.
Pero volvamos a las aves. Algunas, particularmente los córvidos y los
loros, han mostrado competencias intelectuales increíbles. Ambas tienen
cerebros grandes con relación a su cuerpo, y se dice que sus habilidades
cognitivas son comparables a las de los grandes simios. Algunos cuervos,
por ejemplo, son capaces de construir, doblando un alambre de maneras
enrevesadas, herramientas relativamente complejas adaptadas
específicamente a cada reto concreto que se les ponga. Así, si para sacar un
objeto del fondo de un tubo se necesita un gancho de una longitud y una
forma concretas, el cuervo lo fabrica a partir de una varilla recta, con su
pico y sus patas, usando la herramienta para conseguir su objetivo con
éxito. Lo comentábamos en el primer capítulo: parece que visualizan
mentalmente el problema y lo necesario para su solución y actúan en
consecuencia. Otras aves de la familia de los córvidos también exhiben
comportamientos que parecen manifestar una capacidad para conocer las
intenciones y los planes con vistas al futuro de otros individuos. Por
ejemplo, la Chara californiana guarda muchos de los alimentos que
consigue para épocas de carestía, y lo hace escondiéndolos en diversos
lugares para que no los encuentren otros. Si se percata de que alguien la ha
observado, volverá más tarde, cuando crea que no hay nadie alrededor, y
cambiará la comida de sitio. En ocasiones, si detecta que hay un observador
cuando está a punto de esconder el alimento, buscará una barrera visual que
impida que el otro sepa dónde lo va a hacer. Es difícil creer que estos seres
no tengan la posibilidad de entender que los demás poseen una mente
independiente, una muestra de su elevada competencia intelectual. Los
loros, por su parte, pueden aprender algunos números y hacer cálculos
matemáticos simples, incluso aplicando el concepto de cero cuando es
necesario.
Aunque no esté necesariamente ligado con las capacidades intelectuales
de las aves, estas muestran un comportamiento que parece ser clave para
entender una de las características más singulares del ser humano: el
lenguaje. Y es que el canto de los pájaros y el lenguaje humano presentan
llamativas y curiosas similitudes. El canto de los pájaros es posible gracias
a una capacidad innata, que está en su dotación genética, si bien tendrán que
exponerse al canto de los adultos para poder aprender los patrones propios
de su grupo. Además, deben hacerlo a una edad temprana, pues de lo
contrario la capacidad para aprender el canto se pierde, con consecuencias
irreversibles. Es exactamente lo mismo que ocurre con nuestro lenguaje, ya
que a partir de una capacidad innata y universal aprendemos un idioma
concreto, cerrándose el periodo de aprendizaje natural al alcanzar cierta
edad. Ya lo comenté en su momento, y es lo que hace que sea muy difícil y
suponga un esfuerzo aprender otro idioma cuando somos adultos, mientras
que aquel al que estuvimos expuestos de niños lo aprendimos con relativa
facilidad. El canto de las aves tiene también estructuras muy complejas, con
sonidos organizados jerárquicamente (unas secuencias de sonidos se
organizan dentro de otras), al igual que ocurre con las estructuras sintácticas
de nuestras oraciones.

SERES DE ESTE PLANETA

Hasta ahora he hablado de la inteligencia en mamíferos y también en otros


vertebrados, como las aves. Pero los vertebrados, al fin y al cabo, son un
grupo minoritario y relativamente reciente dentro del reino animal. ¿Hasta
qué punto está repartida la inteligencia? ¿Podemos encontrar inteligencia en
el grupo mayoritario de animales que carece de espina dorsal? La respuesta
es un rotundo sí. Al fin y al cabo, no es en la espina dorsal donde se
encuentra la parte de nuestro sistema nervioso que nos hace más listos.
El mejor ejemplo lo tenemos en unos seres que algunos autores han
descrito como lo más parecido que podemos encontrar para elucubrar y
especular acerca de cómo serían los seres inteligentes de otros planetas.
Estoy hablando de los pulpos, cuyo fascinante comportamiento ha sido
objeto de numerosos estudios en los últimos años. Estos han permitido
descubrir que los pulpos tienen realmente una gran inteligencia y una mente
compleja, y eso que se separaron de nuestra línea evolutiva hace cientos de
millones de años.
El pulpo posee un sistema nervioso compuesto de unos 500 millones de
neuronas. Es un número similar a las del cerebro de un mono tití, aunque
muy lejos de los 86.000 millones de nuestro cerebro. No obstante, es un
número muy importante para una criatura del tamaño del pulpo, siendo en
realidad una de las mayores relaciones entre el tamaño del cerebro y el del
cuerpo del reino animal. Curiosamente, además, el pulpo no tiene un
cerebro o estructura nerviosa realmente única e independiente que rija el
trabajo de las demás partes del sistema nervioso, sino que sus circuitos
neuronales están muy repartidos por todo su organismo, especialmente por
sus ocho tentáculos. En estos se encuentran nada menos que dos tercios del
total de sus neuronas. Sus brazos también cuentan con diversos sensores, y
no solo para el tacto, sino también para el gusto e incluso para la
estimulación lumínica. Realmente, cuando un pulpo explora el mundo con
uno de sus tentáculos lo hace de una manera especial, mucho más rica y
compleja que cuando nosotros exploramos con nuestras manos.
Los pulpos parecen tener también su personalidad, su temperamento,
pues los hay tímidos y asustadizos, temerarios, inquietos o agresivos. Y,
como he dicho, son muy inteligentes: abren tarros de rosca, exploran muy
activamente cualquier objeto nuevo, sienten gran curiosidad y solucionan
de manera flexible diversos problemas que se les presentan para obtener
alimento. Por ejemplo, son capaces de solucionar complejos puzles, se
mueven bien por laberintos y tienen una sorprendente capacidad para el
aprendizaje y el uso de herramientas. También se manejan bien con la
medición del tiempo, memorizan complejas secuencias de movimientos y
se adaptan pronto a las novedades. Aunque tienen unos ojos muy
desarrollados y, por tanto, parte de su mundo mental contiene ricas
imágenes visuales, tenemos que recordar la sensibilidad amplia y repartida
de sus tentáculos, que les haría tener un mapa de sensaciones con un
esquema radicalmente distinto al nuestro. Tengamos en cuenta, además, el
medio en el que viven, también muy distinto: un mundo sin gravedad, con
poca luz, y donde los sonidos ni son como los que escuchamos nosotros ni
se transmiten como lo hacen fuera del agua. Tienen una mente, una forma
de pensar y de ver la realidad muy diferente de la nuestra. Pero es una
mente inteligente y compleja. Podría ser la de un extraterrestre, pero es la
de un molusco del planeta Tierra.
Quizá seamos la especie más inteligente de este planeta, pero desde
luego no somos la única.
5
¿INTELIGENCIA O INTELIGENCIAS?

Cuando hablamos de inteligencia, nos referimos a un concepto que ha


resultado ser relativamente complejo y algo escurridizo, especialmente
desde que cayó en manos de la ciencia. El concepto surgió inicialmente en
nuestro vocabulario a lo largo de la evolución de los lenguajes, de las
culturas humanas. Quizá en su origen todo el mundo tuviera claro lo que era
la inteligencia y quién era listo y quién no tanto. Hace casi siglo y medio la
ciencia se hizo cargo de su descripción y estudio, de la mano de un primo
de Darwin y precisamente inspirado por su teoría de la selección natural:
Francis Galton. Desde entonces el volumen de conocimientos, definiciones,
teorías y clasificaciones sobre la inteligencia no ha parado de crecer.
No hay un consenso unánime acerca de lo que es la inteligencia, pero
creo que podremos destilar una idea acerca de a qué nos referimos cuando
usamos el término. En el capítulo anterior ya avancé una definición, según
la cual la inteligencia tiene que ver con la capacidad para solucionar
problemas, especialmente problemas nuevos. Pero hay más. Una definición
que debemos al padre de la prueba de inteligencia más conocida y utilizada
hasta la fecha, David Wechsler, dice que es la capacidad de un individuo
para actuar con propósito, pensar racionalmente y enfrentarse con éxito a su
entorno. Otras definiciones destacan la capacidad para comprender ideas
complejas, para adaptarse efectivamente al ambiente, para aprender de la
experiencia, para implicarse en varias formas de razonamiento, tomar
buenas decisiones y solucionar problemas. Para uno de los autores más
influyentes en el campo, Robert J. Sternberg, aunque las definiciones sean
distintas, todas ellas circundan la idea de que la inteligencia implica la
capacidad para aprender conceptos nuevos, formar juicios con dichos
conceptos y solucionar problemas basándose en ellos. Yo particularmente
me sentiría más satisfecho si de esta última definición extraemos la palabra
conceptos y definimos la inteligencia como la capacidad para aprender,
formar juicios y solucionar problemas, pues haría más fácil y universal su
aplicación a todo tipo de situaciones y, especialmente, al mundo animal,
donde no siempre queda claro que formen conceptos. La inteligencia es
efectivamente un rasgo complejo, abarca varias facetas de nuestro
comportamiento y de nuestra mente: aprender, razonar, solucionar
problemas. Es la capacidad para adaptarse al medio ambiente, sea social,
cultural o natural, y especialmente si ese medio es cambiante. Se trata de
tener flexibilidad mental. En palabras del psicólogo Carl Bereiter, la
inteligencia es lo que usas cuando no sabes lo que tienes que hacer. Me
encanta esta definición tan sencilla y, a la vez, tan potente.

LAS HABILIDADES DE LA INTELIGENCIA

¿La inteligencia es una y la misma cosa o la hay de varios tipos?


¿Hablamos de la inteligencia o de las inteligencias? Aquí hay bastante
discusión. Son mayoría los autores que piensan que hay un factor general de
la inteligencia, al que, cariñosamente, llaman g. Esta idea se basa en el
hecho de que en multitud de ocasiones quien es más listo en una faceta lo es
también en otras. De hecho, es la idea que subyace cuando nos dan una
puntuación única para estimar nuestra inteligencia, nuestro Cociente
Intelectual o CI, cuya media es 100. Que el que es listo en algo lo sea
también en todo tampoco es necesariamente lo que nos vamos a encontrar
en muchas ocasiones, de ahí que, aunque haya un factor general de
inteligencia o una inteligencia general, también se haya establecido que hay
diversos tipos de habilidades mentales (o aptitudes) relativamente
independientes. Se las llama habilidades o aptitudes y no inteligencias, pero
en principio sería una cuestión de mera terminología, aunque también es
verdad que esas habilidades se estiman mediante pruebas muy concretas,
mientras que el factor g, o inteligencia general, es una abstracción que iría
más allá de los test específicos mediante los que se calcula. De ahí que
normalmente se prefiera hablar de inteligencia y habilidades,
separadamente.
Esta concepción de la inteligencia es de las más antiguas y la propuso
Charles Spearman en 1904. Algunos dicen que esta visión ha muerto, pero
la verdad es que todavía está muy presente, aunque con diversas variantes.
En cualquier caso, es cierto que la idea de un factor general de la
inteligencia sufrió un cierto abandono durante un tiempo, siendo sustituida
por la de la existencia de diversas habilidades o aptitudes mentales
primarias, que correlacionarían o se relacionarían entre sí, pero obviando la
posible existencia de un factor general por encima de todas ellas. Este
último no sería sino un mero artefacto estadístico. Esta fue la propuesta
realizada en 1937 por Louis Thurstone, para quien nuestras habilidades
mentales primarias serían básicamente siete: la comprensión verbal, el
razonamiento inductivo (llegar a conclusiones generales tras observar
algunos ejemplos, como que todos los perros tienen cuatro patas, aunque no
hayamos visto absolutamente todos los perros del mundo), la velocidad
perceptiva, la fluidez verbal, la memoria, el razonamiento espacial y la
aptitud numérica. La lista de Thurstone, sin embargo, pronto resultó
incompleta, y además quedó claro que cada una de esas habilidades
primarias se podía dividir, a su vez, en varias capacidades relativamente
independientes. El razonamiento espacial, por ejemplo, se sustentaría en la
capacidad para generar imágenes mentales, rotarlas, visualizar una situación
desde la perspectiva de otra persona, navegar por un espacio tridimensional
o percibir patrones visuales, entre otras. De alguna manera, esto llevó a la
comunidad científica a rescatar la idea de la existencia de un factor general
de inteligencia, ya que parecía haber una cierta jerarquía entre las distintas
habilidades, y posiblemente por encima de todas ellas habría un único
factor. Dicho de otra forma, se pensó que tal vez existieran factores
generales de inteligencia, que en principio podría ser solo uno bajo el cual
hubiera unas habilidades amplias: las siete de Thurstone, que en realidad
podrían llegar a ser diez. Y por debajo de estas habilidades, y dependiendo
de ellas, habría a su vez otras habilidades más específicas, que en total
podrían ser en torno a cien.
De hecho, la siguiente contribución importante, debida a Raymond
Cattell en el año 1943, rescató a g, pero lo dividió en dos: una inteligencia
general fluida y otra cristalizada. La primera, que se bautizó como gf, sería
en realidad la más parecida a la g original, y se puede decir, muy
brevemente, que se refiere a la capacidad de percibir o detectar patrones y
relaciones complejas de la realidad en situaciones novedosas. De nuevo, la
flexibilidad mental, la adaptación a un ambiente cambiante o desconocido,
parecían de la mayor relevancia. La inteligencia cristalizada, o gc, sería más
bien el conocimiento adquirido, que es cristalizado en la medida en que
consiste en información que puede estar presente o no. Es la información
que adquirimos por nuestras experiencias, nuestras lecturas o nuestra
educación. Se suele decir, aunque esto no sea exactamente así, que la
inteligencia fluida depende más de nuestras capacidades heredadas, de la
genética, mientras que la cristalizada depende en un mayor grado de nuestra
educación. Lo que sí parece indudable es que la inteligencia cristalizada
depende bastante de la inteligencia fluida, pues esta facilitaría que aquella
se formara con mayor amplitud y solidez, aunque en principio ambos tipos
de inteligencia sean dos cosas distintas.
La cuestión se complicó un poco más de la mano de un discípulo de
Cattell, John Horn, quien en realidad corroboró la propuesta de su maestro,
pero la amplió significativamente. Para Horn habría varias inteligencias
generales en cuanto a capacidad o aptitud mental: la inteligencia fluida, la
memoria a corto plazo (o capacidad de retentiva durante unos segundos o
minutos) y la velocidad de procesamiento. Habría igualmente varias
capacidades de carácter perceptivo: al menos, la capacidad de percepción
auditiva y la visoespacial. Por último, habría también capacidades
relacionadas con la experiencia, como la misma inteligencia cristalizada, el
conocimiento cuantitativo (la capacidad de recordar cantidades y cifras
específicas) y la capacidad de recuperar de manera fluida el conocimiento
ya almacenado. La cosa no se quedó ahí, y en 1993 irrumpió en el campo
un científico ya retirado que empleó sus años de jubilación en analizar los
416 estudios publicados hasta la fecha acerca de las capacidades y factores
de la inteligencia. Se trataba de John Carroll, quien concluyó que existirían
un factor general de inteligencia o inteligencia general, nuestra famosa g, y
ocho capacidades generales que contribuirían a ella. De mayor a menor
contribución a g, para Carroll esas capacidades eran la inteligencia fluida, la
inteligencia cristalizada, la percepción visual, la percepción auditiva, la
capacidad de memoria y aprendizaje, la fluidez en la recuperación de la
información almacenada, la rapidez cognitiva y la rapidez o velocidad para
tomar una decisión.

LA TEORÍA CHC

El caso es que la cosa no quedó ahí, por si nos había parecido poco. Carroll
y Horn tuvieron años de discusiones y debates (Cattell fallecería en 1998) y
llegaron finalmente a un consenso, conocido como la teoría de las
capacidades cognitivas de Cattell-Horn-Carroll (teoría CHC). Hubo un
punto, no obstante, en el que nunca se pusieron de acuerdo, y para el que
aún no parece haber una respuesta definitiva: la existencia real de g, la
inteligencia general por encima de cualquier capacidad. Para Horn, esta era
un mero artefacto estadístico; para Carroll era una capacidad real. Lo cierto
es que ambos coincidían en que g y la inteligencia fluida eran casi idénticas.
El resultado final de esas discusiones, la teoría CHC, es prácticamente la
última contribución importante al campo de las diferentes inteligencias y
capacidades cognitivas, y se puede decir que la vigente hoy en día, aunque
se siga perfilando y desarrollando. La teoría CHC enumera una serie de
capacidades intelectuales agrupadas según sean de carácter motor,
perceptivo, de procesamiento cognitivo (a las que denominan de atención
controlada) o de conocimiento adquirido. En cada grupo tendríamos a su
vez capacidades distintas según la cualidad o el tipo de información de que
traten y la velocidad específica con que se maneja esa información. Es
decir, se trata no solo de hacer las cosas bien, sino de hacerlas en menos
tiempo. Todas ellas contribuirían, en mayor o menor medida, a las
inteligencias más generales, es decir, a las ocho que propuso Carroll o a las
dos originales de Cattell, fluida y cristalizada. Y, en última instancia, a g.
Como decía, la teoría CHC propone por un lado la existencia de un
grupo de capacidades de carácter motor, a las que denomina habilidades
psicomotoras. Este grupo de habilidades intelectuales sería muy necesario,
por ejemplo, en deportistas. Particularmente en algunas modalidades
deportivas, como la gimnasia artística, se llevarían al extremo. Por otra
parte, en el grupo de capacidades de carácter perceptivo, o habilidades de
procesamiento perceptivo, el modelo menciona dos, una para la
información visoespacial y otra para la auditiva, aunque se admite la
posibilidad de expandirlo a otras modalidades, como la táctil, olfativa,
gustativa o kinestésica (del estado de los músculos). Un buen ejemplo del
uso de estas habilidades lo tendríamos en un catador de vinos, donde la
percepción gustativa, olfativa y visual son absolutamente fundamentales
para realizar bien su trabajo. Tanto las habilidades psicomotoras como las
de procesamiento perceptivo tienen sus componentes de velocidad, es decir,
que se pueden ejecutar con mayor o menor rapidez.
De especial interés son las capacidades de atención controlada, que ya
he mencionado como capacidades de procesamiento cognitivo, más allá de
la percepción y la acción. Mucha gente podría pensar que solo esto es a lo
que verdaderamente llamamos inteligencia, pero no es así; según la teoría,
estas capacidades no son sino una faceta más de aquella. En este grupo se
encuentra el razonamiento fluido, o capacidad general para reconocer
patrones y regularidades, que incluye dos tipos de razonamiento: el
inductivo, que consiste precisamente en descubrir patrones o regularidades,
y el deductivo, es decir, aplicar un patrón descubierto mediante
razonamiento inductivo para generar nuevo conocimiento. Por ejemplo:
mediante razonamiento inductivo llego a la conclusión de que todos los
perros tienen cuatro patas, por lo que deduzco que el próximo perro que me
encuentre tendrá cuatro patas. Tanto el razonamiento inductivo como el
deductivo son fundamentales para la ciencia, pues estas son precisamente
las herramientas que tienen los científicos para describir el mundo, pero es
algo que necesitamos también en multitud de ocasiones de la vida diaria.
Por ejemplo, si las veces que has comido almendras has tenido problemas
digestivos, ya no querrás volver a comerlas, porque por razonamiento
inductivo has llegado a la conclusión de que te sientan mal; si, por un
descuido, acabas de comer un pastel que contiene almendras y te informan
de ello, mediante razonamiento deductivo esperarás sentirte mal en unos
minutos.
Otro ejemplo de capacidad de atención controlada es la memoria de
trabajo. Este es un tipo de memoria, o de atención, en el que manejamos
información mentalmente y trabajamos activamente con ella. No es
exactamente la memoria a corto plazo, sino un tipo de ella, en el que lo que
la caracterizaría es que se trabaje activamente con la información
almacenada. Así, memoria a corto plazo sería simplemente almacenar
mentalmente una secuencia de números en su orden, por ejemplo, 3-7-9-2-
5-1-8, mientras que ya hablaríamos más propiamente de memoria de trabajo
si esos números los tenemos que invertir de orden: 8-1-5-2-9-7-3. El propio
lector puede con este ejemplo evaluar su memoria de trabajo o la de un
familiar, que correlaciona bastante bien con g: la media para inversiones del
orden de números sin errores suele estar en cinco dígitos; los siete que he
puesto en el ejemplo suelen ser un reto algo difícil. Las capacidades de
atención controlada, cómo no, también incluyen un componente de
velocidad, es decir, que se pueden ejercer con mayor o menor rapidez. Es lo
que se conoce como fluidez de procesamiento.
Finalmente, en la teoría CHC se da una importancia especial al
conocimiento adquirido. Este, lógicamente, puede ser de muy variado tipo:
artístico, social, de la realidad física y biológica, y un largo etcétera. Un
papel relevante aquí lo ocupa el conocimiento lingüístico, particularmente
el vocabulario. El conocimiento adquirido, sea del tipo que sea, y al igual
que los otros tipos de capacidades intelectuales, también tiene un
componente de velocidad, que se reflejaría en la eficiencia con la que se
aprenden las cosas y la facilidad para recuperar esos conocimientos.

LA INTELIGENCIA MÁS ALLÁ DE LOS TEST DE INTELIGENCIA

El lector puede haber sacado la idea de que con esta lista tan larga y
aparentemente exhaustiva de las capacidades o aptitudes intelectuales
agotamos todas las posibilidades de la inteligencia humana. O puede que
no, que su intuición le diga que tiene que haber algo más. Muchas de las
capacidades que hemos visto hasta ahora, si no todas, tienen mucho que ver
con el rendimiento académico, con la obtención de mejores o peores notas
en el ciclo educativo de una persona. Sin duda, lo que estamos midiendo al
estimar las capacidades intelectuales de la teoría CHC se parece mucho a lo
que nos están pidiendo en un examen en la escuela, el instituto o la
universidad. Pero hay vida mucho más allá de las instituciones académicas.
Existe la vida cotidiana, la convivencia con otras personas, los problemas
del día a día, muchos de los cuales no se solucionan con una operación
aritmética o recordando la lista de los reyes godos. Cuando una persona
lleva una vida plena, exitosa en sentido personal y económico, con sus
necesidades cubiertas, con el futuro asegurado, sin conflictos intra o
extrafamiliares, ¿lo ha conseguido por tener un CI elevado según los test de
inteligencia al uso? El más conocido, el test de Wechsler o WAIS (para
Wechsler Adult Intelligence Scale, o test de inteligencia para adultos de
Wechsler), y su versión para niños, el WISC (Wechsler Intelligence Scale
for Children), por ejemplo, miden básicamente varias de las capacidades
enumeradas por la teoría CHC, como la comprensión verbal, el
razonamiento perceptivo, la memoria de trabajo y la velocidad de
procesamiento. ¿Tener un alto CI medido por el WAIS es sinónimo de tener
una vida de éxito, una vida envidiable?
Algunos autores hace tiempo que se dieron cuenta de que la visión de las
teorías y concepciones de la inteligencia más académica podía ser muy
limitada, y elaboraron propuestas que contemplaban otros tipos de
habilidades —de inteligencias, en definitiva— necesarias para el desem­-
peño en diversas facetas del tan variado comportamiento humano. No todos
los autores estarían de acuerdo con estas propuestas, sin embargo, y ciñen
su concepto de inteligencia estrictamente a lo que miden test como el
WAIS, a las aptitudes de la teoría CHC. Pero algunas son muy conocidas,
han tenido cierto éxito y se sigue hablando de ellas. Vamos a comentarlas.
Quizá una de las más conocidas es la teoría de las inteligencias múltiples
de Howard Gardner. Según esta, habría al menos ocho tipos diferentes de
inteligencia, algunas de las cuales coinciden de alguna manera con
habilidades del modelo CHC, pero no todas. Así, estaría la inteligencia
lingüística, referida al uso de palabras y del lenguaje en general,
permitiéndonos escuchar, hablar, leer y escribir eficientemente. Sería una
inteligencia necesaria para la poesía, leer novelas o para el debate. La
inteligencia lógico-matemática nos sirve, como su nombre indica, para
resolver problemas lógicos y matemáticos, de relaciones causales,
geométricas o de álgebra, entre otras. La inteligencia visoespacial tampoco
es muy diferente de las aptitudes correspondientes propuestas por el modelo
CHC, como rotar objetos mentalmente o imaginar varios objetos con sus
relaciones espaciales. Muy útil, por tanto, para organizar las bolsas en el
maletero del coche, entre otras cosas. La inteligencia corporal-cinestésica,
por su parte, se refiere al control y manejo de nuestros propios movimientos
corporales y su relación con el espacio. Se usa para bailar, o para diversos
tipos de deporte, como el fútbol, el baloncesto o el tenis, y no sería por
tanto muy diferente de las habilidades psicomotoras de la teoría CHC.
Las principales diferencias con este modelo, de hecho, las vamos a
encontrar en los siguientes tipos de inteligencias propuestos por Gardner.
Así, la inteligencia interpersonal la necesitamos para relacionarnos con los
otros, e implica el reconocimiento de las emociones, estados de ánimo y
motivaciones de aquellos con los que nos relacionamos, así como la
elaboración de respuestas adecuadas a los mismos. Esta inteligencia,
curiosamente, coincidiría, al menos en parte, con la conocida como
inteligencia emocional o con la inteligencia social, de las que
posteriormente hablaremos más extensamente. También existiría la
inteligencia intrapersonal, o comprensión y conocimiento de uno mismo,
relacionada con la autorreflexión y el conocimiento de nuestras
posibilidades y debilidades. Gardner también nos habla de una inteligencia
musical, utilizada para cantar o tocar un instrumento, para la comprensión y
la producción de música en general, incluida la capacidad para leer
partituras. Por último, Gardner nos habla de una inteligencia naturalista,
utilizada para reconocer patrones en la naturaleza y así, por ejemplo,
identificar tipos de rocas, clasificar plantas o distinguir animales peligrosos
de los que no lo son, muy útil por tanto para cazadores-recolectores y
biólogos.
La teoría de las inteligencias múltiples, sin embargo, no parece haber
recibido todo el apoyo empírico necesario para que sea aceptada por la
comunidad científica y, en general, se la tiene por una propuesta con poca
base científica. La supuesta independencia entre las ocho inteligencias, por
ejemplo, punto fuerte de la teoría, ha sido sistemáticamente descartada. Y
tampoco queda claro por qué son esas ocho las inteligencias que definen las
capacidades intelectuales del ser humano y no otras.
Una teoría que en cambio ha recibido algo más de aceptación y apoyo
académico es la de Robert J. Sternberg, conocida como teoría de la
inteligencia exitosa o teoría triárquica de la inteligencia. Sternberg
pretende ir más allá de las teorías del CI, cuyas capacidades estarían
incluidas dentro de las inteligencias de su modelo, aunque estas serían más
completas e integradoras. De hecho, la inteligencia de verdad sería la
inteligencia exitosa, que se define básicamente como la capacidad para
perseguir y lograr las metas que uno se plantee en la vida en función del
contexto sociocultural en el que uno está inmerso. Para ello, uno debe
utilizar sus fortalezas y capacidades, pero también corregir o mejorar sus
debilidades. Y todo con la finalidad de adaptarse con éxito al entorno, o
bien para cambiarlo o, en última instancia, seleccionarlo, elegir aquel en el
que uno pueda tener más éxito según sus capacidades y limitaciones. Dicho
esto, las tres amplias inteligencias que propone Sternberg como necesarias
para una buena inteligencia exitosa son la inteligencia analítica, la creativa
y la práctica. La primera nos permite identificar y definir los problemas,
localizar los recursos necesarios para solucionarlos, usar diferentes formas
de representar y organizar la información y establecer y evaluar estrategias
para resolverlos. La llamada inteligencia creativa tiene más que ver con las
diferentes formas de definir o redefinir un problema, pues de la originalidad
de este proceso puede depender el encontrar una solución nunca antes vista.
Para ello, hay que tener tolerancia a la ambigüedad e incluso arriesgarse
intelectualmente, ser capaz de generar ideas nuevas que puedan parecer
descabelladas. La inteligencia creativa también implica identificar y sortear
obstáculos que puedan impedirnos conseguir nuestras metas, e incluso ser
capaces de retrasar la gratificación. A veces, una posible solución es
inmediata pero solo parcial e incompleta, no del todo satisfactoria; conviene
esperar a encontrar soluciones mejores. Por último, la inteligencia práctica
conlleva automotivarse, perseverar en su justa medida y poner las ideas en
práctica sin dejarlas para mañana. Esta última inteligencia también implica
no echar la culpa a quien no le corresponde, evitar la excesiva
autocompasión y confiar en uno mismo de manera realista. Para ser bueno
en estas tres inteligencias se necesitan una serie de habilidades o
capacidades intelectuales, solo algunas de las cuales serían las estipuladas
por la teoría CHC y los modelos clásicos de la inteligencia.

INTELIGENCIA EMOCIONAL

A pesar de las distintas propuestas, son mayoría los autores que se


mantienen en la idea de que, estrictamente hablando, la inteligencia debe
entenderse como lo que miden los test clásicos de inteligencia como el
WAIS y nada más. Sin embargo, estoy seguro de que el lector habrá oído
hablar de la inteligencia emocional, un término muy presente en numerosos
foros de nuestra sociedad. ¿Es la inteligencia emocional un tipo de
inteligencia? De hecho, la inteligencia interpersonal de Gardner coincide en
parte con el concepto más extendido de inteligencia emocional: la
capacidad de procesar información compleja sobre las emociones de uno
mismo y de los demás y usarla apropiadamente para pensar y actuar. Sin
embargo, ya hemos visto que la propuesta de Gardner tiene poco eco en la
comunidad científica. Para muchos autores, hablar de inteligencia al
referirnos a la capacidad para entender las emociones propias y ajenas no es
en sí inteligencia. Sería como un sacrilegio. En realidad, dentro del mundo
académico, el término inteligencia emocional es más aceptado como un
componente de nuestra personalidad, como una de las variables que forman
parte de uno de los cinco grandes rasgos de la personalidad: la amabilidad.
También podríamos relacionarlo con la empatía.
Esta discusión me trae a la memoria el mito del genio torturado del que
hablé en un capítulo anterior. Allí expliqué cómo la inteligencia y las
emociones son relativamente independientes, si bien es cierto que a más
altos niveles de CI —medido mediante pruebas clásicas como el WAIS—,
más probabilidades hay de llevar una vida feliz. La correlación no es
necesariamente muy alta, una cosa no garantiza la otra. Pero la relación
existe y parece bastante sólida. Un CI alto ayuda a ser más feliz, aunque
inteligencia y habilidades emocionales sean en principio dos cosas
completamente distintas. Cuando miramos en el cerebro, no obstante, la
total independencia entre inteligencia y emociones es relativamente
ambigua. Es un clásico muy conocido que en el cerebro tenemos áreas y
circuitos neuronales distintos para las emociones y para la cognición —en
el último caso, para la planificación, la atención, el razonamiento, la
memoria y otras tantas habilidades que subyacen a la inteligencia en sentido
estricto—. Sin embargo, según se va acumulando la evidencia en los
últimos años, resulta que se confirman dos cosas que me parecen
sumamente interesantes e importantes. Por un lado, que los procesos
cognitivos nunca o casi nunca son asépticos, libres de emociones o
totalmente ajenos a ellas. Por otro, que las llamadas áreas y estructuras
emocionales del cerebro también participan, y al parecer de manera
importante, en procesos cognitivos puros y duros; y viceversa, que las áreas
más cognitivas también están implicadas en el procesamiento de las
emociones.
Cuando estamos de buen humor o sentimos una emoción positiva, como
la alegría, no pensamos igual que cuando estamos enfadados o tristes. En el
primer caso, es muy frecuente que tendamos a solucionar los problemas de
forma heurística, es decir, utilizando atajos mentales, formas un tanto
relajadas de pensar que conllevan poco esfuerzo y que, por tanto, pueden
llevar fácilmente a error. Un ejemplo en este sentido es pensar que un
producto es bueno simplemente por ser caro, sin analizarlo o estudiarlo en
detalle. Por contra, la forma más común de razonar bajo estados
emocionales negativos suele ser más analítica y detallada. Por alguna razón,
nuestro cerebro se pone en el modo de «hay algún peligro» o «algo va mal»
y se esfuerza por superar esa posible situación. La atención, en principio un
proceso puramente cognitivo, es mucho mayor hacia estímulos con
connotación emocional, especialmente si son estímulos peligrosos o
amenazantes, por razones obvias de supervivencia. A la memoria le pasa
exactamente lo mismo; aquello que tiene cierto tono emocional tiene
mayores probabilidades de ser recordado que lo anodino y poco importante.
El ejemplo que pongo siempre es que recordamos bastante bien nuestras
vacaciones de hace un año —o más— pero nos cuesta recordar lo que
cenamos el jueves pasado, aunque haya transcurrido menos tiempo. Hablaré
más detenidamente de la memoria humana en el capítulo siguiente. Por
último, las emociones también afectan al lenguaje, pues, por ejemplo,
cuando estamos de buen humor somos capaces de entender lo que nos dicen
de manera más abierta y creativa, de aceptar realidades aparentemente
disparatadas o admitir errores con más facilidad que cuando estamos de mal
humor. Todo esto son consecuencias de cómo las emociones o los estados
emocionales pueden afectar al pensamiento. Pero el efecto también se da en
la dirección opuesta, y la atención, el lenguaje, el autocontrol o nuestras
decisiones también pueden ejercer un impacto muy importante sobre
nuestras emociones. Esto lo saben bien quienes utilizan muchos de estos
procesos en la terapia psicológica. Volveré sobre esto más adelante.
Es cierto que el cerebro presenta estructuras principalmente emocionales
y otras básicamente cognitivas, pero no están aisladas unas de otras. Antes
al contrario, están muy estrechamente interconectadas. Pongamos por
ejemplo la estructura cerebral emocional por excelencia, la amígdala. Se
trata de un pequeño núcleo con una forma similar a la de una almendra (y
de ahí su nombre, que significa almendra en griego) que se sitúa en las
profundidades de cada uno de los dos lóbulos temporales. Puede, como se
ha dicho, que la amígdala sea la estructura más emocional del cerebro, pero
está muy estrechamente interconectada con prácticamente toda la corteza
cerebral, desde las áreas perceptivas hasta las motoras y todas las de
asociación. No habría, pues, percepción, acción o procesos intermedios que
no conlleven recibir o enviar información a la amígdala. En el otro extremo,
se suele decir que la región cerebral más cognitiva quizá sea la corteza
prefrontal dorsolateral. Es el lugar más importante para los llamados
procesos ejecutivos: la monitorización y control de nuestro
comportamiento, las decisiones, dirigir nuestra atención de manera
voluntaria o impedir que realicemos un acto inapropiado son algunos de
estos procesos ejecutivos (por ejemplo, el autocontrol que impide, en
ocasiones, que dejemos con la palabra en la boca a alguien que nos parece
un pesado, pero con quien seguimos hablando por cortesía). Esta corteza
dorsolateral prefrontal no solo está muy bien conectada con la amígdala y
otras estructuras más propiamente emocionales, sino que también participa
de manera activa en la clasificación y valoración de las emociones que
sentimos o sienten los demás. Lo emocional y lo cognitivo coexisten y
conviven en buena armonía en nuestro cerebro. Quizá el ejemplo más
llamativo en este sentido lo tenemos en la red por defecto, ese conjunto de
regiones cerebrales que nos permitía fantasear, pensar en el futuro o recrear
situaciones pasadas; esa red que se pone en marcha cuando estamos
ensimismados. Ya he hablado de ella. Pues bien, los últimos estudios sobre
el cerebro emocional ponen de manifiesto la tremenda importancia de esta
red para nuestras emociones, pues sería imprescindible para definir y
entender exactamente qué emoción estamos sintiendo en cada momento.
Esto es así para absolutamente todas las emociones, y especialmente para
las llamadas emociones sociales, que son las más complejas: el orgullo, la
culpa o la vergüenza, entre otras. Sin esta red solo sentiríamos afectos o
sensaciones corporales; lo que les da sentido, y un nombre, sería la red por
defecto. Lo interesante, también, es que esta red también sería el punto
culminante de las abstracciones que realiza el cerebro, la parte con la que
entendemos lo más recóndito y oculto de la realidad. Nuestro sistema
semántico o conceptual, que remite a los significados de las palabras,
necesita, y de manera importante, esta red por defecto, que sería algo así
como el top de dicho sistema.

Las principales estructuras del cerebro afectivo o emocional.

EMOCIÓN Y COGNICIÓN

Aunque es verdad que emociones y cognición se relacionan, y que algunos


autores incluso están convencidos de que no habría razón para distinguirlas,
lo cierto es que la mayor parte de la comunidad científica aboga por su
independencia. Yo personalmente también lo veo así: razón y emoción están
muy entrelazadas, la mayoría del tiempo —o puede que siempre— trabajan
en sincronía; pero en el fondo son dos cosas distintas. Un autor destacado a
este respecto es el psicólogo Reuven Bar-On, que señala cómo muchos
pacientes que sufren lesiones graves en sus regiones cerebrales más
emocionales pueden, no obstante, mantener sus funciones cognitivas
relativamente intactas y tener puntuaciones normales en test de inteligencia
como el WAIS. Efectivamente, se puede dar el caso de sentir emociones
inadecuadas, o disminuidas, o incluso no ser capaz de sentir emociones,
pero mantener las capacidades numéricas o lingüísticas, entre otras muchas,
intactas. Lo que sí les suele fallar a estas personas es su capacidad de
decisión, al menos su respuesta inmediata, pues van a ser incapaces de
sentir sus entrañas, que es con lo que tomamos la mayoría de las
decisiones. En consecuencia, se sentirán muy limitados y, en general,
necesitados de ayuda en su vida cotidiana. Y es que las decisiones humanas
no se suelen tomar basándose en un análisis pormenorizado de todos los
argumentos a favor o en contra y a la vista de todos los elementos de
información necesarios. Volveremos sobre esto en la segunda parte de este
libro.
Curiosamente, sin embargo, Bar-On no solo defiende la existencia de la
inteligencia emocional, que sería diferente e independiente de la cognitiva o
más convencional y académica, sino que considera que ese tipo de
inteligencia es también social, de ahí que la llame inteligencia emocional-
social. Lo emocional y lo social serían básicamente lo mismo para Bar-On,
y ambas dimensiones de este tipo de inteligencia se pueden medir
conjuntamente mediante un test específico cuyo resultado final nos daría un
cociente emocional, a semejanza del cociente intelectual de toda la vida. Es
curioso, porque uno de los autores más conocidos, prolíficos y
controvertidos de la inteligencia emocional, Daniel Goleman, también
acabó llegando a la conclusión de que lo que él había estado llamando
inteligencia emocional bien podría llamarse inteligencia social, y que
incluso podría ser un nombre más apropiado. El cociente emocional se
obtendría de promediar el resultado obtenido en cinco subescalas. Dos de
ellas nos recuerdan mucho a algunas de las inteligencias múltiples de
Gardner, concretamente las subescalas intrapersonal e interpersonal. En la
primera se evalúa hasta qué punto uno conoce, comprende y acepta sus
propias emociones, las expresa constructiva y adecuadamente y es
independiente emocionalmente. En la segunda, hasta qué punto uno
entiende las emociones de los demás, se identifica con ellas y muestra
comportamientos de cooperación. Una tercera subescala mide la capacidad
para manejar el estrés; en definitiva, para manejar y controlar nuestras
emociones efectiva y constructivamente. En una cuarta subescala,
denominada adaptabilidad, se mide la capacidad para ajustar las emociones
a las demandas reales de las situaciones y para adaptarlas cuando las
circunstancias cambian, incluyendo la posibilidad de solucionar problemas
intra e interpersonales eficazmente. La quinta y última subescala, o estado
de ánimo general, mide hasta qué punto somos optimistas y estamos
satisfechos con la vida.
Efectivamente, visto así, desde la perspectiva del test de inteligencia
emocional de Bar-On, está claro que lo social y lo emocional serían
prácticamente una y la misma cosa, o al menos que están muy
interconectados. Cuando miramos al cerebro, hay que reconocer que este
punto de vista parece tener buena parte de razón. Muchas de las estructuras
cerebrales del llamado cerebro emocional coinciden con las del llamado
cerebro social. En general, estructuras como la amígdala, el cíngulo (en sus
divisiones anterior y posterior), la corteza orbitofrontal, la ínsula, el surco
temporal superior e incluso la corteza somatosensorial primaria y surcos
adyacentes son partes tanto del cerebro emocional como del social. Pero
también parecen serlo otras partes del cerebro consideradas de vital
importancia para diversos procesos cognitivos superiores. Como la corteza
dorsolateral prefrontal, de la que ya he hablado precisamente por su carácter
eminentemente cognitivo, y también por sus buenas y estrechas relaciones
con la amígdala. Sin embargo, hay autores que van más allá y encuentran
que esta parte de la corteza es de vital importancia para sentir emociones, y
no solo por sus conexiones con la amígdala. Y me gustaría destacar aquí a
otra vieja conocida: la red por defecto. He dicho que es cognitiva, dado que
se trata del top de nuestro sistema conceptual, y también dije que la
necesitamos para definir nuestras emociones, porque sin ella solo
tendríamos afectos o sensaciones corporales indefinidas. Pues bien, el
carácter social de esta red es ineludible, es quizá también el top del cerebro
social, lo más social del mismo. Es la parte del cerebro que nos permite
entender en última instancia lo que pretenden los otros y cómo nos
podemos mover correctamente en sociedad. Recientes investigaciones nos
muestran la gran capacidad que tiene la red por defecto del cerebro de una
persona para sincronizarse con las de otras, especialmente si hay conexión,
si ambas están atendiendo una misma situación y compartiendo
información.

NUESTRA INTELIGENCIA SOCIAL

En general, podríamos decir que lo cognitivo, lo emocional y lo social


conviven en buena armonía en el cerebro humano y que están muy
entrelazados. Las tres vertientes son muy características y definitorias del
ser humano, más allá del tópico de que somos seres eminentemente
racionales. Por eso quizá se confundan con cierta frecuencia la inteligencia
cognitiva (académica o clásica), la emocional y la social. Pero que se
confundan no quiere decir que sean lo mismo. Ya he dicho que lo cognitivo
y lo emocional parecen independientes; y coinciden en algunas partes del
cerebro, pero no en todas. Lo emocional y lo social tampoco son
exactamente lo mismo, y en el cerebro, de nuevo, coinciden en algunas
partes, pero tampoco en todas. Que algunos test de inteligencia emocional
midan también aspectos sociales de nuestro comportamiento podría no ser
más que un artificio de estas herramientas, formadas a partir de un modelo
teórico particular. Recordemos que muchos autores no estarían de acuerdo
en llamar inteligencia a las habilidades sociales o emocionales, sino que
estas pertenecerían al ámbito de la personalidad o que, a lo sumo, formarían
parte de algunas de las aptitudes que subyacen a la inteligencia cognitiva, a
la verdadera inteligencia.
No obstante, el motor evolutivo de nuestro cerebro podría haber sido
nuestro carácter social. De esta circunstancia nacerían nuestras elevadas
capacidades cognitivas: nuestro poder de abstracción, de cálculo, de hablar
(con sus vertientes fonológica, sintáctica y semántica) y de tantas cosas.
Nuestra elevada inteligencia, en definitiva. Aunque luego en el cerebro cada
una de estas facetas se pueda separar, e incluso independizar en cierta
medida, la existencia de una gran inteligencia podría haber sido fruto de la
necesidad para moverse con éxito en el complejo mundo social. Y lo
emocional se añadiría a la ecuación simplemente porque las emociones son
la razón de todo; siempre nos moveremos por la necesidad de sentir
emociones positivas y de evitar las negativas. Cuando miras la evolución de
nuestro cerebro te das cuenta de que este se ha ido haciendo cada vez más
grande, hasta el punto de llegar al límite de lo permisible en términos de
eficacia y gasto energético. Un cerebro más grande implicaría conexiones
más largas y, por tanto, más lentas e ineficaces. Representando un 2 por
ciento de nuestro peso corporal, el cerebro humano consume un 20 por
ciento de toda la energía que obtiene el cuerpo, algo que, como ya he
comentado, solo podemos mantener sin tener que estar todo el día
comiendo gracias al cocinado de los alimentos. ¿Y esto para qué? En
realidad, para la supervivencia y la reproducción —es decir, para obtener
recursos alimenticios y protegernos de nuestros depredadores y otra serie de
amenazas ambientales— no necesitábamos tanto cerebro. Con bastante
menos nos podríamos haber arreglado. De un tiempo a esta parte diversos
autores han propuesto que nuestro cerebro se hizo tan grande para poder
calcular, analizar, responder y afrontar con éxito las complejidades del
mundo social. A mí esta idea me parece muy aceptable.
Las intenciones de los demás, la información que poseen y la que no
poseen, sus posibles reacciones, sus deudas y sus deudores, sus emociones,
sus pensamientos e intenciones, sus objetivos, sus anhelos, de lo que son
capaces y de lo que no, su personalidad, e incluso sus nombres, su identidad
individual. Todo esto y mucho más necesitamos saber respecto a los demás
miembros de nuestro grupo. Para conseguir de ellos lo que queremos y
también para evitar que nos engañen; para cooperar cuando sea necesario,
para la reciprocidad justa. Y para eso necesitamos un gran cerebro que
almacene toda esa ingente cantidad de información y la analice en
profundidad, que sea capaz de descubrir mucha de esa realidad
aparentemente oculta en las relaciones del grupo —y que por tanto es
abstracta, se halla escondida tras las meras apariencias perceptivas—. Para
competir con gente que tenía un cerebro grande, quizá desde los tiempos de
Homo habilis, y una vez cubiertas las necesidades mínimas de
supervivencia ecológica (alimentación, protección), la presión evolutiva
empujaba a tener cerebros aún más grandes y, por tanto, más exitosos
socialmente. Estos cerebros obtendrían los mejores recursos sociales del
grupo (prestigio, liderazgo, confianza, etc.) y, por tanto, mejores parejas y
mayores garantías de supervivencia para sus descendientes. La presión
seguiría empujando, de nuevo, hacia cerebros todavía más grandes y, en
consecuencia, más exitosos, y así hasta llegar a los cerebros neandertal y
sapiens. Lo que más ha aumentado de tamaño en el cerebro humano ha sido
su corteza cerebral, donde tienen lugar la mayoría de las funciones
cognitivas más relevantes, la parte del cerebro que nos hace más
inteligentes. Como ya he dicho, si la comparamos con la de un chimpancé
observaremos que la nuestra es tres veces más extensa. Y si miramos al
número de individuos que componen el grupo natural de los chimpancés,
notaremos que se trata de un número tres veces menor que el natural de los
seres humanos, que se establece en unos 150-200 individuos. Es el
denominado número de Dunbar, pues fue Robin Dunbar el científico que lo
descubrió. Aunque es cierto que dicho número se puede multiplicar en
nuestra especie, muchas veces mediante artificios culturales, tecnológicos e
intelectuales, también es cierto que tenemos nuestras limitaciones respecto
a la cantidad de gente de la que podemos almacenar y procesar información
individualizada. Si observamos el tamaño natural de los distintos grupos de
primates y la extensión de sus cortezas cerebrales percibiremos que hay una
buena correlación entre ambos.
Cabe, por tanto, que nuestro cerebro se hiciera tan grande para poder
manejarse con éxito en un mundo social extenso. Esa sería la razón inicial
de nuestra gran inteligencia. A partir de ahí, podemos usar esas mismas
herramientas, las habilidades para entender e interpretar a los demás, cuyos
deseos y pensamientos no vemos, para entender e interpretar el mundo —
que también esconde muchas cosas—. Con esas mismas herramientas
hemos sido capaces de comprender cómo hacer un helicóptero, un avión o
un cohete con el que llevar seres humanos a la Luna. Puede que finalmente
se puedan separar algunas funciones en el cerebro, unas para lo más social y
otras para lo más cognitivo, pero en origen es todo lo mismo y fruto de una
presión evolutiva de carácter predominantemente social.

INTELIGENCIA ARTIFICIAL

¿Y qué hay de la inteligencia de las máquinas? ¿Llegarán a ser tan listas


como nosotros? ¿Conseguirán incluso superarnos? Yo creo que la respuesta
a estas últimas preguntas es un sí, y casi sin ninguna duda. Puesto que la
inteligencia es fruto de la actividad de las neuronas, entidades físicas,
biológicas, tangibles, que se relacionan entre sí mediante procesos y
fenómenos electroquímicos, imitar estas interacciones es posible. Aunque
aún no esté a nuestro alcance en estos momentos, antes o después puede
estarlo. Por supuesto, esta es una visión un tanto materialista y
reduccionista de nuestra inteligencia. Pero es una visión perfectamente
plausible y aceptable para la inmensa mayoría de los científicos que nos
dedicamos al estudio del cerebro. Un cerebro humano, con cada una de sus
86.000 millones de neuronas y otras tantas células de apoyo y soporte, es
una entidad material. Por lo tanto, es hipotéticamente reproducible hasta en
sus más mínimos detalles. No es tarea fácil, y de hecho para ello lo primero
que habría que conseguir es, precisamente, conocer todos los detalles del
cerebro humano. Aún estamos lejos de esto. Quizá haya otras opciones,
algún atajo, al menos mientras llegamos a conocer todos esos detalles y
somos capaces de reproducirlos. Si no podemos reproducir los detalles
físicos del cerebro, al menos podríamos ser capaces de imitar y simular su
forma de funcionar, sus mecanismos básicos. Y en esto consiste la
inteligencia artificial, o IA, que, como su propio nombre indica, es una
forma de inteligencia, aunque de origen artificial, no biológico o natural.
La IA se nutre, indudablemente, del uso de ordenadores capaces de
llevar a cabo complejas operaciones de cálculo, aunque en principio nada
impide que se pudiera llegar a los mismos resultados por vías más
mecánicas en vez de digitales. La IA ha sufrido y está sufriendo en nuestros
días importantes y llamativos avances que permiten presagiar que llegará
tremendamente lejos. Hasta donde nosotros, sus creadores, decidamos
permitirle llegar. En los últimos tiempos no paran de trascender a la opinión
pública los muchos e increíbles logros que se están consiguiendo gracias a
la IA, objetivos que sin ella aún necesitarían de decenas de años y el
esfuerzo de gran cantidad de cerebros humanos para poderse alcanzar. La
IA nos está permitiendo avanzar muy rápido en ciencia, tecnología e
ingeniería. Gracias a ella se han podido describir, por ejemplo, miles de
virus desconocidos en muy poco tiempo; se han podido clarificar las
complejas estructuras tridimensionales de cientos de miles de proteínas que
llevábamos décadas estudiando; se puede predecir el curso de numerosas
enfermedades, realizar diagnósticos complejos y descubrir nuevos
fármacos. Se han descubierto e identificado nuevas especies y cientos de
planetas desconocidos. Y hasta se ha podido descubrir un Picasso oculto
dentro de una de sus obras. La IA es capaz de identificar personas casi de
forma inmediata y a partir de imágenes incompletas; también puede imitar
la forma de hablar y de moverse de personas que ya no existen... La IA es
ya una parte importante de nuestra vida cotidiana, y nuestros dispositivos
móviles incorporan cada vez más esta tecnología casi sin darnos cuenta.
Nuestros teléfonos ya completan nuestras palabras y oraciones, o nos
ofrecen sugerencias basadas en nuestros gustos, en nuestras elecciones
previas.
La IA ha dado un salto enorme en los últimos años gracias a que imita en
gran parte cómo aprende un cerebro. Inicialmente, la IA consistía en
programaciones que trataban de imitar los procesos psicológicos humanos,
y en gran medida servía para contrastar hasta qué punto los supuestos
procesos cognitivos de nuestro cerebro tenían una base real. Pongamos
memoria aquí, atención selectiva allá, con sus respectivos límites y
posibilidades, imitemos las capacidades y criterios de elección y toma de
decisiones y veamos si se parece a lo que haría un ser humano. En otra de
sus vertientes, la IA se separó del objetivo de imitar la inteligencia humana
y funcionó por libre, expandiendo las posibilidades del cerebro humano y
aun introduciendo operaciones que no tenían por qué suponerse en este,
todo con el fin de alcanzar unas metas sin importar el camino. Detectar
errores en máquinas, anticipar desgastes de piezas, calcular materiales
necesarios o costes de producción podrían ser algunos ejemplos del
prolífico uso de este tipo de IA. Estas y otras formas de IA funcionaban, y
aún funcionan, a base de introducir en la programación todas o casi todas
las operaciones que se van a necesitar para manejar la información
pertinente para determinados tipos de tareas, e incluso la mayoría de la
información necesaria. La IA de hoy día funciona de otra manera: las
llamadas redes neurales, unidades que se conectan unas con otras y que
imitan a las neuronas, reciben y envían información a otras unidades, y lo
hacen de manera dinámica. De esta forma, la red inicial puede no parecerse
en nada a la red final. En principio, todas las unidades (neuronas) y sus
conexiones (a imitación de los axones y dendritas de las neuronas) pueden
ser inicialmente equivalentes en una gran red neural artificial. Pero, a
medida que esta red va recibiendo información, realiza cálculos y observa
los resultados, la importancia de algunas conexiones va cobrando
protagonismo, mientras que la de otras puede minimizarse e incluso
desaparecer. Y así, a base de ensayo y error, la red puede ir alcanzando cada
vez más un funcionamiento y un rendimiento óptimos, disminuyendo los
errores y aumentando los aciertos. Las máquinas han aprendido a aprender.
Y como sus posibilidades de memoria pueden ser potencialmente infinitas y
no sufren fatiga ni aburrimiento, ni hambre ni sed, una red de IA puede ser
expuesta a cientos de miles de ensayos, a infinidad de situaciones, y
alcanzar en pocos días, incluso horas, la experiencia que a un humano
podría llevarle muchísimos años.
Así, imitando de una manera básica, incluso burda, la forma de funcionar
y desarrollarse de un cerebro, hemos conseguido una herramienta muy
poderosa que está resultándonos de gran ayuda. De momento tiene sus
limitaciones. Es muy conocido el caso de la IA como posible sustituto —o
apoyo— de los jueces para dictar sus sentencias, un programa que se puso a
prueba hace unos años en algunos juzgados de Estados Unidos. Esta red
mostró algunos sesgos que era mejor evitar, como la mayor probabilidad de
que fueras declarado culpable solo por ser una persona de color. Los sesgos
son muy humanos; hablaremos de ellos en la segunda parte de este libro.
Pero un ser verdaderamente inteligente debe ser capaz de detectarlos y
superarlos. Con esto no quiero decir que el ser humano haga gala de hacer
esto fácil y frecuentemente, antes al contrario. La cantidad y la calidad de la
información que reciben los sistemas de IA es por tanto realmente crucial,
su selección y filtrado no es algo sencillo y banal. En realidad, algo muy
parecido ocurre en los seres humanos. En cualquier caso, en la medida en
que nosotros también aprendamos de nuestros errores respecto a cómo
relacionarnos con la IA, esta puede ir creciendo y desarrollándose cada vez
más y mejor. Y llegar a ser tan inteligente como nosotros, e incluso puede
que más...
6
SOMOS LO QUE RECORDAMOS

Una forma bastante aceptable de entender el cerebro humano es considerar


que este, como el de cualquier otro mamífero, es principalmente un
dispositivo de memoria. Así lo propone, por ejemplo, el neurocientífico
Joaquín Fuster. Cuando nacemos ya tenemos unos circuitos neuronales
relativamente preconfigurados en nuestro cerebro, y buena parte de ellos se
sitúan en las llamadas áreas primarias de la corteza cerebral, las que más
directamente contactan con el mundo exterior. Estos circuitos se han
formado en gran parte por nuestra herencia genética, sin interacción con el
ambiente. Vienen preprogramados, aunque durante el desarrollo
embrionario ha habido lugar para cierta cantidad de experiencias
(movimientos, percepciones), con lo que el resultado al nacer no es
exclusivamente genético. A estos circuitos primigenios se los llama
memorias filéticas, pues en principio serían fruto de la evolución de nuestra
especie. Esas memorias filéticas deben no obstante madurar, reconfigurarse,
consolidarse y establecerse con relación a las demás y al mundo —exterior
e interior—, lo que en el caso del cerebro humano llevará muchos de los
primeros años de vida, y esto solo para las cortezas primarias. Las cortezas
de asociación, aquellas que principalmente abstraen la información que
llega de o sale por las cortezas primarias, madurarán después, pues
necesitan de la información que les proporcionan las cortezas primarias
para su desarrollo y formación. La experiencia, así, irá configurando tanto
las cortezas primarias como las de asociación, unimodales y multimodales,
un proceso que en el humano es considerablemente largo, pues puede llevar
más de veinte años. La experiencia es memoria, es la huella que dejan en el
cerebro nuestras vivencias, la información que recibimos y las acciones que
realizamos. El cerebro es, así, fundamentalmente, memoria.
La memoria, como ya he comentado, es una de las habilidades o
aptitudes fundamentales que componen la inteligencia. Pero no la única. La
visión de que el cerebro es fundamentalmente un dispositivo de memoria es
quizá una visión extrema, según la cual, en realidad, toda la inteligencia —y
no solo lo que llamamos propiamente memoria— dependería de la
memoria. Al menos en parte esto es así, pues sin memoria, sin experiencias,
no seríamos nada. Lo que esta visión quiere destacar, en realidad, es que el
cerebro está en continuo cambio y remodelación, principalmente sus
conexiones neuronales, que se verían reforzadas, disminuidas, provocadas o
eliminadas en función de la experiencia. Y es que la memoria está en las
conexiones neuronales.

ANATOMÍA DE LA MEMORIA

La gran mayoría de las conexiones entre neuronas se van conformando a lo


largo del desarrollo de un individuo, especialmente durante las primeras dos
décadas de vida. En la corteza se comienza particularmente por las áreas
primarias, se continúa por las de asociación unimodal y se culmina por las
de asociación multimodal, en tándem. Si nos fijamos en cómo está
estructurada la corteza cerebral, veremos que hay como dos mundos
principales separados por un gran surco, la cisura central (o de Rolando): el
mundo de la percepción y el de la acción. El primero se distribuye
principalmente por la parte posterior de la corteza: lóbulos parietal,
occipital y temporal. El mundo de la acción está principalmente en el lóbulo
frontal. Cada uno de ellos tiene sus cortezas primarias, las que conectan
más directamente con el mundo exterior: tres primarias perceptivas, para el
tacto, la vista y el oído, en los lóbulos parietal, occipital y temporal,
respectivamente, y una motora, en el frontal. Alrededor de cada una de esas
áreas primarias tenemos las áreas de asociación correspondientes a cada
función o unimodales, alrededor o anexas a las cuales se encontrarían las
multimodales. Recordemos que el cerebro humano se distingue del de otros
animales por la tremenda extensión de sus áreas de asociación. Parece que,
en última instancia, las áreas más asociativas —y, por tanto, con mayor
capacidad de abstracción— son las que constituyen la red por defecto,
fundamentalmente (aunque no únicamente) en las partes mediales del
cerebro, situadas en la hendidura que separa los dos hemisferios cerebrales.
Esta red recaba información del resto de la corteza para entender y dar
sentido a todo lo que está pasando en un momento determinado, y, como ya
sabemos, presenta algunas particularidades en el ser humano.
Que la corteza cerebral, la que nos permite entender el mundo en
profundidad, esté estructurada en dos grandes realidades, la percepción y la
acción, y sus correspondientes abstracciones, encaja muy bien con los
componentes de la inteligencia que propone la teoría de las capacidades
cognitivas de Cattell-Horn-Carroll o teoría CHC, el modelo más actual y
ampliamente aceptado de la inteligencia y que conocemos del capítulo 5.
Recordemos que para la teoría CHC la inteligencia se compone
básicamente de habilidades psicomotoras, habilidades de procesamiento
perceptivo, habilidades de procesamiento cognitivo (o de atención
controlada) y el conocimiento adquirido. Si nos fijamos, las dos primeras se
corresponden directamente con el mundo motor y perceptivo,
respectivamente. Estarían involucrando áreas primarias y de asociación
unimodal. Las capacidades de atención controlada dependerían más
directamente de las áreas de asociación, tanto unimodales como
multimodales, pues las áreas de asociación tienen la misión de extraer
patrones y regularidades, precisamente una de las características más
destacadas de este tipo de capacidades. Ya comenté que los patrones y
regularidades pueden ser tanto perceptivos como motores. Por último, el
conocimiento adquirido lo abarcaría todo; se podría decir que es la memoria
en general, resultado de nuestras experiencias, tanto perceptivas como
motoras, y se extendería por toda la corteza.

La acción y la percepción están estrechamente unidas y trabajan al unísono, pero


se encuentran en lugares distintos del cerebro.

MEMORIA DE LA ACCIÓN Y MEMORIA DE LA PERCEPCIÓN

Que el cerebro, especialmente la corteza cerebral, se pueda dividir en dos


grandes mundos, la acción y la percepción, y nada más, también concuerda
perfectamente con los dos principales sistemas de memoria que posee el ser
humano. En general, hay una memoria para la acción y otra para la
percepción. Y lo curioso es que ambas tienen mecanismos cerebrales
diferentes. No me refiero a los lugares donde se almacena cada tipo de
información, que también serán en buena parte distintos, sino a lo que hace
el cerebro para guardar cada tipo de conocimiento.
Por un lado, tenemos una memoria que implica cambios en el
comportamiento, en nuestros movimientos y acciones. Su ejemplo
paradigmático es el aprendizaje de destrezas, como montar en bicicleta,
conducir o escribir. A este tipo de memoria (o aprendizaje) se la llama
memoria procedimental, pues se refiere a cómo debemos proceder, actuar,
en determinados contextos, situaciones o tareas. Es interesante señalar que
no la podemos transmitir verbalmente a otros. Podemos dar algunas
descripciones e indicaciones, quizá algunos consejos aislados, pero para que
la otra persona aprenda la tarea o una habilidad lo que tiene que hacer es
practicar, es la única manera. Yo puedo explicar a un amigo en qué consiste
conducir un coche. Le puedo comentar para qué sirven los pedales de
aceleración, freno o embrague, para qué sirven las marchas, cómo se usan
los espejos y el volante. Puedo, de hecho, estar horas dando explicaciones.
Pero cuando mi amigo se siente en el asiento del conductor, si no ha
conducido nunca, lo más probable es que no consiga sacar el coche del
garaje. Es lo normal. Para que mi amigo aprenda a conducir, guarde en su
cerebro, en su memoria, el conocimiento relativo a cómo se conduce un
coche, lo que tiene que hacer es practicar. Practicar, practicar y practicar.
Con la práctica se consiguen, además, efectos realmente sorprendentes. La
tarea se automatiza, se realiza con mucha más facilidad y menos control
consciente. Se realiza, por tanto, con cada vez menos esfuerzo, y hasta cabe
la posibilidad de hacer otras cosas, de pensar o ser consciente de otras
tareas o ideas, mientras se lleva a cabo aquello que ya se domina, y
prácticamente sin darse cuenta. Además, con la práctica lo hacemos cada
vez mejor, nos convertimos en expertos o experimentados ejecutores, y de
hecho la práctica continuada y abundante es la única manera de llegar a
elevadas cotas de calidad y destreza, especialmente en algunos dominios,
como tocar un instrumento o pintar. Si quieres perfección, si quieres ser un
gran artista, está bien recibir lecciones, y es necesario; pero lo más
importante va a depender del tiempo y la calidad que dediques a la práctica.
Esto lo sabían muy bien nuestros pintores y escultores del Renacimiento y
el Barroco, que consideraban que no se podía llegar a ser un gran artista si
no viajabas a los grandes centros de arte italianos, epicentro del arte
europeo de la época, y allí practicabas, copiabas, emulabas y tomabas
ejemplo de los grandes artistas de la época. Berruguete o Velázquez, por
ejemplo, siguieron esta senda, que implicaba grandes desvelos y esfuerzos.
Para que la experiencia dé sus frutos, la práctica repetida va a producir
cambios importantes en el cerebro, cambios incluso observables
físicamente. Como he dicho, la memoria en el cerebro consiste básicamente
en generar, consolidar y ajustar las conexiones entre los miles de millones
de neuronas que lo conforman. Aprender una destreza específica, una
destreza principalmente motora, va a suponer que estos cambios y ajustes se
produzcan principalmente en zonas del cerebro que tienen que ver con el
sistema motor, como es lógico. Estos cambios se van a producir
especialmente en las áreas corticales de asociación motora, que de hecho
son las que mayormente permiten el aprendizaje a partir de ciertas edades,
pues las primarias es más difícil modificarlas. Las áreas de asociación son
más flexibles, y si podemos aprender algo a cualquier edad es porque estas
conservan cierta capacidad para el cambio, aunque es cierto que con el
tiempo suele ir disminuyendo. Las áreas de asociación implicadas en el
aprendizaje motor serán tanto de carácter unimodal, estrictamente motoras,
como multimodales, pero principalmente de las regiones frontales. Las
unimodales motoras coordinarán y regularán los diversos movimientos
necesarios que saldrán de las regiones motoras primarias. Las multimodales
se implicarán no solo para que se planifiquen y coordinen las acciones
motoras, sino para que esto se haga considerando e integrando
estrechamente otras fuentes de conocimiento del cerebro, como por ejemplo
la información visual o la auditiva. Esto es algo crucial, por ejemplo, para el
arte pictórico o para tocar un instrumento, respectivamente. En el
aprendizaje de destrezas, no obstante, las modificaciones en las conexiones
suelen ir más allá —o más abajo— de la corteza cerebral. En el cerebro hay
al menos dos conjuntos de estructuras que se van a ver implicadas, a causa
de su tremenda importancia en la regulación de los movimientos del cuerpo.
Uno se conoce como los ganglios basales, que ya he mencionado al hablar
del cerebro de los pájaros. También es conocido como el cuerpo estriado, y
está formado básicamente por el núcleo caudado, el putamen y el globo
pálido, que se encuentran mayormente bajo la corteza motora y tienen como
principal función la correcta secuenciación de los movimientos. Que los
movimientos sigan un orden y se imbriquen entre sí adecuadamente es de la
mayor relevancia, como sabemos quienes alguna vez hemos intentado
cambiar la marcha de un coche sin haber pisado enteramente el embrague.
La otra estructura es el cerebelo, situado en la parte posterior e inferior del
cerebro, esa formación que se asemeja a un cerebro pequeñito (que es lo
que literalmente significa cerebelo) y que parece participar en infinidad de
procesos cerebrales de todo tipo. Una de sus principales funciones es
regular la fuerza e intensidad de los movimientos, monitorizándolos y
corrigiéndolos, si es necesario, sobre la marcha. Podemos pisar el
acelerador con mucha fuerza o con tan poca que ni se mueve; el cerebelo se
encarga de que apliquemos la fuerza adecuada.
El cerebelo y las estructuras que componen el cuerpo estriado.

Los cambios físicos que se producen en esas áreas y estructuras


cerebrales pueden y suelen ser de diverso tipo. Por un lado, en las neuronas
implicadas puede aumentar el número de receptores para las sustancias
químicas que se intercambian entre ellas, de manera que se hacen más
sensibles a menores niveles de actividad. También se pueden conseguir los
mismos resultados aumentando en sí la cantidad de sustancias químicas
producidas y liberadas entre neuronas. Lo mismo ocurre si aumentan las
ramas —de axones y dendritas— mediante las cuales se comunican las
neuronas implicadas o los puntos de contacto entre ellas. También pueden
producirse, dentro de las neuronas que reciben esas sustancias, cambios más
sutiles que aumentan la eficacia de las activaciones entre neuronas. Otra
posibilidad es que los axones que conectan las distintas neuronas de los
circuitos implicados se cubran de mayores niveles de una sustancia aislante,
la mielina, facilitando la propagación de los impulsos eléctricos que los
recorren, que será más rápida y eficaz. También, por otra parte, pueden
debilitarse, minimizarse o anularse ciertas conexiones, porque la
experiencia haya mostrado que son ineficaces, innecesarias o erróneas.
Todo esto puede ocurrir a un tiempo, y en ello consiste la memoria. Se trata,
en definitiva, de mejorar la eficiencia de las conexiones neuronales
implicadas. Numerosas evidencias muestran, además, que la facilidad y
flexibilidad con que estos cambios pueden ocurrir en el cerebro humano es
algo mayor que en otros. Si a esto añadimos que el número de neuronas con
el que se pueden formar circuitos de memoria es bastante mayor en el
cerebro humano que en el de, por ejemplo, el primate más cercano a
nosotros, el chimpancé, tendremos un cerebro bastante más eficaz y potente
para el aprendizaje y la memoria. Esa diferencia genética con el chimpancé,
que normalmente se estima en un 2 por ciento, tiene precisamente mucho
que ver con estos mecanismos. La diferencia estimada con un neandertal
ronda, al parecer, el 0,5 por ciento, una diferencia mínima y en la que
muchos de estos mecanismos no son necesariamente diferentes, aunque
cabe que nosotros tuviéramos alguna mínima ventaja. No obstante, esto es
algo que aún está en proceso de investigación. En general, el neandertal
podría haber sido muy parecido a nosotros en este sentido.
Resulta interesante que para que estos cambios se produzcan en los
circuitos neuronales que componen el recuerdo y la experiencia de una
habilidad lo fundamental sea repetir la activación de dichos circuitos.
Reiteradamente. Es precisamente lo que hace la práctica. Con la activación
repetida, las neuronas ponen en marcha mecanismos internos, que incluso
implicarán la expresión de partes de su ADN, para poder producir esos
cambios físicos, observables al microscopio, que constituyen el
almacenamiento y la consolidación de la experiencia.

POR QUÉ RECORDAMOS LO QUE RECORDAMOS:


LA MEMORIA DECLARATIVA

El otro tipo de memoria que no es procedimental se refiere a la posibilidad


de almacenar datos específicos y concretos, datos que podemos describir y
transmitir mediante el lenguaje, o mediante una imagen, información que
podemos declarar y describir enteramente a otras personas sin perder su
esencia. Es lo que se conoce, precisamente, como memoria declarativa. Al
tratarse de datos que podemos describir, aquí nos encontramos con dos
posibilidades: que los datos sean muy específicos de una situación vivida
(por ejemplo, cómo fue la cena del otro día con mis amigos), o que sean
más abstractos, más generales y genéricos, aplicables a multitud de
situaciones que tengan un denominador común (qué es cenar). Precisamente
esto último es lo que comenté que hacía la percepción en las áreas de
asociación: extraer abstracciones de la realidad, ideas, modelos o
conocimientos del mundo que puedan aplicarse a múltiples particulares. Y
es que, en esta memoria, que es más perceptiva y menos de acción,
percepción y memoria no son muy diferentes, pues recordamos lo que
hemos percibido. La abstracción, de hecho, no solo es útil cuando nos
enfrentemos a futuras situaciones perceptivas similares, sino que ahorra
espacio en la memoria: no tenemos por qué acordarnos de todas y
absolutamente todas las veces que hemos cenado; lo que hacemos es
abstraer lo que es común a todas las cenas (que se come algo ligero, al
terminar el día, normalmente en casa, con la familia, etc.) y así tenemos el
concepto de cena, aunque perdamos el recuerdo de las innumerables veces
que hemos cenado. Estos dos tipos de conocimientos de la memoria
declarativa se conocen como episódicos y semánticos. Los primeros se
refieren a cenas concretas: la de ayer, la del otro día con unos amigos, etc.
El conocimiento semántico lo extrae el cerebro de todas las veces que
hemos cenado y genera un patrón, una red de neuronas que sustenta un
conocimiento abstracto y que se aplica a todas las cenas. Es el concepto de
cena.
Para guardar recuerdos en la memoria declarativa, tanto episódicos como
semánticos, y al igual que ocurría con la memoria procedimental, se deben
producir modificaciones en los circuitos neuronales que sustentan dichos
conocimientos, de manera que se refuercen sus conexiones. Dichas
modificaciones se producirían principalmente en áreas perceptivas de los
lóbulos parietal, occipital y temporal. Dependiendo de si la información
almacenada es más o menos abstracta, más o menos episódica o semántica,
las redes neuronales implicarían más a las áreas de asociación unimodal o
multimodal. Además, normalmente también hay partes de la corteza
prefrontal implicadas en estas memorias declarativas, pues en ella se
encuentran circuitos que de alguna manera coordinan y supervisan el
trabajo de las regiones más perceptivas. Y para que se produzcan estas
modificaciones en los circuitos que componen nuestros recuerdos el
mecanismo resulta ser también el mismo que en el aprendizaje de tareas:
hay que activar «repetida y persistentemente» (en palabras del descubridor
de este mecanismo, el psicólogo Donald O. Hebb) esas redes. Repetir es la
clave para recordar, tanto en el caso del concepto general de cena como en
el de la cena del otro día con mis amigos. Pero aquí alguien puede decir:
«Un momento, yo recuerdo perfectamente mi viaje en barco del año pasado,
el día de mi boda, el de mi graduación o cómo fue mi primer beso, pero no
me los he estado repitiendo persistentemente. Ocurrieron, y desde entonces
tengo unos recuerdos inolvidables». Efectivamente, no se lo ha estado
repitiendo de manera consciente. Pero sí inconscientemente. El cerebro
cuenta con un curioso mecanismo mediante el cual repasa esos circuitos que
constituirán nuestros recuerdos más importantes de la memoria declarativa
sin que nos demos cuenta.
Cuando una anécdota, una experiencia, es importante y digna de ser
recordada por muchos años, o para toda la vida, hay una estructura del
cerebro, conocida como hipocampo, que ayudará a la corteza cerebral a
repasar los circuitos que subyacen a esa experiencia. Ya lo dije en el
capítulo dedicado a los distintos tipos de inteligencia: la memoria y las
emociones son procesos distintos e independientes, pero recordaremos
mejor aquello que mueva nuestras emociones. Las emociones potencian la
memoria. Por eso no recordamos la cena del jueves pasado, pero sí
anécdotas y situaciones que ocurrieron hace muchos años, como las de
aquellas vacaciones en un país exótico. En un principio, el hipocampo fue
considerado como parte integral del sistema límbico, el sistema cerebral de
las emociones. Sin embargo, en las últimas décadas, su papel en los
procesos emocionales ha caído a un segundo plano, y se considera más bien
como una estructura fundamental para la orientación y el reconocimiento
espacial y, sobre todo, la memorización de información. Pero está muy bien
ubicado respecto a otras estructuras más emocionales, como la amígdala,
con la que establece numerosas conexiones. De esta manera, la amígdala y
otras partes del cerebro más emocionales pueden indicar al hipocampo qué
situación o experiencia es relevante y, por tanto, iniciar en este los procesos
que conducirán a la activación repetida de los circuitos que se han excitado
durante esos momentos tan importantes. Resulta interesante destacar que la
repetición de esos circuitos, la mayoría de ellos en la corteza cerebral, es un
proceso que puede llevar meses e incluso años. Efectivamente, hasta tres
años pueden ser necesarios para que se produzcan todos los cambios
estructurales que garantizarán la consolidación de esos circuitos como
recuerdos a largo plazo. En este mismo momento, y mientras yo escribo y
usted me lee, su cerebro y el mío están repasando la información de
numerosas vivencias ocurridas en los últimos años. Y lo hacen sin que
seamos conscientes de ello, mientras estamos atentos a otras cosas
completamente distintas. Sus vacaciones del año pasado están ahora muy
presentes en su cerebro, pero no necesariamente en su consciencia. Ya dije
que apenas somos conscientes del 3 por ciento de todo lo que hace el
cerebro en cada momento.
Mucho de lo que sabemos sobre los dos principales sistemas de memoria
del cerebro se lo debemos a un paciente clásicamente conocido en la
literatura neurocientífica como H. M. Son las siglas para Henry Molaison,
nombre que solo se dio a conocer tras su fallecimiento en diciembre de
2008, con ochenta y dos años. A causa de una epilepsia recurrente e
intratable, a Molaison se le extrajeron ambos hipocampos cuando tenía
veintisiete años. Su vida se detuvo ahí; no fue capaz de introducir en su
memoria ningún recuerdo nuevo más desde el momento de su operación,
hasta el punto de que todos los días de su vida posterior creía que tenía
veintisiete años. Para él, no había pasado el tiempo, y mirarse en un espejo
resultaba enormemente traumático a medida que envejecía y esperaba
encontrar a aquel joven que era antes de la operación. No solo no pudo
almacenar nuevos recuerdos de sus vivencias ocurridas tras la operación, lo
que se conoce como amnesia anterógrada, sino que también padeció algo
de amnesia retrógrada: perdió muchos de los recuerdos de los dos o tres
años anteriores —e incluso algunos más lejanos, pero que aún estaban
siendo repasados por los hipocampos—. Sin embargo, no todo estaba
perdido, y aún era capaz de tener memoria procedimental, que no necesita
de los hipocampos. A Molaison se le enseñaron varias tareas de destreza
motora, como seguir con el lápiz los márgenes de la silueta de una estrella,
viendo todo el procedimiento en un espejo. Es una tarea algo difícil, pues
cuando, por ejemplo, debes ir hacia arriba, lo que estás viendo parece
indicar que deberías ir hacia abajo, y viceversa. Pues bien, tras la práctica
de esta tarea, Molaison aprendió a hacerla sin cometer errores, necesitando
un número de ensayos similar al de una persona con el cerebro íntegro. Sin
embargo, ocurría algo curioso: incluso cuando ya la dominaba, insistía en
que jamás había realizado dicha tarea, no tenía recuerdos de sus horas de
práctica.

CÓMO LA EMOCIÓN FIJA NUESTRA MEMORIA

La memoria humana presenta algunas peculiaridades, aunque se discute


mucho acerca de hasta qué punto algunas de esas peculiaridades son
exclusivamente humanas o compartidas con otros seres vivos, al menos con
algunos primates. En principio, hay varios autores que creen que la
memoria episódica, la relativa al recuerdo de experiencias y vivencias
específicas, sería únicamente humana. Para estos autores, el hipocampo en
otras especies es fundamental para la memoria espacial, la memoria de
posiciones relativas en el espacio, pero no para anécdotas y situaciones. No
es esta una afirmación, sin embargo, que convenza a todos, y me incluyo
entre los no convencidos. La memoria semántica se forma a partir de
numerosas memorias episódicas, y hay suficiente evidencia de que aquella
existe en otros muchos animales, sean mamíferos, aves u otros grupos de
animales. Muy probablemente se produzca de la misma manera que en
nuestros cerebros. Puede que en los otros no haya tanto espacio para
almacenar anécdotas como en el nuestro, pero posiblemente los
mecanismos para la existencia de ese tipo de recuerdos sí estarían presentes.
Para guardar recuerdos, tanto de tipo declarativo como procedimental, es
necesario cierto tono emocional. En el primer caso, como he dicho, porque
se recuerda especialmente bien aquello que ha ido acompañado de
sensaciones emocionales de relativa intensidad. En el segundo caso, porque
practicar algo puede ser tedioso y aburrido, y sin motivación no lo haríamos
igual. La motivación es siempre fruto de las emociones, ya estén presentes
ahora o en un futuro. Pero cuidado: en esto, como en nuestro rendimiento
en general, hay ciertos límites, y la relación entre emociones y eficacia
cognitiva no es siempre unívoca. En 1908, los psicólogos Robert M. Yerkes
y John D. Dodson dieron a conocer la curiosa relación entre estrés,
excitación o activación emocional y el rendimiento cognitivo, la famosa U
invertida o ley de Yerkes-Dodson. Según esta ley, que se aplica tanto a
humanos como a no humanos, somos más eficientes a medida que aumenta
nuestro nivel de excitación, hasta que llega un punto en que, si aumentamos
esa excitación, nuestra eficiencia se ve cada vez más mermada. Dicho de
otra forma, funcionamos mejor, pensamos mejor o memorizamos mejor si
tenemos un mínimo de estrés o estado de excitación; sin ese mínimo,
nuestro rendimiento es pobre. Pero si la excitación se sale de madre, supera
cierto punto, el rendimiento también será pobre. Es posible que esto no se
aplique exactamente a la memoria declarativa, particularmente la de tipo
episódico, pues a mayor excitación, normalmente, mayor impacto en la
memoria, aunque es cierto que determinados episodios traumáticos podrían
ser tan dañinos que no puedan ser fácilmente traídos a la consciencia. Sin
embargo, para el aprendizaje de destrezas, el estrés en ciertas dosis es
necesario, es bueno, y su exceso perjudicial.
Dado que nuestra especie es tan tremendamente social, el aprendizaje en
compañía suele ser mucho más eficaz que en soledad. Normalmente, la
presencia de otras personas proporciona al menos ese nivel de excitación
mínimo que nuestro cerebro necesita para un rendimiento óptimo. Y lo hace
proporcionando emociones y motivaciones que surgen del simple contacto
social. De hecho, muchas cosas cambian en nuestro cerebro cuando estamos
en compañía de otras personas. Esto ocurre también en otros primates.
Cuando un macaco está en presencia de un congénere, no solo rinde mejor
en tareas de memoria visoespacial, sino que para llevar a cabo la misma
tarea involucra neuronas diferentes en las regiones prefrontales. Estar en
compañía de otros congéneres nos vuelve más eficaces, aprendemos más y
mejor. Cambia nuestro cerebro. En nuestro laboratorio hemos encontrado
que cuando leemos en presencia de otra persona, nuestro cerebro interpreta
el texto de una manera más abierta y creativa, menos restringida por la
literalidad y las normas gramaticales que cuando leemos en soledad. Y esto
ocurría sin que la otra persona hiciera nada con nosotros, es un efecto de la
mera presencia social. En niños, en el aprendizaje de tareas como tocar un
instrumento, algo aparentemente tan sencillo como seguir un ritmo en un
tambor se puede convertir en una odisea llena de errores si se hace
siguiendo solo unos sonidos, un vídeo o incluso un robot con un brazo
articulado que realiza los movimientos que tenemos que imitar. Pero si eso
mismo lo hace un adulto que esté a su lado, el niño aprenderá mucho antes
y cometerá menos errores. No perdamos nunca de vista el carácter social de
nuestro cerebro, pues estará presente en infinidad de ocasiones.

LAS MANOS Y LA MEMORIA: EL EXPERIMENTO DE PENFIELD

Si, como decía al principio de este capítulo, entendemos el cerebro y,


especialmente, la corteza cerebral como un dispositivo de memoria, lo que
nuestro cerebro almacena para representar el mundo sí presenta ciertas
peculiaridades que, de algún modo, son específicamente humanas. Nosotros
tenemos una forma de conocer y entender el mundo que es exclusivamente
humana, o al menos típicamente humana. Nuestra memoria se forma a
través de un prisma humano. Y esto ocurre tanto en la memoria
procedimental como en la declarativa. En este sentido, nosotros exploramos
el mundo a través de las manos, y en nuestro cerebro, como ya he
comentado, las manos tienen un enorme protagonismo. Si miramos en el
cerebro de otros mamíferos, como, por ejemplo, los roedores o los felinos,
veremos que su cerebro dedica una gran cantidad de espacio a representar
los pelos de sus bigotes o vibrisas, y es porque estos apéndices son para
ellos de gran relevancia para explorar el mundo. Los ratones y los gatos
conocen el mundo a través de sus vibrisas. Nosotros lo hacemos a través de
las manos, nuestras manos son una de nuestras formas principales de
explorar el mundo. Por eso están hiperrepresentadas en la corteza cerebral
humana, tanto en su vertiente motora como en su aspecto perceptivo o
táctil.
Si dibujamos una figura que ejemplifique cómo está representado
nuestro cuerpo en la corteza cerebral, los llamados homúnculos motor y
sensorial, habrá dos partes tremendamente sobresalientes, que aparecerán
enormes en relación con el resto del cuerpo: las manos y la cara,
especialmente la boca, los labios. Son nuestras partes más sensibles y las
que movemos con mayor precisión. En ellas hay numerosas neuronas
sensoriales y a ellas llegan abundantes terminaciones nerviosas motoras, y
para recibir y enviar tanta cantidad de información, en la corteza cerebral
debe haber un número igualmente grande de neuronas. El homúnculo —
palabra que significa hombrecillo en latín— resulta bastante feo y grotesco.
Fue descubierto por el neurocirujano estadounidense Wilder Penfield en el
curso de operaciones a cerebro descubierto, estimulando diversas partes de
la corteza y viendo las reacciones de los pacientes o sus declaraciones
acerca de lo que sentían y percibían. Como el cerebro no duele, este tipo de
preparaciones con el paciente despierto ha sido y es relativamente
frecuente. Quizá resulte un tanto espeluznante, pero la neurociencia avanza
notablemente con experimentos como los de Penfield, y el procedimiento se
hace absolutamente necesario si queremos operar un cerebro sin afectar, en
la medida de lo posible, a sus capacidades cognitivas. Como mencionamos
en su momento, aunque los chimpancés también exploran el mundo de
manera importante a través de sus manos, y a pesar de que estas son
físicamente algo más grandes que las nuestras, la representación cortical de
las manos no es tan amplia en sus cerebros como en el nuestro. Las manos
humanas, por tanto, son algo muy especial para nuestro cerebro; los
humanos somos como somos en gran parte gracias a ellas. Ya he hablado de
la importancia de las manos para el arte y de cómo las habilidades manuales
podrían haber sido objeto de selección sexual en nuestra evolución.
Los homúnculos sensorial (derecha) y motor (izquierda).

Los movimientos de las manos humanas están regulados, además, por un


sistema neuronal muy especial, el llamado sistema motor piramidal,
formado por los axones de las neuronas piramidales gigantes de las cortezas
primarias motoras y, en parte, sensoriales, que se dirigen directamente a la
médula espinal, donde contactan con las neuronas que en última instancia
moverán los músculos. Su nombre, sin embargo, no se deriva de nacer en
neuronas piramidales, un tipo de neuronas abundante en la corteza cerebral,
sino de transitar a lo largo de las llamadas pirámides del tronco del
encéfalo. Es este un sistema muy directo, como vemos —otros sistemas
motores funcionan mediante varios núcleos y estaciones de relevo—, y que
se caracteriza por ser el utilizado para los movimientos finos y voluntarios.
El sistema motor piramidal presenta además una peculiaridad en los seres
humanos: mientras que en otros primates se concentra principalmente en los
movimientos de las manos, en el humano se expande hasta abarcar
prácticamente todo el cuerpo.
En las cortezas de asociación motoras y del tacto, por tanto, nuestras
manos tienen un gran peso. Las experiencias ocurridas a través del uso de
estas habrán dejado una huella importante en nuestra corteza cerebral, y por
ello las manos tendrán un papel protagonista en la cognición humana y, por
consiguiente, en nuestra inteligencia. Pero no todo en nuestro cerebro se
queda en las manos, obviamente. Principalmente en la vertiente perceptiva,
aunque en estrecha conexión con la corteza principalmente dedicada a la
acción, la corteza cerebral dedica el resto de su espacio a los sistemas visual
y auditivo. El humano también conoce el mundo principalmente a través de
sus ojos y sus oídos. Si nos fijamos, los sentidos químicos, el gusto y el
olfato, están muy pobremente representados en la corteza cerebral, en áreas
profundas de esta y con mucho menos protagonismo que el tacto, la vista y
el oído. Si miramos las estructuras cerebrales que otros animales dedican al
olfato, por ejemplo, veremos que son enormes en relación con el resto de su
cerebro. En el caso de los humanos esto no es así, ni mucho menos.
Así pues, nuestras experiencias visuales y auditivas también conforman
nuestra cognición, nuestra inteligencia. El protagonismo de lo auditivo
viene derivado especialmente del uso de este sistema por parte del lenguaje
humano, característica fundamental de nuestra especie. A su vez, el
protagonismo de lo visual se deriva de nuestra pertenencia al orden de los
primates. En la mayoría de estos, la corteza visual ocupa casi el 50 por
ciento de su cerebro. Es un sistema importante, como comenté en su
momento, por la necesidad de una rica visión cromática, de los colores, que
nos permite distinguir frutos en diferentes fases de maduración de entre las
ramas de los árboles, ya que los primates son en esencia frugívoros.
Además, tenemos una visión binocular, estereoscópica o en tres
dimensiones, necesaria para moverse rápida y eficazmente entre las ramas
de los árboles, pues nuestro origen también es arborícola. Otros mamíferos
no dedican tanto espacio en sus cerebros a la información visual. En nuestro
caso, las cortezas de asociación multimodal se han extendido tanto que la
corteza más estrictamente visual no ocupa una proporción tan grande como
en otros primates.
PERCIBIR ES RE-CONOCER

Toda nuestra memoria, y en definitiva también nuestra inteligencia, se basa


esencialmente en lo que vemos, oímos y tocamos. Es interesante destacar
que esta última información es, de manera evidente, tanto una acción como
una percepción a la vez. Un acto perceptivo. En realidad, todas nuestras
percepciones son de facto actos perceptivos; son el resultado de la acción
del cerebro. Cada vez que percibimos algo, venga del sentido que venga,
nuestro cerebro aporta entre un 80 y un 90 por ciento de lo que ya tenía en
su memoria. La percepción es así fundamentalmente un acto de
reconocimiento, se produce gracias a nuestra memoria. Especialmente a
nuestra memoria ontogenética, es decir, del ser individual que somos cada
uno de nosotros, formada principalmente a lo largo de nuestras primeras dos
décadas de vida y más allá.
Somos memoria; a ella se lo debemos prácticamente todo. Pero
deberíamos tener cierta cautela. La memoria es muy falible, algo que
muchas veces va contra nuestra impresión, contra nuestros instintos.
Solemos dar gran peso a nuestra memoria, fiarnos ciegamente de ella, y
damos fe de algo si podemos asegurar que «lo hemos visto con nuestros
propios ojos». Pero la memoria, que básicamente consiste en modificar la
densidad y eficacia de las conexiones entre miles o millones de neuronas, es
vulnerable precisamente por esto. Modificar esas conexiones neuronales
lleva su tiempo, como ya sabemos, y en ese tiempo puede ocurrir de todo.
No es difícil que nuevas vivencias y experiencias se mezclen con las ya
existentes, las contaminen, o que ambas se alteren e influyan mutuamente.
Puede incluso que acabemos recordando cosas que, en realidad, jamás
hemos visto «con nuestros propios ojos», pero estar seguros de que así fue.
Los errores pueden ocurrir no solo durante la fase de consolidación, que
puede necesitar años, sino durante la propia percepción inicial del
acontecimiento, lo que se conoce como fase de codificación. Incluso una
vez consolidadas, nuestras memorias necesitan un mantenimiento, a cargo
de un órgano —nuestro cerebro— que está vivo y en continuo cambio, por
lo que la contaminación y el intercambio con viejos y nuevos recuerdos es
algo siempre posible. También se ha constatado que es muy posible cometer
errores durante el momento en que recuperamos nuestros recuerdos.
Recordar algo supone más bien un proceso constructivo, se construye en
ese acto un recuerdo, en parte —pero no únicamente— a partir de la
información almacenada, con sus posibles errores, añadidos y omisiones.
Y así, destacando la imperfección de la memoria, empezamos ya a
introducirnos en el mundo de la falibilidad del cerebro humano. Y es que,
en realidad, aun teniendo el potencial de ser tremendamente inteligentes y
sabios (sapiens), de poder descubrir hasta los más recónditos secretos de la
Tierra y del universo, los humanos cometemos muchos errores. Quizá con
demasiada frecuencia, desde luego con mucha más de lo que parece
conveniente. ¿Se podría decir entonces que no somos tan listos? De cómo y
por qué nos equivocamos tanto, a pesar de tener una máquina tan prodigiosa
y costosa como es nuestro cerebro, me ocupo en la siguiente parte de este
libro.
II
SI SOMOS TAN LISTOS, ¿POR QUÉ
COMETEMOS TANTOS ERRORES?
Bien, ya hemos visto qué y cómo es la inteligencia humana, y hemos
llegado a la conclusión de que posiblemente somos la especie más lista del
planeta. Sin embargo, hay que reconocer que muchas veces no lo
parecemos. Nuestra especie no siempre muestra todo su potencial
intelectual, o lo muestra pero movido por razones probablemente
equivocadas, un tanto espurias. Esto se debe en gran parte a que llegamos a
muchas de nuestras conclusiones y tomamos muchas de nuestras decisiones
de manera inconsciente, sin saber las verdaderas razones que nos han
llevado a hacerlo. Además, a nuestro cerebro parecen atraerle especialmente
las historias cerradas y donde las cosas ocurren por una razón. En cuanto
encuentra una explicación que cumpla con estas características, la hará suya
y la defenderá a capa y espada. Aunque no sea cierta. También se dará un
pequeño premio y confiará ciegamente en su decisión. Funcionar de otra
manera es muy costoso para el cerebro, de ahí que la mayor parte del
tiempo ocurran así las cosas. Esto, por desgracia, abrirá la puerta a
numerosos sesgos y falacias del pensamiento. No es de extrañar, por tanto,
que no siempre pensemos de manera racional. E incluso que a veces se
produzcan situaciones absurdas. El cerebro humano no es necesariamente
un dechado de virtudes, y forman parte de su naturaleza comportamientos
que parecen muy poco inteligentes, como las adicciones. O la crueldad,
característica esta muy sobresaliente en nuestra especie, a pesar de lo cual la
consideramos muy poco humana. Tenemos muchas contradicciones. Porque
no todo es inteligencia. O sí, pero puesta al servicio de fines un tanto
oscuros. Como la autoestima. En realidad, no hay objetivo más importante
que querer tener una buena imagen de nosotros mismos. Cosas como estas
son las que verdaderamente mueven al ser humano. En ocasiones, con
consecuencias catastróficas. Afortunadamente, la inteligencia humana ha
sido capaz de encontrar formas de superar muchas de nuestras limitaciones.
7
LUCES Y SOMBRAS EN NUESTROS
PENSAMIENTOS

Hay un participante sentado delante de un pulsador y de un reloj. El


segundero corre de manera continua y bien visible. Se le ha ordenado que
presione el pulsador con el dedo índice, y que lo haga de vez en cuando,
cuando quiera. A su libre albedrío. Cuando le dé la soberana gana. Pero eso
sí: siempre atento al reloj, porque cada vez que tome la decisión ha de
tomar nota de dónde estaba el segundero y comunicárselo al
experimentador inmediatamente después de pulsar. El experimentador era el
psicólogo Benjamin Libet, estábamos a finales de la década de los setenta y
Libet quería controlar el momento preciso en que el participante tomaba
cada una de las decisiones de pulsar el botón. Sus conclusiones causarían
una enorme conmoción social y científica cuya repercusión aún sigue
siendo muy polémica. Veremos por qué.
El astrofísico y divulgador científico Carl Sagan decía que la mente
«parece ser la expresión de los 100 billones de conexiones neuronales del
cerebro más unos cuantos elementos químicos simples». Yo no puedo estar
más de acuerdo. Pero definir qué es la mente, es decir, eso que expresan las
conexiones neuronales junto con algunos elementos químicos, no es fácil;
no hay una definición de mente que convenza a todos. Es más, desde la
ciencia no vamos a encontrarla, ya que, de hecho, es un término tabú,
desterrado de la psicología académica desde hace muchos años. Esta
situación quedó muy clara cuando los psicólogos Wilhelm Arnold, Hans J.
Eysenck y Richard Meili publicaron en 1972 su famoso Diccionario de
psicología, que serviría de referencia para definir las bases de una disciplina
que por aquel entonces pugnaba valientemente por tener su lugar entre las
ciencias más estrictas. Si en dicha obra miramos la entrada para mente, se
nos dice que es un término más propio de la filosofía, y quizá también de la
psicología precientífica, identificándola con el alma, algo que había que
distinguir del cuerpo. Según se especifica en dicha entrada, muchas de las
funciones que normalmente se habían atribuido a la mente se expresarían
hoy día mucho mejor por los términos persona o personalidad, que tendrían
la ventaja de incluir la relación de la vida psíquica con el cuerpo y el
mundo. En definitiva, el término mente sería algo del pasado, y es mejor
sustituirlo por otros nombres que hagan alusión a procesos que puedan ser
mejor definidos: memoria, inteligencia, pensamiento, toma de decisiones,
lenguaje y un largo etcétera. También estoy de acuerdo con la propuesta de
Arnold, Eysenck y Meili, pero a pesar de ello creo que el término mente
puede ser utilizado, aunque tenga sus limitaciones, para englobar a la
mayoría de todos esos procesos cognitivos, emocionales o de acción a los
que nos solemos referir cuando usamos coloquialmente la palabra mente.
Aunque solo sea de una manera intuitiva, creo que todos sabemos a qué nos
referimos con ese término. De hecho, lo he utilizado hasta aquí en varias
ocasiones a lo largo de este libro, y creo que se ha entendido lo que he
dicho, que no ha habido mayor problema.

EL EXPERIMENTO DE LIBET

Pero hay otro concepto de la psicología aún más importante relacionado con
el de mente. De hecho, creo que muchas veces son intercambiables. El
concepto de mente no habría surgido nunca, ni tendría sentido, de no ser por
la existencia de esto otro: la consciencia. Es decir, la existencia de
experiencias internas, sentimientos, sensaciones íntimas y propias, a las que
también llaman sintiencias, qualia o subjetividad. Diversas palabras que no
son sino el síntoma de que con el término consciencia pasa lo mismo que
con el de mente: es muy difícil de definir. El premio nobel Francis Crick,
uno de los pioneros en el estudio neurocientífico de la consciencia, decía
que se puede perder mucho tiempo intentando llegar a una definición,
especialmente si lo que se intenta definir es poco conocido. De hecho, era
mejor evitarla para no llegar a una de manera prematura en tanto no
conociéramos más. Como todo el mundo tiene al menos una ligera idea de
lo que significa la consciencia, su propuesta era ponerse a trabajar en ella
sin perder más tiempo; ya vendría el momento de la definición cuando se
acumulara suficiente conocimiento. Creo que, en línea con esta actitud,
podremos usar los términos mente y consciencia sin mayores problemas.
A mí me caben pocas dudas de que cuando hablamos de nuestra mente
hablamos de nuestra actividad cerebral consciente, aquella parte de la
actividad cerebral de la que somos conscientes. Soy consciente de razonar,
de pensar, de percibir, de sentir, de desear, de actuar..., en definitiva, de
todas esas capacidades o procesos que normalmente englobamos bajo el
concepto de mente. Algunos autores consideran que el concepto de mente
también incluye procesos que pueden no ser conscientes, e incluso algunos
que serían preconscientes, que están ahí casi a punto de ser conscientes y
forman parte de una suerte de información menos activada o en segundo
plano. Pero si de algún sitio viene la idea de mente es, precisamente, de la
consciencia. Otra cosa bien distinta es que todas esas operaciones que
decimos que hace la mente sean realmente conscientes. O si no será, como
más bien parece, que a la consciencia llega solo una parte de todas las
operaciones que el cerebro realiza para llevar a cabo esos procesos que
llamamos razonar, pensar, percibir, decidir o actuar. Como ya sabemos, lo
que llega a la consciencia apenas supone un 2 o 3 por ciento de todos los
procesos cerebrales en cada momento. El cerebro hace muchas cosas que
escapan a nuestra mente.
Al participante en los experimentos de Libet también se le colocaban
unos electrodos en la cabeza, particularmente sobre las áreas motoras del
cerebro. Con dichos electrodos se podía registrar una actividad de las
neuronas motoras conocida como potencial de preparación, una fluctuación
eléctrica del electroencefalograma cuya aparición refleja la preparación de
dichas neuronas para ejercer una acción; su presencia anuncia que se va a
realizar un acto motor. Normalmente, el potencial de preparación va
aumentando progresivamente su amplitud, y alcanza su máximo cuando las
neuronas motoras envían a la médula espinal la orden de ejecutar el
movimiento; a partir de ahí, desaparece. Desde que se da esa orden hasta
que realmente se mueve el dedo pasarán unos 100 milisegundos. El
individuo decía tomar la decisión de presionar el pulsador unos 200
milisegundos antes de iniciarse esa orden cerebral en sus áreas motoras.
Hasta aquí, bien; todo cuadra: decide apretar y luego aprieta. Sin embargo,
el potencial de preparación comenzaba al menos un segundo antes de
iniciarse dicha orden. Si hacemos los cálculos, esto quiere decir que el
cerebro comenzaba a preparar la respuesta al menos medio segundo antes
de que el individuo fuera consciente de haber tomado la decisión de apretar
el pulsador. El dato en sí era (y es) incontestable y muy relevante pues,
dicho de otra manera, indicaba que la decisión ya está tomada cuando el
participante creía estar tomándola.
Nuestra voluntad consciente, es decir, la capacidad de la consciencia
para decidir, para iniciar voluntariamente nuestras acciones, quedaba así en
entredicho. ¿Qué hacía entonces la consciencia? Pues, simplemente,
constatar algo, pero no iniciarlo. Y, además, bastante tiempo después,
cuando ya prácticamente se iba a dar la orden final de presionar el pulsador.
Los experimentos de Libet no son un hallazgo aislado ni casual, pues se han
replicado en numerosas ocasiones, en multitud de laboratorios de todo el
mundo y con diversas tecnologías de estudio de la actividad cerebral.
Incluso en algunos casos se han detectado preparaciones cerebrales del
movimiento muy anteriores a las que reportó Libet, de varios segundos. Las
aguas ya se han calmado un poco, pero en su momento sus resultados
causaron tal conmoción que Libet recibió diversos ataques, tanto desde la
comunidad científica como de la opinión pública. Ante dichos ataques,
Libet se curó en salud diciendo que sus datos no implicaban necesariamente
que la consciencia no tuviera aún tiempo de parar un movimiento ya a
punto de ser iniciado. Es decir, el cerebro podría iniciar por sí mismo la
preparación del movimiento, pero en el momento que surge la constatación
consciente de esta circunstancia, aún tendríamos el poder de impedirlo. Es
solo que a los participantes no se les pedía que lo hicieran. Fue una forma
de salvar las apariencias, pues ni el propio Libet debía de creer que este
argumento fuera realmente convincente. Impedir una respuesta hubiera
requerido probablemente un tiempo de preparación mayor que la pequeña
ventana temporal de 200 milisegundos que había entre la constatación
consciente de querer dar la orden y el inicio de su ejecución. También ha
habido quienes han querido cuestionar la metodología empleada en los
experimentos de Libet; por ejemplo, algunos experimentos sugieren que el
potencial de preparación podría ser una simple fluctuación aleatoria que no
guarda relación con el inicio de un acto motor. Sin embargo, estas críticas
no parecen convencer a la mayoría de los científicos.
Las consecuencias de estos experimentos son múltiples, y sin duda nos
deben hacer reflexionar. Así lo hace, por ejemplo, el escritor
norteamericano Ted Chiang en un cuento titulado «Lo que se espera de
nosotros». En él habla de una especie de juguetito, el Pronostic, un aparato
con un solo botón y una luz que se enciende «un segundo antes de que
aprietes el botón». La luz siempre precede al apretado del botón, de tal
modo que es la prueba definitiva de que no existe el libre albedrío. Como
consecuencia, los usuarios acaban perdiendo toda motivación, se instalan en
una especie de coma, un «mutismo acinético». El cuento es un aviso desde
el futuro para que todos finjamos que tenemos libre albedrío, para que
actuemos como si nuestras decisiones contaran. Al fin y al cabo, tampoco
tenemos elección...

EL CEREBRO NO BUSCA LA VERDAD

Experimentos como los de Libet muestran que las decisiones las tomamos
nosotros, sí, pero no de la manera como creemos tomarlas. En infinidad de
ocasiones, estamos convencidos de haber sopesado pros y contras, pero en
realidad no sabemos exactamente cómo hemos llegado a tomar una
decisión. Frecuentemente, no sabemos por qué decidimos decidir lo que
decidimos o por qué hacemos lo que hacemos. De hecho, la mayoría de las
veces nuestras explicaciones son racionalizaciones a posteriori que
justifican nuestra decisión; pero pueden ser verdad o no.
Desde hace décadas, numerosas evidencias apoyan firmemente estas
afirmaciones. Algunas de las más interesantes, a la par que pioneras,
vinieron del estudio de pacientes a los que se les había dividido el cerebro
por la mitad, separando sus dos hemisferios. Esta intervención quirúrgica
era consecuencia de intentar disminuir el número de ataques epilépticos de
estas personas, pues habían fallado otros métodos, normalmente
farmacológicos. En consecuencia, se les seccionaba el cuerpo calloso, un
inmenso conjunto de axones que mantiene estrechamente unidos a ambos
hemisferios, facilitando su funcionamiento al unísono. Tras la intervención,
cada mitad del cerebro de estos pacientes sería independiente de la otra. Y,
en consecuencia, cada una percibiría e intervendría sobre una mitad del
mundo. Con la vista al frente, y si no movemos los ojos, el hemisferio
izquierdo percibe principalmente lo que está a nuestra derecha, mientras
que lo que está a nuestra izquierda es procesado por el hemisferio derecho.
Cada mitad cerebral, también, manejaría una mano diferente: el hemisferio
izquierdo maneja la derecha y el derecho la izquierda. El cerebro con el que
hablamos, además, es principalmente el izquierdo, pues es donde se
localizan las principales y más importantes áreas del lenguaje. Con el
cerebro dividido es como si tuviéramos dos personas en una; una habla y
otra no.
Se hicieron varios experimentos con individuos en esta situación tan
peculiar. En una prueba tipo, al paciente se le presentaban rápidamente dos
imágenes diferentes, una en su lado derecho y otra en su lado izquierdo. Al
presentarse las imágenes muy brevemente, se evitaba que el paciente
pudiera mover los ojos y conseguir ver las dos imágenes con los dos
hemisferios. De esta manera, cada imagen iba al hemisferio
correspondiente, y solo a ese. Tras la presentación de las imágenes, se pedía
al paciente que con una de sus manos cogiera una de entre varias tarjetas
que representaban diversos objetos, en concreto la tarjeta que se relacionara
con lo que había visto. Si se le pedía que usara la derecha, elegía algo
relacionado con lo que se había presentado en el lado derecho. En este caso,
si se le pedía que explicara su elección, todo parecía ser coherente y
evidente, sin discusiones. Por ejemplo, elegía la tarjeta con la imagen de
una gallina porque había visto la imagen de una pata de este animal. Si se le
pedía que usara la mano izquierda, elegía algo relacionado con lo que había
aparecido en el lado izquierdo. Por ejemplo, si la imagen presentada era una
casa en un paisaje nevado, escogía la tarjeta que representaba una pala para
quitar la nieve. También es coherente. Pero, en esta ocasión, si se le pedía
que explicara la razón de ser de su respuesta ocurrían cosas raras. Por
ejemplo, afirmaba que elegía la pala porque se puede usar para quitar los
excrementos dejados por las gallinas. ¿Qué estaba pasando?
Lo que ocurría es que el cerebro con el que los investigadores hablaban y
tenían un diálogo, el que daba las respuestas, era el hemisferio izquierdo, el
lingüístico. El derecho, que es el que veía la casa en el paisaje nevado y
escogía una respuesta coherente con esta imagen —la pala para quitar nieve
— no era capaz de explicarse al no tener lenguaje. Sin embargo, los
movimientos de la mano izquierda escogiendo la pala eran vistos por el
hemisferio izquierdo, el que hablaba. Al ver que él mismo había escogido la
pala para quitar nieve, aunque en realidad lo que había visto era la pata de
una gallina, el hemisferio izquierdo tenía que vincular ambas realidades de
alguna manera. Tenía que encontrar una explicación coherente que
justificara su elección. Al fin y al cabo, era algo que el individuo había
hecho voluntariamente, pero el hemisferio que hablaba con los
investigadores y que había visto la elección de la pala por su mano
izquierda no había visto en ningún momento el paisaje nevado, sino la pata
de gallina. No tenía ni idea de la verdadera razón de esa elección. Sin
embargo, en lugar de decir «No sé», que es lo que todos pensaríamos que
sería lo más razonable, el hemisferio izquierdo sentía la necesidad
imperiosa de justificar el comportamiento del propio individuo. Así,
encontraba en el acto una posible explicación y la contaba. Estas personas
no mentían. No estaban inventándose una historia deliberadamente con la
intención de mentir. Tan solo inventaban una justificación para su conducta.
La secuencia mental del paciente en su hemisferio izquierdo debía de ser
algo así: «He cogido la pala, pero lo que he visto es la pata de una gallina,
¿por qué habré hecho eso? ¡Ah, ya sé! Debe de ser porque la pala se puede
utilizar para eliminar excrementos, y todo el mundo sabe que las gallinas
dejan muchos de estos residuos. ¡Eso es!». Esto son confabulaciones, no
mentiras. Se trata de inventarse algo para rellenar un hueco en nuestro
conocimiento. Había una verdadera y simple razón para escoger la pala,
pero el hemisferio que hablaba la desconocía por completo. Y la opción más
natural es encontrar una explicación, por absurda que pueda parecer.
Abundan los ejemplos de este tipo de conductas en experimentos
realizados con estos pacientes. Uno que particularmente me encanta es
aquel en el que presentaron brevemente a la izquierda del paciente un cartel
que decía: «Ríase». Aunque el hemisferio derecho, que es el que lo recibía,
no podía hablar, al no poseer áreas específicas del lenguaje, sí tenía cierta
capacidad rudimentaria para la lectura, por lo que lo entendía
perfectamente. El paciente, por tanto, se reía. Pero al preguntarle qué era lo
que le hacía reír, el hemisferio izquierdo decía cosas como «¡Es que son
ustedes muy graciosos!». La respuesta que podría parecer la más razonable,
decir «No sé», no era, curiosamente, la que solían encontrar. Michael
Gazzaniga y Roger Sperry, quienes lideraron estos experimentos, llegaron a
la conclusión de que, en realidad, esta es la forma más habitual de funcionar
de nuestro cerebro, no solo de los pacientes con el cerebro dividido en dos
mitades. Numerosos experimentos posteriores han demostrado que es así.
El lector puede hacer una prueba con un amigo, si así lo desea. Preséntele
dos retratos de dos personas, una de ellas claramente más atractiva que la
otra, pero sin exagerar. Pongamos que la menos atractiva es rubia y la más
atractiva es morena. Dígale que escoja la que más le gusta, pero que se
guarde su respuesta para más tarde. A continuación, entreténgale durante
unos minutos con cualquier otra cosa; hablen de cualquier tema que no
tenga nada que ver con lo que ha visto; por ejemplo, sobre el último libro
que está leyendo (que podría ser este). Acto seguido, muéstrele dos retratos,
uno será el de la persona menos atractiva de las presentadas hace unos
minutos, la rubia; el otro será de una persona morena, en una pose parecida
a la de la original, pero distinta, con diferencias apreciables, por ejemplo, en
la boca, el color de los ojos o la forma de la nariz. Si su amigo es como la
gran mayoría de las personas, dirá convencido que la que le gustó es la
nueva persona, pues reconoce inmediatamente que la otra no había sido su
elección. Y si se le preguntan las razones de su preferencia se pondrá a
describir lo atractivo de los rasgos (la boca, los ojos o la nariz) de la nueva
persona.
Decir «No sé» no es la respuesta más humana. Por el contrario, lo
normal es explicarlo todo, especialmente en relación con lo que hacemos, lo
que elegimos, lo que decidimos, lo que nos gusta. Se trata siempre de
justificar nuestros actos... aunque no sepamos qué nos ha llevado a
realizarlos. La verdad, en definitiva, no sería lo más importante, sino
quedarse a gusto con una explicación más o menos creíble, aceptable.
Aceptable para uno mismo y para los demás —aunque no sea cierta—. A
esta forma de ser de nuestro cerebro, Gazzaniga y Sperry la llamaron el
intérprete y, más que una entidad alojada en nuestro cerebro, es la forma
principal que tiene este de enfrentarse a la realidad. Es una metáfora. El
intérprete es un mecanismo dominante en el cerebro humano: siempre está
funcionando y pretende explicarlo todo. Es Don Sabelotodo. Además, busca
incansablemente causalidad, no admite que las cosas puedan ocurrir por
casualidad (a pesar de ser bastante frecuente). En este mundo, por tanto,
todo tiene una razón de ser, una causa, solo es cuestión de encontrársela. Y
cualquiera que parezca medianamente creíble y aceptable, coherente,
aunque no sea verdadera, nos puede valer: una vez que la hemos
encontrado, nos quedaremos satisfechos y no hará falta buscar más. El
intérprete es un impulso para hipotetizar acerca de la estructura del mundo,
incluso ante cualquier evidencia de que no existe ningún patrón. El cerebro
humano no busca la verdad, tan solo respuestas que lo dejen satisfecho.
Cuando nuestros antepasados pensaban que una inundación o un terremoto
eran consecuencia directa del enfado de los dioses, estaban usando el
intérprete en toda su plenitud.
Paisajes para demostrar la existencia del intérprete: ceguera a la elección. Los
paisajes primero y segundo son diferentes, pero relativamente intercambiables, de
manera que puedo elegir uno de ellos y luego creer que elegí el otro cuando se
presenta al lado del tercero.

Se podría decir que todo nuestro cerebro estaría al servicio del intérprete,
aunque algunas partes del hemisferio izquierdo parecen tener mayor
protagonismo. Estas se ubicarían en las regiones más anteriores del lóbulo
frontal, donde se considerarían posibles relaciones causales, se pondrían en
orden y se generaría un relato coherente. Es interesante observar que
neandertales y sapiens muestran un ensanchamiento de estas partes
prefrontales que no aparece en otros miembros del género Homo. ¿Tendrían
los neandertales un intérprete parecido al nuestro?

DECISIONES VISCERALES

Cuando decimos «Ha sido el instinto» o «Algo me dice» o atribuimos


nuestras razones al estómago o al corazón... estamos en lo cierto. Las
reacciones de nuestras vísceras, normalmente automáticas e inconscientes,
son un elemento crucial de nuestras emociones; sin ellas no habría
emociones. Y sin emociones no habría decisiones la inmensa mayoría de las
veces.
Para el neurólogo portugués Antonio Damasio, nuestras decisiones,
nuestras opiniones, se basan en las señales que el cuerpo nos envía ante
cada opción, cada posibilidad. El lector puede entenderlo pensando por un
instante en algo muy agradable que le haya ocurrido en su vida. O en algo
muy desagradable. Inmediatamente, el cerebro generará reacciones en
nuestras vísceras; en el estómago, el corazón, los pulmones, etc. Estas
reacciones estarán en consonancia con el estado emocional suscitado por
ese recuerdo. Sensaciones similares se generan todos los días, y casi
continuamente, según pensemos en diversas opciones y alternativas que
estemos considerando para guiar nuestro comportamiento. En función de
que el cerebro reciba del cuerpo señales agradables o desagradables, las
distintas opciones que barajásemos se irían descartando o seleccionando. En
buena lógica, Damasio llama a estas señales marcadores somáticos, y lo
interesante es que son en gran parte inconscientes. Algunos autores piensan
que no son las sensaciones que vienen del cuerpo las que realmente
determinan nuestras decisiones, sino que basta con la activación de las
partes del cerebro que generan nuestros afectos (sentimientos o sensaciones
mentales vinculados a las emociones), que son las que contactarán con las
zonas de la corteza cerebral donde se tomará una decisión. En realidad, se
encargan de alterar y monitorizar el estado de nuestro cuerpo y nuestras
vísceras, con lo que, en el fondo, sería lo mismo.
Mediante el uso de estos marcadores somáticos podemos tomar
decisiones de manera rápida, aunque se nos oculten generalmente las
verdaderas razones por las que las tomamos. El cerebro, que es una
máquina con una gran capacidad de computación, va estudiando
alternativas y simulando sus consecuencias. Cada una de estas
consecuencias simuladas genera sus propios marcadores somáticos, sus
propias reacciones viscerales, que van informando al cerebro sobre su
conveniencia o no. Y así hasta que damos con la mejor opción, con la que
genera más sensaciones agradables o menos desagradables. Todo esto
ocurre rápidamente y basándose en la gran cantidad de información
acumulada por nuestro cerebro, de la que en su inmensa mayoría no somos
conscientes en ese momento. A posteriori, podemos encontrar buenas
razones para justificar nuestra elección, pero es muy probable que no
fuéramos conscientes de ellas cuando la estábamos llevando a cabo. Incluso
puede que las que encontremos no sean las verdaderas razones. Es lo mismo
que ocurría en los pacientes de Sperry y Gazzaniga con el cerebro dividido.
No importa: nuestro mundo, y especialmente el social, exige decisiones y
acciones rápidas. Luego ya, más tarde, podremos explicarlas si es necesario.
Es de hecho muy posible que la mayoría de las veces no lleguemos a
conocer las verdaderas razones para nuestros actos, o que solo demos con
algunas de ellas.
¿Se ha parado el lector a pensar en el ser al que va dirigida la
publicidad? La de cualquier medio de comunicación: televisión, prensa,
radio. Pues va dirigida a usted, a un miembro de la especie Homo sapiens.
Sin embargo, da igual el tipo de producto que quieran que compremos:
coches, chicles, bebidas alcohólicas, queso, muebles... En todos los casos,
con raras excepciones, la forma que tiene la publicidad de intentar
convencernos no parece dirigida a un ser que razone y piense fría y
sosegadamente. Un anuncio de televisión, por ejemplo, apenas dura unos
veinte segundos, a pesar de lo cual el precio que paga la compañía por
poder emitirlo suele ser desorbitado. Pero el gasto merece la pena, pues la
compañía sabe que va a multiplicar su inversión. En veinte segundos hay
poco tiempo para comentar suficientemente la información relevante; hay
que ser directo e ir al grano, al nudo de la cuestión, a lo que verdaderamente
importa y que sabemos (saben las empresas de publicidad) que funciona: las
emociones. La publicidad no suele ser ni verdadera ni objetivamente
informativa. La mayoría de la publicidad televisada, por ejemplo, consiste
en unas breves imágenes en las que el producto aparece junto con gente que
normalmente es atractiva, a veces famosa (esto es muy eficaz, pero sale más
caro para el anunciante), y con frecuencia contenta y sonriente: la sonrisa de
los demás nos desarma. No necesitamos más argumentos. Si algo motiva y
emociona especialmente a un ser humano es otro ser humano. Su opinión,
su aprobación, su admiración (que tendremos si compramos el producto que
recomienda) nos harán sentir emociones agradables. En realidad, lo que se
nos dice acerca del producto —y no digamos de su comparación con otras
posibles alternativas— es mínimo, a veces nulo; en veinte segundos no da
tiempo para ello. Pero tampoco es necesario. En algunos casos se nos
informa de algún dato relevante, como el precio, aunque muy rápidamente,
con letra pequeña, no muy visible. Lo importante es lo demás: por ejemplo,
en un anuncio de coche, la gente que lo conduce, lo mucho que disfrutan
con ello, los lejanos y atractivos sitios a los que los llevan o lo brillante y
esplendorosa que es su carrocería (algo normal en cualquier coche nuevo).
Pero se nos ofrece poca o ninguna información verdaderamente relevante
para tomar una decisión sensata, como puede ser su estabilidad en las
curvas, su consumo, su tamaño exterior (importante para aparcar) e interior
(que determina la habitabilidad) o el volumen del maletero.
Definitivamente, la publicidad busca que asociemos buenas sensaciones
corporales (o marcadores somáticos) con determinado producto.

LOS DOS SISTEMAS DE PENSAMIENTO

Puede parecer sorprendente y contradictorio que una de las conclusiones de


la primera parte de este libro sea que somos la especie más inteligente del
planeta, pero que, por otra parte, resulte que pensamos y tomamos nuestras
decisiones de manera inconsciente, sin conocer las verdaderas razones y
basándonos fundamentalmente en sensaciones emocionales, viscerales. ¿Es
esto posible? Efectivamente, lo es. Nuestro cerebro es tan grande y está tan
bien interconectado que incluso en esas condiciones puede pensar
adecuadamente y tomar buenas decisiones. No obstante, es cierto que, si no
tenemos cuidado, podemos cometer muchos errores, y muy graves. Y de
hecho ocurre con más frecuencia de la que quisiéramos.
Muchos autores defienden que el cerebro humano consta de dos sistemas
para pensar: uno rápido y otro lento. También se conocen, respectivamente,
como sistemas 1 y 2. El más conocido de estos autores es el psicólogo
Daniel Kahneman, que recibió el Premio Nobel de Economía por descubrir
los extraños mecanismos que llevan a consumidores e inversores a tomar
sus decisiones. Para Kahneman, el sistema rápido —o sistema 1— es el que
usamos la gran mayoría del tiempo. Es automático, requiere poco esfuerzo,
es en gran medida inconsciente, y la mayor parte de las veces sigue una
lógica que no solo no es muy estricta, sino que, si fuera sometida a un
escrutinio pormenorizado, revelaría que está llena de fallos. En este sentido,
es un modo de pensamiento heurístico, es decir, basado en atajos y
simplificaciones de los problemas que se deben resolver, en parecidos y
apariencias, de poca precisión y apoyado en datos normalmente escasos e
insuficientes. Ya comenté en la primera parte que esta forma de pensar se
potencia cuando estamos de buen humor. Dadas sus características, es este
un sistema proclive a error y al que es muy fácil engañar, y en el cual se van
a dar la mayoría de los numerosos y persistentes sesgos del pensamiento
humano, de los que hablaremos largo y tendido en el próximo capítulo. No
obstante, y a pesar de sus defectos, es un sistema que puede, y suele, ser
bastante eficaz. En cualquier caso, en él las emociones tienen normalmente
un gran peso. Al fin y al cabo, se basa en lo que muchas veces llamamos
intuiciones o corazonadas, y se corresponde bastante bien con la propuesta
de Damasio sobre los marcadores somáticos.
Afortunadamente, no todo está perdido para nuestra especie, ya que
tendríamos también un sistema lento para pensar, el sistema 2. Este ya
necesita más datos, más tiempo, y requiere más esfuerzo, lo que se
corresponde con mayores niveles de consciencia, que propiciarían que
aflorara cada uno de los argumentos y operaciones que se están barajando.
O, al menos, una buena parte de ellos. Sería, además, menos proclive a
error y estaría más alejado de sesgos y sentimientos emocionales. Pero se
usaría muy poco, todo hay que decirlo. Al necesitar más datos y más tiempo
e implicar gran esfuerzo y, por tanto, un elevado consumo energético por
parte del cerebro, normalmente no lo utilizamos. Solo lo aprovechamos en
algunas ocasiones aisladas, como cuando hacemos operaciones
matemáticas, diseñamos una máquina o tomamos decisiones muy
trascendentales e importantes. Sería también el modo de pensar que se
utiliza en la ciencia.
El sistema 2, o lento, no obstante, tampoco es perfecto. Como todo lo
humano, es mejorable. Algunos autores, como, por ejemplo, el psicólogo
Gary Marcus, piensan que todavía es un poco chapucero, pues es fruto de la
evolución de parte del sistema 1 y, por tanto, se halla aún en vías de
ajustarse y optimizarse. No estaría totalmente libre de emociones y no
necesariamente nos lleva siempre a mejores decisiones que el sistema
rápido. De hecho, la existencia de estos dos sistemas como estructuras
diferenciadas en el cerebro no está clara. Se han realizado varias propuestas.
Por ejemplo, que el sistema 1 estaría integrado por zonas de la corteza más
relacionadas con las emociones, como la corteza orbitofrontal o algunas
partes del cíngulo anterior, además de ciertas regiones laterales de los
lóbulos temporales, mientras que el sistema 2 se relacionaría con las
cortezas laterales y mediales prefrontales y con partes laterales del lóbulo
parietal. Otras propuestas remiten el sistema rápido a las partes perceptivas
de nuestra corteza, las que se sitúan tras la cisura central o de Rolando,
mientras que el sistema lento se ubicaría fundamentalmente en el lóbulo
frontal. Ninguna de estas propuestas, sin embargo, ha tenido gran éxito, y es
muy probable que ambos sistemas estén muy solapados y poco
diferenciados, o que en el fondo no sean sino lo mismo, usado de diferentes
maneras o bajo diferentes condiciones. En este sentido, cabe que otros seres
humanos cercanos a nosotros, como el neandertal, hayan tenido momentos
en que su pensamiento se haya puesto en modo sistema 2, pues básicamente
podrían haber contado con las mismas piezas cerebrales que nosotros y con
similares niveles de competencia y eficacia gracias a su gran tamaño.
Ocasiones en las que se requiriera un gran esfuerzo mental, como la
presencia de algún problema vital, podrían haber hecho funcionar al cerebro
a su máxima potencia. Y no descartaría rudimentos de este modo de pensar
en especies como heidelbergensis e incluso erectus / ergaster. Si el sistema
2 es fruto de la evolución, aunque aún no esté del todo perfeccionado, debió
de comenzar a rodar en algún momento.
En conclusión, el sistema dominante en nuestra especie sería el rápido,
es el que caracteriza mayoritariamente nuestra forma más habitual de
pensar. Como han destacado numerosos autores desde hace décadas, en el
cerebro humano, como en realidad en el de los demás seres vivos provistos
de este órgano, impera la ley del mínimo esfuerzo. Así lo hizo notar el
lingüista George Kingsley Zipf en los años cuarenta del pasado siglo, tras
analizar concienzudamente y con las herramientas de la estadística en la
mano cómo es nuestro lenguaje, así como el resto de nuestro
comportamiento. Por ejemplo, cuando ciertas palabras o expresiones se
usan con más frecuencia que otras, aquellas tienden a acortarse,
sencillamente para ahorrar tiempo y esfuerzo utilizándolas. Esta tendencia
es la razón de que digamos bici o moto en vez de bicicleta o motocicleta,
respectivamente, profe en vez de profesor, foto por fotografía o, más
recientemente, finde en lugar de fin de semana. Que la ley del mínimo
esfuerzo se aplica a nuestra especie también lo demuestra, por ejemplo, la
frecuencia con la que procrastinamos —es decir, dejamos para mañana lo
que podríamos hacer hoy—. Si podemos salir adelante con poco esfuerzo,
mejor, y así parece ser la mayor parte del tiempo. Si la cosa funciona, ¿para
qué molestarnos? El sistema 2, o sistema lento, requiere mucho tiempo y
esfuerzo. Y además no es infalible. Pero es lo mejor que tenemos, es la joya
de nuestra corona. Y, sin él, dudo mucho que hubiéramos salido de las
cavernas.
8
¿CÓMO NOS EQUIVOCAMOS LOS HUMANOS?

Decimos: «El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la


misma piedra». ¿Eso es verdad? ¿Los animales no se equivocan, no
cometen errores? Y si los cometen, ¿cometen el mismo dos veces? La
respuesta a todas estas preguntas es claramente afirmativa, aunque que los
animales se equivoquen dos veces podría no estar tan claro. Los animales,
como todo ser provisto de cerebro o, al menos, de sistema nervioso, son
perfectamente falibles. La flexibilidad que da un sistema nervioso cada vez
más complejo proporciona precisamente mayores grados de libertad, más
posibilidades de respuesta ante los mismos acontecimientos o ante
situaciones nuevas; y, en esa libertad, caben los aciertos y también los
errores. Ahora bien, con menos flexibilidad también se cometen errores si
las circunstancias cambian y no se dispone de la posibilidad de encontrar
respuestas alternativas a las ya programadas.
Con sistemas nerviosos cada vez más grandes y complejos, se supone
que las posibilidades de respuesta ante los acontecimientos no solo se hacen
más variadas e incluso enrevesadas, sino que, al menos en principio,
tendrían más posibilidad de éxito. De acertar, en definitiva. Ya hemos visto,
no obstante, que nuestro sistema nervioso, nuestro cerebro, no siempre da lo
mejor de sí, y que incluso en modo sistema 2 o lento podemos cometer
errores. En el caso de nuestra especie, las decisiones se complican por lo
enmarañado del mundo social humano, que incluye no solo un número
grande de individuos, sino una rica gama de posibles relaciones, deudas y
conexiones, de reacciones, intenciones, estados de ánimo, de
interpretaciones y conocimientos. En definitiva, nuestro mundo social es tal
que el comportamiento de los demás, incluso el propio, se hace la mayoría
de las veces impredecible. Las personas asumimos más riesgos que los
animales, y tomamos decisiones más complejas porque, precisamente,
intentamos anticipar el comportamiento de los demás —que es igual de
complejo e irracional que el nuestro—. Por eso repetimos errores, por eso
podemos fácilmente tropezar dos y hasta más veces en la misma piedra. Si
una vez algo no funcionó, esto no quiere decir que no pueda funcionar la
próxima. O la siguiente. Quizá en otra ocasión las circunstancias sean
diferentes. Así, si el mundo social o el entorno físico fueran perfectamente
predecibles, con un error sería suficiente. Es lo que ocurre en numerosos
grupos animales relativamente simples. En caso contrario, repetir un error
entra dentro de lo aceptable.
Somos falibles, eso está claro. El sistema 2 es falible, aunque no tanto
como el 1. Sin embargo, la mayor parte del tiempo estamos en modo
sistema 1, por lo que la posibilidad de equivocarnos es casi siempre muy
alta. El error humano es algo normal, natural. Tanto el sistema 1 como el 2
no están libres de las dos principales fuentes de error de nuestro cerebro: los
sesgos y el ruido. Los primeros consisten en errores sistemáticos o
distorsiones en la interpretación de los hechos, en la forma de pensar. La
manera de ser del sistema 1 o rápido de nuestro pensamiento lo hace más
proclive a caer en estos errores; al imperar el modo heurístico, es decir,
atajos y simplificaciones del pensamiento, los sesgos se mueven como pez
en el agua. Pero en absoluto el sistema 2 está libre de ellos. El ruido, por su
parte, es una fuente de error más aleatoria e impredecible, más relacionada
con la idiosincrasia de cada uno, incluso del momento, y puede depender,
como veremos, de multitud de factores, muchas veces inverosímiles. De
nuevo, el sistema 1 es más proclive al ruido, aunque esta fuente de error
también puede lanzar sus tentáculos sobre el sistema 2.
En este capítulo voy a hablar de cómo y por qué nos equivocamos los
humanos; en nuestras decisiones, en nuestros juicios, en nuestros
pensamientos. Hablaré de sesgos, de ruido y de algunas cosas más.

QUÉ SON LOS SESGOS

El término sesgos cognitivos fue introducido por los psicólogos Daniel


Kahneman y Amos Tversky en 1972. Del primero ya he hablado, pues a él
debemos la propuesta de los dos tipos o sistemas de pensamiento, el rápido
y el lento (1 y 2), aunque a esta idea también contribuyó Tversky. Los
sesgos son errores sistemáticos, recurrentes, y muy comunes, en nuestra
forma de pensar. También se los conoce como falacias o ilusiones del
pensamiento, aunque el de sesgos es sin duda el nombre más popular. Son
muchos y muy interesantes, y se están estudiando a fondo en las últimas
décadas, pues podrían explicar numerosos fenómenos sociales y del
comportamiento, tanto individual como colectivo. Los sesgos, para bien o
(más frecuentemente) para mal, tienen importantes repercusiones en lo que
ocurre a nivel social, político y económico. Vamos a comentar algunos de
ellos, los más conocidos y destacables, aunque la lista podría ser
interminable.
Un sesgo nada infrecuente es el conocido como sesgo de confirmación.
Este consiste en la tendencia a recolectar, atender o seleccionar información
que confirma nuestras ideas previas. Si tengo una convicción sobre algo,
busco pruebas que la respalden, pero ignoro quizá otras muchas que
indicarían que estoy equivocado. Efectivamente, ignorar ciertas evidencias
es una parte importante de este sesgo. Un juicio imparcial no debería
conformarse así, pero el juicio humano es como es, y casi nunca son todos
los datos los que guían nuestro razonamiento. Este sesgo puede funcionar a
escalas temporales largas, de días, meses o años, pero también puede darse
en el término de unos pocos segundos. Cuando, por ejemplo, nos describen
a una persona como sociable, meticulosa, sutil y sin escrúpulos, podemos
extraer una opinión distinta que si nos la describen como sin escrúpulos,
sutil, meticulosa y sociable. Son los mismos adjetivos, pero en distinto
orden: al primer adjetivo ya nos formamos una opinión sobre esa persona,
lo que hace que demos menos importancia y no atendamos a los adjetivos
siguientes, que podrían matizar o cambiar esa impresión. También ocurre
cuando nos encontramos por primera vez con alguien físicamente atractivo
y con buena presencia, de quien automáticamente nos formaremos una
buena impresión, que se mantendrá contra viento y marea, aunque algunas
evidencias nos puedan ir indicando que quizá no sea oro todo lo que reluce.
A veces, el sesgo de confirmación se entremezcla con el de deseabilidad,
pues la información que seleccionamos apoya una idea no solo que ya
teníamos, sino que deseamos que sea cierta. Ambos sesgos son muy
comunes en los creyentes en pseudociencias y fenómenos paranormales,
pero también son omnipresentes en la vida cotidiana. Muy unido al sesgo de
confirmación está el de falso consenso: creer que las opiniones propias y
nuestros puntos de vista están más extendidos de lo que realmente lo están.
Expresiones como «Todo el mundo piensa» o «Cualquiera lo ve así»
formarían parte de los síntomas típicos de este sesgo. Lo que explicaría, por
ejemplo, por qué preferimos y nos fiamos más de unos medios de
comunicación que de otros, y es que disfrutamos leyendo o escuchando lo
que nos da la razón.
Como vemos, los sesgos conviven muy bien con un cerebro tan social
como el nuestro. Algunos de ellos, de hecho, son típica o exclusivamente
sociales, como el sesgo de veracidad y el sesgo de transparencia, que están
íntimamente relacionados. Por culpa del primero, tendemos a creer que lo
que nos dicen los demás es cierto, y eso que sabemos que mentir es muy
fácil y que todo el mundo lo puede hacer relativamente bien. Por defecto,
creemos que los demás son siempre honestos; tendemos a confiar en los
demás, incluidos los desconocidos. Este sesgo está realmente muy
extendido, y de ahí vienen numerosos timos, estafas y otros delitos
inaceptables que afectan tanto a individuos como, en ocasiones, a
instituciones, públicas o privadas. El sesgo de trasparencia, por su parte,
consiste en creer que sabemos leer las expresiones faciales emocionales de
las personas, que nos darían una información fehaciente y fidedigna de lo
que en realidad les pasa por la cabeza. Ciertamente, muchas expresiones
emocionales son involuntarias y difíciles de controlar, por lo que podríamos
decir que son, hasta cierto punto, sinceras. Pero esto no es del todo verdad
por varios motivos. Por un lado, muchas personas son capaces de controlar
sus expresiones faciales de manera muy exitosa. Bastan varias técnicas,
entre las que está el autoengañarse y convencerse de una idea que podemos
saber que no es cierta, pero que nos disponemos a creer, siquiera
momentáneamente y en nuestro beneficio. El ser humano puede ser muy
virtuoso en el autoengaño. También se pueden ejercitar, y es de hecho lo
que hacen los actores y muchos políticos. Aunque el cerebro humano está
supuestamente especializado en leer las expresiones emocionales y detectar
posibles engaños, estos abundan y nos la pueden colar en numerosas
ocasiones. El sesgo incluye, curiosamente, creer que esto nunca sucede,
siendo por tanto complementario del sesgo de veracidad. Por otra parte, y al
margen de su posible control voluntario, las expresiones emocionales
parecen no ser tan simples y universales como se ha venido creyendo.
Hablaremos de esto más adelante, pero baste decir ahora que el sesgo de
transparencia implica creer que las expresiones emocionales sí son simples
y universales, y que somos más transparentes de lo que en realidad somos.
En nuestra vida social cometemos, o podemos cometer, muchos errores
cegados por nuestros sesgos. Normalmente creemos que las personas,
cuando nos perjudican, actúan según sus propias intenciones, y lo hacemos
sin tener en cuenta que muchas veces el comportamiento de los demás
puede estar condicionado por las circunstancias o el contexto o por otras
personas, que son quienes habrían puesto las condiciones. A este sesgo se lo
conoce como error de atribución. En él se incluye el que no interpretemos
ni juzguemos de la misma manera el comportamiento de los demás y el
nuestro propio. Es como si hubiera un doble rasero. Para nuestro propio
comportamiento, curiosamente, sí estamos dispuestos a admitir
circunstancias, contextos y otros muchos atenuantes —acordémonos del
intérprete, siempre dispuesto a proteger nuestra imagen—, pero para el
comportamiento de los demás, no. En este sentido me parece oportuno
mencionar el llamado sesgo de autoservicio, que consiste en asignarnos más
responsabilidad por nuestros éxitos que por nuestros fracasos, ya que estos
últimos casi siempre serán debidos a circunstancias ajenas o a la
intervención de terceras personas. Es igualmente una forma de preservar
nuestra autoestima.
Creer que todo debe tener un final, cuando no siempre es así, es otro
sesgo, el de necesidad de cierre. Y cuando un acontecimiento
extraordinario, como un accidente aéreo, ha ocurrido recientemente
solemos sobreestimar la probabilidad de que ocurra, lo que de nuevo es un
sesgo. Por otra parte, estimamos con frecuencia que los proyectos nos van a
llevar un determinado tiempo, pero luego resulta que necesitan mucho más;
este es un ejemplo de un sesgo conocido como falacia de la planificación.
Como consecuencia del sesgo de retrospectiva solemos creer que algo que
ha ocurrido era obvio y fácil de prever, cuando en realidad ha sido, con toda
probabilidad, fruto de una cadena de acontecimientos en gran parte fortuitos
e impredecibles. Creer que ciertas razas, etnias o grupos sociales son más
proclives a delinquir, por ejemplo, suele ser otro ejemplo de sesgo que
puede contaminar injustificadamente veredictos y resoluciones judiciales,
como veíamos que ocurría con el algoritmo que se probó como ayuda a los
jueces. Los sesgos muchas veces pueden deberse a experiencias personales,
interacciones sociales y tradiciones culturales, y mayoritariamente se trata
de creencias parciales y no basadas en una recolección sistemática de los
datos.
Las listas de sesgos son muy extensas. Algunos reciben nombres y otros
no, e incluso un mismo sesgo puede aparecer bajo distintos nombres o en
diferentes variantes. Con estos ejemplos el lector se puede hacer una idea de
lo que son y de cómo influyen en nuestra vida diaria, incluso en el ámbito
profesional e institucional.

LOS ERRORES DE LA MEMORIA

Algo que a la mayoría de la gente le cuesta entender es que la memoria, la


memoria humana, es muy falible. No ya porque se nos olviden ciertas
cosas, sino porque lo que creemos recordar con todo detalle en numerosas
ocasiones está lleno de errores. Incluso puede ser falso. También puede
haber datos añadidos, que no estaban en la situación original, o
modificaciones y hasta ausencias importantes de algunos elementos de la
escena. Lo vimos al término de la primera parte; la memoria puede verse
alterada desde el momento mismo en que se codifican los datos para su
almacenamiento. Uno de los sesgos del pensamiento humano se conoce,
precisamente, como sesgo de memoria: la fe ciega en su fiabilidad. La gente
tiene un exceso de confianza en su memoria, en el «Yo lo vi con mis
propios ojos». La memoria no es tan de fiar como creemos, y lo demuestran
infinidad de experimentos. De hecho, los tribunales de justicia suelen ser
muy conscientes de estas circunstancias, de manera que los testimonios
recogidos respecto a un caso se deben tomar con cautela, por muy
convencidos que estén los testigos de la veracidad de sus declaraciones.
Efectivamente, y esto es muy curioso (es parte del sesgo), las personas
pueden estar realmente convencidas de estar relatando fielmente lo que
vieron, pero estar absolutamente equivocadas. No están mintiendo, tampoco
se sienten inseguros; es simplemente que están convencidos de la fiabilidad
de su memoria.
Desde hace años son muy conocidos algunos de los mecanismos
mediante los que se puede inculcar en las personas falsos recuerdos,
recuerdos de experiencias que nunca existieron, pero de los que estarán
absolutamente convencidas. Una forma de conseguir esto es, precisamente,
a través de otro sesgo, el de autoridad. Según este, tenemos una tendencia a
creer y aceptar, sin verificarlo, lo que nos dice una autoridad o alguien a
quien le hayamos otorgado ese rango. Por supuesto, es un sesgo de relativa
utilidad por diversas razones. Entre otras, porque muchas veces acierta y, de
alguna manera, se evita perder tiempo realizando comprobaciones por
cuenta propia. Pero, a veces, se puede utilizar de manera perversa. O de
manera experimental, para inducir falsos recuerdos. En un experimento
tipo, se suele contar con la colaboración de los padres de un grupo de
adolescentes o adultos jóvenes a quienes se pretende inculcar un falso
recuerdo. Los padres ayudarán a crear esa historia que nunca ocurrió. En
una primera entrevista, a esos jóvenes se les dice vehementemente que sus
padres han relatado al entrevistador una experiencia que les sucedió cuando
eran niños. Por ejemplo, haberse perdido, haber tenido un accidente de
tráfico o un viaje en globo. En ocasiones, aunque no es necesario, se les
pueden enseñar fotografías manipuladas. A continuación, se les pregunta
por detalles acerca de la misma: cuándo y dónde ocurrió, quién estaba, si
pueden rememorar imágenes, sensaciones, detalles, etc. Lógicamente, la
mayoría dicen no recordar nada. Pero tenemos nada menos que dos fuentes
de autoridad: los padres y el propio entrevistador. Al cabo de unos días se
repite la entrevista y se sigue insistiendo en que intenten recordar aquel
suceso. Y, tras unos días más, se llega a una tercera entrevista, en la que ya,
curiosamente, en torno a la mitad de los entrevistados estarán
absolutamente convencidos de que el hecho falso ocurrió de verdad. E
incluso añaden datos nuevos con todo lujo de detalles.
Es interesante destacar que, una vez inculcado, un falso recuerdo es muy
difícil de eliminar. No sirve de nada decirles que todo fue un montaje, ni
buscar o señalar contradicciones ni evidencias en contra. No funciona. Así
es la memoria humana. Estudios recientes han mostrado, no obstante, que el
proceso se puede revertir si el entrevistador, haciendo uso de su autoridad,
hace conscientes a los participantes del estudio de que existen dos posibles
fuentes de falsos recuerdos. Por un lado, se les dice que los recuerdos no
siempre son fruto de la experiencia propia, sino que muchas veces vienen
de lo que nos dicen los demás; de fotos o historias que nos cuentan. Por
ejemplo, mucha gente cree tener recuerdos de sus primeros 3-5 años de
vida, y cuentan detalles de anécdotas de ese periodo, como que se
escaparon de casa o que se les cayó una sartén con aceite hirviendo. Sin
embargo, salvo muy raros casos, estos recuerdos son imposibles por la
llamada amnesia infantil, la desaparición de todo recuerdo de los primeros
años de vida como consecuencia de la inmadurez del hipocampo y de sus
conexiones con la corteza cerebral. ¿Alguien se acuerda del día de su
nacimiento? Y eso sí que fue un acontecimiento importante. Por otra parte,
se les dice que a veces se generan recuerdos falsos solo por el mero hecho
de pedirles varias veces que se recuerden las cosas. De hecho, es así como
se los inculcaron en el experimento. Tras asimilar estas afirmaciones, los
participantes parecen ser capaces de acabar descreyendo sus falsos
recuerdos. Al margen de experimentos como estos, en la vida real mucha
gente vive y convive con falsos recuerdos, a veces condicionando su vida
de manera importante. Según parece, muchos de los casos clínicos que trató
Sigmund Freud por presuntos abusos sexuales ocurridos en la infancia
resultaron estar basados en falsos recuerdos.

EL RUIDO
Además de los sesgos, hay otro tipo de factores que pueden y suelen
determinar nuestra forma de pensar, nuestras decisiones, nuestros
razonamientos. Incluso cuando estamos en modo sistema 2, aunque este sea
menos vulnerable a estos factores que el 1. Lo llaman ruido y, aunque
mucho menos conocido y estudiado que los sesgos, es otra fuente
importante de error que puede afectar no solo a nuestras decisiones
personales, sino a las institucionales, políticas y empresariales, entre otras
muchas. El ruido es causa de numerosas arbitrariedades en la justicia, la
sanidad o la educación, con los consiguientes costes personales y
económicos. El ruido es lo que hace que la decisión que yo tomo sobre un
tema en particular el lunes por la mañana pudiera ser muy distinta si la
tomara el viernes por la tarde. Este ruido acompaña en su día a día a la
especie más inteligente del planeta. La complejidad de sus decisiones y la
impredecibilidad objetiva de la mayoría de los asuntos sobre los que tiene
que decidir, normalmente vinculados con la complejidad del mundo social,
son un estupendo caldo de cultivo para el ruido.
Daniel Kahneman (de nuevo), Olivier Sibony y Cass R. Sunstein han
dedicado recientemente todo un libro a abordar este problema. Para estos
autores, el ruido como fuente de error en nuestras decisiones se puede
desglosar en dos tipos principales: el ruido de nivel y el ruido de patrón. El
ruido de nivel es, de alguna manera, el que más tiene que ver con el carácter
general de cada uno, con nuestra personalidad a la hora de entender y
abordar el mundo. Ser pesimista u optimista, severo o indulgente, ahorrador
o derrochador, cariñoso o arisco, son ejemplos de rasgos relativamente
estables que influirán en nuestros juicios y decisiones, en nuestros
razonamientos acerca de cómo queremos y debemos proceder o cómo
consideramos y tratamos a los demás. Qué significan para uno determinadas
palabras que dan cabida a individualidades interpretativas, como
probablemente, que puede interpretarse como simplemente posible o como
muy posible, es también un ejemplo de lo que es el ruido de nivel. Que una
persona considere que en una escala de 0 a 6 un 4 es una puntuación muy
alta mientras que otra lo vea como una puntuación intermedia también lo es.
Ante un mismo problema o situación, la decisión tomada o las conclusiones
a las que se lleguen pueden verse enormemente influidas por este tipo de
ruido, dando lugar a resultados muy variables dependiendo de las personas.
Por su parte, el ruido de patrón se dividiría en dos: el ruido de patrón
estable y el ruido de ocasión. El primero es muy dependiente e
idiosincrático de cada persona, más allá de sus rasgos de personalidad
general. Depende, en gran medida, de experiencias muy particulares en la
vida de un individuo. Por ejemplo, un juez puede adjudicar una pena más
suave a alguien que le recuerda físicamente a su propia hija, o porque el
caso se parece al de un familiar que cometió los mismos errores. A qué le dé
más importancia cada uno también es fuente de ruido de patrón estable. Que
uno considere sus libros como uno de sus mayores tesoros personales hará,
por ejemplo, que, si alguien no nos devuelve un libro prestado, esto se
considere una falta mucho mayor que si no nos devuelven una batidora,
aunque el precio de ambos objetos sea el mismo. Ya saben el dicho de que
quien presta un libro a un amigo, pierde un libro y un amigo.
El otro tipo de ruido de patrón es el llamado ruido de ocasión. Podría
llamarse ruido de patrón no estable, pues precisamente su inestabilidad es
su mayor característica. En general, hay que decir que la importancia de
este tipo de ruido es relativamente menor respecto a la de las otras fuentes
de error, como los sesgos y los ruidos de nivel y de patrón estable. Pero está
ahí y no conviene ignorarlo. Nuestro cerebro nunca funciona exactamente
igual, y ante un mismo problema podemos llegar a diferentes soluciones en
dos momentos distintos. Así, es posible que un médico evaluando una
misma radiografía llegue a un diagnóstico en un momento dado y a otro
distinto varios días después. Lo mismo ocurre con los expertos que
examinan las huellas dactilares para la policía. O con los profesores que
evalúan un trabajo. Dan igual los sesgos que cada uno tenga, o sus fuentes
de ruido de nivel o de patrón estable; aún es posible dar lugar a diferentes
conclusiones en diferentes momentos simplemente porque entre uno y otro
hay algún elemento distinto. Parece ser que la principal fuente de este tipo
de ruido es el estado de ánimo, el estado emocional en el que nos
encontremos. Por eso, se ha comprobado que nuestras conclusiones
respecto a un problema pueden variar dependiendo de si nuestro equipo
ganó o perdió un torneo la noche anterior. O de si acabamos de ver una
película de humor o una de terror. En la primera parte de este libro comenté
cómo las emociones y la cognición se relacionan mutuamente y se
interfieren, y vimos algunos ejemplos, como el efecto de las emociones en
la memoria o en la preferencia por pensar de modos más heurísticos o
analíticos (que ahora podríamos identificar como propios de los sistemas 1
y 2 del pensamiento, respectivamente). Además del estado emocional o
estado de ánimo, hay otros factores que con frecuencia se han descrito
como fuentes de ruido de ocasión. El cansancio es uno de ellos: no
decidimos igual si estamos al comienzo de la jornada laboral que si estamos
a punto de terminarla. Estudios realizados con médicos, por ejemplo, han
mostrado que estos tienden a recetar más opioides y antibióticos al final de
su jornada laboral que al principio. Si hemos dormido bien o no la noche
anterior también puede hacernos decantar por unas opciones más que por
otras. El hambre, asimismo, influye significativamente en nuestras
decisiones. El clima, por su parte, es otra fuente de ruido de ocasión;
nuestras decisiones pueden variar significativamente dependiendo de si en
la sala hay aire acondicionado o no.
Como vemos, hay infinidad de factores que pueden introducir ruido de
ocasión en nuestros razonamientos sin que seamos conscientes de que es
así. Sin embargo, la mayoría de ellos parecen hacerlo, en última instancia,
por su impacto sobre nuestras emociones y estados de ánimo, que en
principio podríamos considerar como una de las principales fuentes del
ruido de ocasión, si no la única y principal. Y, como discutiremos dentro de
un momento, las emociones también podrían estar en la base del resto de las
fuentes de error.

EL PLACER DE DECIDIR

Una solución que han propuesto Kahneman, Sibony y Sunstein para reducir
o eliminar toda esta cantidad de ruido y fuentes de error es recurrir a los
algoritmos de la inteligencia artificial. Pero resulta que las personas que
tienen que tomar decisiones importantes, tanto en el ámbito empresarial o
privado como en el institucional, se resisten enérgicamente a ser sustituidas
e incluso ayudadas por un algoritmo. ¿Por qué, si saben que se equivocan
con tanta frecuencia? La explicación, nuevamente, tiene que ver con las
emociones. Los seres humanos se sienten muy a gusto con sus decisiones y
confían exageradamente en ellas. Se ha demostrado una y otra vez que la
exactitud de nuestros juicios, especialmente si son predictivos, suele ser no
solo sorprendentemente baja, sino notablemente inferior a la de los
algoritmos. Pero, curiosamente, lo que da esa sensación de confianza a los
seres humanos es una señal interna de recompensa que genera nuestro
cerebro al encajar los hechos y nuestras decisiones en una historia coherente
y, generalmente, causal. Y ¿quién quiere renunciar a una recompensa?
Sin embargo, en la inmensa mayoría de las ocasiones las relaciones
causales no existen, son solo aparentes. Con frecuencia, las causas nos
parecen evidentes, pero siempre lo son solo a posteriori (lo que hemos
llamado sesgo de retrospectiva). Y es que, en el complejo mundo de los
humanos, las posibilidades de predecir el futuro suelen ser prácticamente
nulas. Kahneman, Sibony y Sunstein ponen un ejemplo que me gustaría
traer aquí porque me parece muy ilustrativo. Una madre, principal sostén
económico de su familia, fue despedida hace unos meses y no encontró
trabajo en los posteriores, por lo que la familia no pudo pagar todo el
alquiler de su vivienda. Hizo pagos parciales, suplicó al administrador del
edificio un poco de comprensión y paciencia, e incluso solicitó a los
servicios sociales que intervinieran para convencer al administrador. El
administrador no tuvo clemencia y finalmente fueron desahuciados. La
historia parece coherente y la vemos como una cadena de acontecimientos
perfectamente causales, lógicos y hasta previsibles, inevitables, y nos
damos una señal interna de recompensa cuando lo vemos así. Sin embargo,
la madre podría haber encontrado otro trabajo rápidamente, un familiar
podría haber ayudado económicamente, el administrador podría haber sido
más compasivo y dar unas semanas de respiro y los servicios sociales
podrían haber sido más vehementes. La historia sería completamente
diferente e igualmente posible. Es muy fácil predecir el pasado.
Todo esto me recuerda tremendamente al intérprete de Gazzaniga y
Sperry; es la forma de ser de nuestro cerebro: busca coherencia y relaciones
causales donde no las hay. Y una vez que las encuentra se da un premio.
Esto es una emoción, un afecto, una sensación agradable que tenderemos a
repetir. Las emociones son también la fuente principal del ruido de ocasión,
como hemos visto. Y, si nos fijamos, los otros tipos de ruido, al menos en su
gran mayoría, ocurren por las distintas emociones o afectos que provocan
en nosotros las soluciones que demos a las distintas situaciones o problemas
a los que nos enfrentamos. Son los marcadores somáticos de los que
hablábamos en el capítulo anterior, que se activan ante las conclusiones y
soluciones que estemos barajando. No serán los mismos para todas las
personas y en todas las ocasiones. Están condicionados por nuestros sesgos,
nuestro ruido de nivel, nuestro ruido de patrón estable y nuestro ruido de
ocasión. Así de simple. Las emociones forman parte de todo el proceso.
Y donde hay emociones o afectos, hay neurotransmisores. Precisamente,
un neurotransmisor de gran relevancia en el cerebro humano, y que sin duda
participa en la recompensa que nos damos al llegar a una historia coherente,
es la dopamina. Se trata de un neurotransmisor destacado en nuestro
cerebro y puede explicar parte de su idiosincrasia. En comparación con el
de otros primates, en el cerebro humano abunda la dopamina, y eso que las
células que la producen solo suponen el 0,0005 por ciento del total de sus
neuronas. Se suele decir que la dopamina conlleva placer, pero no es
exactamente así. Es una sensación agradable, sí, de sentirse bien, pero es
mucho más. Proporciona energía, entusiasmo, ilusión, ganas de hacer cosas,
ganas de vivir. Sin dopamina no haríamos prácticamente nada, y mucha
gente se pasa la vida buscando aumentar sus niveles de dopamina. Nos hace
tener esperanzas, expectativas de que vamos a conseguir estar mejor, de
ganar más, de obtener éxito, de sentir placer. Pero no es exactamente placer
lo que conlleva, es más bien la esperanza de conseguirlo. El placer en sí
vendría de otros tipos de neurotransmisor, como la serotonina, las
endorfinas o la oxitocina. De hecho, hay gente que tiene un predominio de
dopamina en su cerebro, pero bajos niveles de sustancias relacionadas con
la satisfacción. Estas personas estarán siempre insatisfechas, buscando cada
vez más estimulación, más retos, más oportunidades de conseguir ese placer
que, cuando llega, dura poco. Siempre quieren más. Parece ser el caso de
muchos emprendedores y personas muy activas. Otras personas muestran el
patrón contrario; en ellas predominan las sustancias de la satisfacción frente
a las que promueven las ganas de actuar. Son más conformistas y con
menores niveles de iniciativa. Lo ideal, dicen, es tener ambos tipos de
sustancias equilibradas.
La dopamina se produce en algunos núcleos del tronco del encéfalo
(como el área tegmental ventral), pero lo importante —aparte de su
abundancia en el cerebro humano— son los lugares a los que llega. Una
gran parte de la dopamina es recibida por el cuerpo estriado, un conjunto de
estructuras bajo nuestra corteza cerebral que participa en la regulación del
movimiento. Ya he hablado de él. Lo interesante es que también participa en
la cognición social. A este respecto, está implicado en la detección y la
comprensión de las señales y las convenciones sociales. Es, de hecho,
crucial para la tolerancia hacia otros miembros del grupo y la reducción de
la agresividad hacia ellos. El cuerpo estriado humano es dos veces más
grande, en términos relativos, que el del chimpancé. Esto nos indica que
posee una gran importancia en nuestra evolución. Efectivamente, es posible
que nuestros caninos reducidos sean, al menos en parte, consecuencia de
nuestra abundancia de dopamina, que podría haber arrancado en los tiempos
de Ardipithecus ramidus, uno de nuestros ancestros más antiguos, hace unos
4,5 millones de años.
Las sensaciones agradables que produce la dopamina se deben
especialmente a su acción sobre una pequeña parte del cuerpo estriado, el
conocido como núcleo accumbens. Cualquier experiencia que nos parezca
satisfactoria suele activar el accumbens, y muchas de ellas son de carácter
social: que nos sonrían o nos den una palmadita en la espalda, que nos
riamos, que hayamos conseguido un objetivo o que alcancemos la solución
de un problema. La mayoría de las drogas que producen adicción lo hacen
precisamente porque estimulan el núcleo accumbens; hablaré de esto más
adelante.

ANATOMÍA DE LAS EMOCIONES

Tomar decisiones, llegar a conclusiones o resolver un problema produce


sensaciones agradables. Incluso cuando nos equivocamos, algo que ocurre
con bastante frecuencia; por término medio, casi la mitad de las veces,
según diversas estimaciones. Lo que sucede es que la mayoría de las veces
no sabemos aún que esas decisiones, conclusiones o soluciones son
erróneas; se trata de proyecciones de futuro. Las emociones, las sensaciones
emocionales, parecen ser cruciales en todo este proceso. Necesitamos de
nuestras emociones para pensar.
Hay expertos que afirman que las emociones, a las que les estamos
dando todo el protagonismo en nuestra toma de decisiones, no existen; no
serían más que meras etiquetas lingüísticas. Lo que hay en realidad son
afectos, activaciones de las zonas del cerebro que alteran y monitorizan
constantemente el estado del cuerpo. A esas activaciones les ponemos
nombres en función del contexto, de la situación, y esas etiquetas son las
emociones. Ya lo comenté en la primera parte: es la red por defecto la que
da sentido, y un nombre, a lo que sentimos en cada momento. Sin esta red
solo sentiríamos afectos o sensaciones corporales, que es lo que les pasaría
a los demás animales por no tener lenguaje. Esto que siento es desagrado, es
antipatía, es asco, es odio, es miedo, es culpa, es orgullo, es alegría..., pero
en realidad solo se trata de unas reacciones químicas que están teniendo
lugar en zonas del cerebro que se dedican a vigilar el estado del cuerpo. El
núcleo accumbens es una de ellas; pero también la amígdala, el hipotálamo,
el cíngulo anterior o la corteza orbitofrontal. Y estructuras aún más
profundas, en el tronco del encéfalo, como las que producen dopamina o
serotonina. La red por defecto detecta esas reacciones y da sentido a lo que
está ocurriendo en función de la situación, del contexto.
Esto sería así incluso para las que se conocen como emociones más
básicas. El modelo más conocido respecto a estas es de 1972 y se lo
debemos al psicólogo Paul Ekman, que las clasifica en seis: ira, tristeza,
disgusto, sorpresa, miedo y alegría. A pesar de que ha llovido mucho desde
entonces, el modelo es tremendamente popular, y ha servido de guía para
muchos productos de nuestra cultura popular, incluidos libros, series de
televisión y alguna película, como Inside out (o Del revés), del exitoso
tándem Disney-Pixar. Según la propuesta de Ekman, las emociones,
particularmente las básicas, serían innatas y universales, grabadas a fuego
en nuestro código genético. No se necesitaría una red por defecto que les
diera sentido, basta con activar las zonas del cerebro correspondientes.
Igualmente, las emociones básicas y sus expresiones faciales serían
discretas y claramente identificables por todo el mundo,
independientemente de la cultura o el país donde uno haya nacido.
Pero numerosos estudios de los últimos años están cuestionando estas
afirmaciones. Según estos, en muchas ocasiones las expresiones
emocionales son difíciles de interpretar, siendo una mezcla de varias
posibilidades, llegando incluso a parecer la expresión de una emoción
mientras que en realidad se está sintiendo otra distinta. El triunfo de un
deportista se puede expresar con una cara de rabia o enfado; cuando
tenemos un orgasmo nuestra cara puede reflejar sufrimiento. A veces
también podemos no expresar nada a pesar de estar profundamente
emocionados. Por otra parte, al observar el cerebro, no encontramos
estructuras específicas para cada una de las emociones. Prácticamente todas
las regiones cerebrales que participan en las emociones lo hacen con
independencia de la emoción concreta que estemos sintiendo. Las
reacciones corporales que suelen acompañar a las emociones son también
muy inespecíficas, y el pulso se nos puede acelerar tanto cuando tenemos
miedo como cuando nos enamoramos. Por supuesto, hay sensaciones o
afectos agradables y desagradables, en gran parte basados en los estímulos
que nos llegan del cuerpo, de las vísceras. Una emoción negativa puede
acompañarse de molestias en el sistema digestivo; una positiva, de
sensaciones de plenitud y expansión del cuerpo. He aquí el quid de la
cuestión, y es en definitiva lo que nos suele servir de guía en nuestras
decisiones. Pero, en general, son las mismas estructuras cerebrales las que
procesan estas sensaciones e informan a la red por defecto de lo que está
ocurriendo. A veces, que las sensaciones sean positivas o negativas puede
depender de la intensidad de la activación de una estructura. Es lo que
ocurre, por ejemplo, con el núcleo accumbens, que cuando se estimula se
interpreta como algo muy agradable, pero cuya baja activación se interpreta
como muy desagradable.
La idea de que las emociones no son otra cosa que etiquetas lingüísticas
que otorga la red por defecto, basadas en lo que ocurre en las regiones del
cerebro que alteran y monitorizan el estado del cuerpo y las vísceras, se ve
respaldada por la existencia, en realidad, de infinidad de emociones. Las
listas son enormes, y pueden superar ampliamente la centena, dependiendo
de la cultura, la sociedad o, precisamente, el lenguaje. Así, tenemos muchas
palabras para definir emociones en diversos idiomas que no se encuentran
en otros. Son fruto de las reflexiones de una sociedad respecto a cómo nos
sentimos en ocasiones. Basten algunos ejemplos. Kilig, en tagalo, es una
palabra que designa la agitación nerviosa que sentimos al hablar con
alguien que nos gusta. Uitwaaien, en holandés, remite a los efectos
revitalizadores de pasear al viento. Mbuki-mvuki es una palabra bantú que
significa «deseo irresistible de quitarse la ropa al bailar». Dadirri, en
aborigen australiano, es lo que sentimos durante un acto espiritual profundo
de reflexión y escucha respetuosa. Tarab, en árabe, es el éxtasis provocado
por la música. Schadenfreude, en alemán, es la alegría por el mal ajeno. Las
palabras son específicas de cada cultura, pero seguramente ninguno de
nosotros pueda decir que nunca haya sentido algo parecido a lo que algunas
de estas palabras describen.

QUE DECIDAN LOS ALGORITMOS

Utilizamos nuestras emociones, los afectos, para pensar, para decidir,


sopesar, razonar, llegar a conclusiones, tomar determinaciones o formarnos
opiniones. Cuando llegamos a una conclusión que parezca coherente y,
preferiblemente, tenga relaciones de causa-efecto, nos quedamos ahí y nos
damos un premio, una sensación agradable, una emoción positiva. Por eso
erramos con tanta frecuencia: la mayoría de las veces nos damos premios
anticipadamente. Parece que tenemos prisa: nos basta con creer que hemos
resuelto el problema, aunque no hayamos tenido en cuenta una gran
cantidad de información ni sopesado otras muchas alternativas.
Llegar a ese punto ha supuesto también una serie de diversas sensaciones
afectivas (los marcadores somáticos), unas agradables y otras
desagradables. Entre las agradables, algunas lo serán aún más que otras, y
lo mismo ocurrirá con las desagradables. Estos afectos surgirán ante cada
una de las opciones que el cerebro esté considerando, y lo harán en función
de nuestros sesgos, de nuestra forma de ser más general (ruido de nivel) o
más personal (ruido de patrón estable) y, cómo no, del ruido de ocasión.
Irán surgiendo hasta quedarnos con la resolución que mejores sensaciones
haya provocado. Esta será la que elijamos, e incluso puede que la única de
la que seamos conscientes, y por la que nos daremos el premio final y la
correspondiente sensación de confianza. En principio, todas estas
sensaciones afectivas, estos afectos, no serían emociones en sentido
estricto, pero pueden dar lugar a emociones si hacemos que la red por
defecto intervenga para etiquetar lo que sentimos. También es posible que
no seamos conscientes de todos o la mayoría de los afectos que han jugado
un papel en el proceso de nuestra toma de decisión.
Las emociones, los afectos, serían por tanto fundamentales para pensar y
llegar a una conclusión. Esto es así especialmente cuando usamos el sistema
1 o rápido, el modo en el que pensamos la gran mayoría del tiempo. Puede
que con el sistema 2, o, lo que sería lo mismo, cuando usamos la
inteligencia a su máxima potencia (recordemos que en el cerebro ambos
sistemas no parecen claramente separables, y que usemos un sistema u otro
podría depender de cómo utilizamos las mismas estructuras y circuitos y del
tiempo que nos demos), la influencia de las emociones o afectos no sea tan
determinante. En general, se puede decir que las personas más inteligentes
se equivocan menos. ¿Son las emociones entonces contraproducentes para
nuestro pensamiento? Los algoritmos, la inteligencia artificial, que carece
de emociones, ¿lo haría mejor que nosotros? Las emociones, al fin y al
cabo, no son sino valoraciones, puntuaciones que les ponemos a cada una
de las alternativas que baraja nuestro cerebro en un momento dado. Sin
embargo, llegamos a ellas muchas veces con prisa y mediante atajos y
razonamientos erróneos. Como he dicho, algunos autores defienden el uso
de algoritmos, pues la evidencia demuestra que cometen menos errores que
nosotros. Este es un tema muy polémico, con repercusiones sociales de gran
calado. Ya comenté en su momento que la inteligencia artificial o los
algoritmos no están libres de sesgos, en la medida en que la información
que reciben, sobre todo durante su aprendizaje y ajustes, esté sesgada. Sin
embargo, Kahneman, Sibony y Sunstein lo tienen muy claro y afirman que,
si aun a pesar de la evidencia, seguimos prefiriendo intuitivamente a las
personas antes que a los algoritmos, lo que tendríamos que hacer es revisar
nuestras preferencias intuitivas. La inteligencia artificial no solo puede
superarnos en memoria y en capacidad y rapidez de procesamiento, no solo
no se fatiga y no necesita comer ni beber, sino que también puede eliminar
las fuentes de ruido. Y evitar los sesgos, si ponemos especial cuidado en la
cantidad y la calidad de la información que recibe. Por último, pero no
menos importante, carece de la necesidad de tener que sentir emociones
positivas rápidamente y de evitar a toda costa las desagradables.
9
CUANDO EL CEREBRO FUNCIONA MAL

Hemos visto que nuestro cerebro no siempre funciona todo lo bien que
debiera, que no siempre utilizamos todo nuestro potencial. Somos la especie
más inteligente del planeta, pero con frecuencia no lo demostramos.
Convivimos la mayor parte del tiempo con nuestros frecuentes errores, y a
pesar de ello podemos llevar una vida aceptable, incluso plena y
satisfactoria.
Pero, a veces, la situación es bien distinta. Existen numerosas patologías
que pueden hacer de nuestra vida un verdadero infierno. No solo la nuestra,
sino la de la gente que está a nuestro alrededor. Si normalmente el cerebro
humano funciona relativamente mal, en ocasiones —y en algunas personas
— puede hacerlo muy mal. Esto puede ocurrir, por supuesto, como
consecuencia de una lesión; un accidente cerebrovascular, un traumatismo,
un virus o un tumor. Estas patologías dejan una huella bien visible en el
cerebro, detectables fácilmente gracias a algunas de las técnicas disponibles
hoy día para estudiarlo. Pero existen otros trastornos mucho más sutiles,
que apenas dejan huella en la estructura del cerebro y que, sin embargo,
afectan considerablemente a su función. Estamos hablando de las llamadas
enfermedades mentales. Tal vez en un futuro estas alteraciones del cerebro
sean detectadas claramente mediante técnicas de imagen cerebral. De
momento, solo hay avances parciales e incompletos, muchas veces
contradictorios, y mediante métodos normalmente poco asequibles y
costosos. Por eso aún se nos escapan. Saber qué se altera en el cerebro en el
caso de las numerosas patologías mentales supondría un paso de gigante de
cara no solo a su diagnóstico, que muchas veces es ambiguo, sino también
para determinar sus causas concretas. Con un diagnóstico preciso y con un
conocimiento completo y exacto de sus causas podríamos empezar a pensar
en solucionar de una vez por todas un problema de salud que conlleva un
coste económico enorme, de miles de millones de euros anuales en todo el
mundo. Un gasto mayor que la suma de lo destinado a luchar contra la
diabetes, el cáncer y las enfermedades respiratorias crónicas.
Si al mirar un cerebro que padece uno de estos trastornos con la
tecnología actual normalmente no se ve nada evidente, ¿qué es lo que está
pasando entonces?, ¿no ocurre nada en el cerebro? Sí, sí que ocurre. A
veces se pueden apreciar algunas alteraciones, normalmente poco evidentes,
ambiguas. La mayoría de las veces, ni siquiera eso. Lo que está pasando es
que lo que se altera más frecuentemente son las sustancias químicas que
utilizan las neuronas para intercambiarse información, los
neurotransmisores, esos elementos químicos simples de los que hablaba
Carl Sagan. Bien sea por exceso, bien por defecto o por una combinación de
ambas situaciones y para varios neurotransmisores a un tiempo; y esto en
algunos lugares del cerebro pero no en otros. Lo sabemos porque muchas de
las enfermedades mentales reaccionan relativamente bien a fármacos que
modifican determinados neurotransmisores cerebrales. Pero detectar lo que
está ocurriendo exactamente en un cerebro humano concreto respecto a sus
neurotransmisores alterados es aún bastante problemático e inaccesible.

EL EQUILIBRIO QUÍMICO DEL CEREBRO

Nos movemos por tanto en un terreno farragoso. No en vano la psiquiatría


es la especialidad médica en la que más abunda el ruido. Además, alterar los
niveles de un neurotransmisor en un cerebro es una complicada tarea en la
que se puede ver afectado, de maneras a veces impredecibles, el delicado y
complejo equilibrio del sistema que constituyen los neurotransmisores
cerebrales. Estos se suelen clasificar en familias. Las principales familias de
neurotransmisores incluyen la acetilcolina, las monoaminas y los
aminoácidos. Estos últimos comprenden el glutamato y el GABA (siglas de
ácido gamma-aminobutírico en inglés), cuya biosíntesis está relacionada
pero cuyos efectos en la corteza cerebral son totalmente antagónicos: el
glutamato es excitador y el GABA inhibidor. Las monoaminas, por su parte,
se dividen en catecolaminas (dopamina, noradrenalina y adrenalina) e
indolaminas (serotonina). Que los neurotransmisores se clasifiquen en
familias bioquímicas indica que hay un alto grado de parentesco entre
algunos de ellos. De hecho, es normal que en la biosíntesis de unos
neurotransmisores participen otros, lo que explica que si alteramos los
niveles de uno esto tenga consecuencias, a su vez, en los niveles de otros.
Por ejemplo, la biosíntesis de la adrenalina está estrechamente relacionada
con la de la noradrenalina, que depende de la que produce dopamina. Esta
última, a su vez, depende de la biosíntesis y los niveles de otras moléculas
precursoras. Como consecuencia, la química de los neurotransmisores hace
muy difícil afectar a uno sin interferir en otros. Además de por razones
estrictamente bioquímicas, los niveles de unos neurotransmisores también
pueden afectar a los de otros por razones fisiológicas. Así, cada
neurotransmisor posee sus circuitos preferentes en el cerebro, pero muchos
de estos están interrelacionados, regulándose unos a otros. De esta forma, si
afectamos a un circuito que utiliza un neurotransmisor específico, otros que
usen neurotransmisores distintos pero que interactúen con aquel se podrían
ver igualmente afectados.
Las diferentes familias de los neurotransmisores de nuestro cerebro.

Como dije en el capítulo anterior, los neurotransmisores están en la base


de las emociones. En psiquiatría y psicología existe un punto de vista según
el cual la mayoría de las patologías mentales, si no todas, tendrían su origen
en la vivencia de emociones con mayor intensidad de lo que se considera
habitual. La emoción sentida puede ser adecuada en muchos casos y tener
causa conocida, pero su intensidad sería excesiva, y de este exceso vendría
el trastorno. Yo añadiría que en algunos casos el problema puede venir más
bien de sentir emociones con menor intensidad de lo normal. Es el caso de
la psicopatía, por ejemplo. En el capítulo anterior vimos cómo las
emociones son esenciales en la mayoría de nuestros procesos de
pensamiento, contribuyendo en gran medida también a que nos
equivoquemos. Si los trastornos mentales se originan en sentimientos
emocionales inadecuados, sería lógico que en estos casos los procesos de
pensamiento tampoco sean correctos y que se multipliquen los errores.

JUGAR AL DESPISTE: UN MODO DE REGULAR LAS EMOCIONES

Se ha propuesto la posibilidad de regular esas emociones de intensidad


patológica mediante estrategias cognitivas. De hecho, esta es una
aproximación clásica de la psicología. Si lo cognitivo y lo emocional están
tan estrechamente entrelazados, no parece descabellado que mediante lo
cognitivo podamos alterar lo emocional. No va a ser siempre a la inversa. Si
somos tan listos, ¿por qué no demostrarlo regulando nuestras emociones
cuando estas están causando molestias? En este contexto, habría al menos
tres posibles frentes de ataque mediante los que normalizar la intensidad de
las emociones cuando estas son inadecuadas. Uno sería el control de la
atención: a qué aspectos de una situación se presta atención y en qué grado.
Sería algo así como una distracción en sentido positivo. A veces, atendemos
en exceso cosas que en el fondo son de poca importancia, minimizando a la
par la cantidad de atención que dedicamos a otros aspectos de una
experiencia o situación que la harían más aceptable y llevadera, más
compatible con emociones adecuadas y equilibradas. Trastornos como la
ansiedad, la depresión o el trastorno obsesivo-compulsivo podrían tener sus
raíces en una atención inadecuada. Las estrechas conexiones entre la
corteza dorsolateral prefrontal —responsable, como ya sabemos, de los
llamados procesos ejecutivos, que incluyen la atención— y la amígdala —
una de las estructuras más relevantes del cerebro emocional— serían una
base anatómica importante para este tipo de intervención. Curiosamente,
mediante la atención se pueden obtener ventajas en otros ámbitos más allá
de los trastornos mentales. Por ejemplo, en el control del dolor: la
distracción disminuye notablemente su intensidad, y esto se puede aplicar,
con éxito, al tratamiento del dolor crónico. Un buen ejemplo de esto lo
tenemos en la hipnosis como método para focalizar la atención de manera
controlada, que parece tener gran éxito como tratamiento para el dolor.
Otra forma de abordar los trastornos mentales mediante la cognición
consiste en la reinterpretación: pensar activamente para reinterpretar una
situación. De nuevo, se trata de aprovechar las estrechas conexiones entre
las regiones prefrontales y las estructuras relacionadas con los afectos o
emociones. Podemos reinterpretar lo que está ocurriendo de muchas
maneras, sopesando y revisando la importancia que les damos a ciertos
acontecimientos o necesidades, y se ha comprobado cómo mediante este
abordaje se puede reducir la activación de ciertas estructuras afectivas como
la amígdala o el hipotálamo. Y, al igual que se pueden minimizar ciertos
pensamientos, gracias a la reinterpretación se pueden potenciar otros que
sean contrapuestos y beneficiosos. Una forma muy común de reinterpretar
la realidad es a través del reetiquetado, usando el lenguaje. No es lo mismo
decir que algo es nefasto, fatídico o insoportable, que simplemente decir
que está mal, es mejorable o que no está muy bien. El lenguaje es muy
importante por su poder para etiquetar la realidad y hacérnosla ver de
determinada manera. Aquellas personas con más riqueza de vocabulario
emocional (más allá de decir que se sienten «bien» o «mal») regulan mejor
sus emociones; van menos al médico, usan menos medicación y reducen los
tiempos de hospitalización. La reinterpretación, lógicamente, repercutiría en
última instancia en lo que da sentido a todo en nuestro cerebro: la red por
defecto. La vinculación entre una disfunción de esta y diversas patologías
psiquiátricas como la esquizofrenia, la depresión o el trastorno bipolar es
algo que se viene estudiando de un tiempo a esta parte.
La tercera forma por la que podemos normalizar la intensidad de las
emociones a través de la cognición sería la inhibición, selección o
modulación de nuestras respuestas. Aquí se aplicaría el principio de que, si
algo haces mal, no lo hagas o haz lo contrario. Pongamos un ejemplo.
Parece ser que hay un efecto de nuestras expresiones faciales sobre nuestros
sentimientos emocionales. Es este un tema que no está exento de polémica,
pero algunos experimentos muestran que si sonreímos nos sentimos más
felices, o que, si ponemos cara de enfado, en parte nos sentiremos como si
lo estuviéramos de verdad. Es decir, si lo habitual es que nuestras caras
expresen lo que ocurre dentro de nuestro cerebro a nivel emocional (aunque
ya hemos visto que no siempre de una forma fidedigna), lo contrario
también puede ocurrir. En algunos estudios se ha comprobado que las
expresiones emocionales forzadas pueden alterar la activación de la
amígdala y otras regiones relacionadas con los afectos. Si esto es así,
expresar, aunque sea forzadamente, un sentimiento contrario o incompatible
con el que queremos eliminar podría anularlo o, al menos, mitigarlo. Si
estamos excesivamente tristes, deprimidos, sonriamos. O, al menos,
dejemos de poner la expresión de tristeza característica de muchos
deprimidos y que, parece ser, suele espantar a los demás, mermando el
contacto social que tanto podría ayudarnos.
SI SOMOS TAN LISTOS, ¿POR QUÉ NOS HACEMOS ADICTOS?

Mediante técnicas cognitivas y comportamentales como estas se pueden


conseguir grandes beneficios a la hora de abordar algunos trastornos
mentales. Esto es así especial y particularmente cuando lo hacemos guiados
por un profesional de la psicología. Pero en algunos casos la cosa no
funciona. Hay trastornos que se resisten enconadamente a cualquier
tratamiento psicológico y en los que la tasa de éxito es muy baja. Las
adicciones son un buen ejemplo. ¿Cómo se explican comportamientos
autodestructivos como el de las adicciones? ¿Cómo puede ocurrir esto en un
ser tan inteligente como el humano? ¿Cómo puede ser que voluntariamente
uno se haga tanto daño? Hay que decir, también, que contra las adicciones
tampoco suele servir de mucho la farmacología con el objetivo de alterar
los niveles de ciertos neurotransmisores propia de los tratamientos que se
administran desde la psiquiatría. Tampoco la neurocirugía, en una vertiente
que se deriva de los conocimientos de la psiquiatría, la psicología y la
neurología y que se conoce como psicocirugía. Esta se ha ensayado contra
este comportamiento tan dañino, al parecer con éxitos parciales, pero, en
muchas ocasiones, con una buena cantidad de efectos colaterales no
deseados.
Las adicciones tienen que ver con el valor que les damos a las cosas. Le
damos más peso a una sensación agradable o placentera inmediata que a
una, quizá mayor, pero a largo plazo. No queremos esperar. Esto en sí es
relativamente habitual, pero en el caso de las adicciones que son dañinas
para nuestro organismo, para nuestra mente, para nuestra vida, los circuitos
que tienen que ver con el deseo se han alterado en tan gran medida, de
manera artificial, que nos vemos presos en una trampa fatal. Los principales
circuitos del deseo utilizan dopamina, e involucran especialmente las
comunicaciones entre una región del tronco del encéfalo, el área tegmental
ventral, y el núcleo accumbens. Ya conocemos estas estructuras cerebrales
de cuando hablé de las sensaciones agradables que se producen en el
momento en que llegamos a una conclusión o tomamos una decisión.
Precisamente ese circuito se activa si estamos ante algo de valor, algo
interesante, importante, de relevancia, especialmente —al menos en sus
orígenes— para la supervivencia y la reproducción. La comida, el sexo, el
confort, especialmente de los hijos. Pero no es lo mismo desear que
disfrutar. La activación de este circuito produce ganas de conseguir logros,
metas, objetivos; deseamos algo. No es en sí placer, pero sí la expectativa
segura de que lo vamos a conseguir, la predicción inminente de que algo
bueno nos llega, una ilusión, lo cual es una sensación muy agradable, que,
como humanos y como animales, buscamos siempre que podemos.
Las drogas que producen adicción, aunque unas más que otras, estimulan
este circuito de manera absolutamente intensa, como ninguna otra cosa en
el mundo: mucho más que el sexo o que la comida cuando tenemos hambre.
Por eso son tan adictivas: vamos buscando esa sensación intensa de estar a
punto de conseguir algo impresionantemente bueno. Aunque nunca llegue.
Es cierto que algunas drogas adictivas generan cambios mentales, estados
alterados de consciencia, que en sí pueden ser experiencias interesantes,
recreativas. Curiosamente, la nicotina no es una de estas, y lo mismo
produce excitación que relajación, pero sin alterar cualitativamente la
consciencia: solo produce adicción en sí misma, el comportamiento
compulsivo de tomarla. Cuando se es adicto, no es necesariamente alterar el
estado mental lo que se busca, sino más bien aliviar un dolor, salir de la
miseria de no estimular el núcleo accumbens al nivel que te lo activa la
sustancia a la que eres adicto. Esta altera las conexiones cerebrales, lo que
hace que sea difícil escapar a la espiral del sinsentido: todo, absolutamente
todo, circunda alrededor de la droga. Estar solo o acompañado, triste o de
celebración, de vacaciones o en casa, cualquier situación de la vida es una
buena excusa para tomar la droga. Al final, no hay familia, ni trabajo, ni
amigos, lo único importante es esa sustancia, y cada vez se reacciona menos
a otras cosas, que ya no tendrán la capacidad de estimular el circuito del
deseo. Considero importante señalar que la capacidad de estimular en
exceso este circuito no sería patrimonio exclusivo de algunas sustancias
químicas, pues existen adicciones a otro tipo de estímulos, como el juego o
la pornografía, entre muchas otras. Se habla incluso de adicción a las redes
sociales.
El circuito del deseo solo podría contrarrestarse a través de otro que
también utiliza dopamina. Tiene su origen en las mismas áreas del tronco
del encéfalo que este, pero su objetivo no es el núcleo accumbens, sino las
regiones prefrontales de la corteza. Son precisamente estas las que se
utilizan para la planificación y el cálculo, determinando si lo que desea el
otro circuito merece la pena y cómo conseguirlo. Pero cuando este ha sido
invadido por las drogas, la fuerza de estas es tal que la capacidad de
maniobra del circuito prefrontal de la corteza se ve subyugada, esclava de
deseos aberrantes y autodestructivos.
Que un ser tan potencialmente racional como el humano pueda caer
preso de las adicciones no es otra cosa sino parte del «sello indeleble» de
nuestro «ínfimo origen» animal, parafraseando las últimas palabras de
Charles Darwin en El origen del hombre. Caemos víctimas de las
adicciones, por muy autodestructivas que sean, porque se está haciendo un
mal uso de unos circuitos que en realidad son absolutamente fundamentales
para la supervivencia y la reproducción. Son circuitos que compartimos con
los demás mamíferos, en los que también se pueden dar comportamientos
adictivos aberrantes, como en nosotros, y por las mismas razones. Si a una
rata se le da la opción de autoadministrarse a voluntad pequeñas descargas
eléctricas en el circuito que comunica el área tegmental ventral con el
núcleo accumbens, lo que va a ocurrir es que solo va a querer apretar la
palanca que produce esas descargas. Y lo va a hacer una y otra vez, incluso
miles de veces por hora. No va a comer ni beber. Y lo va a seguir haciendo
durante horas, días, hasta el punto de morir de inanición.
SOMOS MUY LISTOS, PERO ¿POR QUÉ SOMOS TAMBIÉN TAN MALOS?

Otro comportamiento aparentemente absurdo, sin sentido y extraño de


nuestra especie es la crueldad. De hecho, el diccionario de la RAE la define
como «Inhumanidad, fiereza de ánimo, impiedad». ¿Cómo es posible que
los seres humanos manifiesten de manera tan peculiar un comportamiento
que se define por ser inhumano? ¿Esto no es una contradicción? ¿Cómo
explicamos la existencia de la crueldad? ¿Quizá tengamos que apelar de
nuevo al «sello indeleble» de nuestro «ínfimo origen», o solo los seres
humanos muestran crueldad? La crueldad suele implicar no solo violencia,
sino hacer sufrir a la víctima y —esto es importante— sentir placer al
hacerlo. A veces no es necesario infligir daño activamente, basta con ver
sufrir a otros y no hacer nada por evitarlo, a pesar de estar en nuestra mano,
para ser cruel.
Hay animales que parecen comportarse cruelmente, al menos en
ocasiones. Algunos, por ejemplo, parecen cazar por mera diversión, no se
comen a sus víctimas. No es infrecuente ver gatos que cazan ratones y no se
los comen; los mantienen vivos y juegan con ellos: tan pronto los dejan
correr como los lanzan al aire y vuelven a cogerlos. Sin duda, el ratón sufre,
pero no sabemos si realmente el gato disfruta torturándolo, requisito
imprescindible para poder decir que está siendo cruel. Tan solo lo parece,
pero no estoy tan seguro. Lo más probable es que esté jugando,
entrenándose para futuras ocasiones en que tenga que cazar por necesidad y
disfrute de ello. Pero disfruta del acto, no de lo que siente el ratón. Muchos
animales son extremadamente agresivos, y a veces aparentemente sin
necesidad: atacan a cualquier ser vivo que entre en su campo de visión o en
su territorio. Osos, leones, cocodrilos o tiburones, entre otros, suelen atacar
con gran violencia. Sin embargo, no lo harían por diversión, al menos
aparentemente, sino por mantener su espacio vital; incluso aunque este en
realidad no esté en peligro aparente, lo podrían hacer por si acaso. Serían,
así, agresivos porque, en principio, estarían defendiendo sus recursos, que
normalmente son escasos y limitados. He aquí la diferencia: una cosa es ser
agresivo o matar en defensa de lo suyo y otra disfrutar con el sufrimiento
del otro.
He visto escenas de caza de chimpancés acorralando y atacando a
pequeños monos de otras especies. Es una persecución dura, con un final
trágico, que llega tras un seguro sufrimiento por parte del monito. Los
chimpancés, en principio, son carnívoros solo ocasionalmente, como
complemento no del todo necesario de su dieta. Parece que sus cacerías
tienen mucho más que ver con las demostraciones de fuerza y habilidad,
con los roles y posiciones dentro del grupo, que con la necesidad de comer.
Los chimpancés son, hasta cierto punto, al menos, empáticos, tendrían la
capacidad para saber si la víctima está sufriendo. Sus expresiones
emocionales son tan variadas y completas como las de los humanos, y creo
que pueden entender que el mono al que persiguen siente terror. Aunque
este sea de otra especie, la cercanía física es muy grande. Pero tampoco
creo que disfruten exactamente con ese sentimiento ajeno, al menos no
siempre. Lo que están haciendo tiene otros objetivos.
¿Solo el ser humano, por tanto, mostraría crueldad en sentido estricto, es
decir, disfrutaría del sufrimiento ajeno? ¿Solo el humano presenta este
comportamiento tan inhumano? Cabe la posibilidad de que así sea. Para
explicarnos por qué esto es así, podemos adoptar una perspectiva basada en
la psicología evolucionista. Según esta, nuestros sistemas y mecanismos
mentales tendrían su origen en lo que ocurrió durante cientos de miles de
años en África, donde evolucionó en gran parte nuestro cerebro; mucho del
comportamiento humano sería la consecuencia de adaptaciones psicológicas
que surgieron para resolver ciertos problemas en los ambientes ancestrales
del Pleistoceno. Entre estos problemas está la necesidad de inferir lo que los
demás tienen en su mente. Ya mencionamos en la primera parte cómo lo
social ha sido un motor importante de nuestra evolución. Esto habría sido
así hasta el punto de tener una extremada capacidad para ponernos en el
lugar de los otros, muchísimo mayor que la de cualquier otro animal,
incluidos los demás primates. Nos ponemos en los zapatos de los demás de
manera automática y eficaz —aunque a veces nos engañen—; es algo
inevitable, no podemos escapar a esto. Si partimos de esta premisa,
podríamos entender que un animal con enorme capacidad empática pero
que, a la vez, es muy violento con los miembros de otros grupos —una
constante humana— desarrolle un mecanismo que le permita hacer el mal a
seres que son semejantes a él sin sufrir mentalmente. Es más, disfrutar
haciendo daño podría ser una especie de mecanismo compensatorio que
permitiera adoptar una postura contraria para poder llevar a cabo su
cometido cuando se necesita luchar y exterminar a seres como nosotros
pero que son nuestros enemigos, pues compiten por los mismos recursos.
A veces se habla de la necesidad de deshumanizar a las víctimas para
poder expresar comportamientos crueles, como los que aparecen en las
guerras, sin remordimientos. Pero esto tiene varias objeciones, y muy
posiblemente la deshumanización no explique esta crueldad. Antes al
contrario, la mayoría de las veces se intenta hacer sufrir a quienes se piensa
que tienen la misma capacidad de sufrir que nosotros; si los
deshumanizamos, no sufrirían como lo haríamos nosotros y, por tanto, no se
infligiría un verdadero castigo, una venganza, una lección que no olvidará.
De hecho, deshumanizar, considerar a quienes hacemos daño
voluntariamente como no humanos, como animales, no arreglaría nada. Y
es que también sentimos empatía por el sufrimiento animal, somos capaces
de ver que un animal sufre y sufrir con él. Y se puede ser cruel con los
animales. Es más, cuando es persistente y repetitiva, la crueldad con los
animales se considera un trastorno psicológico, igual que cuando lo es hacia
los humanos. Y es que todos podemos ser crueles, llevamos, como seres
humanos que somos, esa capacidad dentro, y hasta somos capaces de
mostrarla ocasionalmente. Pero cuando se va de madre estamos ante un
comportamiento patológico. Es lo mismo que ocurre con algo bastante
relacionado con la crueldad: el sadismo sexual, la excitación sexual
derivada de provocar sufrimiento, físico o psicológico, a otra persona. En
ciertas dosis, se puede considerar sano o normal; su exceso puede ser un
problema grave de conducta.
Unas líneas más arriba hablé de una palabra del idioma alemán que
denota la alegría por el mal ajeno: schadenfreude. No es algo que sientan
solo los que hablan alemán, sino cualquier ser humano. Aunque en principio
se podría manifestar ante multitud de situaciones, esta emoción se aplica
generalmente a la alegría que se siente cuando alguien por quien no
sentimos gran estima ha sufrido una desgracia. Y normalmente
consideramos a esa persona merecedora de un castigo: bien porque en el
pasado haya cometido una tropelía, bien porque nos haya infligido algún
daño que necesita venganza. En el fondo, son los recovecos de las
relaciones humanas y la regulación de nuestra convivencia. Los humanos,
los seres más empáticos del planeta, somos así. Y por eso también somos
capaces de lo contrario, de sentir compasión. A esto sí nos gusta llamarlo
humanidad. Sin embargo, la compasión no sería exclusivamente humana.
Al menos ocasionalmente, algunos grandes simios, como los gorilas o los
chimpancés, muestran comportamientos compasivos con sus semejantes, el
grupo ayuda a quien no puede valerse por sí mismo. Es un comportamiento
que se ha observado también desde muy antiguo en nuestra línea evolutiva,
antes incluso de que hiciera su aparición la especie Homo sapiens. Si esto
es así, como parece, es porque primates como los chimpancés muestran
cierta capacidad de empatía, aunque no lleguen a nuestros niveles. Y
también cabe, por tanto, que sean ocasionalmente crueles.

PSICOPATÍA
Si hablamos de desarreglos emocionales que parecen muy humanos o, al
menos, muy peculiares en nuestra especie, podemos hablar de la psicopatía.
Ya la he mencionado por ser un ejemplo de trastorno mental en el que las
emociones se hallan disminuidas, especialmente las que un psicópata siente
por los demás. En la psicopatía no hay empatía, al menos la conocida como
empatía emocional. Saben que los demás pueden sufrir, y lo saben por su
experiencia. A esto se le llama empatía cognitiva. Pero la más rápida, el
sentimiento de las emociones ajenas como propias, la empatía emocional,
se encuentra, en estas personas, gravemente limitada o, incluso, ha
desaparecido. No hay remordimientos ni arrepentimiento; los psicópatas
son personas que manipulan a los otros a su antojo, sin sufrir. Junto con
estas características suelen aparecer la desinhibición, el egoísmo y la
tendencia desmesurada al riesgo, a la osadía. Normalmente se conoce
también como sociopatía, precisamente por tratarse de un trastorno que se
manifiesta especialmente en las relaciones con los demás. Como tal, el
término de psicopatía no aparece en algunos de los últimos manuales de
diagnóstico psiquiátrico, entendiéndose más como un trastorno de la
personalidad que puede presentar dos posibilidades. Por un lado, el
trastorno de personalidad antisocial, que se caracterizaría por violar
sistemáticamente los derechos de los demás, y por la incapacidad de
mantener relaciones sociales estables. Por otro, cuando lo que se sufre es un
trastorno de personalidad disocial, la gente te importa un bledo y no
sigues, por sistema, las obligaciones sociales. Lo cierto es que los límites
entre una u otra opción son muy difusos, y no es difícil que se
entremezclen. En cualquier caso, el término genérico de psicopatía aún se
usa ampliamente.
En principio, la psicopatía no implica necesariamente disfrutar del mal
ajeno. No es, por tanto, crueldad en sí. Simplemente no se siente lo que
sienten los demás, lo que facilitaría sacar provecho de ello. No obstante, la
crueldad y la psicopatía pueden estar separadas por líneas muy tenues, algo
que ocurre con frecuencia cuando hablamos de alteraciones mentales.
Dadas sus características, la psicopatía se relaciona frecuentemente con
casos de violencia, especialmente con agresiones a sangre fría, y se
encuentra en un porcentaje apreciable de casos de violencia doméstica.
Algo parecido ocurre con violadores y agresores sexuales, e incluso con el
crimen organizado, incluido el de guante blanco. También se asocia a casos
de terrorismo y crímenes de guerra. El hecho de que pueda haber un
componente genético en el origen de esta conducta ha hecho pensar que,
por sus características, este tipo de individuos diseminan sus genes a través
de sus acciones con mayor frecuencia que otros, especialmente en los casos
de violencia sexual. Esto explicaría por qué sigue habiendo psicópatas a
pesar de sus enormes desventajas respecto a la convivencia en grupo. No
obstante, la contribución de los genes puede que no sea muy robusta,
habiendo otras explicaciones posiblemente más firmes. Entre estas, destaca
el hecho de haber vivido experiencias fuertemente negativas en los
primeros años de vida, como maltrato o abusos sexuales. Otro posible
origen para la psicopatía sería la existencia de alguna lesión o daño
cerebral.
Sea por uno u otro motivo, se ha encontrado que la psicopatía se asocia
con disfunciones en determinadas áreas del cerebro. Una de ellas es la
corteza orbitofrontal, que ya ha sido mencionada varias veces en este libro
por su vinculación con lo social y lo emocional. Precisamente, una
alteración de esta parte de la corteza podría ser en gran parte responsable de
la falta de empatía de estas personas. Su importancia para la psicopatía es
tal que se la ha llegado a llamar «el lugar del mal» en el cerebro. En
general, la corteza orbitofrontal se activa cuando tenemos que determinar si
algo está bien o está mal, por lo que su disfunción acarreará graves
consecuencias en este sentido. Otra región que también he mencionado
anteriormente y que se vincula con la psicopatía es la amígdala. Se supone
que su alteración explicaría la falta de miedo que muestran los psicópatas,
aunque también podría contribuir a su menor empatía en general. El primer
tiroteo masivo ocurrido en Estados Unidos tuvo lugar en 1969, a manos de
un francotirador que, tras asesinar a su familia, se subió a una torre y mató a
varias personas antes de suicidarse. Había dejado una nota donde pedía que
se le analizara el cerebro en la autopsia, pues no entendía lo que le pasaba.
Así es como se descubrió que tenía un tumor junto a la amígdala.
Otras partes del cerebro podrían estar igualmente implicadas en la
psicopatía, aunque en general no parecen tener tanto protagonismo en ella
como las dos anteriores. Una es la corteza dorsolateral prefrontal. Ya la
conocemos, es de las más importantes desde el punto de vista cognitivo, y
está implicada en el control de impulsos, en la inhibición de
comportamientos inadecuados. La ínsula es otra de ellas, de gran relevancia
para sentir el estado de nuestro cuerpo y, por tanto, para la empatía
emocional. Curiosamente, la ínsula es una de las zonas del cerebro más
estrechamente relacionadas con lo que sería lo contrario de la psicopatía, la
compasión. La contribución de una misma zona del cerebro a patologías y
comportamientos aparentemente contrapuestos es normal, y depende no
solo de que aquella se exceda o se muestre deficitaria en su funcionamiento,
sino de muchos otros factores que afecten a su funcionamiento, como la
sincronía o coordinación con otras regiones, la cantidad y la calidad de sus
conexiones internas o externas y multitud de otras variables. Por último,
debemos mencionar al cíngulo anterior, que se activa cuando estamos ante
algún conflicto, especialmente social, como un dilema moral. Parece que si
no funciona adecuadamente no vemos el conflicto, y esto podría contribuir
al comportamiento psicopático. Las disfunciones de estas áreas del cerebro
que provocarían la psicopatía no tienen por qué tener un origen físico
reconocible en una enfermedad, tumor o lesión estructural. Así, por
ejemplo, los soldados que participan en una guerra se podrían convertir
transitoriamente en psicópatas simplemente por necesidades de
supervivencia, alterándose el funcionamiento de sus cerebros por causas
culturales, sociales. No es necesario por tanto apelar a la deshumanización
de los otros para entender nuestro comportamiento en las guerras. Por otra
parte, personas criadas en ambientes delictivos pueden ver la violencia y, en
general, el comportamiento psicopático como algo normal.

PSICOLOGÍA, PSIQUIATRÍA, NEUROLOGÍA: A QUÉ CIENCIA ACUDIR ANTE UN

PROBLEMA MENTAL

La visión mayoritaria en ciencia es que la mente es enteramente un


producto del cerebro, de su funcionamiento. La mente nace de las
conexiones neuronales del cerebro, donde se intercambian unos cuantos
elementos químicos simples, como decía Sagan. No hay nada más. Los
experimentos de Libet sobre cómo la actividad neuronal precede a la
consciencia y no a la inversa son una buena clave en este sentido. Que unas
sustancias químicas externas, ingeridas, puedan alterar la mente de manera
notable como lo hacen las drogas psicodélicas es otra pista importante. Es
curioso reconocer que muchas de estas drogas son sustancias naturales, que
se encuentran en diversas plantas dispersas por el planeta. La biología
botánica y la zoológica no parecen muy alejadas. Hay lesiones del cerebro
que alteran la mente de manera sorprendente. La prosopagnosia, debida a
una lesión en las regiones basales de los lóbulos temporales, se traduce en
que el individuo es incapaz de reconocer a la gente por su rostro, incluidos
el de sus seres queridos o el suyo propio en una fotografía. Otras lesiones
pueden provocar que una parte del cuerpo nos parezca ajena a nosotros
mismos. En el síndrome del miembro extraño, consecuencia normalmente
de lesiones en regiones mediales del lóbulo parietal, se cree que la propia
mano (generalmente la izquierda) es de otra persona, es un intruso. Este
trastorno resulta tan molesto que algunos pacientes han llegado a pedir que
se les ampute ese miembro, que parece tener ideas propias e incluso podría,
según ellos, llegar a agredir (a abofetear, por ejemplo) al propio paciente.
Algunas lesiones, y aun el cansancio y la fatiga extremos, pueden provocar
que la gente tenga alucinaciones y que estas incluyan verse a sí mismo; por
increíble que parezca, puedo ver un doble de mí mismo que está junto a mí,
y convencerme de que mi mente está tanto en mí como en mi copia. Incluso
se puede experimentar que la mente abandona el cuerpo durante un tiempo
y que luego vuelve. Lo que ocurre en el cerebro, sustancia física, repercute
directamente en lo que ocurre en la mente. Cualquier posibilidad de
desgajar la mente del cuerpo, del cerebro, ha sido sistemáticamente refutada
por la ciencia. Supuestas evidencias que podrían defender dicha separación
entre mente y cuerpo, como las experiencias cercanas a la muerte o los
sueños, tienen todas explicaciones científicas simples.
Hemos visto que parecen subyacer en la psicopatía unas bases
neurológicas muy concretas. Este trastorno sería, por tanto, fruto de lo que
pasa en el cerebro. La psicopatía, entonces, ¿es un problema psicológico,
psiquiátrico o neurológico? Buena pregunta; podría afirmarse que es todo a
la vez. Incluso un problema social, también. Prácticamente lo mismo
podemos decir de cualquier trastorno o enfermedad mental, de cualquier
alteración del comportamiento: la depresión, la ansiedad, los trastornos
alimenticios, las compulsiones, la esquizofrenia y tantos otros. Psicología,
psiquiatría y neurología: ¿estas ciencias son amigas o se tienen celos y
envidias? ¿Se pisan unas a otras o se ayudan? Voy a contestar a estas
preguntas dando mi visión personal al respecto.
La psicología se encarga del estudio de la mente y de la conducta, y,
según las definiciones más académicas, la mente podría entenderse como
una faceta de nuestra conducta; una conducta o comportamiento interior.
Por su parte, la psiquiatría aborda las enfermedades mentales. En principio,
esto también le compete a la psicología, pues, aunque esta estudia la
normalidad, también afronta la anormalidad; es lo que se conoce como
psicología clínica. Por último, a la neurología le competen las enfermedades
del sistema nervioso, tanto del central (cerebro y médula espinal) como del
periférico (todos los nervios y ganglios nerviosos que se distribuyen por el
cuerpo). En la medida en que la mente es producto del cerebro, la mente
sería también competencia de los neurólogos, al menos teóricamente.
Recordemos que Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, era neurólogo.
Efectivamente, los intereses y competencias de las tres disciplinas se
solapan en gran medida. Aunque también tienen sus competencias propias.
Los psiquiatras, como médicos, pueden recetar fármacos, y es así como
tratan en gran medida las enfermedades mentales. Los psicólogos no tienen
permitido echar mano de estos remedios farmacológicos y, por lo tanto,
suelen abordar los trastornos mentales mediante métodos conductuales,
mediante el control cognitivo directamente. En este sentido, psiquiatras y
psicólogos son absolutamente complementarios en el tratamiento de los
trastornos mentales.
La neurología, en teoría, podría encargarse también de los trastornos
mentales. No lo hace, pero sí lo hace una especialidad médica
estrechamente relacionada con ella: la neurocirugía. Mediante la llamada
psicocirugía se destruye (lobotomía) o aísla (leucotomía) parte del tejido
cerebral para aliviar casos muy graves de depresión, ansiedad, trastorno
obsesivo-compulsivo o incluso esquizofrenia. Como vimos, también se ha
ensayado como posible tratamiento de las adicciones, aunque con
resultados dudosos. En los años cincuenta del pasado siglo, el psiquiatra
Walter Freeman pasó tristemente a la historia por haber practicado miles de
lobotomías para tratar las más diversas afecciones mentales, desde
trastornos de ansiedad a casos de déficit de atención con hiperactividad.
Siendo psiquiatra, no tenía la autorización necesaria para abrir cráneos, para
lo que habría necesitado ser neurocirujano. Pero ideó una forma de llegar al
cerebro sin abrir la cabeza: introduciendo un estilete entre el ojo y el
párpado superior, podía llegar a la corteza prefrontal rompiendo el fino
hueso que constituyen las cuencas de los ojos. Fue un caso de abuso de la
psicocirugía, con consecuencias nefastas y dramáticas para muchas
personas. Los trastornos mentales, al menos por el momento, es preferible
tratarlos desde la psiquiatría y la psicología; solo en casos muy extremos
estaría recomendada la neurocirugía. En los últimos años se ha incorporado
un campo muy prometedor de la neurocirugía en el tratamiento de los
trastornos mentales: la estimulación cerebral profunda, la inserción de
electrodos o dispositivos de estimulación eléctrica diminutos en las
profundidades del cerebro, que permiten regular el funcionamiento de
determinadas estructuras y circuitos. Mediante estos sistemas es posible
tratar la depresión, el trastorno obsesivo-compulsivo o la esquizofrenia,
entre otras dolencias. Volveré a hablar de la estimulación cerebral profunda
en la tercera parte de este libro.
Más que competir, la psicología, la psiquiatría, la neurología, la
neurocirugía y algunas ramas más del saber científico pueden y deben
confluir para tratar de mejorar el bienestar de las personas. Y lo hacen en
numerosas ocasiones. Son un ejemplo de cómo la inteligencia humana,
normalmente cuando está en el modo 2 del pensamiento, puede ser capaz de
aliviar el sufrimiento de muchos miembros de nuestra especie. Aunque no
siempre seamos todo lo listos que podemos ser, a veces sí podemos
demostrar hasta dónde puede llegar nuestro cerebro. Afortunadamente.
10
A QUÉ SE DEDICA EL CEREBRO CUANDO
PENSAMOS

Si el pensamiento es en gran medida una gestión de nuestras emociones, ¿a


qué se dedica el cerebro cuando creemos que está pensando? La razón
última de la mayoría de nuestras decisiones la vamos a encontrar en una de
sus misiones más importantes, quizá la principal: conservar nuestra propia
imagen de nosotros mismos, preservar nuestra autoestima.
Cuando tenemos alta la autoestima, sea realista o no, nos sentimos más
fuertes, más seguros de nuestras decisiones, más importantes, más
confiados en nuestras capacidades. Como consecuencia, es verdad —y es
curioso— que mejora nuestra competencia en multitud de tareas, y nos
sentimos más propensos a aprender nuevas habilidades. Una autoestima alta
provoca emociones positivas, con la consiguiente flexibilidad y apertura
mentales, que ya he comentado en otra parte de este libro. La autoestima es
un bien enormemente preciado. Sin duda, la autoestima se acompaña de
altos niveles de dopamina.
Pero una autoestima elevada puede tener su lado negativo. Exceso de
confianza o errores no suficientemente ponderados, e incluso la ignorancia
activa de evidencias que pudieran mermarla (una especie de sesgo de
confirmación), son solo algunos de los peligros de ello. En 1999, los
psicólogos Justin Kruger y David Dunning advirtieron de la existencia de lo
que desde entonces se conoce como efecto Dunning-Kruger. Según este,
cuando carecemos de competencias en algo somos mucho más propensos a
excedernos en nuestra confianza en nuestras propias conclusiones sobre ese
particular. Efectivamente, todo el mundo opina de todo, y normalmente las
personas se sienten más confiadas en sus propias opiniones y decisiones que
en las que aportan los profesionales de cada campo. Sería algo parecido a lo
que en el lenguaje coloquial se conoce como cuñadismo. La gente cree
saber más de ciencia que los científicos (lo hemos visto con la pandemia del
COVID-19), más de decisiones políticas que los políticos o más de fútbol
que los propios futbolistas y entrenadores. Curiosamente, y podríamos decir
que por desgracia, quienes tienen las opiniones más favorables sobre sus
propios méritos en campos que desconocen son quienes obtienen las
puntuaciones más bajas en pruebas de razonamiento lógico, gramática o
sentido del humor.
Este tipo de efectos, al igual que todos nuestros sesgos y falacias del
pensamiento, deben ser conocidos, estudiados, analizados y explicados si
queremos un mundo mejor. Debemos conocernos en profundidad, de
verdad, sin excedernos en nuestra valoración de nosotros mismos, sin
engañarnos. Como individuos y como especie. Para estar en equilibrio, para
avanzar, para mejorar. La ciencia está aportando mucho a este respecto. La
ciencia es uno de los mayores inventos de la humanidad, probablemente lo
mejor que tenemos como fruto del trabajo colectivo de nuestra especie,
aunque a veces duela, pues pone de manifiesto verdades que pueden no
resultarnos agradables. Será precisamente conociendo en profundidad esas
debilidades como tendremos oportunidad de superarlas. Como dice Steven
Pinker, es preferible trabajar con la forma de razonar de la gente y mejorarla
que descartar a la mayoría de nuestra especie como crónicamente
incapacitada por falacias y sesgos. Estoy totalmente de acuerdo. Es una
obligación social, moral si se quiere. Y, como también afirma Pinker, es lo
que sugieren los principios de la democracia.
MENTIR PARA VIVIR

No está muy lejos de esa autoestima excesiva ese mecanismo de nuestro


cerebro que se descubrió al estudiar a los pacientes con el cerebro dividido,
el intérprete. Recordemos que lo que la existencia del intérprete revela
acerca de nuestro gran cerebro es que la verdad no es precisamente lo más
importante, y que cuando no tenemos explicación para algo se confabula: se
inventa una explicación que parezca plausible, aceptable. Para Gazzaniga,
uno de los descubridores del intérprete, una de las principales misiones de
este mecanismo es darnos seguridad y mejorar nuestra autoestima para estar
a gusto con nosotros mismos. Y para conseguir esto, como seres
enormemente sociales —o hipersociales— que somos, el intérprete se
encargaría de que todas nuestras decisiones y nuestro comportamiento estén
justificados moralmente. Aunque sea a posteriori y ad hoc, disponiendo
justificaciones específicas para cada caso concreto. Al cerebro no le interesa
la verdad, sino ganar discusiones. A veces, si nos vemos acorralados,
podemos justificarnos diciendo cosas como «No quise hacerlo» o «No era
dueño de mí mismo». O usamos algunos de los mecanismos de defensa que
ya enumeró Sigmund Freud y que sirven para proteger nuestra idea de
nosotros mismos de posibles peligros que mermen nuestra autoestima. Así,
podemos negar que algo ha ocurrido, y esto incluye el negárnoslo a
nosotros mismos. No querer recordar algo que no nos gusta o echar las
culpas a otros forman parte de estos mecanismos. Aunque el psicoanálisis
no se considera una aproximación científica, Freud fue un gran observador
del comportamiento humano y algunas de sus ideas son realmente valiosas.
En realidad, estos mecanismos de defensa no son sino parte de nuestros
sesgos y falacias del pensamiento.
El intérprete siempre pretenderá explicar nuestro comportamiento de
manera que nos deje en buen lugar, que evidencie que somos buena gente,
aceptables miembros del grupo, que somos dignos. Se trata por tanto de un
perfecto mecanismo social para preservar y, si es posible, ensalzar nuestra
autoestima, nuestra aceptabilidad por parte de los demás y de nosotros
mismos. El intérprete, pues, protege nuestra integridad social. Es, de hecho,
un buen mecanismo para mantener la homeostasis en un ser social. La
palabra homeostasis se refiere a la regulación de la situación de equilibrio
del organismo, al hecho de que todas sus condiciones químicas y físicas
(líquidos, sales, temperatura, etc.) deben estar en sus niveles óptimos. Si no
fuera el caso, el organismo se autorregularía, actuando de inmediato para
volver a esa situación de equilibrio. En la gran mayoría de los vertebrados,
una situación de desequilibrio orgánico genera una sensación que impulsa al
organismo a encontrar la forma de recuperar sus niveles óptimos. Si
estamos bajos de agua, sentimos una sed irresistible que nos impulsa
inexorablemente a buscar y beber agua. Muchos autores creen que las
emociones que sentimos tienen su origen en señales que nos indican que
hay que hacer algo para recuperar un equilibrio perdido. Es curioso que, en
el ser humano, y también en la mayoría de los primates, el equilibrio del
organismo incluya también factores sociales: si tenemos algún problema en
nuestra convivencia o en nuestro estatus, se desencadenan mecanismos que
nos hacen sentir emociones. Bastantes tienen mucho que ver con nuestra
naturaleza social y están muy desarrolladas en nuestra especie, como la
culpa, el orgullo o la vergüenza. Para evitar algunas de estas emociones —
como la culpa—, o para sentir otras que nos resultan agradables —como el
orgullo—, el intérprete sería un buen mecanismo, un aliado.
Esta manera de ser tan destacada de nuestro cerebro está muy
relacionada con la teoría de la mente, que no es otra cosa sino la capacidad
del ser humano para desentrañar lo que otras personas tienen en su cabeza:
sus intenciones y deseos, sus emociones, sus conocimientos. En ocasiones,
a esta capacidad se la llama intencionalidad, o también empatía, aunque este
término tiene también otras acepciones más centradas en lo emocional. Uno
de los objetivos primordiales de nuestro cerebro es hacer que lo que los
demás tienen en sus mentes sobre nosotros mismos sea bueno, que nos vean
bien, nos estimen. Así nos apreciaremos a nosotros mismos, y esto es
básicamente lo que alimenta nuestra autoestima.
En la consecución de unos niveles óptimos de autoestima no
escatimamos medios. Si hay que mentir, consciente e intencionadamente, se
miente; incluso a nosotros mismos. De hecho, somos una especie bastante
mentirosa. No es que otras especies no lo sean, es que la nuestra lo lleva a
gala. A veces, mentir es obligatorio: es lo que dictan las normas de
convivencia, las normas de buena educación. No podemos decir la verdad
en numerosas ocasiones, pues podemos hacer daño. Es mejor una mentira
piadosa. A veces, mentimos para no tener que dar explicaciones, para no
perder el tiempo. Nos preguntan «¿Qué tal?» y la respuesta suele ser
«Bien», aunque no sea verdad; no nos paramos a contar nuestros problemas,
nuestras preocupaciones. Dicen que mentimos al menos dos veces al día. La
mentira, además, es algo que cuidamos. Nos la enseñan desde pequeños,
como cuando nos dicen que llamemos a nuestros abuelos y les digamos que
los queremos mucho, aunque no teníamos la menor intención de hacerlo.
Algunas investigaciones ponen de manifiesto lo bien que mentimos:
nuestras mentiras suelen ser creíbles. Somos conscientes de que, si
exageramos mucho, por ejemplo, sobre nuestras capacidades o nuestros
logros, no nos van a creer. Tanto es así que algunos experimentos muestran
que, aunque exagerar sobre nuestras capacidades podría reportarnos más
dinero, preferimos no hacerlo. Mentimos diciendo que somos mejores de lo
que realmente somos, sí, pero con mesura. Para que seamos creíbles, para
que parezca realista. Lo importante no es el dinero, sino que nos vean como
más capaces de lo que realmente somos. Así, la mentira es una buena
herramienta para mejorar nuestra autoestima.
Creo que es muy probable que nuestros primos hermanos los
neandertales, e incluso otros miembros del género Homo, mintieran; a los
demás y a sí mismos. Incluso que tuvieran algo parecido a un intérprete,
una forma de explicar las cosas no necesariamente basada en la verdad,
pero necesaria para que todo encaje y para tener un buen lugar en el grupo,
un estatus. Los chimpancés y otros seres no humanos también mienten:
ocultan información, simulan situaciones, esconden objetos. Quizá los
neandertales utilizaran igualmente estos mecanismos para mejorar su
autoestima. Su gran cerebro, fruto, como el nuestro, de una constante
presión evolutiva de carácter social, lo haría admisible.

CÓMO CONSTRUIMOS LAS MENTIRAS EN LAS QUE CREEMOS

Que la autoestima sea tan relevante para nosotros, junto con el intérprete
cerebral, podría explicar, al menos en parte, muchas aparentes anomalías y
contradicciones que observamos en las sociedades humanas. Así, nos
encontramos con que algunas creencias aparentemente increíbles están muy
extendidas entre la población mundial, por paradójico que parezca, y tienen
una capacidad de expansión abrumadora. Entre estas creencias están los
horóscopos, las pseudociencias (como la acupuntura o la homeopatía), las
teorías de la conspiración, el negacionismo (negar evidencias
empíricamente verificables, como el Holocausto, o gran parte del saber
científico, o creer que la Tierra es plana), las supersticiones o los fenómenos
paranormales. Mención aparte merece otro fenómeno, por su tremenda
universalidad y su relevancia en la historia de la humanidad: las creencias
religiosas. El éxito de estas ideas es abrumador. Se estima que estas
creencias son seguidas por aproximadamente un 80 por ciento de la
población mundial, o quizá más. En el mundo occidental, las creencias
paranormales son aceptadas por algo más del 20 por ciento de la población,
mientras que las pseudociencias lo son por aproximadamente un 50 por
ciento. El porqué de todas estas creencias viene siendo objeto de estudio por
parte de la comunidad científica. Su relevancia para entender de verdad al
ser humano y así deshacerse de viejos mitos acerca de su supuestamente
admirable capacidad racional es una razón. Pero también las consecuencias
que muchas de ellas pueden tener en escenarios sociales de gran calado,
como la política o la economía.
Seguir estas creencias sería una manera nada desdeñable de preservar e
incluso elevar nuestra autoestima. Estar en posesión de la verdad, frente
otras personas que no pertenecen al mismo grupo de creyentes, nos da una
superioridad moral que no conseguiríamos tan fácilmente por otras vías.
Los demás, los que no creen, vivirían en un engaño, son unos ignorantes.
Además, una vez que adoptamos como nuestro uno de estos sistemas de
creencias, no somos capaces de admitir que podemos estar equivocados.
Entrar es fácil, pero salir no, pues esto mermaría nuestra autoestima. La
necesidad de autoestima parece parte de la explicación para la existencia y
el éxito de estas creencias. Pero hay más factores. El fenómeno es
complejo, y lo volveré a abordar extensamente en la tercera parte de este
libro. Pero sí puedo comentar aquí que uno de esos otros factores es el
lenguaje y su enorme capacidad de persuasión.
Teniendo en cuenta cómo es el ser humano, cómo piensa, cómo decide,
autores como el neurocientífico Chris Frith han propuesto que el lenguaje
humano se originó principalmente para poder persuadir a los demás, para
poder engañarlos y sacar partido de ellos. Incluso para mentirnos a nosotros
mismos, algo que solo ocurriría en nuestra especie. ¿Compartiríamos este
rasgo con los neandertales? Pocas cosas hay más persuasivas que el
lenguaje bien utilizado, con las palabras, la cadencia y la convicción
adecuadas. Abre todas las puertas. El lenguaje humano tiene la cualidad de
poder inventarse la realidad. A diferencia de otros lenguajes no humanos, el
nuestro puede hablar de situaciones alejadas en el tiempo y en el espacio:
no tienen por qué estar presentes, y pueden haber ocurrido en el pasado o
ser acontecimientos del futuro. O ser completamente falsas.
Los griegos clásicos ya eran conscientes de la vulnerabilidad de la mente
humana ante propuestas que no son argumentos lógicos e información
objetiva, sino artificios, embelecos y otros ardides. Una disciplina que se
inició en aquellos tiempos, la retórica, ha sobrevivido y se ha desarrollado a
lo largo de los siglos. Esta herramienta para expresarse de forma que se
consiga persuadir a las personas tiene, por tanto, miles de años. Y, desde
luego, es una disciplina que proporciona claves muy eficientes para
conseguir dominar la voluntad de los seres humanos con independencia del
argumento, del contenido. Los antiguos griegos ya sabían que, para
persuadir, no hace falta decir la verdad o transmitir información objetiva.
Lo que importa verdaderamente no sería tanto lo que se dice, sino cómo se
dice. La forma de organizar, administrar o dosificar la información tiene
una enorme capacidad para conmover, inquietar, motivar y convencer. Más
que los argumentos lógicos o basados en el razonamiento o la evidencia.
Así, por ejemplo, si queremos convencer a alguien, podemos intercalar
en nuestro discurso los llamados adjetivos disuasorios. Se trata de adjetivos
contundentes que podemos añadir, aunque no sean del todo (o nada) fieles a
la verdad, logrando que nuestras afirmaciones no admitan réplica o, al
menos, que, si alguien quiere rebatir nuestra argumentación o
contradecirnos, hacerlo pueda suponerle un problema o tener que emplear
mucha energía. Si decimos que algo es «indiscutible» o «incuestionable»,
estamos dando mucha fuerza a nuestras afirmaciones, de manera que
desarmamos a nuestros posibles oponentes. Podemos asegurar que algo es
«evidente» (aunque no lo sea), o que «todo el mundo lo sabe» o lo ve como
nosotros (apelamos directamente a la sociedad como testigo), y tendremos
altas posibilidades de ganar una batalla dialéctica. Algunos estudios han
demostrado que palabras y afirmaciones como estas elevan nuestro nivel de
estrés, nuestra activación fisiológica y, con ello —a la larga y si se usan
muy frecuentemente—, incluso pueden afectar negativamente a la
expresión de genes que tienen que ver con el buen funcionamiento del
sistema inmunitario.
La retórica también nos revela que, si tenemos algunos argumentos más
flojos que otros, lo mejor será poner los más sólidos al principio y,
especialmente, al final, pues las conclusiones que sacará el destinatario del
mensaje serán diferentes. Los argumentos flojos o menos convincentes
sumarán casi tanto como los más robustos, pero su detalle se perderá si los
colocamos a mitad de nuestra argumentación. Se aprovechan así los
conocidos efectos de primacía y recencia de la memoria humana, según los
cuales lo que solemos recordar es justo el comienzo y, especialmente, el
final de una serie de ideas o elementos que hayamos visto u oído. La
retórica también dice que podemos potenciar nuestro poder de persuasión
mediante licencias, que incluyen pequeñas mentiras, desinformaciones u
ocultamientos de parte de la verdad. Todo sea por la causa, aunque haya que
saltarse algún que otro principio ético; pero que no se note mucho. Muchas
de estas estrategias son muy habituales, tristemente, en el mundo de la
política.
La persuasión que ejercen ciertas personas mediante sus estrategias
retóricas es capaz de cualquier cosa. Los sesgos tampoco ayudan a mejorar
la situación, y uno muy común en las creencias no basadas en la evidencia
es el de autoridad. Que algo aparezca en un libro o en un vídeo de YouTube
o se escuche en televisión les da una aureola de credibilidad a ciertas ideas
que no deberían tenerla. El caso del éxito de las pseudociencias es muy
llamativo, ya que son aceptadas por mucha gente con formación científica.
La creencia en medicinas tradicionales, especialmente orientales, como la
acupuntura, tiene numerosos seguidores en el mundo occidental. Esto es así
con independencia de la formación académica de las personas, y algunos las
creen incluso más eficaces que la medicina basada en evidencia científica.
No se sabe muy bien por qué, aunque lo cierto es que las pseudociencias, a
diferencia de —por ejemplo— los fenómenos paranormales o las creencias
religiosas, no fuerzan a creer cosas que van claramente en contra de nuestro
sentido común, de lo que solemos percibir con nuestros sentidos. No
necesariamente implican violaciones de nuestros conocimientos más
cotidianos de física o biología. Simplemente proponen que se admitan como
ciertas ideas que podrían serlo, pero para las que no hay evidencia. Algunos
científicos del comportamiento, como Gordon Pennycook, han encontrado
que muchas pseudociencias —aunque también algunos mensajes que
fomentan las creencias paranormales— utilizan un lenguaje con unas
características muy peculiares. Lo llaman sandeces pseudoprofundas
(pseudo-profound bullshit). Son afirmaciones rebuscadas e imprecisas que,
en realidad, no dicen nada, pero que, a base de utilizar una mezcla de
términos difíciles de relacionar entre sí, muchos de ellos poco conocidos,
dan la sensación de estar afirmando algo profundo. Muchos conocidos
gurús hacen uso de este tipo de expresiones. Por ejemplo: «La atención y la
intención son la mecánica de la manifestación», o «La naturaleza es un
sistema autorregulado de consciencia». Como han demostrado algunos
trabajos, se pueden conseguir frases similares simplemente mezclando
términos al azar. El receptor, sin duda, queda impresionado por esta
palabrería, y esto es precisamente lo que se busca. Mucha gente cae en estas
verdaderas trampas mentales, que hacen creer que hay un mensaje
profundo, importante. Y ser escéptico no te hace inmune a ellas.

TAN SAPIENS IGUAL NO SOMOS

El arte de la persuasión es tan antiguo que probablemente arranque desde


mucho antes de que los griegos lo sistematizaran en sus manuales de
retórica. Ha sido utilizado por la humanidad en multitud de ocasiones,
especialmente cuando se trata de convencer y motivar a grupos grandes de
personas, a poblaciones enteras, a naciones. Quien encabezaba el aparato de
propaganda del régimen nazi, Joseph Goebbels (ministro para la Ilustración
Pública y Propaganda del Tercer Reich), sabía mucho de esto. Parece que es
suya una frase muy conocida que dice que «Una mentira repetida mil veces
se convierte en verdad». Una afirmación que muchos experimentos de las
últimas décadas están no solo confirmando, como se sospechaba, sino
entendiendo, explicando y ampliando. Muchos de estos estudios nos
muestran que, incluso cuando a alguien le decimos explícitamente que una
afirmación es falsa (las conocidas como fake news), solo el hecho de
haberla visto o escuchado hace que, a la larga, se pueda recordar como una
verdad. Esto es algo que, además, se incrementa con la edad. La memoria
humana falla con bastante frecuencia, como ya sabemos, y puede perder
fácilmente el detalle de que esa noticia había sido etiquetada de falsa. Otra
de las consecuencias de la pobre memoria humana es que basta con que un
solo individuo lance una falsedad repetidas veces para que a las personas
les parezca que es algo que está diciendo mucha gente. Y si lo dice mucha
gente, hay más motivos para creerla. La repetición, la persistencia, es una
herramienta muy poderosa. «Miente, miente, que algo queda», dice una
máxima que se ha atribuido a varios autores, entre ellos al propio Goebbels,
a Lenin o a Voltaire, aunque también dicen que puede tener su origen en
uno de los consejeros de Alejandro Magno.
Llamarnos sapiens posiblemente también tenga que ver con la
preservación de nuestra imagen colectiva como especie: somos los sabios, a
pesar de algunas evidencias en contra. Es una mentirijilla que nos hemos
contado para aumentar nuestra autoestima. Es la autoestima de nuestro
grupo, de nuestra especie, y, por ende, de cada uno de nosotros. Incluso,
cuando nos comparamos con los neandertales, llegamos a llamarnos sapiens
sapiens. Qué exageración. Sin duda, somos listos, muy listos; y ahora, los
más listos del planeta. Pero con tantos y evidentes defectos en nuestros
razonamientos, a título individual y colectivo, el término sapiens como
forma principal de describirnos, como rasgo permanente y constante, nos
viene quizá un poco grande. De hecho, otras alternativas se han propuesto,
en parte con humor, en parte en serio. Una de ellas consiste en sustituir
sapiens por faber, el hombre que fabrica, que hace herramientas. Esta es
una propuesta que se remonta al menos al filósofo Henri Bergson y a su
obra La evolución creadora, de 1907, aunque ya otros autores como Karl
Marx habían jugado con la idea, que incluso podría provenir de los tiempos
clásicos. Para Bergson, la inteligencia sería la capacidad de crear objetos
artificiales, herramientas y herramientas para fabricar herramientas, así
como de modificarlos de modo ilimitado. Dicho así, Homo faber y sapiens
no serían definiciones muy diferentes, si entendemos que sabiduría e
inteligencia pueden ser sinónimos, aunque la de Bergson es desde luego una
definición muy particular de la inteligencia.
Otra propuesta seria vino de la mano del historiador holandés Johan
Huizinga, que publicó en 1938 una obra titulada Homo ludens para destacar
lo tremendamente juguetona que es nuestra especie. No es que nos
dediquemos al juego en sí, a lo que todo el mundo entendería como juego.
Lo que ocurre es que mucho de nuestro comportamiento se podría
caracterizar como mero juego, como forma de vida en una realidad que no
es la más material, necesaria o de utilidad inmediata. Así, el arte, las
naciones, los uniformes, las banderas y tantas cosas que nos caracterizan y
que forman parte de una realidad inventada y consensuada, con sus reglas
de uso, podrían considerarse mero juego. Y creo que lleva mucha razón. Es
más, probablemente esta forma de ser nos caracterice bastante más que la
que se desprende de la etiqueta sapiens. Hablaré largo y tendido sobre esto
en la tercera parte de este libro. De la mano de autores como John Stuart
Mill, en el siglo XIX surgió también el término Homo economicus, el cual
destaca que las decisiones en economía se toman de manera racional,
egoísta y aislada del mundo, algo que modernamente se ha demostrado
falso de la mano de autores como Kahneman y Tversky.
Aparte de Homo faber, Homo ludens u Homo economicus, ha habido
otras propuestas, indudablemente de menor alcance intelectual y quizá en
un intento de llamar la atención hacia aspectos muy particulares de nuestros
tiempos. Así, Homo videns se ha propuesto a causa de la importancia de la
televisión en nuestras vidas, intentando a la par destacar a esta como forma
de manipulación. Más recientemente, y dado el protagonismo de las
tecnologías de la información y la comunicación en nuestro tiempo, ha
surgido el nombre de Homo digitalis. Estas últimas, y algunas otras, son
propuestas de alcance relativamente limitado, obviamente, pero que al
menos nos sacan un poco de la reputación de sabiduría en la que nos
habíamos entronizado.
Intentando mejorar nuestra autoestima como especie, también nos hemos
engañado de alguna manera al considerarnos como los bondadosos.
Decimos de un comportamiento cruel que demuestra poca humanidad, lo
que es una mentira flagrante. Al contrario, la crueldad resulta muy humana,
como hemos visto. Creemos o queremos creer que ser humano significa
necesariamente ser bueno, caritativo, misericordioso, compasivo. Hablamos
de acciones humanitarias o de ayuda humanitaria para referirnos a las
labores de salvar vidas, aliviar el sufrimiento de otros seres humanos o
atender sus necesidades básicas. Sin embargo, la humanidad ha demostrado
poca humanidad a lo largo de toda la historia de la especie. Y lo sigue
haciendo. Forma parte de su cultura, pero también probablemente de sus
genes, de su naturaleza como primate. Decir esto último es algo que en los
años ochenta del pasado siglo hubiera podido considerarse políticamente
incorrecto, y hasta científicamente, en un ejemplo de cómo la política puede
infiltrarse en la ciencia, algo que en principio no es deseable. En 1986, un
grupo de veinte científicos de todo el mundo y de diversas disciplinas,
incluyendo la neurobiología, la etología y la paleoantropología, firmaron la
que se conoce como la Declaración de Sevilla sobre la Violencia, en la que
se establecían cinco principios, según los cuales sería científicamente
incorrecto afirmar, entre otras cosas, que tenemos una tendencia heredada
de nuestros ancestros animales a hacer la guerra, o que la guerra y la
conducta violenta están genéticamente programadas en nuestra naturaleza.
La declaración fue adoptada por la Unesco y por la Asociación Psicológica
Americana. Pero pronto fue muy criticada desde el mundo académico. Y el
tiempo, de hecho, ha atemperado estas afirmaciones. Entre otras cosas,
porque no hay evidencia científica que las respalde, sino más bien todo lo
contrario.
En realidad, los seres humanos somos capaces de todo, tanto de lo muy
bueno como de lo muy malo. Y esto es así tanto individual como
colectivamente. Todos llevamos dentro de nosotros las semillas del bien y
las del mal. Tan humana es la compasión como el odio y la crueldad.
Ambos están en nuestra naturaleza, una naturaleza que se remite a nuestra
pertenencia al orden de los primates, donde también hay guerras
despiadadas y se observan actos de compasión, particularmente en grandes
simios como los chimpancés. Aunque sus parientes más cercanos, los
bonobos, hacen más el amor que la guerra, lo que quizá sea más la
excepción que la regla. En nuestro caso, con una gran inteligencia y un
carácter tan hipersocial, con un cerebro primate tan grande, todo es más
exagerado. De ahí que nuestra bondad y nuestra violencia puedan ser tan
excesivas. En la medida en que nuestros ancestros estuvieran más cerca de
nosotros evolutivamente hablando, como sin duda fue el caso de los
neandertales o de Homo erectus / ergaster, sus comportamientos en este
sentido podrían haberse asemejado bastante a los nuestros.

EL MÉTODO CIENTÍFICO, O CÓMO HACER QUE EL ERROR NOS HAGA MÁS LISTOS

Pero dentro del orden de los homininos, de entre todos los miembros del
género Homo, solo nosotros hemos descubierto algo que ningún otro ser de
este planeta ha conocido: la ciencia. Lo hemos conseguido por evolución
cultural y por el devenir de la historia, que ha permitido ir alcanzando hitos
culturales tan significativos como la escritura o la imprenta. Y por la
aparición, a lo largo de la vida de nuestra especie, de individuos que,
poniendo a trabajar sus cerebros en modo 2, han conseguido que la
humanidad avance a pasos de gigante. Desde filósofos a científicos
destacados, son muchas las grandes mentes que nos han traído este regalo.
El método científico es la gran respuesta del ser humano a sus errores de
pensamiento, el intento más exitoso de sortear las barreras de su propia
inteligencia. Es la puesta en práctica de toda su capacidad para escudriñar el
mundo sin caer en falacias y sesgos. Con la ciencia hemos dejado de
engañarnos a nosotros mismos.
Ya en la Grecia clásica hubo grandes pensadores que podríamos
considerar científicos, como Eratóstenes, quien fue capaz de estimar la
circunferencia de la Tierra usando la sombra proyectada por dos palos en
dos lugares distintos del planeta. Pero el método científico en sí es un
invento más reciente. Se suele considerar que uno de sus impulsores fue el
filósofo Francis Bacon (1561-1626), el primero en darse cuenta de la
presencia de sesgos en nuestro modo habitual de pensar, y de que uno de
ellos era el de confirmación, aquel por el que solo aceptamos la información
que confirma nuestras creencias previas, rechazando la que pudiera
ponerlas en entredicho. Bacon lo consideraba el culpable de la existencia de
supersticiones y supercherías. Precisamente en esta misma línea iría lo que
otro filósofo, Karl Popper (1902-1994), propuso más recientemente como
uno de los pilares más sólidos y destacados del método científico, de las
ideas científicas: la falsación. Para apoyar una afirmación científica no
debemos centrar toda nuestra atención en evidencias que la verifiquen o
confirmen; también debemos buscar, activamente, datos que pudieran ir en
su contra. Si los encontramos, la hipótesis es falsa, no se sostiene. En caso
contrario, podemos seguir defendiéndola. Es por esto por lo que las teorías
e hipótesis científicas deben ser formuladas de manera que permitan buscar
la forma de falsarlas, de encontrar evidencias que pudieran demostrar su
falsedad. No pueden ser un conjunto de ideas cerrado en sí mismo.
Es lo que le ocurre al psicoanálisis, cuyas ideas no pueden falsarse. Su
cuerpo de conceptos y conocimientos es un sistema cerrado en el que unos
y otros se explicarían mutuamente, pudiendo haber cientos de versiones sin
que ninguna de ellas pudiera falsarse o considerarse de mayor o menor
valía. Un buen ejemplo de la no falsabilidad de las teorías psicoanalíticas lo
tenemos en el conocido complejo de Edipo, piedra angular del
psicoanálisis. Según este, el niño ama a la madre, con quien desea mantener
relaciones sexuales, y odia al padre. Pero este sería el complejo de Edipo
positivo, ya que en el negativo el niño ama al padre y rechaza a la madre.
De esta manera, cualquier circunstancia encajará con el modelo teórico,
pues está lleno de ambigüedades e ideas imprecisas. No hay ninguna
predicción posible, pues puede ocurrir de todo. En 1927, el antropólogo
Bronisław Malinowski, desde el mismo psicoanálisis, refutó la supuesta
universalidad del complejo de Edipo tal como lo había planteado Freud.
Entre los habitantes de las islas Trobriand, en Papúa Nueva Guinea, por
ejemplo, un niño era de su madre y del espíritu de sus ancestros, lo que
dejaría vacío el lugar del padre. Sin embargo, desde la visión ortodoxa se
contestó que el complejo de Edipo seguía siendo universal, dado que, en el
sistema matriarcal de los trobriandeses, habría una negación del rol del
padre en la reproducción, sustituido por un desplazamiento hacia la figura
del tío. Esta discusión continúa hoy día. El hecho de que haya muchas
variantes y escuelas del psicoanálisis da una idea, a mi entender, de lo
espurio de esta corriente. El propio Popper fue en un principio un entusiasta
del psicoanálisis, hasta que se dio cuenta de que los psicoanalistas siempre
explicaban lo que les ocurría a sus pacientes a posteriori. Nunca hacían
predicciones que pudieran someterse a comprobación experimental. Ni para
verificar ni para falsar sus postulados.
La experimentación, precisamente, es uno de los puntales básicos de la
ciencia. Se trata de manipular o presentar distintos valores de una variable
(por ejemplo, cantidad de alcohol ingerido) y comprobar lo que ocurre en
otra (por ejemplo, capacidad para conducir un vehículo). Los resultados,
además, no basta con observarlos una vez: hay que repetirlos, es decir,
deben ser reproducibles siempre que se den las mismas condiciones (por
ejemplo, que la edad y el sexo de las personas que ingieren alcohol sean
siempre los mismos, ya que estos factores influyen en su metabolismo). Si
mi hipótesis es que el alcohol no merma nuestra capacidad de conducción y
los resultados de los experimentos indican que esto no es así, mi hipótesis
sería falsa. Es por tanto una hipótesis que se puede falsar. La
experimentación nos demuestra que el método científico incluye como uno
de sus hábitos más comunes el ensayo y error. Incorpora el error como parte
del proceso de aprendizaje. El error ensancha la inteligencia.
El método científico también incluye el trabajo del sistema 2, o modo
más esforzado del pensamiento, como premisa básica. Este modo de pensar
conlleva más implicación consciente en el razonamiento. Esto, entre otras
cosas, tiene una indudable ventaja, crucial para el trabajo científico: permite
que podamos contar a otros, y discutir con ellos, nuestros razonamientos.
La ciencia es discusión en voz alta. Varias personas, especialistas en el
campo o la materia en cuestión, debatirán acerca de la validez o
aceptabilidad de los argumentos que apoyan una hipótesis o una teoría. No
solo resaltarán sus puntos débiles y fuertes, también las maneras de
falsarlas, de refutarlas, o traerán a la palestra resultados que ya lo hagan. Se
busca minimizar la influencia de la subjetividad del científico en su trabajo
y erradicar posibles sesgos. En la mayoría de estas discusiones se aplican
varios principios omnipresentes en ciencia. Uno de ellos es el de la
plausibilidad, es decir, que el argumento o la propuesta sea aceptable,
creíble, posible, en función de nuestro conocimiento ya acumulado. Por eso
se suelen rechazar las supuestas evidencias de la parafernalia paranormal,
no solo porque normalmente son poco o nada reproducibles, sino porque
además chocan de lleno con lo que sabemos de la física o la biología del
mundo, que es bastante. Que un objeto inanimado se mueva solo o que algo
sólido pueda atravesar una pared se antoja inaceptable; no es plausible.
Otro principio científico es el de parsimonia. Esta palabra tiene varios
significados en castellano, y uno de ellos es el de tomárselo con calma. No
es este el que aquí se aplica. La parsimonia en ciencia se refiere a que
siempre debemos elegir la solución más sencilla, la propuesta más simple
para explicar los datos. Si unos mismos datos o una misma evidencia se
pueden explicar de dos maneras distintas, elijamos la que menos
suposiciones implique. Si un objeto se mueve aparentemente solo, puede
deberse a que está siendo llevado por el viento o a que un fantasma o ente
inmaterial está empujándolo para asustarnos. La primera solución es la más
parsimoniosa porque implica realidades que ya se han constatado, y de
hecho también es más plausible porque encaja muy bien con lo que
sabemos del mundo (el viento mueve objetos). La segunda podría explicar
también la observación, pero necesita que aceptemos un sinnúmero de
suposiciones no demostradas. Al principio de parsimonia se lo conoce
también como la navaja de Ockham, pues fue el fraile franciscano
Guillermo de Ockham quien lo estableció en el siglo XIV para aplicarlo a las
ideas filosóficas. El nombre de navaja se lo debemos, al parecer, a una
expresión que apareció en el siglo XVI y que decía que «Ockham afeitaba
como una navaja las barbas de Platón». El filósofo Platón había sido muy
amigo de llenar la realidad con entidades de todo tipo, como los entes
físicos, los matemáticos y las ideas. Mediante el principio de parsimonia de
Ockham, se constataban la gran mayoría de estas entidades como
claramente innecesarias.
En el quehacer de la ciencia hay algo más que me parece admirable. En
ciencia no existe la verdad, no hay nada demostrado. Tan solo se puede
afirmar que una hipótesis o una teoría en cuestión es la más plausible, es
una verdad provisional, siempre dispuesta a ser refutada. La ciencia siempre
está abierta a revisión y cambio; no hay nada inamovible; forma parte de su
esencia, de su naturaleza. Es justo lo contrario del efecto Dunning-Kruger.
Al cabo de varios siglos acumulando conocimiento obtenido mediante el
método científico, la ciencia nos cuenta un nuevo relato acerca de nosotros
mismos, de la humanidad, de los seres humanos, los seres más listos del
planeta. De sus orígenes, sus limitaciones, de su lugar en el universo. Sin
embargo, la ciencia se ha incorporado solo muy recientemente a la historia
de nuestra especie. Durante decenas, cientos de miles de años, los seres
humanos se han contado a sí mismos narraciones al margen de la ciencia
pero que han calado hondo y marcan profundamente cómo son nuestras
sociedades y culturas. Narraciones que han sido necesarias para satisfacer la
enorme curiosidad de nuestra especie. Relatos que nos definen, que nos
ayudan, que nos consuelan, que nos apoyan, que nos motivan. En fin, que
dan sentido a nuestras vidas. Ha llegado el momento de que revisemos esos
relatos que la humanidad se ha contado a sí misma para dar sentido a su
existencia.
III
LOS RELATOS QUE NOS CONTAMOS A
NOSOTROS MISMOS
En el ser humano se da una curiosa confluencia de factores. Por un lado,
somos la especie más inteligente del planeta Tierra. A la par, nuestro
cerebro comete innumerables y llamativos fallos en su razonamiento.
Efectivamente, un cerebro tan grande como el nuestro es capaz de tomar
decisiones casi sin pensar, o pensando de manera inadecuada. A veces
acierta, pero otras muchas produce ideas un tanto descabelladas, auténticas
locuras. Antes de inventarse la manera de sortear nuestros sesgos y falacias
mentales, antes de constatarse siquiera que los tenemos y que dominan
nuestro pensamiento, la humanidad ha recorrido un larguísimo camino en el
que se ha contado a sí misma historias donde las falacias del pensamiento
han tenido un enorme protagonismo. Es más, esos relatos no son de este
mundo, pero el ser humano ha construido su realidad alrededor de ellos. La
realidad del ser humano es, así, un mundo de fantasía y mitología donde las
ideas pueden ser incluso más importantes que comer y vivir. Esos relatos
nos dan sentido, nos definen, marcan nuestro camino. Son la fuente de
nuestras alegrías y, también, de nuestros padecimientos. Pero han sido
necesarios, y todo por culpa de nuestro gran cerebro, de nuestra gran
inteligencia, que nos lleva a plantearnos innumerables preguntas a las que
tiene una necesidad urgente de responder. Preguntas sobre nosotros mismos,
sobre nuestro origen, nuestro destino, nuestro lugar en el mundo y en el
universo. Sobre lo que pasa con nuestros muertos, a dónde van. O sobre
quiénes somos. Hemos respondido a estas y otras preguntas de las maneras
más variopintas. Variopintas desde nuestro punto de vista actual, ya que
esas respuestas han sido siempre muy respetadas, solemnes y veneradas. Y,
para muchos, aún lo siguen siendo. Tenemos que respetarlo, pero, a la par,
deberíamos buscar la forma en que la humanidad puede deshacerse de
ciertas limitaciones y sesgos de su pensamiento. Es hora de que la especie
Homo sapiens use su inteligencia en todo su potencial, siquiera sea para
hacerse el bien a sí misma.
11
¿QUÉ RELATOS SE CUENTAN LOS HUMANOS?

Como somos bastante listos, dominamos el lenguaje y el objetivo principal


de nuestro cerebro es conservar la imagen que tenemos de nosotros mismos
(que hemos construido laboriosamente a través de la historia personal,
familiar y de nuestro grupo social), nos contamos relatos, y a partir de ellos
armamos tanto nuestra visión del mundo como la de nuestro lugar en él.
Esto es único y exclusivo del ser humano, además de recurrente, universal.
La creación de estos relatos define a nuestra especie.
En un ser tan tremendamente social como es el humano, los relatos más
importantes son los de grupo. Lo interesante de la mayoría de ellos es que
están construidos para sobrellevar algunas de las grandes contradicciones e
incongruencias que padecemos los humanos. Ante la evidencia, al menos
parcial, pero pertinaz, de que no somos perfectos, de que nos equivocamos,
de que no siempre conseguimos nuestras metas, de que no somos tan
pacíficos, o de que no somos tan listos, surgen historias que tratan de dar
sentido a todo y dejarnos en buen lugar a pesar de las evidencias en contra.
Son relatos que justificarían nuestros errores y nuestras atrocidades, que nos
contamos para entender lo malo e inaceptable de nosotros mismos; para
soportarlo y superarlo. También incluyen lo que tenemos de bueno,
lógicamente; para ensalzarlo y exagerarlo.
La mayoría son relatos sin ciencia, fruto de decenas de miles de años en
los que los seres humanos se han contado a sí mismos historias al margen
de aquella. No es algo reprochable; al fin y al cabo, la ciencia es una recién
llegada. Pero, al haberse construido al margen de la ciencia, esas historias
están llenas de sesgos. Todos los sesgos que se aplican al pensamiento
individual se aplican igualmente al pensamiento colectivo. Parece como si,
sin ciencia, los grupos humanos hayan pensado preferentemente usando el
sistema 1, el sistema rápido, más automático, emocional y menos
consciente, que requiere poco esfuerzo. Los esfuerzos, cuando los ha
habido, han sido para justificar y mantener los resultados de conclusiones
que se obtuvieron con modos poco racionales de pensamiento. Cuando el
ser humano, individual o colectivamente, llega a una conclusión que le
convence, siente placer y se pega a ella. Que sea cierta o no es indiferente,
como ya sabemos. La hace suya y la defiende hasta donde haga falta. La
mayoría de los más importantes relatos que la humanidad se ha contado y se
sigue contando son sistemas complejos y cerrados de creencias en los
cuales unas ideas dependen de otras. Si tocas una, todo puede tambalearse y
venirse abajo. Se hundiría así su mundo, algo completamente inaceptable.
Cualquier contradicción genera una disonancia incómoda que debe por
tanto ser atacada, y violentamente si hace falta. O simplemente ignorada. Es
parte del sesgo de confirmación.
Las historias que se ha contado la humanidad durante los miles de años
en que no ha existido la ciencia han calado hondo, marcando
profundamente nuestras sociedades y culturas. Se trata de historias que han
sido necesarias, en muchas ocasiones, para satisfacer la enorme curiosidad
de nuestra especie. El intérprete de nuestro cerebro quiere saberlo y
entenderlo todo. Son historias que nos definen, que nos ayudan, que nos
consuelan, que nos apoyan, que nos motivan. Sí, esas historias dan
estabilidad y sentido a nuestras vidas.
Es curioso observar que, a pesar de que la ciencia lleva entre nosotros al
menos desde el siglo XVII, a pesar de las grandes ventajas que esta forma de
entender la realidad ha demostrado y sigue demostrando, el relato científico
no ha calado aún hondo en las sociedades humanas. Como veíamos al final
de la segunda parte de este libro, las creencias inverosímiles siguen
enormemente extendidas entre la población mundial. Y esto es así a pesar
de los grandes avances de los últimos decenios por universalizar la
alfabetización, la educación, el conocimiento técnico y científico y el
acceso a la información. Algo hay en nuestra naturaleza que rechaza el
relato científico, basado en la evidencia y libre de sesgos, mientras que
recibe con los brazos abiertos relatos que no se sostienen ni en la
percepción ni en el razonamiento sosegado y reflexivo. Algo hay en
nosotros que nos impide ser nosotros mismos en todo nuestro potencial.
Aunque, en general, sigamos siendo los seres más listos del planeta.

APRENDER A PENSAR CIENTÍFICAMENTE

Steven Pinker, a quien ya he mencionado por sugerir que es preferible tratar


de mejorar la forma de razonar de nuestra especie que descartar a la
mayoría de sus miembros por incapacidad crónica, es uno de los pensadores
actuales que más se ha preocupado por la proliferación de lo irracional en
nuestras sociedades. En su obra Racionalidad. Qué es, por qué escasea y
cómo promoverla, Pinker sugiere que la forma natural de creer que tenemos
los seres humanos es contraria a la de la ciencia. Estaría en nuestra esencia
no aceptar un modo de creencias que, por otra parte, parece muy deseable,
sí, pero que sencillamente no va con nosotros. Sobre todo cuando se trata de
creer en la realidad menos inmediata, cercana y tangible. La idea de Pinker
es que los seres humanos dividiríamos el mundo en dos secciones, dos
realidades. Por un lado, una en la que se encuentran los objetos físicos que
nos rodean, las personas con las que tratamos cara a cara, lo que
recordamos de estas interacciones y las reglas y normas que regulan
nuestras vidas. En esta realidad, nuestras creencias son básicamente
precisas y parece que razonamos relativamente bien: creemos que existe un
mundo real, lo que resulta evidente, y nuestras creencias acerca de este son
verdaderas o falsas, sin elección; no habría mucho espacio para opinar. De
hecho, sería la única forma de tener gasolina en el coche o dinero en el
banco. Esta realidad es inevitable, ineludible, y sugiere llamar a lo que
concierne a estas creencias la mentalidad realista. Por otra parte, existiría
una sección del mundo, una realidad, que va más allá de la experiencia
inmediata. En esta se incluirían, entre otras cosas, el pasado lejano, el futuro
por conocer, los pueblos y lugares remotos, los círculos de poder, lo
microscópico, lo contrafactual, lo metafísico. Sobre lo que ocurre en este
mundo la gente puede tener ideas, pero no hay forma de comprobarlas y
corroborarlas. No importa, ya que creer una u otra cosa respecto a esta
realidad no tendría efectos apreciables en su vida. Podrá seguir cargando
gasolina y teniendo dinero en el banco. Para Pinker, las creencias en esta
realidad son relatos, y pueden ser entretenidos, inspiradores o moralmente
edificantes. Su función sería la de construir una realidad social que dé
cohesión al grupo (a la tribu o a la secta) y le confiera un propósito moral,
un sentido. Si los relatos en esta realidad son literalmente verdaderos o
falsos no sería una pregunta adecuada. Estos relatos formarían parte de
nuestra mentalidad mitológica.
Someter todas nuestras ideas y creencias a los juicios de la razón y las
evidencias es antinatural, no estaría en nuestra genética. Por predisposición
de la naturaleza humana, nuestra mente, nuestro cerebro, estaría adaptado
para comprender lo lejano, lo no tangible, lo no inmediato, mediante una
mentalidad mitológica. Así ha sido siempre, y así sigue siendo. El método
científico es un descubrimiento reciente, pero antinatural. Por eso es tan
difícil de adoptar, pues integrarlo en nuestra forma de pensar es algo que
necesitaría mucho tiempo y esfuerzo. Un ejemplo parecido lo tendríamos en
la alfabetización. El lenguaje oral sí es innato, sí está en nuestra naturaleza.
Por diversos mecanismos que aún se están estudiando, nuestro cerebro
encuentra relativamente fácil aprender a hablar y a comprender el lenguaje
en su formato auditivo —siempre y cuando no se tengan problemas de
sordera—. Esto es así especial y particularmente si somos expuestos a un
idioma, el que sea, a las edades adecuadas, generalmente, en los primeros
años de vida, como ya he comentado antes. Siempre podemos aprender un
segundo idioma a mayores edades, pero normalmente con gran esfuerzo y
poca fluidez. Aprender a hablar desde pequeños resulta fácil; no
necesitamos mucha instrucción, salvo quizá la corrección ocasional de
algún que otro error. Pero, en general, basta con estar rodeado de gente que
habla para que hablemos. Es nuestra naturaleza. Aprender a leer y escribir,
en cambio, es harina de otro costal. No es natural en nosotros. Los sistemas
de escritura apenas tienen 5.000 años (nuestra especie, unos 250.000). A
principios del siglo XIX, no más de un 10 por ciento de la población mundial
sabía leer y escribir; a principios del XX no eran muchos más. Solo se ha
conseguido llegar a rondar el 90 por ciento en los momentos actuales, tras
esforzadas campañas y acciones por parte de instituciones nacionales e
internacionales. El lenguaje hablado, en cambio, lo ha usado prácticamente
el cien por cien de la población desde el principio de los tiempos. Para que
un cerebro humano sea capaz de leer y escribir correctamente y con fluidez,
el niño debe ser instruido formalmente, durante un largo periodo y con
grandes esfuerzos por su parte. Esos esfuerzos modificarán parte de sus
circuitos cerebrales para la percepción e identificación visual de objetos,
circuitos que estaban ahí para otra cosa y que compartimos con los demás
primates, pero de los que seleccionaremos parte para este nuevo cometido,
fruto de la evolución cultural de nuestra especie.
Una mentalidad científica para generar, entender y aceptar relatos acerca
de la realidad lejana, al no ser natural, también requeriría mucho tiempo y
esfuerzo. Para minimizar o eliminar automatismos y atajos del pensamiento
como los sesgos. Para no llegar a respuestas inmediatas y rápidas, sino
sosegadas, fruto del esfuerzo que tanto nos cuesta emplear para todo. La
formación en ciencia es, por tanto, de capital importancia. Y, si es posible,
desde las primeras edades, pues, al igual que ocurre con el aprendizaje de
destrezas como el habla o la escritura, existen periodos de nuestra vida en
los que aprender es mucho más fácil que en la edad adulta, cuando ya se
han consolidado muchos circuitos cerebrales que se han vuelto más difíciles
de modificar. La formación en ciencia es sin duda un factor importante, y
quien la posee suele ser menos propenso a dejarse atrapar por las fake news,
los mitos o las pseudociencias. Pero no es inmune; tener formación
científica no garantiza que te enfrentes siempre al mundo con el método
científico por delante. Quizá no sea suficiente. O puede que la calidad de
dicha formación no sea del todo buena y apropiada, que no se produzca en
las edades adecuadas o que solo se enseñe para determinados tipos de
conocimiento, para determinadas materias, cuando su aplicación puede y
debe ser universal.

LAS REALIDADES IMAGINARIAS

La división entre mentalidad realista y realidad mitológica que propone


Pinker me recuerda mucho a la división de nuestra visión de las cosas del
mundo que ha propuesto Yuval Noah Harari en su libro Sapiens. De
animales a dioses, un agudo y crítico examen de las peculiaridades de
nuestra especie. Harari propone que el ser humano consiguió superar el
umbral de las relaciones en grupos relativamente pequeños y cercanos de
personas para poder fundar ciudades con decenas de miles de habitantes e
imperios de millones de personas gracias a la aparición de lo que él llama
«la ficción». La cooperación humana con miles de personas, la inmensa
mayoría de ellas desconocidas, ha sido y es posible por la creación de mitos
comunes que existirían única y exclusivamente en la imaginación colectiva
de la gente. Así, los sapiens vivirían en una realidad dual. Por un lado
estaría la realidad objetiva de los ríos, los árboles y los leones. Sería muy
similar a la mentalidad realista de Pinker. Por otro, estaría la realidad
imaginada de los dioses (las religiones), las naciones, las corporaciones y
otras muchas invenciones. Esta segunda realidad me recuerda mucho a lo
que Pinker llama la mentalidad mitológica.
Ciertamente, hay mucha realidad que no existe físicamente, sino
solamente en la imaginación de los seres humanos. En sus cerebros. Un
ejemplo paradigmático serían las naciones. Harari pone como muestra de
las ventajas de estos mitos comunes para facilitar la cooperación humana a
gran escala con completos desconocidos el caso de dos serbios que nunca se
hayan visto antes. Ambos pueden arriesgar su vida, e incluso perderla, para
salvar la del otro simplemente porque creen en la existencia de la nación
serbia, la patria serbia y la bandera serbia. Podemos sustituir la palabra
serbios por cualquier otra nacionalidad, aceptada o no por Naciones Unidas,
o por cualquier otra institución internacional y el ejemplo es igualmente
válido. Y, por cierto, tanto Naciones Unidas como cualquier institución, sea
nacional o internacional, también son realidades inventadas, meramente
imaginadas; solo existen en las cabezas de varios seres humanos. Son meros
relatos que nos contamos unos a otros: «No hay dioses en el universo, no
hay naciones, no hay dinero, ni derechos humanos, ni leyes, ni justicia fuera
de la imaginación común de los seres humanos». Entre otras cosas, para
esto nos sirve ser tan listos.
Las realidades inventadas obtendrían, gracias a la capacidad de nuestros
cerebros, el carácter y el estatus de entidades reales, se convertirían en
cosas sobre las que se puede trabajar, a las que se puede hacer algo y de las
que se puede esperar algo, ya sean acciones, productos o beneficios. Y esto
lo conseguiríamos mediante el lenguaje. Es probable que lo que en
arqueología se ha venido definiendo como mente simbólica para definir una
característica presuntamente única de la mente de nuestra especie se refiera
precisamente a esto, a la creación de realidades cuya existencia no es real,
pero para la que existen representaciones, mitos, nombres, banderas;
símbolos, en definitiva, que se pueden plasmar en el arte, en las creencias,
alrededor de los cuales organizamos nuestra propia vida. Es precisamente
mediante el lenguaje, que es puro símbolo, como se pueden crear estas
realidades imaginarias, poniéndoles nombres (el nombre se refiere a algo,
es un símbolo) y generando relatos que nos contamos a nosotros mismos. Y
aquí nos podemos preguntar si otros miembros de nuestra familia evolutiva
poseyeron o hubieran podido poseer algo parecido a esta realidad tan irreal,
pero tan importante. Es muy posible que los neandertales tuvieran un
lenguaje similar al nuestro, aunque no todos los autores estarían de acuerdo
en esto. Si lo aceptamos, no obstante, ya tendríamos un primer requisito en
el cerebro de los neandertales para generar realidades inexistentes. Incluso
puede que, aunque muy rudimentaria y limitada, esta capacidad existiera ya
en erectus / ergaster. Si aceptamos el origen del arte como propiciado por
una mente simbólica, debemos tener en cuenta que los neandertales también
dejaron dispersas obras de arte, aunque escasas y rudimentarias, y que
incluso especies más primitivas podrían haber mostrado en parte
comportamientos parecidos. Volveré sobre el arte y su evolución más
adelante.
Pero si los neandertales u otros humanos no sapiens llegaron a crear
retazos de esta realidad simbólica, muy probablemente su alcance fue muy
escaso y limitado. Lo mismo debió de ocurrir en nuestra especie durante
varios de sus primeros miles de años de vida, especialmente cuando
coincidimos en el tiempo con los neandertales. Puede —o no, pues no está
del todo claro— que nuestro cerebro tenga cierta ventaja sobre el de otros
miembros de nuestro género, incluidos los neandertales; pero la creación de
relatos sobre entes y entidades imaginarios con aspiraciones a ser realidad
parece más el fruto de una evolución cultural, no biológica, de nuestro
cerebro. Al menos, para llegar a las cotas a las que ha llegado nuestra
especie. De hecho, la aparición de los primeros estados, de las primeras
naciones, llevó su tiempo; no surgieron hasta hace unos cinco milenios.
Organizaciones sociales más primitivas y simples, como las llamadas
jefaturas, tendrían sus mitos y relatos, qué duda cabe, y una variada
realidad imaginaria, y podemos admitir que también existirían en épocas
más primitivas. Pero nuestra capacidad de inventiva estalló en tiempos más
modernos y es la que impera, sin lugar a duda, en el mundo actual. Como
dice el mismo Harari, la realidad imaginada se fue haciendo cada vez más
poderosa, hasta el punto de que, en la actualidad, la supervivencia de las
cosas reales (los ríos, los árboles y los leones) depende de lo que digan
entidades imaginadas tales como dioses, naciones y corporaciones.
Para entender hasta qué punto el mundo moderno se mueve en función
de las realidades imaginarias, Harari pone el ejemplo de una corporación o
compañía de responsabilidad limitada. Me parece un ejemplo supremo,
significativo, por lo que representa, aunque sea un simple caso entre un
millón. Harari nos habla de la leyenda de Peugeot, la compañía
automovilística francesa. ¿En qué sentido podemos decir que Peugeot S. A.
existe? Los vehículos que fabrica la compañía no son la compañía: si los
redujéramos todos a chatarra y se vendieran como metal, Peugeot S. A.
seguiría existiendo. Fábricas, maquinaria, concesionarios, talleres,
mecánicos, contables y administrativos de Peugeot S. A. podrían
desaparecer por una catástrofe y aun así la compañía podría pedir un crédito
y volver a tener fábricas, maquinaria, concesionarios, talleres, mecánicos,
contables y administrativos. Los gerentes tampoco son la compañía: se les
puede despedir y contratar a otros. Los accionistas tampoco son la
compañía: pueden vender todas sus acciones y la compañía seguiría intacta.
Si el presidente de la empresa muere, la compañía no muere; cambiaría de
presidente. Sin embargo, Peugeot S. A. existe como entidad legal. En este
sentido, puede disolverse y desaparecer si un juez lo ordena, aunque sigan
existiendo sus trabajadores, contables y accionistas. Está obligada a regirse
por las leyes de los países en los que opere. Tiene que pagar impuestos;
puede pedir créditos o ser demandada y procesada independientemente de
cualquiera de las personas que trabajan en ella o son sus propietarias. Para
Harari, las corporaciones son «una de las invenciones más ingeniosas de la
humanidad», pues son legalmente independientes de las personas que las
fundan o invierten en ellas, y además se las trata como si fueran seres
humanos de verdad. En este sentido, serán las responsables de las deudas y
riesgos del negocio, y no las personas de carne y hueso involucradas, que
no tendrán que responder con su patrimonio o el de su familia en caso de
que llegara una catástrofe. Gracias a inventos como este se pueden
emprender negocios de enorme calado que de otra manera jamás habrían
existido.

LA LITURGIA DE LAS REALIDADES IMAGINADAS

Para que exista una corporación solo habría que seguir una liturgia y unos
rituales que Harari ve comparables a los del mundo religioso, como cuando
un pedazo de pan y una copa de vino se convierten en carne y sangre de
Dios: la persona adecuada (el sacerdote), con la vestimenta adecuada y en el
lugar adecuado pronuncia las palabras adecuadas y... «¡Abracadabra!». En
el caso de una corporación, y según lo que han decidido los legisladores de
un país, si un abogado autorizado o un notario escribe todos los conjuros y
juramentos adecuados en un pedazo de papel bellamente decorado y añade
su firma y sello al final del documento, se constituye legalmente una nueva
compañía: ¡abracadabra! A partir de ese momento millones de ciudadanos
se comportarán como si la compañía existiera realmente. De actos como
este nacerían la inmensa mayoría de las realidades en las que vivimos y por
las que vivimos —e incluso en algunos casos morimos— los seres
humanos: Estados, Iglesias, sistemas legales. Universidades, colegios,
ministerios, ayuntamientos, clubes, asociaciones, partidos políticos,
monarquías, repúblicas, cadenas de televisión, emisoras de radio... Y hasta
la propia liga de fútbol y todos y cada uno de sus equipos. La lista de
invenciones humanas en las que estamos inmersos, que forman parte de
nuestro nicho —de nuestro mundo—, no tiene fin. Para esto, entre otras
cosas, es para lo que nos sirve ser tan listos. Aunque cometamos errores y
seamos proclives a cometerlos. O quizá precisamente por eso. Sea como
sea, tenemos la increíble capacidad de crear mundos inauditos,
extraordinarios, a veces extravagantes y absurdos. La humanidad no sería lo
que es sin esos mundos.
La distinción entre dos mundos, uno realista, material, tangible, que se
puede señalar con el dedo, y otro inventado, ficticio, intangible, aunque real
en virtud de nuestra imaginación, me parece muy acertada. Pinker y Harari
parecen conocer muy bien al ser humano, y coinciden en situarlo entre estos
dos mundos. Hay alguna ligera diferencia entre sus propuestas, no obstante.
Para Pinker, por ejemplo, la mentalidad realista incluye las leyes, «las
reglas y normas que regulan nuestras vidas», mientras que Harari las coloca
en el plano imaginario compartido. Por otra parte, Pinker asegura que la
mentalidad mitológica es contraria a la ciencia. Harari no dice nada en este
sentido, aunque supongo que estaría en buena parte de acuerdo. Al menos,
aceptaría que muchos de nuestros mundos imaginarios son incompatibles
con la ciencia. Por mi parte, creo sin embargo que distinguir entre tres
mundos, el realista, el imaginario y el científico, no sería necesario; nos
basta con los dos primeros. El científico se hace hueco entre ambos:
considera datos, evidencias tangibles y reales, independientes de nuestra
imaginación, y mediante esta da sentido a lo que ve para generar una
interpretación, a la que llamamos teoría, hipótesis o modelo, que dé sentido
y ponga orden en los datos. La teoría de la evolución o la del origen del
universo basada en el big bang serían ejemplos de estos mundos inventados
por la ciencia. A diferencia de la gran mayoría de todas nuestras
invenciones, estas serían producidas mediante el método científico, lo que
las hace de algún modo especiales.
Exceptuando las hipótesis y los modelos científicos, la mayoría de los
productos de nuestra mente, de nuestra mentalidad mitológica o de ficción,
no se entenderían sin tener en cuenta la forma de ser habitual de nuestro
cerebro. Que la práctica totalidad de las invenciones que componen la
realidad imaginada del ser humano existan y se mantengan en el tiempo —
incluso durante milenios— es posible gracias a que nuestra especie piensa
la mayor parte del tiempo con el sistema 1, un modo de pensamiento basado
en atajos y simplificaciones, de poca precisión y apoyado en datos
generalmente escasos e insuficientes. Recordemos también que, en la
mayoría de las ocasiones, cuando llegamos a una solución aparentemente
coherente, nos quedamos con ella y no nos movemos de ahí; nos damos un
premio y obtenemos una irresistible sensación de confianza. Si muchas de
nuestras creaciones imaginarias fueran escrutadas con el sistema 2,
probablemente no existirían. Se haría evidente que no se sostienen, que
están llenas de contradicciones, de falacias y errores, que faltan evidencias
o que algunas de ellas son rotundamente falsas.
Esta es una paradoja única de nuestra especie. Por un lado, si usáramos
todo el potencial de nuestra inteligencia, de nuestro cerebro, funcionando
siempre en el modo del sistema 2 del pensamiento, podríamos llegar muy
lejos. Quizá viviéramos en un mundo más justo, mejor repartido, con una
población que no excediera los límites de los recursos disponibles, sin
contaminar, viviendo en armonía, sin conflictos y durante más años. No
habría nada que discutir. No habría guerras. Pero, por otra parte, si no
existiera el sistema 1 es muy probable que nunca hubieran existido las
pirámides de Egipto, las catedrales góticas de Europa o cualquier otra
manifestación artística, desde los bisontes de Altamira hasta la Mona Lisa,
pasando por las composiciones de Mozart, el cine, el teatro o la danza. Sin
el sistema 1, que permite y aprueba la existencia de mundos imaginarios
más allá de los que propone y admite la ciencia, e incluso incompatibles
con esta, la vida sería probablemente muy aburrida. La vida de la mayoría
de los seres humanos carecería de todo sentido sin los relatos originados
mediante el sistema 1.
LOS CUENTOS QUE MÁS NOS GUSTAN

¿Qué relatos son comunes a todos los humanos? O preguntado de otra


manera: ¿nuestro cerebro se fascina por determinado tipo de historias, por
ciertas estructuras narrativas? Parece que la respuesta es sí. De hecho, la
mayor parte de las historias, de los relatos que conforman el mundo
imaginario en el que viven los seres humanos, intentan responder a las
preguntas básicas que todos nos hemos planteado y que parece plantearse la
humanidad allá donde esté. Estas serían siempre las mismas: qué y quiénes
somos, de dónde venimos, cuál es el futuro. El gran filósofo Immanuel Kant
(1724-1804) sistematizaba esto mismo en las cuatro grandes preguntas que,
según él, debía responder la filosofía. Por un lado, la de «¿Qué puedo
conocer?», que sería el cometido de la metafísica, rama de la filosofía que
se encarga de estudiar el «ser en cuanto ser», el conocimiento de todo lo
que existe o puede existir. La siguiente pregunta sería «¿Qué debo hacer?»,
de la que se encargaría la moral, que, si bien forma parte de todas las
sociedades, como rama de la filosofía se encargaría de estudiar el bien en
general y las acciones humanas en cuanto a su bondad o maldad. La
filosofía también debe responder a la pregunta «¿Qué puedo esperar?», que
sería algo así como la más común de «¿A dónde vamos?» o «¿Cuál es el
futuro?», cuyas respuestas, según Kant, las debe aportar la religión. Por
último, la filosofía debería contestar a una pregunta realmente fundamental,
«¿Qué es el hombre?», que, usando una terminología más acorde con
nuestros tiempos, sería «¿Qué es el ser humano?». De su respuesta, según
Kant, se debe encargar la antropología. La filosofía era la ciencia de la
época de Kant. Sustituyamos la palabra filosofía por ciencia y tendremos
una propuesta más en línea con los tiempos modernos.
Estas preguntas y sus muchas variantes han perseguido a la humanidad
desde el principio de los tiempos. Puede que desde que posee un cerebro tan
grande como el nuestro. Si fuera el caso, habría que admitir también la
posibilidad de que el cerebro neandertal se hiciera las mismas preguntas, o
al menos muy similares. La mayoría de las sociedades humanas conocidas,
desde las más básicas de cazadores-recolectores hasta las que forman
naciones de millones de personas, parecen haber respondido a estas
preguntas con mayor o menor fortuna con sus relatos, con sus mitos, con
sus ficciones; y siempre —al menos hasta ahora— al margen de la ciencia.
Esto indicaría que esas preguntas son universales, que a nuestro cerebro le
resultan naturales e inherentes a su condición. Por eso parece admisible que
otras especies humanas se las hayan planteado, y algunas muestras del
comportamiento de los neandertales indican que habrían podido vivir
también en realidades imaginarias que bien pudieran ser parte de las
respuestas a esas preguntas. Adornos corporales, cierto sentido de la
estética, muestras rudimentarias de arte o el enterramiento de seres queridos
parecen formar parte del despliegue de conductas propias del neandertal.
Las diversas culturas humanas parecen moverse en torno a estas preguntas,
que se diría que son su foco esencial. De hecho, las culturas se distinguen y
se definen al menos en parte por las respuestas específicas que dan a cada
una de las preguntas fundamentales. Por eso cabe también admitir que estas
preguntas sean el resultado de una evolución cultural, no necesariamente
natural. La cultura y las preguntas básicas que nos hacemos sobre nosotros
mismos parecen ir de la mano, ser una sola cosa. Pero la cultura es también
fruto del cerebro, y nada indica que los neandertales carecieran de ella, o
que esta fuera muy diferente de la nuestra en sus primeros tiempos. Por otra
parte, se habla de culturas animales, y muchos primates no humanos,
especialmente los grandes simios, muestran diferentes organizaciones y
costumbres dependiendo de su localización geográfica, lo que para muchos
autores es cultura.
Es posible por tanto que las respuestas a las preguntas fundamentales
comenzaran a darse tan pronto como el ser humano fue capaz de hablar, y,
por lo que sabemos, es muy posible también que estas narrativas se
manifestaran, a veces en forma de mitos y leyendas, en las reuniones
grupales que se harían alrededor de una hoguera tras cada dura jornada de
caza y recolección. No todos los autores admiten esta costumbre de
contarse historias para los neandertales, aunque las evidencias en las que se
basan quizá no sean del todo firmes. A medida que se van haciendo nuevos
descubrimientos, las capacidades del neandertal parecen cada vez más
próximas a las nuestras. En un principio, neandertales y sapiens se
contarían historias muy concretas sobre la realidad inmediata y los demás
miembros del grupo; quizá chismorreos y cotilleos sin importancia. Pero a
medida que pasara el tiempo y se incorporaran al vocabulario palabras
como origen, futuro, identidad, naturaleza o similares, las historias podrían
haber versado sobre estos particulares, sobre las preguntas fundamentales.
Estas continúan persiguiendo a la humanidad, incansables,
perseverantes. Y lo hacen porque aún no hay una respuesta rotunda y
contundente para cada una de ellas. O al menos eso parece. Puede que
algunos seres humanos, quizá muchos, encuentren satisfactorias las
respuestas que su grupo social acepta y transmite. Pero otros muchos no lo
ven así. Aunque su cultura o su sociedad den respuestas coherentes, cuenten
relatos que pretendan explicar nuestros más inquietantes misterios pasados,
presentes y futuros, no se sienten convencidos. Debemos dar gracias de que
esto sea así; es lo que ha propiciado el surgimiento de la ciencia.

QUIÉNES SON LOS NUESTROS

Las narrativas más extendidas y universales surgen como posibles


respuestas a las preguntas fundamentales de la humanidad. La mayoría de
los autores coincide en que hay al menos dos narrativas que son esenciales
y están presentes en todos los grupos humanos: los nacionalismos y las
religiones. Secundarias y derivadas de estas, apoyándolas o apoyadas por
ellas, aunque a veces también como mero entretenimiento o enseñanza
práctica, las narraciones pueden versar sobre mitos y leyendas, sobre
historias concretas. Muchas de estas narrativas secundarias son,
efectivamente, enseñanzas sobre situaciones de la vida y cómo salir airoso
de ellas. Las narrativas secundarias pueden ser de todo tipo. Podríamos
incluir aquí a las corporaciones que tanto fascinan a Harari. De las
narrativas que podríamos llamar primarias, sin duda las más extendidas e
influyentes, quizá por eso las más antiguas, han sido las religiones. Su
importancia es tal que dedicaré el próximo capítulo a hablar de ellas. Las
naciones, los grupos, son el otro tipo de narrativa que también empuja de
manera inexorable a las personas a hacer cosas tan increíbles como matar o
morir por ellas.
Las naciones existen, al menos en parte, porque se fundan en narrativas
que responden a algunas de las preguntas fundamentales. Nos dicen, por
ejemplo, qué y quiénes somos, de dónde venimos, y quizá también cuál es
el futuro. Y lo hacen, como los individuos, tapando sus posibles vergüenzas,
los malos momentos de su historia, minimizándolos o ignorándolos, y
potenciando, o incluso inventándose si es necesario, lo bueno y admirable.
Como podemos ver, las naciones o grupos se comportan como si fueran
individuos. De hecho, no dejan de estar formadas por individuos y, no lo
olvidemos, solo existen gracias a su imaginación. De ahí que mucha de la
psicología y el comportamiento que observamos en los seres humanos
individuales se pueda advertir también en los grupos. La búsqueda del
prestigio social, típico anhelo individual humano, también la vamos a
encontrar en los grupos, en las naciones. Qué duda cabe, las naciones
compiten entre sí por su prestigio. Las olimpiadas, o las competiciones
deportivas internacionales en general, son una buena forma de luchar por él.
Cuando el prestigio está amenazado, o ha sido humillado o vejado, las
naciones, como los individuos, pueden reaccionar con violencia. Parece que
al menos dos tercios de las guerras que han sucedido en el mundo desde el
siglo XVII han estado motivadas por el intento de recuperación de un
prestigio perdido, más que por intereses comerciales. Es lo que pasó, por
ejemplo, con Alemania tras perder la Primera Guerra Mundial, una
humillación que propició el ascenso del fascismo y el totalitarismo del
partido nazi, lo que desembocó en la Segunda Guerra Mundial. Más
recientemente, dicen, la guerra de Rusia contra Ucrania habría sido un
intento de reafirmarse internacionalmente tras la caída de la Unión
Soviética. Las naciones son narrativas que sirven con frecuencia para
justificar muchas de las atrocidades de las que es capaz el ser humano.
Los relatos nacionales se montan elevando la autoestima del grupo o
nación, lo que, en consecuencia, afecta a la autoestima individual. Ya lo
mencionábamos en la segunda parte, donde hablábamos de la importancia
de la autoestima para nuestro cerebro. Quien pertenece a un grupo, a una
nación, se puede aplicar las bondades y virtudes de aquel. Y sentirse
orgulloso, una sensación enormemente placentera para un primate
hipersocial y curiosamente muy común a todos los nacionalismos. Para esto
nos sirve ser tan listos: una vez que encontramos una narrativa coherente,
que nos dé sentido y seguridad, que justifique lo injustificable, la
defendemos hasta el final, pues entre otras cosas es una fuente importante
de sensaciones placenteras. Y ponemos toda nuestra inteligencia al servicio
de esa narrativa, protegiéndola de cualquier evidencia que pudiera
contradecirla.

BONDAD Y BELLEZA

Las identidades grupales o nacionales también contestan a la pregunta


«¿Qué debo hacer?», y, como decía Kant, responden con la moral, con los
valores morales del grupo. ¿Qué es para nuestro cerebro lo bueno? ¿Por qué
lo identificamos con lo bello y con la verdad? O al revés: ¿qué es lo malo,
por qué es grotesco y mentira? Es interesante observar cómo las narrativas
del grupo se graban a fuego en las profundidades del cerebro. En los juicios
morales, una parte de nuestro cerebro implicada de manera importante es la
ya conocida red por defecto. Es el circuito de la imaginación, de la
mentalización y de la cognición social. No obstante, una estructura cerebral
que se solapa en parte con esta red por defecto y que es de crucial
importancia para determinar lo que está bien y lo que no es la corteza
orbitofrontal, de la que ya he hablado por su vinculación con lo social y lo
emocional. Una de las funciones fundamentales de esta corteza es la de
determinar qué nos conviene y qué no a nivel primario. En este sentido, esta
función de la corteza orbitofrontal la compartimos con la mayoría de los
mamíferos: si tenemos hambre, la comida es buena, apetecible; si tenemos
sed, lo mismo ocurre con la bebida. Además, las valoraciones que establece
esta parte de la corteza cerebral son normalmente relativas: la comida o la
bebida no siempre son buenas, ya que si estamos saciados en uno u otro
caso, más comida o más bebida puede ser visto como algo negativo, algo
que repudiamos. Asimismo, mediante el aprendizaje y la experiencia, la
corteza orbitofrontal puede determinar qué alimentos son mejores que otros.
También en función del tipo de nutrientes o componentes de los que
carecemos en un momento dado: a veces nos apetece algo salado, a veces
algo dulce, dependiendo del equilibrio interno de nuestro organismo y de
aquello que se encuentre descompensado.
Cuando se ha estudiado la estética en el cerebro, con qué partes de este
determinamos que algo nos resulta bello o, por el contrario, feo o
desagradable, esta corteza orbitofrontal destaca sobre las demás. Para
algunos autores, incluso, es la única importante. Está involucrada en el
juicio estético de todo tipo de obras de arte, desde paisajes o bodegones
hasta retratos, e incluso piezas musicales. Y de hecho también está
implicada a la hora de enjuiciar la belleza de otros seres humanos, tanto de
su rostro como de su cuerpo. Aunque es verdad que para gustos los colores,
lo que nos parece bello o feo viene en gran parte determinado por nuestro
grupo, por nuestra cultura. Lo mismo ocurre con los valores morales, que
son diferentes dependiendo del grupo. Robar, por ejemplo, está mal visto en
nuestra cultura; de hecho, lo está en la mayoría, pero no en todas: hay
culturas o naciones donde robar es una demostración de astucia o de
dominio sobre los demás. La corteza orbitofrontal, por tanto, es crucial no
solo para nuestra supervivencia, estableciendo lo que nos conviene comer y
beber en cada momento; también es trascendental para interiorizar los
valores del grupo, sirviendo, entonces, para tres funciones: lo que es bueno
desde el punto de vista natural, por ejemplo para comer o beber; lo que es
bello desde el punto de vista estético, y lo que es apropiado y aceptable
desde el punto de vista moral. Las tres comparten un mismo espacio en el
cerebro. Y por eso lo que es aceptable y está en consonancia con nuestro
sistema de creencias es bello; lo contrario, feo o repulsivo. Aún dentro de la
corteza orbitofrontal, podríamos distinguir una parte destinada a establecer
lo que es bueno, bello o correcto moralmente y otra dedicada a determinar
lo que es malo, feo o inaceptable en nuestras relaciones con los demás. Lo
bueno y lo malo, lo bello y lo feo, el bien y el mal, dios y el diablo, estarían
en el cerebro, en la misma estructura y no muy lejos los unos de los otros.
Pero la corteza orbitofrontal es parte de nuestro cerebro afectivo,
emocional. No contribuye mucho al sistema 2 o modo más sosegado de
pensar, sino más bien al más rápido, intuitivo y emocional sistema 1. Por
eso los juicios morales no siguen una estructura lógica, un cálculo
matemático preciso cuyo balance determine lo que está bien o lo que está
mal, lo que hay que hacer y lo que no. Es una respuesta intuitiva,
automática. Esto se demuestra con ejemplos como el del famoso dilema del
tranvía, ideado por la filósofa Philippa Foot. Imaginemos que un tranvía ha
perdido el control y se dirige a toda velocidad hacia cinco operarios que
están trabajando en la vía y a los que inexorablemente va a atropellar si no
hacemos nada. Poco antes de estos cinco operarios hay un cambio de agujas
que, en caso de ser activado, dirigiría el tranvía a otra vía en la que solo
trabaja un operario. Si activamos el cambio de agujas, solo una persona
resultaría atropellada; si no hacemos nada, serían cinco. Matemática y
racionalmente está muy claro lo que habría que hacer, pero no lo ven igual
los seres humanos. La mayoría de las personas a las que se les plantea este
dilema consideran inadecuado realizar el cambio de agujas; no lo ven
moralmente aceptable. Supondría matar intencionadamente a alguien que
no estaba destinado a morir; sería nuestra acción, nuestra decisión, la que
determinaría ese resultado. Sería visto como un asesinato.

VIVIR DEL CUENTO

Los relatos del grupo nos definen, nos guían, nos protegen de las
incertidumbres, nos dan identidad. Los necesitamos. Vivir bajo un relato
tiene grandes ventajas. Por eso a veces incluso hacemos nuestros relatos
que no nos pertenecen. Es una forma de adherirnos a un grupo que no es el
nuestro, pero de cuya pertenencia podemos beneficiarnos. Este tipo de
situaciones no es extraño, pues, como ya sabemos, el ser humano es
perfectamente capaz de mentir, incluso a sí mismo, interiorizando
profundamente un relato ajeno hasta el punto de convencerse de que es
verdaderamente real y suyo. Esto último le daría más realismo a esa mentira
y, por ende, un mayor poder de convicción, especialmente frente a los
demás.
Ha habido casos de personas que se hicieron pasar por víctimas de los
campos de concentración nazis. Durante años, fueron invitados a
conferencias, ruedas de prensa, certámenes y homenajes, todos en torno a
su vida en un campo de exterminio. Contaban sus experiencias, las
penalidades que pasaron, anécdotas horribles, con pasión, con gran realismo
y detalle. Nadie sospechaba que, en realidad, no habían pisado un campo de
concentración en su vida, algo que se descubrió pasado el tiempo. ¿Fueron
oportunistas y se aprovecharon de la credulidad de la gente para vivir del
cuento? ¿O fue un autoconvencimiento no deliberado, derivado de
situaciones poco definidas de su infancia y experiencias que les habían
contado y asumieron como propias? Podemos traer aquí lo que en la
segunda parte de este libro contaba sobre la creación de falsos recuerdos.
Recordemos también que, una vez instaurados, son muy difíciles de
erradicar.
Resulta muy curioso que, en ocasiones, algunos relatos se ponen de
moda y crece el número de personas que los hacen suyos sin serlos
realmente. Es como si algunos relatos fueran contagiosos. El caso de las
falsas víctimas de los campos de concentración nazis podría ser un ejemplo,
pero hay muchos más. En tiempos de Freud se puso de moda el de los
abusos sexuales reprimidos, y proliferaron los casos de personas que
habrían sufrido abusos en su infancia, muchos de los cuales cayeron en
manos del autor del psicoanálisis. En realidad, la gran mayoría resultaron
ser falsos. En este caso no queda claro si el falso relato se originó en la
imaginación de las víctimas de manera espontánea o si, más bien, habría
sido fruto del propio trabajo terapéutico, que forzó las condiciones para
concebir dichas creencias. Es algo parecido a lo que ocurrió en la década de
1980 en el mundo anglosajón con el llamado pánico satánico, cuando miles
de personas empezaron a referir recuerdos de haber sufrido abusos sexuales
de pequeños por parte de sectas satánicas. El fenómeno se desató por la
publicación de un libro en el que el psiquiatra canadiense Lawrence Pazder
y una de sus pacientes, que acabaría siendo su esposa, contaban el supuesto
caso de esta, una historia sórdida de abusos sexuales por parte de grupos
organizados de una red mundial de adoradores de Satán. La historia, que ha
sido desmentida, fue fruto, al parecer, de procedimientos terapéuticos
inadecuados que indujeron falsos recuerdos.
En tiempos más actuales hemos podido ver algo similar en el
movimiento Me Too, surgido en 2017 para denunciar la agresión y el acoso
sexuales en general a partir de las acusaciones que se realizaron contra el
productor de cine norteamericano Harvey Weinstein. El movimiento se hizo
viral y el número de personas que decían haber sido víctimas de abusos o
agresiones sexuales se multiplicó exponencialmente. Parece que un
porcentaje reducido, aunque nada desdeñable, resultaron ser falsas
acusaciones.
Los relatos nos hacen ser miembros de un grupo y se convierten en
nuestra forma de contar nuestra propia vida. Pero, como sabemos, la verdad
no es lo que más le importa al cerebro humano.
12
LA IDEA DE DIOS

Probablemente es el gran relato humano de todos los tiempos. Las


religiones, más o menos estructuradas, han estado presentes en todas las
sociedades humanas. Y, además, son un invento eminentemente humano, de
ahí que también se haya acuñado el término de Homo religiosus para definir
a nuestra especie. La religión es inherente a esta, es omnipresente. Las
religiones que nos suelen venir a la cabeza con más rapidez son el
cristianismo, el judaísmo, el islamismo, el hinduismo o el budismo, pero
hay muchas más. En mayor o menor detalle, todas ellas presentan algunas
diferencias. De hecho, las religiones no solo no son iguales, sino que
tampoco lo han sido a lo largo de la historia. Cuando hablamos de religión,
hablamos de algo efectivamente muy amplio y relativo.
A grandes rasgos, se suele decir que las creencias religiosas comenzaron
por el animismo. Puede que antes incluso de que existiera nuestra especie.
El animismo consiste en creer en espíritus, en seres sobrenaturales, no
materiales. Normalmente, esos espíritus son la personificación de los
muertos, de los seres queridos y conocidos que nos han abandonado y que
nos observan, vigilan o cuidan desde otra realidad, desde otro mundo. El
más allá. El animismo fue seguido de lo que se conoce como politeísmo, la
creencia en diversos y diferentes dioses, cada uno normalmente
especializado en una función (por ejemplo, para la lluvia, la fertilidad o la
guerra). Serían entes superiores, tan sobrenaturales como los espíritus, pero,
en general, con mayor poder para hacer y deshacer. Por último, más
recientemente, llegaron las religiones monoteístas, las que creen en un solo
dios omnipotente y lejano. Cristianismo, judaísmo e islam son ejemplos de
este tipo de religiones. No obstante, cada escalón en la escala de
ascendencia de las religiones a lo largo de nuestra historia no ha supuesto
necesariamente que se abandonaran las creencias de tipo más primitivo o
menos evolucionado. Un cristiano, por ejemplo, puede creer no solo en un
dios único y superior a todas las cosas, sino también en muchos otros seres
y entidades con mayores o menores grados de poder con relación al del dios
superior. Así, tenemos a la Virgen María, a los arcángeles, a los santos e
incluso a los espíritus de los muertos. Y también tenemos al diablo, con
mucho poder —para hacer el mal, por supuesto—, en una especie de
dualismo religioso que se incorporó en algún momento de la historia del
cristianismo. Podríamos decir, pues, que monoteísmo, politeísmo y
animismo coexisten en muchas religiones, incluyendo el cristianismo. Es lo
que se llama sincretismo religioso.
A pesar de su variabilidad, o quizá precisamente por ella, existen
múltiples definiciones de lo que es la religión. La mayoría de ellas, sin
embargo, tienen algunos elementos en común. Uno de ellos es que las
religiones son sistemas de creencias. Narrativas, podríamos decir, productos
de la mentalidad mitológica de Pinker o la ficción de Harari. Estas
creencias, además, son asumidas a pies juntillas y tomadas al pie de la letra
como verdades por quienes tienen fe en ellas, que suelen considerar que
está fuera de toda cuestión considerar si es cierto o falso que dios, las
divinidades o los espíritus existen. Se suele destacar también en casi todas
las definiciones que las creencias religiosas se conforman en sistemas o
conjuntos de ellas. No es este un asunto menor, pues nos habla de la relativa
complejidad de esas ideas; del hecho de que, dentro de cada religión, unas
creencias se sustentan en otras y de que, si una cayera o no fuera admitida,
podrían caer todas las demás. Las definiciones suelen coincidir también en
que esas creencias giran, como es obvio, en torno a la divinidad o
divinidades, la espiritualidad o un orden sobrehumano.

LA RELIGIÓN Y LA MORAL

Algunas definiciones de religión destacan su sentido moralista, el de


establecer normas de conducta y de convivencia. Es más, moral y religión a
veces se confunden: el sentido de la justicia, la diferencia entre el bien y el
mal. De hecho, esta idea se ha solido esgrimir para otorgarle una utilidad
adaptativa a la existencia de las religiones. La religión, en sí, no parecería
tener la capacidad de mejorar la supervivencia de nuestra especie, pero la
moral que promueven muchas religiones sí proporcionaría grandes ventajas,
al facilitar la cohesión y la convivencia social. Mucha gente piensa que la
moral no existiría sin las religiones.
Sin embargo, la moral es una característica de nuestro cerebro social que
es absolutamente independiente de las creencias religiosas. En el mundo ha
habido y hay sistemas morales sin religión y religiones que no establecen
dogmas morales. La moral es un producto directo del cerebro, no de las
religiones. Entre otras estructuras, de la corteza orbitofrontal, como
comentábamos en el capítulo anterior. Para regular la convivencia ya
tenemos sentimientos emocionales como la vergüenza o la culpa,
suficientemente dolorosos como para regir nuestra conducta en grupo sin
necesidad de divinidades a las que rendir cuentas. Rendimos cuentas frente
a los demás miembros del grupo. Hay personas con un gran sentido moral y
social que, no obstante, son ateos, e incluso declaradamente antirreligiosos.
Los primates no humanos también tienen ideas sobre lo justo y lo injusto.
Por ejemplo, los monos capuchinos, una especie altamente cooperativa,
cuando observan que un congénere recibe una recompensa mejor que la
suya por realizar exactamente el mismo trabajo que ellos, protestan
enérgicamente. Incluso rechazan con violencia lo que se les ofrece, que,
aunque sea poco, es algo.
La moral en las religiones parece algo de aparición relativamente
reciente. La religión egipcia, por ejemplo, carecía de un sistema moral.
Igualmente parece ser el caso de las religiones precolombinas de
Mesoamérica y los Andes. Esta sería una prueba más de que religión y
moral están lejos de ser sinónimos. Pero, con el tiempo, la mayoría de las
religiones han asumido un discurso moralista, incorporándolo como propio.
Se han convertido en mediadoras y valedoras, poniendo a dios, a los dioses
o los espíritus como jueces de nuestra conducta y garantes de la justicia.
Los dioses o los espíritus nos observan, por lo que incluso cuando estamos
solos debemos comportarnos como si estuviéramos ante otros miembros del
grupo. De esta manera, habrá justicia incluso cuando hagamos algo que
desconozcan los demás. No necesitamos a los humanos para que se haga
justicia. Quien se porta mal antes o después recibirá su castigo, y habrá
premios para quien se comporte adecuadamente. Si no es en vida, será tras
la muerte. El cielo y el infierno están ahí, y de lo que hagamos dependerá
que acabemos en uno u otro sitio. Las religiones morales, de hecho, parecen
haber aportado una ventaja respecto a las que carecen de sistemas morales
en cuanto a la obtención de energía ambiental —medida en kilocalorías por
día por persona—. Esto es consecuencia de que, al sentirnos observados en
todo momento, tendemos a ser menos egoístas e injustos; se reparten mejor
los recursos y se obtienen todas las ventajas del trabajo en equipo.
Pero las religiones, tengan o no ideas morales, parecen tener algunas
otras ventajas para el grupo. Una de ellas es la de favorecer su cohesión,
propiciando un cierto sentido de mutualismo, de solidaridad, de unión y
unidad frente a la adversidad o frente a otros grupos. Y una de las formas
mediante las que las religiones consiguen este objetivo son los rituales,
inherentes a todas las religiones. Para muchos autores, los rituales religiosos
colectivos son los actos sociales por excelencia. Son universales, y sus
efectos para cohesionar el grupo duran más allá del propio ritual. Las
danzas, los rezos, las misas, los cánticos realizados en grupo unifican las
mentes y los cuerpos de quienes los practican. Producen una indescriptible
sensación de comunión que deja huella. Algunos estudios han comprobado
cómo durante la realización de rituales, las emociones de los miembros del
grupo se sincronizan. Durante el ritual, cuando se acelera el pulso en uno de
los miembros del grupo, podemos ver la misma respuesta en otros, casi con
el mismo número de latidos por minuto y variando prácticamente al
unísono. Como si fueran una sola persona, una sola entidad. Los rituales,
pues, unifican, lo que fomentará la fraternidad, la concordia, la ayuda
mutua, incluso entre personas que no tienen una relación de
consanguineidad.
Aparte de la moral y la cohesión del grupo, algo que hacen las religiones
y que es muy importante para los seres humanos es responder a algunas
preguntas que las naciones o mitos de grupo suelen dejar sin responder. O al
menos las completan y complementan. De hecho, algunas definiciones de
religión insisten en este punto: las religiones aportan una visión del mundo,
una cosmovisión. En mayor o menor medida, las religiones nos dicen cómo
se creó el mundo y quién lo hizo, y nos aportan algunas narrativas quizá
menos trascendentes pero igualmente importantes, como por qué ocurren
los fenómenos naturales (terremotos, lluvias o inundaciones) o por qué los
seres humanos somos especiales y diferentes de otros seres vivos y, entre
otras cosas, hablamos o somos más inteligentes. Al haberse generado antes
de que la ciencia atendiera a estas preguntas, las respuestas son de variado
tipo y, por lo general, difíciles de aceptar desde nuestro conocimiento
actual. Concepciones del mundo como la visión geocéntrica del universo —
según la cual los demás planetas giran en torno al nuestro— o la de situar a
nuestra especie por encima de todos los seres vivos del planeta, centro de
todas las cosas y objetivo último y principal de la creación —también
conocida como antropocentrismo— son solo algunos ejemplos. Estas
narrativas no solo nos han acompañado desde muy atrás en el tiempo, sino
que encajan muy bien con lo que le gusta al intérprete de nuestro cerebro:
historias cerradas, causales, coherentes y que lo explican todo.
No menos importante es también el consuelo que nos dan las religiones
ante tantas incongruencias de nuestro comportamiento, ante tantas
contradicciones, tanta constatación de que, aunque parece que somos muy
listos, muchas veces parecemos absolutamente tontos. O terriblemente
malvados, por más que nos empeñemos en creer que ser humano es
sinónimo de hacer el bien. La voluntad de dios —que muchas veces es un
misterio, es inescrutable— o de los dioses, e incluso la posesión por parte
de los espíritus, han sido respuestas muy comunes para entender
comportamientos humanos que escapan a la lógica, a las normas o al más
mínimo sentido común. De nuevo, una idea satisfactoria para el intérprete
de nuestro cerebro, que se queda tranquilo y no necesita darle más vueltas.
Ser tan listos nos ha servido con frecuencia para inventar, mantener y
defender explicaciones como estas.
Las religiones han ayudado también a establecer y justificar las
jerarquías sociales, indicando a quién someterse. Estado e Iglesia han
permanecido inextricablemente unidos hasta nuestros días, y en Europa y
otros lugares del mundo no había acto de coronación que no fuera avalado
por la Iglesia, la cual, en definitiva, tenía la última palabra. Igual que
existen una liturgia y unos rituales apropiados para convertir el pan en carne
y el vino en sangre, hay otros para convertir a un miembro de nuestra
especie en un ser superior a quien debemos obediencia «por la gracia de
Dios». Abracadabra. Sin embargo, gracias a un movimiento cultural e
intelectual nacido en el siglo XVIII, conocido como Ilustración, no solo se
desarrolló y extendió el método científico, sino que se establecieron las
bases para separar el poder religioso del secular. Los asuntos terrenales y
los espirituales se tratan por separado en las sociedades más avanzadas.
¿UN DIOS NATURAL?

¿Nuestro cerebro está hecho para que la idea de un dios, varios dioses o los
espíritus arraiguen? Esto son en realidad varias preguntas, y también la
podríamos plantear como: ¿es natural para nuestro cerebro creer en
entidades sobrenaturales? La respuesta no es del todo sencilla. Algunos
estudios indican que en niños pequeños la idea de un dios, o de varios
dioses, con mayor o menor poder de influir en las vidas de los habitantes de
la Tierra no surge espontáneamente. No es algo que se les ocurra por sí
solos; alguien se lo tiene que decir. De ahí que podamos deducir que la idea
de dios es fruto principalmente de una evolución cultural, una idea que se le
ocurrió a alguien, arraigó y tuvo gran éxito. Una idea que existe desde hace
mucho tiempo, hasta el punto de haber acompañado a todos los grupos
humanos allá donde hayan viajado.
Por otra parte, sí parece natural y surge espontáneamente la creencia en
el dualismo, la separación entre el cuerpo y un alma o espíritu inmaterial
independiente del cuerpo. Que los niños lleguen espontáneamente a una
idea dualista probablemente tenga su origen en las experiencias oníricas:
sabemos que nuestro cuerpo está acostado, durmiendo, pero soñamos
vívidamente multitud de experiencias. Corremos, hablamos con amigos o
familiares, jugamos, viajamos, nos pasan muchas cosas. Pero a la mañana
siguiente constatamos que todo ha sido un sueño, que nuestro cuerpo no ha
salido de la habitación, ni tan siquiera de la cama. Pero nosotros sentimos
haber hablado, jugado o viajado. Es lógico y esperable que, pensando un
poco, y sin más evidencias, lleguemos naturalmente a la conclusión de que
cuerpo y alma no son lo mismo. Esta podría ser una piedra fundamental
para el inicio de las primeras creencias religiosas, las más primitivas y
originales, las animistas. A los sueños se unirían otros tipos de experiencias
que vendrían a confirmar (a los ojos de un cerebro dominado por el
intérprete y el modo de pensar del sistema 1) ese dualismo. Por ejemplo, los
estados alterados de consciencia o las conocidas como experiencias
cercanas a la muerte. Todas ellas son fruto de la actividad cerebral, alterada
en algunos casos por la ingesta de sustancias o por situaciones de estrés
físico o mental. Como ya he comentado, la fatiga extrema puede ocasionar
alucinaciones muy interesantes, como ver un doble de sí mismo. Una vez
separados la mente y el cuerpo, parecería normal plantearse que, al morir,
hay algo que sobrevive que no es el cuerpo, y de aquí habría surgido la idea
de los espíritus de los muertos.
Los muertos suelen ser personas que nos han precedido, que son
mayores que nosotros. Es la ley natural. De ahí que los espíritus a los que se
empezaría a rendir veneración fueran, probable y más frecuentemente, los
del padre, la madre o los abuelos. Seres que fueron sabios, que sabían más
que nosotros, que nos enseñaron, nos aconsejaron, nos guiaron, que fueron
autoridades para nosotros. Para el cerebro humano el concepto de autoridad
es natural. Somos primates, y en los primates hay jerarquías. Además,
tenemos un larguísimo periodo de crianza, por lo que debemos pasar
muchos años bajo la supervisión y las restricciones impuestas por distintas
autoridades, principalmente los padres. De ahí a que los espíritus de
nuestros muertos estén más arriba en la jerarquía y tengan poder sobre
nosotros hay solo un paso. Habrá por tanto que venerarlos, como hacemos
con nuestros mayores vivos, así como tenerlos contentos, hacer las cosas
como ellos esperarían de nosotros. Con el tiempo, con la evolución de las
culturas, es fácil entender que esa idea se haya transformado en la
existencia de diversos dioses con distintos poderes específicos, y en la de un
único dios, por encima de todos, bajo el cual estarían todos los demás seres
sobrenaturales. A medida que las sociedades fueron evolucionando social,
política y culturalmente, haciéndose cada vez más grandes y complejas pero
bajo un solo y único mando, las religiones monoteístas habrían ido
haciendo su aparición. Las jerarquías que observamos en este tipo de
religiones, donde además de un dios tenemos ángeles y santos, se parecen
mucho a las que observamos en buena parte de los sistemas políticos más
complejos. Las religiones son un invento humano, una narrativa que ha
generado nuestra especie en gran parte a imagen y semejanza de sí misma,
aunque en otro plano de realidad: el espiritual. Una realidad creada por
nuestra mentalidad mitológica, una ficción.

LA VISIÓN JERÁRQUICA DEL MUNDO

Que las sociedades humanas se establezcan, generalmente, de manera


jerárquica, y que estas jerarquías tengan un nivel de complejidad
normalmente mayor que el que podemos observar en otros animales
sociales es consecuencia de la extraordinaria capacidad de nuestro gran
cerebro para organizar la realidad en distintos niveles que dependen unos de
otros. Lo vemos en el lenguaje: la sintaxis permite introducir unas ideas
dentro de otras, habiendo algunas que son más importantes y otras
subordinadas a aquellas. En la oración «El zapatero, tras cerrar la tienda y
dejar su mercancía en el almacén, se fue a su casa a descansar», hay una
idea principal («el zapatero se fue a su casa) y otras secundarias o
subordinadas, no tan importantes (que cerró la tienda, dejó su mercancía y
que el objetivo de irse a su casa era descansar). Las jerarquías están tanto en
el lenguaje como en las organizaciones sociales y políticas del ser humano
porque esta forma de estructurar la realidad, sea mitológica —o ficticia— o
no, es inherente a todo lo que hace su cerebro. De hecho, esta capacidad
puede tener también mucho que ver con el origen de las creencias
religiosas, que no serían posibles en cerebros primates no tan grandes como
el nuestro, como el del chimpancé.
Para entender cómo la visión jerárquica del mundo que tiene nuestro
cerebro pudo facilitar la existencia de las creencias religiosas, empezando
por las más animistas, tenemos que hablar de una capacidad que en nuestra
especie se muestra enormemente desarrollada, la teoría de la mente. Es un
mal nombre, pues parece que se refiere a una teoría científica, pero en
realidad se refiere a una virtud de nuestro cerebro. Ya la definí en un
capítulo anterior como nuestra capacidad para deducir lo que otras personas
tienen en su mente. Sus intenciones, deseos, planes, conocimientos o
emociones, entre otras cosas. Es una capacidad que cobra un gran
protagonismo, por ejemplo, durante una partida de ajedrez, aunque en
realidad la estamos usando constantemente. Además, dije que se la conoce
también por los nombres de empatía o intencionalidad.
Para algunos autores, como el psicólogo Robin Dunbar (ya mencionado
en el capítulo 5) y sus colaboradores, esta capacidad de leer la mente de los
demás puede tener varios niveles u órdenes jerárquicos según la cantidad de
mentes en bucle que se puedan meter unas dentro de otras. Algunas especies
tendrían teoría de la mente, especialmente dentro del orden de los primates,
pero no llegarían a nuestros niveles. El nivel mínimo de teoría de la mente
implicaría que uno mismo sabe que tiene mente —que tiene creencias,
reconoce que las tiene—, pasándose a un segundo nivel cuando se es capaz
de observar que otros seres pueden tener también mente y, con ella,
creencias, y que estas podrían ser distintas a las nuestras. Muchos
mamíferos y aves podrían llegar al primer nivel, pero al segundo solo lo
harían los niños de nuestra especie de entre tres y cinco años, grandes
simios como el chimpancé y, quizá, también otros seres, como algunas aves.
El ser humano adulto podría alcanzar, sin embargo, niveles mucho más
complejos, llegando a un quinto e incluso un sexto nivel. En el quinto se
hallarían las situaciones en las que una persona tendría una creencia acerca
de lo que otra persona cree que, a su vez, alguien piensa sobre lo que cree
otra persona diferente, considerando a la vez la primera que la propia
creencia es diferente de, al menos, alguna de las creencias que tienen el
resto de esas personas. Parece complicado, ¿verdad?, pero es algo que
ponemos en práctica con relativa frecuencia y, normalmente, sin demasiado
esfuerzo. Una afirmación como la siguiente sería un ejemplo de teoría de la
mente de quinto nivel: «Creo que tú piensas que yo pretendo que los dos
convenzamos a Alberto de querer ir a Nueva York». Cada verbo indica un
acto mental, cada uno con su sujeto, y unos se relacionarían con otros de
manera jerárquica. Hay cinco verbos, cinco mentes, por lo que serían cinco
niveles. Nótese por tanto que el nivel hace referencia al número de mentes o
situaciones mentales que se pueden considerar a un tiempo en un mismo
pensamiento. Hay una situación principal: yo tengo una creencia. De esta
dependen otras situaciones mentales: mi creencia es acerca de lo que tú
piensas, y esto que piensas es lo que yo puedo pretender, que a su vez se
refiere a algo que podemos intentar, que a su vez se refiere a influir en el
deseo de otra persona. Si el quinto nivel le ha parecido complicado,
imagínese el sexto, al que, según Dunbar y sus colaboradores, solo llegarían
algunos miembros privilegiados de nuestra especie, pero no todos.
Dominar los sucesivos niveles necesita del desarrollo del cerebro, que
iría aumentando sus capacidades en este sentido. Así, aproximadamente a
los seis años de edad empezaríamos a alcanzar el tercer nivel (el niño puede
considerar los contenidos de tres mentes independientes a la vez, como
cuando piensa lo que un amigo puede creer acerca de otro amigo); el cuarto
nivel, en torno a los nueve y el quinto no llegaría antes de los once. Para
estos autores habría una correlación entre la cantidad de corteza cerebral de
una especie, en particular del lóbulo frontal, y el nivel alcanzable en teoría
de la mente. De esta manera, incluso podríamos deducir qué niveles de
teoría de la mente podrían haber logrado especies ya extintas. No habría
duda, por ejemplo, de que Homo heidelbergensis podría haber alcanzado el
cuarto nivel, y especies anteriores de nuestro linaje también habrían llegado
a niveles superiores a los del chimpancé. Por ejemplo, Homo erectus /
ergaster podría haber alcanzado el tercero. Los australopitecinos, sin
embargo, no habrían pasado del segundo, como los chimpancés y nuestros
niños de menos de cinco años. Dunbar y sus colaboradores no se atreven a
otorgar al neandertal nuestra capacidad de alcanzar el quinto nivel, sin
embargo, dejándolo en el cuarto junto al heidelbergensis.
Pues bien, para estos autores, ser capaces de dominar niveles complejos
de teoría de la mente nos permitiría pensar sin gran esfuerzo en mundos
imaginarios, donde tendrían cabida mentes de seres espirituales
(antepasados, dioses, seres mitológicos) que interactuarían con otros seres
(o con sus mentes) de este mundo. Y gracias a esto se habrían dado las
condiciones necesarias para la existencia de las ideas religiosas. Para ello se
necesitaría, al menos, del cuarto nivel, por lo que Homo heidelbergensis y
neandertales podrían perfectamente haber tenido creencias religiosas sobre
seres ancestrales interactuando con sus descendientes vivos. Podrían haber
sido animistas. Pero solo nuestra especie, con su quinto nivel, habría sido
capaz de llegar a crear narrativas sobre mundos imaginarios complejos y
sus jerarquías de habitantes imaginarios. Nuestra teoría de la mente depende
en gran medida de nuestra red por defecto. Esto encajaría con el hecho de
que las personas con trastornos del espectro autista, que presentan una
actividad alterada en diversos nodos importantes de esta red, tengan unos
niveles de religiosidad escasos o nulos.
Esta cualidad del cerebro humano que le permite integrar y pensar en
varias mentes de manera simultánea y con cierta facilidad lo lleva
inexorablemente a buscar intenciones, diseño y propósito en todo lo que le
rodea. Nuestro cerebro intenta encontrar todas estas características de la
mente humana allá donde pueda. Incluso donde no se necesita o no se
puede. De esta manera, no es difícil entender que el ser humano, a través de
su historia, haya querido ver intenciones y propósitos detrás de fenómenos
naturales, como tormentas, terremotos o sequías. Es lo que explicaría,
asimismo, que haya pensado en la posibilidad de que detrás de multitud de
infortunios o de venturas —incluso en el origen de todo, del universo
entero, de la vida— haya alguien, y aquí se habrían situado los espíritus de
los antepasados o los dioses. Seres sobrenaturales, pero curiosamente con
características mentales muy similares a las nuestras. No solo tienen
intenciones y propósitos, sino que se pueden enfadar o sentirse complacidos
con nosotros dependiendo de nuestro comportamiento. Como las personas.
Menos parecidas a las personas serían las deidades supremas, únicas y
lejanas, que las mentes con una capacidad para llegar al sexto nivel podrían
concebir. Deidades más abstractas, más impersonales o simbólicas; más
indefinidas en cuanto a su naturaleza y propiedades, al menos respecto al
mundo como lo conocemos. Serían concepciones más propias de la teología
y de perspectivas religiosas muy elaboradas y evolucionadas. Recordemos,
no obstante, que la mayoría de los mortales no pasaríamos del quinto nivel.
Por otra parte, y aunque Dunbar y colaboradores consideran que el
neandertal, junto con heidelbergensis, no pasó del cuarto nivel, recordemos
que las evidencias se encaminan cada vez más hacia la constatación de un
gran parecido mental entre ellos y nosotros. De hecho, sus lóbulos frontales
no eran muy diferentes de los nuestros, al menos en tamaño. No habrían
pasado del animismo, sin embargo, como tampoco parece que lo hizo
nuestra especie, por lo visto, hasta pasados muchos milenios desde su
aparición y tras una larga evolución cultural.

LA IDEA DE DIOS, UNA ANOMALÍA QUE FUNCIONA

Las ideas religiosas no serían sino lo que el biólogo Richard Dawkins, el


autor de El gen egoísta, bautizó como memes: ideas o unidades de
información que se transmiten entre las personas, algunas de las cuales
tienen gran éxito y se difunden extensa y rápidamente, pero que no
necesitan evidencia empírica que las avale. Es lo que tiene que en nuestra
forma de pensar predomine el sistema 1, y es totalmente conforme con la
forma de ser del intérprete de nuestro cerebro. La idea de dios es una buena
idea que ha calado profundamente.
Varias líneas de investigación intentan desde hace años descubrir qué es
lo que hace a las ideas religiosas tan atractivas para nuestro cerebro. Buscan
sesgos, patrones retóricos o elementos que expliquen el tremendo éxito y
dispersión de estas narrativas, más allá de su posible utilidad para regular la
convivencia y dar cohesión al grupo. Algunos hallazgos indican que el tipo
de contenidos, su número y su distribución son factores relevantes. Que en
una narrativa o texto religioso se hable de fenómenos sobrenaturales es, al
parecer, fundamental. Si no, no nos llamarían la atención, no nos resultarían
tan interesantes. En las narrativas que sustentan las creencias religiosas
aparecen sistemáticamente violaciones de los principios físicos, biológicos
o psicológicos. Como ejemplo de los primeros, se habla de entidades que
pueden atravesar paredes o aparecer de la nada. Un ejemplo de violación de
los principios biológicos sería que un difunto pueda resucitar, mientras que
violaciones de los principios psicológicos los tenemos en que la materia
inerte, como la piedra o la madera, tallada o no, pueda escuchar, pensar o
tener voluntad.
Estos principios físicos, biológicos y psicológicos los aprendemos a lo
largo de nuestra vida mediante la experiencia con el mundo tangible y
humano. Los comenzamos a incorporar desde muy temprano. A un niño de
corta edad, incluso antes de ser capaz de hablar, ya le sorprendería que se
violaran muchos de ellos, especialmente los que pertenecen al mundo
físico. Si dejamos caer un objeto, este va hacia abajo y no hacia arriba o
hacia los lados. Si lanzamos algo contra la pared, no la atraviesa, sino que
choca con ella y cae. Lo contrario sorprendería hasta a un niño con un
mínimo de experiencias con su medio natural. Y es precisamente esta
sorpresa lo que hace a las narrativas religiosas tan atractivas; nos hablan de
mundos fantásticos, de sucesos fascinantes. Este tipo de anomalías que van
en contra de nuestro conocimiento del mundo son muy atractivas y
sobreestimulan nuestro cerebro. Nos encanta escucharlas. Pero una
narrativa religiosa tampoco puede abusar de estas ideas imposibles. Si
aparecen demasiadas en una historia, el sistema de atención del cerebro se
satura y aquella deja de ser atractiva. Las contraintuiciones o hechos
fantásticos deben dosificarse en su justa medida dentro de ella. Es lo mismo
que ocurre en una novela, un cuento, una leyenda, una película o una obra
de teatro. Abusar de lo fantástico mata el relato, impide su éxito. Varios
estudios muestran cómo los relatos más populares tienen una dosis
adecuada de contraintuiciones. El resto suelen mostrar un número menor o
mayor de estas locas ideas.
Por otra parte, el tipo de violaciones o anomalías de los principios
físicos, biológicos o psicológicos que se usan en las narrativas religiosas
suelen ser de un tipo especial. No todas las locuras que se nos ocurren son
igualmente válidas para fundamentar una religión. Hay anomalías que no
valdrían para ser incorporadas a un texto religioso. En nuestro laboratorio
realizamos hace tiempo un experimento en este sentido, intentando explorar
hasta qué punto las anomalías de la realidad que se describen en textos
religiosos de todo el mundo resultan inaceptables para el cerebro frente a
otras, en principio igualmente inaceptables, pero que involucran elementos
algo más cercanos y mundanos. Así, quisimos comprobar cómo reacciona el
cerebro a una afirmación extraída de un texto religioso como «Embarcó en
una balsa de serpientes» frente a una anomalía en principio comparable
pero no religiosa como «Embarcó en una balsa de hormigón». Ambas
generaban una reacción de desconcierto en el cerebro, sin duda. Pero la
religiosa, la de la balsa de serpientes, no tanto como la del hormigón. Para
el cerebro, las violaciones de los principios de la realidad que implican
elementos naturales del mundo y del universo resultan inaceptables, y por
eso son atractivas, pero parecen ser algo más aceptables que otras que
hablan de elementos artificiales o más mundanos.
Casarse con el sol es menos inaceptable para nuestro cerebro que casarse
con un carro. Que un hombre se convierta en halcón es un poco más
aceptable que si se convierte en pierna. Y que de su barba salgan asteroides
es algo más aceptable que si hubieran salido armarios. ¿Por qué es esto así?
¿Por qué anomalías en principio más imposibles (el sol es más inalcanzable
que un carro) las digiere mejor nuestro cerebro? La razón, que constatamos
en otro experimento, es que las anomalías que describen las narrativas
religiosas son susceptibles de ser tomadas como metáforas, ese mecanismo
de nuestro cerebro por el que hacemos comparables dos cosas a través de
algunas de sus propiedades. Así, la ambigüedad, la apertura de múltiples
posibilidades, parecen ser características del tipo de anomalías que se
emplean en las historias religiosas. En definitiva, las anomalías que se
cuentan en estas no solo no deben ser muy numerosas para que tengan
éxito, sino que también inaceptables de una manera particular.
Hay muchos relatos que hablan de ideas fantásticas o hechos imposibles
pero en los que, sin embargo, no creemos. Los personajes de los dibujos
animados pueden caer por un barranco, o bien puede explotarles un
cartucho de dinamita en sus manos, y, sin embargo, no les pasa nada. A lo
sumo, ven las estrellas o aparecen con la cara negra. Lo que hace a los
relatos religiosos diferentes muy probablemente tenga que ver, una vez más,
con los sesgos de nuestro cerebro. Mezclemos los sesgos de autoridad,
confirmación, falso consenso y veracidad, por ejemplo, y no tendremos más
remedio que admitir y asumir que una historia es verdadera, por increíble
que parezca. Entre otras cosas, porque nos la han contado personas que
ostentan la autoridad. Y ya sabemos que lo que dice una autoridad va a
misa.
13
LA IMPORTANCIA DE LOS MUERTOS

Que alguien cercano y querido se muera nos causa una fuerte impresión,
una gran conmoción. «¡¿Dónde está?! ¡Estaba aquí hace un momento y ya
no existe! ¡Tiene que estar en alguna parte!» Para soportarlo, surge una
narrativa alternativa a lo que ven nuestros ojos, alimentada por la magia,
que a su vez se alimenta también de casualidades y de todo tipo de
incidentes que interpretamos como señales de otro plano de realidad.
Nuestro intérprete busca rápidamente una narrativa que lo reconforte.
En el capítulo precedente explicaba como la creencia en los espíritus de
los muertos debió de estar presente en el origen de las creencias religiosas.
Muy probablemente, estas creencias son tremendamente antiguas,
anteriores incluso a nuestra especie. Se suele hablar de enterramientos, de
posibles rituales de culto a los muertos ya en los neandertales. Esqueletos
cuidadosamente preservados, incluso con ofrendas u objetos que el ser
perdido pudiera usar en la otra vida, nos muestran que el neandertal pudo
muy bien creer que tras la vida material existía una vida espiritual. También
hemos visto como, según algunos autores, estas creencias podrían
remontarse incluso mucho más atrás, a especies con un cerebro tan grande y
evolucionado como el de Homo heidelbergensis. Y, efectivamente, hay
evidencias de que este pudo ser el caso. En España, en la sierra de
Atapuerca, en la provincia de Burgos, existen unos yacimientos increíbles
que contienen restos de multitud de antepasados humanos, desde hace más
de un millón de años hasta la actualidad, desde una especie aún por definir
de hace 1,4 millones de años hasta el Homo sapiens en algunas de sus
diversas culturas antiguas, como el Neolítico, la Edad del Bronce o el
Imperio romano. Homo antecessor habitó aquella sierra hace unos 850.000
años. Un preneandertal coetáneo de Homo heidelbergensis, hace 500.000. Y
hace 115.000 los neandertales anduvieron por allí. Todos ellos han dejado
un gran número de vestigios que tenemos la suerte de poder estudiar para
conocer nuestro más remoto pasado. Precisamente, uno de los yacimientos
más importantes a nivel mundial, si no el que más, de la época de Homo
heidelbergensis se encuentra en un rincón de aquella sierra conocido como
la Sima de los Huesos, en el interior de la llamada Cueva Mayor.
La Sima de los Huesos es un descubrimiento de primer orden para
conocer qué ocupaba la cabeza de nuestros ancestros más allá de sus
preocupaciones por la caza y la recolección. Allí se han hallado miles de
huesos correspondientes a casi una treintena de individuos de esa especie
tan antigua. Las cicatrices de los mismos muestran sus duras condiciones de
vida, sus enfermedades y, en algunos casos, la violencia que probablemente
turbaba su convivencia en numerosas ocasiones. La distribución y el
agrupamiento de los restos óseos también indican que allí fueron arrojados
los cuerpos de esas personas al poco de morir. No fueron arrastrados hasta
ese lugar fortuitamente por el agua u otros fenómenos físicos o geológicos
del interior de la cavidad. Tampoco fueron llevados por animales que
habitaran la cueva para comérselos, no hay huellas de este tipo de
circunstancias. Los humanos que se han encontrado en la Sima de los
Huesos fueron depositados en ella por otros miembros del grupo. Hubo un
interés en preservar aquellos cuerpos de la intemperie, de las alimañas y
depredadores. Aquellos cadáveres fueron tratados con cuidado.
El yacimiento arrojó además una pieza clave, un objeto ritual. Un hacha
bifaz, de un material extraño para aquella sierra, la cuarcita roja, y muy
bella y cuidadosamente tallada. Su color es sorprendente, y cuando se moja
adquiere un matiz rojo intenso, similar al de las vísceras, al de un corazón
recién eviscerado. La herramienta no muestra señales de haber sido usada.
Es, con una alta probabilidad, un objeto de ofrenda a los muertos allí
depositados. El ser humano lleva rindiendo culto a sus muertos desde hace
cientos de miles de años. Desde antes de que apareciera nuestra misma
especie. La muerte es muy importante en nuestras vidas.

REACCIONES CUANDO LA MUERTE ACECHA

En la primera parte comentaba cómo la gran inteligencia de nuestra especie


nos lleva a un descubrimiento terrible: que nosotros mismos también vamos
a morir. Otros seres que nos han precedido han muerto; nadie ha
sobrevivido a cierta edad, no queda nadie de las generaciones pasadas. Qué
sucederá después de nuestra muerte, o qué ha pasado con nuestros seres
queridos ya fallecidos, es todo un misterio dominado por la incertidumbre.
Es una situación realmente incómoda. Terrible. Por eso, como dije en su
momento, el ser humano se ha inventado narrativas que le permiten
sobrellevar esta situación. El ejemplo por excelencia son las religiones.
Pero ¿qué ocurre cuando nuestra muerte no es algo de un futuro más o
menos lejano e incierto, sino que está aquí mismo, que puede ser
inminente? De hecho, normalmente, el miedo a la muerte no es algo que
tengamos presente continuamente. Salvo en casos que podríamos calificar
de patológicos, ese sentimiento solo aparece en su máxima expresión
cuando creemos que la muerte está realmente cerca. Por ejemplo, ante una
guerra o una pandemia por una enfermedad potencialmente mortal. Los
psicólogos llevan décadas estudiando cómo el ser humano afronta la muerte
en estas situaciones, cómo reacciona al miedo a la muerte en toda su
intensidad. Hay una serie de conclusiones muy interesantes a este respecto,
y, según parece, las reacciones ante una amenaza de muerte inminente son
universales y siguen unos patrones relativamente definidos. La reciente
pandemia del COVID-19, que ha situado en el primer plano de nuestra
atención nuestra propia muerte y la de nuestros seres queridos, ha puesto a
prueba estos modelos originados desde la psicología. Y la realidad parece
haberse ajustado bastante bien a sus predicciones.
Cuando hay amenaza de muerte en nuestro entorno, se producen dos
tipos de reacciones diferentes y, aparentemente al menos, sin relación entre
ellas. La primera y más inmediata es la de sufrir ataques de pánico y
ansiedad o entrar en una depresión grave. Es el miedo en su estado más
puro. Abundan los sentimientos de desesperanza o de falta de sentido sobre
la propia vida, cuyo final parece cercano. Efectivamente, la pandemia del
COVID-19 disparó las tasas de trastornos por ansiedad y depresión; y no
solo en los meses más difíciles, sino durante mucho tiempo después.
Pero, afrontados los primeros momentos de pánico, que muchas veces
pueden llevar a una total inacción o parálisis de nuestro comportamiento,
incluso de nuestro pensamiento, el instinto de conservación se abre paso
con verdadero ímpetu. Es la fuerza de la vida. Hay que hacer lo posible y lo
imposible por vivir; hay que seguir adelante. Comienza la acción. Pero ¿qué
se puede hacer si aparentemente no controlamos la situación? No parece
estar en nuestra mano evitar ese terrible destino. Es el turno de exaltar los
relatos y de las acciones guiadas por estos. En esta fase es muy frecuente
que la gente se identifique con fuerza con una concepción de la vida,
normalmente la que porta su propio grupo social, político o cultural, con sus
normas sociales, sus leyes, sus mandatos. Los hacen suyos y se convierten
en acérrimos defensores de ellos. Es una forma de obtener seguridad y
confianza en algo. Así, no ha sido extraño que, llevada al extremo, esta
reacción haya conducido a abiertos enfrentamientos políticos y sociales, a
veces muy descarnados y desmedidos. Es más, en estas circunstancias se
tiende a despreciar a quienes no piensan igual que nosotros. No solo están
equivocados, sino que su error es perjudicial para los demás, para quienes
no comparten su punto de vista. Por contra, la solidaridad y gratitud hacia
los miembros del propio grupo, de la familia, su unión y amistad con ellos,
se hacen mucho más fuertes. Este tipo de situaciones, de hecho, exacerban
los sentimientos nacionalistas y religiosos, incrementando notablemente la
práctica de ceremonias y rituales relacionados. Si estas narrativas son o han
sido útiles a la humanidad para soportar muchas de las incertidumbres,
inseguridades y contradicciones de la vida, lo son aún más en momentos de
verdadero peligro. Nos hacen sentirnos parte de algo importante,
trascendente y extraordinario. Aumentan nuestra autoestima y nos hacen
sentir que nuestra propia existencia es algo valioso, que contribuimos a algo
más grande que nos sobrevivirá. Nos pueden hacer sentirnos inmortales. Es
lo que más necesitamos en esos momentos.
Dadas las circunstancias, no es de extrañar que, en situaciones de
máximo miedo a la muerte, y una vez superada la fase inicial de ansiedad o
parálisis comportamental y mental, se muestren en todo su esplendor modos
de pensamiento muy propios del sistema 1 y del intérprete del cerebro.
Sesgos, justificaciones del sistema (o de lo contrario si el sistema no
armoniza con nuestro grupo político o social) y grandes dosis de
irracionalidad. Como hemos podido constatar durante la pandemia del
COVID-19, cuando la muerte acecha afloran por doquier las teorías de la
conspiración. También se conocen, de manera informal, como
conspiranoias, y no puedo negar que este término me gusta, pues aúna la
raíz de la palabra conspiración y la terminación de la palabra paranoia,
pues muchas veces no son sino una visión un tanto paranoica de la realidad.
Estas teorías son más bien narrativas que pretenden describir la realidad de
manera alternativa a las oficialmente defendidas por las instituciones y que
explicarían una serie de acontecimientos, generalmente de gran calado
social, político o económico, como causados secretamente por grupos de
personas con intenciones normalmente siniestras y malignas. Que hay y ha
habido conspiraciones a lo largo de la historia es algo indudable, y está bien
tener siempre una cierta actitud crítica ante lo que nos rodea. Pero, a veces,
se sacan de quicio argumentos y situaciones, mucho más allá de lo
razonable y objetivamente admisible. Se convierten en verdaderas
paranoias.
Las teorías de la conspiración son muy comunes en gente con altos
niveles de ansiedad. También, en personas que no solo no tienen ningún
tipo de poder, sino que se sienten totalmente carentes de control sobre lo
que ocurre a nivel social o político. Igualmente, son frecuentes en personas
que se caracterizan por mostrar un estilo de afrontamiento evitativo. Este
consiste en desplegar estrategias que permitan evitar afrontar situaciones
angustiosas o problemáticas que están ahí, pero a las que preferimos no
enfrentarnos para protegernos de un posible daño psicológico. Si, por
ejemplo, nos resulta insoportable que nos rechacen en una relación,
evitamos ese rechazo haciendo cualquier otra cosa, como leer, ir al cine o
pintar un cuadro..., todo menos tener una relación. El miedo que produce la
muerte puede, lógicamente, disparar este tipo de estrategias. De hecho, las
teorías de la conspiración también tienen un gran éxito cuando en la gente
dominan de manera desmedida el intérprete y el modo de pensar propio del
sistema 1, y esto es algo que ocurre precisamente en situaciones de
incertidumbre, como cuando la muerte acecha. Así, la tendencia a ver
patrones, intencionalidad o significado donde no los hay, o a necesitar que
todo tenga un final cerrado, se correlacionan muy bien con mayores niveles
de creencia en las teorías de la conspiración. Bajos niveles de educación y
de pensamiento analítico también pueden añadirse a la lista de factores que
empeorarán la situación.

CÓMO CONTROLAR EL MIEDO A LA MUERTE

Definitivamente, enfrentarnos a la realidad de la muerte puede llevarnos a


auténticas locuras. A conclusiones que están muy lejos de basarse en la
evidencia. ¿Es posible afrontar directamente la muerte de manera
satisfactoria sin necesidad de caer en lo fácil, en narrativas fantásticas o de
ficción que no se sostienen cuando ponemos a trabajar nuestro cerebro en
todo su potencial? ¿Podemos asumir la propia muerte sin generar ansiedad
o trastornos del ánimo y utilizando el sistema 2 del pensamiento? ¿Puede la
ciencia ayudar al respecto sin concluir, como hizo el consejo de sabios
gatunos de la fábula de Faulkner, que el problema no tiene solución? Por
supuesto que sí. La ciencia tiene respuestas para todo, o al menos lo intenta,
es lo que pretende. La ciencia es la mejor manera que tenemos de
solucionar nuestros problemas sin caer en falacias. Si nuestra gran
inteligencia nos conduce a constatar que algún día nos moriremos, la
angustia que este descubrimiento nos ocasiona también puede ser mitigada,
yendo un paso más allá, por esa misma gran inteligencia. Para esto, entre
otras cosas, nos sirve ser tan listos. Y sin necesidad de caer en las trampas
de la ficción o la mentalidad mitológica.
El tremendo malestar que nos ocasiona la realidad de la muerte viene
mediatizado, de manera importante, por una estructura cerebral que se
activa cuando estamos ante una situación de alarma o conflicto. Se trata del
cíngulo anterior, que he mencionado en otras ocasiones por ser una parte
importante del llamado cerebro social y emocional. También vimos que
algunos autores lo considerarían parte integral del sistema 1 del
pensamiento, aunque también llegamos a la conclusión de que los sistemas
1 y 2 no tienen por qué distribuirse en lugares distintos del cerebro, sino ser
modos diferentes de utilizar eficazmente y con diferentes niveles de
esfuerzo los mismos circuitos. Si queremos minimizar la angustia que la
perspectiva de nuestra propia muerte nos provoca, un objetivo específico
pasaría por disminuir la excesiva activación de aquellas partes del cíngulo
anterior que se disparan ante esta tesitura. Según parece, estas se sitúan en
sus porciones más superiores, que en neuroanatomía cerebral se conocen
como las partes dorsales.
¿Cómo podemos rebajar la excitación de esas regiones del cíngulo
anterior que se activan cuando pensamos en la muerte y que tan
insoportable nos resulta? Por supuesto, una vía es la farmacológica. Los
ansiolíticos o los antidepresivos pueden, de manera indirecta, conseguir
esos efectos. No obstante, no dejaría de ser una solución quizá un tanto
artificial, algo espuria y poco franca de solucionar el problema, aunque
puede ser muy eficaz. El problema se podría solucionar basándose
exclusivamente en un cambio de perspectiva. Ver la muerte de otra manera.
No como algo necesariamente malo ni angustioso. Esta solución sería,
obviamente, la que aporta la psicología, tal vez complementaria de la
solución farmacológica. Ambas no son incompatibles, y pueden alternarse,
o sustituirse la una a la otra, en función de las circunstancias y el curso de
los acontecimientos.
Algunas de las claves que pueden ayudar a ver la muerte como algo no
necesariamente tan angustioso las vimos en esencia al comentar lo que
ocurre cuando la mente no funciona bien. Hablé entonces de estrategias
cognitivas para reducir la intensidad de las emociones si estas nos resultan
inoportunas o insoportables. Y vimos que controlar específicamente aquello
a lo que atendemos de una situación, cómo lo interpretamos o qué
comportamientos llevamos a cabo pueden ser modos muy eficaces de
mantener bajo control las emociones que no deseamos o que nos están
haciendo daño. En el caso de la angustia provocada por la realidad de la
muerte, esto se puede llevar a cabo de diferentes maneras.
Para perder el miedo a la muerte, una buena estrategia es pensar en ella
de manera específica, concreta. Cuando hablamos de miedo a la muerte,
¿exactamente a qué se lo tenemos? Hay que identificar con precisión qué es
lo que nos da miedo. Por ejemplo, en muchos casos puede ser que
pensemos que el proceso será doloroso. Es miedo al dolor, por tanto, a un
dolor que muy probablemente llegará (o no). Si morimos de viejos,
situación por otra parte mucho más deseable que cualquier otra, lo más
probable es que lo hagamos como consecuencia de alguna de las numerosas
enfermedades y padecimientos que aparecen en un cuerpo en el que las
células hace tiempo que no se renuevan como cuando éramos jóvenes. Las
enfermedades suelen conllevar dolor. Objetivar que esta es una de las
razones por las que tenemos miedo a la muerte puede ayudar a disminuir la
intensidad de esta emoción. Al fin y al cabo, hoy día disponemos de
múltiples recursos para mitigar el dolor. Por otra parte, mucha gente puede
llegar a la conclusión de que lo que teme es dejar sola a la familia, que
tendrá que afrontar las dificultades de la vida sin su ayuda. Pensar y
concretar estrategias para que esta posibilidad no sea tan trágica, hablando
con los familiares que se verían afectados, puede ayudar también a
minimizar el miedo a la muerte. Mucha gente contrata un seguro de vida
como forma de afrontar eficazmente este temor específico.
También es posible minimizar o controlar el miedo a la muerte pensando
en ella de manera concreta y, a la vez, adoptando una actitud relajada o
incluso lúdica. Este tipo de afrontamiento es muy común en la terapia
psicológica para todo tipo de miedos o fobias. Pensemos de manera
progresiva en aquello que nos da miedo, poco a poco, mientras estamos en
un estado relajado que hemos podido conseguir mediante alguna de las
técnicas de relajación al uso. Así, estando relajados, vamos recreando
mentalmente aquello que nos incomoda, y lo hacemos paulatinamente,
despacio, sin prisa; repasando o reforzando la relajación cuando sea
necesario. Si, por ejemplo, nos dan miedo las alturas, comencemos por
relajarnos y, a continuación, imaginemos que vamos subiendo pisos en un
edificio y asomándonos a sus balcones. Nos asomamos al primero, que no
nos da mucho miedo; sigamos, pues, al segundo. Si esto nos incomoda de
alguna manera, volveremos a estabilizar nuestro estado de relajación y,
cuando volvamos a estar en calma, seguiremos hasta el tercer piso. Y así
sucesivamente. En el caso de nuestra propia muerte, podemos pensar en
todas las posibles escenas y situaciones que podrían rodearla. Pensemos en
ello, pero estando relajados. Podemos vernos, por ejemplo, en la cama de
un hospital, rodeados de aparatos que monitorizan nuestras constantes
vitales. Estos, de repente, dejan de mostrar toda señal. Y no pasa nada;
relajémonos. O estamos en la situación que suele venir después, en la bolsa
que contiene el cadáver, en un ataúd o en el propio nicho. Y debemos
constatar que tampoco pasa nada, que lo vemos estando relajados. En
algunas ocasiones esto mismo se puede conseguir pensando de manera
lúdica en cómo será nuestra propia lápida, escribiendo nuestro epitafio o
dibujando nuestro propio entierro. Asociar esas posibles futuras
experiencias concretas relacionadas con nuestra propia muerte mientras nos
encontramos en estados relajados del cuerpo suele ser de gran ayuda para
minimizar e incluso evitar el miedo a la muerte. Lo cierto es que diversos
estudios muestran que muchas personas que verdaderamente se encuentran
muy cerca de su final sienten poco miedo a la muerte. La situación no es tan
tremenda como se podía haber pensado; se atenúa la angustia, e incluso en
muchos casos la gente se muestra buena y amable. Quizá la muerte no era
para tanto.

EL SENTIDO DE LA VIDA

Parece que otra forma eficaz de afrontar la muerte, al margen de narrativas


fantásticas o mitológicas, es, curiosamente, festejar la vida. La vida en sí es
un auténtico milagro, algo que ha sucedido a pesar de ser tremendamente
improbable. Pensar que el que hayamos nacido ha sido fruto de la
casualidad, de que se conocieran nuestros abuelos, o nuestros padres, por
ejemplo, nos debe hacer valorar la gran suerte que tenemos. Son situaciones
objetivamente muy poco probables, casi imposibles, pero gracias a las
cuales existimos. No todas las combinaciones del ADN que se producen
durante los procesos que dan lugar a la reproducción son viables, y hay
mucha gente que no ha podido nacer por esta razón. El origen mismo de
nuestra especie, de nuestro linaje evolutivo, es todo un acontecimiento
casual y muy improbable, y si rebobináramos la historia de la Tierra y la
volviéramos a reproducir, probablemente no existiríamos. Si un asteroide no
hubiera acabado con el dominio de los dinosaurios hace 65 millones de
años, la evolución de los mamíferos habría sido muy distinta. Ya el origen
de la vida en nuestro planeta se considera algo milagroso, algo que podría
no haber existido nunca. Pero ocurrió, y debemos estar agradecidos. Porque
gracias a eso existimos nosotros y, con nosotros, nuestros hijos y nuestros
nietos, nuestros familiares y amigos. Si entendemos que la vida es un
milagro, podemos minimizar el miedo a la muerte. Una frase célebre de
Mark Twain creo que lo expresa muy bien: «No tengo miedo a la muerte.
Estuve muerto durante billones y billones de años antes de nacer, y no sufrí
el menor inconveniente por ello».
En el universo, la vida parece un evento muy raro e improbable. No tiene
por qué ser un fenómeno exclusivo de nuestro planeta, por supuesto, y de
hecho es posible que aquella llegara a este procedente de otros confines del
espacio. Aunque las condiciones de nuestro planeta son ideales para el
florecimiento y la existencia de la vida, el impulso vital puede ser tan fuerte
que algunos seres son capaces de resistir las más adversas condiciones del
espacio exterior. Es el caso, por ejemplo, de los tardígrados. También
conocidos como ositos de agua, estos seres microscópicos son capaces de
resistir el vacío del espacio, temperaturas extremas, tanto de frío como de
calor, y son inmunes a las radiaciones. Lo mismo sucede con diversas
bacterias y microorganismos. Son un ejemplo de la fuerza de la vida. Si esta
se originó fuera de nuestro planeta, cómo ocurrió en aquel remoto lugar del
que lo desconocemos todo es un auténtico misterio. Y si la vida se originó
en nuestro planeta, tampoco sabemos cómo ocurrió, aunque empiezan a
aparecer algunas posibles pistas. El origen de la vida sigue siendo hoy en
día uno de los mayores retos de la ciencia.
Nuestra gran inteligencia nos puede llevar a temer a la muerte, pero
también puede ayudar a superar esos miedos. Y a dar sentido a nuestras
vidas. Sin necesidad de relatos fantásticos fruto de nuestra mentalidad
mitológica. No necesitamos ni al intérprete ni al sistema 1 para llenar un
aparente vacío que, en numerosas ocasiones, se ha colmado de figuras
divinas o espirituales y de naciones supremas y sagradas. La ciencia puede
perfectamente dar una respuesta válida y satisfactoria a la gran pregunta de
por qué merece la pena vivir. Esto puede parecer contradictorio para mucha
gente que piensa que la ciencia ha sido precisamente la que ha matado los
mitos y, con ellos, el sentido de la vida para millones de personas. El
polémico escritor norteamericano Henry Miller se hacía eco de este sentir
cuando dijo: «Hay que darle un sentido a la vida por el hecho mismo de que
la vida carece de sentido». Pero una vez que hemos tenido la extraordinaria
suerte de nacer y estar vivos, una vez que hemos sido favorecidos por este
prodigio increíble, no podemos caer en la sinrazón de que, sin dioses ni
naciones, sin seres o entidades sobrenaturales e inventadas, nuestra vida
carezca de sentido. Sería muy poco inteligente por nuestra parte.
Varios autores, desde diversos campos de la ciencia y la filosofía, y a la
luz de los conocimientos actuales que la ciencia nos va aportando, se han
preocupado y han meditado largamente sobre ello. En este grupo nos
encontramos, entre otros, con el filósofo Daniel Dennett, el astrofísico Carl
Sagan o el biólogo Richard Dawkins, el inventor del término meme. Sus
conclusiones son muy similares, y podríamos decir que parecen dar la razón
a parte de la afirmación de Henry Miller que hemos visto en el párrafo
anterior. En concreto, la que asegura que hay que darle un sentido a la vida.
No estarían de acuerdo, sin embargo, con la parte según la cual esta carece
de sentido, porque, precisamente, la vida tiene sentido: aquel que
decidamos darle. Parece un razonamiento simple y circular, pero está lleno
de sabiduría y reflexión.
Si vamos a lo más básico y reduccionista, podríamos decir que el sentido
de nuestra vida es sobrevivir y reproducirnos. Llevando a un extremo el
proceso de la evolución, y considerando que puede que la unidad básica
sobre la que actúa la selección natural sean los genes, podríamos decir que
las personas, como en realidad todos los seres vivos, no somos sino el
medio por el que los genes se replican. No seríamos sino un instrumento,
una máquina al servicio de los genes que portamos. Esto, sin más, podría
dar sentido a nuestra vida. Pero sería un sentido de la vida muy limitado,
quizá muy triste y pobre, especialmente para una especie tan inteligente
como la nuestra. Ser los más listos del planeta solamente para mantener la
cadena de replicación de unos genes, gran parte de los cuales compartimos
con prácticamente cualquier otro mamífero, sería muy poco seductor.
Mucha inversión para tan pobre resultado.
Un punto de vista más inteligente, más sabio, y a la vista de nuestros
conocimientos sobre el ser humano y su cerebro, nos lleva a concluir que
tenemos la obligación de darle un sentido a la vida. Y que debemos usar
nuestra gran inteligencia para encontrar ese sentido y seguirlo con pasión,
con entrega; que nuestra vida se guíe de manera importante, plena y
satisfactoria por ese sentido que le hemos dado. El universo parece no tener
sentido ni propósito. Tampoco la evolución. Pero nosotros sí. Sabiendo lo
que sabemos gracias a la ciencia y teniendo nuestro grande y costoso
cerebro, nuestra vida será tan significativa, plena y con sentido como
nosotros elijamos. Para esto nos serviría ser tan listos, y es algo en lo que sí
estaríamos solos en el planeta Tierra: somos la única especie cuyos
miembros pueden elegir el sentido que quieren darles a sus vidas.
Por lo tanto, estamos obligados, como miembros de nuestra especie, o de
nuestra familia, a luchar por la vida en la Tierra. Por nuestros ancestros, por
nuestros abuelos, por nuestra descendencia. Aquí estamos, y no ha sido
fácil. Y a partir de ahí podemos añadir motivos para vivir plenamente y con
sentido. Y con sabiduría. Sin necesidad de acudir a narrativas fantásticas y
extravagantes, que no se sostienen en cuanto ponemos en marcha
plenamente los mecanismos de la razón. Así, por ejemplo, podemos luchar
por mejorar la convivencia y las condiciones de vida de quienes nos rodean,
mejorar el bienestar de nuestra descendencia, su futuro, y también el del
grupo. Y más allá: mejorar el mundo. Podemos apasionarnos por avanzar en
nuestros conocimientos o por lograr que también otros lo consigan; por
nuestro bien, por el de la humanidad. Son solo ejemplos. La vida es un
misterio y a la vez un lujo, y nosotros los humanos tenemos la suerte de
poder darle el sentido que queramos.

ESTADOS ALTERADOS DE CONSCIENCIA

Los muertos han sido de enorme importancia para el ser humano. El miedo
a la muerte ha generado mil y una maneras de afrontarlo, y las religiones,
antes de que la ciencia nos iluminara, han sido una solución universal a este
problema. Entre los diversos caminos mediante los cuales las religiones han
ayudado a aliviar el miedo a la muerte y otras angustias de nuestra
existencia está la alteración de nuestros estados mentales, los estados
alterados de consciencia. Gracias a estos podemos ver la realidad de otra
manera, mitigar los miedos, y reforzar las creencias en otros mundos, en
otros planos de realidad, que a su vez sirven de base a las religiones.
En multitud de ocasiones, los estados alterados de consciencia se han
conseguido mediante la ingesta de sustancias extraídas de plantas cuyos
productos químicos tienen cierta afinidad con algunos de los
neurotransmisores de nuestro cerebro. Las sustancias alucinógenas, por
ejemplo, producen potentes y asombrosos efectos en nuestra mente, y
parece que su uso, probablemente en el ámbito de determinados ritos y por
ciertas personas, como los chamanes, se remonta a tiempos antiquísimos.
Incluso puede que los neandertales también las consumieran hace decenas
de miles de años. Hay autores que aprecian el uso de estas sustancias en el
origen de diversos hitos de la evolución humana. El arqueólogo sudafricano
David Lewis-Williams, por ejemplo, ha propuesto que los motivos del arte
rupestre de épocas paleolíticas se basan en las diversas fases de una
intoxicación por alucinógenos, durante la cual se comenzaría percibiendo
figuras geométricas de diverso tipo, se continuaría viendo animales y
objetos y se acabaría por integrar las imágenes de ambos tipos. En otros
casos, como el del antropólogo Peter T. Furst, se han querido detectar los
efectos de los alucinógenos en el origen de numerosos ritos chamánicos y
religiosos que se iniciaron en torno al Neolítico y se extendieron por todo el
mundo. Muchos mitos de todos los rincones del planeta tendrían raíces
comunes y se habrían creado bajo estados alterados de consciencia
producidos por sustancias estupefacientes.
Para alterar la química de nuestro cerebro, sin embargo, no necesitamos
introducir en él sustancias que vengan de fuera. Si hacen su efecto en el
cerebro es precisamente porque este produce sustancias parecidas, los
neurotransmisores, aunque normalmente en cantidades más equilibradas.
Pero hay maneras de elevar o disminuir los niveles de determinados
neurotransmisores y provocarnos estados alterados de consciencia sin
necesidad de ingerir sustancias extraídas de las plantas. La humanidad
también las ha conocido y utilizado desde tiempos remotos, habiéndose
usado frecuentemente en el contexto de experiencias místicas ligadas a
vivencias y creencias religiosas. Así, muchos místicos han utilizado las
privaciones, la incomodidad y el dolor físico intenso para activar los
mecanismos de protección contra el dolor, mediados precisamente por
opiáceos endógenos o endorfinas. Como su nombre indica, estos opiáceos
son muy parecidos químicamente a los derivados del opio, y que sean
endógenos no es sino una forma de decir que los produce el propio cerebro.
En otras ocasiones, las danzas repetitivas y prolongadas también activan
estos mecanismos, ya que el cuerpo se agota y fatiga y los pone en marcha,
con los consiguientes efectos sobre la mente. Las danzas colectivas en el
ámbito de ritos religiosos, además, generan situaciones sociales de gran
relevancia para la cohesión del grupo. La práctica del deporte puede llevar a
situaciones parecidas, especialmente si sobrepasamos ciertos límites,
poniendo en marcha también otros mecanismos neuronales que pueden dar
lugar a sentimientos de euforia. Otras formas de conseguir estados alterados
de consciencia son la privación de sueño y el ayuno.
Los humanos somos lo suficientemente listos como para que, a estas
alturas de nuestro desarrollo cultural y científico, aprovechemos todo
aquello que sea útil y beneficioso para nuestro bienestar, aunque se haya
originado en contextos religiosos. Tan solo sería necesario desligar esos
métodos de las interpretaciones ficticias y mitológicas que los han
acompañado, de la parafernalia innecesaria. En realidad, no todo ha sido
disparatado en nuestra evolución cultural antes de que llegara el método
científico. Afirmar lo contrario sería de una enorme pedantería y
prepotencia. La sabiduría humana ha estado siempre ahí, fruto de cientos,
de miles de años de observación, conocimiento y reflexión. Muchos de
estos conocimientos pueden sernos realmente útiles. Y no solo para mitigar
los miedos derivados de pensar en la realidad de la muerte.
Algunas creencias religiosas han ideado formas de controlar los excesos
emocionales dañinos de una manera muy saludable y, según parece,
efectiva. Es el caso de las religiones orientales, que nos han dado técnicas
de gran utilidad como la meditación o el yoga, cuyo origen se halla en
países como la India o Nepal, donde llevan practicándolos miles de años.
Con más o menos variantes, estas técnicas se han incorporado y adaptado
desde hace años a la cultura occidental, y en algunos casos han estado, y
aún están, muy de moda. Es el caso del mindfulness. Sobre estas técnicas
heredadas en gran medida de las religiones orientales se están haciendo
investigaciones de todo tipo, desde cómo afectan al cerebro hasta sus
potenciales beneficios para la salud. Y, en general, parece que consiguen
que seamos capaces de relajarnos incluso en situaciones difíciles, lo que
puede sernos de enorme utilidad. Recordemos lo beneficioso que puede
resultar pensar en la muerte mientras estamos relajados. Para conseguirlo,
eso sí, es necesario practicar con relativa frecuencia, ejercitando con
insistencia la autodisciplina y el autocontrol. En este sentido, por ejemplo,
un procedimiento muy común es el de controlar voluntariamente la
respiración. Si esta es normalmente un acto reflejo y del que no somos
conscientes, mediante la meditación se pretende fijar la atención en esta;
pausarla, enlentecerla, de manera voluntaria. Esto, aunque parezca trivial,
redunda en diversos tipos de beneficio. Por ejemplo, acostumbrarnos a fijar
la atención en la respiración es una forma de no atender a otras cosas, a
otros pensamientos que podrían hacernos daño, estresarnos o preocuparnos.
Sería lo que llaman la atención «al aquí y al ahora». Ya he hablado de la
importancia que tiene controlar lo que atendemos para regular la intensidad
de nuestras emociones. Por otra parte, una respiración pausada y profunda
tiene efectos beneficiosos sobre el organismo, pues es una buena forma de
relajarnos, de disminuir la tensión muscular. Y, con esto, mentalmente nos
sentiremos mejor.
La investigación, no obstante, no está exenta de polémica. Hay mucha
gente que piensa que utilizar estas técnicas no es sino parafernalia
pseudocientífica. Por un lado, hay un gran número de trabajos científicos
que encuentran beneficios sobre la salud en quienes practican el yoga o la
meditación. Así, se ha visto que alivian la depresión, la ansiedad, la
angustia y el dolor. También pueden reducir la hipertensión y los niveles de
cortisol, una hormona dañina para el organismo y el cerebro y que se
produce abundantemente cuando estamos bajo situaciones de estrés. Pueden
incluso producir importantes mejoras a nivel cognitivo, como aumentar la
capacidad de atención y concentración o el autocontrol. De hecho, uno de
los logros más conocidos es el de incrementar el control de las emociones.
Además, muchas de estas mejoras parecen acompañarse de modificaciones
en el cerebro, cambios físicos que pueden ser observados mediante
resonancia magnética. Así, es posible que estas técnicas tan ancestrales
pudieran retrasar la neurodegeneración que se produce con la edad y, en
este sentido, quienes las practican muestran mayores niveles de sustancia
gris en determinadas partes del cerebro, como la amígdala, el cíngulo, la
corteza prefrontal, el cerebelo o el hipocampo, entre otras.
Sin embargo, no todos los trabajos encuentran estos beneficios. En
algunos casos no se observa ninguno, o los que se hallan son muy débiles e
irrelevantes. Estamos en un momento en el que hay evidencia contradictoria
al respecto. Es necesario aclarar por qué esto es así. Por ejemplo, qué
situaciones control se utilizan en las investigaciones, qué cantidad mínima
de práctica es necesaria para obtener resultados observables, si es el caso, o
qué circunstancias vitales podrían hacer que la práctica del yoga o la
meditación no sea eficaz. Si ponemos todos los trabajos en una balanza, no
obstante, esta parece inclinarse en favor de que estas técnicas son una
fuente de beneficios para nuestra salud física y mental. Estaremos atentos al
curso de las investigaciones en esta materia. Por el momento, yo sí las veo
recomendables. Esta es, al menos, mi experiencia personal.
14
NUESTRA RELACIÓN CON LOS DEMÁS

Todos nos sabemos parte del grupo humano, por más perros verdes que nos
sintamos a veces. La especie humana es, por definición, social; está en su
misma esencia. Somos lo que somos gracias a los demás, y sin los demás no
seríamos nada. Nuestro cerebro, además, nos delata. Si observamos el
cerebro de otras especies, veremos en algunas que su bulbo olfatorio es
enorme con relación al resto del cerebro, señal de que el olfato es una parte
crucial de su conocimiento del mundo. En otras, se aprecia una enorme
representación de sus bigotes en su corteza cerebral, lo que indica que son
esos órganos, las vibrisas, un medio de primer orden para conocer el
mundo. En el caso de los roedores, ambas características están presentes.
En el caso del humano, la corteza visual es muy grande, como lo es también
la que representa las manos, lo que nos está indicando muchas cosas
respecto a nuestro modo de vida, a cómo interactuamos los humanos con el
mundo. Como sabemos también, en nuestra corteza cerebral se han
extendido igualmente, de manera quizá desorbitada, las cortezas de
asociación. Estas nos permiten alcanzar mayores niveles de abstracción y
conocimiento profundo del mundo, hasta niveles sin precedentes en otras
especies. Gran parte de esa corteza, sin embargo, parece que estuvo
destinada en primer lugar a conocer los entresijos de las complejas
sociedades humanas. Fruto de ello, entre otras características, mostramos
una red por defecto muy desarrollada y con cualidades propias. Una red
que, como ya sabemos también, tiene mucho que ver con lo social, incluida
nuestra capacidad de teoría de la mente, tan única, tan compleja y
sofisticada. Nuestro cerebro nos dice a voz en grito que está hecho para
relacionarse con los demás; que nuestra vida es vivir en grupo.
Nuestro cerebro, tan social como es, tiene una gran capacidad para la
empatía: poderse meter en la cabeza de los demás. Y lo hacemos con
tremenda facilidad, incluso aunque no queramos. Por eso nos identificamos
con los personajes de los relatos. La red por defecto, los mismos circuitos
que nos sirven para intentar adivinar, en última instancia, qué tienen otros
en su cabeza, también nos sirven para imaginar, para pensar en situaciones
pasadas, presentes o futuras o que nunca han existido ni existirán jamás. Es
la red con la que nos metemos en las historias que nos cuentan y las
recreamos.
Nuestra red por defecto se alimenta, además, de lo que le dicen otras
partes del cerebro que están continuamente indagando las señales que
emiten los demás. El cerebro humano es como una antena social,
continuamente escaneando lo que hacen, dicen y expresan los otros seres
humanos con los que nos cruzamos. Además, realiza este análisis, como he
dicho, de manera automática, inconsciente, sin que la voluntad sea
necesaria. Sin esfuerzo. Parece que la evolución ha ido moldeando nuestro
cerebro para ello, especializándolo para este cometido. Y, si bien en esto
hay enormes diferencias individuales, normalmente lo hacemos con una
gran efectividad. Aunque también es cierto que aquí nos pueden engañar;
acordémonos del sesgo de transparencia, por el que solemos creer que las
expresiones emocionales de los demás son siempre auténticas y sinceras.
Curiosamente, no solo nuestro cerebro muestra estas adaptaciones, sino que
nuestro propio cuerpo, particularmente nuestro rostro, muestra las huellas
de nuestra evolución bajo los dictámenes de la vida social.

EL ROSTRO HUMANO
En la cara de nuestra especie se observan peculiaridades que nos delatan
como animales sociales. Algunas las compartimos con otros primates, que
igualmente son animales muy sociales. Pero otras son solo nuestras,
demostrando de alguna manera que nosotros fuimos más allá en la carrera
por enviar y recibir señales sociales. Por un lado, nuestro rostro muestra un
número importante de músculos que no tienen otra utilidad que la de
expresar afectos y situaciones emocionales que suceden en nuestro interior.
Nada menos que 42. La gran mayoría no son necesarios para masticar, ni
para hablar, ni para protegernos de elementos adversos. Solo están ahí para
enviar señales. Diversos experimentos muestran que nuestro cerebro
reacciona de manera automática e inmediata a las expresiones emocionales
de los demás, incluso cuando no somos conscientes de estar viéndolas. Es
una forma de interpretar rápidamente lo que les pasa a los otros, lo que
pueden estar sintiendo. Cuando se analiza la actividad cerebral, se observa
cómo circuitos implicados en el cerebro emocional, y que, por ello, también
tienen una función social, se activan ante la presencia de caras con
expresiones emocionales presentadas subliminalmente —es decir, por
debajo del umbral de consciencia—. Curiosamente, en estas circunstancias
también los músculos de nuestra propia cara reaccionan, y sutilmente
adoptan la expresión percibida. Parece que estos mecanismos de respuesta
facial y cerebral ayudan a entender más rápidamente lo que los otros
pueden estar sintiendo. Experimentos en los que se paralizan artificialmente
los músculos faciales de las personas —por ejemplo, mediante inyecciones
de bótox— muestran cómo bajo esas condiciones es más difícil concluir
qué emociones se están describiendo en un texto. Imitar a los demás nos
ayuda a entenderlos. Y cuando recreamos situaciones, vemos una película o
leemos una historia, nuestro cuerpo y nuestro cerebro reaccionan, aunque
sea sutilmente, como si fuéramos los protagonistas.
La cantidad de músculos faciales de nuestra especie, sin embargo, no es
muy diferente de la del chimpancé. Realmente, esta especie también es muy
expresiva, y utiliza esta información de manera importante, especialmente a
causa de su carencia de un lenguaje verbal como el nuestro. Es lógico, por
tanto, pensar que todos nuestros ancestros del género Homo mostrarían esta
característica tan desarrollada, al menos, como en los chimpancés. Sin
embargo, nosotros, los Homo sapiens, mostraríamos algo que es único.
Nuestros arcos superciliares, la parte del cráneo sobre la que se ubican
nuestras cejas, son mucho más reducidos, tanto en comparación con el
chimpancé como con los demás miembros del género Homo, incluido el
neandertal. Esta peculiaridad de nuestra anatomía podría ser una adaptación
social para hacernos más comunicativos, pues las cejas tendrían más
libertad de movimientos y, por tanto, mayor capacidad para expresar
emociones.

Algunos de los principales músculos de nuestro rostro.

Por otra parte, nuestros ojos también son muy comunicativos. Así, algo
que suele pasar desapercibido, al menos conscientemente, pero que sin
embargo es enormemente informativo acerca de lo que ocurre en el interior
de las mentes de otras personas, es el diámetro de las pupilas. Con
independencia de la conocida regulación del tamaño de estas en función de
la cantidad de luz ambiental y de la distancia focal, este varía, asimismo,
dependiendo de nuestro estado mental y emocional. Hay que tener en
cuenta que el diámetro pupilar viene regulado por los sistemas nerviosos
simpático y parasimpático del cerebro, que constituyen el llamado sistema
nervioso autónomo y cuya principal misión es mantener el organismo en
equilibrio en función de la situación y las demandas ambientales. No solo
regulan el tamaño pupilar, sino los latidos del corazón, la intensidad y el
ritmo de la respiración o la sudoración, entre otras muchas funciones
orgánicas. En este sentido, es fácil entender su vinculación con las
emociones, pues las vísceras son actores de primer orden durante nuestros
estados afectivos. Los núcleos nerviosos que en última instancia modifican
el diámetro pupilar están, a su vez, muy bien conectados con estructuras y
circuitos del tronco cerebral y otras partes del cerebro que tienen que ver
con la atención, los estados de alerta o los procesos ejecutivos —es decir, la
monitorización y control de nuestro comportamiento—. Por eso el tamaño
de las pupilas nos puede dar pistas también acerca de estos procesos. Y el
cerebro humano no desaprovecha esta oportunidad.
Por esa razón, y aun de manera inconsciente, monitorizamos
continuamente el tamaño de las pupilas de las personas con las que nos
relacionamos, y detectamos cambios sutiles, de apenas unas micras, que nos
pueden ayudar a desvelar lo que los otros están pensando. Si hablo con
alguien y sus pupilas están dilatadas, lo más probable es que esté
interesándose por lo que le estoy contando; estoy captando su interés. Esto,
a su vez, provoca una sensación agradable en mí, probablemente un
aumento de dopamina en partes del cerebro como el núcleo accumbens. ¿A
quién no le gusta sentirse atendido? La belladona es una planta cuya
infusión, aplicada a los ojos, produce dilatación de las pupilas, de ahí que se
usara en la Edad Media europea como cosmético, y de ahí su nombre, pues
hacía bellas a las donas. Una persona con las pupilas dilatadas nos parece
atractiva por el simple hecho de que parece conmoverse con nuestra
conversación. Sin que nos demos cuenta, ver personas con las pupilas
dilatadas, frente a otras que no muestran esta reacción, activa zonas
afectivas de nuestro cerebro, como la amígdala. Por el contrario, cuando
detectamos que a nuestro interlocutor se le contraen las pupilas, lo más
probable es que le estemos aburriendo, que esté fatigado o pensando en otra
cosa, ajeno a nuestra conversación. Hablar con gente que está en estas
condiciones no nos resulta agradable.
La reacción de nuestras pupilas es algo que compartimos con los
chimpancés, como ocurre con otra peculiaridad: las expresiones faciales.
Ambas especies imitamos a nuestros interlocutores, y nuestras pupilas
adoptan el diámetro de las suyas. Estas reacciones, que probablemente
sirvan también para entender con más facilidad lo que les pasa a los demás
por la cabeza, solo se produce intraespecie. Es decir, los chimpancés no
reaccionan a los cambios en las pupilas humanas ni nosotros a las suyas;
cada uno reacciona solo ante las de su especie, lo que demostraría que se
trata de una respuesta de naturaleza social, no de una mera reacción
automática al tamaño de un círculo negro.
Otra adaptación de nuestro rostro para emitir señales que entiendan los
demás la vemos en lo blanca que es nuestra esclerótica, el blanco de los
ojos. No solo es blanca, sino que es bien visible, probablemente por tener
un iris reducido. Si miramos a los ojos de otros primates, no reconoceremos
nuestros mismos ojos, pues su esclerótica ni es tan visible ni es tan blanca.
Algunos chimpancés sí muestran una esclerótica blanca, pero son una
minoría. Nuestra peculiaridad hace que se vea más fácilmente y a distancia
hacia dónde miramos. Y así los demás podrán saber hacia dónde queremos
ir, qué queremos alcanzar o a qué estamos atendiendo. El blanco de los ojos
también nos permite reforzar la información que emitimos respecto a las
emociones que sentimos. La risa o el miedo, por ejemplo, conllevan una
posición particular de nuestros párpados y, en consecuencia, una imagen
determinada de nuestro blanco de los ojos. Cuando miramos hacia arriba
podemos indicar que estamos hartos o que no soportamos algo. Que nuestra
esclerótica sea tan blanca y bien visible es, de nuevo, una modificación de
nuestra anatomía cuyo principal objetivo es la comunicación social, tan
importante para nuestra evolución. No sabemos aún cómo tenían la
esclerótica otras especies de nuestro género, y ojalá algún día podamos
saberlo a partir del ADN, pues nos revelaría desde cuándo el mundo es
contemplado por una mirada específicamente humana.

LA VERDAD SOBRE LAS NEURONAS ESPEJO

Que nuestro cerebro reaccione a las señales que emiten los demás de
manera muchas veces inconsciente, automática, rápida e imitando esas
señales no es algo que nos deje inmunes. Evidentemente, como ya he
comentado, la función principal de que las imitemos es comprender mejor
lo que les pasa a los demás. Sin embargo, curiosamente, nuestras reacciones
a esas señales también modulan nuestros pensamientos e influyen en ellos,
en nuestras decisiones y acciones. Así, por ejemplo, cuando hemos visto
una cara de enfado sin ser conscientes, podemos reaccionar de forma
contraria a lo que sería razonable, o al menos de una manera no ajustada a
verdaderas razones. Por ejemplo, beber menos agua cuando estamos más
sedientos o rechazar un producto que puede ser beneficioso para nosotros.
Y si vemos una cara alegre, es probable que la imitemos y, a la par, nos
relajemos y seamos más tolerantes con nuestros propios errores.
Tenemos una tendencia muy fuerte a imitar a los demás, a que nuestro
cuerpo simule lo que hacen los otros. Si vemos a alguien levantando pesas
en postura vertical, es más probable que bebamos más, pues los
movimientos realizados al ingerir bebidas se parecen a los del levantador de
pesas. Y si vamos a un restaurante con alguien y no sabemos qué pedir, es
muy probable que acabemos pidiendo lo mismo que el otro. Sí, somos
animales sociales por antonomasia. Hay muchos autores que piensan que
esto se debe fundamentalmente a la presencia en nuestro cerebro de unas
células nerviosas conocidas como neuronas espejo; estarían situadas en
áreas de asociación de la corteza motora y somatosensorial, en los lóbulos
frontal y parietal, respectivamente, y se activarían tanto cuando nosotros
mismos realizamos acciones motoras (agarrar, lanzar, rasgar, etc.), como
cuando las vemos realizar a los demás. Serían, así, unas neuronas que
algunos han visto necesarias, fundamentales, para entender lo que hacen los
demás, y por tanto el origen de la empatía, de la imitación, de la capacidad
de teoría de la mente e incluso del lenguaje humano. Ahí es nada. Seríamos
humanos gracias a las neuronas espejo. Además, estas neuronas han
alcanzado la fama, las conoce todo el mundo; han sido muy aireadas en
diversos libros y programas divulgativos, casi hasta la saciedad. No sería
para menos, dada su aparente relevancia. Pero cuidado: no es oro todo lo
que reluce. Poniendo las cosas en su sitio, es muy probable que el papel de
las neuronas espejo en todo eso que se dice que nos han permitido alcanzar
sea muy limitado, incluso nulo. Las neuronas espejo son una narrativa que
se ha puesto de moda, una especie de mito urbano que, aunque puede
contener parte de verdad, habría que pulir y matizar.
Por un lado, una cosa es que estas neuronas se activen cuando vemos a
los demás hacer cosas como si nosotros mismos las hiciéramos y otra que
esto sea fundamental para entender lo que los otros hacen y por qué lo
hacen. Una cosa es que contribuyan o ayuden a comprender más
rápidamente, o más fácilmente, esas acciones, y otra que sin su activación
no seamos capaces de llegar a entenderlas. En realidad, lo más probable es
que las neuronas espejo reciban información de otras áreas de la corteza y el
cerebro que sean las que interpretan lo que otras personas están haciendo, a
partir de lo cual nuestro cerebro se puede poner a imitarlas. Parece que un
buen candidato para esta función es el surco temporal superior de la corteza
cerebral, que mencionamos en la primera parte como una de las piezas del
conocido como cerebro social y emocional. Es incluso parte del sistema
lingüístico, pues también participa en tareas sintácticas. Este surco
temporal, tan importante, está muy bien conectado con las neuronas espejo
del lóbulo parietal, y, dada su posición privilegiada entre el sistema visual y
el somatosensorial y motor, reacciona de manera específica a distintos tipos
de acciones observadas en los demás. Igualmente, es muy posible que otras
regiones cerebrales, en las áreas de asociación visual, estén también
involucradas en la interpretación de lo que vemos hacer a otras personas.
Diversos estudios muestran, de hecho, que anular el funcionamiento de las
neuronas espejo no impide necesariamente entender las acciones de otras
personas. Así, cuando las áreas que las contienen han sufrido una lesión o
han sido paralizadas mediante estimulación eléctrica o magnética, tanto los
monos como las personas en las que esto ha ocurrido han seguido siendo
capaces de comprender las acciones e intenciones de los demás.
Por otra parte, limitar el carácter espejo a unas neuronas concretas que se
encuentran en las áreas motoras y somatosensoriales del cerebro es quizá un
tanto exiguo. En realidad, muchas más partes de nuestro cerebro son como
espejos de lo que ven en el exterior, y se activan como si nosotros mismos
fuéramos protagonistas de la situación observada. Ya he mencionado en otra
ocasión, por ejemplo, cómo la amígdala y otras partes del cerebro
emocional se activan en cuanto vemos a alguien expresando una emoción.
Este es un hallazgo que se ha repetido consistentemente, y que
probablemente tenga que ver con sentir lo mismo que sienten los demás, no
con imitar sus acciones y movimientos. Es decir, estaría relacionado con la
empatía o teoría de la mente. Pero se produce rápidamente y sin necesidad
de pasar por la consciencia ni por las neuronas motoras. Lo mismo
podríamos decir de las reacciones de nuestras pupilas a los cambios de
diámetro de las de los demás. Igualmente, cuando vemos a alguien realizar
una acción sobre un objeto, también se activan nuestras cortezas visuales de
asociación. Ya he comentado que esto podría servir simplemente para
interpretar la acción observada, y de hecho normalmente se produce en
regiones de la corteza visual que procesan los movimientos. También cabe
la posibilidad de que representen cómo veríamos esos movimientos si los
hiciéramos nosotros mismos. En definitiva, muchas partes de nuestro
cerebro, más allá de las tradicionales neuronas espejo, se activan cuando
vemos a los demás realizar acciones. Casi podríamos decir que todo el
cerebro humano es un espejo. Es lo que tiene ser tan social.

NUESTRA SINGULARIDAD

Se suele decir muchas veces que la sociedad actual, especialmente la de los


llamados países occidentales, tiende al individualismo, a resaltar y defender
nuestra unicidad. Todos somos iguales, sí, pero también diferentes. Somos
perros verdes y nos gusta. Yo soy yo, con mi nombre y mis apellidos, que
no coinciden con los de nadie más (salvo excepciones). Mi cara, que tantas
señales emite para que los demás me comprendan o puedan tener una idea
de lo que me pasa por la cabeza, también me hace único. Mi rostro es
personal e intransferible, me identifica. En los documentos de identidad es
precisamente la foto de este la que aparece; no la de un pie o una mano. Yo
tengo mis gustos, mis experiencias, mis opiniones. Mi historia, mis
historias, mis narrativas. Yo soy el protagonista de mi película, de mi
novela, de mi canción. Qué duda cabe, lo mío es solo mío y de nadie más, y
soy un ente distinto e independiente de cualquier grupo en el que se me
pudiera encasillar. Sin embargo, esto último no es del todo verdad.
Por más únicos que nos creamos o sintamos, no somos en realidad sino
miembros de algún grupo. No existimos ni nos identificamos si no es a
través de un grupo. Como escribió el filósofo José Ortega y Gasset en sus
Meditaciones del Quijote, «Yo soy yo y mi circunstancia», entendiéndose
por esta última mi medio, mi entorno, en el que se incluyen mi sociedad, mi
cultura y mi grupo. O mis grupos. La idea es que no puedo separar mi
circunstancia de mi yo. Yo y mi circunstancia somos una sola cosa. La frase
completa de Ortega era «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella
no me salvo yo». Lo que somos cada uno de nosotros siempre se lo
debemos a nuestras circunstancias, en las que se incluyen los otros.
Existe un rasgo psicológico conocido como necesidad de singularidad.
Es la necesidad de sentirse únicos, especiales, distintos. En mayor o menor
medida, todos la sentimos, aunque se observan diferencias entre las
personas. De hecho, existen escalas para medir su intensidad, pues en
función de cuánto puntuemos en ellas se podrán predecir algunos de
nuestros comportamientos. Por ejemplo, este rasgo es muy relevante en el
mundo de las ventas y el marketing, pues quienes puntúan alto quieren
comprar productos únicos, alejados de los más populares, adquiridos por la
mayoría de la gente. Si queremos vender un producto a este sector tan
singular de la población, que en realidad resulta ser muy numeroso,
debemos tenerlo en cuenta a la hora de lanzar nuestros mensajes
publicitarios. Así, aparecerán en ellos palabras como único, exclusivo,
nuevo o personal. Se suele decir que, en general, los individuos de las
sociedades orientales puntúan bajo en este rasgo, si bien parece que en los
últimos tiempos esto está cambiando.
Nuestra necesidad de singularidad se puede expresar de muchas
maneras. Una de ellas —muy frecuente, por cierto— es a través de la
pertenencia a un grupo. Es decir, que por muy singulares que nos creamos,
preferimos serlo por pertenecer a un grupo. Yo soy yo y mi circunstancia. El
grupo será único, especial, formado por una minoría, una élite, un grupo
superior. Los demás seres humanos serán la masa, unos borregos; yo tengo
el privilegio de pertenecer a un grupo exclusivo. Esto ha ocurrido mucho
con la pandemia del COVID-19, donde diversos grupos de negacionistas se
arrogaron estar en posesión de la verdad. Sus acólitos eran diferentes al
resto de la gente, de las masas; ellos no eran tan tontos. Eran quijotes
luchando contra gigantes. Puntuar alto en una escala de necesidad de
singularidad se correlaciona, efectivamente, con la tendencia a creer en
teorías de la conspiración.
Así que, incluso cuando nos sentimos más singulares, únicos y
exclusivos, esto se traduce en nuestra pertenencia a un grupo. Un grupo de
personas singulares, únicas y exclusivas.

NUESTRA POLARIZACIÓN

Desde luego, si hay una forma universal de ver y organizar el mundo para el
cerebro humano, esta es la división entre ellos y nosotros, basada
probablemente en su evolución a lo largo de milenios en medios que han
sido adversos y peligrosos, donde los recursos eran escasos y los miembros
de otros grupos podían quitárnoslos y, por tanto, amenazar nuestra
existencia. La gente o es de nuestro grupo o es del enemigo. Se trata,
además, de un pensamiento dicotómico, binario, de todo o nada o, como se
suele denominar también, de blanco o negro. Una forma rígida de pensar.
Las cosas o son blancas o son negras; no caben escalas intermedias, no hay
grises, no hay colores. Esto, por supuesto, es totalmente falso, la realidad no
es así; pero la tendencia al pensamiento polarizado dicotómico es universal.
Especialmente en los relatos mitológicos y fantásticos, que son
precisamente los que mayor protagonismo tienen en la historia y el presente
de la humanidad. Nuestra relación con los demás está en gran parte
determinada y condicionada por el pensamiento binario o dicotómico.
Precisamente, este tipo de pensamiento se alimenta en y de los grupos.
Dentro de un grupo, por ejemplo, se establece si algo es blanco o es negro.
La idea no solo se mantiene, sino que se alimenta y cobra fuerza gracias a
sus miembros, que se refuerzan unos a otros. Por ejemplo, magnificando los
sesgos que sean necesarios para defender la decisión tomada respecto a
posibles evidencias que la contradigan o respecto a lo que piensan los otros.
Muchas veces, el propio grupo se montó precisamente alrededor de una
idea, de una creencia que sería la razón de ser para su existencia.
Este pensamiento dicotómico tiene la culpa de la mayoría de los males
de nuestro mundo. Somos muy inteligentes, sí, pero el pensamiento de todo
o nada o de blanco o negro nos impide beneficiarnos de ello. No nos
permite vivir en armonía, remando todos juntos en la misma dirección, por
el bien de todos, por el bienestar de la especie humana. Siempre habrá un
ellos que no somos nosotros y que impedirá, con su equivocada visión del
mundo, que lleguemos todos juntos a buen puerto. A los otros hay que
apartarlos, o neutralizarlos si es necesario. Pensar de manera binaria ha
dado lugar a numerosos prejuicios a lo largo de la historia de la humanidad.
El racismo o el machismo son algunos de sus principales ejemplos. Lo
curioso es que, además, el pensamiento dicotómico se alimenta de los
mismos males que ocasiona. La pobreza, la división social, la educación
deficiente o la crispación social y el estrés son factores que parecen agravar
y potenciar este tipo de pensamiento. Es como un pez que se muerde la
cola. Las teorías de la conspiración son consecuencia de esta forma de
pensar y, como hemos visto, se potencian durante situaciones de estrés,
como cuando algo amenaza nuestras vidas. Hay autores que consideran que
el pensamiento dicotómico está también en la base de diversos trastornos
mentales. Así, los delirios y las paranoias propias de la psicosis, o la mala
autoestima propia de los estados de depresión, no serían sino ejemplos de
esta forma tan categórica de pensar.
Si, como parece, pensar de manera binaria o rígida está en el origen de
muchos de los males de la humanidad —la mayoría de los cuales serían, por
otra parte, evitables—, tenemos la obligación, como especie, de conocer de
manera exhaustiva, analizar y controlar los factores que originan, mantienen
y fomentan este tipo de pensamiento. Por el bien de todos. La ciencia está
haciendo grandes esfuerzos al respecto, pero necesitaremos del interés y la
participación de todos. Si lo conseguimos, lo que no parece fácil, realmente
demostraríamos ser una especie muy inteligente.
De momento, la psicología social va encontrando algunas formas de
controlar el pensamiento dicotómico. Por ejemplo, y según parece, si
queremos desmontar una opinión radical, lo mejor que podemos hacer es
empezar por validar esa opinión. Así, si a quien piensa de una manera
extrema y radicalmente opuesta a nuestra visión de las cosas le decimos que
lleva razón, que su postura es correcta, admisible, o que parece cierta,
empezaremos a desarmarle ante lo que podamos decirle a continuación.
Incluso aunque sea la idea contraria. Podemos, por ejemplo, admitir que la
inmigración es un problema serio que ocasiona muchos conflictos de orden
público y, a continuación, enumerar sus posibles beneficios y formas de
controlar sus posibles inconvenientes. Un mensaje con dos caras opuestas
es más efectivo que si solo tiene una, la contraria a la que queremos
cambiar. Atacamos un pensamiento dicotómico con un pensamiento en el
que los dos extremos son admisibles. La realidad sería negra y, a la vez,
blanca; es decir, aparecerían los diversos tonos de gris que antes no éramos
capaces de apreciar.
Pero aún queda mucho trabajo por hacer. Uno de los peores males del
mundo occidental actual, según numerosos analistas —y que se debe al
pensamiento dicotómico—, es la división política radical entre las
izquierdas y las derechas o entre demócratas y republicanos en Estados
Unidos; liberales y conservadores, en general. El panorama está
actualmente muy polarizado entre ambas visiones del mundo. Es algo que
viene sucediendo en los últimos años, y se ha convertido en protagonista del
complicado momento político actual. Si en épocas pasadas ambas visiones
podían coincidir en algunas opciones y decisiones, e incluso colaboraban
cuando se consideraba necesario y pertinente, actualmente cualquier
entendimiento parece perdido. Y lo peor de todo es que las orientaciones
políticas han secuestrado el razonamiento, que queda ofuscado y retorcido,
al servicio del grupo político de turno. Esto era antes más propio de las
religiones o de las posturas racistas, por ejemplo; pero actualmente es la
situación predominante en política.
En particular, diversos estudios muestran que la postura política ofusca
el razonamiento con el objetivo de que este dé la razón a ideas previas
propias del grupo al que pertenecemos. Así, por ejemplo, ante unos datos
acerca de la cantidad de delitos ocurridos en varias ciudades y el número de
inmigrantes existentes en las mismas, un conservador puede destacar que
cuantos más inmigrantes hay, más delitos se producen, sin tener en cuenta
que el número de habitantes no inmigrantes también es mayor. Por tanto, las
conclusiones previas de su ideología política le han hecho analizar los datos
de una manera específica que ratifica esas conclusiones. Y si modificamos
los datos, de manera que el porcentaje de inmigrantes correlacione con el de
delitos anuales, un liberal o progresista tenderá a destacar que hay más
delitos simplemente donde hay más gente, ignorando esos porcentajes, esas
cantidades relativas que podrían indicar cierta relación entre inmigración y
delincuencia. Es algo parecido al sesgo de confirmación, aunque no lo es
exactamente. Algunos autores lo denominan el sesgo de mi lado. Se trata de
retorcer los datos para que se ajusten a lo que yo defiendo, a lo que mi
grupo piensa. Y lo curioso es que en este tipo de errores incurren incluso
personas con conocimientos de matemáticas y estadística. Cuando los datos
numéricos son exactamente los mismos, pero no se refieren a ningún tema
de relevancia política (por ejemplo, averías de lavadoras por marcas), los
errores desaparecen en ambos bandos y la realidad se ve más clara. Los
sesgos, una vez más, vuelven a contribuir a construir narrativas que no solo
dejan mucho que desear, sino que pueden hacernos mucho daño.
Los grupos políticos ya no serían conjuntos que defienden unas
ideologías coherentes, sino auténticas tribus socioculturales que se
mantendrían por su fe en su propia superioridad moral y por su desprecio
hacia los demás. Sería algo parecido a lo que hacen las sectas. Y lo peor es
que estas actitudes calan en la sociedad, que se adscriben a una u otra
ideología y, desde su ámbito y su circunstancia, se alinean en la batalla por
llevar la razón sobre la base de argumentos y razonamientos distorsionados.
Mal asunto para una especie tan lista. Dentro del marco político también se
observa una curiosa aberración, que llaman racionalidad perversa, según la
cual el razonamiento se retuerce con el principal objetivo de que los
miembros de mi grupo me valoren. Ya no se trata de razonar para
comprender la realidad, sea de forma sesgada o no, sino para potenciar
nuestra imagen. Y cuanto más retorcido pero alineado con lo que son las
visiones de mi grupo político, mucho mejor. De esta manera, las creencias
más estrafalarias suelen ser las que otorgan más identidad. Si mi grupo
piensa que el grupo contrario es el demonio, puedo llegar a asegurar que sus
miembros son pederastas o adoradores satánicos a partir de información
incompleta, ambigua e incluso —con frecuencia— manifiestamente falsa.

LAS DIFERENCIAS POR SEXO Y GRUPO ÉTNICO

Las ideologías políticas son relatos acerca de cómo vemos el mundo y la


realidad que se originan en un pensamiento dicotómico y condicionan cómo
nos relacionamos con los demás. Es lo mismo que ha ocurrido con las
narrativas acerca de las diferencias raciales o por razón de género. Estas
están cambiando, afortunadamente, aunque aún queda trabajo por hacer; y
en algunos grupos y sociedades ese cambio aún no ha llegado. Las
presuntas diferencias en inteligencia en función del sexo o la raza o grupo
étnico han sido una constante a lo largo de la historia de la humanidad. No
deja de ser un tema polémico cada vez que se trata públicamente, y esto
muchas veces ha enturbiado el asunto, afectando incluso a la investigación
científica en este campo. Así, hay una presión social muy fuerte en los
momentos actuales por defender que ambos sexos son indistinguibles
intelectualmente, y cualquier dato o conclusión que se salga de esta
narrativa pueden ser mal recibidos. En tiempos, la narrativa fue la contraria.
Si dejamos hablar libremente a la ciencia, y resumiendo cientos de
estudios, esta nos dirá que se aprecian algunas diferencias entre hombres y
mujeres: las mujeres suelen mostrar mejores puntuaciones en algunas
aptitudes o habilidades mentales, mientras que en otras tienden a puntuar
más bajo que los hombres. Se trata, por supuesto, de tendencias de grupo,
por lo que no hace falta insistir en que encontraremos individuos que, sean
del sexo que sean, pueden ser muy superiores a muchos otros del sexo
contrario en aptitudes en las que se supone que el suyo suele ser algo peor y
viceversa.
Las mujeres suelen superar a los hombres en algunas pruebas de
memoria; por ejemplo, parecen tener mejor memoria para las caras.
También muestran una mayor fluidez verbal y mejores competencias en la
escritura y la lectura. Los hombres, por su parte, suelen puntuar más que las
mujeres en test que tienen que ver con competencias visuoespaciales,
especialmente de rotación mental de objetos en 3D, y en algunas tareas
matemáticas. A pesar de estas diferencias específicas, las mujeres suelen
mostrar un rendimiento escolar y académico superior al de los hombres,
incluso en áreas donde se necesitan aptitudes en las que los hombres suelen
ser superiores. Esto nos demuestra hasta qué punto otros factores que no
son estrictamente intelectuales, como la motivación o la personalidad, que
pueden conllevar persistencia y tesón, son capaces de influir en los
resultados finales. De hecho, muchas veces se ha dicho que las diferencias
intelectuales entre sexos, como las que podemos ver entre distintos grupos
étnicos, no serían sino fruto de lo que se conoce como sesgo del estereotipo.
Este consiste en que, si normalmente se piensa que los de tu grupo son
malos en algo, cuando te hagan la prueba la harás peor de lo que en realidad
puedes, simplemente para confirmar ese estereotipo, porque es lo que se
espera de ti.
Al margen de sesgos como el del estereotipo, las diferencias entre sexos
que he mencionado parecen sistemáticas. Explicar su origen es más difícil.
Determinar si se deben a factores ambientales, culturales o educativos o si
son consecuencia de factores genéticos o biológicos es sumamente
complicado, pues no son nunca independientes y se influyen mutuamente.
Cuando observamos el cerebro, es cierto que el femenino es un poco más
pequeño que el masculino, pero esto se corresponde muy bien con
diferencias en el volumen corporal. Si nos adentramos en los detalles,
apenas se encuentran diferencias entre los sexos. De hecho, las que existen
suelen hallarse en zonas del cerebro relacionadas con la regulación de las
funciones corporales orgánicas y hormonales, lo cual es lógico, pues son las
diferencias más apreciables cuando comparamos ambos sexos.
Las narrativas también nos han acompañado a la hora de relacionarnos
entre los distintos grupos étnicos o raciales. Sentimientos de superioridad y
desprecio por otros grupos parecen haber sido la tónica general de muchas
sociedades humanas a lo largo de la historia. Con el advenimiento de los
test de inteligencia, muchos de estos prejuicios se quisieron poner a prueba
y, efectivamente, algunos parecieron confirmarse. Cuando en Estados
Unidos se comparaban muestras de individuos de color con individuos
blancos, aquellos solían mostrar una diferencia de unos 15 puntos menos
que estos. Es una distancia bastante grande, y para apreciarla debemos tener
en cuenta que la puntuación media es 100 y la desviación típica
precisamente 15, lo que quiere decir que la gran mayoría de la gente no
puntúa por encima o por debajo de 15 puntos respecto al valor medio. Con
el tiempo, estas diferencias se han ido reduciendo, generalmente hasta estar
en torno a 9 u 11 puntos, pero siguen siendo muy grandes. La cosa se
arregla un poco cuando los examinadores son de color, lo que minimizaría
el sesgo del estereotipo, pero la mejora no es muy grande. Si de algo
podemos estar seguros es de que estas diferencias no parecen de origen
genético. Cientos de años de desigualdad en cuanto a oportunidades y
acceso a todo tipo de recursos —alimenticios, sociales, familiares,
económicos, educativos y un largo etcétera— podrían ser la principal razón
de estos resultados. Además, hay multitud de diferencias culturales que
explicarían igualmente las encontradas entre grupos étnicos de diferentes
países, pues muchas veces los test de inteligencia que se suelen emplear se
originaron en el ámbito académico del mundo occidental, muy alejado de la
realidad de, pongamos por caso, un pescador de Senegal.
Por otro lado, hay una parte de la población mundial que porta algunos
genes de origen neandertal. Esto ocurre en individuos de origen
euroasiático, en cuyo caso en torno a un 2 por ciento de genes parecen
provenir de cruzamientos entre nuestra especie y la neandertal. Como esta
fue una especie euroasiática, las poblaciones de origen africano no se vieron
expuestas a este intercambio genético. ¿Podría esto explicar al menos parte
de las diferencias en cociente intelectual que se han encontrado al comparar
distintos grupos étnicos? En absoluto. Los genes neandertales que portan
varios miembros no africanos de nuestra especie no parecen tener nada que
ver con la inteligencia. Se relacionan, más bien, con procesos metabólicos e
inmunitarios, y poco más. Mezclarnos con los neandertales, por tanto, no
parece que nos hiciera ni más ni menos inteligentes.
Personalmente, tengo pocas dudas de que la convivencia entre
neandertales y sapiens en la región euroasiática debió de ser más de
enfrentamiento que de convivencia, por más que hubiera cruzamientos e
intercambios sexuales y, por qué no, culturales. Las evidencias
arqueológicas y paleontológicas no parecen categóricas al respecto, aún son
escasas. Pero viendo lo universal y extendido del pensamiento en blanco o
negro o dicotómico, me temo que esta aproximación a la realidad debe de
acompañarnos desde hace mucho tiempo. Creo que ya es hora de que la
vayamos abandonando, de que sepamos ver toda la gama de grises y de
colores que existen y sepamos sacar partido de lo bueno y eliminar lo malo
de cada opción. La convivencia se vería enormemente favorecida. Somos
perfectamente capaces de ello, y creo que los descubrimientos de la ciencia
están ayudando mucho. Solo hace falta querer hacerlo.
15
LA MEMORIA EMOCIONAL

En el curso de algunas de sus operaciones, Wilder Penfield, el


neurocirujano que descubrió los homúnculos sensorial y motor de nuestra
corteza cerebral, obtuvo unos resultados muy curiosos. Estimular algunas
partes del cerebro podía producir, por ejemplo, hormigueos en el brazo o en
la lengua. O sensaciones de entumecimiento; o pequeños movimientos de
cualquier parte del cuerpo. Es así como se reveló la existencia de los
homúnculos. En otras ocasiones, el paciente percibía olores o sabores, o
veía colores, texturas, patrones. Pero cuando se estimulaban algunas zonas,
generalmente del lóbulo temporal, el paciente podía recrear escenas enteras
de su vida pasada. Normalmente se trataba de situaciones cotidianas y que
en su momento no tenía ninguna intención de memorizar. Un hombre
paseando un perro por la calle, una conversación entre vecinos, una
discusión familiar. Pero, con cierta frecuencia, se escuchaban melodías
musicales. A veces cantadas, otras veces interpretadas al piano, otras, por
una orquesta. La recuperación de esos recuerdos era más vívida e intensa
que los recuerdos habituales; aparecían como más realistas. Era, en palabras
de Penfield, «como si el electrodo hubiera tocado una cinta magnetofónica
o el rollo de alguna película». En muchas ocasiones, esas experiencias se
revivían junto con las sensaciones emocionales que las acompañaron en su
día.
Que entre las experiencias que guarda el cerebro al cabo de los años se
encuentren melodías enteras solo puede indicar que este las considera
objetos valiosos. Ha empleado recursos energéticos y metabólicos para
conservarlas. El arte, sea pictórico, musical o de cualquier otro tipo, es de la
mayor relevancia para el cerebro humano. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que
un comportamiento que, en principio, no facilita la obtención de recursos —
no produce comida— haya tenido y tenga tanto éxito en la especie más lista
del planeta? ¿Es el arte una narrativa fruto del sistema 1 del pensamiento
que nos hemos vendido a nosotros mismos como algo útil y necesario? El
arte es universal; no hay ni ha habido cultura humana en el planeta en la que
no haya habido, siquiera mínimamente, manifestaciones artísticas de algún
tipo, al menos dentro de la especie Homo sapiens. Es posible que sí, que el
arte se lo debamos al sistema 1. Y, con ello, hemos encontrado una fuente
de entretenimiento, de placer, de la que parecen carecer otras especies.
El arte es también una manifestación social, un producto del cerebro de
una especie tremendamente social. Con él nos contamos cosas. El arte es un
gesto de comunicación entre personas, se trata de narrativas que nos
contamos unos a otros, sean pictóricas, musicales, literarias o de cualquier
tipo. Para captar la atención y el interés de los demás; para hacernos
atractivos. De hecho, algo que también contamos a través del arte tiene que
ver con nuestras propias capacidades. Sería como la cola del pavo real. En
palabras de Richard Alexander, quien es un artista, particularmente si es
bueno, está demostrando que tiene buenas capacidades para, al menos, la
percepción, la observación, la apreciación, la imaginación, la anticipación y
la comunicación. El artista es capaz de crear una realidad en la que se ponen
en juego la exageración, la manipulación, la contradicción, el contraste. El
artista se fija en los detalles, ve cosas que los demás no ven. Quien hace arte
demuestra tener una mente superior, ideal para afrontar las complejidades
del mundo social. En la primera parte comentábamos, también, que quien
produce obras artísticas demuestra tener destreza manual, una habilidad de
gran valor para fabricar herramientas y otros útiles con los que obtener
recursos del medio. En definitiva, el artista tiene buenos genes y, por tanto,
es un buen partido con quien tener descendencia. Pero el arte es quizá
mucho más que una forma de mostrar nuestras habilidades perceptivas y
motoras. Es una forma de contarnos historias, de contarnos narrativas.

EL ORIGEN DEL ARTE

Dentro de este contexto social, los motivos que se representan en el arte son
muy variados y complejos. En general, parece haber consenso en que lo que
se representa suele tener que ver con inquietudes del ser humano. Así,
muchas de las representaciones del arte rupestre prehistórico se han querido
interpretar como manifestaciones de ritos religiosos, particularmente
chamánicos. Algunas de las figuras geométricas y otros trazos realizados
hace decenas de miles de años podrían representar lo que un chamán veía
bajo estados alterados de consciencia. Por otra parte, ha habido autores que
han propuesto que el arte prehistórico es fruto de pandillas de adolescentes
que se internaban en los peligros de la cueva y dejaban allí su huella, su
marca. Por eso, un motivo muy recurrente son las improntas de las manos.
El arte del Paleolítico podría ser una especie de grafiti del pasado.
Cuando se ha indagado sobre qué hace atractiva una obra de arte
pictórico, se han encontrado ciertos patrones que parecen universales. Así,
un paisaje con cielo azul, un horizonte con hierba verde y algo de agua (un
río o un lago) son muy atractivos para nuestro cerebro. El atractivo es aún
mayor si aparecen animales comestibles y, también, si se representa algún
ser humano. El gusto por este tipo de motivos artísticos se da en
prácticamente todas las culturas estudiadas, y parece que tiene que ver con
lo que nuestra especie necesita para una vida confortable: buen tiempo,
alimento, agua y otros seres humanos. Nos encanta ver representado un
buen lugar para vivir. Nos produce placer. Asimismo, por ser muy sociales,
nos encanta ver otras personas. Esto también hace atractivos los retratos. Y
los bodegones nos atraerían, igualmente —y entre otras cosas—, por
contener alimentos.
Pero los motivos que aparecen representados en el arte no lo serían todo.
Yo puedo dibujar un paisaje con todos los elementos necesarios para
hacerlo atractivo, pero no dar con la tecla que haga que realmente mi obra
sea valorada. Puedo dibujar un bodegón, o un retrato, y que no le guste a
nadie. El arte necesita de algo más para tener éxito. Para varios autores,
entre los que se encuentran los neurólogos Semir Zeki y Vilayanur S.
Ramachandran, el arte tiene éxito y resulta atractivo en tanto explota y pone
a prueba los principios perceptivos del cerebro, como la abstracción o la
constancia (entender, por ejemplo, que una naranja no cambia de color,
aunque lo parezca, cuando hay menos luz en la habitación). En esta línea,
Ramachandran ha concretado varias leyes de la experiencia artística,
especialmente aplicables al arte pictórico, que harían que este fuera una
fuente de placer. Y lo cierto es que se adaptan muy bien a lo que ocurre
cuando contemplamos una obra de arte.
Una de estas leyes dice que es muy atractivo exagerar determinados
atributos de un objeto, y que esto nos haría reaccionar con más fuerza ante
una representación así. Una caricatura estaría explotando esta ley, al igual
que figuras desnudas en las que los atributos sexuales se representan
exagerados, como en las venus prehistóricas. Lo curioso es que este tipo de
reacciones más intensas a representaciones exageradas de ciertos atributos
se han visto también en otros mamíferos, como las ratas. Otra ley dice que,
si en la representación se destaca uno solo de los parámetros visuales, como
la forma, el color o el movimiento, sentiremos más placer porque toda
nuestra atención se puede concentrar en ese aspecto. Y es cierto que muchas
obras de arte, ya desde el Paleolítico, son representaciones en las que se
omiten ciertos parámetros, constituyéndose en meros esquemas o siluetas
de los objetos pretendidamente representados.
También nos resultan atractivas las obras en las que la realidad no es tan
evidente a primera vista, donde, por ejemplo, agrupando algunos elementos
de la representación podemos descubrir una figura relativamente oculta.
Esto sería parecido a lo que ocurriría cuando la vegetación cubre
parcialmente a una presa o un predador, y descubrirlo nos produce un
impacto importante. Forma parte de algunos de los mecanismos necesarios
para nuestra supervivencia en un medio natural, nuestro medio ancestral, y
parece ser que el arte pone a prueba muchos de estos mecanismos. De
hecho, la resolución de problemas perceptivos es gratificante. Es decir, si la
percepción implica cierto esfuerzo, un cierto problema que se debe resolver,
también sentiremos placer. Es lo que explicaría que muchas obras de arte
sean ambiguas en cuanto a su interpretación, es decir, que necesiten que
nuestro cerebro ponga de su parte respecto a qué ocurre en la situación
representada. La Mona Lisa del maestro Da Vinci, ¿está sonriendo o
sufriendo en silencio? Por otra parte, si nos fijamos, en el arte las
representaciones suelen ser genéricas. No son necesariamente fotografías
precisas de un objeto o paisaje, sino que con frecuencia se trata de figuras
no del todo definidas, con contornos imprecisos o vistas desde una
perspectiva que podríamos considerar general. Es raro ver un retrato de
alguien representado exactamente de frente o totalmente de perfil. Muchas
veces, la ambigüedad en el significado de lo que se quiere transmitir hace
que sean muy atractivas las metáforas, algo que es muy frecuente en el arte
literario. Estas sirven para destacar algunos aspectos de lo representado que
no se ven a simple vista, obviando lo superficial y profundizando en
características que remiten a realidades muchas veces ocultas.
Hay algunos patrones visuales que, sin duda, son universales; aparecen
en infinidad de culturas y su expansión es una prueba de su éxito. Son
atractivos porque hacen trabajar al sistema visual. Por ejemplo, los patrones
repetitivos, ordenados, rítmicos son muy atrayentes. Es algo que
constatamos en las filigranas ornamentales de multitud de objetos de
numerosas sociedades humanas. Y lo vemos también, por ejemplo, en las
alfombras y bordados de objetos textiles de todo el mundo, que muestran
este tipo de patrones probablemente desde épocas prehistóricas. En la
misma línea, otra propiedad de los estímulos visuales resulta
tremendamente atractiva: la simetría. En la naturaleza, muchos objetos son
simétricos: las hojas, los árboles, los frutos, los animales, las personas. Así,
la simetría sería atractiva porque, por un lado, nos ayuda a detectar objetos
en el ambiente. Por otro, también porque es un signo de belleza, dado que
resulta un indicador de buena salud y constitución genética. Es algo que se
pone a prueba especialmente a la hora de elegir pareja. Diversos estudios
muestran cómo, entre los humanos, los más resistentes a infecciones por
parásitos y que, por tanto, no las han sufrido durante su gestación, muestran
caras y cuerpos más simétricos.
Todas estas leyes, principios y propiedades que hacen atractivo y
placentero al arte creo que se podrían resumir en una idea: el arte nos atrae
más cuanto más supere a la realidad. Esta en sí, tal cual es, puede que no
sea tan atractiva, pero empieza a resultarlo en cuanto exageramos alguna
parte de la misma, cuando descubrimos y destacamos elementos y rasgos
sutiles. Esta sería una de las razones por las que nos atraen tanto las
narrativas artísticas. Hay que entender también que esto es así porque el arte
estaría explotando principios perceptivos que son necesarios para nuestra
supervivencia; para detectar predadores, presas, frutos, alimentos,
compañeros, parejas.

QUÉ PASA EN EL CEREBRO CUANDO SE ENFRENTA AL ARTE

Cuando observamos al cerebro contemplando obras de arte, comprobamos


cómo este genera placer, provoca afectos, emociones. No hace falta mirar al
cerebro para saber esto, pero sí para entender qué mecanismos utiliza el arte
para impactar en él. Por una parte, el sistema visual está muy bien
conectado con la amígdala y otras estructuras afectivas del cerebro, en
conexiones directas e inmediatas que serían muy efectivas. La corteza
visual, por otra parte, contiene muchos receptores para los llamados mu-
opioides, neurotransmisores liberados cuando sentimos placer. Esto
explicaría que poner a prueba nuestro sistema visual, hacerlo funcionar con
cierta intensidad, sea capaz de generar placer y diversos estados afectivos.
Pero más allá del sistema visual, el arte, del tipo que sea, suele activar zonas
del cerebro que ya conocemos por su implicación directa en los estados
afectivos y la cognición social. Entre estas destacan tanto el cíngulo
anterior, nuestro detector de que estamos ante algo de relevancia, ante un
conflicto, como también, y especialmente, la corteza orbitofrontal. De esta
ya dije que participa en la determinación de lo que está bien y lo que está
mal, de lo que nos apetece o nos parece correcto en un momento
determinado; y esto afecta tanto a lo que podemos comer y beber como a
una obra de arte que contemplamos. El ya mencionado Semir Zeki
determinó que una parte de la corteza orbitofrontal podría ser incluso el
elemento que la neurología podría aportar para responder a la gran pregunta
filosófica de todos los tiempos: ¿qué es la belleza? Así, la belleza podría
definirse como aquello que es capaz de activar con más intensidad las zonas
mediales de la corteza orbitofrontal; más concretamente, la denominada
subregión o campo A1 dentro de ella. No obstante, algunos trabajos, entre
los que se hallan los obtenidos en nuestro laboratorio, encuentran que la
corteza orbitofrontal medial se activa cuando estamos tanto en presencia de
algo que nos resulta muy bello como ante algo que consideramos
tremendamente feo. Muy probablemente esas activaciones tengan que ver
con el grado en que un estímulo nos impresiona.
Otra parte del cerebro de cierta importancia en el arte es el núcleo
accumbens, que también conocemos porque su estimulación, a través del
neurotransmisor dopamina, produce una agradable sensación de querer
hacer cosas. Y también está implicada la ínsula, que, entre otras cosas,
monitoriza el estado de nuestro organismo, de nuestras vísceras. En general
podemos decir, viendo qué zonas del cerebro participan en el arte, que este
parece relacionarse con la regulación de nuestra homeostasis, del equilibrio
de nuestro organismo, en línea con lo que proponen algunos autores: que el
arte y, particularmente, la estética son tratados por el cerebro como
cualquier otro objeto natural esencial para la supervivencia; como la comida
o el sexo.
Teniendo en cuenta todo esto, podría parecer extraño que otros primates
no tengan arte. Al fin y al cabo, su sistema visual no es muy diferente del
nuestro, y podrían sentir placer al contemplar las mismas cosas que a
nosotros nos fascinan. La respuesta a por qué no vemos a los chimpancés
pintando paisajes o bodegones con bananas no es fácil. El caso es que
cuando se les ha dado la oportunidad de dibujar o pintar, han producido
patrones poco consistentes, sin representación alguna de la realidad, y
pueden llegar a aburrirse con relativa facilidad. Ya comenté que sus manos
y la regulación motora de las mismas son muy diferentes de las nuestras, y
esto podría explicar al menos parte de estas diferencias. Por otro lado, quizá
a los chimpancés, como a otros primates y otros animales, les falte el grado
de importancia que lo social tiene para el cerebro humano, que podría estar
en la base de su existencia y, al menos en parte, de su éxito. ¿Y qué
podemos decir del arte de otros miembros del género Homo que nos
precedieron? ¿El arte apareció de repente, con nuestra especie, o fue
llegando poco a poco, a medida que nuestros ancestros desarrollaban sus
capacidades perceptivas, manuales y sociales? Aunque no todo el mundo
estaría de acuerdo —pues, como dije en su momento, sigue habiendo
autores que abogan por un Rubicón entre nuestra mente y la del resto del
reino animal, incluyendo otros miembros no sapiens del género Homo—, la
respuesta correcta parece ser la segunda opción, la de la aparición gradual
del arte.
Así, una muestra de gusto por lo estético en especies muy antiguas de
nuestro linaje evolutivo la tenemos en una pequeña piedra redondeada de
unos siete centímetros encontrada en la cueva sudafricana de Makapansgat,
en un yacimiento de Australopithecus africanus datado entre 2,5 y 2,9
millones de años. Tiempo antes, por tanto, de que surgiera incluso nuestro
propio género. El caso es que esta piedra no muestra signos de haber sido
trabajada, pero sí que fue traída de otro lugar, probablemente por la
curiosidad que despertaba entre los pobladores de aquella cueva en aquel
remoto tiempo. La razón no es otra sino que parece representar un tosco
retrato, la cara de un homínido. Pero hay más ejemplos de inquietudes
artísticas o estéticas previas a nuestra especie. Por ejemplo, algunas hachas
bifaces de estilo achelense producidas por Homo heidelbergensis fueron
talladas conteniendo restos fósiles que aparecerían incrustados en su centro,
como una concha o un erizo marino, que realzarían el aspecto estético de
estas herramientas. Producidas por Homo erectus o por Homo
heidelbergensis son también algunas figuritas pétreas que parecen
representar venus, quizá un tanto toscas, como la venus de Tan-Tan,
encontrada en Marruecos, o la venus de Berejat Ram, de los Altos del
Golán. En principio, parecen ser tallas naturales que han sido retocadas en
algunos puntos de manera específica y con propósito.
Los ejemplos se multiplican cuando consideramos los restos dejados por
el neandertal, bastante más cercano a nosotros. Conchas decoradas,
incisiones en objetos y en cuevas o muestras simples de arte pictórico,
como líneas, patrones complejos de puntos realizados con los dedos,
círculos o escalariformes (algo parecido al esquema de una escalera de
mano) son algunos de los productos neandertales que surgieron incluso
tiempo antes de que ellos y nosotros nos encontráramos cara a cara. No
podemos saber cómo era el homúnculo sensorial y motor del neandertal,
por lo que desconocemos hasta qué punto las manos estaban tan
representadas en su cerebro como las nuestras, hasta qué punto eran tan
destacables. No sabemos, por tanto, cómo era su capacidad manual más
fina. El caso es que su producción artística es algo limitada y tosca en
comparación con la nuestra; nosotros demostramos una agilidad y
capacidad para el trabajo manual fino que no parecen mostrar los
neandertales.
El rostro en piedra de Makapansgat, que nos mira desde hace más de dos millones
de años.

LA COGNICIÓN CORPÓREA
Otra respuesta a por qué los chimpancés no tienen arte, o por qué los
neandertales no producían arte con la complejidad de los Homo sapiens, es
que nosotros tenemos un tipo de mente radicalmente diferente. Como ya he
mencionado anteriormente, la idea es que entre nosotros y todos los demás
seres vivos, incluidos los neandertales, habría un Rubicón mental. A esta
mente sapiens algunos la llaman mente simbólica, y ya he hablado de ella.
Especialmente desde la tradición arqueológica académica, se ha dicho que
el cerebro humano actual es simbólico y que gracias a ello existen el arte, el
lenguaje y la religión. En la versión más extrema de esta perspectiva, esas
tres características de nuestra especie podrían haber eclosionado, todas
juntas y a la vez, hace incluso menos de 50.000 años. Sin embargo, lo cierto
es que hay evidencia que indica que el arte, el lenguaje y las ideas religiosas
podrían haber aparecido más bien independientemente unas de otras, y
haberlo hecho paulatina y gradualmente ya desde antes de la aparición de
nuestra propia especie. El surgimiento gradual del arte, como el del
lenguaje o la religión, podría encajar mejor con visiones más actuales sobre
la evolución y la cognición humanas.
En el momento actual habría dos visiones acerca de cómo podríamos
definir la cognición humana: o es simbólica o es corpórea. La primera viene
a decir que nuestro conocimiento se representa de una forma amodal, es
decir, muy alejada de lo que podemos ver, oír, tocar, oler o gustar. Sería un
formato arbitrario, sin relación ni semejanza alguna con el mundo exterior.
Esta sería una representación simbólica. Según esta visión, los sistemas de
interacción con la realidad (con los que percibimos y nos movemos)
contactarían en última instancia con estas representaciones simbólicas, con
las cuales también conectaría nuestro lenguaje. Es decir, que cuando oigo la
palabra barco entiendo lo que significa porque accedo a esa representación
amodal, que sería la misma a la que accedería cuando veo un barco o
cuando escucho su característico silbato. No queda claro, sin embargo, por
qué almacenar el conocimiento de esta manera tuvo que llevarnos
necesariamente a generar arte, religiones o a tener lenguaje, y mucho menos
todo de una vez.
La de la cognición corpórea es quizá una visión más parsimoniosa, más
de acuerdo con un ser natural que evoluciona de manera gradual a partir de
diseños que compartimos con otros seres vivos. Dice esta perspectiva que
nuestro conocimiento se asienta directamente en los sistemas con los que
interactuamos con la realidad del mundo. No necesitamos nada más.
Nuestras experiencias sensoriomotoras, visuales, auditivas, olfativas y
gustativas serían todo lo que tenemos en cuanto a conocimiento, y el nuevo
conocimiento se formaría a partir de combinar o reconsiderar el adquirido
directamente mediante nuestras experiencias con el mundo exterior. No se
necesitan formatos extraños o amodales. El lenguaje accedería directamente
a estas representaciones basadas en nuestras experiencias sin necesidad de
intermediarios. Aquí nos viene bien refrescar dos cosas que ya sabemos. Por
un lado, que el cerebro, fundamentalmente la corteza, se puede dividir, de
manera simplificada, en dos grandes mundos: el de la acción, en los lóbulos
frontales, y el de la percepción, en los lóbulos parietal, occipital y temporal.
Es como si el cerebro ya se organizara sin necesidad de un tercer formato
extraño, lo simbólico; lo que hay está ahí precisamente para interactuar con
el mundo. Por otro, que en cada uno de estos dos mundos cerebrales hay
diferentes niveles de abstracción. Es decir, y esto es algo que ocurre en las
áreas de asociación, la información se almacena de manera cada vez más
abstracta y alejada de lo concreto a medida que nos alejamos de las áreas
primarias. Es verdad que esto podría parecerse al formato amodal de la
perspectiva simbólica, pero no necesariamente. En esta perspectiva
corpórea lo que se quiere destacar es que, por muy abstracta que sea la
información que maneja nuestro pensamiento, siempre estará relacionada
con cómo integramos, organizamos y coordinamos el conocimiento tal cual
lo obtenemos de la relación de nuestro cuerpo con el mundo. Dicho de una
forma un tanto figurada, pero en gran parte realista, podríamos decir que
pensamos con el cuerpo.
En realidad, para tener arte no necesitamos mente simbólica. Ya hemos
visto que este puede existir simplemente por el placer que nos produce
contemplarlo. Un placer similar se produce cuando dibujamos, pues los
movimientos que efectuamos pueden ser muy placenteros. Basta con ver
algo que hacemos con frecuencia cuando nos aburrimos: dibujitos o
filigranas, garabatos. Esto es así porque hacerlos nos produce algún tipo de
satisfacción. Si otras especies de primates no muestran este comportamiento
es probablemente porque sus sistemas perceptivos no son exactamente
iguales, aunque sean muy parecidos, y porque sus sistemas motores
muestran significativas diferencias. De hecho, el sistema para la motricidad
fina, el llamado sistema corticoespinal, está hiperdesarrollado en nuestro
sistema nervioso.
No obstante, en páginas anteriores ya comenté que podemos entender
por mente simbólica aquella que es proclive a la creación de realidades
cuya existencia no es real: la mente mitológica y creadora de realidades
fabulosas a las que da carta de naturaleza y alrededor de la cuales rige su
vida. Entonces sí es admisible que podamos decir que la mente humana es
simbólica, pues esa realidad se suele representar mediante símbolos, como
banderas, nombres o himnos. Las religiones, de hecho, formarían parte de
este tipo de pensamiento de manera intrínseca. Pero estas serían
independientes del arte, que podría haber surgido por otras razones, por más
que eventualmente se haya puesto al servicio de la mitología y el
pensamiento fabuloso. El lenguaje, por su parte, no tiene nada que ver ni
con el arte ni con las creencias religiosas, aunque se pueda utilizar para
hacer aquel o para transmitir y definir estas. Pero esta visión de la mente
simbólica no tiene por qué asumir que esta es radical y cualitativamente
diferente de la de los homininos que nos precedieron, o de la de aquellos
con los que convivimos un tiempo, como los neandertales. Podría ser
incluso fruto de una evolución cultural. La idea tradicional de la mente
simbólica como algo de aparición reciente, totalmente sin precedentes y sin
parangón en el reino animal, y que además ha dado origen al arte, la
religión y el lenguaje, es algo que no solo no encaja con lo que sabemos
acerca de los mecanismos de la evolución, sino que probablemente sea una
narrativa que nos hemos contado para sentirnos superiores y distintos de
todo. Unos seres únicos para los que parece que la selección natural no ha
funcionado como para los demás. Una narrativa un tanto egocéntrica,
probablemente derivada de tiempos pasados en los que estábamos
convencidos de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios.
Esta narrativa, sin embargo, aún tiene muchos adeptos en el mundo
académico, aunque sea de manera velada. Es, de hecho, una de las razones
por las que a diversos autores les cuesta admitir muchas de las similitudes
que el neandertal parece tener con nosotros. A medida que pasa el tiempo,
sin embargo, las evidencias arqueológicas en este sentido son cada vez más
numerosas. A pesar de ello, no es fácil bajarnos del pedestal de especie más
lista del planeta al que nos hemos aupado; no parece que queramos
compartir el primer premio con nadie.

NUESTRO SEGUNDO CEREBRO

Hace unas líneas he dicho que la visión corpórea de nuestra cognición nos
permite aseverar que pensamos con el cuerpo, siquiera sea como una
metáfora —y en gran parte podría decirse que es así—. Pensamos con áreas
de la corteza cerebral que están fundamentalmente destinadas a regir las
interacciones de nuestro cuerpo con el mundo exterior. En otras partes de
este libro he comentado, también, cómo nuestras sensaciones viscerales
tienen mucho que ver con nuestras decisiones. La información que nos llega
del cuerpo es tenida en cuenta para decidir si algo lo queremos o, por el
contrario, lo despreciamos.
Pero la importancia del cuerpo en lo que ocurre en nuestro cerebro va
mucho más allá de recibir una serie de mensajes sobre su estado. Fuera de
nuestra cabeza contamos con todo un sistema nervioso, relativamente
independiente, y al que se ha llegado a denominar como nuestro segundo
cerebro. Es el conocido como sistema nervioso entérico, un conjunto de
neuronas y ganglios nerviosos que se sitúa en nuestro sistema digestivo.
Consta de unos 500 millones de neuronas, cinco veces más de las que
tenemos en nuestra médula espinal, aunque quizá algo lejos de los 86.000
millones del cerebro. En cualquier caso, es un número muy respetable, y
algunos expertos se han planteado si será capaz de tener o generar
experiencias conscientes propias.
Es curiosa la importancia del sistema digestivo, del sistema
gastrointestinal, visto que tenemos todo un cerebro destinado a regular su
motilidad y sus secreciones, a estar siempre alerta para que todo funcione
bien y no falte ningún ingrediente relevante. De unos años a esta parte, esta
relevancia se va desvelando poco a poco, muchas veces con gran sorpresa.
Precisamente, una de las grandes revelaciones de la ciencia más reciente es
el papel de la flora intestinal en nuestra salud, tanto física como mental. La
flora intestinal o microbiota son microorganismos, principalmente bacterias,
de los que cada persona tenemos unos cien billones, aunque repartidos en
mil especies. Su cantidad es tal que en conjunto pesa unos dos kilos. Ahí es
nada. De todos esos microorganismos, un tercio es compartido por todos los
seres humanos; pero el resto es individual, procedente de nuestro entorno
particular y nuestra dieta. De nuestra familia, de nuestra sociedad, de
nuestro lugar de origen, de donde vivimos. Sería como nuestra huella de
identidad, personal e intransferible. La importancia de esta microbiota es tal
que su equilibrio y composición afecta a diversos procesos cognitivos,
como la memoria y el aprendizaje, o a la sociabilidad, ya que aparece muy
alterada en el autismo. Su alteración, de hecho, parece tener consecuencias
para diversas patologías como el párkinson, la enfermedad de Alzheimer, la
obesidad, las adicciones o la depresión. En esta última su impacto es
importante, porque, entre otras cosas, afecta a la producción de serotonina
cerebral, cuyos niveles suelen estar disminuidos en la depresión. En
general, las bacterias intestinales contribuyen a la síntesis de este y otros
neurotransmisores, como la noradrenalina, la dopamina y la acetilcolina. De
ahí la influencia tan decisiva de la microbiota en el cerebro. Su correcto
equilibrio, además, ayuda a prevenir inflamaciones del sistema nervioso,
pues supone una primera barrera del sistema inmunitario y ayuda a mejorar
la función de este. No es de extrañar, por tanto, que haya todo un sistema
nervioso dedicado a monitorizar lo que ocurre en nuestro sistema digestivo.
Este sistema nervioso entérico es bastante autónomo e independiente,
pues puede cumplir muchas de sus funciones por sí solo. Pero no está
aislado. La influencia de la flora intestinal en el cerebro se produce
precisamente porque el sistema entérico se comunica con este a través del
denominado sistema nervioso autónomo, que ya conocemos, pues entre
otras cosas regula el tamaño de las pupilas y el trabajo de nuestros órganos
y vísceras. Y es que, junto a estos, y no solo en el sistema digestivo,
podemos ver conjuntos de neuronas que regulan su funcionamiento y que
también informan al cerebro en todo momento de su estado. Realmente,
tenemos muchas neuronas por nuestro cuerpo. Si las sensaciones que vienen
de este, de nuestras vísceras, son determinantes para definir nuestros
estados emocionales y tomar nuestras decisiones, lo son precisamente
gracias a la mediación del sistema nervioso autónomo. En la medida en que
la mente depende de la actividad de las neuronas, está claro que el cuerpo
tiene un papel fundamental. Y es que en él podemos hallar también buena
parte de nuestra memoria emocional.
16
LOS AVANCES CIENTÍFICOS

Con independencia de las narrativas que la humanidad se ha contado y se


sigue contando a sí misma, la ciencia sigue su curso, inexorable, sin mirar
atrás, aparentemente ajena a las vicisitudes y avatares propios de la
humanidad. Uno de sus más impresionantes logros ha sido poder vernos a
nosotros mismos como materia, integrados en el planeta de una forma
natural. Nuestra propia alma está ahora mismo expuesta al escrutinio
científico, incluso al público, a todo aquel que desee acercarse y mirar.
Cuando sentimos algo, pensamos algo o nos emocionamos con algo, hay
partes del cerebro que se encienden. Y así podemos explicar, por ejemplo,
nuestras propias emociones: de una forma muy materialista, viendo qué le
pasa a la materia de nuestro cerebro cuando sentimos algo. Cuando lo
recordamos o lo deseamos o cuando lo tememos. Y es que, muy
probablemente, si sentimos, pensamos o nos emocionamos con algo es
porque se encienden esas partes del cerebro; es su activación la que
determina lo que pasa por nuestra mente y no a la inversa. Y esto lo puede
ver cualquiera, lo podemos ver todos con nuestros propios ojos. Podemos
observar a nuestra mente en acción. Nunca antes habíamos llegado tan lejos
en nuestras aspiraciones por conocernos a nosotros mismos.
Cuando vemos la típica imagen de un cerebro con algunas de sus partes
iluminadas, generalmente de rojo o amarillo brillante, esta suele haberse
obtenido con una técnica que solo existe desde principios de la década de
1980, la resonancia magnética funcional. Mediante el uso de campos
magnéticos y ondas de radiofrecuencia, esta técnica nos permite ver dónde
se acumula más sangre en el cerebro en un momento determinado. Como
las neuronas que más se esfuerzan en cada momento necesitan más glucosa,
se produce un aumento del flujo sanguíneo para que reciban esa glucosa. Es
ese flujo sanguíneo, y no la actividad de las neuronas en sí, lo que vemos
con esta técnica.
La resonancia magnética funcional ha ido mejorando considerablemente
con el tiempo, tanto en su resolución espacial como en los métodos de
análisis. Hoy día no es nada difícil alcanzar una resolución espacial de un
milímetro; es decir, que podemos parcelar el cerebro en trocitos
tridimensionales, pequeños cubos, de un milímetro de ancho. Esto es todo
un logro para lo que éramos capaces de ver en un cerebro humano vivo
antes de la llegada de esta técnica, pero aun así quizá es una extensión
todavía un poco grande como para entrar en algunos detalles de la
intrincada y delicada estructura del cerebro. En los últimos años, sin
embargo, esto está cambiando, y ya podemos llegar a niveles de varias
micras (una micra es una milésima parte de un milímetro) gracias al uso de
escáneres cada vez más potentes. Aunque la disponibilidad de esta opción
es aún bastante limitada, esperamos que en un futuro, como ha ocurrido
siempre, sea más asequible. Con una resolución tan buena, por ejemplo,
podemos distinguir si las activaciones que estamos viendo corresponden a
capas superiores o inferiores de la corteza cerebral. Esto nos daría una pista
acerca de si esa zona está recibiendo o enviando información y de qué tipo.
La resonancia magnética funcional tiene aún un gran recorrido y mucho
futuro, aunque todavía estemos lejos de poder conocer lo que hace cada una
de los 86.000 millones de neuronas del cerebro humano.
De unos años a esta parte, la técnica base en la que se fundamenta la
resonancia magnética funcional, es decir, la resonancia magnética
estructural, también está mejorando de manera admirable. Estas mejoras no
solo están permitiendo tomar fotografías cada vez más precisas del interior
del cerebro de una persona sin abrir su cabeza, sino también desenmarañar
la incalculable cantidad de conexiones que contiene, que se cuentan por
billones. Esto nos está permitiendo entender cómo son y cómo se
desarrollan los diferentes fascículos de nuestro cerebro, esos conjuntos de
axones que unen unas partes con otras, algunos de los cuales, como el
fascículo fronto-occipital inferior o el fascículo arqueado —de los que
hablé en la primera parte de este libro—, muestran características
específicas en nuestra especie.

¿PODREMOS LEER EL PENSAMIENTO?

La resonancia magnética, funcional o no, no es la única técnica disponible


para materializar nuestra mente. Afortunadamente, ya que, si bien es muy
buena en cuanto a su resolución espacial, deja un poco que desear respecto
a la temporal. El flujo sanguíneo tarda algunos segundos en aumentar en
aquellas zonas donde se necesita, y aun unos cuantos más en volver al
estado de reposo. Sin embargo, muchos procesos mentales ocurren en
apenas unas decenas de milisegundos. Técnicas como la
magnetoencefalografía o la electroencefalografía vienen a ayudarnos en
esto, ya que su resolución puede ser de un milisegundo, lo que es hilar más
fino de lo que normalmente necesitamos. Ambas están recogiendo el mismo
tipo de actividad: los campos magnetoeléctricos que se producen en las
neuronas cada vez que reciben una sinapsis. El único problema de estas
técnicas es que no son tan precisas espacialmente como la resonancia
magnética, de ahí que lo lógico sea que unas se complementen con otras
para conocer en profundidad lo que hace nuestro cerebro cuando sentimos,
pensamos o nos emocionamos.
Aún hay más técnicas que nos permiten ver al cerebro en acción sin
necesidad de abrir la cabeza de nadie. Por ejemplo, la espectroscopía
óptica, en la que una luz a frecuencia cercana al infrarrojo puede atravesar
el cráneo limpiamente y llegar a la superficie del cerebro, cuyo reflejo será
recogido externamente. Lo que se refleja variará en función del flujo
sanguíneo del lugar en un momento dado. Otras técnicas, como la
tomografía por emisión de positrones, miden también el flujo sanguíneo
cerebral, pero son más costosas y menos asequibles que la resonancia
magnética. La lista no es mucho mayor, y, en realidad, si hoy queremos ir
más allá ya tendríamos que meternos dentro del cerebro; con unos
electrodos, por ejemplo. En el humano, esto es algo que se usa solo en casos
muy contados, lógicamente; cuando existen patologías neurológicas o
psiquiátricas que así lo indican.
Con tantas técnicas para estudiar la actividad cerebral a nuestro alcance,
¿podemos leer el pensamiento? ¿Es posible introducir a una persona en un
aparato de resonancia magnética, o adherir unos electrodos a su cuero
cabelludo, y saber en qué está pensando? Lo cierto es que, para bien o para
mal, los neurocientíficos llevan años persiguiendo esta utopía. Y algo se va
consiguiendo, aunque de manera un tanto limitada, al menos de momento.
Así, por ejemplo, a partir de la actividad eléctrica de las neuronas recogida
en el cuero cabelludo se puede saber qué palabras se está diciendo a sí
mismo una persona; somos capaces, de alguna forma, de traducir su habla
interior a un habla exterior para que la oigamos todos. De la misma
manera, se puede también averiguar qué imágenes visuales está percibiendo
o imaginando. Podemos ver en qué piensa, qué letras está viendo o
imaginando, o si en su cabeza aparece el rostro de una mujer, un coche o un
paisaje.
No obstante, las posibilidades parecen más prometedoras utilizando la
electroencefalografía, sobre todo si queremos saber qué pasa en el cerebro
en tiempo real, aunque con la resonancia magnética funcional también se ha
indagado en esta cuestión de leer la mente de la gente. Y se han obtenido
algunos resultados notables, como averiguar en qué tema se está pensando,
qué tipo de situaciones se están manejando mentalmente. Por ejemplo, si se
trata de un viaje o de un ejercicio de gimnasia. Es decir, no qué imágenes
está recreando nuestra mente exactamente, sino todo el complejo mundo
conceptual y de conocimiento que está en juego en ese momento. Y es que
no siempre pensamos con imágenes nítidas, sean visuales o auditivas. De
ahí que no se trate meramente de averiguar qué estamos viendo o
escuchando para que alguien, desde fuera, con estas técnicas, determine qué
estamos pensando o sintiendo. Muchas veces, el pensamiento se basa en
imágenes con un cierto grado de abstracción, carentes de nitidez o
estructura visual definida e identificable. Lo mismo ocurre con el habla
interior, que es poco definida. De hecho, se ha llamado mentalés al lenguaje
que utilizamos cuando pensamos mientras nos escuchamos a nosotros
mismos, pues sería como un idioma aparte. Se definiría por no completar
las frases o las palabras, o por saltarse enteramente algunas de ellas, aparte
de pronunciarlas vagamente. Esto se sabe por introspección, un método no
muy científico; pero creo que quien más o quien menos puede reconocer
que es así como pensamos.
Si se están consiguiendo muchas de estas cosas, tan increíbles y de
ciencia ficción, es en gran parte gracias a la IA, la inteligencia artificial.
Esta es capaz de analizar una inmensa cantidad de datos de una señal tan
compleja y llena de información como es la producida por las neuronas en
su funcionamiento. El sistema de lectura del pensamiento aprende según se
le van proporcionando más y más datos reales y experiencias humanas. Por
supuesto, es un aprendizaje guiado; se necesita que los humanos
seleccionen la información que el sistema recibe y que informen a este de lo
que están viendo o sintiendo en cada momento. Pero pronto obtiene
resultados, y puede leer las mentes en tiempo real, prácticamente al
instante, según se van sucediendo las distintas imágenes o los sonidos que
pasan por la cabeza de alguien. Si no existiera la IA, que es capaz de
aprender por sí sola, de manera dinámica, a partir de millones de datos,
mucho de esto no sería posible. Requeriríamos meses, si no años, para
alcanzar lo que la IA obtiene en horas, y muy posiblemente esto vaya
mejorando en un futuro cercano.

PERO LEER LA MENTE... ¿PARA QUÉ?

Muchos de estos avances se están consiguiendo no porque a los científicos


les interese realmente inmiscuirse en nuestros pensamientos, sino porque
pueden ser de enorme utilidad para muchas personas con algún tipo de
limitación. Si desarrollamos sistemas que sean capaces de interpretar la
actividad de las neuronas cuando estamos intentando alcanzar un objeto,
por ejemplo, esos sistemas podrán mover un brazo y una mano robóticos
para que realicen esos movimientos intencionados. Para alguien con una
lesión medular y que no pueda mover sus propios brazos esto sería un logro
de incalculable valor. Lo mismo podemos decir respecto a sus piernas. De
hecho, se están desarrollando exoesqueletos que se mueven al son de lo que
las ondas cerebrales dictan, y que permiten a gente con parálisis levantarse
y realizar un número de actividades imposibles de otra manera. Esto era
impensable hace solo unos pocos años.
Por supuesto, a la par que conseguimos mejorar la vida de las personas
que tienen limitaciones, también podemos usar estos mismos avances en la
vida cotidiana y profesional del resto de los seres humanos. Los sistemas de
lectura de la mente, de lo que pasa dentro, podrían usarse, por ejemplo,
para dictar conferencias o novelas según las vamos pensando sin el esfuerzo
de escribirlo; solo tendríamos que centrar nuestra atención en la trama, en la
situación, en lo que queremos contar, sin distracciones. Y podemos hacerlo
tumbados, andando o cómodamente en el sofá. Algo parecido se puede
hacer ya con los sistemas que transcriben la voz y que están al alcance de
cualquiera; se trataría simplemente de no tener que externalizar con voz lo
que pensamos, sino pasarlo directamente a una versión escrita. Pero
concibamos esto mismo con imágenes: podríamos visualizar mentalmente
toda una historia, una película entera, y verla filmada en el acto. Y todo esto
se puede conseguir, se está consiguiendo, sin necesidad de meter nada
físicamente en el interior de la cabeza de la gente. Si metiéramos dentro
unos electrodos o unos microchips, la precisión sería mucho mayor, y las
posibilidades de lectura del pensamiento mucho mejores y libres de error.
Pero este proceder sería muy invasivo, agresivo y susceptible de riesgos
para nuestro cerebro. De ahí que se estén destinando grandes recursos y
esfuerzos a leer la mente sin tocar el cerebro, de la piel hacia afuera.
Bien, todo este desarrollo puede conllevar indudables ventajas para
mejorar el bienestar de miles de personas con limitaciones o para
proporcionar instrumentos que faciliten la productividad o la calidad del
trabajo de nuestro cerebro. Pero... ¿existe el peligro de que lean nuestra
mente sin consentimiento? Hasta ahora, todo se ha hecho con la
autorización de las personas implicadas en estos estudios. ¿Podrán leer la
mente contra nuestra voluntad o sin que nosotros mismos lo sepamos? Yo
de momento no me asustaría ante esta posibilidad; aún estamos algo lejos.
Aunque la tecnología avanza que es una barbaridad y haya que estar
atentos.
Por un lado, hay que decir que para poder registrar la actividad del
cerebro necesitamos unos dispositivos bastante llamativos y, a veces, muy
aparatosos. No es posible por tanto que nos estén leyendo el cerebro sin que
lo sepamos. Algo, algún aparato, algún sensor, nos tiene que estar tocando
la cabeza o estar muy próximo o dentro de ella. Sería imposible que su
colocación o implantación pasaran desapercibidas. Así que, al menos
actualmente, no podrían recoger esa actividad cerebral sin que lo
supiéramos. Pero, aunque lo sepamos, ¿podrían recoger nuestros
pensamientos forzándonos? Bueno, aquí la respuesta depende de si somos
capaces de pensar en otra cosa distinta de la que quisieran extraer. No es
difícil. Si, por ejemplo, nos quieren robar una fórmula secreta, basta con no
pensar en ella. En estas circunstancias, realmente sí parece que estamos aún
muy lejos de poder extraer del cerebro conocimiento que no esté activo en
este momento, sobre el que no se esté pensando. Ahora bien, también puede
ocurrirnos lo que en psicología se conocen como procesos irónicos, según
los cuales basta que nos digan que no pensemos en algo —por ejemplo, un
elefante rosa— para que lo veamos nítidamente, incluso contra nuestra
voluntad, y no podamos dejar de pensar en ello. Cosas de la mente humana.
El psicólogo Daniel Wegner, que estudió este fenómeno, se dio cuenta de
que esto se puede agravar en situaciones de estrés.
Otro motivo para tranquilizarnos, al menos por el momento, es que el
alcance de lo que se puede hacer hoy día para leer la mente a través de la
actividad cerebral es aún muy limitado. Bastante más de lo que he
pretendido hacer ver en párrafos anteriores. He dicho que se puede saber lo
que vemos, lo que nos decimos o en qué estamos pensando, y es totalmente
cierto. Ahora bien, esto solo es posible para estímulos preseleccionados.
Los experimentos suelen consistir en que a una persona le presentamos un
conjunto más o menos extenso de estímulos. Por ejemplo, letras y números
o escenas visuales de variado tipo, como retratos, escenas de caza, paisajes,
carreras automovilísticas y un largo etcétera. A la par que presentamos esos
estímulos, registramos su actividad cerebral y la analizamos mediante la IA,
para que esta intente sacar un patrón distintivo. De esta manera, cuando
volvamos a presentar alguna de esas imágenes y registremos la actividad
cerebral del mismo individuo, podremos adivinar, solo con analizarla, qué
está viendo sin que nadie nos lo diga. Solo en estas condiciones los sistemas
actuales para leer la mente a través de lo que hace el cerebro son capaces de
acertar. Y lo hacen bastante bien, hay que reconocerlo. Pero si
seleccionáramos a una persona nueva, cuya actividad cerebral no hemos
recogido previamente, y le pidiéramos que visualizara algo de lo que
habíamos presentado a las otras personas, la capacidad de acierto de los
algoritmos sería prácticamente nula. Igualmente, el sistema se mostraría
incapaz de adivinar en qué piensa una de esas personas cuya actividad
cerebral ya conocemos si está visualizando o imaginando algo
completamente nuevo.

INTERVENCIONES EN EL PENSAMIENTO

Vale, es posible que no nos puedan leer el pensamiento a partir de la


actividad cerebral, al menos no por ahora; pero ¿podrían implantarnos
recuerdos, pensamientos, ideas? Me refiero a implantárnoslos a través de la
intervención física en el cerebro, pues, como ya sabemos, se pueden inducir
falsos recuerdos mediante entrevistas o usando la persuasión. Bueno, aquí
la respuesta es que la implantación de ideas o recuerdos específicos no
parece posible todavía. Sí sería posible, sin embargo, que nos hagan pensar
de determinada manera o valorar las cosas desde una perspectiva diferente.
Incluso provocar ciertos estados emocionales. No obstante, conviene que
maticemos todas estas afirmaciones.
Intervenir físicamente en un cerebro es posible de diversas maneras. Una
de ellas es mediante la administración de sustancias químicas como los
psicofármacos, algo habitual en la práctica clínica psiquiátrica y de gran
utilidad terapéutica. Recordemos aquello que decía Sagan de que la mente
no es más que química y electricidad. Sí, mediante psicofármacos podemos
cambiar nuestra forma de percibir el mundo. En realidad, es lo que se
busca, pues muchas veces una errónea e inadecuada percepción de este es
causa de gran sufrimiento. Pero mediante sustancias químicas es imposible
implantar una idea o un recuerdo específicos, ya que su modo de acción
suele ser relativamente difuso, afectando a cientos de miles o millones de
neuronas de manera global, sin intervenir por tanto en conformar circuitos
específicos que sustenten ideas concretas. Mediante el uso de tecnología
también existe la posibilidad de intervenir en la electricidad del cerebro sin
necesidad de abrir la cabeza de nadie. De nuevo, podremos afectar a la
manera de pensar, alterar tendencias o impulsos, valoraciones, pero no
implantar ideas concretas.
La técnica más actual y efectiva para intervenir en la electricidad de
nuestro cerebro sin abrir la cabeza consiste en la aplicación de intensos y
puntuales campos magnéticos en localizaciones muy precisas del cerebro.
En general, de la superficie de este, pues los campos magnéticos aplicados
desde fuera de la cabeza de un individuo rara vez van a llegar más allá de la
corteza cerebral. Se trata de la técnica conocida como estimulación
magnética transcraneal. Afectando a los campos magnéticos afectamos a
los eléctricos, a la propia actividad de las neuronas. Y, además, según las
frecuencias utilizadas, un mismo pulso mediante esta técnica puede tanto
excitar como inhibir la actividad neuronal de un lugar muy concreto. Pero
con la estimulación magnética transcraneal no seremos capaces de
implantar recuerdos o ideas. Podremos estimular determinadas áreas, como
por ejemplo las zonas motoras del cerebro, con fines terapéuticos, para una
rehabilitación motora. Sin embargo, para generar un recuerdo necesitamos
alterar las conexiones de cientos de miles de neuronas distribuidas por
diversas partes del cerebro, por lo que esta técnica tiene poco que hacer
aquí. Sí se podría, no obstante, cambiar la opinión de las personas respecto
a su valoración de las cosas. Estimulando, por ejemplo, la corteza
orbitofrontal, que ya conocemos por su contribución a determinar qué nos
parece bueno o malo, podríamos lograr que lo que antes nos parecía
correcto nos parezca ahora aberrante y viceversa. No implantaríamos ideas,
pero sí quizá modos de interpretar el mundo. De hecho, este tipo de
procedimiento se puede utilizar en la terapéutica clínica, quizá con más
especificidad y eficacia que el uso de psicofármacos. Aunque habría que ver
hasta qué punto sus efectos se mantienen más allá del momento de
aplicación del pulso magnético.
En realidad, más allá de la sugestión, la persuasión o las conversaciones
directas, la implantación de recuerdos específicos no parece muy posible
hoy en día. Podríamos pensar que quizá la situación sea diferente si
superamos la barrera que nos separa físicamente del cerebro, interviniendo
directamente en su interior. Hay alguna investigación al respecto, pero los
resultados siguen siendo muy limitados. Si tenemos en cuenta que un
recuerdo implica conexiones neuronales distribuidas por diversas partes del
cerebro, necesitaríamos introducir cientos, más bien miles o cientos de
miles de electrodos por múltiples lugares de su superficie. Aún no lo veo
del todo asequible. Se ha conseguido, sin embargo, implantar recuerdos
específicos en ratones mediante la estimulación intracerebral sin usar
muchos electrodos. ¿Cómo es esto posible? Bueno, la cosa tiene su truco,
pues se trata de un tipo muy específico de recuerdo. Mientras que en
humanos el hipocampo subyace a todo tipo de recuerdos, en roedores este
parece fundamentalmente un dispositivo para almacenar posiciones
espaciales, lugares concretos. Si, durante el sueño, que es cuando con más
intensidad se consolidan los recuerdos, estimulamos un punto específico del
hipocampo de un ratón, ese punto corresponderá a un lugar del habitáculo
por donde se mueve, y a este irá a la mañana siguiente pensando que ahí le
espera algo interesante.
La introducción de electrodos o dispositivos de estimulación en el
interior del cerebro se emplea hoy día para tratar ciertos trastornos
mentales. Ya lo comenté en la segunda parte. De nuevo, se consigue alterar
la visión y la valoración de las cosas, lo que es enormemente útil en muchos
casos. Pero más allá de esto no vamos a poder ir. Implantar recuerdos e
ideas a la población mediante tecnología, como defienden algunos
creyentes en teorías de la conspiración, es hoy día poco menos que
imposible. Introducir tecnología en el cerebro implica una operación
quirúrgica un tanto sofisticada, así que la manipulación, en caso de lograrse,
no sería sin nuestro conocimiento.
Por otra parte, la posibilidad de introducir dispositivos de estimulación
intracerebral es muy atractiva y está llena de posibles aplicaciones, más allá
de aliviar o tratar trastornos mentales. Así, cabe que mejoren la función
normal de un cerebro en principio sano. Podrían otorgar superpoderes,
como una memoria extraordinaria, una capacidad de concentración
impresionante o una increíble resistencia a la fatiga. Si no se está llevando a
cabo esta opción es probablemente porque introducir algo en el cerebro no
está exento de riesgos quirúrgicos, como infección o sangrado. No obstante,
la inversión en el desarrollo de este tipo de tecnología es tal que cabe la
posibilidad de que muchos de sus inconvenientes se disipen muy pronto.
Un ejemplo es el dispositivo desarrollado recientemente por la empresa
del controvertido magnate norteamericano Elon Musk, Neuralink. La pieza
principal no es más grande que una moneda —un tanto gruesa, eso sí— que
se insertaría en el cráneo, cubriéndose con el cuero cabelludo. De esta
manera, sería invisible. Su batería se recargaría a distancia, y sus sistemas
de programación y procesado de información podrían también manipularse
sin cables, mediante bluetooth. Esto es algo que también es posible con
otros dispositivos, pero aún hay más. En general, muchos dispositivos solo
pueden estimular una pequeña y limitada zona del cerebro. Es por esto por
lo que he insistido en que no podrán implantar ideas concretas, sino, a lo
sumo, modular algunas de nuestras opiniones. Sin embargo, el dispositivo
de Neuralink cuenta con más de tres mil electrodos, que se pueden distribuir
en diferentes partes del cerebro, aunque de momento no muy alejadas unas
de otras. Y quizá sean aún insuficientes para implantar una idea concreta.
Pero está claro que reducir estas limitaciones es uno de los objetivos de su
desarrollo próximo. Por otra parte, los riesgos asociados a toda intervención
quirúrgica, incluidos los posibles errores humanos en la localización precisa
de los electrodos, se pretenden minimizar mediante una implantación
robotizada tanto de estos como del dispositivo de administración asociado.
Así es como están las cosas en el momento de escribir estas líneas. ¿Cuál
será la situación dentro de diez años? Que haya gente sana llevando estos
dispositivos en su cabeza para mejorar su rendimiento intelectual y mental,
para realizar retoques, como en la cirugía estética, será posiblemente algo
normal. Incluso para reducir ciertos miedos o provocarse determinadas
emociones. Ojalá se pueda saber para entonces dónde exactamente hay que
estimular para deshacernos de los sesgos y falacias del pensamiento. El
desarrollo y expansión de esta tecnología en el futuro, sin embargo, resulta
susceptible a ciertos peligros: a la manipulación de la voluntad, a la
implantación de sentimientos, puntos de vista o emociones; incluso, en un
futuro, de ideas y recuerdos que nunca fueron nuestros, que nunca
existieron. Todo ello sin nuestro consentimiento. De ahí que algunos
gobiernos estén empezando a pensar en lo que se conoce como
neuroderechos, un marco jurídico necesario que nos permitirá protegernos
de las posibles manipulaciones malintencionadas de nuestro cerebro.

LA ARQUEOLOGÍA COGNITIVA

Mucha de la tecnología para estudiar el cerebro de la que estoy hablando en


este capítulo nos está permitiendo conocer la mente humana como nunca
antes lo habíamos hecho. Sin duda, las técnicas actuales para estudiar el
cerebro han supuesto una gran revolución en el conocimiento científico, nos
han permitido vernos y conocernos a nosotros mismos en el momento de
pensar, de sentir, de crear, de disfrutar o de sufrir. Estos avances repercuten
en lo que sabemos sobre el ser humano, sobre su naturaleza, sobre su
origen; sobre sus peculiaridades. Las modernas técnicas de imagen cerebral
nos están ayudando a reconocer y a entender qué nos hace humanos. De ahí
que estos conocimientos puedan —y, de hecho, deban— utilizarse para
indagar en nuestro pasado, en la evolución de nuestro linaje, en cómo
llegamos a ser humanos.
En los últimos años del siglo XX se empezó a desarrollar una rama de la
ciencia conocida como arqueología cognitiva, que consiste en la aplicación
de nuestros conocimientos actuales sobre el sistema cognitivo humano para
intentar averiguar cómo era este en tiempos pasados. Lo hace a partir de
hallazgos materiales, incluidos tanto utensilios y herramientas como restos
óseos. La forma y el tamaño del cerebro de una especie tienen mucho que
decirnos al respecto. La complejidad y secuencia de las acciones necesarias
para construir una herramienta de piedra, también. Son enormemente
informativas respecto a lo que sus propietarios tenían en su mente: lo que
podían pensar, hasta dónde podían llegar y hasta dónde no. La arqueología
cognitiva reconoce que el pensamiento y la inteligencia humanos hunden
sus raíces en nuestra experiencia directa con el mundo material, y que por
tanto pueden ser investigados a través de esta interacción. Más allá del
estudio de lo simbólico, de qué mitos, leyendas o fantasías ocupaban la
mente humana, la arqueología cognitiva aplica en gran parte la visión
corpórea de nuestra cognición para entender de dónde proceden las facetas
de nuestro comportamiento que consideramos únicamente humanas. Cuáles
son sus mecanismos y cómo pudieron haber surgido. Todo ello sin perder de
vista que somos seres naturales; animales, mamíferos, primates. Que hemos
sufrido el devenir de la evolución bajo los mecanismos de la selección
natural, como todos. En esto no somos especiales.
A lo largo de este libro, aunque sin mencionarlo explícitamente, he
practicado la arqueología cognitiva en numerosas ocasiones. He tratado
algunas de las principales características de nuestro comportamiento bajo
una perspectiva propia de esta disciplina. Así ha sido, por ejemplo, para el
lenguaje, la religión y el arte. De todos ellos he hablado a su debido tiempo,
y desarrollado sus posibles orígenes. Y de manera independiente, no como
un todo. Recordemos que hasta no hace mucho había una visión imperante
en ciencia que decía que estos tres fenómenos surgieron juntos, gracias a
una mente simbólica que habría aparecido, casi por arte de magia, no hace
mucho tiempo. Visiones más actuales de la cognición humana, sin embargo,
nos permiten entender que el lenguaje pudo surgir a partir del uso de
auténticos símbolos, las palabras. Con ellas podíamos dar entidad y
comenzar a pensar en cosas en las que nunca habíamos reparado. Esto
podría haber empezado a ocurrir mucho antes de la existencia del primer
Homo sapiens. Quizá con erectus / ergaster, a partir del cual el vocabulario
habría ido aumentando, incorporando significados y, por tanto, funciones
sintácticas más complejas, hasta llegar a nuestro lenguaje actual. También
vimos cómo ya Homo heidelbergensis, hace cerca de 600.000 años, podría
haber tenido creencias en otros mundos y haber rendido un culto especial a
sus muertos. Su capacidad craneal y yacimientos coetáneos como el de la
Sima de los Huesos apoyarían estas afirmaciones. Por último, que especies
humanas previas a la nuestra, o contemporáneas, como el neandertal,
muestren comportamientos que podríamos calificar de artísticos nos indica
que el arte no es algo de origen reciente. Otros individuos, con una mente
que no es exactamente la nuestra, pudieron disfrutar ya de él. Sin embargo,
aunque no fuera nuestra mente, tampoco era cualitativamente diferente.
Quizá fuera menos capaz, menos inteligente; pero no menos humana. No
habría habido un Rubicón entre ellos y nosotros.
Esta visión de la arqueología cognitiva no es sino una narrativa que nos
contamos a nosotros mismos para entender y saciar nuestra curiosidad
acerca de cuáles son nuestros orígenes. Es una narrativa basada en la
ciencia, en la evidencia científica, es verdad, pero no deja de ser una
narrativa como tantas otras. Como la que decía que la mente humana actual
es completa y cualitativamente distinta de la de otras especies, sean actuales
o extintas. Esta también era, y es, una narrativa científica. La ciencia no
tiene problema en ser humilde, en aceptar que sus narrativas son
provisionales, que cambian o pueden cambiar en función de la aparición de
nuevas evidencias o de modelos y teorías que expliquen mejor los datos
disponibles. Es su trabajo, su misma esencia. Es parte de lo que diferencia
las narrativas científicas de las que no lo son.
Los avances científicos nos permiten generar narrativas mejores, que
tratan activamente de evitar sesgos y falacias del pensamiento, que se basan
en evidencias sólidas y no en intuiciones y primeras impresiones. La
genética, la biología, la paleontología, la arqueología, la anatomía, la
neurociencia, la psicología, la psiquiatría, la sociología, la historia y tantas
otras disciplinas y subdisciplinas científicas nos están permitiendo
conocernos en profundidad. Nunca hemos sabido tanto de nosotros mismos.
Incluso disciplinas aparentemente alejadas del estudio del ser humano,
como la astronomía, la geología o la física, tienen mucho que contarnos
sobre nuestro lugar en el mundo y el universo: sobre quiénes somos, de
dónde venimos —incluso sobre a dónde vamos—. La ciencia responde, o
intenta responder, a las grandes preguntas de manera satisfactoria, creíble, y
sin ocultar ni exagerar nada.
No estoy totalmente de acuerdo con Pinker cuando dice que la ciencia no
es compatible con nuestra manera natural de pensar, que forma parte de
nuestra esencia no aceptar las creencias científicas. Sin embargo, hay que
ser realistas; es verdad que mucha gente no quiere escuchar a la ciencia. No
quiere admitir la realidad tal y como aparece cuando la estudiamos
desprovistos de sesgos y prejuicios. No le gusta lo que la ciencia dice de
nosotros mismos, del mundo y del universo. Y lo puedo entender, aunque
no lo comparta. Si los seres humanos tenemos el poder de construir
historias a nuestro antojo acerca de cómo es el mundo, ¿para qué creer en
otras historias, quizá menos atractivas?
Pero sí somos capaces de usar nuestra flexibilidad cognitiva, nuestra
capacidad para saltar de una realidad a otra. Este es precisamente un signo
de inteligencia. Mediante esta flexibilidad sabremos distinguir fantasía de
realidad, ir de una a otra y disfrutar de ello. Podremos ver películas, leer
novelas o contemplar arte dejándonos llevar y sumergiéndonos en estas
realidades inventadas como si fueran de verdad. Disfrutándolas, así,
intensamente. Pero, a la vez, siendo conscientes de que no son más que
ficción, reconociéndolas como tal. Al menos, cuando no estemos inmersos
en esas ficciones. El caso es que normalmente esto ya lo hacemos. Nadie
cree que una película nos está mostrando una realidad que está teniendo
lugar en ese momento, y sin embargo reímos o lloramos con lo que en ella
sucede como si fuera de verdad. Se trataría de extender esta flexibilidad a
todas las narrativas. Incluso a las científicas.
CONCLUSIÓN
¿Y entonces, de qué nos sirve ser tan listos?

Ser tan listos no puede ser en balde. No es posible que tengamos un órgano,
el cerebro, que es una maravilla de la evolución, que consume tanta energía
y que es tan grande que nos fuerza a nacer antes de tiempo (o no cabríamos
por el canal del parto) para nada: para cometer errores, para creer en
mentiras, para sufrir innecesariamente viviendo guerras que él mismo ha
provocado. Algo no cuadra. O sí. La verdad hay que asumirla, nos guste o
no. Los hechos no tienen por qué ser como a nosotros nos gustaría.
Pero la verdad no tiene por qué ser tan tozuda, ni inamovible, ni
inadmisible. Conocer una verdad que no nos gusta es el primer paso para
cambiarla. Creo que por aquí podemos empezar a entender que ser tan listos
puede sernos de gran utilidad. Nos sirve, entre otras cosas, para entendernos
a nosotros mismos; a toda la humanidad. Y no es poco, pues no hay muchas
cosas tan complejas e impredecibles como el comportamiento humano. Ser
tan listos nos puede servir para conocer las verdaderas razones de nuestras
contradicciones como especie y como individuos. Nuestras miserias; pero
también nuestras glorias. Conocernos mejor nos hará ser mejores si así lo
queremos.
La ciencia es en esto nuestro mejor valor, nuestro mayor aliado. Aunque
no nos guste lo que tienen que decirnos sobre nosotros mismos, las
narrativas científicas tienen la ventaja de señalar las que posiblemente sean
las verdaderas causas de un problema y, por tanto, dar una ventaja
considerable a la hora de corregirlo. Identificando los factores que rigen
nuestro comportamiento, y descubriendo que todos ellos pertenecen a este
mundo, será en nuestra naturaleza y en lo que nos rodea donde podremos
encontrar lo que necesitamos para conseguir alcanzar el bienestar. El de
todos. De nuevo, si así lo queremos.
Contra las narrativas tradicionales, la ciencia ha ido poniendo en su sitio
a nuestra especie, hasta hace poco convencida de su papel preponderante en
el planeta y en el universo, y, por tanto, poderosa y dueña de todo lo que la
rodea. En este sentido, se suele decir que ha habido tres revoluciones
científicas destacables que han llevado a comprender, y a admitir, nuestro
verdadero lugar en el mundo y en la naturaleza. La primera de ellas la
provocó el astrónomo Nicolás Copérnico, quien a principios del siglo XVI
dio a conocer su modelo heliocéntrico. Contra la idea clásica de que el
universo entero gira alrededor de nuestro planeta, es decir, de nosotros,
Copérnico descubrió, mediante cálculos matemáticos precisos, que las
observaciones del movimiento de los astros que nos rodean se explicaban
mejor si poníamos al Sol en el centro. Con ello, el sistema solar y, con él,
nuestro planeta, se conformaban como los conocemos ahora. Esta visión ya
tuvo precedentes en la Grecia Antigua, de la mano de Aristarco de Samos.
Efectivamente, la historia de la humanidad ha conllevado avances y pasos
hacia atrás. El esplendor de la Grecia Antigua se perdió en la oscuridad de
un largo periodo que no terminó hasta pasados muchos siglos. Esperemos
que la situación actual sea muy diferente. No solo por el tremendo volumen
de conocimientos científicos ya alcanzados, sino por la fácil accesibilidad
de estos para todo el mundo y por los altos niveles de educación y
alfabetización de la población mundial, sin precedentes en toda la historia
de la humanidad. No obstante, nunca hay que dar nada por hecho. La
especie humana, recordemos, es muy impredecible.
La segunda revolución científica que afectó de lleno a la concepción de
nosotros mismos vino de la mano del naturalista inglés Charles Darwin,
quien en 1859 publicó El origen de las especies. Con este libro dio a
conocer al mundo su teoría respecto a cómo la naturaleza y el contexto
seleccionan aquellos rasgos que permiten a sus portadores sobrevivir y,
especialmente, reproducirse. De hecho, esto último es muy importante, pues
si vives cien años, pero no te reproduces, tus genes no irán a ninguna parte.
A este mecanismo lo llamó selección natural, algo parecido a lo que han
hecho intencionadamente los criadores de perros durante siglos, pero
producido de manera natural y sin intenciones por el medio que nos rodea.
Por si cabían dudas acerca de si este mecanismo se aplica también a nuestra
especie, Darwin publicó en 1871 El origen del hombre, donde estudia
diversos mecanismos evolutivos que nos atañen específicamente a nosotros.
Con la aportación de Darwin quedó en evidencia que no somos una especie
originada aparte, sino que somos fruto de los mismos principios que han
dado lugar a las demás especies. Dejamos de ser seres divinos para
convertirnos en seres naturales. Unos primates con un alto grado de
socialización.
La tercera revolución es la que está teniendo lugar en nuestros días, ante
nuestros propios ojos. Tiene que ver con el hecho de que somos listos, muy
listos; los más listos del planeta. Pero, también, con el de que esta
afirmación tiene sus matices. Que no siempre somos tan listos o que no
siempre lo parecemos ni sabemos demostrarlo. Que no sacamos todo el
provecho que podríamos a tanta potencial inteligencia. Y no lo hacemos
porque nos es más cómodo trabajar al ralentí, a medio gas. Si con eso
vamos sobreviviendo la mayoría de las veces, para qué queremos
esforzarnos más. A este modo de proceder lo llaman pensar con el sistema
1. Es esta una situación en la que somos proclives a muchos de los mayores
y más sonados fallos de nuestro razonamiento. Aparecerán un sinnúmero de
sesgos o falacias del razonamiento, de manera que creeremos estar
razonando adecuadamente y, sin embargo, estaremos cometiendo serios
errores. Prejuicios, asociaciones libres, idealizaciones, ceguera a ciertas
evidencias, exageración del valor de otras o exceso de confianza —en
nosotros mismos o en los demás— son solo algunos de esos errores de los
que ni tan siquiera nos solemos percatar. En general, nuestra inteligencia no
muestra todo su potencial porque en nuestro cerebro domina lo que se
conoce como el intérprete: buscamos explicarlo todo, sí, pero nos
conformamos con explicaciones apenas suficientes, parciales e incompletas,
muchas veces manifiestamente falsas. Basta con que parezcan aceptables, y
lo serán especialmente si son compartidas por los demás miembros del
grupo, por muy mágicas y contraintuitivas que puedan parecer.
Cuando el intérprete, o el cerebro —tanto da—, encuentra una
explicación aparentemente satisfactoria, sin comprobar si es cierta o no, se
da un premio, una sensación de triunfo, una impresión agradable. Y es que
los afectos, las emociones, están ahí, inexorablemente omnipresentes. Para
muchos, inseparables de todo proceso de razonamiento. Las emociones son
una buena compañía, pero hay que saber extraer sus posibles ventajas sin
dejarse llevar por sus inconvenientes. Como animales que somos, estamos
presos de un sino inapelable: queremos experimentar sensaciones
agradables y evitar las desagradables. A toda costa. Nuestra gran
inteligencia es esclava de nuestras emociones. He aquí un posible peligro: si
mediante atajos y con menos esfuerzos podemos obtener sentimientos
agradables, ya estará el trabajo hecho. Frente a esto, la verdad estará
siempre en un segundo plano. Con las emociones tenemos además una vía
de entrada al ruido, a la variabilidad en los procesos de razonamiento y
toma de decisiones debida a circunstancias normalmente espurias. A que
tomemos decisiones, a veces muy importantes, dependiendo de con qué pie
nos levantemos ese día.
La tercera revolución científica sobre nuestra naturaleza nos indica
además que somos proclives a vivir en mundos y circunstancias que no son
sino realidades inventadas, fruto de nuestra imaginación y creatividad.
Mundos imaginarios, a veces mágicos. Son consecuencia de nuestra
mentalidad mitológica, de nuestra tendencia a vivir en la ficción, en el como
si. Como si fuera verdad. Pero no lo es; o lo es, pero no como pretendemos
que lo sea. Una corporación no está ahí fuera, sino tan solo aquí dentro;
dentro de nuestras cabezas. Estas realidades irreales existen probablemente
gracias a que por lo general pensamos en el modo del sistema 1. Solo un
sistema como este, una forma de pensar un tanto superficial e incompleta,
admitiría realidades inventadas y permitiría la tremenda influencia que estas
tienen en nuestras vidas. Si solo existiera el sistema 2, tan crítico y
exhaustivo, habríamos visto con claridad meridiana las contradicciones e
inconsistencias de estas mitologías y ficciones; no las hubiéramos permitido
ni aceptado. Lo curioso, lo paradójico del ser humano, es que, si bien
prefiere pensar de una manera incompleta y un tanto superficial porque se
ahorra mucho trabajo y esfuerzo, una vez que llega a una determinación la
defenderá con uñas y dientes. Es decir, no escatimará esfuerzos por
defenderla. Esto será así especialmente si la idea es compartida con otros
miembros del grupo, si es parte de lo que nos proporciona una identidad
grupal. Los esfuerzos incluirán, si es necesario, pensar en modo sistema 2.
En numerosas ocasiones, sin embargo, esos esfuerzos no serán mentales,
sino físicos. Por increíble que parezca, puede haber lucha, batallas, incluso
muerte. Esa es la historia de nuestra especie.
Como destaca el neurocientífico David Eagleman, parte de esa tercera
revolución también nos está indicando que todo esto ocurre en gran medida
fuera de nuestra consciencia. La consciencia no tiene la capacidad de
decisión y el libre albedrío que siempre hemos creído tener. La consciencia,
además, ni tan siquiera es exclusiva de nuestra especie; la compartimos con
infinidad de animales, a los que ahora se considera seres sintientes. La
consciencia no sería sino el lugar al que llegan nuestras decisiones,
previamente tomadas en privado por un cerebro que es capaz de manejar
una gran cantidad de información en muy poco tiempo. Las prisas, a la
orden del día en un mundo como el social, son precisamente las que hacen
que esas decisiones se tomen la mayor parte del tiempo con el sistema 1.
Solo cuando usamos el sistema 2, cuando nos esforzamos realmente en
nuestros razonamientos, pueden llegar más datos y resultados a nuestra
consciencia. Esta, en fin, no sería sino sinónimo de intensidad y esfuerzo en
el uso de nuestro cerebro.
Ser tan listos nos sirve también para entender a los demás, algo
fundamental para sobrevivir con relativo éxito en una especie tan social
como la nuestra. De hecho, así nació todo: el cerebro humano se hizo
grande para poder entender, adivinar, lo que a los demás les pasa por la
cabeza. Lo que ocurre es que nos lo ponemos muy difícil, porque cada uno
ha construido su propio relato, cuyas claves ni siquiera nosotros mismos
conocemos del todo. Y desde ese relato actuamos. Esto nos hace
tremendamente impredecibles. Y somos impredecibles no solo como
consecuencia de la gran complejidad de nuestro cerebro, sino, como
sostienen algunos autores, como mecanismo para evitar que nuestros rivales
se anticipen a nosotros. El que es capaz de generar las mejores predicciones
de algo que por naturaleza es altamente impredecible gana la batalla.
Pero entender a los demás no solo es necesario para conseguir cosas de
ellos. Existe placer simplemente en la percepción, y mucho más aún en la
comprensión, en el conocimiento. En la sabiduría. Esto también es
consecuencia de nuestra naturaleza social. Así, los más sabios son
normalmente muy apreciados por los demás miembros del grupo. Son una
referencia, una ayuda inestimable, un tesoro de gran valor. Lo bueno que
tiene todo esto es que los mismos mecanismos cerebrales que surgieron
para intentar predecir el comportamiento de una especie altamente
impredecible los podemos usar también para entender las cosas del mundo.
La naturaleza, el universo o la realidad cuántica se presentan así, ante
nosotros, susceptibles de que los estudiemos, los comprendamos y los
dominemos. La mayoría de esos elementos son incluso más predecibles que
nosotros. De esta manera, la propia ciencia que nos ha puesto en nuestro
sitio nos está permitiendo conocer mejor y en profundidad el mundo que
nos rodea.
Un cerebro conformado de esta manera, como el nuestro, es un cerebro
que busca, que se interesa por las cosas. Nuestra curiosidad resulta, así,
insaciable y, además, es la clave de nuestra propia alegría, de nuestras ganas
de vivir y de hacer cosas. Es lo que tiene poseer un cerebro que se
caracteriza por abundar en dopamina; en esto destacamos sobre otras
especies. Muy probablemente sea algo que fue llegando gradualmente, a lo
largo de nuestra evolución. No hay más que ver el desarrollo tecnológico,
tan complejo y elaborado, de especies humanas incluso muy anteriores a la
nuestra. Heidelbergensis o, incluso, el propio erectus / ergaster mostraban
una tecnología sin parangón en el reino animal. Y esto es sin duda
consecuencia de que ya sentían curiosidad: exploraban, investigaban,
experimentaban. Y muy probablemente sentirían satisfacción al hacer estas
cosas.
¿Por qué has leído este libro? Por interés, curiosidad y visión de futuro,
como Armstrong en la Luna. Y por saber. El afán de saber se alimenta a sí
mismo. Nos hace humanos, y también nos da alegría, nos abre a emociones
positivas, a la satisfacción. Ojalá nos abriera también a la bondad. Aunque a
saber qué pueda ser eso: somos humanos, no simples. Pero sería bueno que,
al menos, sintiéramos lo que yo entiendo por bondad con el que es distinto,
con el que no piensa como nosotros ni se parece a nosotros, pues todos
somos miembros del mismo grupo, la especie humana. La más lista del
planeta a pesar de sus meteduras de pata. Ahora que nos vamos conociendo,
creo que podremos conseguirlo. Si así lo queremos.
AGRADECIMIENTOS

Este libro no habría salido a la luz sin la inestimable ayuda de muchas


personas. A mis editoras, Anna Soldevila y Martina Torrades, de Ediciones
Destino, les debo haber creído en este proyecto y haber puesto todas las
facilidades para que vea la luz. Gracias a Mónica Martín, mi agente
literario, que vio que podía haber algo de valor en mis escritos. Y si esta
obra es mínimamente atractiva es gracias a la gran escritora Eva Cruz, que
ha sabido canalizar y ordenar muchas de las ideas que este científico quería
plasmar pero que no sabía muy bien cómo hacerlo. No puedo dejar de
agradecer a todo mi equipo en la Sección de Neurociencia Cognitiva del
Centro UCM-ISCIII de Evolución y Comportamiento Humanos, que me
enseñan día a día cómo son los entresijos de la mente y el cerebro humanos
y con los que discuto abiertamente acerca de cómo podemos, mediante el
trabajo experimental, profundizar aún más en esos entresijos. También
tengo que estar muy agradecido a mis tres hijos, Diego, Juan Manuel y
Jaime, que son el principal motor para todo en mi vida. Durante la gestación
de este libro han tenido que sufrir que su padre no estuviera al cien por cien
con ellos, y aguantar los cambios de humor que la realización de una obra
como esta provoca de vez en cuando en un ser humano. Algo parecido le ha
tocado soportar a mi madre, a quien tanto debo y a la que tengo que pedir
perdón por las muchas ausencias. Mi padre nos dejó hace poco, pero si soy
persistente y perseverante, meticuloso y cuidadoso, honesto y humilde, es
gracias a él. Estas son características muy deseables en el quehacer de un
científico, y me siento muy orgulloso de ello. Por último, no puedo acabar
sin agradecer a Cony sus muchas sugerencias y discusiones en torno a lo
que aquí nos ocupa. No solo ha supuesto una bocanada de aire fresco e
ilusiones en mi vida, sino que también ha ayudado a que este libro se
entienda mejor y sea más atractivo. Un libro sobre cómo es la retorcida
mente del ser humano, ¡nada menos!
REFERENCIAS

Este libro es el resultado de conocimientos y reflexiones sedimentados


durante décadas a partir de la lectura de cientos de artículos y decenas de
libros científicos, conversaciones con otros científicos, discusiones en
congresos y seminarios y otras muchas fuentes de información.
Enumerarlas todas sería una misión casi imposible. Por esta razón he
optado por exponer aquí solo una breve selección de fuentes bibliográficas
que me han parecido relevantes para que el lector, si así lo desea, pueda
ampliar algunos de los contenidos tratados en este libro.

PARTE I

Arsuaga, J. L., y Martín-Loeches, M., El sello indeleble. Pasado, presente y


futuro del ser humano, Debate, 2013.
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Frith, C., Making Up the Mind. How the Brain Creates Our Mental World,
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Fuster, J. M., Cerebro y libertad. Los cimientos cerebrales de nuestra
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PARTE III

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CONCLUSIÓN

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Eagleman, D., Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, Anagrama, 2013.
Notas
1. Los datos sobre los detalles y conversaciones de la misión Apolo 11 los he obtenido de:
<https://www.nationalgeographic.com.es/llegada-del-hombre-a-la-luna/conversacion-historica-
llegada-a-luna-es-pequeno-paso-para-hombre-pero-gran-salto-para-humanidad_14354>.
¿De qué nos sirve ser tan listos?
Manuel Martín-Loeches

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© Manuel Martín-Loeches, 2023


por mediación de MB Agencia Literaria, S.L.

© de las ilustraciones: Juan Francisco Rodríguez García, 2023


© del diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño
© de la imagen de la cubierta: Anna Kucherova y Betelejze / Shutterstock

© Editorial Planeta, S. A. (2023)


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Diagonal, 662-664. 08034 Barcelona
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Primera edición en libro electrónico (epub): septiembre de 2023

ISBN: 978-84-233-6410-7 (epub)

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