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OASIS DE LA FELICIDAD

PENSAMIENTOS PARA UNA ONTOLOGÍA DEL JUEGO

EUGEN FINK

Traducción de Elsa Cecilia Frost

La visión acerca del gran significado del juego en la estructura de la existencia


humana se va haciendo cada vez mayor - en este nuestro siglo lleno del ruido de
las máquinas - en los espíritus que dirigen la crítica de la cultura, en los iniciadores
de la pedagogía moderna, en los científicos entregados a las disciplinas
antropológicas; tal visión penetra, en asombrosa medida, la conciencia del sí,
literariamente reflexionada, del hombre actual y busca sus pruebas en el interés
apasionado de las masas por el juego y el deporte. El juego es aprobado, cultivado,
como un impulso vital de valor autónomo y rango propio; es entendido como medida
curativa contra los males de la civilización de esta nuestra tecnocracia moderna, es
alabado como fuerza rejuvenecedora, renovadora, en cierto modo, como un
hundirse de nuevo en la originalidad matinal y la creatividad plástica. Con certeza
hubo épocas en la historia del hombre que llevaron, más que la nuestra, el signo del
juego; épocas más alegres, más libres, más jugadas, que conocieron aún más el
ocio y tuvieron trato íntimo con las musas celestiales, pero ninguna otra época ha
tenido más posibilidades y oportunidades objetivas de juego, porque ninguna disfruto
hasta ahora de un aparato vital tan gigantesco. Los campos de juego y los estadios
son planeados por los municipios, las costumbres lúdicas de todos los países y
naciones son reunidas por el tráfico internacional, los juguetes son fabricados
industrialmente en gran escala. Pero sigue abierta la pregunta de si nuestra época
ha alcanzado una comprensión más profunda de la esencia del juego, de si disfruta
de una visión sobre las diversas manifestaciones del juego, de si tiene una
concepción suficiente del sentido óntico del fenómeno lúdico, de si sabe
filosóficamente lo que son el juego y el jugar. Con ello se toca el problema de una
ontología del juego. Lo que se intentará llevar a cabo en las páginas siguientes es
una reflexión sobre el extraño y peculiar carácter óntico del juego humano, dar una
formulación conceptual de los momentos estructurales y una comunicación
provisional del concepto especulativo del juego. Quizá parezca a alguno que se

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trata de un asunto árido y abstracto. Sería preferible percibir de inmediato el hálito
de la flotante ligereza de la vida lúdica, de su plenitud productiva, de su riqueza
fluida y de su inagotable encanto. El ensayo ingeniosos que juega en cierta medida
con el oyente o el lector, que entresaca el mágico sentido oculto de las palabras y
las cosas mediante asombrosos juegos de palabras, parece ser el elemento
estilística medida de un tratado sobre el juego. Pues el hablar e serio acerca del
juego y, más aún, con la tenebrosa seriedad del verbalista y el analista conceptual,
parece a fin de cuentas un vacío contrasentido y un maligno echar a perder el
juego. Es verdad que la filosofía, con Platón, por ejemplo, se atrevió a dar pasos
ligeros, alados, se arriesgó a los grandes pensamientos y meditó sobre el juego en
forma tal que este pensamiento mismo se transformó en un elevado juego del
espíritu. Pero para ello es necesario la sal ática.

El camino de nuestra sencilla y sobria reflexión pasa por tres etapas: 1, la


caracterización provisional del fenómeno lúdico; 2. el análisis estructural del juego; y
3, la pregunta por la relación entre el juego y el ser.

El juego es un fenómeno vital que todos conocemos íntimamente. Todos hemos


jugado alguna vez y podemos hablar sobre ello por experiencia propia. Así, pues,
no se trata de un objeto de investigación que primero hubiera de ser descubierto y
aclarado. El juego es conocido por todos. Cada uno de nosotros conoce el jugar y
una pluralidad de formas de juego, y los conoce a partir del testimonio de la propia
existencia; cada uno de nosotros jugó alguna vez. El conocimiento del juego es algo
más que sólo individual, es un conocimiento común y público. El juego es un hecho
familiar y habitual del mundo social. A veces se vive en el juego, se lo produce, se lo
realiza, se lo conoce como una posibilidad de nuestro propio hacer. Y en ello, el
individuo no se encuentra encerrado y enclaustrado en su individualidad, sino que en
el juego tenemos conciencia del contacto colectivo con el prójimo con una intensidad
especial. Todo juego, aun el juego obstinado del niño solitario, tiene un horizonte
comunitario. Así, pues, el que vivamos en el juego, el que no lo encontremos ante
nosotros como un suceder externo, señala hacia el hombre como “sujeto” del juego.
¿Juega él solo? ¿Acaso no juega también el animal? ¿No crece la ola de la plenitud

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vital en el corazón de toda criatura viva? La investigación biológica nos entrega
descripciones desconcertantes acerca de la conducta animal, que se asemeja en su
tipo de manifestación y en su figura motora expresiva al juego humano. Pero surge
la pregunta crítica de si lo que parece semejante en su imagen externa no es igual
ontomórficamente. No se discute aquí el que pueda fijarse, con todo derecho, un
concepto biológico de la conducta lúdica que muestre al hombre y al animal en su
parentesco animal. Pero con ello no se decide qué modo de ser tiene la conducta
correspondiente, al parecer semejante. Este problema solo quedaría concluso si
antes explicitaran y determinaran antológicamente la constitución óntica del hombre
y el modo de ser del animal. En mi opinión, el juego humano tiene un sentido propio,
genuino, y sólo en metáforas impermisibles, podría hablarse de un juego entre los
animales o entre los dioses de la antigüedad. En última instancia, todo depende de
cómo usemos el término “juego”, que plenitud de ser mentemos con él y qué
alcance y qué transparencia logremos darle al concepto.

Preguntamos por el juego humano. Y con ello preguntamos de inmediato por el


conocimiento cotidiano de este fenómeno. El jugar no sucede sin más en nuestra
vida, a la manera de los procesos vegetativos, es siempre un suceder aclarado
significativamente, una ejecución vivida. Vivimos en el goce de la acción lúdica (lo
que desde luego, no presupone una conciencia de sí reflexiva. En muchos casos
de entrega intensa al juego estamos muy lejos de cualquier reflexión y, sin embargo,
todo juego se mantiene en un trato comprensivo de la vida humana. Al conocimiento
del juego corresponde también la interpretación cotidiana, común, una
“interpretación” corriente que ha llegado al dominio evidente. En consecuencia, se
considera el juego como un fenómeno marginal de la vida humana, como una
manifestación periférica, como una posibilidad existencial que sólo resplandece
ocasionalmente. Es evidente que los grandes acentos de nuestra vida terrena caen
en otras dimensiones. Es verdad que se ve la frecuencia del juego, el apasionado
interés del hombre por él, la intensidad con la que se juega - pero, por lo común, se
contrapone el juego como “descanso”, como “diversión” como ocio alegre - a las
actividades vitales , serias y responsables. Se dice que la vida del hombre se
realiza en el duro, batallador, bregar por el conocimiento, en la brega por virtud y
habilidad, por respeto, dignidad y honor, por poder y bienestar y otras cosas
similares. El juego por el contrario, tiene el carácter de la interrupción ocasional, de

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la pausa, y se relaciona con el curso verdadero, serio, de la vida, en forma análoga
al sueño con la vigilia. De vez en cuando el hombre tiene que desuncirse el yugo del
trabajo, librarse una que otra vez de la presión de la brega tenaz, sacudir el peso de
los negocios, desligarse de la estrechez del tiempo dividido para tener un trato más
laxo con el tiempo, para que éste sea gastable y aun derrochable, de modo que lo
disipemos con “pasatiempos”. En la economía de nuestra vida alternamos la
“tensión” con la “distensión” , el negocio con el ocio, practicamos la conocida regla
sobre las “semanas amargas” y las “fiestas alegres”. Así, pues, el juego parece
tomar un lugar legítimo, aunque limitado, en el ritmo de la dirección de la vida
humana. Se le considera como “suplemento”, como fenómeno complementario,
como pausa de recuperación, como plasmación libre del tiempo, como vacaciones
del peso de los deberes, como animación del paisaje rígido y oscuro de nuestra vida.
Por lo común, el juego es limitado así – por contraste - frente a la seriedad de la
vida, frente a la postura moral obligatoria, frente al trabajo y, en general, frente al
sombrío sentido de la realidad. Se lo comprende en mayor o menor medida, como
jugueteo y travesura satisfecha, como libre vagabundeo por el amplio reino de la
fantasía y de las posibilidades vacías, como una fuga de la oposición de las cosas
hacia el sueño y la utopía. Justo para no caer del todo en lo demoníaco, en el tonel
de la Danaides del moderno mundo del trabajo, para no olvidar la risa en el rigorismo
ético, para no convertirse en un prisionero de todos los hechos escuetos, quienes
hacen el diagnóstico de la cultura recomiendan el juego al hombre actual. , en cierto
modo como un medio terapéutico para su alma enferma. Pero ¿cómo se entiende la
naturaleza del juego en este consejo bien intencionado? ¿Sigue siendo un fenómeno
marginal de la seriedad, la autenticidad, el trabajo? ¿Qué, por así decirlo,
padecemos sólo u exceso de trabajo, nos posee una fiebre de trabajo titánica, una
seriedad tenebrosa en la que no hay luz alguna? ¿Necesitamos un poco de ligereza
divina, de la alegre gravidez del juego, para acercarnos de nuevo a los “pájaros del
cielo” y a los “lirios del campo”? ¿Acaso el juego sólo ha de suavizar las
convulsiones anímicas que dominan al hombre actual y a su incalculable aparato
vital? Mientras se opere ingenuamente siguiendo estos lineamientos mentales y se
piense en las populares antítesis de “trabajo y juego”, “juego y seriedad”. No se
habrá entendido aún el juego en su contenido y profundidad de ser. Permanece en
el claroscuro de los supuestos contrafenómenos y con ello se le oscurece y
desfigura. Se le considera como lo no serio, no obligatorio, y no auténtico, como

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petulancia y ociosidad. Justo al recomendarse positivamente el efecto curativo del
juego, se pone en claro que se le ve aún como manifestación marginal, como
contrapeso periférico, en cierto modo, como un agregado aromático al pesado guiso
de nuestro ser.

Ahora bien, es más que dudoso que tal manera de ver las cosas logre apresar
adecuadamente el carácter fenoménico del juego. Desde luego, en apariencia, la
vida de los adultos no muestra ya mucho de la gracia alada de la existencia lúdica;
con frecuencia sus “juegos” son técnicas rutinarias del pasatiempo y delatan su
procedencia del aburrimiento. Rara vez, logran los adultos jugar ingenuamente. En
cambio, en el niño el juego parece ser aún el centro intacto de la existencia. El
juego se considera como un elemento de la vida infantil. Pero muy pronto el curso
de la vida nos saca de tal “centro”, se rompe el mundo intacto de la infancia y se
multiplican los ásperos vientos de la vida indefensa: el deber, la preocupación, el
trabajo atan la energía vital del hombre joven que se acerca a la madurez. Mientras
más se manifiesta la seriedad de la vida, más desaparece evidentemente el juego en
cuanto a alcance y significado. Se alaba como educación “adecuada” aquella que
logra esta metamorfosis del ser humano del juego al trabajo sin cortes duros y
bruscos, aquella que presenta el trabajo al niño casi como un juego – como una
especie de juego metódica y disciplinada - , aquella que sólo deja pasar lentamente
al primer plano las cargas pesadas y opresivas. Así se quiere retener lo más posible
de la espontaneidad, de la fantasía y de la iniciativa del jugar; se quiere crear un
paso ininterrumpido desde el juego infantil hasta una especie de alegría creadora del
trabajo. Como trasfondo de este conocido experimento pedagógico encontramos la
opinión de que el juego pertenece, ante todo en la infancia, a la condición psíquica
del hombre y va retrocediendo cada vez más en el curso del desarrollo.
Ciertamente, el juego infantil muestra en forma más evidente determinados rasgos
esenciales del juego humano, pero es también más inofensivo, menos profundo y
secreto que el juego del adulto. El niño conoce poco aún la seducción de la
máscara. Juega todavía sin culpa. En los llamados negocios “serios” del mundo de
los adultos, en sus honores, dignidades y sus convenciones sociales, cuánto hay
aún de juego oculto, desfigurado y secreto ¡y cuánto “teatro” en el encuentro de los
sexos! Al final de cunetas ni siquiera es cierto que sólo en el niño prepondere el
juego. Quizá juega en igual medida el adulto, aunque en forma distinta, más

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secreta, más enmascarada. Si tomamos la imagen guía de nuestro concepto del
juego sólo de la existencia infantil, la única consecuencia será una mala
comprensión de la naturaleza inquietante, profunda, ambigua, del juego. En
realidad, su extensión abarca desde el juego de muñecas de la niña hasta la
tragedia. El juego no es una manifestación marginal en el paisaje vital de los
hombres, un fenómeno que aparece ocasionalmente, algo contingente. El juego
pertenece esencialmente a la condición óntica de la existencia humana, es un
fenómeno existencial fundamental. Es verdad que no es el único, pero si propio y
autónomo, inderivable de otras manifestaciones vitales. El mero contraste con otros
fenómenos no proporciona una transparencia conceptual suficiente. Por otra parte
no puede negarse que los decisivos fenómenos fundamentales de la existencia
humana están entretejidos y trabados unos con otros. No se presentan aislados, se
penetran y fluyen unos en otros, cada fenómeno fundamental determina de parte a
parte el ser humano. El aclarar el entretejimiento de los momentos existenciales, su
tensión, su conflicto y su armonía mutua, sigue siendo la tarea abierta a una
antropología que no se limite a describir biológica, anímica y espiritualmente los
hechos , sino que más bien penetre, comprensivamente, en las paradojas de
nuestra vida vivida.

El hombre está determinado y dibujado en la totalidad de su existencia - y no sólo en


una parte – por la muerte interior e inminente, que le sale al paso esté donde esté.
Como ser corporal-sensible está también determinado en su totalidad por la relación
con el conflicto y la bendición generosa de la tierra. Y lo mismo es válido respecto a
las dimensiones del poder y del amor en la convivencia con el prójimo. El hombre
es por esencia mortal, por esencia trabajador, por esencia luchador, por esencia
amante y por esencia jugador. La muerte, el trabajo, el demonio, el amor y el juego
forman el complexo tensor básico y el plano de la enigmática y multívoca existencia
humana. Y cuando Schiller dice:”... el hombre sólo se da por entero cuando
juega...”, es también válido afirmar que sólo se da por entero cuando trabaja, cuando
lucha, cuando se opone a la muerte, cuando ama. No es éste el lugar ni la ocasión
para exponer el estilo fundamental de una interpretación existencial que se
retrotraiga a los fenómenos fundamentales. Como indicio puede observarse que
todos los fenómenos fundamentales esenciales de la existencia humana rielan y
parecen enigmáticos en una doble forma. Esto tiene su base más profunda en el

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hecho de que el hombre es a la vez abierto y oculto. No está ya, como el animal,
sujeto al fundamento natural, pero aún no es libre como el ángel incorpóreo – es una
libertad hincada en la naturaleza, sigue atado a un impulso oscuro que lo sujeta y
traspasa. No es simple e ingenuo, se relaciona comprensivamente con su propia
existencia – pero, por otra parte, no puede determinarse plenamente por las
acciones de su libertad. El existir humano es siempre un tenso relacionarse consigo
mismo por este entrecruzamiento de apertura y ocultamiento. Vivimos en una
incesante preocupación por nosotros mismos. Sólo un ser vivo al que “en su ser le
va por su ser mismo”” (Heidegger), puede morir, trabajar, luchar, amar y jugar. Sólo
tal ser se conduce relativamente a los entes circundantes como tales y al todo
omnicircundante: el mundo. Quizá sea menos fácil reconocer en el juego el triple
momento del conducirse respecto a uno mismo, de la comprensión del ser y de la
patencia del mundo, que en los restantes fenómenos fundamentales de la existencia
humana.

El carácter ratificatorio del juego es acción espontánea, quehacer activo, impulso


vivo; en cierto modo es una existencia movida de suyo. Pero la movilidad lúdica no
encaja en todas las otras movilidades vitales del hombre. Los otros quehaceres
tienen fundamentalmente en todo lo que realicen, ya sea simple praxis, que encierra
su fin en sí misma, o creación (poiesis), que tiene su fin en una obra, una referencia
al “fin último” del hombre, a la beatitud, a la eudaimonia. Actuamos a fin de
dirigirnos, por el recto curso de la vida, hacia la existencia beata. Tomamos la vida
como una “tarea”. Por así decirlo, en ningún momento tenemos una estancia
tranquila. Nos sabemos “de camino”. Siempre somos arrebatados a todo presente y
lanzados por la fuerza de nuestro plan vital hacia la existencia recta y beata. Todos
aspiramos a la endemonia, pero de ningún modo estamos de acuerdo sobre lo que
ésta sea. No sólo tenemos la inquietud de la aspiración que nos arrastra, sino
también la inquietud de la “interpretación” de la verdadera felicidad. Forma parte de
las profundas paradojas de la existencia humana el que jamás alcancemos la
endemonia en nuestra incesante caza de ella y que a nadie pueda llamarse feliz, en
el pleno sentido de la palabra, antes de la muerte. Mientras respiramos, estamos
presos en una abrupta pendiente vital, somos arrastrados por el impulso hacia la
plenitud y perfección de nuestro ser fragmentario, vivimos en pre-visión del futuro y
experimentamos el presente como preparación, como estación, como fase

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transitoria. Este notable “futurismo” de la vida humana está muy íntimamente
relacionado con el rasgo esencial y fundamental de que no somos sin mas y
llanamente, como las plantas y los animales, sino que nos preocupamos por el
“sentido” de nuestra existencia, queremos comprender para que estamos en la
tierra. Es una pasión inquietante la que lleva al hombrea la interpretación de su vida
terrena.: la pasión del espíritu. En ella tenemos la fuente de nuestra grandeza y de
nuestra miseria. Ningún otro ser vivo tiene perturbada la existencia por la cuestión
del oscuro sentido de su estar aquí. El animal no puede preguntar por sí mismo y el
dios no necesita hacerlo. Cada respuesta humana a la pregunta por el sentido de la
vida significa el poner un “fin último”. Es verdad que en la mayoría de los hombres
esto no sucede de modo expreso; Pero aún así toda su actividad y su inactividad
están regidas por una representación básica de lo que, para ellos, es el “bien
supremo”. Todos los fines cotidianos están arquitectónicamente en relación con el
“último fin” – todos los fines especiales de las profesiones se unen en el creído fin
último del hombre en general.

En este complexo de fines se mueve todo el trabajo humano, se mueve la seriedad


vital, se mueve y comprueba la autenticidad. Pero la situación fatal del hombre se
muestra en el hecho de que, por sí mismo, no puede estar absolutamente cierto del
último fin, en que – por lo que respecta a la pregunta más importante de su
existencia - tantea en la oscuridad si no viene en su ayuda un poder sobrehumano.
Por ellos encontramos entre los hombres una abominable confusión de lenguas en
cuanto se trata de decir cuál es el fin último, cuál la determinación, cuál la verdadera
felicidad del ser humano. Por ello encontramos también, como rasgos
característicos del proyectivo estilo de vida humano, la inquietud, la precipitación, la
atormentadora incertidumbre. Ahora bien, en este sitio no se inserta el juego como
cualquier otra acción. Por el contrario, se destaca de manera notable de todos los
rasgos vitales futuristas. Tampoco se puede incorporar sin más en la compleja
arquitectura de los fines, no sucede por mor al “último fin”, no se inquita ni perturba,
como nuestras restantes acciones, por la profunda inseguridad de nuestra
interpretación de la felicidad. El juego tiene – en relación con el curso vital y su
inquieta dinámica, su oscura inseguridad y su futurismo acosante – el carácter de un
“presente tranquilizador y un sentido autosuficiente, es semejante a un “oasis” de
felicidad que nos sale al encuentro en el desierto de nuestra brega por la felicidad y

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nuestra búsqueda tantálica. El juego nos rapta. Al jugar nos liberamos, por un
momento, del engranaje vital – estamos como trasladados a otro planeta donde la
vida parece ser más fácil, más ligera, más feliz. Con frecuencia se dice que el juego
es un quehacer “inútil”, sin objetivo. Esto no es verdad. En tanto acción general
estás determinado por un fin y tiene también fines especiales en cada uno de los
pasos particulares de su curso, fines que se juntan. Pero el fin inmanente del juego
no está proyectado hacia el último fin supremo, como lo están los fines de las
restantes acciones humanas. La acción lúdica sólo tiene fines internos, no
trascendentales. Y si jugamos con “el fin” de templar el cuerpo, formarnos para la
guerra o por mor de la salud, se falsea el juego y se transforma en un ejercicio para
algo. En tales prácticas el juego es guiado por fines ajenos y no sucede claramente
por mor de sí mismo. Justo la pura autosuficiencia, el sentido rotundo y cerrado en
sí de la acción lúdica dejan aparecer en el juego una posibilidad de estancia humana
en el tiempo, en la que éste no tiene el carácter arrebatador y acosante, sino que
proporciona más bien una permanencia, en cierto modo una imagen de la eternidad.
Dado que el niño juega preponderantemente, le es peculiar en un mayor grado esta
relación temporal, que ya señala el poeta:

¡Oh, las horas inmensas de la infancia,


cuando tras las figuras se escondía,
algo más que pretérito
y no estaba el futuro ante nosotros!
a la verdad, crecíamos y a veces
nos urgía la prisa de ser grandes,
en parte por amor a los que lo eran
y otra cosa no tienen que ser grandes.
En nuestro andar a solas, sin embargo,
Nos henchía el placer de lo que dura
y estábamos ahí en el intervalo
entre mundo y juguete,
en un lugar que fue desde el comienzo
para un suceso puro establecido...*

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* RILKE, Cuarta elegía de Duino, trad. Esp de José V. Álvarez, Ediciones
Assandri, Córdoba, Argentina, 1956.

Para los adultos, en cambio, el juego es un oasis infrecuente, punto soñado de


reposo en una peregrinación sin descanso y en una huída incesante. El juego nos
regala presente. Desde luego, no es ese presente en el cual, acallados en la
profundidad de nuestro ser, percibimos el eterno hálito del mundo, contemplamos las
imágenes puras en la corriente de lo perecedero. El juego es actividad y creación –
y, sin embargo, está en la cercanía de las cosas eternas y calladas. El juego
“interrumpe” la continuidad, esa continuidad determinada por fines del curso de
nuestra vida; se sale peculiarmente de la otra manera de llevar la vida, está en la
distancia. Pero cuando parece eludir el curso vital unitario, se relaciona justo de
manera significativa con él: a saber, al modo de la representación. Cuando sólo se
limita, como es usual, el juego frente al trabajo, frente a la realidad, frente a la
seriedad y, frente a la autenticidad, se le coloca falsamente al lado de otros
fenómenos vitales. El juego es un fenómeno fundamental de la existencia, tan
original y autónomo como la muerte, el amor, el trabajo y el dominio, pero no está
traspasado como los restantes fenómenos fundamentales por una aspiración común
hacia el último fin. En cierto modo, está frente a ellos, para recogerlos en sí,
representándolos. Jugamos a la seriedad, a la autenticidad, a la realidad, al trabajo
y a la lucha, al amor y la muerte. Y aun jugamos a jugar.

II

El juego del ser humano que todos conocemos desde dentro como una posibilidad
realizada ya con frecuencia en nuestra existencia, es un fenómeno exist3ncial de
tipo muy enigmático. Huye de la oportunidad del concepto racional hacia la
ambigüedad de las máscaras. Nuestro intento de analizar conceptualmente la
estructura del juego debe contar con tales enmascaramientos. Apenas se nos
ofrecerá como un complexo estructural claro como un cristal. Todo juego está
determinado gozosamente, es movido en sí con alegría, alado. Cuando esta
luminosa alegría lúdica se extingue, se agota de inmediato la acción del juego. Tal
alegría lúdica es una alegría extraña, difícilmente comprensible, ya sea sólo sensible
o sólo intelectualmente, es un creador deleite de plasmación de tipo propio, en sí

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multívoco, multidimensional. Puede acoger dentro de sí el duelo profundo y la pena
abisal, puede abrazar alegremente aun el terror.

La alegría que penetra la acción lúdica de la tragedia, extrae su arrobamiento y su


emoción estremecedora y beatífica del corazón humano de tal trueque del horror.
En el juego se transfigura también el rostro de la Gorgona. ¿Qué clase de extraña
alegría es ésta, tan amplia de suyo y que mezcla en forma tal los contrarios que
puede transformar el terror y la amarga pena y dar así la preponderancia a la
alegría, de modo que sonreímos conmovidos sobre la comedia y la tragedia de
nuestra existencia representadas en juego? ¿Acaso contiene la alegría lúdica el
duelo y el dolor al igual que un recuerdo actual, de tono alegre, se refiere a una pena
pasada? ¿Es sólo la lejanía en el tiempo la que hace más ligeras las amarguras
vividas, los dolores que alguna vez fueron reales? De ninguna manera. En el juego
no padecemos ningún “dolor real” – y, sin embargo, de modo extraño vibra a través
de la alegría lúdica una pena presente, pero no real -, empero nos apresa, nos
sobrecoge, conmueve, sacude. El duelo sólo es “juego” y, a pesar de ello, en el
modo de lo lúdico es una fuerza que nos mueve.

Esta alegría lúdica es un arrobamiento por una “esfera”, arrobamiento por una
dimensión originaria, no es sólo alegría por el juego, sino en él.

Debe destacarse, como otro momento de la estructura lúdica, el sentido del juego. A
todo juego, en cuanto tal, le corresponde el elemento del sentido. Un mero
movimiento corpóreo, por ejemplo, para aflojar los músculos, repetido rítmicamente
no es un juego estrictamente hablando. Con expresión poco clara se da con
demasiada frecuencia el nombre de juego a la conducta recreativa de los animales o
los niños pequeños. Tales movimientos no tienen un “sentido” para el que se
mueve. Sólo puede hablarse de juego cuando corresponde a los movimientos
corpóreos un producido sentido propio. Y aún debemos distinguir el sentido lúdico
interno de un juego determinado, es decir, la conexión de sentido de las cosas,
hechos y situaciones jugados, y el sentido externo, es decir, el significado que tiene
el juego para quienes se deciden a él, se lo proponen – y el sentido que puede tener
ocasionalmente para los espectadores que no toman parte en él. Desde luego, hay
muchos juegos a los que corresponde el espectador mismo como tal dentro de la

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total situación lúdica (por ejemplo, en los juegos del circo o del culto) y, por otra
parte, hay juegos cuyos espectadores no son esenciales.

Aquí puede nombrarse ya un tercer momento de la constitución del juego: la


comunidad lúdica. El jugar es una posibilidad fundamental de la existencia social.
Juego es compañía, jugar con otros, una forma entrañable de la sociedad humana.
Estructuralmente, el juego no es una acción individual, aislada - está abierto al
prójimo como compañero de juego. El señalar que, a pesar de ello, muchas veces
los jugadores “solos”, separados de otros prójimos, realizan sus propios juegos, no
significa una objeción. Pues, en primer lugar, la apertura a otros jugadores posibles
está ya implícita en el sentido del juego y, en segundo lugar, tal solitario juega
frecuentemente con compañeros imaginarios. La comunidad lúdica no necesita
estar formada por una cantidad de personas reales. Pero cuanto menos debe darse
un jugador real, si ha de tratarse de un juego real y no sólo pensado. Además es
esencial el momento de la regla de juego. El jugar está sostenido y compuesto por
una obligación, está encerrado en las arbitrarias flexiones de cualesquiera acciones,
no está libre de rabas. Si no se pusiera y aceptara una obligación, no se podría
jugar. Pero la regla de juego no es una ley. La obligación no tiene el carácter de lo
inmutable. Aun dentro del curso de la acción lúdica podemos cambiar las reglas, si
contamos con el consentimiento de los compañeros de juego; pero entonces la regla
modificada es válida y obliga el flujo de las acciones recíprocas. Todos conocemos
la diferencia entre los juegos tradicionales, cuyas bases nos apropiamos, que son
posibilidades públicamente conocidas y de confianza del compartimiento lúdico, y
los juegos improvisados que, por así decirlo, se “inventan” – y en los que la
comunidad lúdica a de ponerse primero de acuerdo sobre las reglas. Quizá se
podría creer que los juegos improvisados tienen un encanto mayor, porque en ellos
se deja un mayor espacio a la libre fantasía, porque se puede vagar por el aireado
reino de las meras posibilidades, porque aquí se elige la auto – obligación, porque
aquí puede trabajar la invención, la libre riqueza de descubrimiento. Pero no
siempre es éste el caso. Muchas veces se experimenta la obligatoriedad hacia una
regla de juego ya existente de modo alegre y positivo. Esto es sorprendente, pero
se aclara por el hecho de que en los juegos tradicionales se trata, por lo común, con
un producto de la fantasía colectiva, de auto – obligaciones basadas en lo

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arquetípico anímico. Algunos juegos infantiles, que parecen ser ocurrencias, son
rudimentos de prácticas mágicas antiquísimas.

A todo juego corresponde también un juguete. Todos conocemos los juguetes.


Pero resulta difícil decir qué es u juguete. No se trata de enumerar tipos de
juguetes, sino de determinar la naturaleza del juguete o de experimentarlo como un
verdadero problema. Los juguetes no se circunscriben a un reino cerrado en sí de
cosas - como, por ejemplo, las cosas artificialmente elaboradas. En la naturaleza
(en el amplio sentido de lo ente por sí) no se presentan artefactos
independientemente del hombre que los crea. El hombre elabora en su trabajo las
cosas artificiales, es el técnico de un mundo circundante humano, cultiva el campo,
domestica los animales salvajes, conforma la materia natural en instrumentos, hace
de la arcilla un cántaro, forja el hierro en arma. Un instrumento es un artefacto,
llevado a su forma por el trabajo humano. Los artefactos y las cosas naturales
pueden diferenciarse, pero ambos son cosas dentro de la realidad total común y
circundante.

El juguete, sin embargo, puede ser una cosa creada artificialmente, pero no es
necesario que lo sea. También u simple trozo de madera, una rama rota, puede
funcionar como “muñeca”. El martillo – que es el sentido humano impreso en un
trozo de madera y hierro – pertenece, al igual que la madera, el hierro y el hombre
mismo a una y la misma dimensión de lo real. Con el juguete ocurre lo contrario.
Visto, por así decirlo, desde fuera, es decir, con los ojos de quien no juega, es desde
luego una parte, una cosa del llano mundo real. Es una cosa que tiene, por ejemplo,
el fin de ocupar a la niña. El muñeco se considera como producto de la industria
juguetera, es un pelele de tela y alambre o de material plástico y se puede conseguir
comercialmente por un precio determinado, es una mercancía. Pero visto con los
ojos de la niña que juega con él, el muñeco es un niño y la niña es su madre. Ahora
bien, la niña no piensa realmente, de manera alguna, que el muñeco sea un niño
vivo, no se engaña al respecto, no confunde una cosa con otra a causa de su
aspecto engañoso. Más bien, conoce a la vez la figura del muñeco y su significación
en el juego. El niño que juega vive en dos dimensiones. Lo lúdico del juguete, su
esencia, radica en su carácter mágico : es una cosa de la escueta realidad y, a la
vez, posee otra “realidad” misteriosa. Es, pues, algo infinitamente más que un

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instrumento de ocupación, más que una cosa ocasional extraña que manipulamos.
El juego humano necesita juguetes. El hombre, justo en sus esenciales acciones
fundamentales, no puede estar libre de las cosas, está destinado a ellas: en el
trabajo al martillo, en el dominio a la espada, en el amor al lecho, en la poesía a la
lira, en la relación al ara y en el juego al juguete.

Cada juguete es vicariamente todas las cosas en general; el jugar es siempre una
confrontación con el ente. En el juguete se concentra el todo en una solo cosa
particular. Cada juego es un ensayo de vida, un experimento vital, que experimenta
en el juguete la suma de los entes opuestos. Pero el jugar humano no sólo se
realiza justo como el trato mágico con el juguete que acabamos de señalar. Es
necesario apresar el concepto de lo lúdico más aguda y estrictamente. Pues aquí
reside una “esquizofrenia” muy peculiar, aunque de ningún modo enfermiza, una
división del hombre. El jugador que se mete en un juego, consuma una acción
determinada, conocida en sus rasgos típicos, dentro del mundo real. Pero dentro de
la conexión interna del sentido del juego, adopta un papel. Y ahora es necesario
distinguir entre el hombre real, que “juega”, y los papeles dentro del juego. El
jugador se “oculta” a sí mismo por su papel, en cierta medida se hunde en él. Con
una intensidad de tipo especial, vive en el papel – pero no como el loco que no es ya
capaz de distinguir entre “realidad” y “apariencia”. El jugador puede hacerse volver
del papel; en el curso del juego sigue habiendo un saber, aunque muchas veces
muy reducido, acerca de su doble existencia. Está en dos esferas, pero no como
por olvido o falta de concentración; esta duplicación pertenece a la esencia del
juego. Todos los momentos estructurales hasta ahora tocados se reúnen en el
concepto fundamental del mundo lúdico. Cada juego es una producción mágica en
un mundo lúdico. En él están los papeles de los jugadores, los papeles alternativos
de la comunidad lúdica, la obligatoriedad de la regla de juego, la significación del
juguete. El mundo lúdico es una dimensión imaginaria cuyo sentido óntico presenta
un oscuro y difícil problema. Jugamos en el llamado mundo real, pero creamos
jugando un reino, un campo enigmático que es y a la vez no es real. En el mundo
lúdico nos movemos de acuerdo con nuestro papel; pero en tal mundo se dan las
figuras imaginarias, se da el “niño” que ahí vive y habita – pero en la simple realidad
es sólo un muñeco o un trozo de madera. En el proyecto de un mundo lúdico se
esconde el jugador mismo como creador de este “mundo”, se pierde en su creación,

14
“juega” su papel y tiene dentro del mundo lúdico cosas circundantes y prójimos que
pertenecen a ese mundo. Lo turbador de todo ello es que concebimos
imaginativamente estas cosas del mundo lúdico como “cosas reales”, es más, que
en ellas puede repetirse una y otra vez la distinción entre realidad y apariencia. Pero
lo que no ocurre es que las cosas auténtica y verdaderamente reales de nuestro
mundo circundante cotidiano queden ocultas por los caracteres del mundo lúdico en
tal forma que permanecieran tan encubiertas que no fueran ya reconocibles. No es
en este caso . El mundo lúdico no se pone como una pared o un telón ante los
entes que nos circundan, no los oscurece ni los vela; en sentido estricto, el mundo
lúdico no tiene lugar ni duración en la conexión real de espacio – tiempo, pero tiene
su propio espacio interno y su propio tiempo interno. Y, sin embargo, al jugar
gastamos un tiempo real y necesitamos un espacio real. Pero el espacio del mundo
lúdico jamás se continúa en el espacio en el que vivimos habitualmente. Lo análogo
sucede con el tiempo. El notable estar uno dentro de otro de la dimensión de la
realidad y el mundo lúdico no permite ser aclarado mediante cualquier modelo
conocido de vecindad espacial y temporal. El mundo lúdico no flota en un mero
reino mental, tiene siempre un escenario real, pero no es una cosa real entre las
cosas reales. Necesita, sin embrago, de ellas, para tener un apoyo en ellas. Esto
quiere decir que el carácter imaginario del mundo lúdico no puede ser aclarado
como un fenómeno de la mera apariencia subjetiva, no puede ser determinado como
una ilusión que sólo existe en la interioridad de un alma, pero que no se presenta de
ninguna manera entre las cosas. Mientras más se trata de reflexionar sobre el
juego, más enigmático y dudoso parece hacerse.

Hemos fijado ya algunos rasgos fundamentales y hemos logrado algunas


diferenciaciones. El juego humano es una producción, de tono alegre, de un mundo
lúdico imaginario; es una extraña alegría por la “apariencia”. El juego se caracteriza
siempre también por el momento de la representación, por el momento del sentido; y
siempre es transfigurador: logra la “aligeración de la vida”, logra una liberación
pasajera, sólo terrena, casi una redención del peso de la carga existencial. Nos
arrebata de una situación de hecho, del aprisionamiento en una situación opresiva y
vejatoria, concede una felicidad fantástica al surcar posibilidades que no tienen la
tortura de la elección real. En el curso del juego logra el hombre estar en dos
extremos. Por una parte puede vivirse el juego como una cima de la soberanía

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humana; el hombre goza entonces de un poder creador casi ilimitado, forma
productivamente y sin trabas, porque no produce en el espacio de la auténtica
realidad. El jugador se siente “señor” de sus productos imaginarios – el lugar se
convierte en una posibilidad magnífica, por lo poco limitada, de la libertad humana.
Y de hecho, domina en el juego, en un alto grado, el elemento de la libertad. Pero
sigue siendo una pregunta difícil de responder si la naturaleza del juego ha de
entenderse fundamental y exclusivamente a partir de la fuerza existencial de la
libertad – o si en el juego se manifiestan y alcanzan muy distintos fundamentos de la
existencia. Y, de hecho, encontramos también el extremo contrario de la libertad en
el juego, a saber, una suspensión ocasional de la auténtica realidad del mundo,
que pude llevar hasta el arrobamiento, hasta el encantamiento, hasta la caída en lo
demoníaco de la máscara. El juego puede ocultar en sí el claro momento apolíneo
de la libre mismidad, pero también el oscuro momento dionisiaco de la auto –
renuncia pánica.

La relación del hombre con la apariencia enigmática del mundo lúdico, con la
dimensión de lo imaginario, es ambigua. El juego es u fenómeno para el cual no
tenemos ya listas unívocamente las categorías adecuadas. Su multivocidad
cabrilleante, interna, permite ser tocada, quizá más verdaderamente, con los medios
intelectuales de una dialéctica que no nivela las paradojas. La eminente
esencialidad del juego – que el entendimiento común no reconoce, porque el juego
sólo significa para él falta de seriedad, inautenticidad, irrealidad y ocio – si ha sido
reconocida siempre por la gran filosofía. Así por ejemplo, Hegel dice que el juego,
en su indiferencia y su mayor ligereza, es la seriedad sublime y la única verdadera.
Y Nietzsche afirma en Ecce Homo: “No conozco otro modo de tratar las grandes
tareas que el juego”.

Ahora debemos preguntar si el juego puede ser aclarado tomándolo única y


exclusivamente como un fenómeno antropológico. ¿No debemos ir mentalmente
más allá del ser humano? Con ello no queremos decir que se deba buscar un
comportamiento lúdico en otros seres. Pero resulta problemático el que pueda
comprenderse el juego en su constitución óntica si no se determina más la extraña
dimensión de lo imaginario. Dando por sentado que el juego es algo de o que sólo
es capaz el hombre, se mantiene abierta la pregunta de si el hombre – en cuanto

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jugador – permanece en el terreno humano o si por ello se relaciona necesariamente
también con algo sobrehumano.

En su origen, el juego es un símbolo – acción representativa de la existencia


humana que en él se interpreta. Los primeros juegos son los ritos mágicos, los
grandes ademanes de sello cultual, con los que el hombre arcaico muestra su estar
dentro de la elación universal, en los que “representa” su destino, se hace presentes
los sucesos del nacimiento y la muerte, el matrimonio, la guerra, la caza y el trabajo.
La representación simbólica de los juegos mágicos extrae elementos del círculo de
la simple realidad, pero os extrae también del nebuloso reino de lo imaginario. En las
épocas más remotas, el juego no ha sido entendido como ejecución vital gozosa de
individuos separados o de grupos, que se liberan temporalmente de su contexto
social y habitan su pequeño islote de efímera felicidad. El juego es originalmente el
poder de unión más fuerte – crea la comunidad, distinta, desee luego, a la
comunidad entre los que se han ido y los vivos, a la jerarquía y aun a la familia
elemental. La comunidad lúdica prehistórica abarca todas estas formas y figuras
nombradas del ser uno con otro y logra una representación plena de toda la
existencia; encierra el círculo de los fenómenos vitales como comunidad lúdica de la
fiesta. La fiesta arcaica es algo más que diversión popular, es la realidad de la vida
humana en todas sus condiciones elevada a la condición mágica, es teatro cultual
en el que el hombre percibe la cercanía de os dioses, los héroes y los muertos y se
sabe en la presencia de todas las fuerzas bienhechoras y terribles del universo.
Así, el juego primigenio tiene una profunda relación con la religión. La comunidad
festiva abarca a los espectadores, a los mistagogos y a los iniciados de un juego
cultual, en el que pasan por el escenario – cuyo tablado significa de hecho el mundo
- las acciones y pasiones de los dioses y de los hombres.

III

Nuestro intento anterior de apresar la estructura del juego en algunos conceptos


formales, tales como ánimo lúdico, comunidad de juego, regla de juego, juguete y
mundo lúdico, ha empleado, una y otra vez, el término “lo imaginario”. La palabra
puede traducirse por “apariencia”. Pero en ello se coagula una eminente confusión

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espiritual. Así entendemos aproximadamente el término “apariencia”, sobre todo en
determinadas situaciones concretas. Pero sigue siendo arduo y difícil explicar qué
es lo que en verdad queremos decir con ello. Las mayores preguntas y problemas
de la filosofía residen en las palabras y las cosas más usuales. El concepto de
apariencia es tan oscuro e insondable como el concepto de ser – y ambos conceptos
van juntos en una forma opaca, confusa, casi laberíntica, se penetran y conjugan
mutuamente. El camino del pensamiento que se introduce en ellos lleva cada vez
más profundamente a lo impensable.

Con la pregunta por la apariencia, en la medida en que ésta pertenece al juego


humano, se toa un problema filosófico. El juego es engendramiento creador, es una
producción. El producto es el mundo lúdico, una esfera de apariencia, un campo
cuya realidad va evidentemente mal. Y sin embargo, la apariencia del mundo lúdico
no es nada sin más. Nos movemos en él mientras jugamos, vivimos en él – a veces,
en verdad, ligera y haladamente como un mundo onírico, pero otras veces en plena
entrega y ensimismamiento. Tal “apariencia” tiene a veces una realidad y un poder
sugestivo más fuertes y vivenciales que las pasadas cosas habituales en su gastada
cotidianidad. ¿Qué es pues lo imaginario? ¿Cuál es el lugar de esta extraña
apariencia, cuál su rango? De la determinación de tal lugar y rango depende no
poco la visión sobre la naturaleza ontológica del juego.

Por lo común, hablamos de apariencia en diversos sentidos. Nos referimos por


ejemplo, al aspecto exterior de las cosas, su vista superficial, el simple frente,
etcétera. Esta apariencia pertenece a alas cosas mismas, como la cáscara a la
semilla, como la manifestación a la esencia. Otras veces hablamos de la apariencia
con respecto a una engañosa comprensión subjetiva, una opinión errónea, una
representación poco clara. Entonces la apariencia está en nosotros, en los que
comprenden mal – está en el “sujeto”. Pero existe una apariencia subjetiva que no
ha sido pensada a partir de la relación de verdad o error entre quien se representa
algo y las cosas mismas – una apariencia que está legítimamente aclimatada en
nuestra alma, justo como una plasmación de la imaginación, de la fantasía.
Necesitamos estas distinciones abstractas a fin de formular nuestra pregunta.
¿Qué clase de apariencia es el mundo lúdico? ¿Un primer plano de las cosas?
¿Una representación engañosa? ¿Un fantasma en nuestra alma? Nadie disputará

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que en cada juego se ejercita y despliega en forma especial la fantasía. Pero ¿son
los juegos sólo plasmaciones de la fantasía? Sería una aclaración demasiado fácil si
se dijera que el reino imaginario del mundo lúdico existe exclusivamente en la
imaginación humana, ya sea un arreglo de representaciones ilusorias privadas o de
actos de fantasía privados con una ilusión colectiva, con una fantasía intersubjetiva.
El jugar es siempre trato con juguetes. Ya a partir del juguete puede verse que el
juego no sucede en una interioridad anímica y sin apoyo en el mundo exterior. El
mundo lúdico contiene elementos de la fantasía subjetiva y elementos objetivos,
ónticos. Conocemos la fantasía como una facultad anímica, conocemos el sueño,
las intuiciones internas, los abigarrados contenidos de la fantasía. Pero ¿qué quiere
decir una apariencia objetiva, óntica? Ahora bien, se dan en la realidad cosas muy
extrañas, que son indudablemente algo real y, sin embargo, encierran en sí de
“irrealidad”. Esto sueña extraño y asombroso, pero es algo que todos conocemos, si
bien por lo común llamamos a estas cosas en una forma menos complicada y
abstracta. Se trata si más de imágenes objetivamente existente. Por ejemplo, un
álamo crecido a la orilla de un lago arroja su reflejo sobre la superficie rielante del
agua. Ahora bien, los reflejos mismos pertenecen a las condiciones de las cosas
reales en un ambiente lleno de luz. Las cosas, en la luz, arrojan sombras, los
árboles en la orillase reflejan en el lago, las cosas que nos rodean encuentran su
reflejo sobre un metal terso y reluciente. ¿Qué es el reflejo? Como imagen es algo
real, es una copia real del árbol real, original. Pero “en” la imagen se representa un
árbol, aparece sobre la superficie de las aguas de tal modo que sólo está ahí por
medio del reflejo, no es realidad. Una apariencia de este tipo es una clase
autónoma de ente y contiene en sí, como momento constitutivo de su realidad, algo
“irreal” específico y roza así con ello otro ente simplemente real. La imagen del
álamo no cubre el trozo de superficie de agua en el que aparece reflejado. El reflejo
del álamo es como reflejo, es decir, como un fenómeno luminoso determinado, una
cosa real y abarca en sí el álamo reflejado “irreal”. Quizá esto suene demasiado
bizantino y, sin embargo, no es una cosa remota sino muy conocida, que tenemos
todos los días ente los ojos. Toda la doctrina platónica del ser, que determino en
gran medida y de modo decisivo la filosofía occidental, opera una y otra vez con los
modelos de imagen como sombra y reflejo y significa con ello la fábrica del mundo.

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La apariencia óntica (el reflejo y lo semejanza a él) es algo más que un mero
análogo al mundo lúdico, surge, por lo común, como un momento estructural mismo
en el en el mundo lúdico. Jugar es un verdadero comportamiento real que, de cierto
modo, encierra en sí un “reflejo”: el comportamiento en el mundo lúdico de acuerdo
con los papeles. En general, la posibilidad por parte del hombre de engendrar
productivamente una apariencia de un mundo lúdico depende en alto grado del
hecho de que ya en la naturaleza en sí se da una apariencia real. El hombre no sólo
puede hacer artefactos, puede elaborar también cosas artificiales a las que
pertenece un momento de “apariencia que es. Proyecta mundos lúdicas,
imaginarios. La niña convierte, gracias a una producción lograda imaginariamente,
el material de una cosa – muñeca en su “niño vivo”, y se traslada a sí misma al papel
de la “madre”. Al mundo lúdico pertenecen siempre cosas reales – pero en parte
tienen el carácter de la apariencia óntica y, en parte, se revisten de una apariencia
subjetiva que brota del alma humana.

Jugar es una creación infinita en la dimensión mágica de la apariencia.

Es un problema muy profundo y de la mayor dificultad intelectual revelar con


precisión cómo se compenetran en el juego humano la realidad y la irrealidad. La
determinación óntico – conceptual del juego nos retrotrae a las preguntas cardinales
de la filosofía, a la especulación sobre el ser y la nada, la apariencia y el devenir.
Pero no es posible desarrollar ahora esto. De cualquier modo se ve que el habla
común acerca de la irrealidad del juego se queda corta cuando no se plantea la
dimensión enigmática de lo imaginario. ¿Qué sentido humano y qué sentido
cósmico tiene este imaginario? ¿Forma un campo delimitado en medio de las cosas
restantes? ¿Es acaso la tierra extraña de lo irreal el pasaje elevado entre la
representación conjurada de las esencias de todas las cosas en general? En el
reflejo mágico del mundo lúdico la cosa particular destacada casualmente (por
ejemplo el juguete) se convierte en símbolo. Representa algo. El juego humano es
(aun cuando hace mucho que ya no lo sepamos) la acción simbólica de un hacer
presente sensiblemente el mundo y la vida.

Los problemas ontológicos que nos abre el juego no se agotan en las preguntas
enumeradas sobre la forma del ser del mundo lúdico y sobre el valor simbólico del

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juguete o de la acción lúdica. En la historia del pensamiento no sólo se ha intentado
apresar el ser del juego, sino que se ha arriesgado también la colosal inversión de
determinar el sentido del ser a partir del juego. A esto le damos el nombre de
concepto especulativo del juego. Resumiendo: la especulación es característica de
la esencia del ser en el símil de un ente, es una fórmula conceptual del mundo que
surge de un modelo intramundano. Los filósofos han usado ya muchos modelos:
Tales el agua, platón la luz, Hegel el espíritu y así sucesivamente. Pero la fuerza
luminosa de tales modelos no depende del capricho efectivo del filósofo en cuestión
– de lo que se en definitiva es de si, de hecho, se refleja de suyo la totalidad del ser
en un ente particular. Siempre que el cosmos repite metafóricamente su
constitución, su fábrica y su plan en una cosa intramundana, se denomina con ello
un fenómeno filosófico clave, a partir del cual se puede desarrollar una fórmula
especulativa del mundo.

Ahora bien, el fenómeno del juego es una apariencia que, como tal, se destaca ya
por el rasgo fundamental de la representación simbólica. ¿Acaso se convertirá el
juego en teatro metafórico del todo, en metáfora iluminadora, especulativa, del
mundo? Este pensamiento temerario, atrevido, ha sido pensado en realidad. En la
aurora del pensamiento europeo, lanza Heráclito estas palabras: “El curso del
mundo es un niño que juega con dados en un tablero: reino del niño” (Fragmento 52,
Diels). Y veinticinco siglos de historia del pensamiento después, afirma Nietzsche:
“... un devenir y pasar, un construir y destruir, sin ninguna responsabilidad moral, en
este mundo sólo tiene igual inocencia eterna el juego del artista y del niño” – “el
mundo es el juego de Zeus...” (Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen).

La profundidad de tal concepción, como también su peligro y su fuerza tentadora


que empuja hacia una interpretación estética del mundo, no pueden ser explicadas
en este lugar. Pero quizá la sorprendente fórmula del mundo, que deja reinar al ente
en total como un juego, despierte la idea de que el juego no es un asunto inofensivo,
periférico, ni menos “infantil” – que nosotros, hombres finitos, estamos, justo por la
fuerza creadora y la magnificencia de nuestra producción mágica, “puestos en juego”
en un sentido profundo. Si se piensa la esencia del mundo como juego, se sigue,
para el hombre, que él es el único ente del amplio universo que corresponde al todo

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reinante. Y el hombre sólo podrá alcanzar su esencia nativa en la correspondencia
a lo sobrehumano.

La apertura lúdica de la existencia humana hacia el fundamento lúdico del ser de


todo lo ente, la expresa el poeta así:

Cuando presas aquello que tú mismo lanzas


todo es habilidad
y triunfo perdonables,
sólo cuando de improviso atrapas la pelota
que una compañera eterna de juego te arroja,
y tu centro, con precisión suma,
se transforma
en uno de esos arcos del gran puente de Dios,
sólo entonces será virtud el apresar
- no tu virtud, la del mundo. Y aun
si tuvieras fuerza y valor para lanzar de nuevo...
no, más asombroso aún: si olvidaras valor y fuerza
y ya hubieras lanzado de nuevo...
como el año lanza los pájaros,
las bandadas de pájaros viajeros que un calor extinto arroja
hacia un calor joven,
sobre los mares,
sólo en esta aventura jugarías con agrado.
No te facilitas el lanzamiento ya,
No te lo dificultas ya.
Sale de tus manos el meteoro
y vuela por sus espacios.
(Rilke, Späte Gedichte.)

Cuando los pensadores y los poetas señalan con tanta profundidad humana hacia la
poderosa significación del juego, debiéramos recordar aquellas otras palabras: que
no podremos entrar en el reino de los cielos, si no nos hacemos como niños.

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