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¿De Qué Nos Sirve Ser Tan Listos. Manuel Martín-Loeches
¿De Qué Nos Sirve Ser Tan Listos. Manuel Martín-Loeches
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Cita
INTRODUCCIÓN
I. ¿REALMENTE SOMOS TAN LISTOS? ¿QUÉ ES LA INTELIGENCIA
HUMANA?
1. ÚNICOS EN NUESTRO GÉNERO
2. LA GRAN DIFERENCIA: NUESTRO LENGUAJE
3. EL MITO DEL GENIO TORTURADO: ¿SER TAN LISTOS NOS
HACE MENTALMENTE FRÁGILES?
4. LA INTELIGENCIA DE OTROS ANIMALES
5. ¿INTELIGENCIA O INTELIGENCIAS?
6. SOMOS LO QUE RECORDAMOS
II. SI SOMOS TAN LISTOS, ¿POR QUÉ COMETEMOS TANTOS
ERRORES?
7. LUCES Y SOMBRAS EN NUESTROS PENSAMIENTOS
8. ¿CÓMO NOS EQUIVOCAMOS LOS HUMANOS?
9. CUANDO EL CEREBRO FUNCIONA MAL
10. A QUÉ SE DEDICA EL CEREBRO CUANDO PENSAMOS
III. LOS RELATOS QUE NOS CONTAMOS A NOSOTROS MISMOS
11. ¿QUÉ RELATOS SE CUENTAN LOS HUMANOS?
12. LA IDEA DE DIOS
13. LA IMPORTANCIA DE LOS MUERTOS
14. NUESTRA RELACIÓN CON LOS DEMÁS
15. LA MEMORIA EMOCIONAL
16. LOS AVANCES CIENTÍFICOS
CONCLUSIÓN. ¿Y entonces, de qué nos sirve ser tan listos?
AGRADECIMIENTOS
REFERENCIAS
Notas
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Manuel Martín-Loeches
A la memoria de mi padre,
gran inteligencia injustamente desaprovechada
Una inteligencia completamente lógica es como un cuchillo sin mango,
que hiere a quien lo toca.
RABINDRANATH TAGORE
INTRODUCCIÓN
Presidente Nixon: Hola, Neil y Buzz, os estoy hablando desde el Despacho Oval de la Casa
Blanca, y seguramente esta será la llamada telefónica de mayor relevancia histórica que haré
desde la Casa Blanca. No puedo llegar a expresar el inmenso orgullo que sentimos todos por lo
que acabáis de lograr. Para cualquier americano, este tiene que ser el día de mayor orgullo en
nuestras vidas; y también para la gente de todo el mundo. Estoy seguro de que se unen a los
americanos y reconocen la enorme gesta que esto supone. Gracias a lo que habéis hecho, desde
ahora el cielo forma parte del mundo de los hombres. Y como nos habláis desde el mar de la
Tranquilidad, ello nos inspira a esforzarnos todavía más para traer paz y tranquilidad a la Tierra.
En este momento único en toda la historia de la humanidad, todos los pueblos de la Tierra forman
uno solo. Uno solo por el orgullo que sentimos ante lo que habéis hecho. Y uno solo en nuestras
oraciones para que regreséis sanos y salvos a la Tierra.
Armstrong: Gracias, señor presidente. Es un gran honor y un privilegio para nosotros estar
aquí en representación no solo de los Estados Unidos, sino de la gente de bien de todas las
naciones. Y con interés, curiosidad y visión de futuro. Es un honor poder participar en lo que está
ocurriendo hoy aquí. 1
Aquí están las claves para entender por qué Armstrong y Aldrin se
encontraban en la Luna. El programa Apolo fue parte de una lucha
encarnizada entre dos países, entre dos potencias mundiales que por aquel
entonces protagonizaban una de las mayores rivalidades de la historia, los
Estados Unidos de América y la Unión Soviética. Necesitó del esfuerzo de
cientos de miles de personas de multitud de lugares del planeta, y una
inversión de muchos miles de millones de dólares. Fue un buen ejemplo de
que el ser humano es capaz de crear gestas y odiseas increíbles, de que le
mueven otras cosas, más allá de comer, dormir o reproducirse. En el
programa Apolo encontramos ambición, rivalidad, orgullo, honor, interés,
curiosidad, visión de futuro, diversión..., incluso religión (el presidente
Nixon habla de oraciones). Y también encontramos inteligencia, muchísima
inteligencia. Pero toda ella puesta al servicio de todo lo demás.
Teníamos las evidencias delante de nuestras narices y, aun así, y durante
bastante tiempo, existió en los círculos académicos una cierta resistencia a
admitir esta concepción de la mente humana que ahora vamos
descubriendo. Nuestro conocimiento reciente sobre ella ha supuesto toda
una revolución.
En este libro he querido plasmar una visión actual del ser humano, fruto de
décadas de estudio. He tenido la inmensa suerte de que mi trabajo ha
consistido en investigar acerca del comportamiento y el cerebro humanos.
Junto con otros miles de investigadores en todo el mundo, he podido
contribuir, aunque muy modestamente, a la visión más actual que tenemos
sobre la mente de nuestra especie. Aunque es un trabajo en curso y aún no
hemos terminado, lo que expongo en estas páginas es básicamente lo que
vamos descubriendo. Creo que ya podemos entender por qué siendo una
especie que destaca por su gran inteligencia, también cometemos algunos
de los más incalificables errores.
Lo que vamos a ver aquí, no obstante, es mi visión personal. En ciencia
siempre cabe el debate y no hay nada cerrado ni definitivo. Yo me he
decantado por algunas posturas y visiones en detrimento de otras, y son
aquellas las que en estas páginas cobrarán más protagonismo. Siempre que
caben otras interpretaciones, sin embargo, también he procurado hacerlo
notar. Pero aún hay muchos cabos sueltos. Y ahí es donde más he podido
aportar ideas personales, intentando completar un panorama aún
incompleto. En cualquier caso, tenga el lector fe en que en su gran mayoría
lo que aquí se dice está respaldado por la ciencia.
En este libro hablaré largo y tendido sobre la inteligencia en sí. Qué es o
qué puede ser y cómo se presenta en otras especies. E incluso sobre la
inteligencia en el género Homo. Aunque ya no quede nadie de esta estirpe,
salvo nosotros, tenemos indicios que nos ayudan a entender cómo pudieron
pensar otros humanos. Y nos podremos plantear preguntas tan interesantes
como si realmente hemos sido más inteligentes que ellos; y, si ha sido así, si
esto se debió a que teníamos más capacidad intelectual o a que acumulamos
más cultura y conocimiento. La inteligencia, especialmente la humana,
tiene muchos recovecos, consecuencias, anomalías y extravagancias.
Conviene conocerlos para entender por qué y para qué somos tan listos.
Además de cómo es nuestra inteligencia y de sus diferencias respecto a la
de otras especies del planeta, presentes y pasadas, tendré que hablar de qué
hace que, con más frecuencia de la que estaríamos dispuestos a admitir,
cometamos errores, incluso errores de bulto. Qué factores impiden que no
siempre mostremos todo nuestro potencial. Y para poder entenderlo
mostraré qué nos mueve y cómo nos movemos realmente. Lo necesitaremos
para completar el retrato de cómo somos los seres humanos. Porque, a
veces, parecemos muy raros, incluso un tanto absurdos. Tener muy
presentes tanto nuestras posibilidades como nuestras limitaciones nos
permitirá entender algunas de las más importantes creaciones del ser
humano: sus narrativas. El ser humano se mueve por y para las narrativas
que se ha contado y que se cuenta a sí mismo. Vive en ellas y por ellas, y
gracias a ellas florece toda su conducta y aparecen nuestros mayores logros
y grandezas. La carrera espacial y la llegada del hombre a la Luna son solo
un ejemplo, fueron consecuencia de algunas de estas narrativas. Sin
narrativas no habríamos salido de las cavernas, y tendremos ocasión de ver
que son fruto indiscutible de la gran inteligencia humana puesta al servicio
de nuestras más trascendentes emociones. Pero a veces las narrativas
pueden ser peligrosas, nocivas, y creo que debemos estar atentos a sus
peligros.
Espero que el libro permita entender un poco mejor al ser humano. No es
fácil; somos la especie más impredecible de la Tierra. Pero, hasta donde
hemos podido llegar hoy en día, estará en buena parte reflejado en estas
páginas.
I
¿REALMENTE SOMOS TAN LISTOS? ¿QUÉ ES
LA INTELIGENCIA HUMANA?
No podremos responder a la pregunta de para qué nos sirve ser tan listos si
antes no aclaramos dos cosas: qué es eso de ser listo y si realmente lo
somos tanto. Por eso, comenzaremos comentando cuán listos somos como
especie en comparación con otras que nos han precedido en nuestra
evolución, en nuestro mismo árbol genealógico. Primates muy sociales y
evolucionados, capaces de fabricar herramientas y dominar el fuego. Ahí es
nada. Quizá una de las razones por las que somos tan listos sea el lenguaje,
que nos da términos sobre los que pensar y nos permite transmitir nuestras
ideas y conclusiones a los demás. Por eso, tendremos que hablar de esta
capacidad de nuestro comportamiento tan llamativa y reflexionar sobre ella:
¿hablaban ya los seres humanos de hace dos millones de años? Esto, sin
duda, marcaría una gran diferencia, como la que hay, supuestamente, entre
otras especies no humanas y nosotros. Lo descubriremos a lo largo de la
lectura de este libro. La inteligencia, sin embargo, no parece patrimonio
exclusivo de la humanidad. Además de en otros primates, como los grandes
simios, nos vamos a encontrar inteligencia materializada en mamíferos
como los elefantes o las orcas, e incluso en miembros de otras clases más
alejadas del reino animal, como los cuervos o los pulpos. Pero antes
tenemos que ver si es cierto que ser tan listos puede tener su lado oscuro,
haciéndonos por ejemplo conscientes de aspectos de la realidad que no nos
gustan o más vulnerables a trastornos mentales. Quizá no sea más que un
mito. ¿La inteligencia es una o existen distintos tipos? Este es un tema
controvertido, pero que conviene conocer, siquiera sea para entendernos a
nosotros mismos y saber por qué, según parece, somos tan listos. Tan listos,
pero a la vez tan emocionales y sociales. Y también seres con una memoria
prodigiosa; de hecho, todo lo que somos se lo debemos a nuestra memoria.
Aunque esta se equivoque estrepitosamente más de lo que creemos.
1
ÚNICOS EN NUESTRO GÉNERO
Los humanos siempre nos hemos sabido distintos, desde la noche de los
tiempos, desde más allá de lo que abarca la memoria de nuestra especie.
Sobresalimos de las demás criaturas, somos únicos: nuestra mente las
contiene a todas y las nombra. Y cuando la ciencia nos puso nombre,
escogió precisamente nuestra característica más singular. Fue Carlos Linneo
en 1758. Nos llamó Homo sapiens. Pertenecemos al género Homo (hombre
en latín) y además somos sapiens: sabios. Sabemos muchísimas cosas
porque somos muy inteligentes. Somos singularmente listos. Pero además
somos los únicos Homo que quedan en el planeta, nos hemos quedado solos
dentro de este género, lo que es una curiosidad, una rareza dentro del reino
animal. No existen más especies que se hayan quedado sin congéneres.
A ver si al final no vamos a ser tan listos. O lo somos demasiado, puesto
que hemos acabado con la competencia.
El caso es que sabemos más que ninguna otra especie del planeta,
especialmente de un tiempo a esta parte, desde que nos enfrentamos al
mundo con actitud científica. Pero puede que en algún momento nuestros
conocimientos no fueran muy diferentes de los de otras especies del género
Homo con las que compartimos el planeta durante un tiempo. Pensemos,
por ejemplo, en los neandertales. A esta especie de primos hermanos
nuestros se los llegó a llamar Homo sapiens neanderthalensis, pues se
consideró tan parecida a nosotros que podía considerarse una subespecie de
la nuestra, incluso uno de nuestros antecesores. Así, nosotros habríamos
sido Homo sapiens sapiens: dos veces sabios; es decir, de alguna manera,
algo más listos que la subespecie de los neandertales. Así parecían indicarlo
los primeros datos: habría dos subespecies de Homo sapiens, una algo más
lista y sabia que la otra. Pero con el tiempo se demostró que esto no era
concluyente, sino que más bien parecía que, en aquellos primeros tiempos,
nuestras mentes y las de los neandertales no eran tan diferentes, es decir,
que, a pesar de ser dos especies distintas, nuestra forma de pensar y de ver
el mundo era muy similar. Como los lobos y los coyotes, por ejemplo, o los
leones y los tigres. Claro que hablar de neandertales supone hacernos varias
preguntas de partida respecto a nuestra singularidad intelectual. El límite
difuso entre su mente y la nuestra supone que esta singularidad que tanto
nos caracteriza no está tan clara. Cuando éramos muy parecidos, ¿los
neandertales y nosotros éramos los más listos del planeta, también respecto
a otras especies del género Homo? Y pasado un tiempo, ¿llegó un momento
en que nos hicimos más listos que los neandertales y por eso ellos se
extinguieron y nosotros ganamos la batalla de la supervivencia?
PASO A PASO
Dentro del grupo de autores que piensan que además del volumen hay
que tener en cuenta la organización cerebral para entender la capacidad
intelectual de una especie, se han querido destacar también algunas
diferencias en cuanto a la forma del cerebro. En este sentido, en nuestra
línea evolutiva, el resto de los cerebros, sean del tamaño que sean, muestran
una forma más alargada y estrecha que la del nuestro, que presenta un
aspecto más globular, redondeado, con aumentos especialmente en regiones
parietales y temporales. Pero no está tan claro en qué medida este cambio
de forma de nuestro cerebro es sinónimo de cambios funcionales u
organizativos, o una mera respuesta a la reorganización global de nuestro
cráneo como consecuencia de una cara menos pronunciada.
ELLOS Y NOSOTROS
EL PODER DE LA SABIDURÍA
Decía hace unas líneas que las palabras son símbolos. El sonido de una
palabra, generalmente arbitrario pero consensuado por una comunidad de
hablantes, se refiere a otra cosa. Eso es un símbolo. La palabra rosa se
refiere a una flor que nace de una planta con espinas, a pesar de lo cual la
flor es un objeto muy hermoso. La capacidad de los humanos para crear,
almacenar y utilizar símbolos es un rasgo muy sobresaliente de nuestra
especie, y sin duda una de las principales razones por las que somos tan
inteligentes.
Para entender el lenguaje tenemos que hablar de cada una de sus tres
principales facetas o dominios. Así tenemos, en primer lugar, los sonidos
del lenguaje. Esta sería la versión original del lenguaje humano, ya que
también tenemos la versión visual (el lenguaje escrito) o la motriz (la
lengua de signos de los sordos), que suelen tener grandes paralelismos
formales con la auditiva, a la que sustituyen cuando se hace necesario.
Cuando hablamos de los sonidos del lenguaje nos referimos a varias cosas.
Por un lado, la más directa se refiere a los fonemas (las consonantes y las
vocales), que conforman las sílabas que ensamblamos para construir las
palabras. Por otro, en el lenguaje hay pausas, énfasis, entonaciones, como
cuando distinguimos si nos están preguntando o asegurando; musicalidad,
en definitiva, información que suele ayudar a una mejor comprensión de lo
que nos quieren transmitir.
En segundo lugar tenemos la semántica, los significados del lenguaje.
Hay significados para las palabras que manejamos o para partículas de
palabras —lo que llamamos morfemas, como el prefijo ex—. También
tenemos significados para las oraciones, generalmente derivados de los
significados individuales de las palabras que las componen y dependiendo
de la forma en que estas están combinadas. Cuando digo que Juan ayuda a
Pedro, no significa lo mismo que cuando digo que Juan empuja a Pedro.
Un último ingrediente de nuestro lenguaje es la sintaxis o gramática, las
reglas de combinación de palabras y morfemas para describir una situación
específica de manera generalmente inequívoca y precisa. La gramática es la
que me permite determinar sin ambigüedades que cuando digo que Juan
ayuda a Pedro, el que ayuda es Juan y no Pedro, y el que recibe la ayuda es
Pedro y no Juan. Sin dudarlo.
Hay algunos autores que piensan que el lenguaje humano fue inicialmente
gestual, que empezamos utilizando las manos para comunicarnos. Sin
embargo, quizá por una necesidad de representar de manera eficiente el
número cada vez mayor de palabras que utilizábamos, a la vez que
liberábamos las manos para poder llevar a cabo otros menesteres mientras
hablábamos, estas pasaron a un segundo plano y fueron sustituidas por los
sonidos articulados que produce nuestro aparato fonador. Nuestras manos
son tremendamente útiles e imprescindibles para muchas cosas, no
podíamos dedicarlas a hablar si había una opción mejor, que además tiene la
ventaja de poder ser utilizada sin necesidad de vernos los unos a los otros,
como cuando esperamos agazapados a que venga la presa que será nuestra
cena del día. También es muy probable que nuestro lenguaje fuera auditivo
desde el principio. Yo me inclino por esta segunda hipótesis. Las dos
principales regiones del cerebro especializadas en el lenguaje, las áreas de
Broca y de Wernicke, están dispuestas de tal forma que resaltan su carácter
auditivo. La primera está próxima a las zonas motoras del cerebro que
controlan los movimientos de la boca y del aparato fonador, mientras que la
segunda es parte de las áreas auditivas del cerebro. Es interesante destacar
que incluso las personas sordas de nacimiento utilizan estas dos áreas en su
lenguaje gestual, a pesar de que su situación las predispone para ser usadas
para mover la boca y escuchar, una muestra de su alto grado de
especialización para sustentar nuestro lenguaje.
El lenguaje humano es, por tanto, de naturaleza auditiva, sonora. Y
además utiliza un sistema muy ingenioso para construir las palabras que lo
sustentan, un sistema que recicla muchos de sus elementos para economizar
memoria sin apenas perder precisión. Por ejemplo, con solo una veintena de
sonidos consonánticos y cinco vocálicos, podemos construir en castellano
decenas de miles de palabras diferentes.
Es cierto que para esto necesitamos tener un oído muy fino, un oído que
nos permita distinguir con cierta claridad y poca ambigüedad sonidos que a
veces se pueden parecer, como la p y la b, pues no es lo mismo pesa que
besa. Necesitamos, por tanto, una alta precisión auditiva para el lenguaje.
Esto es aún más acuciante si tenemos en cuenta que los sonidos que utiliza
el lenguaje humano no explotan todo el espectro de frecuencias que puede
percibir nuestro oído. Mientras que este es capaz de detectar sonidos que
tengan entre 20 y 20.000 ciclos por segundo o hercios (a más ciclos por
segundo, el sonido es más agudo), el habla humana solo utiliza una franja
muy estrecha de este espectro, aproximadamente entre los 2.000 y los 5.000
ciclos por segundo. De hecho, nuestro sistema auditivo, desde la oreja hasta
la corteza cerebral, muestra adaptaciones específicas para resaltar este
rango concreto de frecuencias. Observemos por ejemplo nuestra oreja: tiene
una serie de curiosas rugosidades en el exterior, cartílagos que se curvan de
una forma que no es caprichosa, sino que sirve para amplificar ese rango de
frecuencias. Es muy probable que la preferencia por estas frecuencias tenga
que ver con aquellas que mejor se transmitían en el medio donde
evolucionamos, que parece ser de tipo sabana africana, a diferencia del más
selvático del chimpancé. No obstante, a pesar de estas especializaciones
para agudizar el oído, no es difícil que confundamos los sonidos del
lenguaje o que en ocasiones no nos queden claros. Es el precio que tenemos
que pagar por tener un sistema que economiza espacio de almacenamiento.
Por suerte, generalmente compensamos este problema gracias al contexto
de la conversación y a la existencia de redundancias en nuestras emisiones
lingüísticas.
Pero la parte auditiva del lenguaje humano es quizá la más accesoria y
prescindible en términos de inteligencia. Como decía, tenemos otras
versiones igualmente válidas y por lo general tan eficaces como la auditiva.
La lengua de signos de los sordomudos es un lenguaje tan completo e
íntegro como el auditivo, y mediante el lenguaje escrito también podemos
transmitir información con la misma fidelidad y calidad que a través del
habla. Aunque el lenguaje humano sea por naturaleza auditivo, podríamos
decir que esta es la parte por la que el lenguaje simplemente entra y sale del
cerebro. Lo más importante va a estar dentro. Lo que de verdad hace único
al lenguaje humano son sus facetas semántica y sintáctica. Con ellas ya nos
metemos de lleno en el terreno de la inteligencia humana.
EL DICCIONARIO MENTAL
Las palabras son símbolos, y, como tales, tienen dos partes bien
diferenciadas. Una es un sonido (o una imagen visual o un signo manual), y
generalmente la llamamos significante. La otra, quizá la más importante
para lo que nos trae aquí, es lo que se conoce como el significado. Un
significado es un concepto, una idea o representación generalmente no
lingüística y, en numerosas ocasiones, aunque no siempre, basada en
nuestras experiencias reales y directas del mundo exterior. Formamos
conceptos a partir de lo que tocamos, vemos, oímos, olemos o saboreamos,
a partir de lo que hacemos en y con el mundo exterior o de lo que este nos
hace a nosotros. El cerebro es, todo él, básicamente un dispositivo para
percibir el mundo y para actuar sobre él, y a partir de estas interacciones del
individuo con el medio se constituyen y forman los conceptos. A cada uno
de estos conceptos se le vincula un sonido, normalmente formado a base de
combinar varias sílabas, y ya tenemos una palabra.
No se sabe de forma concluyente si esta capacidad para vincular un
significante con un significado es una de las claves para entender la
singularidad del cerebro humano y por tanto nuestra gran ventaja
intelectual, pero es muy probable. Aquí nos encontramos con varias
diferencias fundamentales con respecto a otros seres vivos. Podemos
empezar por la facilidad con la que hacemos esos enlaces significante-
significado. El caso es que otros animales son capaces de establecer estos
vínculos, al menos cuando se les ha enseñado en cautividad. Es el caso de
algunos grandes simios, como chimpancés o gorilas. Dadas sus limitaciones
en la emisión de sonidos, pues no cuentan con un aparato fonador tan
sofisticado como el nuestro, los significantes han sido signos manuales del
lenguaje de los sordomudos o imágenes que nada tienen que ver
visualmente con el pretendido significado. Los investigadores utilizan
imágenes arbitrarias, en lugar de ilustraciones del concepto que quieren
enseñarles, para que se asemejen a lo que ocurre con nuestros símbolos,
donde la relación significante-significado es normalmente caprichosa: la
palabra mesa no se parece a una mesa. Los grandes simios han demostrado
ser capaces de aprender estos símbolos, pero no parece que esté entre sus
especializaciones cerebrales. No los aprenden de manera fácil, hay que
enseñarles qué significante corresponde a qué significado de una manera
insistente, con numerosos ensayos. Y esto no es lo habitual en el ser
humano, que aprende esas relaciones con relativa facilidad y tras pocos
ensayos, a veces a la primera, especialmente en el caso de los niños. Es
cierto que algún chimpancé ha destacado por tener más facilidad que sus
congéneres a este respecto, pero es más la excepción que la regla.
Hay otra diferencia importante más en nuestra capacidad para vincular
significantes con significados: su número. La cantidad de símbolos que
podemos aprender es abrumadora, tanto que cuando pregunto en clase o en
una conferencia cuántas palabras (significantes, en realidad) creen que
tenemos los seres humanos en nuestro diccionario mental, sin contar las que
podamos conocer de otros idiomas, las cifras que me suelen dar están muy
alejadas de la realidad, y siempre a la baja. Un ser humano adulto con una
formación académica media conoce unas cuarenta mil palabras, y
probablemente más si es una persona que lee con frecuencia. Conoce no
solo cómo suenan, sus significantes, sino también sus significados. No
somos conscientes de tener tantas palabras en nuestra cabeza y
generalmente creemos que serán entre dos mil y cinco mil. Es cierto que las
que usamos habitualmente son en torno a dos mil, y de hecho muchos
diccionarios intentan utilizar solo esas palabras más frecuentes para las
definiciones de todas sus entradas. Pero, aunque muchas no las usemos ni
frecuente ni coloquialmente, las conocemos, están ahí, y podemos
emplearlas o comprenderlas cuando haga falta. Es cierto también que
cuanto menos se utilicen en nuestro día a día, más esfuerzo tendrá que hacer
nuestro cerebro para acceder a sus significados, pero las comprenderá
igualmente.
Cuando a chimpancés y gorilas se les ha intentado enseñar un número
elevado de símbolos, su diccionario tiene un límite que ronda las mil
quinientas palabras, de nuevo con alguna excepción, pero no muchas más.
Están muy lejos de nuestras cifras. Sin duda, algo hay en nuestro cerebro
que no está en el de otros primates, gracias a lo cual somos capaces no solo
de vincular un sonido de palabra con un significado de palabra —un
significante con un significado— con suma facilidad y poco esfuerzo, sino
que además lo hacemos en grandes cantidades. La parte del cerebro donde
se guardan los significantes de nuestros diccionarios parece ser la conocida
área de Wernicke, situada en el hemisferio izquierdo, podríamos decir que
en un lugar que se sitúa detrás del oído. Ya comenté que es parte del sistema
de percepción auditiva del cerebro. Los significados, los conceptos, por su
parte, se ubican en múltiples lugares del cerebro. No hay un acuerdo
definitivo a este respecto, pero parece que extensas regiones del lóbulo
temporal, donde también está el área de Wernicke, guardan esos
significados, aunque estos podrían ir más allá y estar repartidos por
prácticamente todas las regiones de la corteza cerebral. Al fin y al cabo, los
significados los obtenemos de nuestras relaciones con el medio que nos
rodea, y por tanto las áreas cerebrales con las que vemos, oímos, tocamos o
realizamos acciones (como es el caso de muchos verbos) podrían ser los
depositarios de los correspondientes significados.
Sea como sea, también tengo que decir que el lenguaje no serviría de
mucho de no ser porque hace referencia, utiliza y necesita áreas del cerebro
que no son estrictamente lingüísticas. Estas áreas, principalmente de
asociación —es decir, aquellas donde el conocimiento adquirido a través de
nuestras experiencias con el entorno se almacena como abstracciones—,
son fundamentales para que el lenguaje sea entendible y eficaz a la hora de
comunicar ideas o conceptos. De lo contrario, tendríamos que estar
continuamente explicándolo todo, perdiendo mucho tiempo y eficacia en la
comunicación. Veamos un ejemplo. Cuando hablamos o escuchamos hablar,
continuamente hacemos inferencias acerca de lo que realmente nos están
diciendo para dar sentido a lo comunicado. Así, si escucho decir «La
gasolina se había acabado, tuvimos que empujar el coche dos kilómetros»,
estoy recibiendo la descripción de dos situaciones aparentemente distintas
pero que nuestro cerebro ve coherentes inmediatamente. Los coches andan
con gasolina y sin ella no funcionan; esto no nos lo han dicho, pero lo
sabíamos, y es gracias a este conocimiento que puedo entender que la
primera situación es la causa de que ocurriera la segunda. Resulta
interesante que algunas de las regiones que más participan en dar
coherencia parecen haber aumentado de tamaño de manera exagerada en el
cerebro humano cuando lo comparamos con el de otros primates. Son
algunas de las áreas donde se dan los mayores niveles de abstracción.
Sí, el lenguaje produce efectos en el cerebro que van mucho más allá de
las áreas estrictamente dedicadas al lenguaje. Podríamos decir que impacta
en todo él, como si fuera la misma realidad. Cuando leemos o escuchamos
historias, las vivimos como si estuviéramos allí y fuéramos los
protagonistas. El lenguaje tiene un gran poder sobre el cerebro. Y le permite
pensar mejor, ahorrándole grandes esfuerzos. Y no solo porque le permite
crear conceptos que no serían posibles de no tenerlo. De hecho, uno de los
descubrimientos de la neurociencia de las últimas décadas es la
constatación de que no somos conscientes de la gran cantidad de procesos
cerebrales que están ocurriendo continuamente. Los procesos conscientes,
que suponen un gran esfuerzo energético, apenas constituyen un 3 por
ciento o menos de todo lo que hace el cerebro en un momento dado, y que
también es tremendamente necesario para razonar, pensar, tomar decisiones
o llegar a una conclusión. Pues bien, cuando escuchamos hablar solo somos
directamente conscientes de los sonidos de las palabras y poco más, si bien
es cierto que, simultáneamente, se ponen en marcha multitud de procesos
cerebrales provocados por lo que nos están diciendo. Por eso entendemos
de inmediato la relación entre empujar un coche dos kilómetros y la falta de
gasolina. Es así como podemos seguir sin apenas esfuerzo toda una
secuencia organizada de razonamientos e ideas alcanzados por otra persona
cuando esta nos los transmite mediante el lenguaje. Gracias a esto podemos
pensar en grupo, en sociedad, y alcanzar cotas de conocimiento y reflexión
valiosísimas. Sí, el poder del lenguaje sobre el cerebro es impresionante.
Esto, que normalmente es una gran ventaja y nos hace más listos, puede
también convertirse en un gran peligro, ya que ni todo lo que nos dicen
tiene por qué ser verdad ni siempre es bienintencionado.
¿Solo Homo sapiens ha contado con la ventaja del lenguaje, o también otros
miembros de nuestra línea evolutiva se beneficiaron de este gran invento?
¿El lenguaje surgió de golpe o de forma gradual? Responder a estas
preguntas no es fácil; y como todo lo que rodea al lenguaje, no está libre de
polémica. Como no podía ser de otra forma, encontraremos dos posibles
respuestas contrapuestas. No obstante, una de ellas parece más realista, al
menos para mí. Se ajusta más a lo que sabemos sobre cómo es la evolución
de cualquier rasgo, y parece explicar mejor cómo es nuestro lenguaje. Me
refiero a la idea de que el lenguaje humano actual llegó poco a poco,
gradualmente, empezando probablemente en épocas tan remotas como las
de la aparición de Homo erectus / ergaster o poco después.
En la hipótesis de que el lenguaje vino poco a poco se supone que en
algún momento debió de suceder algún cambio en nuestro cerebro, quizá
fruto de una o varias mutaciones genéticas, que nos permitiera unir con
facilidad significantes con significados. Los símbolos, las palabras, serían
por tanto el comienzo de todo, la condición a partir de la cual todo lo demás
pudo venir después: una mayor capacidad para aumentar el número de
palabras que podemos recordar y una sintaxis que nos permitiera combinar
los cada vez más numerosos y complejos símbolos de nuestras
conversaciones. Que fueran necesarias nuevas mutaciones para que
pudiéramos tener sintaxis no estaría claro, y no es requisito imprescindible
según este punto de vista. La sintaxis pudo venir por convención social o
cultural a partir de un vocabulario extenso. Para lo que sí habría habido
posibles mutaciones sería para el desarrollo de nuestro aparato fonador, los
órganos del habla. Este presenta adaptaciones únicas en nuestra especie y,
aunque no sabemos cómo sería el de otras especies extintas, sí se ha podido
saber que el oído de otros miembros de nuestro linaje estaba ya
especializado en discriminar de manera precisa el tipo de sonidos que
usamos al hablar. Sería un índice de que ya poseían esa capacidad de emitir
los sonidos de nuestro lenguaje y, por tanto, de que probablemente la
utilizaban. Sabemos que neandertales y especies anteriores a esta y a la
nuestra, como Homo heidelbergensis (que vivió hace entre 600.000 y
200.000 años y pudo dar lugar a neandertales y sapiens), ya mostraban estas
especializaciones. Esto no descarta que el lenguaje surgiera gestualmente,
como algunos autores han sugerido; pero ante la necesidad de denominar
cada vez más conceptos y, al mismo tiempo, poder valerse de las manos
mientras nos comunicamos, habrían ido surgiendo adaptaciones para el uso
del tracto vocálico.
Según la postura gradual de evolución del lenguaje, ¿tendrían los
neandertales un lenguaje tan rico y complejo como el nuestro? ¿Y otras
especies? Posiblemente, los neandertales tenían al menos el potencial para
desarrollar un lenguaje como el nuestro. Su gran cerebro, su posible
capacidad articulatoria vocal y otros datos de su comportamiento así lo
indicarían. Incluso poseían la misma variante del gen FOXP2 que nosotros,
un gen que se ha considerado fundamental y clave para el lenguaje humano,
aunque en realidad ningún rasgo complejo del comportamiento depende de
un solo gen, sino de decenas, normalmente de cientos de ellos. Otra cosa es
que realmente hubieran explotado todo su potencial para llegar a tener un
lenguaje como el nuestro, pues cabe que mucho de lo que este es no sea
fruto solo de mutaciones genéticas, sino de una evolución cultural y social.
Por otra parte, respecto a otras especies que precedieron a sapiens y
neandertales, su cerebro algo menor y las muestras de su comportamiento
indicarían que, si bien podrían haber tenido una cierta capacidad para el
lenguaje, este no sería exactamente como el nuestro. Su lenguaje tendría
menores niveles de complejidad y de abstracción y su capacidad para
albergar un gran número de conceptos sería inferior.
La otra opción es que nuestro lenguaje, tal y como lo conocemos,
surgiera de manera relativamente repentina. No ya con la aparición de
nuestra especie, hace unos 250.000 años o más, sino incluso bastante
tiempo después, quizá hace solo 100.000 años. O incluso menos. Esta es la
visión del ya citado Noam Chomsky y otros autores, y se basa en varias
cosas. Una es que el comportamiento de nuestra especie pareció ser más
florido y creativo a partir de cierto momento. Ya comenté que los
neandertales y nosotros éramos básicamente muy parecidos hasta que,
coincidiendo con el periodo en que aquellos empezaron a declinar, nuestra
especie mostró un aparente despegue cognitivo. Pero también es verdad que
ese florecimiento pudo ser fruto de cambios culturales, de un acúmulo de
experiencias y de otros factores ambientales de los que no se pudo
beneficiar el neandertal por estar en fase de extinción. Para los defensores
de este punto de vista, incluso el hecho de que la variante del gen FOXP2
en neandertales sea la misma que la nuestra no sería un argumento a favor
de la igualdad entre ambas especies a este respecto. Así, los neandertales
podrían diferir de nosotros en aspectos epigenéticos, es decir, en
mecanismos específicos mediante los cuales se leería y se utilizaría este
gen. Habría sido un cambio importante en estos mecanismos lo que habría
originado el surgimiento repentino de nuestro lenguaje. Esto es posible, por
supuesto, pero considerando que no todo depende de un solo gen, no al
menos el lenguaje, la contribución de esta posibilidad a hipotéticas
diferencias entre neandertales y sapiens en el lenguaje me parece muy
limitada.
La evolución gradual del lenguaje es el escenario más razonable, y es
muy probable que los neandertales, y quizá alguna otra especie humana
como heidelbergensis, contaran ya con los mecanismos básicos para
expresarse como nosotros, aunque solo neandertales y sapiens contaran con
un cerebro lo suficientemente grande y desarrollado como para haber
alcanzado ese primer lugar en nuestro pódium imaginario de las especies
más listas del planeta.
3
EL MITO DEL GENIO TORTURADO: ¿SER TAN
LISTOS NOS HACE MENTALMENTE
FRÁGILES?
«No pienses tanto.» «No le des tantas vueltas a las cosas.» Ese tipo de
consejos parecen recomendar que dejemos de un lado la inteligencia para
ser más felices. Porque en nuestra cultura existe esa idea de que, cuanta más
cabeza tiene una persona, peor está de la cabeza. Que, a más inteligencia,
mayor sufrimiento mental. Por definición, la inteligencia sirve para
solucionar problemas. Pero ¿no crea también otros nuevos? El mito urbano
establece una relación entre ser un genio y vivir angustiado, desesperado.
Es la narrativa del genio torturado, la inteligencia como generadora de
neurosis. ¿Hasta qué punto esto es cierto?
Vamos a examinar este tópico despacio.
El lenguaje nos permite alcanzar altas cotas de pensamiento abstracto.
Gracias a esto somos capaces de ver más allá de lo que nos llega por los
sentidos y ser la especie más inteligente del planeta. Ser inteligente
proporciona muchas ventajas, qué duda cabe. Nuestra inteligencia nos
permite enfrentarnos a infinidad de problemas y solucionarlos, salir airosos.
De hecho, gracias a esta ventaja hemos podido colonizar con éxito gran
parte de los ecosistemas de este planeta.
Solemos decir, sin embargo, que no hay nada ni nadie perfecto. La
inteligencia no tendría por qué estar fuera de este principio. Teniendo en
cuenta que nuestra inteligencia es el resultado de una evolución por
selección natural, algo que hemos conseguido gradualmente por medio de
muchos ajustes y tras numerosos intentos de ensayo y error, decir que lo
que tenemos es perfecto sería una falacia. Nuestra capacidad intelectual,
aun siendo muy alta, sería francamente mejorable, no ya por la presencia de
mecanismos que la hacen falible, sino por los posibles efectos adversos que
podría causar en nuestras vidas. Vamos a revisar qué hay de cierto en todo
esto y si realmente la inteligencia tiene efectos secundarios no deseados.
INTELIGENCIA Y PERSONALIDAD
Tengo que empezar dando una buena noticia, y es que en realidad hay más
de mito que de cierto en la afirmación de que la inteligencia, en general, nos
puede hacer más infelices y de que las personas con mayores capacidades
intelectuales son más proclives a vivir en un infierno. Esto no es así, y más
bien es justo lo contrario. Incluso algunos estudios encuentran una relación
entre inteligencia y sentido del humor. Aunque no debemos ser tan tajantes,
el tema es un poco más complejo.
Cuando hablamos de la infelicidad de los inteligentes solemos pensar en
neurosis. En el modelo clásico, los trastornos mentales se dividían en dos
grandes grupos: las psicosis y las neurosis. En las primeras se da, por
definición, una pérdida de contacto con la realidad, y la esquizofrenia es un
buen ejemplo de psicosis. La esquizofrenia afecta a la forma de pensar, al
sentido del yo y a las propias percepciones. Así, es habitual la presencia de
alucinaciones, generalmente auditivas, de falsas creencias (lo que se conoce
como delirios), como creerse una figura histórica (ej., Jesús, Napoleón o
Cleopatra) o pensar que se está siendo controlado por otros (alienígenas,
agentes de inteligencia del Gobierno...), y paranoia: creer que hay un
complot contra uno. Ciertamente, es una enfermedad angustiosa para quien
la padece y para sus familiares y amigos. En las neurosis, por el contrario,
hay una distorsión de la percepción de la realidad, pero sin perder el
contacto. Es, sencillamente, que algunas cosas se magnifican y otras se
minimizan, no se está valorando la realidad en sus justas proporciones; pero
la realidad está ahí. El término neurosis, sin embargo, se halla hoy día en
desuso, prefiriéndose ser más preciso y llamar a determinados trastornos
mentales por nombres más concretos de acuerdo con la sintomatología. La
angustia, la ansiedad o la depresión son algunos ejemplos. Como trastornos,
las psicosis y las neurosis tienen sus orígenes en diversos factores, muchas
veces ambientales, pero también de predisposición genética. Como
trastornos clínicos que son, no tienen relación con la inteligencia. Ni los
factores ambientales ni los genéticos que están en su origen parecen estar
relacionados con los niveles de inteligencia de un individuo. Son
relativamente independientes.
Pero no hace falta tener un trastorno clínico en toda regla para estar mal
o para ser relativamente infeliz. Se puede puntuar alto en un rasgo de
nuestra personalidad que se conoce, precisamente, como neuroticismo (o
también inestabilidad emocional): la tendencia a experimentar emociones
negativas, ansiedad, depresión, irritabilidad y un largo etcétera. Cuando uno
presenta altos niveles de neuroticismo es porque suele tener muy elevados
los niveles de alerta y atención a peligros y amenazas. Por un lado, esto
puede ser muy ventajoso para la supervivencia, especialmente en medios
hostiles. Pero, por otro, se puede llegar a ser un infeliz cuando esto se lleva
al extremo, especialmente en contextos y sociedades donde las amenazas no
tienen por qué estar a la orden del día.
El neuroticismo, como tal, es uno de los cinco grandes rasgos en los que
se puede dividir nuestra personalidad. Hay reconocidos, por tanto, otros
cuatro. Uno de ellos es la responsabilidad, y quien puntúa alto en este rasgo
suele ser meticuloso, organizado y con gran tesón. Otro es la extraversión,
que define a las personas activas, habladoras, que se encuentran muy a
gusto hablando con los demás. Las personas que puntúan alto en
amabilidad son, como su nombre indica, amables, cariñosas, cooperativas.
Por último, la apertura a la experiencia define a las personas a las que les
gusta aprender y explorar cosas nuevas, que sienten elevados niveles de
curiosidad. En cuanto a su interrelación, se puede obtener una alta
puntuación en varios de estos rasgos, o incluso en todos ellos, y no por
puntuar alto en uno tienes que hacerlo más o menos en otros. Así pues,
estos cinco grandes factores de la personalidad son, por definición,
totalmente independientes entre sí.
Los rasgos de personalidad son, a su vez, independientes de otras
características psicológicas como la capacidad intelectual. Son otra cosa. He
aquí el quid de la cuestión para lo que nos trae aquí. Ser más o menos
neurótico o inestable emocionalmente, en términos de personalidad, o,
llegado el caso, en cuanto a sintomatología clínica correspondiente, no se
relaciona con la inteligencia. Puedes ser más o menos inteligente y ser muy
inestable emocionalmente. Puedes ser muy inteligente y padecer ansiedad o
depresión, o padecer estos males y ser muy poco inteligente. Todas las
combinaciones son igualmente posibles. En realidad, el único rasgo de
personalidad que se ha visto de algún modo realmente relacionado con la
inteligencia es la apertura a la experiencia. Las personas que puntúan alto
en este rasgo de personalidad pueden despuntar en dos tipos de
características diferenciadas. Por un lado, pueden poseer una elevada
tendencia a buscar estimulación, sensorial o fruto de la imaginación, lo que
se relacionaría también con un mayor gusto por la estética. Por otro lado,
hay quien tiene predilección por razonar con información abstracta y por los
retos mentales. Esta segunda sería la acepción más intelectual de este factor
de la personalidad. No en vano se lo llama también, con cierta frecuencia,
con un nombre doble: apertura / intelectualidad. Pues bien, las
puntuaciones en una prueba de inteligencia suelen correlacionar con las
obtenidas en este rasgo de personalidad en general, pero sobre todo con la
parte que tiene más que ver con los retos intelectuales. Digamos que es algo
intrínseco a su definición, pero personalidad e inteligencia son dos cosas
distintas.
No todo está perdido, sin embargo, para los mitos urbanos, pues aún hay
alguna posibilidad de que el mito del genio torturado tenga cierta base. Y es
que sí parece haber una relación entre la genialidad, en el sentido de ser
creativo, y la locura. Ahora bien, para ello deberíamos matizar las
circunstancias de las que hablamos, así que vayamos con tiento.
Parece que hay una relación muy estrecha entre la creatividad y la
inteligencia, y de hecho ser creativo se suele considerar un rasgo de la
persona inteligente. Sin embargo, la relación entre inteligencia y creatividad
solo existe para un tipo concreto de creatividad. Normalmente distinguimos
dos tipos: la científico-tecnológica y la artística. La primera es la propia de
personas que se dedican a la ciencia y la tecnología, que desarrollan
hipótesis, experimentos, exploraciones y escriben informes científicos
donde discuten sus hallazgos a la luz de otros datos y teorías que los
explican. La segunda es propia de personas que crean arte, lógicamente, sea
este pictórico, musical, literario o de otro tipo. Pues bien, solo la creatividad
científico-tecnológica estaría estrechamente relacionada con la inteligencia,
y poco o nada con las neurosis u otros trastornos mentales, salvo, como ya
he comentado, por el uso de estrategias para afrontarlos. La creatividad
artística, sin embargo, sí parece asociada a trastornos mentales, mientras
que tendría poco o nada que ver con la inteligencia.
Por supuesto, no en todos los casos ni de una manera necesariamente
exuberante salvo excepciones, pero sí puede haber una tendencia que asocia
la genialidad artística a algunos trastornos del comportamiento. A veces,
incluso, con el sufrimiento. Puede que la imagen del genio (artístico),
bohemio y poco corriente tenga algo de realidad, casi incluso por
definición. El caso es que algunos estudios encuentran que la gente que
destaca por ser artísticamente creativa tiene una propensión ligeramente
superior a la de la media a padecer trastornos como la esquizofrenia o el
trastorno bipolar. En este último, las personas pueden pasar de episodios de
euforia en los que se sienten extremadamente enérgicos y activos —
conocidos como episodios maníacos— a otros de desolación, depresión,
tristeza y desesperanza. Durante estos últimos episodios depresivos se
puede llegar incluso al suicidio.
Pero esta creatividad artística, como decía, no parece tener relación con
la inteligencia. No es un requisito imprescindible ser altamente inteligente
para ser un artista consagrado. No formaría parte, por tanto, de lo que
supuestamente nos da ventaja y nos hace tan listos a los humanos frente al
resto de las criaturas del planeta. Entonces, ¿por qué existe?, ¿por qué es tan
universal e imperante el arte, tan inherente al ser humano, tan fascinante
para este? No hay una respuesta para tan interesantes preguntas. Al menos
no una única respuesta, ni respuestas que puedan convencernos a todos. No
es fácil. Tradicionalmente se ha dicho que el arte surgió, como la religión, y
junto con ella, con la llegada de la mente simbólica, de nuestra mente. Esta
mente habría llegado, igualmente, con la aparición del lenguaje. Pero ya he
comentado en otro momento que la propuesta de la mente simbólica
presenta algunas lagunas; tiene poco poder explicativo y es poco precisa. Y
el lenguaje probablemente llegara poco a poco, no en un momento eureka,
sino a lo largo de un prolongado proceso evolutivo.
El arte podría ser fruto de una serie de factores, y ninguno de ellos sería
necesariamente nuestra inteligencia, al menos de manera directa. Por
ejemplo, varios autores piensan que, con el arte, particularmente el
pictórico, el escultórico y el musical, el artista demuestra tener unas
habilidades motoras, especialmente manuales, que a los ojos de sus
semejantes lo harían parecer un virtuoso. Me parece una buena idea.
Tengamos en cuenta la importancia de las manos para nuestra especie, de
ahí que quien demuestre poseer las mejores habilidades manuales tenga
éxito social y, con ello, algo más de descendencia. En este sentido, el arte
podría ser un caso, al menos en parte, de selección sexual. Este tipo de
selección ya lo describió Darwin para explicar muchos de nuestros
caracteres, pues se dio cuenta de que no todos son necesariamente
adaptativos con respecto al medio natural, no todos son necesarios o útiles
para obtener más y mejores alimentos o defendernos de los depredadores.
Sería una selección relativamente caprichosa de ciertos rasgos,
simplemente porque, por azar, por circunstancias no necesariamente
evidentes, los miembros de un sexo prefieren aparearse con miembros del
otro sexo que presenten ciertas características. La habilidad manual, que,
además de su faceta artística, conlleva muchas otras, habría sido una de
ellas; y podría decirse que de gran utilidad, dado que comprendería también
la fabricación de utensilios y herramientas finos y esmerados —que
requiere manos hábiles—. Solo la mano humana podría fabricar con
eficacia útiles como arpones, agujas de coser o ensamblar pequeñas piedras
minuciosamente talladas en una pieza de madera para hacer una hoz del
Neolítico. Como vemos, quizá no fuera tan caprichosa esta preferencia.
El caso de la mano humana es extraordinario. Poseemos una mano muy
similar a las de los demás primates, aunque con un pulgar algo más largo
con relación al resto de los dedos, lo que nos permite agarrar y manipular
mejor los objetos más pequeños. Más que un pulgar más largo, parece que
esta proporción también se debe a un acortamiento del resto de los dedos.
De hecho, nuestra mano es ligeramente más pequeña que la de un
chimpancé. Sin embargo, sus casi cuarenta músculos están controlados por
un sistema nervioso más complejo que el del chimpancé, lo que nos permite
movimientos más finos, precisos y voluntarios. En la corteza cerebral, la
región que controla la mano humana es muy extensa, mayor aún que la
correspondiente en el chimpancé, con su mano más grande. Que la
representación de nuestras manos en el cerebro sea tan grande solo indica
que estas son una de nuestras formas preferentes de explorar, conocer y
manipular el mundo.
NUESTRO MUNDO INTERIOR
La red del modo por defecto. Cuando «no hacemos nada» se activa esta red en
nuestro cerebro.
EL CONTADOR DE HISTORIAS
LA FELICIDAD DE LA INOCENCIA
Al igual que se suele creer que ser más inteligente implica ser más
neurótico —aunque ya hemos visto que no es del todo correcto—, se suele
pensar que lo contrario también es verdad: la felicidad de la inocencia. Es
como si aquellos seres con una inteligencia inferior, como los animales o
los niños, fueran ajenos a la experimentación de emociones negativas,
ansiedad, depresión o irritabilidad. Como si no fuera con ellos puntuar alto
en neuroticismo.
De nuevo, la realidad de los datos choca de bruces con estas creencias.
Empecemos por los niños, miembros de nuestra especie con una capacidad
intelectual lógicamente inferior a la que alcanzarán cuando sean adultos.
¿Están libres de depresión, ansiedad y otras emociones negativas? Ojalá.
Por desgracia, muchos retoños de Homo sapiens sufren bastante, habiendo
casos con niveles graves de depresión, ansiedad, miedos, tristeza,
irritabilidad o una emoción tan verdaderamente lacerante como la culpa,
incluida la culpa patológica (sentir culpa muy frecuente e intensamente).
Esto puede ocurrir a edades tan tempranas como entre los tres y los cinco
años; ni más ni menos. Afortunadamente, la prevalencia de estos trastornos
del ánimo en niños pequeños no es tanta como en los adultos. Mientras que
en estos encontramos que cerca de diez de cada cien padecen estos males,
en el caso de los niños las cifras se reducen a diez de cada mil. Pero, aunque
la prevalencia es menor, estos datos indican que no parece que la inocencia
nos haga necesariamente más felices. La relación entre inteligencia y
felicidad —o neurosis— sigue sin ser directa. Además, en los adultos, las
tasas de depresión y otros trastornos del ánimo van aumentando
significativamente con la edad, mientras que los niveles de inteligencia no
suelen aumentar; antes incluso puede que ocurra lo contrario. Inocencia o
sabiduría y neurosis están por tanto bastante desvinculadas.
Vayamos ahora con los animales. Descubriremos, de nuevo, que su
supuesta inocencia no está reñida con la infelicidad. Una inmensa multitud
de miembros del reino animal cuenta con dispositivos cerebrales para sufrir.
También para sentir placer, afortunadamente, pero lo que nos planteamos
ahora es si pueden sufrir. Desde luego que sí, y circuitos implicados en el
sentimiento del dolor están presentes por doquier en el reino animal.
Muchos de nuestros compañeros de reino, además, cuentan con estructuras
cerebrales que los llevan a tener estados afectivos, a constituir lo que
llamamos emociones, tanto positivas como negativas. Y cuanto más se
acerquen a nuestra línea evolutiva, mayor será la semejanza entre sus
estados de ánimo y los nuestros, independientemente de su inteligencia.
Tristeza, ansiedad, depresión o irritabilidad no parecen estados exclusivos
del ser humano, sino algo relativamente común entre los mamíferos, y
posiblemente también entre las aves e incluso los reptiles. Muchos animales
enferman de tristeza, algo que vemos con cierta frecuencia cuando están en
cautividad. Disminuye su comportamiento sexual, su apetito, su actividad
en general, pudiendo incluso llegar a quedarse paralizados, o a darse golpes,
a andar o nadar erráticamente. Un animal enfermo de tristeza pierde el
sueño y las relaciones sociales.
Si vamos a los animales más próximos a nosotros, los primates (grupo al
que pertenecemos), las posibilidades de sufrir ansiedad, depresión o
cualquier otra emoción negativa típica de una personalidad neurótica se
parecen mucho a las nuestras. De hecho, son bastante altas y comunes. Es
más, parece que el ser vivo actualmente más próximo a nosotros desde el
punto de vista genético, el chimpancé, manifiesta también los mismos
rasgos de personalidad que nuestra especie. Esto quiere decir que hay
chimpancés que puntúan alto en neuroticismo. Si esto es así, no era
necesario tener la inteligencia de un neandertal para ser susceptible de ser
neurótico. Cabe suponer, por tanto, que ergaster / erectus, habilis,
australopitecos y otros ancestros nuestros no habrían estado libres de
padecer infelicidad, aun teniendo menos capacidad intelectual.
Parece que estoy tratando el problema de la relación entre inteligencia y
emociones en los animales de manera muy simple, como si estuviera
diciendo que los animales pueden estar tristes sin ser inteligentes. Esto no
es así, evidentemente. Quizá seamos los seres más inteligentes de este
planeta, pero no somos los únicos. Lo correcto por tanto sería decir que
parece que pueden estar tan tristes o depresivos como nosotros sin ser tan
inteligentes. No obstante, cuando exploramos las capacidades intelectuales
de los animales podemos sorprendernos. Muchos de ellos saben solucionar
problemas complejos y abstractos, incluso aquellos seres que no solemos
asociar con la inteligencia, como los cuervos. La inteligencia no es
patrimonio exclusivo de los primates. Creo que ha llegado el momento en el
que podemos explorar cómo es en otros animales.
4
LA INTELIGENCIA DE OTROS ANIMALES
EL CEREBRO DE UN PRIMATE
EN LA MENTE DE UN ELEFANTE
Los primates son muy listos, y en parte se parecen mucho a nosotros, que
también somos primates. De hecho, el diseño específico del cerebro primate
y la disposición de sus piezas es propio y específico de este orden, y hay
autores que piensan que el cerebro humano es tan inteligente simplemente
porque es un cerebro de primate bastante engrandecido. El chimpancé es
realmente listo, pero la parte pensante, racional y con capacidad de
abstracción de su cerebro, la corteza cerebral, es tres veces más pequeña
que la nuestra; de ahí sus limitaciones. Otros órdenes, sin embargo, no
podrían dar lugar a una especie tan inteligente como la nuestra, dicen, ni
aun agrandando mucho su cerebro. Es posible que esto sea así, pero no es
del todo justo, pues se estaría ignorando lo mucho de lo que son capaces
algunas especies de otros órdenes evolutivos. Y es que la inteligencia va
mucho más allá de los primates. En este sentido, algunos mamíferos, tales
como los elefantes (que son proboscídeos), las orcas y los delfines (que son
cetáceos) o los lobos (carnívoros), han sido estudiados con sumo interés. En
estas especies es donde más similitudes se han encontrado con la nuestra
desde el punto de vista mental, es decir, de lo que piensan, de cómo ven el
mundo. Quizá sea así precisamente por ser también mamíferos y sociales.
Estos animales muestran intención, planificación, empatía y tantas otras
cosas que casi parecen humanos. Y son muy inteligentes.
Los elefantes son una especie realmente fascinante y, aún, muy
desconocida. Sus enormes similitudes mentales con los humanos resultan
sorprendentes si pensamos que se separaron de nuestra línea evolutiva hace
nada menos que 80 millones de años. Un grupo de elefantes que vive entre
Kenia y Uganda exhibe un curioso comportamiento que muestra hasta qué
punto la inteligencia de esta especie es extraordinaria. Ese comportamiento,
desconocido para la comunidad científica hasta los años ochenta del pasado
siglo, implica un viaje de varios kilómetros, que realizan una vez al año,
con el fin de adentrarse en lo más profundo de una cueva grande y oscura
situada en el monte Elgon, un antiguo volcán ya extinto. Curiosamente, en
dicha cueva no hay vegetación, que es su principal alimento, y el agua
potable que allí hay la pueden obtener más fácilmente en otros sitios. La
cueva es no solo oscura, sino también muy peligrosa, con profundas simas.
Está llena, por tanto, de riesgos importantes de caída y graves lesiones. ¿Por
qué van allí? ¿Por qué hacen ese esfuerzo y corren ese riesgo? Pues nada
más y nada menos que para arrancar grandes trozos de roca de la cueva con
sus colmillos, llevárselos a la boca y machacarlos con sus molares. Los
adultos dan de estos trozos a sus pequeños, que no pueden obtenerlos por
sus propios medios. Recorren muchos kilómetros y arriesgan sus vidas para
comer rocas, lo que puede parecer un tanto chocante. Pero en la dieta de
estos animales, de base vegetal, parece que falta algo muy importante que
hay que ir a buscar en esas rocas: cloruros, carbonatos y sulfatos sódicos.
Sal, en definitiva. Como dicen quienes han estudiado este comportamiento,
parece evidente que estos animales sienten un imperioso apetito de sal que
los lleva a realizar tal esfuerzo y correr ciertos riesgos simplemente para
poder compensar una deficiencia importante en su dieta. La búsqueda de sal
por parte de estos elefantes demuestra varias cosas respecto a sus
capacidades mentales. Entre estas, destacan su memoria y su capacidad de
aprendizaje. Este grupo de elefantes necesita tener un conocimiento
detallado de la ruta de acceso a la cueva y, lo que es más importante y
complejo, de su interior, ya que dentro de ella no se ve absolutamente nada.
Para no caer en ninguna de sus simas, deben conocer todos sus recovecos y
rincones, un conocimiento que al parecer se transmite de generación en
generación desde hace siglos. La buena memoria de los elefantes no parece,
así, ser un mito, sino que tiene fundamento, y la memoria es un rasgo
importante de inteligencia. La transmisión de esta compleja información, y
su aprendizaje, son muestras también de las enormes capacidades
intelectuales de estos animales.
La mente del elefante surgió básicamente en los mismos paisajes que la
nuestra, la sabana africana, con similares dificultades, peligros y recursos.
Si a esto añadimos su gran cerebro y sus complejas y ricas relaciones
sociales, casi tenemos una mente humana, aunque sea sin lenguaje y con un
diseño cerebral distinto al de los primates. Sus redes sociales son realmente
vastas y están centradas en la familia, existiendo también extensos y
duraderos lazos de amistad, que mantienen con gran fidelidad. Son capaces
de reconocer específicamente a cientos de otros individuos, y cuando se
encuentran al cabo de un tiempo siguen complejos rituales de saludo. Son
muestras, una vez más, no solo de su humanidad, sino de su gran memoria.
Los elefantes, además, al igual que los primates, poseen también rasgos
distintivos de personalidad individual; tienen un carácter propio, son
individuos en todos los sentidos. También juegan mucho, incluso de
adultos. A veces juegan solos, por ejemplo, con huesos u otros objetos. El
juego se suele considerar una característica propia de las especies más
flexibles e inteligentes, y muy raramente se observa en adultos. Los
elefantes, incluso, hacen el tonto, payasean, tienen sentido del humor. Al
menos eso es lo que parece, suponiendo que los observadores que así lo
afirman no estén cayendo en una especie de antropocentrismo. Por ejemplo,
se sabe de ocasiones en las que se colocan arbustos en la cabeza sin ningún
objetivo más que el lúdico, el querer parecer graciosos, pues llaman la
atención de los demás para que los miren en esas circunstancias. Y, como
sabemos, parece haber cierta relación, al menos en el ser humano, entre la
inteligencia y el sentido del humor.
Los elefantes son animales muy inteligentes y curiosos, con cierta avidez
por la exploración y el tanteo de situaciones y objetos nuevos o
desconocidos. Sus lazos familiares son extraordinariamente sólidos y
notables, existiendo importantes relaciones entre las abuelas y sus nietos, a
los que, junto con sus padres, transmiten cultura y conocimiento. Las
madres cuidan con esmero de sus retoños, y en esta labor no están solas,
pues prácticamente cualquier otro miembro del grupo (principalmente las
hembras) cuidará de los más pequeños. A estos animales, según parece, se
les podría atribuir todo un abanico de emociones y sentimientos muy
parecidos a los humanos: miedo, dolor, pánico, ansiedad, incertidumbre,
furia, odio, paciencia, amor, celos, lujuria, felicidad, ternura, compasión,
gratitud, esperanza, modestia, frustración, vanidad, justicia... Según el
naturalista Carl Safina, solo habría un sentimiento exclusivamente humano
y que nunca encontraremos en un elefante: el autodesprecio. Si es así, en
esto demostrarían ser más inteligentes que nosotros.
Hablando de los sentimientos de los elefantes, parece que un
comportamiento suyo muy llamativo tiene que ver con su actitud ante la
muerte. Más allá del mito de los cementerios de elefantes —esos acúmulos
de esqueletos de paquidermos que son fruto más de la casualidad que de
intenciones deliberadas—, sí se habría constatado que los elefantes
reaccionan ante la muerte de un congénere de maneras muy llamativas.
Dicho de otra forma, serían capaces de entender la irreversibilidad de la
pérdida de un ser querido, muestran duelo y sufrimiento. Se ha observado,
por ejemplo, cómo cubren un cadáver de barro y vegetación,
comportamiento con probables fines protectores frente a los depredadores.
Ante la muerte de un congénere, impera el silencio y la tristeza. Un estudio
incluso comprobó que los grupos de elefantes aumentan sus hormonas
relacionadas con el estrés tras la pérdida de un líder importante, aumento
que puede durar muchos años. En una ocasión, unos investigadores
pusieron a un grupo la grabación de las vocalizaciones de un miembro que
había muerto recientemente; el grupo se agitó tremendamente y estuvo
buscando al difunto durante días. Los científicos jamás repitieron el
experimento. Tal vez estos comportamientos no demuestren necesariamente
que los elefantes tengan un sentimiento de miedo a la muerte como el que
tenemos los humanos, pero, una vez comprobado el sufrimiento que les
provoca, tampoco lo podemos descartar.
LA TEORÍA CHC
El caso es que la cosa no quedó ahí, por si nos había parecido poco. Carroll
y Horn tuvieron años de discusiones y debates (Cattell fallecería en 1998) y
llegaron finalmente a un consenso, conocido como la teoría de las
capacidades cognitivas de Cattell-Horn-Carroll (teoría CHC). Hubo un
punto, no obstante, en el que nunca se pusieron de acuerdo, y para el que
aún no parece haber una respuesta definitiva: la existencia real de g, la
inteligencia general por encima de cualquier capacidad. Para Horn, esta era
un mero artefacto estadístico; para Carroll era una capacidad real. Lo cierto
es que ambos coincidían en que g y la inteligencia fluida eran casi idénticas.
El resultado final de esas discusiones, la teoría CHC, es prácticamente la
última contribución importante al campo de las diferentes inteligencias y
capacidades cognitivas, y se puede decir que la vigente hoy en día, aunque
se siga perfilando y desarrollando. La teoría CHC enumera una serie de
capacidades intelectuales agrupadas según sean de carácter motor,
perceptivo, de procesamiento cognitivo (a las que denominan de atención
controlada) o de conocimiento adquirido. En cada grupo tendríamos a su
vez capacidades distintas según la cualidad o el tipo de información de que
traten y la velocidad específica con que se maneja esa información. Es
decir, se trata no solo de hacer las cosas bien, sino de hacerlas en menos
tiempo. Todas ellas contribuirían, en mayor o menor medida, a las
inteligencias más generales, es decir, a las ocho que propuso Carroll o a las
dos originales de Cattell, fluida y cristalizada. Y, en última instancia, a g.
Como decía, la teoría CHC propone por un lado la existencia de un
grupo de capacidades de carácter motor, a las que denomina habilidades
psicomotoras. Este grupo de habilidades intelectuales sería muy necesario,
por ejemplo, en deportistas. Particularmente en algunas modalidades
deportivas, como la gimnasia artística, se llevarían al extremo. Por otra
parte, en el grupo de capacidades de carácter perceptivo, o habilidades de
procesamiento perceptivo, el modelo menciona dos, una para la
información visoespacial y otra para la auditiva, aunque se admite la
posibilidad de expandirlo a otras modalidades, como la táctil, olfativa,
gustativa o kinestésica (del estado de los músculos). Un buen ejemplo del
uso de estas habilidades lo tendríamos en un catador de vinos, donde la
percepción gustativa, olfativa y visual son absolutamente fundamentales
para realizar bien su trabajo. Tanto las habilidades psicomotoras como las
de procesamiento perceptivo tienen sus componentes de velocidad, es decir,
que se pueden ejecutar con mayor o menor rapidez.
De especial interés son las capacidades de atención controlada, que ya
he mencionado como capacidades de procesamiento cognitivo, más allá de
la percepción y la acción. Mucha gente podría pensar que solo esto es a lo
que verdaderamente llamamos inteligencia, pero no es así; según la teoría,
estas capacidades no son sino una faceta más de aquella. En este grupo se
encuentra el razonamiento fluido, o capacidad general para reconocer
patrones y regularidades, que incluye dos tipos de razonamiento: el
inductivo, que consiste precisamente en descubrir patrones o regularidades,
y el deductivo, es decir, aplicar un patrón descubierto mediante
razonamiento inductivo para generar nuevo conocimiento. Por ejemplo:
mediante razonamiento inductivo llego a la conclusión de que todos los
perros tienen cuatro patas, por lo que deduzco que el próximo perro que me
encuentre tendrá cuatro patas. Tanto el razonamiento inductivo como el
deductivo son fundamentales para la ciencia, pues estas son precisamente
las herramientas que tienen los científicos para describir el mundo, pero es
algo que necesitamos también en multitud de ocasiones de la vida diaria.
Por ejemplo, si las veces que has comido almendras has tenido problemas
digestivos, ya no querrás volver a comerlas, porque por razonamiento
inductivo has llegado a la conclusión de que te sientan mal; si, por un
descuido, acabas de comer un pastel que contiene almendras y te informan
de ello, mediante razonamiento deductivo esperarás sentirte mal en unos
minutos.
Otro ejemplo de capacidad de atención controlada es la memoria de
trabajo. Este es un tipo de memoria, o de atención, en el que manejamos
información mentalmente y trabajamos activamente con ella. No es
exactamente la memoria a corto plazo, sino un tipo de ella, en el que lo que
la caracterizaría es que se trabaje activamente con la información
almacenada. Así, memoria a corto plazo sería simplemente almacenar
mentalmente una secuencia de números en su orden, por ejemplo, 3-7-9-2-
5-1-8, mientras que ya hablaríamos más propiamente de memoria de trabajo
si esos números los tenemos que invertir de orden: 8-1-5-2-9-7-3. El propio
lector puede con este ejemplo evaluar su memoria de trabajo o la de un
familiar, que correlaciona bastante bien con g: la media para inversiones del
orden de números sin errores suele estar en cinco dígitos; los siete que he
puesto en el ejemplo suelen ser un reto algo difícil. Las capacidades de
atención controlada, cómo no, también incluyen un componente de
velocidad, es decir, que se pueden ejercer con mayor o menor rapidez. Es lo
que se conoce como fluidez de procesamiento.
Finalmente, en la teoría CHC se da una importancia especial al
conocimiento adquirido. Este, lógicamente, puede ser de muy variado tipo:
artístico, social, de la realidad física y biológica, y un largo etcétera. Un
papel relevante aquí lo ocupa el conocimiento lingüístico, particularmente
el vocabulario. El conocimiento adquirido, sea del tipo que sea, y al igual
que los otros tipos de capacidades intelectuales, también tiene un
componente de velocidad, que se reflejaría en la eficiencia con la que se
aprenden las cosas y la facilidad para recuperar esos conocimientos.
El lector puede haber sacado la idea de que con esta lista tan larga y
aparentemente exhaustiva de las capacidades o aptitudes intelectuales
agotamos todas las posibilidades de la inteligencia humana. O puede que
no, que su intuición le diga que tiene que haber algo más. Muchas de las
capacidades que hemos visto hasta ahora, si no todas, tienen mucho que ver
con el rendimiento académico, con la obtención de mejores o peores notas
en el ciclo educativo de una persona. Sin duda, lo que estamos midiendo al
estimar las capacidades intelectuales de la teoría CHC se parece mucho a lo
que nos están pidiendo en un examen en la escuela, el instituto o la
universidad. Pero hay vida mucho más allá de las instituciones académicas.
Existe la vida cotidiana, la convivencia con otras personas, los problemas
del día a día, muchos de los cuales no se solucionan con una operación
aritmética o recordando la lista de los reyes godos. Cuando una persona
lleva una vida plena, exitosa en sentido personal y económico, con sus
necesidades cubiertas, con el futuro asegurado, sin conflictos intra o
extrafamiliares, ¿lo ha conseguido por tener un CI elevado según los test de
inteligencia al uso? El más conocido, el test de Wechsler o WAIS (para
Wechsler Adult Intelligence Scale, o test de inteligencia para adultos de
Wechsler), y su versión para niños, el WISC (Wechsler Intelligence Scale
for Children), por ejemplo, miden básicamente varias de las capacidades
enumeradas por la teoría CHC, como la comprensión verbal, el
razonamiento perceptivo, la memoria de trabajo y la velocidad de
procesamiento. ¿Tener un alto CI medido por el WAIS es sinónimo de tener
una vida de éxito, una vida envidiable?
Algunos autores hace tiempo que se dieron cuenta de que la visión de las
teorías y concepciones de la inteligencia más académica podía ser muy
limitada, y elaboraron propuestas que contemplaban otros tipos de
habilidades —de inteligencias, en definitiva— necesarias para el desem-
peño en diversas facetas del tan variado comportamiento humano. No todos
los autores estarían de acuerdo con estas propuestas, sin embargo, y ciñen
su concepto de inteligencia estrictamente a lo que miden test como el
WAIS, a las aptitudes de la teoría CHC. Pero algunas son muy conocidas,
han tenido cierto éxito y se sigue hablando de ellas. Vamos a comentarlas.
Quizá una de las más conocidas es la teoría de las inteligencias múltiples
de Howard Gardner. Según esta, habría al menos ocho tipos diferentes de
inteligencia, algunas de las cuales coinciden de alguna manera con
habilidades del modelo CHC, pero no todas. Así, estaría la inteligencia
lingüística, referida al uso de palabras y del lenguaje en general,
permitiéndonos escuchar, hablar, leer y escribir eficientemente. Sería una
inteligencia necesaria para la poesía, leer novelas o para el debate. La
inteligencia lógico-matemática nos sirve, como su nombre indica, para
resolver problemas lógicos y matemáticos, de relaciones causales,
geométricas o de álgebra, entre otras. La inteligencia visoespacial tampoco
es muy diferente de las aptitudes correspondientes propuestas por el modelo
CHC, como rotar objetos mentalmente o imaginar varios objetos con sus
relaciones espaciales. Muy útil, por tanto, para organizar las bolsas en el
maletero del coche, entre otras cosas. La inteligencia corporal-cinestésica,
por su parte, se refiere al control y manejo de nuestros propios movimientos
corporales y su relación con el espacio. Se usa para bailar, o para diversos
tipos de deporte, como el fútbol, el baloncesto o el tenis, y no sería por
tanto muy diferente de las habilidades psicomotoras de la teoría CHC.
Las principales diferencias con este modelo, de hecho, las vamos a
encontrar en los siguientes tipos de inteligencias propuestos por Gardner.
Así, la inteligencia interpersonal la necesitamos para relacionarnos con los
otros, e implica el reconocimiento de las emociones, estados de ánimo y
motivaciones de aquellos con los que nos relacionamos, así como la
elaboración de respuestas adecuadas a los mismos. Esta inteligencia,
curiosamente, coincidiría, al menos en parte, con la conocida como
inteligencia emocional o con la inteligencia social, de las que
posteriormente hablaremos más extensamente. También existiría la
inteligencia intrapersonal, o comprensión y conocimiento de uno mismo,
relacionada con la autorreflexión y el conocimiento de nuestras
posibilidades y debilidades. Gardner también nos habla de una inteligencia
musical, utilizada para cantar o tocar un instrumento, para la comprensión y
la producción de música en general, incluida la capacidad para leer
partituras. Por último, Gardner nos habla de una inteligencia naturalista,
utilizada para reconocer patrones en la naturaleza y así, por ejemplo,
identificar tipos de rocas, clasificar plantas o distinguir animales peligrosos
de los que no lo son, muy útil por tanto para cazadores-recolectores y
biólogos.
La teoría de las inteligencias múltiples, sin embargo, no parece haber
recibido todo el apoyo empírico necesario para que sea aceptada por la
comunidad científica y, en general, se la tiene por una propuesta con poca
base científica. La supuesta independencia entre las ocho inteligencias, por
ejemplo, punto fuerte de la teoría, ha sido sistemáticamente descartada. Y
tampoco queda claro por qué son esas ocho las inteligencias que definen las
capacidades intelectuales del ser humano y no otras.
Una teoría que en cambio ha recibido algo más de aceptación y apoyo
académico es la de Robert J. Sternberg, conocida como teoría de la
inteligencia exitosa o teoría triárquica de la inteligencia. Sternberg
pretende ir más allá de las teorías del CI, cuyas capacidades estarían
incluidas dentro de las inteligencias de su modelo, aunque estas serían más
completas e integradoras. De hecho, la inteligencia de verdad sería la
inteligencia exitosa, que se define básicamente como la capacidad para
perseguir y lograr las metas que uno se plantee en la vida en función del
contexto sociocultural en el que uno está inmerso. Para ello, uno debe
utilizar sus fortalezas y capacidades, pero también corregir o mejorar sus
debilidades. Y todo con la finalidad de adaptarse con éxito al entorno, o
bien para cambiarlo o, en última instancia, seleccionarlo, elegir aquel en el
que uno pueda tener más éxito según sus capacidades y limitaciones. Dicho
esto, las tres amplias inteligencias que propone Sternberg como necesarias
para una buena inteligencia exitosa son la inteligencia analítica, la creativa
y la práctica. La primera nos permite identificar y definir los problemas,
localizar los recursos necesarios para solucionarlos, usar diferentes formas
de representar y organizar la información y establecer y evaluar estrategias
para resolverlos. La llamada inteligencia creativa tiene más que ver con las
diferentes formas de definir o redefinir un problema, pues de la originalidad
de este proceso puede depender el encontrar una solución nunca antes vista.
Para ello, hay que tener tolerancia a la ambigüedad e incluso arriesgarse
intelectualmente, ser capaz de generar ideas nuevas que puedan parecer
descabelladas. La inteligencia creativa también implica identificar y sortear
obstáculos que puedan impedirnos conseguir nuestras metas, e incluso ser
capaces de retrasar la gratificación. A veces, una posible solución es
inmediata pero solo parcial e incompleta, no del todo satisfactoria; conviene
esperar a encontrar soluciones mejores. Por último, la inteligencia práctica
conlleva automotivarse, perseverar en su justa medida y poner las ideas en
práctica sin dejarlas para mañana. Esta última inteligencia también implica
no echar la culpa a quien no le corresponde, evitar la excesiva
autocompasión y confiar en uno mismo de manera realista. Para ser bueno
en estas tres inteligencias se necesitan una serie de habilidades o
capacidades intelectuales, solo algunas de las cuales serían las estipuladas
por la teoría CHC y los modelos clásicos de la inteligencia.
INTELIGENCIA EMOCIONAL
EMOCIÓN Y COGNICIÓN
INTELIGENCIA ARTIFICIAL
ANATOMÍA DE LA MEMORIA
EL EXPERIMENTO DE LIBET
Pero hay otro concepto de la psicología aún más importante relacionado con
el de mente. De hecho, creo que muchas veces son intercambiables. El
concepto de mente no habría surgido nunca, ni tendría sentido, de no ser por
la existencia de esto otro: la consciencia. Es decir, la existencia de
experiencias internas, sentimientos, sensaciones íntimas y propias, a las que
también llaman sintiencias, qualia o subjetividad. Diversas palabras que no
son sino el síntoma de que con el término consciencia pasa lo mismo que
con el de mente: es muy difícil de definir. El premio nobel Francis Crick,
uno de los pioneros en el estudio neurocientífico de la consciencia, decía
que se puede perder mucho tiempo intentando llegar a una definición,
especialmente si lo que se intenta definir es poco conocido. De hecho, era
mejor evitarla para no llegar a una de manera prematura en tanto no
conociéramos más. Como todo el mundo tiene al menos una ligera idea de
lo que significa la consciencia, su propuesta era ponerse a trabajar en ella
sin perder más tiempo; ya vendría el momento de la definición cuando se
acumulara suficiente conocimiento. Creo que, en línea con esta actitud,
podremos usar los términos mente y consciencia sin mayores problemas.
A mí me caben pocas dudas de que cuando hablamos de nuestra mente
hablamos de nuestra actividad cerebral consciente, aquella parte de la
actividad cerebral de la que somos conscientes. Soy consciente de razonar,
de pensar, de percibir, de sentir, de desear, de actuar..., en definitiva, de
todas esas capacidades o procesos que normalmente englobamos bajo el
concepto de mente. Algunos autores consideran que el concepto de mente
también incluye procesos que pueden no ser conscientes, e incluso algunos
que serían preconscientes, que están ahí casi a punto de ser conscientes y
forman parte de una suerte de información menos activada o en segundo
plano. Pero si de algún sitio viene la idea de mente es, precisamente, de la
consciencia. Otra cosa bien distinta es que todas esas operaciones que
decimos que hace la mente sean realmente conscientes. O si no será, como
más bien parece, que a la consciencia llega solo una parte de todas las
operaciones que el cerebro realiza para llevar a cabo esos procesos que
llamamos razonar, pensar, percibir, decidir o actuar. Como ya sabemos, lo
que llega a la consciencia apenas supone un 2 o 3 por ciento de todos los
procesos cerebrales en cada momento. El cerebro hace muchas cosas que
escapan a nuestra mente.
Al participante en los experimentos de Libet también se le colocaban
unos electrodos en la cabeza, particularmente sobre las áreas motoras del
cerebro. Con dichos electrodos se podía registrar una actividad de las
neuronas motoras conocida como potencial de preparación, una fluctuación
eléctrica del electroencefalograma cuya aparición refleja la preparación de
dichas neuronas para ejercer una acción; su presencia anuncia que se va a
realizar un acto motor. Normalmente, el potencial de preparación va
aumentando progresivamente su amplitud, y alcanza su máximo cuando las
neuronas motoras envían a la médula espinal la orden de ejecutar el
movimiento; a partir de ahí, desaparece. Desde que se da esa orden hasta
que realmente se mueve el dedo pasarán unos 100 milisegundos. El
individuo decía tomar la decisión de presionar el pulsador unos 200
milisegundos antes de iniciarse esa orden cerebral en sus áreas motoras.
Hasta aquí, bien; todo cuadra: decide apretar y luego aprieta. Sin embargo,
el potencial de preparación comenzaba al menos un segundo antes de
iniciarse dicha orden. Si hacemos los cálculos, esto quiere decir que el
cerebro comenzaba a preparar la respuesta al menos medio segundo antes
de que el individuo fuera consciente de haber tomado la decisión de apretar
el pulsador. El dato en sí era (y es) incontestable y muy relevante pues,
dicho de otra manera, indicaba que la decisión ya está tomada cuando el
participante creía estar tomándola.
Nuestra voluntad consciente, es decir, la capacidad de la consciencia
para decidir, para iniciar voluntariamente nuestras acciones, quedaba así en
entredicho. ¿Qué hacía entonces la consciencia? Pues, simplemente,
constatar algo, pero no iniciarlo. Y, además, bastante tiempo después,
cuando ya prácticamente se iba a dar la orden final de presionar el pulsador.
Los experimentos de Libet no son un hallazgo aislado ni casual, pues se han
replicado en numerosas ocasiones, en multitud de laboratorios de todo el
mundo y con diversas tecnologías de estudio de la actividad cerebral.
Incluso en algunos casos se han detectado preparaciones cerebrales del
movimiento muy anteriores a las que reportó Libet, de varios segundos. Las
aguas ya se han calmado un poco, pero en su momento sus resultados
causaron tal conmoción que Libet recibió diversos ataques, tanto desde la
comunidad científica como de la opinión pública. Ante dichos ataques,
Libet se curó en salud diciendo que sus datos no implicaban necesariamente
que la consciencia no tuviera aún tiempo de parar un movimiento ya a
punto de ser iniciado. Es decir, el cerebro podría iniciar por sí mismo la
preparación del movimiento, pero en el momento que surge la constatación
consciente de esta circunstancia, aún tendríamos el poder de impedirlo. Es
solo que a los participantes no se les pedía que lo hicieran. Fue una forma
de salvar las apariencias, pues ni el propio Libet debía de creer que este
argumento fuera realmente convincente. Impedir una respuesta hubiera
requerido probablemente un tiempo de preparación mayor que la pequeña
ventana temporal de 200 milisegundos que había entre la constatación
consciente de querer dar la orden y el inicio de su ejecución. También ha
habido quienes han querido cuestionar la metodología empleada en los
experimentos de Libet; por ejemplo, algunos experimentos sugieren que el
potencial de preparación podría ser una simple fluctuación aleatoria que no
guarda relación con el inicio de un acto motor. Sin embargo, estas críticas
no parecen convencer a la mayoría de los científicos.
Las consecuencias de estos experimentos son múltiples, y sin duda nos
deben hacer reflexionar. Así lo hace, por ejemplo, el escritor
norteamericano Ted Chiang en un cuento titulado «Lo que se espera de
nosotros». En él habla de una especie de juguetito, el Pronostic, un aparato
con un solo botón y una luz que se enciende «un segundo antes de que
aprietes el botón». La luz siempre precede al apretado del botón, de tal
modo que es la prueba definitiva de que no existe el libre albedrío. Como
consecuencia, los usuarios acaban perdiendo toda motivación, se instalan en
una especie de coma, un «mutismo acinético». El cuento es un aviso desde
el futuro para que todos finjamos que tenemos libre albedrío, para que
actuemos como si nuestras decisiones contaran. Al fin y al cabo, tampoco
tenemos elección...
Experimentos como los de Libet muestran que las decisiones las tomamos
nosotros, sí, pero no de la manera como creemos tomarlas. En infinidad de
ocasiones, estamos convencidos de haber sopesado pros y contras, pero en
realidad no sabemos exactamente cómo hemos llegado a tomar una
decisión. Frecuentemente, no sabemos por qué decidimos decidir lo que
decidimos o por qué hacemos lo que hacemos. De hecho, la mayoría de las
veces nuestras explicaciones son racionalizaciones a posteriori que
justifican nuestra decisión; pero pueden ser verdad o no.
Desde hace décadas, numerosas evidencias apoyan firmemente estas
afirmaciones. Algunas de las más interesantes, a la par que pioneras,
vinieron del estudio de pacientes a los que se les había dividido el cerebro
por la mitad, separando sus dos hemisferios. Esta intervención quirúrgica
era consecuencia de intentar disminuir el número de ataques epilépticos de
estas personas, pues habían fallado otros métodos, normalmente
farmacológicos. En consecuencia, se les seccionaba el cuerpo calloso, un
inmenso conjunto de axones que mantiene estrechamente unidos a ambos
hemisferios, facilitando su funcionamiento al unísono. Tras la intervención,
cada mitad del cerebro de estos pacientes sería independiente de la otra. Y,
en consecuencia, cada una percibiría e intervendría sobre una mitad del
mundo. Con la vista al frente, y si no movemos los ojos, el hemisferio
izquierdo percibe principalmente lo que está a nuestra derecha, mientras
que lo que está a nuestra izquierda es procesado por el hemisferio derecho.
Cada mitad cerebral, también, manejaría una mano diferente: el hemisferio
izquierdo maneja la derecha y el derecho la izquierda. El cerebro con el que
hablamos, además, es principalmente el izquierdo, pues es donde se
localizan las principales y más importantes áreas del lenguaje. Con el
cerebro dividido es como si tuviéramos dos personas en una; una habla y
otra no.
Se hicieron varios experimentos con individuos en esta situación tan
peculiar. En una prueba tipo, al paciente se le presentaban rápidamente dos
imágenes diferentes, una en su lado derecho y otra en su lado izquierdo. Al
presentarse las imágenes muy brevemente, se evitaba que el paciente
pudiera mover los ojos y conseguir ver las dos imágenes con los dos
hemisferios. De esta manera, cada imagen iba al hemisferio
correspondiente, y solo a ese. Tras la presentación de las imágenes, se pedía
al paciente que con una de sus manos cogiera una de entre varias tarjetas
que representaban diversos objetos, en concreto la tarjeta que se relacionara
con lo que había visto. Si se le pedía que usara la derecha, elegía algo
relacionado con lo que se había presentado en el lado derecho. En este caso,
si se le pedía que explicara su elección, todo parecía ser coherente y
evidente, sin discusiones. Por ejemplo, elegía la tarjeta con la imagen de
una gallina porque había visto la imagen de una pata de este animal. Si se le
pedía que usara la mano izquierda, elegía algo relacionado con lo que había
aparecido en el lado izquierdo. Por ejemplo, si la imagen presentada era una
casa en un paisaje nevado, escogía la tarjeta que representaba una pala para
quitar la nieve. También es coherente. Pero, en esta ocasión, si se le pedía
que explicara la razón de ser de su respuesta ocurrían cosas raras. Por
ejemplo, afirmaba que elegía la pala porque se puede usar para quitar los
excrementos dejados por las gallinas. ¿Qué estaba pasando?
Lo que ocurría es que el cerebro con el que los investigadores hablaban y
tenían un diálogo, el que daba las respuestas, era el hemisferio izquierdo, el
lingüístico. El derecho, que es el que veía la casa en el paisaje nevado y
escogía una respuesta coherente con esta imagen —la pala para quitar nieve
— no era capaz de explicarse al no tener lenguaje. Sin embargo, los
movimientos de la mano izquierda escogiendo la pala eran vistos por el
hemisferio izquierdo, el que hablaba. Al ver que él mismo había escogido la
pala para quitar nieve, aunque en realidad lo que había visto era la pata de
una gallina, el hemisferio izquierdo tenía que vincular ambas realidades de
alguna manera. Tenía que encontrar una explicación coherente que
justificara su elección. Al fin y al cabo, era algo que el individuo había
hecho voluntariamente, pero el hemisferio que hablaba con los
investigadores y que había visto la elección de la pala por su mano
izquierda no había visto en ningún momento el paisaje nevado, sino la pata
de gallina. No tenía ni idea de la verdadera razón de esa elección. Sin
embargo, en lugar de decir «No sé», que es lo que todos pensaríamos que
sería lo más razonable, el hemisferio izquierdo sentía la necesidad
imperiosa de justificar el comportamiento del propio individuo. Así,
encontraba en el acto una posible explicación y la contaba. Estas personas
no mentían. No estaban inventándose una historia deliberadamente con la
intención de mentir. Tan solo inventaban una justificación para su conducta.
La secuencia mental del paciente en su hemisferio izquierdo debía de ser
algo así: «He cogido la pala, pero lo que he visto es la pata de una gallina,
¿por qué habré hecho eso? ¡Ah, ya sé! Debe de ser porque la pala se puede
utilizar para eliminar excrementos, y todo el mundo sabe que las gallinas
dejan muchos de estos residuos. ¡Eso es!». Esto son confabulaciones, no
mentiras. Se trata de inventarse algo para rellenar un hueco en nuestro
conocimiento. Había una verdadera y simple razón para escoger la pala,
pero el hemisferio que hablaba la desconocía por completo. Y la opción más
natural es encontrar una explicación, por absurda que pueda parecer.
Abundan los ejemplos de este tipo de conductas en experimentos
realizados con estos pacientes. Uno que particularmente me encanta es
aquel en el que presentaron brevemente a la izquierda del paciente un cartel
que decía: «Ríase». Aunque el hemisferio derecho, que es el que lo recibía,
no podía hablar, al no poseer áreas específicas del lenguaje, sí tenía cierta
capacidad rudimentaria para la lectura, por lo que lo entendía
perfectamente. El paciente, por tanto, se reía. Pero al preguntarle qué era lo
que le hacía reír, el hemisferio izquierdo decía cosas como «¡Es que son
ustedes muy graciosos!». La respuesta que podría parecer la más razonable,
decir «No sé», no era, curiosamente, la que solían encontrar. Michael
Gazzaniga y Roger Sperry, quienes lideraron estos experimentos, llegaron a
la conclusión de que, en realidad, esta es la forma más habitual de funcionar
de nuestro cerebro, no solo de los pacientes con el cerebro dividido en dos
mitades. Numerosos experimentos posteriores han demostrado que es así.
El lector puede hacer una prueba con un amigo, si así lo desea. Preséntele
dos retratos de dos personas, una de ellas claramente más atractiva que la
otra, pero sin exagerar. Pongamos que la menos atractiva es rubia y la más
atractiva es morena. Dígale que escoja la que más le gusta, pero que se
guarde su respuesta para más tarde. A continuación, entreténgale durante
unos minutos con cualquier otra cosa; hablen de cualquier tema que no
tenga nada que ver con lo que ha visto; por ejemplo, sobre el último libro
que está leyendo (que podría ser este). Acto seguido, muéstrele dos retratos,
uno será el de la persona menos atractiva de las presentadas hace unos
minutos, la rubia; el otro será de una persona morena, en una pose parecida
a la de la original, pero distinta, con diferencias apreciables, por ejemplo, en
la boca, el color de los ojos o la forma de la nariz. Si su amigo es como la
gran mayoría de las personas, dirá convencido que la que le gustó es la
nueva persona, pues reconoce inmediatamente que la otra no había sido su
elección. Y si se le preguntan las razones de su preferencia se pondrá a
describir lo atractivo de los rasgos (la boca, los ojos o la nariz) de la nueva
persona.
Decir «No sé» no es la respuesta más humana. Por el contrario, lo
normal es explicarlo todo, especialmente en relación con lo que hacemos, lo
que elegimos, lo que decidimos, lo que nos gusta. Se trata siempre de
justificar nuestros actos... aunque no sepamos qué nos ha llevado a
realizarlos. La verdad, en definitiva, no sería lo más importante, sino
quedarse a gusto con una explicación más o menos creíble, aceptable.
Aceptable para uno mismo y para los demás —aunque no sea cierta—. A
esta forma de ser de nuestro cerebro, Gazzaniga y Sperry la llamaron el
intérprete y, más que una entidad alojada en nuestro cerebro, es la forma
principal que tiene este de enfrentarse a la realidad. Es una metáfora. El
intérprete es un mecanismo dominante en el cerebro humano: siempre está
funcionando y pretende explicarlo todo. Es Don Sabelotodo. Además, busca
incansablemente causalidad, no admite que las cosas puedan ocurrir por
casualidad (a pesar de ser bastante frecuente). En este mundo, por tanto,
todo tiene una razón de ser, una causa, solo es cuestión de encontrársela. Y
cualquiera que parezca medianamente creíble y aceptable, coherente,
aunque no sea verdadera, nos puede valer: una vez que la hemos
encontrado, nos quedaremos satisfechos y no hará falta buscar más. El
intérprete es un impulso para hipotetizar acerca de la estructura del mundo,
incluso ante cualquier evidencia de que no existe ningún patrón. El cerebro
humano no busca la verdad, tan solo respuestas que lo dejen satisfecho.
Cuando nuestros antepasados pensaban que una inundación o un terremoto
eran consecuencia directa del enfado de los dioses, estaban usando el
intérprete en toda su plenitud.
Paisajes para demostrar la existencia del intérprete: ceguera a la elección. Los
paisajes primero y segundo son diferentes, pero relativamente intercambiables, de
manera que puedo elegir uno de ellos y luego creer que elegí el otro cuando se
presenta al lado del tercero.
Se podría decir que todo nuestro cerebro estaría al servicio del intérprete,
aunque algunas partes del hemisferio izquierdo parecen tener mayor
protagonismo. Estas se ubicarían en las regiones más anteriores del lóbulo
frontal, donde se considerarían posibles relaciones causales, se pondrían en
orden y se generaría un relato coherente. Es interesante observar que
neandertales y sapiens muestran un ensanchamiento de estas partes
prefrontales que no aparece en otros miembros del género Homo. ¿Tendrían
los neandertales un intérprete parecido al nuestro?
DECISIONES VISCERALES
EL RUIDO
Además de los sesgos, hay otro tipo de factores que pueden y suelen
determinar nuestra forma de pensar, nuestras decisiones, nuestros
razonamientos. Incluso cuando estamos en modo sistema 2, aunque este sea
menos vulnerable a estos factores que el 1. Lo llaman ruido y, aunque
mucho menos conocido y estudiado que los sesgos, es otra fuente
importante de error que puede afectar no solo a nuestras decisiones
personales, sino a las institucionales, políticas y empresariales, entre otras
muchas. El ruido es causa de numerosas arbitrariedades en la justicia, la
sanidad o la educación, con los consiguientes costes personales y
económicos. El ruido es lo que hace que la decisión que yo tomo sobre un
tema en particular el lunes por la mañana pudiera ser muy distinta si la
tomara el viernes por la tarde. Este ruido acompaña en su día a día a la
especie más inteligente del planeta. La complejidad de sus decisiones y la
impredecibilidad objetiva de la mayoría de los asuntos sobre los que tiene
que decidir, normalmente vinculados con la complejidad del mundo social,
son un estupendo caldo de cultivo para el ruido.
Daniel Kahneman (de nuevo), Olivier Sibony y Cass R. Sunstein han
dedicado recientemente todo un libro a abordar este problema. Para estos
autores, el ruido como fuente de error en nuestras decisiones se puede
desglosar en dos tipos principales: el ruido de nivel y el ruido de patrón. El
ruido de nivel es, de alguna manera, el que más tiene que ver con el carácter
general de cada uno, con nuestra personalidad a la hora de entender y
abordar el mundo. Ser pesimista u optimista, severo o indulgente, ahorrador
o derrochador, cariñoso o arisco, son ejemplos de rasgos relativamente
estables que influirán en nuestros juicios y decisiones, en nuestros
razonamientos acerca de cómo queremos y debemos proceder o cómo
consideramos y tratamos a los demás. Qué significan para uno determinadas
palabras que dan cabida a individualidades interpretativas, como
probablemente, que puede interpretarse como simplemente posible o como
muy posible, es también un ejemplo de lo que es el ruido de nivel. Que una
persona considere que en una escala de 0 a 6 un 4 es una puntuación muy
alta mientras que otra lo vea como una puntuación intermedia también lo es.
Ante un mismo problema o situación, la decisión tomada o las conclusiones
a las que se lleguen pueden verse enormemente influidas por este tipo de
ruido, dando lugar a resultados muy variables dependiendo de las personas.
Por su parte, el ruido de patrón se dividiría en dos: el ruido de patrón
estable y el ruido de ocasión. El primero es muy dependiente e
idiosincrático de cada persona, más allá de sus rasgos de personalidad
general. Depende, en gran medida, de experiencias muy particulares en la
vida de un individuo. Por ejemplo, un juez puede adjudicar una pena más
suave a alguien que le recuerda físicamente a su propia hija, o porque el
caso se parece al de un familiar que cometió los mismos errores. A qué le dé
más importancia cada uno también es fuente de ruido de patrón estable. Que
uno considere sus libros como uno de sus mayores tesoros personales hará,
por ejemplo, que, si alguien no nos devuelve un libro prestado, esto se
considere una falta mucho mayor que si no nos devuelven una batidora,
aunque el precio de ambos objetos sea el mismo. Ya saben el dicho de que
quien presta un libro a un amigo, pierde un libro y un amigo.
El otro tipo de ruido de patrón es el llamado ruido de ocasión. Podría
llamarse ruido de patrón no estable, pues precisamente su inestabilidad es
su mayor característica. En general, hay que decir que la importancia de
este tipo de ruido es relativamente menor respecto a la de las otras fuentes
de error, como los sesgos y los ruidos de nivel y de patrón estable. Pero está
ahí y no conviene ignorarlo. Nuestro cerebro nunca funciona exactamente
igual, y ante un mismo problema podemos llegar a diferentes soluciones en
dos momentos distintos. Así, es posible que un médico evaluando una
misma radiografía llegue a un diagnóstico en un momento dado y a otro
distinto varios días después. Lo mismo ocurre con los expertos que
examinan las huellas dactilares para la policía. O con los profesores que
evalúan un trabajo. Dan igual los sesgos que cada uno tenga, o sus fuentes
de ruido de nivel o de patrón estable; aún es posible dar lugar a diferentes
conclusiones en diferentes momentos simplemente porque entre uno y otro
hay algún elemento distinto. Parece ser que la principal fuente de este tipo
de ruido es el estado de ánimo, el estado emocional en el que nos
encontremos. Por eso, se ha comprobado que nuestras conclusiones
respecto a un problema pueden variar dependiendo de si nuestro equipo
ganó o perdió un torneo la noche anterior. O de si acabamos de ver una
película de humor o una de terror. En la primera parte de este libro comenté
cómo las emociones y la cognición se relacionan mutuamente y se
interfieren, y vimos algunos ejemplos, como el efecto de las emociones en
la memoria o en la preferencia por pensar de modos más heurísticos o
analíticos (que ahora podríamos identificar como propios de los sistemas 1
y 2 del pensamiento, respectivamente). Además del estado emocional o
estado de ánimo, hay otros factores que con frecuencia se han descrito
como fuentes de ruido de ocasión. El cansancio es uno de ellos: no
decidimos igual si estamos al comienzo de la jornada laboral que si estamos
a punto de terminarla. Estudios realizados con médicos, por ejemplo, han
mostrado que estos tienden a recetar más opioides y antibióticos al final de
su jornada laboral que al principio. Si hemos dormido bien o no la noche
anterior también puede hacernos decantar por unas opciones más que por
otras. El hambre, asimismo, influye significativamente en nuestras
decisiones. El clima, por su parte, es otra fuente de ruido de ocasión;
nuestras decisiones pueden variar significativamente dependiendo de si en
la sala hay aire acondicionado o no.
Como vemos, hay infinidad de factores que pueden introducir ruido de
ocasión en nuestros razonamientos sin que seamos conscientes de que es
así. Sin embargo, la mayoría de ellos parecen hacerlo, en última instancia,
por su impacto sobre nuestras emociones y estados de ánimo, que en
principio podríamos considerar como una de las principales fuentes del
ruido de ocasión, si no la única y principal. Y, como discutiremos dentro de
un momento, las emociones también podrían estar en la base del resto de las
fuentes de error.
EL PLACER DE DECIDIR
Una solución que han propuesto Kahneman, Sibony y Sunstein para reducir
o eliminar toda esta cantidad de ruido y fuentes de error es recurrir a los
algoritmos de la inteligencia artificial. Pero resulta que las personas que
tienen que tomar decisiones importantes, tanto en el ámbito empresarial o
privado como en el institucional, se resisten enérgicamente a ser sustituidas
e incluso ayudadas por un algoritmo. ¿Por qué, si saben que se equivocan
con tanta frecuencia? La explicación, nuevamente, tiene que ver con las
emociones. Los seres humanos se sienten muy a gusto con sus decisiones y
confían exageradamente en ellas. Se ha demostrado una y otra vez que la
exactitud de nuestros juicios, especialmente si son predictivos, suele ser no
solo sorprendentemente baja, sino notablemente inferior a la de los
algoritmos. Pero, curiosamente, lo que da esa sensación de confianza a los
seres humanos es una señal interna de recompensa que genera nuestro
cerebro al encajar los hechos y nuestras decisiones en una historia coherente
y, generalmente, causal. Y ¿quién quiere renunciar a una recompensa?
Sin embargo, en la inmensa mayoría de las ocasiones las relaciones
causales no existen, son solo aparentes. Con frecuencia, las causas nos
parecen evidentes, pero siempre lo son solo a posteriori (lo que hemos
llamado sesgo de retrospectiva). Y es que, en el complejo mundo de los
humanos, las posibilidades de predecir el futuro suelen ser prácticamente
nulas. Kahneman, Sibony y Sunstein ponen un ejemplo que me gustaría
traer aquí porque me parece muy ilustrativo. Una madre, principal sostén
económico de su familia, fue despedida hace unos meses y no encontró
trabajo en los posteriores, por lo que la familia no pudo pagar todo el
alquiler de su vivienda. Hizo pagos parciales, suplicó al administrador del
edificio un poco de comprensión y paciencia, e incluso solicitó a los
servicios sociales que intervinieran para convencer al administrador. El
administrador no tuvo clemencia y finalmente fueron desahuciados. La
historia parece coherente y la vemos como una cadena de acontecimientos
perfectamente causales, lógicos y hasta previsibles, inevitables, y nos
damos una señal interna de recompensa cuando lo vemos así. Sin embargo,
la madre podría haber encontrado otro trabajo rápidamente, un familiar
podría haber ayudado económicamente, el administrador podría haber sido
más compasivo y dar unas semanas de respiro y los servicios sociales
podrían haber sido más vehementes. La historia sería completamente
diferente e igualmente posible. Es muy fácil predecir el pasado.
Todo esto me recuerda tremendamente al intérprete de Gazzaniga y
Sperry; es la forma de ser de nuestro cerebro: busca coherencia y relaciones
causales donde no las hay. Y una vez que las encuentra se da un premio.
Esto es una emoción, un afecto, una sensación agradable que tenderemos a
repetir. Las emociones son también la fuente principal del ruido de ocasión,
como hemos visto. Y, si nos fijamos, los otros tipos de ruido, al menos en su
gran mayoría, ocurren por las distintas emociones o afectos que provocan
en nosotros las soluciones que demos a las distintas situaciones o problemas
a los que nos enfrentamos. Son los marcadores somáticos de los que
hablábamos en el capítulo anterior, que se activan ante las conclusiones y
soluciones que estemos barajando. No serán los mismos para todas las
personas y en todas las ocasiones. Están condicionados por nuestros sesgos,
nuestro ruido de nivel, nuestro ruido de patrón estable y nuestro ruido de
ocasión. Así de simple. Las emociones forman parte de todo el proceso.
Y donde hay emociones o afectos, hay neurotransmisores. Precisamente,
un neurotransmisor de gran relevancia en el cerebro humano, y que sin duda
participa en la recompensa que nos damos al llegar a una historia coherente,
es la dopamina. Se trata de un neurotransmisor destacado en nuestro
cerebro y puede explicar parte de su idiosincrasia. En comparación con el
de otros primates, en el cerebro humano abunda la dopamina, y eso que las
células que la producen solo suponen el 0,0005 por ciento del total de sus
neuronas. Se suele decir que la dopamina conlleva placer, pero no es
exactamente así. Es una sensación agradable, sí, de sentirse bien, pero es
mucho más. Proporciona energía, entusiasmo, ilusión, ganas de hacer cosas,
ganas de vivir. Sin dopamina no haríamos prácticamente nada, y mucha
gente se pasa la vida buscando aumentar sus niveles de dopamina. Nos hace
tener esperanzas, expectativas de que vamos a conseguir estar mejor, de
ganar más, de obtener éxito, de sentir placer. Pero no es exactamente placer
lo que conlleva, es más bien la esperanza de conseguirlo. El placer en sí
vendría de otros tipos de neurotransmisor, como la serotonina, las
endorfinas o la oxitocina. De hecho, hay gente que tiene un predominio de
dopamina en su cerebro, pero bajos niveles de sustancias relacionadas con
la satisfacción. Estas personas estarán siempre insatisfechas, buscando cada
vez más estimulación, más retos, más oportunidades de conseguir ese placer
que, cuando llega, dura poco. Siempre quieren más. Parece ser el caso de
muchos emprendedores y personas muy activas. Otras personas muestran el
patrón contrario; en ellas predominan las sustancias de la satisfacción frente
a las que promueven las ganas de actuar. Son más conformistas y con
menores niveles de iniciativa. Lo ideal, dicen, es tener ambos tipos de
sustancias equilibradas.
La dopamina se produce en algunos núcleos del tronco del encéfalo
(como el área tegmental ventral), pero lo importante —aparte de su
abundancia en el cerebro humano— son los lugares a los que llega. Una
gran parte de la dopamina es recibida por el cuerpo estriado, un conjunto de
estructuras bajo nuestra corteza cerebral que participa en la regulación del
movimiento. Ya he hablado de él. Lo interesante es que también participa en
la cognición social. A este respecto, está implicado en la detección y la
comprensión de las señales y las convenciones sociales. Es, de hecho,
crucial para la tolerancia hacia otros miembros del grupo y la reducción de
la agresividad hacia ellos. El cuerpo estriado humano es dos veces más
grande, en términos relativos, que el del chimpancé. Esto nos indica que
posee una gran importancia en nuestra evolución. Efectivamente, es posible
que nuestros caninos reducidos sean, al menos en parte, consecuencia de
nuestra abundancia de dopamina, que podría haber arrancado en los tiempos
de Ardipithecus ramidus, uno de nuestros ancestros más antiguos, hace unos
4,5 millones de años.
Las sensaciones agradables que produce la dopamina se deben
especialmente a su acción sobre una pequeña parte del cuerpo estriado, el
conocido como núcleo accumbens. Cualquier experiencia que nos parezca
satisfactoria suele activar el accumbens, y muchas de ellas son de carácter
social: que nos sonrían o nos den una palmadita en la espalda, que nos
riamos, que hayamos conseguido un objetivo o que alcancemos la solución
de un problema. La mayoría de las drogas que producen adicción lo hacen
precisamente porque estimulan el núcleo accumbens; hablaré de esto más
adelante.
Hemos visto que nuestro cerebro no siempre funciona todo lo bien que
debiera, que no siempre utilizamos todo nuestro potencial. Somos la especie
más inteligente del planeta, pero con frecuencia no lo demostramos.
Convivimos la mayor parte del tiempo con nuestros frecuentes errores, y a
pesar de ello podemos llevar una vida aceptable, incluso plena y
satisfactoria.
Pero, a veces, la situación es bien distinta. Existen numerosas patologías
que pueden hacer de nuestra vida un verdadero infierno. No solo la nuestra,
sino la de la gente que está a nuestro alrededor. Si normalmente el cerebro
humano funciona relativamente mal, en ocasiones —y en algunas personas
— puede hacerlo muy mal. Esto puede ocurrir, por supuesto, como
consecuencia de una lesión; un accidente cerebrovascular, un traumatismo,
un virus o un tumor. Estas patologías dejan una huella bien visible en el
cerebro, detectables fácilmente gracias a algunas de las técnicas disponibles
hoy día para estudiarlo. Pero existen otros trastornos mucho más sutiles,
que apenas dejan huella en la estructura del cerebro y que, sin embargo,
afectan considerablemente a su función. Estamos hablando de las llamadas
enfermedades mentales. Tal vez en un futuro estas alteraciones del cerebro
sean detectadas claramente mediante técnicas de imagen cerebral. De
momento, solo hay avances parciales e incompletos, muchas veces
contradictorios, y mediante métodos normalmente poco asequibles y
costosos. Por eso aún se nos escapan. Saber qué se altera en el cerebro en el
caso de las numerosas patologías mentales supondría un paso de gigante de
cara no solo a su diagnóstico, que muchas veces es ambiguo, sino también
para determinar sus causas concretas. Con un diagnóstico preciso y con un
conocimiento completo y exacto de sus causas podríamos empezar a pensar
en solucionar de una vez por todas un problema de salud que conlleva un
coste económico enorme, de miles de millones de euros anuales en todo el
mundo. Un gasto mayor que la suma de lo destinado a luchar contra la
diabetes, el cáncer y las enfermedades respiratorias crónicas.
Si al mirar un cerebro que padece uno de estos trastornos con la
tecnología actual normalmente no se ve nada evidente, ¿qué es lo que está
pasando entonces?, ¿no ocurre nada en el cerebro? Sí, sí que ocurre. A
veces se pueden apreciar algunas alteraciones, normalmente poco evidentes,
ambiguas. La mayoría de las veces, ni siquiera eso. Lo que está pasando es
que lo que se altera más frecuentemente son las sustancias químicas que
utilizan las neuronas para intercambiarse información, los
neurotransmisores, esos elementos químicos simples de los que hablaba
Carl Sagan. Bien sea por exceso, bien por defecto o por una combinación de
ambas situaciones y para varios neurotransmisores a un tiempo; y esto en
algunos lugares del cerebro pero no en otros. Lo sabemos porque muchas de
las enfermedades mentales reaccionan relativamente bien a fármacos que
modifican determinados neurotransmisores cerebrales. Pero detectar lo que
está ocurriendo exactamente en un cerebro humano concreto respecto a sus
neurotransmisores alterados es aún bastante problemático e inaccesible.
PSICOPATÍA
Si hablamos de desarreglos emocionales que parecen muy humanos o, al
menos, muy peculiares en nuestra especie, podemos hablar de la psicopatía.
Ya la he mencionado por ser un ejemplo de trastorno mental en el que las
emociones se hallan disminuidas, especialmente las que un psicópata siente
por los demás. En la psicopatía no hay empatía, al menos la conocida como
empatía emocional. Saben que los demás pueden sufrir, y lo saben por su
experiencia. A esto se le llama empatía cognitiva. Pero la más rápida, el
sentimiento de las emociones ajenas como propias, la empatía emocional,
se encuentra, en estas personas, gravemente limitada o, incluso, ha
desaparecido. No hay remordimientos ni arrepentimiento; los psicópatas
son personas que manipulan a los otros a su antojo, sin sufrir. Junto con
estas características suelen aparecer la desinhibición, el egoísmo y la
tendencia desmesurada al riesgo, a la osadía. Normalmente se conoce
también como sociopatía, precisamente por tratarse de un trastorno que se
manifiesta especialmente en las relaciones con los demás. Como tal, el
término de psicopatía no aparece en algunos de los últimos manuales de
diagnóstico psiquiátrico, entendiéndose más como un trastorno de la
personalidad que puede presentar dos posibilidades. Por un lado, el
trastorno de personalidad antisocial, que se caracterizaría por violar
sistemáticamente los derechos de los demás, y por la incapacidad de
mantener relaciones sociales estables. Por otro, cuando lo que se sufre es un
trastorno de personalidad disocial, la gente te importa un bledo y no
sigues, por sistema, las obligaciones sociales. Lo cierto es que los límites
entre una u otra opción son muy difusos, y no es difícil que se
entremezclen. En cualquier caso, el término genérico de psicopatía aún se
usa ampliamente.
En principio, la psicopatía no implica necesariamente disfrutar del mal
ajeno. No es, por tanto, crueldad en sí. Simplemente no se siente lo que
sienten los demás, lo que facilitaría sacar provecho de ello. No obstante, la
crueldad y la psicopatía pueden estar separadas por líneas muy tenues, algo
que ocurre con frecuencia cuando hablamos de alteraciones mentales.
Dadas sus características, la psicopatía se relaciona frecuentemente con
casos de violencia, especialmente con agresiones a sangre fría, y se
encuentra en un porcentaje apreciable de casos de violencia doméstica.
Algo parecido ocurre con violadores y agresores sexuales, e incluso con el
crimen organizado, incluido el de guante blanco. También se asocia a casos
de terrorismo y crímenes de guerra. El hecho de que pueda haber un
componente genético en el origen de esta conducta ha hecho pensar que,
por sus características, este tipo de individuos diseminan sus genes a través
de sus acciones con mayor frecuencia que otros, especialmente en los casos
de violencia sexual. Esto explicaría por qué sigue habiendo psicópatas a
pesar de sus enormes desventajas respecto a la convivencia en grupo. No
obstante, la contribución de los genes puede que no sea muy robusta,
habiendo otras explicaciones posiblemente más firmes. Entre estas, destaca
el hecho de haber vivido experiencias fuertemente negativas en los
primeros años de vida, como maltrato o abusos sexuales. Otro posible
origen para la psicopatía sería la existencia de alguna lesión o daño
cerebral.
Sea por uno u otro motivo, se ha encontrado que la psicopatía se asocia
con disfunciones en determinadas áreas del cerebro. Una de ellas es la
corteza orbitofrontal, que ya ha sido mencionada varias veces en este libro
por su vinculación con lo social y lo emocional. Precisamente, una
alteración de esta parte de la corteza podría ser en gran parte responsable de
la falta de empatía de estas personas. Su importancia para la psicopatía es
tal que se la ha llegado a llamar «el lugar del mal» en el cerebro. En
general, la corteza orbitofrontal se activa cuando tenemos que determinar si
algo está bien o está mal, por lo que su disfunción acarreará graves
consecuencias en este sentido. Otra región que también he mencionado
anteriormente y que se vincula con la psicopatía es la amígdala. Se supone
que su alteración explicaría la falta de miedo que muestran los psicópatas,
aunque también podría contribuir a su menor empatía en general. El primer
tiroteo masivo ocurrido en Estados Unidos tuvo lugar en 1969, a manos de
un francotirador que, tras asesinar a su familia, se subió a una torre y mató a
varias personas antes de suicidarse. Había dejado una nota donde pedía que
se le analizara el cerebro en la autopsia, pues no entendía lo que le pasaba.
Así es como se descubrió que tenía un tumor junto a la amígdala.
Otras partes del cerebro podrían estar igualmente implicadas en la
psicopatía, aunque en general no parecen tener tanto protagonismo en ella
como las dos anteriores. Una es la corteza dorsolateral prefrontal. Ya la
conocemos, es de las más importantes desde el punto de vista cognitivo, y
está implicada en el control de impulsos, en la inhibición de
comportamientos inadecuados. La ínsula es otra de ellas, de gran relevancia
para sentir el estado de nuestro cuerpo y, por tanto, para la empatía
emocional. Curiosamente, la ínsula es una de las zonas del cerebro más
estrechamente relacionadas con lo que sería lo contrario de la psicopatía, la
compasión. La contribución de una misma zona del cerebro a patologías y
comportamientos aparentemente contrapuestos es normal, y depende no
solo de que aquella se exceda o se muestre deficitaria en su funcionamiento,
sino de muchos otros factores que afecten a su funcionamiento, como la
sincronía o coordinación con otras regiones, la cantidad y la calidad de sus
conexiones internas o externas y multitud de otras variables. Por último,
debemos mencionar al cíngulo anterior, que se activa cuando estamos ante
algún conflicto, especialmente social, como un dilema moral. Parece que si
no funciona adecuadamente no vemos el conflicto, y esto podría contribuir
al comportamiento psicopático. Las disfunciones de estas áreas del cerebro
que provocarían la psicopatía no tienen por qué tener un origen físico
reconocible en una enfermedad, tumor o lesión estructural. Así, por
ejemplo, los soldados que participan en una guerra se podrían convertir
transitoriamente en psicópatas simplemente por necesidades de
supervivencia, alterándose el funcionamiento de sus cerebros por causas
culturales, sociales. No es necesario por tanto apelar a la deshumanización
de los otros para entender nuestro comportamiento en las guerras. Por otra
parte, personas criadas en ambientes delictivos pueden ver la violencia y, en
general, el comportamiento psicopático como algo normal.
PROBLEMA MENTAL
Que la autoestima sea tan relevante para nosotros, junto con el intérprete
cerebral, podría explicar, al menos en parte, muchas aparentes anomalías y
contradicciones que observamos en las sociedades humanas. Así, nos
encontramos con que algunas creencias aparentemente increíbles están muy
extendidas entre la población mundial, por paradójico que parezca, y tienen
una capacidad de expansión abrumadora. Entre estas creencias están los
horóscopos, las pseudociencias (como la acupuntura o la homeopatía), las
teorías de la conspiración, el negacionismo (negar evidencias
empíricamente verificables, como el Holocausto, o gran parte del saber
científico, o creer que la Tierra es plana), las supersticiones o los fenómenos
paranormales. Mención aparte merece otro fenómeno, por su tremenda
universalidad y su relevancia en la historia de la humanidad: las creencias
religiosas. El éxito de estas ideas es abrumador. Se estima que estas
creencias son seguidas por aproximadamente un 80 por ciento de la
población mundial, o quizá más. En el mundo occidental, las creencias
paranormales son aceptadas por algo más del 20 por ciento de la población,
mientras que las pseudociencias lo son por aproximadamente un 50 por
ciento. El porqué de todas estas creencias viene siendo objeto de estudio por
parte de la comunidad científica. Su relevancia para entender de verdad al
ser humano y así deshacerse de viejos mitos acerca de su supuestamente
admirable capacidad racional es una razón. Pero también las consecuencias
que muchas de ellas pueden tener en escenarios sociales de gran calado,
como la política o la economía.
Seguir estas creencias sería una manera nada desdeñable de preservar e
incluso elevar nuestra autoestima. Estar en posesión de la verdad, frente
otras personas que no pertenecen al mismo grupo de creyentes, nos da una
superioridad moral que no conseguiríamos tan fácilmente por otras vías.
Los demás, los que no creen, vivirían en un engaño, son unos ignorantes.
Además, una vez que adoptamos como nuestro uno de estos sistemas de
creencias, no somos capaces de admitir que podemos estar equivocados.
Entrar es fácil, pero salir no, pues esto mermaría nuestra autoestima. La
necesidad de autoestima parece parte de la explicación para la existencia y
el éxito de estas creencias. Pero hay más factores. El fenómeno es
complejo, y lo volveré a abordar extensamente en la tercera parte de este
libro. Pero sí puedo comentar aquí que uno de esos otros factores es el
lenguaje y su enorme capacidad de persuasión.
Teniendo en cuenta cómo es el ser humano, cómo piensa, cómo decide,
autores como el neurocientífico Chris Frith han propuesto que el lenguaje
humano se originó principalmente para poder persuadir a los demás, para
poder engañarlos y sacar partido de ellos. Incluso para mentirnos a nosotros
mismos, algo que solo ocurriría en nuestra especie. ¿Compartiríamos este
rasgo con los neandertales? Pocas cosas hay más persuasivas que el
lenguaje bien utilizado, con las palabras, la cadencia y la convicción
adecuadas. Abre todas las puertas. El lenguaje humano tiene la cualidad de
poder inventarse la realidad. A diferencia de otros lenguajes no humanos, el
nuestro puede hablar de situaciones alejadas en el tiempo y en el espacio:
no tienen por qué estar presentes, y pueden haber ocurrido en el pasado o
ser acontecimientos del futuro. O ser completamente falsas.
Los griegos clásicos ya eran conscientes de la vulnerabilidad de la mente
humana ante propuestas que no son argumentos lógicos e información
objetiva, sino artificios, embelecos y otros ardides. Una disciplina que se
inició en aquellos tiempos, la retórica, ha sobrevivido y se ha desarrollado a
lo largo de los siglos. Esta herramienta para expresarse de forma que se
consiga persuadir a las personas tiene, por tanto, miles de años. Y, desde
luego, es una disciplina que proporciona claves muy eficientes para
conseguir dominar la voluntad de los seres humanos con independencia del
argumento, del contenido. Los antiguos griegos ya sabían que, para
persuadir, no hace falta decir la verdad o transmitir información objetiva.
Lo que importa verdaderamente no sería tanto lo que se dice, sino cómo se
dice. La forma de organizar, administrar o dosificar la información tiene
una enorme capacidad para conmover, inquietar, motivar y convencer. Más
que los argumentos lógicos o basados en el razonamiento o la evidencia.
Así, por ejemplo, si queremos convencer a alguien, podemos intercalar
en nuestro discurso los llamados adjetivos disuasorios. Se trata de adjetivos
contundentes que podemos añadir, aunque no sean del todo (o nada) fieles a
la verdad, logrando que nuestras afirmaciones no admitan réplica o, al
menos, que, si alguien quiere rebatir nuestra argumentación o
contradecirnos, hacerlo pueda suponerle un problema o tener que emplear
mucha energía. Si decimos que algo es «indiscutible» o «incuestionable»,
estamos dando mucha fuerza a nuestras afirmaciones, de manera que
desarmamos a nuestros posibles oponentes. Podemos asegurar que algo es
«evidente» (aunque no lo sea), o que «todo el mundo lo sabe» o lo ve como
nosotros (apelamos directamente a la sociedad como testigo), y tendremos
altas posibilidades de ganar una batalla dialéctica. Algunos estudios han
demostrado que palabras y afirmaciones como estas elevan nuestro nivel de
estrés, nuestra activación fisiológica y, con ello —a la larga y si se usan
muy frecuentemente—, incluso pueden afectar negativamente a la
expresión de genes que tienen que ver con el buen funcionamiento del
sistema inmunitario.
La retórica también nos revela que, si tenemos algunos argumentos más
flojos que otros, lo mejor será poner los más sólidos al principio y,
especialmente, al final, pues las conclusiones que sacará el destinatario del
mensaje serán diferentes. Los argumentos flojos o menos convincentes
sumarán casi tanto como los más robustos, pero su detalle se perderá si los
colocamos a mitad de nuestra argumentación. Se aprovechan así los
conocidos efectos de primacía y recencia de la memoria humana, según los
cuales lo que solemos recordar es justo el comienzo y, especialmente, el
final de una serie de ideas o elementos que hayamos visto u oído. La
retórica también dice que podemos potenciar nuestro poder de persuasión
mediante licencias, que incluyen pequeñas mentiras, desinformaciones u
ocultamientos de parte de la verdad. Todo sea por la causa, aunque haya que
saltarse algún que otro principio ético; pero que no se note mucho. Muchas
de estas estrategias son muy habituales, tristemente, en el mundo de la
política.
La persuasión que ejercen ciertas personas mediante sus estrategias
retóricas es capaz de cualquier cosa. Los sesgos tampoco ayudan a mejorar
la situación, y uno muy común en las creencias no basadas en la evidencia
es el de autoridad. Que algo aparezca en un libro o en un vídeo de YouTube
o se escuche en televisión les da una aureola de credibilidad a ciertas ideas
que no deberían tenerla. El caso del éxito de las pseudociencias es muy
llamativo, ya que son aceptadas por mucha gente con formación científica.
La creencia en medicinas tradicionales, especialmente orientales, como la
acupuntura, tiene numerosos seguidores en el mundo occidental. Esto es así
con independencia de la formación académica de las personas, y algunos las
creen incluso más eficaces que la medicina basada en evidencia científica.
No se sabe muy bien por qué, aunque lo cierto es que las pseudociencias, a
diferencia de —por ejemplo— los fenómenos paranormales o las creencias
religiosas, no fuerzan a creer cosas que van claramente en contra de nuestro
sentido común, de lo que solemos percibir con nuestros sentidos. No
necesariamente implican violaciones de nuestros conocimientos más
cotidianos de física o biología. Simplemente proponen que se admitan como
ciertas ideas que podrían serlo, pero para las que no hay evidencia. Algunos
científicos del comportamiento, como Gordon Pennycook, han encontrado
que muchas pseudociencias —aunque también algunos mensajes que
fomentan las creencias paranormales— utilizan un lenguaje con unas
características muy peculiares. Lo llaman sandeces pseudoprofundas
(pseudo-profound bullshit). Son afirmaciones rebuscadas e imprecisas que,
en realidad, no dicen nada, pero que, a base de utilizar una mezcla de
términos difíciles de relacionar entre sí, muchos de ellos poco conocidos,
dan la sensación de estar afirmando algo profundo. Muchos conocidos
gurús hacen uso de este tipo de expresiones. Por ejemplo: «La atención y la
intención son la mecánica de la manifestación», o «La naturaleza es un
sistema autorregulado de consciencia». Como han demostrado algunos
trabajos, se pueden conseguir frases similares simplemente mezclando
términos al azar. El receptor, sin duda, queda impresionado por esta
palabrería, y esto es precisamente lo que se busca. Mucha gente cae en estas
verdaderas trampas mentales, que hacen creer que hay un mensaje
profundo, importante. Y ser escéptico no te hace inmune a ellas.
EL MÉTODO CIENTÍFICO, O CÓMO HACER QUE EL ERROR NOS HAGA MÁS LISTOS
Pero dentro del orden de los homininos, de entre todos los miembros del
género Homo, solo nosotros hemos descubierto algo que ningún otro ser de
este planeta ha conocido: la ciencia. Lo hemos conseguido por evolución
cultural y por el devenir de la historia, que ha permitido ir alcanzando hitos
culturales tan significativos como la escritura o la imprenta. Y por la
aparición, a lo largo de la vida de nuestra especie, de individuos que,
poniendo a trabajar sus cerebros en modo 2, han conseguido que la
humanidad avance a pasos de gigante. Desde filósofos a científicos
destacados, son muchas las grandes mentes que nos han traído este regalo.
El método científico es la gran respuesta del ser humano a sus errores de
pensamiento, el intento más exitoso de sortear las barreras de su propia
inteligencia. Es la puesta en práctica de toda su capacidad para escudriñar el
mundo sin caer en falacias y sesgos. Con la ciencia hemos dejado de
engañarnos a nosotros mismos.
Ya en la Grecia clásica hubo grandes pensadores que podríamos
considerar científicos, como Eratóstenes, quien fue capaz de estimar la
circunferencia de la Tierra usando la sombra proyectada por dos palos en
dos lugares distintos del planeta. Pero el método científico en sí es un
invento más reciente. Se suele considerar que uno de sus impulsores fue el
filósofo Francis Bacon (1561-1626), el primero en darse cuenta de la
presencia de sesgos en nuestro modo habitual de pensar, y de que uno de
ellos era el de confirmación, aquel por el que solo aceptamos la información
que confirma nuestras creencias previas, rechazando la que pudiera
ponerlas en entredicho. Bacon lo consideraba el culpable de la existencia de
supersticiones y supercherías. Precisamente en esta misma línea iría lo que
otro filósofo, Karl Popper (1902-1994), propuso más recientemente como
uno de los pilares más sólidos y destacados del método científico, de las
ideas científicas: la falsación. Para apoyar una afirmación científica no
debemos centrar toda nuestra atención en evidencias que la verifiquen o
confirmen; también debemos buscar, activamente, datos que pudieran ir en
su contra. Si los encontramos, la hipótesis es falsa, no se sostiene. En caso
contrario, podemos seguir defendiéndola. Es por esto por lo que las teorías
e hipótesis científicas deben ser formuladas de manera que permitan buscar
la forma de falsarlas, de encontrar evidencias que pudieran demostrar su
falsedad. No pueden ser un conjunto de ideas cerrado en sí mismo.
Es lo que le ocurre al psicoanálisis, cuyas ideas no pueden falsarse. Su
cuerpo de conceptos y conocimientos es un sistema cerrado en el que unos
y otros se explicarían mutuamente, pudiendo haber cientos de versiones sin
que ninguna de ellas pudiera falsarse o considerarse de mayor o menor
valía. Un buen ejemplo de la no falsabilidad de las teorías psicoanalíticas lo
tenemos en el conocido complejo de Edipo, piedra angular del
psicoanálisis. Según este, el niño ama a la madre, con quien desea mantener
relaciones sexuales, y odia al padre. Pero este sería el complejo de Edipo
positivo, ya que en el negativo el niño ama al padre y rechaza a la madre.
De esta manera, cualquier circunstancia encajará con el modelo teórico,
pues está lleno de ambigüedades e ideas imprecisas. No hay ninguna
predicción posible, pues puede ocurrir de todo. En 1927, el antropólogo
Bronisław Malinowski, desde el mismo psicoanálisis, refutó la supuesta
universalidad del complejo de Edipo tal como lo había planteado Freud.
Entre los habitantes de las islas Trobriand, en Papúa Nueva Guinea, por
ejemplo, un niño era de su madre y del espíritu de sus ancestros, lo que
dejaría vacío el lugar del padre. Sin embargo, desde la visión ortodoxa se
contestó que el complejo de Edipo seguía siendo universal, dado que, en el
sistema matriarcal de los trobriandeses, habría una negación del rol del
padre en la reproducción, sustituido por un desplazamiento hacia la figura
del tío. Esta discusión continúa hoy día. El hecho de que haya muchas
variantes y escuelas del psicoanálisis da una idea, a mi entender, de lo
espurio de esta corriente. El propio Popper fue en un principio un entusiasta
del psicoanálisis, hasta que se dio cuenta de que los psicoanalistas siempre
explicaban lo que les ocurría a sus pacientes a posteriori. Nunca hacían
predicciones que pudieran someterse a comprobación experimental. Ni para
verificar ni para falsar sus postulados.
La experimentación, precisamente, es uno de los puntales básicos de la
ciencia. Se trata de manipular o presentar distintos valores de una variable
(por ejemplo, cantidad de alcohol ingerido) y comprobar lo que ocurre en
otra (por ejemplo, capacidad para conducir un vehículo). Los resultados,
además, no basta con observarlos una vez: hay que repetirlos, es decir,
deben ser reproducibles siempre que se den las mismas condiciones (por
ejemplo, que la edad y el sexo de las personas que ingieren alcohol sean
siempre los mismos, ya que estos factores influyen en su metabolismo). Si
mi hipótesis es que el alcohol no merma nuestra capacidad de conducción y
los resultados de los experimentos indican que esto no es así, mi hipótesis
sería falsa. Es por tanto una hipótesis que se puede falsar. La
experimentación nos demuestra que el método científico incluye como uno
de sus hábitos más comunes el ensayo y error. Incorpora el error como parte
del proceso de aprendizaje. El error ensancha la inteligencia.
El método científico también incluye el trabajo del sistema 2, o modo
más esforzado del pensamiento, como premisa básica. Este modo de pensar
conlleva más implicación consciente en el razonamiento. Esto, entre otras
cosas, tiene una indudable ventaja, crucial para el trabajo científico: permite
que podamos contar a otros, y discutir con ellos, nuestros razonamientos.
La ciencia es discusión en voz alta. Varias personas, especialistas en el
campo o la materia en cuestión, debatirán acerca de la validez o
aceptabilidad de los argumentos que apoyan una hipótesis o una teoría. No
solo resaltarán sus puntos débiles y fuertes, también las maneras de
falsarlas, de refutarlas, o traerán a la palestra resultados que ya lo hagan. Se
busca minimizar la influencia de la subjetividad del científico en su trabajo
y erradicar posibles sesgos. En la mayoría de estas discusiones se aplican
varios principios omnipresentes en ciencia. Uno de ellos es el de la
plausibilidad, es decir, que el argumento o la propuesta sea aceptable,
creíble, posible, en función de nuestro conocimiento ya acumulado. Por eso
se suelen rechazar las supuestas evidencias de la parafernalia paranormal,
no solo porque normalmente son poco o nada reproducibles, sino porque
además chocan de lleno con lo que sabemos de la física o la biología del
mundo, que es bastante. Que un objeto inanimado se mueva solo o que algo
sólido pueda atravesar una pared se antoja inaceptable; no es plausible.
Otro principio científico es el de parsimonia. Esta palabra tiene varios
significados en castellano, y uno de ellos es el de tomárselo con calma. No
es este el que aquí se aplica. La parsimonia en ciencia se refiere a que
siempre debemos elegir la solución más sencilla, la propuesta más simple
para explicar los datos. Si unos mismos datos o una misma evidencia se
pueden explicar de dos maneras distintas, elijamos la que menos
suposiciones implique. Si un objeto se mueve aparentemente solo, puede
deberse a que está siendo llevado por el viento o a que un fantasma o ente
inmaterial está empujándolo para asustarnos. La primera solución es la más
parsimoniosa porque implica realidades que ya se han constatado, y de
hecho también es más plausible porque encaja muy bien con lo que
sabemos del mundo (el viento mueve objetos). La segunda podría explicar
también la observación, pero necesita que aceptemos un sinnúmero de
suposiciones no demostradas. Al principio de parsimonia se lo conoce
también como la navaja de Ockham, pues fue el fraile franciscano
Guillermo de Ockham quien lo estableció en el siglo XIV para aplicarlo a las
ideas filosóficas. El nombre de navaja se lo debemos, al parecer, a una
expresión que apareció en el siglo XVI y que decía que «Ockham afeitaba
como una navaja las barbas de Platón». El filósofo Platón había sido muy
amigo de llenar la realidad con entidades de todo tipo, como los entes
físicos, los matemáticos y las ideas. Mediante el principio de parsimonia de
Ockham, se constataban la gran mayoría de estas entidades como
claramente innecesarias.
En el quehacer de la ciencia hay algo más que me parece admirable. En
ciencia no existe la verdad, no hay nada demostrado. Tan solo se puede
afirmar que una hipótesis o una teoría en cuestión es la más plausible, es
una verdad provisional, siempre dispuesta a ser refutada. La ciencia siempre
está abierta a revisión y cambio; no hay nada inamovible; forma parte de su
esencia, de su naturaleza. Es justo lo contrario del efecto Dunning-Kruger.
Al cabo de varios siglos acumulando conocimiento obtenido mediante el
método científico, la ciencia nos cuenta un nuevo relato acerca de nosotros
mismos, de la humanidad, de los seres humanos, los seres más listos del
planeta. De sus orígenes, sus limitaciones, de su lugar en el universo. Sin
embargo, la ciencia se ha incorporado solo muy recientemente a la historia
de nuestra especie. Durante decenas, cientos de miles de años, los seres
humanos se han contado a sí mismos narraciones al margen de la ciencia
pero que han calado hondo y marcan profundamente cómo son nuestras
sociedades y culturas. Narraciones que han sido necesarias para satisfacer la
enorme curiosidad de nuestra especie. Relatos que nos definen, que nos
ayudan, que nos consuelan, que nos apoyan, que nos motivan. En fin, que
dan sentido a nuestras vidas. Ha llegado el momento de que revisemos esos
relatos que la humanidad se ha contado a sí misma para dar sentido a su
existencia.
III
LOS RELATOS QUE NOS CONTAMOS A
NOSOTROS MISMOS
En el ser humano se da una curiosa confluencia de factores. Por un lado,
somos la especie más inteligente del planeta Tierra. A la par, nuestro
cerebro comete innumerables y llamativos fallos en su razonamiento.
Efectivamente, un cerebro tan grande como el nuestro es capaz de tomar
decisiones casi sin pensar, o pensando de manera inadecuada. A veces
acierta, pero otras muchas produce ideas un tanto descabelladas, auténticas
locuras. Antes de inventarse la manera de sortear nuestros sesgos y falacias
mentales, antes de constatarse siquiera que los tenemos y que dominan
nuestro pensamiento, la humanidad ha recorrido un larguísimo camino en el
que se ha contado a sí misma historias donde las falacias del pensamiento
han tenido un enorme protagonismo. Es más, esos relatos no son de este
mundo, pero el ser humano ha construido su realidad alrededor de ellos. La
realidad del ser humano es, así, un mundo de fantasía y mitología donde las
ideas pueden ser incluso más importantes que comer y vivir. Esos relatos
nos dan sentido, nos definen, marcan nuestro camino. Son la fuente de
nuestras alegrías y, también, de nuestros padecimientos. Pero han sido
necesarios, y todo por culpa de nuestro gran cerebro, de nuestra gran
inteligencia, que nos lleva a plantearnos innumerables preguntas a las que
tiene una necesidad urgente de responder. Preguntas sobre nosotros mismos,
sobre nuestro origen, nuestro destino, nuestro lugar en el mundo y en el
universo. Sobre lo que pasa con nuestros muertos, a dónde van. O sobre
quiénes somos. Hemos respondido a estas y otras preguntas de las maneras
más variopintas. Variopintas desde nuestro punto de vista actual, ya que
esas respuestas han sido siempre muy respetadas, solemnes y veneradas. Y,
para muchos, aún lo siguen siendo. Tenemos que respetarlo, pero, a la par,
deberíamos buscar la forma en que la humanidad puede deshacerse de
ciertas limitaciones y sesgos de su pensamiento. Es hora de que la especie
Homo sapiens use su inteligencia en todo su potencial, siquiera sea para
hacerse el bien a sí misma.
11
¿QUÉ RELATOS SE CUENTAN LOS HUMANOS?
Para que exista una corporación solo habría que seguir una liturgia y unos
rituales que Harari ve comparables a los del mundo religioso, como cuando
un pedazo de pan y una copa de vino se convierten en carne y sangre de
Dios: la persona adecuada (el sacerdote), con la vestimenta adecuada y en el
lugar adecuado pronuncia las palabras adecuadas y... «¡Abracadabra!». En
el caso de una corporación, y según lo que han decidido los legisladores de
un país, si un abogado autorizado o un notario escribe todos los conjuros y
juramentos adecuados en un pedazo de papel bellamente decorado y añade
su firma y sello al final del documento, se constituye legalmente una nueva
compañía: ¡abracadabra! A partir de ese momento millones de ciudadanos
se comportarán como si la compañía existiera realmente. De actos como
este nacerían la inmensa mayoría de las realidades en las que vivimos y por
las que vivimos —e incluso en algunos casos morimos— los seres
humanos: Estados, Iglesias, sistemas legales. Universidades, colegios,
ministerios, ayuntamientos, clubes, asociaciones, partidos políticos,
monarquías, repúblicas, cadenas de televisión, emisoras de radio... Y hasta
la propia liga de fútbol y todos y cada uno de sus equipos. La lista de
invenciones humanas en las que estamos inmersos, que forman parte de
nuestro nicho —de nuestro mundo—, no tiene fin. Para esto, entre otras
cosas, es para lo que nos sirve ser tan listos. Aunque cometamos errores y
seamos proclives a cometerlos. O quizá precisamente por eso. Sea como
sea, tenemos la increíble capacidad de crear mundos inauditos,
extraordinarios, a veces extravagantes y absurdos. La humanidad no sería lo
que es sin esos mundos.
La distinción entre dos mundos, uno realista, material, tangible, que se
puede señalar con el dedo, y otro inventado, ficticio, intangible, aunque real
en virtud de nuestra imaginación, me parece muy acertada. Pinker y Harari
parecen conocer muy bien al ser humano, y coinciden en situarlo entre estos
dos mundos. Hay alguna ligera diferencia entre sus propuestas, no obstante.
Para Pinker, por ejemplo, la mentalidad realista incluye las leyes, «las
reglas y normas que regulan nuestras vidas», mientras que Harari las coloca
en el plano imaginario compartido. Por otra parte, Pinker asegura que la
mentalidad mitológica es contraria a la ciencia. Harari no dice nada en este
sentido, aunque supongo que estaría en buena parte de acuerdo. Al menos,
aceptaría que muchos de nuestros mundos imaginarios son incompatibles
con la ciencia. Por mi parte, creo sin embargo que distinguir entre tres
mundos, el realista, el imaginario y el científico, no sería necesario; nos
basta con los dos primeros. El científico se hace hueco entre ambos:
considera datos, evidencias tangibles y reales, independientes de nuestra
imaginación, y mediante esta da sentido a lo que ve para generar una
interpretación, a la que llamamos teoría, hipótesis o modelo, que dé sentido
y ponga orden en los datos. La teoría de la evolución o la del origen del
universo basada en el big bang serían ejemplos de estos mundos inventados
por la ciencia. A diferencia de la gran mayoría de todas nuestras
invenciones, estas serían producidas mediante el método científico, lo que
las hace de algún modo especiales.
Exceptuando las hipótesis y los modelos científicos, la mayoría de los
productos de nuestra mente, de nuestra mentalidad mitológica o de ficción,
no se entenderían sin tener en cuenta la forma de ser habitual de nuestro
cerebro. Que la práctica totalidad de las invenciones que componen la
realidad imaginada del ser humano existan y se mantengan en el tiempo —
incluso durante milenios— es posible gracias a que nuestra especie piensa
la mayor parte del tiempo con el sistema 1, un modo de pensamiento basado
en atajos y simplificaciones, de poca precisión y apoyado en datos
generalmente escasos e insuficientes. Recordemos también que, en la
mayoría de las ocasiones, cuando llegamos a una solución aparentemente
coherente, nos quedamos con ella y no nos movemos de ahí; nos damos un
premio y obtenemos una irresistible sensación de confianza. Si muchas de
nuestras creaciones imaginarias fueran escrutadas con el sistema 2,
probablemente no existirían. Se haría evidente que no se sostienen, que
están llenas de contradicciones, de falacias y errores, que faltan evidencias
o que algunas de ellas son rotundamente falsas.
Esta es una paradoja única de nuestra especie. Por un lado, si usáramos
todo el potencial de nuestra inteligencia, de nuestro cerebro, funcionando
siempre en el modo del sistema 2 del pensamiento, podríamos llegar muy
lejos. Quizá viviéramos en un mundo más justo, mejor repartido, con una
población que no excediera los límites de los recursos disponibles, sin
contaminar, viviendo en armonía, sin conflictos y durante más años. No
habría nada que discutir. No habría guerras. Pero, por otra parte, si no
existiera el sistema 1 es muy probable que nunca hubieran existido las
pirámides de Egipto, las catedrales góticas de Europa o cualquier otra
manifestación artística, desde los bisontes de Altamira hasta la Mona Lisa,
pasando por las composiciones de Mozart, el cine, el teatro o la danza. Sin
el sistema 1, que permite y aprueba la existencia de mundos imaginarios
más allá de los que propone y admite la ciencia, e incluso incompatibles
con esta, la vida sería probablemente muy aburrida. La vida de la mayoría
de los seres humanos carecería de todo sentido sin los relatos originados
mediante el sistema 1.
LOS CUENTOS QUE MÁS NOS GUSTAN
BONDAD Y BELLEZA
Los relatos del grupo nos definen, nos guían, nos protegen de las
incertidumbres, nos dan identidad. Los necesitamos. Vivir bajo un relato
tiene grandes ventajas. Por eso a veces incluso hacemos nuestros relatos
que no nos pertenecen. Es una forma de adherirnos a un grupo que no es el
nuestro, pero de cuya pertenencia podemos beneficiarnos. Este tipo de
situaciones no es extraño, pues, como ya sabemos, el ser humano es
perfectamente capaz de mentir, incluso a sí mismo, interiorizando
profundamente un relato ajeno hasta el punto de convencerse de que es
verdaderamente real y suyo. Esto último le daría más realismo a esa mentira
y, por ende, un mayor poder de convicción, especialmente frente a los
demás.
Ha habido casos de personas que se hicieron pasar por víctimas de los
campos de concentración nazis. Durante años, fueron invitados a
conferencias, ruedas de prensa, certámenes y homenajes, todos en torno a
su vida en un campo de exterminio. Contaban sus experiencias, las
penalidades que pasaron, anécdotas horribles, con pasión, con gran realismo
y detalle. Nadie sospechaba que, en realidad, no habían pisado un campo de
concentración en su vida, algo que se descubrió pasado el tiempo. ¿Fueron
oportunistas y se aprovecharon de la credulidad de la gente para vivir del
cuento? ¿O fue un autoconvencimiento no deliberado, derivado de
situaciones poco definidas de su infancia y experiencias que les habían
contado y asumieron como propias? Podemos traer aquí lo que en la
segunda parte de este libro contaba sobre la creación de falsos recuerdos.
Recordemos también que, una vez instaurados, son muy difíciles de
erradicar.
Resulta muy curioso que, en ocasiones, algunos relatos se ponen de
moda y crece el número de personas que los hacen suyos sin serlos
realmente. Es como si algunos relatos fueran contagiosos. El caso de las
falsas víctimas de los campos de concentración nazis podría ser un ejemplo,
pero hay muchos más. En tiempos de Freud se puso de moda el de los
abusos sexuales reprimidos, y proliferaron los casos de personas que
habrían sufrido abusos en su infancia, muchos de los cuales cayeron en
manos del autor del psicoanálisis. En realidad, la gran mayoría resultaron
ser falsos. En este caso no queda claro si el falso relato se originó en la
imaginación de las víctimas de manera espontánea o si, más bien, habría
sido fruto del propio trabajo terapéutico, que forzó las condiciones para
concebir dichas creencias. Es algo parecido a lo que ocurrió en la década de
1980 en el mundo anglosajón con el llamado pánico satánico, cuando miles
de personas empezaron a referir recuerdos de haber sufrido abusos sexuales
de pequeños por parte de sectas satánicas. El fenómeno se desató por la
publicación de un libro en el que el psiquiatra canadiense Lawrence Pazder
y una de sus pacientes, que acabaría siendo su esposa, contaban el supuesto
caso de esta, una historia sórdida de abusos sexuales por parte de grupos
organizados de una red mundial de adoradores de Satán. La historia, que ha
sido desmentida, fue fruto, al parecer, de procedimientos terapéuticos
inadecuados que indujeron falsos recuerdos.
En tiempos más actuales hemos podido ver algo similar en el
movimiento Me Too, surgido en 2017 para denunciar la agresión y el acoso
sexuales en general a partir de las acusaciones que se realizaron contra el
productor de cine norteamericano Harvey Weinstein. El movimiento se hizo
viral y el número de personas que decían haber sido víctimas de abusos o
agresiones sexuales se multiplicó exponencialmente. Parece que un
porcentaje reducido, aunque nada desdeñable, resultaron ser falsas
acusaciones.
Los relatos nos hacen ser miembros de un grupo y se convierten en
nuestra forma de contar nuestra propia vida. Pero, como sabemos, la verdad
no es lo que más le importa al cerebro humano.
12
LA IDEA DE DIOS
LA RELIGIÓN Y LA MORAL
¿Nuestro cerebro está hecho para que la idea de un dios, varios dioses o los
espíritus arraiguen? Esto son en realidad varias preguntas, y también la
podríamos plantear como: ¿es natural para nuestro cerebro creer en
entidades sobrenaturales? La respuesta no es del todo sencilla. Algunos
estudios indican que en niños pequeños la idea de un dios, o de varios
dioses, con mayor o menor poder de influir en las vidas de los habitantes de
la Tierra no surge espontáneamente. No es algo que se les ocurra por sí
solos; alguien se lo tiene que decir. De ahí que podamos deducir que la idea
de dios es fruto principalmente de una evolución cultural, una idea que se le
ocurrió a alguien, arraigó y tuvo gran éxito. Una idea que existe desde hace
mucho tiempo, hasta el punto de haber acompañado a todos los grupos
humanos allá donde hayan viajado.
Por otra parte, sí parece natural y surge espontáneamente la creencia en
el dualismo, la separación entre el cuerpo y un alma o espíritu inmaterial
independiente del cuerpo. Que los niños lleguen espontáneamente a una
idea dualista probablemente tenga su origen en las experiencias oníricas:
sabemos que nuestro cuerpo está acostado, durmiendo, pero soñamos
vívidamente multitud de experiencias. Corremos, hablamos con amigos o
familiares, jugamos, viajamos, nos pasan muchas cosas. Pero a la mañana
siguiente constatamos que todo ha sido un sueño, que nuestro cuerpo no ha
salido de la habitación, ni tan siquiera de la cama. Pero nosotros sentimos
haber hablado, jugado o viajado. Es lógico y esperable que, pensando un
poco, y sin más evidencias, lleguemos naturalmente a la conclusión de que
cuerpo y alma no son lo mismo. Esta podría ser una piedra fundamental
para el inicio de las primeras creencias religiosas, las más primitivas y
originales, las animistas. A los sueños se unirían otros tipos de experiencias
que vendrían a confirmar (a los ojos de un cerebro dominado por el
intérprete y el modo de pensar del sistema 1) ese dualismo. Por ejemplo, los
estados alterados de consciencia o las conocidas como experiencias
cercanas a la muerte. Todas ellas son fruto de la actividad cerebral, alterada
en algunos casos por la ingesta de sustancias o por situaciones de estrés
físico o mental. Como ya he comentado, la fatiga extrema puede ocasionar
alucinaciones muy interesantes, como ver un doble de sí mismo. Una vez
separados la mente y el cuerpo, parecería normal plantearse que, al morir,
hay algo que sobrevive que no es el cuerpo, y de aquí habría surgido la idea
de los espíritus de los muertos.
Los muertos suelen ser personas que nos han precedido, que son
mayores que nosotros. Es la ley natural. De ahí que los espíritus a los que se
empezaría a rendir veneración fueran, probable y más frecuentemente, los
del padre, la madre o los abuelos. Seres que fueron sabios, que sabían más
que nosotros, que nos enseñaron, nos aconsejaron, nos guiaron, que fueron
autoridades para nosotros. Para el cerebro humano el concepto de autoridad
es natural. Somos primates, y en los primates hay jerarquías. Además,
tenemos un larguísimo periodo de crianza, por lo que debemos pasar
muchos años bajo la supervisión y las restricciones impuestas por distintas
autoridades, principalmente los padres. De ahí a que los espíritus de
nuestros muertos estén más arriba en la jerarquía y tengan poder sobre
nosotros hay solo un paso. Habrá por tanto que venerarlos, como hacemos
con nuestros mayores vivos, así como tenerlos contentos, hacer las cosas
como ellos esperarían de nosotros. Con el tiempo, con la evolución de las
culturas, es fácil entender que esa idea se haya transformado en la
existencia de diversos dioses con distintos poderes específicos, y en la de un
único dios, por encima de todos, bajo el cual estarían todos los demás seres
sobrenaturales. A medida que las sociedades fueron evolucionando social,
política y culturalmente, haciéndose cada vez más grandes y complejas pero
bajo un solo y único mando, las religiones monoteístas habrían ido
haciendo su aparición. Las jerarquías que observamos en este tipo de
religiones, donde además de un dios tenemos ángeles y santos, se parecen
mucho a las que observamos en buena parte de los sistemas políticos más
complejos. Las religiones son un invento humano, una narrativa que ha
generado nuestra especie en gran parte a imagen y semejanza de sí misma,
aunque en otro plano de realidad: el espiritual. Una realidad creada por
nuestra mentalidad mitológica, una ficción.
Que alguien cercano y querido se muera nos causa una fuerte impresión,
una gran conmoción. «¡¿Dónde está?! ¡Estaba aquí hace un momento y ya
no existe! ¡Tiene que estar en alguna parte!» Para soportarlo, surge una
narrativa alternativa a lo que ven nuestros ojos, alimentada por la magia,
que a su vez se alimenta también de casualidades y de todo tipo de
incidentes que interpretamos como señales de otro plano de realidad.
Nuestro intérprete busca rápidamente una narrativa que lo reconforte.
En el capítulo precedente explicaba como la creencia en los espíritus de
los muertos debió de estar presente en el origen de las creencias religiosas.
Muy probablemente, estas creencias son tremendamente antiguas,
anteriores incluso a nuestra especie. Se suele hablar de enterramientos, de
posibles rituales de culto a los muertos ya en los neandertales. Esqueletos
cuidadosamente preservados, incluso con ofrendas u objetos que el ser
perdido pudiera usar en la otra vida, nos muestran que el neandertal pudo
muy bien creer que tras la vida material existía una vida espiritual. También
hemos visto como, según algunos autores, estas creencias podrían
remontarse incluso mucho más atrás, a especies con un cerebro tan grande y
evolucionado como el de Homo heidelbergensis. Y, efectivamente, hay
evidencias de que este pudo ser el caso. En España, en la sierra de
Atapuerca, en la provincia de Burgos, existen unos yacimientos increíbles
que contienen restos de multitud de antepasados humanos, desde hace más
de un millón de años hasta la actualidad, desde una especie aún por definir
de hace 1,4 millones de años hasta el Homo sapiens en algunas de sus
diversas culturas antiguas, como el Neolítico, la Edad del Bronce o el
Imperio romano. Homo antecessor habitó aquella sierra hace unos 850.000
años. Un preneandertal coetáneo de Homo heidelbergensis, hace 500.000. Y
hace 115.000 los neandertales anduvieron por allí. Todos ellos han dejado
un gran número de vestigios que tenemos la suerte de poder estudiar para
conocer nuestro más remoto pasado. Precisamente, uno de los yacimientos
más importantes a nivel mundial, si no el que más, de la época de Homo
heidelbergensis se encuentra en un rincón de aquella sierra conocido como
la Sima de los Huesos, en el interior de la llamada Cueva Mayor.
La Sima de los Huesos es un descubrimiento de primer orden para
conocer qué ocupaba la cabeza de nuestros ancestros más allá de sus
preocupaciones por la caza y la recolección. Allí se han hallado miles de
huesos correspondientes a casi una treintena de individuos de esa especie
tan antigua. Las cicatrices de los mismos muestran sus duras condiciones de
vida, sus enfermedades y, en algunos casos, la violencia que probablemente
turbaba su convivencia en numerosas ocasiones. La distribución y el
agrupamiento de los restos óseos también indican que allí fueron arrojados
los cuerpos de esas personas al poco de morir. No fueron arrastrados hasta
ese lugar fortuitamente por el agua u otros fenómenos físicos o geológicos
del interior de la cavidad. Tampoco fueron llevados por animales que
habitaran la cueva para comérselos, no hay huellas de este tipo de
circunstancias. Los humanos que se han encontrado en la Sima de los
Huesos fueron depositados en ella por otros miembros del grupo. Hubo un
interés en preservar aquellos cuerpos de la intemperie, de las alimañas y
depredadores. Aquellos cadáveres fueron tratados con cuidado.
El yacimiento arrojó además una pieza clave, un objeto ritual. Un hacha
bifaz, de un material extraño para aquella sierra, la cuarcita roja, y muy
bella y cuidadosamente tallada. Su color es sorprendente, y cuando se moja
adquiere un matiz rojo intenso, similar al de las vísceras, al de un corazón
recién eviscerado. La herramienta no muestra señales de haber sido usada.
Es, con una alta probabilidad, un objeto de ofrenda a los muertos allí
depositados. El ser humano lleva rindiendo culto a sus muertos desde hace
cientos de miles de años. Desde antes de que apareciera nuestra misma
especie. La muerte es muy importante en nuestras vidas.
EL SENTIDO DE LA VIDA
Los muertos han sido de enorme importancia para el ser humano. El miedo
a la muerte ha generado mil y una maneras de afrontarlo, y las religiones,
antes de que la ciencia nos iluminara, han sido una solución universal a este
problema. Entre los diversos caminos mediante los cuales las religiones han
ayudado a aliviar el miedo a la muerte y otras angustias de nuestra
existencia está la alteración de nuestros estados mentales, los estados
alterados de consciencia. Gracias a estos podemos ver la realidad de otra
manera, mitigar los miedos, y reforzar las creencias en otros mundos, en
otros planos de realidad, que a su vez sirven de base a las religiones.
En multitud de ocasiones, los estados alterados de consciencia se han
conseguido mediante la ingesta de sustancias extraídas de plantas cuyos
productos químicos tienen cierta afinidad con algunos de los
neurotransmisores de nuestro cerebro. Las sustancias alucinógenas, por
ejemplo, producen potentes y asombrosos efectos en nuestra mente, y
parece que su uso, probablemente en el ámbito de determinados ritos y por
ciertas personas, como los chamanes, se remonta a tiempos antiquísimos.
Incluso puede que los neandertales también las consumieran hace decenas
de miles de años. Hay autores que aprecian el uso de estas sustancias en el
origen de diversos hitos de la evolución humana. El arqueólogo sudafricano
David Lewis-Williams, por ejemplo, ha propuesto que los motivos del arte
rupestre de épocas paleolíticas se basan en las diversas fases de una
intoxicación por alucinógenos, durante la cual se comenzaría percibiendo
figuras geométricas de diverso tipo, se continuaría viendo animales y
objetos y se acabaría por integrar las imágenes de ambos tipos. En otros
casos, como el del antropólogo Peter T. Furst, se han querido detectar los
efectos de los alucinógenos en el origen de numerosos ritos chamánicos y
religiosos que se iniciaron en torno al Neolítico y se extendieron por todo el
mundo. Muchos mitos de todos los rincones del planeta tendrían raíces
comunes y se habrían creado bajo estados alterados de consciencia
producidos por sustancias estupefacientes.
Para alterar la química de nuestro cerebro, sin embargo, no necesitamos
introducir en él sustancias que vengan de fuera. Si hacen su efecto en el
cerebro es precisamente porque este produce sustancias parecidas, los
neurotransmisores, aunque normalmente en cantidades más equilibradas.
Pero hay maneras de elevar o disminuir los niveles de determinados
neurotransmisores y provocarnos estados alterados de consciencia sin
necesidad de ingerir sustancias extraídas de las plantas. La humanidad
también las ha conocido y utilizado desde tiempos remotos, habiéndose
usado frecuentemente en el contexto de experiencias místicas ligadas a
vivencias y creencias religiosas. Así, muchos místicos han utilizado las
privaciones, la incomodidad y el dolor físico intenso para activar los
mecanismos de protección contra el dolor, mediados precisamente por
opiáceos endógenos o endorfinas. Como su nombre indica, estos opiáceos
son muy parecidos químicamente a los derivados del opio, y que sean
endógenos no es sino una forma de decir que los produce el propio cerebro.
En otras ocasiones, las danzas repetitivas y prolongadas también activan
estos mecanismos, ya que el cuerpo se agota y fatiga y los pone en marcha,
con los consiguientes efectos sobre la mente. Las danzas colectivas en el
ámbito de ritos religiosos, además, generan situaciones sociales de gran
relevancia para la cohesión del grupo. La práctica del deporte puede llevar a
situaciones parecidas, especialmente si sobrepasamos ciertos límites,
poniendo en marcha también otros mecanismos neuronales que pueden dar
lugar a sentimientos de euforia. Otras formas de conseguir estados alterados
de consciencia son la privación de sueño y el ayuno.
Los humanos somos lo suficientemente listos como para que, a estas
alturas de nuestro desarrollo cultural y científico, aprovechemos todo
aquello que sea útil y beneficioso para nuestro bienestar, aunque se haya
originado en contextos religiosos. Tan solo sería necesario desligar esos
métodos de las interpretaciones ficticias y mitológicas que los han
acompañado, de la parafernalia innecesaria. En realidad, no todo ha sido
disparatado en nuestra evolución cultural antes de que llegara el método
científico. Afirmar lo contrario sería de una enorme pedantería y
prepotencia. La sabiduría humana ha estado siempre ahí, fruto de cientos,
de miles de años de observación, conocimiento y reflexión. Muchos de
estos conocimientos pueden sernos realmente útiles. Y no solo para mitigar
los miedos derivados de pensar en la realidad de la muerte.
Algunas creencias religiosas han ideado formas de controlar los excesos
emocionales dañinos de una manera muy saludable y, según parece,
efectiva. Es el caso de las religiones orientales, que nos han dado técnicas
de gran utilidad como la meditación o el yoga, cuyo origen se halla en
países como la India o Nepal, donde llevan practicándolos miles de años.
Con más o menos variantes, estas técnicas se han incorporado y adaptado
desde hace años a la cultura occidental, y en algunos casos han estado, y
aún están, muy de moda. Es el caso del mindfulness. Sobre estas técnicas
heredadas en gran medida de las religiones orientales se están haciendo
investigaciones de todo tipo, desde cómo afectan al cerebro hasta sus
potenciales beneficios para la salud. Y, en general, parece que consiguen
que seamos capaces de relajarnos incluso en situaciones difíciles, lo que
puede sernos de enorme utilidad. Recordemos lo beneficioso que puede
resultar pensar en la muerte mientras estamos relajados. Para conseguirlo,
eso sí, es necesario practicar con relativa frecuencia, ejercitando con
insistencia la autodisciplina y el autocontrol. En este sentido, por ejemplo,
un procedimiento muy común es el de controlar voluntariamente la
respiración. Si esta es normalmente un acto reflejo y del que no somos
conscientes, mediante la meditación se pretende fijar la atención en esta;
pausarla, enlentecerla, de manera voluntaria. Esto, aunque parezca trivial,
redunda en diversos tipos de beneficio. Por ejemplo, acostumbrarnos a fijar
la atención en la respiración es una forma de no atender a otras cosas, a
otros pensamientos que podrían hacernos daño, estresarnos o preocuparnos.
Sería lo que llaman la atención «al aquí y al ahora». Ya he hablado de la
importancia que tiene controlar lo que atendemos para regular la intensidad
de nuestras emociones. Por otra parte, una respiración pausada y profunda
tiene efectos beneficiosos sobre el organismo, pues es una buena forma de
relajarnos, de disminuir la tensión muscular. Y, con esto, mentalmente nos
sentiremos mejor.
La investigación, no obstante, no está exenta de polémica. Hay mucha
gente que piensa que utilizar estas técnicas no es sino parafernalia
pseudocientífica. Por un lado, hay un gran número de trabajos científicos
que encuentran beneficios sobre la salud en quienes practican el yoga o la
meditación. Así, se ha visto que alivian la depresión, la ansiedad, la
angustia y el dolor. También pueden reducir la hipertensión y los niveles de
cortisol, una hormona dañina para el organismo y el cerebro y que se
produce abundantemente cuando estamos bajo situaciones de estrés. Pueden
incluso producir importantes mejoras a nivel cognitivo, como aumentar la
capacidad de atención y concentración o el autocontrol. De hecho, uno de
los logros más conocidos es el de incrementar el control de las emociones.
Además, muchas de estas mejoras parecen acompañarse de modificaciones
en el cerebro, cambios físicos que pueden ser observados mediante
resonancia magnética. Así, es posible que estas técnicas tan ancestrales
pudieran retrasar la neurodegeneración que se produce con la edad y, en
este sentido, quienes las practican muestran mayores niveles de sustancia
gris en determinadas partes del cerebro, como la amígdala, el cíngulo, la
corteza prefrontal, el cerebelo o el hipocampo, entre otras.
Sin embargo, no todos los trabajos encuentran estos beneficios. En
algunos casos no se observa ninguno, o los que se hallan son muy débiles e
irrelevantes. Estamos en un momento en el que hay evidencia contradictoria
al respecto. Es necesario aclarar por qué esto es así. Por ejemplo, qué
situaciones control se utilizan en las investigaciones, qué cantidad mínima
de práctica es necesaria para obtener resultados observables, si es el caso, o
qué circunstancias vitales podrían hacer que la práctica del yoga o la
meditación no sea eficaz. Si ponemos todos los trabajos en una balanza, no
obstante, esta parece inclinarse en favor de que estas técnicas son una
fuente de beneficios para nuestra salud física y mental. Estaremos atentos al
curso de las investigaciones en esta materia. Por el momento, yo sí las veo
recomendables. Esta es, al menos, mi experiencia personal.
14
NUESTRA RELACIÓN CON LOS DEMÁS
Todos nos sabemos parte del grupo humano, por más perros verdes que nos
sintamos a veces. La especie humana es, por definición, social; está en su
misma esencia. Somos lo que somos gracias a los demás, y sin los demás no
seríamos nada. Nuestro cerebro, además, nos delata. Si observamos el
cerebro de otras especies, veremos en algunas que su bulbo olfatorio es
enorme con relación al resto del cerebro, señal de que el olfato es una parte
crucial de su conocimiento del mundo. En otras, se aprecia una enorme
representación de sus bigotes en su corteza cerebral, lo que indica que son
esos órganos, las vibrisas, un medio de primer orden para conocer el
mundo. En el caso de los roedores, ambas características están presentes.
En el caso del humano, la corteza visual es muy grande, como lo es también
la que representa las manos, lo que nos está indicando muchas cosas
respecto a nuestro modo de vida, a cómo interactuamos los humanos con el
mundo. Como sabemos también, en nuestra corteza cerebral se han
extendido igualmente, de manera quizá desorbitada, las cortezas de
asociación. Estas nos permiten alcanzar mayores niveles de abstracción y
conocimiento profundo del mundo, hasta niveles sin precedentes en otras
especies. Gran parte de esa corteza, sin embargo, parece que estuvo
destinada en primer lugar a conocer los entresijos de las complejas
sociedades humanas. Fruto de ello, entre otras características, mostramos
una red por defecto muy desarrollada y con cualidades propias. Una red
que, como ya sabemos también, tiene mucho que ver con lo social, incluida
nuestra capacidad de teoría de la mente, tan única, tan compleja y
sofisticada. Nuestro cerebro nos dice a voz en grito que está hecho para
relacionarse con los demás; que nuestra vida es vivir en grupo.
Nuestro cerebro, tan social como es, tiene una gran capacidad para la
empatía: poderse meter en la cabeza de los demás. Y lo hacemos con
tremenda facilidad, incluso aunque no queramos. Por eso nos identificamos
con los personajes de los relatos. La red por defecto, los mismos circuitos
que nos sirven para intentar adivinar, en última instancia, qué tienen otros
en su cabeza, también nos sirven para imaginar, para pensar en situaciones
pasadas, presentes o futuras o que nunca han existido ni existirán jamás. Es
la red con la que nos metemos en las historias que nos cuentan y las
recreamos.
Nuestra red por defecto se alimenta, además, de lo que le dicen otras
partes del cerebro que están continuamente indagando las señales que
emiten los demás. El cerebro humano es como una antena social,
continuamente escaneando lo que hacen, dicen y expresan los otros seres
humanos con los que nos cruzamos. Además, realiza este análisis, como he
dicho, de manera automática, inconsciente, sin que la voluntad sea
necesaria. Sin esfuerzo. Parece que la evolución ha ido moldeando nuestro
cerebro para ello, especializándolo para este cometido. Y, si bien en esto
hay enormes diferencias individuales, normalmente lo hacemos con una
gran efectividad. Aunque también es cierto que aquí nos pueden engañar;
acordémonos del sesgo de transparencia, por el que solemos creer que las
expresiones emocionales de los demás son siempre auténticas y sinceras.
Curiosamente, no solo nuestro cerebro muestra estas adaptaciones, sino que
nuestro propio cuerpo, particularmente nuestro rostro, muestra las huellas
de nuestra evolución bajo los dictámenes de la vida social.
EL ROSTRO HUMANO
En la cara de nuestra especie se observan peculiaridades que nos delatan
como animales sociales. Algunas las compartimos con otros primates, que
igualmente son animales muy sociales. Pero otras son solo nuestras,
demostrando de alguna manera que nosotros fuimos más allá en la carrera
por enviar y recibir señales sociales. Por un lado, nuestro rostro muestra un
número importante de músculos que no tienen otra utilidad que la de
expresar afectos y situaciones emocionales que suceden en nuestro interior.
Nada menos que 42. La gran mayoría no son necesarios para masticar, ni
para hablar, ni para protegernos de elementos adversos. Solo están ahí para
enviar señales. Diversos experimentos muestran que nuestro cerebro
reacciona de manera automática e inmediata a las expresiones emocionales
de los demás, incluso cuando no somos conscientes de estar viéndolas. Es
una forma de interpretar rápidamente lo que les pasa a los otros, lo que
pueden estar sintiendo. Cuando se analiza la actividad cerebral, se observa
cómo circuitos implicados en el cerebro emocional, y que, por ello, también
tienen una función social, se activan ante la presencia de caras con
expresiones emocionales presentadas subliminalmente —es decir, por
debajo del umbral de consciencia—. Curiosamente, en estas circunstancias
también los músculos de nuestra propia cara reaccionan, y sutilmente
adoptan la expresión percibida. Parece que estos mecanismos de respuesta
facial y cerebral ayudan a entender más rápidamente lo que los otros
pueden estar sintiendo. Experimentos en los que se paralizan artificialmente
los músculos faciales de las personas —por ejemplo, mediante inyecciones
de bótox— muestran cómo bajo esas condiciones es más difícil concluir
qué emociones se están describiendo en un texto. Imitar a los demás nos
ayuda a entenderlos. Y cuando recreamos situaciones, vemos una película o
leemos una historia, nuestro cuerpo y nuestro cerebro reaccionan, aunque
sea sutilmente, como si fuéramos los protagonistas.
La cantidad de músculos faciales de nuestra especie, sin embargo, no es
muy diferente de la del chimpancé. Realmente, esta especie también es muy
expresiva, y utiliza esta información de manera importante, especialmente a
causa de su carencia de un lenguaje verbal como el nuestro. Es lógico, por
tanto, pensar que todos nuestros ancestros del género Homo mostrarían esta
característica tan desarrollada, al menos, como en los chimpancés. Sin
embargo, nosotros, los Homo sapiens, mostraríamos algo que es único.
Nuestros arcos superciliares, la parte del cráneo sobre la que se ubican
nuestras cejas, son mucho más reducidos, tanto en comparación con el
chimpancé como con los demás miembros del género Homo, incluido el
neandertal. Esta peculiaridad de nuestra anatomía podría ser una adaptación
social para hacernos más comunicativos, pues las cejas tendrían más
libertad de movimientos y, por tanto, mayor capacidad para expresar
emociones.
Por otra parte, nuestros ojos también son muy comunicativos. Así, algo
que suele pasar desapercibido, al menos conscientemente, pero que sin
embargo es enormemente informativo acerca de lo que ocurre en el interior
de las mentes de otras personas, es el diámetro de las pupilas. Con
independencia de la conocida regulación del tamaño de estas en función de
la cantidad de luz ambiental y de la distancia focal, este varía, asimismo,
dependiendo de nuestro estado mental y emocional. Hay que tener en
cuenta que el diámetro pupilar viene regulado por los sistemas nerviosos
simpático y parasimpático del cerebro, que constituyen el llamado sistema
nervioso autónomo y cuya principal misión es mantener el organismo en
equilibrio en función de la situación y las demandas ambientales. No solo
regulan el tamaño pupilar, sino los latidos del corazón, la intensidad y el
ritmo de la respiración o la sudoración, entre otras muchas funciones
orgánicas. En este sentido, es fácil entender su vinculación con las
emociones, pues las vísceras son actores de primer orden durante nuestros
estados afectivos. Los núcleos nerviosos que en última instancia modifican
el diámetro pupilar están, a su vez, muy bien conectados con estructuras y
circuitos del tronco cerebral y otras partes del cerebro que tienen que ver
con la atención, los estados de alerta o los procesos ejecutivos —es decir, la
monitorización y control de nuestro comportamiento—. Por eso el tamaño
de las pupilas nos puede dar pistas también acerca de estos procesos. Y el
cerebro humano no desaprovecha esta oportunidad.
Por esa razón, y aun de manera inconsciente, monitorizamos
continuamente el tamaño de las pupilas de las personas con las que nos
relacionamos, y detectamos cambios sutiles, de apenas unas micras, que nos
pueden ayudar a desvelar lo que los otros están pensando. Si hablo con
alguien y sus pupilas están dilatadas, lo más probable es que esté
interesándose por lo que le estoy contando; estoy captando su interés. Esto,
a su vez, provoca una sensación agradable en mí, probablemente un
aumento de dopamina en partes del cerebro como el núcleo accumbens. ¿A
quién no le gusta sentirse atendido? La belladona es una planta cuya
infusión, aplicada a los ojos, produce dilatación de las pupilas, de ahí que se
usara en la Edad Media europea como cosmético, y de ahí su nombre, pues
hacía bellas a las donas. Una persona con las pupilas dilatadas nos parece
atractiva por el simple hecho de que parece conmoverse con nuestra
conversación. Sin que nos demos cuenta, ver personas con las pupilas
dilatadas, frente a otras que no muestran esta reacción, activa zonas
afectivas de nuestro cerebro, como la amígdala. Por el contrario, cuando
detectamos que a nuestro interlocutor se le contraen las pupilas, lo más
probable es que le estemos aburriendo, que esté fatigado o pensando en otra
cosa, ajeno a nuestra conversación. Hablar con gente que está en estas
condiciones no nos resulta agradable.
La reacción de nuestras pupilas es algo que compartimos con los
chimpancés, como ocurre con otra peculiaridad: las expresiones faciales.
Ambas especies imitamos a nuestros interlocutores, y nuestras pupilas
adoptan el diámetro de las suyas. Estas reacciones, que probablemente
sirvan también para entender con más facilidad lo que les pasa a los demás
por la cabeza, solo se produce intraespecie. Es decir, los chimpancés no
reaccionan a los cambios en las pupilas humanas ni nosotros a las suyas;
cada uno reacciona solo ante las de su especie, lo que demostraría que se
trata de una respuesta de naturaleza social, no de una mera reacción
automática al tamaño de un círculo negro.
Otra adaptación de nuestro rostro para emitir señales que entiendan los
demás la vemos en lo blanca que es nuestra esclerótica, el blanco de los
ojos. No solo es blanca, sino que es bien visible, probablemente por tener
un iris reducido. Si miramos a los ojos de otros primates, no reconoceremos
nuestros mismos ojos, pues su esclerótica ni es tan visible ni es tan blanca.
Algunos chimpancés sí muestran una esclerótica blanca, pero son una
minoría. Nuestra peculiaridad hace que se vea más fácilmente y a distancia
hacia dónde miramos. Y así los demás podrán saber hacia dónde queremos
ir, qué queremos alcanzar o a qué estamos atendiendo. El blanco de los ojos
también nos permite reforzar la información que emitimos respecto a las
emociones que sentimos. La risa o el miedo, por ejemplo, conllevan una
posición particular de nuestros párpados y, en consecuencia, una imagen
determinada de nuestro blanco de los ojos. Cuando miramos hacia arriba
podemos indicar que estamos hartos o que no soportamos algo. Que nuestra
esclerótica sea tan blanca y bien visible es, de nuevo, una modificación de
nuestra anatomía cuyo principal objetivo es la comunicación social, tan
importante para nuestra evolución. No sabemos aún cómo tenían la
esclerótica otras especies de nuestro género, y ojalá algún día podamos
saberlo a partir del ADN, pues nos revelaría desde cuándo el mundo es
contemplado por una mirada específicamente humana.
Que nuestro cerebro reaccione a las señales que emiten los demás de
manera muchas veces inconsciente, automática, rápida e imitando esas
señales no es algo que nos deje inmunes. Evidentemente, como ya he
comentado, la función principal de que las imitemos es comprender mejor
lo que les pasa a los demás. Sin embargo, curiosamente, nuestras reacciones
a esas señales también modulan nuestros pensamientos e influyen en ellos,
en nuestras decisiones y acciones. Así, por ejemplo, cuando hemos visto
una cara de enfado sin ser conscientes, podemos reaccionar de forma
contraria a lo que sería razonable, o al menos de una manera no ajustada a
verdaderas razones. Por ejemplo, beber menos agua cuando estamos más
sedientos o rechazar un producto que puede ser beneficioso para nosotros.
Y si vemos una cara alegre, es probable que la imitemos y, a la par, nos
relajemos y seamos más tolerantes con nuestros propios errores.
Tenemos una tendencia muy fuerte a imitar a los demás, a que nuestro
cuerpo simule lo que hacen los otros. Si vemos a alguien levantando pesas
en postura vertical, es más probable que bebamos más, pues los
movimientos realizados al ingerir bebidas se parecen a los del levantador de
pesas. Y si vamos a un restaurante con alguien y no sabemos qué pedir, es
muy probable que acabemos pidiendo lo mismo que el otro. Sí, somos
animales sociales por antonomasia. Hay muchos autores que piensan que
esto se debe fundamentalmente a la presencia en nuestro cerebro de unas
células nerviosas conocidas como neuronas espejo; estarían situadas en
áreas de asociación de la corteza motora y somatosensorial, en los lóbulos
frontal y parietal, respectivamente, y se activarían tanto cuando nosotros
mismos realizamos acciones motoras (agarrar, lanzar, rasgar, etc.), como
cuando las vemos realizar a los demás. Serían, así, unas neuronas que
algunos han visto necesarias, fundamentales, para entender lo que hacen los
demás, y por tanto el origen de la empatía, de la imitación, de la capacidad
de teoría de la mente e incluso del lenguaje humano. Ahí es nada. Seríamos
humanos gracias a las neuronas espejo. Además, estas neuronas han
alcanzado la fama, las conoce todo el mundo; han sido muy aireadas en
diversos libros y programas divulgativos, casi hasta la saciedad. No sería
para menos, dada su aparente relevancia. Pero cuidado: no es oro todo lo
que reluce. Poniendo las cosas en su sitio, es muy probable que el papel de
las neuronas espejo en todo eso que se dice que nos han permitido alcanzar
sea muy limitado, incluso nulo. Las neuronas espejo son una narrativa que
se ha puesto de moda, una especie de mito urbano que, aunque puede
contener parte de verdad, habría que pulir y matizar.
Por un lado, una cosa es que estas neuronas se activen cuando vemos a
los demás hacer cosas como si nosotros mismos las hiciéramos y otra que
esto sea fundamental para entender lo que los otros hacen y por qué lo
hacen. Una cosa es que contribuyan o ayuden a comprender más
rápidamente, o más fácilmente, esas acciones, y otra que sin su activación
no seamos capaces de llegar a entenderlas. En realidad, lo más probable es
que las neuronas espejo reciban información de otras áreas de la corteza y el
cerebro que sean las que interpretan lo que otras personas están haciendo, a
partir de lo cual nuestro cerebro se puede poner a imitarlas. Parece que un
buen candidato para esta función es el surco temporal superior de la corteza
cerebral, que mencionamos en la primera parte como una de las piezas del
conocido como cerebro social y emocional. Es incluso parte del sistema
lingüístico, pues también participa en tareas sintácticas. Este surco
temporal, tan importante, está muy bien conectado con las neuronas espejo
del lóbulo parietal, y, dada su posición privilegiada entre el sistema visual y
el somatosensorial y motor, reacciona de manera específica a distintos tipos
de acciones observadas en los demás. Igualmente, es muy posible que otras
regiones cerebrales, en las áreas de asociación visual, estén también
involucradas en la interpretación de lo que vemos hacer a otras personas.
Diversos estudios muestran, de hecho, que anular el funcionamiento de las
neuronas espejo no impide necesariamente entender las acciones de otras
personas. Así, cuando las áreas que las contienen han sufrido una lesión o
han sido paralizadas mediante estimulación eléctrica o magnética, tanto los
monos como las personas en las que esto ha ocurrido han seguido siendo
capaces de comprender las acciones e intenciones de los demás.
Por otra parte, limitar el carácter espejo a unas neuronas concretas que se
encuentran en las áreas motoras y somatosensoriales del cerebro es quizá un
tanto exiguo. En realidad, muchas más partes de nuestro cerebro son como
espejos de lo que ven en el exterior, y se activan como si nosotros mismos
fuéramos protagonistas de la situación observada. Ya he mencionado en otra
ocasión, por ejemplo, cómo la amígdala y otras partes del cerebro
emocional se activan en cuanto vemos a alguien expresando una emoción.
Este es un hallazgo que se ha repetido consistentemente, y que
probablemente tenga que ver con sentir lo mismo que sienten los demás, no
con imitar sus acciones y movimientos. Es decir, estaría relacionado con la
empatía o teoría de la mente. Pero se produce rápidamente y sin necesidad
de pasar por la consciencia ni por las neuronas motoras. Lo mismo
podríamos decir de las reacciones de nuestras pupilas a los cambios de
diámetro de las de los demás. Igualmente, cuando vemos a alguien realizar
una acción sobre un objeto, también se activan nuestras cortezas visuales de
asociación. Ya he comentado que esto podría servir simplemente para
interpretar la acción observada, y de hecho normalmente se produce en
regiones de la corteza visual que procesan los movimientos. También cabe
la posibilidad de que representen cómo veríamos esos movimientos si los
hiciéramos nosotros mismos. En definitiva, muchas partes de nuestro
cerebro, más allá de las tradicionales neuronas espejo, se activan cuando
vemos a los demás realizar acciones. Casi podríamos decir que todo el
cerebro humano es un espejo. Es lo que tiene ser tan social.
NUESTRA SINGULARIDAD
NUESTRA POLARIZACIÓN
Desde luego, si hay una forma universal de ver y organizar el mundo para el
cerebro humano, esta es la división entre ellos y nosotros, basada
probablemente en su evolución a lo largo de milenios en medios que han
sido adversos y peligrosos, donde los recursos eran escasos y los miembros
de otros grupos podían quitárnoslos y, por tanto, amenazar nuestra
existencia. La gente o es de nuestro grupo o es del enemigo. Se trata,
además, de un pensamiento dicotómico, binario, de todo o nada o, como se
suele denominar también, de blanco o negro. Una forma rígida de pensar.
Las cosas o son blancas o son negras; no caben escalas intermedias, no hay
grises, no hay colores. Esto, por supuesto, es totalmente falso, la realidad no
es así; pero la tendencia al pensamiento polarizado dicotómico es universal.
Especialmente en los relatos mitológicos y fantásticos, que son
precisamente los que mayor protagonismo tienen en la historia y el presente
de la humanidad. Nuestra relación con los demás está en gran parte
determinada y condicionada por el pensamiento binario o dicotómico.
Precisamente, este tipo de pensamiento se alimenta en y de los grupos.
Dentro de un grupo, por ejemplo, se establece si algo es blanco o es negro.
La idea no solo se mantiene, sino que se alimenta y cobra fuerza gracias a
sus miembros, que se refuerzan unos a otros. Por ejemplo, magnificando los
sesgos que sean necesarios para defender la decisión tomada respecto a
posibles evidencias que la contradigan o respecto a lo que piensan los otros.
Muchas veces, el propio grupo se montó precisamente alrededor de una
idea, de una creencia que sería la razón de ser para su existencia.
Este pensamiento dicotómico tiene la culpa de la mayoría de los males
de nuestro mundo. Somos muy inteligentes, sí, pero el pensamiento de todo
o nada o de blanco o negro nos impide beneficiarnos de ello. No nos
permite vivir en armonía, remando todos juntos en la misma dirección, por
el bien de todos, por el bienestar de la especie humana. Siempre habrá un
ellos que no somos nosotros y que impedirá, con su equivocada visión del
mundo, que lleguemos todos juntos a buen puerto. A los otros hay que
apartarlos, o neutralizarlos si es necesario. Pensar de manera binaria ha
dado lugar a numerosos prejuicios a lo largo de la historia de la humanidad.
El racismo o el machismo son algunos de sus principales ejemplos. Lo
curioso es que, además, el pensamiento dicotómico se alimenta de los
mismos males que ocasiona. La pobreza, la división social, la educación
deficiente o la crispación social y el estrés son factores que parecen agravar
y potenciar este tipo de pensamiento. Es como un pez que se muerde la
cola. Las teorías de la conspiración son consecuencia de esta forma de
pensar y, como hemos visto, se potencian durante situaciones de estrés,
como cuando algo amenaza nuestras vidas. Hay autores que consideran que
el pensamiento dicotómico está también en la base de diversos trastornos
mentales. Así, los delirios y las paranoias propias de la psicosis, o la mala
autoestima propia de los estados de depresión, no serían sino ejemplos de
esta forma tan categórica de pensar.
Si, como parece, pensar de manera binaria o rígida está en el origen de
muchos de los males de la humanidad —la mayoría de los cuales serían, por
otra parte, evitables—, tenemos la obligación, como especie, de conocer de
manera exhaustiva, analizar y controlar los factores que originan, mantienen
y fomentan este tipo de pensamiento. Por el bien de todos. La ciencia está
haciendo grandes esfuerzos al respecto, pero necesitaremos del interés y la
participación de todos. Si lo conseguimos, lo que no parece fácil, realmente
demostraríamos ser una especie muy inteligente.
De momento, la psicología social va encontrando algunas formas de
controlar el pensamiento dicotómico. Por ejemplo, y según parece, si
queremos desmontar una opinión radical, lo mejor que podemos hacer es
empezar por validar esa opinión. Así, si a quien piensa de una manera
extrema y radicalmente opuesta a nuestra visión de las cosas le decimos que
lleva razón, que su postura es correcta, admisible, o que parece cierta,
empezaremos a desarmarle ante lo que podamos decirle a continuación.
Incluso aunque sea la idea contraria. Podemos, por ejemplo, admitir que la
inmigración es un problema serio que ocasiona muchos conflictos de orden
público y, a continuación, enumerar sus posibles beneficios y formas de
controlar sus posibles inconvenientes. Un mensaje con dos caras opuestas
es más efectivo que si solo tiene una, la contraria a la que queremos
cambiar. Atacamos un pensamiento dicotómico con un pensamiento en el
que los dos extremos son admisibles. La realidad sería negra y, a la vez,
blanca; es decir, aparecerían los diversos tonos de gris que antes no éramos
capaces de apreciar.
Pero aún queda mucho trabajo por hacer. Uno de los peores males del
mundo occidental actual, según numerosos analistas —y que se debe al
pensamiento dicotómico—, es la división política radical entre las
izquierdas y las derechas o entre demócratas y republicanos en Estados
Unidos; liberales y conservadores, en general. El panorama está
actualmente muy polarizado entre ambas visiones del mundo. Es algo que
viene sucediendo en los últimos años, y se ha convertido en protagonista del
complicado momento político actual. Si en épocas pasadas ambas visiones
podían coincidir en algunas opciones y decisiones, e incluso colaboraban
cuando se consideraba necesario y pertinente, actualmente cualquier
entendimiento parece perdido. Y lo peor de todo es que las orientaciones
políticas han secuestrado el razonamiento, que queda ofuscado y retorcido,
al servicio del grupo político de turno. Esto era antes más propio de las
religiones o de las posturas racistas, por ejemplo; pero actualmente es la
situación predominante en política.
En particular, diversos estudios muestran que la postura política ofusca
el razonamiento con el objetivo de que este dé la razón a ideas previas
propias del grupo al que pertenecemos. Así, por ejemplo, ante unos datos
acerca de la cantidad de delitos ocurridos en varias ciudades y el número de
inmigrantes existentes en las mismas, un conservador puede destacar que
cuantos más inmigrantes hay, más delitos se producen, sin tener en cuenta
que el número de habitantes no inmigrantes también es mayor. Por tanto, las
conclusiones previas de su ideología política le han hecho analizar los datos
de una manera específica que ratifica esas conclusiones. Y si modificamos
los datos, de manera que el porcentaje de inmigrantes correlacione con el de
delitos anuales, un liberal o progresista tenderá a destacar que hay más
delitos simplemente donde hay más gente, ignorando esos porcentajes, esas
cantidades relativas que podrían indicar cierta relación entre inmigración y
delincuencia. Es algo parecido al sesgo de confirmación, aunque no lo es
exactamente. Algunos autores lo denominan el sesgo de mi lado. Se trata de
retorcer los datos para que se ajusten a lo que yo defiendo, a lo que mi
grupo piensa. Y lo curioso es que en este tipo de errores incurren incluso
personas con conocimientos de matemáticas y estadística. Cuando los datos
numéricos son exactamente los mismos, pero no se refieren a ningún tema
de relevancia política (por ejemplo, averías de lavadoras por marcas), los
errores desaparecen en ambos bandos y la realidad se ve más clara. Los
sesgos, una vez más, vuelven a contribuir a construir narrativas que no solo
dejan mucho que desear, sino que pueden hacernos mucho daño.
Los grupos políticos ya no serían conjuntos que defienden unas
ideologías coherentes, sino auténticas tribus socioculturales que se
mantendrían por su fe en su propia superioridad moral y por su desprecio
hacia los demás. Sería algo parecido a lo que hacen las sectas. Y lo peor es
que estas actitudes calan en la sociedad, que se adscriben a una u otra
ideología y, desde su ámbito y su circunstancia, se alinean en la batalla por
llevar la razón sobre la base de argumentos y razonamientos distorsionados.
Mal asunto para una especie tan lista. Dentro del marco político también se
observa una curiosa aberración, que llaman racionalidad perversa, según la
cual el razonamiento se retuerce con el principal objetivo de que los
miembros de mi grupo me valoren. Ya no se trata de razonar para
comprender la realidad, sea de forma sesgada o no, sino para potenciar
nuestra imagen. Y cuanto más retorcido pero alineado con lo que son las
visiones de mi grupo político, mucho mejor. De esta manera, las creencias
más estrafalarias suelen ser las que otorgan más identidad. Si mi grupo
piensa que el grupo contrario es el demonio, puedo llegar a asegurar que sus
miembros son pederastas o adoradores satánicos a partir de información
incompleta, ambigua e incluso —con frecuencia— manifiestamente falsa.
Dentro de este contexto social, los motivos que se representan en el arte son
muy variados y complejos. En general, parece haber consenso en que lo que
se representa suele tener que ver con inquietudes del ser humano. Así,
muchas de las representaciones del arte rupestre prehistórico se han querido
interpretar como manifestaciones de ritos religiosos, particularmente
chamánicos. Algunas de las figuras geométricas y otros trazos realizados
hace decenas de miles de años podrían representar lo que un chamán veía
bajo estados alterados de consciencia. Por otra parte, ha habido autores que
han propuesto que el arte prehistórico es fruto de pandillas de adolescentes
que se internaban en los peligros de la cueva y dejaban allí su huella, su
marca. Por eso, un motivo muy recurrente son las improntas de las manos.
El arte del Paleolítico podría ser una especie de grafiti del pasado.
Cuando se ha indagado sobre qué hace atractiva una obra de arte
pictórico, se han encontrado ciertos patrones que parecen universales. Así,
un paisaje con cielo azul, un horizonte con hierba verde y algo de agua (un
río o un lago) son muy atractivos para nuestro cerebro. El atractivo es aún
mayor si aparecen animales comestibles y, también, si se representa algún
ser humano. El gusto por este tipo de motivos artísticos se da en
prácticamente todas las culturas estudiadas, y parece que tiene que ver con
lo que nuestra especie necesita para una vida confortable: buen tiempo,
alimento, agua y otros seres humanos. Nos encanta ver representado un
buen lugar para vivir. Nos produce placer. Asimismo, por ser muy sociales,
nos encanta ver otras personas. Esto también hace atractivos los retratos. Y
los bodegones nos atraerían, igualmente —y entre otras cosas—, por
contener alimentos.
Pero los motivos que aparecen representados en el arte no lo serían todo.
Yo puedo dibujar un paisaje con todos los elementos necesarios para
hacerlo atractivo, pero no dar con la tecla que haga que realmente mi obra
sea valorada. Puedo dibujar un bodegón, o un retrato, y que no le guste a
nadie. El arte necesita de algo más para tener éxito. Para varios autores,
entre los que se encuentran los neurólogos Semir Zeki y Vilayanur S.
Ramachandran, el arte tiene éxito y resulta atractivo en tanto explota y pone
a prueba los principios perceptivos del cerebro, como la abstracción o la
constancia (entender, por ejemplo, que una naranja no cambia de color,
aunque lo parezca, cuando hay menos luz en la habitación). En esta línea,
Ramachandran ha concretado varias leyes de la experiencia artística,
especialmente aplicables al arte pictórico, que harían que este fuera una
fuente de placer. Y lo cierto es que se adaptan muy bien a lo que ocurre
cuando contemplamos una obra de arte.
Una de estas leyes dice que es muy atractivo exagerar determinados
atributos de un objeto, y que esto nos haría reaccionar con más fuerza ante
una representación así. Una caricatura estaría explotando esta ley, al igual
que figuras desnudas en las que los atributos sexuales se representan
exagerados, como en las venus prehistóricas. Lo curioso es que este tipo de
reacciones más intensas a representaciones exageradas de ciertos atributos
se han visto también en otros mamíferos, como las ratas. Otra ley dice que,
si en la representación se destaca uno solo de los parámetros visuales, como
la forma, el color o el movimiento, sentiremos más placer porque toda
nuestra atención se puede concentrar en ese aspecto. Y es cierto que muchas
obras de arte, ya desde el Paleolítico, son representaciones en las que se
omiten ciertos parámetros, constituyéndose en meros esquemas o siluetas
de los objetos pretendidamente representados.
También nos resultan atractivas las obras en las que la realidad no es tan
evidente a primera vista, donde, por ejemplo, agrupando algunos elementos
de la representación podemos descubrir una figura relativamente oculta.
Esto sería parecido a lo que ocurriría cuando la vegetación cubre
parcialmente a una presa o un predador, y descubrirlo nos produce un
impacto importante. Forma parte de algunos de los mecanismos necesarios
para nuestra supervivencia en un medio natural, nuestro medio ancestral, y
parece ser que el arte pone a prueba muchos de estos mecanismos. De
hecho, la resolución de problemas perceptivos es gratificante. Es decir, si la
percepción implica cierto esfuerzo, un cierto problema que se debe resolver,
también sentiremos placer. Es lo que explicaría que muchas obras de arte
sean ambiguas en cuanto a su interpretación, es decir, que necesiten que
nuestro cerebro ponga de su parte respecto a qué ocurre en la situación
representada. La Mona Lisa del maestro Da Vinci, ¿está sonriendo o
sufriendo en silencio? Por otra parte, si nos fijamos, en el arte las
representaciones suelen ser genéricas. No son necesariamente fotografías
precisas de un objeto o paisaje, sino que con frecuencia se trata de figuras
no del todo definidas, con contornos imprecisos o vistas desde una
perspectiva que podríamos considerar general. Es raro ver un retrato de
alguien representado exactamente de frente o totalmente de perfil. Muchas
veces, la ambigüedad en el significado de lo que se quiere transmitir hace
que sean muy atractivas las metáforas, algo que es muy frecuente en el arte
literario. Estas sirven para destacar algunos aspectos de lo representado que
no se ven a simple vista, obviando lo superficial y profundizando en
características que remiten a realidades muchas veces ocultas.
Hay algunos patrones visuales que, sin duda, son universales; aparecen
en infinidad de culturas y su expansión es una prueba de su éxito. Son
atractivos porque hacen trabajar al sistema visual. Por ejemplo, los patrones
repetitivos, ordenados, rítmicos son muy atrayentes. Es algo que
constatamos en las filigranas ornamentales de multitud de objetos de
numerosas sociedades humanas. Y lo vemos también, por ejemplo, en las
alfombras y bordados de objetos textiles de todo el mundo, que muestran
este tipo de patrones probablemente desde épocas prehistóricas. En la
misma línea, otra propiedad de los estímulos visuales resulta
tremendamente atractiva: la simetría. En la naturaleza, muchos objetos son
simétricos: las hojas, los árboles, los frutos, los animales, las personas. Así,
la simetría sería atractiva porque, por un lado, nos ayuda a detectar objetos
en el ambiente. Por otro, también porque es un signo de belleza, dado que
resulta un indicador de buena salud y constitución genética. Es algo que se
pone a prueba especialmente a la hora de elegir pareja. Diversos estudios
muestran cómo, entre los humanos, los más resistentes a infecciones por
parásitos y que, por tanto, no las han sufrido durante su gestación, muestran
caras y cuerpos más simétricos.
Todas estas leyes, principios y propiedades que hacen atractivo y
placentero al arte creo que se podrían resumir en una idea: el arte nos atrae
más cuanto más supere a la realidad. Esta en sí, tal cual es, puede que no
sea tan atractiva, pero empieza a resultarlo en cuanto exageramos alguna
parte de la misma, cuando descubrimos y destacamos elementos y rasgos
sutiles. Esta sería una de las razones por las que nos atraen tanto las
narrativas artísticas. Hay que entender también que esto es así porque el arte
estaría explotando principios perceptivos que son necesarios para nuestra
supervivencia; para detectar predadores, presas, frutos, alimentos,
compañeros, parejas.
LA COGNICIÓN CORPÓREA
Otra respuesta a por qué los chimpancés no tienen arte, o por qué los
neandertales no producían arte con la complejidad de los Homo sapiens, es
que nosotros tenemos un tipo de mente radicalmente diferente. Como ya he
mencionado anteriormente, la idea es que entre nosotros y todos los demás
seres vivos, incluidos los neandertales, habría un Rubicón mental. A esta
mente sapiens algunos la llaman mente simbólica, y ya he hablado de ella.
Especialmente desde la tradición arqueológica académica, se ha dicho que
el cerebro humano actual es simbólico y que gracias a ello existen el arte, el
lenguaje y la religión. En la versión más extrema de esta perspectiva, esas
tres características de nuestra especie podrían haber eclosionado, todas
juntas y a la vez, hace incluso menos de 50.000 años. Sin embargo, lo cierto
es que hay evidencia que indica que el arte, el lenguaje y las ideas religiosas
podrían haber aparecido más bien independientemente unas de otras, y
haberlo hecho paulatina y gradualmente ya desde antes de la aparición de
nuestra propia especie. El surgimiento gradual del arte, como el del
lenguaje o la religión, podría encajar mejor con visiones más actuales sobre
la evolución y la cognición humanas.
En el momento actual habría dos visiones acerca de cómo podríamos
definir la cognición humana: o es simbólica o es corpórea. La primera viene
a decir que nuestro conocimiento se representa de una forma amodal, es
decir, muy alejada de lo que podemos ver, oír, tocar, oler o gustar. Sería un
formato arbitrario, sin relación ni semejanza alguna con el mundo exterior.
Esta sería una representación simbólica. Según esta visión, los sistemas de
interacción con la realidad (con los que percibimos y nos movemos)
contactarían en última instancia con estas representaciones simbólicas, con
las cuales también conectaría nuestro lenguaje. Es decir, que cuando oigo la
palabra barco entiendo lo que significa porque accedo a esa representación
amodal, que sería la misma a la que accedería cuando veo un barco o
cuando escucho su característico silbato. No queda claro, sin embargo, por
qué almacenar el conocimiento de esta manera tuvo que llevarnos
necesariamente a generar arte, religiones o a tener lenguaje, y mucho menos
todo de una vez.
La de la cognición corpórea es quizá una visión más parsimoniosa, más
de acuerdo con un ser natural que evoluciona de manera gradual a partir de
diseños que compartimos con otros seres vivos. Dice esta perspectiva que
nuestro conocimiento se asienta directamente en los sistemas con los que
interactuamos con la realidad del mundo. No necesitamos nada más.
Nuestras experiencias sensoriomotoras, visuales, auditivas, olfativas y
gustativas serían todo lo que tenemos en cuanto a conocimiento, y el nuevo
conocimiento se formaría a partir de combinar o reconsiderar el adquirido
directamente mediante nuestras experiencias con el mundo exterior. No se
necesitan formatos extraños o amodales. El lenguaje accedería directamente
a estas representaciones basadas en nuestras experiencias sin necesidad de
intermediarios. Aquí nos viene bien refrescar dos cosas que ya sabemos. Por
un lado, que el cerebro, fundamentalmente la corteza, se puede dividir, de
manera simplificada, en dos grandes mundos: el de la acción, en los lóbulos
frontales, y el de la percepción, en los lóbulos parietal, occipital y temporal.
Es como si el cerebro ya se organizara sin necesidad de un tercer formato
extraño, lo simbólico; lo que hay está ahí precisamente para interactuar con
el mundo. Por otro, que en cada uno de estos dos mundos cerebrales hay
diferentes niveles de abstracción. Es decir, y esto es algo que ocurre en las
áreas de asociación, la información se almacena de manera cada vez más
abstracta y alejada de lo concreto a medida que nos alejamos de las áreas
primarias. Es verdad que esto podría parecerse al formato amodal de la
perspectiva simbólica, pero no necesariamente. En esta perspectiva
corpórea lo que se quiere destacar es que, por muy abstracta que sea la
información que maneja nuestro pensamiento, siempre estará relacionada
con cómo integramos, organizamos y coordinamos el conocimiento tal cual
lo obtenemos de la relación de nuestro cuerpo con el mundo. Dicho de una
forma un tanto figurada, pero en gran parte realista, podríamos decir que
pensamos con el cuerpo.
En realidad, para tener arte no necesitamos mente simbólica. Ya hemos
visto que este puede existir simplemente por el placer que nos produce
contemplarlo. Un placer similar se produce cuando dibujamos, pues los
movimientos que efectuamos pueden ser muy placenteros. Basta con ver
algo que hacemos con frecuencia cuando nos aburrimos: dibujitos o
filigranas, garabatos. Esto es así porque hacerlos nos produce algún tipo de
satisfacción. Si otras especies de primates no muestran este comportamiento
es probablemente porque sus sistemas perceptivos no son exactamente
iguales, aunque sean muy parecidos, y porque sus sistemas motores
muestran significativas diferencias. De hecho, el sistema para la motricidad
fina, el llamado sistema corticoespinal, está hiperdesarrollado en nuestro
sistema nervioso.
No obstante, en páginas anteriores ya comenté que podemos entender
por mente simbólica aquella que es proclive a la creación de realidades
cuya existencia no es real: la mente mitológica y creadora de realidades
fabulosas a las que da carta de naturaleza y alrededor de la cuales rige su
vida. Entonces sí es admisible que podamos decir que la mente humana es
simbólica, pues esa realidad se suele representar mediante símbolos, como
banderas, nombres o himnos. Las religiones, de hecho, formarían parte de
este tipo de pensamiento de manera intrínseca. Pero estas serían
independientes del arte, que podría haber surgido por otras razones, por más
que eventualmente se haya puesto al servicio de la mitología y el
pensamiento fabuloso. El lenguaje, por su parte, no tiene nada que ver ni
con el arte ni con las creencias religiosas, aunque se pueda utilizar para
hacer aquel o para transmitir y definir estas. Pero esta visión de la mente
simbólica no tiene por qué asumir que esta es radical y cualitativamente
diferente de la de los homininos que nos precedieron, o de la de aquellos
con los que convivimos un tiempo, como los neandertales. Podría ser
incluso fruto de una evolución cultural. La idea tradicional de la mente
simbólica como algo de aparición reciente, totalmente sin precedentes y sin
parangón en el reino animal, y que además ha dado origen al arte, la
religión y el lenguaje, es algo que no solo no encaja con lo que sabemos
acerca de los mecanismos de la evolución, sino que probablemente sea una
narrativa que nos hemos contado para sentirnos superiores y distintos de
todo. Unos seres únicos para los que parece que la selección natural no ha
funcionado como para los demás. Una narrativa un tanto egocéntrica,
probablemente derivada de tiempos pasados en los que estábamos
convencidos de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios.
Esta narrativa, sin embargo, aún tiene muchos adeptos en el mundo
académico, aunque sea de manera velada. Es, de hecho, una de las razones
por las que a diversos autores les cuesta admitir muchas de las similitudes
que el neandertal parece tener con nosotros. A medida que pasa el tiempo,
sin embargo, las evidencias arqueológicas en este sentido son cada vez más
numerosas. A pesar de ello, no es fácil bajarnos del pedestal de especie más
lista del planeta al que nos hemos aupado; no parece que queramos
compartir el primer premio con nadie.
Hace unas líneas he dicho que la visión corpórea de nuestra cognición nos
permite aseverar que pensamos con el cuerpo, siquiera sea como una
metáfora —y en gran parte podría decirse que es así—. Pensamos con áreas
de la corteza cerebral que están fundamentalmente destinadas a regir las
interacciones de nuestro cuerpo con el mundo exterior. En otras partes de
este libro he comentado, también, cómo nuestras sensaciones viscerales
tienen mucho que ver con nuestras decisiones. La información que nos llega
del cuerpo es tenida en cuenta para decidir si algo lo queremos o, por el
contrario, lo despreciamos.
Pero la importancia del cuerpo en lo que ocurre en nuestro cerebro va
mucho más allá de recibir una serie de mensajes sobre su estado. Fuera de
nuestra cabeza contamos con todo un sistema nervioso, relativamente
independiente, y al que se ha llegado a denominar como nuestro segundo
cerebro. Es el conocido como sistema nervioso entérico, un conjunto de
neuronas y ganglios nerviosos que se sitúa en nuestro sistema digestivo.
Consta de unos 500 millones de neuronas, cinco veces más de las que
tenemos en nuestra médula espinal, aunque quizá algo lejos de los 86.000
millones del cerebro. En cualquier caso, es un número muy respetable, y
algunos expertos se han planteado si será capaz de tener o generar
experiencias conscientes propias.
Es curiosa la importancia del sistema digestivo, del sistema
gastrointestinal, visto que tenemos todo un cerebro destinado a regular su
motilidad y sus secreciones, a estar siempre alerta para que todo funcione
bien y no falte ningún ingrediente relevante. De unos años a esta parte, esta
relevancia se va desvelando poco a poco, muchas veces con gran sorpresa.
Precisamente, una de las grandes revelaciones de la ciencia más reciente es
el papel de la flora intestinal en nuestra salud, tanto física como mental. La
flora intestinal o microbiota son microorganismos, principalmente bacterias,
de los que cada persona tenemos unos cien billones, aunque repartidos en
mil especies. Su cantidad es tal que en conjunto pesa unos dos kilos. Ahí es
nada. De todos esos microorganismos, un tercio es compartido por todos los
seres humanos; pero el resto es individual, procedente de nuestro entorno
particular y nuestra dieta. De nuestra familia, de nuestra sociedad, de
nuestro lugar de origen, de donde vivimos. Sería como nuestra huella de
identidad, personal e intransferible. La importancia de esta microbiota es tal
que su equilibrio y composición afecta a diversos procesos cognitivos,
como la memoria y el aprendizaje, o a la sociabilidad, ya que aparece muy
alterada en el autismo. Su alteración, de hecho, parece tener consecuencias
para diversas patologías como el párkinson, la enfermedad de Alzheimer, la
obesidad, las adicciones o la depresión. En esta última su impacto es
importante, porque, entre otras cosas, afecta a la producción de serotonina
cerebral, cuyos niveles suelen estar disminuidos en la depresión. En
general, las bacterias intestinales contribuyen a la síntesis de este y otros
neurotransmisores, como la noradrenalina, la dopamina y la acetilcolina. De
ahí la influencia tan decisiva de la microbiota en el cerebro. Su correcto
equilibrio, además, ayuda a prevenir inflamaciones del sistema nervioso,
pues supone una primera barrera del sistema inmunitario y ayuda a mejorar
la función de este. No es de extrañar, por tanto, que haya todo un sistema
nervioso dedicado a monitorizar lo que ocurre en nuestro sistema digestivo.
Este sistema nervioso entérico es bastante autónomo e independiente,
pues puede cumplir muchas de sus funciones por sí solo. Pero no está
aislado. La influencia de la flora intestinal en el cerebro se produce
precisamente porque el sistema entérico se comunica con este a través del
denominado sistema nervioso autónomo, que ya conocemos, pues entre
otras cosas regula el tamaño de las pupilas y el trabajo de nuestros órganos
y vísceras. Y es que, junto a estos, y no solo en el sistema digestivo,
podemos ver conjuntos de neuronas que regulan su funcionamiento y que
también informan al cerebro en todo momento de su estado. Realmente,
tenemos muchas neuronas por nuestro cuerpo. Si las sensaciones que vienen
de este, de nuestras vísceras, son determinantes para definir nuestros
estados emocionales y tomar nuestras decisiones, lo son precisamente
gracias a la mediación del sistema nervioso autónomo. En la medida en que
la mente depende de la actividad de las neuronas, está claro que el cuerpo
tiene un papel fundamental. Y es que en él podemos hallar también buena
parte de nuestra memoria emocional.
16
LOS AVANCES CIENTÍFICOS
INTERVENCIONES EN EL PENSAMIENTO
LA ARQUEOLOGÍA COGNITIVA
Ser tan listos no puede ser en balde. No es posible que tengamos un órgano,
el cerebro, que es una maravilla de la evolución, que consume tanta energía
y que es tan grande que nos fuerza a nacer antes de tiempo (o no cabríamos
por el canal del parto) para nada: para cometer errores, para creer en
mentiras, para sufrir innecesariamente viviendo guerras que él mismo ha
provocado. Algo no cuadra. O sí. La verdad hay que asumirla, nos guste o
no. Los hechos no tienen por qué ser como a nosotros nos gustaría.
Pero la verdad no tiene por qué ser tan tozuda, ni inamovible, ni
inadmisible. Conocer una verdad que no nos gusta es el primer paso para
cambiarla. Creo que por aquí podemos empezar a entender que ser tan listos
puede sernos de gran utilidad. Nos sirve, entre otras cosas, para entendernos
a nosotros mismos; a toda la humanidad. Y no es poco, pues no hay muchas
cosas tan complejas e impredecibles como el comportamiento humano. Ser
tan listos nos puede servir para conocer las verdaderas razones de nuestras
contradicciones como especie y como individuos. Nuestras miserias; pero
también nuestras glorias. Conocernos mejor nos hará ser mejores si así lo
queremos.
La ciencia es en esto nuestro mejor valor, nuestro mayor aliado. Aunque
no nos guste lo que tienen que decirnos sobre nosotros mismos, las
narrativas científicas tienen la ventaja de señalar las que posiblemente sean
las verdaderas causas de un problema y, por tanto, dar una ventaja
considerable a la hora de corregirlo. Identificando los factores que rigen
nuestro comportamiento, y descubriendo que todos ellos pertenecen a este
mundo, será en nuestra naturaleza y en lo que nos rodea donde podremos
encontrar lo que necesitamos para conseguir alcanzar el bienestar. El de
todos. De nuevo, si así lo queremos.
Contra las narrativas tradicionales, la ciencia ha ido poniendo en su sitio
a nuestra especie, hasta hace poco convencida de su papel preponderante en
el planeta y en el universo, y, por tanto, poderosa y dueña de todo lo que la
rodea. En este sentido, se suele decir que ha habido tres revoluciones
científicas destacables que han llevado a comprender, y a admitir, nuestro
verdadero lugar en el mundo y en la naturaleza. La primera de ellas la
provocó el astrónomo Nicolás Copérnico, quien a principios del siglo XVI
dio a conocer su modelo heliocéntrico. Contra la idea clásica de que el
universo entero gira alrededor de nuestro planeta, es decir, de nosotros,
Copérnico descubrió, mediante cálculos matemáticos precisos, que las
observaciones del movimiento de los astros que nos rodean se explicaban
mejor si poníamos al Sol en el centro. Con ello, el sistema solar y, con él,
nuestro planeta, se conformaban como los conocemos ahora. Esta visión ya
tuvo precedentes en la Grecia Antigua, de la mano de Aristarco de Samos.
Efectivamente, la historia de la humanidad ha conllevado avances y pasos
hacia atrás. El esplendor de la Grecia Antigua se perdió en la oscuridad de
un largo periodo que no terminó hasta pasados muchos siglos. Esperemos
que la situación actual sea muy diferente. No solo por el tremendo volumen
de conocimientos científicos ya alcanzados, sino por la fácil accesibilidad
de estos para todo el mundo y por los altos niveles de educación y
alfabetización de la población mundial, sin precedentes en toda la historia
de la humanidad. No obstante, nunca hay que dar nada por hecho. La
especie humana, recordemos, es muy impredecible.
La segunda revolución científica que afectó de lleno a la concepción de
nosotros mismos vino de la mano del naturalista inglés Charles Darwin,
quien en 1859 publicó El origen de las especies. Con este libro dio a
conocer al mundo su teoría respecto a cómo la naturaleza y el contexto
seleccionan aquellos rasgos que permiten a sus portadores sobrevivir y,
especialmente, reproducirse. De hecho, esto último es muy importante, pues
si vives cien años, pero no te reproduces, tus genes no irán a ninguna parte.
A este mecanismo lo llamó selección natural, algo parecido a lo que han
hecho intencionadamente los criadores de perros durante siglos, pero
producido de manera natural y sin intenciones por el medio que nos rodea.
Por si cabían dudas acerca de si este mecanismo se aplica también a nuestra
especie, Darwin publicó en 1871 El origen del hombre, donde estudia
diversos mecanismos evolutivos que nos atañen específicamente a nosotros.
Con la aportación de Darwin quedó en evidencia que no somos una especie
originada aparte, sino que somos fruto de los mismos principios que han
dado lugar a las demás especies. Dejamos de ser seres divinos para
convertirnos en seres naturales. Unos primates con un alto grado de
socialización.
La tercera revolución es la que está teniendo lugar en nuestros días, ante
nuestros propios ojos. Tiene que ver con el hecho de que somos listos, muy
listos; los más listos del planeta. Pero, también, con el de que esta
afirmación tiene sus matices. Que no siempre somos tan listos o que no
siempre lo parecemos ni sabemos demostrarlo. Que no sacamos todo el
provecho que podríamos a tanta potencial inteligencia. Y no lo hacemos
porque nos es más cómodo trabajar al ralentí, a medio gas. Si con eso
vamos sobreviviendo la mayoría de las veces, para qué queremos
esforzarnos más. A este modo de proceder lo llaman pensar con el sistema
1. Es esta una situación en la que somos proclives a muchos de los mayores
y más sonados fallos de nuestro razonamiento. Aparecerán un sinnúmero de
sesgos o falacias del razonamiento, de manera que creeremos estar
razonando adecuadamente y, sin embargo, estaremos cometiendo serios
errores. Prejuicios, asociaciones libres, idealizaciones, ceguera a ciertas
evidencias, exageración del valor de otras o exceso de confianza —en
nosotros mismos o en los demás— son solo algunos de esos errores de los
que ni tan siquiera nos solemos percatar. En general, nuestra inteligencia no
muestra todo su potencial porque en nuestro cerebro domina lo que se
conoce como el intérprete: buscamos explicarlo todo, sí, pero nos
conformamos con explicaciones apenas suficientes, parciales e incompletas,
muchas veces manifiestamente falsas. Basta con que parezcan aceptables, y
lo serán especialmente si son compartidas por los demás miembros del
grupo, por muy mágicas y contraintuitivas que puedan parecer.
Cuando el intérprete, o el cerebro —tanto da—, encuentra una
explicación aparentemente satisfactoria, sin comprobar si es cierta o no, se
da un premio, una sensación de triunfo, una impresión agradable. Y es que
los afectos, las emociones, están ahí, inexorablemente omnipresentes. Para
muchos, inseparables de todo proceso de razonamiento. Las emociones son
una buena compañía, pero hay que saber extraer sus posibles ventajas sin
dejarse llevar por sus inconvenientes. Como animales que somos, estamos
presos de un sino inapelable: queremos experimentar sensaciones
agradables y evitar las desagradables. A toda costa. Nuestra gran
inteligencia es esclava de nuestras emociones. He aquí un posible peligro: si
mediante atajos y con menos esfuerzos podemos obtener sentimientos
agradables, ya estará el trabajo hecho. Frente a esto, la verdad estará
siempre en un segundo plano. Con las emociones tenemos además una vía
de entrada al ruido, a la variabilidad en los procesos de razonamiento y
toma de decisiones debida a circunstancias normalmente espurias. A que
tomemos decisiones, a veces muy importantes, dependiendo de con qué pie
nos levantemos ese día.
La tercera revolución científica sobre nuestra naturaleza nos indica
además que somos proclives a vivir en mundos y circunstancias que no son
sino realidades inventadas, fruto de nuestra imaginación y creatividad.
Mundos imaginarios, a veces mágicos. Son consecuencia de nuestra
mentalidad mitológica, de nuestra tendencia a vivir en la ficción, en el como
si. Como si fuera verdad. Pero no lo es; o lo es, pero no como pretendemos
que lo sea. Una corporación no está ahí fuera, sino tan solo aquí dentro;
dentro de nuestras cabezas. Estas realidades irreales existen probablemente
gracias a que por lo general pensamos en el modo del sistema 1. Solo un
sistema como este, una forma de pensar un tanto superficial e incompleta,
admitiría realidades inventadas y permitiría la tremenda influencia que estas
tienen en nuestras vidas. Si solo existiera el sistema 2, tan crítico y
exhaustivo, habríamos visto con claridad meridiana las contradicciones e
inconsistencias de estas mitologías y ficciones; no las hubiéramos permitido
ni aceptado. Lo curioso, lo paradójico del ser humano, es que, si bien
prefiere pensar de una manera incompleta y un tanto superficial porque se
ahorra mucho trabajo y esfuerzo, una vez que llega a una determinación la
defenderá con uñas y dientes. Es decir, no escatimará esfuerzos por
defenderla. Esto será así especialmente si la idea es compartida con otros
miembros del grupo, si es parte de lo que nos proporciona una identidad
grupal. Los esfuerzos incluirán, si es necesario, pensar en modo sistema 2.
En numerosas ocasiones, sin embargo, esos esfuerzos no serán mentales,
sino físicos. Por increíble que parezca, puede haber lucha, batallas, incluso
muerte. Esa es la historia de nuestra especie.
Como destaca el neurocientífico David Eagleman, parte de esa tercera
revolución también nos está indicando que todo esto ocurre en gran medida
fuera de nuestra consciencia. La consciencia no tiene la capacidad de
decisión y el libre albedrío que siempre hemos creído tener. La consciencia,
además, ni tan siquiera es exclusiva de nuestra especie; la compartimos con
infinidad de animales, a los que ahora se considera seres sintientes. La
consciencia no sería sino el lugar al que llegan nuestras decisiones,
previamente tomadas en privado por un cerebro que es capaz de manejar
una gran cantidad de información en muy poco tiempo. Las prisas, a la
orden del día en un mundo como el social, son precisamente las que hacen
que esas decisiones se tomen la mayor parte del tiempo con el sistema 1.
Solo cuando usamos el sistema 2, cuando nos esforzamos realmente en
nuestros razonamientos, pueden llegar más datos y resultados a nuestra
consciencia. Esta, en fin, no sería sino sinónimo de intensidad y esfuerzo en
el uso de nuestro cerebro.
Ser tan listos nos sirve también para entender a los demás, algo
fundamental para sobrevivir con relativo éxito en una especie tan social
como la nuestra. De hecho, así nació todo: el cerebro humano se hizo
grande para poder entender, adivinar, lo que a los demás les pasa por la
cabeza. Lo que ocurre es que nos lo ponemos muy difícil, porque cada uno
ha construido su propio relato, cuyas claves ni siquiera nosotros mismos
conocemos del todo. Y desde ese relato actuamos. Esto nos hace
tremendamente impredecibles. Y somos impredecibles no solo como
consecuencia de la gran complejidad de nuestro cerebro, sino, como
sostienen algunos autores, como mecanismo para evitar que nuestros rivales
se anticipen a nosotros. El que es capaz de generar las mejores predicciones
de algo que por naturaleza es altamente impredecible gana la batalla.
Pero entender a los demás no solo es necesario para conseguir cosas de
ellos. Existe placer simplemente en la percepción, y mucho más aún en la
comprensión, en el conocimiento. En la sabiduría. Esto también es
consecuencia de nuestra naturaleza social. Así, los más sabios son
normalmente muy apreciados por los demás miembros del grupo. Son una
referencia, una ayuda inestimable, un tesoro de gran valor. Lo bueno que
tiene todo esto es que los mismos mecanismos cerebrales que surgieron
para intentar predecir el comportamiento de una especie altamente
impredecible los podemos usar también para entender las cosas del mundo.
La naturaleza, el universo o la realidad cuántica se presentan así, ante
nosotros, susceptibles de que los estudiemos, los comprendamos y los
dominemos. La mayoría de esos elementos son incluso más predecibles que
nosotros. De esta manera, la propia ciencia que nos ha puesto en nuestro
sitio nos está permitiendo conocer mejor y en profundidad el mundo que
nos rodea.
Un cerebro conformado de esta manera, como el nuestro, es un cerebro
que busca, que se interesa por las cosas. Nuestra curiosidad resulta, así,
insaciable y, además, es la clave de nuestra propia alegría, de nuestras ganas
de vivir y de hacer cosas. Es lo que tiene poseer un cerebro que se
caracteriza por abundar en dopamina; en esto destacamos sobre otras
especies. Muy probablemente sea algo que fue llegando gradualmente, a lo
largo de nuestra evolución. No hay más que ver el desarrollo tecnológico,
tan complejo y elaborado, de especies humanas incluso muy anteriores a la
nuestra. Heidelbergensis o, incluso, el propio erectus / ergaster mostraban
una tecnología sin parangón en el reino animal. Y esto es sin duda
consecuencia de que ya sentían curiosidad: exploraban, investigaban,
experimentaban. Y muy probablemente sentirían satisfacción al hacer estas
cosas.
¿Por qué has leído este libro? Por interés, curiosidad y visión de futuro,
como Armstrong en la Luna. Y por saber. El afán de saber se alimenta a sí
mismo. Nos hace humanos, y también nos da alegría, nos abre a emociones
positivas, a la satisfacción. Ojalá nos abriera también a la bondad. Aunque a
saber qué pueda ser eso: somos humanos, no simples. Pero sería bueno que,
al menos, sintiéramos lo que yo entiendo por bondad con el que es distinto,
con el que no piensa como nosotros ni se parece a nosotros, pues todos
somos miembros del mismo grupo, la especie humana. La más lista del
planeta a pesar de sus meteduras de pata. Ahora que nos vamos conociendo,
creo que podremos conseguirlo. Si así lo queremos.
AGRADECIMIENTOS
PARTE I
PARTE II
Ariely, D., Por qué mentimos... en especial a nosotros mismos, Planeta,
2012.
Arnold, W., Eysenck, H. J., y Meili, R., Diccionario de psicología,
Ediciones Rioduero, 1972.
Bargh, J., ¿Por qué hacemos lo que hacemos? El poder del inconsciente,
Penguin Random House, 2018.
Barrett, L. F., La vida secreta del cerebro. Cómo se construyen las
emociones, Paidós, 2018.
Belloch, A., Sandín, B., y Ramos, F., Manual de psicopatología, 3.ª ed.,
McGraw Hill, 2020.
Damasio, A., Y el cerebro creó al hombre, Destino, 2010.
Dunning, D., «The Dunning-Kruger effect: on being ignorant of one’s own
ignorance», Advances in Experimental Social Psychology, 44 (2011),
pp. 247-296.
Ekman, P., ¿Qué dice ese gesto? Descubre las emociones ocultas tras las
expresiones faciales, RBA, 2003.
Frith, C., Making Up the Mind. How the Brain Creates Our Mental World,
Blackwell Publishing, 2007.
Fuster, J. M., Cerebro y libertad. Los cimientos cerebrales de nuestra
capacidad para elegir, Ariel, 2014.
Gazzaniga, M. S., ¿Quién manda aquí? El libre albedrío y la ciencia del
cerebro, Paidós, 2012.
Gigerenzer, G., Decisiones instintivas. La inteligencia inconsciente, Ariel,
2008.
Kahneman, D., Pensar rápido, pensar despacio, Random House
Mondadori, 2012.
Kahneman, D., Sibony, O., y Sunstein, C. S., Ruido: Un fallo en el juicio
humano, Debate, 2021.
Koch, C., Consciousness. Confessions of a Romantic Reductionist, MIT
Press, 2012.
Marcus, G., Kluge. La azarosa construcción de la mente humana, Ariel,
2010.
Pennycook, G., The New Reflectionism in Cognitive Psychology: Why
Reason Matters, Routledge, 2018.
Popper, K., La lógica de la investigación científica, Routledge, 2002.
Sapolsky, R., Compórtate. La biología que hay detrás de nuestros mejores y
peores comportamientos, Capitán Swing, 2018.
Spence, S. A., The Actor’s Brain. Exploring the Cognitive Neuroscience of
Free Will, Oxford University Press, 2009.
Workman, L., y Reader, W., Evolutionary Psychology. An Introduction, 4.ª
ed., Oxford University Press, 2021.
Zipf, G. K., Human Behavior and the Principle of Least Effort. An
Introduction to Human Ecology, Addison-Wesley Press, 1949.
PARTE III
CONCLUSIÓN
La lectura abre horizontes, iguala oportunidades y construye una sociedad mejor. La propiedad
intelectual es clave en la creación de contenidos culturales porque sostiene el ecosistema de quienes
escriben y de nuestras librerías. Al comprar este ebook estarás contribuyendo a mantener dicho
ecosistema vivo y en crecimiento. En Grupo Planeta agradecemos que nos ayudes a apoyar así la
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